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EL PROCESO DE

NUREMBERG
JOE J. HEYDECKER

JOHANNES LEEB

Título original:

DER NURNBERGER PROZESS


Versión española de: Santiago Tamurejo

1.ª edición en Libro Amigo: diciembre, 1965

2.ª edición en Libro Amigo: octubre, 1966

3.ª edición en Libro Amigo: julio, 1967

Printed in Spain - Impreso en España


CONTENIDO

PRÓLOGO

LA GRAN BATIDA

1. ¿Puede ser fusilado Adolfo Hitler?

2. Wilhelm Frick. Hans Fritzsche. Josef Goebbels

3. El mariscal del Reich, Hermann Goering

4. El gran almirante Doenitz se hace cargo del Gobierno

5. Rendición incondicional

6. Se esfuman todas las ilusiones. Keitel, Jodl y Speer

7. El vicecanciller von Papen. Frank intenta suicidarse

8. Schacht, Neurath, Kaltenbrunner, Seyss, Krupp y Sauckel

9. Robert Ley, Alfred Rosenberg y Julius Streicher

10. El fin del Reichsführer-SS, Heinrich Himmler

11. Ribbentrop, Schirach y Raeder

12. Rudolf Hess emprende el vuelo a Escocia

EL CAMINO A NUREMBERG

1. En algún lugar de Europa...

2. Hasta el más lejano escondrijo del mundo...

3. El brindis de José Stalin. Winston Churchill objeta

4. Napoleón y Robert H. Jackson

5. En las celdas de Nuremberg

6. Escapan a la acción de la justicia Ley, Krupp y Bormann


PODER Y LOCURA

1. Empieza el proceso

2. Hitler en el poder

3. La siembra sangrienta

4. Viena, 25 de julio de 1934

5. Hitler descubre sus planes

6. Los no dispuestos a colaborar, deben desaparecer

7. El Anschluss

8. La paz de nuestros tiempos

9. La noche de cristal

10. La guerra de España

LA GUERRA

1. Stalin y los caníbales

2. La última esperanza

3. Las cuatro horas cuarenta y cinco minutos

4. El aborto del infierno

5. León Marino, el principio del fin

6. Operación Barbarroja

EN LA RETAGUARDIA

1. El programa del diablo

2. El lugarteniente de Hitler

3. El honor de los soldados

4. La matanza de Katyn
5. La técnica de la despoblación

6. La exterminación de los judíos

7. El fin del ghetto de Varsovia

EL ÚLTIMO CAPÍTULO

1. Últimas palabras, y Fallo

2. Morir en la horca

3. Spandau, y después

PARTE DOCUMENTAL

CONSIDERANDO-RESULTANDO-FALLO

LA DECLARACIÓN DE MOSCÚ

ESCRITO DE ACUSACIÓN

ANEXO A

ANEXO B

VEREDICTO

CONSPIRACIÓN Y CRÍMENES CONTRA LA PAZ

VIOLACIÓN DE LOS TRATADOS INTERNACIONALES

LA LEGALIDAD DEL ESTATUTO

CRÍMENES DE GUERRA Y CONTRA LA HUMANIDAD

ASESINATOS Y MALOS TRATOS A PRISIONEROS

ASESINATOS Y MALOS TRATOS A LA POBLACIÓN CIVIL

EXPLOTACIÓN DE BIENES PÚBLICOS Y PRIVADOS

LA POLÍTICA DE LOS TRABAJOS FORZADOS

LA PERSECUCIÓN DE LOS JUDÍOS


LAS ORGANIZACIONES ACUSADAS

RESPONSABILIDAD O INOCENCIA DE LOS ACUSADOS

OPINIÓN DIVERGENTE DEL JUEZ SOVIÉTICO

SENTENCIA
PRÓLOGO

Queremos hacer patente que no tenemos la intención de inculpar al


pueblo alemán. Si la amplia masa del pueblo alemán hubiera aceptado
voluntariamente el programa del Partido nacionalsocialista, no habrían sido
necesarias las SA ni los campos de concentración ni la Gestapo.

Estas palabras fueron pronunciadas por el fiscal general americano,


Robert H. Jackson, cuando, en 1945, fue abierto el proceso ante el Tribunal
Militar Internacional en Nuremberg.

Los autores están plenamente de acuerdo con él en este punto.

Este libro es un intento para hacer asequible el material del proceso de


Nuremberg en conjunto y en detalle, en una forma comprensible, a la opinión
pública mundial. Solamente los sumarios del proceso comprenden cuarenta y
dos tomos, y hay que añadir docenas de miles de manuscritos y páginas
impresas de otros expedientes que no habían sido escritos todavía durante las
sesiones o que no estaban a disposición del tribunal, pero que ahora han de ser
tenidos en cuenta si queremos presentar todo lo acontecido de un modo
objetivo. Los autores han procurado en todo momento hacer comprensibles al
lector los sucesos de aquella época, sobre todo para la juventud que no los vivió,
y explicar también lo ocurrido antes del proceso, una historia que, hasta la fecha,
apenas ha sido dada a la publicidad en Alemania.

Por otro lado, los autores han decidido y se han visto obligados a adoptar
esta decisión, ignorar muchos aspectos de la situación. Por ejemplo, el
voluminoso complejo de las «organizaciones inculpadas», Gobierno del Reich,
Cuerpo de los jefes políticos, SS, SD, Gestapo, SA, Estado Mayor general y
Mando supremo de la Wehrsmacht. Lo cierto es que los crímenes de que eran
acusadas las organizaciones se manifiestan también en otras partes del proceso,
así como en las sentencias en la parte documental de este libro, por cuyo motivo
los autores no se reprochan esta omisión.

Han omitido también de un modo consciente todo aquello que hace


referencia a la problemática jurídica y de derecho internacional del proceso y sus
fundamentos. Desgraciadamente, figuran en este apartado los interesantes, pero
extensos, discursos de la acusación y de defensa. Casi toda la literatura
publicada hasta la fecha sobre el proceso de Nuremberg hace referencia única y
exclusivamente a su aspecto jurídico, de modo que el lector interesado por este
aspecto hallará allí suficiente material crítico.

Lo que llama grandemente la atención es el hecho de que la mencionada


literatura ignore casi de un modo completo el verdadero contenido del proceso.
Por este motivo se dijeron los autores que con esta obra llenarían un vacío
considerable. Es la primera vez que, a su juicio, se lleva a cabo este propósito y
se explica el proceso tomando como base los documentos, las declaraciones de
los testigos, los sumarios y la cronología histórica. Que otros autores no lo hayan
hecho así hasta la fecha tiene sus razones muy profundas. El proceso de
Nuremberg aparece en el consciente o inconsciente del pueblo alemán como una
imagen poco clara, nebulosa, muy molesta en el fondo. En vez de contribuir a
aclarar muchas cosas, ha sido arrumbado a un lado conjuntamente con aquel
pasado tan desagradable de recordar. No cabe la menor duda de que han
contribuido poderosamente a ello las circunstancias externas. En la época del
proceso había en Alemania una gran escasez de papel. Los periódicos aparecían
sólo dos veces a la semana y, por lo general, constaban únicamente de cuatro
páginas. Por consiguiente, la información de lo que sucedía en Nuremberg hubo
de quedar limitada a un espacio muy reducido y el resultado fue unas noticias
frías y escuetas. Y, desde luego, incompletas. Además, las informaciones
periodísticas estaban aquellos días dominadas por un profundo resentimiento
general y había que ajustarse forzosamente, a pesar de las autorizaciones
concedidas a la Prensa alemana libre, a las directrices emanadas del Gobierno
militar. Publicaciones posteriores han caído en el extremo opuesto, en un intento
de librar de toda culpa a los acusados, desacreditar en lo posible el proceso en sí
y hacer caso omiso de las pruebas que fueron presentadas durante las sesiones.
Las voluminosas memorias que se han publicado estos últimos años tienden,
por razones muy comprensibles, a caer en los mismos errores. No es de extrañar,
pues, que desde este punto de vista, todo el complejo se hundiera antes de
tiempo.

Corresponde al Süddeutscher Verlag, a la Münchner Ilustrierte y a su


redactor jefe, Jochen Willke, el mérito de haber accedido a las proposiciones del
autor y haber contribuido a acabar, de una vez para siempre, con este tabú
llamado «Proceso de Nuremberg». Confesemos sinceramente que todos los
interesados experimentaron, cuando fueron dadas a la publicidad las primeras
notas en octubre de 1957, un íntimo temor por la posible reacción de la opinión
pública alemana ante esta «delicada intervención», pero el éxito obtenido y el
interés demostrado por todos ha confirmado plenamente lo que se había
previsto: la verdad clara y objetiva abre todas las puertas. ¡La verdad clara y
objetiva!... Los autores no se han dejado llevar un solo momento por la fantasía
ni por sus sospechas y de un modo riguroso han dejado a un lado todo lo
novelesco. Todos los datos son históricos, incluso las manifestaciones y las
reacciones de los personajes han sido confirmadas por testigos oculares, y todos
los detalles han sido comprobados, incluso las palabras pronunciadas por unos y
otros. Para lograr esta exactitud y esta fidelidad documental, los autores, además
del profundo estudio de los sumarios y de toda la literatura que hace referencia
a los mismos, han realizado muchos viajes por el país y el extranjero para visitar
y consultar las fuentes y los archivos más lejanos, han entrevistado a todos los
que actuaron en el proceso: abogados, testigos y funcionarios del tribunal y de la
cárcel. Y así han recogido detalles, han escuchado viejas cintas magnetofónicas
con las voces que se oyeron durante el proceso y han descubierto unos
expedientes que no habían sido dados a la publicidad. Uno de los autores,
Heydecker, ha hecho uso de sus propias experiencias y de su conocimiento del
ambiente, ya que en los diez meses que duró el proceso trabajó como periodista
y comentarista de la radio en la sala del tribunal. La presente edición ha sido
revisada a fondo. En parte ha sido condensada, pero en parte ha sido
considerablemente ampliada, después de examinar las reacciones y las
sugerencias de los lectores, que en algunos casos han sido tomadas en
consideración y agradecidas por los autores. Los autores están plenamente
convencidos de que han hecho todo lo humanamente posible para exponer los
hechos de un modo desapasionado. Es su deseo que al final del libro, cuando se
da cuenta de la sentencia, los lectores emitan su juicio.

El proceso ante el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg pertenece


ya a la historia. Sin embargo, sigue vivo en el presente y en el futuro. Las ideas
que en 1945 sugería el proceso se desprenden de las propias palabras que, en el
mencionado discurso de apertura del juicio, pronunció el fiscal general Jackson:

—La civilización moderna ofrece a la humanidad medios incalculables de


destrucción... Buscar refugio en una guerra, sea la guerra que sea, es querer
salvarse por unos medios esencialmente criminales. La guerra es
irremisiblemente una cadena de muertes, de abusos, de pérdidas de libertad y
destrucción de bienes propios y ajenos... El sentido común exige que la justicia
no se contente con castigar los delitos menores de que se hace culpable al
hombre de la calle. La justicia ha de llegar hasta aquellos hombres que se
arrogan un gran poder y que, basándose en el mismo y después de previa
consulta entre ellos, provocan una desgracia que no deja inmune ningún hogar
de este mundo... El último recurso para impedir que las guerras se repitan
periódicamente y se hagan inevitables por ignorancia de las leyes
internacionales, es hacer que los estadistas sean responsables ante estas leyes.

Y levantando la voz añadió:

—Permítanme que me exprese con claridad... Esta ley vamos a aplicarla


aquí primeramente contra los agresores alemanes, pero establece ya, si ha de
servir de alguna utilidad, una enérgica condenación de los ataques que puedan
desencadenar otras naciones, sin excluir las que ahora se sientan aquí para
juzgar.

Estas esperanzas no se han visto cumplidas, como muchas otras que


aquellos días estaban, al parecer, tan justificadas cuando la fundación de las
Naciones Unidas y los planes para un Gobierno mundial, le ha sido reprochado
numerosas veces al proceso de Nuremberg y su intento de hacer prevalecer las
leyes internacionales..., en contra de toda lógica y también de un modo injusto, y
esta es la opinión de los autores, a pesar de Corea y de Indochina, de Suez,
Hungría y África del Norte. Nuremberg no puede ser borrado ya de la historia
del derecho y tampoco de la historia de la humanidad. Mientras los pueblos se
esfuercen por asentar sus relaciones sobre el derecho y las leyes y renunciar a la
mutua destrucción, el proceso, a pesar de todos los reveses y acontecimientos
cotidianos, continuará en vigor.

El profesor de derecho internacional alemán, doctor Hermann Jahrreiss,


dijo en su discurso fundamental ante el Tribunal Militar Internacional: «Los
reglamentos de este tribunal presuponen un Estado universal. Son
revolucionarios. Tal vez entrañen la confianza y el deseo de los pueblos de un
futuro mejor».

Así sea. Para aquellos cuyos pensamientos no van dirigidos a un futuro


lejano e incierto, que se preguntan por qué motivo renacen aquí los sombríos
espíritus del pasado, reproducimos unas palabras de Jackson dirigidas al
presente, a nuestra generación, a una Alemania humillada, cargada de
vergüenza, difamada, desangrada y destruida:

«En rigor, los alemanes, como todo el mundo, han de saldar cuentas con
los acusados.»
LA GRAN BATIDA

1. ¿Puede ser fusilado Adolfo Hitler?

Si un soldado británico se encontrara con Hitler, ¿debería fusilarlo o


apresarlo vivo?

Esta pregunta fue planteada el 28 de marzo de 1946 en la Cámara de los


Comunes inglesa por el diputado laborista Ivor Thomas, de Keighley.

Pocos minutos antes había anunciado el ministro de Asuntos Exteriores,


Anthony Eden, que Adolfo Hitler era considerado el principal criminal de
guerra por parte de los aliados. Figuraba al frente de una lista que había sido
confeccionada por la Comisión de Criminales de Guerra, en Londres.

—Esta decisión corresponde única y exclusivamente al soldado británico


que se encontrara en este caso —contestó Eden.

Risas y aplausos.

En la Cámara de los Comunes, en Inglaterra y en todo el mundo sabían


que había sonado la última hora para Alemania. No era posible contener ya el
avance de las tropas americanas, inglesas y soviéticas. Con las tropas avanzaban
también los especialistas del Servicio de Información, cuya misión era descubrir
y apresas a los Big Nazis.

La Comisión para Criminales de Guerra había anotado un millón de


alemanes en su lista. Todas las ruinas, todas las granjas rurales, todos los campos
de prisioneros, todos los trenes de fugitivos y todos los convoyes en las
carreteras habían de ser registrados en busca de aquellos criminales de guerra.

—Ha empezado la batida de seres humanos más grande de la historia


entre Noruega y los Alpes bávaros —anunció Eden en la Cámara de los
Comunes.

Sabía bien lo que decía.

Nunca habían sido buscados y perseguidos al mismo tiempo un millón de


seres humanos. Pero los hombres que más tarde habían de sentarse en el
banquillo de los acusados de Nuremberg no habían sido hallados todavía. En el
caos del hundimiento alemán ni los criminalistas de los Estados Mayores del
general Eisenhower y del mariscal de campo Montgomery podían forjarse una
imagen clara. Nadie sabía lo que había sido de Hitler, Goebbels, Ribbentrop,
Bormann o Goering.

2. «Cobran» al ministro del Interior, Wilhelm Frick. — El comentarista


de la radio, Hans Fritzsche, ofrece la capitulación de Berlín. — El
doctor Josef Goebbels no se sienta en el banquillo de los acusados

Wilhelm Frick, el antiguo ministro del Interior del Reich, fue capturado
cerca de Munich por oficiales del Séptimo Ejército americano. Así se leía en el
comunicado. De los demás faltaban todas las huellas.

¿Cuál era la situación en Berlín?

A las once de la mañana del 21 de abril de 1945, la ciudad temblaba bajo


una capa de polvo que subía desde las ruinas, nubes de humo y una pegajosa
neblina. Por las calles corrían desconcertados y aterrorizados decenas de
millares, centenares de millares de fugitivos. La sangrienta escoba de los rusos
avanzaba hacia el oeste.

Las Juventudes Hitlerianas e infinidad de mujeres y ancianos construían


obstáculos en las calles. El frente se anunciaba con renovado tronar de cañones.
El humo se elevaba hacia el cielo desde los barrios de la ciudad arrasados por las
sombras. El olor putrefacto del hundimiento se cernía sobre Berlín.

A través de las grietas de las ventanas tapadas con cartones penetra un


fresco viento en la sala privada de proyecciones del ministro de Educación y
Propaganda del Reich, en la Hermann-Goering Strasse. Las explosiones cercanas
han hecho caer trozos del estucado de los techos y de las paredes. Los valiosos
sillones están cubiertos de polvo.

En la penumbra de la inhóspita sala se han reunido dos docenas de


hombres. Cinco velas iluminan débilmente los rostros hundidos y graves de los
presentes. Ya no hay corriente eléctrica.

Este es el ambiente, el escenario donde celebra su última conferencia el


doctor Josef Goebbels con sus colaboradores. Todos los detalles, todas las
palabras pronunciadas en aquella ocasión han sido corroboradas por un testigo
ocular..., por el futuro acusado en Nuremberg, Hans Fritzsche.

El ministro lleva traje negro. Va vestido correctamente. El cuello blanco


de su camisa brilla a la luz de las velas, y Fritzsche, el comentarista de la radio,
opina que aquello es un violento contraste con aquel inhóspito salón y la cruel
destrucción de que ha sido víctima toda la ciudad.
El doctor Goebbels se deja caer en un sillón y empieza a hablar. De un
modo indolente ha cruzado una pierna sobre la otra.

Lo que dice no puede considerarse en modo alguno una conversación con


sus colaboradores. Sus palabras van dirigidas a un público muy distinto. Habla
de un juicio condenatorio contra todo el pueblo alemán y dice algo de traición,
de cobardía.

—El pueblo alemán ha fracasado —afirma Goebbels—. En el Este huye y


en el Oeste impide que los soldados puedan continuar luchando y recibe al
enemigo con banderas blancas.

Su voz suena como si estuviera hablando en el Palacio de los Deportes:

—¿Qué puedo hacer yo con un pueblo cuyos hombres ni siquiera luchan


cuando sus mujeres son violadas?

Vuelve a serenarse y una mueca irónica se dibuja en las comisuras de sus


labios.

—En fin —dice en un tono muy bajo—, el pueblo alemán ha elegido por
sí mismo su destino. Recuerden ustedes el plebiscito de noviembre de 1933,
cuando Alemania abandonó la Sociedad de Naciones. Entonces todo el pueblo
alemán, en unas elecciones libres, se declaró contrario a una política de sumisión
y se decidió por una política enérgica para el futuro.

Mueve ligeramente la mano y añade:

—Pero esta política ha fracasado.

Uno o dos de sus colaboradores tratan de interrumpirle. Pero él les dirige


una helada mirada y les obliga a guardar silencio. Sin hacer el menor caso de sus
demostraciones, continúa su discurso:

—Sí, es posible que esto sea una sorpresa para muchos, incluso para mis
colaboradores. Pero yo no he obligado a nadie a colaborar conmigo, del mismo
modo que tampoco hemos obligado al pueblo alemán. El pueblo nos confió esta
misión. ¿Por qué han colaborado ustedes conmigo? Ahora les cortarán el cuello.

Goebbels se pone de pie. Sonríe imperceptiblemente ante la palidez o el


sonrojo que han provocado sus cínicas palabras, sus últimas palabras, en los
rostros de los presentes. Se acerca, cojeando, a la puerta decorada en oro de la
sala de proyecciones, se vuelve otra vez y dice con un tono patético:

—¡Cuando nos retiremos del escenarios, temblará el mundo entero!


Tiembla la puerta que cierra de golpe a sus espaldas. Todos los presentes
se han puesto en pie. Todos guardan silencio. Todos se miran cohibidos. Todos
saben que ha sonado la última hora. Se suben el cuello de los abrigos y salen a la
calle.

La artillería rusa bombardea el barrio gubernamental con piezas de gran


calibre. Fritzsche corre arrimado a las paredes, que amenazan derrumbarse,
avanza por entre las ruinas y los callejones. Parece como si hubiera despertado
de un sueño. Corre a través de Berlín en busca de una persona que le pueda dar
una información exacta sobre la situación y, finalmente, vacilante e indeciso,
vuelve a la residencia del doctor Goebbels.

Pero allí ya no encuentra más que unos oficiales de las SS que maldicen
su mala suerte y dos secretarias que corren de un lado para otro sin un objetivo
determinado por aquellas habitaciones vacías, mesas y armarios revueltos y
maletas abandonadas. El jefe de la oficina del Ministerio, Curt Hamel, se ha
puesto el sombrero y el abrigo, pero no sabe qué hacer, ni hacia dónde dirigir
sus pasos. Cuando ve a Fritzsche le dice casi sin voz:

—Goebbels se ha ido al «bunker» del Führer. Todo ha terminado... Estas


han sido sus últimas palabras. Los rusos están en la Alexanderplatz. Voy a
intentar llegar a Hamburgo. ¿Me acompaña usted? Tengo una plaza libre en mi
coche.

Fritzsche rechaza el ofrecimiento. Quiere quedarse en Berlín. Sale del


Ministerio de Propaganda y disuelve el Departamento de Radio, despide a todos
sus colaboradores. Después saca su «BMW» del garaje y se dirige a la
Alexanderplatz para comprobar por sí mismo si realmente los rusos han
avanzado hasta allí. Pero un intenso fuego de artillería y un fuerte tiroteo entre
carros de combate le obliga a retroceder. En la emisora se entera de que ha de
continuar la defensa de Berlín.

El núcleo central de la ciudad resiste todavía. Fritzsche, que tiene pegado


el oído a un receptor que funciona acoplado a una batería, oye que la emisora de
Hamburgo anuncia la muerte de Hitler.

Con el secretario de Estado, Werner Naumann, del Ministerio de


Propaganda, corre a la Cancillería del Reich. Ha tomado una decisión. Berlín ha
de capitular sin perder ya un solo minuto. Pero por el momento no se atreve aún
a someter su plan a la consideración de Martín Bormann. Lo único que pretende
Frietzsche es convencer a Bormann de la necesidad de poner fin, de una vez para
siempre, a las represalias que carecen ya de todo sentido en aquellos momentos.
Se juega la cabeza, lo sabe, pero logra persuadir al poderoso lugarteniente de
Hitler.
En el jardín del «bunker» del Führer, entre muros ennegrecidos, entre
bidones de gasolina y documentos secretos quemados —¿o acaso se trata de algo
muy distinto?— reúne Bormann a unos cuantos oficiales de las SS y les ordena
en presencia de Fritzsche:

—El «Werwolf» ha sido disuelto. Todas las «acciones Werwolf» deben


cesar a partir de este momento y también las ejecuciones.

Fritzsche vuelve al Ministerio de Propaganda. A las once de la noche


todos los que se encuentran todavía en el «bunker» de la Cancillería van a
intentar huir de Berlín. Y entonces será Fritzsche, en su calidad de director
ministerial, el funcionario de más categoría del Reich en la capital alemana. Y
con esta representación ofrecerá al mariscal Georgi Schukow la capitulación de
Berlín.

Informa de su decisión a los hospitales de guerra y a las unidades de la


Wehrmacht, con las que puede ponerse en comunicación. Luego dirige una carta
al mariscal soviético. El traductor intérprete Junius, de la Agencia de
Información alemana traduce la carta al ruso.

En aquel momento abren violentamente la puerta.

El general Wilhelm Burgdorf, el último ayudante de Hitler, entra en el


sótano con los ojos brillantes de ira.

—¿Pretende capitular usted? —grita a Fritzsche.

—Sí —contesta el Director ministerial secamente.

—¡En este caso dispóngase a morir! —ruge Burgdorf—. El Führer ha


prohibido expresamente la capitulación en su testamento. ¡Hemos de luchar
hasta el último hombre!

—¿Y también hasta la última mujer? —replica Fritzsche.

El general saca su pistola de la funda. Pero Fritzsche y un técnico de la


emisora son más rápidos. Se abalanzan sobre Burgdorf. Suena el disparo, pero la
bala queda incrustada en el techo. Fritzsche y el técnico echan a Burgdorf a
empellones.

Burgdorf intenta volver a la Cancillería. Pero por el camino vuelve el arma


contra sí y se quita la vida.

La carta de Fritzsche llega, efectivamente, a través de la línea de combate,


al alto mando ruso. A primeras horas de la mañana del 2 de mayo aparecen los
parlamentarios ante el Ministerio de Propaganda: un teniente coronel y varios
oficiales rusos y un coronel alemán que les ha servido de guía. El mariscal
Schukow invita a Fritzsche a ir a su puesto de mando.

En silencio cruza el pequeño grupo las calles de Berlín, que no tienen ya


ningún parecido con la antigua capital. Cadáveres de soldados, vehículos
incendiados, caballos muertos, alambres retorcidos, miembros de las Juventudes
Hitlerianas caídos, armas abandonadas, utensilios domésticos destrozados y
aberturas de sótanos malolientes obstaculizaban la marcha de los
parlamentarios. La estación de Anhalt forma la línea de combate. Un «jeep» ruso
los está esperando.

¿Qué aspecto ofrece el otro lado, donde ha entrado ya el Ejército Rojo?

—En dos guerras mundiales he sido testigo de muchas escenas bélicas —


declaró Fritzsche posteriormente—. Pero nada se puede comparar con el cuadro
que se me ofreció en el corto trayecto entre el Wilhelmplatz y Tempelhof, que
tardamos en recorrer algunas horas. No puedo describir las escenas que se
sucedieron cada vez que los rusos entraban en una casa o en unos sótanos o en
un «bunker». Y tampoco la desesperación que impulsaba a aquellas mujeres a
arrojarse con sus hijos por las ventanas de sus casas para escapar de las manos
que se tendían ya hacia ellas. Las ruinas y los incendios, los cadáveres y los
rostros de los muertos daban una idea exacta de lo que había ocurrido allí. Yo no
tenía más que un deseo, que una de aquellas granadas que no había estallado
explotara en aquel preciso instante y me ahorrara el horrible espectáculo que
estaban viendo mis ojos.

A la entrada del aeropuerto de Tempelhof, condujeron a Fritzsche a un


edificio bajo donde se había instalado el mando soviético. Allí fue informado el
Director ministerial que otro de los últimos comandantes de Berlín, el general
Helmut Weldling, había llegado ya allí para invitar por radio a los berlineses a
capitular:

«El 30 de abril de 1945, el Führer, al que habíamos prestado juramento de


obediencia, nos ha abandonado. Por orden del Führer os creéis todavía en la
obligación de luchar por Berlín a pesar de que la falta de armas pesadas y de
municiones y la situación general indican claramente que la lucha es ya inútil.
Cada hora que continuéis luchando, prolongará horriblemente los
padecimientos de la población civil, de nuestros heridos. De acuerdo con el alto
mando de las tropas soviéticas os invito, por consiguiente, a cesar
inmediatamente en la lucha.»

La misión que se había impuesto Fritzsche a sí mismo quedaba ya


superada por el paso que en el mismo sentido había dado Weldling. Pero los
rusos querían saber ahora cosas muy distintas de él. El 4 de mayo lo invitaron a
acompañarles en un coche. Se dirigieron a una pequeña población situada entre
Berlín y Bernau. Los oficiales rusos y Fritzsche bajaron a unos sótanos húmedos.
Los departamentos apenas estaban iluminados. Allí se le ofreció a Fritzsche un
cuadro horrendo. En el suelo yacía un cadáver casi desnudo. El cráneo estaba
quemado, pero el cuerpo se mantenía bien conservado. Del uniforme sólo
quedaba el cuello con la insignia de oro del partido.

Al lado de este cadáver había los de cinco niños. Con sus camisones de
dormir, parecía que estuvieran durmiendo pacíficamente.

Hans Fritzsche comprendió en el acto. Eran el doctor Josef Goebbels y sus


hijos. Se sintió tan atónito, tan aterrado ante aquella visión, tan amargado por
aquella decisión de su antiguo jefe que de aquella manera tan cobarde había
rehuido su responsabilidad, que en su confusión y desconcierto no vio también
el cadáver de una mujer, con toda seguridad el de Magda Goebbels.

Los rusos se dieron por satisfechos con aquella identificación. Fritzsche


volvió al aire libre... pero no a la libertad. Los rusos lo encerraron en unos
sótanos en Friedrischgen en compañía de otros alemanes. Situación extraña que
unos días más tarde un oficial ruso pretende convertir en legal sacando un papel
muy arrugado de su bolsillo y leyendo con evidente esfuerzo tres palabras en
alemán:

—Queda usted detenido.

Había de pasar mucho tiempo antes de que Fritzsche recobrara la libertad.


Su destino lo condujo a Moscú, a la cárcel de la Lubjanka y desde allí al
banquillo de los acusados de Nuremberg.

3. El mariscal del Reich, Hermann Goering, acusado número uno,


escapa a la muerte y es detenido por los aliados

La gran batida humana estaba lanzada. De un modo muy intenso en los


Alpes bávaros. En los mapas de los aliados se centraba toda la atención en dos
regiones principales: en el Norte, en la zona entre Hamburgo y Flensburg, y en
el Sur, en la región de Munich hasta Berchtesgaden. Desde Berlín en llamas un
grupo de personalidades había intentado abrirse paso para llegar hasta el gran
almirante Doenitz. Himmler, Ribbentrop, Rosenberg y Bormann parecían
formar parte del grupo. A los demás se les creía en Baviera.

En el puesto de mando de la 36 División del 7.º Ejército americano no se


experimentó ninguna sorpresa cuando, la mañana del 9 de mayo, se presentó un
coronel alemán al centinela de guardia. Los americanos sabían que allí, en los
Alpes, se habían refugiado gran número de tropas alemanas que pretendían
operar por su propia cuenta y riesgo y ahora, cuando empezaban a reconocer que
la lucha era ya completamente inútil se presentaban al enemigo para anunciar su
rendición. Pero en este caso se trataba de algo muy distinto.

El coronel alemán dio su nombre: Bernd von Brauchitsch. Y añadió:

—Vengo como parlamentario en nombre del mariscal del Reich Hermann


Goering.

Los centinelas americanos actuaron rápidamente al oír este último


nombre. Era evidente que su división iba a tener el honor de apresar uno de
aquellos «peces gordos». El coronel von Brauchitsch fue acompañado en un
«jeep» al mando de la división.

Allí habían anunciado ya por teléfono la llegada del emisario alemán. No


le hicieron esperar un solo momento. El coronel de la división, general Robert J.
Stack, reciben al instante al alemán.

Bernd von Brauchitsch comunica a los generales americanos que ha


recibido el encargo de Hermann Goering de comunicar a los americanos que está
dispuesto a entregarse. El mariscal del Reich, añadió Bernd von Brauchitsch, se
hallaba en aquellos momentos en un lugar cerca de Radstadt.

Goering se encontraba en una situación muy delicada. Sobre su cabeza se


cernía la condena que Hitler había lanzado contra él antes de morir y cabía
preguntarse si, a pesar de la derrota, no habría aún algún fanático de las SS
dispuesto de ejecutar la orden de fusilamiento.

«Mi Führer, ¿da usted su consentimiento para que, después de haber


tomado usted la decisión de continuar en Berlín y basándome en la Ley del 29 de
junio de 1941, asuma yo la dirección general del Reich con plenos poderes para
todas las cuestiones interiores y exteriores?», había telegrafiado hacía pocos días
Goering a Hitler al «bunker» de la Cancillería. «Si no recibo respuesta alguna
hasta las 22 horas, supondré que se ve usted privado de libertad de acción y
entonces daré como válida la ley.»

La respuesta fue recibida antes de las 22 horas, pero el destinatario era


otro. Decía lo siguiente:

«Goering ha sido destituido de todos los cargos, incluso de la sucesión a


Hitler, y debe ser detenido donde se encuentre, acusado de alta traición.» Y se
añadía que «el traidor del 23 de abril de 1945 debía ser ejecutado cuando dejara
de existir el Führer».

Más tarde, el último jefe del Estado Mayor de la Luftwaffe, general Karl
Koller, declaró:

—Las SS se sentían, al parecer, intimidadas de hacer uso de la fuerza


frente al mariscal del Reich.

—Fui conducido a una habitación donde estaba un oficial —declaró


Goering cuando fue interrogado en Nuremberg—. Delante de la puerta había
una guardia de las SS. Luego me llevaron con toda mi familia, el 4 ó 5 de mayo,
después del ataque aéreo contra Berchtesgaden, a Austria. Las tropas de la
aviación cruzaban por las calles de la ciudad... se llamaba Mautendorf... y me
liberaron de las SS.

El general Koller, bajo cuya custodia estaba Goering a partir de aquel


momento, estaba enterado de la orden de ejecución dada por Hitler.

—No quise que se cometiera un asesinato —le dijo a su defensor en


Nuremberg, Werner Bross—, siempre he sido contrario al fusilamiento de los
enemigos políticos. La orden no llegó a cumplirse.

El sargento de la Luftwaffe alemana, Anton Kohnle, que montaba la


guardia en el palacete de caza de Mautendorf, donde estaban detenidos Goering
y su esposa, su hija, su criado, su doncella y su cocinero, fue uno de los primeros
en volver a ver al mariscal.

—Le di el parte y él se quedó mirándome muy extrañado y me examinó de


pies a cabeza. Me preguntó de dónde era y me dijo a continuación, como si
estuviéramos hablando en plan de amigos, que todo habría sucedido de un
modo muy distinto si le hubiesen hecho caso a él. Y añadió que ahora que había
terminado la guerra, él, mariscal del Reich, quería tomar en sus manos el
gobierno de la nación.

Kohnle añadió:

—Cuando después de estas palabras, Goering se hubo separado unos


veinte pasos de donde estaba yo, lo vi caer al suelo. Tuvimos que hacer grandes
esfuerzos para poner en pie a aquel gigante. Goering era muy aficionado a las
drogas y sospecho que su desvanecimiento fue debido a que durante los días
que estuvo en poder de las SS no le dejaron tomar la droga.

Un testigo ocular nos cuenta, libre de todo apasionamiento, la detención y


la liberación de Goering. El mariscal del Reich no podía saber entonces qué
curso seguirían los acontecimientos. ¿Acaso las SS no podrían arrepentirse de su
generosidad, volver sobre sus pasos y ejecutarle tal como se les había ordenado?
En este caso era preferible buscar la protección de los aliados.

Había llegado el momento.

El general Stack fue personalmente al lugar que le había sido señalado


por el coronel von Brauchitsch. En el cruce de una carretera de tercer orden se
encontraron el «jeep» del americano y el «Mercedes» blindado de Goering.

Los dos coches se detuvieron a prudente distancia uno del otro. El general
bajó del «jeep» y Goering de su coche.

Goering llevaba ligeramente el bastón de mando en señal de saludo y


avanzó unos pasos en dirección al americano. El general Stack se llevó la mano a
la gorra y avanzó igualmente unos pasos. Todo se desarrolló con una gran
corrección.

A media distancia entre los dos coches, en plena carretera, los dos
hombres se paran, se presentan a sí mismos y se estrechan las manos.

Al general Stack este apretón de manos le sería reprochado más tarde muy
duramente. Aquel saludo correcto provocó general indignación.

—¡Ha estrechado la mano de un criminal de guerra!

—¡Shakehands con un asesino!

En los Estados Unidos y de un modo especial en la Gran Bretaña los


periódicos tratan el caso con grandes titulares. Provocan tanto escándalo que
incluso el general Eisenhower se ve obligado a expresar oficialmente su punto
de vista a través del ministro de la Reconstrucción, lord Woolton, que declara en
la Cámara de los Lores:

—La guerra no es un juego que termine con un apretón de manos.

Pero el general Stack no sabía, claro está, en aquellos momentos hasta qué
punto le amargarían la vida por aquel saludo. Por el momento cree que esta es la
forma de proceder a la que está obligado. Goering fue conducido al puesto de
mando de la División, donde el general Dahlquist tomó bajo su custodia
personal al preso. Mientras tanto el Cuartel general del 7.º Ejército había sido
informado ya y el jefe del Servicio de Información, general William W. Quinn,
había prometido trasladarse sin pérdida de tiempo al puesto de mando de la
División para ver de cerca a aquel legendario personaje.
El comandante de la 36 División tuvo algún tiempo para charlar a solas
con Goering. John E. Dahlquist era un veterano, un hombre abierto y apolítico.
Sin embargo, quedó altamente sorprendido por lo que le dijo Goering ya a los
pocos minutos de hablar con él.

—Hitler era un hombre obstinado —le dijo el mariscal del Reich—.


Rudolf Hess, un personaje muy excéntrico y Ribbentrop, un granuja. ¿Por qué
nombraron ministro de Asuntos Exteriores a Ribbentrop? En cierta ocasión me
informaron de un comentario de Churchill que decía más o menos lo siguiente:
«¿Por qué me mandarán siempre a ese Ribbentrop y no a ese buen muchacho
que es Goering?». Bien, aquí me tienen. ¿Cuándo me acompañarán ustedes al
Cuartel general de Eisenhower?

Dahlquist se enteró en aquella ocasión de que Goering creía sinceramente


poder negociar con los aliados como representante de Alemania. Goering no
podía darse cuenta de lo lejos que se encontraba de la realidad. ¿Acaso aquel
hombre que había sido el más poderoso en Alemania después de Hitler no
comprendía la situación en la que se encontraba?

Empezó a hablar de su poderosa arma aérea, sin sospechar que a aquella


misma hora su sucesor en el cargo, el mariscal de campo Robert Ritler von
Greim, era apresado en Kitzbühel y se presentaba a sí mismo con unas palabras
ya clásicas:

—Soy el jefe de la Luftwaffe alemana... pero no tengo ya ninguna


Luftwaffe.

—¿Cuándo seré recibido por Eisenhower? —preguntó Goering otra vez.

—Ya lo veremos —dijo Dahlquist rehuyendo la respuesta.

Después de estas palabras, Goering hizo honor a un pollo asado con puré
de patata y judías verdes que le habían servido. Con un apetito que llenó de
asombro al general Dahlquist, terminó el mariscal del Reich la comida, pidió
como postre una ensalada de frutas y elogió el café americano.

«Era la misma comida que aquel día les fue servida a todos los soldados
americanos», comunicaron luego oficialmente desde el Cuartel general de
Eisenhower en vista de la indignación que había provocado aquel menú a
Goering.

El oficial del Servicio de Información del 7.º Ejército, general Quinn,


ordenó a su llegada que Goering fuera alojado en una casa particular, en
Kitzbühel. Siete soldados de Tejas, veteranos de Salerno y Monte Cassino,
acompañaron al mariscal de campo a su nuevo alojamiento. Por el camino se
volvió sonriente a uno de sus acompañantes:

—¡Vigiladme bien!

Pronunció estas palabras en inglés, pero los soldados del grupo de choque
no estaban para bromas.

—Lo que le contestaron a Goering, no lo puedo repetir —confesó un


periodista americano que acompañaba al grupo.

Desde luego, los periodistas fueron los primeros en llegar. La noticia de


que Goering había sido detenido había puesto en movimiento a los
corresponsales de guerra en toda la región. Todos acudieron al lugar, pues
Quinn, siempre amable con la Prensa, les había prometido una entrevista con el
mariscal.

Hermann Goering inspeccionó, muy satisfecho, las habitaciones que


habían puesto a su disposición. Mientras tanto había llegado también su familia.
Y todo su equipaje en diecisiete camiones, como si se encontrara en un hotel. El
mariscal tomó un baño y a continuación se vistió lentamente, como tenía por
costumbre, y se puso su uniforme preferido, el de color gris claro. Sentía una
debilidad por los galones de oro.

¡Qué diferente todo aquello de lo que ocurría en los campamentos donde


centenares de miles de soldados alemanes se apretujaban bajo la lluvia y en el
barro, sin víveres, sin agua potable, sin instalaciones sanitarias!

Pero no es probable que Goering pensara en la miseria que estaban


sufriendo los soldados alemanes. Se había afeitado, estaba de excelente humor.
Con su paso elástico salió de la casa y saludó indolente con la mano a las
docenas de reporteros que le estaban esperando.

Los corresponsales habían formado un semicírculo. Frente a la casa, junto


a una pared, había una mesa redonda y un sillón. Allí había de tomar asiento el
preeminente prisionero de guerra. Se montó un micrófono. Los «flash» de los
aparatos fotográficos disparaban continuamente.

—Mariscal, sonría usted...

—Vuelva la cabeza hacia aquí.

—Gracias.

—Otra foto con la gorra puesta, por favor...


Goering se puso la gorra con la visera bordada de oro. Se mostraba
impaciente.

—Por favor, dense prisa —dijo a los fotógrafos—. Tengo hambre.

Empezaron las preguntas. Primero, las de costumbre: ¿Dónde está Hitler?


¿Cree que ha muerto? ¿Por qué no intentaron un desembarco en Inglaterra?
¿Qué potencia tenía la Luftwaffe cuando empezaron las hostilidades?

—Creo que era el arma aérea más potente del mundo —contestó Goering,
muy orgulloso.

—¿Con cuántos aviones contaba usted aproximadamente? —preguntó uno


de los periodistas.

—De eso hace seis años —dijo Goering—, y no estoy preparado para
responder a esta pregunta. Ahora no puedo decir cuántos aviones teníamos.

—¿Ordenó usted el bombardeo de Coventry?

—Sí. Coventry era un centro industrial. Fui informado de que había allí
grandes fábricas de aviones.

—¿Y Canterbury?

—El bombardeo de Canterbury fue ordenado por el Alto Mando como


represalia por el bombardeo de una ciudad universitaria alemana.

—¿Qué ciudad universitaria?

—No la recuerdo ya.

—¿Cuándo pensó usted por vez primera que había perdido la guerra?

—Inmediatamente después de la invasión y de haber roto los rusos el


frente en el Este.

—¿Qué ha sido lo que más ha contribuido a que Alemania perdiera la


guerra?

—Los ininterrumpidos ataques desde el aire.

—¿Fue Hitler debidamente informado de que no había esperanzas de


ganar la guerra?
—Sí. Algunos militares le dijeron que podría perderse la guerra. Hitler
reaccionó de un modo negativo y posteriormente fueron prohibidas todas las
conversaciones que hicieran referencia a esta posibilidad.

—¿Quién las prohibió?

—Hitler, personalmente. Ni siquiera quería admitir la posibilidad de que


pudiera perderse la guerra.

—¿Cuándo prohibió que se hablara de ello?

—Cuando la gente empezó a hablar, a mediados de 1944.

—¿Cree usted que Hitler ha nombrado sucesor suyo al almirante Doenitz?

—No. El telegrama a Doenitz ha sido firmado por Bormann.

—¿Por qué un personaje tan oscuro como Bormann ejerció una influencia
tan grande sobre Hitler?

—Bormann se pasaba los días y las noches al lado de Hitler y lo fue


influenciando paulatinamente hasta dominarlo por completo.

—¿Quién ordenó el ataque contra Rusia?

—Hitler en persona.

—¿Quién era responsable de los campos de concentración?

—Hitler. Todos los que tenían algo que ver con esos campos estaban a las
órdenes directas de él. Los organismos estatales no tenían nada que ver con esos
campos.

—¿Qué futuro le espera a Alemania?

—Si no se encuentra una posibilidad de vida para el pueblo alemán,


preveo un futuro muy negro para Alemania y para todo el mundo. Todo el
mundo desea la paz, pero es difícil saber lo que sucederá.

—¿Desea el señor mariscal de campo exponer algo personal?

—Deseo que se ayude al pueblo alemán y estoy muy agradecido a este


pueblo por no haber arrojado las armas cuando sabía que todo estaba ya
perdido.
Los corresponsales se alejaron corriendo. Querían mandar la entrevista lo
antes posible a sus periódicos. Pero tuvieron mala suerte. El censor del Cuartel
general aliado no transmitió los telegramas por orden expresa de Eisenhower.
No hubo apelación posible. Nueve años más tarde, en mayo de 1954, el general
Quinn publicó un resumen taquigráfico que se había mantenido secreto de esta
conferencia de Prensa.

Una pregunta hecha a Goering antes de la conferencia de Prensa llegó a


los periódicos americanos a pesar de la censura.

—¿Sabe usted que figura en la lista de criminales de guerra?

—No —contestó Goering—. Me sorprende, pues no veo el motivo por qué


habría de figurar en ella.

Se había hecho de noche. El mariscal del Reich se retiró a descansar.


Aquella era la última vez que había de dormir en una cama blanda. Delante de
la puerta de su habitación montaba guardia el teniente Jerome Shapiro, de
Nueva York.

4. El gran almirante Doenitz se hace cargo del Gobierno

A las veintidós horas del 1.º de mayo de 1945, la emisora nacional de


Hamburgo sorprendió a Alemania y al mundo entero con el siguiente
comunicado:

«Desde el Cuartel general del Führer nos comunican que nuestro Führer,
Adolfo Hitler, ha muerto esta tarde en su puesto de mando en la Cancillería del
Reich luchando hasta el último suspiro por Alemania y contra el bolchevismo. El
30 de abril, el Führer nombró sucesor suyo al gran almirante Doenitz.»

Con este comunicado, que trataba todavía de envolver el suicidio de


Hitler con el manto de una muerte heroica frente al enemigo, terminaba la
tragedia nacional-socialista del pueblo alemán. Al mismo tiempo empezaba un
nuevo acto tras los viejos y raídos telones: la breve comedia del «Presidente del
Reich» Karl Doenitz.

La tragedia se transformaba en tragicomedia.

Cuatro hombres que más tarde habían de sentarse en el banquillo de los


acusados en Nuremberg, participaron de un modo activo en este acto final,
propio de una opereta, del Gran Reich alemán: el comandante en jefe de la
Marina de guerra alemana, gran almirante Doenitz; el jefe del Alto Mando de la
Wehrmacht, mariscal general de campo Wilhelm Keitel; el jefe del Estado Mayor
del Ejército, capitán general Alfred Jodl y el ministro de Armamentos y
Municiones, Albert Speer.

En Alemania reinaba el caos. Tropas americanas, inglesas, francesas y


soviéticas ocupaban los últimos rincones del territorio del Reich. Millones de
alemanes emprendían la huida ante la llegada del Ejército Rojo. Por las
carreteras avanzaban columnas infinitas de personas desarraigadas de sus
tierras. En las ciudades, las bombas arrojadas desde el aire ponían punto final a
la destrucción. Los soldados abandonaban sus unidades y afluían hacia el Oeste.
Fanáticos pelotones de ejecución colgaban de los árboles a los desertores. Los
puentes eran volados.

Pero en Flensburg seguían gobernando.

Allí no había ruinas ni reinaba aquel ambiente de destrucción y


hundimiento total. Allí reinaba el orden. Como en los tiempos pasados, el
batallón de vigilancia Doenitz montaba la guardia ante un edificio
insignificante de ladrillo que externamente recordaba una escuela de un pueblo
de provincias. Pero en aquel edificio se alojaba el Gobierno del Reich y el Alto
Mando de la Wehrmacht. Aquel edificio era la sede del último jefe de Estado
alemán.

¿Cómo se llegó a aquel curioso episodio de la historia alemana? Hagamos


un resumen:

El 16 de abril de 1945, Doenitz estaba en Berlín. La mañana de aquel día la


capital del Reich se sintió conmovida por una terrible noticia. Al mismo tiempo
todas las baterías habían abierto fuego en el frente de Küstrin y Frankfurt an der
Oder. En cada kilómetro a lo largo de todo el frente vomitaban fuego seiscientas
piezas de artillería. El tronar de la esperada ofensiva anunciaba el próximo fin
de Berlín.

En el «bunker» del Führer, en la Cancillería, la mano de Hitler recorría


nerviosa el mapa. Buscaba una salida a aquella situación operando con los
ejércitos que ya no existían más que en su imaginación. Walter Lüdde-Neurath,
el ayudante del gran almirante Doenitz, observó detenidamente a Hitler durante
aquellas horas fantásticas y más tarde dijo:

—Físicamente daba la impresión de un hombre derrotado y acabado.


Parecía hinchado, y andaba muy inclinado, sin fuerzas y muy nervioso.

La situación era desesperada. Eisenhower había cercado la región del


Ruhr y había aniquilado las divisiones del Grupo de Ejército B. 325.000 soldados
alemanes habían sido hechos prisioneros. Las avanzadillas de los carros de
combate americanos habían llegado ante Magdeburgo, Nuremberg y Stuttgart.
Las tropas británicas atacaban Bremen y Lauenburg. Las tenazas del Ejército
Rojo aprisionaban Berlín.

Durante tres días las baterías rusas abatieron la resistencia alemana. Tres
días resistieron la presión enemiga las baterías antiaéreas, la infantería, el
Volkssturm, los escribientes, las tropas de la marina y las fuerzas de Policía. Tres
días... tres largos días.

Hitler creía todavía en la victoria. Con marcada ironía expuso su punto de


vista:

—Los rusos han llegado al límite de sus fuerzas. Luchan ya con soldados
agotados, con antiguos prisioneros de guerra, con habitantes que han ido
reclutando en las regiones que han ido conquistando, en fin, no tienen un
ejército regular. La última acometida de Asia se estrellará, lo mismo que
fracasará también el avance de nuestros enemigos por el Oeste...

Keitel asimiló rápidamente el tono de optimismo de su Führer y declaró


muy confiado:

—Caballeros, es una vieja máxima militar que todo ataque queda


detenido cuando al tercer día de haberse lanzado la ofensiva no se ha logrado
romper el frente enemigo.

—Yo no comparto esa opinión —murmuró Doenitz.

Y ordenó a su ayudante Lüdde-Neurath, que se evacuara en sesenta


minutos el Alto Mando de la Marina de guerra de la zona de peligro y se
trasladase a otro lugar.

El Ejército Rojo no hizo el menor caso de las profecías de Hitler y de las


máximas militares de Keitel. Rompió el frente alemán al cuarto día de haber
lanzado la ofensiva.

Doenitz había procedido de la única forma correcta en aquellas


circunstancias. Por si se daba el caso de que la cuña rusa y la americana
dividieran Alemania en dos partes, Doenitz fue encargado por Hitler de la
defensa de la región Norte. La pequeña columna de automóviles del comandante
en jefe de la Marina de guerra abandonó Berlín. Era medianoche. Delante iba el
coche de cinco toneladas de peso, a prueba de balas, del gran almirante. En el
cielo se veían las luces de los reflectores y en el horizonte el vivo resplandor de
las baterías rusas.
Doenitz ordenó que el puesto de mando provisional del Alto Mando de la
Marina de guerra fuera instalado en su residencia en Dahlem, cerca de Berlín.
Pero al cabo de unas horas aquel lugar también dejó de ser seguro.

Doenitz trasladó el puesto de mando a Plön. Dos días más tarde el Alto
Mando de la Wehrmacht huye también de la zona de Berlín en dirección Norte,
Keitel y Jodl se reúnen con sus ayudantes, oficiales, ministros del Reich y
secretarios de Estado en Rheinsberg y desde allí siguen en dirección a
Flensburg. Schleswig-Holstein se convierte así en el último escenario del último
acto.

El 30 de abril de 1945, a las dieciocho horas treinta y cinco minutos


Doenitz recibió en Plön un radio sorprendente expedido desde la Cancillería del
Reich en Berlín:

«En sustitución del hasta hoy mariscal del Reich, Goering, el Führer le ha
nombrado a usted, mi Gran Almirante, sucesor suyo. Los plenos poderes por
escrito están ya en camino. A partir de este momento adopte usted todas las
medidas que requiera la situación actual.»

El comunicado estaba firmado por Bormann.

La tarde siguiente, a las quince horas dieciocho minutos, se recibió un


segundo mensaje en Plön:

«Despacho radiotelegrafiado. Gran Almirante Doenitz. ¡Jefatura! ¡Solo a


transmitir por oficiales! Führer falleció ayer quince horas treinta minutos.
Testamento del 29 abril le confía el cargo de presidente del Reich; Reichsleiter
Bormann, cargo de ministro del Partido; ministro del Reich Seyss-Inquart, cargo
de ministro de Asuntos Exteriores. Reichsleiter Bormann tratará de ponerse en
contacto con usted en el día de hoy para informarle de la situación. Se deja a su
decisión cuándo y cómo informar a la tropa y a la opinión pública.»

Firmaban este comunicado Goebbels y Bormann.

Doenitz, el nuevo presidente del Reich, nombrado por radio, no se hizo


ninguna ilusión sobre su situación. Mandó que se certificara por un tribunal
marcial la recepción y el contenido del telegrama. A continuación ordenó que
tanto Bormann como Goebbels fueran arrestados si se presentaban en su Cuartel
General. De nada le podían servir ya los altos funcionarios del Partido en
aquellos momentos. Tenía que hacer la paz, y sabía que los aliados no querrían
negociar con un Gobierno en el que figuraran ministros nacionalsocialistas.

El «león», como era llamado Doenitz por toda la Marina de guerra en su


calidad de antiguo comandante en jefe del arma submarina, procuró fortalecer
inmediatamente su posición.

Tanto las autoridades civiles como militares lo reconocieron como jefe del
Estado. El Alto Mando de la Wehrmacht e incluso Heinrich Himmler y las SS
acatan las órdenes que dicta el «presidente por la gracia de un telegrama». Los
miembros del antiguo Gobierno del Reich, por lo menos los que se encuentran
en Schleswig-Holstein, dimiten sus cargos para que Doenitz tenga más libertad
de acción... Entre los dimitidos figuran el filósofo del Partido y «ministro del
Reich para las regiones ocupadas del Este», Alfred Rosenberg, y el ministro de
Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von Ribbentrop.

Doenitz constituyó nuevo Gobierno, un Gobierno tan apolítico como le


fue posible y al que llamó precavidamente «Gobierno encargado de los asuntos
del Reich». El cargo más importante lo asumió el antiguo ministro de Finanzas
del Reich, conde Lutz Schwerin von Krosigk, que fue encargado de la
«Dirección general», con lo que quedó convertido en una especie de Canciller
del Reich al que se le confiaba al mismo tiempo las Finanzas y los Asuntos
Exteriores. A Albert Speer, que más tarde había de ser uno de los acusados en
Nuremberg, le fue confiado el Ministerio de Hacienda y de Producción. Claro
está que tanto este como todos los demás cargos del nuevo Gobierno del Reich
existían únicamente sobre el papel. Los ministerios del presidente Doenitz
carecían de todo significado práctico. En una estrecha franja de terreno que no
había sido ocupada todavía por las tropas aliadas, en un diminuto enclave de los
nuevos cargos recordaban una representación de marionetas: ministro de
Alimentación, Agricultura y Bosques, ministro de Educación, ministro del
Trabajo...

Karl Doenitz se enfrentaba con decisiones muy graves.

Aquellos días tenía en su poder la fotocopia de un mapa. Procedía de la


orden secreta inglesa Eclipse, que había sido fotografiada por el Servicio de
Información alemán y que señalaba con absoluta claridad la línea de
demarcación entre el Este y el Oeste como la habían acordado Roosevelt,
Churchill y Stalin en la Conferencia de Yalta. Aquello constituía la base de la
futura partición de Alemania.

El documento secreto Eclipse informaba claramente a Doenitz y al Alto


Mando de la Wehrmacht cuáles eran las regiones que serían ocupadas de un
modo definitivo por las tropas soviéticas y cuáles por las americanas, inglesas y
francesas. A sabiendas de todo esto, pensaban encauzar las negociaciones de la
capitulación.

Durante las discusiones internas que se produjeron en el nuevo Cuartel


general del Estado y el Mando militar en Flensburg, se pusieron de manifiesto
unos hechos irrebatibles:

1. En el Oeste la población saludaba la llegada de las tropas anglo-


americanas como una liberación de las miserias de la guerra y de los
bombardeos aéreos.

2. En el Este, por el contrario, la población huía por miedo a los rusos. Y


las unidades de la Wehrmacht, que luchaban en aquel frente, tampoco querían
caer en poder de los rusos.

3. Las tropas alemanas del Oeste responderían a una orden de


capitulación que les fuera dada desde arriba. Las tropas del Este, en cambio, no
acatarían esta orden y tratarían de replegarse luchando hasta la línea de
demarcación occidental.

4. La población del Oeste daría su conformidad a la capitulación. La


población del Este la consideraría una traición, un abandono de los millones de
seres humanos que huían.

Con esto se veía claro el curso que había de seguir el Gobierno Doenitz.
Era preciso continuar la lucha en el Este para cubrir la retirada del mayor
número posible de alemanes al oeste de la línea de demarcación tal como había
sido señalada en el documento Eclipse e impedir que cayeran en poder de los
rusos. Al mismo tiempo era conveniente iniciar en el Oeste negociaciones de
capitulación para evitar nuevas bajas en el frente. En Flensburg creían poder
ganar para esta solución al general Eisenhower, a pesar de que sabían que los
aliados solo aceptarían la capitulación de todas las tropas alemanas al mismo
tiempo y en todos los frentes.

Por este motivo Doenitz se decidió, según sus propias palabras, «por el
Oeste cristiano y contra el Este asiático».

Los acontecimientos se precipitaron.

La tarde del 2 de mayo de 1945 el capitán de corbeta Lüdde-Neurath,


ayudante del gran almirante, telefoneó desde Flensburg casualmente a una casa
comercial de Lübeck. Su interlocutor le pidió le hablara más alto.

—¡No le entiendo en absoluto! —gritó—. ¡Vaya ruido que meten esos


carros de combate!

—¿Qué carros de combate? —preguntó Lüdde-Neurath.


—Pues ingleses... ¿Quiere oírlos?

Y el hombre de Lübeck asomó el auricular por la ventana. De este modo


se enteró el Alto Mando de la Wehrmacht de que los ingleses habían roto el
frente.

5. Rendición incondicional

Había llegado el momento de tomar en serio la capitulación. Doenitz


mandó al almirante general Hans-Georg von Friedeburg, al general Eberhard
Kinzel, al contraalmirante Gerhard Wagner y a otros tres oficiales al Cuartel
general del mariscal de campo inglés Montgomery, establecido cerca de
Lünebur.

Montgomery aceptó, casi sin hablar, el ofrecimiento de capitulación. El


acuerdo que firmó von Friedeburg ordenaba el cese del fuego a partir de las
ocho horas del día 5 de mayo de 1945.

Friedeburg siguió hasta Francia y en Reims inició conversaciones con el


Estado Mayor de Eisenhower. Poco después llegaba también el capitán general
Jodl.

Una niña que pasaba a última hora de la tarde por las oscuras calles de
Reims vio llegar a Jodl y sus acompañantes al edificio de la Escuela de Artes
Manuales, donde estaba el Cuartel General de los aliados.

La niña se alejó corriendo asustada y gritando:

—Les allemands! Les allemands!

La noticia corrió como reguero de pólvora..., mucho más que los


comunicados oficiales. Habían llegado los alemanes..., pero esta vez solo podía
ser para firmar su capitulación y la paz en Europa.

Por una niña se enteró el mundo de que terminaban seis años de


penalidades, de destrucciones y de muerte...

A la misma hora Jodl conversaba con el jefe del Estado Mayor de


Eisenhower, Bedell Smith, sobre la capitulación en el Este.

«Era evidente para nosotros —escribe Eisenhower en sus "Memorias"—,


que los alemanes pretendían ganar tiempo para que el mayor número posible de
sus soldados que luchaban todavía en el frente pudieran replegarse hasta
nuestras líneas. Instruí al general Smith para que le dijera a Jodl que impediría
el paso de los fugitivos alemanes, si era necesario por la fuerza, si no acababa de
una vez aquella táctica de aplazamientos. Estaba harto de que jugaran conmigo
de aquel modo.»

Jodl envió a Doenitz el siguiente telegrama:

«El general Eisenhower insiste que firmemos hoy mismo. En caso


contrario, serán cerrados los frentes alemanes incluso para aquellas personas
que quieran rendirse individualmente y todas las negociaciones serán rotas. No
veo otra solución que el caos o la firma.»

En la fría aula de un colegio de Reims fue firmada la rendición


incondicional el 7 de mayo de 1945. El corresponsal de guerra americano Drew
Middleton fue uno de los pocos que pudieron presenciar aquel acto histórico. Lo
explicó así:

—Había en la habitación una gran mesa sin nada encima. En cada puesto
un lápiz afilado junto a un cenicero, a pesar de que nadie fumaba. Estaban
presentes el teniente general Walter Bedell Smith, en representación del general
Eisenhower; el mayor general François Sevez, en representación del general
Alphonse-Pierre Juin, y el mayor general Iwan Susloparow, por el mando
soviético.

«Jodl lucía la Cruz de Caballero. Su rostro carecía de expresión, pero se


mostró arrogante y sus ojos brillaban. Antes de firmar adoptó la posición de
firmes y dijo en alemán:

«—Mi general, deseo decir unas palabras... Con esta firma, el pueblo y la
Wehrmacht alemana se entregan por entero al vencedor. En esta hora solo me
cabe expresar la confianza de que el vencedor sabrá tratarlos con generosidad.

«El general Smith se quedó mirándolo con una expresión de cansancio y


no contestó. A continuación firmaron el documento. Eran las 2 horas y 41
minutos.

Jodl fue acompañado al despacho de Eisenhower. El comandante en jefe


americano le preguntó por medio de un intérprete:

—¿Están claros para usted todos los puntos del documento?

—Sí —contestó Jodl.

—Le hago responsable, oficial y personalmente, si se infringe alguno de


estos puntos del documento de capitulación —dijo Eisenhower—. Incluso
aquellos que hacen referencia a la rendición oficial frente a Rusia. Esto es todo.

Jodl saludó, dio media vuelta y salió.

La guerra había terminado.

Lo que ocurrió el día siguiente en el Cuartel general soviético, en Berlín-


Karlshorst, es solamente una ratificación. El mariscal general de campo Wilhelm
Keitel había emprendido el vuelo desde Flensburg a Berlín para firmar allí el
segundo documento de capitulación. Le acompañaban el capitán general Paul
Stumpff, por la Luftwaffe, y el almirante general von Friedeburg, por la Marina
de guerra.

Diez minutos después de medianoche, el 9 de mayo de 1945, fueron


conducidos los alemanes a la sala de conferencias.

Frente a una ancha mesa se sentaban el mariscal Shukow y el ministro de


Asuntos Exteriores soviético Andrej Wyschinski. Con ellos estaban el mariscal
del Aire inglés, sir Arthur Tedder, el general Carl Spaatz, representante de
Eisenhower, y el general francés Jean de Lattre de Tassigny.

Para los alemanes había sido dispuesta otra mesa, más pequeña, cerca de
la entrada.

«Keitel entró muy orgulloso y muy seguro de sí mismo —escribió el


corresponsal de guerra americano Joseph K. Grigg—. Llevaba el uniforme de
mariscal de campo y hasta el final conservó su arrogancia prusiana. Dejó su
bastón de mando sobre la mesa, ocupó su asiento y fijó la mirada delante de él
como si no le interesara en absoluto lo que ocurría en aquella sala, mientras los
fotógrafos cumplían con su obligación. Una o dos veces se llevó la mano derecha
al cuello y se pasó nerviosamente la lengua por los labios.»

El mariscal del Aire, Tedder, se levantó de su asiento y le dirigió la


palabra a Keitel:

—Le pregunto a usted si ha leído este documento de la rendición


incondicional y si está usted dispuesto a firmarlo.

Keitel escuchó primeramente la traducción, cogió el documento de


rendición que estaba encima de la mesa y contestó:

—Sí, estoy dispuesto.

El mariscal Shukow invitó a Keitel a acercarse a la mesa grande para


firmar. Grigg describió así la escena:
«Keitel se quitó despacio la gorra y los guantes, se puso lenta y
cuidadosamente su monóculo ante el ojo izquierdo, se acercó a la mesa, se sentó
y escribió con movimientos lentos su nombre.»

Después firmaron los demás. Mientras tanto Keitel intentó una vez más
ganar tiempo para los fugitivos. Llamó al intérprete ruso y le dijo que por las
malas condiciones de las transmisiones la orden de alto el fuego no llegaría con
toda seguridad a la tropa hasta pasadas unas veinticuatro horas.

El intérprete no sabía qué hacer. Se volvió hacia un oficial del Estado


Mayor de Shukow y le repitió en voz baja las palabras de Keitel.

Keitel no recibió ninguna respuesta. Shukow se levantó impaciente de su


silla y dijo fríamente:

—Ruego a la delegación alemana abandone ahora la sala.

Todos se pusieron de pie. Keitel se colocó debajo del brazo aquel


documento histórico, juntó ruidosamente los tacones al saludar y se dirigió hacia
la puerta. Pocos días más tarde, el 13 de mayo, era detenido en Flensburg.

6. Se esfuman todas las ilusiones. — Acompañan a Doenitz en el


cautiverio el jefe del OKW, Wilhelm Keitel, el jefe del Estado Mayor de
la Wehrmacht, Alfred Jodl, y el ministro del Reich para Armamento y
Munición, Alfred Speer

El Gobierno Doenitz seguía en Flensburg. A pesar de la rendición sin


condiciones, estaba autorizado a continuar en funciones. Se presentó una
Comisión de control aliada para comprobar cerca del Alto Mando de la
Wehrmacht la aplicación de las medidas de la capitulación. Por lo demás, la
región de Flensburg seguía disfrutando de una calma absoluta. El pequeño
enclave era el único lugar del mundo donde, después de la capitulación, los
soldados y los oficiales alemanes uniformados y armados seguían prestando
servicio.

Pero no fue por mucho tiempo.

La detención de Keitel hizo comprender a Doenitz que el fin del


Gobierno de Flensburg era cuestión de pocos días. Disolvió el Werwolf y,
finalmente, también el Partido Nacionalsocialista para demostrar su buena
voluntad..., pero se trata de una serie de medidas que carecen ya de todo valor
práctico.
¿Por qué fue arrestado Keitel? El general de brigada Lowell W. Rooks,
jefe americano de la Comisión de control aliado cerca del OKW, no dio ninguna
razón. Se limitó a dar una orden. Keitel estaba mucho mejor informado a este
respecto. Como informó Lüdde Neurath, el propio jefe del Alto Mando de la
Wehrmacht adujo las razones cuando se despidió de Doenitz. Según él, su
detención estaba relacionada probablemente «con el fusilamiento ordenado en
el mes de abril de 1944 de cincuenta oficiales de la aviación inglesa». En el
proceso de Nuremberg esta orden de ejecución desempeñaría un importante
papel.

Doenitz nombró para sustituir a Keitel al capitán general Jodl, jefe del
Alto Mando de la Wehrmacht. Es la última orden que dio.

El 17 de mayo llegaron a Flensburg los delegados soviéticos. Poco después


era invitado el «Gobierno del Reich», a presentarse el 23 de mayo por la mañana,
a las nueve y cuarto, a bordo del vapor de pasajeros alemán Patria.

—Haga las maletas —le dijeron a Doenitz cuando le dieron la orden.

Él sabía que había llegado el momento final.

En el bar del Patria se interpretó a la hora fijada el último acto del Gran
Reich alemán. El jefe de control americano Rooks, el brigadier inglés Ford, el
general de brigada ruso Truskow y el intérprete neoyorquino Herbert Cohn se
sentaron solemnemente a la misma mesa.

—Parece evidente lo que pretenden —susurró Doenitz a Jodl.

—Caballeros —dijo Rooks, abriendo fríamente la reunión—, he recibido


instrucciones que el Gobierno del Reich en funciones y el Alto Mando de la
Wehrmacht alemana deben considerarse prisioneros de guerra. Es disuelto el
Gobierno del Reich en funciones. Esta medida va a llevarse a la práctica sin
pérdida de tiempo. Cada uno de ustedes debe considerarse desde este momento
prisionero de guerra. Cuando abandonen esta sala les acompañarán un oficial
aliado hasta su alojamiento donde harán sus maletas, comerán y liquidarán sus
asuntos personales.

«Durante esta ceremonia, Jodl permaneció sentado en su silla, tieso como


una vela —escribió el corresponsal de guerra Drew Middleton—. Pero su nariz
enrojeció y en sus mejillas aparecieron unas manchas rojas. Se frotaba
continuamente las manos.»

—¿Tienen ustedes algo que alegar? —preguntó Rooks.


—Sería inútil —replicó Doenitz.

Daba la impresión de un hombre muy abatido, pero que, como observó


Middleton, hacía esfuerzos para no perder la dignidad.

—¿Tiene usted algo que alegar? —preguntó Rooks a Jodl.

—Sería inútil —dijo también Jodl.

Su respiración era entrecortada.

El almirante Von Friedeburg se sentaba indolente en su silla sin decir una


sola palabra. Era la cuarta capitulación a la que asistía.

—Tengan la bondad de entregar su documentación —indicó Rooks.

Jodl se metió la mano en el bolsillo y arrojó, irritado, sus documentos


personales sobre la mesa.

—Well, gentlemen —dijo Rooks, poniéndose de pie—. En este caso solo


cabe decirles goodbye.

Jodl consultó de un modo mecánico su reloj. Eran las diez de la mañana.

En Flensburg-Mürwick, la sede del Gobierno del Reich y del OKW,


parecía que se hubiese desatado todas las iras del infierno. Habían llegado los
carros de combate, la infantería y la policía militar británica.

El brigadier Jack Churcher, de la 159 Brigada, comandante inglés de la


ciudad de Flensburg, corría con rostro enrojecido por las calles, gritando:

—¡Buscamos a esos individuos de las franjas rojas en los pantalones!

Tropas de la 11.ª División acorazada inglesa avanzaban por las calles con
la bayoneta calada. Una vez más les estaba permitido jugar a la guerra. El
objetivo era concreto: arrestar al Gobierno del Reich y al Alto Mando de la
Wehrmacht.

Para los alemanes, la invasión fue una sorpresa terrible. Los ministros que
no se encontraban a bordo del Patria estaban celebrando en aquellos momentos
una conferencia. El Canciller en funciones, conde Schwerin von Krosigk,
hablaba de la situación sin tener la menor idea de lo que estaba sucediendo.

Pero a los pocos instantes estaban todos perfectamente al corriente de la


situación.

Alguien abrió la puerta. Unos soldados ingleses, con bombas de mano y


metralletas, penetraron en la sala, gritando:

—¡Manos arriba!

Los miembros del Gobierno del Reich se pusieron de pie de un salto.


Nadie sabía a qué atenerse. Pero ya los ingleses daban una nueva orden:

—¡Pantalones abajo!

Los ingleses lo decían muy en serio. Los alemanes fueron desarmados y a


continuación empezó la grotesca escena: los miembros del Gobierno del Reich
fueron registrados en busca de ampollas de veneno.

—No dejaron nada por registrar —comentó sonriente Lüdde-Neurath,


expresándose en unos términos sumamente moderados.

Aquellos hombres en calzoncillos y pijamas fueron conducidos a la calle.


Las secretarias levantaban las manos frente a las metralletas de los ingleses. Los
soldados registraban los cajones de las mesas-escritorio, las maletas, las carteras
de mano, los armarios, las camas.

Así fue el fin del último Gobierno del Reich.

Una compañía de la 159 Brigada de la 11.ª División del segundo Ejército


inglés avanzó con sus carros de combate hacia el pueblo cercano de Glücksburg.
Allí había instalado sus oficinas el ministro de Economía y de Producción del
Gobierno Doenitz, Albert Speer. También Speer figuraba en la lista de los
criminales de guerra.

Speer era un hombre tranquilo y sensato. Tal vez era el único que tenía
una noción clara de la situación en que se encontraban. Cuando apareció el
oficial inglés, sonrió y dijo:

—Sí, esto es el fin. Tal vez sea mejor así. A fin de cuentas, todo esto ya era
solamente una ópera.

—¿Una ópera cómica? —preguntó el oficial inglés.

Tenía sentido del humor.

Speer asintió en silencio.


A la misma hora, el presidente del Reich Karl Doenitz, prisionero de
guerra, se paseaba por delante de su casa, en Flensburg-Mürwick. Había hecho
sus maletas y esperaba que llegara el coche que había de trasladarlo al
campamento.

A su lado estaba el almirante Von Friedeburg. Los dos hombres tenían las
manos entrelazadas a la espalda y paseaban en silencio por el pequeño jardín.
Llegaron los coches. Los prisioneros de guerra habían de ser conducidos a la
Jefatura de Policía de Flensburg donde había de formarse el convoy.

Antes de abandonar su despacho, Von Friedeburg preguntó al oficial


inglés si le permitía entrar un momento en el lavabo. Le concedieron el permiso
solicitado.

Hans-Georg von Friedeburg cierra la puerta a sus espaldas. Fuera esperan


los ingleses fumando tranquilamente un cigarrillo.

Transcurren los minutos. No se oye el menor ruido dentro del lavabo. Los
soldados empiezan a impacientarse. Llaman a la puerta. No reciben respuesta.
Golpean con el puño la hoja de la puerta. Silencio.

Un robusto sargento da un puntapié a la puerta, la abre y los soldados


ingleses penetran en el lavabo. El último comandante en jefe de la Marina de
guerra alemana está tendido de espaldas en el suelo. Su cuerpo tiembla aún bajo
los efectos del cianuro potásico. Tiene los ojos muy abiertos, pero ha perdido ya
el sentido.

Los soldados recogieron al moribundo y lo transportaron a la habitación


contigua en donde lo echaron sobre una cama. Uno de los soldados salió
corriendo en busca de un médico..., como si hubiera algún remedio contra las
ampollas de la muerte procedentes de la antigua oficina del Servicio de
Seguridad del Reich. El almirante Friedeburg murió antes de la llegada del
médico.

Doenitz, Jodl y Speer esperaban mientras tanto en el patio de la Jefatura


de Policía. Los soldados ingleses no dejaron un solo momento de apuntarles con
sus ametralladoras. Un grupo de corresponsales de guerra uniformados se había
citado en la Jefatura de Policía. En vano trataron de celebrar una entrevista con
los prisioneros de guerra. Jodl contestó de un modo evasivo la primera pregunta
que le dirigieron:

—Soy prisionero de guerra y solo tengo que decir mi nombre y mi


graduación... Nada más.
Uno de los periodistas sonrió.

—Está bien. Dígalos, pues...

Jodl respondió como si disparara un obús:

—Capitán general Jodl, jefe del Alto Mando de la Wehrmacht.

Poco después llegaron los camiones militares y los prisioneros de guerra,


escoltados por carros de combate, fueron llevados al campo de aviación. Para
Jodl, Doenitz y Speer empezaba el camino que había de conducirlos al banquillo
de los acusados en Nuremberg y desde allí a la cárcel de Spandau.

Con el fin del último Gobierno del Reich, el destino de Alemania estaba
ya única y exclusivamente en manos de los aliados.

«Pasarán muchos años, tal vez una generación, antes de que los setenta
millones de seres humanos de la Alemania conquistada estén otra vez en
situación de intervenir en la política mundial o puedan intentar gobernarse por
sí mismos», escribió el diario de los soldados americanos en Europa, Stars and
Stripes, en una información sobre los planes del Gobierno militar.

7. El vicecanciller von Papen se siente demasiado viejo. — El


gobernador general, Hans Frank, intenta suicidarse

Continuaba la gran batida humana de la historia. El número de alemanes


que eran buscados, al principio un millón, había sido elevado por la Comisión
de Criminales de Guerra de las Naciones Unidas a seis millones
aproximadamente.

¿Dónde estaba Himmler? ¿Dónde estaban Ribbentrop, Rosenberg, Ley,


Bormann, Frank y Streicher?

Habían desaparecido. Parecía como si se los hubiera tragado la tierra,


perdidos en el caos de las riadas de fugitivos entre las ruinas de los bombardeos.
Sus fotografías y sus filiaciones estaban expuestas en todos los cuarteles, pero
nadie podía dar con sus huellas. Las autoridades americanas e inglesas sabían
que Radio Moscú criticaba cada día la ineficacia de los occidentales para dar con
los desaparecidos. Y esta ineficacia amenazaba con convertirse en un escándalo
político.

Moscú exigió finalmente de un modo oficial que fuera intensificada la


búsqueda de los grandes jefes del Partido nazi.
Pero los criminalistas de Eisenhower y de Montgomery no podían
sacárselos de la manga. Mostrábanse satisfechos cada vez que era detenido uno
de los desaparecidos. Habían apresado ya a un gran número de personalidades
del Tercer Reich. Muchos de ellos comparecieron más tarde en Nuremberg.

Por ejemplo, Franz von Papen, al que todos llamaban el «mozo que había
ayudado a Hitler a montar a caballo», antiguo Canciller del Reich, Vicecanciller
y embajador alemán en Viena y Ankara, había sido detenido en Westfalia.

El episodio había tenido lugar durante aquellos tormentosos días en que


el 9.º Ejército americano había avanzado hasta la región del Ruhr. Franz von
Papen y su familia, que hasta el último momento habían estado sometidos a la
vigilancia de la Gestapo, porque Hitler recelaba vivamente de aquel diplomático
de la vieja escuela, se habían refugiado durante los días del hundimiento total
de los frentes del Oeste en casa de su yerno, el barón Max von Stockhausen.

En un apartado pabellón de caza hacía la guardia con escopetas el hijo de


Papen, Friedrich Franz von Papen. La región estaba inundada de soldados
desertores y obreros extranjeros que habían sido puestos en libertad. Querían
proteger a las mujeres y a los niños que se encontraban en el pabellón. Hasta la
llegada de los americanos podía pasar todavía algún tiempo y nadie podía
garantizar lo que podía suceder.

Franz von Papen estaba convencido de que aquella sería para él la hora de
la liberación.

Pero todo sucedió de modo muy distinto. Los soldados del Noveno
Ejército descubrieron, después de haber ocupado la población de Stockhausen,
el apartado pabellón. Un sargento entró en la casa esgrimiendo una pistola. Los
hombres fueron hechos prisioneros de guerra.

—¿Quién es usted? —preguntó el americano al anciano que permanecía


en un rincón de la estancia sentado en un banco de madera.

—Franz von Papen —contestó el interpelado, presentando su documento


de identidad.

—También usted queda arrestado —dijo el sargento.

—No ejerzo ningún cargo militar y, además, tengo ya sesenta y cinco


años...

—No importa —replicó el americano, que esgrimía una pistola—. Queda


usted detenido.
Papen se sometió a su suerte. Invitó a los soldados a tomar asiento y
obtuvo permiso para comer un plato de sopa y meter sus objetos de uso personal
en una mochila. A continuación hicieron subir al antiguo Canciller del Reich y
sus acompañantes a un «jeep» para llevarlos al puesto de mando de la división
en Rüthen.

Los oficiales en Rüthen lo trataron con extrema corrección y amabilidad,


pero tampoco le dieron las menores esperanzas. En primer lugar habían de
averiguar si su nombre figuraba en la lista. En el Cuartel general de Eisenhower
demostraron un gran interés en conocer personalmente al distinguido prisionero
de guerra. Todo esto exigía tiempo. Papen quedó detenido... y sería prisionero
hasta mucho después del proceso de Nuremberg.

También el Séptimo Ejército pudo comunicar un gran éxito al Cuartel


general. El 6 de mayo de 1945, su 36 División de infantería en Berchtesgaden
detuvo a dos mil soldados, una masa gris en la cual todos parecían iguales. Los
hombres fueron cacheados, registrados y conducidos a unos barracones. Trabajo
de rutina, nada más.

Aquella misma noche sonó el teléfono del capitán Philip Broadhead, jefe
del Gobierno militar de Berchtesgaden. El oficial de guardia en el campo de
prisioneros de guerra estaba al otro extremo de la línea telefónica.

—Uno de esos individuos ha intentado suicidarse —comunicó el teniente.

—¿Y qué? —replicó el capitán Broadhead, malhumorado.

No le gustaba que le molestaran por estas nimiedades.

—Parece que se trata de un pez muy gordo —añadió el jefe del campo—.
Debe de tener una conciencia muy negra.

—¿Cómo se llama?

—Un momento, veamos; vamos a ver... Sí, Frank, Hans Frank.

Broadhead saltó de la cama... Unos minutos más tarde estaba en el


dispensario provisional del campamento, a la cabecera del gobernador general
de Polonia, que estaba inconsciente.

El brazo izquierdo de Frank estaba vendado hasta la punta de los dedos.


Su cara redonda estaba pálida como la cera y las mejillas hundidas. Pero su
respiración era tranquila, aunque apenas perceptible.

—Con una hoja de afeitar, capitán —dijo el médico indiferente—. Pero lo


salvaremos.

Efectivamente, lo salvaron. La mano izquierda de Frank quedó paralizada


y apenas podía mover el brazo izquierdo. Cuando se abrió las venas se hirió
también los tendones.

La noticia de que Frank había sido apresado corrió como un reguero de


pólvora por todo el mundo. El nombre de este individuo bajo cuyo reinado en el
antiguo Gobierno general de Polonia se habían cometido los crímenes más
horrendos, causaba miedo, recordaba asesinatos en masa. «El verdugo de
Polonia». «El asesino de los judíos de Krakovia». Y, sin embargo, en Nuremberg
Frank sería uno de los pocos que aceptaría toda su responsabilidad y no
intentaría desviarla hacia sus subordinados o sus jefes.

Frank descubrió voluntariamente a los americanos dónde había ocultado


los objetos de arte que se había llevado de Polonia. Según los especialistas,
aquellos objetos «representaban varios millones de dólares». Frank entregó
igualmente a los americanos parte de sus diarios. Treinta y ocho tomos que
representaban la acusación más impresionante de todos los tiempos que un
hombre haya dirigido contra sí mismo. Profundamente aterrados leyeron los
americanos frases como la siguiente:

«Si me hubiera presentado al Führer y le hubiera dicho: "Mi Führer, he


vuelto a eliminar 150.000 polacos", me hubiera contestado: "Está bien, si lo crees
necesario". Si ganamos la guerra, y depende de mí, procuraré que conviertan en
picadillo a todos los que pululan por Polonia y Ucrania.»

O también:

«Aquí al principio había tres millones y medio de judíos, de los cuales


solamente quedan una cuantas compañías de trabajo. Los otros, digámoslo así,
han emigrado.»

Y también:

«No olvidemos que todos nosotros figuramos en la lista de los criminales


de guerra del señor Roosevelt. Tengo el honor de ser el número uno...»

Era evidente que Frank sabía a qué atenerse. Por este motivo aquella
noche había intentado abrirse las venas. Pero ahora le salvaban la vida..., para
llevarlo a Nuremberg.

8. En poder de los aliados: El presidente del Reichsbank, Hjalmar


Schacht; el protector del Reich, Constantin von Neurath; el ministro de
Economía del Reich, Ernst Kaltenbrunner; el comisario del Reich,
Arthur Seyss-Inquart; el industrial Gustav Krupp von Bohlen und
Halbach; y el dictador del Trabajo, Fritz Sauckel

De un modo mucho más amable se produjo la detención de otro de los


futuros acusados en Nuremberg. En el primer instante parecía, efectivamente,
que se trataba de una puesta en libertad: Hjalmar Schacht, el antiguo presidente
del Reichstag alemán, era un preso de Hitler cuando fue detenido por los
americanos.

Había recorrido un largo camino por las cárceles y campos de


concentración. En 1944 había sido detenido por la Gestapo con motivo del
atentado del 20 de julio. Ravensbrueck, Moabit y, finalmente, el campo de la
muerte de Flossenbürg habían sido las etapas de su largo trayecto.

—De este campamento no hay nadie que salga con vida —les decía
Schacht a los que internaban, después de él.

En el patio del campamento se veía, a través de una puerta abierta, la


horca. Cada noche se oían gritos y disparos que daban a entender claramente lo
que sucedía allí dentro. Por las mañanas, cuando daban el acostumbrado paseo,
habían llegado a contar hasta treinta cadáveres.

Schacht se enteró mucho más tarde de que el comandante de Flossenbürg


tenía orden concreta de fusilarle tan pronto se acercaran los americanos. Pero no
llegó a ello. En vista de la situación los soldados de las SS se comportaron de un
modo extremadamente condescendiente, tal vez para ganarse con ello la
salvación personal.

Por este motivo, cuando se aproximaron los americanos, Schacht y otros


internados fueron llevados primero a Dachau y luego a Austria. Cuando el
transporte se detuvo a orillas del lago de Wild, cerca de Praga, fue liberado por
el Noveno Ejército junto con una serie de prominentes presos «nobles y
personales» de Hitler: el dirigente socialista francés León Blum; el último
Canciller austríaco Kurt Schuschnigg; el pastor protestante Martin Niemöller; el
industrial Fritz Thyssen; el regente húngaro Nicolás Horthy; el sobrino de
Molotov, Alexej Kokosin; los generales Franz Halder y Alexander von
Falkenhausen; los príncipes Philipp de Hessen y Friedrich-Leopold de Prusia; el
sesenta y dos primo del premier británico, capitán Peter Churchill; los franceses
Edouard Daladier, Paul Reynaud, Maurice Gamelin y muchos más.

—¿Por qué fue detenido usted por Hitler? —le preguntaron los
americanos a Schacht.
—No tengo la menor idea —repuso el banquero.

Y también ignoraba por qué motivos no le ponían en libertad, y


continuaba detenido. Le trataron bien, le dieron comida excelente, incluso estaba
autorizado a dar paseos sin ser vigilado por nadie. Pero, de nuevo lo subieron a
un coche y lo llevaron a Anacapri y después al campo de prisioneros de guerra
de Aversa, cerca de Nápoles.

Hjalmar Schacht, el genio de las finanzas, el hombre que siempre lucía un


cuello duro de pajarita, había vuelto a cambiar de campamento. Al final le
esperaba la cárcel de Nuremberg.

En Alemania seguían las detenciones en gran escala. Apenas pasaba un


día que no fuera detenido uno de los futuros acusados en Nuremberg. El 6 de
mayo detuvieron los franceses, en su zona de ocupación, al antiguo Protector del
Reich para Bohemia y Moravia, Constantin von Neurath. El 11 de mayo en
Berlín al sucesor de Schacht, el ministro de Economía del Reich, Walther Funk.
El 15 de mayo detuvieron las tropas americanas en Austria a Ernst
Kaltenbrunner, el jefe de la temida Oficina de Seguridad del Reich. Su jefe, por
el contrario, el SS Führer Heinrich Himmler continuaba sin ser encontrado.

El Ejército canadiense apresó una lancha rápida alemana. A bordo se


encontraban Arthur Seyss-Inquart que entonces era «comisario del Reich para
las regiones ocupadas de los Países Bajos».

«¡Ha sido detenido el caballo de Troya de los nazis!», escribió un


periódico americano pocos días después de haber conseguido los canadienses
este botín en alta mar.

Y el periódico americano recordaba a sus lectores que Seyss-Inquart había


sido el hombre que en 1938 había contribuido de un modo destacado a la
entrada de los alemanes en Austria.

Pero la lancha rápida no emprendía la huida. El 3 de mayo el Gobierno


del Reich en funciones de Karl Doenitz, había invitado a Flensburg a todos los
comandantes civiles y militares de las regiones todavía ocupadas, es decir, de
Bohemia, Holanda, Dinamarca y Noruega. El objetivo de la reunión había sido
discutir la rápida capitulación de las fuerzas alemanas en estos países.

Las tormentas habían retenido a Seyss-Inquart más tiempo del previsto en


Flensburg. El 7 de mayo pretendió regresar a Holanda y el único camino era el
mar, pero los canadienses le salieron al paso.

Seyss-Inquart llegó efectivamente a Holanda..., pero como prisionero de


guerra. Lo alojaron en las cercanías del castillo de Twickel cerca de Henglo, que
era donde había tenido su residencia oficial. Pero ahora debía dormir en una
tienda de campaña que habían levantado en un campo de fútbol.

Continuaban las detenciones. Los ingleses pusieron bajo arresto


domiciliario a Gustav Krupp von Bohlen und Halbach, el propietario de las
fábricas de armamento más grandes de Alemania. El anciano industrial se vio
obligado a abandonar su lujosa residencia y alojarse en la vivienda de su
jardinero.

La detención del plenipotenciario para el Trabajo, Fritz Sauckel, casi pasó


desapercibida entre la euforia de aquellos días.

9. El jefe del Servicio de Trabajo, Robert Ley, se hace llamar


Distelmeyer. — El filósofo del partido, Alfred Rosenberg, en el
hospital. — Un artista inofensivo: Julius Streicher

En las primeras páginas de los periódicos extranjeros apareció otra noticia


sensacional:

¡Ha sido detenido el doctor Robert Ley!

«La detención de Ley es más importante que la de Goering —escribió el


New York Times—. Ley es el hombre tras el cual se oculta el "Werwolf".»

El Werwolf, aquel movimiento que ya había nacido fracasado, de los


futuros guerrilleros alemanes, era todavía exagerado en su importancia, casi
como también la importancia que cabía darle a Ley. El jefe del Servicio de
Trabajo alemán ya hacía tiempo que había dejado de ser tan influyente como
creían en el extranjero. Ley se había entregado a la bebida y le gustaba el lujo.
En su residencia se había mandado construir un baño de mosaico negro y grifos
de oro. Cuando murió, fue examinado su cerebro, y los médicos descubrieron
huellas de una grave perturbación mental.

Los discursos de Ley eran primitivos, confusos y con frecuencia los había
pronunciado con la lengua estropajosa. Nublado por el alcohol gritó en cierta
ocasión, durante una grandiosa manifestación:

—Mi Führer, doy el parte: ¡Ha llegado la primavera!

Cuando se esfumaron todos los sueños nacional-socialistas, el doctor


Robert Ley intentó ocultarse en los Alpes bávaros. Al sur de Berchtesgaden
eligió una choza de pastor, pero la población le traicionó y lo delató a los
americanos.

Soldados de la 101 División aerotransportada americana subieron el 16 de


mayo a la cabaña, en la que penetraron con metralletas.

En la penumbra que reinaba en el interior de la cabaña, un hombre estaba


sentado sobre la cama. Fijó una mirada febril en los soldados americanos. Tenía
la mandíbula inferior desencajada. Hacía cuatro días que no se afeitaba. Su
cuerpo estaba agitado por fuertes temblores.

—Are you doctor Ley?

Ley se puso de pie y negó con un violento movimiento de cabeza.

—Us... ustedes se con... confunden —tartamudeó—. Yo... yo... soy el doctor


Ernst Dis... Distelmeyer.

—O. K. —asintió el oficial americano—. Acompáñenos.

El jefe del Servicio de Trabajo no ofreció la menor resistencia. Llevaba


puesto un pijama azul y se echó sobre los hombros un abrigo Ioden gris, se calzó
unos zapatos marrones de gruesa suela y se puso un sombrero tirolés verde. De
este modo se presentó, poco después, en el puesto de mando de la división
americana en Berchtesgaden.

Allí le registraron detenidamente en busca de hojas de afeitar y frascos de


veneno. Luego comenzó el interrogatorio.

—¿De modo que no es usted el doctor Ley?

—No. Esos son... son mis pa... papeles.

Los documentos de identidad estaban extendidos a nombre del doctor


Ernst Distelmeyer. El oficial encargado del interrogatorio le presentó unas fotos
del doctor Ley.

—No..., yo no... soy ese.

—Óigame usted —dijo el oficial americano que hablaba un alemán sin


acento—, lo que le voy a decir le llenará a usted de asombro. Soy miembro del
Servicio Secreto y mi misión durante los últimos trece años ha consistido, única
y exclusivamente, en seguir todos los pasos del doctor Robert Ley. Le reconozco.

Ley palideció todavía más. Luego susurró:


—Está usted en... en un error.

—Está bien —asintió el oficial y le hizo una seña a uno de los soldados.

Este salió del cuarto y regresó, al cabo de poco tiempo, acompañado por
un anciano. Franz Xaver Schwarz, que ya había cumplido los ochenta años, y
que pocos días antes todavía era el todopoderoso tesorero del partido nacional-
socialista, y que había sido detenido por los americanos.

Schwarz no tenía la menor idea del motivo por el que le llevaban a


aquella habitación. Pero cuando inesperadamente se enfrentó con el nuevo
detenido no pudo ocultar su sorpresa.

—Buenos días, doctor Ley —exclamó contento de ver a un viejo amigo—.


¿Qué hace usted aquí?

En el acto comprendió el error que había cometido y fijó una desolada


mirada a los americanos y en el doctor Ley. El oficial sonrió.

—Bien —preguntó el oficial americano—, ¿continúa usted llamándose


Distelmeyer?

El jefe del Servicio de Trabajo no respondió. Había dejado caer la cabeza


sobre el pecho.

A una señal del oficial, uno de los soldados entró a otro testigo: Franz
Schwarz, el hijo del tesorero del partido.

—¿Conoce usted a este hombre? —le preguntaron.

—Es el doctor Robert Ley —contestó el joven, sin rodeos de ninguna


clase.

Al entrar en el cuarto había comprendido a primera vista lo que estaba en


juego y se dio cuenta de que era inútil andarse por las ramas.

—¿Qué me dice usted ahora? —preguntó el oficial americano, muy


tranquilo.

—Usted... usted ha ganado —murmuró Ley.

No levantó la cabeza del pecho. Y en esta misma actitud subió al «jeep»


que le estaba aguardando. El teniente Walter Rice acompañó al detenido a la
cárcel de Salzburgo.
—Nosotros, los nacionalsocialistas, continuaremos la lucha —declaró allí
el doctor Ley cuando fue interrogado.

Había superado el «shock» de la detención y volvía a ser el fiel


mosquetero de Hitler. Por lo menos quería hacer gala de una cierta dignidad.

—Mi destino no tiene ya la menor importancia —añadió, sin tartamudear,


pues ahora que había desaparecido la emoción y la excitación se revelaba muy
frío—. La vida ya nada significa para mí. Pueden matarme aquí mismo, si así lo
desean... Ya no tiene la menor importancia.

Pero la detención de Ley fue arrinconada a un lado por otra noticia.


Procedía del Cuartel general del Segundo Ejército británico en la zona norte de
Alemania. Allí seguían, ininterrumpidamente, buscando al jefe de las SS,
Heinrich Himmler. Pero mientras andaban buscando a Himmler, se tropezaron
con otro de los grandes jefes del partido, el filósofo del partido
nacionalsocialista y antiguo ministro del Reich en las regiones ocupadas del
Este, Alfred Rosenberg.

Rosenberg, autor de la biblia del partido El mito del siglo XX, había fijado
su última residencia en Flensburg para estar al lado de Doenitz. Probablemente
había confiado que allí le darían un nuevo cargo y como miembro había
confiado en obtener cierta protección por parte de los aliados.

Pero Doenitz había rechazado su colaboración y le había sugerido que se


presentara voluntariamente a los ingleses. Pero Rosenberg no siguió este
consejo..., o no pudo seguirlo. Una fractura del tobillo que se causó después de
una entrevista con el jefe de Estado y cuando estaba borracho, le impedía
moverse libremente. Por este motivo se dirigió a la Academia de la Marina de
guerra en Flensburg-Mürwick, que había sido transformada en hospital.

El 19 de mayo rodearon los carros de combate y los soldados de infantería


el mencionado edificio. Los ingleses tenían orden de registrar el hospital en
busca de Heinrich Himmler. Aunque no encontraron al jefe de las SS, por lo
menos tuvieron el consuelo y la satisfacción de descubrir a Rosenberg y
llevárselo detenido. En el mes de noviembre se sentaría el filósofo del partido en
el banquillo de los acusados en Nuremberg, sin ser acusado, de todos modos,
por sus puntos de vista filosóficos, sino por sus actividades como ministro del
Reich en las regiones ocupadas del Este.

Después del incidente de Flensburg se trasladó de nuevo a Baviera el


escenario de la gran caza humana.

El 23 de mayo, un «jeep» en el que iban cuatro americanos iba en


dirección a Berchtesgaden. Pertenecía a la 191 División aerotransportada. El
comandante Henry Blitt estaba sentado en la parte posterior del coche y
contemplaba meditabundo el hermoso paisaje pensando en que sería mejor ser
un turista que no un soldado...

Los habitantes de la región montañosa ofrecían un cuadro pintoresco,


lleno de paz con sus trajes típicos. Lástima que fueran nazis, se dijo sin duda
Blitt. Aquel anciano, por ejemplo, sentado en la terraza frente a la cual pasaba el
«jeep». El hombre estaba tomando el sol, y lucía una barba blanca. A su lado
había un caballete de pintor. Cerca de allí se oían los cencerros de las vacas en
los pastos.

De pronto, el comandante Blitt sintió la necesidad irreprimible de beberse


un vaso de leche..., leche recién ordeñada y no aquella leche pasteurizada que les
remitían desde América.

Blitt ordenó detener el «jeep». Los americanos entraron en la casa. El


comandante se bebió su vaso de leche. Hablaba el judío, su lengua materna, y se
entendía bastante claramente con los alemanes. Inició una charla con el anciano.

—¿Cómo va eso, abuelo?

—Bien, bien.

—¿Es usted campesino?

—No —contestó el barbudo—, yo solo vivo aquí. Soy artista, pintor...

—¿Qué opinión le merecen a usted los nazis? —preguntó Blitt, sonriendo.

El anciano hizo un gesto evasivo con la mano.

—Yo no entiendo de eso. Soy artista y nunca me he ocupado de la política.

—Pues se parece usted de un modo extraordinario a Julius Streicher —


comentó divertido el comandante americano.

En efecto, el anciano le había recordado mucho la fotografía que le habían


entregado de Streicher.

El anciano le miró con ojos desorbitados, y con expresión de miedo y


sorpresa al mismo tiempo. Luego preguntó, en voz muy baja:

—¿De dónde me conoce usted?


Todo fue por pura casualidad.

Streicher se había tomado en serio la broma del americano y se descubrió


él mismo.

Henry Blitt comprendió en el acto.

—¡Ah! —musitó.

—Me llamo Sailar —añadió Streicher, rápidamente.

Creía poder corregir todavía su error. Pero ya era demasiado tarde. El


mayor Blitt dio la orden a sus soldados.

—Queda detenido —le anunció a Streicher.

Streicher compuso una cara de disgusto. Había terminado de representar


su papel de inofensivo pintor. Ahora daba la impresión de ser mucho más viejo
de lo que era en realidad, pues solo contaba cincuenta y nueve años. Su barba
descuidada, el cuello abierto de su camisa azul y los pantalones arrugados,
daban la impresión de que era un hombre muy descuidado.

—Quiero cambiarme los zapatos —dijo al comandante Blitt.

Sus ojos inquietos relucían de ira.

—Está bien —concedió el comandante.

Streicher se sentó en un banco en el interior de la casa. Una joven mujer,


muy atractiva, con un corto vestido de la región, se arrodilló ante él y le cambió
los zapatos que llevaba por otros más recios. La mujer había oído todo lo que
habían hablado los dos hombres, pero no dijo una sola palabra.

Cuando los americanos se llevaron a Streicher, la mujer se quedó en la


casa. Nadie sabía quién era.

El capitán Hugh Robertson y el soldado Howard Huntley sentaron a


Streicher entre ambos. El comandante Blitt se sentó al lado del chófer y
emprendieron el viaje de regreso a Berchtesgaden.

Un corresponsal de guerra americano asistió a la llegada de Streicher al


puesto de mando de la división.

«Julius Streicher —escribió a su periódico—, el jefe de los francos y editor


de la revista antisemita Der Stürmer, que ha sido el hombre que más odio ha
sentido nunca contra los judíos en toda la historia de la humanidad, ha sido
descubierto y detenido por un judío.»

Una Comisión londinense para los criminales de guerra publicó el


resultado de sus primeras actividades. Habían sido apresados casi todos los
cabecillas nazis. Solo faltaban dos en la lista... y estos dos, en opinión de los
aliados, eran los más importantes: el antiguo ministro de Asuntos Exteriores del
Reich, Joachim von Ribbentrop y el jefe de las SS, Heinrich Himmler. De nuevo
fue registrada toda Alemania en busca de esos dos personajes.

10. El fin del Reichsführer-SS, Heinrich Himmler

Durante la segunda mitad del mes de febrero del año 1945, un delegado
de la Cruz Roja sueca viajaba en un coche a franjas blancas, claramente
identificable para los aviones, a través de Alemania en ruinas. Era el conde Folke
Bernadotte, el mismo que tres años después fue asesinado en Jerusalén cuando
representaba a las Naciones Unidas.

Trataba de entrevistarse con Heinrich Himmler, el temido jefe de las


temidas SS, cerebro de la tristemente célebre Policía Secreta del Estado, de la
Gestapo, y dueño y señor de los campos de destrucción, de las cámaras de gas y
de los molinos de muerte. Quería persuadir al comandante en jefe de la policía
alemana y del Ejército de la Reserva para que pusiera en libertad a los
internados daneses y noruegos de los campos de concentración para que la Cruz
Roja los pudiera trasladar a Suecia.

En Hohenlychen, cerca de Berlín, se entrevistó el conde el 19 de febrero


con Himmler. El Reichsführer SS se había retirado de aquel lugar porque sus
múltiples obligaciones y el cercano fin le tenían aterrorizado. Simulaba estar
enfermo y dejaba ahora que fueran otros los que procuraran salir airosos de la
situación.

La entrevista se celebró en el despacho del tristemente célebre médico jefe


Karl Gebhart.

«Cuando Himmler se presentó inesperadamente ante mí —escribió Folke


Bernadotte en sus memorias—, con sus gafas de montura de concha, con el
uniforme verde de las Waffen-SS, sin condecoraciones de ninguna clase, me dio
la impresión de que era un funcionario de poca categoría. Si me hubiese
encontrado con él por la calle, no le hubiese prestado la menor atención. Tenía
unas manos pequeñas, cuidadas, muy sensibles. Sinceramente no descubrí en él
nada diabólico, a no ser la extrema dureza de su mirada.»
Este, pues, era el hombre ante el cual Europa había temblado durante
tantos años, el hombre que solo tenía que dar una señal para que fueran
eliminados miles y miles de seres humanos, millones de seres humanos.

Un hombre lleno de sueños fantasiosos, un hombre indeciso y con un


afán de poder realmente sádico. Un hombre de ascendencia burguesa..., su padre
había sido maestro del príncipe Heinrich de Baviera y el príncipe había sido su
padrino. A esto se debía su nombre de pila.

Difícilmente podemos imaginarnos un ser más extraños que Himmler.


Comenzó a ganarse la vida en una granja avícola y como representante de una
casa de abonos en Schleissheim. Era un admirador del tirano mogol Gengis Kan,
ingresó en las filas de los voluntarios alemanes durante los años veinte, fue
secretario del rebelde Gregor Strasser y cuando era el hombre más poderoso de
Alemania, después de Hitler, estimulaba la plantación de hierbas medicinales al
mismo tiempo que ordenaba la realización de experimentos macabros en los
cuerpos de los internados en los campos de concentración. Su único objeto
consistía en reunir todas las riendas del poder en sus manos, para poder mandar
sin limitaciones de ninguna clase y suceder a Hitler.

¿Reaccionaría aquel hombre a la humanitaria petición de Bernadotte?


Himmler rechazó la pretensión de que los internados daneses y noruegos fueran
transportados a Suecia:

—Si aceptara su proposición —dijo—, todos los periódicos suecos


publicarían en primera página que el criminal de guerra Himmler trata en el
último minuto de comprarse la salvación y presentarse con las manos limpias
ante el mundo, porque teme las consecuencias de sus acciones en el pasado.

Comprendía exactamente la situación en la que se encontraba.

¿Qué le sucedía a Himmler por aquellos días? Con la policía, las SS, la
Gestapo y el Ejército de la reserva tenía los instrumentos del poder reunidos en
sus manos. Sin temor a enfrentarse con una gran resistencia podía ejecutar un
golpe de Estado. Actualmente sabemos que en varias ocasiones le pasó la idea
por la cabeza. Pero el hombre vacilaba, dudaba como lo había hecho durante
toda su vida. Quería serle fiel a Hitler y al mismo tiempo salvar su pellejo.

—Estoy dispuesto a hacer todo lo que sea preciso para el pueblo alemán
—le dijo a Folke Bernadotte en el curso de su segunda entrevista—, pero he de
continuar la lucha. He prestado juramento de fidelidad al Führer y estoy ligado
por este juramento.

—¿No comprende usted que Alemania ya ha perdido la guerra? —le


preguntó el conde sueco sin andarse por las ramas—. Un hombre que se
encuentra en su posición y en su situación, no está obligado a seguir ciegamente
a sus superiores. Ha de tener el valor de adoptar las medidas necesarias que
puedan serle de utilidad a su pueblo.

Himmler fue llamado al teléfono e interrumpió la conversación. Por


medio de un hombre de confianza, el SS-Gruppenführer Walter Schellenberg,
presentó otra proposición: Bernadotte había de presentarse en el Cuartel general
de Eisenhower y ofrecer la capitulación del frente del Oeste.

Folke Bernadotte estaba atónito. Puso dos condiciones, que él creía


inaceptables.

1. Himmler tenía que anunciar públicamente que había sucedido a Hitler,


pues este por su estado de salud no podía ejercer sus funciones.

2. Himmler debía disolver el Partido nacionalsocialista y destituir


inmediatamente a todos los funcionarios del Partido.

Pero, con infinita sorpresa por parte del conde sueco, Himmler aceptó la
proposición. Bernadotte no sabía lo que había sucedido mientras tanto entre
bastidores.

Himmler se daba cuenta de que la guerra estaba perdida. Ya lo sabía


desde el año 1943. Entonces ya había tratado en secreto, por mediación del
industrial Arnold Rechberg, de establecer contacto con las potencias
occidentales y negociar la posibilidad de una paz por separado. Pero tanto
Bormann como Ribbentrop habían obstaculizado esta acción.

A través de un nuevo intermediario, celebró nuevas consultas con Arnold


Rechberg que, por su parte, había de reforzar sus contactos en el Oeste.

Himmler, el hombre que había exterminado más judíos en la historia de


la humanidad, se escribía en secreto con el doctor Hillel Shorch, representante
en Estocolmo del Congreso mundial judío.

Invitó al intermediario judío doctor Norbert Masur a trasladarse a Berlín,


después de garantizarle personalmente bajo palabra de honor que no iba a
sucederle nada, para discutir con él la posibilidad de poner en libertad a los
judíos internados en los campos de concentración.

Negoció con el antiguo presidente federal suizo Jean-Marie Musy sobre el


transporte de los judíos desde el campo de concentración de Belsen al extranjero.

Intentó ponerse en contacto con las potencias occidentales por medio del
banquero sueco Jacob Wallenberg.

Y ahora se esforzaba en conseguir la colaboración de Folke Bernadotte y,


por este motivo, finalmente consintió en que fueran puestos en libertad los
presos daneses y noruegos.

Viendo que Alemania había perdido irremisiblemente la guerra, Himmler


estaba dominado por una idea fija. Después de haber mandado, durante varios
años, a la muerte a millones de seres humanos, ahora creía poder desempeñar el
papel de ángel de la paz. Y el hombre estaba plenamente convencido de que en
el extranjero sabrían apreciar debidamente este gesto suyo. No quería reconocer
que, eternamente, sería considerado como el instigador de la muerte de millones
de seres humanos.

A estos se debe añadir el intenso terror que tenía a Hitler. Tenía miedo de
que su Führer pudiera descubrir su doble juego y que, en el último momento,
deshiciera sus proyectos. Por este motivo, planeaba en colaboración con
Schellenberg derrocar a Hitler.

Para todo esto se basaba en el estado de salud de Hitler. En su


conversaciones con Schellenberg le llamó la atención sobre el hecho de que el
Führer cada vez andaba más inclinado hacia adelante, que le temblaban las
manos y de su pálido rostro. El profesor Max de Crinis, jefe de la Facultad de
Psiquiatría del Hospital de la Charité de Berlín, fue llamado a consulta por
Himmler, así como también el jefe de Sanidad del Reich, doctor Leonardo Conti.
Los médicos manifestaron sus sospechas de que Hitler padecía la enfermedad de
Parkinson..., una enfermedad que se manifestaba por la rigidez del rostro y
síntomas de parálisis de los miembros.

Himmler invitó a Schellenberg a acompañarle durante un paseo por el


bosque. Cuando se aseguró de que nadie podía oírles, Himmler no se anduvo
por las ramas:

—No creo que tengamos ocasión de colaborar durante mucho tiempo con
el Führer. Ya no está en condiciones de continuar su misión. ¿Cree usted que De
Crinis está en lo cierto?

—Sí —contestó rápidamente Schellenberg.

—¿Y qué debo hacer yo? —preguntó Himmler, vacilante como siempre—.
No puedo mandar asesinar al Führer y tampoco hacer que le envenenen o
mandarle detener incluso en la Cancillería del Reich...

—Solo existe una posibilidad —sugirió Schellenberg. —Debe usted


presentarse a Hitler, explicarle claramente cuál es la situación y obligarle a que
presente su dimisión.

—Eso es del todo imposible —replicó Himmler, asustado—. El Führer


sufriría un ataque de cólera y ordenaría que me maten allí mismo.

—Para evitar eso solo necesita tomar las medidas oportunas —observó
Schellenberg muy tranquilo—. Cuenta usted con un elevado número de altos
jefes de las SS que le son adictos y que se alegrarían de poder llevar a cabo esta
misión. Y si esto no bastara, entonces mande intervenir a los médicos.

Pero Himmler era incapaz de tomar una decisión de este tipo. Durante
aquel paseo que duró hora y media expuso todo lo que haría cuando sucediera a
Hitler en el poder.

—Lo primero que haré es disolver el Partido nacionalsocialista —confesó


a su acompañante—. Luego fundaré un nuevo partido. ¿Qué nombre le parece a
usted el más indicado, Schellenberg?

—Partido de concentración nacional —propuso Schellenberg.

Pero este golpe de Estado no llegó a realizarse. Los acontecimientos en el


frente se sucedían con una rapidez vertiginosa. El Ejército Rojo avanzaba hacia
las puertas de la capital del Reich. Himmler se sentía dominado por el miedo.

—Schellenberg —dijo en el curso de otra conversación—, tengo miedo de


todo lo que se avecina.

La noche del 20 al 21 de abril de 1945 llegó el Reichsführer-SS a


Hohenlychen para celebrar una nueva entrevista con el conde Bernadotte.
Himmler estaba muy pálido y muy cansado.

«Daba la impresión de ser incapaz de estarse quieto en ningún sitio —


informó el conde sueco—. Iba de un lado a otro haciendo esfuerzos por dominar
su inquietud.»

Durante la conversación, Himmler se golpeó repetidas veces, con las uñas,


los dientes. Ya no podía dominar su nerviosismo.

—La situación militar es grave, muy grave —repetía continuamente.

Insistió que el conde Bernadotte presentara la oferta de la capitulación a


Eisenhower y que procurara concertar una entrevista entre él, Himmler y el
comandante en jefe de las fuerzas aliadas.
—Me niego a creer que los aliados acepten la capitulación de las fuerzas
alemanas en el frente Oeste únicamente —señaló Bernadotte posteriormente a
Schellenberg—, pero aun en este caso no creo que se llegue a concertar una
entrevista entre Himmler y Eisenhower. Es completamente imposible que
Himmler pueda desempeñar un papel de importancia en el futuro de Alemania.

Tres días más tarde, Himmler y Bernadotte volvían a entrevistarse... por


última vez. La entrevista se celebró en el edificio del consulado sueco en
Luebech. Era la noche del 24 de abril de 1945.

«Aquella noche, con un ambiente que parecía que hubiese sonado la hora
del Juicio final, no la olvidaría en mi vida», escribió Folke Bernadotte.

La alarma aérea les obligó a bajar a los sótanos. Los suecos y alemanes se
sentaron allí en unos bancos de madera. Nadie reconoció a Himmler.

La alarma aérea cesó a la una de la noche. Por fin pudieron continuar la


entrevista en una habitación del consulado. Algunas velas iluminaban la escena,
pues la corriente eléctrica ya no funcionaba.

—Lo más probable es que Hitler ya esté muerto— señaló Himmler—. Si


no es así todavía ocurrirá con toda probabilidad dentro de los próximos días.
Hasta este momento me he sentido ligado por mi juramento, pero ahora todo ha
cambiado. Admito que Alemania ha sido vencida. ¿Y ahora qué pasará?

Himmler estaba plenamente convencido de que Hitler le nombraría su


sucesor. Y en este sentido añadió:

—En la situación en la que nos encontramos ahora, dispongo de entera


libertad de acción. Estoy dispuesto a capitular en el frente del Oeste para que las
tropas de los aliados puedan avanzar lo más rápidamente posible en dirección al
frente del Este. Pero, por el contrario, no estoy dispuesto a capitular en el frente
del Este.

Una vez más le rogó a Bernadotte concertara una entrevista entre él y


Eisenhower. Incluso había hablado con Walter Schellenberg del
comportamiento que habría de tener durante la entrevista con el comandante en
jefe americano.

—¿He de saludarle con una ligera inclinación de cabeza o tenderle la


mano?

Durante sus conversaciones nocturnas con Bernadotte, Himmler


continuaba fantaseando:
—Le diré a Eisenhower lo siguiente: «Declaro que las potencias
occidentales han derrotado a la Wehrmacht alemana. Estoy dispuesto a rendirme
en el frente del Oeste».

—¿Y qué hará usted si rechaza su ofrecimiento?

—En este caso asumiré el mando de un batallón en el frente del Este y


caeré en el campo de batalla.

«Todo el mundo sabe que no realizó este plan», comentó posteriormente


Bernadotte.

El vicepresidente de la Cruz Roja sueca se mostró, finalmente, de acuerdo


en transmitir el ofrecimiento de capitulación de Himmler al Ministerio de
Asuntos Exteriores de Suecia. En el caso de que su Gobierno estuviera dispuesto
a intervenir, informarían a los aliados.

—Aquel fue el día más triste de mi vida —dijo Himmler, cuando a las tres
de la madrugada abandonaron el consulado y salieron a la calle, percatándose de
que el cielo estaba lleno de estrellas.

Himmler, personalmente, se sentó al volante de su coche.

—Me voy al frente del Este —dijo al despedirse del conde Bernadotte y,
con una débil sonrisa, añadió—: No está muy lejos de aquí.

Puso el motor en marcha, pero a los pocos segundos se oyó un sordo


ruido: Himmler había chocado con la alambrada que rodeaba el edificio. Los
hombres de las SS ayudaron a sacar el coche.

«El modo cómo Himmler puso el motor en marcha tenía algo de


simbólico», escribió Bernadotte en sus memorias.

El presidente Harry S. Truman contestó personalmente al ofrecimiento de


Himmler. Rechazó la capitulación parcial, y terminaba su telegrama con las
siguientes palabras:

«Si continúa la resistencia también seguirán los ataques hasta alcanzar la


victoria completa.»

Se habían esfumado las últimas esperanzas de Himmler.

Se trasladó a la sede del OKW, que en aquellos días estaba todavía en


Plön. Pero hasta allí le siguió la condena de Hitler:
«Expulso, antes de mi muerte, al antiguo Reichsführer-SS y ministro del
Interior del Reich, Heinrich Himmler del Partido y de todos su cargos en el
Estado. Goering y Himmler por sus negociaciones secretas con el enemigo, así
como por su intento de arrebatarme el poder, han causado daños
imprevisibles..., alta traición...»

Pero Himmler no llegó a enterarse de que había sido expulsado del


Partido. Desconocía que Hitler estaba al corriente, a través de las emisoras
extranjeras, de sus negociaciones con el conde Folke Bernadotte. Y continuaba
firmemente convencido de que Hitler le nombraría su sucesor.

Pero esta ilusión se la arrebataría Doenitz.

El gran almirante invitó a Himmler a una entrevista particular. Antes de la


llegada del jefe de las SS adoptó Doenitz medidas especiales de seguridad.
Temía todavía aquel poder que representaba Himmler.

Una sección de marinos de los submarinos montaba la guardia. En la casa


y en los jardines se ocultaban oficiales de la Marina de guerra. Esto sucedía
pocos minutos antes de la medianoche del 1.º de mayo de 1945.

La entrevista entre Himmler y Doenitz se celebró a solas. Pero esta


entrevista la conocemos a través del informe que de la misma dictó, más tarde, el
propio gran almirante.

Doenitz había preparado sobre la mesa escritorio y debajo de unos


papeles un revólver al que había quitado el seguro. Estaba prevenido para todo
lo que pudiera suceder cuando entregó a Himmler el telegrama en que Hitler le
nombraba sucesor.

Himmler leyó rápidamente el telegrama y palideció.

Meditó durante unos segundos. Luego se puso de pie y felicitó a Doenitz.


Fue un momento de gran dramatismo.

—Permítame usted que yo sea su lugarteniente —dijo al cabo de un rato,


con voz velada.

Doenitz se negó rotundamente. Le indicó a Himmler que en su nuevo


Gobierno no podía aceptar la presencia de hombres que hubiesen desempeñado
cargos importantes en el Partido. Pero Himmler lo consideraba todo de un modo
muy distinto.

«Himmler demostró estar dominado por extrañas fantasías y ser un


utopista —informó Walter Neurath—. Se consideraba a sí mismo el hombre más
indicado para llevar las negociaciones con Eisenhower y Montgomery. Como si
ambos esperaran ansiosamente ser recibidos por él. Alegó que él era
imprescindible para «mantener el orden en el centro de Europa al mando de sus
SS». La crisis entre el Este y el Oeste se agudizaría de tal modo que antes de tres
meses sus SS representarían el factor decisivo en esta lucha.

Pero al final hubo de reconocer que todo estaba perdido. Doenitz escribió:

«Se despidió de mí a las dos o tres de la madrugada convencido,


finalmente, de que yo no le daría ningún cargo de importancia.»

Durante una semana continuó Himmler en contacto con el Gobierno del


Reich en funciones. Luego, el 6 de mayo, cuando Doenitz le destituyó
oficialmente de todos sus cargos, desapareció. El conde Lutz Schwerin-Krosigk,
ministro de Asuntos Exteriores en el Gobierno de Flensburg, le dijo al antiguo
jefe de las SS antes de que este partiera para un lugar desconocido:

—Puede que llegue el día en que los jefes del Tercer Reich tengan que
presentarse antes sus compatriotas para rendir cuentas...

Himmler contestó que lo único que le importaba ahora era pasar


desapercibido para todo el mundo.

—Estoy muy confiado de que no me encontrarán. Esperaré oculto el


desarrollo de los acontecimientos..., y este desarrollo trabajará rápidamente en
mi favor.

—¡No puede ser que el antiguo Reichsführer-SS sea detenido llevando


encima un pasaporte falso y luciendo una barba! —le advirtió Schwerin—. No le
queda a usted otra solución que presentarse a Montgomery y decirle: «Aquí me
tiene». Y ha de cargar usted con la responsabilidad de todos sus hombres.

Himmler murmuró unas palabras ininteligibles y luego dejó plantado al


ministro de Asuntos Exteriores.

—Más tarde Doenitz se arrepintió de haber dejado marchar a Himmler —


declaró Lüdde-Neurath—. En Nuremberg reconoció que hubiese ordenado
detener a Himmler cuando este se despidió de él si entonces ya hubiese sabido
que Himmler había mandado asesinar a tantos miles de personas y que era el
culpable de los campos de concentración.

¡Demasiado tarde! Himmler no se sentaría en el banquillo de los acusados


en Nuremberg. No tuvo el valor de cargar con la responsabilidad de sus órdenes
y actos.
¿A dónde fue después de haberse despedido de Doenitz y Schwerin von
Krosigk?

Lo más probable es que momentáneamente continuara en Flensburg en


compañía de sus dos ayudantes, Werner Grothmann y Heinz Macher. Dicen que
se ocultaron en la vivienda de una amante de Himmler. El SS-Brigadenführer,
Otto Ohlendorf, declaró haber visto todavía a Himmler en Flensburg el 21 de
mayo.

A los agentes del Servicio Secreto aliado les llamó en el acto la atención el
hecho de que el nombre de Himmler ya no fuera pronunciado por la emisora de
Flensburg.

Los mejores criminalistas de los aliados y más de cien mil soldados


estaban en estado de alarma. Se sospechaba que el asesino intentaría a toda costa
atravesar las líneas de demarcación hacia el Oeste. Las redes fueron tendidas
alrededor de la zona de Flensburg, y Himmler cayó pronto en la trampa.

Se había afeitado el bigote y colocado un parche negro sobre su ojo


izquierdo. En el bolsillo llevaba unos documentos de identidad a nombre de un
agente de la gendarmería secreta: Heinrich Hitzinger.

Himmler fue lo suficientemente ingenuo para creer que este disfraz le


daría resultado. El antiguo jefe de la policía alemana se comportaba como un
colegial que ha leído demasiadas novelas policíacas. Además, parecía no haberse
enterado de que los agentes de la gendarmería secreta figuraban entre aquellos
que eran detenidos automáticamente.

En compañía de sus dos ayudantes, vestidos con restos de uniforme y de


paisano, llegó Himmler el 21 de mayo al punto de control inglés de Meinstedt,
en las cercanías de Bremervörde.

Miles de personas se habían congregado allí. Fugitivos, heridos, soldados


que habían sido licenciados, prisioneros de guerra que habían sido puestos en
libertad, obreros extranjeros. Todos los que querían pasar el puente sobre el
Oeste habían de pasar por aquel puesto de control.

Himmler y sus compañeros fueron avanzando por la larga cola de los que
esperaban. Cuando les tocó el turno el antiguo Reichsführer-SS presentó su
documentación.

El soldado inglés cogió sorprendido el documento en sus manos, le echó


una ojeada, dirigió una recelosa mirada a aquel hombre que se cubría el ojo
izquierdo con un parche y le ordenó esperar junto al puesto de control.
«Himmler cometió el error de presentar documentación —informó
posteriormente el Cuartel general del Segundo Ejército inglés—. La mayoría de
los hombres que pasaban por aquel puesto de control no poseían ninguna clase
de documentos. Si se hubiese presentado con lo que llevaba encima, sin papeles,
y hubiese dicho sencillamente que deseaba volver a casa, lo más seguro es que le
hubiesen dejado pasar libremente. Pero la mentalidad policíaca de Himmler de
que una persona que no tiene papeles es sospechosa, hizo que se sospechara de
él.»

Pero nadie sabía todavía que aquel sospechoso era Himmler.


Momentáneamente se trataba única y exclusivamente de un hombre que había
presentado una documentación demasiado buena, que había pertenecido a la
gendarmería secreta y que se llamaba Heinrich Hitzinger.

Himmler fue puesto bajo custodia. En rápida sucesión le llevaron a dos


campos, primero a Bremevörde y luego a Zeelos. En el tercero, Weserimke, lo
encerraron en una celda individual.

Mientras, los oficiales del Servicio de Información del Segundo Ejército


ya había empezado a ocuparse del caso Hitzinger. No les resultó difícil sacar
conclusiones definitivas. La mañana del 22 de mayo ya habían llegado en el
puesto de mando de Lüneburg, al convencimiento de que aquel hombre solo
podía ser Heinrich Himmler. Hacia las nueve de la noche tres oficiales se
pusieron camino hacia Westertimke para examinar personalmente al detenido.

Pero antes de su llegada, Himmler ya había revelado su identidad. Nadie


puede saber lo que le impulsó a dar este paso.

Solicitó ser recibido por el comandante del campo capitán Tom Sylvester.
El capitán inglés mandó llamar al preso a su habitación y, a continuación,
ordenó salir a los soldados.

—¿Y bien? —preguntó.

El detenido se quitó el parche del ojo izquierdo y se colocó unas gafas.

—Soy Heinrich Himmler —declaró.

—En efecto —asintió el capitán Sylvester, y tragó saliva.

Lo más probable es que un frío estremecimiento recorriera sus espaldas.

—Deseo hablar con el mariscal de campo Montgomery —exigió Himmler.

Todavía estaba convencido de que podría negociar con los aliados.


—Informaré al Ejército —replicó al capitán.

Y sin pronunciar ninguna palabra más ordenó que reintegraran a


Himmler a su celda, pero que no le perdieran un solo momento de vista.

Poco después llegaban los oficiales del Cuartel general. Se hicieron cargo
del detenido y lo llevaron a Lüneburg. Allí debió reconocer Himmler durante las
primeras horas de la mañana del 23 de mayo que habían terminado todas las
esperanzas para él. Los ingleses no tenían la menor intención de discutir con él,
ni negociar ni tratarle con ninguna clase de consideraciones.

En las oficinas del Servicio de Información en la Velzener Strasse, en una


mansión particular evacuada para alojar a los militares, obligaron a desnudarse a
Heinrich Himmler. Sus ropas y su cuerpo fueron registrados por un médico del
Ejército, el capitán Wells, en busca de veneno o de algo que pudiera servirle para
quitarse la vida.

En uno de los bolsillos de la chaqueta de Himmler encontraron una


ampolla con cianuro potásico de unos doce milímetros de largo y apenas del
grueso de un cigarrillo.

Luego le hicieron ponerse un viejo uniforme inglés y lo encerraron en una


habitación vacía.

Aquella misma noche llegó el coronel N. L. Murphy, del Servicio de


Información de Montgomery. Había recibido órdenes especiales de ocuparse de
todo lo que hiciera referencia a Himmler y someter al antiguo Reichsführer a un
primer interrogatorio.

Murphy mandó que los oficiales le informaran de todo lo sucedido.

—¿Han encontrado veneno en su poder? —preguntó.

—Sí, una ampolla en uno de sus vestidos —declaró el médico—. Está


ahora en nuestro poder. No puede suicidarse...

—¿Y han examinado también su boca? —inquirió Murphy.

El doctor Wells negó.

—En este caso hágalo ahora mismo —ordenó el coronel—. Cabe en lo


posible que llevara la ampolla en el bolsillo para desviar nuestra atención.

Himmler fue sacado de la celda. El médico militar le ordenó abrir la boca.


El antiguo jefe de las SS entornó los ojos. Con sus mandíbulas hizo un
movimiento de masticar. Algo crujió entre sus muelas.

Y cayó entonces a tierra como si le hubiese dado un rayo.

El capitán Wells se arrodilló inmediatamente a su lado y trató de sacarle


los restos de la ampolla de la boca. Se dieron órdenes.

Segundos más tarde le hacían a Himmler un lavado de estómago. Le


metieron una sonda en el estómago y sacaron el contenido. Todo fue en vano.

La lucha duró doce minutos. A las veintitrés horas cuatro minutos


renunció el doctor Wells a seguir sus esfuerzos.

Heinrich Himmler había muerto.

Durante todo el día siguiente permaneció el cadáver allí donde había


caído. Algunos centenares de soldados ingleses y una docena de corresponsales
de guerra lo vieron tendido. Desfilaron en silencio ante el cadáver, dirigieron
sus miradas hacia el rostro y cuando salían de la habitación respiraban
hondamente.

¿Qué había que hacer con el cadáver de Himmler? En el Cuartel general


de Montgomery discutieron seriamente la situación. Querían hacer un entierro
oficial en presencia de altos oficiales alemanes. En otras habitaciones discutían
los oficiales castrenses si se podía dar un carácter cristiano a aquel entierro.

Lo más probable es que fuera el propio Montgomery el que tomara la


decisión: Heinrich Himmler había de ser enterrado, sin ningún ceremonial
religioso o militar, en un lugar desconocido. No querían que su tumba se llegara
a convertir en un lugar de peregrinaje para los nacionalistas alemanes.

Un oficial del Estado Mayor telefoneó a las oficinas inglesas en Bergen-


Belsen. Se le había ocurrido una idea y a toda costa quería que le mandaran una
de aquellas cajas de madera en las cuales reunían los restos de aquellos que
morían en los campos de concentración. Pero no obtuvo éxito en sus intentos.

Himmler fue cargado el 26 de mayo en un camión inglés con destino


desconocido. Dos sargentos cogieron el cadáver por los pies y la cabeza y lo
echaron en el camión.

Un alto oficial del Servicio de Información señaló la tumba secreta en un


lugar del bosque en las cercanías de Lüneburg. Un comandante y un sargento
acompañaban al chófer. Únicamente cinco personas sabían dónde estaba
enterrado Himmler.
Los dos sargentos cavaron la fosa y dejaron caer en ella a Heinrich
Himmler, que iba vestido igual que el 23 de mayo, con un pantalón militar
inglés, camisa caqui y calcetines grises de la Wehrmacht alemana.

Durante un rato los cinco oficiales permanecieron junto a la tumba. Uno


de los sargentos sintió la necesidad de pronunciar unas palabras:

—¡Dejad que el gusano se reúna con los gusanos!

Eso fue todo. Cubrieron la fosa y no dejaron ninguna señal visible. Las
huellas del hombre que debía haberse sentado en el banquillo de los acusados
en Nuremberg, el hombre que hubiese podido revelar muchas más cosas que los
demás acusados, se perdían para siempre. Había rehuido todas las
responsabilidades.

En una cabaña cerca de Berchtesgaden descubrieron los americanos,


enterrado, el tesoro particular de Himmler. Un millón de dólares en valores
compuestos de una extraña mezcla. El capitán Harry Anderson, del Gobierno
militar, anotó lo siguiente: 123 dólares canadienses, 25.935 libras esterlinas, ocho
millones de francos franceses, tres millones de francos argelino y marroquíes, un
millón de marcos, un millón de libras egipcias, dos pesos argentinos, medio yen
japonés y..., ¡7.500 libras palestinas!

11. El ministro de Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von


Ribbentrop, arrestado en la cama. — El jefe de las Juventudes del
Reich, Baldur von Schirach, se presenta espontáneamente a las
autoridades. — En una isla del Moskra espera el gran almirante Erich
Raeder

Casi todos los altos jefes del Tercer Reich estaban detenidos o habían
muerto. Solo quedaban unos pocos en libertad. Uno de los más importantes:
Joachim von Ribbentrop. ¿Dónde estaba Ribbentrop? Había sido visto por
última vez en el Norte durante los días en que el gran almirante Doenitz trataba
de formar un nuevo Gobierno. El nuevo presidente del Reich buscaba
desesperado a un hombre que no hubiese contraído ninguna responsabilidad
durante el anterior régimen, y a quien pudiera confiar el cargo de ministro de
Asuntos Exteriores. Había de ser un hombre al que los aliados no rechazaran de
buenas a primeras negándose a negociar con él.

Ribbentrop se enteró de esto, intervino y le prometió a Doenitz que le


ayudaría a dar con el hombre que buscaba. Quería meditar el asunto a fondo,
pero el resultado de sus pensamientos fue que al día siguiente se presentó de
nuevo a Doenitz diciéndole que no conocía a ningún ministro de Asuntos
Exteriores para aquella ocasión mejor que él mismo.

El gran almirante negó con un movimiento de cabeza y confió el cargo al


conde Schwerin von Krosigk. Ribbentrop desapareció a continuación de escena.

Se fue a Hamburgo, alquilón una habitación en la quinta planta de una


casa de pocas pretensiones y delante mismo del Gobierno militar empezó la vida
de un inocente ciudadano.

Mientras varias docenas de detectives y agentes del Servicio de


Información le andaban buscando por todas partes, mientras su fotografía era
expuesta en todos los cuarteles y puestos de policía, se paseaba Ribbentrop con
un elegante traje cruzado oscuro, sombrero de alas duras y gafas contra el sol por
las calles de Hamburgo. Se relacionó con sus viejos amigos de cuando era
representante de una casa de vinos espumosos, confiando en que trabajando en
una casa comercial era el mejor modo de pasar desapercibido.

Repetidas veces visitó las oficinas de un viejo amigo, donde celebró


misteriosamente conversaciones.

—El Führer me ha encargado una misión especial en su testamento —le


dice Ribbentrop a su viejo amigo mirando hacia un lado y otro para que nadie le
pueda oír. —Ha de ocultarme usted hasta que llegue el momento... se trata del
futuro de Alemania...

El comerciante hamburgués en vinos vacila. Pero su hijo no duda un solo


momento: informa a la policía.

Los agentes criminalistas aliados siguen en el acto las huellas de aquel


misterioso personaje.

A la mañana siguiente, el 14 de junio de 1945, empieza el último acto de la


gran batida humana. Tres soldados ingleses y un belga subieron las escaleras de
la modesta casa hasta la última planta.

Llamaron a la puerta. Golpearon con los puños, repetidamente, al ver que


nadie respondía. Finalmente cargaron contra la hoja de la puerta. De pronto el
sargento R. C. Holloway lanzó un sorprendido silbido de sorpresa.

La puerta se había entreabierto y apareció una joven mujer, una morena


muy atractiva. El batín apenas cubría su cuerpo. El pelo le caía suelto sobre la
cara y los hombros. Tenía los ojos y los labios, pintados de rojo carmín, muy
abiertos.

Ahogó un grito y se echó un abrigo sobre los hombros.


—Tenemos orden de registrar la casa —declaró el teniente J. B. Adams.

Los soldados abrieron la puerta y empujaron a la mujer a un lado.


Registraron todas las habitaciones. En la cuarta habitación ve el soldado belga
una cama que ha sido recién ocupada. Apartó la manta.

—¡Pero si aquí hay un hombre! —gritó sorprendido.

El hombre estaba profundamente dormido. No oyó los golpes que dieron


los soldados contra la puerta. Y tampoco las voces de los mismos lograron
despertarle de su sueño. ¿O, acaso, pretendía estar dormido?

—Vamos, levántese usted.

El teniente Adams también entró en la habitación al oír al belga lanzar su


exclamación y sacudió al hombre que estaba en la cama.

Este se estiró y bostezó. Finalmente se despertó. Se volvió lentamente,


entreabrió los ojos y se quedó mirando incrédulo a los soldados que había en la
habitación.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? —preguntó con voz velada.

—Vamos, levántese... y vístase, pero rápido —le ordenó el teniente


Adams.

Joachim von Ribbentrop, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores del


Reich, saltó de la cama. Llevaba un pijama a franjas rosadas y blancas y lucía
una espesa barba.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó el teniente.

—Sabe usted muy bien quién soy —contestó Ribbentrop con maliciosa
sonrisa.

Se inclinó ligeramente ante el oficial inglés y añadió:

—Le felicito a usted.

—Está bien, señor von Ribbentrop —gruñó el inglés, entre dientes—,


vístase usted. Queda detenido.

—Primero he de afeitarme.

—Luego podrá afeitarse. Ahora ha de acompañarnos.


Ribbentrop se vistió lentamente, se peinó cuidadosamente ante un espejo
y luego metió sus objetos de uso personal en una pequeña mochila.

—Estoy a su disposición —dijo finalmente.

Al parecer estaba convencido de que todavía estaba actuando en el


escenario diplomático. En su modo de ser, nada había cambiado de cuando
presentó sus cartas credenciales como embajador alemán en Londres ante el rey
Jorge VI y saludó con el brazo en alto, y un fuerte «Heil Hitler».

En el Cuartel general los ingleses registraron a Ribbentrop detenidamente


de pies a cabeza. Los aliados ya habían adquirido cierta práctica en esto desde
que alguno de sus detenidos había intentado evitar toda responsabilidad
ingiriendo una de aquellas ampollas de veneno. Y, en efecto, descubrieron en un
lugar oculto del cuerpo una ampolla de cianuro potásico.

Y en la mochila, cuidadosamente enrollados y cosidos, encontraron «unos


cuantos centenares de miles de marcos», según informaron oficialmente más
tarde. ¿Durante cuánto tiempo pensaba mantenerse oculto disfrutando del
dinero?

—Deseaba permanecer oculto —declaró Ribbentrop en el curso de su


primer interrogatorio—, hasta que la opinión pública se hubiese calmado un
poco.

—¿Se refiere usted a la opinión pública en Alemania?

—También, pero sobre todo a la opinión pública mundial. Sé que todos


nosotros figuramos en la lista de los criminales de guerra y me imagino muy
bien cuál será la sentencia teniendo en cuenta el ambiente que domina en la
actualidad... la sentencia de muerte.

—¿Pensaba usted esperar, pues, hasta que hubiese pasado todo esto?

—Sí.

—¿Y luego volver a hacer acto de presencia?

—Sí.

La confusión e ignorancia en que vivía Ribbentrop quedaron demostradas


por otro hecho. En uno de los bolsillos de su chaqueta encontraron tres cartas:
una dirigida al mariscal de campo Montgomery, otra la ministro de Asuntos
Exteriores Eden y la tercera... el oficial no quería dar crédito a lo que leía... no era
posible...
Pero no cabía la menor duda: la tercera carta iba dirigida a «Vincent»
Churchill. Nada podía ofrecer una demostración mejor del despiste del ministro
de Asuntos Exteriores del Reich que este pequeño detalle. Vincent en lugar de
Winston... ¡y aquel era el hombre que había dirigido la política exterior del
Reich alemán!

La hermana de Ribbentrop, la señora Ingeborg Jenke, que había sido


llamada por los ingleses para una mayor seguridad, identificó, inmediatamente,
a su hermano.

El hombre que era conocido por todo el mundo como el espíritu más
malvado después de Hitler fue llevado a Lüneburg y desde allí a un campo de
internados en «algún lugar de Europa.» Y continuaba luciendo su traje oscuro
cruzado y su sombrero de ala dura.

A excepción de dos personajes, todos los que posteriormente se sentaron


en el banquillo de los acusados en Nuremberg, ya habían sido detenidos por los
aliados.

Uno de esos personajes era Baldur von Schirach, el antiguo jefe de las
Juventudes del Reich, últimamente Gauleiter y Comisario de la Defensa del
Reich en Viena.

Cuando los rusos entraron en la capital austríaca se marchó Schirach, que


se había dejado crecer un bigote, a Schawaz, en el Tirol. Allí alquiló una casita
en el campo a nombre de Richard Falk. El hombre se sentía en seguridad ya que
los americanos creían que había muerto. Una noticia que había sido transmitida
pocos días antes del hundimiento decía que los vieneses habían colgado al
Comisario de Defensa del Reich en el puente de Floridsdorf sobre el Danubio.

Y Schirach trabajó incluso como intérprete en una oficina del Gobierno


militar americano. Y durante las horas libres escribía afanosamente una novela
policíaca que llevaba por título: El secreto de Myrna Loy. Pero esta novela era un
resumen de los últimos días de Viena.

Los campesinos no sospechaban nada en absoluto.

El Gobierno militar de Schwaz quedó sorprendido cuando el 5 de junio


de 1945 recibió una carta autógrafa de aquel hombre al que tenían por muerto:

«Por propia decisión me entrego a las autoridades americanas para tener


así la ocasión de responder de mis acciones ante un tribunal internacional.
Baldur von Schirach.»
—¡Pero si Schirach está muerto! —exclamó el comandante del puesto.

Pero en el acto mandó un «jeep». Schirach salió al encuentro de los


soldados. Se había afeitado el bigote y se declaró prisionero.

¿Por qué se había presentado voluntariamente?

Henriette von Schirach, la esposa de Baldur, conoció, años más tarde, a un


testigo que le dijo lo siguiente:

—El 5 de junio de 1945 dijeron por la radio que serían detenidos todos los
jefes de las Juventudes Hitlerianas y que todos ellos serían acusados, incluso
aquellos que solamente tenían dieciséis años. Renunció a ser por más tiempo
Richard Falk y permanecer oculto y de nuevo se sintió el jefe de las Juventudes
Hitlerianas que marchaba al frente de sus muchachos.

—Pero si él ya no tenía nada que ver con las Juventudes —objetó la


señora von Schirach—. Axman le había reemplazado en su cargo...

—Todos nosotros creíamos que Axman había muerto —indicó el testigo—


, y es por este motivo que él se consideraba responsable. No quería dejar en la
estacada a los muchos jefes de las Juventudes que ahora iban a acusar y dijo: «Yo
soy el único responsable, cargaré todas las responsabilidades sobre mí».
Siempre creyó que estaría en condiciones de salvar algo.

—¿Por qué no has huido? —le preguntó su esposa cuando se entrevistó


con él, por primera vez en el campo de prisioneros de guerra de Rum—.
Fácilmente hubieses podido huir a España. Te creían muerto. Hubieras podido
desaparecer.

—Sabes muy bien que no soy capaz de hacer una cosa así —repuso von
Schirach—. Lo he meditado todo muy bien. Disponía de tiempo para ello, nadie
me perseguía, ni molestaba. Pero me llevan ante un tribunal. Voy a decir toda la
verdad y cargar con toda la culpa. Por culpa mía creyó la juventud de Hitler, yo
la eduqué en esta fe y esperanza, y ahora he de ayudarla a volver por su camino.
Si se me ofrece la ocasión de decir todo esto ante un tribunal internacional, lo
haré. Luego, dejaré que me ahorquen.

—¿Ahorcar? —gritó la mujer horrorizada.

Baldur von Schirach no se dejaba arrastrar por ninguna clase de ilusiones.

—Nos colgarán a todos nosotros... —señaló a su esposa.

¿Pensaba en todo lo que no mencionó en aquella ocasión, pero que


declaró espontáneamente en Nuremberg?

La gran batida humana terminó el 23 de junio de 1945 cuando fue


detenido el último fugitivo. En Berlín-Babelsberg se presentaron seis oficiales
rusos al mando del coronel Pimenow en la residencia del antiguo gran almirante
Erich Raeder. El antiguo comandante en jefe de la Marina de guerra alemana,
que había sido destituido por Hitler en 1943 y sustituido por Doenitz, vivía
registrado oficialmente y sin que hasta la fecha hubiese sido molestado por
nadie en la zona soviética de Berlín.

De pronto, se interesaron por su persona.

En compañía de su esposa Erika condujeron a Raeder a la cárcel de


Lichtenberg. Quince días más tarde se llevaron los rusos en un camión al
matrimonio a Moscú. Cerca de la capital, en una pequeña isla en el Moskva,
fueron internados en una pequeña choza de madera.

Raeder comprendió el porqué de este tratamiento cuando en octubre de


1945 lo condujeron a Nuremberg.

12. Misterio y sensación: Rudolf Hess, el lugarteniente de Hitler,


emprende el vuelo a Escocia

En primera fila del banquillo de los acusados de Nuremberg se sentaría,


en 1945, un hombre que durante todo el proceso le plantearía continuamente
nuevos problemas al Tribunal y a todos los presentes: Rudolf Hess.

Su actuación ante el Tribunal hace que nos preguntemos si este acusado


estaba realmente en condiciones para responder a las preguntas que se le hacían
o si no era más adecuado que estuviera en un instituto mental.

Hess declaró que había perdido la memoria y que no lograba recordar


nada de lo sucedido.

Pero también indicó que solo había simulado aquella falta de memoria.

El psiquiatra americano, Douglas M. Kelley, se ocupó durante muchos


meses de Hess y pasó muchas veladas en su celda. El resultado de sus
observaciones las condensó en las siguientes palabras:

Hess había sido durante toda la época nacionalsocialista el «segundo», el


«lugarteniente». Este hecho debió ofender sensiblemente su ambición y egoísmo
y dado que no existía la menor posibilidad para él de salirse de ese papel de
segundo emprendió el sensacional vuelo a Inglaterra: como intermediario de la
paz entre las grandes potencias que estaban en guerra se convertiría de la noche
a la mañana, para todo el mundo, en el «número uno».

Kelley manifestó su opinión de que en Hess, desde un principio, debido a


este papel de «segundo de a bordo», se desarrolló un complejo que se manifestó
en una serie de dolencias físicas. Durante años consultó continuamente a nuevos
médicos, probó toda clase de tratamientos, pero renunció rápidamente a los
mismos cuando al cabo de una o dos semanas ya no se presentaba una cura
milagrosa.

Al final perdió toda su confianza en la medicina ortodoxa y empezó a


consultar a charlatanes, a los astrólogos, a todo aquel que pretendía curarle. Pero
lo cierto es que no experimentaba el menor alivio en sus dolores de estómago.

Kelley averiguó que a partir del año 1938 Hess había ido empeorando,
había ido perdiendo peso y se sentía cansado, falto de energías. Los testigos
declararon que era capaz de estarse sentado durante horas y horas en su mesa
escritorio con la mirada fija en el vacío.

El psiquiatra del tribunal creyó haber hallado la explicación a esta actitud:


Hess debió reconocer entonces que Hitler, a quien veneraba como si fuera un
dios, no era de ningún modo un ser por el que pudiera sentirse la menor
admiración.

Hess se encontraba sin duda en una crisis, pero la solución que buscó para
salirse de la misma fue tan extraña como su estado de ánimo por aquellos meses.
En su conversación con Kelley confesó que en el año 1940 le había predicho un
astrólogo que él había sido destinado para llevar la paz al mundo.

Hess decidió volar a Inglaterra por su propia cuenta y riesgo e iniciar allí
las negociaciones de paz. Llevó a cabo los preparativos en el mayor secreto.
Había de evitar a toda costa que Hitler pudiera sospechar algo. Hildegard Fath,
la secretaria de Hess, declaró en su informe:

—A partir del verano de 1940 y por encargo de Hess tuve que reunir todos
los datos posibles sobre las condiciones meteorológicas sobre las islas británicas
y el mar del Norte y transmitirlas directamente a Hess. Esta información me la
suministraba el capitán Busch. A veces también me la mandaba la señorita
Sperr, la secretaria de Hess en su oficina en Berlín.

Hess emprendió varios vuelos en secreto. El constructor de aviones Willy


Messerschmitt declaró, en 1947, ante la Prensa:
—Hess me rogó repetidas veces en otoño del año 1940, en Augsburg, que
le dejara probar los nuevos aviones de caza. En principio me negué a ello. Pero
cuando Hess insistió en su deseo y señaló que su opinión le concedía este
derecho, le di finalmente al «lugarteniente del Führer» la autorización para volar
en un «Me-10».

Hess, que era considerado por Messerschmitt como un excelente piloto,


emprendió unos veinte vuelos desde el campo de aviación de Augsburg.
Después de cada vuelo había llamado la atención de Messerschmitt y sus
ingenieros sobre supuestos defectos que había descubierto en el avión,
inspirado en el secreto deseo de que estos construyeran un avión con el que
pudiera emprender su vuelo a Inglaterra.

Messerschmitt añadió:

—Después de uno de estos vuelos me dijo Hess: «Este avión de caza es


maravilloso, pero solo apto para vuelos cortos. Apostaría que perdería toda su
efectividad si lo cargara usted con tanques de combustible extras en las alas».

Poco después insistía Hess en lo mismo al hacer referencia a los


instrumentos de a bordo.

Para demostrarle a Hess que la instalación de un aparato de radio y


telegrafía en el aparato no redundaría en perjuicio alguno para el avión,
Messerschmitt mandó instalar estos instrumentos. Pretextando siempre única y
exclusivamente un interés científico logró Hess, finalmente, que Messerschmitt
le construyera un aparato tal como él deseaba.

Finalmente, el 10 de mayo de 1941, Hess partió de Augsburg para no


volver a regresar. Antes se había hecho garantizar por un astrólogo de Munich
que el día que había elegido era también el más favorable para sus fines.

Aquella misma noche, a las veintidós horas ocho minutos, avistaron en la


costa de Northumberland un avión enemigo, un tipo de avión que los
observadores ingleses no habían visto nunca por aquellas regiones.

La noticia llenó de incredulidad a las autoridades: Un aparato «Me-110»


en la costa de Northumberland... imposible... esta clase de aviones no podían
cargar el suficiente combustible para un vuelo de tan larga distancia.

Inmediatamente, adoptaron las disposiciones necesarias y dieron la voz


de alarma a una escuadrilla de cazas para perseguir al misterioso avión.

A las veintitrés horas siete minutos se recibía la noticia de que el avión


había caído en las cercanías de Eaglesham y se había incendiado. El piloto había
saltado en paracaídas, había aterrizado sobre un campo de cultivo y había sido
apresado por miembros de la Home Guard...

El campesino David Mac Lean fue el primer inglés que habló con Hess en
territorio británico. Oyó sobrevolar repetidas veces el avión sobre su casa, a
continuación una sorda explosión y salió corriendo de la casa para averiguar lo
que había sucedido.

En el cielo oscuro vio el paracaídas. Y Hess tomó tierra firme a poca


distancia de la casa. Mac Lean le ayudó a librarse del paracaídas. Hess se había
herido en un tobillo, pero podía andar por sus propias fuerzas.

—Busco la casa del duque de Hamilton —dijo Hess en un perfecto inglés


al campesino—. Tengo que comunicar una importante noticia a la Royal Air
Force. Estoy solo y voy desarmado.

Mac Lean se hizo acompañar por el desconocido hasta su casa, donde le


ofreció una taza de té.

—No, gracias —rechazó Hess la invitación—, a estas horas no suelo tomar


té.

Indicó que se llamaba Alfred Horn.

Mientras se sentaba en una silla y se hacía masaje en el tobillo llegó un


viejo automóvil a la casa. Pertenecía a Robert Williamson, un policía auxiliar
que desde Eaglesham había visto caer el avión. En el mismo coche iba un
hombre llamado Clark, que era un vecino de Williamson.

Clark era miembro de la Home Guard.

Los dos hombres entraron poco después en la casa de Mac Lean.


Williamson se cubría la cabeza con un casco de acero y la inscripción Police.
Clark iba armado con una vieja pistola de la Primera Guerra Mundial.

Se acercaron a Hess y lo detuvieron.

—No teníamos la menos sospecha de quién era —recuerda Williamson—,


pero daba la impresión de ser alguien muy importante.

En el anticuado coche condujeron a Hess a Busby. Desde allí continuaron


a pie hasta un alejado cuartel en el que estaba instalada la Home Guard.
Williamson iba delante, Hess cojeando detrás y Clark formaba la retaguardia.
—Lo que más me asustaba era el revólver de Clark —señaló Williamson—
, y creo que a nuestro prisionero le ocurría lo mismo.

La Home Guard fue despertada de su sueño. Los hombres se presentaron


en camisones de dormir, en calzoncillos, en babuchas o descalzos después de
haber dado Williamson la señal de alarma.

—Todo ocurrió de un modo muy poco militar —declaró Clark, igual que
Williamson más tarde a los periodistas.

Encerraron a Hess en el cuerpo de guardia en espera de recibir órdenes.

—¡Soy oficial alemán! —protestó Hess.

Clark le apuntó con su revólver.

—¡Entre usted aquí dentro! —se limitó a decir.

Hess obedeció. En aquel momento comenzó su cautiverio.

Inmediatamente comunicaron la noticia a la superioridad de haber hecho


prisionero al capitán alemán Horn. Y también la declaración del prisionero de
que había aterrizado en Inglaterra «en cumplimiento de una misión especial» y
que deseaba hablar con el duque de Hamilton.

Accedieron al ruego del prisionero y a la mañana siguiente se presentaba


el duque de Hamilton para averiguar lo que pretendía aquel desconocido de él.

«El domingo, 11 de mayo, llegué en compañía de un oficial al cuartel de


Maryhill —declaró el duque en su informe oficial—. En primer lugar
examinamos los objetos de uso personal del detenido. Un aparato fotográfico
marca «Leica», fotografías de él y un niño, medicamentos, tarjetas de visita a
nombre del doctor Karl Haushofer y de su hijo, el doctor Albrecht Haushofer.

«Entré en el cuarto donde estaba el prisionero, con el oficial que me


acompañaba y el oficial de guardia. El prisionero solicitó inmediatamente poder
hablar a solas conmigo. Rogué a los dos oficiales nos dejaran a solas.

«El alemán empezó diciendo que me había conocido durante la


Olimpíada de Berlín en el año 1936 y que había almorzado repetidas veces en su
casa.

—«No sé si me recordará usted, pero yo soy Rudolf Hess.

«Añadió que venía en misión de humanidad: El Führer no deseaba la


destrucción de Inglaterra y quería poner punto final a la guerra. Su amigo
Albrecht Haushofer le había dicho que yo era un inglés que comprendería
inmediatamente su punto de vista. En tres ocasiones anteriores ya había
intentado llegar hasta Inglaterra. La primera vez fue en el mes de diciembre,
pero debido al mal tiempo tuvo que volver hacia atrás.

«El Führer —continuó diciendo Hess— estaba firmemente convencido de


que Alemania ganaría la guerra, y lo más probable es que muy pronto, en el
curso de los dos años siguientes. Pero él, Hess, estaba decidido a poner fin a
aquella guerra inútil.»

Pero Hess no tenía una idea concreta de lo que había de hacerse para
poner fin a las hostilidades. Propuso al duque reunir varios miembros de su
partido político para redactar unas posibles bases de paz. Como condiciones que
presentaría Hitler, dijo Hess, la primera era que Inglaterra había de cambiar su
política tradicional.

La conversación no redundó en nada positivo...

La noche del 11 de mayo se encontraba Winston Churchill descansando


en casa de unos amigos en Ditchley. Asistía a la proyección de una película.

«La película significó para mí una gran distracción de los problemas que
me atormentaban por aquellos días —escribe Churchill en sus memorias—.
Cuando terminó la proyección de la película me informó mi secretario que el
duque de Hamilton deseaba hablarme por teléfono.

«El duque, uno de mis amigos personales, mandaba una escuadrilla de


aviones de caza en Escocia, pero no podía imaginarme lo que podía impulsarle a
querer hablar tan urgentemente conmigo.

«Pero Hamilton había insistido diciendo que se trataba de un asunto muy


urgente e importante que era de la incumbencia del Gobierno.»

Así se enteró Churchill de aquella noticia tan sensacional.

«Hubiera experimentado la misma emoción si mi querido compañero en


el Gabinete, nuestro ministro de Asuntos Exteriores Eden, de pronto, se hubiera
lanzado en paracaídas desde un «Spitfire» en las cercanías de Berschtengaden.

¿Qué hacer?

Churchill personalmente dio las siguientes órdenes:

«1. El señor Hess no debe continuar a disposición del Ministerio de la


Guerra como prisionero de guerra, pero esto no excluye que se le pueda acusar
posteriormente de delitos políticos. Este hombre es principalmente un criminal
de guerra, como todos los demás jefes nazis y al igual que estos, cuando termine
la guerra, puede llegar a ser condenado. En este caso concreto un temprano
arrepentimiento puede ser ventaja para él.

»2. Mientras, ha de ser internado en una casa bien situada en los


alrededores de Londres. Han de procurar estudiar su mentalidad y obligarle a
hablar.

»3. Han de cuidar, especialmente, de su estado de salud y de que se


encuentre a sus anchas. Han de ser evitados todos los contactos con el mundo
exterior a no ser que sean expresamente autorizados por el Foreign Office. Han
de montar una guardia especial. Tampoco debe escuchar la radio ni leer
periódicos. Pero, en cualquier momento debe ser tratado como un jefe militar
que ha sido hecho prisionero de guerra.»

Después de que Churchill dio estas órdenes, Hess fue conducido primero
a la Torre de Londres, la célebre fortaleza, hasta que le destinaron a una
residencia más confortable y agradable en una casa de campo.

Todo esto había de causar un efecto deplorable en Hess. En lugar de ser


recibido como un mensajero de paz, era tratado por los ingleses como un
prisionero de guerra. En lugar de la realización de sus ambiciosos planes, había
de enfrentarse con la dura realidad...

¿Acaso podía concebirse que Rudolf Hess, el «lugarteniente de Hitler»,


emprendería aquel vuelo a Inglaterra si el hombre estaba bien de la cabeza? ¿Es
posible que estuviera tan deficientemente informado de la situación?

Pocos días después J. R. Rees mandó un informe médico a Churchill. Rees


escribió:

«Hess ha declarado que el último otoño quedó horrorizado por los


ataques aéreos que fueron lanzados contra Londres y que la idea de que morían
tantas madres y tantos niños le había sacado de quicio. Esta sensación había ido
en aumento cuando pensaba en su esposa y en su propio hijo y esto le había
impulsado a emprender el vuelo a Inglaterra para negociar la paz con el partido
inglés de los antibelicistas, de cuya existencia estaba firmemente convencido.

»Quedó profundamente impresionado cuando su paternal amigo y


maestro, el geopolítico Karl Haushofer, le expuso unas ideas parecidas y
mencionó al duque de Hamilton como un hombre de gran sentido común que
sin duda haría todo lo que estuviera en su poder para poner fin a las
hostilidades. Haushofer había visto en tres ocasiones, durante un sueño, a Hess
pilotando un avión.

»Estas palabras, que salían de labios de un hombre como Haushofer, le


hicieron creer a Hess que había sido llamado a cumplir una misión especial.
Había llegado a Inglaterra para hablar con el duque de Hamilton, confiando que
este le llevaría a presencia del rey Jorge. Y confiaba también que podrían
derrotar al Gobierno inglés y en su lugar nombrar un Gabinete dispuesto a hacer
la paz con Alemania.

»Insiste que no quiere saber nada de esa "camarilla actual"..., es decir, el


actual Gobierno, ya que este solo pretenderá entorpecer sus planes. Pero, al
parecer, no tiene la menor idea de quiénes son los ingleses que le pueden ayudar
en la realización de sus planes.»

La Prensa inglesa comentó la sensacional noticia. La radio transmitió la


noticia... y por esta causa tampoco en Alemania podía ocultarse por más tiempo
el misterio. El Ministerio de Propaganda del doctor Goebbels se vio obligado a
informar al pueblo alemán que el lugarteniente del Führer había desaparecido
en territorio enemigo.

El doctor Henry Picker, uno de los taquígrafos de Hitler, ha escrito sobre


cómo fue acogida la noticia:

«Hitler se enteró del vuelo de su lugarteniente Hess a Escocia cuando


estaba conversando con Goering y Ribbentrop junto al fuego de la chimenea y
Lorenz le llamó para transmitirle una importante noticia. Inmediatamente dictó
sus órdenes, después de consultar con Goering, Bormann y Ribbentrop,
diciendo que una larga dolencia había afectado finalmente el cerebro de Hess.»

La Agencia de Información alemana informó a la opinión pública en una


noticia que no fue comentada:

«La jefatura del Partido nos comunica lo siguiente: Hess, a quien por
causa de una enfermedad que padece hace ya años, le había sido prohibido
expresamente por el Führer pilotar un avión, ha logrado, haciendo caso omiso de
la orden recibida, apoderarse de un avión.

»El sábado, 19 de mayo, hacia las seis de la tarde emprendió Rudolf el


vuelo desde el campo de aviación de Augsburg. Hasta la fecha no ha regresado
de su vuelo. Una carta que dejó revela claramente que Hess ha sido víctima de
un ataque de locura.

»El Führer ha ordenado la detención inmediata de los ayudantes de Hess


que no le impidieron el vuelo, conociendo que el Führer había dado esta orden.

»El Partido nacionalsocialista ha de expresar su temor de que Rudolf Hess


haya podido sufrir un accidente en el curso de su vuelo».

Pero el Partido estaba mucho mejor informado de lo que comunicaba a la


Prensa alemana el 13 de mayo:

«Como resultado del examen de la documentación hallada en casa de


Hess, parece que tenía en la cabeza la desatinada idea de poder llegar a un
entendimiento entre Alemania e Inglaterra, si lograba ponerse en contacto con
sus amigos ingleses.

»En efecto, tal como se desprende de las noticias recibidas desde Londres,
Hess ha aterrizado en un lugar de Escocia saltando en paracaídas de su avión y
lastimándose un pie.

»Rudolf Hess que, como ya se sabe, sufre desde hace años de una grave
dolencia, había consultado durante estos últimos tiempos a astrólogos y
curanderos. Se averiguará si estas personas pueden haberle influenciado en
tomar su fatal decisión.

»También cabe en lo posible que Hess haya sido atraído a una trampa por
los ingleses.

»Todo confirma la primera impresión de que Hess ha sido víctima de una


ataque de locura. Conocía mucho mejor que cualquier otro los deseos de paz que
animaban desde siempre al Führer. A parecer vivía en la única esperanza de
conseguir con su propio sacrificio poner fin a la destrucción del Imperio inglés.

»Hess, cuya autoridad se limitaba únicamente a los negocios del Partido,


no tenía, tal como se desprende de la documentación hallada, una idea concreta
de cómo llevar a cabo sus planes para la paz.»

Willy Messerschmitt comentó la reacción de Hermann Goering ante el


vuelo de Hess:

—Recibí la noticia aquella misma noche, alrededor de las ocho, cuando


me encontraba en una posada en Innsbruck. Dos horas más tarde me llamaba
Goering y me ordenaba muy excitado que me presentara a él en Munich. A la
mañana siguiente me presenté en la estación de Munich en el tren especial de
Goering.

«Goering señaló con su bastón de mando a mi estómago y me gritó:


»—¡Usted es capaz de ceder uno de sus aviones al primero que se lo pida!

»Le pregunté qué insinuaba y añadió:

»—¡Usted conoce muy bien a Hess!

»—Hess no es un cualquiera —le repliqué.

»Goering, que mientras tanto se había ido serenando, dijo:

»—Hubiese usted debido averiguar lo que quería antes de permitirle


subir a uno de sus aviones.

»—Si usted se presenta en mi fábrica y solicita probar uno de mis aviones,


¿acaso he de llamar antes al Führer solicitando permiso?

»Estas palabras enfurecieron a Goering, que me gritó:

»—¡El caso es muy distinto, yo soy el ministro del Aire!

»—Y Hess el lugarteniente del Führer.

»—Pero, Messerschmitt, por amor de Dios, usted debió darse cuenta de


que el pobre hombre está loco.

»—¿Y cómo podía sospechar yo que un loco ocupara un cargo tan


importante en el Gobierno del Reich? ¡Ustedes hubiesen debido obligarle a
dimitir, señor mariscal del Reich!

»Goering se puso a reír:

»—Es usted incorregible, Messerschmitt. Retírese y continúe


construyendo sus aviones.»

A Messerschmitt no le sucedió nada, pero los ayudantes de Hess fueron


internados en un campo de concentración. Las cartas que Hess mandaba desde
Inglaterra eran controladas por la censura.

—Un año más tarde, Hitler enrojecía de ira cuando oía hablar de Hess —
recuerda su taquígrafo Piker—. Hitler no creía que Hess volviera a Alemania,
pues sabía que este solo podía confiar en ser internado en un sanatorio mental o
ser fusilado. Hess había de crearse una nueva existencia en el extranjero.

El jefe de la Cancillería del Partido, Martin Bormann, escribió en una


carta que fue hallada después de la guerra y dirigida al jefe de las SS, Heinrich
Himmler:

«Durante las primeras declaraciones de los ayudantes Pintsch y Leitgen y


también del general Haushofer, así como también por parte de la señora Hess, se
da la única explicación al vuelo: R. H. quería distinguirse, pues padecía
complejos de inferioridad.»

Esto corresponde plenamente con el punto de vista del psiquiatra inglés


Kelley.

Bormann comentaba en la carta, extensamente, la vida familiar de Hess y


después de difamar a la esposa, añadía:

«En opinión del Führer esta es la única explicación lógica. Tal como se ha
sabido ahora, R. H. ya hacía años que se hacía tratar por impotencia, incluso
durante aquellos años en que nació su supuesto hijo. Ante sí mismo, su esposa,
el partido y todo el pueblo alemán R. H. creía hacer una demostración de
hombría al emprender el vuelo.»

Otro párrafo de la carta de Bormann decía lo siguiente:

«Tal como se desprende de los documentos hallados, R. H. estaba


plenamente convencido de obtener éxito en su misión, sobre todo después que
Schulte-Strathaus y Nagengast le habían predicho que podía contar con mucha
suerte, de acuerdo con lo que decía su horóscopo. Hess creía en esas tonterías.»

El médico muniqués, doctor Ludwig Schmitt, que había tratado a Rudolf


Hess entre 1936 a 1939 de diversas dolencias, declaró a un corresponsal del New
York Times después de la guerra:

—Hess presentaba una tendencia a la esquizofrenia y era ligeramente


psicopático.

Después del fracaso de su vuelo a Inglaterra debieron acusarse aún más


estas tendencias. Cuando Hess se sentó, cuatro años más tarde, en el banquillo
de los acusados, en Nuremberg, los médicos nuevamente hubieron de ocuparse
de su caso.
EL CAMINO A NUREMBERG

1. En algún lugar de Europa... Preguntas, preguntas y más preguntas

En algún lugar de Europa... esto es lo que solían decir los aliados cuando
no querían revelar un lugar determinado.

En algún lugar de Europa: en nuestro caso concreto Bad Mondorf, en


Luxemburgo.

Bad Mondorf era la última etapa por la que pasaban los presos antes de
ser llevados a Nuremberg al banquillo de los acusados. En Bad Mondorf
comenzaban los interrogatorios y la interminable espera.

Allí se alojaban en el bonito Gran Hotel..., pero solo el nombre recordaba


un edificio en el cual había reinado el lujo y la comodidad. El médico alemán,
doctor Ludwig Pflücker, que también figuraba entre los presos, escribió en sus
Memorias:

«La situación de los internados en Mondorf era buena. Estaban alojados


dos en cada habitación, en espléndidas habitaciones que daba a los jardines.
Podían pasear libremente por estos y por el parque cuando hacía buen tiempo
paseaban en grupo o descansaban en cómodas hamacas en el jardín. La estancia
en aquel hotel con sus bonitos alrededores fue maravillosa.

«La comida era preparada por prisioneros de guerra alemanes en las


cocinas del hotel y los víveres los suministraba la intendencia americana. Los
camareros servían las comidas en una pequeña sala. Por las mañanas una sopa
dulce y con frecuencia pan blanco y café o té, al mediodía una sopa, legumbres y
carne y luego un postre, y por las noches también comida caliente. La comida
estaba bien condimentada, era abundante y variada. Un excelente cocinero,
Jakesch, que era vienés, hacía platos deliciosos.»

El coronel del campamento era el coronel americano Burton C. Andrus,


que luego fue el jefe de seguridad en el Palacio de Justicia de Nuremberg.

El coronel Andrus no era amigo de los prisioneros. No es de extrañar que


esto produjera como consecuencia lo que hoy llamamos una guerra fría.

Goering se burlaba siempre del casco de acero barnizado de color verde,


siempre muy reluciente, que lucía el comandante y le llamaba «capitán de
bomberos».
—Tenía unos ojos sin expresión, poco amables —comentó Von Papen.

Hjalmar Schacht lo calificó como «un hombre sumamente desagradable,


lleno de complejos ante sus superiores».

El doctor Pflücker escribe:

«Andrus era un oficial en activo del arma de caballería. Se tomaba su


cargo muy en serio y por este motivo se convirtió en una verdadera pesadilla
para los internados. Pero para hacer honor a la verdad, he de decir que en todo
momento procuró que no les faltara nada a ninguno de ellos. Hemos de tener
presente que el comandante era responsable de todos y cada uno de los
internados. Y es comprensible que en determinadas ocasiones tuviera que actuar
con mano dura. Para evitar los suicidios habían sustituido los cristales de las
ventanas por rejas, pero esto no representaba ningún inconveniente. Los
soldados nunca cometieron un abuso o desmán.»

—Pase a ser interrogado.

Esta era la única orden que interrumpía la monotonía de la vida cotidiana.


Los oficiales que cuidaban de los interrogatorios insistían siempre en las
mismas preguntas, pasaban de un tema al otro, hacían preguntas completamente
inofensivas y buscaban las contradicciones.

Había que tener nervios de acero para resistir aquellos interminables


interrogatorios.

Un taquígrafo anotaba todas las palabras que se pronunciaban. Solamente


después de leer alguno de esos interrogatorios que ocupan páginas y más
páginas, podemos hacernos realmente cargo del ambiente que reinaba en el
hotel entre los internados.

Werner Bross, el ayudante del defensor de Goering en Nuremberg, ha


legado unos fragmentos de dos de esos interrogatorios del mes de junio de 1945,
cinco meses antes que empezara el proceso. Los originales comprenden 555
preguntas del funcionario americano y otras tantas respuestas de Goering.
Reproducimos a continuación un fragmento de uno de estos sumarios.

En su lenguaje frío y objetivo son mucho más expresivos que cualquier


relato.

Pregunta: —¿Su nombre?

Respuesta: —Hermann Wilhelm Goering.


—¿Sus cargos y actividades?

—Oficial y comandante en jefe de la Luftwaffe, ministro del Aire,


presidente del Consejo de ministros de Prusia, presidente del Reichstag,
ministro de Montes, mariscal del Reich.

—Según parece, usted es uno de los nazis con más éxito..., pues ha
logrado figurar entre los supervivientes.

—No sé desde qué lado considera usted el caso... Son muchos los nazis
que han sobrevivido.

—Pero usted es el último gran nazi. ¿Cómo se las ha arreglado usted para
sobrevivir? ¿Por qué no ha muerto usted?

—Ha sido una casualidad. Me detuvieron y habían de fusilarme. Pero


sucedió lo contrario.

—¿Qué opinión le merece Schacht?

—Solo habla de él mismo.

—¿Y no le parece que usted también habla solo de su persona? ¿Nos


puede decir algo más sobre Schacht?

—Fue un hombre inteligente. Trabajó para el partido antes de que


llegáramos al poder.

—Debió ser más inteligente que usted, pues antes de estallar la guerra se
salió del Partido.

—Hay personas sin carácter.

—¿Podemos confiar en Schacht?

—Eso se lo dejo de cuenta de ustedes.

—¿Es un hombre sin carácter?

—No he dicho esto, pero todos saben que Schacht suele cambiar con
frecuencia sus puntos de vista.

—¿Es usted un hombre con principios?

—Siempre he hecho lo que he creído conveniente.


—¿Y qué es lo que ha creído usted siempre lo más oportuno?

—Trabajar para mi país. No quiero condenar a Schacht, pero ustedes me


han preguntado mi opinión personal.

—¿Firmó usted en 1938 un decreto por el cual se le imponía a los judíos


una multa de mil millones de marcos?

—Esto fue ordenado por Hitler.

—¿Se avergüenza de haberlo firmado?

—Simplemente, opino que la ley no era correcta.

—¿En ese caso se avergüenza de haber firmado el documento? ¿O quizá


un mariscal de campo alemán nunca se arrepiente?

—Según la Convención de Ginebra no estoy obligado a contestar a esta


pregunta.

—Usted ya no es prisionero de guerra. La guerra con Alemania ha


terminado. Alemania se ha rendido sin condiciones a las Naciones Unidas.
¿Quiere contestar a la pregunta?

—Lo lamento. Pierde usted el tiempo.

—¿Quién guardaba sus talonarios?

—Mi secretaria y yo.

—¿Quién pagó los gastos de Karinhall?

—El Ministerio del Aire y el Ministerio de Estado.

—¿Cómo le transferían el dinero cuando compraba un cuadro?

—Siempre en efectivo.

—¿Quién le entregaba el dinero en efectivo?

—Yo era el segundo y siempre disponía de mucho dinero. Yo mismo


firmaba las órdenes de pago.

—¿Y recibía usted todas las divisas extranjeras que pedía?


—Sí.

—¿Llevaba alguna especie de contabilidad?

—En mi caso no era necesario.

—¿Se considera usted un hombre pobre?

—No sé lo que me ha quedado. No llevo ningún control sobre nada.

—¿Ha escondido usted algo en una cueva?

—No, nada.

—¿Llevaba usted un diario?

—Solo de vez en cuando. Mi ayudante llevó uno durante estos últimos


años. Fueron quemados en Karinhall, donde lo guardábamos todo. No sé si lo
hicieron mis hombres o los rusos, pues di orden de que lo quemaran todo.
Hubimos de huir ante la llegada de los rusos. Allí hay muchas cosas enterradas.

—Diga usted dónde y lo iremos a buscar.

—Me dijeron dónde lo habían enterrado, pero es difícil llegar hasta allí. Y
tampoco los rusos les dejarán a ustedes buscar allí. Es del todo imposible
describirlo desde aquí, todo está muy desperdigado y sería difícil dibujar un
mapa.

—¿Quién, además de usted, sabe dónde están enterradas estas cosas?

—Los soldados que estaban allí y que cumplían mis órdenes. No sé lo que
habrá sido de ellos. Creo que sería imposible, aunque los rusos dieran su
consentimiento. Confío que más adelante tendremos ocasión de recuperar algo.
Si lo hiciéramos ahora, los rusos se quedarían con todo.

—¿Retiró usted dinero en abril de 1945 para ingresarlo en otro Banco?

—Di orden de transferir medio millón a un Banco del sur de Alemania. Si


lo hubiesen hecho me hubiesen informado, pero no he sabido nada.

—¿Ha hecho testamento?

—No, pero lo haré ahora, a pesar de que no es necesario porque por la Ley
todo le corresponde a mi hija.
—¿Deja usted algo a sus secretarias?

—He hecho la lista y mi esposa cuidará de todo.

—¿Dónde está la lista?

—La empaquetaron con la biblioteca. Estaba en el tren. Tenía instalado mi


cuartel general en dos trenes. Uno de los trenes estaba situado debajo de un
túnel. Pero cuando todo estalló, los aliados me abandonaron y me robaron
muchas cosas.

—¿Registró usted el tren?

—Me lo contó un oficial americano.

—¿Cuáles son sus ingresos anuales?

—Veinte mil marcos como mariscal del Reich, tres mil setecientos marcos
al mes como comandante en jefe de la Luftwaffe, descontados los impuestos.
Mil seiscientos como presidente de los dos Reichstag. Luego, por mis
actividades como escritor..., por mis libros me pagaron casi un millón de marcos.

—¿Y no gastaba usted mucho más?

—Los gastos los pagaban de otro lado. Berlín y Karinhall eran pagados
por el Estado.

—¿No pagó usted por los cuadros... mucho más de lo que ingresaba usted?

—Disponía de dinero...

—¿Tiene usted hermanos y hermanas?

—Sí. Un hermanastro en Wiesbaden, que tiene cuarenta y siete años. Se


llama profesor doctor Heinrich Goering, oftalmólogo en Wiesbaden. Mis
hermanos murieron hace años. Mi hermano mayor, Karl, murió durante la
última guerra. Mis hermanas Alga y Paula... no sé dónde se encuentran..., tal vez
con los rusos. Albert está en un campo, pero jamás fue miembro del Partido.

—Nadie le hará nada a sus parientes. Este no es nuestro sistema de


trabajar.

—Los americanos no les harán nada, pero los rusos sí.

—¿Cuánto tiempo cree que viviría usted si hubiese caído en manos de los
rusos?

—Muy poco tiempo.

Creemos que esto es más que suficiente. Pero no era así para los
internados en Mondorf. Las comisiones de investigación de los aliados no tenían
prisa. Cada día hacían nuevas preguntas y cada día repetían las preguntas que ya
habían hecho en anteriores ocasiones. A veces alguno de los interrogados decía.

—¡Eso mismo lo he dicho ya por lo menos diez veces!

Pero esto dejaba completamente indiferente al oficial. Continuaban


preguntando, durante semanas, durante meses.

Los sumarios se iban amontonando. A los sumarios de los interrogatorios


se añadían centenares de toneladas de otros documentos que eran reunidos por
comisiones especiales por toda Alemania. Los aliados registraban todas las
antiguas oficinas del Reich.

¡Secreto!

¡Asunto secreto!

¡Solo para oficiales!

¡Asunto secreto del Reich!

Estos documentos constituían la materia prima para el escrito de


acusación y las pruebas que serían presentadas en Nuremberg. La montaña de
documentos resultaba tan impresionante que el fiscal general americano Robert
H. Jackson exclamó ante el Tribunal:

—El Escrito de Acusación no contiene un solo punto que no pueda ser


probado por los libros y los documentos. Los alemanes siempre fueron muy
exactos y meticulosos en sus anotaciones y los acusados no son una excepción en
esta pasión realmente teutónica de la meticulosidad de llevarlo todo al papel.

Pero por el momento Jackson no era todavía el fiscal general. Todavía no


se había constituido el tribunal y los aliados discutían aún lo que habían de
hacer con los prisioneros.
2. Hasta el más lejano escondrijo del mundo...

Nadie conocía en Alemania todas las discusiones que ocupaban tan


vivamente a Moscú, Londres y Washington. Las opiniones diferían tanto que al
final los ingleses, americanos y franceses estuvieron a punto de llegar a las
manos. Casi todos estaban interesados en evitar un gran proceso internacional.
Los Estados Unidos constituían la única excepción en este caso. En Londres,
París y Moscú no estaban dispuestos a acusar a los políticos, militares e
industriales alemanes y negarles el derecho de defenderse libremente ante un
tribunal.

A continuación exponemos las diferentes etapas en que fue


desarrollándose el proceso casi en contra de la voluntad de los que lo llevaron a
la práctica:

1. Durante la segunda mitad del año 1940, poco después de terminar la


campaña alemana del Oeste, se unieron los Gobiernos en el exilio de Polonia,
Francia y Checoslovaquia con la Gran Bretaña en una «protesta conjunta contra
los crímenes nazis en Polonia y Checoslovaquia».

2. En octubre de 1941, Franklin D. Roosevelt condenó en una declaración


«la ejecución de rehenes inocentes» en las regiones ocupadas por Hitler.
Winston Churchill se unió a esta protesta del Presidente americano.

3. En noviembre de 1941 y el 6 de enero de 1942, el comisario del Exterior


soviético Wjatscheslaw M. Molotov entregó sendas notas a las potencias
occidentales en las cuales se hablaba por primera vez de «violaciones
sistemáticas y deliberadamente conscientes del derecho internacional por actos
de fuerza contra los prisioneros de guerra rusos, saqueo y destrucción, así como
actos de crueldad contra la población civil rusa».

4. El 13 de enero de 1942 se celebró en el Palacio de San Jorge, en Londres,


la III Conferencia Interaliada, de la que formaban parte Bélgica, Francia, Grecia,
Holanda, Yugoeslavia, Luxemburgo, Noruega, Polonia y Checoslovaquia.
Tomaron una decisión de amplio alcance. Basándose en la Convención de La
Haya, que prohibía «a las potencias beligerantes cometer actos de violencia
contra la población civil en los países ocupados, el desprecio a las leyes del país
y derrocamiento de las instituciones nacionales», anunciaron los nueve
Gobiernos: «Entre los objetivos bélicos principales de los aliados figura el
castigo de los responsables de estos crímenes, sin tener en cuenta si los acusados
dieron la orden, la ejecutaron ellos mismos o participaron de un modo u otro en
estos crímenes. Estamos decididos a procurar que, a) los culpables y
responsables, cualquiera que sea su nacionalidad, sean detenidos, juzgados y
condenados; b) que las condenas sean cumplidas.

5. El 7 de octubre de 1942 se fundó en Londres, con la participación de


diecisiete naciones, la Comisión Interaliada para Crímenes de Guerra, que se
impuso como misión el reunir pruebas y testimonios y formar las listas de los
criminales de guerra de las potencias del Eje. Esta Comisión adoptó
posteriormente el nombre de United Nations War Crimes Commission
(UNWCC). Roosevelt y Simon ya habían dado el 7 de octubre de 1942 el visto
bueno de sus respectivos Gobiernos para colaborar las siguientes naciones:
Australia, Bélgica, China, Francia, Grecia, Gran Bretaña, Holanda, India,
Yugoeslavia, Canadá, Luxemburgo, Nueva Zelanda, Noruega, Polonia, Unión
Sudafricana, Checoslovaquia y Estados Unidos. El castigo de los criminales de
guerra fue anunciado repetidas veces por las radios aliadas. El primer
comunicado del 18 de diciembre de 1942 hacía referencia «al exterminio de la
población judía que las autoridades hitlerianas están llevando a cabo en
Europa». La segunda, del 5 de enero de 1943, «a las expropiaciones de bienes
particulares en los países ocupados».

6. Los documentos que iba reuniendo la Comisión ofrecían, al cabo de


poco tiempo, una horrenda visión sobre el exterminio de la población judía en el
este de Europa. A la vista de este impresionante material, los aliados decidieron
hacer una nueva declaración: «El exterminio de los judíos será vengado».

Estas fueron las primeras etapas.

Nadie en Alemania estaba al corriente de estos hechos..., excepto los pocos


que rodeaban a Hitler y a Goebbels y que eran informados de las noticias del
extranjero. Pero allí guardaban celosamente el secreto. No querían que el pueblo
supiera los crímenes que sus dirigentes cargaban sobre sus conciencias. El
pueblo trabajaba y luchaba..., de buena fe y sin saber con exactitud lo que hacían
sus dirigentes.

En Alemania condenaban, en aquellos tiempos, con la pena de muerte a


todos los que descubrían escuchando las radios extranjeras. Nadie había de
saber que mientras tanto se había constituido el tribunal que habría de
juzgarles:

«Aquellos que todavía no se han manchado las manos de sangre procuren


no figurar entre las filas de los culpables, pues las tres potencias aliadas los
perseguirán hasta los más lejanos escondrijos del mundo y los entregarán a sus
jueces para que la Justicia siga su curso.»

Estas palabras figuran en la Declaración de Moscú del 1.º de noviembre


de 1943, cuyo documento fue redactado por el secretario de Estado americano
Cordell Hull, el ministro de Asuntos Exteriores inglés Eden y el ministro
soviético Molotov. Las firmas que figuraban en el documento eran las de:
Roosevelt, Churchill, Stalin[1].

Los dos puntos más importantes de la Declaración de Moscú dicen:

1. Los criminales de guerra que hayan cometido sus crímenes en un lugar


determinado serán entregados al país correspondiente y juzgados según las
leyes de dicho país.

2. Los criminales de guerra cuyos crímenes no pueden ser localizados


desde el punto de vista geográfico por afectar a varios países al mismo tiempo,
serán castigados por una decisión conjunta de los aliados.

Este segundo punto era el objeto de la discusión que se entabló entre los
aliados inmediatamente después de terminar las hostilidades. ¿Cómo había de
adoptarse esta «decisión conjunta»?

3. El brindis de José Stalin. — Winston Churchill objeta

Una «decisión conjunta sobre el castigo a aplicar» no quería decir, de


ningún modo, que hubiera de efectuarse un proceso.

El modo como se imaginaba Stalin el castigo, lo sabían las potencias


occidentales desde la Conferencia de Teherán.

Esta conferencia se celebró a fines de noviembre de 1943. Era la primera


vez que Roosevelt, Churchill y Stalin se sentaban en la misma mesa. En Europa
ya habían rodado los dados: El fin del Sexto Ejército ante Stalingrado había
dado un nuevo rumbo a la guerra. La derrota de Alemania se preveía en el
sangriento horizonte de la historia.

Elliot Roosevelt, uno de los hijos del Presidente americano, había


acompañado a su padre a Teherán y participó allí en todas las importantes
reuniones de los Tres Grandes. A él tenemos que agradecer el relato exacto de
los acontecimientos.

Las diferencias ya surgieron en el curso de una cena en la que


participaron todos. Stalin era el anfitrión. Las comidas fueron rociadas con vinos
blancos, champaña ruso y vodka. Para Churchill hicieron una excepción: por
propia voluntad, solo le sirvieron brandy.

Elliot nos ha relatado detalladamente lo que es un banquete ruso: Cada


una de las frases en la conversación era acompañada de un brindis.

—¡Deseo brindar por el hermoso tiempo que tenemos la suerte de


disfrutar!

Todos se levantaron de sus sillas y tomaron un trago de sus copas.

—¡Deseo brindar por el futuro suministro de material de guerra!

Todos se pusieron de pie y brindaron.

Y así una hora tras otra.

Stalin se levantó de nuevo cuando ya terminaba el banquete. También él


había pronunciado, como mínimo, dos docenas de brindis. Pero ahora introducía
una nota poco corriente en estos banquetes.

—Brindo —dijo con voz opaca— por que la Justicia actúe lo más
rápidamente posible contra los criminales de guerra alemanes. ¡Brindo por la
justicia de un pelotón de ejecuciones!

En la sala se hizo un silencio impresionante.

Pero Stalin continuó impertérrito:

—Brindo por nuestra decisión de eliminarlos tan pronto sean hechos


prisioneros todos y deseo que, por lo menos, sean cincuenta mil.

Todos los presentes estaban como petrificados.

Un sordo ruido interrumpió el silencio que se había hecho de nuevo.

Churchill se puso, rápidamente, en pie —«como un rayo»—, según las


propias palabras de Elliot Roosevelt... y esto significaba mucho en un hombre
tan indolente como el premier británico.

—¡Este proceder va contra el concepto inglés de la Justicia! —gritó


Churchill con la cabeza roja y la lengua pesada por el brandy.

Nadie había visto nunca a Churchill tan excitado. No podía sospechar que
sus palabras provocarían una verdadera tormenta.

—El pueblo británico —continuó con voz muy fuerte— nunca permitirá
este asesinato en masa.
«Observaba a Stalin —continuó Elliot Roosevelt su relato—. Parecía
divertirse lo indecible, aunque su rostro estaba muy grave. Pestañeó despectivo
cuando aceptó el reto del primer ministro inglés y fue rebatiendo uno a uno sus
argumentos en un tono muy complaciente, sin percatarse en absoluto del mal
humor que dominaba a Churchill.»

«Stalin tenía la opinión de que el Estado Mayor general alemán había de


ser liquidado —escribe el propio Churchill en sus Memorias—. Toda la
efectividad de los Ejércitos alemanes dependían única y exclusivamente de unos
cincuenta mil oficiales y expertos. Si al final de la guerra eran apresados y
fusilados, entonces se destruía para siempre el poder militar de Alemania.»

—El Parlamento británico y la opinión pública británica —replicó


Churchill al dictador—, no darán nunca su visto bueno a una ejecución en masa.
Aunque dieran su consentimiento bajo la influencia de lo que han padecido
durante la guerra, después de la primera matanza se volverían violentamente
contra los verdugos. No es conveniente que los soviets estén engañados sobre
este punto.

—¡Han de ser fusilados cincuenta mil! —insistió Stalin y volvió a levantar


la copa.

—Aprovecho esta ocasión —dijo Churchill con voz helada— para declarar
que en mi opinión, tanto si son nazis como no, nadie que sea sometido a un
proceso sumarial debe ser llevado ante un pelotón de ejecución, sin antes haber
sido estudiados todos los factores en pro y en contra y haber tenido ocasión de
estudiar detenidamente todas las pruebas.

Y con voz temblorosa añadió:

—Antes preferiría que aquí mismo me sacaran al jardín y me fusilaran


que permitir que mi honor y el de mi pueblo fueran manchados por tamaña
infamia.

Franklin Delano Roosevelt, el tercero en la conferencia de los Tres


Grandes, siguió con expresión atenta el curso de la discusión. Cuando Stalin se
volvió hacia él para preguntarle por su parecer, contestó en tono jocoso:

—Es evidente que hemos de encontrar una solución de compromiso entre


su punto de vista, señor Stalin, y el del primer ministro. Digamos, por ejemplo,
que no sean cincuenta mil, sino una cifra menor, unos cuarenta y nueve mil
quinientos los criminales de guerra que han de ser fusilados sumariamente.

Los americanos y los rusos rieron. Los ingleses se mostraron más retraídos
para no despertar las iras de su jefe. El ministro de Asuntos Exteriores Eden le
hizo una señal con la mano a Churchill indicándole que se serenase y dándole a
entender que se había tratado única y exclusivamente de una broma.

Pero el primer ministro era incapaz de dominarse. Abandonó la mesa y se


dirigió a una habitación contigua débilmente iluminada. Y allí permaneció un
rato mirando con la cabeza inclinada a través de una ventana hacia el jardín.

«No hacía todavía un minuto que estaba allí —escribe en sus Memorias—,
cuando alguien desde detrás apoyó sus manos en mis hombros. Era Stalin y a su
lado estaba Molotov. Los dos reían cordialmente y dijeron vivamente que solo se
había tratado de una broma.»

¿Se trataba, efectivamente, solamente de una broma?

Churchill continúa:

«Aunque entonces estaba tan poco convencido como hoy de que se trataba
de una broma, regresé a la sala.»

Lo cierto es que los frentes aparecían claramente delimitados. Desde


aquel brindis de Teherán hay dos opiniones: o fusilar llana y simplemente a los
criminales de guerra o llevarlos ante un tribunal. ¿Cuál será la «decisión
conjunta» de las potencias aliadas en tales circunstancias?

Los aliados sabían que se trataba de un delicado problema en su


organismo. Una vez más, un año después de haberse celebrado la conferencia de
Teherán, Stalin y Churchill volvieron a debatir el problema. Esta vez fue en
Crimea, durante la Conferencia de Yalta. El sexto día de hallarse reunidos, el 9
de febrero de 1945, figuraba un punto negro en el orden del día. Decía: Castigo
de los criminales de guerra.

Churchill recordó en primera instancia la Declaración de Moscú y la


«decisión conjunta» que habían de tomar ellos.

Un tema sumamente desagradable a discutir.

El rostro de Stalin se ensombreció. Pero Churchill le sonrió por encima de


la mesa y le mandó decir a través de su intérprete:

—Este huevo lo he puesto yo mismo.

Stalin exhaló el humo de su cigarrillo por la nariz e hizo un esfuerzo por


sonreír amablemente.
—Sepa usted —explicó Churchill— que he sido yo mismo quien ha
redactado esta disposición para nuestra Declaración de Moscú.

Y a continuación Churchill hizo una sorprendente concesión al punto de


vista expuesto por Stalin.

Con toda seguridad, recordando lo sucedido en Teherán, dijo en tono


indiferente:

—En un principio, soy partidario de hacer una lista de los principales


criminales de guerra, identificarles tan pronto sean hechos prisioneros y luego
mandarlos fusilar.

Stalin enarcó sus espesas cejas. Pero antes de que pudiera hacer un
comentario, ya continuaba Churchill:

—Pero mientras tanto, como usted sabe muy bien, soy del parecer que
hemos de hacer un proceso.

¡Un proceso! Esto era, pues, lo que se ocultaba en el huevo, en aquella


«decisión conjunta» sobre la que no lograban ponerse de acuerdo los aliados.

Los ojos entornados de Stalin no permitían adivinar cuáles eran sus


pensamientos. Sabía muy bien que allí estaban hablando de teorías mientras
que él, en las regiones que eran reconquistadas, llevaba a la práctica sus
proyectos. El 15 de diciembre de 1943 ya se había celebrado en Charkow el
primer «proceso contra los criminales de guerra», contra tres oficiales alemanes.
Después de haber sido juzgados, habían sido fusilados.

¿Para qué un proceso demasiado largo?

Si se hace un proceso con todas las de la Ley, ¿no podía llegar el caso de
que salieran a relucir ciertas cosas que pudieran resultar desagradables para
aquellos que acusaban?

¿Y quién había de ser acusado? ¿Los criminales en el sentido corriente y


vulgar, es decir, los asesinos... o también una nueva categoría, como por ejemplo,
los financieros, los jefes militares, los industriales, los funcionarios de
Gobierno?

¿Y de qué se les podría acusar? Los americanos hacían hincapié en el


nuevo concepto de «conspiración» y «guerra agresiva».

Pero todo esto aparecía aún muy confuso.


José Stalin se volvió, con una amplia sonrisa, a Churchill y le preguntó a
través del intérprete:

—Estará usted pensando, sin ninguna duda, en Rudolf Hess que se


encuentra en poder de ustedes..., ¿qué ha sido de él?

—El señor Hess es tratado en Inglaterra como un prisionero de guerra más


—evadió Churchill la respuesta.

—Sí, sí —comentó Stalin al parecer distraído—. Propongo que dejemos el


asunto en manos de nuestros ministros de Asuntos Exteriores para que lo
discutan. Si habláramos ahora de la ofensiva aliada en el Oeste...

Cerraron unas carpetas y abrieron otras.

El asunto quedaba aplazado.

Sin embargo, todavía había de proporcionarles muchos quebraderos de


cabeza a los aliados. Pocas semanas más tarde cambiarían los papeles. La idea de
Churchill de hacer un proceso se había convertido en una proposición
excesivamente impopular.

4. Napoleón y Robert H. Jackson

En la Gran Bretaña y Francia aumentaba el malestar. ¿Qué es lo que


llegaría a discutirse en el curso de aquel proceso? Por ejemplo, no podía
rebatirse el hecho de que durante muchos años había sido reconocido
oficialmente el régimen de Hitler y de que habían sostenido con él relaciones
oficiales... ¿y ahora pretendían llevarlos ante un tribunal y demostrar ante todo
el mundo que habían pactado con una banda de criminales?

El Foreign Office de Londres fue el primero en rebelarse contra la idea del


proceso. Los franceses dieron a entender que no tenían el menor interés en esta
forma de proceder. Los soviets se aferraban como antes a su plan original: el
fusilamiento inmediato de todos los criminales de guerra.

En el Foreign Office de Eden surge de pronto, como solución a aquella


encrucijada internacional, una brillante idea: El «Plan Napoleón».

Dice así: Los principales criminales de guerra no deben ser fusilados, y


tampoco ser llevados ante un tribunal, sino —como lo hizo en sus días el
emperador Napoléon— ¡ser deportados a una isla!
El «Plan Napoleón» fue estudiado durante semanas en los Ministerios de
Londres y París. Fue discutido vivamente y al final llegaron a la conclusión de
que se trataba de un plan muy aceptable. Pero en aquel momento intervino
Washington y dio a entender a sus aliados que en América insistían en que se
llevara a cabo un proceso: «¡Queremos un proceso!»

«¡Nosotros no queremos ningún proceso!», replicaron en Londres y París.

Pero Stalin ya presentaba una nueva proposición en medio de este terrible


desconcierto. El 19 de mayo de 1945 mandó decirles, a través del comentarista
Jermaschew, de Radio Moscú, a las potencias aliadas:

«¡Que los pongan de una vez de cara a la pared y los fusilen!»

No parecía haber solución posible. Hasta que un hombre reunió en sus


manos todos los hilos y estudió la situación con calma, sonriente, de un modo
muy paciente. Llegó a Europa en misión especial del presidente Truman,
recorrió Alemania de un extremo a otro, celebró misteriosas conversaciones en
Londres y París... y se convirtió en el personaje más importante de la situación.

Su nombre pronto sería del dominio público: Robert Houghwout Jackson,


juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que luego fue fiscal general
en Nuremberg.

¿Cómo solventó la situación?

En Washington el juez Samuel Rosenman había estudiado, por encargo


de la Casa Blanca, los requisitos indispensables para un proceso. Le apoyaban en
sus trabajos Henry S. Stimpson, secretario de Estado, Murray Bernay, fiscal
general del Ejército, Francis Biddle, ministro de Justicia y su ayudante Herbert
Wechsler.

Un punto preocupaba a todos: ¿Qué impresión causaría cuando los


acusados y sus acusadores se sentaran en la misma sala? Estudiaron dos posibles
soluciones:

1. Componer el Tribunal por miembros de los países neutrales. Tellford


Taylor, uno de los futuros fiscales americanos en Nuremberg, dijo a este
respecto: «Estas proposiciones fueron consideradas por todos, y con razón, ya
que no estaban de acuerdo con la realidad. Fueron rechazadas, en primer lugar,
porque el número de los países neutrales era tan reducido que el plan no podía
llevarse a la práctica».

2. Encargar del juicio de los criminales de guerra a un tribunal alemán.


Pero, recordaron el fallido intento que fue hecho después de la Primera Guerra
Mundial por el Tribunal del Reich en Leipzig.

Con relación a estos dos puntos declaró Jackson, en Nuremberg:

—Desgraciadamente, la índole de los crímenes que se ponen aquí a


discusión, exige que las potencias vencedoras juzguen y condenen a sus
enemigos. Los ataques realizados por estos hombres, que afectaron a todo el
mundo, han dejado muy pocos países neutrales. O los vencedores han de juzgar
a los vencidos o estos son los llamados a hacer justicia. Desgraciadamente
sabemos, por lo sucedido después de la Primera Guerra Mundial, que esta
última solución no es aceptable.

Después de la Primera Guerra Mundial las potencias vencedoras habían


exigido en el Tratado de Versalles «la entrega de los criminales de guerra
alemanes» para que pudieran ser llevados al extranjero ante un tribunal militar
internacional. La lista comprendía muchos miles de nombres, empezando por el
emperador Guillermo II, y en la letra G, si queremos anotar el hecho como una
ironía de la Historia, se leía el nombre del aviador de guerra Hermann Goering.

Holanda se negó, en 1920, a la extradición del emperador. El Gobierno


alemán declaró que sería derrocado y provocaría una revolución si realmente
había de proceder a la detención de las personalidades alemanas que figuraban
en la lista. Como solución propusieron llevar algunos de los casos expuestos por
los aliados ante el Tribunal del Reich. En efecto, en Leipzig fueron discutidos de
mayo a julio de 1921 doce procesos de criminales de guerra. Los países
extranjeros mostraron su más profunda indignación cuando seis casos fueron
absueltos y los restantes condenados a penas mínimas.

Pronto se olvidaron de aquellos procesos.

En el año 1945 los aliados no tenían la menor intención de que se volviera


a repetir la comedia.

Durante la sesión de fundación de la Naciones Unidas en San Francisco


sometieron los Estados Unidos a sus aliados, por primera vez, un informe muy
concreto de cómo ellos se imaginaban un proceso internacional.

Robert H. Jackson logró, dos meses más tarde, reunir a los representantes
de EE. UU., Gran Bretaña y la Unión Soviética alrededor de una misma mesa: El
26 de junio de 1945 se reunieron los delegados de las cuatro potencias
vencedoras en Londres para tomar una decisión.

Por los Estados Unidos: El juez Robert H. Jackson, delegado del


presidente Truman y diez ayudantes.

Por la Gran Bretaña: El fiscal general sir David Maxwell Fyfe, canciller
del Sello Privado Jowitt y once ayudantes.

Por Francia: El consejero del Tribunal de Apelación Robert Falco, el


profesor de Derecho Internacional André Gros y dos ayudantes.

Por la Unión Soviética: El general Iola T. Nikitschenko, vicepresidente del


Tribunal Supremo en Moscú y dos ayudantes.

Las reuniones se celebraron a puerta cerrada. Parte de las discusiones


fueron tomadas taquigráficamente por la secretaria de Jackson, pero casi todos
los debates fueron celebrados en un tono oficioso, sin que se tomaran actas de lo
hablado.

Las opiniones diferían tan profundamente, chocaban tan violentamente,


que en varias ocasiones pareció como si no pudiera llegarse a ningún resultado
positivo. Telford Taylor confesó que «las discusiones se alargaron
peligrosamente debido a la diferencia de opiniones». Y tampoco la Conferencia
de Potsdam, que exigía un rápido castigo de los criminales de guerra, presentaba
una solución al caso.

Cuatro años más tarde publicó Jackson el relato secreto de las reuniones
de Londres. Presenta «las diferencias de opiniones» de las cuales nadie por
aquel entonces estaba enterado:

1. ¿Qué actitud ha de adoptar el Tribunal cuando el defensor alemán


insista en que también otros países han realizado guerras agresivas y cometido
crímenes de guerra?

2. ¿Pueden ser juzgados y condenados unos hombres que no han


cometido ningún acto criminal?

3. ¿Acaso los políticos de los países que se sientan hoy como jueces no
podrán algún día, según este mismo derecho, ser llamados a rendir cuentas?

4. ¿Qué actitud se debe adoptar respecto a los ataques aéreos contra


poblaciones civiles indefensas?

Pero Jackson tuvo la suficiente habilidad de encauzar la discusión hacia el


terreno que más le convenía a él y dejar de lado todos los temores de sus
compañeros de reunión.

Londres estaba inundada de emigrantes de Estonia, Lituania y Polonia. En


estos círculos se oían voces, cada vez más fuertes, que le negaban a la Unión
Soviética el derecho de juzgar a los demás. ¿Acaso los soviets no habían
invadido Polonia en 1939 de completo acuerdo con Hitler? ¿Acaso los soviets no
habían lanzado una guerra de agresión contra Finlandia y sus vecinos bálticos?
¿No habían los soviets cometido crímenes de guerra?

Y el delegado británico sir David Maxwell Fyfe comentó por su lado:

«Tenemos informes que dicen que los alemanes consideraron la


ocupación de Noruega como un acto de defensa. Temo que nos vamos a
enfrentar con grandes dificultades. Este es uno de los puntos que más me
inquieta.»

Pero el general Nikitschenko intervino en la discusión. También a él le


molestaba la discusión de este caso concreto:

—¿Será planteada esta cuestión ante el Tribunal? Si los alemanes atacaron


Noruega, el Tribunal no puede considerarlo como un ataque agresivo.

Sir David: —No creo que la defensa lo acepte sin discusión. Si Ribbentrop
es acusado de haber dirigido una política de agresión contra otras naciones, y
también contra Noruega, será muy difícil contradecirle cuando afirme que no
fue una política de agresión. ¿No podríamos mantener alejados todos estos
problemas del Tribunal?

Nikitschenko: —Lo más probable es que la cuestión sea planteada. Pero


hay muchos otros hechos en la guerra que podrían conceptuarse como actos
defensivos.

Por fin se pusieron de acuerdo. En el Tribunal solo serían discutidos los


hechos que habían sido realizados por los acusados. En los estatutos que serían
aprobados más tarde se le ordenaba al Tribunal que no discutiera otros casos.

«Gracias a Dios —exclamó Jackson en sus Memorias sobre la conferencia


de Londres—, las conversaciones entre Hitler y sus oficiales de Estado Mayor no
dejaban lugar a dudas de que habían forjado planes para una guerra de agresión
de modo que la falta de precisión sobre lo que es en realidad una guerra de
agresión no llegaría a plantearse en Nuremberg.»

Los delegados en Londres empezaron a profundizar en la situación legal y


jurídica. ¿Cómo superar las dificultades que presentaba la interpretación del
derecho internacional? Sir David se expresó con extrema claridad a este respecto:

—Lo que hemos de evitar en este proceso es la discusión sobre si los actos
realizados son una violación de derecho internacional. Declaremos
sencillamente lo que es el derecho internacional, de modo que no habrá
discusión posible sobre si es derecho internacional o no.

Se pusieron de acuerdo.

Ante el Tribunal solo se hablaría de aquellas violaciones del derecho


internacional que fueran señaladas expresamente en los estatutos del Tribunal.

Pero ¿cómo habían de hacer responsables personalmente a los acusados


de tales violaciones? Sir David se volvió al jurista francés:

—¿Opina usted que los hombres que de hecho y personalmente son


responsables por haber empezado una guerra han cometido un crimen?

Profesor Gros: —Moral y políticamente sería de desear, pero esto no está


en consonancia con el derecho internacional.

Jackson: —Confieso que como apoyo a nuestra acusación el derecho


internacional es poco claro y un fundamente demasiado débil. Hemos de decir
sencillamente que son personalmente responsables.

¿Y cómo juzgar a unas personas que, como en el caso de Hjalmar Schacht,


no han olvidado las cláusulas del derecho internacional y tampoco han cometido
un crimen? Jackson esgrimió en este caso el concepto americano de la
conspiración:

«La dificultad estriba —dijo—, en decidir si Schacht es un gran criminal


de guerra o no lo es. Solo el sentido común o nuestra teoría de la conspiración
puede servirnos para atacar este tipo de crímenes.»

También se pusieron de acuerdo.

Al Tribunal se le ordenó en sus estatutos que hiciera valer la


responsabilidad personal. La base de la acusación sería en su primer punto la
tesis de la conspiración.

Pero el general Nikitschenko no estaba muy de acuerdo. ¿Y qué resultaría


de todo ello para el futuro?

«A mi entender —explicó—, hemos de limitarnos a crear los fundamentos


para un proceso contra aquellos criminales que han cometido de hecho crímenes
contra el derecho internacional... y no por unos crímenes que pudieran ser
cometidos en el futuro...»
Pero no concretó lo que él entendía por un crimen.

Jackson se mostró inflexible en este punto. Estaba dispuesto a que la


reunión terminara sin haber conseguido nada si los rusos insistían
obstinadamente a este respecto.

«Los crímenes son crímenes, sea quien sea el que los haya cometido»,
declaró.

Una vez más se pusieron de acuerdo, sobre este punto tan crítico como
sobre todos los detalles suplementarios. Hasta el último momento discutieron
dónde habría de reunirse el Tribunal.

Los soviets propusieron Londres o Berlín. A los ingleses les gustaba más
Munich. Finalmente, Jackson se entrevistó con el general Lucius D. Clay en
Frankfurt. Clay era el lugarteniente del gobernador militar de la zona americana.
Deseaba preguntarle sobre la localidad más apropiada.

Llegó a Frankfurt el sábado 7 de julio de 1945. Clay propuso Nuremberg,


pues el Palacio de Justicia de esta ciudad apenas había sufrido daños.

Esta fue la primera vez que nombraron la ciudad cuyo nombre quedaría
para siempre ligado al proceso. Nuremberg, la ciudad de los Días del Partido, la
ciudad de los grandes triunfos de Hitler y de sus partidarios. ¡Nuremberg, la
ciudad de la Justicia! Jackson emprendió el vuelo de regreso a Londres. Después
de otras largas discusiones los rusos dieron finalmente su consentimiento, con la
condición de que la sede permanente del Tribunal fuera Berlín y solo el primer
proceso había de celebrarse en Nuremberg. En aquellos días contaban que
habrían de celebrarse muchos más procesos contra los criminales de guerra.

Los soviets calculaban incluso con unos 200.000 procesados. Jackson tuvo
que hacer esfuerzos casi sobrehumanos para hacerles desistir de esta cifra.
Propuso como solución acusar al mismo tiempo a diversos grupos de personas,
como, por ejemplo, las SA y SS, y ahorrarse de esta forma tener que proceder
contra cada uno de sus miembros.

Se pusieron de acuerdo.

Pero había un punto que no querían incluir entre las discusiones oficiales:
los ataques aéreos. Todos los interesados se negaban a tratar este asunto tan
delicado.

Después de la Primera Guerra Mundial, ya habían planeado los ingleses


llevar a los aviadores alemanes ante un tribunal internacional, a causa de los
zeppelines que habían volado sobre Londres y habían arrojado sus bombas
sobre la capital.

Pero en el año 1918 había renunciado a sus planes originales y tampoco el


protocolo sobre las reuniones del año 1945 menciona este punto. Pero Jackson
reveló, muchos años más tarde, que también este punto fue puesto a discusión.
Los delegados rápidamente acordaron ignorar este punto, ya que era
extremadamente difícil establecer la diferencia entre lo que era un bombardeo
sin objetivo señalado y una necesidad militar.

«Este tema —aconsejó Jackson más tarde— hubiese sido una invitación a
contraacusaciones que hubiesen representado un lastre peligroso durante el
proceso.»

Estuvieron de acuerdo.

El 8 de agosto de 1945 firmaban las cuatro potencias en Londres el


Acuerdo sobre el Tribunal Militar Internacional y los Estatutos por los que
habría de regirse el Tribunal. Establecía los derechos y las obligaciones de todos
los que habían de tomar parte en el mismo, reglamentaba la forma de proceder y
fijaba los hechos y principios a los que habían de sujetarse los jueces.

El artículo 24 de los Estatutos decía lo siguiente:

«El procedimiento deber ser el siguiente:

a) Será leída la acusación.

b) El Tribunal preguntará a cada uno de los acusados si se considera


culpable o inocente.

c) El fiscal expondrá su interpretación de la acusación.

d) El Tribunal preguntará a la acusación y a la defensa sobre pruebas que


desean presentar al Tribunal y decidirá sobre la conveniencia de la presentación
de las mismas.

e) Serán oídos los testigos de la acusación. A continuación los testigos de


la defensa.

f) El Tribunal podrá dirigir en todo momento preguntas a los testigos o


acusados.

g) La acusación y la defensa interrogarán a todos los testigos y acusados


que presenten una prueba y están autorizados a efectuar un contrainterrogatorio.

h) La defensa tomará a continuación la palabra.

i) A continuación lo hará la acusación.

j) El acusado dirá la última palabra.

k) El Tribunal anunciará la sentencia.»

Mientras la Conferencia de Londres discutía y tomaba decisiones, los


futuros acusados continuaban internados en Bad Mondorf, sin sospechar en lo
más mínimo lo que les aguardaba. Mientras los miembros del Tribunal se
reunían el 18 de octubre de 1945 en Berlín para firma el Acta de Constitución, en
la sala del antiguo Tribunal Popular donde Freisler había condenado a muerte a
los que habían participado en la conspiración del 29 de julio, estudiaban los
prisioneros el escrito de Acusación que les había sido entregado aquel mismo
día.

Comprendía 25.000 palabras y estaba dividido en cuatro puntos


principales:

1. Conspiración. Los acusados han forjado un plan común para la


conquista de un poder ilimitado y estaban unidos en la ejecución de todos los
crímenes resultantes.

2. Crímenes contra la paz. Los acusados han violado en 65 casos, 36


tratados internacionales, empezando guerras de agresión y desatado una guerra
mundial.

3. Crímenes de guerra. Los acusados han provocado un inmenso


derramamiento de sangre, cometiendo asesinatos en masa, torturas, trabajos de
esclavos y se han dedicado a la explotación económica.

4. Crímenes contra la humanidad. Los acusados persiguieron a enemigos


políticos, las minorías raciales y religiosas y se han hecho culpables del
exterminio de poblaciones enteras.

Las páginas de este impresionante documento están cuajadas de detalles


tan increíbles y tan horrorosos, que ensombrecen la fantasía más enfermiza.
5. En las celdas de Nuremberg

¿Cómo acogieron los presos este terrible documento? El 12 de agosto


fueron trasladados, en dos aviones, de Mondorf a Nuremberg y en esta ciudad se
les ofreció la oportunidad de elegir libremente a sus defensores, pero los
abogados no podían quitarles de encima el terrible peso espiritual que
representaban aquellas acusaciones. Ellos mismos habían de encontrar la salida
a aquellos tormentos espirituales.

El psicólogo judicial americano, Gustave M. Gilbert, observó a los


reclusos en sus celdas, habló con ellos y anotó meticulosamente todas sus
reacciones.

Gilbert hablaba muy bien el alemán. Lo primero que hizo fue formar un
«test» de inteligencia. Les hacía preguntas, examinaba su poder de retención, les
hacía resolver una serie de problemas, les daba juegos psicológicos y les hacía
interpretar el sentido de unos grabados simbólicos. Con los resultados formaba
el llamado índice de inteligencia que en un hombre normal está entre los 90 y
110 puntos.

Entre los reclusos de Nuremberg y según los estudios de Gilbert figuraba


en primer lugar Schacht, con 143; Seyss-Inquart, con 141, y Goering 138. Al final
de la lista figuraban Sauckel, con 118; Kaltenbrunner, con 113, y Streicher, con
106.

Estas cifras, como señaló Gilbert, no representaban, sin embargo, valores


morales o de carácter. También los criminales pueden tener una inteligencia
superior a la del hombre normal.

Gilbert hizo otros ensayos. Les rogó a los reclusos que le dieran su
opinión sobre el Acta de Acusación escribiendo al margen del documento unas
pocas palabras a este respecto. Estas observaciones, en opinión del psicólogo,
revelaban el carácter.

Los tres acusados que más tarde fueron absueltos expusieron en sus
comentarios unos puntos de vista muy distintos.

Hans Fritzsche escribió al margen del documento: «Es la acusación más


terrible de todos los tiempos. Solo hay otra más terrible todavía: la acusación
que presentará el pueblo alemán contra el mal uso de sus ideales».

Franz von Papen: «La acusación me ha horrorizado, 1, por la falta de


responsabilidad por la cual, Alemania fue lanzada a esta guerra y catástrofe
mundial; 2, la acumulación de crímenes que han cometido algunos de mis
compatriotas. Estos últimos son psicológicamente inexplicables. Creo que el
paganismo y los años del régimen totalitario tienen la culpa principal. Por
ambos se convirtió Hitler en el curso de los años en un embustero patológico».

Hjalmar Schacht: «No entiendo en absoluto por qué me acusan a mí».

¿Qué escribieron Frank y Kaltenbrunner, que según el Acta de Acusación


eran los que cargaban con mayor parte de los crímenes reseñados?

Frank: «Espero el proceso como un juicio querido por Dios, llamado a


juzgar la terrible época de Adolfo Hitler y poner fin a la misma».

Kaltenbrunner: «No me considero culpable de crímenes de guerra, cumplí


con mi obligación como órgano de seguridad y me niego a ser juzgado en lugar
de Himmler».

¿Qué escribieron los militares como Doenitz y Keitel?

Doenitz: «Ninguno de los puntos de la acusación me afecta. Se trata de un


humor típicamente americano.»

Keitel: «Para un soldado órdenes son órdenes».

¿Y los hombres como Ribbentrop, Speer y Hess?

Ribbentrop: «La acusación no va dirigida contra los verdaderos


responsables».

Speer: «El proceso es necesario. Existe una responsabilidad común para


crímenes tan horrendos..., también en un sistema totalitario».

Hess: «No logro recordar».

Goering comentó: «El vencedor siempre será el juez y el vencido siempre


el acusado».

Su mano tembló cuando escribió estas palabras. No lograba concentrarse


e incluso en una frase tan sencilla tuvo que tachar una palabra, ya que se había
equivocado.

Goering estaba de un mal humor insoportable. Había adelgazado, sufría


una bronquitis con fiebre, sufría de dificultades cardíacas..., y las consecuencias
de su cura de desintoxicación.
«Cuando Goering llegó a Mondorf —le contó el coronel Andrus al
psicólogo Gilbert— era un hombre alegre y sonriente que llevaba dos maletas
llenas de medicamentos. Creí que era un representante de una casa de productos
farmacéuticos. Pero le hicimos desistir de tomar drogas y hemos hecho un
hombre de él».

Estas palabras fueron confirmadas por el médico alemán, doctor Ludwig


Pflücker, por quien Goering sentía un gran respeto:

«Descubrimos que Goering tomaba cada noche una dosis de Paracodin,


que se había traído en grandes cantidades. Discutí el caso a fondo con el propio
Goering, le invité a que me expusiera su historia clínica y averigüé que ya en
dos ocasiones se había sometido Goering a una cura de desintoxicación, pero
que había tenido que interrumpirlas por obligaciones de sus cargos.

»Comprendí que un hombre que gozaba del poder del mariscal del Reich
no podía reconocer la autoridad del médico y someterse a él cuando la cura de
desintoxicación entrara en su fase crítica y por este motivo rehuía esta situación
tan desagradable para él interrumpiendo la cura».

Resignado continúa el doctor Pflücker su relato:

«Fue para mí un amargo descubrimiento cuando comprobé que el


segundo hombre en el Reich era un morfinómano. Comprendí entonces muchas
cosas, y sus alardes de cómo haría frente a la aviación enemiga. Era un
morfinómano y por este motivo lo veía todo bajo una luz rosada y negaba para sí
mismo la realidad de las cosas.»

Pues bien, en la cárcel, «hicieron de él un hombre», tal como había


declarado Andrus. Día por día le fueron disminuyendo la dosis. Cuando
Goering se quejaba, entonces el doctor Pflücker apelaba a su vanidad:

—¡Una naturaleza tan fuerte como la suya ha de soportarlo mucho mejor


que una naturaleza débil!

Goering aguantó y obtuvo pleno éxito con la cura. Desapareció el estado


de duerme-vela en que le sumían siempre las drogas y de nuevo podía
concentrar ahora su voluntad y sus pensamientos, recuperando toda su energía.
Cuando Goering se presentó ante el Tribunal estaba curado y tenía pleno
conocimiento de todo.
6. Escaparán a la acción de la justicia: Robert Ley, Gustav Krupp y
Martin Bormann

Solo uno se desplomó bajo el peso de las acusaciones: el doctor Robert


Ley.

Ley, el antiguo jefe todopoderoso del Servicio de Trabajo alemán, en su


antisemitismo solo era superado por Streicher. Desarrolló unos planes
inconcebibles cuando estaba en la cárcel y redactó un fantástico informe dirigido
a los americanos que decía:

1. Alemania ha de convertirse en parte de los Estados Unidos.

2. América ha de implantar en su país un Gobierno nacionalista, libre de


antisemitismo y con ello asegurarse la jefatura del mundo.

3. El doctor Robert Ley había de encargarse de la ejecución de este plan y


formar un grupo de colaboradores con los cuales dirigir la acción desde la cárcel
de Nuremberg.

Cuando comprendió que recibían con sonrisas, llenas de compasión,


aquellos planes, escribió una carta dirigida a Henry Ford. Le habló de sus
experiencias en la construcción de las fábricas «Volkswagen» y solicitaba del
industrial americano un empleo «para cuando terminara el proceso».

Pero el Acta de Acusación le sacó de estas locuras. No entraba en su mente


que le hicieran responsable de la deportación de millones de trabajadores
extranjeros a Alemania y del trato inhumano de que habían sido objeto.

Ley perdió el control de sus nervios.

Durante todo el día se paseaba nervioso de un lado al otro de su celda.


Levaba babuchas y una camisa del ejército americano. Cuando le visitó Gilbert,
Ley tenía en sus ojos una expresión de demencia. El tormento anímico hizo que
volviera a tartamudear.

—¿Có... cómo he de de... defenderme contra estas acu... acusaciones de las


cuales yo... yo no sa... sabía nada? —preguntó desesperado al psicólogo—. Si es
ne... necesario que sean más... las víc... víctimas... entonces conformes.

Se apoyó en la pared de la celda con los brazos extendidos como si fuera


un crucificado.
—¡Ponednos de cara a la pared y fusiladnos! —gritó con voz ahogada—.
Está bien... está bien... us... ustedes han ganado. ¿Pero por... por qué me lle...
llevan ante un tri... tribunal como si fuera un c... c..., como un c... c...?

No lograba pronunciar la palabra.

—¿Como un criminal? —le ayudó el doctor Gilbert.

—Sí, sí, como un cri... cri... no puedo decirlo.

Tenía la respiración entrecortada. Empezó a pasear de nuevo por la celda,


cada vez más rápido. Pronunciaba palabras incoherentes y agitaba los brazos con
gestos dramáticos.

Gilbert le abandonó. No podía sospechar que aquella misma noche Ley


pondría punto final a todos sus tormentos.

Era la noche del 25 de octubre de 1945.

El centinela americano, que de vez en cuando echaba una mirada por la


mirilla, movía incrédulo la cabeza cada vez que veía a Ley como un demente casi
correr por el interior de su celda.

—¿Por qué no duerme usted? —le preguntó.

Ley se acercó a la mirilla y fijó su mirada en el guardián. Tenía los ojos


muy abiertos y las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Dormir..., ¿dormir? —tartamudeó—. No me dejan dormir... millones de


trabajadores extranjeros... Dios mío... millones de judíos... millions of Jews... all
killed... todos muertos... murder all, murdered... todos asesinados... cómo dormir...
dormir...

El guardián reanudó su ronda.

Cuando volvió a mirar dentro de la celda, vio que Ley se había retirado al
rincón donde estaba el retrete. Solo podía ver sus piernas. Los guardianes
estaban acostumbrados a esta vista.

Pero a la siguiente ronda Ley continuaba en su rincón. El guardián


consultó el reloj. Eran las veinte horas y diez minutos. Todo le resultaba
sospechoso ahora.

—¡Eh, doctor Ley! —gritó a través de la mirilla.


No recibió respuesta.

El soldado avisó al suboficial que estaba de guardia. Este se presentó


acompañado por dos soldados.

Abrieron la puerta de la celda y cuatro americanos entraron.

En el rincón se les ofreció un deprimente espectáculo. Ley se sentaba


encogido sobre sí mismo en el retrete. Su rostro tenía un color azul rojizo. Con el
cierre de la guerrera había fabricado un lazo que había atado al grifo del retrete.

Los soldados lo tendieron inmediatamente en su camastro y llamaron a


los médicos.

Ley se había llenado la boca con trozos de tela que había arrancado de sus
calzoncillos. Se había amordazado a sí mismo para no despertar la atención de
los centinelas, con sus estertores de muerte. También se había tapado la nariz y
los oídos con pedacitos de tela.

Pocos minutos más tarde entraba el médico alemán doctor Pflücker en la


celda y poco después el dentista, doctor Heinz Hoch.

Pflücker comprobó que el cuerpo de Ley todavía estaba caliente. Le


inyectó dos inyecciones al suicida, un centímetro cúbico de Cardiazol y un
centímetro cúbico de Lobulin, y con la ayuda del doctor Hoch empezó los
ejercicios de recuperación.

Todo fue en vano.

El coronel René Juhli, el médico americano, solo pudo certificar la muerte


de Ley cuando llegó a la celda. A pesar de ello ordenó el traslado del cadáver al
hospital de Nuremberg. Pero solamente para confirmar la defunción.

El suicidio de Ley fue mantenido bajo riguroso secreto por orden del
oficial de seguridad, Andrus. Temía que esto pudiera contagiar a los demás
reclusos. Pero a pesar de todo se enteraron..., lo que no les impulsó a imitar a su
compañero de cautiverio.

—Gracias a Dios —declaró Goering, sin impresionarse—. Me alegro, ese


lo único que hubiese conseguido es que todos nosotros hubiésemos hecho el
ridículo.

Y a Gilbert le dijo:

—Es mejor que haya muerto. Temía por su comportamiento delante del
Tribunal. Siempre fue un hombre muy confuso y distraído y pronunciaba unos
discursos llenos de fantasías y exageraciones. Creo que delante del tribunal
hubiese dado lugar a un lamentable espectáculo. En fin, no me sorprende, en
circunstancias normales hubiese muerto alcoholizado.

También los restantes acusados de Nuremberg aceptaron con una especie


de alivio la muerte de Ley..., con excepción de Julius Streicher, el único amigo
que tenía el jefe del Servicio de Trabajo entre los reclusos.

El sitio de Ley quedaría vacío en el banquillo de los acusados.

Robert Jackson, el fiscal general, solo dedicó dos frases al incidente en su


discurso de apertura:

—Robert Ley, el mariscal de campo en la batalla contra los obreros, ha


contestado con el suicidio a nuestra acusación. Al parecer no conocía otra
respuesta.

Pero el lugar de Ley no era el único que estaba sin ocupar en el banquillo
de los acusados. Otros dos hombres se mantendrían alejados del tribunal.
Gustav Krupp von Bohlen und Halbach y el misterioso Martin Bormann.

A través de Krupp el tribunal quería acusar, de un modo simbólico a la


industria del armamento alemana. El Acta de Acusación les reprochaba a los
industriales:

«...después de la conquista del poder por los nazis, a la que habían


contribuido, habían reforzado su control sobre Alemania estimulando la
propagación de la guerra. Han participado en todos los planes militares y
económicos y en los preparativos de los conjurados nazis para la guerra de
agresión. Han dirigido y autorizado crímenes contra la humanidad, sobre todo,
la explotación y abuso de hombres en el trabajo destinado a guerras de agresión
y han participado en estos crímenes.»

A Krupp le entregaron el Acta de Acusación en su lecho de enfermo en el


castillo de Blühnbach, cerca de Werfen, en Austria. No estaba en condiciones de
darse cuenta de lo que sucedía. Los sumarios oficiales dicen lo siguiente:

Un examen realizado por el médico Walter Pick del 232 Regimiento de


Infantería americano, dice: «El paciente sufre de una progresiva arteriosclerosis.
Ha de guardar cama, ser alimentado y cuidado por enfermeras. No tiene
conciencia de su estado, es incapaz de sostener una conversación o comprender
lo que se le dice».
El médico de cabecera de Krupp, el doctor Otto Gerke, dio el siguiente
certificado: «El paciente está apático. Existe una afasia motora, no puede andar,
ni estar de pie. No puede valerse por sí mismo en nada. El señor von Bohlen no
está en condiciones de percibir su medio ambiente».

El cirujano Paul F. Chesnut de la 42 División de artillería americana


confirmé el anterior diagnóstico: «El paciente es un blanco demacrado de 76 años
de edad, incapaz de hablar o de ayudar al médico en su examen y que parece no
darse cuenta de lo que hacen con él. Es de temer que un traslado de su actual
residencia podría resultarle fatal».

El representante legal de Krupp, el abogado Theodor Klefisch, presentó


un escrito al Tribunal: «El acusado no está informado, a causa de su estado de
salud, sobre la existencia de la acusación. Y aún menos en condiciones de
deliberar con su abogado defensor sobre una posible defensa».

Klefisch proponía renunciar al proceso contra Krupp. Pero Jackson


replicó con inusitada violencia:

—La influencia de Krupp ayudó en alto grado a desencadenar la guerra de


agresión en Europa. El mismo pronunció discursos públicos en los que dio su
visto bueno a la política de agresión de Hitler, instigándole en este sentido. Los
Krupp formaban parte de las fuerzas más influyentes que provocaron la guerra.

Y Jackson, a continuación, expuso unas cifras:

—Las Compañías Krupp obtuvieron ingentes beneficios con la


destrucción de la paz mundial y por su apoyo al programa nazi. Antes de que la
paz mundial fuera amenazada por la llegada de los nazis, saldaban las empresas
Krupp con considerables pérdidas. Pero cuando el rearme de los nazis
empezaron a ingresar enormes beneficios que, después de descontados los
impuestos, los regalos y el fondo perdido, son:

En el año 1935........ RM 57.216.392'00

En el año 1938........ RM 97.071.632'00

En el año 1941........ RM 111.555.216'00

«El valor de la Empresa Krupp subió del 1.º de octubre de 1933 de


75.962.000'00 marcos a 237.316.093'00 marcos el 1.º de octubre de 1943.»

Y, finalmente, Jackson replicó a la demanda de Theodor Klefisch:

«En el caso de que el Tribunal accediera a esta demanda, esto significaría


prácticamente que todo proceso contra Krupp von Bohlen sería imposible en el
futuro.»

El fiscal inglés se unió a las declaraciones de Jackson. Los soviets no


hicieron ninguna declaración. Solo el fiscal francés, Charles Dubost, expuso una
opinión diferente:

—El proceso contra Krupp, senior, es completamente imposible teniendo


presente las actuales circunstancias. No puede juzgarse a un hombre anciano y
moribundo que no puede comparecer ante un tribunal.

A pesar de esta actitud por parte de los franceses, los americanos e


ingleses hicieron un último intento. Una comisión internacional de médicos fue
encargada de examinar a Krupp y dar su veredicto definitivo. Esta comisión
estaba constituida por:

Brigadier R. E. Tunbridge, médico consultivo del Ejército británico del


Rhin; consejero legal, René Piedeliévre, catedrático de la Facultad de Medicina
de París; jefe de clínica, Nikolas Kurschakow, catedrático en el Instituto médico
de Moscú; profesor Eugen Sepp, neurólogo y miembro de la Academia de
Ciencias médicas de Moscú; profesor Eugen Krasnuschkin, psiquiatra del
Instituto médico de Moscú y Beltran Schaffner, neuropsiquiatra del Cuerpo de
Sanidad de los Estados Unidos.

El dictamen de este grupo de médicos revela un fantasmagórico incidente


a la sombra del proceso de Nuremberg.

El frío lenguaje del examen a que fue sometido el rey de los cañones
supera cualquier otro relato:

«La mañana del 6 de noviembre de 1945 examinamos los abajo firmantes,


al paciente que nos había sido señalado por las autoridades militares
competentes como Gustav Krupp von Bohlen, en presencia de su esposa y de
una enfermera. El paciente presentaba rigidez de máscara en su rostro y estaba
postrado en cama, con ligero temblor de la mandíbula inferior y de las manos.
Su piel estaba seca, la parte interior de las manos ligeramente pigmentadas.
Sobresalían las arterias de las sienes que estaban muy hinchadas. El tejido
conjuntivo presentaba señales de descomposición. Las primeras estaban
parcialmente contraídas, así como también los codos que presionaban
fuertemente contra el cuerpo. Paralizamiento general de los músculos.»

Cuando los médicos penetraron en la habitación, dirigió el paciente su


mirada a ellos y respondió a su saludo con un «buenos días» y les tendió la
mano cuando ellos se la alargaron. Dio la mano de un modo normal, pero no
pudo retirarla y continuó apretando la mano del médico. A la pregunta de cómo
se encontraba, respondió «bien», pero no volvió a pronunciar ninguna palabra
más. Se obstinó en su silencio y no mostró la menor reacción ni comprensión por
otras preguntas cuando le invitaron a abrir la boca y sacar la lengua. Solo cuando
le provocaban unas reacciones molestas demostraba su disgusto en su expresión
o en un ligero gruñido.

El estado mental del enfermo hacía que no tuviera exacta conciencia de lo


que hacían aquellos hombres que se habían reunido en su habitación y que no
reaccionara de un modo normal. Desde mediados del año 1944 el paciente había
tenido que depender grandemente de su esposa y ella parecía ser la única en
comprender todos sus deseos.

El 4 de diciembre se había quedado dormido en el coche cuando le


trasladaban al hospital en Fond. El chófer tuvo que hacer un violento
movimiento para no embestir otro coche y se vio obligado a apretar fuertemente
los frenos.

El señor Krupp von Bohlen fue despedido hacia adelante y pegó con la
frente y la raíz de la nariz contra la barra de hierro del asiento delantero. Desde
aquel incidente había empeorado rápidamente el estado general del paciente.
Sus empleados tenían que hacer grandes esfuerzos para entenderle. Hasta hacía
dos meses había podido permanecer sentado en una silla durante escaso tiempo.
Pero tenía que valerse de dos criados.

«En nuestra opinión, que ha sido meditada a fondo y compartida por


todos, el paciente Gustav Krupp von Bohlen no está en condiciones mentales
para comparecer ante un tribunal. Su estado físico es tal que su traslado podría
serle fatal.»

A pesar de este dictamen el fiscal no se dio por vencido. ¿Por qué no


juzgar en ausencia al señor Krupp von Bohlen und Halsbach? ¿O por qué no
llamar en lugar del padre al hijo del industrial, Alfred Krupp, y que este ocupara
el puesto del padre en el banquillo de los acusados?

Y en este sentido presentó una proposición. Pero ahora se demostraba por


primera vez que el Tribunal estaba dispuesto a actuar por sí solo. Durante una
reunión previa celebrada el 14 de noviembre les replicaron a los representantes
del ministerio público:

—¿Cree usted que ayuda a la justicia condenar a un hombre que por su


estado de salud no está en condiciones de defenderse? —le preguntó el juez
Lawrence al fiscal general americano Jackson.
Unas palabras muy duras. Jackson negó en silencio.

Lawrence (muy frío). «Gracias».

Se volvió a continuación al fiscal inglés, sir Hartley Shawcross:

—¿Me da usted la razón en el sentido de que en el espíritu de la justicia


que reina en la Gran Bretaña, así como en los Estados Unidos, un hombre en el
estado físico y mental como Gustav Krupp sería declarado incapacitado para ser
juzgado?

Sir Hartley: «En efecto, señor presidente».

Lawrence: «¿Pretenden ustedes que en vista del dictamen médico se


proceda contra Gustav Krupp en ausencia?».

Sir Hartley: «Comparto la opinión del señor presidente de que, según la


justicia inglesa, no está en condiciones de ser juzgado».

Jackson y Shawcross habían recibido una derrota moral.

A Charles Dubost, el fiscal francés, le incumbió la desagradable misión


de proponer en nombre de sus colegas que fuera juzgado el hijo del procesado.

Pero en este caso fue el juez francés Donnedieu de Vabres que le


preguntó a su compatriota:

—¿Cree usted sinceramente que se le puede proponer al Tribunal que


simplemente tache un nombre en la lista sustituyéndole por otro?

Dubost contestó de un modo confuso.

—Gracias —dijo finalmente Lawrence.

El caso Krupp quedó archivado. Se renunció a juzgar y condenar a aquel


hombre..., y desde aquel día supo el ministerio público que el Tribunal sería, en
efecto, un Tribunal.

El puesto de Krupp en el banquillo de los acusados quedaba vacío.

Bormann, el secretario particular de Hitler, había desaparecido desde el


momento en que los últimos sobrevivientes abandonaron el «bunker» de la
Cancillería del Reich en Berlín. Su suerte ha ocupado a los servicios secretos de
los aliados y de la opinión pública en general.
¿Qué le había pasado a aquel hombre que durante los últimos años del
Tercer Reich era, sin duda, el que mayor influencia había ejercido sobre Hitler,
hasta el extremo de no saberse al final si las órdenes las daba realmente Hitler o
Bormann?

El piloto personal de Hitler, el general Hans Bauer, dijo en 1955 cuando


regresó del cautiverio ruso:

—La última misión que me confió Hitler fue que sacara de Berlín al
Reichsleiter Martin Bormann en un avión «Cóndor» listo para el despegue en
Zechlin. Bormann murió cuando trataba de cruzar las líneas rusas en los límites
de la ciudad de Berlín.

El español Juan Pinar, que como miembro de la División Azul regresó


igualmente en el año 1955 del cautiverio ruso, declaró que a principios de 1945
había sacado el cadáver de Martin Bormann de un carro de combate. En opinión
de Pinar, Bormann había sido muerto por una granada que había dado de lleno
en el carro de combate.

Arthur Axmann, el antiguo jefe de las Juventudes del Reich, relató


igualmente la muerte de Bormann:

—Desde todas las casas y todas las ruinas disparaban los rusos. En el
puente de Weidendamm había una ingente muchedumbre que trataba de
cruzarlo. Vi a Martin Bormann que llevaba un uniforme gris. Un carro de
combate «Tiger» y una sección de cañones de pequeño calibre se acercaban al
lugar vomitando fuego. Mientras los hombres, mujeres y soldados trataban de
hallar refugio tras el carro de combate, este explotó. Desperté entre personas
gravemente heridas y otras muchas muertas y salté a un cráter abierto por una
granada donde también estaba Martin Bormann, que no había recibido un solo
rasguño.

Axmann trató de continuar con su ayudante en dirección a Moabit,


mientras que Bormann y el último médico de cabecera de Hitler, el doctor
Ludwig Stumpfegger emprendían la carrera en dirección contraria, hacia la
estación de Stettin. Axmann continuó su relato con las siguientes palabras:

—Debido a que en dirección contraria a la nuestra llegaban unos carros de


combate rusos, mi ayudante y yo dimos media vuelta. Cuando cruzamos el
puente de los Inválidos vimos a Bormann y al doctor Stumpfegger tumbados de
espaldas y con los brazos extendidos sobre la calzada. Los reconocimos al
instante. Ya no respiraban. Estaban inmóviles y tenían los ojos cerrados.

El principal testigo de la muerte de Bormann fue el chófer personal de


Hitler, Erich Kempka. El 3 de julio de 1946 fue interrogado como testigo por el
defensor de Bormann, el doctor Friedrich Bergold, durante el proceso de
Nuremberg:

—Vi al Reichsleiter, Martin Bormann, en la noche del 1.º al 2 de mayo de


1945 en la estación de la Friedrichstrasse cerca del puente de Weidendamm —
explicó Kempka—. Me preguntó cuál era la situación y si desde allí se podía
continuar hasta la estación de la Friedrichstrasse. Le dije que había que
intentarlo. Llegaron unos carros de combate y también unas piezas de artillería y
la gente buscó protección detrás de los carros. De pronto el carro de combate, a
cuyo lado corría Bormann, recibió un impacto. Supongo que fue una
«Panzerfaust» que dispararon desde una ventana. Por el lado por donde corría
Bormann se elevó una alta columna de fuego y...

—¿A qué distancia estaba usted del carro de combate cuando este explotó?
—preguntó el juez americano Francis Biddle.

—Calculo que a unos tres o cuatro metros.

—¿Y a qué distancia estaba Bormann?

—Supongo que él se apoyaba con la mano en el carro de combate —


contestó Kempka, que añadió: —El carro estalló precisamente donde estaba
Martin... el Reichsleiter Bormann. Yo mismo fui echado a tierra por la explosión
y por una persona que chocó contra mí..., sospecho que era el médico, doctor
Stumpfegger, que corría delante mío... Cuando volví en mí, no lograba ver nada,
había sido cegado por el fuego. Fue la última vez que vi a Martin Bormann.

Doctor Bergold: «¡Testigo! ¿Vio usted en aquella ocasión a Martin


Bormann alcanzado por la llama?

Kempka: «Sí, vi que hacía un movimiento, como si se desplomara, o


también como si fuera arrojado lejos de allí por la explosión.»

Doctor Bergold: «¿Fue la explosión tan fuerte que, en su opinión, había de


matar a Martin Bormann?

Kempka: «Sí».

Con estas palabras terminó el interrogatorio de Kempka. Todas las dudas


que pudieran existir se han esfumado en el curso de los últimos años. La muerte
de Bormann ha sido confirmada. El 26 de octubre de 1954 fue registrado su
nombre con el número 29.223 en el Libro de Defunciones del Juzgado del Berlín
occidental.
Pero en el año 1945 la situación no admitía una explicación tan sencilla.
Mientras en Londres celebraban las conferencias preliminares para el Proceso de
Nuremberg, Jackson dijo:

—Nos falta Bormann, pero hemos oído decir que está en manos de los
rusos.

El general Nikitschenko respondió:

—Desgraciadamente todavía no.

El Tribunal se vio en la necesidad de invitar a Martin Bormann a


presentarse voluntariamente ante el Tribunal. Durante cuatro semanas fue leído
el comunicado por todas las emisoras alemanas y fueron distribuidos 200.000
carteles que llevaban el nombre de Martin Bormann. Todos los periódicos
publicaron la llamada, pero fue en vano.

Bormann no dio señales de vida. Su puesto en el banquillo de los


acusados en Nuremberg quedaba vacío.
PODER Y LOCURA

1. Empieza el proceso

El 20 de noviembre de 1945, el Palacio de Justicia de Nuremberg parecía


un enjambre de abejas. La tribuna de la Prensa albergaba a 250 corresponsales
que habían llegado procedentes de todo el mundo y asistían a la sesión de
apertura para dar a sus lectores una impresión de aquel acontecimiento
histórico. Pero solo cinco representantes de la Prensa alemana fueron
autorizados a asistir a las sesiones.

Delante de la entrada a la sala eran controlados nuevamente todos los


pases. Los corresponsales de guerra americanos, ingleses y franceses,
uniformados, se empujaban hacia la entrada. Periodistas de todas las
nacionalidades, grupos que discutían entre sí, indios, rusos, australianos, un
suizo, brasileños. Y entre los periodistas rostros muy conocidos: John Dos Pasos,
Erika Mann, Erich Kästner.

En la sala de sesiones se escuchaba el ruido que producía la instalación de


aire acondicionado y los rumores de muchos centenares de voces. Los tubos de
neón despedían una luz blanca, pero tanto el banquillo de los acusados como la
mesa donde se sentaba la presidencia estaban iluminados por veintidós potentes
reflectores para facilitar la labor de los fotógrafos y de los noticiarios
cinematográficos.

Los acusados se sentaban en dos filas sobre largos banquillos de madera,


hablaban animadamente entre sí o con sus abogados, las mesas de los cuales
habían sido montadas delante de ellos.

Frente a los acusados, al otro lado de la sala, la mesa alargada un poco más
elevada que las restantes y detrás, las ventanas a través de las cuales se veían
ondear las banderas de los Estados Unidos, de la Gran Bretaña, de Francia y de
la Unión Soviética. Delante de la mesa de la presidencia, pero a un nivel
inferior, estaban los taquígrafos para los cuatro idiomas oficiales. Los alemanes
y los rusos usaban lápices, los ingleses y franceses pequeñas máquinas
silenciosas.

A la derecha de los acusados se hallaba la tribuna para la Prensa y el


público y delante de la tribuna la mesa para el ministerio público. Y avanzando
hacia el centro de la sala había una mesa a la que se acercaban los fiscales y
defensores cuando tomaban la palabra.
Detrás de los acusados y tras unas paredes de cristal se encontraban
intérpretes de cuatro idiomas: alemán, inglés, francés y ruso. Cada una de las
palabras que se pronuncia se traduce en el acto a los otros tres idiomas. Todos
los asientos de la sala están provistos de un auricular y un disco elector para el
idioma que se desee escuchar.

Al mismo lado de las cabinas de las intérpretes había el púlpito para los
testigos.

En la mesa de la presidencia, el púlpito de los testigos y la mesa desde


donde tenían que hablar el ministerio fiscal y los defensores había dos
lamparitas, una amarilla y otra roja. Estas las encendían o apagaban los
intérpretes. Cuando brillaba la luz amarilla, significaba: «Por favor, hablen más
despacio». Cuando aparecía la luz roja es que había quedado interrumpido el
sistema de traducción simultánea.

Todo en Nuremberg se apartaba de lo acostumbrado El proceso duraría


218 días y fue superado solamente por el mayor proceso en la historia de la
humanidad, el proceso de Tokio que duró 417 días.

Los sumarios de Nuremberg comprendieron al final 40.000.000 de


palabras y ocuparon 16.000 páginas. El ministerio fiscal presentó 2.630 pruebas,
la defensa 2.700. El Tribunal escuchó las declaraciones de 240 testigos y
comprobó 300.000 declaraciones juradas. Los acusados contaban con 27
defensores, 54 ayudantes legales y 67 secretarias. Para la copia a máquina de
todos los documentos escritos en los cuatro idiomas se necesitaron cinco
millones de hojas de papel con un peso de más de veinte toneladas. En los
laboratorios fotográficos del Palacio de Justicia se revelaron 780.000 fotografías y
13.000 rollos, 27.000 metros de cinta magnetofónica y 7.000 discos grabaron todas
las palabras que fueron pronunciadas, 550 oficinas, secretariados y
departamentos consumieron 22.000 lápices. Los teletipos transmitieron
14.000.000 de palabras a todos los rincones del mundo.

—Atention! The Court!

Esta era la voz de atención del secretario del tribunal, el coronel


americano Charles W. Mays.

—¡Atención, el Tribunal! —sonaba la voz del intérprete alemán por el


auricular.

Todos los presentes se levantaban.

Eran las diez y tres minutos del veinte de noviembre de mil novecientos
cuarenta y cinco.

Uno detrás de otro salieron los cuatro jueces y sus cuatro adjuntos por una
puerta en la pared frontal de la sala. Seis vestían toga, los dos rusos iban de
uniforme.

Después de una ligera inclinación de cabeza hacia la tribuna del público y


el ministerio público, los miembros del Tribunal ocuparon sus asientos. El
proceso se iniciaba.

Desde donde estaban los acusados y de izquierda a derecha en la


presidencia se sentaban por el siguiente orden:

Los soviets: Primero el juez adjunto teniente coronel Alexander F.


Wolchkow, un hombre joven de gruesos labios y pelo ondulado y a su derecha
el general Iola T. Nikitschenko, de labios delgados y gafas sin montura, juez.

Los ingleses: El juez adjunto, sir Norman Birkett, de pelo largo con
tendencia a caerle sobre la frente. A su derecha el presidente del Tribunal, sir
Geoffrey Lawrence. El personaje central del Tribunal era un hombre calvo, con
gafas que continuamente le resbalaban sobre la nariz, y con un rostro que a
veces expresaba agresividad, pero de vez en cuando sonreía con seco humor. Sir
Geoffrey sostuvo siempre las riendas del proceso fuertemente en sus manos, sus
decisiones revelaron claramente en todo momento que era un hombre de
corazón y muy experimentado en la vida.

Los americanos: Primero el juez Francis A. Biddle, un caballero muy


elegante con un bigotito a lo Clark Gable. A su lado, el juez adjunto John J.
Parker, de pelo gris, doble barbilla y gafas sin montura.

Los franceses: Primero el juez Henri Donnedieu de Vabres, un hombre de


edad avanzada, pelo blanco, gafas de concha oscura e impresionante bigote de
foca. A su derecha, en el extremo de la presidencia, el juez adjunto Robert Falco,
el pelo negro partido por una raya, bigote espeso sobre unos labios casi siempre
sonrientes.

Mucho antes de empezar el proceso ya había decidido Goering la actitud


que adoptaría en aquella hora histórica ante el Tribunal. El doctor Pflücker, al
que se había confiado en este sentido, informó posteriormente:

«Cierta noche nos confesó en el dispensario el papel que pensaba


desempeñar. Se sumió casi en éxtasis cuando relató cómo se iluminarían los
focos cuando él hiciera su entrada y cómo arrojaría en cara al enemigo un sinfín
de acusaciones.»
¡Qué diferente había de ser en realidad!

El primer día del proceso fue dedicado casi íntegramente a la lectura del
Acta de Acusación que ya era conocida por los veintiuno. Goering permanecía
sentado muy tranquilo en un rincón, apoyando los brazos sobre el pecho y el
mentón en las dos manos. No se le observaba la actitud retadora que había
pensado adoptar.

Los restantes acusados, también muy tranquilos, trataban de adaptarse a


la nueva situación. Frick y Fritzsche leyeron detenidamente el texto alemán del
Acta de Acusación. Papen y algunos otros que se habían puesto los auriculares,
giraban curiosos, de vez en cuando, el disco seleccionador para comprobar la
traducción a los diferentes idiomas.

Keitel se sentaba muy erguido en su silla, los brazos cruzados sobre el


pecho y mostrando una expresión enigmática.

A Hess le dejaba completamente sin cuidado lo que ocurría en la sala.


Antes de comenzar la sesión, dijo a Goering:

—Ya lo verá usted. Todos esos fantasmas desaparecerán y dentro de un


mes será usted el Führer de Alemania.

Y se puso a leer el libro que se había llevado de la biblioteca de la cárcel,


sumiéndose en la lectura y sin prestar la menor atención a lo que ocurría a su
alrededor. El libro que tenía en sus manos se titulaba Der Loisl. Al leer un
párrafo, al parecer muy divertido, Hess estalló en una fuerte carcajada. Pero,
poco después sufría unos fuertes dolores de estómago y solicitó permiso para
volver a su celda.

Por consiguiente, Hess fue el segundo acusado que ya faltó el primer día.
Ernst Kaltenbrunner ni siquiera había hecho acto de presencia, porque debido a
una hemorragia cerebral había quedado retenido en la cárcel.

Por otra parte se presentó otra baja: Joachim von Ribbentrop, cuando
empezaron a leer las crueldades y crímenes contra la humanidad, palideció
intensamente y sufrió un ligero desvanecimiento.

Los restantes acusados pasaron el día estudiando las personas que


ocupaban la tribuna de la Prensa y haciéndose una idea de los jueces que al final
emitirían su veredicto sobre ellos.

El segundo día del proceso los acusados fueron invitados a acercarse al


micrófono y declarar si, después de haber oído el Acta de Acusación, se
consideraban culpables o inocentes. Una cuestión de pura fórmula.

Casi todos ellos usaron la consabida fórmula de: «No culpable».

Pero otros aprovecharon la ocasión para hacer algún comentario personal.

Schacht dijo con mucha insistencia: «No soy culpable en ninguno de los
casos».

Sauckel: «No me considero culpable en el sentido de la acusación, ante


Dios y el mundo y sobre todo ante mi pueblo».

Jodl: «No culpable. De todo lo que hice y me vi obligado a hacer puedo


responder con la conciencia muy tranquila ante Dios, la historia y mi pueblo».

Papen: «En ningún caso culpable».

Fritzsche: «No culpable con respecto a esta acusación».

Hess: «No».

Presidente: «En el sumario figurará «no culpable».

Risas en la tribuna de la Prensa.

Presidente: «Quien interrumpa la sesión será expulsado de la sala».

Goering: «Antes de responder a la pregunta del Alto Tribunal si me


considero culpable o no culpable...»

Goering creía que había sonado su gran hora. Pero el presidente le


interrumpió, diciéndole que en aquel momento solo se trataba de contestar si se
consideraba culpable o no.

Goering: «No me considero culpable en el sentido de la acusación».

Para discursos más largos tendría mucho tiempo Goering durante el curso
del proceso. Se le ofrecería la ocasión de hablar casi ininterrumpidamente en el
curso de nueve días. En nombre de sus compañeros expuso los motivos
históricos, los principios de Hitler y del Partido nacionalsocialista, el «putsch»
de Munich, y los «objetivos» del Partido hasta que llegaron al poder.

También los representantes de la acusación relataron, a su modo, los datos


históricos. Tranquilas y objetivas suenan las voces de los intérpretes por los
auriculares: lejanos y fríos parecen los comienzos del diabólico alud hasta que el
trueno, en el mes de enero del año 1933, estalla fuertemente a oídos de todo el
mundo.

2. Hitler en el poder

¡Hitler, Canciller del Reich!

Los periódicos lo publicaron en gruesos titulares. ¡Una sensación


mundial!

A las 11'15 horas, del 30 de enero de 1933, Hitler estrechó la mano del
anciano presidente del Reich, von Hindenburg, y prestó el solemne juramento a
la Constitución de Weimar y a continuación los nuevos miembros de su
Gabinete.

¿Sospechaba aquel anciano de 86 años en aquella hora lo que significaba


aquel acto para el futuro de Alemania?

Un brillo acuoso apareció en los ojos de Hindenburg, aquel hombre que


había pasado por tan amargas experiencias en su vida. Con voz velada les dijo,
profundamente conmovido, a los nuevos ministros:

—Y ahora, caballeros, con Dios hacia adelante.

Había empezado el Reich de los Mil Años.

Pero el poder de Hitler aún no estaba fundamentado. Todavía existían


partidos políticos en Alemania, todavía había un Reichstag con unos diputados
que habían sido elegidos. Y en este Reichstag, Hitler y su partido no disfrutaban
de la mayoría... al contrario: durante las elecciones de noviembre de 1932, el
Partido nacionalsocialista había perdido dos millones de votos, y el número de
sus diputados había bajado de 230 a 196.

Goebbels escribió desesperado en su diario:

«¡Hemos de llegar al poder, en caso contrario nos matarán las elecciones!».

El 5 de marzo de 1933 debían celebrarse nuevas elecciones al Reichstag


alemán.

¿Obtendría el Canciller Hitler una mayoría en estas elecciones... o se


estrellaría contra la voluntad del pueblo? ¿Se vería obligado a admitir su cargo
con la misma rapidez que lo habían hecho sus antecesores, Brüning, Papen y
Schleicher?

Todo dependía de estas elecciones.

Una semana antes de aquellas elecciones decisivas, el 27 de febrero de


1933, almorzó el presidente del Reich, von Hindenburg, como invitado de honor
en el club del vicecanciller Franz von Papen. Los salones del club estaban
situados en la esquina de la calle Voss.

De pronto los invitados observaron que un reflejo rojizo iluminaba los


tejados de Berlín.

Hindenburg se levantó pesadamente de su sillón y se acercó a la ventana.

Fijó su mirada en la cúpula del edificio del Reichstag.

De la cúpula se elevaban unas llamas rojizas.

¡El Reichstag ardía!

A través de las calles se oían las campanillas de los coches de los


bomberos.

Hindenburg no pronunció ni una sola palabra. Continuaba con la mirada


fija en la lejanía. Tal vez, en aquel momento, sospechaba que ocurría algo muy
decisivo. Había sido encendida una antorcha, pero el anciano ya no comprendía
los significados de la época en que vivía...

Aquella noche ocurrieron cosas muy extrañas.

A pesar de que debido a estar en vísperas de elecciones, los funcionarios


de todos los partidos recorrían Alemania de un extremo a otro, los hombres más
importantes del Partido nacionalsocialista se encontraban casualmente, la noche
del 27 de febrero en Berlín: Hitler, Goering y Goebbels.

Pocos minutos después de haber sido dada la señal de alarma, Hitler y


Goering se reunieron en un balcón del Reichstag en llamas. También el jefe de
la Gestapo, Rudolf Diehls, había llegado al lugar del suceso.

Goering le gritó con gestos dramáticos a Diehls:

—¡Esta es la señal del levantamiento comunista!

Y Hitler empezó a despotricar a continuación. Diehls recordó que «su cara


estaba enrojecida por la ira y por el calor. Gritaba y daba la impresión de ir a
explotar de un momento a otro». Estaba en un estado en el que Diehls no le
había visto nunca antes:

—¡No habrá compasión! ¡El que trate de cerrarnos el paso será aniquilado!
Los funcionarios comunistas serán fusilados allí mismo donde demos con ellos.
¡Y tampoco vamos a ser condescendientes para los socialdemócratas!

Aquella noche ocurrieron cosas muy extrañas.

¿Acaso ya se sabía con exactitud quién había incendiado el Reichstag?

En Nuremberg, doce años más tarde, el fiscal general americano, Robert


H. Jackson, reveló los orígenes de aquel suceso. Le preguntó a Goering cuando
este ocupó el estrado de los testigos:

Jackson: «Después del incendio tuvo lugar una gran operación de


limpieza durante la cual se efectuaron muchas detenciones, ¿no es cierto?

Goering: «Las detenciones a las que usted se refiere por lo del Reichstag,
son las detenciones de los funcionarios comunistas. Y hubiesen sido detenidos
aunque no hubiesen incendiado el Reichstag. Pero el incendio hizo que se
procediera con mayor rapidez a su detención».

Jackson: «En otras palabras, ustedes ya tenían las listas de las personas
que iban a detener preparadas, cuando estalló el incendio del Reichstag, ¿no es
cierto?»

Goering: «Habíamos preparado en gran parte estas listas. De un modo


completamente independiente del incendio del Reichstag».

Jackson: «¿Fueron realizadas las detenciones inmediatamente después del


incendio del Reichstag?»

Goering: «Haciendo caso omiso a mi opinión de esperar todavía unos días,


el Führer expresó su deseo para que se procediera aquella misma noche, sin
pérdida de tiempo, a las detenciones».

Las listas de las personas que habían de ser detenidas ya habían sido
preparadas...

Aquella noche ocurrieron cosas muy extrañas.

A las 21'17 horas llegó el primer coche de la policía al Reichstag en llamas.


El teniente de la policía, Emil Lateit, y otros funcionarios de la policía y el
inspector Scranowitz penetraron en el edificio. Por los oscuros corredores les
salió, de pronto, al paso una visión fantasmagórica: un hombre joven con el
torso desnudo brillante de sudor, el pelo revuelto y los ojos muy abiertos, corría
entre los muebles y reía como un demente.

Scranowitz se acercó al desconocido y lo detuvo. El teniente de la policía,


Lateit, registró los bolsillos de los pantalones de aquel hombre y sacó a relucir
un cortaplumas y un pasaporte extranjero. Luego lo condujeron a la salida del
edificio y pocos minutos más tarde lo llevaban a la jefatura de policía, donde el
comisario de la policía criminalista le sometió a un primer interrogatorio.
Averiguó que se trataba de un vagabundo, el súbdito holandés Marinus van der
Lubbe.

«Era un muchacho inteligente —informó Zirpins después del año 1945—.


Hablaba muy bien el alemán. Cuando quisimos llamar a un intérprete holandés
se sintió ofendido y dijo: "Hablo el alemán tan bien como usted". Rechazó los
cigarrillos y bebidas alcohólicas, pero por el contrario comió naranjas y
bombones de chocolate en cantidades ingentes. Varias veces nos pidió café.»

Zirpins continúa su relato:

«Nos lo contó todo con detalle y no admitió ninguna frase en el sumario


que no hubiese formulado él. Cuando al cabo de tres horas terminamos el
interrogatorio, habíamos escrito de cincuenta a sesenta páginas con siete copias,
y Van der Lubbe firmó cada una de las hojas.»

Los ocho ejemplares de este documento tan interesante desaparecieron de


un modo muy misterioso y nunca volvieron a aparecer.

Aquella noche ocurrieron cosas muy extrañas.

El director de extinción de incendios, Ludwig Wissell, interrogó a los


bomberos del grupo de extinción número 6 y redactó un informe. El grupo
número 6 fue el primero que llegó al lugar del suceso.

En este informe oficial leemos:

«Con el fin de proporcionar luz a los grupos que seguían, uno de los
bomberos buscó la posibilidad de encender los reflectores. Descendió a los
sótanos. Cuando bajaba los últimos peldaños de la escalera que conducía a los
sótanos, apoyándose con las manos en la pared, dio con su mano izquierda un
interruptor de mano que encendió. Vio entonces en dirección a la escalera una
claraboya. Los cristales del tamaño 40 por 50 centímetros habían sido rotos. Por
la apertura de la claraboya le apuntaban con unos revólveres que esgrimían unos
hombres que lucían unos uniformes muy nuevos de la policía y que invitaron al
bombero a regresar inmediatamente, ya que, en caso contrario, harían uso de sus
armas. El bombero volvió a salir a la calle e informó de lo sucedido a su jefe de
grupo.»

El director general del Servicio de extinción de Berlín, Walter Gemps,


empezó a sospechar mientras iba recibiendo los detalles del incendio. En el
lugar del suceso se convenció por sí mismo que era del todo imposible que un
solo hombre hubiese provocado aquel incendio. Y Gemps se enteró además de
que el presidente del Reichstag, Hermann Goering, había ordenado que
precisamente aquella noche el edificio no fuera vigilado como de costumbre.
Todos los funcionarios debieron abandonar el edificio a las ocho de la noche.
Estaba prohibido que nadie permaneciera en el edificio a partir de aquella hora.

El director Gemps expuso, como era su obligación, sus sospechas cuando


en su despacho se discutió el incendio. También informó que el Servicio de
extinción de incendios se había visto obstaculizado en su labor ya que Goering
se había negado a que fuera dada la señal de alarma general.

Poco después, Gemps fue destituido de su cargo. Le fue reprochado


«haber permitido la labor de zapa de los marxistas y comunistas y haber
postergado a los bomberos de tendencias nacionalistas». Gemps tuvo un fin
trágico del que hablaremos más adelante.

Martin H. Sommerfeldt, delegado de Prensa de Goering en el Ministerio


del Interior prusiano, recibió de su jefe en el propio lugar del suceso la orden de
redactar inmediatamente un informe oficial para los periódicos. Sommerfeldt
hizo un informe de unas veinte líneas en que solo hacía mención al incendio, a
la labor de los bomberos y a las primeras investigaciones de la policía. Poco
después en el Ministerio le daba a leer a Goering lo que había escrito.

—¡Esto es basura! —gritó Goering—. ¡Esto es un informe policíaco! ¡No es


un comunicado político!

Goering leyó en el informe de Sommerfeldt que se calculaba el peso del


material incendiario en una tonelada.

—¡Tonterías! —gritó de nuevo el presidente del Reichstag—. ¿Una


tonelada de material incendiario? ¡Diez, cien toneladas!

Cogió un lápiz rojo y dibujó un grueso cien en la hoja de papel. Luego


mandó llamar a una secretaria y le dictó él mismo el parte:
«Este incendio es hasta ahora el acto de terror más monstruoso del
bolchevismo en Alemania. Después del Reichstag tenían que ser incendiados
otros edificios públicos, palacios, museos y fábricas vitales para el país. El
ministro del Reich, Goering, ha tomado las medidas pertinentes para
contrarrestar esta provocación. La policía de seguridad y la policía criminalista
en Prusia ha sido puesta en alarma. Ha sido movilizada la policía auxiliar.»

Goering dictaba muy rápido:

«Los periódicos, folletos y carteles comunistas han sido prohibidos


durante cuatro semanas en todo el territorio prusiano. Y durante quince días
todos los periódicos, revistas, folletos y carteles del partido socialdemócrata...»

¡Alto! ¿Precisamente ocho días antes de las decisivas al Reichstag se le


quitaba la posibilidad a todos los enemigos de Hitler de hacer la menor
propaganda en su favor...?

Goering firmó el comunicado con una gran G y mandó a Sommerfeldt a la


Kochstrasse, donde esperaban las noticias sobre el incendio. Sommerfeldt les
mostró el comunicado a los periodistas..., pero estos consideraron que aquello no
les decía nada nuevo. Ya hacía dos horas que lo había telegrafiado o telefoneado
a sus respectivas redacciones.

—Pero, ¿quién les ha informado a ustedes de todo esto? —Preguntó


atónito el delegado de Prensa de Goering.

—El señor Berndt —le contestaron.

Alfred Ingmar Berndt..., ¡el delegado del doctor Goebbels!

En las oficinas de la Gestapo de Berlín se hallaba a aquellas horas un


funcionario llamado Hans Gisevius. Como es lógico la Gestapo estaba al
corriente de todo. Y en sus memorias escribe Gisevius:

«Lo más sensacional para nosotros fue el saber que no había sido
Goering, sino Goebbels el verdadero incendiario. Goebbels había sido el que
había tenido la idea. Goebbels había comprendido lo que significaba poderles
cerrar la boca a los partidarios izquierdistas. Goebbels había discutido el caso
detalladamente con Goering y había insinuado misteriosamente que el Führer
había comprendido que había que hacer algo decisivo..., un intento de
atentado..., un incendio, pero Hitler lo había dejado todo en sus manos, quería
que le sorprendieran.

Aquella noche ocurrieron cosas muy extrañas... Sin embargo, todo daba la
impresión de haber sido planeado cuidadosamente.

Al presidente del Reich, von Hindenburg, le metieron pocas horas


después del incendio el miedo en el cuerpo con lo de la provocación comunista.
Le dijeron al anciano jefe del Estado que el incendio del Reichstag era la señal
para la guerra civil comunista.

Hindenburg quería evitar esta desgracia a su pueblo. Se dejó engañar y


firmó una ley de urgencia en la cual quedaba fuera el artículo decisivo de la
Constitución: la libertad de opinión, la libertad de Prensa, la prohibición de
celebrar reuniones, el secreto de la correspondencia, la protección contra los
registros domiciliarios y las detenciones sin mandamiento del juez.

El presidente del Reich firmó la condena de muerte de la democracia y


abrió las puertas a las arbitrariedades de Hitler.

Con este pedazo de papel, que lleva la pesada firma de von Hindenburg,
la misma noche del incendio del Reichstag llegó la primera ola de terror a
Alemania. Hubo miles de detenidos. Las listas ya habían sido preparadas
previamente...

Las cárceles empezaron a llenarse. Fueron creados los primeros campos de


concentración. Los periódicos contrarios a Hitler fueron prohibidos, las
reuniones enemigas prohibidas, los jefes de la oposición detenidos. Y en estas
circunstancias el pueblo alemán fue a las elecciones del 5 de marzo de 1933.
Hitler había eliminado prácticamente a sus contrincantes, había llenado de
miedo a la población con el incendio del Reichstag... ¿acaso existía alguna
posibilidad de que no fuera a votar por el Partido nacionalsocialista?

Pero el pueblo alemán no se dejó intimidar a pesar del terror y del bluff
de la guerra civil: el Partido nacionalsocialista solamente obtuvo el 44 por 100 de
los votos.

Una derrota para el Canciller Hitler. Había de asestar un nuevo golpe,


para, por fin, disfrutar de un poder absoluto.

El 24 de marzo de 1933 se reunió el nuevo Reichstag. En esta sesión Hitler


quería promulgar una ley que le concediera poderes para gobernar en el futuro
sin control parlamentario y sin tener que ajustarse a la Constitución.

Sabía que la mayoría legal del Reichstag nunca daría su aprobación a esta
ley. De nuevo hubo que recurrir al terror. Hitler mandó detener a cierto número
de los diputados enemigos e intimidó al resto, con la amenaza de que procedería
con ellos del mismo modo. Para actuar así, se basaba en la ley de urgencia que
había firmado Hindenburg la noche del incendio.

Durante el proceso de Nuremberg, informó el fiscal americano Frank B.


Wallis:

—El 14 de marzo de 1933 declaró el acusado Frick (que entonces era


ministro del interior del Reich): «Cuando se reúna el Reichstag a los comunistas
les será imposible asistir a la reunión por estar ocupados en trabajos muy
urgentes. En los campos de concentración serán educados para que aprendan a
trabajar de nuevo. Y los seres inferiores que no sea posible reeducar, serán
inutilizados para siempre».

Y Wallis añadió:

—Durante este período fueron detenidos un gran número de comunistas


y un número más reducido de socialdemócratas diputados del Reichstag alemán.
El 24 de marzo de 1933 solo asistieron a la reunión del Reichstag 535 diputados
de un total de 647. La ausencia de algunos no fue justificada, ya que se
encontraban en los campos de concentración. Como consecuencia de la presión
ejercida por los nazis y del terror, el resultado de la votación fue: 441 votos en
favor de la ley. Este modo de proceder caracteriza la conquista del poder por
parte de los conjurados.

¡Así es cómo Hitler llegó realmente al poder!

Una diabólica cadena de actos de violencia y opresiones, una cadena


fatídica en cuyo origen se encuentra el incendio del Reichstag. Esta es la
antorcha utilizada por Hitler para prender fuego al mundo entero.

Con la nueva ley se convertía en un dictador con poderes ilimitados.

Weimar había muerto, la democracia había sido ahorcada.

Pero el fuego del Reichstag no se había apagado. Durante los primeros


meses del año 1933 el Gobierno de Hitler hubo de dar una prueba de aparente
legalidad, pues en el extranjero se seguían ahora, con el más vivo interés, los
nuevos acontecimientos.

Y otra vez ocurrieron cosas muy extrañas.

Ante la Sección IV del Tribunal del Reich en Leipzig, empezó el 21 de


septiembre de 1933, el proceso por el incendio del Reichstag.

Frente a los jueces con sus togas rojo escarlata se sentaban cinco acusados:
Marinus van der Lubbe, el presidente de la fracción comunista del Reichstag,
Ernst Torgler y los búlgaros Georgi Dimitroff, Wassil Taneff y Blagoi Popoff.

Torgler y los tres búlgaros fueron absueltos. Aunque la policía de


Goering había hecho lo imposible para presentar a los cuatro comunistas como
cómplices de Lubbe, nada se les pudo demostrar y en el Tribunal de aquellos
días todavía figuraban hombres capaces de dictar un veredicto justo.

Van der Lubbe fue condenado a muerte.

El holandés presentaba un estado deplorable. Aquel mismo joven que


después de su detención había resistido un interrogatorio de tres horas, que
dictó él mismo el sumario y firmó varios centenares de páginas..., era ahora una
ruina humana.

Durante el proceso, que duró tres meses, permaneció el hombre sentado


en el banquillo completamente indiferente a lo que sucedía a su alrededor y a
excepción de algún «sí» o «no», no dijo nada.

Charles Reber, un especialista en venenos de fama internacional, declaró


sobre este lamentable caso:

«Si a un ser normal, psíquica y físicamente, se le inyecta a diario una


dosis de un cuarto y a veces hasta medio miligramo de Scopolamina, se sume a
este hombre en un estado de inteligencia total hacia todo lo que le rodea. Su
cerebro queda casi paralizado y se sume en un estado de sopor. Se inclina cada
vez más hacia adelante y ríe sin motivo alguno.»

Este era el cuadro exacto que presentaba Lubbe.

Lubbe era el único que fue hallado en el interior del Reichstag en llamas.
Solo había una explicación posible: otros le habían acompañado en el acto y
luego le habían abandonado en el interior del edificio, mientras que ellos
emprendían la huida.

Dos veces, durante el proceso, Lubbe levantó la cabeza y tartamudeó:

—Los otros...

Pero de nuevo se sumía en un impenetrable silencio. Aquel hombre era


incapaz de hacer una declaración coherente. Durante el proceso parecía un
muerto que todavía vivía, y que había de llevarse su secreto al patíbulo.

En su lugar había otro.

Con gran disgusto del presidente, el anciano presidente del Senado,


Wilhelm Bünger, el acusado Dimitroff se convirtió en un acusado que tenía
atemorizados a los testigos, a unos testigos muy importantes como, por ejemplo,
el doctor Josef Goebbels y Hermann Goering.

Dimitroff era la encarnación de la seguridad en uno mismo. Sus


preguntas eran como llaves de jiu-jitsu a las que ni Goebbels ni Goering podían
hacer frente.

Goebbels (muy confuso en el estrado de los testigos): «Tengo la impresión


de que Dimitroff pretende hacer propaganda comunista ante el tribunal».

Dimitroff: «¿Se defendieron los nacionalsocialistas?»

Goebbels (gritando): «¡Pues claro que nos hemos defendido!»

Dimitroff (muy tranquilo): «¿Cree usted que también nosotros, los


comunistas, tenemos derecho a defendernos?»

Mucho más dramático fue su encuentro con el testigo Goering. El


presidente del Reichstag y presidente del Consejo de ministros prusiano se
había mandado hacer un nuevo uniforme expresamente para aquella ocasión.
Con sus botas altas se mantenía muy erguido delante del tribunal. Hablaba casi
sin interrupción, el sudor le resbalaba por la frente y varias veces se llevó el
pañuelo a la cara para secarse.

Goering intentaba demostrar que habían sido los comunistas los que
habían incendiado el Reichstag y lanzaba una diatriba detrás de otra contra los
ideales criminales del comunismo.

Dimitroff: «¿Sabe acaso el señor presidente del Consejo de ministros que


estos ideales "criminales" gobiernan en la sexta parte del mundo, es decir, en la
Unión Soviética?»

Goering (enfurecido): «Le voy a decir a usted lo que sabe el pueblo


alemán. Sabe que ustedes se comportan de un modo desvergonzado y que usted
ha venido aquí para incendiar el Reichstag. A mis ojos es usted un granuja que
merecía ser colgado de la horca.»

Presidente: «Dimitroff, ya le he dicho que no quiero que haga usted


propaganda comunista aquí. No debe extrañarse si el testigo se enfurece. Le
prohíbo muy severamente que vuelva a hacer propaganda. Ha de limitarse a
dirigir unas preguntas concretas.

Dimitroff: «Me doy por satisfecho con las palabras que ha pronunciado el
señor ministro».

Presidente: «Me es completamente indiferente si está satisfecho o no. Le


retiro la palabra».

Dimitroff: «¿Teme usted mis preguntas, señor primer ministro?»

Goering: «¿Qué dice usted, desvergonzado, bandido?»

Presidente: «¡Expúlsenlo de la sala!»

Goering: «¡Fuera de aquí, bandido, fuera!»

Dimitroff: «¿Tiene usted miedo a mis preguntas, señor primer ministro?»

Dos policías sacaron a la fuerza al acusado de la sala. Pero, mientras lo


llevaban a la puerta, Dimitroff se volvió y repitió:

—¿Tiene usted miedo a mis preguntas, señor primer ministro? ¿Teme


usted mis preguntas? ¿Tiene usted miedo, señor primer ministro...?

El hecho más notable del incendio del Reichstag es que los tres
especialistas judiciales, el especialista en incendios, el químico y el físico,
declararon unánimemente que un solo hombre no podía haber provocado en un
espacio de tiempo tan breve aquel incendio.

Van der Lubbe había usado unos carboncillos de la marca «Fleissige


Hausfrau», que empleaban las amas de casa para prender fuego al carbón en sus
hornillos, y con los cuales, como máximo, hubiese podido provocar un fuego
muy pequeño en aquel edificio. Pero los bomberos cuando llegaron tuvieron
que extinguir el fuego en la gran sala de sesiones, en los corredores y en otras
dependencias.

El químico del tribunal, doctor Schatz, declaró que había sido usado un
material inflamable líquido.

En aquel momento sucedió algo muy misterioso. Van der Lubbe levantó
la cabeza. Un testigo ocular comentó:

—Van der Lubbe fue sacudido por una risa silenciosa. Todo su cuerpo se
estremeció.

¿Cuál era el secreto que guardaba aquel hombre?


En el proceso de Nuremberg, doce años más tarde, volvió a plantearse esta
pregunta. Y de nuevo estaba Goering en el estrado de los testigos. El fiscal
americano Jackson dirigió el contrainterrogatorio. ¡Pero qué diferente era ahora
la escena!

Jackson: «¿Quién era Karl Ernst?»

Goering: «Ernst era el jefe de las SA de Berlín».

Jackson: «¿Y quién era Helldorf?»

Goering: «El conde Helldorf era el futuro jefe de las SA de Berlín».

Jackson: «¿Y Heines?»

Goering: «El jefe de las SA de Silesia en aquellos días».

Jackson: «Estará usted, sin duda, enterado de que Ernst entregó una
declaración según la cual los tres citados incendiaron el Reichstag y usted y
Goebbels forjaron el plan y entregaron el petróleo y el fósforo que les sirvió de
material incendiario, y que usted mandó desalojar el corredor subterráneo que
conducía desde su casa al edificio del Reichstag. ¿Conocía usted esta
declaración?»

Goering: «No conozco ninguna declaración del jefe de las SA, Ernst».

Jackson: «Pero, ¿existía este corredor subterráneo entre su casa y el


edificio del Reichstag?»

Goering: «A un lado de la calle está el edificio del Reichstag, enfrente del


palacio del presidente del Reichstag. Entre ambos edificios hay un corredor por
donde pasan las carretillas que llevan el carbón para la calefacción central».

Jackson: «Todo el mundo sospechaba que usted había incendiado el


Reichstag. ¿Lo sabía usted?»

Goering: «No podía afectarme en absoluto, pues no se correspondía con la


realidad de los hechos. Para mí no era de ninguna utilidad ni tenía ningún
sentido prender fuego al edificio del Reichstag. No lo lamenté en absoluto desde
el punto de vista artístico, pues confiaba en construir un edificio más bonito,
pero lamenté, muy vivamente, verme obligado a buscar un nuevo edificio donde
celebrar las reuniones del Reichstag y tenerme que contentar con la Opera Kroll.
La Opera era para mí mucho más importante que el Reichstag».
Jackson: «¿Se vanaglorió usted en alguna ocasión de haber incendiado el
Reichstag, aunque solo fuera en broma?»

Goering: «No. Hice una broma cuando dije, en cierta ocasión, que pronto
imitaría al emperador Nerón. Ahora solo faltaría que dijeran que me puse una
toga roja y con una lira en la mano tocaba una melodía mientras las llamas
consumían el Reichstag».

Risas en la sala.

Goering: «Este fue el chiste. Pero el hecho es que por poco el incendio del
Reichstag me cuesta la vida, algo sumamente lamentable para el pueblo alemán
y muy agradable para mis enemigos».

Jackson: «¿De modo que nunca declaró haber incendiado el Reichstag?»

Goering: «No. Aunque sé que el señor Rauschning dice en su libro haber


hablado de esto conmigo».

Hermann Rauschning era presidente del Senado de Danzig y, después de


emigrar, escribió su libro Conversaciones con Hitler. El párrafo del libro al que
hacía referencia Goering, dice:

«Poco después del incendio del Reichstag me llamó Hitler para que le
informara sobre la situación en Danzig. Antes de ser invitados a pasar a la
Cancillería del Reich tuvimos ocasión de hablar con altos jefes nazis que estaban
haciendo antesala. Goering, Himmler, Frich y un Gauleiter del Oeste estaban
charlando muy animadamente, Goering contaba detalles sobre el incendio del
Reichstag. Entonces todavía guardaban muy celosamente el secreto del incendio.
A través de aquella conversación me enteré de que el incendio había sido
realizado por el mando nacionalsocialista.

»Goering contó cómo "sus muchachos" habían llegado desde su palacio


hasta el Reichstag por un corredor subterráneo, que habían dispuesto solamente
de escasos minutos y que por poco les apresan. No lamentaba, de ningún modo,
haber incendiado aquella "choza". Debido a las prisas no habían podido hacer
"un trabajo completo".

»Goering, que hablaba en un tono muy grandilocuente, terminó su relato


con unas palabras realmente significativas: "Yo no tengo conciencia. Mi
conciencia es Adolfo Hitler"».

¿Qué dijo Goering en Nuremberg?


Goering: «Solo dos veces en mi vida he visto, y aun de un modo muy
superficial, al señor Rauschning. Si realmente yo hubiese pegado fuego al
Reichstag, entonces esto solo lo hubiese sabido un grupo muy reducido de
iniciados. Un hombre al que no conocía y de quien hoy no puedo decir qué
aspecto tiene, nunca me hubiese oído decir nada parecido si yo hubiese sido
efectivamente el incendiario. Se trata de una infame tergiversación de los
hechos».

Jackson: «¿Recuerda usted el almuerzo con motivo del cumpleaños de


Hitler, el año 1942, en el Casino de oficiales en el Cuartel general del Führer en
la Prusia oriental?»

Goering: «No».

Jackson: «¿No lo recuerda usted? Voy a leerle una declaración del general
Franz Halder que tal vez le ayude a refrescar la memoria: «Con motivo de un
almuerzo el día del cumpleaños del Führer en 1942, los comensales empezaron a
hablar del incendio del Reichstag y de su valor artístico. Oí con mis propios
oídos cómo Goering intervenía, de pronto, en la conversación: «El único que
conocía bien el Reichstag era yo, yo lo incendié». Y al mismo tiempo que decía
estas palabras se golpeaba el muslo con la palma de la mano».

Halder añade a este comentario:

«Me hallaba sentado muy cerca de donde estaba Hitler. Goering se


sentaba a su derecha. Todas sus palabras las oía claramente. Se hizo un silencio
absoluto en la mesa cuando Goering terminó de pronunciar estas palabras.
Hitler, sin duda, estaba profundamente disgustado. Pasaron algunos minutos
antes de que la charla se reanimara de nuevo.»

Goering: «Esta conversación no tuvo lugar y ruego que me confronten con


el señor Halder. Lo que dice es una enorme estupidez. No sé cómo se le habrá
ocurrido al señor Halder. Se debe seguramente a que tiene una memoria muy
débil, cosa que ha demostrado también como militar».

Como es lógico... Goering en ninguno de los casos quería pasar a la


historia como incendiario. Desprestigió al general para quitar veracidad a sus
declaraciones.

Jackson estaba desarmado.

No insistió acerca de Goering.

—¿Por qué renunció Jackson a continuar el interrogatorio? —le


preguntaron en 1957 los autores de este libro al fiscal americano Robert
Kempner, que hoy trabaja como abogado en Frankfurt am Main.

—Habíamos de juzgar tantos asesinatos y crímenes de toda índole —


contestó Kempner, encogiéndose de hombros—, que no teníamos demasiado
interés en desvelar los misterios de ese caprichoso incendio.

Lo cierto es que... «ese caprichoso incendio» destruyó el corazón de la


democracia alemana, el edificio en cuyo portal anunciaban unas letras doradas:
AL PUEBLO ALEMÁN.

Kempner le había dirigido durante el sumario previo muchas preguntas a


Goering relacionadas con el incendio. Y parte de estas preguntas y respuestas
fueron leídas también durante el proceso.

Kempner: «¿Qué le pudo hacer decir usted a su delegado de Prensa, una


hora después del incendio y sin haber hecho averiguaciones de ninguna clase,
que habían sido los comunistas los causantes?»

Goering: «¿Ha dicho el delegado de Prensa que yo lo dije?»

Kempner: «Sí, en efecto, esto ha dicho».

Goering: «Cabe en lo posible, pues cuando llegué al lugar del incendio ya


estaba allí el Führer con otros caballeros. Yo no estaba muy convencido, pero él
sí lo estaba de que habían sido los comunistas».

Kempner: «Ahora que lo vemos todo de un modo más objetivo, ¿no


considera usted que fue prematuro, sin averiguaciones de ninguna clase, acusar
a los comunistas del incendio?»

Goering: «Tal vez, pero el Führer lo quería así. En todo caso...»

Kempner: «No ha terminado usted la frase..., ¿qué iba a decir?»

Goering: «En todo caso debió proceder de otro modo».

Kempner: «¿Qué opinión le merece a este respecto el presidente de policía,


Ernst (jefe de las SA de Berlín)? Hablemos de Ernst».

Goering: «Pues, sí, pensaba en él. Si es que alguien más intervino en el


incendio, es muy posible que fuera Ernst».

Kempner: «¿Quiénes eran las personas que podían estar interesadas en


ello? Le pregunto a usted como político».

Goering: «Realmente me gustaría saber el interés que podía tener Ernst.


Supongamos que se dijera: «Vamos a incendiar el Reichstag y achacarles la
culpa a los comunistas». En este caso sólo puedo pensar que lo que pretendían es
que las SA desempeñaran un papel más importante en el Gobierno».

Esta explicación concordaba exactamente con la que dio otro testigo en el


proceso de Nuremberg: el antiguo funcionario de la Gestapo, Hans Bernd
Gisevius, que hoy vive en Berlín.

El 25 de abril de 1946, Gisevius declaró, bajo juramento, en Nuremberg:

—Goebbels habló con el jefe de la brigada de las SA de Berlín, Karl Ernst


y dijo haber llevado a la práctica el incendio proyectado. Usaron un material
especial que conocen todos los bomberos y que se inflama, por sí mismo, al cabo
de algún tiempo.

«Para penetrar dentro del Reichstag usaron el corredor que iba desde el
palacio del presidente del Reichstag al edificio. Fue organizado un grupo de diez
miembros de las SA, hombres de entera confianza, y Goering fue informado,
detalladamente, de la operación. Solicitaron de Goering y él aceptó que durante
los primeros momentos dirigiría a la policía por una pista falsa. Desde un
principio quisieron atribuir el crimen a los comunistas.»

Jackson: «¿Qué fue de los diez hombres que prendieron fuego al


Reichstag?»

Gisevius: «Según nuestras investigaciones todos murieron. La mayor parte


fueron fusilados el 30 de junio cuando fueron detenidos como supuestos
cómplices del «putsch» de Röhm. Solo un tal Heini Gewehr fue admitido como
oficial en la policía. Hemos seguido su pista, pero murió durante la guerra en el
frente del Este».

Todos los cómplices y también los que de un modo insistente trataron de


esclarecer las causas del incendio habían perdido su vida.

El director del Servicio de extinción de incendios, Gempp, fue


estrangulado poco después de haber sido destituido de su cargo. El diputado del
Reichstag por el Partido nacional alemán, Ernst Oberfohren, que dicen que
escribió sobre las verdaderas causas del incendio, fue hallado muerto a tiros de
revólver en su mesa escritorio.

El clarividente Erik Hanussen, que dos días antes del incendio anunció
que veía «una gran casa en llamas», fue muerto poco después en el Grunewald.
El hombre que con toda probabilidad le reveló el plan a Hanussen, el ingeniero
George Bell, que había logrado su información en los círculos más íntimos de
los nacionalsocialistas, prefirió huir a Austria, pero antes le entregó el periodista
Fritz Michel Gerlich, de Munich, documentos secretos sobre los nazis.

Cuando se enteró de que iban a registrar su casa se hizo necesario hacer


desaparecer estos papeles. El último que los vio fue el presidente de
Wurttemberg, Eugen Anton Dol. Breit, la secretaria de Gerlich, recuerda todavía
muy bien el contenido de aquellos documentos: datos exactos sobre el incendio
del Reichstag, un contrato entre el partido nacionalsocialista y el millonario
inglés Deterding sobre una secreta financiación de las SA y una opción para
Deterding sobre unas concesiones petrolíferas en el momento en que los nazis
llegaran al poder, una lista de testigos que declaraban que Hitler había mandado
asesinar a su sobrina Geli Raubal, planes para el desprestigio de la Iglesia,
planes de Röhm para eliminar a Hitler y conquistar el poder.

Los hombres que leyeron aquellos peligrosos documentos tenían que


morir: Bell, que había huido a Austria, fue perseguido hasta allí por el SA-
Standartenführer Uhl que lo mató a tiros de pistola. A su vez, Uhl fue asesinado
el 30 de junio de 1934 en Ingolstadt. Aquel mismo día también fue muerto
Gerlich. El presidente Bolz fue ajusticiado poco antes de terminar la guerra
acusado de complicidad en la conspiración del 20 de julio. Otro cómplice, Paul
Waschinsky, que, probablemente, fue el que instigó a Van der Lubbe a
participar en el atentado, fue eliminado igualmente en el año 1934. El capitán
Röhrbein, que en la cárcel alardeó de haber formado parte de los miembros de
las SA que incendiaron el Reichstag, fue fusilado. El jefe de las SA Ernst, que
guió al grupo por el corredor subterráneo, cometió la estupidez de escribirle a su
superior, SA-Obergruppenführer Edmund Heines, una carta que empezaba con
las siguientes palabras: «Doy a continuación un informe del incendio del
Reichstag en el que participé». Ernst fue asesinado.

Había otro cómplice: el antiguo delincuente y miembro de las SA Rall.


Fue lo suficiente ingenuo como para declarar ante un juzgado su complicidad en
el incendio. El informe había de ir al Tribunal del Reich en Leipzig, pero fue a
parar a manos de la Gestapo. Esta se había enterado de la existencia del
documento por un funcionario del juzgado, Reineking, también miembro de las
SA.

Rall fue eliminado. Un pelotón de ejecución se lo llevó una noche en un


coche a un campo de los alrededores de Berlín. Allí lo estrangularon hasta
dejarlo inerte. Los asesinos, entre los que figuraba también Reineking, cavaron
una fosa. Pero en el momento de arrojar a Rall dentro de la misma, descubrieron
que el muerto había emprendido la huida. Había recuperado el conocimiento y
vestido solo con un camisón corría a través del campo. Pero le dieron alcance, lo
estrangularon de nuevo y lo arrojaron dentro de la fosa. Reineking fue asesinado
a fines del año 1934 en el campo de concentración de Dachau.

Estas son las sangrientas huellas del incendio del Reichstag hasta que,
finalmente lograron silenciar todas las voces.

Pero en Nuremberg le recordaron nuevamente a Goering todos esos


incidentes. Y de pronto se presentó uno de los muertos...

El testigo Gisevius había estado en un error: uno de los incendiarios, el


miembro de las SA llamado Heini Gewehr, del cual se había dicho que había
muerto en el frente del Este, había sido descubierto por los defensores de
Goering. ¡Vivía!

Había sobrevivido a la guerra. Estaba en un campo de prisioneros de


guerra de los americanos en Hammelburg, cerca de Bad Kissingen. Se preveía
una gran sensación: Si Goering, realmente, no había tenido nada que ver con el
incendio... y dado que sus defensores lo sospechaban así... entonces Heini
Gewehr declararía, con toda seguridad:

—¡Todo eso son fantasías! ¡Yo no sé nada de un grupo de incendiarios! Yo


por lo menos no formaba parte de él!

Y en este caso la declaración del testigo Gisevius perdería todo su valor y


perdería valor la vieja afirmación de que los nazis habían incendiado el
Reichstag para ganar ventajas políticas del incendio y en este caso también
Goering saldría triunfante.

El abogado Werner Bross, uno de los ayudantes del doctor Otto Stahmer,
el defensor de Goering, informó de la grata nueva al acusado en la cárcel. Pero
entonces ocurrió algo muy extraño. Bross escribe en sus Memorias:

«Goering, en lugar de alegrarse, demostró una gran inseguridad... «Este


asunto lo hemos de tratar con extremo cuidado —le dijo a su abogado en
Nuremberg—. Hemos de ir con mucho cuidado con esos testigos. Incluso en el
caso de que fuera realmente las SA la que incendiara el Reichstag, esto no quiere
decir que yo supiera algo».

¿Podía el grupo de los incendiarios usar el corredor subterráneo, cuya


entrada estaba en el palacio de Goering, sin que este se enterara de ello? ¿Podía
uno de los jefes de las SA como Karl Ernst llevar a cabo una empresa de aquella
importancia sin que sus jefes estuvieran al corriente?
Goering le dijo a Bross:

—¿Y quién nos garantiza que el testigo, para comprarse su libertad, no


declarará contra mí?

El asunto fue archivado y el abogado recuerda:

«Goering no mostró el menor interés en seguir las huellas de aquel testigo


ni en tratar nuevamente el asunto.»´

La noche más misteriosa de la historia alemana continúa envuelta en el


misterio.

3. La siembra sangrienta

«Después de alcanzar un control político absoluto —declaró el fiscal


americano Frank B. Wallis—, los conspiradores nazis hicieron todo lo que estuvo
en sus manos para reforzar su poder. El primer paso que dieron en este sentido
fue la eliminación, sin ninguna clase de escrúpulos, de todos sus enemigos
políticos, que internaron en los campos de concentración o, sencillamente, les
dieron muerte. Los primeros campos de concentración datan del año 1933 y
fueron empleados para quitarles la libertad a los enemigos políticos, a los que
ponían en «prisión preventiva». Este sistema de los campos de concentración fue
creciendo y extendiéndose por toda Alemania...»

Los meses decisivos del año 1933 estaban dominados por la inquietud. Lo
que ocurría en plena calle y allí donde no les permitían la entrada a los
ciudadanos corrientes y vulgares, era calificado por los hombres del nuevo
régimen como «unificación».

La revolución nacionalsocialista seguía hacia adelante.

El cónsul Raymond H. Geist, primer secretario de la Embajada americana


en Berlín, fue testigo ocular de aquellos hechos. Entregó sus impresiones al
tribunal de Nuremberg como declaración jurada. En esta decía:

«Ya en el año 1933 fueron creados los primeros campos de concentración y


puestos a las órdenes de la Gestapo. La primera ola de los actos de terror empezó
en marzo de 1933, seguidos de violentas manifestaciones por parte del
populacho. Después de haber ganado el Partido nacionalsocialista las elecciones
de marzo de 1933, se desataron la mañana del 6 de marzo las más inconcebibles
pasiones en forma de ataques en gran escala contra los comunistas, así como
también contra los judíos y otras personas. Hordas de hombres de las SA
recorrían las calles apaleando, robando e incluso matando a seres humanos.
Aquellos alemanes que estaban custodiados por la Gestapo fueron objeto de
sangrientos atentados. Las víctimas en Alemania se calculaban en varios
centenares de miles.»

Como esta era la declaración de un testigo americano de los


acontecimientos que él había visto en el año 1933, ¿podía considerarse objetiva?

Oigamos lo que dijo sobre esto Goering cuando fue llamado a declarar
bajo juramento y en respuesta a las preguntas que le dirigió su defensor el
doctor Otto Stahmer:

Goering: «Desde luego, al principio se cometieron una serie de abusos. En


efecto, aquí y allí ocasionaron víctimas entre seres inocentes, y, también aquí y
allí, apalearon a alguien y fueron cometidos actos de violencia, pero comparados
con la magnitud de los acontecimientos, la revolución alemana fue la menos
sangrienta y la más disciplinada de todas las revoluciones de la historia de la
humanidad».

Doctor Stahmer: «¿Controló usted el trato de que eran objeto los


detenidos?»

Goering: «Di órdenes de que los detenidos no fueran maltratados. He


dicho ya anteriormente que ocurrieron ciertos desmanes y abusos que no podían
evitarse».

Doctor Stahmer: «¿Intervino usted para poner fin a aquellos abusos de los
que tuvo usted noticia?»

Goering: «Personalmente me ocupé de los campos de concentración hasta


la primavera del año 1934. Voy a hacer referencia, de un modo breve, al caso
Thälmann, pues era el más característico. Como ya es sabido por todos,
Thälmann, era el jefe de los comunistas. No recuerdo quién me dijo que
Thälmann había sido apaleado. Sin informar a mis superiores lo mandé llamar,
directamente a mi despacho, y le interrogué detenidamente sobre este particular.
Me confesó que sobre todo cuando fue detenido le habían maltratado de obra.
Entonces le dije:

«—Mi querido Thälmann, si vosotros hubieseis llegado al poder, lo más


probable es que no me hubieseis maltratado, sino que de buenas a primeras me
hubieseis cortado la cabeza.

»Y el hombre me dio la razón.


»Le rogué que en el futuro si volvía a sucederle algo desagradable me
informara inmediatamente. No siempre podría estar a su lado, pero procuraría
en todo momento que fuera tratado con toda clase de consideraciones.»

Mientras Goering contaba este incidente, no recordaba, al parecer, el


discurso que él mismo había pronunciado en público el 3 de marzo de 1933. Pero
el fiscal inglés Harcourt Barrington no se olvidó y se lo leyó:

«¡Ciudadanos! Mis medidas no serán obstaculizadas, de ningún modo,


por ciertas consideraciones legales. No quiero hacer justicia, quiero eliminar y
aniquilar, ¡nada más!»

También el fiscal general americano Robert H. Jackson interrogó a


Goering sobre la existencia de los primeros campos de concentración.

Jackson: «Cuando usted llegó al poder, ¿consideró conveniente crear los


campos de concentración para aquellos enemigos políticos que usted sospechaba
no podría reeducar?»

Goering: «La idea de los campos de concentración no surgió diciéndonos:


Aquí tenemos una serie de hombres que están en la oposición o una serie de
personalidades que sería mejor tenerlos en «prisión preventiva», sino que se
pensó en ello, espontáneamente, como acción contra los funcionarios del partido
comunista, pues eran miles y miles los que debían ser detenidos y no había
espacio suficiente para meterlos a todos ellos en las cárceles. Por este motivo fue
necesario crear los campos de concentración».

Jackson: «¿De modo que los campos de concentración fueron una


institución que ustedes consideraron necesaria, en el momento en que llegaron
al poder?»

Goering: «Exacto. Estamos hablando de cuando llegamos al poder. Luego


cambiaron muchas cosas. Más tarde, cuando había personas que eran detenidas
también por causas políticas, recuerdo muy bien que mientras yo era presidente
del Consejo de Ministros de Prusia y ministro del Reich...»

Jackson (impaciente): «Dejemos esto. No es esto lo que le preguntaba. Si


se limitara usted a contestar a mis preguntas, ganaríamos tiempo. ¿Consideraron
ustedes superfluas todas las investigaciones judiciales cuando una persona era
detenida en «prisión preventiva»?

Goering: «Relacionado con lo que usted acaba de exponer he de aclarar...»

Jackson: «Limítese a lo que haga referencia a los campos de concentración


y a la "prisión preventiva"».

En aquel momento intervino el presidente, el juez Lawrence:

—Este Tribunal opina que se le debe permitir al testigo dar todas las
explicaciones que él crea oportunas para una mejor aclaración de este punto.

Jackson: (malhumorado): «Este Tribunal es del parecer que debe usted


hacer una declaración complementaria».

Goering (sonriente): «Solo quería decir que promulgamos una disposición


que decía que todos aquellos que eran internados en un campo de concentración
debían ser informados antes de las veinticuatro horas del motivo de su
detención y entonces gozaban del derecho de nombrar un abogado».

¿Acaso estaban estas palabras de acuerdo con la declaración de Goering


de que dejaría a un lado todos los obstáculos legales? ¿Fueron realmente, en un
principio, los campos de concentración unas instituciones del todo inofensivas?

El hombre que debía estar informado, con todo detalle, de estos hechos
era el antiguo jefe de la Gestapo Rudolf Diels. Sus declaraciones fueron de suma
importancia durante el proceso de Nuremberg.

Se trataba de aclarar, con exactitud, todo lo sucedido en el año 1933.

—Respecto a los campos de concentración, nunca existió ninguna orden ni


tampoco ninguna clase de instrucciones. Fueron creados, y, de pronto, nos
encontramos que había campos de concentración —declaró Diels—. Los jefes de
las SA crearon «sus» campos cuando no querían confiar sus presos a la policía o
porque las cárceles estaban atestadas. En todo el país se apaleaba a los presos.

En todas partes organizaban los grupos de las SA cámaras de tormento


particulares, los llamados «bunker», en los cuales los revolucionarios pardos
gastaban sus energías maltratando a sus enemigos políticos. Pero las noticias se
extendieron muy rápidamente allende las fronteras y horrorizaron al mundo
entero. Era necesario hacer algo urgentemente para borrar el mal efecto que
había causado todo aquello en el extranjero. Aquellos campos y sótanos
particulares habían de ser estructurados en un sistema ordenado.

Pero las SA no tenían la menor intención de que nadie se interfiriera en


sus propios asuntos.

El jefe de la Gestapo Diels se enteró de la existencia de una de las cámaras


de tormentos en la cuarta planta de la jefatura en Berlín, en la Hedemannstrasse:
—Muchas de las víctimas habían tratado de escaparse de los malos tratos
arrojándose por las ventanas en un salto mortal. Los vecinos habían sido testigos
en varias ocasiones de uno de estos «accidentes».

«Un valiente oficial del comando Wecke —continuó el jefe de la


Gestapo— se ofreció a ayudarme a clausurar aquella cámara de tormentos. Una
sección de la policía armada con bombas de mano sitió la casa. Pero las SA
también se hicieron fuertes. Montaron ametralladoras en la entrada de la casa y
en las ventanas.

»Les grité a los hombres de las SA que Goering había ordenado que
fueran desalojadas aquellas habitaciones.

»Contestaron con risas cuando les advertí que los policías estaban
armados con bombas de mano. Pero finalmente, después de largas discusiones,
me entregaron a sus prisioneros.

»Entré en el piso. El suelo de las habitaciones había sido cubierto con paja
y varias de las víctimas que encontramos allí estaban a punto de morir de
inanición. Habían sido encerrados durante días enteros de pie en unos estrechos
armarios para que «confesaran» sus crímenes. Los «interrogatorios» empezaban
y terminaban siempre con latigazos. Casi todas las víctimas presentaban
numerosas fracturas, además de la pérdida de varios dientes.

»Cuando entramos, aquellos desgraciados estaban sentados de espalda a


la pared. Tenían heridas purulentas. No había ninguno que no presentara en su
cuerpo las señales de haber sido brutalmente apaleado. Muchos de ellos tenían
los ojos hinchados y debajo de la nariz costras de sangre. No hubo más remedio
que bajarlos uno a uno en brazos hasta los coches de la policía que aguardaban
en la calle. Eran incapaces de valerse por sí mismos. En la jefatura de policía en
la Alexanderplatz ordené que fueran examinados por los médicos. La lectura del
diagnóstico médico era capaz de provocar un desvanecimiento en el hombre de
nervios más fuerte.»

Diels informó detenidamente sobre la existencia de muchos de estos


«bunker» que paulatinamente fue eliminando, haciendo para ello uso de toda su
autoridad y en muchos casos de la fuerza. Pero resultaba mucho más difícil
poner fin a los campos de concentración que estaban bajo el control directo del
Estado. En estos casos las SA resistían e incluso a veces las SS, con las armas en
la mano a que fuera realizada una investigación.

Uno de estos campos se encontraba cerca de Papenburg. Diels informó:

—En Papenburg me había comunicado el alcalde de los desmanes y de los


abusos de los hombres de las SA con la población. Los hombres de las SA
recorrían la región como los mercenarios de la Guerra de los Treinta Años.
«Confiscaban» todo lo que se les antojaba, procedían a la detención de personas
que les disgustaban y luego los atormentaban.

«El adjunto de Goering, el secretario de Estado Grauert, autorizó el envío


de cincuenta policías de Berlín armados con carabinas. Pero nos avisaron que la
policía sería recibida con fuego de ametralladora si se atrevía a acercarse al
campamento.

Grauert destinó doscientos policías de seguridad de Osnabrück para que


sitiaran el campamento. La policía y las SS se enfrentaron con las armas en la
mano.

Diels corrió a consultar a Hitler. La situación le resultaba altamente


desagradable y misteriosa. Preguntó, para mayor seguridad, «si la policía había
de proceder con las armas contra las SS».

Hitler ordenó que se hiciera uso de la artillería de la Reichswerh y que


«barrieran» todo el campamento.

Ante esta amenaza claudicaron las SS. Pero noticias aún más alarmantes
llegaron a oídos de Diels, esta vez desde el campo Kempa, cerca de Wuppertal.

—Las SA habían torturado allí a los comunistas que tenían presos de un


modo sumamente «original» —informó el jefe de la Gestapo—. Les habían dado
de beber agua salada y luego durante los calurosos días de verano les habían
retirado toda el agua para beber. Uno de mis comisarios informó que en otra
ocasión habían obligado a los presos a subirse a los árboles, donde habían de
permanecer durante varias horas, gritando de vez en cuando, «cucut».

El proceso de Kempa, que fue celebrado en el año 1947, confirmó que los
presos eran encerrados en grupos de veinticinco en los «bunker» que solo tenían
capacidad para cinco. Por las noches eran sacados uno a uno e «interrogados»...
en otras palabras: les pegaban hasta dejarlos inconscientes. Sus gritos eran
ahogados por el himno nacional. Para maltratar a los presos habían construido
un banco de madera sobre el que obligaban a echarse a los presos. Uno de los
verdugos los agarraba por la cabeza y el otro por los pies y sus compañeros
empezaban a continuación su diabólica obra. A veces les introducían puros
encendidos en la boca y les obligaban a tragárselos.

Esto sucedía en el año 1933. Lo que había de suceder más tarde ya se


insinuaba en el horizonte con signos horripilantes...
Paulatinamente fueron disueltos aquellos campos «particulares» y
puestos bajo el control del Estado. Goering consiguió poner un poco de orden en
todo aquel tinglado.

¿Por razones de humanidad? En el estrado de los testigos en Nuremberg


declaró sobre uno de estos campos cercano a Breslau:

«Era uno de los campos que no había sido autorizado por mí.
Inmediatamente lo mandé clausurar.»

¡De modo que solo era por cuestión de quién mandaba y no por impulsos
humanitarios! Incluso uno de los testigos de descargo de Goering, el antiguo
secretario de Estado Paul Körner, hubo de confesar cuando fue interrogado por
Jackson:

Jackson: «¿Qué ocurría en aquellos campos para que tuvieran que ser
clausurados?»

Körner: «Esos campos habían sido creados sin la oportuna autorización


del primer ministro prusiano y por este motivo los prohibió terminantemente».

Jackson: «¿Fue este el único motivo? ¿Por haberlos creado sin su


consentimiento?»

Körner: «Sí, creo que sí».

Jackson: «Goering no admitía la existencia de los campos de


concentración que no estuvieran bajo su control directo, ¿no es cierto?».

Körner: «Sí».

Los campos particulares fueron transformados en campos «oficiales». Esta


era la única diferencia. Nada cambiaba en la institución. Los detenidos eran
«muertos cuando emprendían la huida», tal como luego rezaba el informe
oficial. Otros, por el contrario, se suicidaban... pero Alemania ya se había
convertido en el país del silencio más absoluto.

En las ciudades las llamas llegaban hasta el cielo. Quemaban los libros.
Miles de obras que habían ayudado a que Alemania consiguiera un puesto en la
ciencia y en la literatura mundiales eran víctimas de las llamas.

¿En qué se había convertido de la noche a la mañana aquel país de poetas


y pensadores, de inventores y compositores, de célebres investigadores, médicos
y técnicos, de famosos artesanos, de escrupulosos funcionarios y obreros
capaces? Goebbels dictaba lo que habían de decir los periódicos. Todo lo demás,
como máximo un susurro entre amigos, pues la mayoría no se enteraba en
absoluto de lo que sucedía.

Pero la Prensa en el extranjero no callaba. Y las noticias que llegaban


desde Alemania desataban oleadas de indignación. Al otro lado de la frontera
alemana se sabía ya en el año 1933 lo que el jefe de la Gestapo Diels había de
aclarar de un modo tan drástico. Miles de seres humanos eran detenidos,
torturados, asesinados.

¡Boicot contra esta Alemania!

Este era el grito en el extranjero, la reacción lógica y natural contra


Alemania. ¡No compréis artículos alemanes! ¡No paséis vuestras vacaciones en
Alemania! ¡Obligad a Alemania por medio del boicot a poner fin a esas
monstruosidades, a esas persecuciones!

En cuestión de poquísimos meses, Hitler había logrado que el prestigio


alemán en el extranjero descendiera a cero, como un termómetro que de pronto
se sumerge en agua helada. Pero Goebbels transformó los rumores: Pero esto son
diabólicas fantasías e invenciones del extranjero, todo esto ha sido propalado
por el «judaísmo internacional».

El 1.º de abril de 1933 debía celebrarse en Alemania una acción anti-


boicot, una «represalia contra aquellos embustes que difundía el extranjero».
Las víctimas señaladas de antemano: los judíos.

—¿Qué dice usted a todo esto y qué papel desempeñó en este caso
concreto? —preguntó el abogado doctor Hans Marx a su mandatario, el acusado
Julius Strelcher.

Este, que había convertido en el objetivo de su vida la persecución de los


judíos, contó en el estrado de los testigos una historia, excesivamente ingenua:

—Pocos días antes del 1.º de abril fui llamado a Munich a la Casa Parda.
Adolfo Hitler me dijo lo que yo ya conocía. En la Prensa extranjera habían
lanzado una terrible campaña contra la nueva Alemania y nosotros habíamos de
decirle ahora al judaísmo internacional: «Hasta aquí y no más». Dijo que el 1.º
de abril había sido el día fijado para nuestra acción de represalia y quería que yo
cuidara de toda la organización. De modo que me cuidé de la acción anti-boicot.
Ordené que no fuera atacado directamente ningún judío y que delante de todos
los comercios había que haber un agente de guardia para que no se atentara
contra la propiedad privada. Lo cierto es que aquel día, con la excepción de unos
pequeños incidentes sin importancia, todo transcurrió dentro de la mayor
normalidad.

Sí, todo transcurrió dentro de la mayor normalidad. En los cristales de los


escaparates de los comercios judíos pintaron grandes estrellas de David, los
miembros de las SA impedían la entrada a todos los clientes, los guardias se
situaban delante de las puertas de las oficinas de los abogados y médicos judíos
y en todas partes pegaban grandes carteles: «No compréis a los judíos». Y
durante todo el día grandes camiones cargados de miembros de las SA gritando
a coro: «¡Judíos, morid!» recorrieron la ciudad.

Con aquella acción Goebbels, pretendía acallar la voz de la verdad.

Mientras tanto también actuaba la máquina legislativa y de las


disposiciones. En el Boletín Oficial del Reich del año 1933 los hechos no
admitían ninguna clase de dudas: Los acusados Frick y Neurath habían firmado
la anulación de los derechos de ciudadanía a los judíos inmigrados. Frick excluía
a los judíos de todos los cargos oficiales de la Prensa y de la Radio, los expulsaba
de las universidades, de las profesiones médicas, jurídicas e incluso agrícolas.

Las maniobras de la política exterior alejaron la atención del mundo de


aquellos sucesos interiores del país: Hitler abandonó la Conferencia del
Desarme y declaró que Alemania se separaba de la Sociedad de las Naciones.
Quería gozar de libertad de movimientos. Y ya tenía al alcance de sus manos el
siguiente objetivo: rearme...

Los cien mil hombres de la antigua Reichswehr se convirtieron en los


millones de soldados de la nueva Wehrmacht. Pero en este punto Hitler había de
vencer antes un nuevo obstáculo: ¿Qué podía hacer con los millones de hombres
de su ejército revolucionario, sus SA? Para Hitler, Röhm y sus SA se habían
convertido en algo muy molesto. No podía consentir otro poder aparte del suyo.
Tenía que eliminar toda posible resistencia.

«No debemos olvidar la matanza del 30 de junio de 1934 cuando


hablamos de cómo Hitler aniquila toda resistencia en el interior del país —
leemos en el Acta de Acusación de Nuremberg—. Esta matanza es conocida con
el nombre del «putsch» de Röhm y revela los métodos que estaban dispuestos a
llevar a la práctica Hitler y sus colaboradores más íntimos, entre estos el acusado
Goering, con el fin de aniquilar toda posible resistencia y reforzar su poder.
Aquel día fue asesinado Röhm, jefe del Estado Mayor de las SA desde el año
1931, por orden expresa de Hitler. La «vieja guardia» de las SA fue aniquilada
sin ninguna compasión y sin previa advertencia. En aquella ocasión fueron
asesinadas todas las personas que en uno u otro momento se habían opuesto a
los planes de Hitler.»
De nuevo fue Hermann Goering el que durante el Proceso de Nuremberg
tuvo la oportunidad de explicar su actitud ante los sangrientos acontecimientos
rodeados de tantos misterios del 30 de junio de 1934, pues él era uno de los
principales acusados de la matanza. He aquí su versión oficial:

«Las diferencias principales entre Röhm y nosotros consistía en los


siguiente: Röhm pretendía seguir un curso mucho más revolucionario. Cuando
nos hicimos cargo del poder, Röhm quiso, a toda costa, tener a sus órdenes el
Ministerio de la Reichswehr. Pero el Führer se lo negó rotundamente.

»Pocas semanas antes del «putsch» de Röhm me confesó uno de los jefes
de las SA que había oído decir que se forjaba un plan para derrocar a Hitler y a
sus colaboradores más íntimos. Conocía muy bien a Röhm. Le mandé llamar y le
expuse todo lo que me habían dicho. Le recordé aquellos tiempos en que
habíamos luchado juntos y le exigí que en todo momento le fuera fiel al Führer.
Me contestó que en ningún momento había pretendido emprender ninguna
acción contra el Führer.

»Poco después recibí nuevas informaciones que me decían que estaba en


estrecho contacto con aquellos círculos que pretendían, igualmente, enfrentarse
a nosotros. El grupo estaba constituido por los que se habían reunido alrededor
del antiguo Canciller del Reich, Schleicher. Y también del grupo que ahora
formaban en las filas del antiguo diputado del Reichstag, Gregor Strasser, que
había sido expulsado del Partido. Me consideré obligado a explicarle todo esto al
Führer. Con gran sorpresa por mi parte Hitler me contestó que también él había
sido debidamente informado y que consideraba la situación muy peligrosa. Pero
quería aguardar el desarrollo de los futuros acontecimientos sin perderlos de
vista un solo instante. El siguiente acto se desarrolló tal como acaba de exponer
el testigo Körner.»

Paul Körner, secretario particular de Goering durante aquellos días, había


contestado dos días antes desde el estrado de los testigos de Nuremberg a las
palabras del defensor Otto Stahmer:

Doctor Stahmer: «¿Qué sabe usted en relación con la rebelión Röhm?».

Körner: «Me enteré de que había sido planeado un levantamiento por


parte de Röhm cuando se encontraba en compañía del mariscal de campo en
Essen, donde asistíamos a la boda del Gauleiter Terboven. Durante la boda
Himmler se presentó e informó detenidamente a Hitler. Posteriormente el
Führer habló de todo esto con Goering...»

Doctor Stahmer: «¿Qué instrucciones recibió Goering?


Körner: «El Führer dio órdenes al mariscal de campo de regresar
inmediatamente a Berlín después de la boda, pues él mismo quería trasladarse al
Sur de Alemania para averiguar personalmente lo que había de verdad en todos
aquellos rumores.»

Dejemos que sea Goering quien continúe el relato:

«Recibí órdenes de proceder en el Norte de Alemania contra los hombres


del grupo Röhm. Algunos habían de ser detenidos. Respecto a Ernst y dos o tres
más, el Führer ordenó en el curso del día que fueran ejecutados. El Führer se
trasladó a Baviera, donde se celebraba la última reunión del Grupo Röhm, y
detuvo personalmente a Röhm y a sus colaboradores más íntimos en Wiesse.
Aquellos días el asunto ya había adquirido un carácter muy amenazador porque
algunos de los grupos de las SA ya habían sido armados y concentrados. Solo se
produjo un incidente durante el cual perdieron la vida dos miembros de las SA.
Cuando fue registrado el cuartel general de Ernst, en Berlín, descubrieron en los
sótanos pistolas y ametralladoras.

»No existía ninguna orden de fusilar también a los restantes detenidos.


Pero, durante la detención del antiguo canciller del Reich, Schleicher, este y su
esposa fueron muertos. La investigación que se llevó a cabo demostró que
Schleicher había querido hacer uso de una pistola. Entonces los dos agentes
sacaron a relucir sus pistolas y en aquel momento la señora Schleicher se le echó
al cuello y fue cuando se le disparó el arma. Nosotros lamentamos muy
vivamente este incidente.

»En el curso de la noche me enteré de que habían sido fusilados otros


hombres. Incluso algunos que no tenían nada que ver con el «putsch» de Röhm.
El Führer regresó aquella misma noche a Berlín. Cuando me enteré que había
regresado, fui a verle y le rogué publicara una orden prohibiendo futuras
ejecuciones, a pesar de que dos personas que estaban muy complicadas en la
conspiración y que el Führer había ordenado fusilar, todavía estaban vivas. Estas
dos personas se salvaron.

»Le rogué que procediera en este sentido ya que no quería que el caso se
le escapara de las manos, como ya había ocurrido en parte. Insistí en que debía
poner fin al derramamiento de sangre. El Führer dio la orden en mi presencia. La
acción fue comunicada luego al Reichstag y este aprobó la ley de urgencia.»

Poco más tarde fue interrogado nuevamente Goering por Jackson:

Jackson: «¿Qué delito había cometido Röhm para ser fusilado?»

Goering: «Röhm preparó un golpe de Estado durante el cual había de ser


muerto el Führer y a continuación quería lanzar una revolución dirigida
principalmente contra el Ejército».

Jackson: «¿Estaban ustedes en posesión de pruebas?»

Goering: «Teníamos pruebas más que suficientes».

Jackson: «Pero no se le dio la oportunidad de defenderse ante un tribunal


como a usted en este caso, ¿verdad?»

Goering: «Está usted en lo cierto. Quería cometer un acto revolucionario y


por este motivo Führer consideró necesario ahogar el crimen en su germen, no a
través de un largo proceso jurídico, sino por un aplastamiento inmediato de la
revuelta».

Jackson: «¿Quién mató a Röhm? ¿Lo sabe?»

Goering: «No sé quién lo fusiló».

Jackson: «Entre los que fueron muertos también se encontraba Erick


Klausner, el jefe de la Acción Católica alemana, ¿verdad?

Goering: «Klausner estaba, igualmente, entre los que fueron muertos y fue
precisamente el caso Klausner el que me impulsó a rogar al Führer que pusiera
fin a otros derramamientos de sangre, pues en mi opinión Klausner fue muerto a
pesar de ser inocente».

Jackson: «Pero cuando solo faltaban dos para completar la lista entonces
intervino usted exigiendo que se pusiera fin a los asesinatos. ¿He dicho la
verdad?»

Goering: «No, no fue así. Cuando reconocí que habían sido muertas una
serie de personas que no tenían nada que ver con el caso, fue cuando intervine, y
entonces solo quedaban vivas dos personas que el Führer había ordenado fueran
fusiladas, esto es cierto».

Esta fue la exposición oficial de los hechos por parte de Goering tal como
Hitler las comunicó también oficialmente en el año 1934.

Pero un testigo en Nuremberg desfiguró un poco este bonito relato. El


defensor del antiguo ministro del Interior Wilhelm Frick, doctor Otto
Pannenbecker, interrogó a Hans Gisevius, que en aquellos tiempos trabajaba en
el departamento de policía del Ministerio del Interior. Lo que Gisevius declaró
bajo juramento era bastante diferente:
—He de decir, en primer lugar, que nunca existió nada parecido a un
«putsch» Röhm. El 30 de junio solamente existió un «putsch» Goering-Himmler.
Estoy en situación de dar algunos detalles sobre esto, pues en el departamento
de policía donde yo trabajaba nos ocupamos extensamente del caso y fui testigo
cercano de todo lo acontecido. Las SA no se rebelaron, lo que no quiero sea
interpretado como una disculpa hacia los jefes de las SA. Lo cierto es que por un
lado se levantaban las SA con su jefe Röhm y por otro Goering y Himmler.
Pocos días antes del 30 de junio dieron un permiso general a las SA. Y los jefes
de las SA fueron invitados por Hitler a celebrar una conferencia en Wiessel
precisamente el día 30 de junio. No es corriente que unos hombres que van a
participar en una revuelta vayan al lugar de concentración en coches camas.
Fueron sorprendidos en la estación y fusilados allí mismo.

«El llamado «putsch» de Munich es una pura fantasía. Las SA de Munich


no hicieron el menor intento de rebelión y Röhm y Heines, los supuestos
cabecillas de la revuelta, dormían tranquilamente a una hora en coche de
Munich, sin tener la menor sospecha de que en aquella ciudad hubiese estallado
un levantamiento de las SA tal como pretendían Hitler y Goering.

»El «putsch» de Berlín lo seguí desde muy cerca. Y en este golpe de Estado
no intervinieron para nada las SA. Uno de los supuestos cabecillas de la
revuelta, el SA-Gruppenführer Karl Ernst, estaba muy ocupado los días
anteriores al 30 de junio ya que circulaban rumores por Berlín que decían que
las SA intentarían un levantamiento. Solicitó ser recibido por el ministro del
Interior Frick para darle toda clase de garantías que las SA no pretendían
realizar en absoluto un golpe de Estado. Asistí a aquella entrevista fuera de lo
corriente en la que un jefe de las SA le aseguraba al ministro del Interior que no
tenían la menor intención de lanzar un golpe de Estado.

»Karl Ernst emprendió a continuación un crucero de recreo a Madeira. El


30 de junio fue detenido a bordo del transatlántico y llevado a Berlín donde fue
ejecutado. Fui testigo de su llegada al campo de aviación de Tempelhof, lo que
encontré muy interesante, pues horas antes había leído en los periódicos que ya
había sido ajusticiado.

»De modo que este es el asunto «putsch» de Röhm y de las SA. Estaba
presente cuando el acusado Goering informó a la Prensa el 30 de junio. En esta
ocasión dijo que había estado esperando la señal de Hitler y que entonces había
reaccionado muy violentamente, rápido como un rayo y había ampliado el
círculo de sus atribuciones. Esta «ampliación» les había costado la vida a muchas
personas inocentes. Recuerdo especialmente al general von Schleicher y su
esposa, von Bredow, el Director ministerial Klausner y muchos otros.»

Los misterios del llamado «putsch» de Röhm no fueron revelados por las
declaraciones de Gisevius. La investigación judicial y diferentes procesos antes
los tribunales alemanes celebrados a partir del año 1945 nos ofrecen un cuadro
bastante claro de lo ocurrido: Hitler, Goering y Himmler eliminaron, el 30 de
junio de 1933, con el pretexto de un supuesto levantamiento de las SA, a todos
los enemigos introducidos en sus propias filas. La vieja guardia, que durante
doce años había luchado por Hitler y que ahora exigía su recompensa, fue
aniquilada. Unos cómplices molestos, como Schleicher, Ernst, el incendiario del
Reichstag y sus compañeros, que todavía estaban vivos, fueron acallados para
siempre.

¿Por qué eligió Hitler la fecha del 30 de junio para la matanza?


Hindenburg ya era, en aquellos días, un hombre moribundo. Cabía esperar su
fallecimiento de un momento a otro... y con ello se planteaba la cuestión de
quién le sucedería como presidente del Reich y jefe de Estado.

El canciller Hitler quería ser jefe de Estado, pues solo de este modo podría
llegar a ejercer el mando sobre el Ejército. Tenía que actuar y eliminar todos los
enemigos mientras Hindenburg todavía viviera. Röhm y sus tres millones de SA
representaban para él, sin duda alguna, el mayor de los peligros. Por este motivo
Röhm había de morir.

El acusado Hans Frank, que en el año 1934 todavía era ministro del
Interior bávaro, escribió en su celda de Nuremberg sus impresiones sobre el
decisivo golpe de Hitler en Munich.

«Cuando me informaron que nuestra cárcel de Stadelheim era el lugar


donde habían concentrado a casi todos los detenidos, fui a verlo personalmente.
Desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde habían ingresado allí a
unos doscientos jefes de las SA que habían sido conducidos por las SS y «por
orden del Führer» como «prisioneros del Reich» encerrados en las celdas. Al
enterarme de los nombres comprendí, en el acto, que se encontraban allí la
mayor parte de las jerarquías de las SA de casi toda Alemania y todos los jefes
de Sección del Alto Mando de las SA.

»Una hora antes del mediodía llegó Röhm acompañado por todos sus
ayudantes y hombres de confianza. Todos ellos fueron destinados a distintas
celdas. Crucé los corredores mientras pensaba lo rápido que puede cambiar el
curso de la vida de un hombre. Ayer Röhm todavía era un hombre que gozaba
de poder, de autoridad e influencia... ¡y lo tenían encerrado en una celda!

»Mandé que abrieran la puerta de la celda y entré. Se alegró al verme y


me dijo:

»—¿Qué significa todo esto? Esta mañana me ha detenido Adolfo Hitler


personalmente en Wiessel. Me ha sacado de la cama. ¿Qué ocurre? Doctor Frank,
yo soy soldado, siempre he sido soldado. El Führer está influenciado por mis
enemigos mortales. Ya lo verá usted, destruirán las SA completamente. No tengo
miedo por mí, pero, se lo ruego a usted, cuide usted de los míos...

»Sus ojos, graves y suplicantes, me contemplaban. Cuando me separé de


él fue una despedida para siempre. Mientras me estrechaba la mano, Röhm me
dijo:

»—Todas las revoluciones se comen siempre a sus propios hijos.

»Le dejaron a Röhm una pistola sobre la mesa para que se quitara la vida.
Pero se negó.

»—¡Quiero que sea el propio Hitler quien me fusile! —gritó.

»Hacia el mediodía sonó una salva en el patio de la cárcel. Había


empezado la ejecución de los jefes de las SA.

»Röhm golpeaba contra la pared de su celda y pedía café. Se lo sirvieron


en una taza de latón. Tomó el café y arrojó el vaso contra la pared y continuó
gritando:

»—¡Quiero que me sirvan un café decente, y no esa mierda para


presidiarios!»

Un antiguo agente de la gendarmería bávara, Johann Mühlbauer, declaró,


en 1957, como testigo en el proceso celebrado en Munich contra Sepp Dietrich y
Michael Lippert, cómo se realizó el último acto del drama:

«Dos hombres de las SS penetraron en la celda de Röhm. Uno de ellos


gritó:

»—Señor jefe del Estado Mayor, ¡prepárese!

»Röhm estaba con el pecho descubierto y los ojos cerrados en el centro de


la celda.

»Uno de los jefes de las SS ordenó:

»—¡Fuego!

»Los dos dispararon casi al unísono.

»Röhm cayó hacia atrás y su pesado cuerpo golpeó las frías baldosas.
»—¡Mein Führer! ¡Mein Führer! —gritó el moribundo.

»—Esto lo hubiese debido pensar antes, no ahora que ya es demasiado


tarde —comentó uno de los asesinos y se volvió hacia su compañero—.
Dispárele usted el tiro de gracia.

»El jefe de las SS se inclinó, apoyó la pistola en el pecho de Röhm y


disparó.»

Röhm había muerto, y con él las SA..., ya no volverían a desempeñar


ningún papel de importancia. Habían desaparecido todos los que se habían
atrevido a mirar entre bastidores, todos aquellos que hubiesen podido
representar un obstáculo para Hitler.

4. Viena, 25 de julio de 1934

—Si fuera responsable de todos los asesinos alemanes que actuaron en el


extranjero, entonces hubiese sido un hombre muy ocupado...

El hombre que pronunció estas palabras en el estrado de los acusados,


durante el proceso de Nuremberg, era el antiguo ministro de Asuntos Exteriores
de Hitler, Constantin von Neurath.

La confesión fue sensacional.

Hitler ya no tenía nada que temer en el interior del país. Ahora podía
cruzar las fronteras. Los incidentes se iban acumulando.

—El lunes, 23 de julio de 1934, fue apresado un barco cargado de


explosivos en el lago de Constanza por la policía suiza, que se incautó del
mismo. Se trataba de un envío de bombas y armas alemanas a Austria.

Sidney S. Alderman, del ministerio público americano, leyó esta frase.


Habían sido escritas en el Diario del embajador de los Estados Unidos en Berlín,
William F. Dodd.

«En mi opinión, se trataba de un síntoma muy peligroso», añadió Dodd


en su diario. En efecto, dos días más tarde ocurría algo que, por primera vez
desde la subida al poder Hitler, advertía al mundo de sus planes futuros. Los
asesinos de los que hablaba Neurath se habían reunido para dirigir un golpe de
Estado en Viena. Caído por los disparos de los asesinos, el canciller federal
austríaco doctor Engelbert Dollfuss se desangraba. Su muerte fue lenta y cruel,
mientras sus asesinos, sentados en unas sillas cercanas, fumaban tranquilamente
unos cigarrillos y le negaban toda asistencia médica y espiritual.

A la misma hora, Hitler asistía en un palco de la Ópera de Bayreuth a la


representación de Oro del Rhin. Pero solo escuchaba con un oído, ya que con el
otro prestaba atención alternativamente a sus ayudantes, Julius Schaub y
Wilhelm Brückner, que le susurraban las noticias que iban llegando de Austria.

Las últimas noticias decían que la acción de la SS Standarte 89 había


fracasado y que Mussolini había mandado, con toda rapidez, sus tropas al
Brennero para ayudar a Austria frente a Hitler.

«Después de la representación, el Führer estaba muy excitado —escribió


Friedelind Wagner, testigo de todo lo sucedido aquel día en Bayreuth—. Tenía
una expresión terrible.»

A pesar de que después del fracaso del golpe de Estado, en realidad


hubiese tenido que hacer infinidad de cosas, se dirigió al restaurante de la
Ópera.

—He de ir allí para que me vean —explicó a sus íntimos—. En caso


contrario, creerán que tengo que ver algo con todo eso.

—Por las pruebas que obran en nuestro poder —declaró el fiscal general
inglés sir Hartley Schawcross, once años después en Nuremberg—, existen muy
pocas dudas de que el asesino de Dollfuss fue dirigido desde Berlín y ordenado
por Hitler seis semanas antes.

El Anschluss de Austria, que en el año 1938 se llevó a cabo con un


brillante éxito, fracasó en el año 1934. Y con él falló también el primer intento de
Hitler de extender las fronteras de su poder. De todos modos, el intento reveló
los métodos que pensaba utilizar para dirigir su política exterior. Todo lo que
sucedió el 25 de julio de 1934 en Austria, se repitió posteriormente en una u otra
forma.

—Y yo me pregunto —indicó Jackson a Goering en un


contrainterrogatorio—, ¿es verdad que Hitler ordenó que colocaran una lápida
conmemorativa en Viena en honor de los hombres que habían asesinado a
Dollfuss y que él mismo depositó una corona al pie de la lápida? ¿Es verdad lo
que digo? ¿Puede usted contestar con un sí o con un no?

—No, no puedo contestar con un sí o con un no —repuso Goering,


evasivo. Es la primera vez que oigo hablar de todo esto.

—El Gobierno alemán negó toda relación con el «putsch» y el asesinato de


Dollfuss —declaró Sidney S. Alderman en Nuremberg—. Vamos a estudiar aquí
cuál era la situación cuatro años más tarde, el 25 de julio de 1938, después del
Anschluss de Austria. Entonces los altos funcionarios alemanes ya no
expresaban su disgusto por la muerte del doctor Dollfuss. Revelaban
voluntariamente lo que ya sabía todo el mundo, es decir, que se identificaban
plenamente con el asesinato del antiguo canciller federal austríaco.

Alderman añadió a continuación:

—La lápida conmemorativa, señores del Tribunal, hoy está destrozada,


como tantas otras cosas, también aquí en Nuremberg, pero descubrimos una
fotografía en la Biblioteca Nacional de Viena. Deseo presentar como prueba esta
fotografía que fue hecha cuatro años después del golpe de Estado. Una guirnalda
de flores rodea la lápida y la cruz gamada, el símbolo nazi, se ve claramente en
la guirnalda. En la fotografía se puede leer claramente el texto de la lápida:
Ciento cincuenta y cuatro alemanes de la 89 SS-Standarte lucharon aquí por
Alemania el 25 de julio de 1934. Siete hallaron la muerte a manos del verdugo.

«Confieso que tanto la lápida como la fotografía me interesan de un modo


extraordinario. Las palabras elegidas para conmemorar el crimen, y no cabe la
menor duda de que las palabras fueron esculpidas cuidadosamente, revelan
claramente que los hombres que participaron en la acción no eran unos rebeldes
austríacos descontentos, sino que eran miembros de un grupo organizado
militarmente que lucharon allí por Alemania. No creemos necesaria otra
prueba.»

¿Cuál era la situación en Austria en el año 1934? Al frente del Gobierno


había un hombre cuya ambición y energía no estaban en proporción con su
presencia física. El doctor Engelbert Dollfuss era un hombre muy bajo y por este
único motivo objeto de muchas bromas. Pero Dollfuss se reía muy cordialmente
cada vez que le contaban un chiste sobre su persona. Era un hombre de
categoría, un hombre de gran habilidad diplomática y, sin embargo, no supo
hacer frente a los problemas de su época y cometió algunos errores políticos.

Dollfuss era un dictador cristianosocial y había aprendido en la escuela


de su hermano mayor: Benito Mussolini. Se entrevistó repetidamente con el jefe
del Gobierno italiano solicitando sus consejos. Mussolini, entonces, no era
todavía amigo de Hitler. Al contrario, temía que la fuerza y la influencia de
Hitler en Europa llegaran a ser demasiado grandes. A Dollfuss llegó incluso a
decirle que uno de sus objetivos consistía en «liberar a los pueblos del Danubio
del dominio de la raza germana».

Dio muchos consejos políticos a su colega austríaco que fueron revelados,


algunos años más tarde, cuando fue publicada la correspondencia secreta entre
los dos estadistas. Mussolini deseaba una Austria fascista y exigía de Dollfuss
que se enfrentara radicalmente a los socialdemócratas y los nacionalsocialistas.

Dollfuss, que estaba en peligro de ser aplastado entre las izquierdas y las
derechas, siguió los consejos de Roma. En febrero de 1934 aprovechó el pretexto
de una amenaza de huelga por parte de los socialdemócratas para emplazar los
cañones en el barrio obrero de Viena. Prohibió el partido socialista y el partido
nacionalsocialista. Y sucumbió al destino de todos los dictadores: tenía que
gobernar por la fuerza, someter, censurar, aniquilar... y crear campos de
concentración. «Residencias», como los llamaban en Austria.

También Hitler se encontraba en una situación muy difícil. Quería el


Anschluss de Austria, pero, al mismo tiempo, también quería una estrecha
colaboración con Mussolini. Por este motivo declaró públicamente que
garantizaba la independencia de Austria. Con esta declaración pretendía
tranquilizar a Mussolini. Además, estaba convencido que los acontecimientos en
Austria evolucionarían a su favor sin que él tuviera necesidad de intervenir
directamente. Su delegado, el jefe nacional del partido nacionalsocialista, Theo
Habicht, recibió plena libertad para dirigir los actos de terror y de sabotaje.

En el proceso de Nuremberg fue nuevamente Goering el que pudo dar un


relato más amplio sobre estos acontecimientos:

«—Era lógico y natural que habíamos de crear el momento propicio para


que la unión de los dos pueblos hermanos de sangre alemana pudiera tener
lugar. La garantía que dio Hitler en relación con la soberanía de Austria no era
ningún engaño, sino que habló completamente en serio. Lo más probable es que
por el momento no viese ninguna posibilidad. Yo mismo era mucho más radical
en este caso concreto y rogué repetidas veces no se comprometiera a nada en la
cuestión austríaca. Pero él creía que estaba obligado con respecto a Italia.

»Es lógico, además, pensar que después de haber llegado el partido


nacionalsocialista al poder en Alemania, el partido nacionalsocialista austríaco, a
medida que pasaban los días, se veía cada día más fuerte. De esto resultaba una
situación muy tensa, sobre todo en Austria. Esta tensión había de ir cediendo.
Este fue el origen de la lucha política. Es natural que nosotros tuviéramos más
simpatía a los nacionalsocialistas, aumentada por el hecho que el partido
austríaco era perseguido con mucha saña. La mayoría eran internados en
campos, semejantes a nuestros campos de concentración.»

El cónsul general americano, que entonces estaba en Berlín, George S.


Messersmith, futuro embajador en Viena, presentó una larga declaración jurada
en Nuremberg. Relataba igualmente estos hechos:
«Poco después de llegar los nazis al poder, altos funcionarios del
Gobierno alemán me indicaron que el Anschluss de Austria era una necesidad
política y económica y que este se llevaría a cabo sin importar los medios que
fueran necesarios para ello. La única duda que existía era cuándo y cómo.
Durante mi estancia en Austria me comunicaron en varias ocasiones el canciller
Dollfuss, el presidente Miklas y otros altos funcionarios del Gobierno austríaco,
que el Gobierno alemán ejercía, continuamente, una presión sobre el Gobierno
austríaco.»

¿Cuál era esta presión? Grupos del partido nacionalsocialista llevaban a


cabo actos de terror en la ilegalidad. Cuando el peligro se cernía sobre ellos,
cruzaban la frontera alemana. Messersmith declaró ante el Tribunal de
Nuremberg:

«—Los actos de terror estaban a la orden del día. Los atentados con
bombas iban dirigidos en primer lugar contra los ferrocarriles, los centros de
turismo y la Iglesia católica, que a los nazis les parecía la organización más
poderosa que se enfrentaba a ellos. Durante este período me informaron altos
funcionarios del partido nazi que estos atentados eran dirigidos por ellos.
Durante mis conversaciones con los altos jefes nazis, no trataron nunca de
ocultar estos hechos. Al contrario, se hacían personalmente responsables de estas
actividades en Austria.»

Además de los actos de terror, los nazis trataban de ejercer una presión
sobre Austria con la Legión austríaca. Esta organización, una fuerza militar de
varios miles de hombres, estaba emplazada en la frontera austríaca en Alemania
como una amenaza directa y constante. No cabía la menor duda de que era
apoyada, en todos los sentidos, por el Gobierno nazi de Alemania, ya que, en
caso contrario, no hubiese podido existir. También habían sido los alemanes los
que la habían armado y estaba compuesta por nazis austríacos que habían huido
de su país.

El 25 de julio de 1934 provocaron el golpe de Estado durante el cual


perdió la vida el canciller federal Dollfuss.

«El doctor Kurt Rieth, embajador alemán en Viena, estaba al corriente de


todo», leemos en la declaración de Messersmith.

Cuatro semanas antes del «putsch», el ministro de Propaganda Goebbels,


según declaró Messersmith, bajo juramento, en Nuremberg, le había dicho al
embajador italiano Cerutti: «Dentro de un mes tendremos un Gobierno nazi en
Austria».

El 25 de julio de 1934 amaneció radiante, sin nubes, era un hermoso día de


verano. En Viena todo estaba tranquilo, alegre, nadie podía prever nada malo.

En la comisaría de policía del Distrito XVI, el comisario Johann Dobler


sostenía un papel en la mano en el cual aparecía escrito:

«89 — 1/4 1 horas, Siebensterngasse, número 11.- Gimnasio federal.»

Este era el lugar en donde habían de reunirse los que debían tomar parte
en el «putsch». Dobler era considerado, por los conjurados, como uno más de
ellos. Había de tomar parte en la acción.

Pero Dobler no tomó parte.

Su conciencia se lo impidió en el último instante. Cogió el teléfono y


llamó al Frente patriótico, el partido del Gobierno Dollfuss.

—Se trata de un asunto urgente —indicó por teléfono—. No puedo


decirles mi nombre, pero soy inspector de la policía. Dentro de un cuarto de hora
estaré frente al café Weghuber. Por favor, manden a alguien.

El secretario del Frente patriótico mandó a un hombre de confianza, Karl


Mahrer, al lugar convenido. Mahrer y Dobler entraron en la cafetería y pidieron
un café. El funcionario de la policía enseñó sus papeles y exigió que también su
interlocutor enseñara su documentación. Y a continuación le contó una historia
fantástica:

—Para esta tarde está planeado un atentado contra la vida de Dollfuss. Ha


de ser prevenido a toda costa. Me han invitado a participar en ese golpe de
Estado...

Mahrer estaba horrorizado. Quiso la casualidad que en el mismo café se


sentara, en otra mesa, un íntimo conocido de Mahrer, el antiguo capitán Ernst
Mayer. Mayer desempeñaba un papel importante en el Heimatschutz y contaba
con muy buenas relaciones con el Gobierno. Mahrer invitó al capitán a sentarse
en su mesa y Dobler hubo de repetir aquella fantástica historia.

Pocos minutos más tarde, Mayer llamaba por teléfono al segundo hombre
del Gobierno, el comisario general del Estado, comandante Emil Fey. Mayer hizo
unas vagas insinuaciones y le dijo finalmente a Fey que no podía contárselo
todo por teléfono. Acordaron una nueva cita.

Se perdía un tiempo precioso.

Dobler, Mahrer y Mayer fueron a otra cafetería, el café Central. Allí ya les
esperaba un enviado de Fey y Dobler repitió por tercera vez su historia. El
hombre de confianza de Fey escuchó atentamente el relato, se despidió y algo
más tarde informaba a su superior. El comisario de Estado, Fey, no se extrañó,
pues ya por otra parte le habían informado de algo parecido.

A pesar de todo, consideró conveniente informar al canciller federal. El


doctor Engelbert Dollfuss celebraba en aquellos momentos reunión de ministros
y estaba reunido todo el Gobierno. Tenía la intención de entrevistarse
nuevamente con Mussolini. Su esposa y los hijos ya se le habían adelantado y
estaban en Riccione, y él quería despachar una serie de asuntos en Viena antes
de ir allí.

Fey entró silencioso en la sala de reuniones, se inclinó hacia Dollfuss y le


dijo en voz baja que había de hablar un momento con él a solas.

—¿Tan importante es? —preguntó el canciller, al que le había disgustado


la interrupción.

—Muy importante —insistió Fey.

Los dos hombres se retiraron a la antesala y Fey le expuso al canciller lo


que estaba en juego.

Más tarde se dijo que Fey había tardado en prevenir al jefe del Gobierno
del peligro que se cernía sobre él, pues no le tenía ninguna simpatía. Sin
embargo, no existe ninguna prueba que confirme esta teoría.

Lo cierto es que esta entrevista se celebró cuando ya era demasiado tarde.


Dollfuss no le dio al principio ninguna importancia a lo que le contó Fey. Ya
hacía meses que bajo la impresión de los actos de terror por parte de los
nacionalsocialistas se venía hablando en toda Austria de un golpe de Estado...,
pero luego había resultado que se trataba de un rumor sin fundamento.

—Y esta vez ocurrirá lo mismo —comentó Dollfuss.

—No, esta vez va muy en serio —insistió Fey.

Tuvo que conversar largamente con el canciller hasta que, por fin, este
decidió adoptar algunas medidas. Dollfuss regresó a la sala donde estaba
reunido el Gobierno en pleno, informó detenidamente a los ministros y les rogó
que regresaran a sus puestos en espera de nuevas instrucciones.

—En el caso de que no ocurra nada —dijo dudando todavía de la


veracidad de los informes—, nos volveremos a reunir aquí a las cinco.

Suspendieron la reunión. Dollfuss se quedó en la Cancillería en


compañía de Fey y el director de Seguridad, secretario de Estado Karl
Karwinsky.

Las medidas policíacas, que mientras tanto habían ordenado a disgusto


tanto Dollfuss como Fey, se cumplían con vacilaciones y con retraso. En el
Gimnasio federal en la Siebensterngasse el comisario de la policía criminalista
veía cómo docenas de hombres se quitaban sus ropas de paisano y se ponían los
uniformes del regimiento «Deutschmeister». Vio cómo llegaban unos camiones,
cómo cargaban cajas de munición y cómo saltaban a los mismos unos falsos
soldados. Telefoneó con su oficina. Le prometieron movilizar a unos cuantos
detectives, pero no hicieron nada.

Mientras tanto, los dos camiones cargados con los conspiradores ya


corrían hacia el centro de la ciudad, donde estaba situada la Cancillería. Otro
grupo, a las órdenes de Hans Domes, se hallaba camino de la Ravag, la Radio-
Verkehrs-AG, para ocupar el edificio de la emisora de radio. Un tercer grupo, al
mando del agente de las SS Max Grillmayer, se dirigía en un coche turismo en
dirección a Velden, junto al lago Wörther, para detener al presidente federal
Miklas, que se encontraba allí pasando las vacaciones.

El primer grupo llegó, sin encontrar la menor resistencia, al Ballhausplatz.


Delante de la Cancillería solo había la guardia de honor con fusiles descargados.
Abrieron, en el acto, las pesadas puertas de entrada a los camiones. Los
uniformes del regimiento «Deutschmeister», que se habían puesto los asesinos,
no despertaban sospechas. Creyeron que se trataba de soldados del Ejército
regular federal.

Eran las doce horas y cincuenta y tres minutos.

En el patio, los hombres de las SS saltaron de los camiones. Los pocos


policías que estaban de servicio fueron desarmados sin ninguna dificultad. A
continuación, los rebeldes entraron en el edificio. Tenían un plano exacto del
antiguo palacio de Metternich, un poco complicado en su concepción
arquitectónica, y rápidamente ocuparon todas las posiciones clave. Unos quince
funcionarios de la Cancillería, policías y conserjes fueron detenidos y
concentrados en el patio.

El grupo central de los conspiradores, unos ocho hombres, corría mientras


tanto por los corredores y escaleras hacia las habitaciones donde suponían que
se encontraban, en aquellos momentos, Dollfuss y los restantes miembros del
Gobierno.

El ruido del asalto ya había llegado a la sala de las columnas, el histórico


salón de reuniones. El canciller federal sabía, por fin, que la situación estaba
repleta de peligros y que los informes que le habían dado eran justificados. El
director de Seguridad Karwinsky cogió a Dollfuss por el brazo y le dijo excitado:

—¡Subamos al tercer piso, señor canciller, allí estará usted seguro!

Confuso y desconcertado, Dollfuss siguió el consejo. Pero a los pocos


pasos les salió al encuentro el mayordomo Hedvicek, un hombre que le era fiel
al canciller.

—¡No, no! —gritó a Dollfuss—. Venga usted conmigo, por una puerta
secreta le llevaré al Archivo del Estado y desde allí saldremos a la calle.

Dollfuss vacilaba. Era una escena dramática. Karwinsky tiraba del


canciller por un brazo, Hedvicek por el otro. Durante unos segundos, los dos
hombres trataron de convencer al canciller, mientras que por la escalera ya se oía
subir a los asesinos.

Dollfuss se decidió finalmente por seguir a Hedvicek. Con la respiración


entrecortada llegaron a la puerta.

¡Estaba cerrada!

Desesperados, dieron media vuelta.

En aquel momento se abrió la puerta.

Habían llegado los asesinos.

El primero de estos, Otto Planetta, se acercó, empuñando la pistola, a


Dollfuss.

El canciller levantó las manos, tal vez para protegerse la cabeza, o quizá
para arrebatarle al asesino el arma de las manos.

Planetta disparó desde medio metro de distancia.

Dollfuss fue herido en el hombro y se tambaleó.

Planetta disparó por segunda vez. La bala dio al canciller en el cuello.


Cayó de espaldas.

—¡Auxilio, auxilio! —susurró.

—¡Levántate! —gritó Planetta.


—No puedo —murmuró Dollfuss.

Y a continuación perdió el conocimiento.

Dos de los asesinos cogieron al canciller federal y lo tumbaron sobre un


estrecho diván, cubriéndolo con una funda de muebles. De momento lo
abandonaron a su suerte.

Eran exactamente las trece horas.

Al mismo tiempo, el grupo Domes había llegado al edificio de la emisora


de radio. Los hombres de la SS rompieron los cristales de la ventana de la planta
baja, mataron al inspector de policía Flick y se abrieron paso hasta la emisora.
Los técnicos se vieron obligados a interrumpir el concierto de mediodía y el
locutor, amenazado con una pistola, transmitió la siguiente noticia:

«El Gobierno Dollfuss ha presentado su dimisión. El doctor Rintelen se


ha hecho cargo de los asuntos de Gobierno.»

El doctor Anton Rintelen, el «rey de Estiria», aguardaba mientras tanto en


el hotel Imperial. Cuando el golpe de Estado hubiese alcanzado el éxito previsto,
formaría el nuevo Gobierno nacionalsocialista. Esperó en vano.

La SS-Standarte 89 había olvidado que la emisora en el Bisamberg era


mucho más importante que el edificio de la radio. Los ingenieros, fieles al
Gobierno, interrumpieron las emisiones tan pronto fue transmitida la primera
noticia de los rebeldes. Las unidades ilegales de las SS y de las SA en toda
Austria se quedaron sin recibir instrucciones que, tal como había sido
convenido, les serían dadas por radio. No sabían dónde habían de concentrarse,
hacia dónde dirigirse.

En el Ministerio de la Guerra, mientras tanto, se habían reunido los


miembros del Gobierno a los cuales Dollfuss había despedido poco antes y
celebraron una reunión. Hablaron por teléfono con el presidente federal Miklas,
que encargó de los asuntos provisionales del Gobierno al ministro de Educación
doctor Kurt Schuschnigg. Este recibió plenos poderes... podía responder al
golpe.

En algunos lugares de Austria se entablaron tiroteos, que terminaron con


una victoria completa de las fuerzas del Gobierno. El edificio de la radio fue
reconquistado después de una lucha que duró dos horas. Un hombre de las SS,
llamado Schredt, halló la muerte y los restantes fueron detenidos. También el
grupo Grillmayer, que había de apresar al presidente federal en su residencia de
verano, fue detenido en una cafetería de Klagenfurt, del hotel Stadt Triest,
cuando se pararon allí para tomar un refresco, antes de haber llegado a su punto
de destino.

El «putsch» había sido aplastado.

Solo la Cancillería continuaba en manos de los conspiradores. Fuerzas de


la policía y del Ejército, fieles al Gobierno, la habían rodeado mientras tanto,
pero sin hacer uso de la fuerza, para no poner en peligro las vidas de los
miembros del Gobierno en el edificio.

Los rebeldes se encontraban en una situación desesperada. El jefe de la


revuelta, Gustav Wächter, y el «jefe militar» de la empresa, Fridolin Glass, no
estaban presentes, ya que, por extraño que parezca, habían llegado tarde al lugar
de reunión. También el doctor Rintelen, que había de formar el nuevo Gobierno,
intentó desaparecer, pero fue detenido en el hotel Imperial por el redactor doctor
Friedrich Funder y aquella misma noche se pegó un tiro en la cabeza. Hasta el
final de su vida, en 1946, quedó paralizado por aquel intento de suicidio.

Los asesinos en la Cancillería federal ya solo contaban con un arma: los


rehenes Dollfuss, Fey y Karwinsky.

Paul Hudl y Franz Holzweber, los cabecillas de la rebelión, estaban tan


desconcertados que se dirigieron a Fey y le dijeron que ya no sabían qué hacer.

La actitud de Fey fue posteriormente aprobada por un consejo de honor


de oficiales, ya que había actuado bajo la amenaza a su vida. Pero, en aquel
momento, su papel era harto dudoso. Telefoneó al Gobierno provisional de
Schuschnigg y a instancias de los rebeldes, envió una nota a las fuerzas
sitiadoras, en la que se leía que Dollfuss quería evitar todo derramamiento inútil
de sangre, y que el doctor Rintelen era el nuevo canciller federal y que él mismo,
Fey, había asumido el poder ejecutivo.

Schuschnigg y sus ministros se negaron a aceptar esta declaración porque


era evidente que había sido hecha bajo amenazas. Encargaron al ministro Social
Odo Neustädter-Stürmer de ponerse en contacto con los rebeldes que estaban
cercados y presentarle un ultimátum: En el caso de no rendirse voluntariamente,
asaltarían las fuerzas del Gobierno el edificio.

Dollfuss continuaba tumbado en el estrecho diván. Uno de los asesinos se


había sentado ante la mesa de trabajo del canciller y fumaba tranquilo un
cigarrillo. Dos prisioneros, el sargento de la policía Johann Greifeneder y un tal
Jellik, recibieron permiso de los rebeldes para atender al herido. Con paños
húmedos lograron que recuperara el conocimiento.
—¿Cómo están mis ministros? —fue la primera pregunta del canciller en
una voz apenas perceptible.

A continuación rogó a Greifeneder que le moviera los brazos, ya que él no


tenía fuerzas para hacerlo. Estaba paralizado y tenía plena conciencia de la
gravedad de su estado. Pidió que le enviaran a un médico, y a un sacerdote. Pero
los rebeldes se negaron rotundamente. Simplemente, pusieron un poco de
algodón en la herida que presentaba el canciller en el cuello. Se desangraba
interiormente.

—Tengo mucha sed —gimió Dollfuss.

Greifeneder le humedeció los labios con un pañuelo mojado.

Dollfuss quiso hablar a continuación con los rebeldes.

Llamaron a Hudl. Este se inclinó hacia el canciller.

—Señor canciller federal —dijo muy cortés—, ¿me ha mandado llamar?

Al parecer, durante unos instantes se compadeció del herido, pues añadió


rápidamente:

—Si no se hubiese resistido, ahora estaría bien.

—He sido soldado —susurró Dollfuss.

Quería hablar con Schuschnigg, pues sabía que se acercaba el fin.

Pero Hudl le interrumpió fríamente esta vez:

—Esto no nos interesa. Vayamos al grano. Dé orden de que no emprendan


ninguna acción contra la Cancillería hasta que el doctor Rintelen se haya hecho
cargo del Gobierno.

Pero Dollfuss se mostró muy firme en la hora de su muerte. Se negó a


servir de intermediario a los rebeldes.

—Un médico —suplicó.

—Ya he mandado llamar a uno —mintió Hudl.

Dollfuss apenas podía hablar. Con grandes esfuerzos pidió que le dejaran
hablar con Fey. Este fue llamado por los rebeldes y se inclinó hacia el canciller,
al que apenas se podía oír.
—Salude usted a mi esposa —susurró Dollfuss—. Ruegue usted a... a
Mussolini... que cuide de mis hijos.

Los minutos pasaban.

De nuevo abrió Dollfuss los ojos. Vio a los conjurados en la cabecera del
diván. Una suave sonrisa iluminó su pálido rostro.

—Muchachos, sois tan buenos conmigo —se le oyó decir claramente—.


¿Por qué no lo son también los demás? Yo solo quería la paz..., nosotros nunca
hemos atacado... siempre hemos tenido que defendernos... Que Dios les
perdone...

Estas fueron sus últimas palabras.

Eran las quince horas cuarenta y cinco minutos.

A última hora de la tarde se presentó el ministro Neustädter-Stürmer ante


la Cancillería. El comandante Fey salió al balcón en compañía de dos rebeldes.
El ministro en la calle y el comandante en el balcón sostuvieron una
conversación excesivamente grotesca.

Fey: «¿Dónde está Rintelen?»

Neustädter: «Si no abandonáis el edificio antes de las diecisiete horas


cincuenta y cinco minutos, ¡lo asaltaremos!»

Fey: «¡Prohíbo esta acción!»

Neustädter: «¡Tú no tienes nada que prohibir!... ¡Entrégate prisionero!»

Mientras tanto hablaba desde el interior del edificio Holzweber con el


embajador alemán doctor Rieth.

—Jefe superior de los rebeldes Friedrich —anunció con su nombre


clave—, ¡el golpe de Estado ha fracasado!

El embajador alemán se trasladó rápidamente al Ballhausplatz para hacer


algo en favor de sus SS. Allí habían continuado las negociaciones entre
Neustädter-Stürmer y los rebeldes, que habían amenazado con matar a sus
rehenes. Estaba, sin embargo, dispuesto a rendirse si se le concedía una escolta
hasta la frontera alemana. El ministro se decidió finalmente a dar esta seguridad
para salvar la vida de los rehenes. Dio su palabra de honor de soldado.
Mientras había aparecido también el embajador alemán en el lugar.

—¡Vaya complicaciones! —dijo como saludo.

—Excelencia —le repuso uno de los funcionarios del Gobierno—, es


curioso que no encuentre otras palabras para calificar estos hechos tan
horrendos. La culpa de la sangre que ha sido derramada la tienen al otro lado de
la frontera.

Rieth se dirigió a Neustädter-Stürmer y se ofreció como intermediario.


Pero el austríaco rechazó fríamente su oferta.

—Lo que sucede aquí, es de nuestra incumbencia —dijo el ministro—.


Además, no considero prudente que se mezcle usted con rebeldes.

—En este caso, no tengo nada que hacer aquí —replicó ofendido el
embajador.

Eran las diecinueve horas treinta minutos, la hora en que Hitler en


Bayreuth estaba escuchando la música de Wagner y las noticias que le
susurraban sus ayudantes. Las fuerzas fieles al Gobierno ya habían ocupado la
Cancillería. Lo que sucedió a continuación apenas tiene importancia. Poco
después de entrar en el edificio descubrieron el cadáver del canciller federal y
los rebeldes, a pesar de la palabra de honor que se les había dado de que serían
conducidos hasta la frontera alemana, fueron detenidos.

—Di mi palabra de honor de soldado —declaró Neustädter-Stürmer


durante el proceso—. Pero una palabra de honor de soldado solo se da a otro
soldado. Ruego al Tribunal considere y juzgue si fueron soldados los que
abandonaron sin ayuda médica y espiritual al moribundo.

Planetta, el asesino del canciller, confesó que había disparado los dos
tiros. El y Holzweber fueron condenados a muerte, así como otros cinco
rebeldes, mientras que Hudl, antiguo teniente condecorado, fue condenado a
cadena perpetua..., hasta el Anschluss del año 1938.

Planetta subió al patíbulo gritando: «¡Heil Hitler!»

Pero su Hitler se había apresurado a hacer marcha atrás. Calificó a sus


instrumentos de «elementos incapacitados», negó toda relación con los
acontecimientos e incluso expresó su más vivo pesar por todo lo ocurrido. La
Reichswehr y las SS contuvieron, en el último instante, a la Legión austríaca,
que ya se encontraba camino de la frontera. Y el ministro de Propaganda
Goebbels mandó anular, con toda urgencia, las noticias que iban a radiar sobre
el éxito del golpe de Estado en Austria. El embajador alemán que se había
comprometido a los ojos de todo el mundo fue llamado a Berlín y sustituido por
Franz von Papen.

Pero cuatro años más tarde los rebeldes que habían sobrevivido
participaron en un desfile en su honor y fue descubierta una lápida
conmemorativa. Y en el proceso de Nuremberg el fiscal americano Sidney S.
Aldermann dijo:

—En el año 1938, Alemania se identificó orgullosamente con el asesinato,


se arrogó el mérito y cargó con toda la responsabilidad.

5. Hitler descubre sus planes

El Ministerio público en el Proceso de Nuremberg había proporcionado


nueva documentación a la vista. Las hojas comprendían un capítulo muy oscuro.
Ahora se le ofrecía la ocasión al pueblo alemán de conocer, con exactitud, lo
ocurrido a la muerte de Hindenburg en el año 1934.

El 26 de julio de 1934 empeoró el estado de salud del presidente del Reich,


que ya había cumplido ochenta y siete años. El empeoramiento fue súbito. Hans
Heinrich Lammers, jefe de la Cancillería del Reich, se encontraba aquel día en
Neudeck para informar al anciano jefe de Estado sobre los acontecimientos en
Austria y el asesinato del canciller federal Dollfuss. Había recibido el encargo de
Hitler, de apaciguar al anciano estadista. Pero Hindenburg, a pesar de todos los
pretextos, veía la realidad de lo sucedido. Solo hacía cuatro semanas que en el
escenario de la política alemana se había presentado el sangriento drama de
Röhm, y el biógrafo Walter Görlitz escribe:

«Hindenburg debió comprender que el asesinato reinaba en Alemania.»

Todas aquellas emociones eran demasiado intensas para el anciano.


Desde la visita de Lammers se vio obligado a guardar cama. Las convulsiones
políticas habían destruido su equilibrio interno. Los médicos, en primer lugar el
profesor Ferdinand Sauerbruch, se esforzaban, inútilmente, en darle nuevas
fuerzas.

Los días de Hindenburg estaban contados. Para Hitler había llegado el


momento de actuar y dar el último golpe. Ya hacía tiempo que estaba decidido a
apropiarse de la jefatura de Estado, pues, de este modo, obtendría el mando
sobre el Ejército. Y tenía necesidad del mando sobre las fuerzas armadas,
necesitaba la Reichswehr y la futura Wehrmacht para los planes que pronto
descubriría públicamente. Mientras Hindenburg todavía respiraba y se
preparaba para la muerte, el 1.º de agosto de 1934, Hitler impuso a sus ministros,
que no se atrevían a contradecirle:

«El cargo de presidente del Reich será unificado con el de canciller del
Reich. Por consiguiente, la autoridad del actual presidente del Reich será
conferida al Führer y canciller del Reich, Adolf Hitler.»

A la misma hora se acordó que la Reichswehr prestara, sin pérdida de


tiempo, juramento de fidelidad al nuevo jefe de Estado.

Hitler tenía mucha prisa. ¿Acaso le remordía la conciencia? Aquella tarde,


después de, merced a esta disposición, haber reunido todo el poder en sus
manos, ¡osó trasladarse a Neudeck y presentarse ante el moribundo Hindenburg!

La historia de la humanidad solo conoce muy pocos casos tan indignos y


vergonzosos como este.

Incluso lo que ocurrió durante las últimas horas de Hindenburg fue


tergiversado posteriormente por Hitler. Según el relato de Hitler, que más tarde
fue difundido por Franz von Papen y que con el tiempo fue adornado con toda
clase de detalles legendarios, Hindenburg estaba postrado en cama con los ojos
cerrados cuando entró Hitler. El hijo del presidente del Reich, Oskar von
Hindenburg, le dijo al moribundo:

—Padre, ha llegado el canciller del Reich.

Hindenburg no reaccionó. Su hijo repitió las palabras.

—¿Por qué no ha venido antes? —murmuró, entonces, Hindenburg con


los ojos todavía cerrados.

—Al canciller del Reich le ha sido imposible venir antes —le explicó
Oskar von Hindenburg a su padre.

—Ah, ya comprendo —susurró el anciano.

—Padre —empezó de nuevo Oskar—, el canciller Hitler desearía hablar


de una o dos cosas contigo.

Por fin el moribundo Hindenburg abrió los ojos. Una larga mirada
enigmática quedó fija en Hitler, pero ni una sola palabra surgió de los labios del
anciano. Cerró de nuevo los ojos... y ya no los abrió más.

Si este relato fuera cierto, entonces interpretaríamos la silenciosa mirada


de Hindenburg como una terrible acusación. Hitler, que le gustaba dirigir largas
y penetrantes miradas, se dijo, cuando inventó la leyenda, que interpretarían
aquella mirada de Hindenburg como una «última misión».

En realidad, todo había sucedido de un modo muy diferente: En la


habitación del moribundo se hallaban presentes, cuando llegó Hitler, los
médicos y las dos hijas del mariscal. El presidente del Reich se encontraba en
estado de agonía y lo más seguro es que ni siquiera se diera cuenta de la
presencia de Hitler. Sus últimas palabras, apenas perceptibles, fueron:

—Mi emperador... mi patria alemana...

A las nueve horas del 2 de agosto de 1934 los médicos certificaron la


defunción. Por fin, Hitler podía ahora gobernar de un modo absoluto y Franz
von Papen confiesa libremente en sus Memorias:

«La muerte de Hindenburg eliminó el último obstáculo al poder absoluto


de Hitler.»

Todo había sido previsto y preparado cuidadosamente.

—El 4 de abril de 1933, el Gabinete del Reich aprobó una disposición para
la creación de un «Consejo de defensa del Reich» —declaró en Nuremberg el
fiscal americano Thomas J. Dodd—. La misión secreta de este Consejo era
movilizar para la guerra. Durante la segunda reunión, el acusado Keitel, que
entonces era coronel y presidente del Consejo, insistió sobre la urgencia de la
misión de crear una economía de guerra y anunció que el Consejo estaba
decidido a eliminar todos los obstáculos que se opusieran al cumplimiento de
esta misión. Este objetivo de encauzar la economía alemana para fines bélicos
está también demostrado por el informe secreto de la sexta reunión, que se
celebró el 7 de febrero de 1934. En el curso de esta sesión el teniente general
Beck declaró que «el objeto de esta reunión era crear el ambiente de guerra».

Fueron discutidos todos los detalles para la obtención del dinero para
financiar una guerra en el futuro. Se dispuso que de los puntos de vista
financieros de la economía de guerra, se encargara el Ministerio de Economía del
Reich y el Reichsbank a las órdenes del acusado Schacht, que fue nombrado en
secreto el 31 de marzo de 1935 plenipotenciario de la Economía de guerra. En
caso de guerra había de convertirse en el dictador de la economía alemana. De
este modo toda la economía alemana quedaba a disposición de los conjurados
nazis, principalmente del acusado Schacht y todo con vistas a la guerra.

En un estudio sobre la movilización económica para la guerra, del 30 de


setiembre de 1934, se convino que ya se habían tomado las medidas para
constituir grandes depósitos y crear nuevas bases de producción de las materias
que era más difícil obtener. Reservas de combustible y carbón fueron creadas y
se aceleró la producción de petróleo sintético. La economía civil fue organizada
de tal modo que la mayoría de las industrias trabajaban para la Wehrmacht.

«Cañones en lugar de mantequilla», fue la consigna dada por Goering. El


ejército de los sin trabajo se iba reduciendo, pues la industria del armamento
englobaba toda la mano de obra. Fueron construidas unas autopistas estratégicas
y el pueblo fue contentado con la Fuerza por la Alegría y otras tumultuosas
manifestaciones de los verdaderos fines que perseguía el Gobierno.

El general Georg Thomas, antiguo jefe del Estado Mayor económico en el


Ministerio de la Reichswehr, pronunció el mes de mayo de 1939 una conferencia
en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Berlín durante la cual, públicamente,
trató del rearme. El fiscal Dodd leyó en Nuremberg los párrafos más
sobresalientes:

—La Historia conoce muy pocos casos —dijo Dodd—, en que un país, en
tiempos de paz, dirija todas sus fuerzas económicas de un modo consciente y
sistemático a las exigencias de guerra.

Otra prueba que presentó Thomas J. Dodd hacía referencia al diario del
embajador americano William E. Dodd:

«En septiembre de 1934 el acusado Schacht expuso, sin rodeos de ninguna


clase, al embajador americano en Berlín que el partido de Hitler se había
decidido de un modo irrevocable por la guerra.»

En un documento confiscado a los alemanes, un «asunto secreto del


Estado», se confirma de nuevo el objetivo bélico. El fiscal Dodd leyó el
documento citado:

—En el curso de una reunión, a la que asistieron Schacht y otros, Goering


manifestó que Hitler le había dado instrucciones al ministro de la Guerra en el
sentido de que la guerra con los rusos era del todo inevitable y que, por
consiguiente, «era necesario adoptar, con la mayor urgencia, las mismas medidas
que si nos encontráramos en un peligro de guerra inminente». Me refiero, de un
modo especial, al tercer párrafo que dice: «El presidente del Consejo de
ministros, capitán general Goering, considera como misión el transformar en el
plazo de cuatro años toda la industria para los objetivos de guerra».

Hitler no tenía conciencia. En una conversación revelada en Nuremberg, y


que se sacó de las anotaciones tomadas por Hermann Rauschning, dice:

—Libraré a los seres humanos de la sucia, denigrante y venenosa locura...,


llamada conciencia y moral.

El 7 de marzo de 1936, Hitler declaró ante el Reichstag alemán, según leyó


en Nuremberg el fiscal americano Sidney S. Alderman un extracto del
Völkischen Beobachter:

«No presentamos ninguna reclamación territorial a Europa. Sabemos que


las tensiones en Europa no pueden ser solucionadas con la guerra.»

El día en que Hitler pronunció este discurso, provocó también el Caso


Schlung: la ocupación de la zona desmilitarizada de Renania. La joven
Wehrmacht alemana invadió aquellas regiones que habían sido declaradas
desmilitarizadas por un tratado internacional.

Y de nuevo leyeron en Nuremberg párrafos del Wölkischen Beobachter, en


los que se comprobaba cómo tergiversó Hitler su acción ante el Reichstag:

«Francia siempre ha contestado a los ofrecimientos de amistad alemanes y


a las seguridades de paz violando el pacto del Rhin al firmar con la Unión
Soviética una alianza militar dirigida única y exclusivamente contra Alemania.
Por consiguiente, Alemania ya no se la considera ligada al Pacto. En interés del
derecho de un pueblo y de su propia seguridad, el Gobierno del Reich ha
restablecido, con fecha de hoy, la plena e ilimitada soberanía del Reich en la
zona desmilitarizada de Renania.»

Hitler había logrado, basándose en esta justificación, dar un paso decisivo


ante el pueblo alemán y el mundo entero como una espontánea reacción después
de la firma del pacto francosoviético. Pero en Nuremberg se demostró, por otro
documento que había sido encontrado a los alemanes, que ya se había previsto
la entrada de las tropas alemanas en Renania el 2 de mayo de 1935. El documento
mencionado decía lo siguiente:

«La acción ha de ser llevada a la práctica con el nombre clave de


«Schlung» y con la rapidez de un rayo. Se exige el mayor secreto sobre la
operación. Los preparativos han de llevarse a cabo a pesar del deficiente estado
en que se encuentra nuestro armamento.»

La Sociedad de Naciones en Ginebra declaró impotente:

«El Gobierno alemán se ha hecho culpable de la violación del Artículo 43


del Tratado de Versalles, cuando el 7 de marzo de 1936 penetró con fuerzas
armadas en la zona desmilitarizada. Al mismo tiempo que Alemania ocupaba
Renania, violando los Tratados de Versalles y de Locarno, ha intentado,
nuevamente, confiar a las demás potencias europeas y mecerlas en una falsa
seguridad alegando que no tenía reclamaciones territoriales que presentar en
Europa.»

Frecuentemente se ha dicho que el mundo se hubiese visto libre de los


horrores de los años siguientes si Francia, el 7 de marzo de 1936, se hubiese
enfrentado, enérgicamente, a este primer paso militar de Hitler.

La noche en que se discutió la ocupación de Renania en el proceso de


Nuremberg, el psicólogo Gustave E. Gilbert mantuvo una larga conversación
con Wilhelm Keitel en la celda de este último.

—No cabe la menor duda de que Hitler fue un cerebro destructor —


declaró Gilbert al antiguo jefe del Alto Mando de la Wehrmacht.

—Sí —admitió Keitel—, y al principio incluso se vio acompañado por la


suerte. Hubiese sido mucho mejor si no hubiese tenido tanto éxito en todo lo
que emprendía. Imagínese usted, ocupamos la zona de Renania con solo tres
batallones..., ¡nada más tres batallones! En aquella ocasión comenté con
Blomberg:

«—¿Cómo podemos emprender una acción así con solo tres batallones?
Supongamos por un momento que Francia se defiende...

»—Oh, no tema usted —contestó Blomberg—. Vamos a probar suerte».

—Supongo que un solo regimiento francés hubiese podido, en aquellas


circunstancias, haberles obligado a retroceder —dijo Gilbert.

Keitel hizo un ligero movimiento con la mano, como el que trata de


ahuyentarse un molesto moscardón:

—Así..., nos hubiesen arrojado de allí... y no me hubiera causado ninguna


sorpresa. Pero cuando Hitler vio lo fácil que resultaba todo..., pues una cosa fue
consecuencia de la otra.

El capitán general Alfred Jodl se manifestó en términos parecidos cuando


fue interrogado por su defensor en el estrado de los testigos:

Profesor Exner: «¿Hicieron usted y los generales objeciones de carácter


militar contra la ocupación?»

Jodl: «Sí, y he de añadir que nos sentíamos en el mismo estado de ánimo


que el jugador que se juega toda su fortuna a la ruleta a negro o rojo».
Profesor Exner: «¿Qué potencia tenían nuestras tropas en Renania después
de la ocupación?»

Jodl: «Ocupamos la zona de Renania únicamente con una división


completa, pero de la cual solamente tres batallones pasaron a la orilla oeste del
Rhin. Un batallón a cada una de las siguientes ciudades: Aquisgrán, Tréveris y
Sarrebruck».

Profesor Exner: «¿Hicieron algo para evitar un conflicto militar como


consecuencia de esta ocupación?»

Jodl: «Recibimos unos comunicados muy serios de nuestros agregados


militares en Londres y París, que me causaron una profunda impresión. Lo único
que puedo decir es que en la situación en que nos encontrábamos con solo la
Armée de couverture nos hubiesen echado en un abrir y cerrar de ojos de nuestras
oposiciones.»

La guardia fronteriza francesa... en un abrir y cerrar de ojos..., pero el


jugador de la Cancillería de Berlín había acertado en el color de la ruleta. No
dispararon un solo tiro, la Grande Armée de los franceses aceptó la violación del
Tratado. Y de nuevo gozaba Hitler de libertad de movimientos.

Profesor Exner: «¿Cree usted que Hitler ya albergaba intenciones


agresivas?»

Jodl: «Cabe en lo posible que aquello significara para él una especie de


ensayo para la futura guerra en el Este. No lo sé, pues yo no me encontraba en el
cerebro de Hitler».

Pero poco después Hitler descubría a un íntimo círculo de colaboradores


lo que ocurría en su cerebro. Uno de estos era el ministro de Asuntos Exteriores
del Reich, Constantin von Neurath. Lo que Neurath comprendió en aquella
ocasión es tan increíble que su defensor en Nuremberg, el doctor Otto von
Lüdinghausen, leyó una declaración jurada:

—Cuando el señor Von Neurath se dio cuenta, por primera vez, el 5 de


noviembre de 1937, a través de lo que acababa de exponer Hitler que pretendía
alcanzar sus objetivos políticos haciendo uso de la fuerza frente a sus vecinos, se
sintió tan profundamente trastornado que sufrió varios ataques al corazón.

¿Qué ocurrió aquel 5 de noviembre de 1937? Es una fecha muy curiosa.


Aquel día, un año antes del Anschluss de Austria, y dos años antes de estallar la
guerra, Hitler descubrió sus planes con toda su amplitud.
Mientras el pueblo alemán y todo el mundo era aplacado con falsas
promesas de paz, en Berlín se celebraba una reunión secreta. Los que asistían a
la reunión, presidida por Hitler, eran: el ministro de la Guerra, Werner von
Blomberg; el capitán general Werner von Fritsch, comandante en jefe del
Ejército; almirante Erich Raeder, comandante en jefe de la Marina de guerra;
capitán general Hermann Goering, comandante en jefe de la Luftwaffe; ministro
de Asuntos Exteriores del Reich, Constantin von Neurath y el ayudante personal
de Hitler, coronel Friedrich Hossbach. Este redactó el sumario de aquella
reunión que fue capturado por las fuerzas aliadas y que luego fue presentado
durante el curso del proceso de Nuremberg.

—El documento —dijo el fiscal americano Alderman— destruye toda


duda sobre los conscientes planes de los nazis respecto a sus crímenes contra la
paz. Este documento es de tal importancia que me siento obligado a leerlo
íntegro.

El Protocolo Hossbach es uno de los llamados documentos clave y una de


las pruebas más importantes en todo el proceso de Nuremberg:

El Führer abrió la sesión y dijo que el objetivo de la reunión era de tal


importancia que su disposición, en cualquier otro Estado, hubiese sido objeto de
una reunión de todo el Gobierno, pero él, el Führer, prescindía de convocar a los
ministros en vista de la importancia y del significado del tema a discutir. Su
siguiente exposición era el resultado de profundas meditaciones y de las
experiencias reunidas durante sus cuatro años y medio que llevaba en el
Gobierno. Deseaba exponerles a los presentes sus ideas sobre las posibilidades y
las necesidades de la política exterior alemana rogando, al mismo tiempo, dado
que se trataba de unos planes a larga distancia, considerarlos como su
testamento en el caso de su muerte.

Después de estas palabras de introducción, Hitler habló sobre el


equilibrio de fuerzas en Europa y en el mundo. Esbozó un cuadro de cómo él
veía este reparto de fuerzas en el mundo... que, como hoy sabemos, era falso.
Pero lo interesante son las consecuencias que sacó Hitler de este juicio, tan poco
fundamentado, de la situación. Hossbach escribió en su protocolo:

«Lo importante para Alemania es obtener el mayor provecho con la menor


inversión. Con el fin de solucionar el problema alemán, solo se puede recurrir a
la violencia y esta siempre entraña riesgos. Las guerras de Federico el Grande
por Silesia y las guerras de Bismarck contra Austria y Francia fueron unos
riesgos muy grandes, y la rapidez de la acción prusiana en 1807 impidió que
Austria se embarcara en la guerra. Por consiguiente, si se llegaba al acuerdo que
el uso de la fuerza era irremediable, lo único que cabía preguntarse era cómo y
cuándo. Había que distinguir tres casos.
«Caso 1: Fecha, 1943-1945

»A partir de esta fecha ya solo puede contarse con un cambio desfavorable


para nuestros planes. Como que nuestros vecinos se irían armando, nosotros nos
encontraríamos paulatinamente en un plano de inferioridad. En el caso de no
pasar al ataque hasta el año 1943-1945, debido a la falta de reservas, cada año
empeoraría la situación en la alimentación y para evitarlo no dispondríamos de
las divisas necesarias. Además, el mundo está esperando que nosotros pasemos a
la acción, por cuyo motivo cada año que pase se armarán más. La situación real y
efectiva en los años 1943-1945, no puede preverla nadie, pero lo cierto es que no
podemos esperar más tiempo.

»Por un lado, la gran Wehrmacht y la necesidad de alimentarla en todos


los sentidos, el envejecimiento de sus jefes, y por otro, las posibilidades de un
descenso en el nivel de vida y la limitación de nacimientos, obligaban a pasar a
la acción. En el caso de que el Führer todavía viviese, su irrebatible decisión era
solventar la cuestión del espacio vital alemán antes de 1943. La posibilidad de
que se pase a la acción antes del período de 1943 a 1945, se estudia en los casos 2
y 3.

»Caso 2:

»Si la tensión social en Francia degenera en una crisis de política nacional,


y llegue al extremo de que todo el Ejército francés se embarque en la aventura y,
por consiguiente, no estará en situación de ser lanzado contra Alemania,
entonces llegaría el momento de proceder contra Checoslovaquia.

»Caso 3:

»Si Francia queda ligada por una guerra contra una tercera potencia, de
modo que no esté en condiciones de luchar contra Alemania.

»Para obtener una mejora de nuestra situación político-militar ha de ser


nuestro primer objetivo, en caso de una conflagración, ocupar sin pérdida de
tiempo Checoslovaquia y Austria para impedir una amenaza por los flancos
durante un eventual avance hacia el Oeste. Bajo el supuesto de que la situación
evolucione tal como esperamos y que en los años 1943 a 1945 nos permita entrar
en acción tal como tenemos previsto, la actitud que adoptarán Francia,
Inglaterra, Italia, Polonia y Rusia será, con toda probabilidad, la siguiente:

»El Führer estaba convencido que Inglaterra y probablemente también


Francia, renunciarían a una posible defensa de Checoslovaquia y confiaba que
un día u otro Alemania solucionaría este delicado problema favorablemente. Las
dificultades con que se enfrenta el Imperio británico y las perspectivas de verse
envuelto en una guerra europea de larga duración, le hacía prever, con cierta
seguridad, la no intervención de Inglaterra en una guerra. La actitud de
Inglaterra influiría enormemente en la decisión de Francia. No era probable que
Francia se embarcara en una guerra sabiendo que no podía contar con la ayuda
de los ingleses y que nuestras defensas en el Oeste impedirían todo avance de
sus tropas. Sería conveniente que en el Oeste se lograra una situación de plena
estabilidad mientras nosotros lanzamos nuestros ataques contra Checoslovaquia
y Austria.»

La voz del fiscal americano no reveló la menor emoción cuando leyó estos
párrafos. En la galería de Prensa de la sala, los corresponsales tomaban
rápidamente muchas notas. También Goering empezó a mostrarse inquieto.
Apoyó una mano en el auricular para poder oír mejor.

En aquel momento quedó destruida para siempre la bonita leyenda de la


espontánea unificación de Austria con el Reich. Hitler lo había expuesto sin
rodeos de ninguna clase, según escribió su ayudante Hossbach en el protocolo
de aquella reunión: «... Mientras nosotros lanzamos nuestros ataques contra
Checoslovaquia y Austria».

Las palabras que Hitler pronunció a continuación revelan claramente que


la única intención de Hitler no era unir al pueblo hermano al Reich. Perseguía
unos objetivos muy diferentes.

«Hemos de tomar en consideración —dice Hossbach, reproduciendo las


palabras de Hitler—, que las medidas defensivas de Checoslovaquia aumentan
cada año y lo mismo se puede decir con respecto a la consolidación de los
valores internos del Ejército austríaco. Aunque se trata de dos países de
población muy densa, su anexión puede representar un aumento en los
suministros de productos alimenticios para cinco o seis millones de seres. La
anexión de estos dos países representará un esencial alivio político militar para
Alemania, pues las fronteras serán más cortas y mejores, quedarán libres
potentes fuerzas para ser destinadas a otras misiones y se podrá llegar a la
creación de hasta doce divisiones nuevas.

»No es de esperar ninguna objeción por parte de Italia, relacionada con la


anexión de Checoslovaquia por Alemania y, por el momento, no se puede prever
cuál será su reacción con respecto a Austria. En lo relativo a Polonia, todo
depende de la rapidez de nuestra acción y del factor sorpresa. Una posible
intervención militar por parte de Rusia ha de ser evitada. Actuando con rapidez
en la empresa y teniendo en cuenta la actitud del Japón no era de esperar esta
reacción por parte de la Unión Soviética.

»Si llega a presentarse el Caso 2, paralización de Francia por una guerra


civil, entonces habría de aprovecharse esta situación y lanzarse sin pérdida de
tiempo contra Checoslovaquia.»

Teniendo en cuenta la tensión que reinaba en la cuenca del Mediterráneo,


el Führer preveía que el Caso 3 podía plantearse mucho antes de lo previsto,
incluso en el mismo año 1938. Por el momento no se adivinaba todavía el fin de
la guerra en España.

En relación con la guerra civil española, dijo Hitler en aquella ocasión:

«Por otro lado, y desde el punto de vista alemán, no deseamos una victoria
cien por cien de Franco, sino que estamos interesados en que la guerra civil se
prolongue y que aumente la tensión en el Mediterráneo. Dado que nuestro
interés está en que se alargue la guerra civil española, hemos de ayudar a Italia
en su plan de ocupación de las Baleares. La ocupación de las Baleares por Italia
no es bien vista ni por Francia ni por Inglaterra y puede provocar, en el
momento menos esperado, una guerra de Francia e Inglaterra contra Italia.

»Si Alemania sabe aprovechar esta guerra para solucionar las cuestiones
checa y austríaca, podemos contar con toda probabilidad que Inglaterra, que
estará embarcada en una guerra contra Italia, no se atreverá a proceder, al mismo
tiempo, contra Alemania. Y sin el apoyo de Inglaterra, Francia no se atreverá a
una intervención contra Alemania.»

Esta era la parte esencial del documento. Revelaba claramente cinco


puntos:

1. El rearme de Hitler no era, a pesar de lo que él declaraba


continuamente, una cuestión de prestigio nacional, sino la primera fase en sus
intenciones agresivas.

2. Desde aquella conferencia del día 5 de noviembre de 1937, conocían los


altos jefes de la Wehrmacht y el Ministerio de Asuntos Exteriores, los acusados
Goering, Keitel, Raeder y von Neurath, que Hitler había tomado la «decisión
irrevocable» de como máximo durante los años 1943 a 1945, hacer uso de la
fuerza.

3. Hitler estaba decidido a dejar en la estacada a Mussolini. Le importaban


muy poco sus pueblos hermanos, los austríacos y los sudetas. Lo único que le
interesaba era poder contar con un mayor número de divisiones y un mayor
suministro de productos alimenticios.

4. Todas las consideraciones de Hitler frente al pueblo alemán y frente al


mundo eran un manifiesto engaño: «No presentaremos reclamaciones
territoriales en Europa». «Lo único que deseamos es la paz». «Sabemos que las
tensiones en Europa no pueden solucionarse con guerras».

5. Hitler, que fue definido por su ministro de Propaganda, Goebbels,


como «el caudillo militar más grande de todos los tiempos», enjuició de un
modo completamente falso la situación militar. No contó, ni un solo momento,
con los Estados Unidos de América.

—Vamos a ver, ¿qué pretendía Hitler con estas manifestaciones? —se


preguntó Goering en el estrado de los testigos en Nuremberg—. El Führer me
informó antes de la reunión, pues yo fui el primero en llegar, que la había
convocado para presionar, como dijo él mismo, al capitán general Fritsch, que no
estaba conforme con el ritmo que había dado al rearme.

Es sabido que Hitler dijo, en una ocasión, de sus generales:

—¡Hay que pegarles para que vayan a la guerra!

Todo iba demasiado despacio. Durante la reunión Blomberg, Fritsch y


Neurath presentaron objeciones a los planes bélicos de Hitler... Tres meses más
tarde eran destituidos de sus respectivos cargos.

En Nuremberg, Neurath fue interrogado por su defensor Lüdinghausen


sobre esos sucesos.

Doctor Lüdinghausen: «Señor von Neurath, ¿cuándo se enteró usted que


los planes de política exterior de Hitler iban más allá del rearme pacífico de
Alemania y que pensaba hacer uso de la fuerza para alcanzar sus objetivos?»

Neurath: «Lo supe, por primera vez, con motivo de la reunión citada aquí
el día 5 de noviembre de 1937. Las palabras de Hitler me conmovieron muy
profundamente. Como es lógico, yo no podía cargar con la responsabilidad de
esta política».

Doctor Lüdinghausen: «¿Qué consecuencias sacó de este reconocimiento?»

Neurath: «Dos días después de la reunión fui a visitar al capitán general


Fritsch, que había asistido igualmente a la misma y conjuntamente con él y el
jefe del Estado Mayor Beck, discutimos qué haríamos para hacer cambiar de
parecer a Hitler».

«Desgraciadamente no volví a hablar con Hitler hasta el 14 ó 15 de enero,


ya que inmediatamente después de la reunión, se había marchado al Salzberg.
Entonces intenté hacerle comprender que su política había de conducir
forzosamente a la guerra mundial y yo no estaba dispuesto a ayudarle en estos
planes. Muchos de sus objetivos se podían conseguir de un modo pacífico,
aunque, como es natural, a la larga. Me dijo que no disponía de más tiempo. Le
recordé su discurso ante el Reichstag del año 1933 en que él mismo había
calificado de locura una nueva guerra. Pero cuando insistió en su punto de vista,
le dije entonces que habría de buscarse otro ministro de Asuntos Exteriores,
puesto que no quería hacerme cómplice de su política. Hitler rechazó al
principio mi dimisión, pero insistí y el día 4 de febrero la aceptó sin hacer
ningún comentario.»

Neurath presentó su dimisión, que le fue aceptada, pero al mismo tiempo


ingresó como miembro del Consejo Secreto. Y su dimisión no le impidió, más
tarde, aceptar el cargo de Protector del Reich para Bohemia y Moravia.

Muy diferente fue el caso de Blomberg y también el de Fritsch. Fueron


destituidos de sus cargos por unos métodos que dan la impresión de haber sido
sacados de una mala novela policíaca.

6. Los que no están dispuestos a colaborar, deben desaparecer

Como testigo de descargo para Hjalmar Schacht, habló Hans Bernd


Gisevius en Nuremberg. Como antiguo funcionario en el Ministerio del Interior
estaba al corriente de muchos secretos que se mantenían ocultos tras los
bastidores del Tercer Reich para el pueblo alemán. De un modo monótono iban
siendo traducidas sus palabras por el intérprete:

—Pido permiso para interrumpir el relato y explicar otro incidente que ha


tenido lugar esta mañana. Me encontraba en la sala de los abogados hablando
con el abogado doctor Dix (el defensor de Schacht). El señor Dix fue
interrumpido por el abogado Stahmer, defensor del acusado Goering. Oí lo que
el señor Stahmer le decía al señor Dix...

En aquel momento se puso de pie el anciano doctor Otto Stahmer y corrió


hacia el estrado. Excitado dijo por el micrófono:

—No sé si debe conceptuarse como motivo de prueba lo que he hablado


esta mañana con el doctor Dix en conversación particular y personal...

Gisevius: «¿Me permite decir algo sobre esto?»

Presidente: «Por favor, no hable usted».

Jackson: «He sido informado sobre el incidente y soy del parecer que es
importante para este Tribunal escuchar la amenaza que le fue dirigida al testigo
mientras esperaba ser llamado para ser interrogado. Las amenazas, no solamente
iban dirigidas contra él, sino también contra el acusado Schacht».

Doctor Stahmer: «Esta mañana he celebrado una conversación personal en


la sala de los abogados con el doctor Dix, que hace referencia al caso Blomberg.
Esta conversación no iba destinada al testigo...»

Jackson: «Considero importante que el Tribunal sea debidamente


informado y que se hable de esta conversación. Si he entendido bien el testigo
ha sido objeto de amenazas».

Doctor Rudolf Dix: «La cuestión hace referencia a una conversación entre
el testigo y yo. Bien, señor testigo, ¿qué le he dicho a usted?

Gisevius: «Me ha dado a entender que la presión, esta presión


inadmisible, partía directamente del acusado Goering».

Presidente: «Señor testigo, ¿desea añadir algo más?»

Gisevius: «Sé muy bien por qué motivo Goering no desea que hable del
caso, pues es lo peor que se le puede reprochar a Goering».

Presidente: «En este caso, el Tribunal escuchará la declaración, todas las


declaraciones. ¡Señor Justice Jackson! El Tribunal me ha comunicado que confía
que dirija usted todas las preguntas que considere necesarias en este caso
concreto de intimidación de un testigo».

Jackson: «Sí, señor presidente, le quedo agradecido».

Presidente: «¡Doctor Stahmer! El Tribunal desea oír primero lo que usted


tenga que decir sobre este caso».

Doctor Stahmer: «¡Señor presidente! Goering me ha dicho: «Me es


absolutamente indiferente que el testigo Gisevius declare contra mí, pero lo que
no quiero, de ningún modo, es que este incidente, que puede afectar al honor del
difunto señor Blomberg, sea discutido aquí públicamente». Si no pudiera
evitarse, entonces Goering, por su lado, abandonaría toda clase de miramientos
hacia Schacht. Esto es lo que le he comunicado esta misma mañana al doctor Dix.

Doctor Dix: «Mi compañero Stahmer me ha dicho lo siguiente: «Oiga,


Goering es del parecer que ese Gisevius puede atacarle mucho, pero eso no le
importa, pero si ataca al difunto Blomberg, entonces Goering dirá todo lo que
sabe de Schacht y conoce muchas cosas que pueden resultar muy desagradables
a Schacht». Esta ha sido la conversación. No he dudado lo más mínimo de que
estas palabras de mi compañero Stahmer me las ha dicho para que las
transmitiera a Gisevius, con el fin de evitar en la medida de lo posible que
Goering tuviera que declarar contra Schacht y que, por lo tanto, Gisevius
meditara bien lo que iba a decir».

Gisevius: «Pido perdón, pero solo deseaba informar que, dado que he sido
testigo del incidente, me he sentido coartado, pues estaba tan cerca que había de
oír forzosamente la conversación. Goering trata de cubrirse con la excusa de la
caballerosidad y con el pretexto de salvaguardar el honor de un difunto, pero lo
que pretende de verdad es impedir que yo haga una extensa declaración sobre
un punto concreto de la crisis Fritsch».

Doctor Dix: «Llegamos ahora a la llamada crisis Fritsch, en mi opinión el


paso decisivo en la política interior y de cara a la guerra. Le ruego a usted
exponga lo que sabe del caso».

Gisevius: «El día 12 de enero de 1938 fue sorprendida la opinión pública


alemana por la noticia de que el antiguo ministro de la Guerra, Werner von
Blomberg, había contraído matrimonio. No se daban detalles sobre quién era la
novia. Algunos días después los periódicos publicaban una sola fotografía de la
pareja de recién casados ante la jaula de los monos en el Jardín Zoológico de
Leipzig. En la capital del Reich comenzaron a circular rumores muy maliciosos
sobre el pasado de la esposa del general. Pocos días más tarde se encontraba
sobre la mesa de trabajo del presidente de la policía de Berlín un grueso
expediente del que se desprendía lo siguiente:

«La esposa del mariscal von Blomberg era una prostituta profesional que
había sido condenada en diversas ocasiones y que estaba fichada por la policía
por inmoralidad pública en todas las grandes ciudades. Figuraba igualmente en
el archivo central de la policía en Berlín. Personalmente vi la fotografía y las
huellas dactilares. También había sido condenada por la difusión de fotografías
inmorales. El presidente de la policía de Berlín se consideró obligado a poner
estos documentos, por conducto oficial, a disposición del jefe de policía
Himmler.»

Doctor Dix: «¿Quién era en aquellos días presidente de la policía de


Berlín?»

Gisevius: «El presidente de la policía de Berlín era el conde Helldorf.


Comprendió que la entrega de este material al Reichsführer de las SS colocaría
en una situación muy difícil a la Wehrmacht, pues había de contribuir a poner
fin a la carrera de Blomberg y representaba un duro golpe contra los altos jefes
de la Wehrmacht.
«Helldorf se presentó con el expediente ante el colaborador más íntimo
del mariscal Blomberg, el jefe del Wehrmachtsamt Keitel, que estaba
emparentado, por la boda de los hijos de ambos, con el mariscal Blomberg. El
capitán general Keitel estudió detenidamente el expediente y propuso al
presidente de la policía Helldorf que evitara el escándalo silenciando los
documentos.

Doctor Dix: «¿Puede usted declarar ante el Tribunal cómo se enteró usted
de esto?»

Gisevius: «Por el propio conde Helldorf que me puso al corriente de todo


el caso. Keitel mandó al conde Helldorf con toda la documentación a Goering.
Helldorf le presentó a Goering el expediente. Este afirmó que no sabía nada de
que la esposa del mariscal estuviera fichada. En cambio declaró, en el curso de
aquella conversación y posteriormente, que estaba al corriente de lo siguiente:

»En primer lugar, el mariscal Blomberg le había preguntado a Goering, ya


hacía algunos meses, si era lícito sostener relaciones con una dama de baja
estofa. Al cabo de algún tiempo le había preguntado Blomberg a Goering si
estaba dispuesto a conceder el permiso para que la dama, que tenía un pasado,
como se expresó, pudiera contraer matrimonio. Pero, al poco tiempo,
desgraciadamente, la dama mencionada ya tenía otro amante y rogaba a Goering
que le ayudara a eliminar a aquel molesto rival. Goering lo hizo entregándole
una cantidad de divisas y desterrándolo a América del Sur. Goering, a pesar de
todo lo que sabía, no informó de nada a Hitler y, además, permitió que el Führer
actuara de padrino de boda del mariscal Blomberg».

Presidente: «¡Doctor Dix! Este tribunal desea saber el motivo de que


conceda tanta importancia a este asunto que, a fin de cuentas, es de índole
eminentemente personal».

Doctor Dix: «Es necesario exponer detalladamente esta horrenda crisis


para comprender el efecto revolucionario que ejerció sobre Schacht y los que
eran afines frente al régimen».

Jackson: «¡Señores del Tribunal! Si ahora no se hablara de todas estas


cosas trataría de averiguarse por medio de un contrainterrogatorio y lo haría por
diversos motivos:

»En primer lugar, revelan el fondo de los acontecimientos que estamos


tratando. En segundo lugar, tuvieron influencia sobre la conspiración. Había
algunos hombres en Alemania que habían de ser eliminados por los
conspiradores. Algunos de ellos pudieron ser eliminados sin dificultades como
en el caso del «putsch» de Röhm. Los métodos que emplearon frente a Fritsch y
Blomberg fueron para eliminar a unos hombres que, a lo sumo, se oponían a una
guerra de agresión. El modo como fueron atacados estos hombres y eliminados,
lo consideramos nosotros como parte muy importante de la conspiración».

Presidente: «Doctor Dix, este Tribunal es del parecer, después de lo que ha


dicho usted y el señor Jackson, que debe usted continuar el interrogatorio».

Doctor Dix: «Continúe usted, señor Gisevius».

Gisevius: «Cuando Helldorf hubo entregado el expediente a Goering se


vio este obligado a presentarlo a Hitler, que sufrió un colapso nervioso y decidió
destituir, sin pérdida de tiempo, al mariscal. Tal como manifestó Hitler
posteriormente ante los generales, su primera intención fue nombrar al capitán
general von Fritsch sustituto de Blomberg.

»Cuando manifestó esta decisión le recordaron Goering y Himmler que


no era posible proceder en este sentido, ya que Fritsch había sido gravemente
acusado, según un expediente del año 1935. El expediente, que le fue presentado
a Hitler en enero en el año 1938, mencionaba que la Gestapo había perseguido
en el año 1934, además de los enemigos del Estado, a los homosexuales como
criminales. En busca de material habían registrado la Gestapo, las cárceles y
solicitado material de aquellos detenidos que habían sido víctimas de chantaje a
los homosexuales.

»Uno de los presos había relatado una historia horripilante, tan horrenda
que no me atrevo a repetirla aquí. Basta decir que el presidiario alegó que uno
de esos personajes era un tal señor von Fritsch o Frisch, no recordaba el nombre
con exactitud.

»La Gestapo entregó la documentación a Hitler en el año 1935. Hitler


quedó atónito ante el contenido. Dijo, tal como se expresó ante los generales,
que no habían querido saber nada de aquellas indecencias. Hitler dio la orden
de que los documentos fueran quemados. Sin embargo, ahora, en el año 1938,
Goering y Himmler le recordaban la existencia de este expediente y Heydrich
tuvo el mérito de haber recuperado aquellos documentos que hubieran debido
ser destruidos en el año 1935.

»El acusado Goering se ofreció a llevar a presencia de Hitler al presidiario


y Goering amenazó con la muerte al presidiario si este no se mantenía firme en
sus declaraciones».

Doctor Dix: «¿A qué se debe que esté usted informado de esto?»

Gisevius: «Se habló de todo esto durante el proceso militar del Reich.
Fritsch fue llamado a la Cancillería del Reich y Hitler le habló de las acusaciones
que habían sido presentadas contra él. Fritsch, caballero de los pies a la cabeza,
no comprendía en absoluto lo que le estaba recriminando Hitler. Indignado
rechazó la acusación. Dio, en presencia de Goering, su palabra de honor a Hitler
de que todo era una infamia. Pero, en aquel momento, Hitler se dirigió a la
puerta, la abrió e hizo entrar al presidiario. Este levantó el brazo y señalando a
Fritsch dijo:

»—Este es.

»Fritsch quedó petrificado. Lo único que podía solicitar en aquellas


circunstancias era una investigación policíaca. Hitler exigió su inmediata
dimisión y en el caso de que Fritsch aceptara renunciar sin hacer ningún
comentario echarían arena sobre el asunto. Fritsch se entrevistó con el jefe del
Estado Mayor Beck, que intervino cerca de Hitler. Se entabló una violenta lucha
para averiguar si las acusaciones levantadas contra Fritsch habían de ser objeto
de una investigación. Tuvieron lugar escenas muy dramáticas en la Cancillería
del Reich. Y llegó el 4 de febrero, día en que los generales fueron llamados a
Berlín, sin saber hasta aquel momento que sus altos jefes habían sido
destituidos de sus cargos. Al mismo tiempo Hitler sorprendió a sus generales
anunciándoles que tenían un nuevo comandante en jefe, el capitán general
Brauchitsch.

»Empezó una nueva lucha que duró muchas semanas sobre cómo había de
estar constituido el Tribunal que había de juzgar y rehabilitar a von Fritsch.
Había llegado el momento de demostrar, ante un alto tribunal alemán, los
métodos de que se valía la Gestapo para eliminar a sus enemigos políticos. Era
una ocasión única para que los testigos en sus declaraciones bajo juramento
revelaran cómo se urdían aquellas intrigas.

»Los jueces del Tribunal militar del Reich interrogaron a los testigos de la
Gestapo. Investigaron los expedientes de esta y no tardaron mucho en averiguar
que el objeto de todo el caso era un tal capitán de la reserva von Fritsch.

»Los jueces averiguaron algo más en el curso de aquella investigación.


Descubrieron las pruebas de que la Gestapo ya había estado el 15 de enero en la
vivienda del capitán Fritsch y habían interrogado a su ama de llaves.

»Séase permitido exponer claramente los datos: El 15 de enero quedó


claramente demostrado para la Gestapo que Fritsch no era culpable. El 24 de
enero condujo el acusado Goering al presidiario a la Cancillería del Reich para
que declarara en contra de von Fritsch.

»Creíamos que estábamos frente a una intriga de una infamia realmente


inconcebible. Podíamos proceder por el camino legal y empezamos nuestra
lucha para convencer al capitán general von Brauchitsch que durante el juicio
presentara todas estas pruebas».

Doctor Dix: «¿A quién se refiere usted cuando dice «nosotros»?»

Gisevius: «Un grupo de hombres, entre los que se debe resaltar al doctor
Schacht que, por aquel entonces, se reveló como hombre muy activo y que se
entrevistó con el gran almirante Raeder, y visitó igualmente a von Brauchitsch, a
Rundstedt, a Gürtner y les dijo a todos ellos: «Ha llegado la gran crisis. Ha
llegado el momento de actuar, ahora es cuando los generales han de librarnos de
este régimen de terror». Soy testigo personal de que Brauchitsch prometió
formalmente que aprovecharía la ocasión para empezar la lucha. Pero
Brauchitsch impuso una condición. Dijo: «Hitler todavía es un hombre popular
y nos vamos a enfrentar con la leyenda en torno a Hitler, pero antes vamos a
presentar al pueblo alemán y a todo el mundo la última prueba en el curso de las
sesiones del Tribunal y para su sentencia».

«Por este motivo, aplazó von Brauchitsch su acción hasta el día en que el
Tribunal militar del Reich había de emitir su veredicto. El Tribunal se reunió.
Antes de añadir algo, Hitler nombró presidente del tribunal al acusado Goering.
Y el Tribunal se reunió bajo la presidencia de este. El Tribunal se reunió bajo la
presidencia de este. El Tribunal celebró una sesión que duró varias horas y
luego fue aplazada en circunstancias muy dramáticas. Aquel era el día que se
había fijado para la entrada de las tropas alemanas en Austria.

»No puede existir la menor duda de por qué el presidente de aquel


tribunal tuvo tanto empeño en que aquel día emprendieran las tropas alemanas
la marcha.

»El Tribunal volvió a reunirse una semana más tarde. Pero Hitler ya se
había erigido en el gran vencedor. Los generales habían cosechado sus primeros
laureles y la alegría era grande y la confusión entre los generales aún mayor. Fue
disuelto el Tribunal. Se demostró que Fritsch era inocente, pero debido a la
euforia que reinaba en todo el país no podía atreverse a dar un golpe de Estado.

»Esta es a grandes rasgos la historia que eliminó prácticamente del


Ministerio de la Guerra a sus altos jefes y a partir de aquel momento la política
de Hitler cayó verticalmente en aquel radicalismo».

La crisis de von Fritsch, que por poco conduce a una intervención de los
generales, y entonces no hubiese sucedido todo lo demás, había sido ahogada
por la crisis de la euforia del Anschluss. El capitán general von Fritsch buscó en
setiembre de 1939, la muerte ante Varsovia.
7. El Anschluss

«Sonderfall Otto». Este era el nombre clave secreto del Anschluss para la
entrada de las tropas alemanas en Austria, que tuvo lugar en marzo del año 1938.

Todo comenzó, en este caso, de un modo muy ingenuo.

El canciller federal austríaco doctor Kurt von Schuschnigg, al cual había


de corresponder ahora desempeñar un papel trágico, escribe en sus Memorias:
«A principios de 1938 el señor von Papen indagó cuál sería nuestra reacción ante
una invitación de Hitler para celebrar una entrevista en Berchtesgaden. Me
declaré dispuesto a la entrevista. El señor von Papen añadió que se estaba
plenamente de acuerdo en que la situación entre el Reich y Austria, sea cual
fuere el curso que siguiera aquella entrevista, no debía contribuir de ningún
modo a empeorar la situación del Gobierno austríaco. En el peor de los casos no
se lograría ningún avance y todo quedaría como estaba».

El 11 de febrero de 1938 Schuschnigg fue, en compañía del ministro de


Asuntos Exteriores Guido Schmidt, su ayudante teniente coronel Bartl, en el
expreso de la noche de Salzburgo en dirección a Berchtesgaden. Von Papen
recibió amablemente a los invitados en la frontera alemana y en Salzburgo
bajaron del tren para subir a un coche. Los aduaneros alemanes saludaron con el
brazo en alto.

—El Führer le espera y está de excelente humor—, sonrió von Papen, que
luego añadió—. ¿Supongo que no tendrá ningún inconveniente de que,
casualmente, hayan llegado unos generales a Berchtesgaden?

Como invitado, Schuschnigg no podía hacer ninguna objeción, sobre todo


tratándose de una casualidad, pero ya desde aquel momento comenzó a
sospechar que aquella reunión del 12 de febrero de 1938 no transcurriría con la
tranquilidad y calma que le habían prometido.

Hitler había calculado exactamente la situación: los generales que


casualmente habían sido llamados a Berchtesgaden el mismo día que había de
llegar el recién nombrado jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, Wilhelm
Keitel, el general de Artillería Walter Richenau y el general de Aviación Hugo
Sperrle. Tal como se demostró posteriormente en el curso del proceso de
Nuremberg, su presencia allí no era por cuestiones del servicio. Solo estaban
presentes para poner nervioso a Schuschnigg y someterlo a una silenciosa
presión.

—Por motivos diplomáticos —dijo el fiscal americano Sidney S.


Alderman—, von Papen, que se encontraba igualmente en Berchtesgaden,
pretendió que no se le hacía objeto de la menor presión. Pero el acusado, general
Jodl, que anotó todos los acontecimientos en su Diario, fue mucho más sincero.
Tenemos la suerte de poseer el Diario del general Jodl escrito de su propio puño
y letra, que dice sobre este asunto:

«Keitel y los generales von Reichnau y Sperrle en el Obersalzberg,


sometieron a una fuerte presión política y militar a Schuschnigg y G. Schmidt.»

«Adolfo Hitler salió a nuestro encuentro acompañado de tres generales —


escribe Schuschnigg en sus Memorias—. Llevaba la guerrera parda de las SA,
brazal con la cruz gamada y pantalones negros largos. El saludo fue muy amable,
correcto y después de una breve presentación Hitler me condujo a la sala de
trabajo en la primera planta del inmenso edificio.»

«El Führer está de excelente humor», había asegurado von Papen. Pero
apenas se cerraron las puertas de la sala de trabajo, el jefe del Gobierno
austríaco comprendió que el dictador estaba dispuesto a lanzar una ofensiva
contra Austria. En efecto, Hitler estaba decidido a solucionar el problema
austríaco fuese como fuese... «así o así», según decía él mismo. Los comparsas
militares Keitel, Reichenau y Sperrle solo figuraban como decoración del
escenario. Hitler no rehuía ningún medio para obtener su fin; sabía que su
invitado Schuschnigg fumaba copiosamente, pero le prohibió fumar en su
presencia.

Pero esto son solamente rumores. En el estrado de los testigos en


Nuremberg se sentó el antiguo Gauleiter de Carintia, doctor Friedrich Rainer. El
fiscal americano Thomas J. Dodd lo sometió a un contrainterrogatorio:

Dodd: «¿Recuerda usted el discurso que pronunció el 11 de marzo de 1942


ante los jefes políticos, los condecorados con la Medalla de Honor y la Medalla
de Sangre de la provincia de Carintia en Klagenfurt?»

Rainer: «Sí, pronuncié un discurso».

Dodd: «Bien, ¿dijo usted la verdad cuando habló en aquella ocasión?»

Rainer: «Creo haber dicho la verdad».

Dodd: «Espero que no será difícil encontrar los puntos que nos interesan:

«Papen había sido encargado de preparar confidencialmente la visita.

»O sea, la conferencia de Berchtesgaden. ¿Dijo usted en el año 1942 la


verdad? Vamos a leer otras frases:

»Le di al camarada Mühlmann, que había demostrado poseer muy buenas


relaciones en ciertas oficinas del Reich, instrucciones concretas. Se fue en el
mismo tren en que viajaba Schuschnigg. Mientras este descendía del tren en
Salzburgo, pernoctaba en esta ciudad y seguía al día siguiente en coche hasta el
Obersalzberg, Mühlmann continuó directamente hasta Berchtesgaden. Habló
con el Führer antes de la llegada de Schuschnigg y tuvo ocasión de informarle
detenidamente sobre todo.

»Schuschnigg llegó a primera hora de la mañana, fue recibido y con gran


sorpresa por su parte el Führer insistió en iniciar, inmediatamente, las
conversaciones. Pero el Führer no condujo las negociaciones tal como había
esperado Schuschnigg. Quedó tan aniquilado que Schuschnigg fue incapaz de
reaccionar. El Führer lo sacudió por los hombros y le chilló. Schuschnigg era un
empedernido fumador. Estábamos al corriente de los menores detalles con
respecto a sus hábitos y sabíamos que fumaba de cincuenta a sesenta cigarrillos
diarios. Pero le fue prohibido fumar en presencia del Führer. Ribbentrop dijo
que había sentido una gran compasión por Schuschnigg. Adoptó la posición de
firmes ante el Führer y se limitó a decir: «Sí, señor».

«¿Qué dice usted a todo esto? Todo esto lo declaró en su discurso. ¿Es
verdad, señor testigo?»

Rainer: «Los hechos, tal como los describe usted, responden a grandes
rasgos a la verdad».

Dodd: «Está bien, continuemos. También dijo: «Antes de que empezara la


reunión, Schmidt fue a ver a Ribbentrop y le dijo: "Por favor, permita usted que
el canciller fume un cigarrillo..."»

Rainer: «Esto corresponde plenamente con lo que recuerdo».

No podemos imaginar un relato mejor que el del Gauleiter Rainer, del


modo como Hitler trató a su invitado el jefe del Gobierno de un Estado
soberano.

Al llegar a este punto hemos de recordar que cuando Schuschnigg visitó a


Hitler existía un acuerdo entre Alemania y Austria que había sido ratificado por
Hitler el 11 de julio de 1936. En el artículo 1.º de este acuerdo se decía: «De
acuerdo con las declaraciones del 21 de mayo de 1935 el Führer y canciller
reconoce la plena soberanía del Estado federal austríaco».

Las mencionadas declaraciones del 21 de mayo de 1935, decían:


«Alemania no tiene intención de inmiscuirse en la situación interior
austríaca, anexionar o englobar Austria.»

El artículo 2.º de aquel acuerdo que fue firmado por Hitler el 11 de julio
de 1936, decía:

«Los dos gobiernos consideran la estructura política que reina en el otro


país, incluso la cuestión del nacionalsocialismo austríaco, como una cuestión
interna de cada país y sobre esto no ejercerán ni directa ni indirectamente la
menor presión.»

¿Pero qué valor tenían ya unos acuerdos firmados? Schuschnigg, tal como
declaró Rainer, era un hombre aniquilado. Poco después de la entrevista con
Hitler, Schuschnigg escribió textualmente todo lo que se había hablado en el
curso de la misma. Esta conversación que presentamos resumida es el preludio
del último acto.

Schuschnigg: «Con toda seguridad, esta habitación, tan maravillosamente


situada, ya debe haber sido escenario de otras entrevistas muy importantes, ¿no
es cierto, señor canciller?»

Hitler: «Sí, aquí es donde maduran mis ideas. Pero no nos hemos reunido
para hablar de la bonita vista ni del tiempo.»

Schuschnigg: «En primer lugar deseo agradecerle, señor canciller, que me


haya ofrecido usted la ocasión para esta entrevista. Le aseguro que hemos
tomado muy en serio nuestro acuerdo de julio de 1936. Hemos hecho todo lo que
estaba en nuestras manos para demostrar que estamos decididos a cumplir lo
pactado en el sentido de una política alemana, según la palabra y la
interpretación del acuerdo».

Hitler: «¿Y a eso le llaman ustedes una política alemana, señor


Schuschnigg? Lo único que le puedo decir, es que esto no puede continuar así.
Tengo que cumplir una misión histórica, y la cumpliré porque la Providencia me
ha designado para ello. Me baso en el amor de mi pueblo. Puedo moverme
siempre con entera libertad entre los míos».

Schuschnigg: «Estoy convencido, señor canciller».

Hitler: «Podría considerarme con los mismos o más derechos como


austríaco que usted, señor Schuschnigg. Si lo duda celebre usted un plebiscito
en Austria y nos presentaremos los dos a las elecciones. ¡Y entonces verá usted!»

Schuschnigg: «Sí, si esto fuera posible... Pero usted sabe muy bien, señor
canciller, que esto es del todo imposible».

Hitler: «¡Eso lo dice usted, señor Schuschnigg! Yo le aseguro que voy a


solucionar el llamado asunto austríaco, así o así. Solo tengo que dar una orden y
de la noche a la mañana habrá terminado para siempre esta situación tan
ridícula. ¿No irá usted a creer que podrán resistirme ni siquiera durante una
media hora? Quién sabe... tal vez me presente inesperadamente una noche en
Viena, como una tormenta de primavera. ¡Y entonces sabrá usted lo que es
bueno!»

Schuschnigg: «Señor canciller, tanto si queremos como si no, esto


terminaría en un... derramamiento de sangre. No estamos solos en el mundo. Lo
más probable es que esto significara la guerra».

Hitler: «Esto se dice fácilmente ahora que estamos sentados en cómodos


sillones. Todo el mundo ha de saber que para una gran potencia es intolerable
que las pequeñas potencias que son sus vecinas se crean con el derecho de
provocarla cuando quieran. Le voy a ofrecer una vez más, por última vez, señor
Schuschnigg, una oportunidad: o hallamos una solución o dejaré que los
acontecimientos sigan su curso. Y veremos entonces cómo acaba todo esto.
Medítelo usted bien, señor Schuschnigg... solo me queda tiempo hasta esta
tarde. Y hará usted bien en tomarlo al pie de la letra. No bromeo».

Schuschnigg: «Señor canciller, ¿cuáles son concretamente sus deseos?»

Hitler: «De esto hablaremos esta tarde».

Durante la pausa del mediodía el canciller austríaco discutió la situación


con su ministro de Asuntos Exteriores Schmidt. Luego fueron invitados ambos a
pasar a una habitación contigua, donde esperaban von Papen y Ribbentrop.
Ribbentrop le entregó a Schuschnigg una copia escrita a máquina que establecía
un nuevo acuerdo.

—Esto es lo máximo que le puede conceder el Führer —indicó el ministro


de Asuntos Exteriores.

El documento incluía unas condiciones que eran completamente


inaceptables. El Gobierno austríaco había de comprometerse a entregar al
nacionalsocialista Seyss-Inquart el Ministerio de Seguridad y un poder policíaco
ilimitado. Habían de libertar a todos los nacionalsocialistas que estaban
detenidos, incluso a los que habían tomado parte en el asesinato de Dollfuss, y
había de englobar el partido nacionalsocialista en su propio partido, es decir, el
Frente patriótico, y otras condiciones por el estilo.
Schuschnigg relata en sus Memorias:

«El señor von Ribbentrop expuso los detalles de cada punto y añadió,
finalmente, que el documento había de ser aceptado en su conjunto.
Demostramos palpablemente nuestra sorpresa e indignación. El doctor Schmidt
le recordó a von Papen su promesa antes de que emprendiéramos el viaje. El
señor von Papen confesó que él mismo estaba muy sorprendido. Le pregunté si
podíamos contar con la buena voluntad por parte de Alemania. El ministro de
Asuntos Exteriores y el señor von Papen nos dieron seguridades a este respecto.»

Pocos minutos más tarde se les ofrecía una oportunidad de cumplir lo


prometido. Hitler mandó llamar nuevamente al canciller austríaco y continuó la
entrevista.

Hitler: «He decidido hacer un último intento, señor Schuschnigg. Aquí


tiene usted el proyecto. No vamos a discutirlo, ni estoy dispuesto a cambiar una
sola coma. O firma usted o, en caso contrario, tomaré mi decisión en el curso de
esta misma noche».

Schuschnigg: «Estoy al corriente de su contenido y debido a la situación no


puedo hacer otra cosa que tomar buena nota del mismo. Me permito llamarle su
atención sobre el hecho de que, según nuestra Constitución, le corresponde al
jefe de Estado, es decir, al presidente federal, nombrar a sus ministros. Y
también la amnistía es un derecho del presidente. Mi firma solo significa que
me comprometo a presentar el caso. Y no puedo garantizar el plazo que se me
pone... de solamente tres días».

Hitler: «¡Pues tiene usted que hacerlo!»

Schuschnigg: «No puedo».

Hitler estaba excitadísimo. Se dirigió a grandes pasos a la puerta y la


abrió:

—¡Keitel! —gritó con voz muy fuerte.

Y mandó a Schuschnigg que abandonara la sala:

—Volveré a llamarle a usted más tarde.

Schuschnigg salió de la sala y entró Keitel.

En la cárcel de Nuremberg repitió von Papen, en una conversación con el


psicólogo Gilbert, toda la escena y el americano escribió en su Diario:
«Von Papen me explicó cómo Hitler había ejercido su presión militar
sobre el canciller austríaco Schuschnigg. Hitler gritó: "¡Keitel!", con voz tan
fuerte que se oyó en toda la casa. Keitel llegó corriendo, pero una vez en la sala
Hitler le rogó que se sentara tranquilamente en un rincón. Todo aquello solo
tenía por objeto intimidar a Schuschnigg.»

El propio Keitel relató aquellos minutos en el estrado de los testigos en


Nuremberg:

—Era el primer acto de servicio al que me llamaban. Como no había


asistido todavía a ninguna conferencia o acción política antes, no supe qué hacer.
Luego en el curso del día comprendía que la presencia de tres representantes
militares solo servía para hacer una demostración militar.

»Me ha preguntado aquí lo que significaba que aquella tarde repitieran


tan fuerte mi nombre por toda la casa cuando me llamó el Führer. Fui a su
habitación. Tal vez suene un poco cómico, pero cuando entré en la habitación
creí que iba a darme instrucciones. Pero se limitó a decirme: "Por favor, siéntese
usted. El canciller federal desea celebrar una conversación con su ministro de
Asuntos exteriores Schmidt. No tengo nada para usted".»

Todo era puro «bluff».

Pero el efecto sobre Schuschnigg y su ministro de Asuntos Exteriores fue


absoluto. En el estrado de los testigos de Nuremberg el doctor Guido Schmidt
fue interrogado sobre este punto por el fiscal americano Dodd.

Dodd: «¿Les dijo Hitler que disponían hasta el 15 de febrero para aceptar
sus condiciones?»

Doctor Schmidt: «Sí».

Dodd: «¿Y les dijo también que en el caso de no aceptar sus condiciones
haría uso de la fuerza?»

Doctor Schmidt: «Sí, era un ultimátum, y Hitler declaró que ya tenía la


intención de entrar con sus tropas en Austria en febrero y que aquella era la
última vez que condescendía a una solución».

Dodd: «¿Qué hacían los generales? ¿Entraban y salían de la sala durante la


entrevista?»

Doctor Schmidt: «Los generales fueron llamados por Hitler en diversas


ocasiones».
Dodd: «¿Tenían miedo usted y Schuschnigg? ¿Temían que pudieran ser
detenidos?»

Doctor Schmidt: «Estábamos preocupados con el temor de que no nos


dejaran marchar de allí».

Dodd: «¿Recuerda usted que durante el viaje de regreso a Viena,


Schuschnigg le dijo que había tenido miedo cuando llamaron a Keitel de que
iba a ser fusilado o que iban a hacerle algo horrible?»

Doctor Schmidt: «No se habló de fusilamientos. Pero sí, como ya he dicho


antes, los dos pasamos miedo. El canciller opinó, igualmente, que en el caso de
que las conversaciones no redundaran en nada positivo cabía en lo posible que
no nos dejaran marchar de allí».

Mientras Schuschnigg y Guido Schmidt, jefe de Gobierno y ministro de


Asuntos Exteriores de un país, tenían miedo de ser detenidos por su anfitrión, se
llevaba a cabo maniobras de engaño.

—Las maniobras de engaño —indicó el fiscal americano Alderman en


Nuremberg—, quedan expuestas en un documento alemán que ha sido
encontrado. Las proposiciones aparecen firmadas por el acusado Keitel. Bajo su
firma hay una anotación que dice que el Führer ha dado su visto bueno a estas
proposiciones. Dice lo siguiente:

»"Lanzar noticias falsas, pero dignas de crédito, que hagan creer en unos
preparativos militares contra Austria: a) por hombres de confianza en Austria; b)
por nuestros aduaneros en la frontera; c) por agentes de comercio. Tales noticias
pueden ser las siguientes: a) cancelación de todos los permisos en la zona del
VII Cuerpo del Ejército; b) concentración de material ferroviario en Munich,
Augsburgo y Ratisbona; c) el agregado militar alemán en Viena ha sido llamado
para una consulta a Berlín; d) reforzamiento de la guardia fronteriza con Austria;
e) los aduaneros han de informar sobre maniobras militares de las brigadas
alpinas en las cercanías de Freilassing, Reichenhall y Berchtesgaden".

Este programa de intimidación y de rumores resultó muy efectivo. Fue el


preludio de la entrada de las tropas alemanas el 12 de marzo de 1938.

En este cúmulo de amenazas militares, de miedos e intimidaciones,


capituló Schuschnigg. Media hora después de haber sonado el grito de «¡Keitel!»
afirmó lo que podemos llamar la «rendición sin condiciones» de Austria.

Todo esto queda probado por las declaraciones de muchos testigos y


documentos. Solo uno de los presentes, el que aquellos días era ministro de
Asuntos Exteriores del Reich, Joachim von Ribbentrop, no se acordaba de nada
cuando el fiscal inglés sir David Maxwell-Fyfe le preguntó sobre estos
acontecimientos.

Sir David: «¿Recuerda haberle presentado al señor von Schuschnigg un


proyecto escrito a máquina que contenía las exigencias de Hitler? Medítelo
bien»

Ribbentrop: «Cabe en lo posible. Hitler había dictado una proposición. Ya


no recuerdo los detalles».

Sir David: «¿Qué decía el documento?»

Ribbentrop: «No lo sé».

Sir David: «Si usted le había de entregar un documento a una


personalidad extranjera durante una entrevista histórica es de suponer que,
aunque fuera a grandes rasgos, usted estaba informado de lo que decía el citado
documento».

Ribbentrop: «No, es curioso, pero ya no recuerdo los detalles».

Sir David: «¿Le dijo usted a Schuschnigg que Hitler le había informado
que aquellas exigencias que le entregaba eran un ultimátum del Führer y que
Hitler no estaba dispuesto a discutirlas?»

Ribbentrop: «No lo recuerdo».

Sir David: «¿Pero sí oyó decir, durante la segunda conversación con Hitler,
que este le dijo a Schuschnigg que había de aceptar estas exigencias en el curso
de los tres días siguientes?»

Ribbentrop: «No, esto lo he oído decir hoy por primera vez».

Sir David: «Sea usted más prudente al decir que ha sido hoy la primera
vez que ha oído hablar de esto, pues le voy a leer a usted un documento. Repito,
¿de verdad no oyó decir a Hitler que había de aceptar aquellas condiciones en el
plazo de tres días, ya que, en caso contrario, Hitler entraría con sus tropas en
Austria?»

Ribbentrop: «No creo haberlo oído».

Sir David: «Si lo hubiera dicho tendría usted que admitir que se trataba
de una grave presión militar y política».
Ribbentrop: «Teniendo en cuenta las circunstancias, hubiera sido, desde
luego, una presión».

Sir David: «¿Acaso no sabe usted que Schuschnigg dijo: "Yo solo soy el
canciller federal. He de someter todo esto a la aprobación del presidente Miklas
y solo puedo firmar el documento con la condición de recabar la conformidad
del presidente"?»

Ribbentrop: «No, no lo sabía».

Sir David: «Creo que ha llegado el momento de presentarle al testigo los


documentos alemanes. Examine, por favor, la anotación en el Diario del acusado
Jodl del 13 de febrero: "Por la tarde nos llamó el general Keitel a mí y al
almirante Canaris a su habitación para reforzar por orden del Führer la presión
militar, llevando a cabo una serie de supuestas acciones y medidas militares".

»Fíjese usted en la siguiente anotación del 14 de febrero: "Canaris dirigió


las diferentes medidas. El efecto fue rápido y potente. En Austria llegaron a la
conclusión de que Alemania estaba haciendo preparativos militares".

»¿Pretende usted hacerle creer al Tribunal que no conocía, en absoluto,


estas supuestas medidas militares y el efecto que habían de causar en Austria?»

Ribbentrop: «Considero dentro de lo probable que el Führer, para dar


mayor fuerza a sus deseos...»

Sir David: «¡Un momento, señor testigo! Con toda seguridad, usted como
miembro de Asuntos Exteriores, estaría sin duda, informado del efecto causado
en Austria y que Jodl califica de "rápidos y potentes". ¿Quiere usted declarar,
bajo juramento, ante el Tribunal, que no estaba informado de la reacción en
Austria?»

Ribbentrop: «En efecto, no fui informado de esta reacción».

Sir David: «Comprendo. Dígame usted, ¿por qué usted y sus amigos
tuvieron preso a Schuschnigg durante siete años?»

Ribbentrop: «No lo sé. Pero si dice usted cárcel, sé por propia experiencia
que el Führer ordenó, en diversas ocasiones, y lo recalcó, que Schuschnigg había
de ser tratado con toda clase de consideraciones».

Sir David: «Ha dicho usted cárcel. Yo diría mejor Buchenwald y Dachau.
Estuvo en los dos campos. ¿Cree usted que se encontró muy bien allí?»
Ribbentrop: «Ha sido aquí donde por primera vez he oído decir que el
señor Schuschnigg estuvo internado en un campo de concentración».

Sir David: «Limítese usted a contestar a mis preguntas: ¿Por qué usted y
sus amigos tuvieron preso en una cárcel a Schuschnigg durante siete años?»

Ribbentrop: «No puedo decir nada sobre esto. Lo único que sé es que oí
decir que no estaba en la cárcel, sino internado en un hotelito y que disfrutaba
de toda clase de comodidades».

Sir David: «Pero sí le faltaba una, señor testigo. Dar su informe de lo que
había ocurrido en Berchtesgaden. A pesar de todo el confort, que según usted
gozaba en Buchenwald y Dachau, lo cierto es que no estaba en condiciones de
hablar de los acontecimientos tal como él los había vivido».

Ribbentrop: «Esto no puedo juzgarlo yo».

Sir David: «Sí, este es su punto de vista. Pasemos a otro tema...»

¿Qué había ocurrido después de Berchtesgaden? ¿Qué curso siguió la


historia y qué ruta siguió Schuschnigg por las cárceles y campos de
concentración? ¿Cuál fue la suerte de Austria cuando fue estrechada entre los
oprimentes brazos de Hitler?

Schuschnigg y Schmidt regresaron completamente derrotado desde el


Salzberg a Viena. A pesar de que no cabía la menor duda sobre el alcance de la
medida, el presidente Miklas no vio otra solución más que aceptar. Nombró a
Seyss-Inquart ministro de Seguridad y de la policía y firmó la amnistía con la
cual quedaban en libertad todos los nacionalsocialistas que estaban detenidos.

En el acto, comenzó a agitarse la situación en Austria. Lo primero que hizo


el nuevo ministro austríaco Seyss-Inquart fue trasladarse a Alemania para
recibir instrucciones de Hitler. De nuevo en Viena dirigió una circular a los
funcionarios a sus órdenes llamándoles: ¡Policía alemana en Austria!

Había comenzado la desintegración interior.

Schuschnigg hizo un último intento para salvar la situación. Basándose en


el acuerdo ratificado en Berchtesgaden, que expresaba claramente la
independencia y la soberanía de Austria y la renuncia de Alemania a
inmiscuirse en los asuntos interiores austríacos, convocó un plebiscito para el 13
de marzo. Quería que los propios austríacos decidieran.

El 10 de marzo fue fijada en todo el país la fecha de celebración del


plebiscito. La consigna era la siguiente: «Por una Austria libre y alemana,
independiente y social, cristiana y unida..., por el pan y la paz en el país».
Schuschnigg contaba con un setenta a un ochenta y cuatro por ciento de votos
afirmativos.

Para reír..., pero lo cierto es que en Berlín no reía nadie. En la capital


alemana temían que Schuschnigg pudiera estar en lo cierto y esto hubiera
representado un golpe terrible para Hitler, una decisiva derrota internacional del
nacionalsocialismo. ¡Había que evitar a cualquier precio la celebración de este
plebiscito!

—Hitler está fuera de sí, está terriblemente indignado y todos los demás
también —informó Seyss-Inquart al canciller federal—. Goering exige que
dentro de una hora se anule la celebración del plebiscito. Espera mi llamada
telefónica antes de una hora. Si no recibe ninguna noticia hasta entonces
supondrá que se me ha impedido ponerme en comunicación con él y tomará las
medidas que crea pertinentes...

Schuschnigg se entrevistó inmediatamente con el presidente federal


Miklas. Hacia las doce del mediodía —era el 11 de marzo de 1938—, regresó a
sus despachos. Llamó a Seyss-Inquart y el ministro nacional Edmund Glaise
Horstenau.

—Le ruego informe al señor Goering que en vista de la situación ha sido


aceptada su exigencia —declaró Schuschnigg a los dos ministros.

Fue anulado el plebiscito. Los ministros cogieron el teléfono y llamaron a


Berlín. Poco después regresaban al despacho de Schuschnigg. Seyss-Inquart
sostenía un papel en la mano y leyó lo que Goering le acababa de ordenar por
teléfono:

«Solo se puede salvar la situación si el canciller federal presenta, en el


acto, su dimisión y dentro del plazo de dos horas el doctor Seyss-Inquart es
nombrado canciller federal. Si en el plazo indicado no se obtiene confirmación,
las tropas alemanas entrarán en Austria».

Se hizo un profundo silencio.

Schuschnigg se entrevistó de nuevo con el presidente federal. Por el


camino se le acercaron los amigos y consejeros gritándole: «¡Llame usted a las
masas, movilice el Ejército! ¡Resistiremos hasta el último hombre! ¡Pida ayuda al
mundo entero, a París, a Londres! Estas potencias no pueden consentir estos
actos de bandidismo en el mismo centro de Europa. Hoy nos toca el turno a
nosotros y quién sabe a quién le puede tocar mañana...»
—¡Italia! ¡Llamaremos a Italia en ayuda nuestra!

En 1943, cuando fue asesinado Dollfuss, Mussolini mandó tropas a la


frontera austríaca para ayudar al país en su lucha contra Hitler. Pero ahora, en
1938, recibieron la siguiente respuesta de Roma:

«El Gobierno italiano declara que en caso de ser consultado no está en


condiciones en estas circunstancias de dar ningún consejo.»

Por este motivo presentó Schuschnigg, tal como lo pedía Goering, su


dimisión y se aferró a esta decisión cuando el presidente Miklas se lo quedó
mirando con expresión triste y dijo en voz baja:

—Veo, pues, que me quedo solo...

Lo único a lo que estaba dispuesto Schuschnigg era a continuar los


negocios como jefe de Gobierno dimitido hasta que fuera nombrado el nuevo
canciller. Pero Miklas se negaba a nombrar jefe de Gobierno a un
nacionalsocialista. No quería acatar la orden de Berlín y nombrar a Seyss-
Inquart. El solo se enfrentaba a su destino.

En la Cancillería, en el Ballhausplatz, Schuschnigg limpiaba su mesa de


trabajo. Enfrente colgaba de la pared la mascarilla en yeso de Engelbert
Dollfuss, el canciller asesinado, y, completamente indiferente, el retrato al óleo
de la emperatriz María Teresa contemplaba la escena. Delante del edificio se
oían gritos, sonaban canciones, el fin estaba al alcance de la mano...

Durante el Proceso de Nuremberg, siete años más tarde, el fiscal


americano Sidney S. Alderman leyó el informe del Gauleiter Rainer:

—A continuación estalló la revolución que en el curso de solamente tres


horas condujo a la invasión total de Austria y a la ocupación de todos los cargos
por miembros del Partido. La conquista del poder fue una obra del Partido
apoyada por las amenazas de invasión del Führer y contando con el punto clave
que representaba Seyss-Inquart en el seno del Gobierno.

Schuschnigg se dedicó a hacer un llamamiento por radio. Fue su último


acto oficial. Terminó con las palabras:

—¡Dios proteja a Austria!

En Viena eran docenas de miles los que gritaban de júbilo por las calles.
Los policías se habían colocado brazales con la cruz gamada y eran llevados en
hombros por la muchedumbre. Los desconocidos se abrazaban, por doquier
surgían demostraciones y con infinito entusiasmo cantaban el «Deutschland,
Deutschland über alles...» Un muchacho se subió al balcón de la Cancillería e izó
la bandera de la cruz gamada...

Solo había una roca que se resistía: Miklas. El presidente federal


continuaba negándose a nombrar canciller a Seyss-Inquart.

Mientras desfilaban y cantaban por las calles, bailaban y se abrazaban, en


el Leopoldstadt de Viena, el barrio de los judíos, miles lloraban y se preparaban
para emprender la huida. Mientras el resto de Austria escuchaba por la radio las
últimas noticias con el corazón oprimido, Schuschnigg era internado y comienza
su ruta por las cárceles y campos de concentración, se celebran entre Berlín y sus
mandatarios en Viena urgentes conversaciones telefónicas. Causó verdadera
sensación cuando estas conversaciones telefónicas fueron reproducidas, palabra
por palabra, en Nuremberg en el año 1945: «Gracias a la meticulosidad del
acusado Goering y de su organización de la Luftwaffe», según dijo el fiscal
Alderman. Todas las conversaciones eran tomadas taquigráficamente por el
servicio de escucha del Ministerio del Aire. Estas conversaciones ocupaban un
grueso expediente y sus páginas revelan la realidad de aquella jubilosa anexión
al Reich. Nos hablan del «espontáneo levantamiento popular en Austria»,
citando la presión que fue ejercida por Hermann Goering para obligar a
capitular al Gobierno Schuschnigg.

El fiscal Alderman tenía los documentos sobre su mesa.

—Presento este grupo de documentos en su forma original, tal como


fueron hallados en el Ministerio del Aire —dijo levantando un poco el grueso
expediente—. Todo esto me recuerda el lamento de Job: «Oh, si mi enemigo
escribiera un libro». La mayor parte de las conversaciones que figuran en este
expediente fueron sostenidas por el acusado Goering, aunque hay también una
conversación muy interesante celebrada por Hitler.

A las diecisiete horas de aquel día decisivo Goering telefoneó desde


Berlín al jefe de las SS austríacas Odilo Globocnick en Viena y este, que no
estaba al corriente de la situación, le informó que el presidente federal Miklas se
había doblegado plenamente a los deseos de Berlín y habían nombrado canciller
federal a Seyss-Inquart, pero se trataba de un error. A las diecisiete horas veinte
minutos Goering se enteró, a través de una nueva conversación con Seyss-
Inquart, de la verdad. El texto de las conversaciones tal como fueron presentadas
ante el Tribunal de Nuremberg dice:

Goering: «Globocnick me ha informado en su nombre que le habían


nombrado ya canciller».

Seyss-Inquart: «¿En mi nombre? ¿Y qué le ha contado a usted?»


Goering: «Hace solamente una hora. Me ha dicho que usted ya era
canciller».

Seyss-Inquart: «No, no es esto. Le he propuesto al presidente federal que


me confiara la Cancillería. ¡Pero él siempre tarda de tres a cuatro horas en tomar
una decisión! En lo que respecta al Partido, hemos dado instrucciones a las
formaciones de las SA y del SS para que se hagan cargo de los servicios de
seguridad».

Goering: «Bien, esto no puede continuar así. ¡En ninguno de los casos! La
cosa está en marcha. Escúcheme bien. El presidente federal ha de ser informado
sin pérdida de tiempo que le ha de entregar ahora mismo el poder como canciller
federal y que el Gabinete ha de estar constituido tal como lo tenía previsto, es
decir, usted canciller federal y el Ejército...»

Seyss-Inquart: «Señor mariscal de campo, Mühlmann (uno de los enlaces)


acaba de llegar de allí. ¿Quiere que le informe?»

Goering: «Sí».

Mühlmann: «La situación es la siguiente: el presidente se niega


obstinadamente a dar su conformidad y exige una acción diplomática, oficial,
por parte del Reich. Nosotros, tres nacionalsocialistas, hemos querido hablar
personalmente con él para exponerle que en vista de lo desesperada que es la
situación no le toca otro remedio que dar su consentimiento. Ni siquiera nos ha
recibido. Todo da a entender que el hombre no está dispuesto a ceder».

Goering: «¡Póngame con Seyss-Inquart!»

Seyss-Inquart: «Estoy al aparato».

Goering: «Preste atención: entrevístese inmediatamente con el teniente


general Muff (el agregado militar en Viena), con el presidente federal y dígale
usted: Si no acepta enseguida las condiciones, que usted ya conoce, hoy mismo
las tropas alemanas cruzarán la frontera y habrá terminado la resistencia de
Austria. Dígale usted al teniente general Muff que le acompañe y que exija ser
recibido en el acto y repítanle todo esto al presidente. Infórmeme usted, sin
pérdida de tiempo, de la respuesta de Miklas. Dígale usted que aquí no estamos
para bromas. Esta noche puede comenzar la invasión de Austria y daremos
órdenes a las tropas de que no ataquen si antes de las diecinueve horas treinta
minutos hemos recibido la noticia de que Miklas le ha confiado la Cancillería.
Disponga usted que el Partido vuelva a gozar de todos sus derechos y que todos
los nacionalsocialistas se lancen a la calle en todo el país. Que salgan todos ellos
a la calle. ¡De modo que espero su respuesta antes de las diecinueve horas treinta
minutos! Que le acompañe el teniente general Muff. Ahora mismo le daré
instrucciones a Muff. Si ese Miklas no ha querido comprender la situación en
cuatro horas, lo tendrá que hacer ahora en cuatro minutos».

Seyss-Inquart: «Está bien».

Una hora y ocho minutos más tarde telefoneó Goering con su hombre de
confianza Wilhelm Keppler, a quien había destinado a Viena.

Keppler: «He hablado con Muff. Muff ha estado arriba con el presidente,
pero este se ha vuelto a negar».

Goering: «¿Dónde está Muff ahora?»

Keppler: «Ha vuelto a bajar. No ha tenido éxito en su misión».

Goering: «Pero, ¿qué dice?»

Keppler: «Que él, como presidente federal, no lo hará».

Goering: «¡En este caso, que Seyss-Inquart lo destituya! Suba usted y


dígale sin rodeos que Seyss-Inquart movilice a la guardia nacionalsocialista y
dentro de cinco minutos daré la orden de invasión».

Keppler llamó a Muff al teléfono.

Muff: «Es un hecho que el intento de Schuschnigg de demostrar al mundo


que si los nacionalsocialistas cuentan con una mayoría, es solo por la amenaza
de las armas alemanas...»

Aquí fue interrumpida la conversación. Tres minutos más tarde ha sido


restablecida la comunicación.

Goering: «¿Dónde está Keppler?»

Veesenmeyer (un intermediario del Ministerio de Asuntos Exteriores):


«Aquí Veesenmeyer. Keppler está con el canciller federal».

Goering: «¿Con el presidente federal?»

Veesenmeyer: «No, con el canciller federal. Están todos reunidos, el


presidente y el canciller federal».

Goering: «No me aparto del teléfono. Veesenmeyer, ¡todo ha de ir muy


rápido ahora! Solo disponemos de tres minutos de tiempo».

Veesenmeyer: «Lo sé, lo sé».

Mientras tanto, Keppler se había vuelto a poner al aparato.

Keppler: «He vuelto a hablar con el presidente. Se ha negado a todo».

Goering: «De acuerdo, que me llame Seyss».

Keppler: «Ahora mismo se pone al aparato».

Seyss-Inquart: «Seyss-Inquart al teléfono».

Goering: «Bien, ¿qué hay de nuevo?»

Seyss-Inquart: «Diga usted, señor mariscal de campo».

Goering: «¿Cómo está la situación?»

Seyss-Inquart: «Pues el señor presidente federal se aferra a su punto de


vista de siempre. Todavía no ha tomado ninguna decisión».

Goering: «¿Cree usted que tomará una decisión dentro de los próximos
minutos?»

Seyss-Inquart: «Creo que la conversación no puede durar más allá de


cinco o diez minutos».

Goering: «Escuche usted, voy a esperar todavía esos minutos. Llámeme a


la Cancillería para informarme de todo. Pero sea rápido. No puedo esperar más
tiempo, sinceramente, no puedo. Si no se conforma, entonces hará usted uso de
la fuerza, ¿comprendido?»

Seyss-Inquart: «Sí, si amenaza...»

Goering: «Sí».

Seyss-Inquart: «Sí, sí, sabremos responder».

Goering: «¡Llámeme usted con urgencia!»

—Goering y Seyss-Inquart —dijo el fiscal Alderman en la sala del


Tribunal de Nuremberg— habían convenido en otras palabras un plan para
conquistarse el poder en el caso de que Miklas continuara con su obstinada
negativa. El plan en cuestión preveía, además de la intervención de las fuerzas
nacionalsocialistas en Austria, la de las tropas alemanas.

Muy excitados volvieron a telefonear Goering y Seyss-Inquart a las


diecinueve horas cincuenta y siete minutos.

Seyss-Inquart: «El doctor Schuschnigg comunicará por la radio que el


Gobierno del Reich ha presentado un ultimátum».

Goering: «¡Ya lo he oído!».

Seyss-Inquart: «El Gobierno se ha destituido a sí mismo. El general


Echilhavsky tiene el mando sobre las tropas y retirará las tropas. Todos esperan
la llegada de las tropas alemanas».

Goering: «¿Pero usted no ha recibido el nombramiento?»

Seyss-Inquart: «¡No!»

Goering: «¿Ha sido destituido usted de su cargo?»

Seyss-Inquart: «No, no ha sido destituido nadie. El Gobierno, por así


llamarlo, se ha retirado y deja que las cosas sigan su curso».

Goering: «¿Y usted no ha sido nombrado? ¿Ha sido rechazado su


nombramiento?»

Seyss-Inquart: «Sí, lo han vuelto a rechazar. Ya no esperan otra cosa que la


llegada de las tropas».

Goering: «¡Está bien! Voy a dar la orden de invasión y usted procure


mientras tanto que le nombren y asuma el mando. Llame la atención de todos los
dirigentes sobre lo que le voy a decir: Todo el que ofrezca u organice la
resistencia, caerá inmediatamente bajo nuestra jurisdicción militar. El Tribunal
marcial de nuestras tropas. ¿Está claro?»

Seyss-Inquart: «¡Sí!»

Goering: «¡No importa de quién pueda tratarse!»

Seyss-Inquart: «Los altos mandos han dado orden de no ofrecer la menor


resistencia».
Goering: «¡Es igual! El presidente federal no le ha nombrado a usted, y
esto debe considerarse como oposición».

Seyss-Inquart: «De acuerdo».

Goering: «Bien. ¡De modo que le confío a usted una misión oficial!»

Seyss-Inquart: «Sí».

Goering: «Mucha suerte. ¡Heil Hitler!»

En Viena el diminuto canciller federal daba una última vuelta por sus
despachos. A través de las ventanas llegaban hasta él las canciones y los vítores
en la calle. Schuschnigg escribe en sus Memorias:

«Di una vuelta por los despachos, crucé la sala de las columnas y entré en
la antesala de reuniones. Allí, debajo del retrato de Francisco José, había un
grupo de personas desconocidas. Un joven, con traje de montar, pasó cerca de
mí. No sabía si era un estudiante o uno de los jóvenes funcionarios. Llevaba el
pelo cortado al estilo prusiano. Comprendí. Ya había tenido lugar la invasión.
De momento, aún no habían pasado la frontera, pero ya estaban en el
Ballhausplatz. Todavía no era la Wehrmacht... era la Gestapo.»

De nuevo telefoneó Goering, esta vez al agregado militar alemán teniente


general Muff. Eran las veinte horas veintiséis minutos.

Goering: «Dígale usted lo siguiente a Seyss-Inquart: En nuestra opinión el


Gobierno ha dimitido, pero él no. Por consiguiente, debe continuar los asuntos
del Gobierno y en nombre del mismo dar todas las órdenes necesarias. Va a
comenzar la invasión y se darán órdenes de que todo el que ofrezca resistencia
habrá de cargar con las consecuencias. Que Seyss procure que no ocurra nada».

Muff: «Seyss cuida del orden en estos momentos, está dirigiendo una
alocución».

Goering: «Que ahora se haga cargo del Gobierno. Que asuma el mando en
el Gobierno y que cuide de todo y... todavía mejor..., que Miklas presente la
dimisión».

Muff: «Esto no lo hará. Ha estado muy dramático. Hace un cuarto de hora


aproximadamente que he hablado con él. Ha dicho que en ningún caso se
inclinará ante la violencia que tampoco nombrará un nuevo Gobierno».

Goering: «¿No está dispuesto a ceder a la fuerza?»


Muff: «No».

Goering: «¿Qué significa esto?»

Muff: «Que no piensa moverse de donde está».

Goering: «Comprendo, cuando se tienen catorce hijos como él lo mejor es


cruzarse de brazos. Está bien. Dígaselo a Seyss. Dígale que se haga cargo del
Gobierno».

—Hay otro acontecimiento histórico que fue discutido igualmente por


teléfono —informó el fiscal americano Alderman—. Me refiero al célebre
telegrama que Seyss-Inquart mandó al Gobierno alemán en el cual solicitaba
que este mandara tropas a Austria para ayudarle a dominar el desorden que se
había apoderado del país. En una conversación que celebraron aquella misma
noche, a las veinte horas cuarenta y ocho minutos, Goering y Keppler dijeron lo
siguiente:

Keppler: «Voy a hacerle un resumen de lo ocurrido: El presidente federal


Miklas se ha negado a acceder. Pero el Gobierno ya no ejerce ninguna autoridad.
He hablado con Schuschnigg y me ha dicho que todos se han retirado de sus
funciones. Seyss ha anunciado por la radio que él, en calidad de ministro del
Interior, ha asumido todas las funciones de Gobierno. El antiguo Gobierno ha
dado órdenes de que el Ejército no ofrezca la menor resistencia. De modo que no
dispararán».

Goering: «Todo eso importa un comino. Preste atención: Lo más


importante es que, ahora, se apodere Seyss-Inquart de todo el Gobierno, que
ocupe las emisoras y todo lo demás. Y escuche bien: Seyss-Inquart debe
mandarnos el siguiente telegrama. Escriba:

»El Gobierno provisional de Austria, que después de la dimisión del


Gobierno Schuschnigg se ve obligado a mantener el orden y la paz en Austria,
dirige al Gobierno alemán el urgente ruego de apoyarle en esta misión y
ayudarle a evitar un derramamiento de sangre. Con este motivo, solicita de este
el envío urgente de tropas alemanas».

Keppler: «Las SA y las SS desfilan por las calles. Reina una tranquilidad
absoluta».

Goering: «Preste atención, que mande ocupar las fronteras para que esos
no huyan con sus bienes».

Keppler: «Sí».
Goering: «Que forme un Gobierno provisional. Es completamente
indiferente lo que pueda decir, ahora, el presidente federal».

Keppler: «Sí».

Goering: «Bien. Que mande el telegrama lo antes posible. Dígale usted


que no es necesario que envíe el telegrama. Dígale que basta que comunique:
"¡Conformes!" Llame usted al Führer o a mí de nuevo. Mucha suerte. ¡Heil
Hitler!»

—Claro —dijo el fiscal Alderman—, no había necesidad de mandar el


telegrama. Goering personalmente lo había redactado, ya lo tenía en su poder. El
caso era tan urgente que Goering dictó el texto íntegro del telegrama por
teléfono y una hora más tarde, a las veintiuna horas cincuenta y cuatro minutos,
en una conversación entre el doctor Dietrich, desde Berlín, Keppler, desde
Viena, se dijo lo siguiente... Dietrich telefoneó, tal como se desprende del texto
original, en nombre del general Bodenschatz.

Dietrich: «Tengo urgente necesidad del telegrama».

Keppler: «Dígale usted al mariscal de campo que Seyss-Inquart está


conforme».

Dietrich: «Maravilloso, gracias».

Pero esta conversación, celebrada a las veintiuna horas cincuenta y cuatro


minutos, carecía de todo valor práctico, pues una hora antes, a las veinte horas
cuarenta y cinco minutos, Hitler personalmente había dado la orden de que las
tropas alemanas cruzaran la frontera.

—Fue interrumpido el sistema de comunicaciones con Austria —comentó


el fiscal Alderman—, pero la máquina militar alemana ya había sido puesta en
movimiento. Para demostrarlo, expongo como prueba el documento capturado a
los alemanes, C-182. Es una orden del comandante en jefe de la Wehrmacht, el 11
de marzo de 1938, a las veinte horas cuarenta y cinco minutos. Esta orden,
firmada por Jodl, y con el visto bueno de Hitler, ordena la invasión de Austria.

En esta orden secreta se decía:

«Con el fin de evitar el derramamiento de sangre en las ciudades


austríacas, se ordena el avance de la Wehrmacht alemana hacia Austria el 12 de
marzo al amanecer. Confío que los objetivos señalados sean alcanzados con la
mayor rapidez y haciendo uso de todas las fuerzas a nuestra disposición.»
También en este caso utilizaron un pretexto, pues en ninguna ciudad
austríaca había ocurrido ni un solo incidente sangriento y Keppler le había
dicho expresamente a Goering por teléfono que reinaba la paz y la tranquilidad
en todo el país.

«Era alrededor de la medianoche —escribe Schuschnigg en sus


Memorias—. De fuera no llegaba la menor noticia. En la sala de sesiones todavía
estábamos reunidos con el presidente federal. Una vez más fueron discutidos
todos los motivos que aconsejaban el nombramiento de Seyss-Inquart.
Finalmente Miklas cedió y firmó la orden...»

Este era el fin oficial.

Pero en el Proceso de Nuremberg el fiscal Alderman levantó un velo


sobre los últimos incidentes antes del Anschluss:

—En el instante en que Hitler y Goering se lanzaron a esta empresa, se


enfrentaban con un gran interrogante: Italia. En el año 1934, y con motivo del
golpe de Estado del 25 de julio, Italia había concentrado sus tropas en la
frontera. Italia era, tradicionalmente, el protector político de Austria. Hitler
debió respirar muy aliviado cuando a las veintidós horas veinticinco minutos de
la noche, el príncipe Felipe de Hessen, su embajador en Roma, le informó que
Mussolini adoptaba una actitud muy tranquila frente a los acontecimientos.
Comprenderemos claramente la situación si leemos lo hablado en la conferencia
telefónica. Esta conversación nos revela, claramente, la excitación de Hitler
mientras hablaba.

Felipe: «Acabo de llegar de Palazzo Venezia. El Duce lo ha aceptado todo


de un modo amistoso. Le felicita a usted cordialmente».

Hitler: «Comuníquele usted a Mussolini, que nunca olvidaré esto».

Felipe: «Bien».

Hitler: «Nunca, nunca, sea lo que sea. Ahora estoy dispuesto a concertar
un tratado muy diferente con él».

Felipe: «Sí, ya se lo he dicho».

Hitler: «Una vez solucionado el problema austríaco, estoy dispuesto a ir


con él donde sea».

Felipe: «Sí, mi Führer».


Hitler: «Escuche usted..., estoy dispuesto a hacer lo que él quiera... Ahora
ya no nos encontramos en la terrible situación militar que se hubiese presentado
si hubiera estallado el conflicto. Dígale y repítale que le estoy profundamente
agradecido y que nunca lo olvidaré. Jamás lo olvidaré».

Felipe: «Sí, mi Führer».

Hitler: «No lo olvidaré, ocurra lo que sea. Si alguna vez llega a encontrarse
en peligro o en alguna necesidad, puede estar convencido de que yo le ayudaré
como sea, aunque todo el mundo se levantara contra él».

Felipe: «Sí, mi Führer».

—Después de la entrada de las tropas alemanas en Austria —prosiguió


Alderman—, y cuando Hitler se encontraba en Linz, de nuevo expresó su
profundo agradecimiento a Mussolini en el célebre telegrama que el mundo
entero seguramente recordará perfectamente. El documento decía lo siguiente:
«Mussolini, esto jamás lo olvidaré».

A continuación era preciso hacer algo en Londres para tranquilizar a los


ingleses. El día siguiente a la entrada de las tropas, el domingo 13 de marzo de
1938, telefoneó el acusado Goering, que se había quedado en Berlín para dirigir
los asuntos de Estado, al acusado Ribbentrop, que estaba en Londres. Hitler se
encontraba en su patria austríaca. Considero que la conversación es característica
del modo de proceder de los acusados. Hacían uso de una serie de
tergiversaciones para engañar y aplacar a otros pueblos.

La conversación entre Ribbentrop y Goering es muy larga tal como fue


presentada ante el Tribunal. Nos limitamos a reproducir las partes esenciales:

Goering: «Bien, ya sabe usted que el Führer me ha encargado de la


dirección del Gobierno. Por esto quería orientarle a usted. En Austria reina un
júbilo indescriptible, usted mismo lo habrá oído por la radio».

Ribbentrop: «Sí, fantástico, ¿verdad?»

Goering: «Sí, la ocupación de Renania no puede compararse, de ningún


modo, con el júbilo de la población... El Führer estaba profundamente
conmovido cuando ayer por la noche habló conmigo. Pero deseaba decirle
algunas cosas para su conocimiento. Bien, el cuento ese de que nosotros
mandamos un ultimátum es una falsedad. Pero recuerde que Schuschnigg
pronunció unos discursos grandilocuentes, en los que dijo que el Frente
patriótico lucharía hasta el último hombre. No sabíamos exactamente a qué
atenernos, no podíamos saber que capitularían por las buenas y, debido a esto,
Seyss-Inquart —que ya estaba al frente del Gobierno— nos mandó decir que
enviáramos las tropas sin pérdida de tiempo. Esto es la realidad de lo ocurrido.
Lo interesante es lo siguiente: El vivo entusiasmo nos ha sorprendido tanto a
nosotros como a los nacionalsocialistas. A excepción de los judíos en Viena y de
los negros no se ve a nadie que vaya contra nosotros».

Ribbentrop: «De modo que toda Austria está con nosotros».

Goering: «Por lo demás, mire usted, sí... ayer dijeron, hablaron de cosas
muy serias, de guerras y cosas por el estilo..., me puse a reír. ¿Quién es el
estadista irresponsable que sea capaz de mandar a la muerte a millones de seres
humanos, por el mero hecho de que dos pueblos hermanos se reúnan de
nuevo...?»

Ribbentrop: «Sí, desde luego, sería ridículo, claro, claro. Y esto también lo
comprenden así aquí. Además, creo que están bastante bien informados».

Goering: «Señor Ribbentrop, insisto en un detalle: ¿Cuál es el Estado en el


mundo al que podamos perjudicar con nuestra reunificación? Y también insisto
en esto: ayer fue a verme el embajador checo y me dijo que los rumores que
circulaban de que los checos se habían movilizado no respondían a la realidad
de los hechos y que los checos quedarían muy contentos si les daba mi palabra
de que no emprenderíamos nada contra su país».

Ribbentrop: «Esto es lo mismo que nos dijeron aquí anteayer. Llamaron


expresamente».

Goering: «No amenacemos a Checoslovaquia en ninguno de los casos. Al


contrario, a los checos se les ofrece ahora la oportunidad de solucionarlo todo de
un modo amistoso y sensato con nosotros. Esto siempre que Francia no haga
nada y sea sensata. Si Francia moviliza sus tropas en la frontera, entonces nos
divertiremos».

Ribbentrop: «Creo que se comportarán de un modo muy sensato».

Goering: «Escuche bien. Ahora que hemos solucionado el problema allá


abajo y que ya no hay ningún peligro..., aquello era un foco de peligros, un
auténtico peligro. Todos habrían de estarnos agradecidos de que hubiéramos
eliminado este foco de peligros».

Ribbentrop: «Esto mismo es lo que les he dicho. También he comunicado


a Halifax (el ministro de Asuntos Exteriores británico) que lo único que
queríamos era un poco de comprensión, a lo que él ha contestado que solo
estaba un poco asustado por Checoslovaquia».
Goering: «No, no. No tiene que tener ningún miedo».

Ribbentrop: «Yo le he dicho que no teníamos ningún interés, ni tampoco


la menor intención de hacer algo allí».

Goering: «El Führer ha dicho que, dado que usted se encuentra ahí,
procure exponer las cosas tal como son. Sobre todo señale que están en un
profundo error si creen que Alemania dirigió un ultimátum. Deseo que le diga
usted lo siguiente a Chamberlain: No es cierto que Alemania haya mandado un
ultimátum. Esto es una mentira de Schuschnigg. Y tampoco es verdad que le fue
dirigida una amenaza al presidente federal. Lo único que pasó es que Seyss-
Inquart rogó a uno de nuestros agregados militares que le acompañara para que
le explicara un detalle técnico. Insisto en que Seyss-Inquart solicitó de nosotros,
primero por teléfono y luego por telegrama, que le mandáramos nuestras
tropas».

Ribbentrop: «Dígame usted, señor Goering, ¿qué ocurre en Viena..., todo


está en orden allí?»

Goering: «Sí. Ayer mandé centenares de aviones a ocupar el campo de


aviación. Fueron recibidos con júbilo. Hoy entrarán las avanzadillas de la 17
División conjuntamente con las tropas austríacas. Quiero añadir que las tropas
austríacas no se han replegado, sino que se han unido a las tropas alemanas».

Ribbentrop: «Esto era de esperar».

Goering: «Todo se ha cumplido según nuestros deseos. Todo ha salido


como había de salir y nuestras tropas desfilan como si fuera un día de fiesta.
Reina una paz absoluta. Dos pueblos se abrazan y expresan públicamente su
júbilo. Además, he de añadir que Mussolini se ha comportado de un modo
estupendo».

Ribbentrop: «Sí, ya me he enterado».

Goering: «¡Maravilloso!».

Ribbentrop: «¡Muy bien!».

Goering: «Se lo aseguro a usted, me considero muy feliz».

Ribbentrop: «Mire usted, aquí, dentro de muy poco..., o habría de


engañarme miserablemente..., dirán, diablos, qué suerte que ese problema ya
haya sido solucionado y de un modo tan pacífico... He de decirle otra cosa: no he
dejado que aquí albergaran la menor duda que si existiera la menor amenaza, si
existiera algo parecido, el Führer y el pueblo estarían unidos cien por cien».

Goering: «Y yo voy a decirle lo siguiente: Gracias a Dios el hombre,


tratándose de su patria, participa en la acción con todo su corazón. Creo que si
ese hombre presintiera alguna amenaza en la cuestión austríaca, no cedería un
solo momento».

Ribbentrop: «Esto es evidente».

Goering: «No cabe la menor duda. Si alguien nos amenazara ahora se


tropezaría con la resistencia fanática de dos pueblos».

Ribbentrop: «Creo que no puede existir la menor duda a este respecto».

Goering: «Antes preferiría que mi pueblo fuera exterminado que ceder un


solo paso».

Ribbentrop: «Creo que se comportarán todos de un modo muy sensato».

Goering: «Lo contrario sería lo peor de lo peor. Entonces el mundo entero


se convertiría en una casa de locos. Sería ridículo».

—Para comprender bien esta conversación —dijo el fiscal Alderman en


Nuremberg—, hemos de intentar fijar la hora y el lugar de la escena. Cito...

Goering: «Aquí hace un tiempo maravilloso, el cielo es azul. Estoy


sentado, envuelto en mantas en mi balcón, al aire libre y tomo mi café. Luego he
de ir a la ciudad y pronunciar un discurso. Aquí los pájaros cantan y por la radio
se oye el júbilo de la multitud. Es decir, en Viena».

Ribbentrop: «Es maravilloso».

Goering: «Envidio a los que ayer fueron testigos de todo. Y yo aquí


guardando las posiciones claves. ¿Ha oído usted el discurso que ha pronunciado
el Führer en Linz?»

Ribbentrop: «No, desgraciadamente no lo he oído».

Goering: «Para mí ha sido el discurso más interesante que jamás ha


pronunciado el Führer..., muy breve. Ese hombre, que domina la palabra, como
ningún otro, apenas podía hablar».

Ribbentrop: «¿Estaba el Führer muy emocionado?»


Goering: «Sí, terriblemente. Creo que el hombre pasa unos días muy
difíciles. Dicen que tuvieron lugar ciertas escenas... A propósito, Ward Price (un
célebre periodista inglés) está con él allá...»

Ribbentrop: «Sí, esta mañana he leído el artículo de Ward Price. El Führer


se volvió hacia él y le preguntó: "¿Es esto una invasión? ¿Puede usted considerar
esto como una presión y empleo de la fuerza?"»

Goering: «Vamos, vamos, ni pensarlo».

Ribbentrop: «¡Hasta la vista! ¡Heil Hitler!»

Goering: «¡Heil Hitler!»

¿Podía aquello considerarse como una presión y empleo de la fuerza?, le


había preguntado Hitler a Ward Price. ¿Qué importaban ya las palabras? El día
antes Goering había tranquilizado al embajador checo, pero ahora, después del
jubiloso Anschluss de Austria, el hombre ya hablaba de sus nuevos planes.
Habían colocado un nuevo disco, lo había seleccionado el doctor Goebbels y lo
tocaban a diario por la radio: La Marcha de Egerland.

Y pronto marcharían al son de esta marcha militar.

8. La paz de nuestros tiempos

Vamos a hablar ahora de un capítulo en el que los hechos fueron


ahogados de nuevo por el griterío, las canciones y las atronadoras marchas
militares. Tampoco en este caso la opinión pública estaba enterada que las
pasiones habían sido estimuladas de un modo artificial.

«No estoy dispuesto —declaró Hitler el 12 de septiembre de 1938 durante


el Día del Partido en Nuremberg—, a aguantar, cruzado de brazos, la opresión
de los ciudadanos alemanes en Checoslovaquia. Los alemanes en
Checoslovaquia no están indefensos ni tampoco abandonados. Que todo el
mundo se entere de esto».

Poco después de este incidente tuvieron lugar en el país de los sudetas


sangrientos incidentes. De nuevo se provocaba una crisis que irremisiblemente
tendía hacia un punto álgido. Desde 1939 se habían ido agudizando a diario las
diferencias entre las minorías raciales en Checoslovaquia. Desde el Anschluss a
Austria la situación se había hecho insostenible. Con toda seguridad, los
alemanes sudetas creían que estaban luchando ellos mismos por unos derechos a
los que tenían plena justificación. Pero no podían sospechar que eran
meramente unos instrumentos: Konrad Henlein, el jefe del SDP, el Partido de
los sudetas alemanes, se limitaba a recibir órdenes. El 28 de marzo de 1939
Henlein recibió, en Berlín, instrucciones muy concretas del propio Hitler. En el
expediente sobre esta conversación leemos: «Las instrucciones que el Führer le
ha dado a Henlein dicen que el partido de los sudetas alemanes ha de insistir en
la reclamación de sus derechos, unos derechos que han de ser imposibles de
aceptar por parte del Gobierno checo. Henlein ha expuesto al Führer su punto de
vista sobre la situación. Hemos de exigir siempre más para que nunca nos
podamos dar por satisfechos. Este punto de vista ha merecido la aprobación del
Führer».

—Henlein ejerció sus actividades con ayuda de consejos de los altos jefes
nazis —declaró el fiscal Alderman sobre este punto—. El teniente coronel
Köchling le fue adscrito, como consejero, a Henlein, para ayudarle en la
organización de los Cuerpos de voluntarios de los sudetas alemanes.

Fue leída como prueba una anotación del ayudante de Hitler, Rudolf
Schmundt:

«Asunto secreto. Ayer se celebró la entrevista Führer y teniente coronel


Köchling. La entrevista duró siete minutos. El teniente coronel continuará a las
órdenes del OKW. Quedará adscrito como consejero de Henlein. Ha recibido
plenos poderes militares del Führer. El Cuerpo de voluntarios sudetas queda a
las órdenes de Henlein. Objetivo: Protección de los sudetas alemanes y
provocación de nuevos incidentes».

Objetivo: Provocación de nuevos incidentes. Es difícil emplear un


lenguaje más claro. Los alemanes sudetas que creían luchar por sus derechos
naturales, eran lanzados sin compasión en una lucha sangrienta. Lo que Hitler
pretendía, en realidad, y para lo cual habían de servirle de pretexto los
desórdenes y los violentos encuentros en el país de los sudetas, estaba encerrado
todavía en las cajas fuertes de Berlín.

«Fall Grün». Este era el nombre clave de todo el plan: la destrucción de


Checoslovaquia. A Hitler lo que le importaba, en este caso concreto, eran los
alemanes sudetas y su «liberación». Los sudetas no son mencionados, ni una sola
vez, en los centenares de expedientes, documentos y reuniones secretas. Lo
único que le interesa es la destrucción de Checoslovaquia para crear las
condiciones previas necesarias para sus futuros planes bélicos.

El 30 de mayo de 1938, Hitler firmó un documento que llevaba por


encabezamiento «Studie Grün». Esta orden secreta decía:

«Es decisión irrevocable destruir, dentro de un inmediato futuro,


Checoslovaquia, mediante una acción militar. El punto político y militar
apropiado lo decidirá el mando político y a este mando también le incumbe la
decisión de esperar o provocar este momento. En este sentido, han de ser
adoptadas todas las medidas necesarias. Como condición previa para el previsto
ataque son necesarias: a) un motivo exterior apropiado; b) una justificación
política suficiente; c) una acción inesperada para el enemigo que le sorprenda
desprevenido. Lo preferible, desde el punto de vista militar y político, es una
rápida acción basada en un incidente que provoque Alemania en un sentido que
esta no pueda quedar indiferente y que, por lo menos frente a una parte de la
opinión pública mundial, presente la justificación moral para adoptar medidas
de índole militar. Firmado: Adolfo Hitler.»

Como Hitler se imaginaba, este incidente lo expuso claramente a Keitel.


La reunión se celebró el día 21 de abril de 1928 y ha sido certificada igualmente
por el ayudante de Hitler, Schmundt.

—Voy a leer el Apartado 2 de este documento —dijo el fiscal Alderman en


Nuremberg—. Fundamentos para el «Studie Grün». Resumen de la conversación
celebrada entre el Führer y el general Keitel.

1. Un ataque estratégico sin motivo o justificación alguna es rechazado


por la opinión pública mundial que podría agudizar la crisis. Esta medida está
justificada solamente para eliminar al último enemigo en el continente.

2. Acción después de unas diferencias diplomáticas que se han ido


agudizando y provocando finalmente la guerra.

3. Ataque por sorpresa basado en un incidente (p. e., el asesinato del


embajador alemán después de una manifestación antialemana).

Consecuencias militares: «Con respecto a las posibilidades políticas 2 y 3


hemos de estar preparados. El caso 2 es el no deseado, puesto que «Grün» habrá
adoptado medidas defensivas».

—Este documento, en conjunto, revela claramente —señaló Alderman—


que los conspiradores planeaban crear un incidente para justificar ante la
opinión pública mundial su ataque contra Checoslovaquia. Pensaron incluso en
mandar asesinar al embajador alemán en Praga para crear, de este modo, el
incidente que tanto necesitaban.

«La fijación del momento de este incidente, día y hora, es de la mayor


importancia —leemos en una nota del día 26 de agosto de 1938 que lleva la firma
del acusado Jodl. Este documento dice lo siguiente sobre el citado incidente:
"Debe ser fijado en unas condiciones favorables para que podamos hacer uso de
la superioridad de nuestra arma aérea".»

Se trabajó febrilmente en los preparativos. Como fecha para el ataque,


Hitler fijó el día 1.º de octubre de 1938. Todos los servicios fueron puestos en
aviso, sobre todo los ferrocarriles y el Servicio de Trabajo obligatorio. El
Ejército, la Marina de guerra y la Luftwaffe recibieron amplias instrucciones
especiales. De todos modos, Hitler no pasa por alto la posibilidad de que
Inglaterra y Francia no se limitaran a permanecer con los brazos cruzados
mientras él invadía Checoslovaquia. Para una mayor seguridad contra el Oeste
desarrollaron el «Fall Rot».

«Es horrendo pensar que la suerte de millones de seres depende de los


caprichos de un hombre demente», escribió el premier británico, sir Neville
Chamberlain en su Diario.

Durante el Día del Partido en Nuremberg, el embajador francés André


François-Poncet dijo a Hitler:

—El laurel más bonito es aquel que se recoge sin que haya costado una
sola lágrima a una madre.

Hitler no contestó a estas palabras.

Los desórdenes dirigidos desde Berlín en el país de los sudetas


continuaban intensamente y la reacción natural era una presión en dirección
contraria. La situación se hacía insostenible. La Gran Bretaña decidió mandar a
un intermediario, el respetable Lord Runciman of Doxford.

Runciman emprendió el viaje al país de los sudetas. Sospechaba, tal vez,


que de su informe dependía la paz y la guerra. Delante de todos los hoteles
donde se alojaba sonaban las canciones que eran dictadas por Goebbels desde
Berlín:

Lieber Lord, mach uns frei

von der Tschecoslowakei![2]

Profundamente abatido, Runciman informó a su Gobierno sobre «ese


maldito país», según su expresión. Pero tampoco él veía ninguna posibilidad de
solución.

Era evidente que Hitler pretendía hacer uso de la fuerza. El mundo estaba
sacudido por la fiebre del miedo. Sobre Europa entera se cernía el fantasma de la
guerra. En Berlín, en París, en Londres, en todas partes, los hombres y las
mujeres solo hablaban de la guerra. El miedo les había llegado hasta la médula.
De un momento a otro va a estallar el barril de pólvora...

El presidente del Consejo de Ministros francés, Edouard Daladier, había


sondeado la situación en Londres. Vamos a citar unas frases de una entrevista
oficial con el primer ministro británico Chamberlain, que revelan a todas luces
la impotencia que dominaba a los dos estadistas.

Daladier: «Creo que la paz de Europa podría ser salvada si la Gran


Bretaña y Francia declararan que no permitirán, en ningún momento, la
destrucción del Estado checo».

Chamberlain: «Estoy completamente de acuerdo con usted. Mi sangre


hierve cuando compruebo cómo Alemania se vuelve a salir con la suya y
aumenta su dominio sobre los pueblos libres. Pero estas meditaciones
sentimentales son peligrosas y he de recordar las fuerzas con que estamos
jugando. No jugamos con dinero, sino con seres humanos. No puedo
embarcarme ligeramente en un conflicto que podría tener unas consecuencias
tan funestas para infinidad de familias, mujeres y niños. Hemos de examinar a
fondo, por consiguientes, si somos lo bastante fuertes para alcanzar la victoria.
Confieso sinceramente que no creo que lo seamos...»

Después del Día del Partido, el mundo entero esperaba que Hitler lanzara
su golpe. Y entonces Chamberlain dio un paso sensacional. Un paso
extraordinario para un jefe de Gobierno inglés, reflejado en su Diario:

«Me he decidido por una solución que dejó a Halifax muy sorprendido,
pero Henderson (el embajador inglés en Berlín) cree que esta solución puede
salvar la paz en la hora once.»

Chamberlain se ofreció visitar a Hitler en Alemania y negociar con él la


cuestión de los sudetas alemanes. Al día siguiente, 15 de septiembre de 1938,
Chamberlain llegaba a Berchtesgaden. Hitler aceptó, en el acto, el ofrecimiento e
informó al premier británico que estaba enteramente a su disposición.

«Comprendí enseguida que la situación era mucho más crítica de lo que


yo había supuesto —escribió Chamberlain inmediatamente a su llegada—. Sabía
que tenía sus tropas, sus carros de combate y sus cañones preparados y que
bastaba una orden de Hitler para que se lanzaran sobre Checoslovaquia. Era
necesario tomar decisiones muy rápidas.»

Chamberlain ganó de momento algún tiempo. Declaró que había de


reunirse nuevamente con sus ministros, y Hitler prometió no emprender
ninguna acción hasta entonces. El estadista inglés regresó a Londres. Tres días
más tarde, el 18 de septiembre de 1938, propusieron Gran Bretaña y Francia, en
un mensaje firmado por ambas naciones al jefe de Estado checoslovaco, Eduard
Benesch, que cediera los territorios sudetas a Alemania. Benesch contestó en
sentido negativo.

París y Londres empezaron a ejercer una viva presión sobre el presidente


checo. El día 21 de septiembre de 1938 terminó la resistencia que hasta aquel
momento había ofrecido el presidente. En una nota dirigida a las potencias
occidentales, declaró:

—Obligado por las circunstancias y ante la insistencia de los Gobiernos


francés e inglés, el Gobierno de la República checoslovaca acepta, con amargura,
la proposición francoinglesa. El Gobierno de la República checoslovaca
comprueba con pesadumbre que no ha sido siquiera consultada previamente en
este caso.

La paz parecía haber sido salvada, aunque Chamberlain y Daladier


habían perdido todo su prestigio. En el curso de una nueva reunión en Bad
Godesberg, Chamberlain informó a Hitler que Checoslovaquia estaba dispuesta
a ceder el país de los sudetas a Alemania. Empezó a detallar las formalidades
que habrían de llevarse a cabo, pero Hitler le interrumpió con un nuevo golpe:

—Lo lamento, señor Chamberlain, pero ya no puedo acceder a estas


pretensiones.

«Chamberlain se irguió de golpe en su silla —informa el intérprete Paul


Schmidt, que asistió a la entrevista—. Su rostro estaba congestionado por la ira.»

Hitler declaró que habían de tener igualmente en cuenta las


reclamaciones de Polonia y Hungría sobre Checoslovaquia. Además no estaba
de acuerdo con las largas negociaciones para la cesión de aquellos territorios:

—La cesión de esos territorios ha de efectuarse sin pérdida de tiempo —


añadió.

Las negociaciones fueron interrumpidas. En las capitales de Europa


cundió de nuevo la alarma. Pero finalmente volvieron a reanudar las
conversaciones, Hitler mandó entregar un memorándum a Chamberlain. Exigía
la retirada inmediata del Ejército checoslovaco de una región que había sido
señalada claramente en el mapa: «La evacuación debe iniciarse antes del día 26
de setiembre y estas regiones deben ser cedidas el día 28 del mismo a
Alemania».

El intérprete Schmidt tradujo.


—¡Esto es un ultimátum! —gritó Chamberlain horrorizado.

—¡Un dictado! —añadió el embajador Henderson.

—Con gran desengaño y profundo pesar compruebo, señor Canciller —


comentó Chamberlain—, que usted no me apoya en absoluto en mis esfuerzos
por la paz.

—Pero si aquí dice «memorándum» y no «ultimátum» —indicó Hitler,


perplejo.

En aquel momento uno de sus ayudantes le entregó una nota. Hitler leyó
el papel, se lo dio al intérprete y dijo:

—Traduzca usted al señor Chamberlain este comunicado.

Schmidt tradujo:

—Benesch acaba de ordenar por radio la movilización general del Ejército


checoslovaco.

Se hizo un silencio impresionante.

Es la guerra, pensaron todos.

Pero Hitler se mostró de pronto muy conciliador. Persuadió a


Chamberlain para que mandara el «Memorándum-Ultimátum» a Praga. Estaba
convencido de que Benesch aceptaría. Empezó una agotadora lucha que duró
horas y días. El embajador inglés en Berlín, Neville Henderson, mandó al
coronel Mason Mac Farlanes con el documento a Praga.

Mac Farlanes llegó en su coche a la frontera germano-checa, donde se


estaban construyendo trincheras y nidos de ametralladoras que anunciaban
claramente que la guerra era inminente. Cruzó a pie doce kilómetros entre
bosques y prados «con el temor de que a cada momento fuera muerto por los
checos o alemanes», como escribió Henderson.

Por rutas tortuosas, el documento de Hitler llegó finalmente a manos del


Gobierno en Praga. Benesch rechazó la proposición. Aquel mismo día, el 26 de
setiembre de 1938, Hitler pronunció su célebre discurso en el Palacio de los
Deportes, en el que dijo aquellas fatídicas frases:

—Le he asegurado al señor Chamberlain que Alemania solo desea la paz.


Igualmente le he asegurado y lo repito aquí, que, cuando este problema haya
sido solucionado, ¡no existirán para Alemania otras reivindicaciones territoriales
en Europa! Y le he asegurado igualmente que no estamos interesados en lo más
mínimo en el Estado checo. Y esto se lo garantizamos. ¡Nosotros no queremos
checos en nuestro territorio!

Frente al consejero de Chamberlain, sir Horace Wilson, declaró algunas


horas más tarde:

—El Gobierno checo solo tiene dos posibilidades ahora: Aceptar o


rechazar la proposición alemana. ¡En este último caso atacaré a Checoslovaquia!

—En estas circunstancias —replicó Wilson, poniéndose de pie— he de


transmitirle a usted una orden de mi primer ministro. Le ruego, señor Canciller,
tome usted nota de lo siguiente: Si Francia, en el cumplimiento de sus
obligaciones, se ve complicada de un modo activo en hostilidades contra
Alemania, el Reino Unido se vería obligado a apoyar a Francia.

Hitler se dejó llevar por un ataque de ira.

—¡Si Inglaterra y Francia quieren la guerra allá ellos! A mí me es


completamente indiferente. Estoy preparado para todos los casos. ¡Si es así
dentro de las próximas semanas nos encontraremos en guerra!

Era el fin.

Francia estaba decidida a ir a la guerra por Checoslovaquia. Un día antes


del discurso de Hitler en el Palacio de los Deportes, Daladier y Chamberlain se
habían vuelto a reunir.

Daladier: «Soy de la opinión que hemos de intentar una ofensiva terrestre


contra Alemania. En lo que concierne a la guerra aérea, creo que sería posible
atacar importantes centros militares e industriales alemanes».

Chamberlain: «¿Qué hemos de hacer si nos enfrentamos con una invasión


de Checoslovaquia por parte de Alemania, cosa que puede ocurrir muy bien
dentro de dos o tres días? Quiero hablar muy claro y decirle que el Gobierno
británico posee unos informes muy poco satisfactorios sobre el estado de la
aviación francesa. ¿Qué ocurriría si declarásemos la guerra y cayera una lluvia de
bombas sobre París, sobre los centros industriales franceses y las bases militares
y campos de aviación? ¿Está Francia en condiciones de defenderse y responder a
estos ataques?»

Daladier: «¿Significan estas palabras que no estamos dispuestos a hacer


nada?»
A pesar del mal tiempo, Daladier y su ministro de Asuntos Exteriores,
Georges Bonnet, emprendieron el vuelo de regreso a París. Los periodistas los
rodearon cuando bajaron del avión. Bonnet se levantó el cuello del abrigo. De
sus pálidos labios solo salieron unas pocas palabras:

—La guerra parece inevitable.

En París empezaron a distribuir máscaras antigás entre la población civil.


En Berlín ululaban las sirenas anunciando los ejercicios de protección antiaérea.
En Londres, Chamberlain apenas se acostaba. Trabajaba en un discurso al
Parlamento. Había terminado el plazo fijado por Hitler. Al día siguiente tendría
lugar la entrada de tropas alemanas en territorio checo. Con grandes rasgos,
Chamberlain redactó los puntos fundamentales de su discurso: «Entrada de la
Gran Bretaña al lado de Francia en la guerra...»

Todavía existía una débil esperanza. Chamberlain se había dirigido a


Mussolini rogándole intentara obtener un nuevo aplazamiento por parte de
Hitler.

Mientras el mundo dormía, a las cinco de la mañana del día 28 de


setiembre de 1938, el embajador en Roma fue sacado de la cama. Recibió
instrucciones de Londres para entrevistarse sin pérdida de tiempo con Mussolini
y presentarle la proposición de Chamberlain. Lord Perth solicitó ser recibido por
Ciano. A las once, Mussolini cogió personalmente el teléfono y llamó a Bernardo
Attolico, su embajador en Berlín.

Mussolini: «Te habla el Duce, ¿me oyes?»

Attolico: «Sí, escucho».

Mussolini: «Vete ahora mismo a ver al Canciller alemán y dile que el


Gobierno inglés me ha comunicado, por mediación de lord Perth, que estarían
dispuestos a aceptar que yo actúe de intermediario en la cuestión de los sudetas
alemanes. Dile al Führer que estoy con él: ¡que decida! Pero dile también que
considero una ventaja que yo pueda actuar de intermediario. ¿Me oyes?»

Attolico: «Sí, escucho».

Mussolini: «¡Rápido!»

Attolico se dio prisa. Cinco minutos más tarde repiqueteaba el teléfono de


Ribbentrop en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Attolico se olvidó, por
completo, de la dignidad de su cargo y transmitió la noticia en inglés. Cuando lo
leemos en el original nos damos perfecta cuenta de la excitación que reinaba
aquella mañana:

—I have a personal message from il Duce. I must see the Führer at once,
very urgent, quick, quick!

—Vaya usted inmediatamente a la Cancillería del Reich —le


respondieron—. Coloque una gran bandera italiana en su coche para que le
dejen entrar al instante...

Era cuestión de minutos. Hitler estaba celebrando una reunión en


aquellos momentos. Lo llamaron. Y de nuevo, Attolico se olvidó de todo
ceremonial. Ya en el corredor le gritó a Hitler lo que tenía que comunicarle.

—Dígale usted al Duce —repuso Hitler, después de corta reflexión— que


acepto su proposición.

En Londres ya se hallaba Chamberlain ante la Cámara de los Comunes y


pronunciaba su trascendental discurso.

—Nos enfrentamos con una situación como no se había conocido desde


1914 —dijo con voz velada por la emoción.

Estaba decidido a comunicarle a la nación inglesa que iban a la guerra. En


aquel momento uno de sus secretarios le entregó una nota.

Chamberlain echó una mirada al papel. Sus rasgos se iluminaron. Cogió


las notas que había escrito durante la noche y las rompió ante los ojos de los
diputados. Luego dijo con voz tranquila:

—He de comunicar algo más a la Cámara. El señor Hitler me invita a


visitarle mañana en Munich. Monsieur Daladier y el señor Mussolini han sido
invitados igualmente. Confío que la Cámara me autorice a hacer el viaje y
podamos comprobar lo que resulta de este último intento...

Los testigos de esta emocionante escena declaran:

«Estallaron tormentas de aplausos. No se había visto nada parecido desde


el día en que sir Edward Grey, el 4 de agosto de 1914, anunció la entrada de
Inglaterra en la guerra.»

—Chamberlain emprendió el vuelo a Munich —dijo el fiscal Alderman


en el Tribunal de Nuremberg—, donde celebró una conferencia con Mussolini,
Deladier y Hitler en la Casa Parda. Esta conferencia duró hasta el 30 de
setiembre de 1938, un viernes, en que fue firmado el Pacto de Munich. Basta
decir que, en este Pacto, se preveía la cesión del territorio de los sudetas a
Alemania. Exigían de Checoslovaquia que claudicara ante estas pretensiones.

Había llegado la hora negra para Europa. La Gran Bretaña y Francia


compraron la paz sacrificando a un país amigo, a Checoslovaquia, pero no
podían sospechar aún que este sacrificio sería inútil. Hitler no había saciado su
hambre y no estaba dispuesto a dejar en paz a Europa. La palabra «Munich» se
convertía, en el lenguaje diplomático, en una vergonzosa capitulación.

En la cárcel de Nuremberg, Hermann Goering le contó al psicólogo


Gustave M. Gilbert:

—¡Todo fue tan sencillo! Ni Chamberlain ni Daladier estaban interesados


en arriesgar lo más mínimo por Checoslovaquia. El destino de los checos fue
sellado solo en tres horas. Daladier apenas prestaba atención a lo que se estaba
discutiendo. Estaba sentado en su silla con la mayor indiferencia de este
mundo...

Goering estiró las piernas, se tumbó a medias sobre su camastro e inclinó


aburrido la cabeza a un lado.

—Lo único que hizo —continuó Goering, relatando la actitud de


Daladier— fue, de vez en cuando, murmurar una palabra de aprobación. No
presentó ni una sola objeción...

Goering castañeteó con los dedos.

—Yo me divertía al ver con qué facilidad Hitler manejaba todo el


tinglado. No mostraron el menor interés en ponerse antes en comunicación con
los checos..., nada.

Luego Goering repitió lo que el intermediario francés le había


comunicado al Gobierno checoslovaco al final de la Conferencia:

—Ahora he de llevarles la sentencia a los acusados.

La delegación checoslovaca esperaba, mientras tanto, en el hotel Regina


de Munich. Estaban bajo vigilancia de la Gestapo. A la una y treinta minutos de
la noche fueron acompañados el consejero de Legación en el Ministerio de
Asuntos Exteriores, Hubert Massarik, y otros dos caballeros que habían llegado
de Praga, a la Casa Parda. Allí solo estaban presentes los ingleses y los franceses.

«El ambiente era deprimente —escribe Massarik—. Los franceses estaban


muy abatidos. Chamberlain bostezaba sin interrupción y sin el menor síntoma
de estar cohibido. Nos dijeron, de un modo brutal, que no había apelación
contra la sentencia. Nos despedimos y nos fuimos.»
En Berlín, el embajador francés André François-Poncet estaba fuera de sí,
indignado:

—¡Así tratamos a los únicos aliados que siempre nos han sido fieles!

Y al embajador checoslovaco, que estaba llorando amargamente, declaró:

—Todo pasa. Se inicia un nuevo momento histórico y todo se arreglará


algún día.

En Praga, el ministro de Asuntos Exteriores checoslovaco, dijo:

—Sea como fuere, nosotros no seremos los últimos. Después de nosotros


les tocará la misma suerte a otros.

El 1.º de octubre de 1938, la fecha que Hitler ya había previsto con mucho
tiempo de antelación, la Wehrmacht alemana entraba en el país de los sudetas.
Benesch presentó la dimisión y se fue a América. Sobre Europa se cernía un
ambiente de paz que ahogaba a todos.

«¡Paz en nuestros tiempos!», exclamó Chamberlain en Londres a los


periodistas que le estaban esperando en el campo de aviación. Sacó el Pacto de
Munich del bolsillo y sostuvo el papel en alto.

«¡Paz en nuestros tiempos! Era el primer trago de la amarga copa de la que


nos irán dando de beber poco a poco», anunció con palabras altamente proféticas
el diputado Winston Churchill en la Cámara de los Comunes.

Y el embajador inglés en Berlín, Neville Henderson, le escribió al


ministro de Asuntos Exteriores, Halifax:

—Para mí, personalmente, todo el asunto es altamente penoso y


repugnante. Me gustaría sacarme el mal sabor de la boca y me alegraría en lo
más hondo de mi corazón que hiciera el favor de destinarme a otro puesto. No
deseo tener que volver a trabajar con los alemanes...

Paz en nuestros tiempos. El día 21 de octubre, exactamente tres semanas


después de la entrada de las tropas alemanas en el país de los sudetas, Hitler y
Keitel firmaron una orden secreta que fue leída en Nuremberg:

«Misiones futuras para la Wehrmacht y preparativos para la guerra.


Liquidación del resto de Checoslovaquia...» Siguen instrucciones concretas para
el Ejército y la Luftwaffe. Otro de los objetivos señalados: «Ocupación del País
de Memel». Hitler ya no pretendía buscar excusas.
—La noche del día 14 de marzo de 1939 —continuó el fiscal Alderman en
Nuremberg— y a instancias del embajador alemán en Praga, llegaban a Berlín el
señor Hacha, presidente de la República checoslovaca y el señor Chvalkovsky,
ministro de Asuntos Exteriores. Desde hacía unos días la Prensa nazi acusaba a
los checos de hacer uso de la fuerza contra los eslovacos, contra los miembros de
las minorías alemanas y contra los ciudadanos del Tercer Reich. Era cuestión de
sofocar lo antes posible este foco de peligros en el centro de Europa.

Emil Hacha y Frantisek Chvalkovsky tuvieron que esperar hasta la una y


quince minutos de la noche para ser conducidos a presencia de Hitler. A aquella
misma hora la Wehrmacht ya había recibido la orden de avanzar hasta Praga.

—El domingo tomé esta decisión —le comunicó Hitler sin rodeos de
ninguna clase al jefe de Estado checoslovaco—. Mañana a las seis de la mañana
las tropas alemanas avanzarán desde todos los lados hacia Checoslovaquia.

«Hacha y Chvalkovsky —escribe el intérprete Schmidt, que estuvo


presente en la reunión, en sus memorias— quedaron como petrificados en sus
sillones. Solo en sus ojos se podía adivinar que se trataba de seres humanos.»

Hacha había de firmar un documento en el que se decía que las tropas


checas no ofrecerían la menor resistencia y que colocaban el restante territorio
de Checoslovaquia bajo la protección de Hitler. Hermann Goering amenazó al
anciano jefe de Estado, Hacha, que ya había cumplido los ochenta años, que en
el caso de enfrentarse con resistencia mandaría inmediatamente a las
escuadrillas de bombardeo sobre Praga y convertirían la ciudad en un montón
de ruinas.

Eran las tres de la noche. Hacha sufrió un ataque al corazón y se


desplomó. El médico de cabecera de Hitler, Theodor Morell, le inyectó un
estimulante.

—Sé que toda resistencia sería inútil —susurró Hacha, cuando volvió en
sí.

A las tres horas cincuenta y cinco minutos del día 15 de marzo de 1939
firmaban Hacha, Chvalkovsky, Hitler y Ribbentrop el documento que ya había
sido redactado. En todo el mundo se hizo un silencio impresionante cuando las
tropas alemanas entraron en Praga. Checoslovaquia había dejado de existir...

En Nuremberg el fiscal inglés, sir David Maxwell-Fyfe interrogó a


Joachim von Ribbentrop:

Sir David: «¿Recuerda usted que el acusado Goering, según sus propias
declaraciones ante el Tribunal, le dijo al presidente Hacha que daría la orden a
la Luftwaffe alemana de que bombardeara Praga?»

Ribbentrop: «Si Goering lo dice, debe ser verdad».

Sir David: «¿Recuerda usted las palabras de Hitler de que las tropas
alemanas emprenderían la marcha a las seis de la mañana? ¿Y que se
avergonzaba casi de tener que decir que por cada batallón checo había una
división alemana?»

Ribbentrop: «Cabe en lo posible que dijera algo parecido. Ya no recuerdo


los detalles».

Sir David: «¿Está usted de acuerdo conmigo que este pacto fue firmado
bajo la amenaza de la intervención del Ejército y de la Luftwaffe alemana?»

Ribbentrop: «Dado que el Führer le dijo al presidente Hacha que las


tropas alemanas entrarían..., es cierto, fue bajo presión».

Sir David: «¿De modo que está usted de acuerdo conmigo que se obtuvo
la firma bajo presión y bajo la amenaza de un ataque?»

Ribbentrop: «No, así no».

Sir David: «¿Qué otra presión se puede ejercer sobre un jefe de Estado
más que la amenaza de que un ejército muy superior en número y material
invadirá su país y que una potente fuerza aérea bombardeará su capital?»

Ribbentrop: «Por ejemplo, la guerra».

El mundo comprendió que había llegado el momento de reaccionar.


Chamberlain fue el primero en tomar la palabra: «¿Qué ha sido de la declaración
de que no habían de presentar ya más reivindicaciones territoriales en Europa?
¿Qué ha sido de la afirmación «no queremos a checos en nuestros territorios»?
¿Podemos tener confianza en futuras garantías que partan de la misma fuente?»

Además era evidente. Las grandes potencias habían agotado su paciencia.


Todo paso que se diera en el futuro conduciría irremisiblemente a la guerra.
Pero Hitler ya no se daba cuenta de nada. El día 23 de mayo de 1939 les dio a
conocer a los altos oficiales de la Wehrmacht su nuevo objetivo: «Cuando se
presente la primera ocasión atacaremos Polonia». Hitler marchaba a ciegas hacia
el abismo.
9. La noche de cristal

Antes de que Hitler realizara sus planes secretos y que el ataque contra
Polonia desencadenara una Segunda Guerra Mundial, se sucedían en Alemania
una serie de terribles acontecimientos. El Tribunal dedicó varias semanas a la
discusión de estos hechos:

«Desde sus primeros tiempos del Partido nacionalsocialista —decía el


Acta de Acusación en unas palabras muy objetivas y frías—, desempeñó el
antisemitismo un papel predominante en la filosofía nacionalsocialista y en su
propaganda. La persecución de los judíos se convirtió en el año 1933 en la
política oficial del Estado.»

En la ciudad del Proceso, en Nuremberg, había anunciado Hermann


Goering, el día 15 de setiembre, las llamadas leyes raciales. Prohibían las bodas
entre alemanes y judíos, así como también las relaciones no matrimoniales y
retiraban a los judíos el derecho de ciudadanía alemana.

—¿Proclamó usted las leyes de Nuremberg? —le preguntó a Goering en el


estrado de los testigos el fiscal general americano Robert H. Jackson.

Goering: «Sí».

Jackson: «¿Promulgó usted el día 25 de abril de 1938 una disposición


según la cual todos los judíos habían de hacer una declaración de sus bienes?»

Goering: «Si la disposición lleva mi firma, no puede caber la menor duda


a este respecto».

Jackson: «El 26 de abril de 1938 firmó usted otra disposición. El gobierno


había de autorizar previamente toda transacción sobre los bienes judíos».

Goering: «Lo recuerdo».

Jackson: «¿Y promulgó usted el día 12 de noviembre de 1938 una


disposición en que les fue impuesta a todos los judíos una multa de mil
millones de marcos?»

Goering: «Ya he dicho que firmé todas estas disposiciones y que cargo con
toda la responsabilidad».

Jackson: «¿Y también firmó usted, el 12 de noviembre de 1938, una


disposición según la cual les era prohibido a los judíos poseer negocios propios
y dedicarse a una profesión?»

Goering: «Sí, todo esto formaba parte de las disposiciones para eliminar a
los judíos de la vida económica».

Jackson: «¿Y firmó usted el día 12 de febrero de 1939 una disposición en la


que se decía que los judíos habían de entregar a las autoridades todas las joyas y
todos los valores que habían adquirido con su dinero?»

Goering: «No lo recuerdo, pero sin ninguna duda debe ser cierto».

Jackson: «¿Y el día 3 de marzo de 1939 una disposición que fijaba el plazo
en el que los judíos habían de entregar todas sus joyas?»

Goering: «Supongo que también esto debía formar parte de las


disposiciones generales».

¿Qué significaba este interrogatorio? Nos lleva en línea directa a uno de


los acontecimientos más horrendos de todos los tiempos antes de estallar las
hostilidades y a uno de los documentos más impresionantes del Proceso de
Nuremberg. Estos acontecimientos y su historia apenas son conocidos en
Alemania en todo su alcance.

El día 28 de octubre de 1938, los agentes de la policía llamaron a la puerta


de la vivienda de diecisiete mil personas en toda Alemania. Se trataba de judíos
que el día anterior todavía poseían la ciudadanía polaca. Pero el Gobierno
polaco había declarado no válidos los pasaportes de estos judíos que vivían en el
extranjero, y Hitler aprovechó la ocasión para desprenderse de estos apátridas.
Reinhard Heydrich, que entonces era jefe de la Policía de Seguridad y del SD,
convirtió esta acción en la primera deportación en masa de judíos de la historia
moderna.

Aquel 28 de octubre de 1938, un año antes de que comenzara la guerra,


fueron detenidos miles de judíos en todo el territorio del Reich y cargados en
vagones de ferrocarril y camiones. Solo les fue autorizado a llevarse lo que
podían cargar. Luego fueron conducidos hacia la frontera polaca. Al llegar a la
estación fronteriza de Benschen los concentraron en un campo y los agentes de
Heydrich les obligaron a correr por el campo en dirección a la frontera polaca.
Ancianos y mujeres caían por el camino, pero a puntapiés les obligaban a
levantarse de nuevo. Algunos murieron.

Los guardias fronterizos polacos no estaban preparados y no pudieron


detener aquel alud de seres que eran expulsados de Alemania. La primera
expulsión en masa de Hitler había redundado en un completo éxito.
En esta tragedia hallamos el origen de futuras desgracias. Entre los
expulsados se encontraba el zapatero remendón Sendel Grynspan con su esposa
e hijos. Desde Polonia, adonde había llegado la familia con las manos vacías,
escribió una carta a su hijo Herschel Grynspan, pues con este nombre pronto
había de hacerse conocido, tomó una decisión que había de tener consecuencias
terribles. Aquel muchacho de diecisiete años decidió vengar a sus padres y
hermanos por su cuenta. Hacia las siete y media de la mañana del día 7 de
noviembre de 1938 penetró en París en un comercio de la Rue du Faubourg
Saint-Martin y se compró un revólver. Poco después, alrededor de las nueve, se
presentó en el patio de la embajada alemana en la Rue de Lille. Estaba decidido
a matar al embajador alemán, conde Johannes von Welczek.

Casualmente llegaba en aquel momento von Welczek de regreso de un


paseo y cruzó el patio. Grynspan no conocía al embajador. Se le acercó y le
preguntó dónde podría encontrar a von Welczek.

El embajador le señaló a un funcionario llamado Nagorka y continuó su


camino sin sospechar en lo más mínimo que en aquel momento acababa de
escapar a un atentado. Nagorka condujo a Grynspan al despacho del consejero
de embajada, von Rath, quien cuidaba de recibir a los visitantes. Grynspan hubo
de aguardar unos momentos ante la puerta del despacho y cuando salió von Rath
para preguntarle al joven lo que deseaba, este disparó por dos veces su revólver.
Von Rath cayó a tierra gravemente herido.

Aunque Hitler mandó, inmediatamente después de recibir la noticia, dos


médicos a París y a pesar de que varios veteranos franceses ofrecieron su sangre
para una transfusión, ya nadie pudo salvarle la vida al consejero de embajada.

Interrogado por la policía criminalista francesa, Grynspan contestó que la


noticia del brutal trato que habían recibido sus familiares en Alemania le habían
impulsado a aquella acción:

—Desde el mismo momento en que recibí la noticia, decidí matar a un


miembro de la embajada alemana. Quería vengar a los judíos y llamar la
atención del mundo entero sobre lo que está sucediendo en Alemania.

Grynspan se había dejado llevar por sus impulsos sin pensar en las
catastróficas consecuencias de su acción. Su desdichado atentado fue el pretexto
para lanzar nuevas persecuciones contra los judíos en Alemania. Lo que sucedió
a partir de aquel momento fue expuesto detalladamente en el Proceso de
Nuremberg.

Dos días después de aquellos disparos en la embajada alemana, el día 9


de noviembre de 1938, celebraban Hitler y sus viejos compañeros, como todos
los años, en Munich, el fracaso del «putsch» del año 1923. Durante la cena en
común en el Alten Rathaussaal, hacia las once de la noche, se presentó un
mensajero que le susurró a Hitler al oído que von Rath había fallecido a
consecuencia de las heridas recibidas. Hitler se inclinó hacia el doctor Goebbels,
que estaba sentado a su lado y los dos hablaron en voz baja durante un rato.
Luego abandonó el banquete sin haber pronunciado su acostumbrado discurso.

Nadie sabe lo que habló Hitler con su ministro de Propaganda. Pero todo
lo que sucedió a partir de aquel momento debió ser el resultado de aquella
conversación en voz baja que habían sostenido los dos hombres. Hermann
Goering, que no participó en aquella cena, dijo, siete años más tarde, en
Nuremberg:

—Tal como me enteré más tarde, durante aquella cena y después de haber
abandonado el Führer la sala, Goebbels informó que el consejero de embajada
había fallecido a consecuencia de las graves heridas que había recibido. Reinó
una cierta excitación y a continuación Goebbels pronunció, al parecer, unas
palabras invitando a la venganza. Era el antisemita más tenaz de todos, y sus
palabras fueron el origen de los futuros acontecimientos. De todo esto me enteré
a mi llegada a Berlín y fue el revisor de mi vagón quien me contó que en Halle
había visto unos incendios. Media hora más tarde llamaba a mi ayudante, quien
me informaba que aquella noche habían tenido lugar una serie de incidentes,
que los comercios judíos habían sido incendiados. De momento esto es todo lo
que supe.

Mientras Goering viajaba en el exprés de la noche en dirección a Berlín y


la población alemana dormía sin saber a ciencia cierta lo que estaba ocurriendo
en el país, fue dirigido desde Munich «un espontáneo levantamiento popular».
En toda Alemania prendieron fuego a las sinagogas, decenas de miles de
escaparates fueron destruidos y veinte mil judíos sacados de sus camas y
detenidos.

Goebbels quiso presentar estos acontecimientos como una reacción del


pueblo alemán frente al atentado de Herschel Grynspan. Pero en realidad la
«noche de cristal del Reich», tal como la llamó muy pronto el pueblo, no tenía
nada que ver con la voluntad popular.

—Estos actos de violencia —dijo el fiscal americano William F. Walls—


no constituyen unas demostraciones antisemitas locles, sino que fueron
dirigidas desde Berlín. Esto se desprende de una serie de telegramas que fueron
despachados desde la central de la Gestapo en Berlín a los jefes de policía de
toda Alemania. Voy a leer la parte más destacada de algunas de estas órdenes
secretas firmadas por Heydrich:
«Como consecuencia del atentado contra el secretario de Legación von
Rath, en París en el curso de esta noche, 9 al 10 de noviembre, se esperan
demostraciones contra los judíos en todo el territorio del Reich. Doy las
siguientes disposiciones de cómo debe actuar la policía en estos casos:

»Los jefes de las oficinas de la Gestapo o sus adjuntos han de ponerse en


contacto, inmediatamente después de la recepción de este telegrama, con los
jefes políticos de su demarcación y efectuar una reunión para la ejecución de
estas demostraciones. Durante esta reunión ha de ser informado el mando
político de que la policía alemana ha recibido del Reichsführer SS las siguientes
instrucciones:

»a) Solo deben ser adoptadas aquellas medidas que no pongan en peligro
la vida o los bienes de los alemanes. Por ejemplo, los incendios de sinagogas
solo cuando no exista un peligro para la inmediata vecindad; b) los comercios y
las viviendas de los judíos solo deben ser destruidos, no saqueados. La policía
ha recibido instrucciones de vigilar estas disposiciones y detener a los
saqueadores.»

Incluso Julius Streicher «el enemigo número uno de los judíos», fue
sorprendido por esta acción nocturna de sus compañeros Hitler, Goebbels y
Himmler.

—La noche del día 9 de noviembre me encontraba enfermo —declaró ante


el Tribunal de Nuremberg—. Asistí al banquete, pero me retiré muy pronto.
Regresé a Nuremberg y me metí en la cama. Fui despertado hacia media noche.
Mi chófer me dijo que el jefe de las SA, von Obernitz, deseaba hablar conmigo.
Le recibí y me contó lo siguiente:

«—Gauleiter, usted ya se había marchado cuando el ministro de


Propaganda, doctor Goebbels, tomó la palabra y dijo que el consejero de
embajada, von Rath, había sido asesinado. Este asesinato, dijo el ministro, no es
el asesinato de Grynspan, sino que se trata de la ejecución de un hecho que ha
sido aprobado por el judaísmo internacional. Hemos de hacer algo.

»No sé si Goebbels indicó si el Führer lo había ordenado, solo recuerdo


que von Obernitz me dijo que Goebbels había declarado que era preciso
incendiar las sinagogas, que habían de ser destruidos los escaparates de los
comercios judíos y derruidas las casas. Le dije a Obernitz:

»—Obernitz, considero un error incendiar las sinagogas y en estos


momentos creo que es un proceder muy grave destruir los comercios judíos.
Considero que estas demostraciones son un error.
»Obernitz me contestó:

»—He recibido la orden.

»—Pues yo no cargo con ninguna responsabilidad —repliqué.

»Obernitz se despidió. Lo que acabo de declarar aquí bajo juramento


puede confirmarlo mi chófer que fue testigo de esta conversación.»

El chófer de Streicher, Fritz Herwerth, fue interrogado a continuación por


el abogado doctor Hans Marx:

Doctor Marx: «¿Fue testigo la noche del 9 de noviembre de una


conversación entre Streicher y el jefe de las SA, von Obernitz?

Herwerth: «Sí, señor».

Doctor Marx: «¿Dónde se celebró la reunión?»

Herwerth: «Aquella noche el señor Streicher se acostó antes de lo


acostumbrado. Fui al casino de la Gauleitung. Jugué una partida de cartas allí.
Entonces llegó el SA-Obergruppenführer, von Obernitz, y me dijo que había de
hablar urgentemente con el señor Streicher. Le respondí que ya se había
acostado. Pero dijo que le despertara, que él cargaba con toda la responsabilidad.

»Llevé en mi coche al señor von Obernitz a casa del señor Streicher. Me


llamó la atención ver que había muchos hombres de las SA por las calles. Le
pregunté al señor von Obernitz el motivo y me contestó que aquella noche
tendrían lugar una serie de cosas. Me dijo que serían destruidas las viviendas de
los judíos. No me explicó nada más.

»Acompañé al señor von Obernitz hasta la cama del señor Streicher y el


señor von Obernitz le informó de lo que iba a suceder aquella noche. El señor
Streicher quedó muy sorprendido. Dijo textualmente al señor Obernitz, pues
recuerdo muy bien sus palabras:

»—Esto es un error. No es así como debe solucionarse el problema judío.


Haga usted lo que le han ordenado, pero yo no pienso intervenir. Si ocurre algo
que haga necesaria mi presencia, llámeme.

»Puedo mencionar todavía que el señor von Obernitz dijo que Hitler
había dicho que era conveniente que las SA se desfogaran por lo que había
ocurrido en París. El señor Streicher no se movió de la cama.»
Sin ninguna clase de escrúpulos, Hitler y los suyos hacían uso del buen
nombre del pueblo alemán para sus fines propios. Aquella noche se cometieron
muchos asesinatos, atentados contra la moral, saqueos. Incluso el Tribunal
supremo del Partido nacionalsocialista hubo de escuchar más tarde lo ocurrido
aquella noche. En un informe a Hermann Goering declaró, sin rodeos, el juez
supremo del Partido, Walter Buch, y también este documento fue presentado
como prueba en Nuremberg:

«Las instrucciones dadas verbalmente por los jefes del Ministerio de


Propaganda han sido interpretadas por los diversos jefes del Partido en el
sentido de que el Partido no debía figurar en tales demostraciones, pero sí había
que organizarlas y dirigirlas. Lo más probable es que el camarada Goebbels lo
deseara así. Todo el mundo sabe que las acciones políticas como las del día 9 de
noviembre son organizadas y ejecutadas por el Partido, tanto si esto se reconoce
o no públicamente. Cuando una noche son incendiadas casi todas las sinagogas
en el Reich, se trata evidentemente de una acción que ha sido organizadas y
dirigida por el Partido.»

El acusado Walter Funk, que entonces era ministro de Economía del


Reich, declaró en Nuremberg:

—Cuando por la mañana del día 10 de noviembre fui a mi Ministerio, vi


por las calles las consecuencias de la acción de la noche anterior y mis
funcionarios me informaron a continuación de los detalles. Traté de llamar a
Goering, Goebbels y Himmler. Finalmente logré hablar con Goebbels y le dije
que aquella acción de terror era una afrenta contra mí, personalmente, pues
habían sido destruidos bienes valiosos e insustituibles y nuestras relaciones con
el extranjero padecerían las consecuencias.

Funk habló muy claramente. De su declaración jurada se desprende lo


que le dijo en aquella ocasión a Goebbels:

—¿Se ha vuelto usted loco, Goebbels? ¿Cómo se atreve a hacer esas


indecencias? Me avergüenzo de ser alemán. Hemos perdido todo nuestro
prestigio en el extranjero. Yo me mato de día y de noche por conservar los bienes
alemanes y usted lo arroja todo de un modo arbitrario por las ventanas. ¡Si no
pone fin a todas estas porquerías, me desentiendo en el acto de toda esa basura!

Pero Funk era demasiado débil para llevar a cabo su amenaza. Ante el
Tribunal fue leída una declaración de Funk:

«Pregunta: ¿Usted sabía perfectamente que aquellas destrucciones y


saqueos habían sido llevados a cabo a instancias del Partido, ¿no es verdad?
»El acusado Funk comenzó a llorar y dijo:

»—Hubiese debido presentar mi dimisión en el año 1939. Por este motivo


soy culpable, lo confieso. Me corresponde mi parte en la culpabilidad de todos.»

Al igual que Funk, Goering también expresó su indignación por lo


ocurrido aquella noche. Y lo mismo que Funk también pensaba en el aspecto
humano de aquellos desmanes organizados. Muy ingenuamente le relató al
Tribunal en Nuremberg sus verdaderos sentimientos:

—El Führer llegó a Berlín en el curso de la mañana. Me había enterado


mientras tanto que Goebbels era uno de los principales causantes de todo lo que
había ocurrido. Le dije al Führer que no podía permitirse estos desmanes en la
situación en que nos encontrábamos. Yo trabajaba esforzadamente en mi plan de
cuatro años tratando de que la industria alemana diera su máximo rendimiento.
En mis discursos había sugerido al pueblo alemán que recogieran todo tubo de
pasta dentrífica vacío, todo clavo enmohecido, que emplearan todo el material
que en otros tiempos habían arrojado a la basura. No podía permitirse que un
hombre que era responsable de aquellas acciones, Goebbels, echara a perder
todo el trabajo que yo estaba haciendo y destruir unos bienes económicos tan
valiosos.

»Aquella tarde volví a hablar con el Führer. Mientras tanto, también había
visto a Goebbels, al cual había expresado mi disgusto en unas palabras que no
podían dejar ninguna duda. Le dije a Hitler que yo no estaba dispuesto a pagar
luego los platos rotos cuando él cometía una acción tan impremeditada como
aquella. Mientras estaba hablando con el Führer, entró Goebbels y comenzó con
sus acostumbradas manifestaciones. Fue entonces cuando se habló por primera
vez de imponer una multa y él dijo una cifra astronómica. Después de una breve
discusión, acordamos que fueran mil millones de marcos.

»Al Führer le llamó la atención el hecho de que esta cantidad podía


repercutir en el pago de las contribuciones. El Führer ordenó entonces que fuera
solventado también el problema económico. Esbozó a grandes rasgos lo que
quería que hiciéramos nosotros. Convoqué entonces la reunión del día 12 de
noviembre.»

Aquella fue una sesión en la que los principales actores presentaron sus
verdaderas caras. Una sesión durante la cual fue decidido el destino de los
judíos. Y de nuevo los taquígrafos anotaron palabra por palabra lo que se dijo en
aquella reunión. Los documentos fueron capturados en el Ministerio del Aire, en
donde se había celebrado la reunión. Ahora eran presentados ante el Tribunal de
Nuremberg.
Jackson: «¿Puede usted decirnos quiénes, además de usted y Goebbels,
estaban presentes?»

Goering: «Estaban presentes, si hago caso de la memoria, el jefe de la


Gestapo de Berlín, Heydrich, el ministro del Interior doctor Frick, el doctor
Goebbels, que ya ha mencionado usted, y también estaba allí el ministro de
Economía, Funk, el ministro de Hacienda, conde Schwerin-Krosigk Fischboeck
de Austria. Es posible que hubiera alguien más».

Jackson: «¿Estaba también presente el delegado de las Compañías de


seguros, Hilgard?»

Goering: «Actuó en condiciones especiales».

Jackson estudió el documento punto por punto. Al abrir la sesión,


Goering hizo referencia a una orden de Hitler, «la cuestión judía debe ser
unificada y solucionada, así o así». Huelga todo comentario si repasamos las
anotaciones textuales tal como fueron leídas ante el tribunal.

Goering: «Caballeros, estoy harto de esta clase de demostraciones. No


dañan a los judíos, sino a mí, que he de unificar toda la industria. Si hoy
destrozan un comercio judío, cuando arrojan mercancías a la calle, entonces las
Compañías de seguros les pagan los desperfectos al os judíos y en segundo lugar
se han perdido bienes de consumo. Es una locura destruir e incendiar luego
unos almacenes judíos, puesto que el único que pierde en este caso son las
Compañías de seguros alemanas y las mercancías que yo necesito con tanta
urgencia... Para ahorrarnos trabajo podría mandar incendiar las materias primas
cuando llegan a nuestro poder.

»No quiero que quepa la menor duda, caballeros; vamos a tomar


decisiones y quiero que todos aquellos a los que incumba la puesta en práctica
de las mismas tomen las medidas necesarias para que dentro de poco podamos
contar con una industria aria. El fundamento es el siguiente: los judíos van a ser
excluidos de la economía y sus bienes serán cedidos al Estado. Serán
indemnizados. Esta indemnización les será contabilizada y se les pagarán unos
determinados intereses. Y habrán de vivir de estos intereses.»

Jackson: «Y luego habló usted durante largo rato de cómo pensaba llevar a
cabo la ariación de los comercios judíos. ¿No es así?»

Goering: «Sí».

Jackson: «Pasemos ahora a la conversación que sostuvo usted con


Heydrich».
El fiscal continuó leyendo el documento y los presentes pudieron
enterarse de las conversaciones de Goering en el Ministerio del Aire.

Goebbels: «En casi todas las ciudades alemanas han sido incendiadas las
sinagogas. Ahora podemos destinar los solares a otros fines. Hay algunas
ciudades que quieren construir parques y jardines, otras que prefieren levantar
nuevos edificios».

Goering: «¿Cuántas sinagogas han sido destruidas?»

Heydrich: «Por incendio, 101. Demolidas, 76. En todo el territorio del


Reich han sido destruidos 7.500 comercios».

Goebbels: «Opino que este debe ser el motivo para disolver todas las
sinagogas. Los judíos han de pagar. Considero conveniente promulgar una
disposición que prohíba a los judíos entrar en los teatros, cines y circos
alemanes. La floreciente situación en nuestros teatros nos permite adoptar esta
medida. Siempre están llenos. Considero igualmente conveniente eliminar a los
judíos de la vía pública. En la actualidad un judío puede usar un
compartimiento en un tren con un alemán. Hemos de promulgar un decreto que
prohíba que los judíos puedan usar el mismo compartimiento que un alemán, y
el Ministerio de Comunicaciones debe enganchar vagones especiales a los trenes
para uso exclusivo de los judíos. Y si no hay sitio para ellos, entonces que se
queden en pie en los corredores».

Goering: «Yo no lo expondría con detalle. Mire usted, cuando un tren esté
lleno, que se quede en el andén y si no que haga todo el viaje encerrado en el
retrete».

Goebbels: «Hemos de prohibir igualmente que los judíos puedan visitar


los baños y balnearios alemanes».

Goering: «Pero no los más bonitos. Y hemos de decidir si hemos de


permitir que los judíos se paseen por los bosques alemanes. Los judíos pasean
en grupos por Grünewald».

»Les cederemos una pequeña parte del bosque y haremos que aquellos
animales que se parecen más a los judíos, como, por ejemplo, el alce, que tiene el
hocico muy curvado, se aclimaten en la zona del bosque por donde paseen los
judíos».

Goebbels: «Y tampoco podemos permitir que los judíos se sienten en los


bancos de los jardines públicos. Les diremos que solo pueden pasear por unos
jardines determinados, no los más bonitos, y les señalaremos los bancos en que
deben sentarse si quieren.

»Pondremos un letrero que dirá: "Solo para judíos". Lo peor del caso es
que hay niños de judíos que van a colegios alemanes. Debemos expulsar a los
niños judíos de los colegios».

Goering: «Que entre el señor Hilgard de las Compañías de seguros... Señor


Hilgard, se trata de lo siguiente: Debido a la ira, muy comprensible, del pueblo
alemán, han sido causados algunos daños en todo el Reich. Supongo que gran
parte de los judíos estarán asegurados. Sería muy fácil que yo firmara un decreto
diciendo que esos daños no deben pagarse».

Hilgard: «En cuanto a los seguros de cristales, que representan el mayor


porcentaje, el mayor número de los perjudicados son arios. Generalmente, el
inmueble suele ser propiedad de un ario y el judío tiene alquilada la tienda».

Goebbels: «En este caso que el judío pague los daños».

Goering: «Todo eso es absurdo. No tenemos materias primas. Se trata de


cristal extranjero y no tenemos divisas. ¡Hay para volverse loco!»

Hilgard: «Los cristales para los escaparates son fabricados casi en


exclusiva por la industria belga. Hemos calculado unos daños por valor de seis
millones. A propósito, la industria belga habrá de trabajar medio año antes de
que nos puedan suministrar los cristales que necesitamos».

Goering: «Esto no puede continuar así. No lo resistiremos. ¡Imposible!


Continuemos, ¿qué hay de los artículos que fueron arrojados a la calle?...

Hilgard: «El caso más importante es el caso Margraf, en Unter den Linden.
La joyería de Margraf. Se calculan los daños en casi dos millones, porque la
tienda fue saqueada».

Goering: «Daluege y Heydrich, quiero que me devolváis las joyas. Haced


redadas gigantes».

Daluege: «Ya hemos dado la orden».

Goering: «Si alguien se presenta en una tienda y ofrece unas joyas que
dice haber comprado, que las arrebaten sin más complicaciones».

Heydrich: «Se conocen ochocientos casos de saqueo en el territorio del


Reich y hemos dado órdenes de recuperar todo lo robado».
Goering: «¿Y las joyas?»

Heydrich: «Es un caso difícil. Algunas fueron arrojadas a la calle y allí


cayeron en manos de los primeros que las recogieron. Lo mismo ha ocurrido en
las peleterías. El populacho se abalanzó sobre las joyas y los abrigos de pieles».

Daluege: «Es necesario que el Partido difunda una orden y que se


denuncien a todos aquellos que exhiban un abrigo de pieles o luzca un anillo
nuevo».

Hilgard: «Tenemos gran interés, señor mariscal de campo, que se nos


permita cumplir con nuestras obligaciones fijadas por un contrato».

Goering: «¡Pues no va a ser posible!»

Hilgard: «Trabajamos con muchas empresas extranjeras y tenemos el


mayor interés en que todo el mundo pueda continuar confiando en los seguros
alemanes».

Heydrich: «Que las Compañías de seguros abonen lo que han de pagar y


en el momento de hacer efectiva una cantidad, esta se confisque».

Hilgard: «Lo que acaba de exponer el Obergruppenführer Heydrich,


considero que es la única solución factible».

Goering: «Está bien, pague lo que tenga que pagar, pero déselo al ministro
de Finanzas. El dinero pertenece al Estado. ¿Está claro?»

Hilgard: «Permítame exponer que los daños que se calculan en toda


Alemania ascienden a unos veinticinco millones de marcos».

Heydrich: «Nosotros los calculamos en varios centenares de millones».

Goering: «Hubiera preferido que hubieses matado a doscientos judíos


antes que destruir tantos y tantos valores».

Heydrich: «Se cuentan treinta y cinco muertos».

Goering: «Primero los daños que ha tenido ese judío Margraf con sus
joyas. Las joyas han desaparecido y no le serán devueltas. Y si la policía las
recupera serán del Estado».

Hilgard: «Me pregunto hasta qué punto las Compañías de seguros


extranjeras quedarán afectadas».
Goering: «Que paguen. Los judíos que declaren sus pérdidas. La
Compañía de seguros les pagará y nosotros nos quedaremos con el dinero. Al
final las que ganarán serán las Compañías de seguros, pues siempre habrá
algunos daños que no serán denunciados y que habrán de indemnizar, señor
Hilgard, puede estar usted muy contento».

Hilgard: «No tengo motivo para estarlo».

Goering: «¡Oiga usted! ¿Qué me dice? Pero si veo con mis propios ojos lo
que le alegra todo esto. Usted ha hecho un gran negocio».

Heydrich: «Los judíos se van a quedar sin trabajo si nos incautamos de


todos sus negocios y fábricas. El judaísmo va a proletizar. He de tomar medidas
en Alemania para aislar a los judíos. Y en este sentido me permitió proponer lo
siguiente: para saber quién es judío, lo mejor será que todos ellos lleven un
distintivo».

Goering: «¡Un uniforme!».

Heydrich: «Un distintivo».

Goering: «Pero mi querido Heydrich, a la larga no le quedará otro remedio


que organizar unos grandes ghettos en todas las ciudades. Su creación es
necesaria».

Heydrich: «No se pueden crear barrios aislados».

Goering: «¿Y ciudades habitadas solamente por judíos?»

Heydrich: «Esto ya cabe dentro de lo posible».

Funk: «Que los judíos se sacrifiquen».

Heydrich: «Propongo que se les retiren a los judíos los carnets de chófer y
que se limite su libertad de movimientos. No veo por qué motivo los judíos han
de poder ir a tomarse un baño».

Goering: «En los balnearios, ni pensarlo».

Heydrich: «Y lo mismo propongo para los hospitales y medios de


comunicación públicos».

Goering: «Hemos de meditarlo muy a fondo. Ahora presten atención,


caballeros: ¿Qué les parece a ustedes si les impusiéramos a los judíos mil
millones de marcos como multa? Redactaré un informe diciendo que por todo lo
que han hecho les hemos impuesto una contribución de mil millones de marcos
a todos los judíos. Vaya golpe. Esos cerdos no volverán a repetir tan rápidamente
un segundo asesinato. Después de esto, confieso que no me gustaría ser judío en
Alemania.

»Otra cosa: Si Alemania se ve comprometida en un conflicto


internacional, habrá llegado el momento de saldar cuentas con los judíos.»

El contenido de este documento no fue rebatido una sola vez por Goering
en Nuremberg. Se limitó a unos pocos comentarios evasivos o cínicos. Por
ejemplo:

1. «Si no que haga todo el viaje encerrado en el retrete...»

Jackson: «¿Exacto?»

Goering: «Sí, me ponía nervioso cada vez que Goebbels insistía en los
detalles. Usé las expresiones en consonancia con el estado de ánimo que me
dominaba».

2. «Hubiese preferido que hubieseis matado a doscientos judíos que


destruir esos valores.»

Jackson: «¿Leo bien?»

Goering: «Sí, lo dije en un momento de mal humor y dominado por la


excitación».

Jackson: «¿Fue una manifestación sincera?»

Goering: «No lo dije en serio. Estaba indignado por el hecho de que se


hubiesen causado tantos daños».

3. «Todos los judíos han de usar un distintivo: "Mi querido Heydrich, a la


larga no le quedará otro remedio que organizar grandes ghettos en todas las
ciudades. Su creación es necesaria"».

Jackson: «¿Lo dijo usted?»

Goering: «Efectivamente».

4. Les impondremos una contribución de mil millones de marcos a todos


los judíos. Vaya golpe. Después de esto, confieso que no me gustaría ser judío
en Alemania.»

Jackson: «¿Fue un chiste?»

Goering: «Ya le he explicado antes cómo se llegó a esta cifra de mil


millones».

Esto fue todo lo que dijo Hermann Goering. Pero lo que se habló en el
año 1938 se convirtió muy pronto en cruda realidad: distintivos, ghettos y
destrucción.

10. La guerra de España

Alemania estaba en guerra antes de haber empezado la guerra. Hermann


Goering explicó muy pocas cosas ante el Tribunal de Nuremberg cuando habló
de su primera aventura militar.

—Cuando estalló la guerra civil en España, Franco nos pidió ayuda, sobre
todo en el aire. El Führer vacilaba, pero yo insistí en que mandáramos apoyo. En
primer lugar para que el comunismo no pudiera introducirse en España, y en
segundo lugar para probar el estado técnico de la Luftwaffe. Con autorización
del Führer, mandé una gran parte de mi flota de transporte y una serie de
escuadrillas para probar de esta forma, en una lucha seria, si el material
respondía a lo que nosotros confiábamos. Y para que el personal adquiriera
cierta experiencia, cuidé que fuera relevado continuamente.

Tras estas declaraciones se oculta una acción de la que el pueblo alemán


apenas tenía conocimiento.

«¡Legión Cóndor! ¡Asunto secreto!»

El tema, que se puso a discusión en Nuremberg, reveló, una vez más, la


forma de proceder de Hitler y los suyos. El día 8 de agosto de 1936 aseguró el
enviado especial alemán en Londres, príncipe Otto von Bismarck, al ministro de
Asuntos Exteriores inglés y en nombre del Gobierno del Reich, «que el
Gobierno alemán no había suministrado armas ni material de guerra a España y
que tampoco los suministraría».

Mentía. Las armas y los soldados alemanes ya estaban camino de España


y habían intervenido en las luchas. Los alemanes peleaban en un país extranjero,
perdían sus vidas en un país extranjero. Las madres lloraban las pérdidas de sus
hijos..., pero a las madres se les prohibía explicar por quién llevaban luto.
Goebbels prohibía todo comentario sobre esto.
Habían de evitar las complicaciones internacionales y por este motivo
guardaron el secreto. Lo único que pretendía Goering «era probar su arma en
una lucha en serio». Y la guerra civil española cumplía este deseo suyo.

Pero la lucha, al otro lado de los Pirineos, llevó al alto mando de la


Luftwaffe en Berlín a sacar unas conclusiones erróneas. Lo que en España había
salido tan bien, había de obtener igual éxito en una gran guerra. El error se
basaba en los siguientes puntos:

1. En España había luchado un cuerpo meticulosamente seleccionado


contra un enemigo inferior.

2. Las distancias habían sido muy reducidas.

3. Las unidades alemanas en España no representaban un gran problema


para el mando.

4. Se trataba de unidades muy reducidas y fáciles de aprovisionar.

España había de ser el campo de un ensayo general para la Wehrmacht


alemana y el modelo para las guerras en el futuro. En efecto, fue un caso ideal
que no volvió a repetirse. Y millones de soldados alemanes hubieron de pagar
con sus vidas, años más tarde, este error.

¿Cuál es la historia de esta aventura? España había pasado por unos años
de intensa crisis. En 1931 había abdicado el rey Alfonso XIII, y la República que
siguió tuvo hasta el año 1936 veintiocho cambios de Gobierno. Finalmente, el 16
de febrero de 1936, se celebraron nuevas elecciones y el Frente Popular socialista
ganó 256 de los 473 escaños en el Parlamento. En el Marruecos español se
levantaron las tropas contra el nuevo Gobierno. El general Francisco Franco,
comandante de las Islas Canarias, emprendió el vuelo a Marruecos y asumió el
mando del levantamiento. En el norte de España fue el general Mola el que tomó
el mando de las tropas. A la misma hora lograba el general Queipo de Llano un
brillante éxito: con 180 soldados conquistaba la ciudad de Sevilla.

Pero en las demás provincias españolas, en Madrid y en Barcelona sobre


todo, había fracasado el levantamiento y el Gobierno dominaba la situación. Los
militares se encontraban en una situación delicada. O tenían que capitular o
tenían que transportar a la Península las tropas de Marruecos a las órdenes del
general Franco. Pero para esto necesitaban medios de transporte. Los oficiales de
los navíos de guerra, que habían querido adherirse al movimiento, habían sido
dominados por la tripulación. La flota se encontraba íntegra en manos del
Gobierno.
Franco se dirigió entonces a Mussolini y a Hitler pidiéndoles ayuda. Dos
comerciantes alemanes que vivían en Tetuán se ofrecieron a servir de
intermediarios. Se trasladaron a Berlín y hablaron con Hermann Goering, que en
el acto comprendió la ocasión que se le ofrecía. ¡Por fin podía hacer actuar su
Luftwaffe! Hitler se decidió por la intervención armada. En primer lugar
mandaron al general Walter Warlimont, pero mucho más importante era la
ayuda aérea. Como no se podía contar con la flota, quedaba solamente la ruta
por el aire para trasladar las tropas de Marruecos a la Península.

Y Goering, de hecho, construyó el primer puente aéreo del mundo. Bajo el


camuflaje de una empresa particular, fundaron primeramente la Hispano-
Marokkanische Transport-Aktiengesellschaft, llamada de un modo abreviado
Hisma. Esta empresa comenzó sus actividades con dos escuadrillas que fueron
bautizadas con los nombres de Pablo y Pedro. Las unidades del Ejército
recibieron el nombre en clave de Imker. La acción en sí recibió el nombre de
Legión Cóndor y en los archivos secretos llevaba el nombre clave de Acción
Fuegos de Artificio. En julio de 1936, un grupo de 85 jóvenes paisanos subió a
bordo del vapor Usaramo. Eran «turistas» que viajaban por cuenta de la Agencia
de Viajes "Unión", «comerciantes», «técnicos» y «fotógrafos», según decían sus
pasaportes. Pero aquellos turistas llevaban una gran cantidad de baúles, y,
desgraciadamente, uno de ellos se abrió cuando lo subían a bordo y de su
interior salió una bomba de doscientos cincuenta kilos. La tripulación se miraba
interrogante, pero pronto se tranquilizó cuando se le dijo que se trataba de un
comando especial destinado a la reconquista de las colonias alemanas.

Desde Hamburgo partió el Usaramo para el puerto de Cádiz. Entre los


pasajeros se encontraban diez aviadores de caza de la Luftwaffe a alemana, diez
tripulaciones de aviones de bombardeo y personal de tierra. En España se
reunieron con otro grupo que el 27 de julio de 1936 había volado directamente
hasta Sevilla en varios «Ju 52». Aquel mismo día quedó instalado el puente
aéreo. Entre Tetuán, en Africa, y Jerez de la Frontera, cerca de Sevilla,
trasladaron los «Ju 52» de Goering en un plazo de tiempo muy breve, 12.000
marroquíes y 134.000 kilos de municiones. A Franco se le ofrecía la ocasión de
llevar a cabo la guerra civil en serio.

Claro está que la Compañía de Transportes se convertía poco después en


aquello para lo cual había sido creada. Cuando el crucero Jaime I hizo unos
disparos sin efecto contra los aviones alemanes, estos fueron provistos de
dispositivos de lanzamiento, y poco después, el Jaime I era gravemente averiado
por las bombas alemanas. Por su parte, el Usaramo fue atacado antes de su
llegada a Cádiz por un crucero rojo español pero a pesar de ello, logró
desembarcar a los «comerciantes», «técnicos» y «fotógrafos» que conducía.

Desde Wilhelmshaven partieron los acorazados Deutschland y Admiral


Scheer rumbo a España. Su misión era proteger a los súbditos alemanes. Pero
muchos navíos de guerra ingleses, franceses, americanos e italianos hicieron
igualmente acto de presencia ante las costas españolas. Los extranjeros
abandonaban a toda prisa el desdichado país. En Málaga subieron a bordo de los
barcos de carga alemanes e italianos unos dos mil alemanes.

Pero mientras la Marina se limitaba realmente a la protección de los


súbditos extranjeros, la Luftwaffe intervenía de un modo directo en la lucha.

También Mussolini había puesto sus tropas a disposición de Franco y, al


otro lado del frente, la Unión Soviética acudía en ayuda del Gobierno de Madrid
con hombres y material de guerra. Junto a estas fuerzas, digámoslo así,
regulares, era infinidad de voluntarios que por su propia cuenta y riesgo se
trasladaban a España: hombres que querían luchar impulsados por sus ideales
políticos, pero también aventureros y mercenarios franceses, ingleses, polacos,
americanos, checos, portugueses, escandinavos. Algunos se ponían a las órdenes
de Franco, pero la mayoría, sin embargo, se alistaban a las Brigadas
Internacionales del Gobierno del Frente Popular. España se había convertido
inesperadamente en el campo de batalla del mundo entero. Era la primera guerra
«ideológica» de nuestro siglo.

El 6 de agosto de 1936, el Gobierno francés propuso a las potencias la


prohibición general del suministro de armamento a los dos bandos beligerantes.
El 31 de agosto, París amplió esta proposición y propuso la creación de un
Comité de No Intervención, al cual se adhirieron en el momento de su fundación
veintiséis naciones europeas..., entre ellas, Alemania, Italia y la Unión Soviética.
Iniciose el lento burocratismo. Empezaron las interminables reuniones y
conferencias, y los delegados de aquellas naciones se acusaban mutuamente.

Berlín aseguró nuevamente el 7 de diciembre de 1936 que «no había


tropas alemanas en España». Joachim von Ribbentrop, el representante de
Alemania en el Comité de No Intervención, afirmó «que 25.000 soldados
franceses y 35.000 soldados rusos luchaban como voluntarios en España». Ivan
Maiski, delegado de la Unión Soviética, afirmó a su vez «que en España
luchaban 6.000 soldados alemanes perfectamente equipados».

Ribbentrop confiesa en las «Memorias» que escribió en la cárcel de


Nuremberg:

«Habría sido mucho mejor llamarlo el "Comité de Intervención", puesto


que la única actividad de sus miembros consistía en ocultar de un modo más o
menos hábil su intervención en España. Fue una labor sumamente
desagradable.»
El 8 de marzo de 1937, el Comité de No Intervención tomó, finalmente, la
decisión de imponer un control por tierra y por mar que había de impedir que
llegaran a España voluntarios y armas extranjeras. La Gran Bretaña, Francia,
Alemania e Italia fueron encargadas de este control. A Alemania le incumbía la
obligación de vigilar con su flota la costa española desde el Cabo de Gata hasta
el Cabo Oropesa. Los ladrones habíanse convertido en guardianes. Goering dijo
en Nuremberg:

—Mandé una gran parte de mi flota de transporte y una serie de


escuadrillas de prueba de mis cazas, bombarderos y artillería antiaérea y cuidé
que el personal fuera relevado continuamente.

Durante tres años el pueblo español tuvo que pagar los platos rotos de
esta intervención de Stalin, Mussolini y Hitler-Goering. La lucha no hubiese
durado tanto tiempo sin la intervención de las potencias extranjeras.

Las perspectivas fueron al principio muy penosas para Goering. Su


Luftwaffe, la Legión Cóndor, estaba compuesta solo de cuatro escuadrillas de
aviones de combate, cuatro escuadrillas de aviones de caza, una escuadrilla de
exploración y dos escuadrillas de hidroaviones, además de varias baterías de
artillería antiaérea y unidades de transmisores. El general de aviación, Hugo
Sperrle, que en España usaba el nombre de Sander, tuvo más de un disgusto.
Cuando los aviones entraron en fuego se demostraron inmediatamente los
errores que en Berlín habían pasado por alto. La primera escuadrilla de caza
alemana en España contaba con seis aparatos del tipo «He 51», biplanos de un
solo motor, que recordaban los aviones de la Primera Guerra Mundial. Eran tan
lentos que ni siquiera lograban dar alcance a los bombarderos enemigos. Los
bombarderos «Martin» del bando contrario eran cincuenta kilómetros-hora más
rápidos, por no hablar ya de los «Devoitines», los «Curtis» y los «Ratas» rusos.
Cuando los alemanes lograban abatir un avión era seguro que se trataba de un
caza «Nieupor», o un «Bréguet» o un «Potez», aviones todos estos muy lentos.

Como mascota habían pintado los aviadores alemanes un sombrero de


copa en sus aviones. Nadie sabía por qué, pero los aviadores decían irónicos:
«Este es el "treceavo" cilindro (en alemán, sombrero de copa: Zy'inder) de
nuestros motores, con el cual somos tan rápidos como los bombarderos
enemigos». Llenos de envidia, contemplaban los cazas rápidos «Fiat» y los
bombarderos «Savoya» que había enviado Mussolini. Por la Navidad del año
1936 llegaron, procedentes de Alemania, aviones más rápidos, los cazas
«Messerschmitt 109», los bombarderos tipo «He 111» y los primeros «Stukas». Y
como aviones de exploración los «Do 17» y los hidroaviones «He 59».

Durante todo el invierno de 1936 y la primavera de 1937, el punto


neurálgico de la Legión Cóndor estuvo en el frente central de Madrid.
Bombardeó los campos de aviación donde estaban los aviones soviéticos, así
como los puertos de Cartagena, Alicante y Málaga. Por primera vez empleó una
nueva táctica en la lucha: el apoyo a las fuerzas de tierra con vuelos rasantes. A
pesar de todo, Madrid resistía.

A instancias del general Sperrle, la Legión Cóndor fue lanzada a los


frentes del Norte. Se iniciaron luchas cruentas por Bilbao, que el 19 de junio de
1937 cayó en poder del general Franco. A continuación la Legión fue destinada
rápidamente al oeste de Madrid, donde las tropas del Gobierno habían iniciado
la batalla de Brunete. El mando rojo empleó en este combate el material de
guerra más moderno y los alemanes sufrieron graves pérdidas.

¡Otra vez al frente del Norte! Los aviones de combate de la Legión


participaron en la conquista de Santander y en la conquista y ocupación de toda
Asturias, y volvieron a Madrid, donde Franco iniciaba un nuevo ataque. Pero las
ofensivas de distracción del enemigo en Teruel, que cambió dos veces de mano,
alteraron nuevamente los planes.

Era ya el verano del año 1938. Durante cuatro meses se luchó a orillas del
Ebro. La lucha de material más grande desde la Primera Guerra Mundial. Se
había iniciado ya el cambio. La Legión Cóndor había conquistado la
superioridad en el aire, sobre todo gracias a sus «Me 109». El Gobierno
republicano perdió setenta y cinco mil hombres en la batalla del Ebro. Por la
Navidad del año 1938 empezó Franco el ataque contra Cataluña y a la Legión
Cóndor correspondió la misión de preparar la ofensiva desde el aire. Las líneas
republicanas fueron bombardeadas sin interrupción. El 9 de febrero de 1939
llegaba el general Franco, vencedor, a los Pirineos. El día siguiente se revolvió
hacia el último reducto en el centro de España. Con la conquista de Madrid, el 28
de marzo de 1939, terminaba la guerra civil en España.

Los soldados alemanes fueron engañados en Berlín cuando se les dijo que
lucharían por la justa causa del general Franco, pues en realidad luchaban por
Hitler y Goering. En el Proceso de Nuremberg fue presentado un documento
que habla más claro que todos los demás: El Protocolo de Hossbach sobre la
reunión secreta del 5 de noviembre de 1937. Durante esta reunión, Hitler dijo:

—Desde el punto de vista alemán, no nos interesa una victoria cien por
cien de Franco. Lo que nos interesa es que la guerra en España se prolongue y
aumente la tensión en el Mediterráneo.

Estos son unos hechos de los cuales los hombres de la Legión Cóndor no
tenían la menor idea, pues no eran comentados por la propaganda oficial.
También al doctor Josef Goebbels le ofrecía la guerra civil española una ocasión
de «entrar en fuego». ¡Qué alegría sintió Goebbels cuando, el 9 de mayo de 1937,
dos aviones del Gobierno republicano arrojaron sendas bombas sobre el
acorazado Deutschland, que estaba atracado en la bahía de Ibiza! Murieron
veintitrés tripulantes. Hitler se enteró de la noticia cuando se dirigía a los
festivales de Beyruth. Volvió corriendo a Berlín y ordenó que el acorazado
Admiral Scheer bombardeara como represalia el puerto de Almería. El
bombardeo se llevó a cabo el 31 de mayo de 1937.

Los periodistas alemanes publicaron la noticia con grandes titulares.

Todo lo que nos había de ofrecer la guerra mundial, tanto de un lado


como del otro, había sido ensayado previamente en España. Goering lo dijo con
toda claridad en Nuremberg:

—Insistí para que se le ofreciera a mi Luftwaffe la ocasión de entrar en


fuego...

Y mientras la Legión Cóndor emprendía el viaje de regreso a Alemania,


Hitler descubrió, el 28 de abril de 1939, el secreto de aquella campaña en un
discurso que pronunció ante el Reichstag:

—El pueblo alemán se enterará de lo valientes que han sido sus hijos en
su lucha por la libertad de un pueblo tan noble, y el de cómo han ayudado a
salvar la civilización europea.

Y Goering, el 31 de mayo de 1939, en Hamburgo, cuando acudió a recibir a


la Legión Cóndor dijo:

—¡Habéis demostrado que somos invencibles!

El 6 de junio de 1939 desfilaron en Berlín ante Adolfo Hitler veinte mil


legionarios, públicamente, en medio de una tempestad de vítores, haciendo
burla de la afirmación de que nunca habían luchado alemanes en España.
Invencibles, como había dicho Goering, marcharían aquellos hombres
inmediatamente a una nueva guerra: tres meses después de aquel desfile de la
victoria en Berlín, empezaba la Segunda Guerra Mundial.
LA GUERRA

1. Stalin y los caníbales

—¡Este documento tiene una gran importancia histórica!

Con esta declaración inició el fiscal americano Sidney S. Alderman en


Nuremberg un nuevo capítulo del Proceso. Durante los debates que siguieron se
demostró claramente cómo los destinos de Alemania y de los pueblos europeos
alcanzaban su momento explosivo.

—El documento original —continuó Alderman con voz tranquila— ha


sido encontrado. Creemos que está fuera de duda la autenticidad del documento,
pues ha sido confirmada por el acusado Keitel. Este documento es de una
importancia histórica tan grande, que me creo obligado a leerlo íntegro.

Sobre la mesa de los jueces había un nuevo documento clave. Alderman


explicó:

—Como el ayudante de Hitler, Schmundt, lo anotaba todo con la mayor


pulcritud y meticulosidad, disponemos hoy de un documento escrito de su puño
y letra que nos descubre hechos insospechados. Es el acta de una conferencia
celebrada el 23 de mayo de 1939, en el despacho del Führer, en la nueva
Cancillería del Reich. Estaban presentes el acusado Goering, el acusado Raeder y
también el acusado Keitel.

La fecha, 23 de mayo de 1939, es decisiva. Dos meses después de la


entrada de Hitler en Praga, dos meses después de haber terminado la guerra
secreta de la Legión Cóndor en España y no más de tres meses antes de estallar
la Segunda Guerra Mundial, fue decidido el destino de millones de seres
humanos.

—Es necesario adaptar las circunstancias a las exigencias —les dijo Hitler
a sus más íntimos colaboradores durante aquella conferencia secreta—. Y esto no
es posible sin la invasión de los Estados extranjeros y sin atacar las propiedades
extranjeras. Todos los pasos deben ser dirigidos al objetivo fijado. Se ha logrado
la unificación nacional-política de los alemanes. No podemos cosechar nuevos
éxitos sin exponernos a un derramamiento de sangre.

Hitler desarrolló a continuación sus planes:

—Danzig no es el objetivo por el cual vamos a luchar. La cuestión es


conquistar espacio vital en el Este y asegurar el suministro de productos
alimenticios. No veo ninguna otra posibilidad en Europa. Si el destino nos
obliga a resolver violentamente nuestras diferencias con el Oeste, será una
ventaja para nosotros contar con un mayor espacio libre en el Este. Por
consiguiente, no podemos renunciar a Polonia y hemos de atacar Polonia en la
primera ocasión que se nos presente. Llegaremos a la lucha. Nuestra misión es
aislar Polonia. Conseguir este aislamiento es decisivo para nosotros.

»No podemos confiar que en el curso de esta acción contra Polonia


podamos al mismo tiempo evitar la guerra con el Oeste y en este caso la guerra
habrá de ser dirigida principalmente contra la Gran Bretaña y contra Francia.
Consecuencia: Las diferencias con Polonia, que empezarán con un ataque contra
ese país, solo obtendrán la solución debida y el éxito deseado no habrá más
remedio que atacar el Oeste y liquidar Polonia.

»La guerra contra Francia e Inglaterra será una lucha a vida o muerte. Es
peligroso dejarse llevar por la ilusión de que será una guerra civil, pues no existe
esta posibilidad. Volaremos todos los puentes y entonces ya no se tratará de si
estamos en nuestro derecho o no, sino de la vida y muerte de ochenta millones
de seres humanos.

»¿Guerra larga o guerra corta? Todos los ejércitos y, respectivamente,


todas las jefaturas de Estado han de insistir en una guerra corta. Sin embargo, la
jefatura del Estado ha de preverlo todo para el caso de una guerra de diez y hasta
de quince años. No cabe la menor duda de que un ataque por sorpresa puede
conducir a una solución más rápida: Pero sería partir de un punto de vista
criminal si la jefatura de Estado se abandonara por completo al factor sorpresa.
Nuestro objetivo debe ser asestar al enemigo un golpe mortal en el primer
momento. En este caso el derecho y los tratados no desempeñan el menor papel.
Esto solo será posible si Polonia no nos obliga a una guerra con Inglaterra.

»Por consiguiente, hemos de prepararnos para una guerra a largo plazo y


contar al mismo tiempo con un ataque por sorpresa tratando de eliminar, de
buenas a primeras, todas las posibilidades de los ingleses en el continente. El
ejército habrá de ocupar las posiciones que sean de interés para la flota y la
Luftwaffe. Si logramos ocupar Holanda y Bélgica y derrotar a Francia, habremos
creado una base efectiva para una lucha con éxito contra Inglaterra. El tiempo
lucha contra Inglaterra. Alemania no se desangrará por tierra. Lo importante es
lanzar a la lucha todos los medios de que disponemos, sin reparos de ninguna
clase. Nuestro objetivo ha de ser siempre la capitulación de Inglaterra».

Hemos reproducido un resumen del acta. Las anotaciones tomadas por el


ayudante Rudolf Schmundt exponen claramente lo que le esperaba al mundo.
—¿Qué importancia atribuye usted a esta reunión? —preguntó el abogado
doctor Otto Stahmer, en Nuremberg, a Hermann Goering.

La respuesta del acusado fue la siguiente:

—Fue una conferencia, como muchas de las que solía celebrar el Führer, y
durante las cuales exponía sus puntos de vista sobre la situación y las posibles
misiones que cabría confiar a la Wehrmacht. Se trata, en primer lugar, de tomar
las medidas necesarias para que la Wehrmacht estuviera siempre en condiciones
de responder a la menor orden de la jefatura del Estado, es decir, que el Führer
supiera que en un momento dado las decisiones que pudiera tomar serían
efectivamente llevadas a la práctica.

Poco después de haber expuesto Hitler sus puntos de vista, empezaron


estos a adquirir forma en la Wehrmachrt. El comandante en jefe del Ejército,
Walter von Brauchitsch, dio instrucciones concretas a los Grupos de Ejército y
Ejércitos sobre la lucha en la que habrían de intervenir en un futuro próximo. La
orden empieza con las siguientes palabras: «El objetivo es el aniquilamiento del
ejército polaco. El mando político exige iniciar la guerra con golpes potentes y
por sorpresa y llevar la guerra un rápido fin victorioso».

Después de estos preparativos secretos, se inició la «guerra psicológica»,


dirigida por el ministro de Propaganda, Goebbels. El 26 de marzo de 1939, diez
días después de la entrada de las tropas alemanas en Praga, Göebbels dio
instrucciones a la Prensa alemana para que informara «sobre los desmanes y
abusos cometidos en Polonia contra los súbditos alemanes». El mundo sabía por
experiencia el significado que cabía atribuir a estas noticias.

Dos días después de haber dictado el doctor Goebbels sus instrucciones a


la Prensa alemana, había sido ya creado un nuevo foco de incidentes en Europa.
El punto neurálgico lo ocupaba el Estado libre de Danzig, una pequeña
estructura política del año 1920, un motivo de viejas rencillas entre Polonia y
Alemania. Danzig estaba bajo el control de la Sociedad de las Naciones, pero
tanto Alemania como Polonia pretendían anexionarlo. Era la mecha en el barril
de pólvora.

José Beck, el ministro de Asuntos Exteriores polaco, reaccionó de un modo


rápido ante la abundancia propagandística de Goebbels. El 28 de marzo de 1939
le dijo al embajador alemán en Varsovia, conde Helmuth von Moltke, «que toda
intervención del Gobierno alemán en favor de un cambio en el actual estatuto de
Danzig sería considerado como un ataque contra Polonia».

Beck anunció la inmediata acción del Gobierno polaco, pero dio a


entender al mismo tiempo que estaba dispuesto a negociar.
—¡Quiere usted negociar sobre las puntas de las bayonetas! —le replicó
Moltke muy excitado.

—Me atengo al sistema de ustedes —comentó Beck, muy frío.

Al estudiar las causas que provocaron la guerra, el Proceso de Nuremberg


penetró en una serie de problemas que ocultaban una serie de sorpresas para
todos los participantes. Incluso los jueces de las cuatro potencias vencedoras
miraban con evidente disgusto todo lo que iba a ser revelado. Los jueces
soviéticos Iola T. Nikitschenko y el teniente coronel Alexander F. Wolchkow,
presentaban como siempre unos rostros inescrutables. Pero los representantes
del ministerio público ruso, en primer lugar, el fiscal general teniente general
Roman A. Rudenko, se disponía a luchar contra el frente de los defensores
alemanes. Querían evitar a toda costa que fueran sacados a relucir ciertos hechos
que colocarían a alemanes y rusos en el mismo nivel.

Para comprender esta lucha, que primero fue dirigida entre bastidores, es
conveniente evocar ciertos hechos que todos los que se sentaban en la gran sala
de reuniones del Tribunal de Nuremberg recordaban vivamente y que
precisamente por esto no fueron mencionados:

1. Polonia sospechaba que había de ser la próxima víctima de Hitler.


Estaba decidida a defenderse. Pero en Varsovia exageraban su propia potencia y
menospreciaban la efectividad del nuevo Ejército alemán.

2. En Londres y en París sabían que no podían ayudar de un modo


efectivo a Polonia desde el Oeste, en el caso de que Polonia fuera atacada. La
única potencia que podía defender a Polonia contra Hitler era la Unión Soviética
que limitaba en el Este con Polonia.

3. En Varsovia rechazaron de un modo expreso esta ayuda. El Gobierno


polaco reconoció claramente que en este caso el remedio sería peor que el mal.
En vez de caer en poder de Hitler, Polonia sería tragada por Stalin.

4. También en Londres y en París llegaron a esta conclusión. Pensaban


que si Hitler se lanzaba a la guerra, después de su derrota, que se consideraba
evidente, la Unión Soviética pondría su mano sobre el Este de Europa. Y esto no
lo podían consentir en modo alguno en el Oeste.

5. La única posibilidad de impedir la extensión de la Unión Soviética


hacia el Oeste consistía, única y exclusivamente, en evitar la guerra. Occidente
había de pactar con la Unión Soviética para impedir el ataque de Hitler contra
Polonia.
6. En Moscú compartían este mismo punto de vista. Pero sus conclusiones
eran diferentes: Si Hitler no podía lanzarse a la guerra contra Polonia, la Unión
Soviética no podría extenderse hacia el Oeste... Por este motivo había que
instigar a Hitler a la guerra contra Polonia.

Teniendo en cuenta todas estas posibilidades y guiados por estas


consideraciones políticas, fue puesta en marcha la maquinaria bélica. No había
solución posible después de haber desencadenado Hitler los fantasmas de la
guerra y haberlos presentado en el escenario europeo. Pero Hitler no tenía la
menor idea de los pensamientos y propósitos que animaban a los estadistas de
Oriente y Occidente. No podía en modo alguno sospechar estos pensamientos,
puesto que todos hablaban de su derrota, del fracaso más absoluto de sus planes
y él no concebía que pudiera perder.

Mucho más perspicaces que en Berlín se revelaron en Roma, donde


hicieron gala de una gran sensibilidad política. El embajador italiano en Berlín,
Bernardo Attolico, era un hombre que estaba perfectamente al corriente de la
situación que reinaba en Alemania. Nunca creyó a Hitler cuando este afirmaba
la paz y estaba plenamente convencido de que Alemania trataba de engañar a
Italia.

Y esto coincidía plenamente con los hechos: Cuando hacía ya tiempo que
Hitler había decidido desencadenar la guerra, daba a entender a Mussolini que,
por lo menos en el curso de los tres años siguientes, no había ni que pensar en
una guerra. Attolico, por el contrario, bombardeaba a su Gobierno con
advertencias hasta el punto que el ministro de Asuntos Exteriores italiano, conde
Galeazzo Ciano, escribió en su célebre «Diario»:

«La tenacidad de Attolico me da mucho que pensar. O ha perdido por


completo la cabeza, o ve y sabe algo que nosotros ni siquiera sospechamos.»

El 6 de agosto de 1939 era ya tan intensa la sospecha de un engaño por


parte de Hitler, que Ciano se reunió para tratar de esto con Mussolini. Ciano
confió a su «Diario»:

«Estamos plenamente de acuerdo de que hemos de encontrar una


solución. La ruta alemana lleva a la guerra y nosotros entraríamos en ella en las
condiciones más desfavorables para Italia que se pueden imaginar. No hemos
completado todavía nuestros preparativos. He propuesto al Duce una nueva
entrevista entre Ribbentrop y yo. Ha dado su conformidad.»

Ciano fue a ver a Ribbentrop para salvar la paz o, al menos, para conocer
las verdaderas intenciones de los alemanes. La entrevista se celebró el 11 de
agosto de 1939 en el castillo de Ribbentrop Fuschl, cerca de Salzburgo. Al RAM,
como era llamado el ministro de Asuntos Exteriores del Reich en los documentos
alemanes, le gustaban los escenarios grandiosos. Pero este es un punto que
tampoco se le pasó por alto a la acusación en Nuremberg. El intérprete doctor
Paul Schmidt fue interrogado como testigo por el fiscal inglés sir David
Maxwell-Fyfe.

Sir David: «¿Poseía el acusado Ribbentrop, antes de ocuparse de la


política, una casa en Berlín-Dahlem, creo que en la Lenzallee, 19, que era su
propiedad?»

Doctor Schmidt: «Sí, es cierto».

Sir David: «¿Y es verdad que cuando era ministro de Asuntos Exteriores
era propietario de seis casas? Permítame usted que refresque su memoria y le
enumere las casas: Una en Sonneburg, de 750 hectáreas, con un campo de golf
particular. Otra en Ranneck, cerca de Düren, en las cercanías de Aquisgrán,
donde criaba caballos. Otra cerca de Witzbühel, donde solía ir de caza. Y luego,
claro está, el castillo Fuschl, en Austria. ¿Es cierto?»

Doctor Schmidt: «Sí, cerca de Salzburgo».

Sir David: «Y también un coto de caza en Eslovaquia, Puestepole. ¿Me


equivoco?»

Doctor Schmidt: «El nombre me es familiar. Sé que el señor von


Ribbentrop fue en diversas ocasiones a cazar a aquella región, pero no sabía que
fuera propietario de la finca».

Sir David: «Y vivía también en un palacete de caza en las cercanías de


Podersan, que había sido propiedad del conde Czernin, en el país de los sudetas.
Dígame usted, ¿tenía el ministro del Reich un sueldo fijo?»

Doctor Schmidt: «Sí».

Sir David: «¿A cuánto ascendía?»

Doctor Schmidt: «No lo sé».

Sir David: «¿Era mantenido en secreto este detalle?»

Doctor Schmidt: «No, pero no me preocupé de saberlo».

Sir David: «Tal vez pueda usted contestar a la siguiente pregunta: ¿Había
podido algún ministro de Asuntos Exteriores anterior comprar con su sueldo seis
casas y fincas rurales?»

Doctor Schmidt: «Si pudieron hacerlo o no, no lo sé, pero lo cierto es que
no lo hicieron».

Después de este «intermezzo» podemos contemplar y admirar con otros


ojos el palacio de Fuschl, propiedad de Ribbentrop.

Ciano fue atacado desde el primer momento por su colega alemán con
hechos contundentes. Sin miramientos ni escrúpulos de ninguna clase
Ribbentrop retiró el velo y mostró la realidad desnuda.

En Nuremberg, el fiscal Maxwell-Fyfe presentó los dramáticos párrafos


del «Diario» de Ciano, ante el Tribunal. Leyó pausadamente lo que el ministro
de Asuntos Exteriores italiano había escrito sobre aquella conferencia:

»Fue en el castillo de Fuschl donde Ribbentrop, mientras esperábamos


para sentarnos a la mesa, me informó de la decisión de prender fuego a la mecha
del barril de pólvora, y lo hizo con la misma indiferencia como si estuviera
hablándome de cualquier detalle sin importancia de su palacio.

»—Vamos a ver, Ribbentrop —le dije mientras paseábamos por el


jardín—, ¿qué es lo que queréis? ¿El Corredor o Danzig?

»—Ahora, ya no —repuso mirándome fríamente—. Ahora queremos la


guerra».

Esta noticia cayó como un rayo sobre Ciano. En su informe a Roma


escribió desesperado: «Le he expuesto que la actual situación en Europa hará
inevitable la intervención de Francia y de Inglaterra. En vano».

Y escribió en su «Diario»:

«Estaban firmemente convencidos de que Francia e Inglaterra asistirían


impasibles al degollamiento de Polonia. Y Ribbentrop, en uno de aquellos
tristes banquetes que celebramos en el Oesterreichischen Hof de Salzburgo,
incluso me propuso una apuesta a este respecto. Si los ingleses y los franceses se
mantenían neutrales, yo tendría que regalarle un cuadro italiano y, en el caso de
que entraran en la guerra, él me regalaría una colección de armas antiguas».

Un juego vergonzoso.

—En el «Diario» del conde Ciano —dijo Sir David, en Nuremberg—,


hallamos otra anotación:
«Ribbentrop se hace el distraído cada vez que le pregunto sobre la acción
alemana prevista. Tiene una conciencia muy negra. Me ha mentido tantas veces
con respecto a las intenciones de Alemania hacia Polonia, que ahora está
cohibido. No hay duda de que están decididos a ir a la lucha. Rechaza toda
solución que pudiera satisfacer a Alemania o evitar la guerra. Sé muy bien que
los alemanes irían a la lucha aunque les dieran todo lo que piden. Están
dominados por el demonio de la destrucción. Nuestras conversaciones
adquieren a veces un giro dramático. No dudo un solo momento en exponerle
mis puntos de vista con la mayor claridad y hasta con brutalidad. Pero esto no le
conmueve en absoluto. El ambiente es frío. Durante la cena no hemos hablado
una sola palabra. Desconfiamos el uno del otro. Yo, por lo menos, tengo la
conciencia limpia. El, no.»

¿Qué dijo Ribbentrop en Nuremberg?

Sir David: «Recordará usted, según leemos en el "Diario" del conde Ciano,
que este le preguntó a usted: "¿Qué es lo que queréis? ¿El Corredor o Danzig?", y
que usted le contestó: "Ahora, ya no. Ahora queremos la guerra". ¿Lo recuerda
usted?»

Ribbentrop: «No hay una sola palabra de verdad. Le dije a Ciano en


aquella ocasión: "El Führer está decidido a solucionar la cuestión, así o así". Esta
era la forma en que Hitler solía hablarnos. Que yo dijera que nosotros
queríamos ir a la guerra es absurdo, puesto que a ningún diplomático se le
ocurrirá decir nada parecido, ni al mejor amigo, y mucho menos al conde Ciano».

Lo que Ribbentrop dijo en la sala lo escribió en sus «Memorias», en la


cárcel:

«Sé muy bien que existen por lo menos dos "Diarios" de Ciano. Uno de
ellos es falsificado. Ciano no solamente era un ambicioso y un vanidoso, sino
también un traidor. Nunca hacía honor a la verdad.»

Ribbentrop, a quien le fue probada en Nuremberg una mentira tras otra,


escribió estas frases llenas de desesperación, pocas semanas antes de ser
ajusticiado. Durante los doce años transcurridos desde entonces ha sido probada
la autenticidad histórica del «Diario» de Ciano. «Queremos la guerra»... estas
palabras de Ribbentrop figuran imborrables en la historia de Europa.

El mismo día en que habían sido pronunciadas, el 17 de agosto de 1939,


fueron confirmadas en una conferencia celebrada ante Hitler y el comisario de la
Sociedad de las Naciones para Danzig, profesor Carl J. Burckhardt. Burckhardt
sospechaba las intenciones de Hitler y le preguntó diplomáticamente en el
transcurso de la reunión.
—Desearía hacerle una pregunta. ¿Debo dejar a mis hijos en Danzig?

—Cualquier día puede ocurrir algo en Danzig —respondió evasivamente


Hitler—. Creo que sus hijos de usted estarían mejor en Suiza.

Ciano se enteró de los hechos el día siguiente, en Berchtesgaden, de


labios del propio Hitler. Después de su entrevista con Ribbentrop, escuchó
Ciano de labios del Führer las palabras que anota en su «Diario»:

«Comprendo que ya no puede hacer nada. Hitler ha decidido ir a la guerra


y, desde luego, irá a la guerra. Nuestras objeciones no lo han influenciado en
absoluto. Apenas escucha lo que se le dice y no le ha hecho ningún efecto mi
afirmación de que la guerra sería una terrible desgracia para el pueblo italiano.»

En Roma se dejaron dominar por el pánico. Era evidente que Hitler quería
la guerra. La primera reacción de Mussolini fue romper las relaciones con
Alemania para alejar a Italia del conflicto que se avecinaba. Por otro lado, temía
la cólera de Hitler que podría manifestarse en una operación militar contra
Italia.

«Se propone llegar a la separación de Alemania —escribió Ciano sobre la


actitud de Mussolini—. Pero quiere proceder de un modo prudente y no romper
las relaciones con Berlín de un modo demasiado brusco.»

Mussolini sabía que había sonado una hora decisiva. Resignado, dijo a
sus colaboradores: «Es inútil querer subir a dos mil metros por encima de las
nubes. Tal vez nos acerquemos más a Nuestro Señor, si existe, pero nos alejamos
más de los hombres. Esta vez es la guerra.»

Para no verse metida en la guerra, Italia se refugió primeramente tras su


deplorable escasez en materias primas. Hitler pareció darse cuenta de lo que
ocurría. En una carta le preguntó a Mussolini qué materias primas podría
suministrarle Alemania. Mussolini creía tener la situación que deseaba. Con la
ayuda de sus técnicos compuso una lista en la que figuraban una serie de
artículos que Alemania no estaba en condiciones de suministrar. Setenta
millones de materias primas raras y valiosas para cuyo transporte a Italia
hubiesen necesitado diecisiete mil trenes de mercancías.

Mussolini se pasó toda una noche en compañía de su ministro de Asuntos


Exteriores e hijo político, Ciano, para comprobar la lista. Ciano escribió en su
«Diario»:

«Redactamos una lista capaz de matar a un toro si hubiese sido capaz de


leerla.»
En efecto, el documento cortó en Berlín la respiración a todos los expertos
en asuntos económicos.

—¿Y cuándo necesita Italia estas primeras materias? —se le preguntó


precavidamente al embajador Attolico.

Y el italiano contestó sonriente con una sola palabra:

—Subito.

Con ello se llegó a la conclusión de que no se podía contar con Italia


cuando empezara la guerra. Pero, de pronto, esto no tuvo ninguna importancia
para Hitler. Había ocurrido algo que llenó de confusión y de desconcierto al
mundo entero. Ribbentrop había tomado el avión y se había ido a Moscú donde
había sido firmado un acuerdo entre Hitler y Stalin. Mussolini quedaba
relegado inesperadamente a una posición de tercer orden.

En Nuremberg adoptaron los fiscales rusos una actitud de defensa. El


Pacto entre Hitler y Stalin y el ataque lanzado por los dos contra Polonia
colocaba a los jueces soviéticos del Tribunal Internacional en una posición
sumamente difícil y delicada. La actividad entre bastidores alcanzó una
intensidad insospechada aquellos días. Cuanto más violentas eran las
discusiones, más rehuía el Tribunal tratar aquel caso.

¿Cuál es la verdad histórica? Desde el 12 de agosto de 1939 los militares


ingleses y franceses negociaban en Moscú con el mariscal soviético Kliment
Woroschilof. Deseaban concertar un pacto entre las potencias occidentales y la
Unión Soviética. Este pacto había de servir para proteger a Polonia y asustar a
Hitler para que no se lanzara a nuevas aventuras. Las negociaciones fueron
prolongándose. Woroschilof partía del punto de vista militar, muy lógico por
cierto, de que el ejército rojo solo podía hacer frente a Hitler en caso de
necesidad si se le permitía cruzar antes Polonia. Pero esto no lo aceptaba el
Gobierno de Varsovia.

Mientras las conversaciones no salían de este punto muerto, en Berlín


advirtieron el peligro: un pacto entre la Gran Bretaña, Francia y la Unión
Soviética destruiría todos los planes de Hitler. Para Alemania solo existía una
solución posible: concretar un pacto con la Unión Soviética. Estas negociaciones
fueron acopladas a las negociaciones comerciales que se venían efectuando ya
desde hacía algún tiempo.

El 16 de agosto de 1939, Ribbentrop propuso hacer una visita a Moscú. El


embajador alemán en el Kremlin, conde Werner von Schulenburg, habló de esta
visita con el comisario de Negocios Extranjeros Wjatschelaw Molotov. Molotov
se mostró indiferente a esta proposición. Era inconcebible una alianza entre los
dos enemigos mortales, el bolchevismo y el nacionalsocialismo.

En aquel momento intervino Stalin personalmente. Era un jugador de


ajedrez mucho más listo y preveía ya las jugadas para el futuro. Ordenó a
Molotov que comunicara al embajador alemán que el Gobierno soviético estaba
dispuesto a recibir a Ribbentrop y firmar un pacto con él. En el curso de una
reunión secreta del Politburó, Stalin pronunció el 19 de agosto de 1939 un
discurso tan importante en el curso futuro de los acontecimientos que nos
creemos en el caso de reproducir algunos párrafos:

«Estamos plenamente convencidos —dijo Stalin a sus colaboradores—


que Alemania, si firmamos una alianza con Francia y la Gran Bretaña, se verá
obligada a no intervenir a Polonia. De esta manera podría evitarse la guerra y el
futuro adquiriría en este caso un rumbo peligroso para nosotros. Por otra parte,
si Alemania acepta nuestro ofrecimiento de un pacto de no agresión, atacará, sin
duda alguna, a Polonia y la intervención de Inglaterra y Francia en esta guerra
será irremediable.

»En estas circunstancias tendremos muchas posibilidades de mantenernos


alejados del conflicto y podemos esperar con ventaja que nos toque el turno.
Esto es precisamente lo que exige nuestro interés. Por este motivo nuestra
decisión es aceptar las proposiciones alemanas y enviar de nuevo a sus
respectivos países a los delegados franceses e ingleses. Está en nuestro interés
que estalle la guerra entre Alemania por un lado y Francia e Inglaterra por el
otro. Es esencial para nosotros que la guerra dure muchos años para que los
beligerantes se agoten. Mientras tanto hemos de intensificar nuestra labor
política en esos países para que estemos bien preparados para cuando termine la
guerra.»

El modo de pensar de Stalin era diabólico, pero muy superior a todo lo


que proyectaban en Berlín, Londres y París.

Stalin quería que Hitler se lanzara a la guerra.

Dos días después de esta reunión decisiva del Politburó la delegación


militar franco-inglesa salió de Rusia. Y otros dos días más tarde, el 23 de agosto
de 1939, Ribbentrop firmaba en Moscú el Pacto de no agresión entre Alemania y
la Unión Soviética. El mundo quedó petrificado ante la noticia sin tener la
menor idea de cuáles eran los motivos que habían conducido a esta situación.

Exactamente dos años más tarde, el 23 de agosto de 1941, poco después de


haber empezado la sangrienta guerra entre Alemania y la Unión Soviética, Stalin
declaró públicamente:
—Cabe preguntarse cómo pudo ser que el Gobierno soviético accediera a
firma un pacto de no agresión con esos hombres sin palabra, con esos monstruos
que son Hitler y Ribbentrop. ¿No habremos cometido un error? ¡No! Un Pacto de
no agresión es un pacto de paz. Yo opino que ningún Estado debe rechazar un
pacto de no agresión con uno de sus vecinos, aunque al frente de ese Estado
estén unos monstruos caníbales como Hitler y Ribbentrop.

Con estas palabras trataba Stalin de zafarse de toda responsabilidad. Pero


no les resultó tan fácil a los fiscales y a los jueces soviéticos en Nuremberg. La
defensa alemana no tenía todavía en los años 1945 y 1946 conocimiento sobre
este discurso de Stalin ante el Politburó. La defensa había de basarse en otro
documento más agresivo aún.

Se trataba del pacto secreto anexo al pacto de no agresión firmado en


Moscú. En este documento secreto se preveía la partición de Polonia entre
Alemania y la Unión Soviética. «Delimitación de las zonas de influencia en el
Este de Europa», dice el documento.

«En el caso de un cambio político-territorial en las regiones que


pertenecen a los Estados bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania) la
frontera norte de Lituania formará la frontera de las zonas de influencia de
Alemania y de la Unión Soviética. Para el caso de un cambio en las regiones que
pertenecen a Polonia, las zonas de influencia quedarán delimitadas por la línea
que sigue aproximadamente los ríos Narew, Vístula y San. La Unión Soviética
insiste en su interés por la Besarabia. Alemania declara que no tiene el menor
interés por estas regiones.»

El documento, firmado por Ribbentrop y Molotov, terminaba con las


siguientes palabras:

«Este documento será mantenido en el mayor secreto por ambas partes.»

En efecto, fue mantenido en secreto hasta marzo de 1946. Fue entonces


cuando los defensores alemanes en Nuremberg se enteraron de la existencia de
aquel pacto. El rumor comenzó a circular por el Palacio de Justicia y produjo en
las salas de los abogados un efecto sensacional Para los juristas significaba que
una de las naciones jueces era culpable de un crimen que le era reprochado a los
acusados: preparativos para una guerra de agresión. Si se logra demostrar la
participación de Stalin en la guerra de agresión de Hitler, se derrumbaría por sí
sola la estructura sobre la que se basaba el Proceso de Nuremberg...

Por aquel entonces no se conocía todavía la existencia de esta parte


adicional del documento. El defensor del acusado Rudolf Hess, el doctor Alfred
Seidl, que tuvo este documento en sus manos el año 1946, entabló conversación
con un periodista americano durante una pausa en la sesión. El periodista
disfrutaba de excelentes relaciones en el ministerio de Relaciones Extranjeras de
Washington y, poco después, por conducto secreto, entregó al doctor Seidl una
fotocopia del documento.

Seidl se quedó atónito. Comprendió en el acto que la casualidad había


puesto en sus manos una bomba atómica judicial. Hoy tiene la convicción de
que el periodista solo sirvió de intermediario entre él y un alto personaje
americano. Consultó a Ribbentrop y este le confirmó la autenticidad del
documento. Y lo mismo hizo el embajador doctor Friedrich Gaus, que había sido
llamado como testigo a Nuremberg. Seidl se entrevistó entonces con el fiscal
inglés sir David Maxwell-Fyfe. Este comprendió la importancia de aquel
documento y le dio al abogado alemán el bonito consejo de que lo enseñara a los
fiscales rusos.

El doctor Seidl no se anduvo por las ramas. Se presentó al fiscal general


soviético Roman Rudenko, pero fue recibido por el ayudante de este, N. D.
Zorya, el mismo que poco tiempo después se mataba «limpiando un arma» en el
Palacio de Justicia de Nuremberg. Zorya dijo a Seidl:

—La delegación soviética considera como no existente ese objeto de


discusión.

Lo más probable es que lo dijera de buena fe y solo después de haber


estallado la bomba en la sala de sesiones, se enteró el general Rudenko, después
de haber consultado con Moscú, que existía este pacto adicional.

El 25 de marzo de 1946 lanzó el doctor Seidl aquella bomba en la sala.

Doctor Seidl: «Una semana antes de iniciarse las hostilidades, tres días
antes de la invasión prevista de Polonia por las tropas alemanas, fue firmado
entre las dos potencias un documento secreto».

Presidente (juez Lawrence): «Doctor Seidl, confío no habrá olvidado lo


que prescribe el Tribunal. Este no es el lugar más indicado para pronunciar
discursos».

Doctor Seidl: «No es mi intención pronunciar un discurso, sino que


pretendo única y exclusivamente decir unas palabras de introducción a un
documento que voy a presentar al Tribunal».

Presidente: «Doctor Seidl, no hemos visto todavía el documento. ¿Tiene


usted una copia para la presidencia? ¿Tiene algo que objetar el Ministerio
público acerca de la lectura del documento?».
Roman Rudenko (fiscal general de la Unión Soviética): «Señor presidente,
no conozco la existencia de este documento y me opongo decididamente a que
sea leído. No sé a qué ministerios ni a qué pactos secretos se refiere el defensor
de Hess. Yo los considero no justificados. Ruego, por consiguiente, no se
autorice la lectura de este supuesto documento».

Doctor Seidl: «En este caso me veo obligado a citar como testigo al
comisario del Exterior, Molotov.»

Presidente: «Doctor Seidl, lo primero que debería hacer usted es traducir


el documento. No sabemos qué dice».

Doctor Seidl: «El documento dice...»

Presidente: «No, este Tribunal no está dispuesto a oír lo que dice el


documento. Queremos ver el documento nosotros mismos, tanto en su
traducción inglesa, como rusa. Una vez se haya procedido a la traducción
discutiremos nuevamente el caso».

Con esto quedaba liquidado de momento el asunto. Pero el doctor Seidl


no se rindió. El 1.º de abril de 1946 interrogó a Ribbentrop.

Doctor Seidl: «El preámbulo del documento del 23 de agosto de 1939, es


decir, el pacto secreto firmado entre Alemania y la Unión Soviética, dice más o
menos lo siguiente: "Con vistas a la tensión existente en la actualidad entre
Alemania y Polonia se acuerda lo siguiente para el caso de un conflicto..."»

Ribbentrop: «No recuerdo el texto exacto, pero más o menos decía esto».

Presidente: «Doctor Seidl, ¿qué documento va a leer usted ahora?»

Rudenko: «Deseo llamar la atención del Tribunal que no discutimos aquí


la cuestión que hace referencia a la política de las naciones aliadas, sino que nos
limitamos a discutir las acusaciones concretas contra los criminales de guerra
alemanes. Las preguntas del defensor tienden únicamente a distraer la atención
del Tribunal. Por este motivo me opongo a estas preguntas».

Presidente: «Doctor Seidl, puede usted continuar las preguntas».

Después de esta decisión de la presidencia, se le ofrecía al doctor Seidl la


ocasión de exponer el caso. Ribbentrop respiró aliviado y dijo:

—Las regiones orientales de Polonia fueron ocupadas por la Unión


Soviética y las regiones occidentales por las tropas alemanas. No cabe la menor
duda de que Stalin no le puede reprochar a Alemania haber dirigido una guerra
de agresión contra Polonia. Si se habla aquí de un ataque, ha de hablarse de un
ataque desde los dos lados.

Con estas palabras había terminado ya la sensación. Un proceso que se


celebraba porque lo querían así las potencias mundiales, no podía ser destruido
por una hoja de papel, aunque su contenido fuese muy importante. Dos veces
intentó el doctor Seidl insistir sobre el documento, pero el Tribunal acabó
rechazándolo de un modo definitivo cuando el abogado alemán se negó a decir
quién se lo había entregado. Por este motivo, el Tribunal excluyó el documento
«como prueba de dudoso origen».

Y con esto quedaba destruida la argumentación del doctor Seidl de que la


Unión Soviética no podía juzgar cuando debía ser juzgada. Continuó el
proceso..., y el documento hoy es conocido oficialmente, pues figura en todos los
libros de la historia moderna. El documento era un hecho histórico.

Y nadie mejor que Hitler lo sabía. Apenas habían sido estampadas las
firmas al pie del documento, desencadenaba la guerra..., y pocas horas más tarde
anulaba la orden de ataque.

¿Qué había ocurrido? Por unos motivos inexplicables, Europa disfrutó


todavía de unos días de paz. En Nuremberg hizo acto de presencia el principal
testigo de descargo de Hermann Goering, Birger Dahlerus.

2. La última esperanza

—Entre los documentos del Alto Mando de la Wehrmacht en Flensburg


fueron hallados dos discursos que Hitler pronunció en el Obersalzberg, el 22 de
agosto de 1939, ante los altos jefes de la Wehrmacht...

Con estas palabras inició el fiscal americano, Sidney S. Alderman, su


relato de los últimos días antes de que se iniciaran las hostilidades. En
Nuremberg fueron leídas las frases más sobresalientes de Hitler en aquella
ocasión:

—Los he reunido a ustedes para que puedan comprender los diversos


elementos sobre los que se basa mi decisión de lanzarnos a la acción. Comprendí
hace tiempo que un día u otro llegaríamos a este conflicto con Polonia. Tomé
esta decisión en la primavera.

Hitler se refirió a continuación a sus conversaciones con los altos jefes el


23 de mayo de 1939, en Berlín. Luego añadió:
—Por consiguiente, eliminamos el caso de proteger a Polonia y hemos de
aprovechar la primera ocasión que se presente para atacarla.

Había llegado el momento.

En el Obersalzberg, Hitler les dijo a los presentes, sin ninguna clase de


rodeos, por qué motivo se había decidido precisamente en aquella época por el
ataque contra Polonia. Alderman leyó:

«Presento como motivos: Mi propia personalidad y la de Mussolini.


Depende esencialmente de mí, de mi existencia, debido a mi capacidad política.
En el porvenir no habrá otro hombre que goce de tanto poder como yo. Mi
existencia es, por consiguiente, un importante factor. Pero puedo ser eliminado
en el momento menos esperado por un criminal, por un idiota. El segundo factor
personal es el Duce. También su presencia es decisiva. El Duce es el hombre que
tiene los nervios más fuertes de Italia.

»En el bando enemigo, un cuadro por más negativo y deplorable por lo


que hace referencia a los gobernantes. Ni en Inglaterra ni en Francia había
gobernantes de categoría. Unos estadistas que no rebasaban el nivel medio. No
eran hombres de acción.

»Junto a los factores personales, la situación política es también muy


favorable para nosotros. Estas circunstancias tan favorables no volverán a
presentarse en el curso de los dos o tres años siguientes. Nadie sabe cuánto
viviré. Por este motivo, cuanto antes mejor. Las relaciones con Polonia han
llegado a un punto crítico. Hoy la situación es mucho mejor que dentro de dos o
tres años. Un atentado contra mí o contra Mussolini podría resultar una
desventaja para nosotros. Hemos de cargar con el riesgo. Tener nervios de hierro,
hacer gala de una firme decisión. Lo único que temo es que en el último instante
me elimine un cerdo cualquiera.»

Este es el lenguaje del hombre que no se había cansado en ningún


momento de declarar al mundo que solo sentía deseos de paz. Aquel mismo día
Hitler expuso sus planes. Y otra vez fueron leídos en Nuremberg los puntos más
sobresalientes:

«Un largo período de paz no nos resultaría ventajoso a la larga. Por


consiguiente, hemos de contar con todo. El aniquilamiento de Polonia, en primer
término. Daré motivos propagandísticos que justifiquen la guerra y no me
importa si los creen o no. Al vencedor no le preguntan después si ha dicho la
verdad o no. Cuando se empieza una guerra no se pregunta si está justificada,
sino solamente quién ganará. Arrumbaremos a un lado toda compasión y
debilidad. Procederemos de un modo brutal. El más fuerte tiene la razón de su
parte. Dureza. Primera condición: Avanzaremos hasta el Vístula y destrozaremos
el sistema nervioso de los polacos. Aniquilaremos toda resistencia polaca que se
forme de nuevo. Aniquilamiento continuado. Destrucción total de Polonia desde
el punto de vista militar. Lo principal es la rapidez. Los perseguiremos hasta su
extinción total. Daré la orden con toda probabilidad el domingo por la mañana.»

Domingo por la mañana..., es decir, el 26 de agosto de 1939.

Goering respondió a las palabras del Führer dándole las gracias y


asegurándole que la Wehrmacht cumpliría con su deber...

Con estas palabras terminaba el documento que no fue desmentido por


ninguno de los acusados en Nuremberg.

La guerra estaba decidida.

El 25 de agosto de 1939, como había prometido, Adolfo Hitler dio la orden


a la Wehrmacht alemana de empezar el día siguiente, a las cinco menos cuarto de
la mañana, el ataque contra Polonia.

Pero aquella misma noche anuló la orden. La situación había cambiado


inesperadamente. Desde Londres había llegado la noticia de que la Gran
Bretaña había firmado un pacto de ayuda mutua con Polonia, que se dirigía
claramente contra el ataque alemán. Este hecho hizo que Hitler anulara su
anterior decisión. Tenían en su poder el pacto de no agresión con la Unión
Soviética, pero la decisión del Gobierno inglés de ayudar a Polonia en caso de
un ataque, le hizo vacilar. Por este motivo repitió aquellos pensamientos que
había expuesto ya a sus altos jefes militares el 23 de mayo de 1939: «La misión es
aislar a Polonia. Es decisivo conseguir este aislamiento».

¿Pero existía todavía la posibilidad de aislar a Polonia de la Gran Bretaña?


En otras palabras: ¿Podía instigar todavía al Gobierno inglés a cruzarse de
brazos cuando él atacara Polonia, a pesar de la existencia de aquel pacto de
ayuda mutua?

En aquella situación tan confusa hizo acto de presencia en el escenario de


la política internacional un hombre del que no se había oído hablar hasta aquel
momento. Es el ingeniero e industrial sueco Birger Dahlerus. Un particular.
Hacía años le había sido presentado a Hermann Goering. Ahora, en el momento
de la gran crisis europea, confiaba con sus modestas fuerzas poder evitar una
guerra mundial. De pronto se vio metido de lleno en aquel aquelarre, sin tener
una idea exacta de lo que estaba sucediendo. Pero seis años más tarde era citado
por el defensor de Goering para declarar en descargo de este. Primeramente fue
interrogado por el doctor Otto Stahmer, el defensor de Goering, y ante el
Tribunal se desarrolló una escena que más bien parecía sacada de un libro de
aventuras.

Doctor Stahmer: «¡Señor Dahlerus! ¿Quiere contarle al Tribunal a qué se


debió que usted, un particular sueco, se esforzara por lograr un entendimiento
entre Inglaterra y Alemania?»

Dahlerus: «Conocía Inglaterra muy bien, puesto que había vivido allí
durante doce años y también conocía muy bien Alemania. Durante una visita a
Inglaterra, a fines de junio de 1939, observé y comprobé que los ingleses no
estaban ya dispuestos a tolerar ningún nuevo acto de agresión por parte de
Alemania. El 2 de julio me reuní con unos amigos en el "Constitutional Club".
Discutimos la situación y me expusieron la opinión pública inglesa de un modo
muy claro:

»Inglaterra quería la paz, pero no la paz a cualquier precio. Los ingleses


no simpatizaban con el pueblo alemán y no había razón alguna para solucionar
las diferencias por las armas. Alemania volvería a ser vencida y por
negociaciones podía conseguir mucho más que con la guerra. Inglaterra y sus
amigos pasarían por momentos muy difíciles y con toda probabilidad la guerra
representaría el fin de la civilización occidental.

»Después de haber observado que en el Tercer Reich no se publicaban los


informes que les resultaban desagradables, consideré mi deber poner las
opiniones inglesas en conocimiento de los altos jefes alemanes.»

Doctor Stahmer: «Señor Dahlerus, ¿eran sus amigos ingleses miembros


del Parlamento?»

Dahlerus: «No, eran comerciantes. Después de haber hablado con mis


amigos sobre la conveniencia de mi viaje a Alemania, emprendí el viaje y fui
recibido por Goering el 6 de julio por la tarde, en Karinhall. Informé a Goering
de todo lo que había tenido ocasión de observar y comprobar en Inglaterra e
insistí en que había de hacerse todo lo humanamente posible para evitar una
guerra. Le propuse que conviniera una reunión con ingleses a la que asistieran
otros miembros del Gobierno alemán.

»El 8 de julio me informó Goering que Hitler había dado su visto bueno a
esta proposición. La reunión tuvo lugar en Sönke-Nisse-Koog, en Schleswig-
Holstein cerca de la frontera danesa. La casa pertenece a mi esposa. Siete
ingleses, Goering, el general Bodenschatz y el doctor Schöttl asistieron a una
reunión. Era el 7 de agosto y comenzó la reunión invitando Goering a que los
ingleses le dirigieran las preguntas que consideraran más oportunas.
»Los ingleses no dejaron duda alguna de que el Imperio británico
ayudaría a Polonia en el caso de que Alemania intentara ocupar por la fuerza
aquella región del Este. Goering dio su palabra de honor de estadista y de
soldado de que, a pesar de que tenía el mando de las fuerzas aéreas más
poderosas del mundo y esto podría ser a veces una tentación para él, haría todo
cuanto estuviera de su parte para impedir una guerra».

Doctor Stahmer: «¿Asistieron a esta reunión parlamentarios ingleses?»

Dahlerus: «No, solamente comerciantes ingleses. Los ingleses se


marcharon el 9 de agosto, a primera hora de la mañana, e inmediatamente a su
regreso expusieron sus impresiones al Foreign Office. El 21 de agosto me enteré
de que Alemania y la Unión Soviética habían firmado un tratado comercial y
que al día siguiente habían sido incluidas cuestiones políticas en este tratado. El
23 de agosto me llamó Goering por teléfono rogándome me trasladara a Berlín».

Doctor Stahmer: «¿Le llamó para exponerle la gravedad de la situación?»

Dahlerus: «Sí, Goering me dijo que mientras tanto la situación había


empeorado mucho».

¡Claro! Hemos de recordar, al llegar a este punto, que el día anterior


Hitler, en el Obersalzberg, había fijado el comienzo de todas las hostilidades
para el 26 de agosto.

Doctor Stahmer: «¿Cuándo se reunió usted con Goering?»

Dahlerus: «Llegué el 24 de agosto a Berlín y aquella misma mañana me


reuní con Goering. Me dijo que la situación era muy grave, debido al hecho de
que no se había llegado a ningún entendimiento entre Polonia y Alemania. Me
preguntó si estaba dispuesto a ir a Londres y tratar de aclarar allí la situación».

Doctor Stahmer: «¿Cuándo partió usted para Londres?»

Dahlerus: «La mañana del 25 de agosto, un viernes. Por la tarde celebré


una importante conferencia con lord Halifax. Me informó de que aquel mismo
día, Henderson, el embajador inglés en Berlín, había hablado con Hitler. Lord
Halifax expresó su esperanza de que todavía se podría llegar a un entendimiento
y que por este motivo no precisaban ya mis servicios».

Recordamos nuevamente la fecha. El 25 de agosto fue el día que Hitler dio


la orden de ataque y la anuló por la noche cuando se enteró de la firma del pacto
polaco-inglés.
Doctor Stahmer: «¿Celebró usted aquella noche una conferencia telefónica
con Goering?»

Dahlerus: «Sí. A las ocho de la noche intenté ponerme al habla con él.
Goering me comunicó que la situación era muy grave y me rogó que hiciera todo
cuanto estuviera en mis manos para que se celebrara una conferencia entre los
representantes de Inglaterra y de Alemania. El sábado, 26 de agosto, volví a
reunirme con lord Halifax. Le rogué que insistiera cerca del Gobierno alemán
que el Gobierno inglés estaba dispuesto a llegar a un entendimiento. Lord
Halifax consultó con Chamberlain y redactó una carta maravillosa en un
lenguaje muy claro diciéndole que el Gobierno de Su Majestad expresaba el
deseo de hallar una solución pacífica».

Doctor Stahmer: «¿Volvió usted en avión a Berlín llevando la carta?»

Dahlerus: «Sí. Llegué a Berlín por la noche y me reuní con Goering en su


tren particular. Le dije cuál era la situación en Londres e insistí en que no podía
haber la menor duda de que Inglaterra declararía la guerra a Alemania en el caso
de que el Gobierno alemán procediera contra Danzig.

»Después de haberle dicho esto, le entregué la carta. La abrió y después


de haberla leído me rogó que se la tradujera palabra por palabra, pues era de
suma importancia tener un exacto conocimiento de su contenido. Mandó llamar
a uno de sus ayudantes, hizo detener el tren en la estación más próxima y dijo
que Hitler había de ser informado sin pérdida de tiempo del contenido de
aquella carta.

»Le seguí en coche hasta Berlín y a las doce de la noche llegábamos a la


Cancillería del Reich. Goering fue a hablar directamente con Hitler y yo regresé
a mi hotel. A las doce y quince minutos me visitaron dos oficiales que me
invitaron a presentarme a Hitler aquella misma noche. Cuando llegué a la
Cancillería fui recibido en el acto. Hitler y Goering estaban solos».

Doctor Stahmer: «Explique usted detalladamente esta entrevista».

Dahlerus: «Hitler comenzó a extenderse sobre la política alemana. Habló


unos veinte minutos y yo vi que mi visita no daría ningún resultado positivo.
Cuando comenzó a insultar y a ofender a Inglaterra y a los ingleses, le
interrumpí y le dije que yo había trabajado como obrero, y no como ingeniero o
industrial en la Gran Bretaña, que conocía a fondo la población inglesa y que no
estaba en modo alguno de acuerdo con lo que él estaba diciendo.

»Se entabló una larga discusión. Me hizo muchas preguntas sobre


Inglaterra y el pueblo inglés. Después dijo lo fuertes que eran las fuerzas
armadas alemanas y lo bien equipadas que estaban. Estaba muy excitado y se
puso a pasear de un extremo a otro de la sala y finalmente me dijo que si se
llegaba a una guerra, él haría construir submarinos y más submarinos.

»Hablaba como si no hubiese nadie más en la habitación. Al cabo de un


rato, se puso a gritar que mandaría construir aviones, aviones y más aviones y
que ganaría la guerra.

»Volvió a tranquilizarse. Finalmente me rogó que volviera a Londres sin


pérdida de tiempo y les dijera cuál era su punto de vista».

Y Dahlerus volvió a Londres. En su cartera llevaba unas proposiciones de


Hitler que solo se pueden calificar de absurdas, por ejemplo: «Inglaterra había
de ayudar a Alemania en la anexión de Danzig y del Corredor polaco».
«Alemania se comprometía a defender el Imperio inglés con la Wehrmacht
alemana siempre que fuera atacado».

Dahlerus volvió a volar de Berlín a Londres y de Londres a Berlín... Todo


en vano, pues no tenía la menor sospecha de que solo era un instrumento de
Hitler para intentar apartar a Inglaterra de la decisión que había tomado ya y
«aislar a Polonia». Este fue precisamente el punto en que insistió el fiscal inglés
sir David Maxwell-Fyfe cuando más tarde interrogó a Dahlerus:

Sir David: «Le ruego informe al Tribunal de uno o dos detalles que
Goering no nos ha contado aquí. Le dijo a usted... ¿o no se lo dijo?..., que dos
días antes, es decir, el 2 de agosto, Hitler le había comunicado a él y a otros altos
jefes, en el Obersalzberg, que estallaría el conflicto entre Polonia y Alemania».

Dahlerus: «Nunca me comunicó ni me hizo la menor insinuación sobre las


intenciones políticas de Hitler».

Sir David: «Y supongo que él tampoco le dijo a usted que Hitler había
declarado: "Es nuestra misión aislar Polonia". ¿Le habló alguna vez de que
tenían la intención de aislar Polonia?»

Dahlerus: «Nunca me dijo nada a este respecto».

Sir David: «¿Le dijo a usted que habían tomado la decisión de atacar
Polonia la mañana del 26 de agosto?»

Dahlerus: «No, en ningún momento».

Sir David: «¿Le dijo en alguna ocasión Goering por qué motivo habían
aplazado la fecha de ataque del 26 al 31 de agosto?
Dahlerus: «No, nunca me habló de un plan de ataque».

Sir David: «¿Y no le dijo tampoco Goering..., cito sus propia palabras: "El
día que Inglaterra dio oficialmente la garantía a Polonia, me llamó el Führer por
teléfono y me dijo que había anulado la proyectada invasión de Polonia. Me
dijo: Hemos de ver antes cómo podemos eliminar la interferencia de
Inglaterra"?. ¿Y no le dijo Goering tampoco en ningún momento que lo único
que pretendían de usted cuando le mandaron a Londres era ganar tiempo?»

Dahlerus: «Nunca, en ningún momento».

Sir David: «Deseo repetirlo todo una vez más. Pero con ayuda de su libro
de usted, El último intento, voy a exponer en qué estado de ánimo se
encontraban los gobernantes alemanes. Vamos a abrir el capítulo que hace
referencia a Hitler... Permítame que lea:

»"En el caso de que se llegara a la guerra —dijo—mandaré construir


submarinos, submarinos, submarinos, submarinos, submarinos. —Y a cada
palabra que pronunciaba, su voz se hacía más fuerte. Su voz se hacía más oscura
y al final se puso a gritar, como si estuviera hablando delante de mucha gente—:
Construiré aviones, construiré aviones, aviones, aviones, y aniquilaré a todos
mis enemigos.

»En aquel momento daba más bien la impresión de ser un demente que
un ser normal. Su voz apenas se entendía y su comportamiento era el de un loco.
Comprendía entonces que se trataba de un hombre que no estaba en su juicio.»

Y Dahlerus dice, de otra entrevista con Hitler, lo siguiente:

«Me recibió muy cortés y amable, pero ya desde el principio me


sorprendió su comportamiento. Salió a mi encuentro, se quedó plantado y
empezó a hablar mirando fijamente delante de él. La boca le olía tan mal que
tuve que hacer un esfuerzo para no retroceder un paso. Se iba excitando por
momentos, gesticulaba y gritaba: "¡Si Inglaterra quiere luchar un año, lucharé un
año! ¡Si Inglaterra quiere lucha dos años, lucharé dos años!".

»Dio un paso y gritó con voz más fuerte y haciendo unos ademanes aún
más violentos.

»"¡Y si es necesario lucharé diez años!". Levantó el puño y se inclinó tan


profundamente hacia delante que casi tocó el suelo».

Sir David: «Dice exactamente esto, que alzó el puño y se inclinó tan
profundamente hacia delante que casi tocó el suelo...»
Dahlerus: «Sí».

Sir David: «De modo que ese era el Canciller del Reich alemán. Vamos a
hablar ahora un momento de su ministro de Asuntos Exteriores. ¿Tuvo usted la
impresión de que Ribbentrop hacía todo cuanto estaba en su poder para poner
obstáculos a las gestiones de usted?»

Dahlerus: «Exacto».

Sir David: «Pero, según la opinión de Goering, hacía mucho más aún. Si
recuerda usted bien, usted iba a despedirse de Goering, creo que cuando partió
usted para Londres en su última visita:

»"Antes de separarnos —escribe usted en su libro—dijo que aprovechaba


la ocasión para darme las gracias por si se daba el caso de que no volviéramos a
vernos. Quedé un poco sorprendido por aquella despedida y no pude por menos
de contestarle que no cabía la menor duda de que muy pronto volveríamos a
vernos. Cambió de expresión y me dijo en un tono muy solemne: "Tal vez, pero
hay ciertas personas que hacen todo lo que pueden para impedir que usted salga
vivo de este asunto".»

»Y sigue escribiendo usted:

»"Durante una entrevista en el mes de octubre de aquel mismo año,


Goering me dijo que Ribbentrop había ordenado que mi avión sufriera un
accidente. Entonces comprendí la grave expresión del rostro de Goering cuando
se despidió de mí".

»¡De modo que este era el ministro de Asuntos Exteriores alemán!»

Todos aquellos hombres, al menos así nos lo parece hoy, vivían en un


mundo de sueños y fantasías.

Edouard Daladier, el presidente del Consejo de Ministros francés, envió


el 26 de agosto una carta personal a Hitler:

«En una hora tan grave, creo sinceramente que ningún hombre de nobles
pensamientos podría comprender que empezara una guerra de destrucción si
haber hecho un último intento para hallar una solución pacífica entre Alemania
y Polonia. Su voluntad de paz podría ser decisiva en este caso sin la menor
mengua del honor alemán. Usted sabe lo mucho que yo condeno las
destrucciones provocadas por la guerra y sabemos cómo afecta una guerra a la
conciencia del pueblo, sea cual sea su resultado. Si la sangre francesa y alemana
han de correr nuevamente como hace veinticinco años, en una guerra mucho más
larga y sangrienta, los dos pueblos lucharán con la esperanza de su propia
victoria. Pero los que vencerán serán la destrucción y la barbarie.»

El embajador francés en Berlín, Robert Coulondre, llevó a última hora de


la tarde aquella carta a Hitler. Después de la entrevista, volvió profundamente
abatido a la Embajada y escribió a París:

«Durante cuarenta minutos he comentado la emotiva carta del presidente


del Consejo de Ministros. He dicho todo lo que me ha inspirado mi corazón de
hombre y de francés para convencer al Canciller del Reich a hacer un último
intento para hallar una solución pacífica. Le he conjurado en nombre de la
humanidad y haciendo hincapié en su responsabilidad frente a la historia de no
dejar pasar por alto esta última oportunidad. Le rogué a él, que había
reconstruido el Reich sin derramamiento de sangre, que por la tranquilidad de
su conciencia no derramara una sola gota de sangre, ni de los soldados ni de las
mujeres y niños, antes de haberse convencido plenamente de que era
absolutamente inevitable. Le dije que el prestigio de Alemania en el mundo
entero era lo suficientemente grande para que un gesto de paz por su lado no
significara menoscabo alguno para la nación alemana. Los hombres que le
temían, sin duda alguna se sorprenderían, pero al mismo tiempo le admirarían
muy profundamente y las madres le bendecirían. Tal vez he logrado
conmoverle, pero en modo alguno influenciarle. Ha tomado ya su decisión.»

«Sé muy bien que Hitler quiere la guerra con Polonia —escribió
Coulondre en sus «Memorias». Y al hacer referencia a esta escena tan dramática,
afirma—: Su voz sonó seca y dura.

»—En esta hora tan decisiva —le dijo el francés a Hitler— se halla usted
ante el Tribunal de la historia, señor Canciller. No permita usted que corra la
sangre de los soldados, de las madres y de los niños...

»Se hizo el silencio durante unos minutos. Después Coulondre oyó cómo
Hitler murmuraba:

»—Sí, las mujeres y los niños... Con frecuencia pienso en ellos.

»Volvió la mirada hacia Ribbentrop, que estaba a su lado y que desde el


comienzo de la entrevista había conservado una expresión férrea. Finalmente se
levantó de su sillón, cogió a Ribbentrop de un brazo y se lo llevó a un extremo
de la sala. Viví unos minutos de sincera confianza y esperanza. Pero tal vez no
había sido más que una comedia...

»—No tiene objeto —dijo Hitler, finalmente.


»La entrevista había terminado.

»En realidad, ya no se podía hacer nada. Únicamente la Gran Bretaña


confiaba todavía en poder actuar de intermediaria. Londres intentó que fuera
convocada una conferencia directa entre Berlín y Varsovia, y Hitler accedió, pues
le interesaba "aislar Polonia". Pero en Polonia recordaban muy bien lo que le
había ocurrido al presidente del Estado checoslovaco, Hacha. Si iban a Berlín
serían sometidos a una presión tan violenta que finalmente, habrían de acceder.
Y en Polonia preferían la lucha, "aunque sea el fin para nosotros".»

Una decisión heroica, pero fatal, puesto que en Varsovia ignoraban el


acuerdo secreto que había sido firmado entre Berlín y Moscú y nadie tenía la
menor sospecha de cuáles eran los planes a la larga de Hitler y también porque
el ejército polaco creía poder hacer frente y vencer a la Wehrmacht alemana y
porque el Estado Mayor polaco suponía que Francia invadiría en el acto el
territorio alemán y forzaría el Westwall. Hitler alegó después que «en vano
había estado esperando la llegada de un delegado polaco».

Ribbentrop dio un paso más. Durante una entrevista a medianoche le leyó


al embajador británico las proposiciones de paz «que Alemania hubiese hecho si
se hubiese presentado el delegado polaco».

Era el 30 de agosto de 1939.

El embajador Neville Henderson escribió lo siguiente sobre aquella


entrevista a medianoche:

«Le dije a von Ribbentrop que haría todo lo posible para que las
negociaciones transcurriesen por unos cauces de sensatez. Von Ribbentrop se
sacó entonces un extenso documento del bolsillo y lo leyó en alemán, demasiado
de prisa.»

Henderson no se enteró de su contenido.

«Cuando le rogué a von Ribbentrop me explicar el contenido de aquellas


proposiciones —escribe Henderson—, me dijo que era ya demasiado tarde,
puesto que el representante de Polonia no se había presentado antes de la
medianoche.»

«¿Qué habrán vuelto a decir? —se preguntó el intérprete Paul Schmidt,


que estaba presente—. Esto es lo que me pregunté cuando el ministro de
Asuntos Exteriores alemán, con rostro pálido, los labios contraídos y los ojos
brillantes, se sentó delante de Henderson en el pequeño despacho de trabajo de
Bismarck, en el número 76 de la Wilhelmstrasse. Había saludado fríamente a
Henderson y le había invitado a tomar asiento. Cuando Henderson expuso los
planes de su Gobierno de que el Reich iniciara negociaciones directas con
Polonia, Ribbentrop perdió por primera vez el dominio sobre sí mismo y gritó:

»—¡Ya no hay caso!... Lo único que le puedo decir, señor Henderson, es


que esta es una maldita situación.

»En aquel momento también el embajador inglés perdió los nervios.


Levantó el dedo índice en señal de reproche y le gritó a Ribbentrop:

»Ha dicho usted maldito. Este no es el lenguaje de un estadista en unos


momentos tan graves.

»Ribbentrop se puso en pie de un salto.

»—¿Qué es lo que está diciendo usted? —gritó.

También Henderson se había puesto de pie.

Los dos hombres se miraron con ojos muy brillantes, pero después se
calmaron, y Ribbentrop leyó las proposiciones alemanas.»

«Henderson preguntó —continúa el doctor Schmidt— si le podía entregar


el texto del documento para transmitirlo a su Gobierno. Esto es lo corriente en el
mundo diplomático. Pero apenas pude dar crédito a mis oídos cuando oí decir a
Ribbentrop:

»—No, no le puedo entregar a usted estas proposiciones.

»También Henderson creyó no haber oído bien, puesto que repitió su


frase. Pero también esta vez se negó Ribbentrop. Arrojó el documento sobre la
mesa y dijo:

»—A fin de cuentas ya no tiene ningún valor, puesto que el representante


de Polonia no ha hecho acto de presencia.»

En el Proceso de Nuremberg fue llamado como testigo el sueco Birger


Dahlerus para declarar sobre este punto:

—Llamé a Forbes, de la Embajada británica. Me dijo que Ribbentrop se


había negado a entregar el documento después de haberlo leído con increíble
rapidez. Fui en el acto a ver a Goering y le dije que era del todo imposible que se
tratara con aquellos modales al embajador de un Imperio mundial. Le propuse
que me permitiera llamar a Forbes por teléfono y que le dictara el contenido del
documento.
Doctor Stahmer: «¿Dijo Goering que contraía una gran responsabilidad si
le daba a usted este permiso?»

Dahlerus: «Sí. Me encontré con Henderson el jueves por la mañana, el día


31 de agosto, y hablé con él del documento. Me rogó que fuera a ver sin pérdida
de tiempo al embajador polaco Lipski para entregarle una copia».

Doctor Stahmer: «¿Lo hizo usted?»

Dahlerus: «Fui en compañía de Forbes a hablar con Lipski y le leí el


documento, pero no pareció comprender el contenido. Abandoné la habitación,
le dicté unas notas al secretario y se las entregué. Mientras tanto, Lipski le dijo a
Forbes que no estaba en modo alguno interesado en discutir aquella nota con el
Gobierno alemán. Si se llegaba a una guerra entre Alemania y Polonia sabía que
estallaría la revolución en Alemania y que los polacos llegarían hasta Berlín».

«Lipski estaba pálido como la muerte y daba la impresión de hallarse


muy nervioso y abatido», añadió Dahlerus en sus «Memorias».

Sir David: «¿Estaba el señor Lipski muy agotado?»

Dahlerus: «Estaba muy nervioso».

Sir David: «¿Y le dijo Forbes a usted que el señor Lipski le había dicho, de
un modo que no admitía dudas, que el ofrecimiento alemán era una violación de
la soberanía polaca y que Polonia, en el caso de que fuera abandonada por todos,
lucharía y moriría sola? ¿Era este el estado de ánimo en el que encontró usted al
señor Lipski?»

Dahlerus: «Sí».

Doctor Stahmer: «¿Y volvió usted a entrevistarse con Goering el día 1.º de
septiembre?»

Dahlerus: «Sí. Después de unas vacilaciones confesó que había estallado


la guerra, puesto que los polacos habían atacado la estación de radio de Gleiwitz
y volado un puente cerca de Dirschau. Luego me dio más detalles de los cuales
saqué la conclusión que toda la Wehrmacht alemana había sido lanzada al
ataque contra Polonia».

La emisora de radio de Gleiwitz, el puente de Dirschau... Estos eran


aquellos casos de los cuales les había hablado Hitler a sus jefes militares:
«Provocaré el motivo propagandístico para que estalle la guerra, y me es del todo
indiferente que me crean o no». Los informes presentados en Nuremberg podían
haber sido sacados de una novela policíaca. Pero antes tenía que hablar
Dahlerus:

Sir David: «Volvamos a abrir su libro. Usted describe una entrevista


celebrada el día 1.º de septiembre, la tarde del día en que Polonia fue atacada.
Escribe usted: «Para Goering todo estaba sujeto a un plan que no admitía
ninguna modificación. Mandó llamar a los secretarios de Estado Körner y
Gritzbach, les dirigió una larga alocución y les entregó a cada uno un sable de
honor diciéndoles que confiaba que lo lucirían con honor en la guerra. Parecía
como si todos ellos se encontrasen bajo los efectos del alcohol. ¿Son estas sus
palabras?»

Dahlerus: «Sí. Su estado de ánimo había cambiado en un lapso de tiempo


muy corto».

Sir David: «En otras palabras... De los tres personajes principales de


Alemania, el Canciller era un hombre anormal; el mariscal del Reich se hallaba
en un estado de embriaguez y el ministro de Asuntos Exteriores, según palabras
de Goering, era un asesino que quería que usted se estrellara en su avión.
Muchas gracias».

3. Las cuatro horas cuarenta y cinco minutos

El día 1.º de septiembre de 1939, a las cuatro y cincuenta minutos de la


mañana, el comandante de las tropas polacas en la Westerplate, transmitió el
siguiente telegrama a Varsovia:

«A las cuatro horas y cuarenta y cinco minutos el acorazado Schleswig-


Holstein ha abierto fuego contra la Westerplate con todas sus baterías. Continúa
el fuego.»

Esta fue la primera noticia que tuvo el mundo del comienzo de la


catástrofe. A la misma hora, las cuatro y cuarenta y cinco, por orden de Hitler,
toda la Wehrmacht había iniciado el ataque a lo largo de la frontera polaca. A las
diez de la mañana, Hitler pronunció en el Reichstag un discurso que heló la
sangre de casi todos los alemanes. Dijo unas frases que más tarde habían de
sonar de nuevo en la sala de sesiones del Tribunal de Nuremberg:

«—Polonia ha disparado por vez primera esta noche en territorio alemán


con soldados regulares. Desde las cinco cuarenta y cinco horas. —Se equivocó en
una hora llevado por el entusiasmo de su discurso—. Desde las cinco cuarenta y
cinco horas hemos replicado al fuego y desde este momento devolveremos golpe
por golpe.»
Los soldados polacos habían penetrado en territorio alemán y habían
disparado... Esto era, según las palabras de Hitler, lo que había dado motivo a la
guerra. Es el motivo que anunció, el día 22 de agosto de 1939, a sus jefes
militares cuando les dijo que él provocaría el motivo propagandístico y se
lanzaría a la guerra.

En el estrado de los testigos de Nuremberg se sentaba el antiguo general


Erwinp Lahousen. Con palabras lentas repetía la fórmula del juramento que le
leía el presidente:

—Juro por Dios Todopoderoso y que lo sabe todo, que diré la verdad, que
no ocultaré nada y no añadiré nada.

El interrogatorio fue conducido por el fiscal americano John Harlan


Amen:

Amen: «¿Dónde se educó usted?»

Lahousen: «En Austria, en la Academia Militar Teresiana, en Wiener-


Neustadt».

Amen: «¿Y fue destinado usted a la Sección de Transmisiones?»

Lahousen: «Fui destinado al Servicio de Transmisiones austríaco, que


corresponde a la "Abwehr", Servicio Secreto de la Wehrmacht alemana».

Amen: «¿Qué cargo desempeñó usted después del Anschluss?»

Lahousen: «Después del Anschluss fui destinado automáticamente al Alto


Mando de la Wehrmacht alemana en el mismo cargo con el mismo grado, es
decir, a la Abwehr alemana cuyo jefe era entonces el almirante Canaris».

Amen: «¿Era el almirante su jefe inmediato? ¿Actuó usted algunas veces


como adjunto suyo?»

Lahousen: «Sí».

Amen: «¿Llevaba Canaris un Diario?»

Lahousen: «Sí, desde que comenzó la guerra. Un Diario al que contribuí


yo personalmente con algunos detalles».

Amen: «¿Con qué fin llevaba Canaris este Diario?»


Lahousen: «Si he de responder a esta pregunta, he de repetir, para hacer
honor a la verdad, las mismas palabras que dijo él cuando yo se lo pregunté: "El
objeto de este Diario es presentar al pueblo alemán y al mundo a todos los que
han dirigido los destinos de este pueblo en esta época"».

Amen: «¿Ha conservado las anotaciones que hizo usted en el Diario?»

Lahousen: «Sí, retuve para mí, con permiso de Canaris, unas anotaciones».

Amen: «¿Recuerda usted cuáles fueron sus anotaciones personales?»

Lahousen: «Sí».

Amen: «¿Fue requerida la colaboración del Servicio Secreto en relación


con la campaña polaca?»

Lahousen: «Sí. Tal como figura en el Diario de mi Sección, la acción que


emprendimos días antes de empezar las hostilidades fue bautizada con el
nombre de Operación Himmler».

Amen: «¿Quiere usted informar al Tribunal sobre la índole de la


colaboración que se solicitó de ustedes?»

Lahousen: «La operación, sobre la que ahora voy a declarar, es una de las
más misteriosas de las que llevó a cabo la Sección Extranjera del Servicio Secreto
alemán. A mediados de agosto recibió la Sección I, así como también la Sección
que estaba a mi mando, la Sección II, la orden de procurarnos uniformes y
material de guerra polacos para tenerlo todo previsto para la Operación Himmler.
La orden la recibió Canaris del Alto Mando de la Wehrmacht, y nos dio mucho
que pensar a todos los que nos afectaba de un modo más o menos directo,
porque no teníamos idea de lo que se trataba. Pero el nombre de Himmler
significaba mucho».

Amen: «¿A quién tenía que entregar el Servicio Secreto este material?»

Lahousen: «Los uniformes y el material de guerra fueron recogidos cierto


día por un miembro de las SS o del SD. Su nombre figura en el Diario oficial de
la Sección».

Amen: «¿Cuándo fue informado el Servicio Secreto del uso que se haría
con este material?»

Lahousen: «Por aquel tiempo no conocíamos todavía su destino. Pero


desde luego sospechábamos que no habían de servir para un fin muy honesto. El
nombre de Himmler ya quería decir que se trataba de un asunto muy feo».

Amen: «¿Se enteró usted luego por Canaris de lo sucedido?»

Lahousen: «Los hechos se desarrollaron así. Cuando fue publicado el


primer parte de la Wehrmacht, que hablaba de un ataque de los polacos o de las
unidades polacas en territorio alemán, Piekenbrock, que tenía el parte en la
mano y lo estaba leyendo, dijo: "Ahora sabemos para qué habían de servir
nuestros uniformes". No recuerdo si fue aquel día o unos días más tarde cuando
Canaris me informó que con aquellos uniformes habían sido disfrazados los
internados de un campo de concentración a los que hizo simular un ataque
contra la emisora de radio de Gleiwitz».

Amen: «¿Se enteró usted de lo que fue de aquellos internados del campo
de concentración que llevaron los uniformes polacos y provocaron el incidente?»

Lahousen: «Después de la capitulación hablé en un hospital de guerra, en


el que estuve internado, con un SS-Hauptsturmführer y le pregunté qué era lo
que había sucedido en realidad. Y aquel hombre, Birkel, me dijo: "Todos los
miembros del SD que participaron en aquella acción fueron liquidados, es decir,
fueron muertos". Esto es lo único que oí decir sobre el incidente".

Este fue el «motivo propagandístico» que provocó Hitler para justificar la


invasión de Polonia.

Más evidentes aún aparecen los hechos que expuso, en una declaración
jurada, el antiguo miembro del SD, Naujock:

«Yo, Alfred Helmut Naujock, declaro bajo juramento lo que sigue:

»1. Desde 1931 al día 19 de octubre de 1944 fui miembro de las SS y desde
su fundación en 1934 hasta enero de 1941, agente del SD. Presté servicio como
miembro de las Waffen-SS desde febrero de 1941 a mediados de 1942.

»2. El día 10 de agosto de 1939, Heydrich, jefe del SD, me ordenó que
organizara un ataque contra la emisora de radio de Gleiwitz, cerca de la frontera
polaca, y después diera a entender que habían sido los polacos los que habían
llevado a cabo el atentado. Heydrich me dijo: "Es necesaria una prueba
concluyente de estos ataques polacos, tanto para la Prensa extranjera como para
la propaganda alemana".

»Me ordenaron que me trasladara, en compañía de otros cinco o seis


agentes del SD, a Gleiwitz hasta recibir la orden de Heydrich de iniciar el
ataque. Mi orden decía que había de apoderarme de la emisora de radio y
mantenerla el tiempo necesario hasta que un alemán que hablase polaco tuviera
tiempo de pronunciar una alocución en polaco por ella. Pusieron a mi
disposición el alemán que hablaba polaco, y Heydrich ordenó que en la
alocución dijera que había llegado el momento de saldar las diferencias entre
Alemania y Polonia y que los polacos habían de unirse y matar a todos los
alemanes que trataran de ofrecerles resistencia. Heydrich me dijo igualmente
que creía que el ataque alemán contra Polonia solo tardaría en producirse unos
días.

»Entre el 25 y el 31 de agosto visité a Heinrich Mueller, el jefe de la


Gestapo, que se encontraba aquellos días cerca de Oppeln. En mi presencia,
Mueller discutió con un hombre llamado Mehlorn los planes para un incidente
fronterizo en el cual había de pretenderse que los soldados polacos atacaban a
las unidades alemanas. Este incidente había de efectuarse en otro punto, creo
que en Hohenlinden. Para esto contaban con una compañía de soldados
alemanes. Mueller dijo que necesitaba dos o tres criminales que se disfrazarían
con uniformes polacos para dejar los cadáveres sobre el supuesto campo de
batalla. Primero se les inyectaría una droga venenosa, que tenía preparada un
médico que trabajaba para Heydrich y luego les dispararían. Después del ataque
habrían de ser conducidos los representantes de la Prensa nacional y extranjera
al lugar del suceso y también habría de ser redactado un extenso informe
policíaco. Mueller me dijo que había recibido órdenes de Heydrich para poner a
mi disposición a uno de esos criminales para que los pudiera usar en Gleiwitz.
La clave de esta operación era «conservas».

»El incidente de Gleiwitz, en el que tomé parte personalmente, fue


llevado a cabo la víspera del ataque alemán contra Polonia. Al mediodía del 31
de agosto, Heydrich me dio, por teléfono, la consigna al mismo tiempo que me
ordenaba que el ataque había de realizarse a las ocho de la tarde de aquel mismo
día. Heydrich me dijo: "Para llevar a cabo el ataque, preséntese a Mueller por las
conservas".

»Hice lo que se me ordenaba y le pedí a Mueller que me entregara al


hombre. Lo hizo y lo destiné a la entrada de la emisora. Estaba vivo, pero no
estaba consciente. Traté de abrirle los ojos, pero su mirada era vidriosa. Solo por
la respiración se sabía que no había muerto. No vi ninguna herida en su cuerpo,
pero su cara estaba manchada de sangre. Ocupamos la emisora de radio tal como
se nos había ordenado. El alemán que hablaba polaco pronunció una alocución
que duró tres o cuatro minutos. Disparamos unos cuantos disparos de pistola y
nos marchamos.»

Este fue el ataque polaco contra la emisora alemana de Gleiwitz.

La guerra de Hitler se había convertido en una terrible realidad. Como era


de esperar, tanto Gran Bretaña como Francia hicieron honor a su compromiso de
ayuda, aunque momentáneamente solo sobre el papel. Las dos potencias
occidentales exigieron a Alemania que cesara inmediatamente su acción bélica
contra Polonia y que mandara replegarse a las tropas alemanas. El día 3 de
septiembre de 1939, el embajador británico en Berlín declaró, en presencia de
Hitler y Ribbentrop:

—Tengo el honor de informarle que, en el caso de que hasta el día de hoy,


3 de septiembre de 1939, a las once horas, no se haya recibido una garantía
satisfactoria en el sentido ante mentado por el Gobierno de Su Majestad en
Londres, existirá el estado de guerra entre los dos países a partir de la hora dicha.

»Hitler estaba sentado frente a su mesa escritorio —relata el intérprete,


doctor Paul Schmidt—, mientras que Ribbentrop estaba a su derecha, de pie
junto a la ventana. Yo estaba a cierta distancia de la mesa de Hitler y le traduje
muy lentamente el ultimátum del Gobierno inglés. Hitler quedó como
petrificado y miraba fijamente ante sí. No se movía. Al cabo de un rato, que me
pareció una eternidad, se volvió hacia Ribbentrop, que estaba inmóvil junto a la
ventana.

»—¿Y ahora, qué? —preguntó Hitler a su ministro de Asuntos Exteriores,


dirigiéndole una mirada furibunda como si quisiera expresar que Ribbentrop le
había engañado sobre la reacción de los ingleses. Ribbentrop contestó en voz
baja:

»—Supongo que dentro de una hora los franceses nos presentarán un


ultimátum parecido.

»También en la antesala se hizo un silencio de muerte cuando fue


comunicada la noticia. Goering se volvió hacia mí y dijo:

»—¡Si perdemos esta guerra, que el cielo se apiade de nosotros!»

Desde el día 3 de septiembre de 1939, a las once de la mañana, hora


inglesa, el ataque contra Polonia se había transformado en una guerra europea
sin que las potencias occidentales hubieran disparado un solo tiro en el Oeste.
Gran Bretaña y Francia estaban, con las armas en la mano, impasibles mientras
Polonia era sacrificada. Si hubiesen intervenido sin pérdida de tiempo, lo más
probable es que entonces hubiese ocurrido aquello que dijo ante el Tribunal de
Nuremberg el acusado Alfred Jodl, jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht:

»Estábamos en condiciones de aniquilar Polonia, pero nunca hubiésemos


estado en condiciones de hacer frente a un ataque concéntrico de estos Estados. Y
si no nos derrumbamos ya en el año 1939, se debe única y exclusivamente al
hecho de que las 110 divisiones francesas e inglesas no atacaron ninguna vez
durante la campaña de Polonia, a las 23 divisiones alemanas que tenían
enfrente.»

La Wehrmacht obtuvo éxito en su primera guerra relámpago. El día 5 de


septiembre cruzaron las tropas alemanas el Vístula. El 10 de septiembre habían
alcanzado el Narew y el Bur, el 11 de septiembre cruzaron el San en dirección a
Lemberg, y el 18 de septiembre cruzaron Varsovia. Desde el Este había
emprendido, a partir de septiembre, el Ejército rojo su avance sobre Polonia.
Con esto entraba en vigor el pacto secreto firmado entre Stalin y Hitler, y que
hacía referencia al reparto de Polonia. Varsovia resistió hasta el 27 de
septiembre. Bajo los ataques de la artillería y de las bombas de la Luftwaffe de
Goering, Varsovia, finalmente, se vio obligada a la capitulación.

Respecto a estos bombardeos, los primeros en la historia de la humanidad


en que fue bombardeada una ciudad de más de dos millones de habitantes, el
general Karl Bodenschatz declaró en Nuremberg:

—Lo único que sabía es que Varsovia era una fortaleza que estaba
ocupada por el Ejército polaco, con una guarnición muy potente. Las piezas de
artillería eran modernas, los fuertes estaban ocupados y Adolfo Hitler solicitó,
en dos o tres ocasiones, que evacuara la población civil. La proposición fue
rechazada. Solo se permitió la salida a las embajadas extranjeras. El Ejército
polaco estaba en la ciudad y la defendió obstinadamente. También los fuertes
exteriores estaban ocupados por potentes fuerzas y desde el interior de la ciudad
disparaban grandes piezas de artillería contra el exterior. Fue atacada entonces la
fortaleza de Varsovia y también con la Luftwaffe, pero fue después de haber
sido rechazado el ultimátum de Adolfo Hitler.

En parecidos términos se expresó el antiguo mariscal del Reich, Albert


Kesselring, cuando fue interrogado por el defensor de Goering, doctor Otto
Stahmer:

—Dirigí estos ataques en mi calidad de jefe de la flota aérea número uno.


Varsovia era, según el concepto alemán, una fortaleza, y, además, contaba con
potentes defensas contra los ataques desde el aire. Por consiguiente, caía por
completo bajo lo que señala la Convención de La Haya sobre las luchas por
tierra. Yo mismo volé sobre Varsovia y después de cada ataque hablé con los
comandantes que lo habían llevado a cabo, y puedo asegurar, por haber sido
testigo ocular y por los informes que me entregaron, que se hizo todo lo
humanamente posible para alcanzar única y exclusivamente los objetivos
militares y evitar en lo posible los objetivos civiles.

Doctor Stahmer: «¿Asegura usted, por consiguiente, que estos ataques se


realizaron dentro de lo que requerían las circunstancias militares?»

Kesselring: «Desde luego».

Todo esto parece muy correcto, incluso inofensivo, pero el cambio


dramático se presentó durante el segundo interrogatorio de Lahousen.

Amen: «¿Recuerda usted haber participado en compañía de Canaris en


unas reuniones que se celebraron en el Cuartel general del Führer antes de la
capitulación de Varsovia?»

Lahousen: «Participé en compañía de Canaris en una reunión que se


celebró en el tren del Führer poco antes de la caída de Varsovia. Era el 12 de
septiembre de 1939».

Amen: «¿Quién estaba presente?»

Lahousen: «El ministro de Asuntos Exteriores, von Ribbentrop; el jefe del


OKW, Keitel; el jefe del Estado Mayor, Jodl, Canaris y yo».

Amen: «¿Quiere usted explicar a este Tribunal los detalles de lo que se


dijo durante aquella conferencia en el tren de Führer?»

Lahousen: «Primero Canaris mantuvo una breve conversación con el


ministro de Asuntos Exteriores von Ribbentrop, durante el cual este le expuso a
Canaris, a grandes rasgos los objetivos políticos respecto al territorio polaco.
Canaris presentó luego sus fundadas objeciones sobre el previsto ataque aéreo
contra Varsovia, llamando la atención sobre el deplorable efecto que esto
causaría en el extranjero. Keitel contestó que esta decisión la habían adoptado
directamente el Führer y Goering, y que él no había decido nada a este respecto.

»Por segunda vez, Canaris insistió en que no se llevaran a cabo los


bombardeos, y de un modo especial, los previstos fusilamientos y medidas de
exterminio que se dirigían de un modo especial contra la inteligencia polaca, la
nobleza y la Iglesia, así como contra todos aquellos elementos que podían ser
considerados como portadores de la resistencia nacional. Canaris dijo, más o
menos textualmente:

»Por estos métodos, algún día el mundo hará responsable, también a la


Wehrmacht, de esos hechos que ocurren ante sus ojos.

»El jefe del OKW, Keitel, repuso que todo esto ya había sido decidido por
el Führer y que este les había comunicado que si la Wehrmacht no estaba
dispuesta a acatar sus órdenes, no habrían de extrañarse entonces si hacían acto
de presencia las SS, la policía de Seguridad y otras organizaciones parecidas
para cumplir estas medidas. Esto fue lo que se habló en el curso de aquella
reunión sobre los métodos de fusilamiento y exterminio de Polonia».

Amen: «¿Se habló de una llamada acción de limpieza?»

Lahousen: «Sí, el jefe del OKW, Keitel, habló o repitió una expresión que
había usado Hitler sobre una "limpieza política"».

Amen: «Para que quede bien claro, ¿cuáles eran las medidas que a juicio
de Keitel ya habían sido aprobadas?»

Lahousen: «Según Keitel, ya habían acordado el bombardeo de Varsovia y


el fusilamiento de las personas o grupos ya indicados».

Amen: «¿Cuáles eran?»

Lahousen: «La inteligencia, la nobleza, la Iglesia, y, claro está, los judíos


polacos».

Amen: «¿Se habló de una posible colaboración con un grupo ucraniano?»

Lahousen: «Canaris fue encargado de esta misión. Con seguridad se


trataba de unas instrucciones que Keitel había recibido de Ribbentrop, para
provocar un levantamiento en la región de Galitzia, que había de tener como
objeto el exterminio de los judíos y polacos».

Amen: «¿Fueron celebradas otras conferencias?»

Lahousen: «Después de esta conversación en el vagón de trabajo de Keitel,


Canaris bajó del tren y celebró una breve charla con Ribbentrop, quien le dijo
que el levantamiento había de provocar el incendio de todas las fincas de los
polacos y la muerte de todos los judíos».

Amen: «¿Quién dijo esto?»

Lahousen: «Esto lo dijo el antiguo ministro de Asuntos Exteriores,


Ribbentrop, a Canaris. Yo estaba a su lado».

Amen: «¿Y no tiene usted la menor duda?»

Lahousen: «No, no tengo la menor duda. Recuerdo perfectamente cuando


dijo que habían de ser incendiadas todas las fincas polacas. En realidad se
trataba de una expresión nueva, pues hasta entonces solo se había hablado de
liquidar y exterminar».

Doctor Otto Nelte (defensor de Keitel): «Al acusado Keitel le interesa que
diga usted si cuando fue anunciada la orden del bombardeo de Varsovia desde
el aire, él llamó la atención sobre el hecho de que este ataque solo sería llevado a
la práctica si la fortaleza de Varsovia se negaba a capitular y solo después de
haber permitido a la población civil la evacuación de la ciudad».

Lahousen: «Teniendo en cuenta la confusión que reinaba aquellos días, es


muy posible que Keitel hiciera esta observación».

Doctor Fritz Sauter (defensor de Ribbentrop): «¿Habló Ribbentrop,


efectivamente, de que los judíos habían de ser muertos? ¿Lo recuerda usted con
exactitud?»

Lahousen: «Sí, lo recuerdo exactamente, ya que Canaris habló de ello, no


solamente conmigo, sino también con otras personas y me citó repetidas veces
como testigo».

Ribbentrop, que fue sometido a un contrainterrogatorio sobre esta


cuestión tan delicada y que contestó la mayoría de las veces que ya no recordaba
los detalles, dio finalmente una explicación más concluyente sobre este punto:

—El testigo Lahousen ha declarado que yo había dicho que las casas
habían de ser incendiadas y los judíos muertos. Declaro, de un modo categórico,
que nunca en mi vida he hecho una declaración semejante. Canaris estaba
conmigo en mi coche, y es muy posible, no lo recuerdo con exactitud, que le
volviera a ver más tarde. Recibió directamente del Führer instrucciones acerca de
cómo había de actuar en Polonia y también sobre el problema ucraniano. La
declaración que se me atribuye carece de todo sentido, pues los ucranianos eran
amigos y no enemigos. Por consiguiente, hubiera sido un absurdo que yo
hubiese ordenado que los pueblos fueran incendiados. Por lo que se refiere a la
cuestión de si los judíos habían de ser muertos, aseguro que esta forma de
proceder siempre fue contraria a mi modo de pensar.

Poco antes de esta declaración de Ribbentrop, ocupó el estrado de los


testigos el antiguo secretario de Estado en el Ministerio de Asuntos Exteriores,
Adolfo Freiherr von Steengracht van Moyland. El fiscal americano Amen le
dirigió unas preguntas sorprendentes:

Amen: «¿Sabía usted que Ribbentrop tomaba diariamente una dosis de


bromuro?»

Steengracht: «No, no lo sabía».


Amen: «¿Nunca le vio usted tomar una droga?»

Steengracht: «Puede ser, no lo sé».

Amen: «¿Le vio usted alguna vez tomar bromuro o se lo indicó alguien?»

Steengracht: «Sí, ahora recuerdo que solía tomar unas píldoras rojas, pero
yo no prestaba la menor atención al hecho».

Presidente: «¿Estamos realmente interesados en saber si el acusado


tomaba o no bromuro?»

Amen: «Sí, Señoría, estamos interesados, pues él afirma en sus


declaraciones que su memoria ha padecido o ha sido enturbiada por el abuso de
este medicamento».

Sea como fuere, aun en el caso de que la memoria del ministro de Asuntos
Exteriores del Reich fuera debilitada o no por las drogas, los hechos no admitían
la menor duda. Tan pronto como empezó la guerra fue organizado el terror en
los países ocupados.

¿Cuáles eran los fines que perseguía Hitler? Su objetivo principal era
avanzar hacia el Este, tal como ya lo había señalado el año 1923 en su libro Mi
lucha: "Nosotros, los nacionalsocialistas, hemos de aferrarnos a nuestros
objetivos de política exterior, es decir, hemos de garantizarle al pueblo alemán
suficiente espacio vital. Y al hablar de espacio vital nos referimos, en primer
lugar, a Rusia y a los Estados vecinos. Esta acción es la única que justifica ante
Dios y la posteridad alemana el derramamiento de sangre..."

Sigilosamente eran adoptados en el Alto Mando de la Wehrmacht los


preparativos para el ataque contra la Unión Soviética, nación con la que,
semanas antes, Ribbentrop había firmado el pacto de no agresión. Hitler les dijo
el 23 de noviembre de 1939, sin rodeos de ninguna clase, a sus altos jefes
militares: "Los tratados únicamente valen mientras nos resulten ventajosos".

Lo único que después de la victoria sobre Polonia le contuvo de lanzar el


ataque contra la Unión Soviética fue el Oeste. La Gran Bretaña y Francia se
encontraban en guerra con Alemania. Pero a excepción de unas escaramuzas
entre avanzadillas, no se había librado ningún combate de importancia. Hitler
no podía atreverse a llevar sus planes a la práctica mientras las dos potencias
occidentales seguían amenazando sus espaldas.

«He dudado mucho tiempo —les dijo en el curso de aquella conferencia a


los altos jefes militares—, si atacar primero el Este y lanzarme a continuación
contra el Oeste. No he creado la Wehrmacht para que permanezcan cruzados de
brazos. Siempre ha sido mi decisión asestar un golpe.»

El fiscal americano, Telford Taylor, siguió leyendo el sumario de aquella


conferencia:

«El momento es ahora muy favorable. Se trata de tomar una grave


decisión. He de elegir entre la victoria y el aniquilamiento. Me decido por la
victoria. Mi decisión es irrevocable. Atacaré Francia e Inglaterra en el momento
más favorable. Carece de importancia la violación de la neutralidad belga y
holandesa. Nadie nos lo recriminará después de nuestra victoria. No
justificaremos la violación de la neutralidad de un modo tan idiota como en el
año 1914».

Las intenciones de Hitler respecto al Este y al Oeste quedaban muy claras.


Al parecer, no existía otra alternativa. En realidad, Hitler no deseaba otra cosa y
esto lo explica claramente un incidente que se descubrió entre los bastidores del
proceso de Nuremberg. Después de la derrota de Polonia, apareció, fue un caso
parecido al de Birger Dahlerus, un misterioso sueco que inició unas
conversaciones secretas. Era este el barón Knut Bonde, de Estocolmo.

Bonde estaba convencido de poder hacer la paz por cuenta propia.


Estableció contacto con Hermann Goering, que quedó entusiasmado del plan, y
emprendió, a continuación, viaje a Londres donde celebró una entrevista
confidencial con el ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Halifax.
Durante esta entrevista, el barón sueco le propuso al Gobierno inglés las
siguientes bases para una paz entre Alemania y la Gran Bretaña: "Restauración
de un Estado polaco" y "Libertad para los checos".

Lord Halifax no era contrario a unas negociaciones de paz si Hitler estaba


dispuesto a reconocer un Estado polaco y conceder una cierta libertad a los
checos.

—Nunca hemos dicho que no estamos interesados en una paz con Hitler
—declaró lord Halifax al barón Bonde, y luego añadió—: Si hay alguien en
Alemania capaz de conseguir la paz, este hombre es Hermann Goering.

Satisfecho de este resultado, Bonde regresó a Suecia e informó por un


hombre de confianza a Goering del resultado de su entrevista con el ministro de
Asuntos Exteriores británico. Goering prometió hablar con Hitler y enviar, sin
pérdida de tiempo, la respuesta. Pero esta respuesta no llegó nunca. Varias
veces, Londres preguntó a Bonde qué había sido de su gestión..., pero este
ofrecimiento no mereció la menor atención de Berlín.
En el mes de mayo de 1946, el abogado Werner Bross se enteró, en
Nuremberg, de estas conversaciones secretas. Había encontrado un documento
en el cual el barón Bonde detallaba todo lo sucedido.

«Este documento se lo he presentado esta noche a Goering —escribe Bross


en sus memorias—. Lo ha leído con gran interés, pero luego ha dicho: "No va a
servir de mucho, pues las conversaciones de paz fracasaron". Me extrañó que
Goering demostrara tan poco entusiasmo por este documento en el que se
hablaba de sus esfuerzos por la paz. Pero pronto había de enterarse del
verdadero motivo por el que no quería hacer hincapié en aquellas
conversaciones. Cuando le pregunté lo que había contestado Hitler a aquellas
proposiciones del Foreign Office, repuso: "Fui a ver al Führer y le informé de la
visita de Bonde a Londres. Cuando le transmití las proposiciones de lord
Halifax, dijo: Un estado polaco..., de esto podríamos hablar, pero una mayor
libertad a los checos..., ¡ni pensarlo!"».

Hitler había rechazado unos ofrecimientos de paz que hoy día se nos
antojan muy favorables, incluso únicos. Hitler solo tenía necesidad de hacer una
concesión: proporcionar una mayor libertad a los checos.

Goering tenía plena conciencia del efecto que causaría esta negativa de
Hitler entre el pueblo alemán, y por este motivo, estaba dispuesto a que no se
hablara de aquellas negociaciones secretas con el fin de no desprestigiar el
acuerdo del Führer. Se mantenía fiel al hombre que no ponía fin a la «guerra a la
que le habían obligado» cuando se le ofrecía una ocasión tan favorable para
poner fin a las hostilidades. Aunque le dijo a Goering que meditaría el asunto,
nunca se volvió a hablar de ello.

Claro que el pueblo alemán no llegó a enterarse de este estado de cosas.


Creía a pies juntillas que los ofrecimientos de paz de Hitler habían sido
rechazados de pleno por sus enemigos, y por consiguiente, no le quedaba otra
alternativa que continuar la lucha.

4. El aborto del infierno

La guerra relámpago en Polonia había inducido a Hitler a un erróneo


sentimiento de invencibilidad. Medio año después de la victoria sobre el vecino
oriental, emprendió nuevamente la Wehrmacht la marcha. El fiscal general
inglés en Nuremberg, sir Hartley Shawcross, hizo un resumen de los
acontecimientos:

—El 9 de abril de 1940, las fuerzas armadas alemanas invadieron Noruega


y Dinamarca sin previa advertencia y sin declaración de guerra. Fue una
violación de las garantías de paz que había dado.

»Durante muchos años se había dedicado el acusado Rosenberg, en su


calidad de jefe del Departamento de Política Exterior del Partido
nacionalsocialista, a la organización de una Quinta Columna en Noruega. Creó
estrechas relaciones con el Nasjonal Samling, un grupo político que estaba a las
órdenes del traidor Vidkun Quisling. En agosto de 1939 se celebró un cursillo de
quince días en la escuela del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich en
Berlín, en el cual tomaron parte veinticinco miembros de la organización
Quisling. Estos "hombres de confianza" habían de ser los guías de las tropas
especiales alemanas. El objetivo consistía en un golpe de Estado, en el cual
Quisling mandaría detener a todos sus adversarios, incluido el rey, para anular,
ya desde un principio, toda posible resistencia armada. Mientras tanto,
continuaba Alemania adoptando sus preparativos militares.

»Al parecer, Alfred Rosenberg fue el primero en pensar en extender el


poder de Alemania por el "norte germánico". En busca de colaboradores, se
dirigió al comandante en jefe de la Marina de guerra, gran almirante Erich
Raeder. La Marina de guerra, pensaba Rosenberg, tenía que estar igualmente
interesada en aquellas regiones del norte. En un escrito dirigido a Raeder, que
fue leído durante el proceso de Nuremberg, Rosenberg explica después de haber
celebrado extensas entrevistas con Quisling: "Los expertos, (aquellos que habían
asistido al cursillo en Berlín) han de regresar lo antes posible a Noruega. La
ocupación de los puntos clave en Oslo ha de efectuarse mediante actos de
sorpresa y al mismo tiempo la Flota alemana, junto con un contingente del
Ejército alemán, debe esperar ante Oslo la llamada del nuevo Gobierno
noruego".»

El día 3 de octubre de 1939, un mes después del ataque contra Polonia,


Raeder estudió detenidamente el Plan Rosenberg. Puso en circulación un
cuestionario, del cual el fiscal inglés Elwyn Jones leyó en Nuremberg los
siguientes párrafos:

»1. ¿Cuáles son los puntos en Noruega que podrían servir de base?

»2. ¿Pueden ser conquistadas estas bases por la fuerza en el caso de que
Noruega ofrezca una resistencia armada?»

Poco después empezó a mostrarse igualmente muy activo el comandante


en jefe de la Flota de submarinos, Karl Doenitz. Redactó un informe que
mereció el siguiente comentario por parte de Elwyn Jones:

—Con toda seguridad hace referencia al cuestionario del acusado Raeder.


Lleva el sello de «Asunto secreto». Voy a leer el último párrafo: "Por
consiguiente, se recomienda: establecer un punto de apoyo en Drontheim y
creación de una segunda base en Narvik".

La invasión de Noruega no es, en cierto modo, un típico ataque nazi, en el


sentido de que hubieron de convencer a Hitler para que diera su consentimiento
al mismo. Fueron en primer lugar Rosenberg y Raeder los que le convencieron
en este caso concreto. Los documentos demuestran que Raeder tenía muchísimo
interés en crear una base en Noruega.

La ocasión la ofreció una conferencia del Alto Mando de la Marina de


guerra en el Cuartel general del Führer el 12 de diciembre de 1939. Además de
Hitler y Raeder, participaron también Wilhelm Keitel y Alfred Jodl. Y de nuevo
el sumario de aquella conferencia fue presentado ante el Tribunal de
Nuremberg. El propio Raeder había redactado el informe sobre la conferencia. El
fiscal Jones leyó:

—El informe lleva por título Asunto Noruega. Llamo la atención del Alto
Tribunal sobre el cuarto párrafo, que dice: "El Führer habló sobre la
conveniencia de entrevistarse personalmente con Quisling para obtener una
impresión directa sobre él. Raeder repuso: En el caso de que el Führer obtuviera
una impresión favorable, habría de recibir el Alto Mando de la Wehrmacht el
permiso para recibir los planes de Quisling y llevarlos a la práctica: a) por
medios pacíficos, es decir, el Ejército alemán sería llamado por el nuevo
Gobierno noruego; b) por la fuerza, en caso necesario".

El informe continúa:

«Como resultado de la entrevista entre el Führer y Quisling, celebrada el


día 14 de diciembre de 1939, el Führer dio aquella misma tarde la orden para que
fueran iniciados los preparativos para el Asunto Noruega».

Los planes de Rosenberg y Raeder fueron autorizados por el Führer, y la


Wehrmacht empezó sus preparativos. Hitler comenzó incluso a dar prisas a sus
colaboradores militares y el 27 de enero de 1940, Keitel publicó una orden que
decía: "Asunto secreto. Mando. Solo para oficiales. Referencia «N». El Führer y
comandante en jefe de la Wehrmacht desea que el estudio «N» sea continuado
bajo su dirección directa y personal. Por este motivo me ha encargado el Führer
que asuma la dirección de estos preparativos. Para este fin será creado un Estado
Mayor que representará, al mismo tiempo, el núcleo del futuro Estado Mayor
destinado a esta operación. Este estudio será continuado bajo el nombre de
Weserübung".

Hitler estaba entusiasmado con la operación. En Nuremberg fue leída una


orden que publicó el 1.º de marzo de 1940, una orden muy secreta. El Führer y
comandante en jefe de la Wehrmacht alemana decía, entre otras cosas:

»Debe realizarse, al mismo tiempo, el cruce de la frontera danesa y el


desembarco en Noruega. Esta operación ha de prepararse con la mayor urgencia.
Es de suma importancia que nuestra acción resulte un golpe de sorpresa para los
Estados del Norte. En el caso de que no pueda disimularse el objetivo, ha de ser
distraída la atención de los jefes y soldados hacia otro objetivo. La Luftwaffe ha
de asumir la defensa aérea una vez ocupadas las bases, y partiendo de estas,
lanzar sus ataques contra Inglaterra».

Esta era la orden de Hitler:

«Lanzar sus ataques contra Inglaterra desde las bases noruegas...»

Este es uno de los objetivos que se perseguía con la acción. La misma


orden decía:

«De este modo deben imposibilitarse los ataques ingleses en el mar


Báltico, al mismo tiempo que se aseguran nuestras bases de minerales en Suecia
y se amplía la base de acción para la Flota y la Aviación en la guerra contra
Inglaterra.»

Como en todos los casos anteriores, Hitler tenía el mayor interés en


ocultar sus verdaderas intenciones. Por este motivo, se añade en la orden secreta:
«Ha de procurarse, en todo momento, dar a la operación un carácter pacífico y la
ocupación debe tener como objetivo principal la defensa armada de la
neutralidad de los Estados nórdicos».

Mientras tanto, el mundo había aprendido lo que significaba este


formulismo, principalmente cuando procedía directamente del Cuartel general
del Führer. En Nuremberg la defensa intentó, a pesar del lenguaje tan claro
como evidente del documento, transformar el ataque contra Noruega en un acto
de defensa contra una supuesta invasión de Noruega por parte de los ingleses.
Pero la fecha en que fueron empezados los preparativos, septiembre de 1939, no
permitía esta justificación.

«Se dijo —declaró sir Hartley Shawcross—, que Inglaterra y Francia


forjaban planes para una invasión de Noruega, y que el Gobierno noruego ya
había dado su consentimiento para que las tropas inglesas y francesas ocuparan
su territorio. Aun en el caso de que esta acusación fuera cierta, y no cabe la
menor duda de que no lo es[3], nunca justificarían una invasión sin previa
advertencia, sin declaración de guerra y sin buscar antes una posible solución de
compromiso. Una guerra de ataque será siempre una agresión, aunque el Estado
que la lance crea que otro Estado pretende lo mismo. Los documentos revelan
claramente los objetivos que se perseguían con la ocupación de Noruega y
Dinamarca.»

Los acontecimientos por sí solos hablan un lenguaje muy elocuente.


Elwyn Jones leyó parte del informe del Gobierno danés:

«El 9 de abril de 1940, a las 4'20 horas de la mañana, se presentó el


embajador alemán acompañado por el agregado del Aire de la Embajada en la
residencia particular del ministro de Asuntos Exteriores danés. El embajador
declaró que Alemania poseía pruebas fehacientes de que Inglaterra planeaba la
ocupación de bases en Dinamarca y en Noruega. Por este motivo, las tropas
alemanas cruzaban la frontera danesa. Dentro de poco, los bombarderos
alemanes se presentarían sobre Copenhague, pero habían recibido instrucciones
de no arrojar bombas. Era asunto de los daneses evitar toda resistencia, pues esta
provocaría unas consecuencias desastrosas.»

Esta amenaza no era original. Praga y el presidente del Estado


checoslovaco, Hacha, también la habían tenido que oír. De nuevo se convertía la
operación en un juego de niños para la Wehrmacht alemana. El embajador
inglés en Copenhague, Howard Smith, informó a su Ministerio:

«A primera hora de la mañana, alrededor de las cinco, entraron tres


pequeños barcos de transporte en el puerto de Copenhague, mientras un
reducido número de aviones daba vueltas sobre los mismos. Las baterías
dispararon una salva de advertencia contra los aviones. Pero esta fue la única
señal de resistencia y los barcos alemanes atracaron en el puerto. Unos ochenta
soldados alemanes desembarcaron completamente equipados y se dirigieron a
Westellet, la antigua fortaleza de Copenhague. Las puertas estaban cerradas,
pero los alemanes las volaron con dinamita. La guarnición no ofreció la menor
resistencia, pues al parecer fueron cogidos por sorpresa.

»Después de la ocupación, una sección fue destinada a Amalienborg, el


castillo real, donde atacaron a los centinelas daneses e hirieron a tres, a uno de
ellos mortalmente. Un gran número de bombarderos voló en vuelo rasante sobre
la ciudad. La resistencia de las fuerzas armadas quedó menguada por la
sorpresa.»

Este es el informe del embajador Howard Smith. En Noruega siguieron


los acontecimientos un curso ligeramente diferente. Un mes antes del ataque, el
jefe del Estado Mayor de la Wehrmacht, Alfred Jodl, escribió en su Diario:

«Conferencia con los tres comandantes en jefe para discutir Weserübung.


El mariscal de campo (Goering), muy enfadado porque no había sido iniciado,
quiso demostrar que todos los preparativos eran inútiles.»
El día 13 de marzo de 1940 escribió Jodl:

«El Führer todavía no ha dado la orden para Weserübung. Busca una


justificación.»

Esta anotación revela claramente que no se trataba, de ningún modo, de


anticiparse a un desembarco inglés.

El propio Jodl descubrió sus ansias de ataque en la siguiente anotación


del 28 de marzo:

«Algunos oficiales de la Marina se muestran reacios a la operación y


necesitan ser estimulados.»

La idea de Rosenberg, los preparativos de Raeder, los planes de Keitel, las


órdenes de Hitler y los estímulos de Jodl dieron pleno rendimiento el 9 de abril
de 1940: La Marina de guerra alemana desembarcó en numerosos puntos de la
costa noruega. Lo mismo que en Dinamarca, también en este caso se obtuvo un
completo éxito por la sorpresa. Uno de los documentos más increíbles del
Proceso de Nuremberg son las Disposiciones Generales del 4 de abril de 1940,
tal como fueron redactadas por el mando de la Marina de guerra. Asunto secreto.
Elwyn Jones leyó el documento capturado a los alemanes:

«Los navíos de guerra deben ser camuflados como navíos mercantes y


entrar con todas las luces de a bordo encendidas en el fiordo de Oslo. Las
llamadas deben ser contestadas dando nombres de barcos ingleses. Este
camuflaje ha de continuarse el máximo tiempo posible. Todas las llamadas de
los barcos noruegos deben ser contestadas en inglés. A una llamada debe
responderse: "Rumbo Bergen para corta estancia, no tenemos intenciones
enemigas"».

»A las llamadas hay que responder con nombres de barcos de guerra


ingleses:

Köln = H. M. S. Cairo

Königsberg = H. M. S. Calcuta

Karl Peters = H. M. S. Faulkner

Leopard = H. M. S. Haycon

Wolf = British destroyer (destructor británico)


S-Boote = British motor torpedoboats (torpedero británico).

»La bandera de guerra inglesa ha de poder ser iluminada en todo


momento. Deben seguirse las siguientes instrucciones cuando una embarcación
propia se vea en la necesidad de responder a una llamada:

»A la invitación de detenerse: 1. Please repeat last signal (Por favor,


repitan la última señal); 2. Impossible to understand your signal (Imposible
entender su señal).

»En el caso de un disparo de advertencia: Stop firing, British ship, good


friends! (Alto el fuego, barco inglés, ¡buenos amigos!).

»En el caso de que pregunte por el destino: Going Bergen, chasing German
steamers! (Rumbo Bergen, perseguimos vapores alemanes).»

Trygve Lie, el futuro secretario general de las Naciones Unidas, redactó,


en su calidad de comandante en jefe de las fuerzas armadas noruegas, un
informe que fue leído en Nuremberg:

«El ataque alemán llegó por sorpresa y todas las ciudades que fueron
atacadas a lo largo de la costa fueron ocupadas según el plan previsto con
escasas bajas. El plan de Quisling de detener al rey, los miembros del Gobierno
y del Parlamento, fracasó a pesar del factor sorpresa y fue organizada la
resistencia en todo el país.»

Sir Harley Shawcross comentó:

—A pesar de la valentía de que hicieron gala los miembros de la


Resistencia noruega, ya no pudieron hacer nada contra el ataque por sorpresa. El
10 de junio terminaba la resistencia armada. Se había cometido otra agresión.

El efecto que produjo este ataque en todo el mundo fue inmenso. Incluso
aquellos que eran de buena fe y habían intentado justificar el ataque contra
Polonia alegando los intereses alemanes en Danzig y en el Corredor,
demostraron su indignación. Con la ocupación de Dinamarca y Noruega, Hitler
hizo que todo el mundo se pusiera contra él. Neville Chamberlain, que había
sido reemplazado por Winston Churchill en el cargo de primer ministro, expuso
los sentimientos que animaban al mundo entero en un discurso que pronunció
el 16 de abril de 1940:

«¡Esta es la última acción del aborto del infierno en Alemania! Todos los
pueblos saben que no podrán vivir en paz hasta que haya sido destruido ese
perro loco.»
Pero Hitler, «el perro loco», ya no conocía barreras. Apenas había ocupado
Dinamarca y Noruega cuando ya se lanzaba a nuevas operaciones de gran
envergadura.

—El siguiente documento —indicó otro de los fiscales ingleses, G. D.


Robert— hace referencia a las conferencias de Hitler del 23 de mayo de 1939. En
primer lugar, resulta interesante saber quiénes participaron en la misma: el
Führer, Goering, almirante Raeder, Brauchitsch, capitán general Keitel y otros
que no son acusados. El objeto de la conferencia era un estudio de la situación.
En la tercera página de este documento se dice: "Las bases aéreas belgas y
holandesas han de ser ocupadas militarmente. No podemos conformarnos con la
declaración de neutralidad. Lo importante es crear una nueva línea defensiva en
territorio holandés que llegue hasta el Zuider-See".

»"No podemos conformarnos con la declaración de neutralidad..." Estaban


presentes el gran almirante, el ministro del Aire y el jefe de la Aviación alemana,
así como también el general Keitel. Todos se hallaban presentes y sus
actividades en el futuro revelan claramente que todos ellos estaban conformes
con esta decisión. "¡Da tu palabra y no hagas honor a ella!" Este era el código de
honor de esos hombres...»

Presidente: «Señor Roberts, sería preferible que se limitara usted a lo que


dice el documento».

Estas palabras del juez presidente Lawrence hicieron que la discusión


volviera a los hechos concretos: «El 10 de mayo de 1940 comenzó, a las cinco de
la mañana, el ataque alemán contra Bélgica, Holanda y Luxemburgo», declaró el
fiscal general inglés, sir Hartley Shawcross.

Después de largas vacilaciones, pues no sabía si atacar primero el Oeste o


el Este, Hitler se había decidido por el Oeste. Con rápidos golpes quería
aniquilar a Francia e Inglaterra para volverse, a continuación, contra la Unión
Soviética.

Hitler y sus estrategas no habían visto la menor posibilidad de forzar el


paso por la Línea Maginot. Por este motivo habían elegido el camino a través de
países neutrales y sin protección: Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Pero la guerra
contra Francia no era el único motivo para hacer caso omiso de la declaración de
neutralidad de estos tres países. Ya en el año 1938, el 25 de agosto, la Luftwaffe
de Goering había elaborado un estudio sobre un asunto secreto, que fue leído en
Nuremberg:

«Para la guerra en la Europa occidental —leemos en este documento


redactado mucho antes de empezar las hostilidades—, hay que conceder una
gran importancia al espacio belga-holandés, sobre todo como avanzadillas para
la guerra aérea. Bélgica y Holanda en manos de los alemanes representaban una
inmensa ventaja en la guerra aérea contra Francia y la Gran Bretaña...»

Poco antes de estallar la guerra, el 26 de agosto de 1939, «les fueron


entregados por los respectivos embajadores alemanes al rey de los belgas, a la
reina de los Países Bajos y al Gobierno del Gran Ducado de Luxemburgo,
solemnes declaraciones que aseguraban a los respectivos Gobiernos la decisión
de respetar su neutralidad».

Con ello, Alemania renovaba la promesa que ya había dado en el año


1937. Sir Hartley Shawcross comentó:

—Pero Hitler les dijo a sus oficiales: «Cuando Holanda y Bélgica sean
ocupadas, habremos asegurado la victoria sobre Inglaterra».

El 6 de octubre de 1939, Hitler repitió sus garantías de amistad hacia


Bélgica y Holanda. El 9 de octubre de 1939, Hitler publicó nuevas directrices.
Decía en las mismas: «Para la continuación de las operaciones militares, ordeno:
en el flanco norte del frente del Oeste hay que preparar una operación de ataque
contra el territorio luxemburgués y belga. Este ataque ha de lanzarse con todas
las fuerzas posibles y lo antes posible. El objetivo de esta operación de ataque es
asegurar el terreno holandés, belga y de Francia del norte como base para una
efectiva acción militar por aire y mar contra Inglaterra».

No existe otro documento que demuestre de forma más palpable el


objetivo que se perseguía con la invasión y ocupación de estos tres países
neutrales. La única culpa de estos tres países desgraciados era que representaban
un obstáculo en las intenciones alemanas en su guerra contra la Gran Bretaña...,
y este era motivo suficiente para lanzar un ataque contra ellos.

Hitler no se tomó siquiera la molestia de buscar una justificación lógica.


Mientras a las cuatro horas treinta minutos de la mañana las tropas alemanas
invadían el territorio belga, reflejan los acontecimientos de Bélgica y el
vergonzoso proceder de Hitler en estos tres países. El fiscal inglés Roberts leyó
en Nuremberg un informe oficial del Gobierno belga.

—A las ocho y media se presentó el embajador alemán en el Ministerio de


Asuntos Exteriores. Cuando entró en el despacho del ministro, empezó a sacar
un papel de su bolsillo. El señor Spaak, ministro de Asuntos Exteriores belga, le
interrumpió:

«—¡Perdón, señor embajador, yo soy el primero que debo hablar! Señor


embajador, el Ejército alemán acaba de atacar nuestro país. Es la segunda vez en
el curso de veinticinco años que Alemania lanza un ataque criminal contra una
Bélgica neutral y leal. Lo que está sucediendo es todavía más recriminable que
lo sucedido en el año 1914. Ningún ultimátum, ninguna nota, ni una sola
protesta ha sido sometida a la consideración del Gobierno belga. Ha sido por el
ataque en sí que Bélgica se ha enterado que Alemania ha violado las garantías
dadas el 13 de octubre de 1937 y que fueron renovadas cuando estallaron las
hostilidades. El ataque alemán, que no admite justificación de ninguna clase,
conmoverá profundamente la conciencia mundial. La historia hará responsable a
Alemania. Bélgica está decidida a defenderse, y Bélgica no puede perder esta
causa, que es la causa de la justicia.»

El embajador leyó, a continuación, el contenido de la nota:

—He recibido instrucciones del Gobierno del Reich —dijo—, de


comunicar la siguiente nota: «Para anticiparse a la invasión de Bélgica, Holanda
y Luxemburgo, para la cual Gran Bretaña y Francia han iniciado preparativos
dirigidos claramente contra Alemania, el Gobierno del Reich se ve en la
necesidad de asegurar la neutralidad de estos tres países por medio de las armas.
A este fin el Gobierno del Reich destinará poderosos contingentes armados de
modo que toda resistencia será inútil. En el caso de ofrecer resistencia, Bélgica se
expone a la destrucción de su país y a la pérdida de su independencia...»

El señor Spaak interrumpió nuevamente al embajador alemán:

—Deme usted el documento —dijo—, voy a ahorrarle esta misión tan


penosa.

Después de leer rápidamente la nota, Spaak declaró que ya había


contestado a la misma con su anterior protesta.

Casi tan penosa como aquella entrevista, a primeras horas de la mañana


del 10 de mayo de 1940, fue un interrogatorio en la sala de Nuremberg cuando el
fiscal inglés Roberts sometió a un contrainterrogatorio al antiguo general de la
Aviación alemana, Erhard Milch.

Roberts: «Usted asistió a una conferencia que se celebró el 23 de mayo de


1939 en la Cancillería del Reich. Voy a recordarle quiénes, además de usted,
estaban presentes: Eran el Führer, Goering, Raeder, von Brauchitsch, Keitel,
Halder, los generales Bodenschatz y Warlimont. Todos eran altos oficiales de las
fuerzas armadas alemanas, ¿es cierto?»

Milch: «Sí».

Roberts: «¿Los considera usted como hombres de honor por lo que sabía
de ellos?»

Milch: «Sí».

Roberts: «¿Es una de las características del hombre de honor cumplir la


palabra dada?»

Milch: «Sí».

Roberts: «¿Sabía usted que Alemania había dado palabra de honor de


respetar la neutralidad de Bélgica, Holanda y Luxemburgo?»

Milch: «Lo supongo. No conozco detalladamente las promesas dadas, pero


lo supongo».

Roberts: «¿No recuerda acaso que solo un mes antes de esta conferencia, o
sea el día 28 de abril, Hitler en el Reichstag aseguró que respetaría la neutralidad
de una serie de países europeos, incluidos los tres países mencionados por mí?»

Milch: «Sí, creo recordarlo».

Roberts: «¿Recuerda usted que Hitler pronunció durante la conferencia las


siguientes palabras: "Las bases aéreas belgas y holandesas han de ser ocupadas
militarmente. No podemos detenernos por la declaración de neutralidad. En un
caso semejante no existe el respeto de los tratados"? ¿Recuerda usted si fueron
pronunciadas estas palabras?»

Milch: «No recuerdo exactamente las palabras que se emplearon en


aquella ocasión».

Roberts: «¿Acaso alguno de esos hombres de honor protestó cuando se


habló de romper una palabra dada por Alemania?»

Milch: «Durante aquella conferencia ninguno de los asistentes tuvo


ocasión de hablar. Hitler estaba frente a nosotros y nos dirigía la palabra, y
cuando terminó se marchó. No hubo discusión, pues jamás permitía él que se
entablaran discusiones».

Roberts: «¿Quiere usted decir con esto que un hombre no podía defender
su honor?»

Milch: «No recuerdo con exactitud las palabras que Hitler empleó en
aquella ocasión...»
Sea como sea, lo cierto es que el Alto Mando de la Wehrmacht realizó un
trabajo a fondo. Bélgica solo pudo ofrecer resistencia durante diez y ocho días,
antes de que el rey Leopoldo III se viera obligado a firmar la capitulación. La
resistencia de los holandeses duró cuatro días.

—Para terminar lo antes posible la campaña militar contra los Países


Bajos —declaró Goering en el estrado de los testigos en Nuremberg—, yo había
propuesto la intervención de la división de paracaidistas en la retaguardia del
Ejército holandés, sobre todo para ocupar lo antes posible los tres puentes
decisivos de Moerdijk, Dordrecht y Rotterdam. Mientras que la lucha terminó
muy pronto en Moerdijk y Dordrecht, nuestras fuerzas en Rotterdam se
encontraron en una situación muy delicada. Fueron cercadas por las fuerzas
holandesas.

Con ello se presentaba uno de aquellos casos en la guerra que en el futuro


había de conjurar tantas y tantas desgracias: el bombardeo aéreo de Rotterdam.
La destrucción de la ciudad por la Luftwaffe de Goering, la muerte de la
población civil entre las ruinas, las bombas y los incendios se convertían en un
terrible símbolo. El mariscal de campo, Albert Kesselring, fue interrogado en
Nuremberg sobre estos sucesos. Primero por el defensor de Goering:

Doctor Stahmer: «¿Participó usted en el ataque contra Rotterdam?»

Kesselring: «Sí, en mi calidad de comandante segundo de la Luftwaffe,


cargo al que había ascendido recientemente. El cuerpo aerotransportado estaba a
las órdenes del general Studen, que exigió el apoyo de sus paracaidistas por
medio de ataques aéreos. El ataque fue llevado a cabo según estaba previsto. Si
el ataque no correspondía a la realidad de la situación es muy lamentable.
Quiero declarar aquí que este caso se escapó de las manos de los que lo habían
ordenado».

Doctor Stahmer: «¿A qué fue debido que estallaran incendios tan grandes
en la ciudad de Rotterdam?»

Kesselring: «Es una experiencia de esta guerra que las grandes


destrucciones no han sido provocadas por las bombas, sino por los incendios.
Desgraciadamente, una de las bombas alcanzó una fábrica de margarina y el
aceite al derramarse propagó el fuego».

Doctor Stahmer: «¿Qué consecuencias militares tuvo este ataque?»

Kesselring: «La consecuencia inmediata fue la capitulación del Ejército


holandés».
El interrogatorio contradictorio dirigido por el fiscal inglés, sir David
Maxwell-Fyfe ilustró el bombardeo desde otro punto de vista.

Sir David: «¿Sabe usted a qué hora comenzó el bombardeo de


Rotterdam?»

Kesselring: «Creo recordar que a primeras horas de la tarde,


aproximadamente a las dos».

Sir David: «¿Sabía usted que desde las diez se habían iniciado ya
conversaciones sobre la capitulación?»

Kesselring: «No».

Sir David: «¿Sabía usted que a las doce un oficial holandés cruzó las
líneas alemanas y se entrevistó con los generales Schmidt y Studen y que el
general Schmidt expuso por escrito las condiciones de la capitulación a las doce
horas y treinta y cinco minutos?»

Kesselring: «No, no lo sabía».

Sir David: «¿No fue informado nunca de este hecho?»

Kesselring: «No... Por lo menos no lo recuerdo».

Sir David: «Cincuenta y cinco minutos antes de empezar el bombardeo


y...»

Kesselring: «Lo lógico en este caso, hubiera sido que el general Studen
hubiese ordenado suspender el ataque. Yo no recibí este aviso ni tampoco las
fuerzas a mis órdenes».

Sir David: «¿Hubiese sido fácil dar la orden de suspender el ataque?»

Kesselring: «Creo que sí».

Sir David: «Todo el mundo vio cómo los aviones tomaban rumbo hacia la
ciudad. También Studen debió ver los bombarderos, ¿no es así?»

Kesselring: «Sí».

Sir David: «Si este ataque hubiese tenido una importancia táctica para el
apoyo de las tropas, hubiese podido ser anulado, ¿no es cierto?»
Kesselring: «Sí, en el caso de haber estado informados de la situación
táctica».

Sir David: «Cuando se entablan negociaciones para firmar la capitulación


lo lógico es anular todos los ataques previstos, ¿no?»

Kesselring: «Si no se conviene lo contrario, sí».

Sir David: «Si se hubiese querido anular el ataque se hubiese podido


hacer. Lo que se pretendía era obligar a los holandeses a la capitulación
mediante este ataque desde el aire».

A pesar de esta declaración, es interesante oír lo que el propio Goering


manifestó sobre este caso desde el estrado de los testigos:

—Ordené a la Luftwaffe que destinara una flota en esta misión. La flota


estaba compuesta por tres grupos y cada grupo tenía de veinticinco a treinta
aviones. Cuando llegó el primer grupo ya habían comenzado las negociaciones
para la capitulación; sin embargo, todavía no se sabía con qué resultado
terminarían. A pesar de ello fueron disparadas bengalas rojas. Pero el primer
grupo no comprendió la señal y arrojó las bombas donde le había sido señalado.
El segundo y tercer grupo comprendieron la señal y regresaron a su base sin
haber arrojado las bombas. No existía comunicación por radio entre Rotterdam y
la flota aérea. Por este motivo nos vimos obligados a disparar las bengalas rojas
para prevenir a los aviones.

»Las mayores destrucciones no fueron causadas por las bombas, sino


como ya se ha dicho, por los incendios. El fuego se extendió rápidamente debido
al aceite y petróleo. Además, insisto en ello, si los bomberos de Rotterdam
hubiesen actuado con la rapidez que hubiera sido de desear en aquel caso,
hubiese podido evitarse la extensión de los incendios...»

Con estas palabras se ponía punto final a este asunto en Nuremberg. Los
acontecimientos del año 1940 no admitían una discusión más amplia. En Francia
avanzaban las cuñas de la Wehrmacht alemana.

5. «León Marino», el principio del fin

De acuerdo con lo que Goebbels declaró luego millones de veces, fue a la


genialidad del «caudillo militar más grande de todos los tiempos» a quien
correspondía el mérito de la rápida victoria alcanzada en Francia. Mientras tanto
se ha comprobado como hecho histórico que no fue Hitler, sino el general Erich
von Manstein, quien elaboró el plan que derrotó a su contrincante francés, el
general Maurice Gamelin.

Cinco días después del comienzo de la invasión alemana, el primer


ministro francés, Paul Reynaud, telefoneó desesperadamente a Londres.
Churchill contestó a la llamada desde su domicilio particular.

—¡Hemos sido derrotados! —gritó Reynaud—. Hemos perdido la batalla...

—Es completamente imposible que pueda haber sucedido de un modo


tan rápido —repuso Churchill, sorprendido.

—Nuestro frente ha sido roto en Sedán —afirmó el jefe de Gobierno


francés—. Los alemanes avanzan con grandes contingentes de infantería que
siguen a los carros de combate...

—¡Oiga usted! —rugió Churchill—. ¡Hemos de resistir!...

Pero Reynaud ya había desistido:

—Las fuerzas enemigas son demasiado potentes y demasiado rápidas —


dijo—. Operan en unión de los «Stukas». Su acción es devastadora. La cuña es
más ancha y profunda a cada hora que pasa, avanza en dirección Laon-Amiens.
Hemos sido derrotados... Hemos perdido la batalla...

De nada sirvió que el general Gamelin fuera sustituido por el general


Maxime Weygand, y este, poco después, por el mariscal Henri Pétain. Francia se
hundió. El cuerpo expedicionario británico en el puerto de Dunkerque había
sido cercado y se esperaba su aniquilamiento por las fuerzas del general Ewald
von Kleist.

Pero en aquel momento se produjo un milagro.

Karl von Runstedt, el comandante en jefe del grupo de Ejércitos Centro


fue llamado desde el Cuartel general del Führer. Esta conversación ha pasado a
la posteridad. Hitler intervenía personalmente en la acción. La voz, al otro lado
del teléfono, dijo:

—Mi general, he de transmitirle una orden del Führer. Hace referencia a


las futuras operaciones en la zona de Dunkerque. Transmita la orden al grupo
acorazado de Kleist de no rebasar la línea St. Amer-Canal de la Mancha.

—¡No lo dirá usted en serio! —exclamó von Runstedt, atónito—. Nuestras


divisiones acorazadas avanzan a toda marcha sobre la ciudad.

—El Canal no debe ser cruzado —repitió la voz desde el Cuartel general
del Führer.

—¡Esto es completamente imposible! —replicó Runstedt.

—¡Se trata de una orden personal del Führer!

—En este caso... ¡fin!

—¡Fin!

Los carros de combate alemanes fueron detenidos. Kleist, que había


tratado de hacer caso omiso de la orden y había continuado el avance, hubo de
retirar sus tropas a la línea fijada. Por este motivo pudieron embarcar los
ingleses casi todo su cuerpo expedicionario, unos 338.000 hombres, y regresar a
la isla.

El origen del «milagro de Dunkerque», que el ministro de Propaganda,


Goebbels, calificó de derrota aniquiladora, ha sido aclarado en la actualidad sin
ninguna duda. Goering había insistido cerca del Führer para que dejara el
espacio de Dunkerque en manos de la Luftwaffe. Opinaba que sus aviadores se
bastaban para derrotar a los ingleses, y Hitler le había dado su consentimiento.
Pero después de haber sido incendiados los depósitos de petróleo del puerto de
Dunkerque, se extendió sobre toda la ciudad una espesa nube de humo... y la
Luftwaffe de Goering no pudo intervenir mientras lord Gort dirigía el embarque
de sus tropas.

El cuerpo expedicionario salvado se había de convertir, poco después, en


el pilar de la defensa de la isla y constituyó una de las principales causas que
habían de impedir a Hitler atacar la Gran Bretaña después de haber derrotado a
Francia. El propio Churchill confirmó este hecho en un discurso que pronunció
el 4 de junio de 1940 en la Cámara de los Comunes:

—Si planteamos la cuestión de la defensa de nuestro país contra una


invasión, podemos hacerlo, pues ahora disponemos de más fuerzas que en
cualquier otro momento de esta guerra.

La ambición de Goering y la falta de visión del «caudillo militar más


grande de todos los tiempos» hicieron que en Dunkerque la guerra se inclinara
ya contra Alemania.

El 22 de junio de 1940 festejó Hitler su, al parecer, victoria más grande.


Aquel día firmaron los franceses en el bosque de Compiègne las condiciones del
armisticio impuestas por los alemanes. Tal como sabemos por los documentales
cinematográficos y documentos fotográficos, Hitler ejecutó, en aquella ocasión,
una auténtica danza de alegría golpeándose continuamente los muslos. Estaba
firmemente convencido de que había ganado la guerra y que Gran Bretaña se
vería obligada a claudicar muy pronto.

Pero esta ilusión se esfumó poco tiempo después. Desde Londres sonaba
sorda y decidida la voz de Churchill:

—A pesar de que grandes regiones de Europa han caído bajo el yugo de la


Gestapo y el horrendo dominio nazi, y que cabe en lo posible que otros Estados
muy dignos y honrosos sigan el mismo destino, no vacilaremos un solo
momento. Resistiremos hasta el final. Defenderemos nuestra isla cueste lo que
cueste. Lucharemos en las costas, en los puntos de desembarco, en los campos,
en las calles y en las colinas. Nunca nos rendiremos. Y aunque, lo que no creo
por un instante, esta isla o gran parte de la misma fuera sometida, nuestro
Imperio continuaría la lucha desde el otro lado del mar.

Hitler respondió con unas órdenes secretas dirigidas a Keitel y Jodl. Esta
orden, que lleva la fecha del 16 de julio de 1940, fue leída en Nuremberg ante el
Tribunal:

«Toda vez que la Gran Bretaña, a pesar de su desesperada situación


militar, no da señales de querer llegar a un entendimiento, he decidido preparar
una acción de desembarco en Inglaterra por si se hace necesario llevarla a la
práctica. La aviación inglesa debe ser abatida moral y efectivamente hasta el
extremo de que no pueda realizar ningún ataque de importancia contra las
fuerzas de desembarco alemanas.»

El fiscal general inglés, sir Hartley Shawcross, añadió:

—El acusado Goering y su Luftwaffe hicieron todo lo que estuvo en sus


manos para cumplir estas órdenes. Pero, a pesar de que el bombardeo de las
ciudades y pueblos ingleses fue continuado durante todo el sombrío invierno
del año 1940-1941, el enemigo llegó finalmente al convencimiento de que
Inglaterra no podía ser sometida únicamente con estos medios.

La operación León Marino —este es el nombre clave que Hitler dio al


pretendido desembarco en Inglaterra— se convirtió en una decisiva derrota. El
Blitz, como era llamado el ataque de la aviación de Goering contra Inglaterra, se
convirtió en una sucesión de pérdidas. Por primera vez en el curso de la guerra,
se tropezaba Hitler con un adversario al que no lograba hacer doblar las rodillas.
El general Ironside, que entonces era comandante en jefe de las fuerzas armadas
británicas, transformó, siguiendo instrucciones de Churchill, toda la isla en un
auténtico erizo. Todos los hombres, las mujeres, los niños, incluso los ancianos
fueron destinados a misiones de defensa. Las escopetas de caza se convirtieron
en armas de guerra, los campos de golf en campos de minas, las casas en
refugios, las carreteras en barreras antitanques. La producción de aviones, 802 en
el mes de enero, subió a 1.591 aparatos en el mes de junio.

—Al parecer el señor Churchill no se ha percatado de la desesperada


situación en que se encuentra Inglaterra —declaró Hitler el 21 de julio de 1940,
durante una conferencia en el Cuartel general del Führer.

Esta conferencia había de servir para estudiar los preparativos del


desembarco. Los documentos revelan todo lo que se habló en aquella ocasión. El
comandante en jefe de la Marina de guerra, almirante Raeder, planteó en el
curso de la discusión la siguiente pregunta:

—Me interesa saber si el señor mariscal del Reich puede asumir las
siguientes obligaciones: 1.º, destruir la aviación inglesa; y 2.º, impedir que la
flota inglesa ataque las tropas de desembarco.

Goering: «Considero esta pregunta del todo superflua. Dentro de muy


poco proclamaré la guerra total en el aire y de la noche a la mañana destinaré
2.500 aviones de combate sobre la isla británica. La invasión no fracasará nunca
por culpa de la Luftwaffe».

Hitler: «Hemos de procurar desembarcar, en el curso de los primeros


cuatro días, diez divisiones, es decir, las fuerzas suficientes para crear una
cabeza de puente. Ocho días después de haber empezado la invasión ha de
efectuarse, con las reservas necesarias, partiendo de la cabeza de puente, el
primer avance en la línea aproximadamente al sur de la desembocadura del
Támesis en dirección a Portsmouth».

Jodl: «Tenemos previsto que a la primera ola de desembarco siga el 6.º


Ejército. La Marina declara que en el curso de seis semanas solo puede
transportar a Inglaterra el núcleo central de 25 divisiones. En este caso existe una
evidente contradicción».

Hitler: «¡Es un absurdo hablar solamente de 25 divisiones! Hemos de


destinar a las islas un mínimo de cuarenta divisiones».

Raeder: «La Marina no puede garantizar el transporte de cuarenta


divisiones».

Halder: «En este caso se trata de un auténtico suicidio».

Pero Hitler insistía. Los preparativos continuaron a toda prisa, incluso las
barcazas del Rhin fueron transformadas para transportar unidades de
desembarco y en todo el frente del Oeste las tropas alemanas eran instruidas en
la lucha anfibia.

El 15 de agosto de 1940 comenzó el Blitz de Goering. Atacó con dos mil


seiscientos aviones de todos los tipos al sur de Inglaterra. Setenta y seis aparatos,
en su mayor parte bombarderos, fueron abatidos por los ingleses... el primer
golpe amargo que asestaba la Royal Air Force. Y durante las semanas y meses
que siguieron la Luftwaffe alemana no consiguió adueñarse del espacio aéreo
sobre el Canal de la Mancha o la Gran Bretaña. Los continuados ataques aéreos
contra Londres no surtían el efecto deseado: Inglaterra no estaba dispuesta a
capitular. Goering hubo de aceptar las primeras bajas que ya no podía sustituir.
En el curso de tres meses perdió dos mil quinientos aviones sobre Inglaterra y
además de un personal altamente especializado.

A pesar de ello Hitler gritó, el 4 de septiembre de 1940, en el Palacio de los


Deportes de Berlín:

—Sea como fuere Inglaterra será aniquilada así o así. ¡Borraremos sus
ciudades del mapa! Y si en Inglaterra se sienten muy curiosos y preguntan: «¿Y
bien, por qué no vienen?» Contestaremos: «Tranquilizaos, iremos».

Y Joachim von Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler,


aseguró en el curso de una visita a Roma:

—En contra de lo previsto por los meteorólogos, las condiciones


climatológicas para lanzar la gran operación contra Inglaterra han sido muy
desfavorables durante estas últimas semanas. A pesar de ello, Duce, Alemania
ha conquistado la supremacía en el aire.

Únicamente el Alto Mando de la Marina de guerra alemana ya no se


entregaba a ninguna clase de ilusiones. El 10 de septiembre de 1940 expresó,
muy objetivamente, su enjuiciamiento de la situación:

«No existe la menor prueba de la derrota de la aviación enemiga sobre el


sur de Inglaterra y la zona del Canal de la Mancha y esto es de decisiva
importancia para enjuiciar la situación en el futuro.»

Hitler hubo de comprender finalmente que no podía derrotar en aquellas


circunstancias a la Gran Bretaña. En Nuremberg ofreció a Kesselring una
explicación muy detallada cuando fue interrogado por el fiscal general
americano:

Jackson: «¿Apoyó usted la invasión de Inglaterra y estaba la Luftwaffe


dispuesta a intervenir?»
Kesselring: «La Luftwaffe estaba dispuesta, en determinadas condiciones,
a cumplir con esta misión».

Jackson: «¿Y usted insistió con el mariscal del Reich para que se empezara
la invasión inmediatamente después de Dunkerque, no es cierto?»

Kesselring: «Sí, y también posteriormente expresé esta opinión mía».

Jackson: «¿Y no se llevó a cabo la invasión porque los medios de


transporte eran insuficientes?»

Kesselring: «Sí».

Pero el jefe de la Marina de guerra, Erich Raeder dijo, desde el mismo


estrado de los testigos.

—En el curso del mes de septiembre de 1940 todavía creíamos que


podríamos llevar a cabo la invasión. Como condición previa exigíamos que el
dominio del espacio aéreo fuera nuestro. Pero se demostró que no existía esta
supuesta superioridad aérea por nuestra parte y por este motivo se dijo que era
conveniente aplazar la operación de desembarco hasta la primavera del año
siguiente.

Y, de pronto, surgieron otros muchos obstáculos. Italia, que hasta aquel


momento se había calificado como «aliada de Alemania, pero no beligerante»,
entró inesperadamente en la guerra el 10 de junio de 1940 para asegurarse una
parte del botín de la Francia derrotada. En el mes de octubre de aquel mismo año
lanzó Mussolini un ataque contra Grecia y pronto la Wehrmacht alemana hubo
de acudir en su ayuda, pues los griegos se mostraron superiores a los italianos. Y
Hitler se vio igualmente obligado a ayudar a los italianos en África.

Pero su verdadero objetivo continuaba inalterado: la destrucción de la


Unión Soviética. Mientras todavía duraba la batalla de Inglaterra, publicó Hitler,
el 18 de diciembre de 1940, su célebre Weisung 21. Este documento también fue
leído en Nuremberg.

«La Wehrmacht alemana ha de estar preparada, incluso antes de terminar


la guerra contra Inglaterra, para aniquilar a la Unión Soviética en el curso de una
rápida campaña militar. Los preparativos ya deben ser iniciados ahora y
terminados antes del 15 de mayo de 1941.»

Este documento lleva la firma de Hitler y también las de Keitel y Jodl. El


nombre clave de la operación es: Barbarroja.
Pero antes del 15 de mayo, se metió Hitler en otras complicaciones que le
obligaron a aplazar la fecha del ataque. Yugoslavia entró a formar parte del
Pacto de las Tres Potencias Berlín-Roma-Tokio, sufrió poco después un golpe de
Estado..., y de nuevo tuvo que intervenir la Wehrmacht.

El 27 de marzo de 1941, Hitler celebró una conferencia con sus


comandantes en jefe:

—Entre los presentes —declaró el fiscal inglés H. J. Phillimore—


figuraban el mariscal del Reich, el acusado Keitel, el acusado Jodl y el acusado
Ribbentrop. Voy a leer una parte de la declaración de Hitler: «El Führer ha
decidido aniquilar Yugoslavia desde el punto de vista militar y como estructura
estatal. El ataque empezará en el momento en que se disponga de los medios
adecuados y de las tropas».

»Y en la página cinco del documento hay un punto que voy a leer


igualmente: "La misión principal de la Luftwaffe es aniquilar las organizaciones
en olas sucesivas". Hoy sabemos que este bombardeo se llevó a cabo sin
escrúpulos de ninguna clase. Los barrios de Belgrado fueron bombardeados a
partir de las siete horas del 6 de abril».

El 6 de abril de 1941, el día en que fue destruida la ciudad de Belgrado,


cruzó también Hitler las fronteras griegas. En primer lugar para acudir en ayuda
de las fuerzas italianas que se encontraban en una situación muy delicada y en
segundo para impedir que los ingleses ayudaran a los griegos y se situaran en la
península.

Era necesario actuar con suma rapidez, tal como se expresó Hitler, pero en
Nuremberg sir Hartley Shawcross demostró, una vez más, que se trataba de un
ataque que había sido previsto mucho antes:

—El 12 de noviembre de 1940 instruyó Hitler en una orden muy secreta al


Alto Mando del Ejército que iniciara los preparativos para la ocupación de
Grecia. El 13 de diciembre Hitler publicó unas instrucciones sobre la Aktion
Marita, como era llamada la invasión de Grecia. En estas instrucciones se decía
que la invasión de Grecia había sido planeada y debía llevarse a cabo tan pronto
como las condiciones climatológicas fueran más favorables.

La guerra alcanzaba una amplitud y extensión inesperadas. El afán de


destrucción y las crueldades iban en aumento. Un ejemplo característico es lo
ocurrido en Creta. En Nuremberg fue leído un informe del Gobierno griego:

«Poco después de la ocupación de Creta por las tropas alemanas, fueron


adoptadas las primeras medidas como represalia. Fueron fusilados un gran
número de personas, inocentes en su mayor parte, y los pueblos de Skiki, Brassi
y Kanades incendiados como represalia por la muerte de varios paracaidistas
alemanes miembros de la policía de la isla durante el curso de la invasión.
Donde se habían levantado aquellos poblados fueron colocadas unas lápidas
con inscripciones en griego y en alemán: "Destruidos como medida de represalia
por la muerte bestial de una sección de paracaidistas y una sección de pioneros
por hombres y mujeres armados".»

La guerra se presentaba al desnudo. Y con el ataque contra la Unión


Soviética caerían las últimas barreras. Hitler ya hacía tiempo que había
abandonado el mundo de las realidades. «Aniquilar la Unión Soviética en el
curso de una rápida campaña», se había convertido para él en una idea fija. Lo
catastrófico de este error que cometió para el destino de Alemania se desprende
de algunas declaraciones suyas.

A Jodl le dijo: «Solo necesitamos dar un puntapié contra la puerta, para


que se derrumbe toda esta podrida estructura».

A los comandantes en jefe, el 31 de julio de 1940: «Cuanto antes


aniquilemos Rusia, tanto mejor. Este ataque solo tiene sentido si conmovemos al
Estado ruso de un solo golpe hasta sus raíces. Si lanzamos el ataque en el mes de
mayo de 1941 disponemos de cinco meses para liquidar el caso».

—En marzo de 1941 —dijo Sir Hartley Shawcross en Nuremberg—, los


planes estaban tan adelantados que se preveía incluso la división del territorio
ruso en nueve Estados independientes bajo la administración de comisarios del
Reich. También se habían elaborado planes, bajo la dirección de Goering, para
la explotación económica del país. El 2 de mayo de 1941 se celebró una
conferencia de secretarios de Estado para discutir el Plan Barbarroja. Durante
esta discusión se llegó a la siguiente conclusión: «La guerra solo podrá ser
continuada si toda la Wehrmacht es alimentada durante el tercer año de guerra
por Rusia. Morirán millones de seres humanos si extraemos lo necesario para
nosotros del país». Pero esto, según parece, no les preocupaba gran cosa.

Hitler ya no conocía límites de ninguna clase por aquellos días. Mientras


continuaban los preparativos para la operación Barbarroja y el caso Inglaterra
quedaba por el momento archivado, ya se ocupaba en dar instrucciones para
nuevas conquistas: bajo el nombre clava de Félix planeó un golpe de fuerza
contra Gibraltar y con el nombre clave de Isabella la ocupación de Portugal. No
había ningún pedazo de Europa que pudiera vivir en tranquilidad.

¿Sabían los rusos lo que les esperaba? En noviembre de 1940 llegó el


comisario de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, Wjatschelaw M.
Molotov, a Berlín. Fue recibido por su colega Ribbentrop, quien le dijo:
—Ninguna potencia de la tierra puede cambiar algo en el hecho de que
para el Imperio inglés ha comenzado el fin. Inglaterra ha sido derrotada y ya
solo es cuestión de tiempo que admita su derrota.

En aquel momento dieron la señal de alarma aérea. No le quedó otro


remedio a Ribbentrop que invitar a su huésped a bajar al refugio y continuar allí
la conversación. Y allí dijo Molotov, un tanto divertido:

—Si Inglaterra ha sido derrotada y es impotente, ¿por qué motivo hemos


de continuar la conversación en el refugio antiaéreo?

Otro invitado llegó aquellos días a Berlín: el ministro de Asuntos


Exteriores de un país aliado, del Japón, Josuke Matsuoka. Pero Matsuoka
desconocía los planes de Hitler, igual que el aliado italiano. Pero sospechaba lo
que estaba en juego y levantó horrorizado la cabeza cuando Ribbentrop le dijo:

—Si llega el día en que la Unión Soviética adopta una actitud que puede
ser considerada como una amenaza por Alemania, entonces el Führer aniquilará
Rusia.

Matsuoka se trasladó a continuación a Moscú y firmó allí un pacto de


neutralidad entre Rusia y el Japón. Había descubierto aquellas locas ilusiones a
las que se habían entregado en Berlín, desconociendo el potencial militar
soviético y quería mantener alejado a su país de aquella aventura.

6. Operación «Barbarroja»

Dos líneas escritas a máquina, con un contenido extremadamente grave


para todo el pueblo alemán, fueron leídas en el Proceso de Nuremberg por el
fiscal americano Sidney S. Alderman. Formaban parte de un asunto secreto y
decían: «Fecha Barbarroja. El Führer ha decidido: Comienzo Barbarroja, 22
junio».

El 22 de junio de 1941, a las tres y media de la madrugada comenzó la


Wehrmacht alemana, tal como había decidido su comandante en jefe, el ataque
contra la Unión Soviética. Los sueños a los que se entregaron Hitler y sus
colaboradores más íntimos, quedan revelados sin discusión de ninguna clase y
con una sorprendente claridad en los documentos que fueron presentados en
Nuremberg. Alderman leyó, en primer lugar, un decreto del Führer que ya había
sido dictado dos meses antes de empezar las hostilidades:

«Nombro al Reichsleiter Alfred Rosenberg delegado mío para el despacho


de todos los problemas relacionados con las regiones del centro de Europa.
Veinte de abril de 1941. Adolfo Hitler.»

Menos de quince días después de haber sido nombrado para este nuevo
cargo, redactó Rosenberg, en su oficina, un informe sobre sus futuros planes:

«El único objetivo de una acción bélica es —leyó Alderman del


documento— liberar al pueblo alemán de la presión que durante siglos vienen
ejerciendo los rusos sobre él. Por este motivo, este espacio gigantesco y de
acuerdo con la situación histórica y racial ha de ser dividido en comisariados del
Reich. El comisario alemán para el Este, incluida la Rutenia Blanca, tendrá como
misión preparar por medio de un protectorado germanizado, unas relaciones
cada vez más íntimas con Alemania, Caucasia y los Estados vecinos formarán un
Estado federativo al mando de un plenipotenciario alemán. Rusia propiamente
dicha habrá de valerse por sí misma en el futuro.

»La misión del comisariado del Reich para Estonia, Lituania, Letonia y
Rutenia Blanca ha de ser la creación de un Protectorado alemán y, luego, con la
colonización de los pueblos germanos y la migración de los elementos
indeseables, convertirse en una parte del Gran Reich alemán. El mar Báltico ha
de convertirse en un lago alemán bajo la égida del Gran Reich alemán.»»

Alderman comentó:

—Después de haber preparado meticulosamente el ataque contra la Unión


Soviética, los conjurados nazis se dedicaron a llevar sus planes a la práctica. El
22 de junio de 1941 los ejércitos alemanes cruzaron las fronteras de la Unión
Soviética y para anunciar esta nueva violación al mundo, publicó Hitler, el día
del ataque, una proclama: «Voy a leer solamente una frase de la misma: "Por este
motivo he decidido en el día de hoy colocar nuevamente el destino de Europa en
manos de nuestros soldados".»

»Esta proclama anunciaba al mundo que habían vuelto a rodar los dados.
Aquellos planes que venían siendo estudiados en secreto desde hacía casi un
año, daban ahora sus frutos. Creo que bastaría leer ante este Alto Tribunal unas
anotaciones: los informes del embajador alemán en Moscú hasta junio de 1941.

Esto fue lo que escribió el embajador alemán, Friedrich Werner Graf von
der Schulenburg, el 4 de junio:

«Los suministros rusos se efectúan con toda normalidad y plena


satisfacción. El Gobierno ruso hace todo lo que está en sus manos para evitar un
conflicto con Alemania.»

Y el 7 de junio informó Von der Schulenberg a Berlín:


«Todas las observaciones de muestran que Stalin y Molotov, que son los
únicos que deciden en la política exterior, hacen todo cuanto está en su poder
para evitar un conflicto con Alemania. Esto se revela en la actitud de todos los
miembros del Gobierno, así como en la actitud de la Prensa que comenta todos
los asuntos relacionados con Alemania de un modo justo y objetivo. Y el fiel
cumplimiento del tratado económico firmado con Alemania es una nueva
prueba en este sentido.»

Como es lógico el pueblo alemán no debía ser informado de lo que


escribía su embajador. Al pueblo alemán se le dijo que la Unión Soviética había
tomado medidas para un ataque contra el Reich. Y el ataque alemán había de
servir para desbaratar estos preparativos rusos.

Sin ninguna clase de escrúpulos fueron enviados millones de alemanes a


la catástrofe...; ¿o acaso la realidad era diferente? Desde el momento en que
fueron iniciados los primeros combates hasta que tuvo lugar el cambio en
Stalingrado hubo un hombre que tuvo ocasión de echar una mirada entre
bastidores: el futuro mariscal de campo Friedrich Paulus. Inesperadamente fue
llamado el 11 de febrero de 1946 por el fiscal soviético para que declarase como
testigo. El caudillo militar, cuyo nombre aparece entrañablemente ligado al
hundimiento del 6.º Ejército en Stalingrado, se presentó delgado, indolente y
con expresión enigmática bajo los focos de los reflectores en la sala de sesiones.

Román Rudenko, el fiscal general soviético, dirigió el primer


interrogatorio. Después tomaron la palabra los defensores alemanes.
Lentamente Paulus repitió la fórmula del juramento que le fue leída por el juez
Lawrence:

«...Diré la verdad, no ocultaré nada y tampoco añadiré nada.»

Rudenko: «¿Es usted mariscal de campo del antiguo Ejército alemán?»

Paulus: «Sí».

Rudenko: «¿Fue su último cargo el de comandante en jefe del 6.º Ejército


ante Stalingrado?»

Paulus: «Sí».

Rudenko: «Dígame usted, señor testigo, ¿qué sabe sobre los preparativos
del Gobierno de Hitler y del Alto Mando de la Wehrmacht acerca de un ataque
armado contra la Unión Soviética?»

Paulus: «Por experiencia personal puedo declarar lo siguiente sobre este


punto: El 3 de septiembre de 1940 fui destinado al Alto Mando del Ejército como
jefe de la Sección Primera del Estado Mayor. Cuando empecé mis trabajos me
encontré con unos planes no desarrollados sobre un ataque contra la Unión
Soviética. Las operaciones habían sido planeadas por el entonces general Marz,
jefe del Estado Mayor del 18 Ejército. El jefe del Estado Mayor del Ejército,
general Halder, me ordenó la continuación de aquellos planes y para ello me
señaló que había de ceñirme a las siguientes bases: Habían de estudiarse las
posibilidades de ataque contra la Rusia Soviética, teniendo en cuenta, sobre
todo, las dificultades orográficas, número de fuerzas que había de intervenir,
potencial, etc. Se preveía que para esta operación podría disponerse de ciento
treinta o ciento cuarenta divisiones alemanas. Se preveía, igualmente, que
podría lanzarse el ataque partiendo de Rumanía, facilitando de esta forma la
creación del flanco izquierdo alemán. Como objetivos de la operación habían
sido señalados por el Alto Mando de la Wehrmacht:

»1. Destrucción de las fuerzas del Ejército ruso en la Rusia Blanca.


Impedir que las fuerzas rusas que no hubiesen sido destruidas pudieran
replegarse hacia el interior del país.

»2. Alcanzar una línea desde la cual la aviación rusa ya no pudiera atacar
el territorio alemán y como objetivo final se señalaba la línea Volga-Arkangel.

»El desarrollo de este plan sobre la base que acabo de detallar fue
terminado a principios del mes de noviembre, con dos maniobras militares de
cuya dirección me encargó el jefe del Estado Mayor del Ejército. El 18 de
diciembre de 1940 el Alto Mando de la Wehrmacht publicó las Disposiciones 21.
Formaban el fundamento de todos los preparativos militares y económicos. El
Alto Mando del Ejército empezó, desde aquel momento, a estudiar la operación
en todos sus detalles prácticos. Estas medidas fueron aprobadas el 3 de febrero
de 1941 por Hitler en el Obersalzberg. Para el comienzo del ataque había
calculado el Alto Mando de la Wehrmacht la época en que fuera más factible
dirigir grandes movimientos de tropa en territorio ruso, es decir, se confiaba que
esta situación se presentaría a partir de mediados del mes de mayo. Pero este
plazo sufrió un cambio cuando Hitler, a fines de marzo, decidió atacar
Yugoslavia. A causa de esta decisión hubo de aplazarse el ataque contra la Unión
Soviética, cinco semanas».

Rudenko: «¿En qué circunstancias fue realizado el ataque armado contra la


Unión Soviética?»

Paulus: «El ataque contra la Unión Soviética fue realizado, tal como acabo
de señalar, sujetándonos a un plan previsto desde hacía mucho tiempo y que
había sido cuidadosamente mantenido en secreto. Una operación de distracción
que debía ser dirigida desde las costas de Noruega y de Francia había de dar a
entender que el mando alemán preveía un desembarco en Inglaterra en el mes
de junio de 1941 y desviar de este modo la atención del Este».

Rudenko: «¿Cómo calificaría usted los objetivos que perseguía Alemania


con el ataque contra la Unión Soviética?».

Paulus: «El objetivo Volga-Arkangel, que era muy superior a las fuerzas
alemanas, ya caracteriza lo que tenía de absurdo la política de conquistas de
Hitler y del mando nacionalsocialista. Desde el punto de vista estratégico,
alcanzar esta línea hubiese significado el aniquilamiento de las fuerzas armadas
de la Unión Soviética.

»Para Hitler, la conquista del objetivo económico en esta guerra era muy
importante, según se desprende de un hecho que conozco por experiencia
personal. El 1.º de junio de 1942 y con ocasión de una conferencia de los
comandantes en jefe en el frente del Grupo de Ejércitos Sur en Polltawa, declaró
Hitler: "Si no conquisto los yacimientos de petróleo de Maikop y Grozny,
entonces habré de terminar esta guerra".

»En resumen, quiero destacar que el objetivo en sí representaba la


conquista para la futura colonización de las regiones rusas y su explotación
había de ayudar a llevar la guerra a buen fin, el dominio absoluto sobre
Europa.»

Rudenko: «Una última pregunta, ¿a quién considera usted responsable por


el criminal ataque armado contra la Unión Soviética?»

Presidente: «El Tribunal ha de llamar la atención del señor Rudenko sobre


lo siguiente. Este Tribunal opina que la pregunta, tal como la acaba de dirigir
usted, de quién debe ser considerado culpable del ataque contra la Unión
Soviética, es una de las cuestiones principales que ha de decidir este Tribunal.
Por tanto, no es una pregunta sobre la que el testigo pueda dar su opinión».

Rudenko: «¿Permite el Tribunal que formule la pregunta de otro modo?»

Presidente: «Sí».

Rudenko: «De los acusados, los principales colaboradores y consejeros


militares de Hitler: el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, Keitel; jefe del
Estado Mayor del Ejército, Jodl; y Goering, en su calidad de mariscal del Reich,
como comandante supremo de la Luftwaffe y como plenipotenciario de la
Economía militar».

Presidente: «¿Desea alguno de los señores de la defensa hacer alguna


pregunta?».

Doctor Otto Nelte (defensor de Keitel): «¿He entendido bien cuando usted
ha dicho que ya en el otoño del año 1940 había comprobado usted plenamente
que Hitler tenía la intención de atacar la Unión Soviética?».

Paulus: «Esto se desprendía de la índole del encargo pues era de suponer


que estos estudios teóricos previos serían llevados a la práctica en el momento
oportuno».

Doctor Nelte: «¿Se habló en los círculos del Estado Mayor del Ejército de
esta cuestión?»

Paulus: «Sí, se habló de esta cuestión. Y todos manifestaron su


preocupación».

Doctor Nelte: «¿Estaba usted convencido de que se trataba de una guerra


de agresión?»

Paulus: «Los detalles y las instrucciones no excluían esta posibilidad».

Doctor Nelte: «¿Presentó usted personalmente o el Alto Mando de la


Wehrmacht o el Estado Mayor de la Wehrmacht sus objeciones a Hitler?»

Paulus: «No estoy enterado».

Doctor Nelte: «¿Manifestó usted sus temores delante del capitán general
Halder o el comandante en jefe Von Brauschitch?»

Paulus: «Si estoy en lo cierto, estoy aquí como testigo de los


acontecimientos de que son acusados los encartados. Ruego, por tanto, al
Tribunal retire estas preguntas que me afectan personalmente.»

Doctor Nelte: «Señor mariscal de campo, al parecer no se da cuenta que


también usted figura entre los acusados, pues forma parte de la organización
acusada de criminal, el Alto Mando de la Wehrmacht.»

Paulus: «Por este motivo, precisamente, he rogado retiren preguntas de


índole personal».

Doctor Nelte: «Ruego al Alto Tribunal decida en este caso».

Presidente: «Este Tribunal es de la opinión de que debe usted contestar».


Paulus: «No recuerdo haber hablado de ello con el comandante en jefe del
Ejército, pero sí con el jefe de Estado Mayor que era mi superior directo».

Doctor Nelte: «¿Compartía él su punto de vista?»

Paulus: «Compartía la gran preocupación ante tal propósito alemán».

Doctor Nelte: «¿Por motivos de carácter militar o moral?»

Paulus: «Por muchos motivos, tanto militares como morales».

Doctor Nelte: «Por consiguiente, tanto usted como el jefe del Estado
Mayor Halder estaban al corriente de estos hechos que presentan la guerra
contra Rusia como una agresión criminal y que a pesar de ello usted no hizo
nada en contra. ¿Fue usted nombrado posteriormente comandante en jefe del 6.º
Ejército?

Paulus: «Sí».

Doctor Nelte: «A pesar de los hechos que acabamos de relatar, aceptó el


mando del Ejército que había de avanzar sobre Stalingrado. ¿No temió, en
ningún momento, convertirse en instrumento de este ataque criminal?»

Paulus: «Teniendo en cuenta la situación que reinaba en aquellos días y la


propaganda que se hacía desde arriba, consideré, como tantos otros, que había
de cumplir con mi deber frente a mi patria».

Doctor Nelte: «¿Pero usted conocía los hechos que se oponían a esta forma
de proceder?»

Paulus: «Los hechos, tal como se revelaron más tarde y que comprendí
precisamente por mi actuación al frente del 6.º Ejército, alcanzaron su punto
culminante frente a Stalingrado, pero yo no los conocía. Incluso este
reconocimiento de que se trataba de una guerra de agresión lo tuve mucho más
tarde, pues al principio solo había tenido ocasión de efectuar un estudio parcial
de la situación».

Doctor Nelte: «¿En este caso debo calificar su concepto expresado por
usted de "guerra de agresión" como un reconocimiento al que llegó usted
posteriormente?»

Paulus: «Sí».

Doctor Nelte: «¿Reconoce usted también que otros, que no estaban tan
cerca de la fuente como usted mismo, podían creer que lo que hacían era en
beneficio de su patria?»

Paulus: «Desde luego».

Doctor Fritz Sauter (Defensor de los acusados Funk y Schirach): «Otra


pregunta. Después de haber sido sitiada la ciudad de Stalingrado y ser la
situación desesperada, fueron enviados diversos telegramas de fidelidad y
adhesión desde el cerco a Hitler. ¿Está usted enterado?»

Paulus: «Sí, estoy enterado de que se enviaron estos telegramas, pero solo
cuando ya había sonado el momento final, cuando era necesario encontrar
todavía un sentido a aquello tan horrible que había tenido lugar allí, para dar un
sentido a la horrible muerte de los soldados. Por este motivo, aquellos hechos
fueron descritos en los telegramas como hechos heroicos para que así pasaran a
la posteridad. Lamento no haber hecho nada para impedir el despacho de estos
telegramas».

Doctor Sauter: «Los telegramas fueron remitidos por usted».

Paulus: «No sé a qué telegramas se refiere usted, con excepción del


último».

Doctor Sauter: «Los telegramas de fidelidad y adhesión en los que se


prometía luchar "hasta el último hombre", aquellos telegramas que horrorizaron
tan profundamente al pueblo alemán, llevan su firma».

Paulus: «Ruego que me sean presentados estos telegramas pues no los


recuerdo».

Doctor Sauter: «¿Recuerda usted lo que decía el último telegrama?»

Paulus: «En el último telegrama se bosquejaba brevemente la acción


llevada a cabo por el Ejército y se resaltaba que el no haberse rendido debía
servir de ejemplo para el futuro».

Doctor Sauter: «Tengo entendido que la respuesta a este telegrama fue su


ascenso a mariscal general de campo».

Paulus: «No sabía que esta fuera la respuesta a mi telegrama».

Doctor Sauter: «¿Pero usted fue ascendido a mariscal de campo y luce este
título?»
Paulus: «Es lógico que use el título que me fue conferido».

Doctor Sauter: «En esta declaración leemos la frase final: "Yo cargo con
toda la responsabilidad de no haber vigilado personalmente la ejecución de mi
orden del 14 de enero de 1943 sobre la entrega de todos los prisioneros de
guerra...", es decir, de todos los prisioneros de guerra rusos, ¿es verdad?»

Paulus: «Sí».

Doctor Sauter: «"...Y tampoco haber cuidado personalmente de cómo eran


tratados los prisioneros de guerra...", es decir, los prisioneros de guerra rusos. Le
ruego, señor testigo, me aclare el motivo de que en este escrito, tan largo como
detallado, se olvida por completo de los centenares de miles de soldados
alemanes que estaban a sus órdenes y que bajo su mando perdieron la libertad y
la vida. ¡De todo esto no dice usted nada!»

Paulus: «En este escrito no era normal hacer referencia a este asunto. En
este escrito, dirigido al Gobierno soviético, se habla solamente de todo aquello
que pudo afectar, en el cerco de Stalingrado, a la población civil rusa y a los
prisioneros de guerra rusos. En este escrito yo no podía hablar de mis soldados».

Doctor Sauter: «¿Ni mencionarlos?».

Paulus: «No, no podía hablar aquí de los soldados alemanes, esto hubiese
tenido que hacerlo en otro lugar. El 20 de enero expuse que debido al frío, el
hambre y las epidemias era humanamente imposible continuar la lucha. La
respuesta que recibí del Alto Mando decía: "Capitulación imposible. El 6.º
Ejército cumplirá su misión histórica resistiendo hasta el final y permitiendo con
su sacrificio reorganizar el frente del Este".»

Doctor Sauter: «¿Y por este motivo dirigió usted hasta el último momento
esta acción considerada por usted como criminal?»

Paulus: «Exacto».

Doctor Sauter: «Hay otra cosa que aún me interesa: ¿Acaso no comprendió
usted, desde un principio, cuando le fue encargado el estudio de los planes para
el ataque contra Rusia que este ataque solo podría llevarse a la práctica violando
los tratados internacionales?»

Paulus: «Sabía que si se realizaba este ataque se violaría el tratado que


había sido firmado en otoño de 1939 con Rusia».

Doctor Sauter: «No tengo otras preguntas que dirigirle, gracias».


Profesor doctor Franz Exner (defensor del acusado Alfred Jodl): «Señor
testigo, en febrero de 1941 se iniciaron nuestros transportes hacia el Este. ¿Puede
decirnos cuál era la potencia de las fuerzas rusas a lo largo de la línea de
demarcación germano-rusa y en la frontera rumana?»

Paulus: «Las noticias que habíamos recibido sobre las fuerzas rusas, eran
tan deficientes, que durante mucho tiempo no tuvimos una idea exacta».

Doctor Exner: «¿Y ustedes organizaron unas maniobras militares?»

Paulus: «Eso fue a principios de diciembre».

Doctor Exner: «Exacto, y entonces tomaron como base las informaciones


que ya poseían sobre el potencial ruso».

Paulus: «Se trataba de simples suposiciones».

Doctor Exner: «Usted colaboró activamente en este plan de operaciones.


Dígame usted, ¿en qué se diferencian estas actividades de las de Jodl?»

Paulus: «Se diferencian en el sentido de que él gozaba de una visión


amplia del conjunto, mientras que yo solamente conocía un aspecto de la
situación».

Doctor Exner: «Pero las actividades fueron en ambos casos una


preparación a la guerra por parte del Estado Mayor, ¿no es cierto?»

Paulus: «Sí».

Doctor Exner: «Óigame usted..., ¿por qué cuando en Stalingrado la


situación era tan desesperada como usted mismo la ha relatado y en contra de la
orden de Hitler no intentó usted romper el cerco?»

Paulus: «Porque presentaron la situación como si de la resistencia del


Ejército que estaba a mi mando dependiera el destino del pueblo alemán».

Doctor Exner: «¿Sabía usted que gozaba de la plena confianza de Hitler?»

Paulus: «No, no lo sabía».

Doctor Exner: «¿Sabía que había decidido que usted sustituyera a Jodl
cuando terminara lo de Stalingrado, pues ya él no podía trabajar con Jodl?»

Paulus: «Llegó a mis oídos, pero solo como un rumor».


Doctor Hans Laternser (defensor del Estado Mayor general y del Alto
Mando de la Wehrmacht): «¿Sabía que en el año 1939 la Unión Soviética había
entrado en Polonia con fuerzas relativamente débiles y que en opinión de los
expertos militares alemanes no estaban, de ningún modo, en consonancia con la
misión militar a que había que destinar estas tropas?»

Paulus: «No estaba al corriente sobre el potencial de estas fuerzas».

Doctor Laternser: «¿Sabía que antes de destinar Alemania sus fuerzas al


Este ya había mayoría abrumadora de fuerzas soviéticas, sobre todo potentes
formaciones de carros de combate en la región de Bialistok?»

Paulus: «No, no lo sabía».

Doctor Laternser: «¿Fueron destinadas las divisiones alemanas del frente


del Oeste al Este cuando ya había considerables fuerzas rusas en la frontera
oriental?»

Paulus: «No estoy enterado de este movimiento de tropas, ya que no


intervine en el desarrollo práctico de los planes».

Doctor Laternser: «Señor testigo, ¿asistió usted a la conferencia del Estado


Mayor, el 3 de febrero de 1941, en el Obersalzberg?»

Paulus: «Sí».

Doctor Laternser: «¿Sabía que en aquella ocasión se calcularon las fuerzas


soviéticas en cien divisiones de fusileros, veinticinco divisiones de caballería y
treinta divisiones mecanizadas y que fue, según creo recordar, el capitán general
Halder quien presentó estas cifras?»

Paulus: «No lo recuerdo».

Doctor Laternser: «Pero, señor testigo, una conferencia como aquella no se


celebraba todos los días...»

Paulus: «Desde luego que no».

Doctor Laternser: «En fin, no tengo más preguntas que hacer».

Iola Nikitschenko (juez ruso): «¿Conocía las instrucciones dictadas por los
órganos del Reich en Alemania y el Alto Mando sobre el trato de que había de
ser objeto la población rusa por parte del Ejército alemán?»
Paulus: «Recuerdo que circularon unas instrucciones, puede ser que se
tratara de unas órdenes especiales, que decían que no habían de tomarse
erróneas consideraciones frente a la población civil».

Nikitschenko: «¿Qué quiere decir usted con eso de "erróneas


consideraciones"?»

Paulus: «Esto significa que solo habían de tener validez las medidas
militares».

Presidente: «¿Había divisiones constituidas única y exclusivamente por


miembros de las SS a sus órdenes?»

Paulus: «No tuve tropas de las SS a mi mando. Tampoco en el cerco de


Stalingrado mandé ninguna formación de las SS».

Presidente: «¿Había enlaces de la Gestapo en su Ejército?»

Paulus: «No».

Con estas palabras terminaba el interrogatorio del testigo. Con la


catástrofe de Stalingrado quedaba sellada la Operación Barbarroja. El último
paso de Hitler lo llevó al borde del abismo y arrastró a todo el pueblo alemán a
la desgracia. Todo se había basado en falsas ilusiones. En una última conferencia
antes del ataque celebrada el 14 de junio de 1941 fantaseó Hitler antes sus
generales "de la leyenda del armamento ruso", pero el comandante en jefe del
primer Ejército acorazado, Kleist, hubo de confesar más tarde:

—Mi Ejército acorazado contaba con seiscientos carros de combate. Por el


contrario, el Grupo de Ejércitos de Budjony, que se nos enfrentó en el Sur, tenía
dos mil cuatrocientos carros.

La costumbre de Hitler de cerrar los ojos ante toda situación


desagradable, también se reflejó en esta ocasión. Apenas habían transcurrido
quince días desde el ataque, le dijo con la mayor indiferencia a todo el mundo
que le escuchaba:

«Prácticamente, Rusia ya ha perdido esta guerra.»

Antes de empezar el invierno del año 1941 quería aniquilar la Unión


Soviética. Estaba tan seguro de ello, que ya se ocupaba de otros planes para el
futuro. Alfred Rosenberg, comisario del Reich para los países del Este, ya había
grabado la expresión del "Imperio mundial alemán" y Hitler tenía la intención
de extender todavía más su poder después de la victoria sobre Rusia. El fiscal
americano, Sidney S. Alderman, presentó unos documentos muy reveladores:

—El plan de conjunto preveía también un ataque contra los Estados


Unidos, según se desprende de un discurso que pronunció el acusado Goering el
8 de julio de 1938, cuando los conjurados ya se habían anexionado por la fuerza
Austria y preparaban sus planes contra Checoslovaquia. Este discurso lo
pronunció ante representantes de la industria aeronáutica y la copia que ha
llegado a nuestras manos fue entregada en un informe secreto al general Udet.

»En este discurso, Goering dijo un año antes de estallar las hostilidades:

»—Encuentro a faltar todavía el bombardero que cargado con cinco


toneladas de bombas pueda volar hasta Nueva York y regresar. Me satisfaría
plenamente poder contar con este bombardero para cerrarles de una vez el pico a
esos orgullosos.

»En otoño del año 1940 —continuó Alderman—, fue fijado el ataque
contra los Estados Unidos para una fecha posterior. Esto se desprende
claramente de los documentos que hemos capturado a la Luftwaffe alemana. El
informe lleva la fecha del 29 de octubre de 1940 y cito el quinto párrafo: "Con
vistas a una campaña contra América, interesa extraordinariamente al Führer la
ocupación de las islas del Atlántico".

»En julio de 1941 y durante el primer entusiasmo por los primeros éxitos
logrados contra la Unión Soviética, el Führer firmó la orden de continuar los
preparativos para un ataque contra los Estados Unidos. Esta orden secreta fue
encontrada entre los archivos de la Marina de guerra alemana. Voy a leer:

»—Basándome en las intenciones ya anunciadas, ordeno para el futuro de


la guerra: El dominio militar del espacio europeo permitirá, después de la
derrota de Rusia, disminuir considerablemente el potencial del Ejército. Por el
contrario, el arma acorazada experimentará un sensible aumento. La Marina de
guerra ha de limitarse a aquellas medidas destinadas a la guerra contra
Inglaterra y los Estados Unidos.»

Cinco meses más tarde, el 11 de diciembre de 1941, ¡declaraba Alemania la


guerra a los Estados Unidos de América!

Pero qué diferente era la situación real a la situación que había esperado
el Führer... Ni la Unión Soviética ni Inglaterra habían sido vencidas. Al
contrario, la superioridad británica en el aire se manifestaba ahora también
sobre el continente, y en el Este el ataque alemán había quedado detenido
irremisiblemente delante de Moscú. Además, el ataque japonés contra la Flota
americana en Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941, que le había dado a
Hitler fuerzas para la declaración de guerra, no resultó, tal como se esperaba,
mortal. En el escenario de guerra africano, tanto las tropas alemanas como
italianas se veían obligadas a ceder terreno al enemigo. En todas partes ya se
había iniciado el gran cambio.

El Tribunal de Nuremberg estudió las siguientes fases de la Guerra


Mundial: unos hechos conocidos históricamente que no precisaban de la
presentación de unas pruebas especiales. Por el contrario, muchos de los hechos
que ocurrieron en la retaguardia fueron planteados a discusión por el ministerio
público bajo la denominación de crímenes de guerra y crímenes contra la
humanidad —unos hechos corroborados por documentos y por las declaraciones
de testigos y que son uno de los cuadros más horrendos en la historia de la
humanidad.
EN LA RETAGUARDIA

1. El programa del diablo

Entre las pruebas que presentó el fiscal general soviético Roman Rudenko
ante el Tribunal, también figuraban las «Memorias» del antiguo presidente del
Senado nacionalsocialista de Danzig, Hermann Rauschning. Este informa, en
sus «Memorias», de lo que, en cierta ocasión, le dijo Adolfo Hitler, y Rudenko
leyó estos párrafos tan horrorosos:

«Hemos de crear una técnica de la despoblación. Si me pregunta usted lo


que entiendo yo por despoblación le diré a usted que preveo la liquidación de
unidades raciales, y lo haré, puesto que veo en ella, a grandes rasgos, mi misión
fundamental. La Naturaleza es cruel, y por este motivo también nosotros
podemos ser crueles. Si mando la flor y nata del pueblo alemán a la guerra sin
lamentar en ningún momento el derramamiento de la valiosa sangre alemana en
el infierno de la guerra, también tengo el derecho de destruir millones de
hombres de razas inferiores, que se multiplican como los parásitos.»

El programa de Hitler y de su Partido era un programa diabólico. Pero


nunca hubiese podido convertirse en una cruel realidad si no hubiese habido
hombres que le prestaran su marchamo filosófico e idealista. En el banquillo de
los acusados de Nuremberg volvieron a encontrarse los propagandistas del
nacionalsocialismo: Rosenberg, Streicher, von Schirach y Fritzsche. Ellos fueron
los que prepararon propagandísticamente el dominio, pues después de llegar al
poder, educaron a la juventud alemana en el espíritu nacionalsocialista y
consiguieron engañar a todo un pueblo.

En este cuarteto de portavoces figuraba, en primer lugar, Alfred


Rosenberg. Su importancia ya se deducía de algunas frases en la sentencia del
Tribunal:

«Era el filósofo del Partido, conocido en este aspecto por todos, y


publicaba sus ideas en el Völkischen Beobachter y los NS-Monatsheften que eran
editados por él. Sus ideas las desarrolló y difundió también en numerosos libros
escritos por él. De su libro Der Mythus des 20. Jahrhunderts fueron vendidos más
de un millón de ejemplares.»

Rosenberg gozó, en su calidad de ideólogo, de gran influencia sobre el


nacionalsocialismo. Redactó el programa del Partido y la nueva filosofía
alemana. El origen de esas ideas quedó señalado cuando, a instancias de su
defensor, el doctor Alfred Thoma expuso ante el Tribunal la historia de su vida:
—Conjuntamente con mis aficiones por la arquitectura y la pintura, ya
desde mi juventud demostré un gran interés por los estudios filosóficos y parece
lógico y natural que me basara para ello en Goethe, Herder y Fichte para que me
ayudaran en mi evolución interior. Al mismo tiempo influyeron en mí los
pensamientos sociales de Carlos Dickens, Carlyle y del americano Emerson.
Continué estos estudios en Riga y me dediqué entonces de un modo preferente a
Kant y Schopenhauer, estudiando de un modo especial la filosofía india y
tendencias afines. Más tarde me dediqué de nuevo a los europeos y finalmente
en Munich me especialicé en los estudios de la nueva investigación biológica.

Doctor Thoma: «En el caso de sus conferencias habló usted con frecuencia
de la "estructura de la idea". ¿Se sentía influido usted por Goethe?»

Rosenberg: «Sí, pues es lógico que precisamente la idea de considerar el


mundo como estructura procediera de Goethe».

Presidente: «Doctor Thoma, este Tribunal desea que si ha de hacer


referencia usted a temas filosóficos, se limite usted a estos y no al origen de esta
filosofía».

No fue esta la única vez que el Tribunal hubo de intervenir en el diálogo


entre el acusado y su defensor. El filósofo hacía gala de una locuacidad que le
impedía contestar con frases cortas y concretas a las preguntas que le dirigían.
Desarrolló esta táctica evasiva de un modo especial cuando fue sometido a
contrainterrogatorio por el fiscal americano Thomas J. Dodd:

Dodd: «Escribió usted un prólogo, o, mejor dicho, una corta introducción


para esta edición de su libro (Der Mythus des 20. Jahrhunderts). Me refiero a la
edición que en estos momentos tiene delante. Dice usted: "Para la 150 milésima
edición. El Mythus ha creado hoy unos surcos muy profundos que ya no se
pueden borrar de la vida espiritual alemana. Las nuevas ediciones son una
prueba de que una decisiva revolución espíritu-anímica se está convirtiendo en
un acontecimiento histórico. Muchas cosas que en mi libro parecían ser unas
ideas absurdas, hoy ya son una realidad política. Y confío que muchos otros
aspectos llegarán a materializarse". ¿Escribió usted estas líneas?»

Rosenberg: «Exacto, pero en este libro, que comprende setecientas páginas,


no se tratan solamente los puntos que me son reprochados aquí, sino que en este
libro trataba una serie de problemas, el problema de los campesinos, el
problema de los Estados mundiales, el problema del concepto del socialismo, el
problema de las relaciones con la jefatura, de la industria, de la masa obrera,
exponía un juicio...»

Dodd: «Un momento. No es necesario que nos cite usted todo el índice.
Me he limitado a preguntarle si había escrito o no usted este prólogo».

Rosenberg: «Sí, desde luego».

El teórico Rosenberg veía con íntima satisfacción cómo sus ideas se


convertían en palpables realidades. Y se le ofreció, incluso, la ocasión de
llevarlas personalmente a la práctica: como jefe de la Oficina de Política Exterior
del Partido nacionalsocialista obrero alemán, como jefe del Einsatzstab
Rosenberg, que saqueó todo lo que pudo en los países ocupados y, finalmente,
como ministro del Reich para las regiones ocupadas del Este. Fue precisamente
este último cargo el que llevó a Rosenberg al patíbulo.

La sentencia estudió también, de un modo detallado, la Oficina de


Política Exterior y la función de Rosenberg al frente de la misma:

«Como jefe de la APA estaba al frente de una organización cuyos agentes


intrigaban en favor de los nazis en todos los países del mundo. En sus propios
informes declara, por ejemplo, que la entrada de Rumanía al Eje se debió en
gran parte a las actividades de la APA».

Con especial afán, Rosenberg se dedicó a la solución del llamado


problema judío. Dio instrucciones a las que había de sujetarse el «Instituto para
la investigación del problema judío», que fue inaugurado el 28 de marzo de
1941. El fiscal americano Walter W. Brudno leyó lo que entonces escribió
Rosenberg en el Völkischen Beobachter:

«Para Alemania, el problema judío será solucionado cuando el último


judío haya abandonado el territorio alemán. Dado que Alemania, con su sangre,
ha procurado que Europa vuelva en conjunto a disfrutar de libertad frente al
parasitismo judío, creemos poder decir en nombre de todos los europeos: Para
Europa, el problema judío será definitivamente solucionado cuando el último
judío haya abandonado el continente europeo».

De un modo menos circunspecto y académico solía expresarse Julius


Streicher, el jefe de los francos y enemigo número uno de los judíos. En su
semanario antisemita Der Stürmer, que llegó a alcanzar una edición de hasta
seiscientos mil ejemplares, se manifestaba el odio que Streicher sentía contra los
judíos en su forma más vil y baja.

En mayo de 1939, mucho antes de estallar las hostilidades, exigía Der


Stürmer:

«Ha de llevarse a cabo una expedición de castigo contra los judíos en


Rusia, una expedición que les proporcione el fin que deben tener todos los
criminales y asesinos. ¡La pena de muerte, la ejecución! Han de ser muertos los
judíos en Rusia. Han de ser muertos y eliminados y no dejar una sola huella de
su paso.»

¿A qué era debido que el antiguo maestro de escuela, Gauleiter y general


honorario de las SA, Julius Streicher, sintiera un odio tan fanático contra los
judíos? También él cargó las culpas sobre el Führer cuando el 29 de abril de 1946
fue preguntado sobre esto por su defensor, el doctor Hans Marx.

Streicher: «Antes de que Adolfo Hitler fuera conocido públicamente, yo


ya había escrito contra los judíos. Pero fue gracias a su libro Mi lucha que
comprendí la verdad histórica de la cuestión judía. Adolfo Hitler declaró, ante
toda la opinión pública mundial, en su libro que él era antisemita y que conocía
a fondo el problema judío».

Tampoco el doctor Marx pudo rehuir las pruebas que presentó la


acusación y que hacían referencia a los numerosos artículos que había escrito
Streicher para Der Stürmer, pero sí intentó borrar aquella impresión tan penosa y
le tendió un puente a su defendido:

—Puede reprochársele a usted que trató, de un modo unilateral y


subjetivo, solamente las cualidades negativas de los judíos, mientras que nunca
prestó usted la debida atención a las cualidades positivas de los judíos. ¿Cómo
se explica esto?

Streicher: «Es lógica y natural que yo, en mi calidad de antisemita y


después de haber estudiado el problema a fondo, no tuviera el menor interés en
destacar las cualidades positivas de los judíos. Tal vez yo no viera esas
cualidades, pero es cierto que no tuve el menor interés en hacer averiguaciones
en este sentido y tampoco intenté saber cuáles podían ser estas cualidades».

Doctor Marx: «Gracias».

Streicher repitió varias veces no haberse enterado de las matanzas de


judíos. Pero el fiscal inglés J. M. G. Griffith-Jones, le sometió a
contrainterrogatorio:

—Esta misma mañana, cuando usted ha hablado sobre el Israelitischen


Wochenblatt, ha dicho: «A veces los periódicos hacían insinuaciones de que no
todo era tal como debía ser. Más tarde, en el año 1943, apareció un artículo que
decía que desaparecían grandes masas de judíos, pero no se presentaban cifras y
tampoco se hacía mención alguna de haberse cometido asesinatos». ¿Afirma
usted sinceramente que en estas ediciones del Israelitischen Wochenblatt que
leían usted y sus redactores no se decía otra cosa sobre la desaparición y no se
hacía mención de cifras ni de crímenes? ¿Pretende usted afirmar esto ante el
Tribunal?

Streicher: «En efecto, me mantengo firme en lo dicho».

Griffith-Jones: «En este caso le ruego a usted eche una mirada a esta
colección de la revista. Son una recopilación de artículos del Israelitischen
Wochenblatt desde julio de 1941 hasta el final de la guerra. El Tribunal podrá
ahora demostrar lo que dice en rigor un fanático de la verdad. Por favor, fíjese en
la primera página, es un artículo del 11 de julio de 1941. "En Polonia murieron el
año pasado unos cuarenta mil judíos; no hay una sola cama más en los
hospitales". Puede usted continuar hojeando, señor acusado. El 12 de diciembre
de 1941: "Según informaciones recibidas de fuentes fidedignas, han sido
ajusticiados en Odesa miles, dicen incluso muchos miles, de judíos.
Informaciones parecidas se han recibido procedentes de Kiew y de otras
ciudades rusas". ¿Lo ha leído usted?»

Streicher: «Y aunque lo hubiese leído, esto no cambiaría el caso. No es


ninguna prueba».

Streicher continuó negando cuando el fiscal le demostró que el Der


Stürmer había tenido ocasión de estudiar las condiciones de vida en los guettos
con sus propios ojos. El 6 de mayo de 1943 fue publicado el artículo de un testigo
ocular en la revista, y Griffith-Jones leyó unos cuantos párrafos que nos parecen
de una acusada tendencia sadista:

—Der Stürmer destinó a sus redactores fotográficos a los diversos ghettos


del Este. Uno de los redactores del Stürmer conocía a fondo a los judíos y no
había nada que pudiera sorprenderle. Pero lo que vio el enviado en aquellos
ghettos, fue para él una experiencia única. "Lo que se me ofreció allí a mis ojos y
a mi "Leica", me convenció plenamente de que los judíos no son seres humanos,
sino hijos del diablo y abortos del crimen. Esta raza satánica no tiene derecho a
la existencia". Ahora sabe usted, aunque no dé crédito a las cifras, que desde que
comenzó la guerra fueron asesinados millones de judíos. ¿Lo sabe usted? Ha
escuchado usted las pruebas, ¿no es cierto?

Streicher: «Lo creo».

Griffith-Jones: «Lo único que deseo saber es si ha oído usted las pruebas.
Puede usted contestar sí o no, pero sospecho será un sí».

Streicher: «Sí, pero añado al mismo tiempo que la única prueba válida
para mí es el testamento del Führer. En él declara que estas matanzas se llevaron
a cabo por orden suya. Esto es lo que creo. Ahora sí creo en ello».
Griffith-Jones: «¿Cree usted que esta matanza de millones de judíos se
hubiese podido llevar a cabo en el año 1921? ¿Cree posible que bajo otro
régimen, en el año 1921, hubiesen podido ser muertos seis millones de hombres,
mujeres y niños judíos?»

Streicher no contestó a esta pregunta. No quería confesar que su odiosa


propaganda había de provocar algún día nefastas consecuencias para el pueblo
judío. Pero en el fondo, Streicher ya había contestado en una ocasión anterior a
esta misma pregunta, cuando, aunque de un modo muy exagerado, había escrito:
"La labor del Stürmer contribuirá para que hasta el último alemán se entregue de
corazón a la lucha para cortarle la cabeza al judaísmo internacional".

Este antisemitismo sistemático influyó enormemente en la juventud


alemana. La acusación presentó unas pruebas concluyentes de cómo se
implantaba el odio a los judíos en el corazón de los jóvenes alemanes. Por
ejemplo, en un libro ilustrado, Bilderbuch fuer Gross und Klein, publicado en la
editorial "Der Stürmer", propiedad de Streicher, se decía: "Ha mandado
imprimir el Stürmer,/ y por eso le odian a muerte/ por eso los judíos chillan
tanto,/ pero a Streicher eso poco le importa, pues desde hace años lucha valiente,
y todo el mundo le conoce".

Y el Frankische Tageszeitung, del 22 de diciembre de 1936, publicó:

«El Gauleiter habló a la juventud de aquellos tiempos tan terribles de la


posguerra. "¿Sabéis quién es el diablo?", les preguntó a aquellos muchachos que
le escuchaban con la respiración contenida. "¡El judío! ¡El judío!", gritaron todos
al unísono».

En enero de 1938 publicó el Der Stürmer lo siguiente:

«Cabe considerar como mérito del Stürmer haber instruido debidamente


al pueblo alemán, en una forma fácilmente comprensible, sobre el peligro que
representa el judaísmo para el mundo entero. Der Stürmer ha estado muy
acertado en enfocar este problema, no desde un punto de vista estético, puesto
que por su parte el judaísmo en ningún momento ha tenido la menor
consideración frente al pueblo alemán, y por este motivo tampoco nosotros
hemos de andarnos por las ramas cuando se habla de los judíos. Lo que no
emprendamos hoy contra el judaísmo puede, en el día de mañana, ser nefasto
para nuestra juventud».

Este artículo iba firmado por el jefe de las Juventudes del Reich Baldur
von Schirach. El Tribunal le condenó principalmente por sus crímenes durante
su reinado como Gauleiter y Reichstatthalter de Viena. En el Escrito de
Acusación se decía que Baldur von Schirach era responsable de la deportación
de sesenta mil judíos de Viena. Baldur von Schirach le era fiel a Hitler, afirmó la
acusación. Era un idealista que había sido engañado repetidas veces, alegó la
defensa. Lo más probable es que fuera las dos cosas a la vez, idealista y
cortesano. Fue responsable de que en el año 1933 se disolvieran todas las
organizaciones juveniles del Reich que pudieran rivalizar con su «Hitler-
Jugend». Educó a la juventud para la guerra.

Thomas J. Dudd, fiscal de los Estados Unidos, interrogó en relación con


las canciones que entonaba la Hitler-Jugend:

—La última prueba que le presentamos es una anotación del Diario del
ministro de Justicia sobre un proceso contra el vicario católico Paul Wasmer y se
plantea la cuestión en la decisión de si Rosenberg ha de presentar denuncia por
calumnia y difamación. El obispo había citado en su sermón una canción que era
cantada por las juventudes hitlerianas: «El Papa y el rabino que se larguen, fuera
todos los judíos». Ha afirmado usted ante este Tribunal no haberse inmiscuido
nunca en asuntos de la Iglesia católica o protestante...

Entre las muchas canciones que citó Dodd, también figuraba la siguiente:

«Somos las alegres juventudes hitlerianas,

no precisamos de ninguna de las virtudes cristianas,

nuestro Führer es Adolfo Hitler,

y siempre intercederá por nosotros.

Ningún cura, ningún malo, puede impedirnos,

que nos consideremos hijos de Hitler.»

Schirach confesó que había educado a las juventudes alemanas en un


ambiente militarista. Fueron especialmente concluyentes las cifras que el fiscal
Dodd presentó ante el Tribunal y que fueron admitidas por Schirach. En el año
1938 figuraban en las Juventudes hitlerianas de la Marina cuarenta y cinco mil
muchachos, la Motor-Hitler-Jugend comprendía setenta mil miembros,
cincuenta y cinco mil miembros de la Hitler-Jugend recibían instrucciones en
vuelos de aviones a vela y setenta y cuatro mil estaban organizados en unidades
de la aviación. Estas cifras fueron publicadas en un artículo en el Völkischen
Beobachter, del 21 de febrero de 1938, que terminaba con la siguiente frase: «Un
millón doscientos mil muchachos reciben instrucción premilitar».

Baldur von Schirach fue uno de los pocos en Nuremberg que confesó
plenamente su culpabilidad. Dijo mucho más sobre la ruta tan falsa por la que
había sido conducida la juventud alemana que las montañas de acusaciones de
papel impreso contra las Juventudes hitlerianas. El 24 de mayo de 1946, Schirach
declaró desde el estrado de los testigos:

«Eduqué a esta generación en la fe y la fidelidad a Hitler. El movimiento


juvenil que creé llevaba su nombre. Creía servir a mi Führer, que haría que
nuestro pueblo y nuestra juventud sería grande, libre y feliz. Millones de
jóvenes creyeron conmigo en estos altos ideales y que eran los representantes
del nacionalsocialismo. Muchos cayeron a causa de estos ideales en el campo de
batalla. Yo tengo la culpa y responderé ante Dios, ante mi pueblo alemán y
nuestra nación por haber educado a esta juventud para beneficiar a un hombre
que durante muchos, muchísimos años consideré como Führer y jefe de Estado
como un ser intocable, haber educado para él una juventud que le veía a través
de mis propios ojos. Soy culpable de haber educado a la juventud para un
hombre que era el asesino de millones de seres humanos.»

Muy tarde llegó el jefe de las Juventudes del Reich, Schirach, a este
reconocimiento. Demasiado tarde. ¿Qué le había escrito a Streicher? ¿No le
había escrito, acaso, que todo lo que no llevaran a la práctica ahora lo pagaría
amargamente la juventud del mañana?

Los tambores de la Hitler-Jugend de Baldur von Schirach hacían desfilar


al paso militar a la juventud alemana. El director de orquesta que diariamente
por la radio y por la prensa instigaba al pueblo a marchar como si fueran
soldados, se llamaba Hans Fritzsche. Ingresó en el Partido después de haber
llegado este al poder. Se hizo popular y avanzó rápidamente en su carrera
gracias a sus comentarios por radio: "Aquí habla Hans Fritzsche". Como director
de la Prensa alemana, Fritzsche controlaba los dos mil trescientos diarios
alemanes. Era la mano derecha del ministro de la Propaganda, Josef Goebbels. Y
como este puso, voluntariamente, fin a su vida, Fritzsche se encontraba ahora en
lugar de su antiguo jefe en el banquillo de los acusados de Nuremberg.

Fritzsche fue absuelto. Se le acusó de haber difundido noticias falsas,


pero no se le pudo demostrar que él hubiese reconocido como falsas estas
noticias. El caso más sobresaliente fue el hundimiento del Athenia por un
submarino alemán. Fritzsche le había dado en aquella ocasión la culpa a
Churchill. El Tribunal creyó su versión de que había sido en la cárcel donde el
gran almirante Raeder le había informado de la verdad de los hechos.

En el estrado de los testigos, Fritzsche expuso todos sus conocimientos


sobre la máquina propagandística del Tercer Reich cuando el doctor Hans Fritz
le preguntó por sus actividades.
Fritzsche: «La Prensa era dirigida por el jefe de Prensa del Reich, doctor
Dietrich. Daba sus instrucciones de un modo muy correcto, generalmente, en
unos términos claramente redactados, en la llamada «Consigna diaria del jefe de
Prensa del Reich". Habitualmente solía añadir a estas consignas los comentarios
que había de hacerse después de una conferencia de Prensa. El doctor Dietrich
pasaba la mayor parte del tiempo en el Cuartel general del Führer y recibía las
instrucciones directamente de Hitler. Los adjuntos del doctor Dietrich eran
Sündermann y Lorenz. Uno de los hombres que más influencia tenía sobre la
Prensa alemana era el Reichsleiter Amann por ser el jefe de las organizaciones
de los editores.

Se creó una pequeña conmoción en Nuremberg cuando Fritzsche, que


después de haber sido hecho prisionero de guerra vivía en Moscú, comentó los
documentos que había firmado en aquella ciudad cuando fue interrogado por el
fiscal soviético Roman Rudenko.

Fritzsche: «Puse mi firma al pie de estos documentos después de muchos


meses de penalidades en una celda individual. Firmé el documento porque otro
preso me confesó que una vez al mes dictaban sentencia basándose en tales
documentos y sin interrogar ni una sola vez a los encartados y porque creía que
firmando el documento sería juzgado y pondrían fin a mis sufrimientos. Pero
quiero remarcar también, y no quiero ser mal interpretado en este caso, que en
ningún momento fui objeto de malos tratos de obra, que en ningún momento
emplearon la violencia conmigo y que fui tratado de un modo humano, aunque,
como ya he dicho, mi cautiverio estuvo sujeto a muchas penalidades y
sufrimientos».

Rudenko: «Bien. Supongo que no confió usted en ningún momento,


acusado Fritzsche, que después de todo lo hecho por usted le destinaran a un
balneario. Por todas las actividades desplegadas por usted había de terminar
forzosamente en una cárcel, y una cárcel no es un hotel».

Fritzsche fue acusado por una declaración del antiguo mariscal de campo
Ferdinand Schörner. Rudenko leyó esta declaración:

—Sé que Fritzsche fue un colaborador muy apreciado del Ministro de


Propaganda y que gozaba en los círculos nacionalsocialistas, así como también
entre el pueblo alemán, de gran celebridad y grandes simpatías. Se ganó esta
fama y estas simpatías por sus informes semanales sobre la guerra, sobre la
situación internacional, unos comentarios que él leía por la radio. Con
frecuencia escuché personalmente estos comentarios. Comentarios que estaban
imbuidos de una profunda fe en el Führer y en el nacionalsocialismo, los
consideré siempre como las directrices del Partido y del Gobierno.
Rudenko: «¿Qué contesta usted?»

Fritzsche: «No tengo que hacer la menor objeción a este juicio y declaro
que...»

Presidente: «¿Dónde fue interrogado usted y dónde firmó el documento?»

Rudenko: «En Moscú».

Presidente: «El hombre que hizo esta declaración, ¿era libre o prisionero?»

Rudenko: «En aquellos momentos era prisionero de guerra».

Presidente: «¿Firmó el hombre que hizo esta declaración el documento?»

Rudenko: «Desde luego, el documento fue firmado por él».

Era evidente que Rudenko no podía convencer al Tribunal con aquellas


pruebas tan poco consistentes. Pero al fin logró colocar a Fritzsche en una
situación sumamente delicada:

—El 9 de abril de 1940 pronunció usted un discurso durante el cual


expuso los motivos de una posible ocupación de Noruega. Le entregaremos
ahora un resumen de este discurso pronunciado por radio y voy a citar el último
párrafo del mismo: "El hecho que los soldados alemanes hubieron de cumplir
con su deber, dado que los ingleses habían violado la neutralidad de Noruega,
no terminó en una acción de guerra, sino con una acción de paz. Nadie fue
herido, ni una sola casa fue destruida, y la vida cotidiana continuó en toda su
normalidad". Esto era una mentira. ¿Lo confiesa usted o trata de negarlo?»

Fritzsche: «No, no era una mentira...»

Rudenko: «¿No era ninguna mentira?»

Fritzsche: «...Puesto que yo mismo había estado en Noruega y lo había


visto todo con mis propios ojos. Y si usted tiene la bondad de que lea lo que
sigue, entonces...»

Rudenko: «Un momento, esto lo leeremos luego».

Presidente: «Pero, general Rudenko, ha de permitirle usted que se


explique. Quiere leer la frase que sigue que, según él, lo explicaba todo.»

Rudenko: «Está bien».


Fritzsche: «La frase siguiente dice: "Incluso en aquellos casos en que las
tropas noruegas ofrecieron resistencia, engañadas por el Gobierno noruego, la
población civil apenas fue afectada, pues los noruegos lucharon fuera de las
ciudades y de los pueblos"».

Rudenko: «Bien. Pero ahora le voy a presentar otro documento: el


"Informe del Gobierno noruego". Escuche usted ahora, acusado Fritzsche, un
documento que refleja la verdad de lo ocurrido. Leo: "El ataque alemán contra
Noruega, el 9 de abril de 1940, sumió, por primera vez en el curso de ciento
veintiséis años, a Noruega en una guerra. Durante dos meses, la guerra azotó el
país y provocó destrucciones por valor aproximado de doscientos cincuenta
millones de coronas. Más de cuarenta mil casas sufrieron desperfectos o fueron
destruidas y fueron muertas unas mil personas entre la población civil". Esta era
la realidad de la situación. ¿Confiesa usted que su discurso del 2 de mayo de
1940 estaba, como de costumbre, lleno de falsedades?»

Como Fritzsche no lo confesó, el Tribunal lo absolvió. Tal vez porque


algunos de los documentos presentados por Rudenko eran harto inconsistentes,
quizá por haberse tenido en cuenta que la propaganda no se había realizado
siempre de un modo ortodoxo por ambos bandos beligerantes. Sea como fuere,
Fritzsche, Schirach, Streicher y Rosenberg desplegaron una intensa actividad
para engañar al pueblo alemán. Fueron los propagadores de las teorías del
diablo, prepararon el campo para los planes criminales del nacionalsocialismo.
Sus filosofías y actividades se manifestaron de un modo trágico en la cuestión
de los judíos. De un modo menos abierto, pero con la misma falta de escrúpulos
de siempre, también combatieron la Iglesia:

«La misma esencia de la actual revolución mundial está en el despertar de


los tipos raciales», escribió Alfred Rosenberg en su biblia Der Mythus des 20.
Jahrhunderts. Y el fiscal americano Walter W. Brudno leyó otros párrafos del
mencionado libro:

—«Hoy despierta una nueva fe: el mito de la sangre, la creencia de


defender con sangre la esencia divina del ser humano. La sangre nórdica
representa aquel misterio que sustituye a los antiguos sacramentos.»

Los sangrientos frutos de aquella siembra, que Rosenberg ayudó a


sembrar con su Mythus, se vuelven ahora contra él. Como ministro del Reich
para los países ocupados del Este, había de hacerse cargo de los documentos
escritos que le mandaban sus subordinados... unos informes como el que leyó
Jackson ante el Tribunal:

«En presencia de un miembro de las SS, un dentista judío hubo de


extraerles los dientes o puentes de oro de las bocas de los judíos alemanes y
rusos, antes de que fueran ajusticiados. Hombres, mujeres y niños eran
encerrados en unos hornos y quemados vivos. Los campesinos, sus esposas e
hijos eran fusilados acusados de haber colaborado con las bandas.»

En la filosofía del nacionalsocialismo no cabe ningún sentimiento de


humanidad. Martin Bormann escribió el 7 de junio de 1941 en una orden secreta
dirigida a todos los Gauleiter:

«No pueden conciliarse los puntos de vista nacionalsocialistas y


cristianos. Nuestra filosofía nacionalsocialista está muy por encima de la
filosofía del cristianismo.»

«No existe una filosofía cristiana y tampoco una moral cristiana», declaró
el 17 de agosto de 1939 Hans Kerrl, ministro de Cultos del Reich.

En su Mythus, Rosenberg escribió sobre la nueva filosofía:

«No admite ningún otro centro de fuerzas a su lado, ni el amor cristiano,


ni tampoco el humanitarismo de los masones, ni tampoco la filosofía romana.»

Por consiguiente, ¡aniquilar definitivamente el amor cristiano! Y Bormann


triunfaba, una vez más, con la orden ya mencionada:

«Cuando en el futuro nuestra juventud deje de oír hablar sobre este


cristianismo, que está muy por debajo de nuestras enseñanzas, entonces el
cristianismo desaparecerá él solo.»

—Bormann también declaró —indicó el fiscal americano Robert G.


Storey, en Nuremberg—, que las Iglesias no podían ser destruidas por medio de
un compromiso, sino solamente a través de una nueva filosofía tal como era
expuesta y anunciada en las obras de Rosenberg.

Storey siguió leyendo entre los documentos que habían sido capturados:

—Bormann propuso la redacción de un catecismo nacionalsocialista para


crear de este modo el fundamento de la nueva moral nacionalsocialista y
paulatinamente sustituir a la moral cristiana. Bormann propuso unificar algunos
de los Diez Mandamientos con el catecismo nacionalsocialista y añadir otros
mandamientos nuevos. Por ejemplo: «Has de ser valiente», «Has de mantener
pura tu sangre», etc., etc.

En el cotarro también dejó oír su voz Rudolf Hess, y Bormann le cita en el


mismo escrito.
«El lugarteniente del Führer considera muy conveniente que todos estos
problemas se discutan lo antes posible en presencia de todos los Reichsleiter.»

La Fiesta Germánica debía sustituir las Navidades y en lugar del bautizo


inventaron una nueva ceremonia: «el nombramiento». Pero todos estos detalles
son externos y secundarios. Mucho más decisiva es la lucha contra las dos
Iglesias, a la que prestaron su colaboración tanto el Estado como el Partido.

Ciertamente, la Santa Sede firmó un Concordato con Hitler, pues en el


Vaticano creían que por medio de los tratados podía levantarse un dique. Los
sacerdotes de todos los rangos prestaron pleitesía al dictador por tambalearse en
sus creencias o por creer que con el tiempo lograrían convencerle de que
caminaba por una senda llena de errores. Las Iglesias buscaron compromisos,
hicieron concesiones tácticas, creyeron obligado hacer uso de los medios leales.
Pero, a pesar de todo, en el fondo se alzaba la valentía de los más altos
dignatarios de la Iglesia y de miles de sacerdotes. Los campos de concentración
se iban llenando. Cualquier palabra pronunciada desde el púlpito podía ser
motivo de detención. Los católicos y los protestantes se convertían en las nuevas
víctimas de la Gestapo.

Un nuevo método propagandístico "el espontáneo levantamiento


popular", organizado en innumerables ocasiones por los nacionalsocialistas, se
empleó igualmente en esta lucha. El fiscal Storey presentó un característico
ejemplo ante el Tribunal:

—Presento como prueba el Documento 848-PS. Es un telegrama expedido


desde Berlín a Nuremberg por la Gestapo, el 24 de julio de 1938, y hace
referencia a las demostraciones y actos de violencia contra el obispo Sproll en
Rottenburg. Cito:

«El Partido llevó a la práctica el 23 de julio de 1938, a partir de las


veintiuna horas, la tercera demostración contra el obispo Sproll. De dos mil
quinientos a tres mil manifestantes fueron transportados desde otros lugares en
autocares. La población de Rottenburg no participó en estas demostraciones,
sino que, en cambio, adoptó una actitud enemistosa frente a los manifestantes.
Por este motivo, el Partido y sus miembros se enfrentaron con una situación
sumamente delicada. Los manifestantes asaltaron el palacio y derribaron las
puertas. De ciento cincuenta a doscientas personas penetraron en el palacio,
registraron las habitaciones, arrojaron los archivos por las ventanas y rompieron
las camas, incendiando una de ellas.»

Casi todas las sedes obispales en Alemania fueron, en un momento u otro,


objeto de estas violentas manifestaciones. Estas manifestaciones eran
organizadas por el Partido, eran ordenadas desde arriba y siempre se
lamentaban los responsables: «La población no ha participado en la
manifestación».

En Nuremberg dijo el acusador Storey:

«Llamo ahora la atención sobre un documento que contiene extractos de


las solemnes instrucciones de Su Santidad el Papa Pío XII al Sacro Colegio el 2
de junio de 1945. Su Santidad declara que durante los doce años que vivió entre
el pueblo alemán aprendió a conocer sus relevantes virtudes. Expresa su
confianza en que Alemania se levantará para llevar una vida más digna tan
pronto haya vencido el satánico fantasma del nacionalsocialismo y los culpables
se hayan arrepentido de sus crímenes. Leo en el Osservatore Romano:

»"En efecto, la lucha contra la Iglesia ha ido aumentando cada vez más:
destrucción de las organizaciones católicas, violaciones del modo de pensar de
los ciudadanos, de un modo especial de los funcionarios, difamación de la
Iglesia, del clero, de los fieles, clausura y confiscaciones de institutos cristianos,
destrucción de la Prensa y de las editoriales católicas. Cuando fracasaron todos
los intentos de encontrar una solución pacífica, Pío XII descubrió, el Domingo
de Pasión de 1937, en su Encíclica Con viva preocupación, ante todo el mundo, lo
que era el nacionalsocialismo: la negación de Jesucristo, la negación de sus
enseñanzas, el culto de la violencia, la adoración de la raza y de la sangre, la
negación de las libertades y de la dignidad humanas..."»

De las cárceles, campos de concentración y fortalezas salían ahora, junto


con los presos políticos, todos aquellos testigos, tanto clérigos como legos, cuyo
único crimen había sido su fe en Cristo o el cumplir, sin ninguna clase de temor,
el compromiso que habían contraído en la defensa de su Iglesia. En primer lugar
figuraban, tanto por su número como por los malos tratos de que habían sido
víctimas, los sacerdotes polacos. De 1940 a 1945 fueron internados en Dachau
dos mil ochocientos sacerdotes de todas las nacionalidades, entre ellos el obispo
de Wladeslawa, que murió allí del tifus. Cuando fue liberado el campo, ya solo
quedaban cuatrocientos ochenta. Todos los demás habían muerto. En el verano
del año 1942 estaban internados en este campo cuatrocientos ochenta sacerdotes
de lengua alemana, de los cuales cuarenta y cinco eran protestantes y el resto
católicos. A pesar de la afluencia cada vez más numerosa de internados, sobre
todo de las diócesis de Baviera, de Renania y de Westfalia, su número, debido al
elevado índice de mortalidad, no sobrepasaba los trescientos cincuenta. Hemos
de contar también el gran número de sacerdotes procedentes de los países
ocupados: Holanda, Bélgica, Francia, como el obispo de Clermont, de
Luxemburgo, Eslovenia e Italia. Muchos de esos sacerdotes aguantaron
indecibles sufrimientos por defender con valentía su fe. En algunos casos, el
odio de esos individuos sin fe llegó al extremo de colocar a los sacerdotes
internados en los campos de concentración, coronas de espinas.
Pero lo que Pío XII declaró sobre esto cuando terminó la guerra, no
incluye, de ningún modo, la amplitud de la guerra que se llevó contra la Iglesia.
Un nuevo documento, al que hizo referencia el fiscal Storey, hablaba de la
intervención en este caso de las SD y de la Gestapo:

«—Se trata de un documento de la oficina regional de la Gestapo de


Aquisgrán y releva uno de los objetivos de la Gestapo: el aniquilamiento y la
destrucción de la Iglesia. Este documento, fechado el 12 de mayo de 1941, Berlín,
procede de la Oficina central de Seguridad del Reich, Sección IV, B-1. Va
destinada a todas las oficinas de la Gestapo en el Reich: «El jefe de la Oficina
central de Seguridad del Reich ha ordenado que, con fecha de hoy, la vigilancia
y el control policíaco de las iglesias dependa de la competencia de la Gestapo".

»Algo más tarde, el 22 y 23 de septiembre de 1941, se celebró en la Oficina


central de Seguridad del Reich una conferencia de los llamados comisarios para
asuntos eclesiásticos, que habían sido adscritos a las oficinas de la Gestapo.
Fueron tomadas notas y voy a leer las conclusiones a que llegaron en el curso de
aquella reunión:

»"Todos ustedes han de dedicarse a esta labor con verdadero fanatismo y


de todo corazón. Lo principal es enfrentarse siempre y en todo momento con
decisión, voluntad y eficaz iniciativa al enemigo —el "enemigo" es la Iglesia—.
La Iglesia no debe recuperar ninguno de los puntos que ya ha perdido. Otro de
los objetivos es el siguiente: Acusar a la Iglesia de alta traición en la lucha que el
pueblo alemán lleva para sobrevivir.»

La Gestapo y el SD desempeñaron un papel de suma importancia en la


mayoría de estas acciones tan criminales. La índole de estos crímenes,
prescindiendo por completo de los casos individuales en que miles de personas
fueron torturadas y muertas, se lee como si fuera el auténtico Diario del diablo.
Fueron los principales órganos en la persecución de la Iglesia.

La Gestapo y el SD, que es lo mismo que decir campos de concentración,


y en muchos miles de casos, la muerte por la violencia. El sacerdote Bruno
Theek, que habló sobre el infierno de Dachau, declaró lo siguiente:

«—En dos barracones, previstos, en su origen, para albergar a doscientos


hombres, habían sido internados unos tres mil sacerdotes de todas las religiones
y de todos los países europeos en unas condiciones infames e indignas. Muchos
sufrieron una muerte infamante. Presencié cómo un anciano sacerdote polaco,
que no entendía una sola palabra de alemán, fue interrogado por el jefe del
barracón, un brutal antiguo SA-Sturmführer, que estaba también internado, y al
no recibir respuesta este apaleó tan salvajemente al sacerdote polaco, que murió
aquella misma noche.»
Pero a pesar del destino que les esperaba detrás de aquellas alambradas
cargadas de electricidad, continuamente se alzaban nuevos hombres..., no para
luchar por ellos mismos, sino en nombre de su Iglesia, por su amor a la
humanidad entera. El producto de la «filosofía» de Hitler, Rosenberg, Bormann
y Kerrl: el miembro de las SS que vigila cómo les extraen los dientes y puentes
de oro a los prisioneros judíos... y sus contrincantes. Aquí se cierra de nuevo el
círculo.

En Nuremberg habían abierto un nuevo capítulo, muy negro por cierto,


que acusaba al nacionalsocialista. Su contenido podía resumirse en muy pocas
palabras: «Tu obligación es matar».

Matar a los débiles, a los enfermos, a los ancianos, a los mutilados, a los
incapacitados para el trabajo, a los no gratos. Matar a todos los que no hacían
nada para ganarse el sustento de cada día.

Esta era la consigna interna del Partido. En la nueva doctrina de Bormann


no había lugar para la caridad. En la «filosofía» de Rosenberg, la caridad y el
amor solo son «basuras morales». En su Mythus habla de la «hipócrita
desintegración de los valores que en el curso de la historia occidental han caído
sobre nosotros en las más diversas formas de humanidad y que tan pronto se
llama democracia, como caridad social, o también humildad y amor».

La horrenda silueta del miembro de las SS que asiste impasible a cómo le


extraen las muelas a los judíos, del médico que le suministra una inyección
mortal a los indefensos..., toda estas son las consecuencias del misterio de la
sangre nórdica de Rosenberg, este misterio que sustituye y supera los antiguos
sacramentos.

Se establece un contraste que fue objeto de discusión en el Tribunal en


Nuremberg. Muy ligado al complejo de la persecución de la Iglesia aparece
también el llamado «programa eutanásico», del mando nacionalsocialista, pues
fue precisamente en este caso concreto en el que las Iglesias levantaron más
vivamente su protesta en su lucha por uno de los principios más queridos de la
humanidad.

El presbítero católico de Santa Eudevigis de Berlín, Bernhard Lichtenberg,


acostumbrada a decir después de cada misa: «Y ahora recemos por los judíos».
Hacía caso omiso de los confidentes de la Gestapo en su iglesia y predicaba: «En
las casas de Berlín difunden un escrito difamatorio contra los judíos. En esta
hoja se afirma que todos los alemanes que partiendo de un falso
sentimentalismo ayudan a los judíos, traicionan a su propio pueblo. No nos
dejemos engañar por esta consigna anticristiana, sino que limitémonos a lo que
señala Jesucristo: Amemos al prójimo como a nosotros mismos».
En el camino hacia el campo de concentración de Dachau fue silenciada
definitivamente la voz de Lichtenberg, pero otros levantaron más fuertes aún
sus voces para protestar contra aquel frío asesinato que el Führer del Estado y el
Partido calificaba de «muerte de gracia».

Hans Heinrich Lammers, jefe de la Cancillería del Reich de Hitler, fue


interrogado en el estrado de los testigos de Nuremberg por el defensor de Keitel,
el doctor Otto Nelte, sobre los orígenes del llamado programa eutanásico.

Doctor Nelte: «¿Conoce usted algo de las intenciones de Hitler de


eliminar, por medio de una muerte sin dolor, a los enfermos mentales
incurables?»

Lammers: «Sí. Esta idea la expuso Hitler, por primera vez, en el otoño del
año 1939. El secretario de Estado en el Ministerio del Interior del Reich, doctor
Conti, recibió el encargo de estudiar detenidamente esta cuestión. Me opuse,
pero dado que el Führer insistía, propuse entonces que todo el asunto había de
enfocarse con todas las garantías necesarias y regulado por las leyes. Ordené
también que esbozaran esta ley en cuestión y en el año 1940 el estudio que en un
principio se le había confiado al secretario de Estado Conti le fue encargado al
Reichsleiter Bouhler. Este conferenció con Hitler, el cual no autorizó la ley tal
como había sido presentada, aunque tampoco la rechazó de pleno, pero más
tarde, sin que yo participara en ningún momento en esta acción dio orden de que
fueran muertos todos los enfermos mentales incurables. Esta orden la dio al
Reichsleiter Bouhler y al médico profesor doctor Brandt que entonces estaba a
sus servicios directos.»

El fiscal americano Robert G. Storey leyó el citado documento que lleva la


fecha del 1.º de septiembre de 1939 y que aparece escrito sobre el papel de carta
particular de Hitler:

«Reichsleiter Bouhler y doctor médico Brand son autorizados, bajo su


responsabilidad, a conceder amplios poderes a los médicos para que aquellos
enfermos mentales incurables sufran la muerte de gracia. Firmado: Adolfo
Hitler.»

El Reichsleiter Martin Bormann, la mano derecha de Hitler, informó el 1.º


de octubre de 1940 a los Gauleiter. El fiscal inglés Griffith-Jones leyó:

—El Führer había dado la orden. La ley había sido firmada. Hoy solo
serán tratados los casos muy claros o aquellos completamente incurables. Más
tarde se efectuará una ampliación.

Bormann escribió aquel mismo día:


«La acción comenzará dentro de muy poco. Hasta la fecha apenas se han
cometido errores. Treinta mil liquidados. De cien mil a ciento veinte mil
esperan. El círculo de los iniciados debe mantenerse muy reducido. Si se hace
necesario se debe avisar, oportunamente, a los Kreisleiter.»

Había comenzado el asesinato en masa, aunque los asesinos procuraban


que «el círculo de los iniciados fuera muy reducido». Pero, a pesar de esta
preocupación, la acción no podía quedar ignorada cuando, de pronto,
aumentaron notablemente los casos de defunción en los hospitales y sanatorios,
cuando cada día eran más los familiares de los enfermos que recibían la noticia
de que el enfermo había muerto.

La jefatura nacionalsocialista de Erlangen, donde estaba enclavado uno de


los mayores sanatorios de Alemania, se vio obligada, el 26 de noviembre de 1940,
a mandar un informe a Berlín. Este informe presentado ante el Tribunal de
Nuremberg, fue leído por Griffith-Jones:

«En este sanatorio se presentó hace poco, en nombre del Ministerio del
Interior, una comisión compuesta por un médico y varios estudiantes.
Examinaron las historias clínicas de los enfermos internados en esta institución.

»La Comisión dictaminó cuáles eran los enfermos que "habían de ser
trasladados a otro sanatorio" y declaró "que una compañía de transportes de
Berlín se haría cargo del traslado de los enfermos y que el director del sanatorio
había de obedecer las instrucciones de esta compañía que estaba en posesión de
la lista nominal de todos los enfermos". Esta compañía se hacía llamar
"Transportes Sociales, Sociedad Limitada".

»Siguiendo estas instrucciones —continuaba diciendo el informe—, han


sido trasladados hasta la fecha, en tres transportes, 370 pacientes a Sonnenstein,
cerca de Pirna y a la región de Linz. Otro transporte ha sido previsto para el mes
de enero del año próximo. Algunos familiares de los pacientes recibieron, poco
tiempo después de haber abandonado el transporte nuestro sanatorio, el
comunicado de defunción de varios de los enfermos. Como causa de muerte
alegaron en algunos de los casos pulmonía; en otros, enfermedades infecciosas.
Se informaba, igualmente, a los familiares que se habían visto obligados a
incinerar los cadáveres y les mandaban sus ropas y objetos de uso personal. La
oficina estadística de Erlangen fue informada igualmente de otras muertes
causadas, como en los casos anteriores, por pulmonías o enfermedades
infecciosas, lo que no corresponde, de ningún modo, con las historias clínicas de
los pacientes, lo que hace suponer que se trata de informaciones falsas. La
población está muy intranquila e inquieta sobre este traslado de los enfermos y
atribuye los frecuentes casos de muerte a esta acción. La población ya habla en
términos muy claros y convincentes de que los enfermos son liquidados, y estas
manifestaciones resultan mucho más graves en tiempos de guerra. Todos estos
incidentes son motivos que aprovechan la Iglesia y otros círculos religiosos para
arremeter nuevamente contra el nacionalsocialista.»

Estas son las objeciones que presentaba la jefatura nacionalsocialista de


Erlangen, pero en la Cancillería del Führer escribía Martin Bormann:

«Los comunicados a los familiares, según se me aseguró ayer mismo, no


son redactados de un modo muy distinto entre sí. Efectivamente, puede ocurrir
que dos familias que vivan muy cerca reciban dos comunicados con el mismo
texto. Y no me extraña que los representantes de la Iglesia protesten contra las
medidas adoptadas por la Comisión. Pero insisto en que todas las dependencias
del Partido deben colaborar eficazmente con la citada Comisión.»

En agosto de 1941, el obispo Hilfrich, de Limburg, escribió al Ministerio


del Interior del Reich, al Ministerio de Justicia del Reich y al Ministerio de
Asuntos Eclesiásticos:

«A unos ocho kilómetros de Limburg, en la ciudad de Hadamar, se


levanta, en una colina, un sanatorio en el cual, según datos fidedignos,
aproximadamente desde el mes de febrero de 1941, se lleva a cabo un programa
eutanásico. Varias veces a la semana llegan camiones cargados de pacientes a
Hadamar. Incluso los escolares comentan al paso de estos camiones: "Ahí llegan
los ataúdes". Al día siguiente de la llegada de estos camiones la población ve
elevarse grandes columnas de humo negro de las chimeneas del sanatorio y
piensa en los tormentos sufridos por los pacientes que han sido llevados a la
muerte.

»Los niños gritan por la calles: "Eres un tonto, ya verás cómo tus padres te
mandarán al horno de Hadamar". Yo los que no quieren casarse dicen: "Casarse,
¿para qué? Luego tienes hijos y te los matan en el sanatorio". Y los viejos
murmuran: "Pronto nos tocará el turno a nosotros, cuando hayan liquidado a
todos los débiles mentales".

»Los agentes de la policía secreta trataron, por todos los medios


disponibles, de evitar estos comentarios de la población de Hadamar, pero esta
continuaba firmemente convencida de que algo muy raro y extraño sucedía entre
las paredes del sanatorio. Y este convencimiento era más firme a medida que
eran más insistentes las amenazas por parte de la policía.»

Presidente: «¿Se recibió contestación a esta carta?»

Doctor Robert Kempner (fiscal de los Estados Unidos): «No se ha


encontrado una contestación. Pero tengo en mi poder otras cartas que llevan la
siguiente anotación: "No contesten".»

Presidente: «¿No contesten?»

Kempner: «En efecto, estas cartas habían de quedar sin respuesta. Las
matanzas en estos institutos fueron continuadas durante años por orden de las
leyes secretas promulgadas por los acusados Frick, Himmler y otros».

Primero diezmaron los sanatorios, luego ampliaron el sistema a los asilos


de ancianos, y, finalmente, a aquellos que estaban incapacitados para el trabajo,
incluso a los prisioneros de guerra.

«Fueron condenados incluso a esta muerte —informó el obispo Johann


Neuhäusler— los mutilados a causa de la guerra.»

El arzobispo Konrad von Freiburg propuso el 1.º de agosto de 1940 a la


Cancillería del Reich:

«Estamos dispuestos a sufragar todos los gastos que ocasionen al Estado


los cuidados de los enfermos mentales.»

Los obispos católicos en Alemania se dirigieron, el 11 de agosto de 1940,


en una petición colectiva a la Cancillería del Reich..., en vano. El obispo Clemens
August von Galen acusó, incluso públicamente, de asesinato y dijo, el 3 de
agosto de 1941, desde el púlpito de la iglesia Lamberti, en Münster:

«¡Hombres y mujeres alemanas! Todavía está en vigor el artículo 211 del


Código Penal del Reich, que dice: "Los que matan con premeditación serán
condenados a la pena de muerte por asesinato". Se me ha asegurado que en el
Ministerio del Interior del Reich y en las oficinas del jefe médico del Reich,
doctor Conti, no ocultan que, en efecto, un gran número de enfermos mentales
han sido muertos en Alemania y muchos otros serán eliminados en el futuro. El
Código penal del Reich dice en su artículo 139: "Aquellos que tengan
conocimiento de un crimen y no informen a su debido tiempo a las autoridades,
serán castigados". Cuando me enteré de la intención de llevarse a los enfermos
de Mariental para ocasionarles la muerte, los denuncié el 28 de julio ante el juez
de Münster y el presidente de la policía en Münster, por medio de una carta
certificada. No he sido informado de ninguna intervención, en este caso, ni por
parte del juzgado, ni de la policía de Münster.»

El obispo Bernewasser, de Tréveris, predicó el 14 de septiembre de 1941:

«Ningún Estado ni Gobierno tiene el derecho de llevar a la muerte a los


llamados "improductivos", es decir, los enfermos mentales y ningún médico está
autorizado a intervenir en estos asesinatos. ¡Pobre Alemania! Recordemos las
Santas Escrituras: "No os dejéis engañar. Dios no permite que se burlen de Él.
¡Aquello que siembre el hombre, aquello cosechará!".»

El cardenal Faulhaber habló públicamente, el 22 de marzo de 1942,


nuevamente desde el púlpito de Munich:

«Con profundo horror se ha enterado el pueblo alemán de que, por orden


de las autoridades, gran número de enfermos mentales han sido muertos por no
"producir para el Reich". Vuestro arzobispo no dejará, en ningún momento, de
protestar contra la muerte de esos inocentes.»

Pero todo esto se estrellaba contra el muro del silencio con el que se
rodeaban todos los responsables. Los médicos, enfermeros y practicantes
continuaban inyectando la dosis mortal a los pacientes. Cuando el número de los
condenados a muerte fue en aumento, entonces fue sustituida la jeringa
hipodérmica, demasiado lenta, por la cámara de gas.

En la sentencia contra el médico doctor Hermann Paul Nitsche, del 3 de


noviembre de 1947, leemos:

«En el sanatorio de Sonnenstein se procedía de la forma siguiente: Los


enfermos llegaban al sanatorio en unos autocares con las ventanillas pintadas de
verde y eran conducidos para su identificación a una sala de recepciones. A
continuación se les llevaba a una sala en donde eran examinados por los
médicos doctor Schumann y doctor Schmalenbach. Si el médico se decidía por la
cámara de gas, se conducía a los pacientes a otra sala, donde se les obligaba a
desnudarse. Los que no podían hacerlo por su cuenta eran denudados por los
enfermeros. Se les decía a los enfermos que se les iba a dar un baño. Desde esta
última sala eran conducidos a los sótanos, a una habitación contigua a la cámara
de gas y al cabo de poco rato a la cámara de gas. Uno de los médicos hacía
funcionar el dispositivo y el acto de la ejecución solo duraba escasos minutos.
Esta acción era dirigida por el acusado doctor Nitsche. Los acusados Felfe,
Gräbler y Rapke hicieron de verdugos en este sanatorio. Gräbler ordenó el
transporte de veinticinco a treinta camiones a Sonnenstein y es el culpable de la
muerte de quince a dieciséis mil pacientes.»

Georg Konrad Morgen, antiguo juez de las SS, fue interrogado en


Nuremberg acerca de cómo se debatió este sistema de asesinato en masa y de
quién podía ser considerado como el culpable del mismo. Anteriormente se
había hablado de la muerte de los judíos en las cámaras de gas de los campos de
concentración.

Morgen: «Wirth me informó de todo esto».


Abogado Horts Pelckmann (defensor de las SS): «¿Era Wirth miembro de
las SS?»

Morgen: «No. Wirth era comisario de la policía en Stuttgart».

Pelckmann: «¿Le preguntó a Wirth cómo se le ocurrió este sistema tan


diabólico?»

Morgen: «Cuando Wirth se hizo cargo de la exterminación de los judíos,


ya se había convertido en un especialista en los asesinatos en masa y había sido
encargado en un principio de eliminar a todos los enfermos mentales. Para
lograr esto, y por orden expresa del Führer, formó, al empezar la guerra, un
grupo compuesto por cierto número de agentes. Wirth me relató detalladamente
cómo había cumplido las órdenes recibidas, indicando, de todos modos, que no
había contado, en ningún momento, con órdenes concretas, ni instrucciones de
ninguna clase y que todo lo había tenido que idear él. Realizó sus primeros
ensayos en un viejo sanatorio en Brandenburg y la experiencia adquirida le
había llevado a descubrir aquel sistema que más tarde se había empleado en esta
acción contra los enfermos mentales».

De modo que, según la declaración, el SS-Sturmbahnführer y comisario


criminalista, Christian Wirth era el inventor de aquel sistema diabólico que
había causado la muerte de millones de seres en toda Europa.

También los trabajadores extranjeros y los prisioneros de guerra eran


exterminados por el sistema de Wirth.

—Esto se desprende con toda certeza de un documento —dijo el fiscal


americano Robert Kempner en Nuremberg—: la sentencia de la Comisión
militar para Hadamar, en Wiesbaden. Leo: "Antons Klein, Adolf Wahlmann,
Heinrich Ruoeff, Karl Willig, Adolf Merkle, Irmgard Huber y Philipp Blum son
acusados de haber participado colectivamente, entre el 1.º de julio de 1944 hasta,
aproximadamente, el 1.º de abril de 1945, en Hadamar, con premeditación, en la
muerte de por lo menos cuatrocientos ciudadanos rusos y polacos..."

Entre las víctimas también se encontraban algunos niños. Klein, Ruoeff y


Willig fueron condenados a la horca. El Tribunal de Nuremberg dictaminó:

«Hay que mencionar también las medidas adoptadas en el verano del año
1940 en Alemania, según las cuales aquellos "que no rendían", es decir, los
enfermos incurables, eran internados en institutos especiales para ser muertos,
mientras que sus familiares eran informados de que habían fallecido de muerte
natural. Las víctimas no eran solamente ciudadanos alemanes, sino también
trabajadores extranjeros que ya no estaban en perfectas condiciones para
cumplir el trabajo que se les tenía asignado y que, por tanto, carecían de todo
valor para la maquinaria bélica alemana. Se calcula que fueron asesinadas unas
275.000 personas en estas instituciones que estaban bajo la autoridad del
Ministerio del Interior del Reich. No se puede calcular el número de
trabajadores extranjeros que fueron eliminados por este sistema.»

Con estas frases de la sentencia de Nuremberg aparece bosquejada la


tragedia y la amplitud del programa de eutanasia. El asesinato se había
convertido en un sistema fríamente calculado.

2. El lugarteniente de Hitler

Entre los acusados de Nuremberg, el antiguo lugarteniente de Hitler,


Rudolf Hess era, sin duda, el personaje más misterioso. Le planteó un sinfín de
problemas al Tribunal, y la cuestión de su estado mental ocupó extensamente al
Tribunal, al Ministerio público y a la defensa. Antes de iniciarse el proceso, el
primer defensor de Hess, abogado doctor Günther von Rohrscheidt, ya presentó
una petición en la que solicita al Tribunal que sometiera a Hess a un examen
médico para dictaminar si estaba en condiciones de participar en las
deliberaciones.

En efecto, el Tribunal nombró una Comisión de diez médicos para que


estos examinaran al acusado. Los tres médicos soviéticos y el especialista francés
declararon:

«No se ha podido comprobar una desviación física esencial del estado


normal. Es una personalidad no compensada. El fracaso de su misión ha hecho
que presente síntomas de anormalidad, lo que le ha conducido, en repetidas
ocasiones, a desear quitarse voluntariamente la vida». Los especialistas ingleses
llegaron a la siguiente conclusión: «En la actualidad no puede ser considerado
como un enfermo mental. Su falta de memoria no le impide seguir los debates
ante el Tribunal, pero sí le impide dirigir su defensa y comprender ciertos
detalles del pasado que podrían desempeñar un importante papel en el
momento de la presentación de las pruebas. Lo más probable es que recupere la
memoria cuando cambien las circunstancias de su vida».

Por consiguiente, los médicos no negaban que el acusado hubiese perdido


la memoria. ¿Estaban en lo cierto? Los que tuvieron ocasión de observar a Hess
en la cárcel de Nuremberg, apenas podían creer que se tratara de la misma
persona que había sido el hombre de confianza de Hitler y uno de los
representantes más autorizados del Tercer Reich. Una de las opiniones más
autorizadas sobre el comportamiento de Hess la dio el médico alemán doctor
Ludwig Plücker, que escribió:
«En el curso de la primera noche ya fui llamado repetidas veces a la celda
de Hess, pues este se lamentaba de calambres. Tenía el rostro descompuesto y
movía violentamente los brazos tumbado en el camastro. Todo su cuerpo se
estremecía por los calambres. Durante un momento de calma lo examiné y no
descubrí, en la región del estómago y la vejiga, donde Hess alegaba intensos
dolores, ningún síntoma patológico. Además, el cuadro que alegaba Hess no
correspondía a ningún cuadro concreto. Estos calambres los sufría el acusado
durante los primeros días hasta siete y ocho veces consecutivas, por lo que tuve
ocasión de estudiarle a fondo. Solo podían interpretarse como síntomas
nerviosos..., y los médicos americanos fueron del mismo parecer. Cuando
dejamos de prestarle atención, cedieron los ataques y el acusado se limitaba a
descomponer el rostro e inclinarse violentamente hacia delante.

»Hess tenía continuamente deseos especiales sobre su alimentación y


quedaba muy satisfecho cuando le atendían en estos pequeños detalles. Cuando
por ejemplo pedía mantequilla y le servían margarina, alegaba que no podía
ingerir aquella margarina tan salada y se dejaba convencer de ceder la margarina
que él no quería a su compañero de celda Goering. Este quedó muy defraudado
cuando a los pocos días le comuniqué que Hess se había vuelto a aficionar a la
margarina. Había descubierto un sistema para endulzar la margarina dejándola
durante un rato en agua. Goering sabía perfectamente que este sistema no servía
de ningún modo para quitarle la sal a la margarina y se expresó en términos muy
duros sobre aquel "extraño individuo". También sé que los demás acusados
tenían a Hess por un individuo que no estaba normal y juzgaban del mismo
modo que nosotros los médicos sus calambres y sus deseos con respecto a su
alimentación.

»Un día, Hess me preguntó si añadían medicamentos a los víveres que le


servían, tal como habían hecho en Inglaterra. Le contesté que yo, como médico
alemán, no lo consentiría y que, además, no había descubierto nada parecido.
Los americanos nunca se preocupaban de lo que se cocinaba en la cocina de la
cárcel. Hess me dijo: "Mire usted, desde hace unos días ya no sufro calambres y
esto me induce a pensar que han añadido a las comidas ciertas dosis de
medicamentos que, según mi experiencia homeopática, calman mis dolores".
Pero al cabo de dos o tres días me dijo Hess que no estaba muy seguro si
realmente habían añadido medicamentos a la comida que le servían, pues ya no
experimentaba el alivio de días antes.»

Durante todo el proceso, Hess ametralló a su médico con deseos


especiales. Plücker ha puesto a disposición de los autores algunas de las notas
que Hess le escribía casi cada día:

«Las salchichas son excesivamente saladas. ¿No puede proporcionarme


otra cosa? ¿Sopa de avena, por ejemplo?» «¿Pueden servirme otra cosa en lugar
del huevo? ¿Mermelada o azúcar?» «Al parecer, hoy han hecho el pan de harina
podrida. Mi estómago no lo traga. ¿Pueden mandarme algo diferente?» «Dado
que no tomo huevo para la cena, le ruego me manden alguna otra cosa» «El
queso es demasiado fuerte para mí. ¿Qué pueden mandarme en lugar del
queso?»

Y así cada día. A Hess no le preocupaba en absoluto que en aquellos


momentos el pueblo alemán, al frente del cual había estado en su calidad de
lugarteniente del Führer, pasara un hambre atroz y no pudiera ni soñar en
adquirir huevos, azúcar o pan blanco. Se sumía en las ideas más extrañas,
trabajaba en el proyecto de una nueva vivienda para él y también en la
construcción de una nueva Cancillería. Además, tan pronto fuera puesto en
"libertad" pensaba mandar edificar un sanatorio homeopático.

Plücker escribe:

«Continuamente estudiaba las disposiciones que promulgaría en el


momento en que resurgiera el nuevo Tercer Reich, dibujaba los monumentos
fúnebres para los que serían ajusticiados después del proceso, y a falta de un
auditorio mayor, mandaba circulares a sus compañeros de cautiverio. Durante
los últimos días de diciembre de 1945 les instó a que no se dejaran abatir, pues
pronto sonaría la hora de la liberación.»

Paulatinamente, el comportamiento de Hess fue adquiriendo unas


actitudes cada vez más extrañas. El médico alemán informa:

«Tomaba sus comidas sentado en el suelo de su celda y cuando le


preguntaba por qué se sentaba en el suelo para comer, contestaba: "Así es como
estoy más cómodo". Barría la celda sosteniendo la escoba con una mano y la otra
la tenía metida en el bolsillo. Siempre andaba de un modo muy peculiar, con las
piernas muy separadas.»

El prisionero de guerra alemán, Hermann Wittkamp, que trabajaba como


peluquero en la cárcel de Nuremberg, tuvo ocasión también de estudiar a fondo
al acusado.

«En las cuatro paredes de su celda y en la puerta había escrito con grandes
letras: "Conservar la calma". Y esta misma frase la había escrito también sobre el
tablero de su mesa. No le vi nunca una fotografía de sus familiares, mientras que
los demás acusados tenían muchas fotografías sobre sus mesas. Siempre tenía
miedo de que le envenenaran. Se servía él mismo de la comida de las calderas.
Hess presentaba siempre una expresión fanática. En cierta ocasión le enfrentaron
con sus antiguas secretarias. No les prestó la menor atención.
»—Señor Hess —le dijeron—, estas señoritas son sus secretarias.

»Se puso de pie, les estrechó la mano y dijo:

»—Cuando vuelva a ser un hombre importante, entonces las mandaré


llamar.

»Hess todavía estaba loco por el Führer y el nacionalsocialismo. Y en este


sentido se manifestó en el mismo momento que ingresó en la cárcel de
Nuremberg. Levantó el brazo derecho en señal de saludo mientras los oficiales
americanos y los demás presentes se echaron a reír.»

Todos estos informes aún hacen más real la cuestión sobre el estado
mental de Hess. Al noveno día del proceso, Hess provocó un escándalo en la
sala. La sesión de la tarde del 30 de noviembre de 1945 había sido dedicada a la
discusión de su caso. Todos los acusados permanecían en sus celdas y solo Hess
estaba en la sala del Tribunal. Rudolf Hess estaba solo en el largo banquillo de
los acusados, iluminado su enigmático rostro por las luces fluorescentes.
También estaban vacías las sillas de los abogados, pues únicamente el doctor
Rohrscheidt había hecho acto de presencia. Continuaban discutiendo el estado
mental del acusado cuando de pronto, Rudolf Hess se levantó de su banco y
prestó una declaración que sorprendió a todo el mundo.

El doctor Rohrscheidt había solicitado al iniciarse la sesión que su


defendido fuera excusado de asistir a las deliberaciones, su estado le impedía
participar de un modo activo en las mismas. Después de hacer referencia a los
dictámenes de los médicos, el juez Jackson tomó la palabra:

—Hess se ha negado en todo momento a someterse a los tratamientos que


le han sido prescritos. Se ha negado a que le efectuaran pruebas y análisis de
sangre y declaró que no está dispuesto a someterse a ningún tratamiento hasta
que haya terminado el proceso. El tratamiento médico que había de aliviar su
histerismo se basaba en inyecciones intravenosas de soporíferos. Confieso que
no nos hemos atrevido a administrarle estos medicamentos en contra de su
voluntad, aun sabiendo que se trataba de drogas sin peligro alguno para el
enfermo, pues sabemos que si un mes más tarde un rayo hubiese partido por la
mitad a Hess, se nos acusaría de haber provocado su muerte. Considero que
nadie puede creer que su falta de memoria le impida tomar parte activa en las
deliberaciones cuando de un modo tan obstinado se opone a someterse a
tratamiento.

La discusión entre el fiscal y el defensor se iba alargando cuando


intervino el presidente, sir Geoffrey Lawrence:
—Señor Von Rohrscheidt, este Tribunal desearía saber lo que opina
personalmente el acusado Hess sobre este punto.

Doctor Rohrscheidt: «En mi calidad de defensor no tengo nada que oponer


y se corresponde, creo yo, con el deseo del acusado de que se le oiga en este caso
concreto. En este caso, el Tribunal estará en condiciones de decidir por sí mismo
cuál es el estado de ánimo que domina al acusado».

Presidente: «Que declare si está en condiciones de ser sometido a


interrogatorio».

Después de estas palabras, Rudolf Hess se levantó muy lentamente de su


puesto en el banquillo de los acusados. Hasta aquel momento había
permanecido inmóvil, la mirada fija delante de él y observando, con débil
sonrisa, la tribuna de la Prensa. Se humedeció los labios y esperó hasta que los
soldados americanos hubieron colocado el micrófono ante él. Luego empezó a
hablar de un modo muy lento. Muy lentamente, tal como había sido ordenado
para que los intérpretes pudieran seguir sus palabras.

—Señor presidente, deseo declarar lo siguiente. Cuando ha comenzado la


sesión de esta tarde le entregué una nota a mi defensor en la que le decía que
podría acortarse esta sesión si me permitieran tomar la palabra. Deseo que
quede bien claro lo siguiente. Para evitar que pueda ser declarado incapacitado
para tomar parte en las deliberaciones, cuando lo que quiero es continuar
participando muy activamente en las deliberaciones y en unión de mis
compañeros escuchar la sentencia que dicten contra nosotros, efectúo la
siguiente declaración ante este tribunal, a pesar de que tenía previsto hacerlo
mucho más adelante.

»A partir de este momento vuelvo a estar en pleno uso de toda mi


memoria. Los motivos por los cuales alegué haber perdido la memoria son de
índole táctica. Lo único exacto es que mi capacidad de concentración ha sufrido
algo. Pero esto no me impide de ningún modo tomar parte de las deliberaciones,
defenderme, dirigir preguntas a los testigos o contestar a las preguntas que
puedan hacerme. Insisto, una vez más, en qué cargo con toda la responsabilidad
de lo que he hecho, he firmado por mí mismo o en unión de otros. Esta
declaración no altera mi convencimiento de que este Tribunal no tiene
jurisdicción para juzgarnos. También delante de mi defensor oficial he simulado
haber perdido la memoria. Mi defensor ha procedido en todo momento de
buena fe.»

Se hizo un silencio de muerte en la sala. Hess se volvió a sentar en un


brusco movimiento. Se abrieron unas puertas: los periodistas corrían a los
teléfonos para transmitir la noticia a todo el mundo. El juez Lawrence se limitó a
decir:

—La sesión se aplaza hasta mañana.

Al día siguiente, el presidente dio a conocer, tan pronto fue abierta la


sesión, la siguiente decisión del Tribunal:

—Este Tribunal ha estudiado a fondo la solicitud presentada por el


defensor del acusado Hess y ha escuchado atentamente las palabras y
comentarios de la defensa y del ministerio público. Este Tribunal ha prestado
igualmente la debida atención a los informes presentados por la Comisión
médica que ha examinado al acusado Hess y ha llegado a la conclusión de que ya
no es necesario someter al acusado Hess a un nuevo examen. Después de haber
prestado el acusado personalmente una declaración antes este Tribunal y en
vista de las pruebas e informes que obran en poder del Tribunal, este decide que
el acusado Hess está en perfectas condiciones físicas y mentales para asistir y
tomar parte activa en las deliberaciones. Por este motivo es rechazada la petición
del defensor y continúa el proceso.

¿Quedaba aclarado el enigma Rudolf Hess? De ningún modo. Durante


algún tiempo pareció, en efecto, que Hess se percataba perfectamente de lo que
sucedía a su alrededor y que seguía con la debida atención las deliberaciones del
Tribunal. Pero luego se sumió de nuevo en una actitud indiferente haciendo
declaraciones cada vez más absurdas. Con el antiguo ministro del Interior,
Wilhelm Frick, fue el único acusado que prefirió no subir al estrado de los
testigos. Rehuyó en todo momento el interrogatorio contradictorio, a pesar de
que su defensor, el doctor Alfred Seidl, el sucesor del doctor Von Rohrscheidt,
declarara:

—De acuerdo con su punto de vista de que este Tribunal carece de


autoridad y jurisdicción, Hess prefiere renunciar a los interrogatorios. Por
consiguiente, renuncio a interrogar al acusado.

Después del proceso, mientras cumplía su condena en la cárcel de


Spandau, en Berlín, de nuevo Hess sorprendió a la opinión pública con sus
declaraciones. En las cartas a su esposa, que hoy dirige una pensión en
Hindelang, en Allgaue, declaró estar completamente normal y haber fingido
estar loco. Pero en el año 1945, un periodista francés escribió:

«Un hombre capaz de simular todo esto no puede estar normal.»

Y Winston Churchill, que tenía en su poder todos los informes que hacían
referencia a Hess, indicó en el año 1950:
—Era un caso patológico y no criminal, y en este sentido debería ser
tratado.

Después de haber prestado Hess su declaración, continuó el proceso, y J.


M. G. Griffith-Jones, del Ministerio público inglés, se ocupó nuevamente del
misterioso vuelo a Inglaterra: ¿Qué pretendía Hess con aquella empresa tan
osada? Si pretendía realmente contribuir a que Alemania y la Gran Bretaña
hicieran la paz..., no cabe la menor duda de que procedió de un modo muy poco
hábil..., o su forma de actuar revela, en todo caso, que el lugarteniente de Hitler
no tenía la menor idea de cuál era la situación real y solo era una mente
desvariada.

Hess tuvo muchas ocasiones de exponer sus proyectos a los funcionarios y


los miembros del Gobierno inglés. Poco después de haber aterrizado en Escocia
pudo hablar, tal como deseaba, con el duque de Hamilton. Dos días más tarde, el
13 de mayo de 1941, fue visitado por un representante del Ministerio de Asuntos
Exteriores de Londres, el futuro alto comisario en Bonn, Ivonne Kirkpatrick. En
presencia de un taquígrafo declaró Hess, de un modo muy vago, lo que le había
impulsado a emprender el vuelo. Ante el Tribunal de Nuremberg, Griffith-Jones
leyó el resumen de aquella entrevista:

—Hess comenzó hablando de la serie de circunstancias que le habían


conducido a aquella situación y que en realidad constituían un resumen de la
historia de Europa desde el año 1918 hasta que empezó la Segunda Guerra
Mundial. Habló de Austria, Checoslovaquia, Polonia y Noruega y dijo que
Alemania había tenido razón en todos estos casos y que solo Inglaterra y Francia
tenían la culpa de que Alemania hubiera tenido que hacer uso de la fuerza.
Hacía responsable a Inglaterra del comienzo de las hostilidades. Indicó a
continuación que Alemania había de ganar la guerra y que el bombardeo de
Inglaterra no había hecho más que empezar. Dijo también que la proporción de
submarinos alemanes era muy elevada y que Alemania contaba en los países
ocupados con enormes reservas de materias primas, y que su confianza en Hitler
y en la victoria final era inmensa. Luego expuso los motivos que le habían
impulsado a emprender el vuelo y señaló que desde hacía mucho tiempo le tenía
horrorizado pensar en las consecuencias de la guerra, que había llegado al
convencimiento de que Inglaterra no podía ganarla y que, por lo tanto, era
preferible que firmara la paz ahora y no cuando fuera ya demasiado tarde para
ello.

Kirkpatrick escuchó con relativo interés las manifestaciones de su


interlocutor. Griffith-Jones continuó leyendo:

—Hess trató entonces de sulfurarme alegando que los ambiciosos


americanos pretendían apoderarse del Imperio inglés. No cabía la menor duda
de que el Canadá sería anexionado por los Estados Unidos.

Después de haber demostrado Hess con estas palabras, a modo de


introducción, su habilidad diplomática, habló de su misión. El fiscal inglés
siguió leyendo el informe de Kirkpatrick:

—La solución que propuso Hess era que Inglaterra concediera plena
autoridad a Alemania en Europa, y Alemania no intervendría frente a Inglaterra
en el gobierno de su inmenso imperio, con la única condición de que le fueran
devueltas a Alemania sus antiguas colonias, pues tenía necesidad de estas para
las materias primas. Para saber algo sobre la actitud de Hitler hacia la Unión
Soviética, le pregunté si contaba a Rusia como formando parte de Europa o de
Asia, y él contestó: Asia. Le repliqué entonces que de acuerdo con lo que él
había expuesto, Alemania no podría atacar a Rusia, ya que Alemania solo exigía
libertad en Europa. El señor Hess reaccionó vivamente y dijo que Alemania
tenía que presentarle ciertas reclamaciones a Rusia que podrían ser satisfechas
por medios pacíficos o también en el curso de una guerra. Pero añadió en el acto
que carecían de todo fundamento los absurdos rumores que circulaban de que
Hitler pretendía atacar a la Unión Soviética en un próximo futuro.

Estas anotaciones de Kirkpatrick fueron tomadas dos meses antes de que


Hitler lanzara su ataque contra la Unión Soviética. ¿Era Hess un soñador o trató
deliberadamente de engañar a los ingleses?

—Cuando me disponía a abandonar la habitación —relata Kirkpatrick—


lanzó el señor Hess su último cartucho. Declaró que había olvidado indicarme
que de ningún modo el actual Gobierno inglés podía negociar con Alemania.
Churchill y sus colaboradores no eran personas gratas para llegar a un acuerdo
con el Führer.

En dos nuevas ocasiones repitió Hess estas proposiciones tan increíbles.


El Gobierno inglés decidió volver a investigar el caso y mandó a otro miembro
del Gobierno para que se entrevistara con Rudolf Hess. Esta vez recayó la
elección en John Simon. El 10 de junio de 1941 se trasladó lord Simon,
acompañado por dos caballeros del Foreign Office, entre estos Kirkpatrick y una
intérprete y un taquígrafo a visitar al prisionero de guerra Rudolf Hess. El
ministro se identificó, pero en los informes secretos su nombre, por motivos de
seguridad, figuró como el del «doctor Guthrie». Hoy sabemos, por el resumen
taquígrafo, el curso que tuvo aquella entrevista. Este documento lleva la
anotación: «Muy secreto».

Hess: «Las condiciones en que Alemania estaría dispuesta a negociar con


Inglaterra las conozco por habérmelas expuesto el Führer en el curso de
numerosas conversaciones que hemos celebrado».
Lord Simon: «Ha llegado el momento de saber cuáles son estas
condiciones. ¿Tendría usted la bondad de exponérselas al señor Kirkpatrick?»

Kirkpatrick leyó entonces lo que Hess le había dado por escrito. Primero:
para evitar guerras en el futuro entre Alemania y la Gran Bretaña habían de ser
fijadas unas zonas de influencia. La zona de influencia para Alemania era
Europa y para Inglaterra su Imperio mundial.

Lord Simon: «Con toda seguridad hace usted referencia la Europa


continental, ¿no es cierto?»

Hess: «Sí, a la Europa continental».

Lord Simon: «¿Se incluyen algunas regiones de Rusia?»

Hess: «Como es lógico, nos interesa la Rusia europea. Si firmamos un


tratado con Rusia, lo lógico es que Inglaterra no se interfiera en este caso».

Lord Simon: «¿Forma parte Italia de esta zona de influencia?»

Hess: «¿Italia? Sí, desde luego. Italia es parte de Europa y si firmamos un


tratado con Italia, tampoco en este caso debe intervenir Inglaterra».

Lord Simon: «Será mejor que continuemos».

Kirkpatrick: «Segundo: Devolución de las colonias alemanas. El punto


tercero hace referencia a la cuestión de las indemnizaciones. El punto cuarto
prevé una paz con Alemania e Italia al mismo tiempo. Una vez más, se plantea la
cuestión de las "zonas de influencia"».

Lord Simon: «Si la zona de influencia para Alemania es Europa, ¿queda


incluida también Grecia?»

Hess: «Esta «zona de influencia» afecta en primer lugar a Inglaterra. Es


decir, queremos que en el futuro Inglaterra ya no pueda formar coaliciones en
Europa contra Alemania, del mismo modo que tampoco nosotros nos
interferiremos en los asuntos del Imperio británico.»

Lord Simon: «Pero existe una diferencia muy evidente. Los asuntos
internos del Imperio británico son la incumbencia de Inglaterra. ¿Acaso las
cuestiones internas de los países europeos son de la exclusiva incumbencia de
Alemania?»

Hess: «No, no es esto lo que nosotros afirmamos, y tampoco es nuestra


intención ocuparnos de las interioridades de estos países.»

Al llegar a este punto de la conversación, Hess golpeó con el puño sobre


la mesa y gritó:

—Si Inglaterra no está dispuesta a negociar con nosotros sobre estas


bases, llegará un día en que se verá obligada a hacerlo.

El ministro inglés no se inmutó. Se limitó a decir:

—Sí. Pero no creo que se trate de un buen argumento frente al Gobierno


inglés. Somos un pueblo muy valiente y no nos gustan las amenazas.

Hess: «Le ruego a usted no lo tome como una amenaza, sino como una
opinión personal mía.»

Lord Simon: «Ya entiendo».

El ministro se puso de pie. Al llegar a la puerta se volvió una vez más y


preguntó:

—Devolución de las colonias... ¿También del África occidental alemana?

Hess: «Sí, todas las colonias alemanas».

Lord Simon: «¿Me permite decirle, pues, al general Smuts que África
occidental alemana debe ser devuelta a Alemania?»

Al parecer, Hess no comprendió la ironía que entrañaban estas palabras y


respondió afirmativamente.

Lord Simon: «Está bien».

Kirkpatrick: «¿Y las islas japonesas también?»

Hess: «Las islas japonesas, no».

Kirkpatrick: «De modo que todas las colonias, excepto las japonesas».

Después de esta última referencia a las antiguas islas Marshall alemanas,


que después de la Primera Guerra habían sido puestas bajo la protección del
Japón, terminó esta entrevista. Después de esta conversación, Hess se convirtió
en un muerto vivo. Su desconocimiento de la situación, la penosa arrogancia de
que hacía gala cuando hablaba con los ingleses y la vaguedad de su modo de
pensar político, hacía que no existiera ya el menor interés en continuar
conversaciones con este personaje.

Pero la acusación de Nuremberg no veía en Hess a un soñador político.


Presentó unas acusaciones muy concretas que revelaron, al mismo tiempo, lo
amplias y multifacéticas que eran las actividades del lugarteniente de Hitler en
la maquinaria del Estado.

«El acusado Hess —leemos en el Escrito de Acusación— se aprovechó de


su posición, de su influencia personal y de sus íntimas relaciones con el Führer
para estimular la conquista del poder por parte de los nacionalsocialistas, el
afianzamiento de su control sobre Alemania y todos los preparativos militares,
económicos y psicológicos para la guerra, participó activamente en los
preparativos de las guerras de agresión, en crímenes de guerra y contra la
humanidad...»

El fiscal inglés dedicó casi todo un día para exponer al Tribunal los
diversos puntos de la acusación contra Hess. Leyó un artículo de la
Nationalzeitung, que el día 27 de abril de 1941, es decir, pocos días antes del
vuelo a Inglaterra, escribía sobre Hess: «Su campo de trabajo es tan amplio y
múltiple, que es imposible resumirlo con pocas palabras. Son pocos los que
saben que muchas de las medidas que adopta nuestro Gobierno sobre todo en el
terreno económico militar y del Partido, se basan en la personal iniciativa del
lugarteniente del Führer».

—Hess —dijo el fiscal inglés— firmó el 20 de diciembre de 1934 una ley


que lleva por título «Ley contra los ataques contra el Estado y el Partido». En el
artículo 2.º se prevé una serie de castigos contra todos los que hagan comentarios
negativos sobre el Gobierno nacionalsocialista o los jefes del Partido. La ley fue
firmada por Hess y fue este también quien dictó las disposiciones
complementarias.

Miles de alemanes fueron a parar, por culpa de esta ley, a las cárceles y
campos de concentración.

—Hess firmó el 9 de junio de 1924 una disposición —continuó Griffith-


Jones— que señalaba el SD del Reichsführer-SS como único organismo de la
policía secreta del Estado. El 14 de diciembre de 1938 promulgó otra ley que
decía que el SD había de ser organizado por las SS.

—Señor presidente —dijo el fiscal, volviéndose hacia la presidencia del


Tribunal—, hemos presentado muchas pruebas de la lucha contra la Iglesia.
Hess participó personal y activamente en esta lucha. Voy a hacer referencia
ahora a su participación en la exterminación de los judíos. Fue Hess quien firmó
la Ley para la Protección de la Sangre y del Honor, es decir, una de las Leyes de
Nuremberg del 15 de septiembre de 1935. El 14 de noviembre de 1935 fue Hess
quien promulgó una disposición en la cual se les negaba a los judíos el derecho
de voto y el derecho de ocupar cargos públicos. Otra disposición del 20 de mayo
de 1938 amplió y extendió estas Leyes de Nuremberg a Austria y esta disposición
fue firmada también por el acusado Hess. Estos son solamente unos pocos
ejemplos de las disposiciones firmadas por este hombre.

»Voy a hacer referencia ahora al papel desempeñado por el acusado en los


preparativos para las guerras de agresión. En el año 1932 ya intervino en el
rearme y la reorganización de la Luftwaffe. Durante todos estos años, le vemos
estrechamente relacionado con todos los problemas que afectan al rearme de la
Wehrmacht alemana. El 16 de marzo de 1935, Hess fue el que firmó las
disposiciones para la implantación del servicio militar obligatorio. El 11 de
octubre de 1936 hizo suya la consigna de Goering: "Cañones en lugar de
mantequilla", y dijo: "Estamos dispuestos también en el futuro, si es necesario, a
consumir un poco menos de mantequilla, un poco menos de grasa de cerdo, unos
pocos huevos menos, pues sabemos que estos pequeños sacrificios representan
mucho para nosotros en el altar de la libertad de nuestro pueblo. Sabemos que
las divisas que ahorrarnos servirán para incrementar nuestro armamento. Y hoy
más que nunca decimos: "Cañones en lugar de mantequilla".»

Hess participó desde un principio en la ocupación de Austria. La mañana


en que las tropas alemanas invadieron Austria, fueron Hess y Himmler los
primeros de los jefes del Gobierno alemán que hicieron acto de presencia en
Viena. Fue Hess quien al día siguiente firmó el decreto por medio del cual
Austria quedaba anexionada al Reich. En el aniversario de la muerte del
Canciller federal Dollfuss se celebró una infamante ceremonia durante la cual
constituyó el punto culminante el discurso que pronunció Hess.

Griffith-Jones presentó unos documentos que hacían referencia a la activa


participación de Hess en los preparativos para la destrucción de Checoslovaquia.
También señaló que Hess estaba complicado en todo lo que hacía referencia a
Polonia, y añadió:

—Después de la conquista de Polonia fue nuevamente Hess quien firmó


las disposiciones que anexionaban Danzig al Reich. También vemos su firma en
una disposición que habla de la anexión de ciertas regiones polacas al Reich y
otra sobre la administración de las regiones polacas en la que se dice que pronto
serán promulgadas nuevas disposiciones sobre la administración en estas
regiones de importancia vital para el Reich.

»Voy a presentar un ejemplo de su intervención personal en crímenes de


guerra y crímenes contra la humanidad. Es una orden que Hess promulgó en
nombre de la Cancillería del Partido y que ordenaba al Partido que prestara el
máximo apoyo para el reclutamiento de hombres para las Waffen-SS. Uno de los
párrafos dice lo siguiente: "Las unidades de las Waffen-SS, formadas por
elementos nacionalsocialistas, que han sido debidamente instruidos para los
problemas que hemos de resolver en el Este, han de ser destinadas a los puntos
donde estos problemas sean más críticos". Por consiguiente, todos los crímenes
perpetrados en las regiones ocupadas del Este por los miembros de las Waffen-
SS tienen su origen en esta ley.»

Pero Griffith-Jones aún no había terminado. Uno de sus documentos más


importantes es un escrito que el secretario de Estado Franz Schlegelberger, del
Ministerio de Justicia del Reich, envió el 17 de abril de 1941 al jefe de Cancillería
del Reich, Hans Heinrich Lammers. En esta carta, Schlegelberger hace referencia
a las proposiciones presentadas por Rudolf Hess sobre el trato que ha de darse a
los polacos y judíos en las regiones ocupadas del Este. El fiscal inglés citó uno de
los párrafos del documento:

«Parto del principio —escribió Schlegelberger a Lammers— que la


situación especial creada en las regiones ocupadas del Este entrañan también
unas medidas especiales contra los polacos y judíos. Ya desde un principio se
pensó aumentar las unidades destinadas a estos fines, tan pronto lo exigieran las
circunstancias. Después de haber recibido instrucciones por parte del
lugarteniente del Führer, de que el momento ha llegado, he elaborado un
proyecto de ley sobre el trato de que deben de ser objeto los polacos y judíos
ateniéndome en todo momento a las instrucciones recibidas del lugarteniente
del Führer.

»Número 1, Artículo 3.º, contiene un resumen general de la situación y


termina diciendo que toda actividad por parte de un polaco o judío, en las
regiones ocupadas del Este, dirigida evidentemente contra Alemania ha de ser
objeto de un severo castigo. "En pleno acuerdo con el punto de vista del
lugarteniente del Führer propongo se impongan a los delincuentes polacos y
judíos los castigos más severos".

»De pronto, se siente dominado Schlegelberger por el orgullo germánico,


y añade... y con ello carga una nueva culpa sobre Hess:

»No hago mención en este proyecto de ley de la sugerencia del


lugarteniente del Führer de que los presos sean apaleados. No estoy conforme
con esta forma de castigo, ya que no está en consonancia con el grado de cultura
del pueblo alemán.»

—Señoría, el objeto de estos documentos es demostrar que el


lugarteniente del Führer estaba perfectamente al corriente de lo que ocurría en
las regiones ocupadas del Este y que incluso propuso unos castigos mucho más
severos —dijo Griffith-Jones, cuando terminó la exposición de los hechos.

Rudolf Hess, el que se creía inofensivo lugarteniente del Führer, "la


conciencia del Partido nacionalsocialista", como le llamaban en los círculos
íntimos..., el acusado Rudolf Hess fue, por consiguiente, quien sugirió aquellas
severas medidas de castigo antes de que estos fueran llevados a la práctica por
Himmler y sus secuaces.

La táctica de pérdida de memoria no le sirvió de nada a Hess. Las pruebas


presentadas por la acusación y los testimonios de los testigos fueron
paulatinamente revelando la verdadera personalidad de Rudolf Hess y toda la
culpa que le incumbía a él de lo sucedido. El Tribunal le absolvió de los cargos
de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Pero en el fallo en que se
le condenaba a cadena perpetua se dijo que Hess, en su posición de
«lugarteniente del Führer», era el hombre más importante en la maquinaria del
Partido y apoyó activamente los preparativos de guerra.

El funcionario que finalmente sustituyó a Hess fue Martin Bormann. Fue


el único acusado en Nuremberg, contra el cual fue dictada sentencia sin estar
presente. Bormann ingresó en 1925 en el Partido nacionalsocialista y fue
escalando sitios hasta llegar a jefe de sección en la oficina de Hess. Cuando este
emprendió el vuelo a Inglaterra llegó la tan esperada ocasión para Bormann. Fue
nombrado jefe de la Cancillería del Partido y jefe del Estado Mayor del
lugarteniente del Führer. En el año 1943, Bormann se convirtió en el secretario de
Hitler y durante los últimos años de la guerra fue el que gozó de la mayor
confianza por parte de Hitler, hasta el extremo que llegaban hasta Hitler solo
aquellas personas que quería Bormann.

Hess y Bormann, debido al curioso engranaje del Partido


nacionalsocialista, se vieron complicados conjuntamente en algunos puntos. El
fiscal Griffith-Jones dijo:

—Recordarán ustedes que Bormann, hasta el momento en que Hess


emprendió el vuelo a Inglaterra, era lugarteniente de este último, y que, por
consiguiente, las disposiciones firmadas por Bormann como lugarteniente del
acusado, hacen igualmente responsable a Hess.

En efecto, las disposiciones firmadas por Bormann lo eran «en nombre del
lugarteniente del Führer», principalmente aquellas disposiciones que fueron
leídas ante el Tribunal y que hacen referencia a la anulación a los judíos del
derecho de poseer vivienda propia, de viajar y disfrutar de otras necesidades de
la vida cotidiana. El fiscal americano, Thomas F. Lambert, que presentó la
acusación contra Bormann, declaró:
—El resultado fue que se les negó a los judíos el uso de los coches-cama y
el poderse alojar en ciertos hoteles en Berlín, Munich, Nuremberg, Augsburg y
otras ciudades alemanas. Se les prohibió, además, visitar los balnearios, plazas y
jardines públicos, etc.

A continuación, Lambert presentó un documento que acusaba


nuevamente a Bormann y Hess:

—Presento como prueba el documento 062-PS. Es una disposición del


acusado Hess, del 13 de marzo de 1940, dirigida a los Reichsleiter, Gauleiter y
altos funcionarios del Partido y organizaciones anexas. En esta disposición
figuran instrucciones para que todos los funcionarios del Partido instruyan
debidamente y en todo momento a la población alemana en el sentido de que
fueran apresados todos los aviadores enemigos que hubiesen tenido que
efectuar un aterrizaje forzoso, y en caso necesario, liquidarlos. Hess dice en el
tercer párrafo de esta disposición que estas instrucciones han de ser dadas solo
oralmente. Eran las órdenes para el linchamiento de todos los aviadores
enemigos: «Todos los aviadores enemigos que se lancen en paracaídas deben ser
apresados o liquidados». Creo que esta disposición no merece un comentario
más a fondo.

—Esta disposición no incluye nada que esté en contra de las leyes y


costumbres de la guerra —objetó el defensor doctor Alfred Seidl—. No puede
caber la menor duda de que se dice que en primer lugar debe intentarse apresar
a los aviadores enemigos que ha sufrido un aterrizaje forzoso o se han lanzado
en paracaídas, o, en el caso de que ofrezcan resistencia a ser detenidos, en este
caso únicamente debe hacerse uso de la fuerza y liquidarlos, es decir, impedir
que puedan hacer uso de las armas.

Esta objeción tuvo éxito en el caso de Hess. Bormann, sin embargo, fue
hecho responsable del linchamiento de los aviadores extranjeros apresados. Su
culpabilidad quedaba certificada por una disposición del 30 de mayo de 1944
dirigida a los altos funcionarios del Partido en la que prohibía la intervención de
la policía contra aquellas personas que habían participado en el linchamiento de
un aviador enemigo. Ya el 5 de noviembre de 1941 prohibió que los prisioneros
de guerra soviéticos fueran enterrados de un modo digno. Dos años más tarde,
ordenó a los Gauleiter que le comunicaran todos aquellos casos en que los
prisioneros de guerra rusos hubiesen sido objeto de buenos tratos. El punto
culminante lo representó en esta política contra los prisioneros de guerra
indefensos, la orden del día 30 de septiembre de 1944, que se convirtió en la
condena de muerte contra miles y miles de personas. Bormann anuló el derecho
de la Wehrmacht de juzgar a los prisioneros de guerra. De eso habían de cuidar
Himmler y sus SS.
—Alguien había de transmitir las órdenes —defendió el abogado doctor
Friedrich Bergold a su ausente mandatario—. Se trata solamente de un trabajo
burocrático que podía ser realizado por un oscuro funcionario o por un brillante
Reichsleiter.

Pero que Bormann no era un oscuro funcionario sino el auténtico gerente


de Hitler, queda plenamente demostrado por el siguiente hecho. Bormann
ejercía el control sobre todas las leyes e instrucciones dictadas por Hitler. Y este
aparato, sobre el que Bormann ejercía un control tan firme, funcionó hasta los
últimos días de la guerra. Es característico que precisamente Bormann fuera
nombrado jefe del Volksturm, aquel último y desesperado intento para alargar
la vida de los altos funcionarios del Estado.

—Bormann escribió en una carta dirigida al Ministerio para las regiones


ocupadas del Este: «Los eslavos han de trabajar para nosotros. Cuando no los
necesitemos, pueden morirse. Por consiguiente, no hay necesidad de vacunarles
ni tampoco que sean atendidos según las leyes sanitarias alemanas. No
queremos prole eslava. Que usen preservativos o que provoquen abortos,
cuantos más, mejor. La educación es peligrosa. A lo sumo, una educación
profesional que pueda ser de utilidad para nosotros. Que se dediquen a la
religión como distracción. Como alimentación, solo lo necesario para no morir.
Nosotros somos los dueños, y hemos de cuidarnos».

Ya hemos hecho referencia anteriormente a la actitud negativa de


Bormann frente a la Iglesia y a los judíos. El Tribunal condenó la actitud de
Bormann con una frase lapidaria:

—Dedicó la mayor parte de su tiempo a la persecución de la Iglesia y de


los judíos en Alemania.

El fiscal Lambert presentó, basándose en una disposición firmada por


Bormann el 9 de octubre de 1942, los puntos principales de la acusación.

—Bormann hace referencia a la lucha milenaria contra los judíos y divide


el programa del Partido en dos puntos: Primero, expulsión de los judíos de todas
las actividades públicas en Alemania. Añade que cuando Alemania empezó la
guerra, no se tuvo suficientemente en cuenta esta necesidad. Alemania hubiese
debido instalar, desde un principio, campos de concentración en el Este.
Bormann escribe textualmente: "Es necesario, en interés de nuestra nación, que
estas medidas sean llevadas a la práctica sin consideraciones de ninguna clase".

Esta dureza del burócrata Bormann la experimentaron en su propio


cuerpo muy amargamente los judíos y cristianos, los prisioneros de guerra y los
alemanes. El fiscal Lambert definió la culpabilidad de Bormann en palabras un
tanto patéticas:

—Señores del Tribunal, todos los niños saben que Hitler fue un hombre
malo. Pero este Ministerio público quiere hacer resaltar que Hitler, sin la ayuda
de unos colaboradores como Bormann, nunca hubiese podido mantener el poder
absoluto en sus manos y hubiese estado entonces muy solitario por el desierto.
Bormann fue un malvado arcángel al lado de este diablo llamado Hitler.

Todos los hombres que rodearon a Hitler no fueron tan fanáticos y tan sin
escrúpulos de ninguna clase como el burócrata Bormann. En el banquillo de los
acusados de Nuremberg se sentaban dos hombres que durante muchos años se
sintieron muy ligados a los altos jefes del Partido nacionalsocialista, pero que
ahora gustosamente hubiesen renunciado a esta compañía. El primero era Franz
von Papen y el segundo Hjalmar Schacht, y los dos fueron absueltos.

Papen, que desde hace años ha sido llamado por la historia «el mozo que
ayudó a Hitler a subir al caballo», hizo, desde el año 1933, una carrera política de
signo negativo. El antiguo Canciller y Vicecanciller del Reich fue embajador en
Viena en el año 1934 y embajador en Ankara en 1939. Fue llamado por Hitler y
acudió presuroso. Calló al ver los crímenes que se sucedían a su alrededor. Y
calló también en aquellos casos que estaban contra sus íntimos
convencimientos, como, por ejemplo, en la lucha que los nacionalsocialistas
organizaron contra la Iglesia. El fiscal inglés, sir David Maxwell-Fyfe sometió a
contrainterrogatorio a Von Papen y comentó un caso concreto que revelaba
claramente la participación de Papen en los planes de Hitler.

Sir David: «¿Recuerda usted que cuando llegó a Austria presentó a Hitler
al cardenal Innitzer?»

Papen: «Sí».

Sir David: «Solo deseo que recuerde usted lo que le sucedió luego al
cardenal Innitzer. Tengo aquí la declaración jurada de un clérigo, el doctor
Weinbacher, secretario del arzobispo: "El 8 de octubre de 1938 tuvo lugar un
grave asalto de elementos juveniles contra el palacio del arzobispo de Viena. Fui
testigo del asalto". Describe a continuación cómo rompieron las ventas y las
puertas. Los sacerdotes se llevaron al arzobispo a una pequeña habitación y lo
mantuvieron oculto allí: "Poco después de haber llegado a la capilla, los
manifestantes entraron en las habitaciones del arzobispo. Lanzaron maderos
dentro de la capilla y uno de estos me tiró a tierra. Los manifestantes eran un
centenar de jóvenes de catorce a veinticinco años de edad. Se dedicaron a
destruir todo lo que encontraban a su paso. Con sus barras de hierro rompían las
sillas, las mesas, los candelabros, los cuadros y, sobre todo, las cruces, todas las
cruces.
»Cuando llegaron a la capilla se originó un gran tumulto al descubrir allí
al arzobispo. Lo apresaron, lo llevaron hasta una de las ventanas y gritaron: "A
este cerdo lo arrojaremos por la ventana".

»Llegó la policía. Primero un teniente de la policía que se disculpó, luego


un agente de la Gestapo, que expresó su pesar por que los policías no desearan
intervenir en aquel caso. Mientras, los manifestantes habían asaltado
igualmente la casa del preboste en la Stefansplatz, 3, y habían arrojado por la
ventana al preboste Krwarik, que tuvo que ser trasladado al hospital con doble
fractura en la cadera. Que no se trató, de ningún modo, de una manifestación
espontánea, queda perfectamente demostrado por el discurso que pronunció el
Gauleiter Bürckel el 13 de octubre, en el que presentó como culpable de todo lo
sucedido al arzobispo.

»Bien, señor von Papen. Había contraído usted una grave responsabilidad
frente al cardenal Innitzer, ¿no es cierto? Le había presentado usted a Hitler. ¿Se
enteró usted de este asalto?

Papen: «Sí, sí, pero mucho más tarde, más tarde».

Sir David: «¿Y cuál fue la protesta que presentó usted cuando se enteró de
este indigno ataque?»

Papen: «Deseo hacerle recordar, sir David, que desde hacía un año había
abandonado el servicio, que ya no tenía nada que ver personalmente con lo que
sucedía en Alemania, y que, en efecto, los detalles de este incidente son muy
lamentables. Pero la Prensa alemana no publicó estos detalles».

Presidente: «Señor acusado, no ha contestado usted a la pregunta que le


han dirigido. Le han preguntado a usted qué protesta presentó».

Papen: «No presenté ninguna protesta, pues entonces ya no ocupaba


ningún cargo oficial. Yo era un ciudadano como cualquier otro y no estaba al
corriente de lo que ocurría y había de atenerme única y exclusivamente a lo que
publicaban los periódicos alemanes».

Sir David: «Usted, acusado, nos ha dicho que era uno de los dirigentes del
catolicismo en Alemania. No nos hará creer que todos los obispos, por no decir
ya todos los sacerdotes católicos en Alemania habían sido informados del
indigno trato de que había sido objeto el cardenal Innitzer».

Papen: «Cabe en lo posible. Pero ¿podía exigir de mí, un ciudadano como


cualquier otro, que emprendiera una acción de protesta oficial?»
Sir David: «Pues, sinceramente, considero que hubiese usted debido
tomarse la molestia de protestar personalmente ante Hitler. Hubiera podido
usted escribirle a Hitler. Pero usted se limitó seis meses más tarde, es decir, en el
mes de abril de 1939, a ocupar un nuevo cargo a las órdenes de Hitler».

El Tribunal recalcó en su sentencia que Papen había desempeñado un


papel muy activo en la anexión de Austria:

«Para la realización de este plan, urdió intrigas y usó amenazas.»

Del mismo modo que Von Papen ayudó a Hitler a conquistar el poder,
Hjalmar Schacht ayudó a Hitler a ofrecerle todas las posibilidades económicas
para que efectivamente pudiera llevar sus planes a la práctica. Schacht puso a
disposición del Führer su talento financiero y sus conocimientos de la economía,
a pesar de haber sido uno de los primeros en reconocer las intenciones
criminales que animaban al Tercer Reich. Este reproche le fue dirigido a Schacht
por el fiscal americano Jackson cuando le sometió a interrogatorio
contradictorio:

Jackson: «¡Doctor Schacht! En el sumario consta que usted le dijo a cierta


dama durante una cena en su casa: "Señora, hemos caído en manos de
criminales. ¿Cómo hubiese podido sospechar yo una cosa así?". ¿Recuerda estas
palabras?»

Schacht: «Han sido leídas por uno de los abogados durante este proceso.
Sí, son ciertas».

Jackson: «Estoy seguro de que quiere ayudar usted a este Tribunal y dirá
quiénes eran esos criminales a los que se refería».

Schacht: «Hitler y sus colaboradores».

Jackson: «Pues también usted colaboró con Hitler. ¿Sabe quiénes eran
esos colaboradores? Quiero que me nombre usted a todos los colaboradores que
englobaba entre esos criminales. Hitler ha muerto, según usted ya sabe».

Schacht: «Señor Jackson, es muy difícil para mí contestar a esta pregunta,


pues no sé quiénes formaban parte del círculo íntimo de los colaboradores de
Hitler. Hemos oído del acusado Goering que él mismo se consideraba entre
estos últimos colaboradores. Yo también incluiría a Himmler y a Bormann, pero
no sé a quién más».

Schacht ocupó altos cargos en la Economía del Tercer Reich a los que
Jackson hizo especial referencia. Fue presidente del Reichsbank, ministro de
Economía y plenipotenciario para la economía de guerra. Fue destituido de su
cargo de presidente del Reichsbank en el año 1939 y fue ministro sin cartera
hasta el año 1943.

Jackson: «Y en el año 1936 crearon ustedes el Plan Quinquenal, ¿no es


cierto?»

Schacht: «Sí».

Jackson: «¿Vio usted con disgusto que nombraron a Goering para este
cargo?»

Schacht: «No le consideraba indicado para el cargo. Además, con esto se


iniciaba una política que iba dirigida claramente contra mi persona. Sabía que se
lanzaban a un rearme sin limitaciones de ninguna clase, en tanto que yo había
abogado siempre por un rearme moderado».

Jackson: «Esto es precisamente a lo que me refería. La diferencia entre


usted y Goering era solamente una cuestión de hasta dónde podía llegar
Alemania en su rearme, ¿no es cierto?»

Schacht negó vivamente esta acusación y el Tribunal dio en esta ocasión


la razón a Schacht y no al fiscal. Presentó a Schacht como uno de los principales
personajes del rearme alemán, pero con el atenuante de que su forma de
proceder no había sido en ningún momento de índole criminal.

Durante la guerra se hicieron cada vez más patentes las diferencias que
existían entre Schacht y el organismo estatal. Cabe en lo posible que, como alegó
él mismo, ofreciera cierta resistencia. Pero nunca se llegó a un rompimiento
declarado. Terminaba siempre sus discursos con un triple «Heil, Hitler». Schacht
se excusó en Nuremberg diciendo que había usado esta fórmula para no
descubrirse. Su vida estaba amenazada. Pero en este caso intervino decidido el
fiscal.

Jackson: «Le pregunto a usted si durante el interrogatorio previo le


dirigieron a usted las siguientes preguntas y si usted contestó a las mismas».

Pregunta: «Supongamos que es usted el jefe del Estado Mayor y que


Hitler toma la decisión de atacar Austria, ¿afirmaría usted que está en su derecho
presentar la dimisión?»

Respuesta: «Le hubiese dicho: destitúyame usted».

Pregunta: «¿Hubiera dicho usted esto?»


Respuesta: «Sí».

Pregunta: «De modo que usted opina que un funcionario podía presentar
su dimisión en el momento en que creía que su modo de pensar era contrario al
de sus jefes».

Respuesta: «Sí».

Pregunta: «En otras palabras, ¿es usted de la opinión que los miembros
del Estado Mayor de la Wehrmacht, que son responsables de la ejecución de los
planes de Hitler, son tan responsables como el propio Hitler?»

Respuesta: «Esta pregunta, señor, es muy difícil de contestar, pero creo


que sí».

Jackson: «¿Dio usted estas respuestas?»

Schacht: «Sí, pero si el Tribunal me lo permite deseo hacer una aclaración.


Si Hitler me hubiese confiado alguna vez una misión inmoral, me hubiese
negado a ejecutarla. Y esto es lo que he dicho de los generales y me atengo a lo
dicho por mí».

Schacht no quería o no lograba comprender que la inmoralidad no


comenzaba en el momento en que le confiaban una misión, sino en el mismo
momento en que se decidía a colaborar con aquellos a los que él consideraba
unos elementos criminales. Su sucesor, como presidente del Reichsbank y
ministro de Economía, Walther Funk, dijo en un discurso pronunciado el 17 de
noviembre de 1938..., y el Tribunal llamó al estrado de los testigos a un nuevo
acusado:

«El Estado y la Economía constituyen una unidad. Han de ser dirigidos


según los mismos principios. La mejor demostración es la evolución del
problema judío en Alemania durante estos últimos tiempos. No se puede
eliminar a los judíos de la vida del Estado y, en cambio, permitirles que
continúen viviendo y trabajando en la economía».

Y Funk se aferró a esta tesis. Hasta qué extremo le arrastró este modo de
pensar hacia unos acontecimientos que hemos de calificar de criminales, se
desprende del interrogatorio durante el sumario previo el 22 de octubre de 1945.

Pregunta: «¿Fueron promulgadas por usted las disposiciones que excluían


a los judíos de la industria?»

Respuesta: «Sí, es de mi responsabilidad. Más tarde lamenté vivamente


haber dado este paso. El Partido ya ejerció desde un principio una gran presión
sobre mi persona para que diera mi consentimiento a la expropiación de todos
los bienes judíos y yo me opuse repetidamente a este intento. Más tarde, cuando
las medidas contra los judíos y los actos de violencia aumentaron en intensidad,
fue necesario promulgar unas leyes para impedir que fueran saqueados y
expropiados los bienes de todos los judíos».

Pregunta: «¿Sabía usted que esos saqueos se hacían por orden del
Partido?»

El acusado Funk se puso a llorar y respondió:

—Ya hubiese debido presentar mi dimisión en el año 1938. Por eso soy
responsable y confieso que estoy aquí como culpable.

Las relaciones criminales entre el Estado y la Economía se revelaron con


toda claridad en el llamado caso del oro del Reichsbank. El fiscal Thomas J.
Dodd confrontó en un contrainterrogatorio al acusado Funk con una declaración
que acusaba gravemente al antiguo presidente del Reichsbank. Esta declaración
había sido firmada por el antiguo vicepresidente del Reichsbank, Emil Puhl, y
era mucho más penosa, pues Puhl había sido llamado como testigo de la defensa
por Funk. Los puntos más importantes de esta declaración jurada decían:

«En el verano del año 1942 celebró el presidente del Reichsbank y


ministro de Economía del Reich, Walther Funk, una entrevista conmigo y
posteriormente con el señor Friedrich Wilhelm, miembro de la dirección del
Reichsbank. Funk me dijo que había concertado un acuerdo con el Reichsführer
Himmler para poner todo el oro y las joyas de las SS bajo custodia del
Reichsbank. Funk dio orden de que conjuntamente con Pohl, yo tomara las
medidas oportunas. Pohl era el jefe de la sección económica de las SS y jefe de la
administración de los campos de concentración. Le pregunté a Funk por el
origen del oro, las joyas y el dinero que habían de suministrarnos las SS. Funk
respondió que se trataba de bienes expropiados en las regiones ocupadas del
Este y que no le hiciera más preguntas sobre este caso.

»Entre los objetos que fueron depositados por las SS había joyas, relojes,
brillantes y objetos de alto valor de toda clase en grandes cantidades, que las SS
habían arrebatado a los judíos y a las víctimas internadas en los campos de
concentración. Tuvimos conocimiento de esto, pues lo agentes de las SS trataron
de cambiar estos objetos por dinero y para ello solicitaron la autorización de
Funk. De vez en cuando controlaba las cajas fuertes en sus cajas. También Funk
ejercía personalmente este control.

»Siguiendo estas instrucciones de Funk, el Golddiskontobank abrió una


cuenta que finalmente llegó hasta diez o doce millones de marcos y que fue
puesta a disposición de las SS».

El SS-Obergruppenführer Oswald Pohl, mencionado en la declaración,


confirmó posteriormente las declaraciones de Puhl. Pero Funk negó haber estado
informado de todos estos detalles. En la sentencia se dijo:

«Este Tribunal tiene la opinión de que Funk sabía qué clase de objetos
eran depositados en el Banco, o cerraba expresmente los ojos para no tener
conocimiento de ello.»

A pesar de que Funk ocupó altos cargos, nunca fue un personaje


dominante en los diversos asuntos en los que intervino personalmente.

Este punto de vista le salvó la vida a Funk. Walther Funk fue un pequeño
y oscuro personaje en comparación con aquellos hombres de las SS que se
dedicaron al asesinato en masa. Al hablar de Funk, hemos de hacerlo también de
la sección económica de las SS. El jefe de esta oficina era Oswald Pohl, que fue
interrogado en el estrado de los testigos:

—Las relaciones de mi oficina con el Reichsbank, a consecuencia de las


prendas de vestir que procedían de las personas que morían en los campos de
concentración, fueron iniciadas en el año 1941 ó 1942. En aquellas fechas recibí
del Reichsführer-SS y de la policía alemana, Heinrich Himmler, que era mi jefe
directo, la orden de ponerme en contacto con el ministro de Economía del Reich,
Walther Funk, para que este concediera un cupo mayor para la fabricación de
uniformes para las SS. Himmler me dijo que habíamos de merecer un trato de
preferencia por parte de Funk. El Ministro de Economía recibía muchas prendas
de vestir procedentes de los campos de concentración. Estas prendas habían sido
recogidas en el campo de Auschwitz y otros campos de concentración.

En el asunto secreto Aktion Reinhard encontramos un uniforme que


presenta el SS-Gruppenführer Globocnik a Himmler. Esta acción iba dirigida
contra la población judía en Polonia y comprendía el reclutamiento de las
fuerzas capacitadas para el trabajo y expropiación de bienes ocultos. Globocnik
resumía el éxito de la operación en las siguientes palabras:

«El valor de los bienes expropiados asciende, aproximadamente, a


180.000.000 de marcos. Hemos calculado el valor mínimo, de modo que es muy
posible que el valor real sea el doble del indicado. Han sido suministrados a la
industria alemana 1.900 vagones de prendas de vestir.»

Funk aceptó agradecido la condena de «cadena perpetua». Lo más seguro


es que temiera una condena a muerte.
Otro de los acusados reunió en sus manos un número tan elevado de
cargos, que en este sentido solamente era superado por Himmler: Wilhelm Frick.
En su sentencia de muerte presentó el Tribunal un resumen de los innumerables
cargos que ostentó el acusado en el Tercer Reich:

«Fue ministro del Interior del Reich en el primer gabinete de Hitler, cargo
que conservó hasta agosto de 1943, cuando fue nombrado protector de Bohemia
y Moravia. Fue ministro prusiano del Interior, director general del Reich para las
elecciones, plenipotenciario del Reich para la Administración del Reich y
miembro del Consejo de Defensa del Reich, miembro del Consejo de Ministros
para la Defensa del Reich y miembro también del Consejo del Pacto de las Tres
Potencias. Finalmente fue director general de la administración de los países
ocupados.»

Frick fue el hombre que después de la conquista del poder englobó a los
países ocupados dentro de la administración del Reich. Es una ironía en la
historia del proceso que los hombres que atacaron y defendieron a Frick ante el
Tribunal hubiesen trabajado en el Ministerio del Interior, y cuando Frick fue
nombrado ministro tuvieron que dimitir entonces sus cargos o fueron
destituidos poco después. El hombre que le acusaba era el fiscal americano
Robert Kempner y el hombre que le defendía el testigo Hans-Bernd Gisevius.

En primer lugar, el fiscal Kempner informó al Tribunal del número casi


infinito de leyes por medio de las cuales Frick colocó al pueblo alemán bajo el
control del Partido y de su aparato. Citó párrafos de un libro del secretario de
Estado de Frick, Hans Pfundtner:

«Mientras en Prusia el marxismo era aniquilado por la mano fuerte del


presidente del Consejo de Ministros prusiano, Hermann Goering, y una
gigantesca ola de propaganda precedía a las elecciones para el Reichstag del 5 de
marzo de 1933, el doctor Frick preparaba la conquista del poder en los restantes
países de Alemania. De la noche a la mañana hizo desaparecer todos los
contrastes políticos. En el Reich alemán existió, desde aquel momento, una sola
voluntad y un solo jefe.»

Kempner recordó al Tribunal aquella ley fatal que fue firmada por Hitler
y Frick y que le concedía a Himmler una pseudolegalidad, y con ella, manos
libres. Lleva la fecha del 17 de junio de 1936: «Para la unificación de las
actividades de la policía del Reich será nombrado un jefe de la policía alemana
en el Ministerio de Interior del Reich, a quien corresponderá al mismo tiempo el
estudio y la ejecución de todas las medidas policíacas en el país». Este jefe de la
policía quedaba a las órdenes específicas del «ministro del Interior del Reich y
de Prusia», y con ello, Frick se convertían en el jefe de Himmler, pues
teóricamente estaba al frente de toda la policía. En realidad, su control era
mínimo, aunque su nombre quedará eternamente ligado a los crímenes
cometidos por las organizaciones de las SS. El testigo Gisevius informó que
durante el primer año de estar en el poder, la Gestapo ejerció un auténtico
régimen de terror. También informó de los desesperados intentos de Frick de
poner obstáculos a las ansias de poder de Himmler. ¿Es cierto que durante
aquellos años Frick se vio impotente para actuar contra Himmler y Heydrich?
Gisevius contestó a la pregunta que sobre esto le fue dirigida por el defensor de
Frick, doctor Otto Pannenbecker:

—Al contestar a esta pregunta hemos de tener presente que solamente


Schacht fue internado en un campo de concentración. Pero para hacer honor a la
verdad, he de recordar también que más de una vez nos preguntamos hasta qué
punto un ministro del Reich podía acabar en un campo de concentración. Por lo
que hace referencia a Frick, ya en el año 1934 me confió que el gobernador de
Baviera le había informado muy confidencialmente de que habían previsto su
asesinato durante su estancia en Baviera y me preguntó si yo podía averiguar
algo más concreto sobre este intento de asesinato. Por este motivo, me trasladé
en compañía de mi amigo Nebe a Baviera, donde realicé averiguaciones en
secreto que me permitieron llegar a la conclusión y que, en efecto, estos planes
habían sido debatidos. Pero, como todo el mundo sabe, Frick sobrevivió a todos
los peligros.

No, Frick nunca corrió el peligro de ir a parar a un campo de


concentración. Al contrario, él, que desde un principio estuvo al corriente de los
crímenes que se cometían en esos campos, firmó las disposiciones que
entregaban los presos a la Gestapo, es decir, a una muerte segura. En Nuremberg
prefirió Frick, lo mismo que Hess, no subir al estrado de los testigos. Debido a
esto, el fiscal Jackson tuvo que limitarse a interrogar al principal testigo de la
defensa cuando insistió sobre las relaciones que habían existido entre Frick y
Himmler:

Jackson: «Himmler y Heydrich fueron nombrados jefes de unas oficinas


que, según la ley, quedaban subordinadas a Frick, ¿no es cierto?»

Gisevius: «Sí, fueron nombrados miembros del Ministerio del Reich y


eran, en teoría, subordinados de Frick».

Jackson: «A partir del año 1934 le fue confiada a Frick, en su calidad de


ministro, la administración y la vigilancia de los campos de concentración, ¿no
es así, doctor Gisevius?»

Gisevius: «En mi opinión, ya desde un principio incumbía al ministro del


Interior del Reich la responsabilidad de todos los asuntos policíacos en el Reich,
o sea, también de los campos de concentración, y no creo que se pueda decir que
esta responsabilidad solo le corresponde a partir del año 1934».

Frick no firmaba solamente las leyes que hicieron desaparecer la


democracia en Alemania, sino que también formuló las disposiciones para toda
la administración en las regiones ocupadas. En el año 1938 fue nombrado
plenipotenciario de la Administración del Reich y en este cargo quedaban a sus
órdenes los Ministerios de Justicia y Educación y también la Oficina para la
distribución de las tierras. Unos poderes que no se veían desde el exterior, pues
Frick se había sometido incondicionalmente a los dementes planes de su Führer
Adolfo Hitler.

Los judíos fueron los que más sufrieron las consecuencias de las
actividades de Frick.

—Sus actividades están reflejadas en las Leyes de Nuremberg —leemos


en el Acta de Acusación—, y Frick ordenó su ejecución. Fue responsable de la
disposición que prescribía que los judíos habían de renunciar al ejercicio de
todas las profesiones y la confiscación de todos los bienes judíos, y en el año
1943 firmó una ley que colocaba a los judíos «fuera de la ley» y los entregaba en
manos de la Gestapo.

Frick fue gravemente acusado por su participación en los crímenes que


fueron englobados bajo el común denominador de Eutanasia. El fiscal inglés
Hartley Shaweros dijo:

—En el verano del año 1940, Hitler promulgó una ley que condenaba a
muerte a todas las personas ancianas y enfermas en Alemania y a todos aquellos
seres humanos que ya no pudieran ser de ninguna utilidad para la maquinaria
bélica alemana. Frick, más que cualquier otro ciudadano alemán, fue
responsable de la puesta en práctica de esta disposición. Tenemos en nuestro
poder muchas pruebas que demuestran que tanto Frick como un gran número de
personas estaban al corriente de estos crímenes. En julio de 1940, el obispo Wurn
escribió a Frick:

»"Desde hace algunos meses y por orden del Consejo de Defensa del
Reich son trasladados los enfermos mentales, los débiles mentales y los
epilépticos desde los sanatorios estatales y particulares a otras instituciones. Los
familiares son informados posteriormente de estos traslados. Lo corriente en
estos casos suele ser recibir, a las pocas semanas, un comunicado de que el
enfermo ha fallecido a causa de una enfermedad u otra, y que por razones de
índole policíaca se ha hecho necesario incinerar el cadáver. Se calcula, de un
modo superficial, que solo en Wurttemberg existen unos cuantos centenares de
estos casos. Me veo obligado a informar al Gobierno del Reich que estas
medidas han causado y están causando un profundo malestar en la población".»
Wilhelm Frick era el responsable directo de estos crímenes. En el año 1943
fue nombrado protector del Reich para Bohemia y Moravia y el Tribunal le hizo
responsable en este cargo de la intimidación de la población civil, de ordenar
trabajos forzados y de la deportación de los judíos.

El aparato estatal de Adolfo Hitler funcionó desde el principio hasta el


final sin roces de ninguna clase, sin promover muchos ruidos. Y siempre había
personas que se ponían incondicionalmente con toda su capacidad y habilidad
diabólica al servicio de estos planes criminales, aunque a veces alegaran que
estaban en plena contradicción con su conciencia interna y su modo de pensar.
Esta es la culpa que incumbe a los ayudantes de Hitler y que administraron
Alemania hasta el hundimiento final, tal como les tenía ordenado Hitler.

3. El honor de los soldados

El grupo de los antiguos altos jefes militares que figuraban entre los
acusados se descubrían por su actitud y su modo de hablar. Los antiguos
generales y almirantes hablaban el lenguaje escueto y tajante de los oficiales
profesionales. Algunos de ellos todavía llevaban sus viejos uniformes sin
insignias de ninguna clase. Y cuando el Ministerio Público les hablaba de sus
actividades en el pasado, se limitaban a citar, entonces, la obediencia y el honor
de los soldados. El mariscal de campo Wilhelm Keitel fue acusado y reconocido
culpable por el Tribunal de Nuremberg de los cuatro puntos de la acusación. En
el Escrito de Acusación fueron ampliados estos puntos:

1. Keitel estaba informado de los planes de Hitler respecto a los ataques


contra Checoslovaquia, Polonia, los países escandinavos y los Estados neutrales
de Holanda, Bélgica y Luxemburgo, contra Grecia y Yugoslavia, y participó de
un modo activo en la elaboración de estos planes.

2. Keitel firmó, el 4 de agosto de 1942, la orden de que todos los


paracaidistas aliados debían ser entregados al SD.

3. «Cuando el Alto Mando de la Wehrmacht dictó, el 8 de septiembre de


1941, sus directrices criminales para el trato de que habían de ser objeto los
prisioneros de guerra rusos —dice textualmente el Escrito de Acusación—,
Canaris escribió a Keitel indicándole que, basándose en las Leyes
internacionales, el SD no había de intervenir para nada en este caso. En este
escrito vemos, firmado por Keitel, el siguiente comentario: "Las objeciones
tienen su origen en el concepto militar de una guerra caballeresca. Aquí se trata
de la destrucción de una filosofía. Por este motivo apruebo todas estas medidas
y me hago responsable de las mismas".»
4. Keitel ordenó a todas las autoridades militares que colaboraran muy
estrechamente con el Einsatzstab Rosenberg para el saqueo de los bienes
culturales en los países ocupados.

5. El 16 de septiembre de 1941 indicó Keitel que para hacer frente a los


ataques contra los soldados alemanes en el Este, por cada soldado alemán habían
de ser muertos de cincuenta a cien comunistas. El primero de octubre ordenó a
los comandantes que tuvieran en reserva siempre unos cuantos rehenes para que
pudieran ser ajusticiados sin pérdida de tiempo tan pronto se tuviera
conocimiento de que hubiera sido muerto un soldado alemán.

6. Cuando el comisario del Reich para Noruega, Josef Terboven, le


escribió a Hitler sobre el hecho de hacer responsables a los familiares de los
trabajadores que cometiesen actos de sabotaje señalando que solo tendría éxito
en el caso de que se permitiera la actuación de los pelotones de ejecución, Keitel
comentó: «Sí, esto sería lo mejor».

7. Cuando Hitler ordenó a Sauckel, el 4 de enero de 1944, que movilizara


en las regiones ocupadas cuatro millones de obreros, Keitel estaba presente.

Todo esto estaba en contradicción a las constantes afirmaciones de Keitel


de que solo había sido soldado, soldado en el espíritu de la tradición militar.
Mediante las declaraciones de los testigos de Nuremberg, se intentó iluminar
esta contradicción con alguna característica del acusado. El antiguo ministro de
la Guerra del Reich y comandante en jefe de la Wehrmacht, mariscal general de
campo, Von Blomberg, comentó sobre Keitel:

—Keitel no presentó nunca ninguna objeción a las medidas adoptadas


por Hitler, en ningún momento le ofreció la menor resistencia. Se convirtió en
un fiel instrumento en manos de Hitler acatando todas sus decisiones. Ejerció un
cargo para el que no estaba capacitado.

Hermann Goering declaró en el estrado de los testigos contestando a una


pregunta que le dirigió el defensor de Keitel, doctor Otto Nelte:

—A veces pasaban semanas antes de poderse conseguir la necesaria firma


de Hitler, por cuyo motivo muchas de las leyes eran firmadas «por orden». De
esto resulta que no existe apenas una ley o decreto dictado por el Führer que no
aparezca firmado por Keitel, que en este sentido era muy eficiente. Es lógico y
natural que cuando algo no sucedía como había de ser, el jefe del Alto Mando de
la Wehrmacht fuera objeto de recriminaciones desde todos los lados. Era atacado
desde todas partes. Unos le reprochaban no oponerse a las órdenes que dictaba
el Führer y este, cuando alguien se atrevía a presentarle alguna objeción a
alguno de sus planes, lo mandaba a paseo y le contestaba que él solo lo
resolvería todo. No cabe la menor duda de que fue un cargo muy desagradecido
y muy difícil, y recuerdo que en cierta ocasión me vino a ver el mariscal de
campo y me rogó que interviniera para que lo destinaran al frente, incluso, como
mariscal de campo, estaba decidido a asumir el mando de solamente una
división. Lo único que deseaba era alejarse del Cuartel general, ya que allí la
vida le resultaba completamente imposible.

El propio Keitel informó en Nuremberg sobre sus relaciones con Hitler:

—Estaba autorizado y obligado a defender mis puntos de vista. ¡Qué


difícil era esto! Solamente lo pueden juzgar aquellos que trataban directamente
con Hitler. A las pocas palabras, ya empezaba él a hacer suyo el problema que se
debatía y no admitía la menor intervención por parte de terceras personas. Era
casi imposible sostener lo que se llama una conversación con el Führer. Aquel
estado de cosas era completamente ajeno a mi modo de ser, y por esta causa, en
más de una ocasión, mi actitud pareció muy poco firme.

Entre bastidores del proceso se realizó, en el caso concreto de Keitel, un


tira y afloja que no trascendió a la publicidad. El doctor Robert Kempner, uno de
los fiscales americanos, informó doce años más tarde detalladamente a los
autores. Según Kempner, Keitel había estado dispuesto a declarar desde el
estrado de los testigos cuáles eran los crímenes que habían sido cometidos por el
Tercer Reich y al mismo tiempo hacerse responsable de todas las medidas
firmadas por él. Pero dos días antes de la fecha fijada para hacer esta sensacional
declaración, alegó que no podía hacer esta confesión. Había hablado de todo ello
con Goering, a quien, a pesar de todo, continuaba considerando como su
inmediato superior, Goering le había prohibido hacer esta confesión diciéndole
que si alguien trataba de abandonar el bote salvavidas, lo más probable es que
con su huida provocara el hundimiento definitivo del bote.

—El hecho de que Keitel no presentara esta declaración —comentó el


doctor Kempner—, provocó unas reacciones negativas en el bando aliado contra
la Wehrmacht que Keitel fácilmente hubiese podido hacer desaparecer si
hubiese hecho esta confesión de culpabilidad. El resultado fue crear una
situación sumamente penosa. Qué diferente hubiera sido todo si Keitel, con la
cabeza muy alta, hubiese hecho esta declaración en lugar de buscar
continuamente pretextos y justificaciones, en lugar de admitir su culpabilidad
cuando en el curso de los interrogatorios contradictorios no le quedó otro
remedio. El primero en dirigir preguntas a Keitel fue el fiscal ruso Roman
Rudenko.

Rudenko: «Paso ahora a la cuestión del trato de que había de ser objeto los
prisioneros de guerra rusos. Quiero preguntarle a usted sobre el informe de
Canaris. En este informe, Canaris habla del asesinato en masa de prisioneros de
guerra soviéticos y de la necesidad de poner fin a estas medidas tan arbitrarias.
Escúcheme usted bien y preste atención. Es el documento de Canaris. La
anotación de usted dice lo siguiente: "Las objeciones tienen su origen en el
concepto militar de una guerra caballerosa. Aquí se trata de la destrucción de
una filosofía. Por esto apruebo todas estas medidas y me hago responsable de
las mismas". ¿Fue esta la decisión que tomó usted?»

Keitel: «Sí, esto fue lo que escribí. Esta fue mi decisión después de haber
consultado con el Führer. Esto lo escribí yo».

Rudenko: «Le pregunto a usted, acusado Keitel, a usted que se hace llamar
mariscal de campo y que repetidas veces ante este Tribunal se ha presentado
como soldado. Con su sanguinaria decisión del mes de septiembre del año 1941,
autorizó y aprobó usted el asesinato de soldados indefensos que eran hechos
prisioneros de guerra por usted, ¿no es verdad?»

Keitel: «Firmé esta disposición y cargo con toda la responsabilidad de


acuerdo con el cargo ostentado por mí».

Durante un interrogatorio contradictorio dirigido por el fiscal inglés sir


David Maxwell-Fyfe fueron debatidos otros puntos:

Sir David: «Tenga la bondad de echar una mirada al Documento 769. Es


un telegrama del general de Aviación Christiansen desde los Países Bajos. Lo
firma su jefe de Estado Mayor:

»"Como consecuencia de la huelga de ferroviarios se ha paralizado todo el


tráfico en Holanda. Los ferroviarios no acatan la orden de volver al trabajo. La
tropa ha de ser autorizada a fusilar, sin previo juicio, también a las personas que
no son terroristas ni saboteadores, según el concepto de la orden del Führer, pero
que, en cambio, por su actitud pasiva son un peligro para los combatientes
alemanes. En consecuencia, solicitamos que la orden del Führer sea ampliada."

«Vamos a ver, acusado, reconocerá usted que el fusilamiento de


ferroviarios que no quieren trabajar es una medida cruel y brutal. ¿Lo admite
usted así?»

Keitel: «Sí, es una medida cruel».

Sir David: «¿Cuál fue la respuesta de usted a esta crueldad? Fijémonos en


el documento 770, que creo que se trata de la respuesta de usted: "En el caso de
que no sea posible entregar esos individuos a manos del SD, es necesario
adoptar otras medidas más efectivas. No existen objeciones de ninguna clase
contra la ejecución de estos elementos en las circunstancias señaladas".»
A continuación, el fiscal americano Thomas J. Dodd dirigió una serie de
preguntas que en la actualidad, después de las manifestaciones del abogado
doctor Kempner, comprobamos que hacen referencia a aquella sorda lucha entre
bastidores.

Dodd: «Cuando fue interrogado por su abogado dijo que se sentía


dominado por la sensación de cargar con toda la responsabilidad por aquellas
medidas que llevan su firma, por aquellas órdenes presentadas por usted al
Führer y autorizadas por este. El viernes dijo usted que, como soldado
profesional, se aferraba a la tradición y a los principios de esta profesión, y, por
consiguiente, no podía firmar una orden que como soldado fuera criminal desde
su punto de vista».

Keitel: «Sí».

Dodd: «En este caso, hemos de admitir que usted, de un modo consciente
por su juramento de soldado, firmó unas órdenes que sabía eran criminales».

Keitel: «Desde luego, tenía plena conciencia de que se ejecutaban unas


órdenes que no estaban en consonancia con las leyes vigentes».

Dodd: «Por consiguiente, ¿de un modo consciente ejecutó y dictó órdenes


criminales?»

Keitel: «El jefe de Estado tenía todos los poderes en sus manos. Por
consiguiente, que él cometiera un acto criminal no quiere decir que nosotros
forzosamente le imitáramos en esta actitud criminal».

Dodd: «Usted mismo ha declarado que algunas de las órdenes dictadas


iban dirigidas contra las leyes internacionales en vigor. Una orden dicta en este
sentido es una orden criminal, ¿no es cierto?»

Keitel: «Sí».

Dodd: «Pues bien, en este caso usted ejecutó órdenes criminales que
representan, al mismo tiempo, una violación del código de honor de un soldado
profesional».

Keitel: «Sí».

De esta forma, aunque fuera a través de muchos rodeos, confesó Keitel su


culpabilidad. El psicólogo americano Gustave M. Gilbert relató la reacción de
Goering ante la actitud de Keitel.
«—Ha contestado usted de un modo, maldita sea, demasiado directo —le
reprochó Goering al antiguo jefe del Alto Mando de la Wehrmacht—. Lo
importante es rehuir las preguntas directas y esperar que nos planteen una
cuestión que nos sirva de base para lanzar nosotros un ataque.

»—Pero yo no puedo transformar lo blanco en negro —replicó Keitel—. A


la última pregunta de Dodd contesté con un "sí". ¿Qué otra cosa hubiese podido
hacer?»

Es muy destacado el papel que desempeñó Keitel en el proyectado


asesinato de los generales franceses Giraud y Weygand. Solo gracias a una
argucia de Canaris, los dos generales franceses salieron con vida.

El jefe del Estado Mayor francés Maxime Weygand se encontraba,


después de la derrota de Francia, en África del Norte. El general Henri Giraud
había sido hecho prisionero de guerra por los alemanes y fue internado en la
fortaleza de Königstein, en Sajonia. El 17 de abril de 1942 consiguió huir de la
fortaleza. Su fuga fue una completa aventura. Deslizándose por una cuerda de
cuarenta y cinco metros que había ido anudando durante todo un año, a base de
los cordeles de los paquetes que recibía, bajó por el escarpado muro de la
fortaleza.

—El general —reconoció Keitel en Nuremberg— debió ser un oficial muy


valiente. Un hombre que a los sesenta años se desliza por una cuerda de
cuarenta y cinco metros...

Mientras en toda Alemania se lanzaban a la persecución del general


francés, este emprendía el viaje hasta Munich, Stuttgart, Metz, Estrasburgo,
Mühlhausen, y un día corrió, luchando por salvar su vida, delante de la barrera
muy vigilada de la frontera, cien metros por campo descubierto hasta alcanzar
unos abetos que la habían sido señalados por un campesino, como territorio
suizo. Giraud alcanzó su objetivo.

Erwin Lahousen, colaborador de Canaris, el jefe del Servicio secreto


alemán, contó, sometido a contrainterrogatorio por el fiscal John Harlan Amen,
lo que sucedió entre bastidores:

Amen: «¿Recuerda usted haber asistido, el año 1940, a una reunión


durante la cual fue pronunciado el nombre de Weygand?»

Lahousen: «Sí. Durante esta reunión nos reveló Canaris que desde hacía
algún tiempo Keitel insistía en que se llevara a cabo una acción que tenía como
objetivo la eliminación del mariscal francés Weygand y que mi sección debía
encargarse de llevar esta acción a buen fin».
Amen: «Ha dicho usted "eliminación". ¿Qué quiere decir concretamente?»

Lahousen: «Matar».

Amen: «¿Qué hacía Weygand en aquello tiempos?»

Lahousen: «Tengo entendido que Weygand entonces se encontraba en


África del Norte».

Amen: «¿Por qué motivo había de ser asesinado Weygand?»

Lahousen: «Se temía que Weygand pudiera organizar, con el Ejército


africano francés, un centro de la resistencia en África del Norte».

Amen: «¿Qué más dijo durante aquella reunión?»

Lahousen: «Todos los presentes demostraron su viva indignación y


elevaron una clamorosa protesta por esta orden, procedente de un representante
de la Wehrmacht dirigida a nuestra Oficina. Cuando los demás abandonaron la
sala, hablé a solas con Canaris, que me dijo: "No tema usted, esta orden no la
transmitiremos, ni tampoco será llevada a cabo". Y así fue. En cierta ocasión,
cuando Canaris y yo fuimos llamados a presencia de Keitel, este me preguntó lo
que habíamos hecho respecto a este asunto».

Amen: «¿Qué le contestó usted a Keitel?»

Lahousen: «Como es natural, no le repuse que no pensaba llevar la orden a


la práctica, ya que en este caso, hoy no me sentaría aquí. Lo más probable es que
le dijera que se trataba de un caso difícil, pero que haríamos todo lo que
estuviera en nuestras manos».

Lahousen también informó que Keitel le había dado, en julio de 1942, la


orden de Canaris de que fuera asesinado igualmente el general Giraud. Esta
acción había de realizarse con el nombre clave de Gustav. Pero el Servicio
Secreto alemán se negó a acatar esta orden. Lahousen declaró:

—En el mes de septiembre, Keitel llamó por teléfono a mi vivienda


particular. Me preguntó: "¿Qué pasa con Gustav? ¿Recuerda usted a quién me
refiero? ¿Cómo está el asunto? Necesito saber con urgencia todo lo que se
relaciona con este asunto". Le contesté: "No estoy informado sobre este caso
concreto. Canaris se ocupa personalmente del caso, pero Canaris no está aquí.
Está en París.»

Lahousen se trasladó, inmediatamente en avión, para informar a Canaris,


a París. Canaris estaba atemorizado, pero pronto se le ocurrió una idea salvadora.
Comunicó a Keitel que había encargado de esta misión a Heydrich cuando este
todavía vivía. Con esto quedaba liquidado el asunto. Lahousen terminó su
declaración con las siguientes palabras:

—No se habló más del asunto. Giraud huyó a África del Norte. Mucho
más tarde me enteré que Hitler había tenido un ataque de ira cuando se enteró
de la fuga del general francés y que lo había calificado como un completo
fracaso del Servicio de Seguridad del Reich.

—No sé qué decir sobre este caso —murmuró Keitel aquella noche en la
celda de la cárcel hablando con el psicólogo Gilbert—. El asunto Giraud, sí,
desde luego, suponía que lo sacarían a relucir... Pero, ¿qué he de decir? Sé muy
bien que un oficial y un caballero como usted se habrá formado su opinión
sobre mi persona... Estos hechos atacan mi honor de soldado. No me importaría
en absoluto que me recriminaran haber iniciado la guerra. Solo cumplí con mi
deber y acaté las órdenes que me daban. Pero este asunto... no sé sinceramente
cómo me vi envuelto en este caso...

Keitel habló muchas veces de su honor de oficial. Aquella misma noche,


Gilbert habló con Lahousen.

—¡Ahora no se les ocurre otra cosa que hablar de honor! —comentó


Lahousen, después de haberle informado Gilbert de su anterior conversación—.
¡Ahora, después de haber asesinado a millones de seres humanos! Sí, es muy
desagradable para ellos que ahora se presente alguien y les diga toda la verdad a
la cara. Yo he hablado en nombre de aquellos que fueron asesinados.

Pocos días después, Gilbert observó que el antiguo jefe del Alto Estado
Mayor de la Wehrmacht, Alfred Jodl, ya no se sentaba durante las comidas en la
mesa de Keitel como había hecho hasta entonces. Gilbert habló con Jodl de la
conversación que había celebrado con Lahousen.

—Hay cosas que no se pueden compaginar con el honor de un soldado —


dijo Jodl.

—Por ejemplo, un asesinato... —insinuó Gilbert.

Jodl guardó silencio durante un rato. Luego, contestó en voz baja:

—Sí, desde luego. Esto no se puede compaginar con el honor de un


soldado. Keitel me ha contado que Giraud estaba bajo vigilancia y que el caso
fue transferido más tarde a la Oficina de Seguridad del Reich, pero nunca se
habló de asesinato. No..., esto no es honor. Estas cosas ya han ocurrido otras
veces en la historia militar. Pero jamás hubiese creído que uno de nuestros
propios generales...

Fijó la mirada en el suelo.

—He observado que usted ya no come con los altos jefes militares... En la
mesa de Goering y Keitel —comentó Gilbert.

—¿Conque se ha fijado usted en este detalle? —preguntó Jodl,


sorprendido—. En fin, no quiero recriminarle personalmente nada a un hombre
que ya está hundido, sobre todo cuando todos navegamos en el mismo bote.

Con estas palabras se ponía fin al asunto. Hasta el final del proceso, los
demás jefes militares rehuyeron a Keitel. Aunque el proyecto de asesinar a
Weygand y Giraud no fue llevado nunca a la práctica, el efecto moral fue terrible
para Keitel.

Para demostrar que los planes de asesinato no eran solo fantasía de


algunos jefes del Servicio Secreto, fue presentado ante el Tribunal otro caso que
fue llevado a la práctica. Las pruebas procedían de los archivos del Ministerio de
Asuntos Exteriores y cargaban una nueva culpa sobre los hombres del antiguo
ministro Joachim von Ribbentrop.

«En el campamento de Königstein —leemos en el primero de los


documentos del mes de noviembre de 1944—, se encuentran internados setenta y
cinco generales franceses. Se procederá a su traslado a otro lugar y en el primer
transporte irá un grupo de cinco a seis generales franceses, cada uno en un coche
diferente. En el coche irán solamente el chófer y un acompañante. Los dos
alemanes llevarán el uniforme de la Wehrmacht. Ha de tratarse de hombres
especialmente elegidos. Durante el viaje sufrirá, el coche en que irá el general
Deboisse, una avería para que pueda distanciarse de los restantes coches.
Después de estos, será muerto el general con un tiro en la espalda "en su intento
de emprender la fuga". El momento apropiado para llevar a cabo esta acción es a
última hora de la tarde. Se procurará que no haya testigos cerca del lugar. Para
evitar toda investigación posterior, el cadáver será incinerado y las cenizas
enterradas en el cementerio de Königstein.»

Otro documento:

«El jefe de la Policía de Seguridad del Reich y del SD, 30 de diciembre de


1944. Carta urgente al Reichsführer SS. ¡Reichsführer! Siguiendo instrucciones
del jefe de los servicios de prisioneros de guerra y del Ministerio de Asuntos
Exteriores se han celebrado varias reuniones, en las que se han tomado las
siguientes decisiones:
»1. En el curso del traslado de cinco prisioneros de guerra en tres coches
que llevarán matrícula de la Wehrmacht, se presentará un caso de fuga, cuando
el último coche sufra una avería.

»2. Se instalará un aparato que emanará un gas venenoso. Este aparato


puede ser montado y desmontado muy fácilmente en la parte posterior del
coche, herméticamente cerrada.

»3. Ha sido estudiada también la posibilidad de envenenar la comida y


bebida, pero esta forma de proceder ha sido rechazada.

»Se han previsto las medidas necesarias para borrar todas las huellas.
Tanto el chófer como el acompañante serán agentes del SD con uniformes de la
Wehrmacht. Para la publicación de la muerte en la Prensa, se ha establecido
contacto con el consejero secreto Wagner del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Wagner ha informado que el ministro (Ribbentrop) hablaría de este caso con el
Reichsführer.

»Mientras, se ha sabido que el nombre de la víctima ha sido mencionado


en el curso de varias conferencias telefónicas entre el Cuartel general del Führer
y el jefe de los Servicios de prisioneros de guerra, por cuyo motivo se solicita sea
nombrada otra persona igualmente condenada. Ruego ordene al jefe de los
Servicios de prisioneros de guerra tenga a bien señalarnos la persona
conveniente. ¡Heil Hitler! A sus órdenes, doctor Kaltenbrunner.»

Por el mero hecho de que su nombre había sido pronunciado repetidas


veces por teléfono, el general Deboisse escapó con vida de aquella acción. Fue
sustituido por el general Mesny. El hijo mayor de Mesny se encontraba, aquellos
días, como internado político en un campo de concentración.

El último documento, procedente igualmente de los archivos del


Ministerio de Asuntos Exteriores de Ribbentrop, Sección Inland II, del 12 de
enero de 1945, decía lo siguiente:

«¡Muy confidencial! Un general francés, prisionero de guerra, morirá de


muerte violenta por fusilamiento o envenenamiento en el momento de
emprender la fuga. Se han tomado las medidas necesarias para el buen resultado
de la misión.

El 18 de enero de 1945 sonaron en la carretera que conduce a Königstein


unos disparos.

—Este asesinato —declaró el fiscal americano Thomas J. Dodd—, fue


planeado y dirigido por los SS-Obergruppenführer Kaltenbrunner y
Ribbentrop. ¡La tragedia comenzó con el fingido transporte del general Mesny
desde la fortaleza de Königstein hasta su entierro con honores oficiales en
Dresden! En este caso se revela, con toda intensidad, la maldad que en todo
momento animó al nacionalsocialismo. Fue un asesinato con todos los
agravantes imaginables, dirigido por el Ministerio de Asuntos Exteriores y
ejecutado por el SD de Kaltenbrunner.

El segundo soldado en el banquillo de los acusados en Nuremberg,


Alfred Jodl, no se vio complicado en este caso. Los debates sobre el antiguo jefe
del Estado Mayor de la Wehrmacht ofrecieron un cuadro muy diferente. Jodl, al
igual que Keitel, fue condenado a muerte según los cuatro puntos del Escrito de
Acusación.

1. Jodl se reveló muy activo en los planes de agresión contra


Checoslovaquia. Después de haber firmado el Pacto de Munich, escribió Jodl en
su diario: «Checoslovaquia ha dejado de ser una potencia. La genialidad del
Führer y su decisión de no rehuir una guerra mundial, nos han proporcionado la
victoria».

2. Jodl discutió la invasión de Noruega con Hitler. También participó en


el planeamiento de la guerra de agresión contra Grecia y Yugoslavia.

3. El 29 de julio de 1940 Jodl ordenó estructurar los planes para la agresión


contra Rusia. El documento Barbarroja lleva la firma de Jodl.

4. Las instrucciones complementarias de las tristemente célebres Órdenes


de Hitler fueron firmadas por Jodl. El 15 de junio de 1944, después del
desembarco de los aliados en la Normandía, ratificó estas Órdenes.

5. Cuando Hitler en 1945 quiso denunciar la Convención de Ginebra, Jodl


se opuso alegando que «por ejemplo, el hundimiento de un barco hospital inglés
había sido expuesto como un error», cuando en realidad se había tratado de una
medida de represalia y que nada podía servir ya denunciar la Convención de
Ginebra.

6. El 28 de octubre de 1944, ordenó Jodl, telegráficamente, la evacuación


de todos los habitantes de Noruega del Norte y el incendio de sus casas para que
no les pudieran prestar ayuda a los rusos.

7. El 7 de octubre de 1941, Jodl firmó una orden que decía que Hitler no
aceptaría la capitulación de Moscú o Leningrado y que insistía en que estas dos
ciudades fueran arrasadas.

El fiscal francés Constant Quatre intentó, ante el Tribunal, exponer, en


pocas frases, la personalidad de Jodl. Dijo:

—Como jefe del Alto Estado Mayor de la Wehrmacht participó muy


activamente en el desarrollo de las órdenes de su Führer. Jodl desempeñó este
papel de consejero a pesar de que sus conocimientos teóricos no podían
compararse con los de Keitel. A pesar de ello intervino bajo su propia
responsabilidad en unos campos de trabajo que sobrepasaban los límites de sus
responsabilidades militares.

Jodl caminó a ciegas detrás de Hitler y el 7 de noviembre de 1943


pronunció un discurso en Munich ante los Reichs y Gauleiter, en el curso del
cual dijo:

«Declaro en esta hora solemne que nuestra confianza y nuestra fe en el


Führer no tienen límites».

¿Cuál fue su actitud en el estrado de los testigos, cuando hubo de


contestar a las preguntas que le dirigían los fiscales?

G. D. Roberts (fiscal inglés): «¡Señor testigo! Ha declarado usted ante el


Tribunal que lleva el espíritu castrense en la sangre. ¿Es esto cierto?»

Jodl: «Sí, es cierto».

Roberts: «Muy bien. Y, también ha dicho usted que se encontraba aquí


para defender el honor del soldado alemán. ¿Es así?»

Jodl: «Esto es precisamente lo que estoy haciendo».

Roberts: «Muy bien. ¿Ha sido usted siempre un soldado que ha defendido
el honor?»

Jodl: «Siempre y de un modo consciente».

Roberts: «¿Ha sido usted siempre un hombre amante de la verdad?»

Jodl: «He amado siempre y amo la verdad».

Roberts: «Muy bien. ¿Cree usted que por lo que se vio obligado a hacer
durante los últimos seis o siete años fue mancillado su honor?»

Jodl: «Mi honor no ha sido mancillado en ninguna ocasión, pues siempre


ha procurado respetarlo».
Roberts: «Muy bien. Ha dicho usted que su honor no ha sido mancillado.
¿Y durante los últimos seis o siete años fue usted siempre tan amante de la
verdad?»

Sin respuesta de Jodl.

Roberts: «¿No puede usted contestar a mi pregunta?»

Jodl: «Creo que soy demasiado estúpido para ello».

Roberts: «Bien. Estudiemos el Documento C 52. ¿Recuerda usted esta


orden?»

Jodl: «Sí, recuerdo la orden».

Roberts: «Tengo entendido que trabajó usted en la redacción de la misma,


¿fue así?»

Jodl: «Sí, pues se trata de una orden de operaciones».

Roberts: «En efecto. Fíjese usted en el Punto 6: «Las tropas a nuestra


disposición, para las operaciones de seguridad en las regiones ocupadas del Este,
solo serán suficientes, teniendo en cuenta la inmensidad del espacio ocupado, si
toda resistencia no solamente es ahogada por el castigo de los culpables, sino
que además las fuerzas de ocupación creen un ambiente de terror que ahogue en
sus raíces todo intento de la población de ofrecer la menor resistencia». Se trata
de una orden muy cruel, ¿no le parece a usted?»

Jodl: «No, no se trata de una orden cruel, pues el derecho internacional


dice que los habitantes de toda región ocupada han de acatar las leyes y
disposiciones que dicte la potencia ocupante».

Roberts: «Bien. Pasemos a las órdenes llamadas "Kommando". Se trata de


las "Órdenes" dadas por radio el 7 de octubre de 1942 y que dicen lo siguiente:
"En el futuro todos los grupos de terror y de sabotaje de los ingleses y sus
colaboradores que no se comporten como soldados sino como bandidos, serán
tratados como tales por las tropas alemanas y aniquilados sin compasión ni
escrúpulos de ninguna clase allí donde sean descubiertos". ¿Establece usted una
diferencia entre el aviador inglés que bombardea una central eléctrica o el
paracaidista en uniforme inglés que vuela la central eléctrica desde tierra?»

Jodl: «No, la destrucción de un objetivo de importancia militar está


previsto y autorizado por las leyes internacionales. Pero lo que no admito es que
el paracaidista, debajo del uniforme, lleve un traje de paisano y que en el
momento de ser detenido levante las manos y dispare».

Roberts: «Está bien. Pero conocemos muchos casos en que fueron


ejecutadas personas que solo llevaban uniforme. Voy a leer uno de estos casos
que lleva las iniciales de Keitel: "El 16 de septiembre de 1942 desembarcaron
diez ingleses y dos noruegos, con uniforme de las fuerzas alpinas británicas, con
armamento pesado y explosivos, en la costa noruega. El 21 de septiembre
volaron la central eléctrica de Glomfjord. Un centinela alemán fue muerto. A los
obreros noruegos se les amenazó con que se les aplicaría cloroformo en el caso
de ofrecer resistencia. Los ingleses iban provistos de inyectables de morfina.
Siete de los atacantes han sido apresados y el resto ha logrado huir a Suecia". A
continuación siguen los nombres. Estos hombres fueron fusilados el 30 de
octubre de 1942 como consecuencia de la orden redactada por usted. Estos
hombres solo llevaban uniforme. ¿Cómo justifica usted el fusilamiento de estos
hombres?»

Jodl: «No, no lo puedo justificar, y tampoco deseo hacerlo, pues lo


considero contrario a las leyes. Pero yo no me enteré de este caso».

Uno de los últimos puntos que presentó Roberts fue el caso de los
cincuenta aviadores ingleses que huyeron del campo de prisioneros de guerra de
Sagan, y que fueron apresados de nuevo y fusilados.

Jodl: «En aquella ocasión tuve la impresión de que Hitler hacía caso omiso
de todos los conceptos del derecho humano».

Roberts: «¿Admite usted que fue un asesinato lo que se cometió con esos
cincuenta aviadores?»

Jodl: «Lo admito. Lo considero un infame asesinato».

Roberts: «¿Y a qué fue debido que ustedes, unos generales de honor,
acataran sin protestas las órdenes de un asesino?»

Jodl: «Desde aquel momento hice todo lo que estuvo en mis manos para
impedir que pudieran repetirse estos casos».

Roberts: «¿Pronunció usted un discurso, antes sus oficiales del Estado


Mayor, el 24 de julio de 1944, poco después de haberse realizado el atentado
contra Hitler?»

Jodl: «Sí, todavía llevaba la cabeza vendada».

Roberts: «¿Empezó el citado discurso con las siguientes palabras: "El 20 de


julio ha sido el día más negro que hasta la fecha ha conocido la historia alemana
y lo será también con toda seguridad en el futuro"?»

Jodl: «Es muy posible, sí».

Roberts: «¿Por qué fue un día negro?»

Jodl: «¿Acaso pretende usted que encuentre agradable un día en el que


mis propios compañeros, de un modo traidor, trataran de hacerme volar por los
aires?»

Roberts: «¿Cree usted que fue un acto traidor y cobarde atacar a aquellos
cincuenta aviadores como si fueran perros?»

Jodl: «Aquello fue un asesinato, de esto no cabe la menor duda. Pero no es


de la incumbencia de los soldados actuar de jueces frente a sus comandantes. De
esto debe cuidar la Historia o Dios en el cielo».

Dos acusados figuraban en primer plano en el complejo de la Guerra


naval alemana: el antiguo gran almirante y comandante en jefe de la Marina de
guerra alemana, Eric Raeder, y su sucesor, el comandante en jefe de la Flota de
submarinos, Karl Doenitz. ¿De qué se les acusaba?

El 3 de enero de 1943, se celebró una reunión presidida por Hitler y en


presencia del ministro de Asuntos Exteriores alemán, von Ribbentrop. Como
invitado figuraba el embajador del Japón, Hiroshi Oshima. Como solía ocurrir
en todas las reuniones en que intervenía Hitler, la conversación fue registrada
palabra por palabra. Y lo mismo que otros muchos documentos también este fue
capturado por los aliados y presentado posteriormente ante el Tribunal de
Nuremberg.

«Después de haber expuesto la situación señalando continuamente el


mapa —leyó el fiscal inglés H. J. Phillimore—, el Führer ha llamado la atención
sobre el hecho de que a pesar del gran número que puedan construir los Estados
Unidos, su problema más acuciante es la falta de mano de obra. Por este motivo,
los barcos mercantes enemigos eran hundidos sin previa advertencia con el fin
de que pereciera la tripulación. Tan pronto circulara el rumor de que con los
barcos también se hundían la mayor parte de la población, los americanos se
verían con dificultades para encontrar nuevas tripulaciones. Por este motivo,
también se vio obligado a dar la orden de que los submarinos, después de haber
hundido un barco mercante, hundieran también la lanchas salvavidas. El
embajador Oshima dio su aprobación a estas medidas adoptadas por Hitler y
dijo que los japoneses también se veían obligados a adoptar las mismas».
Pocos meses después de esta reunión la orden fue transmitida el 17 de
septiembre de 1942, desde el Cuartel general del acusado Doenitz a todos los
comandantes de submarinos. Decía lo siguiente:

«Queda prohibido todo intento de salvar a los miembros de las


tripulaciones de los barcos que han sido hundidos. El salvamento contradice las
normas más esenciales de la guerra. Los capitanes e ingenieros navales deben ser
apresados por su importancia, y también aquellos náufragos cuya información
pueda sernos de utilidad. Emplead la dureza. Pensad en todo momento que el
enemigo procede sin compasión ni escrúpulos de ninguna clase cuando
bombardea a nuestras mujeres y niños en nuestras ciudades».

—Se trata de una orden formulada con mucha prudencia —reconoció el


fiscal Phillimore—, pero su intención se desprende claramente del siguiente
documento, un extracto del Diario de Guerra del acusado y firmado
personalmente por Doenitz: «Recordamos a todos los comandantes —llamo la
atención del Tribunal sobre la palabra "recordamos"— que el salvamento
contradice las normas más esenciales de la guerra». Paso al siguiente documento:
un extracto de la Orden de operaciones Atlántico, N.º 56, del 7 de octubre de 1943:
«Forma parte de todo convoy un llamado rescue ship, un barco de construcción
especial de hasta tres mil toneladas, destinado a recoger a los náufragos. Su
hundimiento es de esencial importancia teniendo en cuenta que se desea la
desaparición de la tripulación».

El ministerio público presentó una serie de documentos que hacen


referencia a la guerra submarina ordenada por Hitler. Uno de estos documentos
es el Diario de a bordo del submarino alemán «U-37». El comandante Oehrn
relata el hundimiento del vapor inglés Sheaf Mead: «La popa está bajo el agua, se
levanta la proa. Han sido lanzadas las lanchas salvavidas. Dos hombres
aparecen, inesperadamente, en la proa del barco. Una de las lanchas salvavidas
se hunde. Explota una caldera. Dos hombres vuelan por los aires. Ruido
ensordecedor. Luego silencio. La tripulación se sostiene en los maderos. Un
muchacho grita: Help, help, please! Todos los demás muy serenos. Muy abatidos
y muy cansados. En sus caras una expresión de frío odio. Reanudamos el curso».

—Reanudamos el curso —leyó Phillimore—, es decir, el submarino


continuaba su curso.

El comandante Schacht subió a bordo, después de haber hundido el vapor


Laconia, a marinos ingleses y polacos, así como también a prisioneros de guerra
italianos. Dio el parte y el 20 de septiembre de 1942 recibió la siguiente
respuesta firmada por Doenitz:

«Proceder falso. Salvamento de los aliados italianos justificado, no de


ingleses y polacos».

El comandante del submarino «U-852», comandante Heinz Eck, mandó


disparar el 13 de marzo de 1944 contra los sobrevivientes del vapor Peleus que
había sido hundido. Diez días antes de ser ajusticiado por los aliados, declaró,
cuando fue interrogado ante el Tribunal de Nuremberg:

—Cuando di esta orden, me encontraba en una zona controlada por la


aviación enemiga. Estaba convencido de que las patrullas aéreas descubrirían a
los pocos días los restos del barco hundido por nosotros. Dado que hasta aquel
momento no conocía el enemigo mi presencia en aquella zona, consideré
prudente no descubrirme por aquellos restos del naufragio, ya que en caso
contrario hubiese dictado sentencia de muerte contra nosotros mismos.

—Conocemos centenares de casos parecidos —indicó el fiscal


Phillimore—, hombres que durante muchos días fueron arrastrados por las
corrientes, hombres que eran ametrallados cuando trataban de subirse a las
lanchas salvavidas...

Para terminar la personalidad del acusado Doenitz fueron leídos, en


Nuremberg, algunos párrafos de sus discursos:

«Es conveniente instruir a todo el Cuerpo de Oficiales en el sentido de


que se sientan identificados con el Estado nacionalsocialista».

«Exijo, por tanto, de todos los comandantes de la Marina de guerra que


cumplan a rajatabla con su obligación de soldados, sean cuales sean las órdenes
que reciban. Exijo de ellos que eliminen todos los obstáculos que se opongan al
cumplimiento de las órdenes recibidas de la superioridad».

En otra orden, del 19 de abril, presenta, por ejemplo, al suboficial que


merece ser ascendido:

«Un ejemplo: En un campo de prisioneros de guerra en Austria un


sargento nombrado jefe del campamento ha mandado eliminar, secretamente, a
todos aquellos que se iban descubriendo como comunistas. Este sargento merece
mi mayor consideración por el exacto cumplimiento de las órdenes recibidas.
Tan pronto regrese mandaré que le asciendan, pues ha revelado ser capaz de
ostentar un rango más elevado.»

En diciembre de 1944 Doenitz redactó un informe en que figuran los


nombres de Hitler, Keitel, Jodl, Speer y el Alto Mando de la Luftwaffe. En este
documento, firmado personalmente por Doenitz, leemos:
«Solicito que los internados en los campos de concentración sean
destinados a trabajar en los astilleros».

Doctor Otto Kranzbühler (defensor de Doenitz): «El ministerio público ha


presentado unos documentos entre ellos una orden del otoño del año 1942,
según la cual prohíbe usted las operaciones de salvamento de las tripulaciones
de los barcos enemigos hundidos».

Doenitz: «No. Hay que distinguir claramente entre salvamento y no


salvamento. En una guerra puede presentarse el caso de no poder salvar a una
tripulación enemiga cuando con ello exponemos nuestra propia embarcación.
Esto sería un error, desde el punto de vista militar, y sin ninguna utilidad para
los posibles salvados. Pueden presentarse otros casos. En una guerra es lógico y
natural que figuren en primer lugar las circunstancias y la misión de combate.
Otra cuestión muy diferente es luchar contra náufragos».

Kranzbühler: «Leo una anotación en su Diario de Guerra del 17 de


septiembre que dice lo siguiente: «Queda prohibido todo intento de salvar a los
miembros de las tripulaciones de los barcos que han sido hundidos".»

Doenitz: «Disponía de muy pocos oficiales capacitados para efectuar las


anotaciones en mi Diario de Guerra. Esta la hizo un maestro mecánico que trató
de resumir en estas palabras el sentido de mi orden.»

Kranzbühler: «¡Señor gran almirante! Lo que me interesa saber es si esta


anotación corresponde efectivamente a una orden directa de usted o se trata, por
el contrario, del extracto de una orden recibida de la superioridad y que un
subordinado trató de resumir según su mejor saber y entender».

Doenitz: «Lo segundo es lo exacto».

Más tarde declaró el Alto Tribunal de Nuremberg:

«El Tribunal opina que las pruebas presentadas no significan la certeza


irrebatible de que Doenitz ordenara la ejecución de los tripulantes náufragos.
Sin embargo, estas órdenes admitían doble interpretación y por ello merecen
nuestra objeción».

Doenitz fue condenado a diez años de presidio. Lo que le salvó de ser


condenado a una pena superior fue la siguiente circunstancia: Su defensor logró
presentar órdenes parecidas firmadas por el Almirantazgo inglés sobre la guerra
ilimitada por mar y también una declaración por escrito del comandante en jefe
de la Flota americana en el Pacífico, almirante Chester W. Nimitz. Este recibió
un cuestionario que el doctor Kranzbühler leyó ante el Tribunal. El punto
decisivo decía:

Pregunta: «¿Fue por una orden o a causa de la práctica de la guerra que se


les prohibió a los submarinos salvar a las tripulaciones y los pasajeros de los
barcos mercantes hundidos sin advertencia previa, en el caso de que con esto se
pusiera en peligro la seguridad de la propia embarcación?»

Nimitz: «Generalmente los submarinos no salvaron a las tripulaciones de


los barcos enemigos, pues esto hubiese representado un peligro para ellos o, en
todo caso, les hubiese impedido llevar a cabo la misión que se les confiaba...»

«En vista de una orden del Almirantazgo británico —declaró el


Tribunal— y teniendo en cuenta la respuesta del almirante Nimitz, la condena
de Doenitz no se basa en la violación de las leyes que regulan la guerra en el
mar. Su condena se basa en "crímenes contra la paz" y "crímenes de guerra". El
primer punto hace referencia a la participación de Doenitz en la guerra contra
Noruega. El segundo punto hace referencia a la entrega de los tripulantes de un
torpedero aliado al SD, el cual mandó la ejecución de los mismos.»

La situación era muy parecida en lo que respecta al antecesor de Doenitz,


el gran almirante Erich Raeder. La sentencia de Raeder a cadena perpetua se
basó en los siguientes puntos: «conjuración», «crímenes contra la paz» y
«crímenes de guerra».

«Fue uno de los jefes —leemos en la sentencia de Nuremberg— que


estuvo presente durante la Conferencia de Hossbach el 5 de noviembre de
1937—, y, en consecuencia, estaba enterado de los planes de agresión de Hitler—
. El proyecto de la invasión de Noruega tuvo su origen en Raeder y no en Hitler.
Durante una conferencia con Hitler, el 18 de marzo de 1941, insistió en que fuera
ocupada toda Grecia. Todas estas pruebas demuestran claramente que Raeder
participó activamente en los planes y en la realización de las guerras de
agresión».

«El 10 de diciembre de 1942 fueron fusilados dos miembros de un


comando, no por el SD, sino por miembros de la Marina de guerra. La
explicación del Mando naval fue que, en este caso concreto, se había procedido
según las órdenes dictadas por el Führer, pero que, de todos modos, se trataba de
algo nuevo en las leyes internacionales, pues los soldados llevaban uniforme.
Raeder confesó que había transmitido esta orden por el conducto oficial y que
no había presentado la menor objeción a Hitler».

Durante el contrainterrogatorio insistió el fiscal inglés, sir David


Maxwell-Fyfe, sobre este caso.
Sir David: «Usted recibió la orden "Kommando" de Hitler y la transmitió a
las autoridades a sus órdenes, ¿no es cierto?»

Raeder: «Sí, la transmití por el conducto oficial».

Sir David: «¿Dio usted su visto bueno a esta orden?»

Raeder: «Me limité a que siguiera su trámite oficial. Transmití la orden


con el mismo texto que llegó hasta mis manos. La cursé porque así lo decía la
orden. Siguió otra orden en la que se decía que la primera orden no debía
aplicarse a los prisioneros de guerra hechos en alta mar, después de un combate
naval. Y quisiera añadir lo siguiente: Como soldado yo no estaba autorizado a
presentarme a mi comandante en jefe y jefe de Estado y decirle que no estaba
dispuesto a acatar una orden dictada por él. Eso hubiese sido alta traición y
había que evitarlo en todo momento.»

El fiscal inglés Elwyn Jones comentó el célebre caso del hundimiento del
Athenia:

—El 23 de octubre de 1939 publicó el portavoz del partido


nacionalsocialista, el Voelkische Beobachter, un artículo con los siguientes
titulares: «Churchill hunde el Athenia». Presentaré pruebas al Tribunal que
demuestran que el Athenia fue, en realidad, hundido por el submarino alemán
«U-30». El hundimiento del Athenia estaba tan poco justificado que el mando de
la Marina de guerra alemana recurrió a una serie de argucias y de medidas poco
honestas, con la esperanza de poder mantener en secreto la culpa que le
correspondía.

Raeder: «El hecho es que un joven comandante de submarino, el


comandante del submarino «U-30», la noche del 30 de septiembre, avistó un
barco de pasajeros inglés que torpedeó al suponer erróneamente que se trataba
de un crucero auxiliar inglés».

Jones: «Doenitz dice en su orden del 22 de septiembre de 1939, que el


hundimiento de un barco de pasajeros debe justificarse alegando haber sido
tomado por un crucero auxiliar».

Sir David: «Al cabo de un mes informó al Ministerio de Propaganda... creo


que ha dicho usted por orden de Hitler... que el Athenia había sido hundido por
Churchill. ¿No se consideró obligado en su calidad de gran almirante y jefe de la
Marina de guerra alemana, a presentar su protesta contra esta falsa e indignante
afirmación que el Primer Lord del Almirantazgo mandara conscientemente a la
muerte a un grupo de ciudadanos ingleses?»
Raeder: «Hablé de este caso con Hitler..., pero todo había sucedido sin que
nosotros fuéramos informados previamente. Fue muy penoso para mí que el
Primer Lord del Almirantazgo fuera atacado de este modo, pero yo no podía
corregir lo que ya se había hecho».

Sir David: «Al parecer todo esto no le afectó a usted en lo más mínimo».

Raeder: «Me afectó muy profundamente. Yo estaba muy indignado».

Sir David: «¿Y cómo manifestó usted su indignación?»

Raeder: «¿Manifestarla... cómo?»

Sir David: «Hablemos claro, no hizo usted nada».

J. W. Pokrowsky (fiscal soviético): «¿Podía usted presentar su dimisión?»

Raeder: «Sí».

Pokrowsky: «Y, sin embargo, presentó usted la dimisión en enero del año
1943, ¿no es así?»

Raeder: «Lo hice ateniéndome a dos circunstancias: Hitler no simpatizaba


ya conmigo, por lo cual al presentar la dimisión no cometía ningún acto de
indisciplina. En segundo lugar, el poder dimitir en circunstancias pacíficas, no
creaba una situación crítica para el mando de la Marina de guerra».

Pokrowsky: «No le he preguntado por qué motivo ni en qué


circunstancias presentó usted la dimisión. Lo único que le pregunto es: ¿usted
podía presentar la dimisión, no es cierto?»

Raeder: «Lo único que no se podía hacer es decir: "Ahí va esto" y dejar la
impresión de que se cometía un acto de indisciplina. Esto había que evitarlo a
toda costa, y nunca lo hubiese hecho, pues para esto me sentía demasiado
dominado por mi espíritu de soldado.»

Hermann Wilhelm Goering formaba igualmente parte, aunque en un


sentido más amplio, de los altos jefes militares alemanes, a pesar de que era el
único que gozaba de unos rótulos y unos rangos creados expresamente para él.
El antiguo mariscal del Reich y portador de la Gran Cruz era, en primera
instancia, político y compañero de lucha de Hitler. Sus cargos y funciones
militares forman parte del botín que el Führer le donó a su antiguo compañero
de lucha.
Sobre la personalidad de Goering ya se urdieron en el Tercer Reich, y
también durante el proceso, una serie de rumores. Uno de estos decía que el
fiscal soviético Rudenko había disparado contra Goering. Este rumor todavía
circuló durante muchos años, después de la guerra, por toda Alemania. No es
cierto, pero como todos los rumores tiene algo de verdad. Rudenko nunca
disparó contra Goering, pero, en cambio, el fiscal americano Robert H. Jackson
arrojó, cuando sometía a Goering a un interrogatorio contradictorio, sus
auriculares sobre la mesa. Se discutía un documento titulado «Preparativos para
la liberación del Rhin, que hace referencia a la ocupación de la zona
desmilitarizada de Renania en el año 1935.»

Jackson: «Se trata de los preparativos para la ocupación armada de


Renania, ¿es cierto?».

Goering: «No, esto es absolutamente falso».

Jackson: «¿Quiere usted afirmar que estos preparativos no eran de índole


militar?».

Goering: «Se trata, única y exclusivamente, de unos preparativos de


movilización como se realizan en todos los países, pero no tienen nada que ver
con la ocupación de Renania».

Jackson: «Pero eran de un carácter tal, que habían de ser mantenidos en


secreto frente al extranjero».

Goering: «No recuerdo haber leído nunca las órdenes de movilización de


los Estados Unidos».

Fue al llegar a este punto cuando Jackson se arrancó los auriculares y los
arrojó violentamente sobre la mesa. Durante unos instantes permaneció con las
manos apoyadas en los costados y los labios firmemente apretados, hasta que
finalmente se volvió hacia la presidencia:

—Llamo humildemente la atención de este Tribunal sobre el


comportamiento de este acusado que en ningún momento ha demostrado la
menor buena voluntad. Tengo la impresión que este testigo hace gala de una
actitud arrogante y altiva ante este Tribunal y en un proceso que él jamás
hubiera concedido a ningún enemigo vivo o muerto.

El presidente del Tribunal, el juez sir Geoffrey Lawrence, consultó el reloj


y decidió:

—Tal vez sería mejor aplazar la sesión.


Goering regresó a su sitio en el banquillo de los acusados, donde sus
compañeros le golpearon amistosamente la espalda y le estrecharon las manos.
Pero aquella misma noche le confesó a su defensor, Werner Bross: «Esto no ha
terminado. Tengo la sensación de caminar por un bosque y que detrás de cada
árbol se oculta un enemigo que no puedo ver».

«Goering devuelve golpe por golpe», informaron los periódicos


extranjeros al día siguiente. Pero el acusado Speer le dijo al psicólogo Gilbert en
su celda:

—Hubiera debido usted conocer antes a Goering: era un individuo


gandul, egoísta, corrupto, irresponsable, morfinómano. Ha sido tal vez esta
disciplina en la cárcel lo que le ha hecho volver en sí. ¿Pero por qué no se quedó
en Berlín al lado de su amado Führer? Tal vez porque Berlín resultaba
demasiado peligroso para él después de haber sido cercada por los rusos.

¿Estaba acertado Speer en su juicio? También el gran almirante Erich


Raeder expuso su opinión sobre Goering, sí, incluso por escrito. A pesar de que
el defensor de Raeder puedo evitar, en el último minuto, que este escrito fuera
leído ante el Tribunal, lo cierto es que existe entre los expedientes del proceso.
Este documento provocó gran consternación entre los acusados, pues Raeder
criticaba en el mismo, no solo a Goering, sino también a Doenitz. Sobre todo los
militares estaban sorprendidos por esta actuación inesperada del antiguo
comandante en jefe de la Marina de guerra alemana.

La excitación es comprensible cuando leemos lo que Raeder escribió


sobre Doenitz:

«Las acusadas tendencias políticas de Doenitz le condujeron a una


situación muy difícil como comandante en jefe de la Marina de guerra. Su
último discurso a las Juventudes hitlerianas, que fue comentado con sonrisas
por todos, le valieron el apodo de "Hitlerjunge Doenitz", lo que contribuyó
enormemente a su desprestigio.»

Y sobre Goering escribió:

«La personalidad de Goering ejerció una influencia nefasta sobre el


Tercer Reich. Sus características más sobresalientes fueron una vanidad sin
límites, un afán casi inconcebible de popularidad, falsedad y egoísmo. Era capaz
de vender en su propio beneficio el Estado y el pueblo. Sobresalía por su
ambición, su despilfarro y su comportamiento poco castrense. Estoy convencido
de que Hitler se percató muy pronto del carácter de Goering, pero lo usó porque
se adaptaba a sus objetivos y le confiaba cada vez más misiones en las que no
pudiera resultarle peligroso. Goering ponía el mayor empeño en parecer, en el
exterior, el más fiel seguidor del Führer, pero la verdad es que delante de Hitler
no hacía gala del menor tacto y su actitud era también en ocasiones muy
irrespetuosa, pero el Führer, intencionadamente, pasaba por alto estos detalles.»

Goering, al que le gustaba compararse con los Nibelungos y se llamaba a


sí mismo «el último representante del Renacimiento», fue acusado en
Nuremberg de los cuatro puntos principales: conjuración, crímenes contra la
paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Si estudiamos
detenidamente los comentarios a los cuatro puntos principales veremos,
entonces, que queda muy poco de su comparación con los Nibelungos y el
Renacimiento:

1. Organizó la Gestapo y creó los primeros campos de concentración para


cederlos en el año 1934 a Himmler. Dirigió en el mismo año la acción de
limpieza contra Röhm e inició aquellas turbias gestiones que terminaron con las
destituciones de Blomberg y Fritsch.

2. Goering fue uno de los cinco principales jefes que tomaron parte en la
Conferencia de Hossbach el 5 de noviembre de 1937, en el curso de la cual Hitler
dio a conocer sus planes bélicos.

3. La víspera del ataque contra Checoslovaquia y la anexión de Bohemia y


Moravia amenazó, durante la conferencia que celebraban Hitler y el presidente
Hacha, con bombardear Praga en el caso de que Hacha no accediera a las
pretensiones alemanas. Ha admitido haber pronunciado esta amenaza.

4. Goering asistió a la reunión del Reichstag del 23 de mayo de 1939,


cuando Hitler les dijo a sus jefes militares: «Por consiguiente, no pudimos evitar
el ataque contra Polonia». Mandó la Luftwaffe en el ataque contra Polonia y en
todos los ataques que se sucedieron.

5. Goering ha hecho, en el curso del proceso, muchas confesiones de haber


destinado a los obreros extranjeros a trabajos de esclavo. Como comandante en
jefe de la Luftwaffe exigió de Himmler que le destinara mano de obra para la
construcción de los campos de aviación subterráneos. «Es cierto que reclamara
mano de obra para la construcción de los campos de aviación, pero lo considero
lo más lógico y natural de este mundo».

6. Como director del Plan Quinquenal, Goering firmó unas instrucciones


dirigidas al SD, sobre el trato que había de dárseles a los obreros polacos en
Alemania... (muerte). En su calidad de director del Plan Quinquenal. Goering
participó, muy activamente, en el saqueo de las regiones ocupadas.

7. Goering persiguió a los judíos, y no solamente en Alemania, sino


también en aquellos otros países ocupados por Alemania. Extendió a los países
ocupados por Alemania las Leyes de Nuremberg contra los judíos.

8. Aunque la exterminación de los judíos estaba en manos de Himmler,


Goering participó también en esta acción. En la orden del 31 de junio de 1941,
instruía a Himmler y Heydrich a «eliminar a los judíos en todas las zonas de
influencia de Alemania en Europa».

La sentencia contra Goering terminaba con las siguientes palabras:

«No puede presentarse ningún atenuante, pues en la mayoría de los casos,


Goering no fue única y exclusivamente un colaborador del Führer, sino la fuerza
motriz. Como jefe político y militar fue uno de los principales dirigentes de las
guerras de agresión, ordenó el trabajo forzado de los obreros extranjeros y
dirigió la persecución de los judíos. Todos estos crímenes han sido reconocidos
y confesados por él. En algunos casos puede existir una aparente contradicción,
pero su confesión es siempre concluyente. La culpa que este hombre ha cargado
sobre sus hombros es casi increíble. Para este hombre no encontramos en el
curso de todo el proceso un solo momento atenuante».

Una lista realmente apabullante. El punto de gravedad lo encontramos,


sin ninguna duda, en los últimos puntos. La muerte de millones y millones de
seres humanos.

El 31 de julio de 1941, Goering amplió los plenos poderes que le había


dado a Heydrich en enero del año 1940 y que hacen referencia a la «emigración
judía». El documento se encontraba en manos de la acusación y Goering sabía
que llegaría el día en que este punto sería sometido a discusión. El nerviosismo
que se apoderó de él cuando fue anunciada la discusión de este punto es
altamente comprensible. Su excitación llegó a tal punto que cuando se dirigió al
estrado de los testigos se llevó un pedacito de cartón sobre el que había escrito
con lápiz rojo: «Hablar lentamente, hacer pausas», y al otro lado: «Serenidad,
dignidad».

Jackson: «El 31 de julio de 1941 usted firmó un decreto en que invitaba a


Himmler y al jefe de la Policía de Seguridad, SS-Gruppenführer Heydrich, a
redactar unos planes para la solución final del problema judío».

Goering: «No, esto no es exacto, recuerdo muy bien el decreto».

Jackson: «Le voy a presentar el documento que lleva su firma».

Goering: «Exacto».
Jackson: «¿Y va dirigido al jefe de la Policía de Seguridad SS-
Gruppenführer Heydrich?»

Goering: «Sí».

Jackson: «Para que no existan dudas en la traducción, corríjame en el caso


de que mis indicaciones no correspondan a la verdad de los hechos: "En
cumplimiento de la misión confiada a ustedes el 24 de enero de 1939...".»

Goering: «Aquí hay un error. Dice: "Como complemento", y no "en


cumplimiento".»

Jackson: «Está bien, aceptado. Continuemos: "Como complemento a la


misión confiada a ustedes el 24 de enero de 1939 y que hace referencia a la
emigración y evacuación, en las condiciones más favorables posibles, como
solución al problema judío, les ordeno adopten las medidas necesarias para la
organización y financiación con el fin de resolver de un modo definitivo el
problema judío en las zonas de influencia alemana en Europa".»

Goering: «No lo considero correcto».

Jackson: «Le ruego me dé usted su traducción».

Goering: «Voy a leer exactamente lo que dice aquí: "Como complemento a


la misión confiada a ustedes el 24 de enero de 1939, les ordeno resuelvan el
problema judío en forma de emigración y evacuación en las condiciones más
favorables posibles y adopten las medidas necesarias para la organización y
financiación...". Por consiguiente, no se habla aquí de una "solución definitiva".»

Lo cierto es que la acción de exterminio continuaba su curso. El 20 de


enero de 1942 transmitió Heydrich, «en nombre del mariscal del Reich» la orden
a todas las oficinas a sus órdenes. Pero Goering tuvo la osadía de declarar en
Nuremberg que no sabía nada de esto.

Sir David: «Tenga la bondad de escuchar el informe sobre una conferencia


que celebró usted el 6 de agosto de 1942. Fíjese usted en el siguiente apartado:

"Mariscal del Reich Goering: «¿Cuánta mantequilla suministra usted,


unas treinta mil toneladas?»

"Lohse, que tomaba parte en la conferencia: «Sí».

"Y dice usted, señor testigo: «¿Y también a las unidades de la


Wehrmacht?»
"Y Lohse: «En efecto. Pero ya solo quedan escasos judíos después de
haber eliminado a varias docenas de miles. La población civil judía recibe un
quince por ciento menos que el resto de los alemanes».

Y a la vista de este documento, ¿pretende usted afirmar todavía que ni


usted ni Hitler sabían que eran muertos los judíos?»

Goering: «Ruego que se lean correctamente las declaraciones que hago.


Fíjese usted en el texto original: Lohse dice que han sido eliminados decenas de
miles de judíos, no dice que hayan sido muertos. Por consiguiente, podría
deducirse, también, que fueron evacuados».

Sir David: «¿Y qué dice usted de las palabras "ya solo quedan escasos
judíos".»

Goering: «Pues muy sencillo, que quedaban muy pocos judíos..., los
demás se habían marchado».

Sir David: «¿Insiste en que ni usted ni Hitler sabían que los judíos eran
asesinados en masa?»

Goering: «He dicho que en lo que hace referencia a Hitler, el Führer no


estaba informado y en cuanto a mí, personalmente, no lo estaba en la totalidad
de los hechos».

Sir David: «Pero sí estaba usted informado de una política que decía que
los judíos habían de ser eliminados, ¿no es así?»

Goering: «No, lo único que sabía es que los judíos debían ser evacuados y
no eliminados. Solo sabía que en ciertos casos se cometieron abusos».

Sir David: «Gracias».

Después de este interrogatorio el prestigio de Goering sufrió un terrible


bajón, incluso entre los demás acusados. Después de su grandilocuente
presentación durante los primeros días se había confiado que haría gala de una
mayor dignidad y no buscara siempre nuevos pretextos para rehuir su
culpabilidad.

¿Era auténtica la ingenuidad de Goering o solo un desesperado intento


para rebatir todos los crímenes de que era acusado? Hay otro punto que revela
una ingenuidad apenas comprensible en un hombre como él.

Jackson: «¿En qué momento supo usted que la guerra, por lo menos por lo
que hace referencia a la conquista de los objetivos que ustedes se habían
señalado, debía ser considerada como una guerra perdida?»

Goering: «Desde mediados del mes de enero de 1945, ya perdía todas las
esperanzas».

Jackson: «¿Pretende usted decir con estas palabras que usted, como
soldado, no se dio cuenta hasta el mes de enero de 1945 que Alemania no podía
ganar la guerra?»

Goering: «Hemos de distinguir dos fases: terminar victoriosamente una


guerra y terminar una guerra en tablas. Terminar victoriosamente la guerra, ya vi
que no sucedería mucho antes..., pero el hecho de que seríamos vencidos..., esto
lo comprendí en la fecha que le he indicado hace unos instantes».

El mariscal del Reich Hermann Wilhelm Goering fracasó como hombre,


como político y como soldado. Pero nadie lo hubiera podido expresar de un
modo más claro, que el propio acusado con las palabras que pronunció desde el
estrado de los testigos de Nuremberg.

4. La matanza de Katyn

En toda la historia de la humanidad, nunca les fueron reprochados a unos


hombres unos crímenes tan numerosos y tan crueles como a los principales
acusados de Nuremberg. A pesar de ello, en el voluminoso considerando del
Tribunal no fueron tenidos en cuenta ciertos puntos de la acusación, pues las
pruebas presentadas no fueron suficientes, en opinión del Tribunal, para
demostrar la culpabilidad de los acusados. Un ejemplo fue el Caso Katyn que
terminó con una clara victoria por parte de la defensa.

El fiscal soviético adjunto en Nuremberg, coronel J. W. Pokrowsky,


planteó la discusión del caso:

—Voy a ocuparme ahora de uno de los actos de crueldad que fueron


cometidos por los hitlerianos con los miembros del Ejército polaco. Se
desprende del Escrito de Acusación que una de las principales acciones
criminales fue la ejecución en masa de prisioneros de guerra polacos, ejecución
que se llevó a cabo en los bosques de Katyn, cerca de Smolensko, por parte de
los invasores germano-fascistas.

Con estas palabras de introducción planteaba a discusión, el fiscal ruso,


uno de los crímenes más enigmáticos y discutidos de la Segunda Guerra
Mundial. En la actualidad, quince años después de haberse celebrado el Proceso
de Nuremberg, se hace posible iluminar, con mayor claridad, este terrible
secreto. ¿Qué sucedió?

Después de la invasión germano-rusa de Polonia, en el año 1939, dejó de


existir el Ejército polaco, pues sus miembros habían caído prisioneros de guerra.
Entre Moscú y el Gobierno polaco en el exilio en Londres se reanudaron las
relaciones diplomáticas y poco después, intentaron los polacos en Londres que
fueran puestos en libertad los soldados polacos hechos prisioneros de guerra por
los rusos. En efecto, la Unión Soviética puso en libertad a miles de prisioneros
de guerra polacos. En Londres poseían unas listas muy extensas y las cifras
facilitadas por los rusos no concordaban. Figuraban como desaparecidos miles
de oficiales. El embajador polaco en Moscú, Jan Kot, visitó, el 6 de octubre de
1941, al ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andrej Wyschinski. Esta
entrevista nos ha sido relatada por Kot:

Kot: «Deseo mencionar las siguientes cifras. Un total de nueve mil


quinientos oficiales fueron hechos prisioneros de guerra en Polonia y fueron
deportados a varias regiones de Rusia. Hoy contamos con solamente dos mil
oficiales en nuestro Ejército. ¿Qué ha sido de los siete mil quinientos oficiales
restantes? Más de cuatro mil oficiales fueron deportados de los campamentos de
Starobielsk y Kozielsk. Existe un muro impenetrable entre nosotros y estos
hombres deportados que nos separa de ellos. Les rogamos nos permitan escalar
este muro».

Wyschinski: «Señor embajador, debe usted tener en cuenta que desde el


año 1939 han sucedido grandes cambios. La gente ha ido de un lado a otro.
Muchos han sido puestos en libertad, otros han encontrado un puesto de trabajo
y varios han vuelto a sus casas».

Kot: «Si uno de los hombres a que hago referencia hubiera sido puesto
realmente en libertad, no cabe la menor duda de que, en el acto, se hubiera
puesto en contacto con nosotros. Esos hombres no son chiquillos. No pueden
permanecer ocultos. Si uno de ellos ha fallecido, le ruego nos lo comunique. No
puedo creer que no se encuentren aquí».

Wyschinski puso fin a la entrevista después de dar una respuesta evasiva,


pero el embajador polaco no se dio por vencido. El 14 de noviembre de 1941,
logró llegar hasta Stalin y preguntarle directamente al dictador:

Kot: «Señor presidente, he abusado ya mucho de su valioso tiempo, pero


si usted me lo permite, hay otro punto sobre el que desearía hablar con usted».

Stalin: «Desde luego, señor embajador».


Kot: «Supongo, señor presidente, que usted es el autor de la amnistía
concedida a los ciudadanos polacos en territorio soviético. Me permito
preguntarle si su noble gesto no ha sido llevado a la práctica en su totalidad».

Stalin: «¿Quiere usted decir, con estas palabras, que todavía hay polacos
que no han sido puestos en libertad?»

Kot: «No hemos vuelto a saber de los hombres internados en el


campamento de Starobielsk que fue disuelto en la primavera del año 1940».

Stalin: «Ordenaré hacer las averiguaciones necesarias. Pero, en estos


casos, suelen ocurrir las cosas más increíbles».

Kot: «Le ruego, señor presidente, ordene que sean puestos en libertad
todos los oficiales necesarios para nuestro Ejército. Tenemos pruebas fidedignas
de que esos oficiales fueron deportados».

Stalin: «¿Tiene usted listas exactas en su poder?»

Kot: «Tenemos todos los nombres, pues los comandantes del campamento
pasaban diariamente revista a todos los oficiales. Además, el NKWD llevaba
expedientes independientes para cada uno de los oficiales. Ni un solo oficial del
Estado Mayor del Ejército, a las órdenes del general Anders, ha dado señales de
vida».

Stalin cogió el teléfono y mandó que le pusieran en comunicación con la


central de la NKWD, la policía secreta soviética.

—Aquí Stalin —dijo por el aparato—. ¿Han sido puestos en libertad todos
los polacos que se encontraban en las cárceles?

Colgó el auricular, se volvió hacia Kot y empezó a hablar de temas muy


distintos. Ocho minutos más tarde volvió a sonar el teléfono. Kot sospecha en
sus «Memorias» que fue la respuesta de la NKWD. Stalin escuchó en silencio,
volvió a colgar el auricular y no mencionó más el tema. El enigma de los
oficiales que habían desaparecido quedaba sin resolver.

También los generales polacos Wladyslaw Sikorski y Wladyslaw Anders


trataron de averiguar la suerte que habían podido correr sus compatriotas. El 3
de diciembre de 1941 ambos se presentaron a Stalin.

Sikorski: «Tengo en mi poder la lista de unos cuatro mil oficiales que


fueron deportados a la fuerza y que en la actualidad se encuentran en las
cárceles o campos de trabajos forzados. Esta lista no es completa, pues solo
figuran en la misma los nombres de aquellos que sabemos de memoria. He
ordenado se realice una investigación en Polonia y el resultado ha sido negativo.
Ninguno de nuestros oficiales se encuentra en Polonia y tampoco en los campos
de prisioneros de guerra polacos en Alemania. Estos hombres se encuentran
aquí, pues no ha regresado ninguno.

Stalin: «Esto es del todo imposible. Han huido».

Anders: «¿Y a dónde pueden haber huido?».

Stalin: «Pues, por ejemplo, a Manchuria».

Sikorski: «Es completamente imposible que todos ellos pudieran huir,


sobre todo teniendo en cuenta que toda correspondencia entre ellos y sus
familiares terminó en el momento en que fueron deportados de los campos de
prisioneros de guerra a los campos de trabajo forzado y a las cárceles».

Stalin: «No cabe la menor duda de que fueron puestos en libertad y que
se encuentran camino de sus respectivos hogares».

Esto fue todo lo que lograron averiguar los dos generales polacos. El
Gobierno polaco en el exilio entregó al Kremlin unas cuarenta y nueve notas en
que se pedían explicaciones sobre el paradero de los oficiales polacos
desaparecidos y todas estas notas revelan que en Londres creían que los oficiales
estaban todavía vivos.

Una terrible noticia conmovió al mundo el 13 de abril de 1943. Aquel día


anunció la radio alemana:

«Informan desde Smolensko que la población ha señalado a las


autoridades alemanas el lugar donde los soviéticos realizaron en secreto
ejecuciones en masa y donde la GPU asesinó a decenas de miles de oficiales
polacos.»

Poco después, la Agencia de Información alemana facilitó nuevos


detalles:

«Un horrendo descubrimiento hecho hace poco por las autoridades


alemanas en el bosque de Katyn, cerca de la colina Kosegory, a veinte kilómetros
al sur de Smolensko, en la carretera Smolensko-Witesbsk, demuestra, sin
ninguna clase de dudas, que más de diez mil oficiales polacos de todas las
graduaciones, entre ellos muchos generales, fueron asesinados por los rusos.»

Todo el mundo escuchó horrorizado la noticia, que causó el efecto de una


bomba en el Gobierno polaco en el exilio en Londres. ¿Se encontraban
realmente en el bosque de Katyn los cadáveres de los oficiales polacos
desaparecidos? El general Sikorski solicitó inmediatamente una investigación de
la Cruz Roja Internacional. La sospecha se dirigía claramente contra el Kremlin.

Pocos días después, el 26 de abril de 1943, Moscú comunicó una noticia.


Rompía la relaciones diplomáticas con el Gobierno polaco en el exilio alegando
que había puesto en circulación «noticias fascistas denigrantes para el Gobierno
soviético y había estado en relaciones con el Gobierno de Hitler». A los
Gobiernos inglés y americano les resultaba muy penosa esta división en el
bando aliado. Ejercieron una intensa presión sobre Sikorski y, en efecto, el
general retiró su petición de que se llevara a cabo una investigación
internacional. Esto permitió que fueran reanudadas las relaciones diplomáticas.

El almirante William Standley, antiguo embajador norteamericano en


Moscú, confesó que el presidente Roosevelt le escribió el 25 de abril de 1943,
una carta a Stalin en la que le decía:

«Confío que Churchill logrará convencer a Sikorski para que en el futuro


tenga más sentido común.»

Sikorski y su hija fallecían poco después, víctimas de un accidente de


aviación. Durante un vuelo desde El Cairo a Londres, se estrelló el avión el 5 de
julio de 1943, cerca de Gibraltar. Las causas no pudieron ser aclaradas nunca.

«No cabe la menor duda de que fue un acto de sabotaje», declaró más
tarde el antiguo secretario de Estado americano Summer Welles.

Pero todo esto eran solamente sospechas. Los sucesos que se limitan a
Katyn, hablan un lenguaje mucho más claro. Los hechos son, en la actualidad,
ampliamente conocidos. En el verano del año 1942 trabajaban unidades de la
Organización Todt en las cercanías de Smolensko. Entre estos hombres se
encontraban diez polacos. Por mediación de otro polaco, llamado Partemon
Kisielew, que habitaba en las cercanías de Katyn, se enteraron de la existencia
de una misteriosa tumba. Un día fueron a visitar secretamente la tumba. La
abrieron, la volvieron a tapar y clavaron sobre la misma una sencilla cruz de
madera. Nadie volvió a ocuparse del asunto.

El invierno siguiente, un lobo llamó la atención de la población sobre el


misterioso lugar. En febrero de 1943 descubrieron unos pequeños montículos al
noroeste de la población. Estos montículos se encontraban en un bosque de
jóvenes abetos entre las estaciones de Katyn y Gnesdowo. Una vez pasado el
período de las heladas, las autoridades alemanas ordenaron abrir las tumbas por
obreros rusos. Colocados uno encima de otro, formando hasta doce capas,
contaron cuatro mil ciento ochenta y tres cadáveres.

Este fue el origen de la noticia alemana que hablaba de más de diez mil
cadáveres. La Agencia de Información soviética TASS, anunció tres días después
de haber hecho los alemanes su declaración:

«Los supuestos prisioneros de guerra polacos estaban internados en


campamentos especiales en las cercanías de Smolensko y destinados a la
construcción de carreteras. Dado que fue completamente imposible evacuarlos
ante el rápido avance de las tropas alemanas, cayeron en manos de estos. Si
ahora se ha descubierto que fueron muertos, esto significa que fueron
asesinados por los alemanes que ahora, como una provocación más, afirman que
este horrendo crimen ha sido cometido por las autoridades soviéticas.»

¿Había sido cometido efectivamente este crimen?

Se han llevado a cabo tres averiguaciones. La primera la dirigió el jefe de


los médicos alemanes Leonardo Conti. Conti invitó a doce médicos de Bélgica,
Bulgaria, Dinamarca, Finlandia, Italia, Croacia, Holanda, del Protectorado de
Bohemia y Moravia, de Rumanía, de Suiza, de Eslovaquia y de Hungría, a
examinar las tumbas. Esta Comisión dictaminó el 30 de abril de 1943 «que los
fusilamientos tuvieron lugar en los meses de marzo y abril de 1940, es decir,
cuando los rusos hicieron desaparecer los campos de oficiales prisioneros de
guerra polacos».

La segunda investigación la realizaron los polacos cuando terminó la


guerra. El fiscal de Cracovia, doctor Roman Martini, descubrió, incluso, los
nombres de los agentes del NKWD que habían intervenido en aquella acción. El
jefe de este grupo de exterminio había sido un hombre llamado Burjanow. Pero
Martini no pudo seguir sus averiguaciones. El 12 de marzo de 1946 fue
asesinado, en su vivienda de Cracovia, por dos miembros de la Asociación de la
Amistad polaco-rusa.

La tercera investigación la ordenaron los propios rusos tan pronto


reconquistaron la región de Smolensko. Esta es la investigación a la que se
refería el fiscal ruso Pokrowski cuando en Nuremberg puso a discusión la
cuestión:

—Nos ocuparía mucho tiempo leer todos los documentos que hacen
referencia a las investigaciones llevadas a cabo. Por tanto, me limitaré a leer
solamente unos extractos:

«Los forenses calculan el número de cadáveres en unos once mil. De todos


los documentos que obran en nuestro poder se desprende sin género de dudas:
»1. Los prisioneros de guerra polacos, que estaban internados en tres
campamentos al oeste de Smolensko y que habían sido destinados a la
construcción de carreteras antes de empezar la guerra, permanecieron en la
citada región, después de la invasión alemana hasta septiembre de 1941.

»2. En el bosque de Katyn se llevaron a cabo, por las autoridades de


ocupación alemanas, en el otoño del año 1941, asesinatos en masa de los
prisioneros de guerra polacos internados en los campamentos antes citados.

»3. Estos fusilamientos en masa fueron ejecutados por una unidad militar
alemana que se ocultaba tras el nombre clave de "Stab des Baubatallions 537",
mandada por el teniente coronel Ahrens y sus colaboradores el teniente Rex y el
teniente Hott.

»4. Las autoridades de ocupación alemanas transportaron, en la primavera


del año 1943, los cadáveres de los prisioneros de guerra polacos, asesinados por
ellos, al bosque de Katyn para borrar de este modo las huellas de sus propios
crímenes y aumentar del número de las "víctimas del bolchevismo" en el bosque
de Katyn.

»5. Los médicos forenses han establecido, sin ninguna duda, que las
ejecuciones fueron llevadas a cabo en el otoño del año 1941.

»Los verdugos alemanes usaron en el fusilamiento de los prisioneros de


guerra polacos el mismo método, tiro en la nuca, que emplearon cuando mataron
en masa a los ciudadanos rusos en otras ciudades, en especial, en Orel,
Woronesch, Krasnodar y Smolensko. Siguen las firmas de todos los miembros
que formaron parte de la Comisión.»

—¡Como testigo de la defensa, cito en primer lugar al coronel Friedrich


Ahrens al púlpito de los testigos! —dijo el defensor de Goering, doctor Otto
Stahmer.

Ahrens entró en la sala y prestó juramento.

Doctor Stahmer: «Su regimiento era el Regimiento de Transmisiones 547.


¿Existía un "Baubataillon 537"?»

Ahrens: «No recuerdo ninguna otra unidad que llevara el mismo número».

Doctor Stahmer: «¿Descubrió usted al llegar a Katyn que en el bosque


había una tumba?»

Ahrens: «Poco después de mi llegada a la región mis soldados me


llamaron la atención sobre el hecho de que encima de un montículo habían una
sencilla cruz de madera de abeto. Vi la cruz. Durante todo el año 1942 mis
soldados me dijeron repetidas veces que allí, en el bosque de Katyn, habían
tenido lugar fusilamiento en masa. En el invierno del año 1943, en enero o
febrero, vi casualmente un lobo en aquel bosque. En compañía de un experto
cazador seguí las huellas y descubrimos que había estado escarbando al pie del
montículo donde se levantaba la cruz. Mandé que examinaran los huesos que
descubrimos allí y los médicos dijeron que se trataba de restos humanos.»

Doctor Stahmer: «¿Quién ordenó que se hicieran aquellas


investigaciones?».

Ahrens: «No conozco los detalles. Me limité a dar cuenta de mi


descubrimiento a mis superiores y un buen día se presentó el profesor doctor
Butz, que me informó que había de realizar unas excavaciones en el bosque
donde estaba emplazada mi unidad».

Doctor Stahmer: «¿Le informó posteriormente el profesor doctor Butz de


los resultados de sus excavaciones?»

Ahrens: «Me entregó una especie de Diario, donde aparecían anotados


muchos datos y que él no podía leer, pues no entendía el polaco. Le dije que las
anotaciones habían sido hechas por un oficial y que al final decía (el Diario
terminaba en la primavera del año 1940) que temían que les esperaba un fin
terrible».

Doctor Stahmer: «Afirman que en el mes de marzo de 1943 transportaron


en camiones un gran número de cadáveres a Katyn y que fueron enterrados en
los bosques. ¿Sabe usted algo de todo esto?»

Ahrens: «No, no sé nada».

Doctor Otto Kranzbühler (defensor del acusado Doenitz): «¿Habló usted,


en alguna ocasión con los habitantes del lugar sobre lo que pudieron observar
en el año 1940?»

Ahrens: «Sí, desde principios del año 1943 vivían cerca de mi Estado
Mayor un matrimonio ruso. Fueron ellos los que me dijeron que había sido en la
primavera del año 1940 y que habían llegado a la estación de Gnesdowo vagones
de ferrocarril con más de doscientos polacos uniformados. Habían oído muchos
gritos y también muchos tiros».

Doctor Kranzbühler: «¿Fueron descubiertas, además de aquellas, otras


tumbas en las cercanías del palacete del Dnjepr?»
Ahrens: «Muy cerca de la casa fueron descubiertas otras tumbas es las que
había de seis a ocho esqueletos y en algunas un número superior. Los esqueletos
pertenecían tanto a hombres como a mujeres».

L. N. Smirnow (fiscal soviético): «¿Estuvo usted personalmente allí en


septiembre o noviembre del año 1941 en el bosque de Katyn?»

Ahrens: «No».

Smirnow: «Esto quiere decir que no sabe usted lo que pudo suceder en
septiembre o noviembre del año 1941 en el bosque de Katyn».

Ahrens: «Yo no estaba allí por esas fechas».

Smirnow: «Voy a citarle los nombres de varios oficiales de la Wehrmacht.


Por favor, conteste usted si estos oficiales pertenecían a la unidad a su mando:
teniente Rex».

Ahrens: «El teniente Rex era mi ayudante».

Smirnow: «¿Estaba adscrito a esta unidad antes de que fuera destinado


usted a Katyn?»

Ahrens: «Sí, ya estaba allí antes de mi llegada».

Smirnow: «¿Y el teniente Hodt o Hoth?»

Ahrens: «Hodt era su nombre. El teniente Hodt pertenecía al regimiento».

Smirnow: «Voy a recordarle los nombres de otros oficiales: suboficial


Rose, soldado Giesecke, sargento Krimmenski, sargento Lummert, un cocinero
llamado Gustav. ¿Formaban todos ellos parte de su unidad?»

Ahrens: «Sí».

Smirnow: «¿Y no sabe usted lo que hicieron estos hombres durante los
meses de septiembre o noviembre de 1941?»

Ahrens: «Como yo no estaba allí no puedo saberlo con certeza».

Smirnow: «¿Ha sido informado de que la Comisión Estatal le considera a


usted como uno de los responsables por los crímenes cometidos en Katyn?»

Ahrens: «El informe dice "un tal Arens".»


Iola Nikitschenko (juez soviético): «¿No estaba usted personalmente
presente cuando el profesor Butz descubrió el Diario y otros documentos que
fueron hallados?»

Ahrens: «No».

Nikitschenko: «¿De modo que no sabe usted dónde fueron encontrados el


Diario y los otros documentos?»

Ahrens: «No».

Otro testigo, el antiguo teniente Reinhard von Eichborn del Regimiento


de Transmisiones 537, no hizo otra cosa que completar, en cierto modo, la
declaración hecha por Ahrens.

Doctor Stahmer: «Señor testigo, ¿sabe quién habitó en aquel palacete


antes de que fuera ocupado por las tropas alemanas? ¿Sabe a quién perteneció?»

Eichborn: «No lo sé con certeza. Nos llamó la atención el hecho de que


estaba muy bien construido y muy bien amueblado. Incluso con cine y campo de
tiro y dos cuartos de baño. Pero no logramos averiguar quién era el propietario».

El siguiente testigo de la defensa fue el general Eugen Oberhäuser, jefe de


Transmisiones del Grupo de Ejércitos Centro.

Doctor Stahmer: «¿Contaba el Regimiento 537 con los medios técnicos


necesarios, pistolas, munición, etc., que hubiesen hecho factible este asesinato
en masa?»

Oberhäuser: «El regimiento no estaba tan bien armado como la tropa


combatiente. De ningún modo podía haber llevado a cabo una ejecución en
masa».

Smirnow: «Los oficiales del regimiento iban, sin duda, armados de


pistolas, una «Walther» o una «Mauser», ¿no es cierto?»

Oberhäuser: «Sí».

Smirnow: «¿Puede usted decirme el número de pistolas con que contaba el


regimiento?»

Oberhäuser: «Supongamos que cada uno de los oficiales tenía una pistola.
Esto significaría ciento cincuenta».
Smirnow: «¿Por qué dice usted que con ciento cincuenta pistolas no puede
llevarse a cabo una ejecución en masa?»

Oberhäuser: «Porque un regimiento de transmisiones suele estar,


generalmente, muy desperdigado. El regimiento cubría la zona de Kolodow
hasta Witebsk, y por lo tanto, es difícil que ciento cincuenta pistolas fueran
concentradas en un mismo lugar».

Doctor Stahmer: «El regimiento cubría una zona muy amplia. ¿Qué
distancia?»

Oberhäuser: «Más de quinientos kilómetros».

Estas son las pruebas y las respuestas más destacadas del interrogatorio. A
continuación el ministerio público ruso presentó sus testigos, iniciando la tanda
el astrónomo Boris Bazilewsky, que durante la ocupación de los alemanes fue
segundo alcalde de Smolensko. Fue interrogado por Smirnow.

Smirnow: «¿Cuántos años llevaba usted residiendo en la ciudad de


Smolensko antes de que fuera ocupada por los alemanes?»

Bazilewsky: «Desde el año 1919».

Smirnow: «¿Conoce usted el denominado bosque de Katyn?»

Bazilewsky: «Sí. Era el lugar predilecto de los habitantes de Smolensko».

Smirnow: «¿Era este bosque antes de la guerra un lugar prohibido o


vigilado?»

Bazilewsky: «Todo el mundo tenía libre acceso».

Smirnow: «¿Quién era el alcalde de Smolensko?»

Bazilewsky: «El abogado Menschagin».

Smirnow: «¿Cuáles eran las relaciones que tenía Menschagin con las
fuerzas de ocupación alemanas?»

Bazilewsky: «Fueron unas relaciones muy buenas».

Smirnow: «¿Podría decirse que los alemanes consideraban a Menschagin


como hombre de confianza y que incluso pudieron hacerle confidencias
secretas?»
Bazilewsky: «Sí, desde luego, entra dentro de lo posible».

Smirnow: «¿Qué hacían los prisioneros de guerra polacos cerca de


Smolensko..., sabe usted qué fue de ellos?»

Bazilewsky: «Con respecto a los prisioneros de guerra polacos,


Menschagin me dijo que habían propuesto exterminarlos».

Smirnow: «¿Volvió a hablar más tarde de los prisioneros polacos con


Menschagin?»

Bazilewsky: «Unas dos semanas más tarde. Le pregunté qué había


sucedido con los prisioneros de guerra polacos. Menschagin vaciló en un
principio y luego dijo: "Es asunto liquidado".»

Smirnow: «¿Le dijo Menschagin por qué habían sido fusilados los
prisioneros de guerra polacos?»

Bazilewsky: «Sí, me dijo que formaba parte del sistema general dirigido
contra los prisioneros de guerra polacos».

Después de una pausa en la sesión, el doctor Stahmer sometió al testigo a


un contrainterrogatorio.

Doctor Stahmer: «Señor testigo, si he observado bien, antes de


interrumpirse la sesión, las respuestas las ha leído usted».

Bazilewsky: «No he leído nada. Tenía en la mano un plano general de la


sala».

Doctor Stahmer: «Pues daba la impresión de que leía usted las respuestas.
¿Cómo se explica que el intérprete ya tuviera en su poder sus respuestas por
escrito?»

Bazilewsky: «No comprendo cómo el intérprete puede haber conocido mis


respuestas antes de darlas».

Doctor Stahmer: «¿Conoce usted el palacete junto al Dnjepr?»

Bazilewsky: «Junto al Dnjepr hay muchos palacetes».

Doctor Stahmer: «Me refiero al palacete junto al bosque».

Bazilewsky: «Las orillas del Dnjepr son muy largas, por lo tanto no
comprendo su pregunta».

Doctor Stahmer: «¿De modo que no sabía usted que en el bosque de


Katyn existía una casa de reposo o sanatorio de la GPU?»

Bazilewsky: «Lo sé muy bien, pues todos los habitantes de Smolensko lo


sabían».

Doctor Stahmer: «En este caso, sabe perfectamente a qué casa me refiero».

Bazilewsky: «Personalmente no he estado nunca en aquella casa. En ella


solo podían entrar los familiares de los agentes empleados en el Ministerio del
Interior. Otras personas no podían y no conseguían autorización para entrar en
la casa».

Doctor Stahmer: «¿Puede usted citarme a alguna persona testigo de la


ejecución?»

Bazilewsky: «No, no conozco a ningún testigo ocular».

Doctor Stahmer: «¿Ha sido usted castigado por el Gobierno ruso por su
colaboración con los alemanes?»

Bazilewsky: «No».

Thomas J. Dodd (fiscal americano): «¡Señor presidente! Deseo llamar la


atención del Tribunal sobre el hecho de que el doctor Stahmer le ha preguntado
al testigo cómo era posible que los intérpretes ya conocieran de antemano sus
respuestas. He mandado interrogar al teniente de servicio y este acaba de
informarme que los intérpretes no conocían las respuestas del testigo. Quiero
que conste en acta».

Doctor Stahmer: «Me han informado de este detalle durante la pausa. Si


no se ajusta a la verdad, retiro lo dicho».

Presidente: «Los defensores deberían abstenerse de hacer comentarios de


esta clase hasta no haber comprobado su autenticidad».

Smirnow: «¿Puedo empezar con el interrogatorio del siguiente testigo,


señor presidente?»

Después de este incidente ocupó el estrado de los testigos un hombre que


desempeñó un papel muy discutido en la historia de Katyn. El médico búlgaro,
doctor Marko Antonow Markov, del Instituto de Medicina legal de Sofía.
Cuando Conti invitó en el año 1943 a los doce expertos extranjeros a Katyn,
Markov también formaba parte de este grupo. Su firma consta en el informe de
la Comisión médica. Este documento era la base de la acusación alemana, que la
ejecución en masa había sido realizada por los rusos. Más tarde, cuando Bulgaria
fue ocupada por las tropas rusas, Markov fue llevado el 19 de febrero de 1945
ante el tribunal popular de Sofía. Declaró que los agentes de la Gestapo habían
vigilado día y noche a los miembros de la Comisión y que estos finalmente se
habían visto obligados a firmar el documento. Ahora, Markov era llevado a
presencia del Tribunal de Nuremberg.

Smirnow: «¿Cuándo llegó la comisión a Katyn?»

Markov: «La Comisión llegó a Smolensko la noche del 28 de abril de


1943».

Smirnow: «¿Cuántas veces los miembros de la Comisión examinaron


personalmente las fosas en el bosque de Katyn?»

Markov: «Estuvimos dos veces en los bosques de Katyn, las mañanas del
29 y del 30 de abril».

Smirnow: «¿Cuántas horas pasaron ustedes examinando las fosas?»

Markov: «De tres a cuatro horas cada vez».

Smirnow: «¿Confirmó la Comisión que los cadáveres hacía tres años que
habían sido enterrados?»

Markov: «Según mi opinión los cadáveres habían sido enterrados hacía


menos de tres años. El cadáver que examiné personalmente hacía uno o dos años
que había sido enterrado como máximo».

Smirnow: «¿Es costumbre, en la medicina legal búlgara, que un examen


sea dividido en dos partes: descripción y dictamen?»

Markov: «Sí».

Smirnow: «¿Contiene el documento, firmado por usted, un dictamen?»

Markov: «El documento firmado por mí solo contiene la descripción y no


el dictamen. Por los documentos que pusieron a nuestra disposición se
desprendía claramente que querían que nosotros certificáramos que los
cadáveres llevaban enterrados más de tres años. Esto se deducía claramente de
los documentos que sometieron a nuestra consideración en el palacete».
Smirnow: «¿Les fueron presentados estos documentos antes o después de
la autopsia?»

Markov: «Los papeles nos fueron entregados un día antes de la autopsia».

Smirnow: «¿Cuando firmó el documento sabía, sin dudas de ninguna


clase, que los asesinatos de Katyn no habían sido cometidos antes del último
trimestre del año 1941 y que también se debía excluir el año 1940?»

Markov: «Sí, lo sabía y por este motivo no permití que figurara en el


documento el dictamen final».

Smirnow: «¿Por qué firmó, sin embargo, el documento mencionado?»

Markov: «La mañana del día 1.º de mayo tomamos el avión en Smolensko.
Al mediodía aterrizamos en Bela. Se trataba de un campo de aviación militar.
Allí almorzamos y después nos presentaron ejemplares del documento para que
los firmáramos. Nos presentaron los documentos en aquel alejado campo de
aviación. Este fue el motivo por el cual firmé el documento.»

Doctor Stahmer: «El documento, no solamente fue firmado por usted, sino
también por otros once científicos, algunos de ellos de fama mundial. Figura
también un médico neutral, el profesor Naville, de Suiza».

Markov: «No sé el motivo de que los demás firmaran el documento. Pero


creo que todos lo hicieron en las mismas circunstancias que yo».

Precisamente este punto de la declaración de Markov tuvo un epílogo el


17 de enero de 1947, tres meses después de haber terminado el proceso de
Nuremberg. Aquel mismo día fue interrogado el médico suizo doctor Francis
Naville por el gran Consejo del Cantón de Ginebra, en relación con aquel suceso
en que fue invitado a intervenir. En opinión del Consejo, Naville procedió en
todo momento de acuerdo con lo que exigía su profesión. Y el presidente del
Consejo dijo textualmente: «En el caso de que Markov fuera realmente obligado
a prestar su declaración, queda por saber si esta presión fue ejercida sobre él por
las bayonetas alemanas o por las bayonetas soviéticas». Pero volvamos al
proceso de Nuremberg.

Doctor Stahmer: «En su informe dice usted que el cadáver que fue
examinado por usted llevaba uniforme. ¿De invierno o de verano?»

Markov: «Uniforme de invierno, capote y cuello de piel de cordero».

Doctor Stahmer: «En el informe encontramos los siguientes datos: "Los


documentos encontrados en poder de los cadáveres, diarios, cartas, periódicos,
llevaban las fechas de otoño de 1939 a marzo y abril de 1940. La última fecha
correspondiente a la de un periódico ruso del 22 de abril de 1940". Yo le
pregunto ahora, ¿son ciertos estos datos? ¿Corresponden a lo que usted vio
personalmente?»

Markov: «En efecto, nos enseñaron estas cartas y estos periódicos.


Algunos de estos papeles fueron descubiertos por los médicos que realizaban las
autopsias».

El doctor Stahmer obtuvo un completo éxito durante este


contrainterrogatorio. Lo cierto es que se produjo un auténtico momento de
sensación cuando fue llamado a declarar el profesor de Moscú, Iljitsch
Prosorowsky.

Smirnow: «¿Halló, mientras efectuaba la autopsia de los cadáveres, balas o


cartuchos de balas?»

Prosorowsky: «Los oficiales polacos habían sido asesinados por un tiro en


la nuca. Sí, hallamos balas y durante las excavaciones, cápsulas de balas
alemanas. Estas cápsulas llevaban grabada la palabra Greco».

Más tarde se averiguó que estas balas habían sido exportadas por la
fábrica Genschow, de Durlach, a los países bálticos, de acuerdo con el tratado de
Rapallo. En Nuremberg no volvió a hablarse del tema después de haber sido
interrogado este último testigo. El caso no fue aclarado, por lo menos no fueron
presentadas pruebas concluyentes.

En el año 1952 un diputado norteamericano intentó revivir el tema de


Katyn.

—¿Acaso el hecho de que los soviéticos no llegaran a formular una


acusación concreta contra los alemanes, no significa un pleno reconocimiento de
su propia culpa? —preguntó Daniel J. Flood al antiguo fiscal en Nuremberg,
Robert Kempner.

—Por lo menos se trata de una situación muy curiosa —respondió


Kempner—. Admiramos profundamente a Stahmer que obligó a los soviéticos a
renunciar a una acusación en el caso de Katyn. Constituyó una absoluta victoria
de la defensa.

Hasta noviembre de 1952, el Comité americano interrogó a muchos


testigos, muchos de los cuales quisieron conservar el anonimato e hicieron sus
declaraciones envueltas las cabezas con un saco. Robert H. Jackson, el fiscal
general americano en el proceso de Nuremberg, declaró ante la Comisión:

—En Nuremberg ya sospechamos que los rusos podían ser los culpables
de lo sucedido. Por este motivo nos negamos a acusar del crimen a los alemanes.

El teniente coronel americano, John H. van Fliet, junior, hizo igualmente


una declaración muy importante. En el año 1943 estaba prisionero de guerra de
los alemanes y formó parte de un grupo de prisioneros de guerra occidentales
que fueron invitados, por las autoridades alemanas, a visitar el bosque de Katyn.
Van Fliet dijo: «Odiaba a los alemanes, pero hube de reconocer que en aquel
caso decían la verdad».

Esta declaración, que prestó Van Fliet inmediatamente después de su


regreso a los Estados Unidos, fue mantenida en secreto por el Servicio Secreto
americano por miedo a que la Unión Soviética no quisiera participar en la guerra
contra el Japón.

El 12 de febrero de 1953 publicó el Comité un informe de 2.364 páginas


sobre el resultado de sus investigaciones. En este informe se hace responsable a
la Unión Soviética del asesinato de cuatro mil polacos. Todos los miembros de
las Naciones Unidas recibieron una copia. Pero desde el 12 de febrero de 1953 la
opinión pública mundial no ha vuelto escuchar ningún comentario sobre el caso.

5. La técnica de la despoblación

La política de Hitler en las regiones ocupadas ya quedó establecida, desde


un principio, por su filosofía nacionalsocialista. Sus principios eran los
siguientes: Diezmo de razas y tribus enteras, liquidación sistemática de los
elementos indeseables, saqueo, muerte por hambre, trabajos forzados. La
consigna, sobre todo en el Este, era la despoblación. El espacio conquistado con
las armas había de ser «asegurado por la política». Detrás de esta consigna se
ocultan los crímenes más horribles.

Nada menos que Adolf Heusinger, inspector general del Ejército federal
alemán, presentó ante el Tribunal de Nuremberg, en el año 1945, una declaración
jurada, que fue citada por el fiscal americano Telford Taylor:

«Siempre opiné que el trato de que era objeto la población civil en las
regiones de operaciones y los métodos que se empleaban para combatir a las
bandas de guerrilleros en las zonas de operaciones les ofrecían, tanto a los altos
jefes políticos y militares, la ocasión para alcanzar el objetivo que se habían
señalado, es decir, la reducción sistemática de los esclavos y de los judíos. He
considerado siempre estos métodos tan crueles una estupidez militar que solo
puede contribuir a dificultar la lucha de la tropa contra el enemigo.»

Lo que en este caso fue insinuado por Heusinger lo confirmó, con todo
lujo de detalles, el jefe de las unidades alemanas destinadas a combatir a las
bandas de guerrilleros enemigos. SS-Obergruppenführer y general de las
Waffen-SS, Erich von dem Bach-Zelewski. Fue interrogado por Telford Taylor:

Taylor: «¿Publicaron las autoridades militares unas disposiciones en que


se hablaba de los métodos que habrían de ser empleados en la lucha contra las
bandas de guerrilleros?»

Bach-Zelewski: «No».

Taylor: «¿Cuál fue la consecuencia?»

Bach-Zelewski: «Como no existía una orden concreta, reinaba una


completa anarquía en la lucha contra los guerrilleros».

Taylor: «¿Causaron las medidas adoptadas la muerte inútil de elementos


de la población civil?»

Bach-Zelewski: «Sí».

J. W. Pokrowsky (fiscal ruso): «¿Está usted enterado de la creación de una


brigada especial compuesta por antiguos contrabandistas, cazadores furtivos y
antiguos presidiarios?»

Bach-Zelewski: «A fines de 1941 o a principios de 1942 fue organizado un


batallón a las órdenes de Dirlewanger, adscrito al grupo de Ejércitos Centro para
la lucha contra los guerrilleros. Esta brigada Dirlewanger estaba compuesta, en
su mayor parte, por unos antiguos reos, que aunque oficialmente solo se trataba
de cazadores furtivos, lo cierto es que también figuraban criminales
profesionales condenados por robo a mano armada, asesinato, etc.»

Pokrowsky: «¿Cómo explica usted que el mando alemán consintiera que


fueran engrosadas sus fuerzas con el alistamiento de criminales profesionales?»

Bach-Zelewski: «Creo que está directamente relacionado con el discurso


pronunciado por Heinrich Himmler a principios de 1941, antes de comenzar la
campaña contra Rusia, cuando dijo que uno de los objetivos de la guerra contra
Rusia era reducir en unos treinta millones de habitantes la Unión Soviética y
que estas actividades habían de ser realizadas por unas tropas de categoría
inferior, pero destinadas especialmente a esta labor».
Pokrowsky: «¿Conoce unas instrucciones que ordenaban fueran
incendiados aquellos pueblos que prestaban ayuda a los guerrilleros?»

Bach-Zelewski: «No».

Pokrowsky: «Es decir, cuando algunos comandantes incendiaban un


pueblo ruso por la ayuda de sus habitantes hubiesen podido prestar a los
guerrilleros, ¿actuaban por su cuenta y riesgo?»

Bach-Zelewski: «Sí».

Pokrowsky: «¿Ha dicho usted que la lucha contra los guerrilleros era una
excusa para diezmar la población eslava y judía?»

Bach-Zelewski: «Sí».

Pokrowsky: «¿Afirma usted que las medidas de represalia adoptadas por


la Wehrmacht tenían como objeto el reducir en treinta millones la población
civil eslava y judía?»

Bach-Zelewski: «Mi opinión es que estos métodos hubiesen reducido en


treinta millones la población eslava y judía si hubiesen continuado con la misma
intensidad».

Sin ninguna clase de escrúpulos trataba Hitler de crear, en el este de


Europa, un «espacio vacío», que era el lugar donde debía habitar la raza de
señores que había de ser criada y organizada por Himmler.

—La realización de estos crímenes —dijo el fiscal soviético Rudenko—


fue confiada especialmente a los llamados «Sonderkommandos», que habían
sido creados después de llegar a un acuerdo el jefe de la policía y del SD y el
alto mando de la Wehrmacht.

Este hecho fue confirmado también por el jefe de la Sección III en la


oficina central de Seguridad del Reich, Otto Ohlendorf, que mandó
personalmente una de estas unidades en el Este y que en el año 1951 fue
ejecutado en Landsberg, acusado de ejecuciones en masa; fue interrogado por el
fiscal americano John Harlan Amen.

Amen: «¿Cuántas "unidades especiales" luchaban en el frente?»

Ohlendorf: «Existían cuatro unidades especiales, las A, B, C y D. El grupo


D no estaba adscrito a ningún Grupo de Ejército, sino que estaba las órdenes
directas del 11 Ejército.»
Amen: «¿Quién era el comandante en jefe del 11 Ejército?»

Ohlendorf: «El comandante en jefe del 11 Ejército fue primero Ritter von
Schober y luego von Manstein».

Amen: «¿Celebró usted en alguna ocasión una entrevista con Himmler?»

Ohlendorf: «Sí. En el verano del año 1941 estuvo Himmler en Nikolajew.


Mandó formar a los jefes y soldados de la unidad y repitió que la orden de
ejecución no hacía personalmente responsables a ninguno de los jefes o
soldados que participaran en la misma. La responsabilidad incumbía
únicamente a él y al Führer».

Amen: «¿Sabe usted cuántas personas fueron liquidadas por el grupo D, es


decir, el grupo que estaba a sus órdenes?»

Ohlendorf: «De junio de 1941 a julio de 1942 fueron muertas por la unidad
especial unas noventa mil».

Amen: «¿Incluye en esta cifra a las mujeres y niños?»

Ohlendorf: «Sí».

Amen: «¿En qué se funda usted para dar esta cifra?»

Ohlendorf: «Por los partes de los grupos que recopilábamos en la


comandancia».

Amen: «¿Vio y leyó personalmente estos partes?»

Ohlendorf: «Sí».

Amen: «¿Asistió a estos asesinatos en masa?»

Ohlendorf: «Fui destinado, en dos ocasiones, a vigilar estas ejecuciones en


masa».

Amen: «¿En qué posición eran fusiladas las víctimas?»

Ohlendorf: «De pie o arrodilladas».

Amen: «¿Qué hacían de los cadáveres después de fusilar a las víctimas?»

Ohlendorf: «Se enterraban en las zanjas».


Amen: «¿Cómo averiguaban ustedes si la víctima había muerto?»

Ohlendorf: «Los jefes de cada unidad habían recibido órdenes concretas


de vigilar las ejecuciones y en caso necesario disparar el tiro de gracia».

Amen: «¿Fueron muertas todas las víctimas, hombres, mujeres y niños,


empleando el mismo sistema?»

Ohlendorf: «Hasta la primavera del año 1942, sí. Luego recibimos una
orden de Himmler de que las mujeres y niños habían de ser muertos en los
camiones de gas».

El motivo por el cual Himmler dio esta orden sorprendente, se supo en el


curso de un proceso posterior. El testigo Erich von dem Bach-Zelewski contó el
siguiente incidente. En agosto de 1941, Himmler ordenó a uno de los jefes de
una unidad especial, Arthur Nebe, en Minsk, que mandara ejecutar a cien
personas en su presencia. Entre las víctimas se encontraban numerosas mujeres.
Bach-Zelewski se encontraba muy cerca de Himmler y le observaba atentamente.
Cuando sonaron los primeros disparos y las víctimas se desplomaron, Himmler
se mareó. Se tambaleó, casi cayó a tierra, pero recuperó en el acto el dominio
sobre sí mismo. A continuación insultó, a gritos, a los verdugos acusándoles de
no saber disparar, pues algunas mujeres todavía estaban vivas. Poco después
decretó la orden, mencionada por Ohlendorf en Nuremberg, de que las mujeres
y niños no debían ser fusilados, sino muertos en los coches de gas.

Amen: «¿Puede usted explicarle al Tribunal en qué consistían estos coches


de gas?»

Ohlendorf: «Eran unos grandes camiones que podían cerrarse


herméticamente. Estaban construidos de tal modo que cuando se ponía el motor
en marcha se enviaba, por medio de unos tubos, gas al interior del camión y este
gas provocaba la muerte al cabo de unos diez a quince minutos».

Amen: «¿Cuáles fueron las organizaciones que contribuyeron con mayor


número de soldados a engrosar estas unidades especiales?»

Ohlendorf: «Los jefes procedían de la Gestapo, de la policía criminal y, en


un tanto por ciento menor, del SD".

Abogado Ludwig Babel (defensor de las SS y del SD): «¿Podían estos


hombres negarse a cumplir las órdenes que se les daban?»

Ohlendorf: «No, pues si se hubiesen negado los hubieran llevado ante un


tribunal marcial y condenado a muerte».
Así funcionaba la horrible maquinaria de Hitler, Himmler y de sus
secuaces, sin compasión y sin escrúpulos de ningún género hasta el último día.
En la sala de sesiones de Nuremberg fueron relatados durante días, durante
semanas, los detalles de acciones cada vez más repugnante. La «técnica de la
despoblación» absorbía millones de seres humanos: judíos, eslavos, mujeres,
niños, ancianos, poblados enteros. En Nuremberg hicieron acto de presencia los
testigos oculares y los sobrevivientes, y fueron presentados documentos
capturados a los alemanes, informes oficiales y fotografías. Es completamente
imposible abarcar en toda su magnitud esta terrible catástrofe provocada por la
mano del hombre. Miles de páginas fueron dedicadas a estos hechos en el
proceso de Nuremberg, pero incluso estos miles de páginas forman solo un
pequeño extracto de todo lo sucedido. Unos pocos ejemplos han de servirnos
para comprender estos casos. El comandante Rösler, del 528 Regimiento de
Infantería, mandó el 3 de enero de 1942, un informe al comandante en jefe del
Noveno Ejército, general Schierwind, que fue hallado después de la guerra y
presentado ante los jueces en el proceso de Nuremberg. Este informe decía:

«A fines de julio de 1941 se encontraba el Regimiento a mis órdenes en


ruta hacia Schitomir, donde habíamos de disfrutar de unos días de descanso.
Cuando acompañado por mi Plana Mayor la tarde del día de llegada ocupé la
casa que se nos había destinado, oímos, bastante cerca, unas salvas de fusil y
poco después disparos aislados de pistola. Decidí averiguar de lo que se trataba
y en compañía de mi ayudante y el oficial de servicio, los tenientes von
Bassewitz y Müller-Brodmann, nos dirigimos hacia la dirección de donde
procedían los disparos.

»Pronto supimos que éramos testigos de un horrendo espectáculo. Al poco


rato vimos a numerosos soldados y paisanos que se dirigían hacia una pequeña
hondonada en la cual, según nos dijeron, se cumplían cada día un sinfín de
ejecuciones.

»Subimos a un pequeño montículo y entonces vimos el espectáculo en


toda su amplitud. En la hondonada habían cavado una zanja de unos siete u
ocho metros de largo y cuatro de ancho y la tierra la habían amontonado a un
lado. Esta tierra estaba manchada de sangre. La misma zanja estaba llena de
cadáveres de ambos sexos y era difícil calcular su número, pues no se podía ver
la profundidad de la zanja.

»Distinguimos un pelotón de ejecución formado por agentes de la policía


que estaba a las órdenes de un oficial, perteneciente también a la policía. Los
uniformes de los agentes estaban manchados de sangre. Vimos muchos soldados
de los regimientos destinados a aquel sector, vestidos algunos solo con traje de
baño, que asistían como espectadores a las ejecuciones, así como también
muchos paisanos, mujeres y niños. Me acerqué a la zanja y ante mis ojos se
ofreció un cuadro que no olvidaré nunca mientras viva. Vi a un anciano con
barba blanca que todavía daba señales de vida, y entonces le supliqué a uno de
los agentes de policía que le disparara el tiro de gracia para poner fin a sus
tormentos. Pero el policía me contestó: "A ese ya le he metido siete balas en el
cuerpo, ese morirá solo".

»Los cadáveres en la zanja quedaban tendidos allí, en la misma posición


en que habían caído. Muchos de ellos aún vivían y los oficiales les disparaban
un tiro de gracia en la nuca.

»Por mi participación en la gran guerra y en las campañas de Francia y


Rusia he sido testigo de muchos hechos deplorables, pero no recuerdo jamás
haber sido testigo de algo parecido.»

Esta exposición de un comandante alemán podría ser completada por


centenares de otros testigos. En todo el Este, en las cercanías de todas las grandes
poblaciones tenían lugar fusilamientos en masa.

Que no se trataba de medidas incontroladas e irresponsables se deduce


claramente de la lectura de otro de los documentos presentados en Nuremberg:
el Diario del acusado Hans Frank, gobernador general de Polonia. El 6 de
febrero del año 1940, concedió Frank una entrevista al corresponsal Kleiss, del
Völkischen Beobachter. El fiscal soviético Smirnow leyó lo siguiente:

Kleiss: «Tal vez fuera interesante que nos explicara cuál es la diferencia
entre Protectorado y Gobierno general».

Frank: «No le puedo ofrecer una diferencia plástica. En Praga, por


ejemplo, pegaban unos grandes cartelones rojos en los que se decía que aquel
día habían sido fusilados siete checos. Y entonces yo me decía: Si en Polonia
hubiéramos de pegar un letrero ojo por cada polaco que es fusilado, no bastarían
los bosques de este país para suministrar todo el papel necesario».

Samuel Harris, fiscal de los Estados Unidos, explicó la teoría de la


despoblación mediante un documento muy importante:

—Se trata de un informe del 23 de mayo de 1941, es decir, un día antes de


la invasión de la Unión Soviética. Este documento fue encontrado en los
archivos del Alto Mando de la Wehrmacht y lleva por título: «Directrices
político-económicas para la organización económica Este, grupo Agricultura».

En este documento se dice que los productos agrícolas sobrantes en las


regiones de producción no deben ser destinados a las regiones carentes de
productor agrícolas, sino a Alemania:
«—La consecuencia de no suministrar productos agrícolas a las zonas
forestales, inclusive las zonas industriales de San Petersburgo y Moscú, será que
la población de estas regiones, principalmente la población de las ciudades,
pasará una época de mucha hambre. Muchos millones de seres habitantes de
estas zonas morirán o se verán obligadas a emigrar a Siberia».

Aquellos hombres, mujeres y niños que no eran muertos por la acción de


las unidades especiales o en el curso de la lucha contra las bandas de
guerrilleros, habían de morir de hambre de acuerdo con lo ordenado desde
Berlín. «Muchos millones de seres humanos»... Estas palabras constan en un
documento oficial alemán.

Doctor Alfred Thoma, defensor del acusado Alfred Rosenberg, rebatió


este cargo cuando sometió a contrainterrogatorio al testigo Bach-Zalewski:

—¿Cree usted que el discurso de Himmler, en el que exigía que fueran


muertos treinta millones de eslavos, representaba su punto de vista personal
sobre esta cuestión o concordia plenamente con el punto de vista de la filosofía
nacionalsocialista?»

Bach-Zelewski: «Ahora opino que era la consecuencia de nuestra política


en general. Cuando se predica durante muchos años, durante muchísimos años,
que la raza eslava es una raza inferior a la nuestra, que los judíos no deben ser
considerados como seres humanos, es lógico que llegue el día en que tenga lugar
esta explosión».

Doctor Thoma: «Ahora, ¿y cuál era su opinión en aquellos días?»

Bach-Zelewski: «Es difícil para un alemán llegar a este convencimiento.


Yo he tardado mucho tiempo en convencerme».

Doctor Thoma: «Pero usted además de tener unas ideas políticas muy
concretas, también tenía una conciencia, ¿no es verdad?»

Bach-Zelewski: «Por este motivo estoy hoy aquí».

—¡Traidor! —gritó Goering muy audiblemente, después de haber


pronunciado el testigo estas palabras.

Pero esto ya no podía cambiar los hechos.

Los prisioneros de guerra fueron primordialmente los que más sufrieron


las consecuencias de esta técnica de la despoblación. Esto se demuestra
claramente en la llamada Kommisarbefehl y alcanzó su punto más macabro en la
muerte por hambre. Bogislaw von Bonin, que de 1952 a 1955 trabajó activamente
en la organización del Ejército federal alemán, prestó en 1945 declaración ante el
Tribunal de Nuremberg. El fiscal Taylor leyó la declaración:

«Cuando empezó la campaña rusa yo era primer oficial de Estado Mayor


de la 17 División acorazada que había de atacar al norte de Brest-Litowsk, al otro
lado del Bug. Poco antes del ataque mi división recibió una orden del Führer,
transmitida por el Alto Mando de la Wehrmacht. En esta orden se decía que
todos los comisarios rusos que fueran hechos prisioneros de guerra habían de
ser fusilados sin juicio y sin contemplaciones de ninguna clase. Esta consigna
servía para todas las unidades destinadas al frente del Este. Aunque esta orden
había de ser transmitida incluso a las Compañías, el comandante en jefe del
XXXVII Cuerpo acorazado, general de las tropas acorazadas Lemelsen, prohibió
que se comunicara a la tropa esta orden, pues estaba en contradicción evidente
con el espíritu que, en todo momento, debe animar a los soldados en un frente
de combate».

La actitud de Lemelsen revela claramente el efecto que esta orden debía


producir entre la tropa, pero solo unos pocos comandantes en jefe tuvieron el
valor de Lemelsen. La orden de asesinar adquiría proporciones ilimitadas.

El testigo Erwin Lahousen, del Servicio Secreto, que estaba a las órdenes
del almirante Canaris, fue interrogado sobre este punto en Nuremberg por John
Harlan Amen.

Lahousen: «La orden comprendía dos clases de medidas que habían de ser
llevadas a la práctica, primero el fusilamiento de los comisarios rusos y luego la
muerte de todos aquellos elementos entre los prisioneros de guerra rusos que
serían seleccionados previamente por el SD y que eran los elementos
contagiados por el bolchevismo, o miembros activos del bolchevismo».

Amen: «¿Se decía quién había de ejecutar estas órdenes?»

Lahousen: «Sí, creo recordar que las unidades especiales del SD, que
había que seleccionar esos elementos en los campos de prisioneros de guerra y
proceder luego a su ejecución».

Amen: «¿Tiene la bondad de exponer ante el Tribunal el sistema que se


seguía para seleccionar a esos elementos y cómo se decidía cuál de los
prisioneros había de ser muerto?»

Lahousen: «Los prisioneros de guerra eran seleccionados por las unidades


especiales del SD de un modo completamente arbitrario. Algunos jefes de estas
unidades se guiaban por signos raciales, y claro, todos aquellos que tenían
rasgos judíos o daban la impresión de ser seres inferiores, eran condenados a
muerte. Otros, por el contrario, elegían para ser fusilados a aquellos prisioneros
de guerra que parecían ser los más inteligentes. Otros, tenían en cuenta otras
características.»

Después de esta declaración de Lahousen, fue presentado otro documento


que decía:

«El destino de los prisioneros de guerra soviéticos en Alemania es una


tragedia de dimensiones incalculables. De los tres millones seiscientos mil
prisioneros de guerra, solo unos centenares de miles han podido reanudar sus
trabajos habituales. La mayor parte de ellos están enfermos. Muchos murieron
de hambre. En la mayoría de los casos los comandantes prohibieron a la
población civil que suministrara víveres a los prisioneros y con ello los
condenaba a morir de hambre. En muchos casos, cuando los prisioneros de
guerra se desplomaban por las calles eran fusilados allí mismo por sus
guardianes ante el horror de la población civil. En numerosos campamentos no
se ocupaban de buscar alojamiento para los prisioneros de guerra, de modo que
estos habían de permanecer al aire libre aunque lloviese o nevase. Sí, incluso ni
siquiera les daban las herramientas necesarias para construirse zanjas en la
tierra para guarecerse del frío. Hemos de hacer mención además al fusilamiento
de los prisioneros de guerra. En muchos casos eran fusilados los "asiáticos"...»

Lo más sorprendente de este documento es su procedencia. ¡Se trata de


una carta que le escribió Alfred Rosenberg el 28 de febrero de 1942 a Wilhelm
Keitel!

Otro documento, procedente igualmente de Rosenberg, fue leído en el


proceso de Nuremberg:

«El racionamiento que recibe la población civil rusa no asegura su


existencia, sino simplemente le permite continuar vegetando. Por las carreteras
rusas vagan un sinfín de personas, que podríamos calcular en unos cuantos
millones, que no hacen otra cosa que vagar de un lado al otro en busca de
alimentos...»

Cómo se pudo llegar a este desprecio hacia las vidas ajenas se deduce de
las siguientes frases. El comisario del Reich, Erich Koch, responsable de la
Administración en Ucrania, dijo públicamente en Kiev:

«Somos un pueblo de señores que ha de tener en cuenta que el obrero


alemán más bajo es mil veces mejor, desde el punto de vista racial y biológico,
que cualquier exponente de la población local... Explotará este país hasta sus
límites... No he venido aquí para impartir bendiciones... La población ha de
trabajar, trabajar y trabajar... No hemos venido aquí, lo repito, a repartir
dádivas...»

Y Heinrich Himmler les dijo a sus generales de las SS, según un relato
taquigráfico que obraba en poder del fiscal americano Thomas J. Dodd:

«Me es completamente indiferente la suerte de los rusos y de los checos.


Si los demás pueblos llevan una vida de bienestar o se mueren de hambre, solo
me interesa en el sentido de que los necesitamos como esclavos para nuestra
cultura, aparte de esto no me interesan. Si en la construcción de unas defensas
antitanques mueren cientos de miles de mujeres rusas, solo me interesa por
saber si antes han terminado la construcción de la defensa, por lo demás, no me
interesa».

En esta relación hemos de incluir también la llamada Kugel-Erlass, que


ordenaba que todos los oficiales y suboficiales rusos prisioneros de guerra que
habían intentado emprender la huida debían ser llevados al campo de
concentración de Mauthausen para ser fusilados allí. Así como las órdenes
anteriores todavía establecían una diferencia entre el Este y el Oeste, la llamada
Nacht-und-Nebel Erlass afectaba a la población civil en todas las regiones
ocupadas. Esta orden era el aborto de una mente satánica y enfermiza.

—A continuación —comunicó el fiscal americano Robert G. Storey— voy


a presentar aquellos casos en que la Gestapo y el SD transportaban a Alemania a
personas civiles de las regiones ocupadas para procesos secretos y su castigo. Se
trata de la llamada Nacht-und-Nebel Erlass, que fue promulgada por Hitler el 7
de diciembre de 1941.

El documento mencionado lleva la firma del acusado Wilhelm Keitel, jefe


del Alto Mando de la Wehrmacht, y dice lo siguiente:

«Por voluntad del Führer, en las regiones ocupadas en que se realice un


atentado contra el Reich o las fuerzas de ocupación, se adoptarán frente a los
criminales unas medidas diferentes a las que están en vigor hasta la fecha. El
Führer declara lo siguiente. En estos casos las condenas a prisión, aunque sean a
cadena perpetua, las considera un signo de debilidad. Por este motivo, solo se
podrá conseguir una intimidación de la población civil y evitar futuros
atentados imponiendo la pena de muerte o adoptando medidas que hagan que la
población ignore la suerte que hayan podido correr los criminales. Para este fin
lo mejor es transportar a los elementos criminales a Alemania. Las precedentes
instrucciones corresponden plenamente con los deseos del Führer. Han sido
examinadas y autorizadas por él. Keitel».

Entre las instrucciones complementarias de esta orden, leemos:


«Algunas de las medidas a adoptar y que pueden causar una mayor
inquietud entre la población civil, son: a) hacer desaparecer sin dejar la menor
huella a los elementos criminales; b) no dar la menor información sobre el
paradero de los elementos criminales.»

Keitel (en el estrado de los testigos): «Comprendo perfectamente que el


hecho de que mi nombre aparezca firmando este documento es un cargo más
contra mi persona, aunque en el documento se lee claramente que se trata de una
orden del Führer.

»En todo momento presenté mis protestas contra esta orden y recuerdo
muy bien haber dicho que con esta orden se lograría perfectamente lo contrario
de lo que se pretendía con la misma. Pero no lo reconocieron así y me
amenazaron con ordenar al ministro de Justicia que dictara él esta ley en el caso
de que la Wehrmacht no estuviera dispuesta a dar su conformidad.

»La tragedia de esta orden está en el hecho de que en un principio fue


destinada única y exclusivamente a la Wehrmacht, pero luego se hizo extensiva a
todos, y fue adoptada especialmente por las fuerzas de la policía, hasta el punto
que había grandes campamentos de personas internadas como resultado de esta
orden.»

Sir David Maxwell-Fyfe (fiscal inglés): «Deseo que informe usted al


Tribunal de lo que en su opinión era lo peor cuando usted, tantas y tantas veces,
se vio obligado a actuar contra la voz de su conciencia.»

Keitel: «En muchas ocasiones me vi en situaciones parecidas a la anterior».

Sir David: «Deseo que las explique, señor acusado».

Keitel: «Tal vez, volviendo al principio, las disposiciones que fueron


dadas para la guerra en el Este, pues casi siempre estaban en contradicción con
las costumbres bélicas..., pero, sin ninguna duda, figura en primer lugar la
Nacht-und-Nebel Erlass, sobre todo por las consecuencias que tuvo
posteriormente y que para mí eran entonces desconocidas. Esta fue, sin duda, la
lucha más intensa que tuve que librar conmigo mismo».

Un símbolo terrible del desenfreno de todos los instintos malvados...


ordenado por Hitler y dirigido por Himmler... esta fue la suerte del pueblo checo
de Lidice.

—En otras muchas ocasiones —declaró el fiscal Smirnow— se repitió la


suerte de Lidice, incluso en formas más crueles todavía en las regiones de la
Unión Soviética, Yugoslavia y Polonia. Pero el mundo entero conoce el caso de
Lidice y nunca lo olvidará. La destrucción de Lidice fue decretada por los nazis
como represalia por la justa muerte del protector de Bohemia y Moravia,
Heydrich.

«El día 9 de junio de 1942 el pueblo de Lidice fue rodeado por los
soldados por orden de la Gestapo. Los soldados habían llegado en diez grandes
camiones procedentes de la población de Slany. Todo el mundo que quería
podía entrar en el pueblo, pero no dejaban salir a nadie. La Gestapo obligó a las
mujeres y a los niños a entrar en el colegio. El 10 de junio fue el último día de
Lidice y sus habitantes. Los hombres ya estaban encerrados en los sótanos y en
los establos de la familia Horak. Veían cómo se aproximaba su fin y esperaban
con serenidad. El sacerdote Sternbeck, un hombre de setenta y cinco años, los
confortaba con las palabras de Dios.

»En el patio de los Horak eran sacados cada vez diez hombres que eran
fusilados. Este asesinato en masa duró desde las primeras horas de la mañana
hasta las cuatro de la tarde. Más tarde se fotografiaron los verdugos de pie
delante de los cadáveres. 172 hombres y muchachos fueron fusilados el 10 de
junio de 1942 y siete mujeres de Lidice en Praga. Las restantes 195 mujeres
fueron internadas en el campo de concentración de Ravensbrück donde
murieron 42 como consecuencia de los malos tratos recibidos, siete fueron
condenadas a la cámara de gas y tres desaparecieron. Los niños de Lidice fueron
separados de sus madres. Noventa niños fueron destinados a Lodz, en Polonia, y
desde allí al campo de concentración de Gneisenau, en la región de Wartheland.
Hasta el momento no se han encontrado las huellas del paradero de estos niños».

Pero no solamente en el Este, sino por toda Europa era llevada a la


práctica la «técnica de la despoblación» de Hitler. Desde Noruega a Grecia,
desde Estonia hasta la frontera española ardían los pueblos y morían seres
inocentes.

Otro pueblo europeo, que igual que Lidice había de convertirse en un


símbolo, fue el pueblo francés de Oradour-sur-Glane. Lacónico, el general
alemán Von Brodowski anotó el 14 de junio de 1944 en su Diario:

«Declaran que han muerto unas 600 personas. Toda la población


masculina de Oradour ha sido fusilada. Las mujeres y los niños se habían
refugiado en la iglesia, que fue incendiada, por lo que también las mujeres y los
niños han perdido la vida.»

El informe oficial francés que presentó el fiscal francés Charles Dubost es


muy diferente.

—El sábado, 10 de junio, penetró en el pueblo una sección de las SS, que
con toda seguridad formaba parte de la división Das Reich destinada en aquella
región y ordenó a todos los habitantes que se concentraran en la plaza del
mercado. El pueblo había sido anteriormente cercado por los soldados alemanes.
Los hombres fueron invitados a formar grupos de cuatro o cinco personas y a
continuación estos grupos fueron encerrados en diferentes sitios. Las mujeres y
los niños fueron conducidos a la iglesia y encerrados allí. Poco después sonaron
disparos de ametralladora y todo el pueblo fue pasto de las llamas. Las casas
fueron incendiadas una detrás de otra.

»Las mujeres y los niños que olían el humo y oían las salvas estaban
terriblemente asustados. A las cinco de la tarde penetraron soldados alemanes
en la iglesia y colocaron sobre el altar una especie de caja de la que colgaban
varias mechas. Al poco rato el aire se hizo irrespirable, pero alguien logró abrir
la puerta de la sacristía, con lo que procuró un poco de alivio a las mujeres y
niños que se asfixiaban.

»Los soldados alemanes empezaron a disparar a través de las ventanas de


la iglesia, volvieron a entrar para rematar a los supervivientes y arrojaron al
suelo un material fácilmente inflamable. Solo una mujer se salvó. Se había
subido a una de las ventanas para huir cuando los gritos de una madre que le
quería confiar a su hijo llamaron la atención de un soldado que disparó contra
ella hiriéndola de gravedad.

»Salvó la vida haciéndose pasar por muerta.

»Hacia las seis de la tarde, los soldados alemanes detuvieron el tren que
pasaba cerca de la localidad y obligaron a bajar del tren a todos los viajeros que
iban a Oradour. Los mataron a todos con disparos de ametralladora y luego
incendiaron los cadáveres.

Cuando después de la matanza los habitantes de la región entraron en el


pueblo, se les ofreció un cuadro realmente espantoso:

»Cuando penetraron en la iglesia que se había casi derrumbado,


descubrieron restos humanos de niños mezclados con los maderos calcinados.
Un testigo distinguió a la entrada de la iglesia el cadáver de una mujer que
sostenía a su hijo en brazos y detrás del altar el cadáver de un niño de corta edad
que estaba arrodillado y otros dos niños, junto al confesionario, se abrazaban
fuertemente».

Este informe no fue redactado por el Gobierno francés después de la


guerra. Fue efectuado por el general francés Bridox, del Gobierno de Vichy, por
orden expresa de Berlín y entregado al comandante de las fuerzas alemanas en
Francia.
Lidice y Oradour... dos incidentes entre centenares de casos que fueron
expuestos en el curso del proceso de Nuremberg. Durante días y días fueron
enumerados las ciudades y pueblos que habían sufrido la misma o incluso una
suerte peor. Fueron llamados a declarar testigos que relataron la muerte de miles
y miles de seres inocentes.

—Fueron decenas de miles los ciudadanos de los países occidentales que


fueron ejecutados, sin previo juicio, solo como medida de represalia por unos
actos en los que no habían intervenido.

Con estas palabras el fiscal francés Charles Dubost hizo referencia a otra
serie de crímenes: el asesinato de los rehenes, ejecuciones que fueron realizadas
con el fin de atemorizar a la población civil pero que, en realidad, solo sirvieron
para intensificar el odio hacia el invasor y engrosar las filas de la resistencia.
Solo en Francia fueron muertos por los alemanes más de 29.660 rehenes. El fiscal
Dubost informó de las terribles escenas que precedieron a las ejecuciones.
Recordamos que estas personas pagaban con sus vidas los actos que habían sido
realizados por otros. Vamos a exponer solamente dos ejemplos de los muchos
existentes.

El 21 de octubre de 1941 fue publicado en el periódico francés Le Phare el


siguiente comunicado:

«Unos cobardes criminales, a sueldo de Londres y Moscú, han matado, la


mañana del 20 de octubre de 1941, al comandante de Nantes por la espalda. Los
criminales no han sido detenidos todavía. Como represalia por este crimen ha
sido ordenado el fusilamiento de cincuenta rehenes. En el caso de que los
asesinos no sean apresados antes de la noche del 23 de octubre de 1941 y
teniendo en cuenta la gravedad del crimen cometido, serán fusilados otros
cincuenta rehenes. Firmado: Stülpnagel.»

Estas ejecuciones fueron ordenadas y cumplidas.

En un informe del Gobierno real noruego, leemos:

«El 6 de octubre de 1942 fueron ejecutados diez ciudadanos noruegos


como represalia de un intento de sabotaje. El 20 de julio de 1944 fue ejecutado
un grupo de un campo de concentración. Su número es desconocido. No se sabe
el motivo de esta ejecución. Después de la capitulación alemana fueron
descubiertos los cadáveres de cuarenta y cuatro noruegos en una fosa común.
Todos ellos habían sido fusilados. Tampoco se conoce la causa de esta ejecución.
Nunca fue comunicada. No se cree que fueran llevados ante un tribunal. Fueron
muertos con tiros en la nuca o en los oídos. Las víctimas tenían las manos atadas
a la espalda».
Todas estas órdenes de fusilamiento de rehenes, que no fueron llevadas a
la práctica solamente por las SS y la policía, sino también por la Wehrmacht,
revelan el desprecio hacia las vidas ajenas que caracterizan, tan claramente, la
política de ocupación de Hitler. Mientras los soldados alemanes luchaban en
primera línea en el frente, las organizaciones de la policía y el Partido cuidaban
de «asegurar políticamente» la retaguardia, administrando las regiones ocupadas
según el punto de vista nacionalsocialista. Los hombres que se sentaban en el
banquillo de los acusados en Nuremberg, en el caso de que no quisieran
suicidarse, debían estar conformes con los objetivos de esta política. De todos
modos, existían pequeñas diferencias si se trataba de las regiones ocupadas en el
oeste o en el este de Alemania. Sobre este punto informó detalladamente el
acusado Seyss-Inquart, que fue jefe de la administración civil en el sur de
Polonia, así como también comisario del Reich en los Países Bajos. Cuando en el
año 1940 se despidió el gobernador general Hans Frank, le dijo:

—Me voy al Oeste y quiero ser sincero con usted. Con el corazón estoy
aquí, pues todo mi modo de pensar está dirigido hacia el Este. En el Este
tenemos que cumplir una misión nacionalsocialista, en el Oeste, por el contrario,
hemos de limitarnos a cumplir una función. En esto radica la diferencia.

Esta diferencia entre función y misión era solamente una cuestión de


matiz, pues el principio era el mismo. Para la política de Seyss-Inquart en
Polonia, al igual que en los Países Bajos, servía la consigna que les dio a sus
subordinados en Lublin en noviembre de 1939:

—Estimularemos todo lo que pueda serle útil al Reich e impediremos


todo aquello que pueda perjudicar al Reich.

¡Cuántas y cuántas cosas había que debían serle de utilidad al Reich!


Empezando por la confiscación de los bienes ajenos y el saqueo de los bienes
culturales, hasta obligar a la población polaca a realizar trabajos forzados y la
deportación de los judíos holandeses. Vamos a citar algunos ejemplos.

La oficina de Rosenberg trabajó de pleno acuerdo con la oficina de Seyss-


Inquart. En un informe sobre los bienes culturales que habían sido saqueados,
leemos:

«El valor material de estas bibliotecas solo se puede calcular de un modo


aproximado, pero se puede valorar en unos 30 a 40 millones de marcos
alemanes».

El 18 de mayo de 1942, Seyss-Inquart firmó un decreto imponiendo


castigos colectivos a aquellas ciudades holandesas que dieran cobijo a elementos
de la resistencia. La explotación económica alcanzó el grado máximo durante su
mandato. En el año 1943 mandó confiscar los productos textiles y de uso
doméstico para beneficio de la población alemana. Fueron confiscados también
los bienes de todas aquellas personas de las que se sospechaba se habían hecho
responsables de actividades contra el Reich. Durante su reinado, Seyss-Inquart
mandó a medio millón de holandeses a cumplir trabajos forzados en Alemania.
Solo una parte muy pequeña de estos eran voluntarios.

Las consecuencias más terribles de esta política las pagaron los judíos.
Para hacer más comprensible la sentencia que el Tribunal dictó contra él, vamos
a citar solamente algunos puntos. En su libro, Cuatro años en los Países Bajos,
escribió Arthur Seyss-Inquart:

«A los judíos no los consideramos holandeses. Se trataba de unos


enemigos con los cuales no podemos concertar un armisticio ni firmar un tratado
de paz. No existe para mí otra solución que resolver todo este asunto con
medidas policíacas. Aniquilaremos a los judíos allí donde nos tropecemos con
ellos y todos los que les ayuden pagarán las consecuencias. El Führer ha dicho
que los judíos no tienen nada que hacer en Europa y nosotros acatamos
plenamente esta orden del Führer».

Por orden especial de Seyss-Inquart, de los 140.000 judíos que habitaban


en Holanda, 117.000 fueron deportados al este de Europa. Entre estos judíos se
hallaba una muchacha cuyo Diario, escrito mientras se ocultaba de la policía
alemana, conmovió profundamente a todo el mundo: Anna Frank, que murió en
Bergen-Belsen.

La política de la despoblación no se limitó, tal como ha sido demostrado


en muchas ocasiones, a los judíos. Esta política no se detenía ante nadie ni nada.
Y esto se hace extensivo también para el protectorado de Bohemia y Moravia, la
primera región en donde se llevó a la práctica la política de despoblación
nacionalsocialista. Un documento, leído en Nuremberg, hace responsable a
Constantin von Neurath, protector del Reich para Bohemia y Moravia hasta el
año 1941. Se trata de una orden secreta del 15 de octubre de 1940, que hace
referencia a la política a seguir en el Protectorado:

«El protector del Reich presenta tres posibles soluciones:

»a) Repoblación de Moravia con elementos alemanes y concentración de


los hechos en una parte de Bohemia. Esta solución no es satisfactoria, pues
aunque visiblemente reducido, continúa patente el problema checo.

»b) Para una solución total, es decir, la deportación de todos los checos,
hay muchos factores en contra. Esta es una solución que no podría realizarse en
un próximo futuro.
»c) Asimilación de los elementos checos, o sea desperdigar la mitad de la
población checa por el interior de Alemania. La otra mitad ha de estar
desprovista de todo poder e influencia. Aquellos elementos que se opongan a
una germanización deben ser eliminados...»

Dado que la política administrativa de Constantin von Neurath se le


antojaba demasiado condescendiente a Hitler, le sustituyó en el año 1941 por el
jefe del SD, Reinhard Heydrich. Este hecho y también el que Von Neurath
intercediera en favor de los checos que habían sido detenidos por el motivo por
cual solo fue condenado a quince años de prisión.

Casi todos los gobernadores generales, comisarios del Reich, o como se


hicieran llamar los plenipotenciarios de Hitler en las regiones ocupadas, trataron
de defenderse alegando que el régimen de terror había partido en todo momento
de la policía de seguridad de Himmler y del SD. El Tribunal tomó nota de estos
descargos, pero no como limitación de la responsabilidad que incumbía a los
acusados en las regiones ocupadas. Apenas existe ningún documento o
declaración de testigos, relacionado con la policía alemana en las regiones
ocupadas que no exprese, con toda evidencia, la criminalidad de las
organizaciones de Himmler. Estas acusaciones eran dirigidas ahora contra Ernest
Kaltenbrunner, que ocupaba en el banquillo de los acusados el lugar que le
correspondía al suicida Himmler. Pero también Kaltenbrunner había cargado
con una inmensa responsabilidad: era el hombre que en su cargo de jefe de la
policía de Seguridad del Reich, había administrado en el país y en el extranjero
el aparato de Himmler y había firmado muchas órdenes de asesinato.

Una carta de la Policía de Seguridad y del SD dirigida al distrito de


Radom, fecha 19 de julio de 1944, revela la inconcebible crueldad de las órdenes
que se dictaban. Esta carta dice lo siguiente:

«El Reichführer-SS ha ordenado, de acuerdo con el gobernador general,


que en todos aquellos casos en que se cometan atentados o intentos de atentado
contra alemanes, sabotajes o intentos de sabotaje contra instalaciones vitales, no
solo deben ser fusilados los criminales apresados, sino que deben ser ejecutados
igualmente todos los miembros varones de su familia, y las mujeres de más de
dieciséis años de edad, deben ser enviadas a un campo de concentración».

El gobernador general mencionado en esta carta era el acusado Hans


Frank, jefe de la Administración civil en las regiones ocupadas de Polonia. A la
acusación no se le presentaron dificultades de ninguna clase en este caso
concreto. Su Diario de guerra, que comprendía treinta y ocho tomos, constituía
una auténtica acusación contra él mismo. El fiscal americano William H.
Maldwin comentó:
—Es incomprensible para una persona de conciencia normal que haya
alguien capaz de redactar por escrito esta pulcra y meticulosa historia de
asesinatos, hambre y exterminio en masa.

Respetando la consigna de «Polonia debe ser tratada como una colonia, y


los polacos serán los esclavos del Imperio alemán», reinaba Frank con poderes
absolutos en su región de mando. Un monarca absoluto, un tirano y un asesino
al mismo tiempo. Frank explicó el 8 de marzo de 1940 a sus jefes de sección, su
posición.

«No existe en este Gobierno general una autoridad superior en rango más
fuerte por su influencia que el de gobernador general. Tampoco la Wehrmacht
ejerce aquí ningún poder de mando o de autoridad. Se limita, en este caso, a sus
funciones militares y de seguridad. No posee ninguna autoridad. Y lo mismo se
puede decir respecto a la policía y las SS. No existe aquí ningún Estado dentro
del Estado. Nosotros somos los únicos representantes del Führer y del Reich».

Sus discursos y sus Diarios fueron una acusación más contra él. Frank les
dijo en el mes de diciembre de 1940 a los jefes de sección:

«En este país hemos de gobernar con mano muy dura. Los polacos han de
convencerse de que no estamos dispuestos a andarnos con finezas y que lo único
que han de hacer es cumplir con su deber y obligaciones, o sea, trabajar y ser
buenos muchachos...»

El 14 de enero de 1944 hizo la siguiente terrible anotación en su Diario:

«Cuando hayamos ganado la guerra, si de mí depende, pueden convertir


en picadillo a los polacos y a los ucranianos y a todos los demás. Que hagan
entonces lo que mejor les parezca».

Pero Frank ya hizo, durante la guerra, lo que mejor le parecía. La


confiscación de toda clase de bienes, el terror y los trabajos forzados eran las
consignas de su Gobierno. La población civil polaca vivía en unas condiciones
infrahumanas. Frank lo anotaba todo cuidadosamente en su Diario:

«El doctor Waldbaum ha hablado sobre el estado de salud de la población


polaca. La investigación ha dado como resultado que la población recibe
solamente unas 600 calorías por día».

Esto ocurría en el año 1941, cuando apenas había comenzado la guerra. Un


año más tarde, el 24 de agosto de 1942, declaró Frank delante de sus
subordinados:
«Antes de que el pueblo alemán padezca hambre, habrán muerto de
hambre los habitantes de las regiones ocupadas. El Gobierno general se ha
comprometido a entregar, además de aquellos víveres que ya suministramos a la
patria y a las unidades de la Wehrmacht, Policía y SS, destinadas a esta región,
otras 500.000 toneladas de trigo para la patria. Es decir, comparados con los
suministros del año anterior, mandaremos este año a la patria seis veces más».

El 18 de agosto de 1942, Frank celebró una entrevista con el


plenipotenciario alemán para las cuestiones de trabajo, Fritz Sauckel. Dijo en
aquella ocasión:

«Me alegro, camarada Sauckel, de poderle comunicar que hemos


destinado a 800.000 obreros al Reich. Últimamente ha solicitado usted que le
mandáramos otros 140.000 obreros. Pero este será el límite, pues en el caso de
precisar usted un mayor número de obreros, será necesaria la intervención de la
policía».

Con estas palabras se inició en Nuremberg el capítulo de los obreros


extranjeros destinados a trabajos forzados y que concernía gravemente a los
acusados Sauckel, Frank, Kaltenbrunner y Speer.

Este problema es un caso único en la historia de la humanidad. Al frente


del mismo figura el acusado Fritz Sauckel, que el 21 de marzo de 1942 recibió la
orden de «colocar bajo un control unificado toda la mano de obra disponible,
inclusive los obreros en el extranjero y los prisioneros de guerra». En la
sentencia leemos:

«Las pruebas presentadas demuestran que Sauckel cargó con toda la


responsabilidad de este programa, que tuvo como consecuencia la deportación
de más de cinco millones de seres humanos que fueron destinados a trabajos
forzados, padeciendo muchos de ellos penalidades y crueldades sin fin».

Este horrendo programa ya fue previsto antes de la guerra. Hitler declaró


el 23 de mayo de 1939, durante el curso de una entrevista con Goering y Raeder:

«Si el destino nos obliga a una guerra con Occidente, es conveniente


entonces disponer de un gran espacio libre con el Este. La población de las
regiones no alemanas, no llevará las armas, sino que, al contrario, habrán de
trabajar intensamente para nosotros».

Con un fanatismo casi patológico, el Gauleiter Sauckel puso manos a la


obra. Cuatro meses después de haberle sido confiada esta misión y haber sido
nombrado plenipotenciario para las cuestiones de trabajo, ya informaba a Hitler
y Goering en una carta:
«Después de celebrar conversaciones con las autoridades pertinentes y en
vista de que para cubrir la creciente demanda de mano de obra en la industria
del armamento y de la alimentación se hacía imprescindible el reclutamiento de
1.600.000 obreros, consideré como el punto principal de mi programa reclutar
este número de obrero en el plazo de tiempo más corto. El 14 de julio de 1942 ya
he rebasado la cifra que me había fijado de 1.600.000 obreros».

«No quiero alabar al Gauleiter Sauckel —declaró una semana más tarde
Goering—, pues no tiene necesidad de alabanzas. Pero lo que él ha hecho en este
plazo de tiempo tan corto, el haber reclutado un número tan elevado de obreros
en todos los países de Europa para destinarlos a trabajar a nuestras fábricas,
constituye una hazaña única».

Entre los 1.600.000 obreros que había reclutado Sauckel, casi un millón
procedían del Este y más de 200.000 eran prisioneros de guerra rusos. El 15 de
abril de 1943 anunció Sauckel a Hitler que otros 3.600.000 obreros extranjeros
habían sido destinados a trabajar en las fábricas alemanas, además de otros
1.600.000 que eran prisioneros de guerra. Las fábricas de guerra alemanas
trabajaban ahora con un cuarenta por ciento de obreros extranjeros, procedentes
de catorce países. Y Sauckel declaró el 1.º de marzo de 1944:

«De los cinco millones de obreros extranjeros que han llegado a


Alemania, solo unos 200.000 lo han hecho voluntariamente.»

Tras estas cifras se ocultan tragedias casi inconcebibles. Sauckel explicó


orgulloso que sus agentes habían recurrido a todos los medios imaginables para
obligar a los obreros extranjeros a trabajar en Alemania.

El Gobierno de los Países Bajos mandó un informe al Tribunal de


Nuremberg que decía entre otras cosas:

«En noviembre de 1944 iniciaron los alemanes una campaña para reclutar
el máximo de obreros holandeses para trabajar en las fábricas del Reich.
Cercaban barrios enteros y deportaban a todos los hombres que lograban
apresar».

En el Este ya había comenzado mucho antes esta batida en busca de


obreros. En el Este actuaron, desde un principio, sin escrúpulos ni miramientos
de ninguna clase.

«Una batida humana salvaje y violenta, en las ciudades y en el campo, en


las calles, estaciones, e incluso en las iglesias y viviendas particulares, una
acción que tiene atemorizada a toda la población civil», escribió el jefe del
Comité ucraniano profesor Wolody Kubijowytsch, en febrero de 1943, al
gobernador general Frank. El profesor comentaba en la misma carta que había
confiado que los alemanes no tratarían, tal como hacían, a los ucranianos como
enemigos. Informaba que la policía alemana había violado, incluso, el santuario
ucraniano, la catedral de San Jorge, en Lemberg, lo que ni siquiera habían osado
los bolcheviques, en tiempo de la revolución.

El 21 de diciembre de 1942, el ministro del Reich para las regiones


ocupadas del Este, Alfred Rosenberg, escribió una carta a Sauckel, en que le
rogaba insistentemente que en el «reclutamiento no se usaran medidas que
luego le pudieran ser reprochadas a él y a sus colaboradores». Pero esta carta
logró salvar a Rosenberg de la horca, pues su protesta escrita no tuvo el menor
efecto. Pero lo curioso en este caso es que lo que dio origen a esta carta de
Rosenberg, fue la carta de una rusa, que capturó la censura alemana y entregó a
Rosenberg. Esta carta decía:

«El primero de octubre tuvo lugar otra redada de obreros. Voy a contarte
lo más importante de todo lo sucedido. No se puede concebir tanta bestialidad.
Recordarás perfectamente lo que nos contaban durante el dominio de los
polacos sobre los soviets, pues todo lo que ocurre es tan increíble como entonces
y tampoco queríamos creerlo. Publicaron la orden de que se necesitaban
veinticinco obreros, pero no se presentó ninguno pues todos habían huido.
Llegó la gendarmería alemana y prendió fuego a las casas de todos los fugitivos.
El incendio se hizo muy violento, pues hacía muchos meses que no llovía. Ya
puedes imaginarte lo ocurrido. Les prohibieron apagar los incendios, apalearon
y detuvieron a todos los que encontraban y como consecuencia fueron
destruidas sus fincas. Los gendarmes prendieron también fuego a otras casas, las
mujeres y los ancianos se dejaban caer de rodillas ante ellos y les besaban las
manos, pero los gendarmes les golpeaban con sus porras y amenazaban con
prender fuego a todo el pueblo».

Esta carta de una rusa del pueblo de Bielosirka fue la que instó a
Rosenberg a escribirle su carta a Sauckel. Ya unos meses antes había sido
informado Rosenberg de este estado de cosas, según se desprende del Asunto
Secreto del 25 de octubre de 1942 que fue firmado por el director ministerial
Otto Bräutigam del Ministerio del Este:

«Fuimos testigos de la grotesca escena que después de condenar a la lenta


muerte por hambre, de la noche a la mañana, hubieron de reclutarse millones de
obreros en los países del Este para llenar los vacíos que se iban creando en
Alemania. Ahora el papel de alimentar aquellos seres carecía ya de toda
importancia. En el infinito desprecio a los esclavos fueron empleados unos
métodos que solo tienen precedentes en la peor época del tráfico de esclavos.
Fue iniciada una auténtica batida humana. Los hombres eran transportados a
Alemania sin tener en cuenta su estado de salud ni su edad...»
Sobre las condiciones tan trágicas en que vivían los trabajadores del Este
informó el director de la fábrica de locomotoras Krupp en Essen Hupe, el 14 de
marzo de 1942:

«Durante estos últimos días hemos tenido ocasión de comprobar que la


alimentación de los rusos que trabajan en nuestras fábricas es tan mísera, que
esos hombres están cada día más débiles. De todo esto resulta que los obreros ya
no están capacitados para cumplir los trabajos que se les confían, porque no
tienen fuerzas para realizarlos. Ocurre lo mismo en muchos otros lugares de
trabajo, donde han sido empleados obreros rusos».

Lo más probable es que este estado de cosas hubiese ido empeorado


paulatinamente y hubieran sido muchos más los que hubiesen muerto de
hambre si Albert Speer no hubiera logrado imponer su voluntad de que «la
mano de obra había de ser alimentada decentemente si se quería que diera
rendimiento». Como ministro del Reich para el Armamento, Speer trabajaba en
estrecha colaboración con Sauckel. En realidad, resulta que Speer le indicaba a
Sauckel el número de trabajadores de que tenía necesidad y Sauckel los
destinaba a los lugares de trabajo que le eran señalados por Speer. Pero este solo
fue condenado a veinte años de cárcel, pues el Tribunal tuvo en cuenta su firme
actitud frente a Hitler.

Sin embargo, no cabe la menor duda de su responsabilidad en el


programa de reclutamiento de la mano de obra extranjera. Las relaciones entre él
y Sauckel se adivinan claramente del protocolo de una entrevista celebrada el 4
de enero de 1944 en el Cuartel general del Führer. Además de Hitler estaban
presentes: Sauckel, Speer, Keitel, Milch, Himmler y Lammers, que actuó como
secretario. En primer lugar, Hitler preguntó cuántos obreros hacían falta.

«GBA (plenipotenciario para el trabajo) Sauckel declaró que para


continuar el ritmo actual de producción habría de reclutar, en el año 1944, por lo
menos dos millones y medio de obreros, aunque lo más probable es que fueran
tres millones, pues en caso contrario se experimentaría un descenso en la
producción. El ministro del Reich, Speer, declaró que necesitaba otros 1.300.000
obreros. Sauckel afirmó entonces que haría todo lo que estuviera en su poder
para reclutar este número de obreros, pero que esto dependía en gran parte del
poder ejecutivo. El Reichsführer SS prometió hacer todo cuanto estuviera de su
parte...»

Himmler hizo todo lo que pudo. Ordenó a sus comandos que hasta aquel
momento habían sido destinados a matar en masa, que trabajaran desde aquel
momento única y exclusivamente en el programa del reclutamiento de obreros
extranjeros. Esto se deduce de una orden del jefe de la Policía de seguridad y del
SD en Tschernigow, SS-Sturmbannführer Christensen, a sus subordinados:
«En vista de la actual situación política, y sobre todo de la industria del
armamento en la patria, hemos de subordinar las medidas policíacas de
seguridad al reclutamiento de mano de obra para Alemania. Ucrania ha de
proporcionar, en un plazo de tiempo muy breve, un millón de obreros para
trabajar en la industria del armamento. De nuestra región han de partir
diariamente quinientos hombres con destino a Alemania. Para lograr esto damos
las siguientes instrucciones:

»1. Limitar en lo posible las acciones policíacas.

»2. Apoyar lo máximo posible las actividades de las oficinas de


reclutamiento de trabajo, pues no siempre será posible renunciar a medidas de
fuerza.

»3. Se prohíbe el fusilamiento de niños».

Pero, para que los especialistas en la despoblación no se vieran


defraudados en la misión que se les había confiado, la orden terminaba con la
siguiente explicación:

«Si hoy imponemos unos límites a nuestras actividades propias, es


solamente con el objetivo de suministrar el mayor número posible de obreros a
Alemania. No obstante, debe procederse en cada caso con la mayor energía, pues
los eslavos podrían aprovecharse de esta aparente debilidad nuestra...»

En lugar de ser enterrados en las fosas comunes, aquellos desgraciados


eran deportados en masa a Alemania. Para muchos, esta deportación
representaba la muerte lejos de su patria.

El doctor Wilhelm Jaeger, jefe médico de los campos de trabajadores


extranjeros en las fábricas Krupp, declaró en Nuremberg:

«Las condiciones en todos los campamentos eran muy malas. La comida


que recibían los trabajadores del Este era insuficiente. La falta de calzado hacía
que muchos obreros, incluso en invierno, tuvieran que ir descalzos. Las
condiciones sanitarias eran especialmente malas. El número de los obreros del
Este que enfermaban era más del doble del de los trabajadores alemanes.
Morían como moscas. El campamento en la Nöggerathstrasse presentaba unas
condiciones altamente deplorables. Los obreros vivían en barracones
construidos por ellos mismos.»

El siguiente documento, presentado en Nuremberg, decía:

«A diario yo examinaba diez o doce hombres que presentaban evidentes


señales en su cuerpo de haber sido apaleados. Sufrían horrendos dolores sin que
yo pudiera aliviárselos con medicamentos de ninguna clase. A veces, los muertos
permanecían durante dos o tres días en sus camastros de paja, hasta que sus
compañeros los sacaban y los enterraban».

Todos ellos, los inocentes rehenes y los prisioneros de guerra y los


trabajadores forzados asesinados y muertos de hambre, los pueblos diezmados y
las razas que fueron liquidadas y exterminadas, constituyen la serie de víctimas
de aquella política de despoblación que Hitler y sus secuaces llevaron a la
práctica con un éxito tan evidente en las regiones ocupadas.

6. La exterminación de los judíos

El intento de Hitler de exterminar a los judíos de Europa tuvo amplia


resonancia en Nuremberg. Prácticamente no hubo ningún representante del
Tercer Reich en el banquillo de los acusados que, por lo menos, no tuviese una
parte de culpa en este horrendo programa de destrucción, una culpabilidad que
pudo ser demostrada sin ninguna clase de dudas. El antisemitismo del Partido
no era académico, exigía acción y encontró suficientes mercenarios y verdugos
para llevarlo a la práctica.

La historia de la persecución de los judíos en el Tercer Reich está repleta


de horrores y crímenes inconcebibles cuya enormidad hasta la fecha le ha sido
ocultada al pueblo alemán. Empezó todo de un modo inofensivo y terminó con
la muerte de cuatro o cinco millones de seres humanos. La ruta que habían de
seguir Hitler y sus compañeros ya había sido fijada en el programa del Partido
nacionalsocialista del mes de febrero de 1920. Leemos: «Solo pueden ser
ciudadanos los elementos nacionales y de estos solo pueden ser los que tengan
sangre alemana, sin consideración a su fe religiosa. Por consiguiente, ningún
judío puede ser ciudadano alemán».

Cuando subieron al poder, trataron de llevar a la práctica los medios


«legales» del programa del Partido. Numerosas disposiciones coartaban los
derechos de los judíos alemanes. Los judíos emigrados fueron desposeídos de
todos sus derechos. Los judíos no podían casarse con mujeres «arias», no tenían
derecho a voto, no podían ejercer determinadas profesiones y tampoco usar
ciertos medios de locomoción públicos. Solamente les estaba permitida una
cosa: pagar elevados impuestos y multas.

Pero esto no era todo. Organizaron el populacho uniformado en los años


del 1933 al 1938, incendiaron las sinagogas, boicotearon los comercios judíos,
apalearon y mataron a los judíos por las calles y en sus casas. Las medidas contra
los judíos eran cada vez más severas. De los quinientos mil judíos que vivían en
Alemania, alrededor de doscientos mil emigraron antes de comenzar las
hostilidades. Los que se quedaron en la patria comprendieron muy pronto que
ya no se trataba de salvar el hogar, la familia y los amigos, sino que era su propia
vida lo que estaba en juego.

En su discurso ante el Reichstag, del 30 de enero de 1939, Hitler se expresó


con una claridad diáfana:

—Si el judaísmo capitalista internacional, dentro y fuera de Europa,


consiguiera sumir de nuevo a los países del mundo en una guerra mundial,
entonces, el resultado no será la bolchevización del mundo y con ello el triunfo
del judaísmo, sino el exterminio de la raza judía en Europa.

Hitler no tenía, entonces, todavía una idea clara de cómo alcanzaría su


objetivo, a pesar de que ya en el año 1933 se había lamentado en su libro Mi
lucha:

«¡Si al comienzo de la guerra de 1914 hubiesen matado a unos doce o


quince mil de estos criminales judíos!»

Tal vez simpatizaba durante algún tiempo con el plan expuesto por el
acusado Hjalmar Schacht de deportar a todos los judíos alemanes a la isla de
Madagascar. Este plan fue anulado de un modo definitivo en el año 1942. En
aquella fecha, el jefe de sección Franz Rademacher dio nuevas instrucciones a
las oficinas del Ministerio de Asuntos Exteriores:

«La guerra contra la Unión Soviética nos ha proporcionado la posibilidad


de poder contar con otros territorios para la solución final. Por consiguiente, el
Führer ha ordenado que los judíos no sean deportados a Madagascar, sino hacia
el Este.»

Hitler repitió otras cinco veces el párrafo citado anteriormente. Es la clave


de los crímenes que llevó a la muerte a millones de seres humanos bajo la
consigna de solución final. Una semana antes del discurso ante el Reichstag, el
24 de enero de 1939, el SS-Gruppenführer Reinhard Heydrich fue encargado por
el mariscal del Reich Goering, de organizar «la emigración judía». El 31 de julio
de 1941 fue ampliada esta orden de Goering adaptando las formas de «solución
final». Ahora que ya estaba en manos de un asesino profesional, el exterminio
de la raza judía podía realizarse de un modo sistemático. Todo lo que les había
ocurrido a los judíos hasta aquel momento era solamente el preludio de los
horrendos crímenes que habían de seguir. Mientras las tropas alemanas
recorrían Europa en su marcha triunfal y la victoria final parecía estar al alcance
de las manos de los alemanes, miles de especialistas trabajaban en busca de la
solución final y aniquilaban, adoptando para ello los métodos más racionales,
millones de seres humanos. Goering destacó en Nuremberg repetidas veces no
haber adoptado una posición radical frente a los judíos. Pero los hechos
ofrecieron un cuadro muy diferente. El nombre de Goering aparece siempre
ligado a la orden de la «solución final» y surge en todos aquellos casos en que se
emprende algo contra los judíos. La reunión convocada por Goering, el 12 de
noviembre de 1938, en el curso de la cual les fue impuesta a los judíos una multa
por valor de mil millones de marcos alemanes, revela el acusado antisemitismo
de Goering. Exigió un uniforme para los judíos y su concentración en ghettos. Al
final, dijo a los presentes las siguientes palabras proféticas:

—Si el Reich alemán se ve embarcado en un futuro próximo en conflictos


internacionales, es evidente que nosotros, en Alemania, nos dedicaremos, en
primera instancia, a saldar nuestras cuentas con los judíos.

Sin embargo, en Nuremberg negó Goering haber tenido conocimiento de


lo que ocurría en los campos de concentración. El fiscal inglés, sir David
Maxwell-Fyfe, insistió tenazmente sobre este punto:

—¿Pretende afirmar ante este Tribunal que usted, el segundo hombre en


el Reich, no estaba al corriente de lo que ocurrían en los campos de
concentración?

Goering (textualmente): «No supe nada de lo que ocurría en los campos de


concentración desde el momento en que estos dejaron de pertenecer a mi
jurisdicción».

Sir David: «Ha dicho usted que diversos representantes de sus oficinas
estuvieron destinados en las regiones del Este y vio usted las películas sobre los
campos de concentración, unas películas que han sido presentadas aquí. Sabe
usted que millones de prendas de vestir, millones de zapatos, 20.952 kilogramos
de anillos de boda de oro, 35 vagones de ferrocarril, fueron destinados al Reich.
Todos estos objetos pertenecían a hombres y mujeres muertos en los campos de
concentración de Majdanek y Auschwitz. ¿Nunca, durante todo el tiempo que
dirigió usted el Plan Quinquenal, le informaron a usted de la procedencia de
estos materiales? ¿Recuerda usted al testigo que declaró que los verdugos de su
amigo Himmler fueron tan meticulosos que les bastaban cinco minutos para
matar a una mujer, ya que antes le habían de cortar el pelo, que servía para
fabricación de colchones? ¿Jamás le informaron a usted de la procedencia de
estos materiales?»

Goering: «No, y le pregunto, ¿por qué había de ser informado de estos


detalles? Yo establecía unas directrices generales para la industria alemana, y,
como es lógico, no podía ocuparme de la fabricación de colchones ni si se habían
recuperado unos millones de zapatos usados. Además, protesto contra las
palabras "su amigo Himmler".»

Sir David: «Está bien, diremos entonces su "enemigo Himmler", o


sencillamente "Himmler". Sabe usted a quién me refiero, ¿no es cierto?»

Goering: «Sí».

Es un hecho irrebatible que hasta mediados del año 1941 no se procedió


de un modo sistemático a la matanza de judíos. El motivo lo hallaremos, con
toda probabilidad, en que el Gobierno alemán todavía pretendía hacer caso de la
opinión pública mundial, sobre todo, en lo que pudieran decir en Rusia y en
América. Pero cuando estas dos naciones se encontraban en estado de guerra con
Alemania, entonces se dedicaron, con todos los medios a su disposición, a llevar
a la práctica la «solución final».

Desde luego, la suerte de los judíos que ya estaban en manos de los


nacionalsocialistas era trágica. En condiciones inhumanas fueron deportados los
judíos alemanes al recién creado Gobierno general de Polonia. Los judíos de
Viena, por ejemplo, fueron destinados a la región de Lublin. Baldur von
Schirach se vanaglorió el 14 de septiembre de 1942:

—Si me hicieran el menor reproche porque de esta ciudad, que antaño era
considerada como la metrópoli del judaísmo, he destinado cientos de miles de
judíos al ghetto del Este, contestaría: Sí, en efecto, lo considero como una
contribución activa a la cultura europea.

Muchos judíos no llegaron a su lugar de destino. Murieron de hambre o


de enfermedades por el camino. También los judíos que residían en el Gobierno
general fueron destinados de un lado a otro. Frank tenía la idea de convertir
algunas ciudades, como Cracovia, por ejemplo, en ciudades alemanas, es decir,
que allí no había de vivir ningún judío. Esto se podía conseguir únicamente
concentrando a los judíos en ghettos. Esta idea surgió por primera vez en
declaraciones confidenciales del Ministerio de Rosenberg, declaraciones que
muchos años más tarde fueron leídas en Nuremberg:

«Uno de los principales objetivos de las medidas alemanas debe ser aislar
a los judíos del resto de la población.»

En mayo de 1941, publicó el ministro del Reich para las regiones ocupadas
del Este unas disposiciones que empezaban con las siguientes palabras:

«La cuestión judía hallará una feliz solución con la expulsión de los
judíos de todas las profesiones y oficios y con la creación de ghettos...»
Estos ghettos ofrecían la ocasión para los que residían en ellos de morir de
hambre. Millones de seres humanos veían cómo sus vidas se convertían en
verdaderos infiernos. En el siguiente capítulo hablaremos del ghetto de
Varsovia, con el cual reflejaremos un ejemplo característico de todos los demás
ghettos. Aquí hablaremos solamente de los detalles de lo que les sucedía a los
judíos antes de ser mandados al ghetto y después a las cámaras de gas. Solo la
Aktion Reinhardt, este horrendo crimen de la expropiación y aniquilamiento de
los judíos en el Gobierno general bajo la dirección del SS-Obergruppenführer
Odilo Globocnik, aportó beneficios de más de ciento ochenta millones de
marcos.

El sistema de la muerte por hambre en los ghettos se reveló como


demasiado lento. En marzo del año 1942 empezaron las llamadas selecciones,
consistentes en la elección de aquellos judíos ¯sobre todo en los cincuenta y
cinco ghettos del Gobierno general¯, que no estaban en condiciones de trabajar
en las fábricas alemanas. Sus vidas terminaron en las cámaras de gas de
Auschwitz o en las fosas comunes de las cuatro unidades especiales. Todas estas
medidas de violencia tienen su origen en la tristemente célebre Conferencia de
Wannsee, del 20 de enero de 1942. Heydrich convocó esta «reunión
interministerial» para señalar las jurisdicciones de todos los que habían de
intervenir en la acción de coordinar la solución final. Bajo la presidencia de
Heydrich se reunieron, en aquella ocasión: las SS y la policía, un representante
de Frank, el gobernador general de Polonia, el jefe de la Gestapo Heinrich
Müller y su «especialistas en el problema judío» SS-Obersturmbannführer Karl
Adolf Eichmann, el Gauleiter Alfred Meyer del Ministerio de Rosenberg para
las regiones ocupadas del Este, el secretario de Estado doctor Wilhelm Stuckart
del Ministerio del Interior de Frick, el secretario de Estado Ernest Neumann del
Ministerio del Aire de Goering, el subsecretario de Estado Martin Luther del
Ministerio de Asuntos Exteriores de Ribbentrop, el secretario de Estado doctor
Roland Freisler del Ministerio de Justicia...

El sumario de esta reunión, que más tarde fue firmada por el secretario de
Estado de Ribbentrop, Ernest Freiherr von Weizsaecker, comprende todo lo que
les dijo Heydrich sobre «la solución final» a sus oyentes: El punto uno hace
referencia a la lista de los asistentes a la reunión. El dos empieza con las
siguientes palabras: «El jefe de la Policía de seguridad y del SD, SS-
Obergruppenführer Heydrich, informó de las instrucciones recibidas del
mariscal del Reich para iniciar los preparativos para la solución final del
problema judío en Europa».

La introducción al Apartado 3 dice: «En lugar de la emigración, y previa la


autorización del Führer, se cuenta hoy con una nueva posibilidad de evacuar los
judíos al Este. Esta solución, de carácter temporal, permitirá, sin embargo,
conseguir las experiencias necesarias con vistas a la solución final del problema.
Esta solución afectará a unos once millones de judíos».

Y sigue una exacta redacción que permite reconocer qué fantasiosos eran
los hombres que se ocupaban de estos problemas. En la lista de los condenados a
muerte figuran 330.000 judíos de Inglaterra, 4.000 de Irlanda, 18.000 de Suiza y
6.000 de España. Y mientras discutían cómo podrían eliminar a estos millones de
judíos, no se les ocurre pensar que para proceder a esta acción habían de ganar
antes la guerra. De todos modos, no deja de impresionar el hecho de que con
ayuda de la meticulosidad alemana se llegó a exterminar la mitad de estos once
millones de seres humanos. Finalmente, Heydrich declaró en unas palabras
típicamente burocráticas:

«Formando largas columnas de trabajo, después de haber sido separados


hombres y mujeres, los judíos que estén en perfectas condiciones físicas será
dirigidos hacia el Este mientras van avanzando en la construcción de carreteras.
Lo más seguro es que una gran parte de esos hombres y mujeres no lleguen a
destino. Los restantes, que sin ninguna duda representarán a los elementos más
fuertes, han de ser sometidos a un tratamiento especial, ya que en el momento
de disolver estas compañías de trabajo podrían representar el núcleo central de
una nueva generación judía.»

Es decir, el lenguaje que usaban en tales ocasiones no dejaba lugar a


dudas de ninguna clase. Y esto se desprende igualmente de una declaración que
hizo el acusado Hans Frank en Nuremberg. Cuando su delegado Josef Bühler
regresó de la conferencia convocada por Heydrich, fue recibido por el
gobernador general. Le informó del plan aprobado para la exterminación de los
judíos y añadió:

¯¿Cree usted que será posible alojarlos en las regiones del Este en
pueblos? En Berlín nos han dicho: «¿Por qué os complicáis la vida de este modo?
Ni en las regiones del Este ni en ninguna parte podemos hacer nada por ellos,
liquidadlos vosotros mismos».

Esto es lo que anotó Frank en su Diario. Fue el mismo Frank el que,


durante una reunión celebrada el 16 de diciembre de 1941 en el edificio
gubernamental de Cracovia, les dijo a sus subordinados:

«Los judíos son para nosotros unos peligrosos parásitos. Calculo que
viven en el Gobierno general unos dos millones y medio de judíos, y contando
todos los contaminados por esta raza podemos calcular unos tres millones y
medio de judíos. Estos judíos no los podemos fusilar, ni tampoco los podemos
envenenar, pero hemos de hacer algo para ir disminuyendo este número, de
pleno acuerdo con las instrucciones que nos vayan llegando del Reich. El
Gobierno general debe verse libre de la presencia de judíos lo mismo que ha
sucedido en el Reich. El medio para conseguir esto depende de las medidas que
adoptemos sobre el particular».

Entre las «medidas» que fueron escogidas por Frank, figuraban en primer
lugar las «unidades especiales» del SD. En Nuremberg la acusación presentó un
informe del SS-Brigadeführer Franz Stahlecker dirigido a Himmler. El jefe de la
unidad especial A informaba que su unidad había liquidado 135.567 personas, la
mayoría de ellas judíos, en el curso de "la solución final".

De un modo diabólico, los jefes del SD supieron en los países bálticos


colocar el latente antisemitismo al servicio de la solución final. También, sobre
este caso, informó detenidamente Stahlecker:

«Es sorprendente que en un principio no se pudiera conseguir organizar


una campaña en gran estilo contra los judíos. El jefe de los grupos de partisanos,
Klimaitis, que fue el primero en ser llamado para recibir instrucciones, inició
una campaña en pequeña escala sin que desde el exterior se percataran de la
menor intervención alemana en el asunto. En el curso de esta primera campaña
fueron muertos, durante la noche del 25 al 26 de junio, 1.500 judíos por los
guerrilleros lituanos, varias sinagogas fueron incendiadas o destruidas y
también fue incendiado un barrio judío con sus sesenta casas. Durante las
noches siguientes fueron eliminados, por el mismo sistema, unos 2.400 judíos.»

Otto Ohlendorf, uno de los principales actores de la política de la


despoblación de Hitler, declaró, en Nuremberg, hablando de las actividades de
las unidades especiales:

«Himmler declaró que nuestra misión principal consistía en la


eliminación de judíos, hombres, mujeres y niños y de los funcionarios
comunistas».

Con frío cinismo, Ohlendorf informó sobre los métodos que habían usado
en la unidad a su mando, la «unidad especial D».

«La unidad solía llegar a una ciudad o un pueblo y se le daban


instrucciones a los jefes de la comunidad judía para que reuniera a todos los de
su raza, pues debían ser evacuados. A continuación se les ordenaba que se
desnudaran. Los hombres, mujeres y niños eran conducidos al lugar de
ejecución, situado generalmente cerca de una profunda zanja. Allí eran
fusilados, de pie o arrodillados, y los cadáveres eran arrojados a la zanja...»

Sir Hartley Shawcross, el fiscal general inglés en Nuremberg, leyó otro


documento que reproducimos textualmente. Se trata de la declaración jurada del
ingeniero alemán Hermann Friedrich Gräbe que trabajó desde septiembre de
1941 a enero de 1944 como director gerente de una sucursal de la empresa de
construcciones Josef Jung de Solingen en Zdolbunov, en la Ucrania polaca. Una
de sus misiones consistía en visitar las obras que estaba construyendo su
empresa, entre estas los silos en el antiguo campo de aviación de la pequeña
población de Dubno.

«Cuando el 5 de octubre de 1942 visité nuestra oficina en Dubno ¯leyó sir


Harley Shawcross¯, me contó uno de mis empleados, Hubert Mönnikes, de
Hamburg-Harburg Aussenmühlenweg 21, que cerca de donde estábamos
construyendo nosotros habían sido ejecutados en tres grandes fosas de unos
treinta metros de largo por tres metros de profundidad, los judíos de Dubno.
Cada día habían ejecutado allí a unos 1.500 seres humanos. Los 5.000 judíos que
residían en Dubno habían sido eliminados de este modo.

»Inspeccioné a continuación las obras y cerca de estas distinguí unos


montículos de tierra de unos treinta metros de largo por dos metros de alto.
Delante de estos montículos, vi unos camiones de los cuales los soldados
ucranianos uniformados que estaban a las órdenes de las SS hacían bajar a
hombres y mujeres. Estos hombres y mujeres llevaban en sus ropas el distintivo
amarillo, por lo que en el acto reconocí que se trataba de judíos.

»Mönnikes y yo nos acercamos a las zanjas. Nadie nos lo impidió. Oímos


varias salvas de fusil cerca de uno de los montículos. Los hombres, mujeres y
niños que habían llegado en los camiones eran obligados a desnudarse y colocar
separadamente sus trajes o vestidos, ropa interior y zapatos. Las órdenes las
daba un oficial de las SS que sostenía en su mano derecha un látigo. Calculé que
en uno de los montones había unos dos mil pares de zapatos.

»Sin gritos ni lloros aquellos seres humanos se iban desnudando,


formaban grupos familiares, se besaban despidiéndose y esperaban la señal de
otro oficial de las SS que sostenía, también, un látigo en sus manos. Durante el
cuarto de hora que permanecí allí, no oí la menor lamentación ni protesta.
Observé a una familia de unas ocho personas, formada por un hombre y una
mujer, de unos cincuenta años de edad, con sus hijos de uno, ocho y diez años,
así como dos hijas mayores, de veinte y veinticuatro años. Una anciana sostenía
al niño de un año en sus brazos y le cantaba una canción en voz baja. El
matrimonio tenía los ojos inundados por las lágrimas. El padre cogía de la mano
al chico de unos diez años de edad y le hablaba al oído. El muchacho luchaba
por ahogar sus lágrimas. El padre señaló con la mano hacia el cielo, le acarició el
pelo y pareció explicarle algo.

»El oficial de las SS les gritó algo a sus hombres. Formaron un pelotón y
ordenaron a los judíos pasar al otro lado del montículo. Oí claramente que una
de las muchachas al pasar cerca de mí, dijo, señalando su cuerpo: «Veintitrés
años».

»Rodeé el montículo y vi una inmensa fosa común. Solo se distinguían las


cabezas de los que habían caído dentro de la fosa. Calculé que allí habría unos
mil cadáveres. Uno de los oficiales de las SS sostenía una pistola ametralladora
en las manos, disparaba de vez en cuando una salva y fumaba tranquilo un
cigarrillo que le colgaba de la boca.

»Aquellos hombres y mujeres, completamente desnudos, bajaban, por


unos peldaños cavados en la tierra, a la fosa y para ocupar el sitio que se les
señalaba debían pasar por encima de los cadáveres que ya estaban en la fosa. El
pelotón se situó al borde y comenzó a disparar contra aquellos infelices. Me
extrañó que no dijeran nada, pero al volverme vi que no éramos solo nosotros
los que hacíamos de espectadores allí.

»Di de nuevo la vuelta al montículo y vi llegar nuevos grupos de víctimas.


Entre ellas había una mujer de piernas extremadamente delgadas, que debía ser
paralítica, pues sus compañeros la ayudaban a desnudarse. En compañía de
Mönnikes regresé, poco después, al pueblo de Dubno.»

Este ejemplo es testimonio de otros muchos.

Ininterrumpidamente los trenes cargados de nuevas víctimas corrían


hacia el Este. Miles de judíos de Francia y de los Países Bajos, de Alemania,
Dinamarca y Noruega habían de emprender aquel viaje de ida sin regreso.
Primero los destinaban al ghetto de Lodz. A medida que la guerra se iba
alargando, aumentaba el número de deportados. Muchas veces los judíos ni
siquiera eran llevados a Lodz, sino directamente al lugar de ejecución.

El método tradicional de eliminar a las víctimas por fusilamiento fue


sustituido, con el tiempo, por un sistema más eficaz y rápido. Ohlendorf
informó, con detalle, en Nuremberg:

¯En la primavera del año 1942 el jefe de la Policía de Seguridad y del SD


de Berlín nos mandó camiones de gas. Estos coches eran suministrados por la
Sección II de la Oficina Central de Seguridad del Reich. En mi unidad el hombre
responsable de estos coches se llamaba Becker. Recibimos orden de emplear
estos camiones para matar a las mujeres y niños. Cada vez que la unidad había
reunido un determinado número de víctimas, ponían a nuestra disposición uno
de estos coches. Estos camiones se situaban, también, en las cercanías de los
campos de tránsito y se invitaba a las futuras víctimas a subir a los camiones,
alegando que iban a ser evacuados a otro campamento. Cerrábamos
herméticamente el camión y cuando se ponía en marcha el motor penetraba el
gas mortal en el interior del vehículo. Las víctimas morían en diez o quince
minutos. A continuación los cadáveres eran llevados a las fosas comunes, donde
los enterraban.

El SS-Untersturmführer Becker, mencionado por Ohlendorf, debía poseer


un espíritu muy sensible. Mandó instalar en las ventanillas del camión unos
postigos de color, del mismo tipo que los de las casas de los campesinos bávaros
y se quejó repetidas veces a sus superiores de que los conductores ponían el
motor en marcha de un modo demasiado brusco, lo que hacía que las víctimas
sucumbieran de una forma demasiado rápida.

Después de la Conferencia de Wannsee fueron creados los primeros


campamentos de la muerte. Algunos superaban, por sus dimensiones y los
crímenes que se cometían en ellos, a todos los demás. Los nombres de estos
campos se han quedado grabados para siempre, como símbolo del terror y del
crimen: Majdanek, Belsen, Treblinka y Auschwitz. Estos campos han sido
descritos por una legión de testimonios, como auténticos centros del satanismo
nacionalsocialista.

Sobre Treblinka leemos en el informe de la Comisión del Gobierno


polaco:

«Hacia fines de abril de 1942 terminó la construcción de las tres primeras


cámaras de gas en las que habían de realizarse las matanzas por medio de
vapores venenosos. Algo más tarde fue terminado el llamado edificio de la
muerte, que comprendía diez cámaras de gas. Este campo fue inaugurado a
principios de otoño de 1942.»

El programa de la eutanasia les había proporcionado a sus autores la


ocasión de ensayar nuevos métodos de exterminio. Cuanto más duraban estos
asesinatos en masa, más perfectos eran los métodos que se usaban. Solo de este
modo se explica el elevado número de víctimas. El SS-Sturmbahnführer, doctor
Wilhelm Höttl, informó en Nuremberg de una conversación que había celebrado
con el verdugo número uno de los judíos, SS-Obersturmbannführer Adolf
Eichmann, a fines de agosto de 1944. Eichmann le dijo que en los diversos
campos habían sido muertos unos cuatro millones de judíos, mientras que otros
dos millones habían muerto víctimas de otros sistemas de exterminación. La
mayor parte de los judíos habían sido muertos por las unidades especiales de la
policía de seguridad.

Una cifra horrenda que no deja de impresionarnos a pesar de que hoy


sabemos que Eichmann, en aquella ocasión, exageró. A los jefes de las SS les
gustaba redondear las cifras para dar mayor satisfacción a los altos jefes. En
Nuremberg contestó el lugarteniente de Eichmann en Eslovaquia, SS-
Hauptsturmführer Dieter Wisliceny, a las preguntas del fiscal americano Smith
Brookhart:

¯Vi por última vez a Eichmann en Berlín a fines de febrero de 1945. Dijo
entonces que cuando hubiésemos perdido la guerra se suicidaría.

Brookhart: «¿Le habló, en aquella ocasión, del número de judíos que


habían sido muertos?»

Wisliceny: «Sí, se expresó de un modo muy cínico. Declaró que no le


importaba morir, pues el hecho de tener a cinco millones de judíos sobre su
conciencia le proporcionaba una sensación altamente tranquilizadora y
reconfortante».

Brookhart: «¿Puede usted informar a este Tribunal sobre los períodos en


que fueron iniciadas las acciones?»

Wisliceny: «Sí, hasta el año 1940 se tenía previsto solucionar el problema


de los judíos, en Alemania y en los países ocupados por Alemania, obligándoles
a emigrar. La segunda fase fue la concentración de todos los judíos en Polonia y
en las restantes regiones del Este ocupadas por Alemania, preferentemente en
forma de ghettos. Este período duró aproximadamente hasta principios del año
1942. La tercera fase fue la denominada solución final del problema judío, o sea,
el exterminio sistemático de todo el pueblo judío. Esta fase duró hasta octubre
de 1944, que fue cuando Himmler dio orden de poner fin a la matanza de
judíos».

Se presentó en Nuremberg un hombre que horrorizó con sus


declaraciones a los jueces, a los defensores y a los propios acusados. Rudolf
Franz Ferdinand Höss, comandante del campo de Auschwitz. Un asesino que
hablaba de sus propias experiencias. Las montañas de declaraciones sobre los
crímenes cometidos en los campos de concentración eran dejadas de lado ante lo
que este hombre exponía con diabólica serenidad desde el estrado de los
testigos, como si se tratara de lo más natural y lógico de este mundo. Primero fue
sometido a interrogatorio por el defensor de Kaltenbrunner, el doctor Kurt
Kaufmann:

Kaufmann: «¿Fue usted comandante del campo de Auschwitz de 1940 a


1943?»

Höss: «Sí».

Kaufmann: «¿Es cierto que Eichmann le dijo a usted que en Auschwitz


habían sido muertas más de dos millones de personas?»
Höss: «Sí».

Kaufmann: «¿Hombres, mujeres y niños?»

Höss: «Sí».

Höss informó:

«En el verano de 1941 fui llamado por el Reichsführer SS Himmler, a


Berlín. Me dijo, aunque ya no recuerdo exactamente las palabras que empleó,
que el Führer había decidido proceder a la solución final en el problema judío y
que nosotros, los de las SS, debíamos llevar esta orden a la práctica. En el caso de
que nosotros nos cruzáramos de brazos, el pueblo judío acabaría con el pueblo
alemán. Se había decidido por Auschwitz, pues era el campamento que gozaba
de mejores medios de comunicación por tren y además podía ser fácilmente
aislado».

El interrogatorio que dirigió el fiscal americano John Harlan Amen se


limitó a conseguir del acusado Höss la confirmación de sus anteriores
declaraciones. Este documento es uno de los más terribles de la Historia de la
humanidad y dice:

«Mandé en Auschwitz desde el 1.º de diciembre de 1943 y calculo que,


por lo menos, dos millones y medio de personas fueron muertas en las cámaras
de gas, otro medio millón murió de hambre y enfermedades, de lo que da un
total de tres millones de muertos. Esta cifra representa del setenta al ochenta por
ciento de todos aquellos que eran destinados a Auschwitz, pues el resto fue
destinado a trabajar en la industria del armamento o en las industrias enclavadas
en otros campos de concentración. Nosotros matamos, en verano de 1944, unos
400.000 judíos húngaros en Auschwitz.

»El comandante del campo de Treblinka me dijo que había matado 80.000
en el curso de medio año. Su misión principal consistía en exterminar a todos los
judíos procedentes del ghetto de Varsovia. Usaba gas de monóxido, pero no
estaba muy satisfecho del resultado del mismo. Por este motivo, cuando construí
el campo en Auschwitz me decidí por el Zyklon B que introducíamos en las
cámaras por una pequeña abertura en las mismas. Según la temperatura que
hiciera las víctimas tardaban de cinco a quince minutos en morir. Sabíamos que
habían muerto cuando dejaban de gritar. Esperábamos aproximadamente media
hora antes de abrir la puerta y retirar los cadáveres. Nuestros soldados les
quitaban los anillos y los dientes de oro a las víctimas.

»Otra mejora con respecto a Treblinka fue que nosotros construimos


cámaras de gas en las que podíamos meter hasta 2.000 personas a la vez,
mientras que las diez cámaras de gas de Treblinka admitían solo doscientas
personas cada vez. El modo como seleccionábamos nuestras víctimas era el
siguiente:

»En Auschwitz trabajaban dos médicos de las SS que examinaban a todos


los que llegaban al campo. Los presos habían de desfilar ante uno de los
médicos que, en el acto, adoptaba una decisión. Los capacitados para el trabajo
eran destinados otra vez al campo, los otros directamente a las cámaras. Los
niños de corta edad siempre eran destinados a morir, ya que debido a su corta
edad no podían trabajar. Con frecuencia, las mujeres querían ocultar a los niños
bajo sus ropas, pero cuando los descubríamos mandábamos inmediatamente a
los niños a las cámaras. Queríamos que toda la acción fuera mantenida en
secreto, pero el hedor originado por la incineración de los cadáveres inundaba
toda la comarca...»

Amen: «¿Es verdad todo lo que declara usted?»

Höss: «Sí».

Gerald Reitlinger, uno de los más informados del asunto, nos ofrece en su
libro La solución final la siguiente descripción:

«El gas fluía lentamente a través de los agujeros. Las víctimas estaban
demasiado apretadas para darse cuenta de esto, pero algunas veces eran tan
pocos que entonces se sentaban en el suelo y fijaban sus miradas en aquellas
extrañas duchas de donde no salía agua. Pero pronto notaban los efectos del gas
y entonces se precipitaban contra la gigantesca puerta metálica con la pequeña
ventanilla y allí morían formando una pequeña pirámide. Veinticinco minutos
más tarde las bombas eléctricas extraían el aire cargado de gas venenoso, se abría
la gran puerta de metal y entraban los hombres del comando especial de judíos,
con máscaras antigás, botas de goma y mangueras. Su primer trabajo consistía en
retirar las huellas de sangre, los excrementos y separar los cadáveres... A
continuación, entraban los soldados alemanes y procedían a robarles a las
víctimas anillos y dientes de oro».

El doctor Charles Bendel, testigo ocular, declaró durante el proceso, sobre


el asunto Belsen:

¯Ahora comienza el verdadero infierno. El comando especial trataba de


trabajar lo más rápidamente posible. Arrastraban los cadáveres por las muñecas.
Eran como verdaderos diablos. Hombres que momentos antes habían tenido
rostros humanos habían perdido toda su expresión racional. Un abogado de
Saloniki, un ingeniero de Budapest... habían dejado de ser hombres ya que
mientras se dedicaban a aquella repugnante labor los alemanes les pegaban con
sus látigos. Al cabo de media hora había terminado el trabajo y un nuevo
transporte había sido exterminado por el Krematorium número 4.

Unas correas sinfín o pequeños vagones eléctricos transportaban los


cadáveres hasta los hornos. Las cenizas y los restos óseos eran triturados por
molinos, pues no querían que quedara el menor rastro del crimen. El SS-
Obergruppenführer Oswald Pohl estaba encargado, con ayuda del Reichsbank,
de convertir en dinero contante y sonante los bienes que les habían sido
arrebatados a los muertos, es decir, dientes de oro, joyas, pitilleras, vestidos,
relojes, gafas, zapatos y ropas.

«Pohl cuidaba de todos los detalles con bárbara meticulosidad. El 6 de


agosto de 1942 les escribió a los comandantes de dieciséis campos de
concentración:

«...El pelo cortado a las víctimas debe ser convenientemente recogido. El


pelo humano es usado por nuestra industria para las babuchas de las
tripulaciones de nuestros submarinos. Por consiguiente, ordenamos que el pelo
de las mujeres, después de haber sido desinfectado, sea cuidadosamente
recogido y almacenado. El pelo de los presos masculinos solo posee valor si
superan los veinte milímetros...»

Estos informes son terribles episodios en la Historia de la humanidad.


Podríamos añadir mucho más, pero los hechos relatados hasta ahora son
demasiado expresivos para que nos extendamos sobre estos casos. Solo vamos a
reproducir otra declaración, ya que está relacionada con otro caso. Se trata del
informe del SS-Obersturmführer Kurt Gerstein. Este se reunió, a mediados de
agosto de 1942, con el SS-Gruppenführer Globocnik, y contó:

Globocnik dijo: «Todo este asunto es uno de los más secretos de la


actualidad, por no decir el más secreto de todos. Actualmente tenemos en
funcionamiento tres instalaciones:

»1. Belzek, en la carretera y línea férrea Lublin-Lemberg. Capacidad


diaria: 15.000 personas.

»2. Treblinka, a 120 kilómetros de Varsovia. Capacidad diaria: 25.000


personas.

»3. Sobibor, en Polonia también, capacidad diaria: 20.000 personas.»

Globocnik se volvió finalmente a mí y me dijo:

»¯Le corresponde a usted desinfectar todas las prendas de vestir. La


recuperación de trapos viejos en el Reich se ha organizado para justificar la
procedencia de todas estas prendas de vestir y presentarlo, al mismo tiempo,
como un sacrificio por parte del pueblo alemán.

»A continuación, discutimos los problemas técnicos del uso que había de


hacerse de aquellas prendas de vestir. Teníamos almacenados unos cuarenta
millones de kilogramos, es decir, sesenta trenes de mercancías. No había
suficientes fábricas textiles en Alemania para encargarse de la transformación de
este material.

»¯Otra de las misiones que le voy a confiar a usted ¯me dijo Globocnik¯,
es la transformación de las cámaras de gas que hasta ahora vienen trabajando
con gases de explosión Diésel. Es necesario acelerar el proceso y he pensado en
la conveniencia de usar ácido prúsico. Anteayer estuvieron aquí el Führer y
Himmler. He de darle a usted todas las órdenes verbalmente, pues no quieren
que exista ninguna orden por escrito.

»El SS-Obersturmbannführer Pfannstiel preguntó:

»¯¿Y qué ha dicho a todo esto el Führer?

»Globocnik contestó:

»¯Rápido, más rápido, hemos de apresurarnos.

»El acompañante de Hitler, el consejero ministerial doctor Herbert Linden


del Ministerio del Interior del Reich preguntó:

»¯Señor Globocnik, ¿considera usted conveniente enterrar los cadáveres


en lugar de incinerarlos? Después de nosotros podría venir una generación que
no comprendiera todo esto.

»Globocnik repuso:

»¯Caballeros, si después de nosotros viniera una generación, tan débil y


asustadiza que no comprendiera el alcance de nuestra misión, en este caso
concreto, entonces el nacionalsocialismo habría sido inútil. Yo por el contrario
opino que deberíamos grabar en placas de bronce que hemos tenido el valor de
llevar a cabo esta acción tan grandiosa como necesaria.

»El Führer comentó:

»¯Bien, Globocnik, esta es también mi opinión.

»Posteriormente prevaleció el segundo punto de vista. Los cadáveres


fueron exhumados, sobre todo ante el avance de las tropas rusas, y quemados
sobre unas gigantescas parrillas construidas con vías de tren, después de haber
sido rociados con bencina y aceite Diésel.

»Al día siguiente nos trasladamos a Belsen. El hedor que reinaba en toda
la comarca, en aquel cálido mes de agosto, era insoportable y millones de moscas
hacían la estancia allí imposible.

»A la mañana siguiente llegó el primer tren procedente de Lemberg: 45


vagones con 6.700 personas de la cuales 1.450 ya habían muerto por el camino.
Detrás de las ventanillas enrejadas nos miraban unos niños terriblemente
pálidos y asustados, los ojos llorosos, al igual que los hombres y mujeres.

»El tren entró en el andén. Doscientos soldados ucranianos abrieron las


puertas y a latigazos obligaron a los pasajeros a bajar de los vagones de carga.
Un altavoz iba dando instrucciones. Obligaba a los recién llegados a desnudarse
de pies a cabeza, colocando cuidadosamente en el lugar señalado las gafas, los
zapatos, después de atar los cordones de cada zapato, para que fácilmente
pudiera encontrarse el pie que correspondía al otro. Los objetos de valor habían
de ser entregados en un barracón. Las mujeres y las niñas eran conducidas con
anterioridad a un peluquero que con un par de tijeretazos les cortaba el pelo que
metía en unos sacos de patatas.

»El tren se puso de nuevo en movimiento. Delante iba una hermosa


muchacha, desnuda de pies a cabeza como todos los que la seguían, hombres,
mujeres y niños, mujeres que sostenían a sus pequeños hijos en sus brazos. La
mayor parte de aquellos seres desconocían todavía la suerte que les aguardaba,
pues casi no había nadie que todavía se dejara engañar. Vacilaban unos
segundos, pero luego entraban en las cámaras de gas mientras los soldados de
las SS continuaban golpeándoles con sus látigos. Una judía, de unos cuarenta
años, maldijo a gritos a los verdugos y el capitán Wirth, personalmente, le
golpeó cinco o seis veces con el látigo en la cara. Muchos de los hombres y
mujeres oraban en voz alta.

»Las cámaras se iban llenando. Apenas cabía nadie más... de acuerdo con
lo que tenía ordenado el capitán Wirth. De setecientas a ochocientas personas
ocupaban un espacio de solo veinticinco metros cuadrados, 45 metros cúbicos.
Cerraron las puertas. Mi cronómetro lo registraba todo. Cincuenta segundos,
setenta segundos... el motor no se ponía en marcha. Las víctimas esperaban en
las cámaras de gas. Nada. Los oíamos sollozar. El capitán Wirth golpeó con su
látigo al ucraniano que debía ayudar al sargento Hekenholt a poner el motor en
marcha. A los cuarenta y nueve minutos, mi cronómetro señalaba la hora exacta,
empezó a funcionar el motor. Pasaron otros veinticinco minutos. Efectivamente,
muchos ya habían muerto. A los veintiocho vivían muy pocos. Finalmente, a los
treinta y dos minutos, todos habían dejado de existir.

»Al otro lado de la cámara, los grupos de trabajo, compuestos por judíos,
abrían las puertas. Los muertos estaban de pie como si fueran columnas de
basalto. No había sitio suficiente para que se hubieran desplomado, ni siquiera
inclinado hacia un lado u otro. Incluso muertos era fácil reconocer a las familias.
Se tenían cogidas las manos de un modo que luego se hacía difícil separarlos
para dejar libre la cámara para el siguiente transporte. Sacaban los cadáveres,
manchados de sudor y de orina, de excrementos. Los cadáveres de los niños eran
arrojados por el aire. Los látigos de los ucranianos caían sobre los judíos. Dos
docenas de dentistas abrían con unos grandes ganchos las bocas de los muertos y
buscaban dientes de oro. Otros obreros investigaban los genitales y el ano en
busca de brillantes y oro».

Terribles e increíbles son las declaraciones de los que fueron testigos de


todas estas escenas. Uno de ellos fue la periodista francesa Claude Vaiqant-
Couturier, diputada y dama de la Legión de Honor. Detenida por haber
pertenecido a la resistencia francesa fue llevada a Auschwitz:

«Vi gran número de cadáveres en el patio y de vez en cuando veía una


mano o una cabeza que trataba de moverse y librarse del peso que tenía encima.
En el patio del Block 25 vi correr unas ratas tan grandes como gatos, que no solo
atacaban los cadáveres sino también a los moribundos que ya no tenían fuerzas
suficientes para defenderse.

»Incluso para aquellos que habían sido seleccionados para el trabajo su


vida era un verdadero infierno. No había camas sino solo camastros de madera y
en los que nos veíamos obligados a dormir ocho o nueve personas, sin mantas ni
paja. A las tres y media de la madrugada nos despertaban los gritos del jefe del
barracón. A golpes de bastón nos hacían salir al aire libre. Ni siquiera los
moribundos quedaban exentos de este tormento. Y allí, al aire libre, en pleno
invierno, habíamos de permanecer de pie hasta las siete o las ocho de la
mañana...

»En el verano de 1944 ¯continuó relatando la testigo¯, los recién llegados


eran recibidos por una banda militar que interpretaba alegres canciones antes de
que los destinaran a los grupos de trabajo o a la cámara de gas. Bajo los acordes
de "La viuda alegre" eran destinados a la muerte.»

Durante días y días fueron desfilando los testigos ante el Tribunal de


Nuremberg. Una de las pruebas que causó mayor emoción fueron las películas.
Estas películas habían sido rodadas por antiguos altos jefes de las SS o después
de la liberación por los operadores militares aliados. Incluso los acusados
parecían profundamente abatidos y deprimidos. Funk no dejó de llorar durante
todo el tiempo que proyectaron las películas. Doenitz ocultó su rostro entre las
manos y otros dejaban caer la cabeza y musitaban: «¡Horrible!» El psicólogo del
Tribunal, Gilbert, conversó aquella noche con varios de los acusados.

Fritzsche, medio tumbado sobre su camastro, con la cabeza apoyada en


ambas manos, sollozaba quedamente cuando Gilbert entró en su celda.
Lentamente levantó Fritzsche la cabeza y se quedó mirando a Gilbert con
expresión ausente. Luego, conmovido todavía por los sollozos, dijo:

¯Ningún poder, en el cielo o en la tierra, puede borrar esta vergüenza de


nuestra patria..., ni aunque pasen muchas generaciones..., ni siquiera en el curso
de muchos siglos.

Sollozó de nuevo, se golpeó con los puños contra las sienes y exclamó
finalmente:

¯Perdóneme usted, he perdido el dominio sobre mí mismo.

¯¿Desea un calmante para poder dormir esta noche? ¯le preguntó Gilbert.

¯¿Y de qué habría de servirme? ¯replicó Fritzsche¯. ¿Cree que una píldora
puede borrarme todo esto de la cabeza?

Gilbert visitó, acompañado del psiquiatra Kelly, las restantes celdas.


Baldur von Schirach les dijo:

¯No comprendo cómo los alemanes fueron capaces de hacer una cosa así...

Walther no estaba en condiciones de hablar con sus visitantes. Las


lágrimas le resbalaban por las mejillas y se limitaba a decir:

¯¡Horrible, horrible...!

¯¿Desea usted un calmante?

Funk levantó sus enrojecidos ojos y contestó:

¯¿Para qué..., para qué?

Wilhelm Keitel estaba cenando. Continuó comiendo y cuando Gilbert


empezó a hablar de las películas interrumpió el antiguo mariscal del Reich su
cena y comentó, con la boca medio llena:

¯Es horrible. Cuando veo estas cosas me avergüenzo de ser alemán.


Fueron esos sucios cerdos de las SS. Si hubiera sabido todo esto le hubiese dicho
a mi hijo: «Antes te hago fusilar que permitir que ingreses en las SS». Pero yo no
sabía nada. Nunca en mi vida podré volver a mirar a la cara a un ser humano».

Hans Frank comenzó a llorar cuando entró Gilbert.

¯¡Nosotros vivíamos como reyes y creíamos en esas bestias! ¯dijo


finalmente, después de haber recuperado el dominio sobre sí mismo¯. No crea a
nadie que le diga que no sabía nada de esto. Todos sabíamos que algo raro
sucedía a pesar de que no estuviéramos al corriente de todos los detalles. Era
muy cómodo dejarse llevar por la corriente y creer que todo estaba en orden.

Frank señaló la cena que no había tocado:

¯Nos tratan demasiado bien aquí ¯comentó¯. Nuestros prisioneros y


nuestra propia gente se morían de hambre en los campos de concentración. ¡Que
Dios se apiade de nuestras almas! Sí, doctor, este juicio es voluntad de Dios. Al
principio traté de entenderme con los demás acusados..., pero ahora he
renunciado a ello...

¯¿Desea algún calmante?

¯No, gracias. Si no duermo podré rezar.

Para muchos internados en el campo de concentración la muerte en la


cámara de gas hubiera representado un alivio. Los tormentos que tuvieron que
soportar hasta que murieron superan todo lo imaginable. Hicieron de conejillos
de indias a unos médicos de las SS, hombres fanáticos y sin conciencia. Fueron
usados para experimentos cuyo valor científico era nulo. Es completamente
imposible relatar aquí todos los experimentos que fueron llevados a cabo en
seres humanos. En Auschwitz se dedicaron preferentemente a intervenir a las
judías enfermas de cáncer y a hacer experimentos con inyecciones y rayos
Roentgen para esterilizar a las mujeres. En Buchenwald experimentaron con
quemaduras de fósforos, hormonas sexuales y edemas provocados por el
hambre. Los experimentos en la sección de enfermos de la fiebre amarilla costó
la vida a unos seiscientos presos. El químico francés Alfred Balachowski declaró
en Nuremberg que se les inyectaba a los presos una gota de sangre de otro
enfermo de tifus que había alcanzado el momento más alto de su crisis. Todos
los presos a los que se les inyectaba esta gota de sangre morían
irremisiblemente. Otros médicos experimentaban con la fiebre amarilla, la
viruela, cólera y difteria.

Un experimento que gozaba de especial preferencia eran los experimentos


biológicos. En esta faceta se distinguió de un modo destacado el médico de las
SS doctor Sigmund Rascher, que trabajaba en los experimentos llamados de
calor y frío. Con sádico interés, Himmler seguía personalmente los resultados de
estos experimentos y muchas veces emitió él su diagnóstico de qué resultado
darían los mismos.

En otros campos, disparaban a los presos balas envenenadas en los


muslos y las víctimas morían a las dos horas después de horrendos tormentos.
Igualmente era terrible la muere de aquellos a los que les inyectaban aire en las
venas y petróleo debajo de la piel de ambas piernas.

Las mujeres eran un objeto de experimentación muy apreciado. Uno de


los objetivos de la política nacionalsocialista era esterilizar a la raza judía. En
este programa colaboró de un modo especial el SS-Brigadeführer profesor Hans
Clauberg, que se vanagloriaba de que era capaz de esterilizar diariamente mil
mujeres. En el campo de concentración de Ravensbrueck también se utilizaron
niños y niñas para ese fin.

Pero los experimentos con mujeres no se limitaban exclusivamente a la


esterilización.

«Desde Auschwitz nos mandaron a Ravensbrueck ¯informó la señora


Couturier ante el Tribunal¯. Allí nos alojaron al lado de un barracón que llevaba
las iniciales NN, es decir, «secreto». En este barracón vivían mujeres polacas que
llevaban el número 7.000 y otras que eran llamadas los conejillos, ya que servían
para los experimentos de los médicos. Las habían seleccionado por tener las
piernas muy derechas y gozar de una salud relativamente buena. Estas mujeres
eran sometidas a toda clase de operaciones. A algunas les sacaban los huesos de
las piernas, a otras les administraban inyecciones, pero no sé lo que les
inyectaban. Entre las que eran operadas el número de fallecimientos era muy
elevado. Cuando las mujeres se negaban a dejarse operar, las llevaban a las salas
de operaciones a la fuerza y un médico llegado de Berlín las intervenía sin
cuidados antisépticos de ninguna clase. El hombre ni siquiera se lavaba las
manos».

En Buchenwald mataban a los internados que lucían algún tatuaje. Les


arrancaban la piel, la curtían y la destinaban luego para la fabricación de
pantallas de lámparas de pie y «como recuerdos». El testigo Maurice Lampe
informó sobre estas crueldades en Mauthausen:

«Las crueldades cometidas en nuestro campo eran muy parecidas a las de


otros campos. Logramos reunir muchas pruebas. El médico del campamento
utilizaba en su oficina, como pisapapeles, dos cráneos. Procedía de dos judíos
que habían llegado en un transporte procedente de Holanda y habían sido
elegidos por el médico porque tenían la dentadura muy buena. El médico les
había dicho a los dos judíos: «Vosotros sois jóvenes y fuertes. Os necesito para
realizar con nosotros unos experimentos. En caso de negaros seréis muertos con
los demás». A uno de ellos le extirparon un riñón y al otro el estómago.
Finalmente les inyectaron bencina en el corazón y finalmente los decapitaron».

¿De dónde procedían esos hombres, mujeres y niños que eran torturados
a muerte y llevados a la cámara de gas, que eran fusilados por las «unidades
especiales» y muertos de hambre en los ghettos? Las víctimas de la política
racista nacionalsocialista procedían de todos los rincones de Europa. Hemos de
limitarnos a los números escuetos para comprender la inmensidad del crimen
cometido. De los judíos alemanes 160.000 cayeron víctimas de la solución final,
es decir, casi todos aquellos que no habían emigrado. En Austria 60.000. En
Checoslovaquia murieron 230.000 de los 530.000 judíos que fueron deportados,
en Francia unos 60.000. Holanda ha de lamentar la muerte de 104.000 judíos.
Muchos de los semitas deportados procedían de Yugoslavia, Hungría, Grecia y
Rumanía.

Ni Italia ni Bulgaria colaboraron en esta política racial alemana. Pero,


cuando Mussolini perdió todo su poder en el año 1944, los judíos de Roma
también fueron deportados a Auschwitz. En cambio Hitler encontró una gran
comprensión en esta política racial suya en Rumanía, en donde fueron
exterminados unos 220.000 judíos. De los 3.500.000 judíos polacos, murieron
unos 2.600.000. En la Unión Soviética fueron muertos unos 750.000 judíos.
Reitlinger llega a la conclusión de que fueron muertos de 4.200.000 a 4.600.000
judíos, o sea, 1.500.000 judíos menos de lo que creyó el Tribunal de Nuremberg,
pero Reitlinger comentaba en su libro:

«Es una vergüenza que existan alemanes que consideran un alivio el


poder reducir el número de judíos exterminados de los seis a los dos millones.»

Después de haber sido liquidado el ghetto de Varsovia, por orden expresa


de Himmler, fueron liquidados en los años 1943 y 1944 los restantes ghettos. Esta
matanza causó la muerte de 300.000 judíos, seres humanos que hasta entonces se
habían refugiado en los ghettos de Lodz, Bialistok, Sosnowiec-Bedzin, Lemberg,
Wilna, Kow y Riga. Esta acción se llevó a cabo en unas circunstancias
inhumanas. James Britt Donavan, fiscal de los Estados Unidos, presentó ante el
Tribunal una película de 8 mm. sobre la liquidación de un ghetto. Donavan fue
comentando la cinta mientras esta era proyectada:

«Escena 2: Una muchacha desnuda cruza corriendo el patio.

»Escena 3: Una mujer de edad es arrastrada ante la cámara; a la derecha


vemos un agente de las SS.

»Escena 16: Dos hombres arrastran a un anciano.


»Escena 24: Una vista conjunta, tomada desde la calle, nos presenta a
muchos cuerpos tendidos en el suelo y a mujeres desnudas que corren de un
lado al otro.

»Escena 37: Un hombre con la cabeza ensangrentada es apaleado.

»Escena 45: Una mujer es arrastrada por los cabellos por la calle.»

Ya antes de la derrota sufrida ante Stalingrado, Hitler se dedicó a borrar


las huellas de los crímenes cometidos por las SS. Encargó al SS-
Standartenführer Paul Blobel que hiciera desaparecer las fosas comunes antes de
que estas fueran descubiertas por el Ejército rojo en su avance. Blobel comenzó
sus fantasmagóricas actividades en agosto del año 1943. Con este fin tenía a sus
órdenes el Sonderkommando 1.005 que en Kiev llevó a cabo las primeras
exhumaciones. Siempre que era posible, el Sonderkommando abría las tumbas e
incineraba los cadáveres. Este horrible trabajo lo debían realizar los presos que a
continuación eran fusilados por las SS. Allí donde no era posible proceder a las
exhumaciones eran voladas las tumbas con dinamitas y luego se apisonaba la
tierra que era recubierta con hierba.

El fiscal soviético, L. N. Smirnow, leyó, ante el Tribunal, la declaración


del testigo Gerhard Adametz, que había pertenecido al Sonderkommando 1.005
b:

«Nuestro teniente Winter dio el parte al teniente Hanisch, jefe de la


Sección 1.005 a. El teniente Hanisch nos dirigió entonces una alocución: "Huelen
ustedes algo que procede de detrás de la iglesia. Han de vigilar ustedes a unos
prisioneros, y quiero que los vigilen bien. Pero todo lo que ocurra aquí es asunto
secreto del Reich. Todos ustedes son personalmente responsables si escapa
cualquiera de los presos..."

»Vimos unos cien prisioneros que estaban descansando. Todos los presos
llevaban las piernas atadas con una cadena. El trabajo de estos presos consistía
en exhumar los cadáveres de una fosa común, apilarlos y luego quemarlos. Es
difícil de calcular, pero debía haber allí de 40.000 a 45.000 cadáveres. Cuando los
prisioneros terminaban de sacar los cadáveres de la tumba, eran muertos con un
tiro en la nuca.»

Cuando las tropas aliadas comenzaron a cercar Alemania, finalizó esta


tragedia tan repleta de monstruosidades. En Auschwitz dejaron de trabajar las
cámaras de gas en el otoño del año 1944, pero cada día continuaban llegando
nuevos prisioneros. Por orden especial de Himmler fueron evacuados Auschwitz
y muchos otros campos de concentración. A pie o en vagones descubiertos,
vestidos solo con el delgado uniforme de presidiarios, los internados
emprendían su última marcha. En los campos reinaban epidemias, en Belsen
morían a diario 300 internados. Cuando los aliados llegaron a estos campos
hallaron 12.000 cadáveres sin enterrar; 13.000 presos murieron durante los días
siguientes a la liberación. Cuando el Ejército rojo ocupó Auschwitz el 26 de
enero de 1945 encontró allí solo a varios centenares de inválidos. Himmler había
evacuado antes el campo.

«Pasarán mil años y nadie ni nada borrará esta culpa de Alemania», dijo
el acusado Hans Frank en Nuremberg. Mientras escribimos estas líneas
solamente han transcurrido diecisiete años...

7. El fin del ghetto de Varsovia

En la exterminación del pueblo judío, ordenada por Hitler y dirigida por


Himmler, hay dos fases intermedias que tuvieron su origen en el cerebro de
Hermann Goering. Desde el momento en que fue leído el sumario textual en el
Proceso de Nuremberg quedó plenamente demostrado lo que Goering dijo en el
curso de la tristemente célebre Kristallnacht-Konferenz del 12 de noviembre de
1938:

«Mi querido Heydrich, no le quedará a usted otra solución que crear


ghettos en las grandes ciudades. Estos ghettos han de ser creados.»

Reinhard Heydrich, que más tarde dirigió de un modo tan enérgico la


«solución final», era entonces, un año antes de que comenzaran las hostilidades,
por motivos personalmente únicamente, contrario a la creación de ghettos, según
él, porque no estaban de acuerdo «con las necesidades políticas». Pero tan
pronto fueron conquistadas las regiones del Este europeo se presentaban nuevas
perspectivas. En el Gobierno general, el reino del futuro acusado en Nuremberg
Hans Frank, surgió por vez primera la idea de marcar con una señal a todos los
judíos. Poco después de la entrada de las tropas alemanas, el 24 de octubre de
1939, fue ordenado por las tropas de ocupación en el pueblo polaco de
Wloclawek que todos los judíos habían de lucir un brazal con la estrella de
David. A Hans Frank le gustó tanto esta disposición que el 23 de noviembre del
mismo año firmó una orden que ampliaba a todos los judíos que residían en el
Gobierno general la obligación de llevar el brazal con la estrella de David.

Pocos meses más tarde fue colocada la primera piedra para la realización
de la idea del ghetto de Goering. Los judíos que estaban señalados, y desde ya
hacía mucho tiempo registrados oficialmente, habían de fijar sus residencias en
unos barrios que les eran previamente señalados. Habían de abandonar sus
negocios y sus talleres, sus pueblos y sus comunidades y trasladarse, empleando
todos los medios de locomoción imaginables, a los ghettos de Cracovia,
Varsovia, Lublin, Radom y otras ciudades.

Heydrich, que en un principio había sido contrario a la creación de los


ghettos, se mostró repentinamente muy interesado en estos, principalmente en
concentrar a los judíos en un solo lugar, pues, mientras tanto, ya habían surgido
las nuevas disposiciones que hablaban de la «solución final» del problema
judío, y para los asesinos representaba una evidente comodidad y facilidad
desde el punto de vista técnico, tener al alcance de la mano a las víctimas.

En los expedientes del acusado Alfred Rosenberg se encontró un


memorándum que fue leído por el fiscal americano William F. Walsh, en
Nuremberg:

—Uno de los primeros objetivos de las medidas alemanas debe ser


separar, aislar herméticamente, a los judíos del resto de la población. Lo más
conveniente es la concentración de los judíos en ghettos, procurando, al mismo
tiempo, separar a los hombres y a las mujeres. Estos ghettos deben estar bajo la
autoridad de los propios judíos, que cuidarán igualmente del sistema de policía
dentro de sus límites. La vigilancia de la frontera entre los ghettos y el mundo
exterior es de la incumbencia de la policía alemana.

El SS-Brigadeführer Franz Stahlecker implantó el sistema en su campo de


actividades propias, Asunto secreto del Reich del 15 de octubre de 1941, y lo
expuso con palabras sencillas y comprensibles:

«Junto a la organización y puesta en práctica de las órdenes de ejecución,


desde los primeros días se procuró, en todas las grandes ciudades, concentrar a
todos los judíos en los ghettos creados al efecto.»

Lo que Stahlecker denominó «una puesta en práctica de las órdenes de


ejecución» es explicado en otro documento que leyó Walsh ante el Tribunal. Se
trata de un informe oficial del jefe de las SS y de la policía del distrito de
Galitzia, SS-Gruppenführer Franz Katzmann:

«Durante el transporte de los judíos a otro barrio de la ciudad se


montaron varios puestos de control. Todos los elementos judíos poco sociables y
reacios al trabajo fueron retenidos a su paso por el control y sometidos a un
tratamiento especial.»

Con la extensión de las conquistas de Hitler fueron surgiendo ghettos por


todo el Este, desde los Estados bálticos hasta Riga, en Galitzia con su punto
neurálgico en Lemberg, en Minsk y Smolensko. Cuando las tropas alemanas
llegaron a Crimea ya había sido superada la fase previa de la formación de los
ghettos y las «unidades especiales» ya habían empezado a efectuar sus
ejecuciones en masa.

Apenas terminaron los traslados, se levantaron, alrededor de los barrios


habitados por los judíos, altos muros, vallas y alambradas. Millones de seres
humanos se vieron de la noche a la mañana internados en unas cárceles de unas
dimensiones nunca concebidas por el ser humano. Lo que sucedió a partir de
aquel momento, detrás de aquellos muros, nos ha sido relatado por los
sobrevivientes, y además por testigos externos que tuvieron ocasión de echar
una ojeada a lo que sucedía allí dentro.

—A fines de 1942 —dijo William F. Walsh—, habían sido concentrados


los judíos del Gobierno general de Polonia en cincuenta y cinco comunidades.

Bajo pena de muerte les estaba prohibido abandonar los ghettos y según
el Acta de una sesión del 16 de diciembre de 1941 declaró Frank a los miembros
de su Gobierno:

—La pena de muerte dictada contra los judíos por desobediencia a esta
orden ha de ser ejecutada sin pérdida de tiempo.

El doctor Hummel, uno de los jefes de Sección presentes en la reunión,


añadió según consta en el Acta:

—El proceso hasta la liquidación es demasiado lento, está recargado de


formalidades burocráticas y ha de ser simplificado. Por este motivo, hemos de
estar agradecidos a la orden de poder fusilar a los judíos en las calles, lo que nos
ahorra un sinfín de complicaciones.

Para resolver el problema del modo de exterminar a los judíos que ahora
tenían concentrados en los ghettos, los verdugos inventaron con el tiempo, un
sinfín de métodos. El plan primitivo de Himmler fue, sencillamente, dejar morir
de hambre a aquellos seres encerrados entre muros. El racionamiento que se les
suministraba no era suficiente para vivir y esto coincide, plenamente, con las
instrucciones que firmó Herbert Backe del Ministerio del Reich para
Alimentación y Agricultura, el 18 de septiembre de 1942. El fiscal Walsh leyó la
orden:

—A partir de la semana 42 los judíos ya no recibirán los siguientes


víveres: carne, huevos, trigo, leche.

El gobernador Frank superó la orden de Berlín y redujo la ración de pan,


primero a 143 gramos diarios y finalmente a solo veinte gramos, dando cada mes
cincuenta gramos de grasa. Sabía que con esta decisión firmaba una orden de
muerte colectiva y anotó fríamente en su Diario:
«No cabe la menor duda de que la mortandad aumentará durante los
meses de invierno, pero esta guerra traerá consigo la eliminación completa de
todos los judíos.»

Con mayor cinismo aún escribió el 24 de agosto de 1942:

«Anotamos, además, que hemos condenado a un millón y medio de judíos


a morir de hambre.»

En efecto, la falta de víveres provocada artificialmente mató a miles de


judíos. Por las calles del ghetto se veían los niños que habían quedado reducidos
a la piel y a los huesos. Los hombres y mujeres que se desplomaban eran
colocados cuidadosamente al borde de la acera hasta que a la mañana siguiente
los carros recogían la cruel cosecha.

Sin embargo, Himmler y sus verdugos llegaron a la conclusión que el


método de matar de hambre a los judíos era un proceso demasiado lento y,
además, se exponían a que toda la retaguardia fuera infestada por las epidemias.
Asimismo, la falta cada vez más patente de mano de obra hizo que muchos de
los judíos que todavía estaban con fuerzas para trabajar fueran destinados a las
fábricas de armamento. La orden de liquidar completamente los ghettos y
destinar a todos los judíos sobrevivientes a las cámaras de gas de Auschwitz y
Treblinka se la ahorró Himmler hasta el 11 de junio de 1943.

El «exterminio por el trabajo» que siguió al «exterminio por el hambre»,


es un tema que fue tratado también por el fiscal Walsh en Nuremberg. Y de
nuevo aparece, en primer plano, el filósofo del Partido, Rosenberg.

—El acusado Rosenberg fundó, como ministro del Reich para las regiones
ocupadas del Este, una sección dentro de sus organizaciones que había de
ocuparse especialmente en hallar una solución al problema judío, por medio del
trabajo forzado. Sus planes están contenidos en un documento que presento
como prueba.

Citamos solo un párrafo de este monstruoso documento:

«Todos los judíos serán destinados a trabajos forzados, sin limitaciones


de edad. Todos los delitos contra las leyes alemanas serán castigados con la
muerte.»

El fiscal Walsh continuó su relato:

—En los ghettos eran seleccionados los judíos que estaban en condiciones
de trabajar y los destinaban a los campos de trabajo. Aquí eran sometidos a una
nueva selección. Se confiaba en poder reclutar, de este modo, entre 45.000 judíos,
a unos diez o quince mil capacitados para el trabajo. Al hacer esta afirmación me
baso en un telegrama de la Oficina Central de Seguridad del Reich, dirigido a
Himmler, que lleva las indicaciones de «urgente» y «secreto», del 16 de
diciembre de 1942. Voy a leer las últimas líneas: «En la cifra de 45.000 judíos no
están incluidos los ancianos y los niños. La selección proporcionará de diez a
quince mil judíos capacitados para el trabajo, procedentes todos ellos de
Auschwitz».

Tras estas palabras se oculta el período de transición hacia la siguiente y


última fase. Durante la selección eran divididos los judíos en dos clases: unos
eran destinados a ser «exterminados por el trabajo» y se les concedía la gracia de
vivir durante algún tiempo más, mientras que los otros eran destinados,
directamente, a las cámaras de gas.

En los ghettos comenzaron a montar talleres y fábricas de armamento.


Estos centros de trabajo se convirtieron en los últimos refugios y el SS-
Gruppenführer Katzmann confesó, según un informe leído por el fiscal Walsh,
lo siguiente:

«Se conocen casos en que los judíos, con el fin de obtener un certificado
de trabajo, no solo estaban dispuesto a renunciar a todo sueldo o jornal, sino
incluso a dar dinero encima. El afán de los judíos en ayudar a sus patronos, llegó
a tal extremo que se hubo de proceder con la mayor energía y someter a los
judíos a un tratamiento especial». Los patronos de los que habla Katzmann eran
empresarios alemanes, y el más grande y conocido de todos era Walter Töbens
que, en sus fábricas de Varsovia, proporcionaba trabajo a quince mil judíos y,
gracias a los mismos, se convirtió de un empresario arruinado en un
multimillonario. Complicó a casi todos los oficiales del SD de Varsovia
sobornándolos, y repartió finalmente sus beneficios con el jefe de las SS y de la
policía, Odilo Globocnik.

Pero al final ni siquiera el trabajo de esclavos impedía que los judíos


fueran conducidos a la muerte. Comenzaron a dirigirse los transportes hacia los
campos de exterminio y ya solo era cuestión de tiempo el que emprendiera la
marcha el último tren. Leemos en el Diario de Hans Frank:

«Con los judíos, y lo digo sin andarme por las ramas, hemos de terminar
de un modo u otro. Antes de seguir hablando quiero que ustedes se pongan de
acuerdo conmigo sobre la siguiente fórmula. Solo sentimos compasión hacia el
pueblo alemán y con nadie más en este mundo. Como viejo nacionalsocialista he
de añadir: Si los judíos lograran sobrevivir a esta guerra, entonces esta solo
habría significado un éxito parcial para nosotros. Caballeros, les ruego se
despojen de todo sentimiento de compasión. Hemos de exterminar a los judíos,
allí donde nos tropecemos con ellos y donde sea factible.»

Estas palabras son todo un programa. Solo en algunos lugares brilla una
luz en esta horrenda oscuridad y una de estas es la desesperada acción de los
judíos en el ghetto de Varsovia que, el 18 de abril de 1943, se levantaron contra
sus verdugos.

Vamos a exponer aquí el caso del ghetto de Varsovia, como ejemplo de lo


ocurrido en los demás ghettos. En Nuremberg leyó el fiscal Walsh un informe,
firmado por el SS-Brigadeführer Jürgen Stroop:

—El barrio habitado por los judíos en la ciudad de Varsovia, un distrito


de cuatro kilómetros de largo por dos kilómetros y medio de ancho, era
habitado, aproximadamente, por unos 400.000 judíos. Existían unas 27.000
viviendas y cada vivienda tenía un término medio de dos habitaciones y media.
Estaba separado de los restantes barrios de la ciudad por altos muros y también
habían sido tapiadas las ventanas y puertas que daban a otros barrios.

Walsh añadió:

—Obtendremos una idea de cómo vivía la gente en aquel barrio si


explicamos que seis personas habían de convivir en una sola habitación.

Pero en realidad, las condiciones de vida eran mucho peores. Los judíos
ricos pudieron, al principio, alquilar viviendas más espaciosas, mientras que los
demás habían de apretujarse todavía más, pues había habitaciones en las que
dormían hasta treinta y seis personas... que se veían obligadas a hacer turnos
para poder dormir. Para comprender plenamente la situación diremos que toda
la población de Darmstadt estaba concentrada en un solo barrio. Por este motivo,
las calles siempre estaban llenas de gente.

En el año 1941 se registraron en el ghetto de Varsovia 44.630 casos de


defunción, la mayoría a causa de la depauperación. Esta cifra iba continuamente
en aumento, pero una comisión de médicos judíos que examinó detenidamente
el problema, llegó a la conclusión que pasarían cinco años antes de que todos los
habitantes hubiesen muerto de hambre.

Esto entrañaba dos hechos. Primero, que, además del racionamiento


oficial, los habitantes se suministraban de otras fuentes, y segundo, que los
habitantes del ghetto se habían organizado para estudiar y vencer sus
dificultades.

El muro que rodeaba el ghetto no era un muro invencible. Había agujeros,


había policías polacos que sabían mirar hacia otro lado, existían canales
subterráneos que conducían hacia el mundo exterior. Con preferencia, eran los
niños los que se dedicaban, día y noche, a estas actividades de contrabando, y si
varios centenares de personas no murieron de hambre, tal como había previsto y
deseado Frank, se debió, en gran parte, a las hazañas de esos niños. Sin medios
de ninguna clase..., pues los policías alemanes disparaban, y era un espectáculo
frecuente ver cómo los niños caían muertos frente a los muros, víctimas de las
balas alemanas.

Había otras grietas en el muro. Los batallones de trabajadores salín y


entraban diariamente del ghetto, ya que las fábricas en donde trabajaban
estaban situadas en otros barrios de Varsovia. Era completamente imposible
controlar si al regreso, realmente, formaban en la columna todos los hombres
que habían salido.

Por el interior del ghetto circulaba un tranvía que no llevaba ningún


número sino, como señal, la estrella de David. Además, el ghetto era cruzado en
su punto más estrecho por una línea ferroviaria. La dirección de los ferrocarriles
había recibido orden de que los trenes cruzaran por allí a la máxima velocidad.
Sin embargo, aquel punto era el centro neurálgico del contrabando: los niños
polacos arrojaban, desde las plataformas de los trenes, sacos a la calle que eran
recogidos por los niños judíos en el ghetto que rápidamente desaparecían con su
botín.

Una organización desesperada logró, por conductos secretos, hacer entrar


incluso vacas en el recinto prohibido, y esconderlas en el tercer piso de una casa
para, de esta forma, disponer de leche para los recién nacidos.

Por otro lado, representó una gran ayuda que tanto el SD, como la
Gestapo y las SS en Varsovia estuvieran compuestas por elementos fáciles de
sobornar. Globocnik, por ejemplo, que poseía participación en el negocio de
Többens, no tenía el menor interés en que los obreros de su socio se muriesen de
hambre o fueran destinados a las cámaras de gas, a pesar de que esta hubiera
sido su obligación. Eran muchos los que sabían que Globocnik sacaba un
beneficio tan enorme de los ghettos que deseaba que estos no fuesen disueltos
jamás.

Solo así se explica que tuvieran interés en retrasar el exterminio de los


judíos en los ghettos, exterminio que, por fin, fue ordenado por Heinrich
Himmler. Estimularon, incluso, la construcción de refugios antiaéreos en el
ghetto, pero no para proteger a las familias judías contra las bombas de la
aviación rusa, sino para poder destinar algún día estos refugios a nidos de la
resistencia contra los alemanes, para convencer de este modo a Himmler que
desistiera de su plan de exterminio total.
Lo mismo debieron pensar Globocnik y sus compañeros cuando
pretendieron no haberse enterado del contrabando de armas. Lo cierto es que los
elementos de la resistencia judía en el ghetto lograron adquirir, a precios
astronómicos, fusiles, pistolas, munición, bombas de mano, ametralladoras e
incluso armas pesadas. Estas armas las vendían soldados alemanes y, sobre todo,
las unidades italianas destinadas en aquel sector.

Sobre el ghetto de Varsovia se cernía un gran interrogante. Las


autoridades ordenaban las medidas de represalia más violentas y, al mismo
tiempo, los altos jefes organizaban sus orgías en los locales nocturnos que ellos
fundaban en el ghetto. Aquellos que disponían de oro, diamantes o dólares
suficientes podían darse la gran vida y no tenían que temer ni a la policía judía
ni a la alemana, ni siquiera prestar atención a los cadáveres que cubrían las
calles.

El Consejo de los judíos era una organización que había sido impuesta
por los alemanes y la policía judía un grupo de unos dos mil hombres que debía
justificar su existencia actuando de la forma más cruel que pueda imaginarse
contra sus propios compañeros de raza.

A partir del 20 de julio de 1942, se inició un cambio en la vida del ghetto


de Varsovia. Aquel día el Consejo de judíos recibió la orden de seleccionar a
60.000 compatriotas que debían ser destinados a batallones de trabajo. El fin que
se perseguía con esta medida era «liberar el ghetto de todos los elementos
improductivos». Los niños, los enfermos, las mujeres y los ancianos habían de
concentrarse en un lugar previamente señalado, desde el que serían conducidos
directamente a los campamentos de la muerte.

Pero, momentáneamente, no se sabía, todavía, el último destino de esos


desgraciados. Solo se decía que serían evacuados más hacia el Este, a algún lugar
de la provincia de Minsk. El presidente del Consejo de judíos, Adam
Czerniakow, fue el único que sospechó la verdad y puso fin a su vida
envenenándose. La palabra «transporte» empezó a cobrar un sentido
fantasmagórico en el ghetto. La policía judía y las SS recorrían las calles,
apaleaban y disparaban, vaciaban las cárceles, registraban las casas, apresaban a
las mujeres encinta, tiraban de las barbas de los ancianos. Transporte...

Bernard Goldstein, uno de los miembros del movimiento de la resistencia


judía, informa en sus «Memorias»:

«No albergábamos la menor duda que el fin de aquellos transportes era la


muerte. Encargamos de la difícil misión de obtener una información más exacta
a Zalman Friedrych, uno de nuestros compañeros más valientes en el
movimiento de resistencia. Un ferroviario polaco que conocía la ruta que
seguían los trenes que se llevaban a los deportados señaló el camino a Friedrych.

»Después de vencer grandes dificultades, llegó Friedrych finalmente a


Sokolow. Allí se enteró de que los alemanes habían construido una segunda vía
hasta el pueblo de Treblinka. Cada día, los trenes que llegaban cargados de
judíos eran destinados a esta segunda vía. En Treblinka había un campamento
muy grande. Los habitantes de Sokolow habían oído decir que en Treblinka
ocurrían cosas muy horrendas, pero no sabían nada en concreto.

»En Sokolow, Friedrych se encontró casualmente con nuestro compañero


Azriel Wallach, sobrino de Maxim Litwinov, el antiguo ministro de Asuntos
Exteriores soviético. Acababa de huir de Treblinka y estaba en un estado
deplorable. Presentaba grandes quemaduras, sangraba y sus ropas estaban
destrozadas. Friedrych se enteró de que todos los judíos que habían sido
llevados a Treblinka habían sido muertos. Al descender de los trenes, se les dijo
que habían de bañarse antes de ocupar los nuevos barracones, pero luego los
habían conducido a unas grandes cámaras, cerradas herméticamente, y los
habían matado envenenándoles con gas. Wallach se libró de la muerte porque
fue destinado a limpiar los vagones de carga y aprovechó una ocasión que se le
presentó para emprender la huida.

»Después de obtener estas informaciones, Friedrych regresó a Varsovia.


De esta forma pudimos comunicar a nuestros compañeros lo que les sucedía a
aquellos que eran deportados.»

Pero fueron muy pocos los que dieron crédito al relato. Desesperados, la
mayoría se aferraban a la ilusión de que realmente se trataba única y
exclusivamente de un cambio de residencia, y que eran destinados a realizar otra
clase de trabajo. Continuaron organizando transportes y fueron muchos los que
se presentaban voluntarios confiando que encontrarían un lugar de trabajo
donde poder llevar una existencia más digna.

Pero, poco a poco, se iban esfumando estas ilusiones. El ghetto se iba


vaciando y llegó el día en que trabajar para Többens ya no era una garantía de
librarse de la deportación. Los comandos de las SS empezaron con las
tristemente célebres «selecciones» y de nuevo fue Goldstein el que dio, al
Tribunal, un relato fidedigno:

—A través de una grieta en el muro veíamos cómo procedían, en el patio,


a esta selección. Los hombres de las SS formaban dos filas, entre las cuales
pasaban los obreros. Luego se dirigían hacia la derecha o hacia la izquierda,
según si el oficial de las SS señalaba con su bastón hacia la izquierda o la
derecha. Todos los que eran destinados a morir eran apresados, rodeados por los
soldados y policías y cargados en los vagones. Por todas partes se oían gritos y
llorar. Los hombres trataban de reunirse con sus esposas y estas con sus maridos,
pero el movimiento arbitrario de un bastón era suficiente para separarlos
definitivamente.

Todos sabían ahora que aquellos que no eran destinados a un lugar de


trabajo iban camino de la muerte. Solo existía una posibilidad de salir con vida:
dar la impresión, durante la selección, de que se estaba en condiciones
inmejorables para realizar un trabajo.

«Había que dar la impresión de estar sanos, fuertes y capacitados»,


declaró Goldstein.

«Empezamos a asistir a un espectáculo inaudito en las calles. Los hombres


se afeitaban y se lavaban y las mujeres se pintaban los labios y se peinaban.
Todas hacían lo máximo para parecer muy atractivas a la vista de aquellos
demonios. Los obreros formaban grupos y esgrimían pancartas en las que
habían escrito los trabajos que eran capaces de realizar. Vi un grupo de
panaderos con sus gorras blancas y limpias que llevaban un gran emblema de su
gremio.»

Y mientras se sucedían estas escenas, llegó el 18 de enero de 1943 con su


cruel tormenta. Un grupo de los que habían seleccionados para emprender el
camino de la muerte sacaron a relucir sus armas y abrieron fuego contra los
soldados de las SS que les escoltaban.

Un acontecimiento inesperado.

Ferdinand von Sammern-Frankenegg, alto jefe de las SS y de la Policía,


organizó una gran redada en el ghetto, mandó disparar piezas de artillería
pesada contra unas cuantas casas, pero no logró detener a los organizadores del
atentado.

Un mes más tarde, el 16 de febrero de 1943, Himmler ordenó «destruir el


ghetto de Varsovia». Sammern-Frankenegg y Odilo Globocnik, por los motivos
anteriormente mencionados, parecieron dudar y, por este motivo, hizo acto de
presencia el SS-Brigadeführer y general de la policía Jürgen Stroop, que se hizo
cargo del mando. El 9 de abril penetró en el ghetto con tres piezas de artillería y
tres carros de combate.

Aquel día comenzó la trágica lucha a muerte de los judíos de Varsovia.


Esta lucha duró casi un mes, hasta el 16 de mayo de 1943. Los alemanes
aniquilaron toda resistencia, pero la victoria se la llevó finalmente el pueblo
judío.
En la sala de sesiones del Tribunal de Nuremberg intentó el fiscal
americano John Harlan Amen, obtener detalles de Kaltenbrunner.

Amen: «¿Tuvo algo que ver con la destrucción final del ghetto de
Varsovia?»

Kaltenbrunner: «No tuve ninguna relación con lo ocurrido».

Amen: «Stroop era un buen amigo de usted, ¿no es cierto?»

Kaltenbrunner: «Vi a Stroop una o dos veces en mi vida en la oficina del


Reichführer Himmler».

Amen: «Veremos si Stroop confirma lo que usted acaba de declarar ante el


Tribunal».

Amen presentó, a continuación, una declaración jurada firmada por


Stroop.

«Recibí, además, un telegrama de Himmler en el que me daba la orden de


evacuar el ghetto de Varsovia. El Obersturmbannführer doctor Hahn era,
entonces, comandante de la policía de seguridad de Varsovia. Hahn dio órdenes
a su policía de Seguridad para que emprendiera esta acción. Estas órdenes no le
fueron dadas a Hahn por mí, sino directamente por Kaltenbrunner desde Berlín.
Todas las ejecuciones fueron ordenadas por la Oficina Central de Seguridad del
Reich, es decir, por Kaltenbrunner».

Amen: «¿Qué dice usted..., es cierta o falsa esta declaración de Stoop?»

Kaltenbrunner: «Es falsa».

Pero la declaración de Kaltenbrunner no pudo disminuir el valor de otro


documento que fue presentado en Nuremberg, el informe de Stroop sobre
aquella acción. El SS-Brigadeführer redactó con el título de: ¡No existe ya ningún
barrio judío en Varsovia!, un documento histórico excepcional que impulsó al
fiscal Walsh a hacer el siguiente comentario:

—Esta auténtica prueba de artesanía alemana, encuadernada en piel,


ricamente ilustrada, impresa en excelente papel, contiene un relato casi increíble
escrito por Stroop, que lo firmó. El general Stroop alaba en este informe, en
primer lugar, la valentía y el heroísmo de las fuerzas armadas alemanas que
participaron en aquella acción sin contemplaciones de ninguna clase contra un
grupo de judíos, concretamente, 56.065 hombres, mujeres y niños.
En la cárcel de Nuremberg le dijo el antiguo jefe del alto Estado Mayor
alemán, Alfred Jodl, al psicólogo Gustave M. Gilbert:

—¡Esos sucios y arrogantes cerdos de las SS! ¿Cómo es posible que


alguien pueda escribir un informe de 75 páginas sobre una acción tan criminal?

No puede existir un testimonio más convincente que este relato de uno de


los principales actores.

«Antes de iniciarse esta gran acción había sido debidamente cercado el


barrio habitado por los judíos para impedir que pudieran huir. Cuando por
primera vez penetramos en el ghetto, los judíos, que habían estado esperando
este momento, lograron detener nuestro avance con su fuego concéntrico. Pero
durante el segundo asalto logramos que el enemigo se viera obligado a
replegarse a los tejados o a los sótanos. Para evitar que los judíos pudieran huir
por los canales subterráneos, estos fueron inundados.

»Los judíos que se habían confabulado con los bandidos polacos habían
izado la bandera polaca y judía para estimular a sus compatriotas a la lucha.

»El primer día ya comprendí que no podríamos lograr el éxito deseado si


queríamos llevar a cabo el plan que habíamos previsto en un principio. Los
judíos lo tenían todo en sus manos, desde materiales químicos para la
fabricación de explosivos, hasta uniformes de la Wehrmacht y medios de
combate de toda clase, incluso bombas de mano y «cocktails» Molotov. El
segundo día hubimos de emplear los lanzallamas y la artillería para arrojar a los
judíos de sus refugios.

»En el curso de la acción descubrimos que todo el ghetto había sido


convertido en una sola fortaleza. Los sótanos se comunicaban entre sí, de modo
que los judíos podían trasladarse de un lado al otro por estos conductos
subterráneos. Descubrimos depósitos en los que habían almacenado víveres
para resistir varios meses.

»Los grupos de combate estaban compuestos por muchachos de dieciocho


a veinticinco años de edad que se hacían acompañar siempre por algunas
mujeres. Tenían orden de luchar hasta morir y de suicidarse en el caso de ser
apresados. Muchas veces no sacaban a relucir sus armas hasta que tenían a los
soldados alemanes encima ocasionando, de esta forma, una mayor mortandad
entre nuestros hombres.

»Por medio de bandos la población aria fue instruida de que serían


castigados con la pena de muerte todos los que concedieran refugio a un judío.
Se les prometió a los policías judíos que se les daría la tercera parte de los bienes
en dinero de cada judío que entregaran a las autoridades.

»La acción terminó el 16 de mayo de 1943 con la voladura de la sinagoga


de Varsovia; hecho ocurrido a las 20'15 horas. Todos los demás edificios habían
sido destruidos. Como existía la posibilidad de que debajo de las ruinas se
ocultaran todavía algunos judíos decidimos que, durante algún tiempo, el
antiguo ghetto quedara aislado.»

Este relato de Stroop fue ampliado por una serie de telegramas que
mandó a Cracovia informando sobre el curso de la lucha. Por ejemplo, el 22 de
abril telegrafió:

«Familias enteras saltaban por las ventanas cuando el fuego prendía en la


casa o intentaban llegar hasta el suelo deslizándose por cuerdas o sábanas atadas
entre sí. Ordenamos que estos judíos fueran liquidados en el acto.
Desgraciadamente, no hemos podido evitar que cierto número de judíos y
polacos se escondan en los canales. Las relaciones con la Wehrmacht son
excelentes.»

La noche de aquel mismo día mandó Stroop otro telegrama:

«Desde esta tarde disparamos contra el ghetto con artillería pesada.


Hemos apresado treinta y cinco bandidos polacos, comunistas, que han sido
ejecutados. Antes de morir suelen gritar: "Viva Polonia" y también "Viva
Moscú".»

El 23 de abril:

«Para efectuar una limpieza a fondo hemos dividido el antiguo ghetto en


veinticuatro secciones. El resultado de esta acción ha sido el siguiente: 600 judíos
y bandidos polacos detenidos, unos 200 judíos y polacos fusilados. Hasta la
fecha han sido deportados 19.450 judíos. El próximo transporte saldrá el 24 de
abril de 1943.»

El 24 de abril, Stroop confesó a sus superiores en Cracovia:

«Los judíos y polacos prefieren morir antes que caer en nuestras manos.»

El 25 de abril:

«Todo el ghetto es un inmenso mar de fuego».

El 26 de abril:

«Los judíos que han sido apresados explican que muchos de sus
compañeros se han vuelto locos debido al fuego, al humo y al calor. Hoy hemos
prendido fuego a varios bloques de casas. Este es el único sistema para que estos
bandidos salgan a la vista. Hemos vuelto a recoger un importante botín en armas
y dinero.»

El 27 de abril:

«Hemos destinado un grupo a registrar los sótanos. Los judíos se lanzan


incluso desde la cuarta planta de las casas a la calle maldiciendo al Führer y a los
soldados alemanes.»

El 1.º de mayo:

«Hemos volado gran parte de los canales.»

El 3 de mayo:

«Los judíos y bandidos disparan con frecuencia con dos pistolas, una en
cada mano. Las mujeres ocultan las armas bajo sus faldas y no las enseñan hasta
que son detenidas. Prefieren morir antes que ser detenidas.»

El 6 de mayo:

«Hoy hemos registrado las casas que han sido pasto de las llamas. A pesar
de que consideramos que era humanamente imposible que alguien hubiese
salido con vida, hemos apresado, en el curso de esta acción, a 1.553 judíos, de los
cuales 356 han sido fusilados.»

El 8 de mayo:

«Los primeros días de lucha fueron terribles, pero hoy no podemos


penetrar en ningún sótano sin que los judíos, que se esconden en ellos, nos
reciban con fuego de pistola y ametralladora. Son los verdaderos organizadores
de la resistencia. El abajo firmante está decidido a no dar por terminada la acción
hasta que no haya sido aniquilado el último judío.»

El 10 de mayo:

«Ha continuado la resistencia que ofrecen los judíos. La policía de


seguridad ha volado un taller en el que se fabricaban explosivos.»

El 13 de mayo:

«Los judíos que han sido detenidos en el curso del día formaban parte de
los grupos de combate.»
El 15 de mayo:

«Hoy solo hemos podido fusilar de seis a siete judíos. Esta tarde hemos
volado el cementerio, la capilla y todos los edificios contiguos.»

Al día siguiente, Stroop confió al batallón de policía III/23 los trabajos


finales y dio el último parte al SS-Obergruppenführer y general de la policía en
Cracovia, Friedrych Kruger:

«El antiguo barrio judío de Varsovia ha dejado de existir. El número de


los judíos detenidos o ejecutados se eleva a 56.065.»

El SS-Obergruppenführer y arquitecto Heins Kammler fue encargado de


volar las ruinas y aplanarlas. Fueron muy pocos los judíos que lograron huir a
los otros barrios de Varsovia en donde se ocultaron, y escasos los que
sobrevivieron para relatar todos los horrores de que habían sido testigos.

En Nuremberg, el fiscal Walsh terminó su discurso de acusación con las


siguientes palabras:

—El ministerio público podría presentar a este Tribunal un sinfín de


pruebas sobre la cifra de judíos que fueron muertos por los nazis, pero opino
que las pruebas que podamos presentar ya no alterarán el grado de culpabilidad
de los acusados.
EL ÚLTIMO CAPÍTULO

1. Últimas palabras, y Fallo

El proceso ante el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg estaba


llegando a su fin.

—Los primeros cincuenta años del siglo XX —dijo el fiscal general


americano, Robert H. Jackson en su informe—, figurarán en los libros de historia
como los más sangrientos de todos los tiempos. Dos guerras mundiales nos han
proporcionado un número de muertos superior al conjunto de todos los Ejércitos
que participaron en una batalla en la Antigüedad o en la Edad Media. No
conocemos otros cincuenta años en la historia de la humanidad que hayan sido
testigos de tantas crueldades, deportaciones en masa de pueblos a la esclavitud,
del exterminio de minorías raciales. Los horrores de Torquemada quedan
empequeñecidos por la inquisición de los nazis.

»Estos hechos son oscuras realidades históricas, que futuras generaciones


recordarán como la característica de este siglo. Si no estamos en condiciones de
eliminar las causas de estos sucesos bárbaros e impedir su repetición, entonces
no creemos descabellado profetizar que tal vez este siglo XX traiga la desgracia y
la muerte para toda la civilización.

»De un hecho podemos estar seguros. El futuro nunca podrá dudar de que
los nazis han tenido ocasión de defenderse. La historia sabrá que los nazis han
podido decir todo lo que nos han considerado conveniente y oportuno. Han sido
juzgados ante un tribunal en unas condiciones que ellos nunca hubiesen
concedido a nadie es sus tiempos de poder y esplendor. Ha quedado bien claro
además que las declaraciones de los acusados han eliminado toda duda de su
culpabilidad, unas dudas que hubieran podido existir todavía en vista de la
inmensidad de sus crímenes y el carácter tan extraordinario de estos. Ellos han
contribuido a firmar su propia sentencia.

Jackson remarcó otro punto:

—No les acusamos de sus repugnantes ideas. La bancarrota intelectual y


la perversión moral del régimen nazi jamás se hubiesen convertido en asunto
del derecho internacional si no hubiesen abusado de él cruzando, en un desfile
marcial, las fronteras internacionales. No son sus ideas, sino sus acciones
públicas las que nosotros consideramos criminales.

Sir Hartley Shawcross, el fiscal británico, citó con exactitud, durante su


informe, varias de estas acciones:

—El asesinato fue organizado como una industria de producción en serie,


en las cámaras de gas y en los hornos de Auschwitz, Dachau, Treblinka,
Buchenwald, Mauthausen, Maidanek y Oranienburg. ¿Acaso el mundo debe
cerrar los ojos ante el resurgimiento de la esclavitud en Europa, una esclavitud
de tales dimensiones que siete millones de hombres, mujeres y niños fueron
expulsados de sus países de origen, tratados como cabezas de ganado, muertos
de hambre, apaleados y asesinados? Fueron estos hombres aquí presentes los
que, junto con algunos otros, acarrearon esta culpa sobre Alemania y
pervirtieron al pueblo alemán.

»En todas las guerras, y también en esta, no cabe la menor duda, y me


refiero a los dos bandos en lucha, fueron cometidos actos de violencia y
crueldades. Sí, estos actos resultan terribles para los que se convierten en
víctimas de los mismos y no trato de disculparlos ni menguarlos. Pero fueron
hechos casuales y aislados, pero en este caso se trata de algo muy diferente: de
unos hechos organizados conscientemente.

»Hubo un grupo sobre el que fue aplicado el método de exterminio con


una saña que se nos antoja inexplicable. Me refiero a los judíos. Aunque los
acusados no hubieran cometido ningún otro crimen, este, en el que están
complicados todos ellos, sería más que suficiente para su condena. La historia no
conoce otros crímenes semejantes.

»Los presentes fueron con Hitler, Himmler, Goebbels y otros, jefes del
pueblo alemán. Si estos hombres no son responsables, ¿quién lo es? Cuando
abrí el proceso dije que a veces llega el momento en que un hombre ha de elegir
entre su conciencia y sus jefes. Y esos hombres apartaron a un lado su
conciencia, y por este motivo son culpables de las monstruosidades de que ahora
se les acusa.

»Hace muchos años, Goethe dijo, hablando del pueblo alemán, que
llegaría el día en que habría de enfrentarse con su destino: «El destino los
aniquilará porque ellos mismos se habrán traicionado y no querrán ser lo que
son. Es lamentable que no conozcan el estímulo de la verdad, que se entreguen
incondicionalmente en manos del primer granuja que incite sus instintos más
bajos, les fomente sus vicios y les enseñe a comprender y defender el
nacionalismo como aislamiento y brutalidad».

»Qué voz tan profética la de Goethe... Esos son aquellos granujas sin
escrúpulos de ninguna clase que fueron los causantes de los crímenes conocidos
por todos nosotros.
»Algunos puede que sean más culpables que otros. Pero cuando se trata
de crímenes como estos con los que nos enfrentamos, cuando sus consecuencias
son la muerte de más de veinte millones de semejantes nuestros, la destrucción
de todo un Continente, la extensión de tragedias sin fin y también de
sufrimientos y penalidades, ¿qué importancia tiene que unos hayan intervenido
en estos crímenes en menor grado que otros, que unos sean los principales
culpables y los otros solamente sus lugartenientes? ¿Qué importa que algunos
sean responsables de la muerte de solamente unos cuantos miles de seres
humanos y los otros de millones?

»La suerte de estos acusados representa muy poca cosa: su poder personal
para hacer daño ha sido destruido para siempre. Pero de su destino dependen
consecuencias todavía muy graves. Este proceso ha de convertirse en un mojón
en la historia de la civilización, no solamente condenando a los culpables, sino
también como exponente de que el bien siempre triunfará sobre el mal y
también porque el hombre sencillo en este mundo, y no hago aquí diferencias
entre amigos y enemigos, está firmemente decidido a colocar al individuo por
encima del Estado. Ojalá se conviertan en realidad las palabras de Goethe, no
solo para el pueblo alemán, tal como confiamos nosotros, sino para la
humanidad entera:

«"Así deberían ser los alemanes..., los corazones abiertos a toda


admiración fértil, grandes por su comprensión y amor, por sus conocimientos y
su espíritu..., así debería ser, este es su destino."

»Cuando llegue el momento en que tengan que tomar su decisión,


procedan ustedes sin sentimientos de venganza, pero sí con la firme decisión de
que estas cosas no vuelvan a repetirse.

»"El padre... —¿lo recuerdan ustedes?—, señaló con el dedo hacia el cielo
y parecía decirle algo al hijo...".»

Presidente: «Se aplaza la sesión.»

La última declaración correspondía a los acusados. Así lo establecían los


estatutos del Tribunal y el 31 de agosto de 1946 se les ofreció una nueva ocasión
a los veintiún hombres del banquillo de los acusados en la sala de sesiones el
Tribunal de Nuremberg, a aproximarse al micrófono y tomar la palabra.

Estas últimas declaraciones ocupan casi cincuenta páginas impresas del


sumario. Son la última defensa y creemos necesario reproducir aquí las partes
más esenciales. Todos los acusados estudiaron previamente, con toda
meticulosidad, las palabras que iban a pronunciar y leyeron las anotaciones que
habían tomado al efecto. Goering, que fue el primero en tomar la palabra, dijo
entre otras cosas:

¯Que yo condeno esos asesinatos en masa con toda severidad y que me


falta toda comprensión por esos crímenes, es un hecho que quiero remarcar de
nuevo. Pero también quiero repetir una vez más ante este Tribunal y no quiero
que existan dudas en este caso: No ordené nunca, en ningún momento y contra
ninguna persona, un asesinato y tampoco ordené crueldades de ninguna clase ni
índole, ni tampoco las consentí en ningún momento siempre que pude o tuve
conocimiento de ello para impedirlo.

»El pueblo alemán confiaba en el Führer y debido a su poder autoritario


no tenía ninguna influencia sobre los sucesos. Sin conocimiento de los graves
crímenes que en la actualidad son conocidos de todos, el pueblo luchó y sufrió
fiel, valiente y con espíritu de sacrificio. El pueblo alemán está libre de toda
culpa.

»Yo no quise ni provoqué ninguna guerra, hice todo lo que estuvo en mi


poder para evitar la guerra por medio de negociaciones. Cuando estalló la guerra
hice todo lo que puede para alcanzar la victoria. Dado que las tres grandes
potencias occidentales luchaban aliadas a muchas otras naciones contra nosotros,
hubimos de claudicar finalmente ante la superioridad. Me atengo a lo hecho por
mí. Rechazo vivamente la acusación de que mis acciones fueron dirigidas por el
deseo de someter a otros pueblos por la guerra, asesinarlos, robarles o
esclavizarlos, cometer crímenes o crueldades. El único motivo que me guió fue el
amor hacia mi pueblo, su felicidad, su libertad y su vida. Y llamo como testigo al
Todopoderoso y al pueblo alemán.»

El siguiente en tomar la palabra fue Rudolf Hess. Sus palabras sonaron


poco claras y confusas, y Hess parecía no querer terminar nunca hasta que
finalmente fue interrumpido por el presidente. Reproducimos las partes más
características:

Hess: «En primer lugar y en consideración a mi estado de salud, ruego al


Tribunal me permita hablar sentado».

Presidente: «Sí, desde luego, concedido».

Hess: «Algunos de mis compañeros podrán confirmar que cuando


comenzó el proceso dije: Primero: Se presentarán aquí algunos testigos que bajo
juramento prestarán declaraciones falsas y lo más probable es que estos testigos
causen una impresión inmejorable en todos y que les crean. Segundo: El
Tribunal leerá unas declaraciones juradas que solo serán falsedades. Tercero:
Los acusados se encontrarán frente a situaciones provocadas por testigos
alemanes que no dejarán de causarles una gran sorpresa. Cuarto: Algunos de los
acusados harán gala de un comportamiento bastante extraño. Harán
declaraciones indignas contra el Führer. Cargarán la culpa sobre su propio
pueblo. Se acusarán mutuamente alegando falsedades. Y se acusarán igualmente
a sí mismos diciendo también falsedades: Todo lo que predije se ha hecho
realidad.

»Pero todas estas predicciones las hice, no solo unos días antes de
empezar el proceso, sino muchos meses antes cuando me encontraba en
Inglaterra, en presencia del doctor Johnston. Entonces ya redacté por escrito todo
lo que iba a suceder. Basaba mis predicciones en lo que había ocurrido en otros
países no alemanes. Durante los años 1936 a 1938 se celebraron en estos países
procesos políticos. Lo curioso de estos procesos es que los acusados se
reprochaban a sí mismos por haber cometido unos crímenes no existentes.
Algunos corresponsales extranjeros afirmaban que había dado la impresión de
que los acusados, por algún medio extraño, habían sido influenciados en su
modo de pensar y a esto se debía su extraño comportamiento. Cito textualmente
lo que publicó el Völkischen Beobachter, que se refería a un artículo publicado
en Le Jour: "Las drogas que se les administran a los acusados provocan que estos
hablen y actúen como se les ha ordenado».

»Esto último es de gran importancia con vistas a estas actividades, hasta


ahora tan incomprensibles, del personal alemán en los campos de concentración
y también de los científicos y médicos que hicieron los terribles ensayos en los
internados, unos hechos que un hombre normal sería incapaz de hacer.

»Pero esto es también de gran importancia teniendo en cuenta las acciones


y comportamientos de personas que, sin duda, dieron las órdenes y las
directrices para que fueran cometidos aquellos crímenes en los campos de
concentración y que dieron las órdenes para el fusilamiento de los prisioneros
de guerra. Recuerdo que el testigo Milch ha explicado que tenía la impresión de
que el Führer no gozaba de perfecta salud mental durante los últimos años y
varios de mis compañeros me han dicho, independientemente, que la expresión
del Führer, y sobre todo su mirada, durante los últimos años tenía algo de
crueldad y de acusada tendencia hacia la demencia.

»Todos estos detalles me han recordado mi estancia en Inglaterra. Las


personas que me rodeaban allí se comportaban de un modo tan extraño que
daban la impresión de que no eran seres normales. Aquellos hombres eran
reemplazados continuamente. Los recién llegados tenían una expresión muy
extraña en los ojos, una mirada vidriosa y ensoñadora. Pero estos síntomas
duraban solamente unos pocos días, pues luego daban la impresión de que se
trataba de seres completamente normales. En efecto, no se les podía diferenciar
de los demás seres.
»No fui el único en observar esta expresión en sus miradas, ya que el
doctor Johnston también lo notó. En la primavera del año 1942 me visitó un
hombre que trató de provocarme y que se comportó de un modo muy extraño.
Más tarde el doctor Johnston me preguntó qué impresión me había causado
aquel hombre. Le dije que estaba convencido de que no estaba normal, a lo cual
el doctor Johnston no protestó, sino que, por el contrario, me dio completamente
la razón.

»El doctor Johnston no sospechaba que cuando me visitó por primera vez
también él tenía esa extraña expresión en sus ojos. Lo esencial es que en aquel
artículo a que he hecho referencia se decía que todos los acusados presentaban
una expresión muy extraña. Una mirada vidriosa y soñadora.

»Es un hecho histórico que fue erigido un monumento a los 26.370


mujeres y niños boers muertos en los campos de concentración ingleses, la
mayor parte de hambre. Muchos ingleses, entre ellos Lloyd George, protestaron
entonces muy enérgicamente contra lo que ocurría en esos campos de
concentración ingleses. El mundo se enfrentaba con un enigma, el mismo
enigma que hoy, cuando oye hablar de los campos de concentración alemanes. El
pueblo inglés se encontraba con un estigma, el mismo que hoy el pueblo alemán
respecto a los campos de concentración alemanes. Sí, incluso el Gobierno inglés
se enfrentaba con un problema debido a aquellos campos de concentración en
África del Sur, el mismo problema que hoy en día tienen los miembros del
Gobierno del Reich y los restantes acusados en relación a lo ocurrido en los
campos de concentración alemanes. Por este motivo, declaro que...»

Hess se levantó repentinamente de su asiento, alzó la mano para prestar


juramento y dijo:

¯Juro ante Dios, Todopoderoso, que diré la verdad, no ocultaré nada y


tampoco omitiré nada.

Volvió a sentarse y continuó hablando:

¯Ruego al Tribunal que tenga en cuenta que todo lo que voy a decir lo
hago bajo juramento. A propósito de mi juramento, no pertenezco a ninguna
Iglesia, pero soy un hombre profundamente religioso. Estoy convencido de que
mi fe religiosa es mucho más profunda que la de la mayoría de los otros
hombres. Por lo tanto, ruego al Tribunal aprecie en todo su valor lo que voy a
decir a continuación bajo juramento, citando como testigo a Dios,
Todopoderoso.

Este chorro de palabras resultaba sumamente penoso para todos los que
se encontraban en la sala. Incluso los acusados se sentían como sobre ascuas y,
finalmente, Goering hizo una seña a su vecino para que dejara de andar por las
ramas y fuera al grano o dejara de hablar.

Pero Hess hizo un violento ademán..., y sus palabras se oyeron claramente


en toda la sala:

¯¡Por favor, no me interrumpas!

Presidente: «He de llamar la atención del acusado Hess sobre el hecho de


que lleva hablando más de veinte minutos. Hemos de escuchar a todos los
acusados, por lo que el Tribunal confía en que el acusado Hess termine su
informe».

De modo que el mundo se quedó sin saber a qué extraña teoría se debía
que la desgracia que asolaba al mundo tuviera su origen en la acción de una
misteriosa droga que había comenzado a ser administrada durante la guerra de
los boers en el año 1899..., una droga que, sin duda, en opinión del acusado Hess
era administrada por los judíos o los masones. Hess se limitó a decir solo unas
cuantas palabras más:

¯Tuve la suerte de trabajar durante muchos años a las órdenes del más
grande de los hijos que mi pueblo ha creado en su milenaria historia. Soy feliz
de saber que he cumplido con mi deber frente a mi pueblo, como alemán, como
nacionalsocialista y fiel colaborador del Führer. No me arrepiento de nada.

Ribbentrop: «Me hacen responsable de la política exterior del Reich que


era dirigida por otro. Sé, sin embargo, lo suficiente de esta política que nunca
urdió planes para dominar al mundo, pero sí hizo todo lo posible para eliminar
las consecuencias de Versalles y asegurar la existencia del pueblo alemán.

»Antes de redactar los estatutos de este Tribunal, las potencias firmantes


del tratado de Londres fueron de otra opinión sobre el derecho y la política
internacional. Cuando en 1939 me entrevisté con el mariscal Stalin en Moscú,
dio a entender que si además de la mitad de Polonia y de los Estados bálticos no
le cedía también Lituania y el puerto de Libau, lo mejor que podía hacer era
emprender el vuelo de regreso. Una guerra no era considerada en el año 1939
como un crimen por los rusos, pues en caso contrario no hallaría explicación
plausible al telegrama que me mandó Stalin cuando terminó la campaña de
Polonia:

«La amistad entre Alemania y la Unión Soviética, basada en la sangre que


ha vertido en común, tiene todas las perspectivas de ser duradera y firme».

»También yo deseé ardientemente, en aquellos momentos esta amistad.


Hoy se plantea para el mundo el siguiente dilema: ¿Dominará Asia a Europa o
podrán las potencias occidentales contener la influencia de la Unión Soviética en
el Elba, en la costa del Adriático o en los Dardanelos y en caso necesario
rechazarla? Con estas palabras, Gran Bretaña y Estados Unidos se enfrentan hoy
prácticamente con el mismo dilema que Alemania en la época en la que yo
negocié con Rusia. Confío de todo corazón que obtengan un mejor resultado que
mi país».

Keitel: «En todos los asuntos, incluso en aquellos casos que representaban
una carga para mí, siempre he dicho la verdad y en la medida de mis
conocimientos he hecho todo lo posible para que en todo momento prevalezca la
verdad. Por este motivo, al final de este proceso mi intención es hacer, de nuevo,
hincapié en la verdad. En el curso de este proceso me planteó mi defensor dos
preguntas, la primera ya hace meses. Decían:

»¿"Se hubiese negado en caso de victoria a ser partícipe del éxito?"

»Le contesté: "No, al contrario, me hubiese sentido muy orgulloso".

»La segunda pregunta fue:

"¿Qué haría usted si se volviera a encontrar en la misma situación?"

»Mi respuesta: «Preferiría elegir la muerte que dejarme apresar en las


redes de unos métodos tan criminales".

»Por estas dos preguntas puede establecer el Tribunal su juicio. He creído,


me he equivocado y no pude impedir lo que hubiera debido ser evitado. Esta es
mi culpa.

»Es trágico tener que ser testigo de que lo mejor que yo podía dar como
soldado, la obediencia y la fidelidad, fueron mal empleadas para unos fines no
reconocibles y que no supe comprender que a la obediencia militar existen
también ciertos límites. Esta es mi tragedia.

»Confío que del claro reconocimiento de las causas, de los trágicos


métodos y de las terribles consecuencias de esta guerra, nazca, para el pueblo
alemán, un nuevo futuro en medio de la comunidad de los pueblos».

Kaltenbrunner: «El ministerio público me hace responsable de los campos


de concentración, del exterminio de los judíos, de las "unidades especiales" y de
otras muchas cosas. Todo esto no está de acuerdo con las pruebas presentadas ni
con la verdad. Himmler, que supo dividir de un modo magistral las SS en
pequeñas unidades, cometió, en colaboración con Müller, el jefe de la policía
secreta del Estado, los crímenes que hoy conocemos. En la cuestión de los judíos,
fui engañado como muchos otros. Nunca di mi aprobación al exterminio
biológico de los judíos. El antisemitismo de Hitler, tal como lo conocemos hoy,
era una barbarie.

»Pero si me preguntan: ¿Por qué continuó en su cargo después de


enterarse que se cometían estos crímenes? A esto solo puedo contestar que yo no
podía erigirme en juez de mis superiores, y es más, creo que incluso el Tribunal
no puede erigirse en juez de estos crímenes. Lo único que hice fue poner todas
mis fuerzas a disposición de mi pueblo, mi fe en Adolfo Hitler. Si en mis
actividades he cometido errores basados en un falso conocimiento de la
obediencia, si cumplí unas órdenes que habían sido promulgadas por otros, lo
hice siempre en el marco de un destino muy superior al mío que me arrastraba
con todas sus fuerzas».

Rosenberg: «Tengo la conciencia limpia de cualquier responsabilidad o


participación en el asesinato de minorías raciales. En lugar de dedicarme a la
disolución de la cultura y del sentimiento nacionalista de los pueblos de Europa
oriental, estimulé, continuamente, su existencia física y psíquica, y en lugar de
destruir su seguridad personal y su dignidad humana, abogué siempre, tal como
ha podido ser demostrado, contra toda política de medidas violentas y exigí una
actitud justa y severa por parte de los funcionarios alemanes y un tratamiento
humano de los trabajadores del Este. En Alemania abogué por la libertad de
opiniones, nunca incité a la persecución religiosa y otorgué a mis adversarios un
trato muy justo. Jamás pensé en un exterminio físico de los eslavos o judíos y en
toda mi vida nunca propagué este ideal. Tenía la opinión de que el problema
judío había de ser resuelto por medio de una ley para las minorías raciales, por
la emigración y por la creación de un Estado judío.

»Tal como se ha ido demostrando en el curso de este proceso, los altos


jefes alemanes durante la guerra actuaron, en realidad, de un modo distinto al
previsto por mí. Adolfo Hitler se rodeó, a medida que pasaban los años, de
personas que no eran mis compañeros, sino mis enemigos. Ante estos hechos
inauditos solo me cupo pensar que este no era el nacionalsocialismo por el cual
lucharon millones de hombres y mujeres, sino un indigno abuso que yo
condeno vivamente».

Frank: «Señores del Tribunal; Adolfo Hitler, el principal acusado, le debe


al pueblo alemán y al mundo entero sus últimas palabras. En la desgracia mayor
de su pueblo no halló una palabra de alivio. No supo ser digno de su cargo de
jefe de la nación, sino que eligió el suicidio. Acaso pensó: Si yo me hundo, que
conmigo se hunda todo el pueblo alemán. ¿Quién puede saberlo?

»Nosotros... me refiero a mí y a los nacionalsocialistas que opinamos lo


mismo, no a los acusados que tienen el derecho y la obligación de hablar por
ellos mismos..., nosotros no tenemos la intención de abandonar al pueblo
alemán, no queremos decirle: "¡Y ahora a ver cómo lo resolvéis, ahora que os
hemos engañado y abandonado!" Hoy, tal vez más que nunca, continuamos
cargando con una gran responsabilidad.

»Cuando emprendimos nuestra ruta no sabíamos que el alejarnos de Dios


había de tener unas consecuencias tan terribles y que cada día que pasaba nos
hundíamos más y más en el fango. No podíamos saber que tanta fidelidad y
espíritu de sacrificio por parte del pueblo alemán serían tan mal administrados
por nosotros. La guerra no la hemos perdido solamente por errores técnicos y
desgraciadas circunstancias, ni tampoco por la traición. Dios emitió su juicio
contra Hitler y el sistema que había renegado de Él.

»Confío que Dios querrá llevar de nuevo al pueblo alemán por aquel
camino del cual Hitler y nosotros lo separamos. Ruego a nuestro pueblo que no
continúe por el camino que nosotros le señalamos, que no dé un solo paso más
en este sentido.

»Imploramos al pueblo alemán se aleje de la ruta que le fue señalada por


Hitler y por nosotros, que éramos sus mandatarios.

»He admitido la responsabilidad de todo aquello de que me considero


culpable. También he reconocido aquella parte de culpabilidad que me
corresponde como antiguo combatiente de Adolfo Hitler, de su movimiento y de
su Reich. Tengo la esperanza de que de los horrores de la guerra, y a pesar de las
perspectivas tan sombrías, surja de nuevo la paz y termino estas palabras
confiando que la eterna justicia de Dios lleve a nuestro pueblo por el camino de
la verdad.

Frick: «Tengo la conciencia muy limpia ante la acusación. Dediqué toda


mi vida al servicio de mi pueblo y mi patria. No creo merecer el menor castigo
por haber cumplido exactamente con mis deberes legales y morales, como
tampoco tienen ninguna culpa los miles de obedientes funcionarios alemanes y
empleados públicos que hoy, solo por el hecho de haber cumplido con su deber,
están internados en campos. Es mi deber recordarles en esta ocasión como
compañero y jefe».

Streicher: «Señores jueces: cuando empezó el proceso me preguntó el


señor presidente si me reconocía culpable en el sentido de la acusación. Contesté
negativamente a esta pregunta. El proceso y las pruebas presentadas han
confirmado que estaba acertado al dar aquella respuesta. Ha sido comprobado.
Primero: Los asesinatos en masa fueron realizados por orden directa del jefe de
Estado Adolfo Hitler. Segundo: Estos asesinatos en masa fueron llevados a la
práctica sin conocimiento del pueblo alemán y bajo la dirección del Reichführer,
Heinrich Himmler. El ministerio público ha declarado que sin Streicher y sin el
Stürmer nunca hubiese llegado a este estado de cosas, a estos asesinatos en masa.
El ministerio público no ha podido presentar las pruebas necesarias para basar
esta afirmación. Los asesinatos en masa, ordenados por el jefe de Estado Adolfo
Hitler, no eran ni más ni menos que unos actos de represalia por el desgraciado
curso de la guerra. Esto lo sabemos hoy. La actitud del Führer con respecto al
problema judío es fundamentalmente distinta a la mía. Condeno los asesinatos
en masa lo mismo que los condena todo alemán decente y consciente.

»¡Señores del jurado! Ni en mi calidad de Gauleiter ni en la de escritor


político he cometido un crimen y por lo tanto, espero con la conciencia tranquila
su fallo».

Funk: «Hemos sido informados de unos horrendos crímenes en los cuales


estaban complicadas las autoridades a mis órdenes. De todo esto me he enterado
aquí en esta sala. No tenía conocimiento de estos crímenes y no supe tampoco
darme cuenta. Estos hechos criminales me llenan, igual que a todos los
alemanes, de profunda vergüenza.

»Tampoco supe, hasta el principio de este proceso, que millones de judíos


habían sido muertos en los campos de concentración por las "unidades
especiales" en el Este. La existencia de estos campos de exterminio la desconocía.
Jamás entré en un campo de concentración. Sospechaba que el oro y las divisas
depositadas en el Reichsbank procedían en parte de los campos de
concentración, pero las leyes alemanas dictaban que estos valores habían de ser
entregados al Estado. ¡Cómo podía saber que las SS habían robado estos bienes
a los cadáveres!

»Si hubiese conocido este estado de cosas, no hubiera aceptado que


fueran depositados ese oro y esos valores en el Reichsbank. Lo hubiese
rechazado, incluso sabiendo que con ello me exponía al peligro de perder la
cabeza. A causa de órdenes dictadas por mí ni una sola persona perdió la vida.

»La vida humana está llena de errores y culpas. También yo he tenido


errores en muchos casos, he sido engañado y confieso sinceramente que me dejé
enredar muy fácilmente y que, en todo momento, hice gala de una inadmisible
buena fe. En esto estriba mi culpa».

Schacht: «La única acusación contra mí es que quise la guerra. La


abrumadora serie de pruebas en mi caso han dado como resultado que fui un
fanático enemigo de la guerra y que de un modo activo y pasivo, por la objeción
y la contradicción, el sabotaje, las argucias y la fuerza traté de impedir la guerra.
Mi punto de vista, contrario a la política de Hitler, era conocido en el país en el
extranjero. Sin embargo, me equivoqué políticamente. Mi error fue no haber
sabido reconocer a tiempo los crímenes de Hitler. Pero en ningún momento
ensucié mis manos con acciones ilegales o inmorales. El terror de la policía
secreta del Estado no me amilanó. Todo miedo desaparece si hacemos hincapié
en nuestra conciencia. Esta es la gran fuerza que nos proporciona la religión.

»Al final de este proceso estoy profundamente impresionado por la


inmensa desgracia que traté de evitar con todas mis fuerzas y con todos los
medios a mi disposición, pero que no pude lograrlo, mas esto no fue por culpa
mía. Por esto llevo la cabeza muy alta y tengo fe que el mundo sanará, no por el
poder de la violencia, sino por la fuerza del espíritu y de la moral».

Doenitz: «Deseo decir tres cosas. Primero: pueden juzgar como mejor les
parezca la legalidad de la guerra submarina alemana, pero considero que esta
forma de guerra es legal y que actué en todo momento según el dictado de mi
conciencia. Si se presentara otra vez la ocasión, volvería a hacer lo mismo.

»Segundo: el principio autoritario se ha revelado en todos los Ejércitos del


mundo, como el más acertado. Basándome en esta experiencia lo consideré
también aplicable al mando político, sobre todo en un pueblo que se encontraba
en una situación tan desgraciada como el pueblo alemán en el año 1932. Si a
pesar del idealismo y de todos los sacrificios por parte de la gran masa del
pueblo alemán no se ha podido conseguir otro resultado con este sistema
autoritario, es señal de que el principio en sí es falso. Falso porque según parece
la naturaleza humana no está preparada a destinar este poder al bien.

»Tercero: dediqué toda mi vida a mi profesión y al servicio del pueblo


alemán. Como último comandante en jefe de la Marina de guerra alemana y
como último jefe de Estado, me siento responsable ante el pueblo alemán de
todo lo que hice.»

Raeder: «Como soldado cumplí con mi deber, pues estaba convencido de


que era el mejor modo de servir a mi pueblo y a mi patria, por la que siempre he
estado dispuesto a morir. Si en algo me he hecho responsable a lo sumo es que, a
pesar de mi actitud esencialmente militar, hubiera debido ser también en cierto
grado político. Pero esto sería entonces una responsabilidad y culpabilidad
moral frente al pueblo alemán y nunca podría acusárseme de criminal de guerra,
no sería un crimen antes los hombres, sino única y exclusivamente ante Dios».

Schirach: «En esta hora en que hablo por última vez ante el tribunal
militar de cuatro potencias vencedoras, quiero declarar, con la conciencia muy
limpia, ante la juventud alemana, que soy completamente inocente de las
acusaciones que aquí se han proclamado, de los abusos y perversiones del
régimen de Hitler. No supe nada de los crímenes que fueron cometidos por
alemanes. Contribuyan ustedes, señores del jurado, a crear en esta generación un
ambiente de respeto mutuo, un ambiente libre de odio y venganzas.

»Este es mi último ruego, un ruego en nombre de la juventud alemana».

Sauckel: «Señores del jurado. Estoy profundamente conmovido e


impresionado por la serie de crímenes que han sido relatados ante este tribunal.
Me inclino humilde y respetuosamente ante las víctimas y los caídos de todos
los pueblos y ante la desgracia y los sufrimientos de nuestro pueblo frente al
cual solo puedo medir mi destino. Nunca hubiese podido, de un modo
consciente, soportar el conocimiento de estos terribles secretos y crímenes frente
a mi pueblo o mis diez inocentes hijos. Jamás he participado en una
conspiración contra la paz o la humanidad, y no he consentido crímenes o malos
tratos. Mi conciencia está limpia. Dios proteja al pueblo alemán y el trabajo de
los obreros alemanes a los que dediqué mi vida y todos mis esfuerzos y Dios dé
la paz al mundo entero».

Jodl: «Señor presidente, señores del jurado. Estoy plenamente convencido


de que la historia juzgará de un modo más objetivo y justo a los altos jefes
militares y sus colaboradores. No prestaron servicio al infierno y tampoco a un
criminal, sino a su pueblo y su patria. En lo que se refiere a mi persona, creo que
ningún hombre puede actuar de un modo más noble y digno que tratando de
alcanzar el punto más alto de los objetivos que se ha señalado. Esto fue lo que
pretendí en todo momento y sea cual sea el veredicto que ustedes den, señores
del jurado, abandonaré esta sala con la cabeza tan alta como cuando entré aquí el
primer día.

»En una guerra como esta, en la que centenares de niños y mujeres han
sido muertos por las bombas arrojadas desde el aire y por los aviones en vuelo
rasante, en la que los guerrilleros usaron todos los medios imaginables a su
disposición, aquellas medidas, por duras que fueran, y aunque al parecer
estaban en contradicción con las leyes internacionales, no fueron, en ningún
momento, un crimen contra la moral y la conciencia. Yo digo que los deberes
frente al pueblo y a la patria están muy por encima de todos los demás. Y en
todo momento traté de cumplir con estos deberes. Confío que este deber sea
sustituido en un próximo futuro por otro deber más elevado aún: ¡el del
cumplimiento del deber frente a toda la humanidad!»

Papen: «Señor presidente, señores del jurado. Las fuerzas del mal eran
más potentes que las fuerzas del bien y arrojaron a Alemania, de un modo
irremisible, a la catástrofe. ¿Pero acaso han de ser condenados también aquellos
que en la lucha de la verdad contra la maldad esgrimieron la bandera de la fe?
¿Y cómo osa decir el fiscal Jackson que yo soy agente fiel de un Gobierno infiel?
¿O en que se basa sir Hartley Shawcross para decir: "Prefirió servir al infierno
que al cielo"?

»¡Señores del jurado! Este juicio no les incumbe a ustedes, le corresponde


juzgar nuestro caso a un juez muy distinto. Estoy dispuesto, con la conciencia
muy limpia, a aceptar todas mis responsabilidades. El amor a mi patria y a mi
pueblo fue lo que decidió, en todo momento, mi forma de proceder. No serví al
régimen nazi, sino a mi patria. ¿Pretende acaso la acusación condenar a todos los
que colaboraron de buena fe? Solamente si este Tribunal sabe comprender la
verdad histórica estará justificado el espíritu histórico de este proceso. Solo
entonces reconocerá el pueblo alemán, a pesar de haber sido destruido su Reich,
sus errores y encontrará entonces también las fuerzas necesarias para cumplir en
el futuro con la misión que tiene señalada».

Seyss-Inquart: «Debo una explicación a mis relaciones con Hitler. Para mí


será siempre el hombre que levantó el Gran Reich alemán como hecho histórico.
A este hombre serví. ¿Qué sucedió luego? Hoy no puedo gritar "Crucificadle"
cuando ayer gritaba "Hosanna". Hoy como ayer y como siempre repetiré: ¡Creo
en Alemania!»

Speer: «Señor presidente, señores del jurado. El pueblo alemán condenará,


después de este proceso, a Hitler como el causante directo de sus desgracias y el
mundo aprenderá, por todo lo sucedido, a no limitarse a odiar las dictaduras
como forma de Estado, sino también a temerlas.

»La dictadura de Hitler se diferenciaba en un punto esencial de todos los


precedentes históricos. Era la primera dictadura en esta era de la técnica
moderna, una dictadura que le sirvió para dominar y someter a su propio
pueblo, con todos los medios técnicos a su alcance. Empleando los medios de la
técnica, como la radio y los altavoces, les fue robada a ochenta millones de
alemanes la posibilidad de exponer sus propias opiniones. Otros dictadores
usaron, en otros tiempos, los servicios de colaboradores que tenían opinión
propia. Pero el sistema autoritario en la época moderna puede prescindir de
estos colaboradores.

»Nos encontramos solo al principio de esta evolución. Ante el peligro de


ser atemorizados por la técnica se encuentran hoy todos los Estados del mundo.
Cuanto más avance la técnica, más necesario será buscar una compensación en el
estímulo de la libertad individual y autodeterminación de cada ser humano.

»Esta guerra ha servido para conseguir los proyectiles dirigidos, aviones


que han superado la velocidad del sonido, nuevos submarinos con torpedos que
encuentran solos el blanco, bombas atómicas y existen las perspectivas de una
terrible guerra química. La próxima guerra estará, sin duda, bajo el signo de
estas potentes armas de la destrucción. La técnica bélica ofrecerá, dentro de cinco
a diez años, la posibilidad de dirigir proyectiles de un continente a otro. Un solo
proyectil, provisto de una bomba atómica, podrá destruir en cuestión de
segundos y sin previa advertencia, a un millón de seres humanos en el mismo
corazón de Nueva York. La ciencia podrá difundir epidemias y destruir cosechas.
La química ha inventado medios horribles capaces de sumir al ser humano en la
peor de todas las desgracias.

»¿Habrá algún Estado capaz de aprovecharse de los conocimientos


técnicos de esta guerra para preparar una nueva guerra? Como antiguo ministro
de Armamentos considero mi deber advertir que una nueva guerra terminaría
con la destrucción de la civilización y la cultura humana. Por este motivo, el
objetivo de este proceso debe ser evitar en el futuro todas las guerras y redactar
los reglamentos de la futura convivencia humana. ¿Qué importancia tiene mi
propia persona después de todo lo sucedido y en vistas de los elevados objetivos
que acabo de exponer?»

Neurath: «Animado por el convencimiento de que este tribunal hará


honor a la verdad y a la justicia a pesar de los odios, las infamias y las
acusaciones injustas, creo tener que decir solamente que dediqué toda mi vida a
la conservación de la paz y al entendimiento entre los pueblos, a la humanidad y
a la justicia y que me presento aquí con la cabeza bien alta y la conciencia muy
limpia ante la historia y ante el pueblo alemán».

Fritzsche: «Señores del tribunal. Deseo aprovechar la ocasión de


pronunciar mis últimas palabras en este importantísimo proceso, no para
extenderme en detalles, sino para lamentar no haber pronunciado aquellos
discursos por radio que ahora me reprocha la acusación. ¡Ojalá hubiera hablado
yo del pueblo de señores! ¡Ojalá hubiese predicado el odio contra otros pueblos!
¡Ojalá hubiese instigado a guerras de agresión, a los asesinatos y crueldades! Si
así lo hubiese hecho, señores del jurado, entonces el pueblo alemán se hubiese
apartado de mí y hubiera condenado el sistema por el cual yo abogaba. Pero tuve
la desgracia de no defender estos puntos de vista, de no hablar de unos puntos,
porque los desconocía, ya que solamente eran conocidos por Hitler y unos pocos
colaboradores íntimos. Creía sinceramente en las manifestaciones de paz de
Hitler. Creía que lo que decía el enemigo, de las crueldades que se cometían en
Alemania era pura invención. Esta es mi culpa... esta y ninguna otra.

»Los fiscales han manifestado la indignación de los pueblos contras las


crueldades cometida en Alemania. Pero traten ahora de imaginarse la
indignación de todos los que esperaban tantas cosas buenas de Hitler y que
ahora ven cómo fueron engañados miserablemente. Yo me encuentro entre las
filas de esos millones de alemanes que fueron engañados, de esos millones que,
según el ministerio público, hubiesen debido comprender lo que sucedía al ver
el humo que salía de las chimeneas de los campos de concentración.
»Ha llegado el momento de poner fin a los odios que reinan en este
mundo. El asesinato de cinco millones de seres humanos es una terrible
advertencia para todo el mundo. Sabemos que el mundo cuenta hoy con medios
suficientes para proceder a su destrucción. Será muy difícil diferenciar los
crímenes alemanes del idealismo alemán. Pero es necesario establecer esta
diferencia..., para el bien de Alemania y del mundo entero».

Después de las últimas palabras de los veintiún acusados, y que hemos


reproducido aquí de un modo abreviado, terminó la presentación de pruebas en
el proceso de Nuremberg. Todo lo que había de decirse había sido dicho: en
parte solamente de un modo declamatorio, en parte en evidente contradicción
con las pruebas que habían sido presentadas y con los hechos demostrados, en
parte también de todo corazón y fuerza profética.

Por última vez anunció el presidente del tribunal, Lawrence, un


aplazamiento de las sesiones.

—Este Tribunal aplaza sus sesiones hasta el 23 de septiembre para


dictaminar su veredicto. Este día será anunciado el fallo. En el caso de hacerse
necesario un aplazamiento, será comunicado con antelación.

Efectivamente, se hizo necesario un aplazamiento pues las deliberaciones


del jurado ocuparon más tiempo del que se había previsto.

Completamente aislados, los cuatro jefes de las cuatro naciones


trabajaban en el documento que había de ser leído: el fallo y su considerando.
Incluso las líneas telefónicas que conducían a las salas de reunión fueron
cortadas durante tres semanas. Los oficiales de seguridad vigilaban todos los
accesos, registraban las papeleras, eliminaban cualquier huella por la que una
persona hubiera podido sacar una conclusión de lo que se estaba debatiendo.

Mientras los ingleses, los franceses y los rusos trabajaban de un modo


independiente, los jueces americanos habían solicitado tal como era costumbre
en su país, la colaboración de jueces profesionales de los Estados Unidos, entre
estos el profesor Quincy Wright, de la Universidad de Chicago, el fiscal general
Herbert Wechsler, antiguo profesor de Derecho en la Universidad de Colombia
y al futuro jefe jurídico del Departamento de Estado, Adrian L. Fischer. Los
jueces sabían que cualquier palabra pronunciada por ellos sería registrada en el
libro de la historia y por tanto su veredicto debía poseer consistencia. No se
llegó a una completa unanimidad. El juez soviético Nikitschenko sostuvo en
varios puntos una opinión muy diferente a la de sus colegas occidentales y al
final hubo de procederse a una votación, de acuerdo con lo establecido por los
estatutos del Tribunal.
El día 30 de septiembre de 1946 debía ser pronunciado el fallo.

La lectura de los considerandos había de durar hasta la pausa del


mediodía del 1.º de octubre. Uno de los autores del informe, Heydecker,
escribió:

«A las siete de la mañana, el edificio de Nuremberg está como siempre:


las puertas y las ventanas están abiertas, sopla un aire frío por los corredores, y
en el Palacio de Justicia trabajan las mujeres de limpieza. Pero, poco antes de las
ocho, ya empezaron a llegar los primeros empleados, taquígrafas, técnicos que
querían ahorrarse la aglomeración.

»Alrededor del edificio habían sido reforzadas las medidas de seguridad.


Todos los controles fueron doblados y los centinelas vigilaban cuidadosamente
el contenido de las carteras de mano, comprobaban los pases de identidad y
estudiaban detenidamente las fotografías. Habían caducado los pases válidos
hasta aquel día y los centinelas comprobaban los pases que habían sido
extendidos para el día en que se iba a anunciar el fallo. Todos debían pasar por
el mismo control: los representantes de la Prensa, los funcionarios y empleados,
los abogados, los soldados y los generales.

»A la entrada del Palacio de Justicia se veían unos rostros que no habían


vuelto a aparecer por allí desde el día en que se abrieron las sesiones. Habían
acudido desde todos los rincones del mundo. Y ahora, mientras esperaban ante
el puesto de control, desaparecía en ellos toda excitación. La proximidad del
acontecimiento ejercía casi una acción sedante.

»En la sala se oían todos los idiomas. Poco antes de las nueve y media
fueron conducidos los abogados defensores, en fila india y escoltados por
policías militares a la sala. Las taquígrafas e intérpretes ya habían ocupado sus
puestos. En la tribuna de la Prensa no quedaba un sitio libre. Tras los cristales
de las cabinas de la radio se veían a muchos locutores. Los fotógrafos y
operadores estaban en sus puestos.

»Los acusados fueron haciendo acto de presencia en grupos de dos o tres,


a intervalos de casi medio minuto, que era el tiempo que necesitaba el ascensor
para subirlos desde la cárcel. Casi todos ellos hablaban animadamente entre sí y
saludaban a sus compañeros con movimientos de la cabeza o se estrechaban las
manos. Solo unos pocos se dirigieron silenciosos a ocupar sus puestos, entre
estos Funk y Schacht.

»El último en compadecer fue Goering, completamente solo. Continuaba


luciendo su uniforme gris sin galones. Antes de ocupar su puesto estrechó las
manos de Keitel y Baldur von Schirach.
»El ceremonial había sido fijado de antemano: primero serían leídos los
veredictos de culpabilidad y los considerandos, con lo que cada uno de los
acusados se enteraría de los puntos que era acusado y considerado culpable o no
culpable. A la tarde siguiente serían conducidos de nuevo los acusados a la sala,
esta vez de uno en uno, para escuchar el fallo:

—The Court! —anunció el secretario del Tribunal.

Todos los presentes se levantaron de sus asientos. Se hizo el silencio. Con


expresión solemne los ochos jueces penetraron en la sala. Eran las diez y tres
minutos.

Transcurrían las horas. Los miembros del Tribunal iban turnándose en la


lectura del documento. Las voces monótonas de los intérpretes llegaban a través
de los auriculares. En la sala todos escuchaban con atención, principalmente los
acusados.

A la mañana siguiente, 1.º de octubre de 1946, se había avanzado tanto en


la lectura del documento que se empezaron ya a leer los considerandos que
hacían referencia a cada uno de los acusados. Goering dejó caer la cabeza, con el
índice y el anular apretaba el auricular contra la oreja derecha mientras
escuchaba el veredicto «culpable según los cuatro cargos de la acusación»,
dándose cuenta de que aquella tarde pronunciarían su condena a muerte, pero ni
el menor movimiento reveló su excitación. Sus ojos quedaban ocultos tras las
gafas de sol, mantuvo los labios firmemente apretados y esbozó una sonrisa
helada.

Rudolf Hess, el siguiente en ser mencionado, pareció no darse cuenta de


que estaban hablando de él. Sostenía entre las rodillas unas hojas de papel y
escribía sin parar. Goering se inclinó ligeramente hacia delante y llamó la
atención de que estaban hablando de él. Pero Hess se limitó a hacer un ademán
evasivo y continuó tomando notas sin importarle lo que pudieran decir de él. Ni
se tomó la molestia de ponerse los auriculares y cuando Goering le informó en
voz baja del veredicto, se limitó a asentir con expresión ausente.

La mayor parte de los acusados aceptaron el veredicto con aparente


tranquilidad e impasibilidad. Tampoco a través de los anteojos se observaba en
ellos la menor excitación. Keitel se sentaba de un modo extremadamente
erguido. Kaltenbrunner masticaba con ambas mandíbulas. Rosenberg se hallaba
sumido sobre sí mismo, con expresión ausente. Frick, inmóvil hasta aquel
momento, se echó atrás al oír su nombre. Frank movió casi imperceptiblemente
la cabeza. Julius Streicher se había cruzado de brazos, y cuando pronunciaron su
nombre se retrepó en el respaldo de su asiento y, por primera vez en el curso del
proceso, dejó de masticar goma. Walther Funk se movió inquieto de un lado a
otro y movió nervioso la boca. Schacht se había cruzado igualmente de brazos y
acogió el veredicto con sonrisa irónica.

Después de haber sido anunciada la absolución de Fritzsche —el último


en los dos banquillos—, su abogado defensor se puso de pie de un salto y le hizo
vivos gestos con las manos. Fritzsche y Von Papen abandonaron sus puestos y
estrecharon las manos primero de Goering y luego de Doenitz. Solo Schacht
continuó impasible.

A las 13 horas 45 minutos terminó la primera parte. El Tribunal anunció


que por la tarde serían anunciados los fallos.

En la sala de Prensa del Palacio de Justicia se habían congregado los


periodistas de todo el mundo comentando lo sucedido por la mañana y
rodeando a los absueltos, que ya habían sido puestos en libertad: Fritzsche,
Papen y Schacht. Estos hacían gala de un excelente humor, reían y fumaban.
Schacht llevaba un abrigo de pieles gris. De todos lados les ametrallaban a
preguntas.

—¿Dónde dormirá usted esta noche?

Schacht: «Pues esto es lo que me gustaría saber a mí también».

—¿Dormirán ustedes en la cárcel?

Fritzsche: «No, antes en alguna ruina de Nuremberg. No quiero ya ver


más muros, ni rejas».

—¿Cuáles son sus planes inmediatos?

Papen: «Me iré a vivir con mi hija a la zona inglesa o con mi esposa y mis
hijos a la zona francesa».

Schacht: «Yo también me iré a vivir con mi esposa y mis dos hijos que
viven en la zona británica y no deseo volver a ver nunca más a nadie de la
Prensa. Mi casa de la zona soviética ha sido saqueada por los comunistas».

Fritzsche: «Sinceramente, no sé lo que voy a hacer todavía, todo esto es tan


nuevo para mí».

—¿Aceptarán un cargo público si las autoridades alemanas les invitaran a


ello?

Papen: «No, mi vida política ha terminado para siempre más».


Schacht: «Responderé a esa pregunta si se presenta la ocasión».

Fritzsche: «No existen las menores posibilidades para mí en este sentido.


Lo único que deseo es responder lo antes posible, ante un tribunal alemán, de
todos mis discursos pronunciados por la radio».

—¿Desea usted ser acusado por un tribunal alemán, señor Schacht?

Schacht: «Esperaré a ser acusado antes de tomar una decisión».

Papen: «No estoy orientado sobre lo que sucederá a continuación y no sé


tampoco si es necesario o posible justificarme ante un tribunal alemán».

—¿Teme usted que por parte alemana pueden atentar contra su vida?

Schacht: «Me gustaría, pues de esta manera sabría cómo es, lo que yo he
intentado tantas veces».

—¿Escribirá sus «Memorias»?

Fritzsche: «Si se me permite, me gustaría escribir un libro sobre el aparato


de propaganda alemán y demostrar dónde está la verdad y dónde la falsedad».

Ininterrumpidamente brillaron los «flash» de los fotógrafos. Mientras se


sucedían las preguntas y respuestas, los libertados eran abrumados de todas
partes, solicitando autógrafos. De pronto, Schacht levantó la mano y solicitó
silencio. Luego dijo:

—Mis dos hijos de tres y cuatro años no saben qué gusto tiene el
chocolate. Por este motivo, desde ahora solo firmaré autógrafos contra chocolate.

Risas generales y la voz de un francés claramente audible para todos:

—C'est dégoutant!

Había llegado el momento de volver a la sala.

A las 14 horas y 50 minutos penetró el jurado para celebrar su 407 y última


sesión.

El ambiente era muy diferente al de todos aquellos meses pasados,


incluso muy diferente al de aquella misma mañana. Ningún foco iluminaba la
sala, solo la luz azulada de las lámparas neón.
Una disposición del Tribunal había prohibido la entrada en la sala a
todos los fotógrafos y operadores. En aquellos segundos en que los acusados se
enterarían de su sentencia a vida o muerte, no querían que sus rostros fueran
fotografiados o filmados. Un ambiente de intensa tensión se extendía sobre la
sala. Un ligero carraspeo sonaba como un ruido estridente. Todos estaban casi
inmóviles. ¿Esperaban una sensación, un espectáculo, un momento histórico?

Las miradas de todos estaban fijas en un punto, la puerta de atrás del


banquillo de los acusados.

De pronto se abrió la puerta, en silencio, sin ser movida por mano


humana.

De la oscuridad salió Hermann Goering, penetrando en la luz gris de la


sala. Detrás de él dos policías militares que se colocaron a su derecha e
izquierda. Tenía el rostro hundido. Cogió los auriculares que le alargaron.

—¡Acusado Hermann Wilhelm Goering! En vista de los cargos del Acta de


Acusación de que ha sido usted declarado culpable, el... —comenzó a traducir la
voz monótona del intérprete.

Pero, en aquel momento, Goering hizo una seña con ambas manos. No
entendía nada. El sistema de traducciones simultáneas presentaba un fallo.
Rápidamente acudió un oficial técnico que reparó la avería.

—¡Acusado Hermann Wilhelm Goering! —empezó de nuevo la voz del


presidente—. En vista de los cargos del Acta de Acusación de que ha sido
declarado culpable, este Tribunal Militar Internacional le condena a morir en la
horca.

Goering escuchó la sentencia inmóvil, con la cabeza baja. Luego se quitó


los auriculares, dio una rápida media vuelta y abandonó la sala.

En silencio, como si fuera movida por una mano misteriosa, la puerta se


cerró a sus espaldas.

Pasaron unos segundos.

Como impulsada por mano misteriosa volvió a abrirse la puerta.

El número dos: Rudolf Hess.

Con un movimiento afeminado de la mano rechazó el auricular. Se


levantó sobre la punta de los pies, fijó sus oscuros ojos en los mismos, levantó a
continuación la mirada hacia el techo y dio la impresión de que de un momento
a otro se pondría a silbar.

—¡Acusado Rudolf Hess! En vista de los cargos del Acta de Acusaciones


de que ha sido declarado culpable, este Tribunal Militar Internacional le
condena a cadena perpetua.

Hess no escuchó el fallo y solo cuando el policía militar le tocó el hombro,


se volvió y salió de la sala.

De nuevo se abrió y cerró la puerta dos veces consecutivas.

Ribbentrop estaba inmensamente pálido. Tenía los ojos medios cerrados.


Debajo del brazo llevaba unos documentos.

—...a morir en la horca.

Keitel adoptó la posición de firmes y escuchó con expresión impasible su


condena:

—...a morir en la horca.

Rosenberg tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse.

—...a morir en la horca.

Frank sostuvo a media altura las manos, después de haberse sujetado los
auriculares, como en actitud de súplica. Dejó caer el labio inferior, con un
movimiento de cabeza, cuando escuchó las palabras:

—... a morir en la horca.

Se volvió rápidamente para ocultar su cara.

De nuevo abrieron y cerraron la puerta.

Julius Streicher se plantó con las piernas muy abiertas y la cabeza


avanzada, como si esperara un golpe en la cabeza.

—...a morir en la horca.

Sauckel fijó la mirada en la presidencia.

—...a morir en la horca.

Jodl escuchó con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, se


arrancó luego los auriculares y emitió un gruñido despectivo entre labios antes
de levantar altivo la cabeza y salir con paso muy firme.

—...a morir en la horca.

Funk, que, sin duda, había previsto que le condenarían a muerte, estalló
en sollozos cuando escuchó las palabras «cadena perpetua», e hizo una
inclinación antes los jueces.

Dieciocho veces se abrió la puerta y volvió a cerrarse. La lectura de cada


sentencia duró unos cuatro minutos, aproximadamente.

Las manecillas del reloj señalaban las 15 horas 40 minutos.

En silencio se retiró el Tribunal. Su misión en la historia había terminado.

Los representantes de la Prensa abandonaron corriendo la sala. Habían de


transmitir al mundo entero la noticia: el Tribunal Militar Internacional de
Nuremberg había dictaminado sentencia. Doce de los acusados habían sido
condenados a morir en la horca: Goering, Ribbentrop, Keitel, Kaltenbrunner,
Rosenberg, Frick, Frank, Streicher, Sauckel, Jodl, Seyss-Inquart y Martin
Bormann en rebeldía. Hess, Funk y Raeder a cadena perpetua, Shirach y Speer a
veinte años, Neurath a quince y Doenitz a diez años de prisión.

Este es el relato visible de los acontecimientos del año 1946. Presenta el


cuadro externo. El otro aspecto de los acontecimientos, en el interior de la cárcel,
los vio otro observador, el psicólogo Gustave M. Gilbert, que escribió en su
Diario:

«Goering fue el primero en bajar, el rostro pálido, con los ojos a punto de
salirle de las órbitas».

Una vez en su celda se dejó caer sobre su camastro, cogió con expresión
ausente un libro y dijo a Gilbert:

—¡Muerte!

Su mano temblaba aunque ahora pretendía dar la impresión de una gran


indiferencia. Sus ojos estaban húmedos, respiraba de un modo entrecortado y
luchaba evidentemente para dominar sus nervios.

Algo más tarde, Goering le dijo a su peluquero en la cárcel, Hermann


Wittkamp:

—De modo que ahora ya sabemos a qué atenernos. Que me cuelguen... no


me pueden fusilar. Siempre había contado unas once penas de muerte... y han
sido once. Solo lo de Jodl no lo acabo de comprender, pensaba en otro: en
Raeder.

Gilbert escribió referente a los demás condenados:

«Hess bajó, rio muy nervioso y dijo que no lo había escuchado y que, por
lo tanto, no sabía cuál era su condena. Ribbentrop daba la impresión de un
hombre deshecho, empezó a caminar de un lado al otro de su celda y murmuraba
ininterrumpidamente para sí: «Muerte. Muerte. Ahora ya no podré escribir mis
Memorias. Tanto me odian, tanto...»

»Keitel se apoyó con la espalda contra la pared de su celda. Cuando entró


Gilbert le gritó con vivo espanto en sus ojos:

»—¡A morir en la horca! Creí que esto me lo ahorrarían.

»Frank sonrió amablemente —escribe Gilbert—, pero no pudo fijar su


mirada en la mía.

»—Moriré en la horca —musitó en voz baja, y asintió con un movimiento


de cabeza—. Me lo merezco, lo esperaba, tal como se lo venía diciendo a usted.
Pero me alegro de haber tenido ocasión de defenderme y pensar en todo lo
pasado durante estos últimos meses.

»Rosenberg sonrió despectivo:

»—La soga, la soga. Esto es lo que usted deseaba, ¿no es cierto?

»Las manos fuertemente entrelazadas de Kaltenbrunner revelaban el


miedo que él intentaba ocultar. Se limitó a susurrar:

»—Morir.

»Funk se paseaba por su celda y preguntó:

»—¿Cadena perpetua? ¿Qué significa esto? No pretenderán tenerme


encerrado durante toda mi vida, ¿verdad? ¿Verdad que no quiere decir esto?

»El rostro de Schirach estaba grave y tenso.

»—Veinte años —dijo.

»Le dije que su esposa se alegraría de que no hubiera sido condenado a


muerte, tal como ella había temido, pero él me contestó:
»—Es mejor una muerte rápida que lenta.

Jodl paseaba muy erguido por su celda. Su rostro tenía unas manchitas
rojizas. Cuando me vio, se detuvo durante unos segundos, pero fue incapaz de
articular una sola palabra. Finalmente dijo:

»—¡A morir en la horca! Esto sí que no lo esperaba. Conforme con la


condena a muerte, alguien debe cargar con la responsabilidad. Pero eso...

»Sus labios temblaban y su voz se cortó.

»—No llego a comprenderlo —confesó Jodl al peluquero Wittkamp—. Mi


abogado y mi esposa quieren presentar recurso. Lo único que podrían sacar de
bueno sería que me fusilaran en lugar de ahorcarme.

»Wittkamp observó que Jodl había colocado una nueva fotografía sobre la
mesa. La fotografía de su madre y él, cuando solo tenía un año.

»—¿Por qué he nacido? —se preguntó en presencia de Wittkamp y


contempló meditabundo la fotografía—. Mejor dicho, ¿por qué no morí en
aquella ocasión? Cuántas cosas me hubiese ahorrado. ¿Para qué he vivido?

»El que aceptó de un modo peor la condena de muerte fue Sauckel.


Insistió con el peluquero, el médico de la cárcel y el psicólogo que sin duda todo
se debía a un error de traducción. Estaba firmemente convencido de que
descubrirían el error y revisarían su sentencia. La noticia de que el hombre
estaba fuera de sí se difundió rápidamente por toda la cárcel y finalmente fue
Seyss-Inquart, otro de los condenados a muerte, quien le escribió una carta de
consuelo. El doctor Ludwig Pflücker, el médico alemán de la cárcel, le llevó estas
líneas al antiguo comisario para el Trabajo:

»"Querido camarada Sauckel: Hace usted una crítica demasiado severa de


la sentencia. Cree usted que han fallado esta sentencia contra usted porque una
de las palabras fue mal traducida e interpretada. Yo no tengo esta impresión.
Que existiera una orden del Führer no es motivo para que nosotros, que tuvimos
el valor y la fuerza suficiente para estar en primera fila de esta lucha a vida y
muerte de nuestro pueblo, no aceptemos la responsabilidad. Si en los días del
triunfo estuvimos en primera fila, tenemos el derecho de solicitar también este
mismo puesto en la desgracia. Con nuestra actitud ayudamos a reconstruir el
futuro de nuestro pueblo. Suyo, Seyss-Inquart".»
2. Morir en la horca

Pasaron dos semanas interminables.

En la noche del 15 al 16 de octubre de 1946 habían de ser ejecutadas las


sentencias. Se habían mantenido secretos el día y la hora, pero los condenados
estaban seguros de que sería el 14 de octubre.

Mientras tanto habían sido presentadas unas apelaciones oficiales al


Consejo de control aliado en Berlín, así como se habían realizado también una
serie de gestiones personales, que habían sido dirigidas al mariscal de campo
Montgomery, al presidente Truman, al presidente del Consejo de Ministros
Attlee, e incluso se solicitó la intervención de la Santa Sede. Pero todo fue en
vano: la condena era firme. Los días transcurrían en la cárcel de Nuremberg.
Alrededor de los condenados se habían redoblado las medidas de seguridad, por
las noches permanecían las celdas iluminadas y los centinelas habían recibido
órdenes de no perder, ni un solo momento, de vista a los condenados. El doctor
Pflücker ha relatado en sus «Memorias» cómo transcurrían aquellas penosas
horas y días.

Jodl leía un libro de Wilhelm Raabe. Frank mostraba una expresión muy
contenta cada vez que se presentaba el médico de la cárcel y estaba
entusiasmado con La canción de Bernadette, de Franz Werfel. Ribbentrop no
dejaba de preguntar dónde tendrían lugar las ejecuciones. Keitel le rogó al doctor
Pflücker le dijera al organista que cada noche solía interpretar unas pocas
canciones al órgano, «tocara la canción Schlafe mein Kindchen, schlafe ein, que
despertaba en él recuerdos nostálgicos».

El 7 de octubre, por la tarde, el doctor Pflücker fue llamado a la celda de


Goering. El condenado había sufrido un grave ataque al corazón y le dijo al
médico:

—Mi querido doctor, acabo de ver por última vez a mi esposa. Ahora he
muerto. Ha sido una hora muy difícil, pero mi esposa lo ha querido así. Ha
estado muy valiente. Es una mujer maravillosa. Solo al final parecía iba a
desplomarse, pero se ha dominado en el acto y cuando nos hemos despedido
estaba muy serena.

Pflücker le administró unos sedantes. Goering le dio las gracias y añadió


en voz baja:

—Ahora pueden matarme como quieran. Me alegro de haber disfrutado


de esta hora.
De nuevo pasaban los días. En el edificio resonaban ahora extraños
ruidos. Llegaban los ruidos de las sierras y de los martillos hasta el interior de
las celdas. Estos procedían del gimnasio y el peluquero Wittkamp recuerda:

—Los electricistas tuvieron que colocar en el gimnasio unas bombillas de


mucha potencia. Pusieron otros cristales en lugar de los que habían sido rotos
por los partidos de pelota que se habían celebrado allí dentro. Finalmente
prohibieron salir al patio que daba al gimnasio.

—¿Terminarán pronto de construir nuestras horcas? —preguntó Streicher,


en cuya celda se oían más fuertes que en ninguna otra parte los ruidos de los
carpinteros.

Levantó la mirada de su libro y le dijo a Wittkamp:

—Subiré valiente los peldaños. Ya tengo pensado cuáles serán mis


últimas palabras: «¡A todos vosotros os colgarán los bolcheviques!» y «¡Heil
Hitler!»

El 15 de octubre, último día en Nuremberg, parecían saber los acusados


que habían sonado la última hora. En todas las celdas comenzaron a pedir la
Biblia, solo Rosenberg desistió.

—Bien, ¿qué hay de bueno hoy? —preguntaba Frick como todos los días
cuando le servían la comida. Los otros recogían en silencio los platos como si
adivinaran que aquella había de ser su última comida: ensalada de patatas y
salchicha, pan negro y té.

Goering, aquella mañana, no había dado y tampoco lo hizo por la tarde, el


acostumbrado paseo. Se pasó casi todo el día acostado en su camastro, leyendo el
Effie Briest, de Fontane. De vez en cuando escribía una carta y recibió una.
Ribbentrop se quejaba de dolores de cabeza y de insomnio, hojeó distraído una
novela de Freytag, leyó cinco cartas y escribió otra. Rosenberg leyó Die Geige,
una novela de Binding, recibió en el curso del día tres cartas, pero no escribió ni
una sola.

También Streicher se pasó el último día leyendo Der Soldat de Jelusich.


Escribió además, seis cartas y recibió una. Jodl leyó el Wanderer, de Hamsun,
escribió una carta y recibió siete. Keitel expresó su deseo de que le avisaran con
tiempo, «para poner orden en su celda», leyó unos relatos de Paul Alverdes,
recibió tres cartas y escribió una.

Hans Frank les habló al personal alemán en la cárcel de las maravillas de


la catedral de San Pedro, en Roma, leyó la poesía Heilige Nacht, de Thomas,
repasó continuamente las nueve cartas que había recibido y escribió dos cartas
aquel día. Seyss-Inquart había elegido para leer las Gespraeche mit Goethe, de
Eckermann; Frick la novela de Jelusich, Hannibal. Stauckel unas obras
completas sobre la juventud de los grandes alemanes.

Frank, Kaltenbrunner y Seyss-Inquart, los tres católicos entre los


condenados, confesaron y comulgaron en sus celdas.

Hacia las 22 horas, el doctor Pflücker volvió a visitar a Goering para


administrarle, como cada noche, los sedantes: una cápsula azul de Amycal, un
sedante lento y duradero, o una cápsula roja de Seconal, de efectos rápidos y
menos largos.

«Para no sumir a Goering en un sueño demasiado profundo —informa el


doctor Pflücker—, había vaciado por la tarde la cápsula azul y la había llenado
con Natrium Bicarbonicum.»

Después de haber tragado Goering la cápsula, le preguntó al médico si


valía la pena que se desnudara.

—Una noche puede ser muy corta —respondió evasivo el médico alemán.

—No cabe la menor duda de que están preparando algo —replicó


Goering—. Se ven muchas caras nuevas por los corredores y tienen más
lámparas encendidas que de costumbre.

Ya aquella misma mañana, Goering le había dicho a Hermann Wittkamp:

—Mañana le dejarán marchar a usted, pues ya no tendrán necesidad de un


peluquero. Le regalo a usted mi máquina de afeitar que ha usado usted para
todos nosotros, así como también el pincel de tejón, así al menos sé quién lo
tiene. Yo ya no lo necesitaré. Le regalaría también mi pipa de caza, pero no
puede ser. Cuando salga por última vez de esta celda la romperé y la arrojaré por
la ventana.

Wittkamp, posteriormente, dijo:

«No comprendí su extraña sonrisa, pero algo raro debía haber relacionado
con la pipa. Cuando me enteré de que se había suicidado, lo comprendí todo:
solo en la pipa podía tener oculto el frasco de cianuro potásico.»

Hermann Goering estaba tumbado con los ojos abiertos sobre el camastro
y miraba al vacío. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, tal como prescribía
el reglamento.
Eran las 22 horas 45 minutos.

Hacía ya más de media hora que Goering estaba en esta posición. El


guardián miró a través de la mirilla y bostezó. No había motivo de alarma.
Goering estaba tumbado muy tranquilo y tenía la mirada fija en el techo.

Solo sus manos revelaban un extraño nerviosismo. Temblaban, apretaban


la manta, las movía de un lado al otro.

El guardián miró, con más atención, aquellas manos.

Las manos de Goering apretaban fuertemente la manta. El temblor se


había apoderado ahora también de los brazos y a los pocos instantes se contrajo
el rostro del acusado, haciendo extrañas muecas. Las piernas debajo de la manta
se movían como acometidas por calambres y Goering se incorporó a medias.

—¡Hey! —gritó el guardián.

El grito del guardián resonó por todo el corredor. Se oyeron abrir unas
pesadas puertas de hierro y rápidos pasos.

Abrieron la puerta. El guardián y el oficial de guardia se precipitaron


dentro de la celda de Goering. Pocos instantes después llegó el cura protestante
Gerecke.

Cedieron los calambres de Goering. Tenía su pesado cuerpo ligeramente


incorporado, apoyándose en los codos. La respiración era pesada. Gotas de sudor
perlaban el rostro del moribundo.

Ya nada podía salvar a Goering. Esto lo comprendieron todos a primera


vista. Todo lo que hacían ya no tenía objeto alguno, pero así no se estaban
cruzados de brazos.

Levantaron la cabeza de Goering, le pegaron en las mejillas como si se


tratara de un desmayo pasajero, movieron sus brazos en un inútil intento de
reanimarlo. Trajeron agua y, entonces, llegó el doctor Fflücker.

—¿Sufre usted un ataque al corazón? —le gritó a Goering.

Ninguna respuesta.

De pronto, así informa Pflücker en sus «Memorias», el rostro de Goering


se volvió azulado, como si se iluminara con una luz artificial. Se dejó caer hacia
atrás. Se oyeron unos estertores y todo había terminado.
Cuando llegó el coronel Andrus, Goering ya había muerto. El americano
se guardó nervioso el papel que llevaba en la mano. Ahora ya no lo necesitaba.
Hacía unos minutos que lo había recibido en su despacho y se había dirigido a
la celda de Goering para leérsela. El Consejo de Control Aliado en Berlín
rechazaba su apelación.

La fría luz de la lámpara de la celda iluminaba la escena.

El jefe del servicio de seguridad esperó el dictamen del médico. Le


hubiese gustado empezar en aquel mismo momento las investigaciones, pero al
cabo de tres horas debían empezar las ejecuciones y no le quedaba tiempo para
hacer de criminalista. Precisaba de todos los minutos para pensar lo que les diría
a sus superiores, al Tribunal y a la Prensa.

El doctor Pflücker examinó, mientras tanto, el cadáver. Tomó el pulso de


Goering y notó un pulso apenas perceptible. Auscultó el corazón, pero ya no
percibió nada. También las pupilas estaban inmóviles. Lentamente se incorporó.

—Este hombre ha muerto —se limitó a decir.

—Gracias, doctor —murmuró el coronel Andrus—. Ha tragado veneno,


¿no es cierto?

—Sí, lo más probable, cianuro potásico.

—Tome usted —dijo el sargento, y le alargó al coronel una pequeña


cápsula de latón que había recogido del suelo de la celda.

Era la cápsula en la que estaba el veneno que el doctor Pflücker ya había


visto antes en la mano izquierda de Goering.

Más tarde fueron hallados por el médico americano doctor Martin los
restos de cristal en la boca del muerto.

¿Cómo llegó el veneno hasta poder de Goering? ¿Dónde lo guardaba


oculto? ¿Cómo pudo tragarlo sin ser visto?

La policía criminalista y el Servicio Secreto americano empezaron las


averiguaciones al día siguiente, pero el expediente se archivó a los pocos días...
sin haberse hallado una respuesta satisfactoria a la pregunta. El guardián no
había visto nada. No existían otros testigos.

¿Dónde guardaba Goering el veneno? Este secreto se lo llevó a la tumba.


Durante los controles habituales nunca se había descubierto nada sospechoso, ni
en las ropas ni en los objetos de uso personal, y tampoco en su cuerpo.
Según el sistema ideado por el coronel Andrus, los presos no podían tener
en sus celdas ni un alfiler sin que él se enterara.

¡Pero esto era lo que creían!

Después de las ejecuciones hicieron la limpieza de las celdas. El coronel


Andrus quedó aterrado cuando le presentaron los objetos que habían
encontrado en las celdas..., pero fue lo suficientemente leal para reconocer su
error e informó detalladamente a la Prensa extranjera de todos aquellos
hallazgos.

1. En la celda de Constantin von Neurath encontraron un tornillo de acero.


Con la punta del mismo se hubiese podido abrir el acusado las venas del pulso.
Era un tornillo lo bastante grande para provocar un peligro de muerte si lo
tragaba.

2. En la celda de Joachim von Ribbentrop descubrieron una botella de


cristal, que hubiese servido de un modo excelente para el suicidio.

3. En la celda de Wilhelm Keitel una gran aguja imperdible


cuidadosamente oculta en una camisa. El condenado tenía oculto además, debajo
del cuello de su chaqueta, cuatro tuercas de metal, dos pedacitos de hierro y una
cinta de acero afilada como un cuchillo.

4. En la celda de Hjalmar Schacht, una cuerda de un metro de largo, lo


suficiente para ahorcarse con la misma. El antiguo presidente del Reichsbank
escondía, además, diez «clips».

5. En la celda de Alfred Jodl descubrieron un alambre de treinta


centímetros de largo, varios lápices muy afilados y un lápiz automático
descompuesto.

6. En la celda de Karl Doenitz, cinco cordones de zapatos anudados entre


sí.

7. En la celda de Fritz Sauckel una cuchara, cuyos bordes habían sido


afilados.

Un verdadero arsenal de objetos con los cuales suicidarse. Después de


estos descubrimientos, el grupo de investigación americano renunció a seguir
buscando el sitio donde Goering había ocultado el veneno, pues era evidente
que había contado con muchas posibilidades, incluso en la pipa.

Solo quedaba por averiguar cómo había llegado Goering a poseer el


veneno. Desgraciadamente, el coronel Andrus nunca ha dado publicidad a la
carta particular que Goering le dirigió en su último día. Lo más probable es que
esta carta arrojara luz sobre todo lo sucedido. Esta carta es una de las tres que
escribió Goering aquel día en su celda: una dirigida al pueblo alemán, otra a su
esposa y la tercera a Burton C. Andrus. Pero las líneas que le envió al coronel
bastaron para que, en aquel misterioso caso, no se procediera a ninguna
detención. Todos aquellos de los que se hubiera podido sospechar, habían sido
de antemano exentos de toda sospecha por parte de Goering.

Dos hombres pretendieron, más tarde, haberle proporcionado el veneno a


Goering: el periodista austríaco Petermartin Bleibtreu y el antiguo general de las
SS Erich von dem Bach-Zeleweski. El curioso informe de Bleibtreu dice que
penetró en la sala de sesiones cuando estaba vacía y pegó la cápsula en el asiento
de Goering con goma de mascar. Pero esta exposición de los hechos ha sido
rechazada por inverosímil.

Mucho más seria es la afirmación de Bach-Zeleweski. Relató que durante


un encuentro con Goering por el corredor de la cárcel le había alargado un
pedazo de jabón en el que previamente había metido la cápsula. En realidad,
también la narración de Bach-Zeleweski resultaba muy inverosímil, pero en al
año 1951 les entregó, a los americanos, una segunda cápsula que fue comparada
con los restos que el doctor Martin había encontrado en la boca de Goering.

«El cristal es idéntico al hallado en la boca de Goering», dictaminaron los


criminalistas.

Y el fiscal americano en Ansbach, William D. Canfield, comentó:

—Ahora ya me siento tentado a creer que Bach-Zeleweski ha dicho la


verdad.

Con ello quedaba resuelto el enigma del suicidio de Goering..., por lo


menos, quedaba dentro de lo posible.

Pero el 15 de octubre de 1946, en Nuremberg, el enigma estaba latente.


Todos aparecían como sospechosos de haber salvado al condenado número uno
de la horca. Andrus temía por su carrera militar y, además, el sensacional
suicidio hizo que, al día siguiente, la noticia ocupara unos titulares más gruesos
que el de las ejecuciones.

Pero el suicidio de Goering no afectó los preparativos que se habían


llevado a cabo. Poco antes de la una del 16 de octubre de 1946 abrieron la puerta
de la celda de Ribbentrop.

—Confío en la sangre del cordero que lleva los pecados del mundo —dijo
Ribbentrop con los ojos cerrados.

Dos soldados policías alemanes y americanos, con el correaje blanco y


casco de acero plateado, lo situaron entre los dos. El camino conducía al patio, al
gimnasio.

En la sala, brillantemente iluminada, se veían tres grandes armatostes,


pintados de negro. Trece peldaños subían hasta la plataforma sobre la que se
veía la horca. Oigamos al doctor Pflücker:

«El reo debía situarse encima de una trampa que era abierta una vez le
habían colocado la soga alrededor del cuello. El condenado caía un piso. El piso
inferior estaba tapado por un paño para ocultar lo que sucedía. Dos médicos
americanos examinaban al ahorcado y dictaminaban su muerte.

»La muerte no se presenta en el momento de quedar ahorcados —añadió


el doctor Pflücker—, pero sí la pérdida del conocimiento, un consuelo que tuve
ocasión de comunicar a todos los condenados.»

Todo había de suceder con la mayor rapidez. Los rostros de los pocos
testigos estaban en la oscuridad: cuatro generales aliados, el coronel Andrus,
ocho representantes de la Prensa, el presidente del Consejo de ministros bávaro
doctor Wilhelm Hoegner, como «testigo del pueblo alemán» y que había sido
llamado urgentemente a Nuremberg. La sala olía a whisky, Nescafé y cigarrillos
de Virginia.

Todo había de ocurrir rápidamente. El sargento mayor John C. Woods de


San Antonio, tejas, el «US-Hangman», el verdugo americano, tenía dos
ayudantes. Todos los condenados entraron en el local, les ataron con una correa
negra las manos a la espalda, subieron los peldaños del patíbulo, acompañados,
a derecha e izquierda por un policía militar.

Todo había de suceder con la mayor rapidez. Solo quedaban unos escasos
segundos para el último consuelo espiritual, para pronunciar las últimas
palabras. Luego, la capucha negra aislaba al condenado del mundo exterior.
Woods colocaba la soga alrededor del cuello. Y, en el acto, se abría la trampa.

A las una y un minuto entraron a Ribbentrop en el gimnasio.

Todo debía ocurrir rápidamente. Los ayudantes del verdugo ataron las
manos a Ribbentrop. Le invitaron a dar su nombre.

A continuación dijo:

—Dios salve a Alemania. Mi último deseo es que Alemania continúe


unida y se llegue a un entendimiento entre el Este y el Oeste.

La capucha negra.

La trampa.

Los periodistas a los que no se les había permitido la entrada y que ahora
en secreto miraban desde las ventanas del Palacio de Justicia, desde donde al
menos veían el patio y la puerta de entrada al gimnasio, oyeron el sordo ruido de
la trampa al abrirse. Eran exactamente la una y catorce minutos.

Se abrió la puerta. Una franja de luz delgada y amarilla brilló sobre el


piso del patio. En la oscuridad relucieron los cascos del acero de los policías
militares. Wilhelm Keitel.

—Ruego al Todopoderoso que se compadezca del pueblo alemán —


fueron sus últimas palabras—. ¡Todo por Alemania! Gracias.

—¡Todo por Alemania! —fueron también las últimas palabras de


Kaltenbrunner.

Alfred Rosenberg se limitó a decir su nombre. Al sacerdote que le


preguntó si quería que rezara por él le contestó malhumorado:

—No, gracias.

Desde fuera se oyó el ruido de la trampa al abrirse.

Y una nueva franja de luz iluminó el piso del patio.

Frick.

Silencio. El ruido de la trampa.

El siguiente: Hans Frank.

—Estoy agradecido por esta bondadosa sentencia que he recibido —dijo


Frank. Ruego a Dios que me acoja en su seno.

El ruido.

Se abre de nuevo la puerta. Aparecen los dos soldados. Entre ambos casi
arrastran a un hombre vestido solo con unos largos calzoncillos blancos.
Streicher se ha negado a vestirse y a caminar por sus propios medios hasta el
patíbulo. Ininterrumpidamente suena su profunda voz en el patio:
—¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler! Heil...

Fritz Sauckel, que hasta el último momento se aferró a que todo era
debido a un error de traducción e interpretación gritó:

—Expreso mis respetos a los oficiales y soldados americanos, pero no los


hago extensivos a la Justicia americana.

En dos nuevas ocasiones, después de haber sido ajusticiado Sauckel, se


abrió y cerró de nuevo la trampa: Jodl y Seyss-Inquart. Exactamente a las 2 horas
45 minutos se representó el último acto del drama. A las 2 y 57 minutos, los
médicos dictaminaron que Seyss-Inquart había fallecido.

«Todos ellos trataron de demostrar valor —escribió Kingsbur Smith, de la


International News Service, que había asistido a las ejecuciones como
representante de la Prensa americana—. Ninguno de ellos se desplomó.»

Doce minutos después de haber sido certificada la defunción de Seyss-


Inquart a las 3 horas y 9 minutos, fue transportado el cadáver de Goering en
unas parihuelas al gimnasio. Fue depositado junto a la fila de los ajusticiados al
pie de la horca. Un acto simbólico.

La última misión correspondió a un fotógrafo del Ejército americano.


Tuvo que fotografiar dos veces a los cadáveres, primero vestidos, tal como
habían sido bajados de la horca, y luego desnudos. Fotografías que fueron
calificadas de Top Secret y que durante las siguientes décadas habían de
permanecer en archivos secretos hasta que ya solo fueran de interés para los
historiadores.

Pero una gran revista americana obtuvo fotografías de los ajusticiados y


las publicó poco después. Estas fotografías han sido publicadas, reproducidas
millones de veces y también en Alemania y, naturalmente, han sido vistas
también por los autores de este libro.

Pero los autores no las reproducen aquí.

Algunos de los cadáveres presentan heridas sangrientas que les


proporcionan una visión horrenda. El médico alemán doctor Pflücker dio la
siguiente explicación:

«Ninguno de ellos padeció inútilmente, ni sufrió heridas externas a


excepción de Frick que siempre fue propenso a los movimientos demasiado
bruscos y cuando se abrió la trampa saltó hacia atrás y se golpeó la nuca contra el
borde.»
La explicación de Pflücker corresponde con la de otros testimonios, pero
se equivoca en un punto: no solamente Frick sufrió heridas externas, sino
también algunos otros, tanto en la nariz como en la frente y fue debido a que la
abertura de la trampa era demasiado pequeña. Esto explica las heridas externas.

A las cuatro en punto se detuvieron dos camiones del Ejército americano


ante el Palacio de Justicia. Los camiones eran escoltados por un «jeep» y un
coche de turismo con ametralladora montada. Un general americano y otro
francés mandaban la columna.

Fueron cargados once ataúdes.

Haciendo sonar sus sirenas, los coches emprendieron la dirección de


Fürth. Los periodistas seguían en muchos coches de turismo. La columna se
detuvo en Erlangen.

El coche con la ametralladora se situó detrás de los dos camiones y un


oficial americano comunicó a los periodistas de todo el mundo que debían dejar
de seguir el convoy, pues la persecución estaba expuesta a peligro de muerte. De
nuevo se pusieron los coches en movimiento..., con toda seguridad hacia el
campo de aviación de Erlangen para ser transportados a Berlín, según
sospecharon los periodistas.

La verdad no se supo hasta muchos años más tarde. Los cadáveres fueron
llevados, después de muchos rodeos, a Munich, al crematorio y con la ayuda de
los empleados alemanes, de los cuales no se había podido prescindir, pero que
se comprometieron bajo juramento a guardar el secreto durante toda su vida,
fueron incinerados los cadáveres.

El comunicado oficial dijo que las cenizas de los ajusticiados habían sido
arrojadas a un río «en alguna parte de Alemania», en un lugar que quedaría en el
secreto, para «evitar que nunca pudiera levantarse allí un monumento».

Hoy se conoce el río..., el Isar..., y también el lugar. Pero ¿y el


monumento? Ha pasado más de una década y todos los acontecimientos ya
parecen muy lejanos.

«La ceniza es inocente —escribió el New York Times, entonces—. Las


cenizas de los inocentes y la de los criminales están compuestas por los mismos
elementos, han sido aventadas por los mismos vientos, han sido mezcladas con
las mismas aguas. En medio de estos días tan oscuros hemos de confiar y rezar
por un nuevo mundo.»
3. Spandau, y después

A mediados del año 1947 fue publicada la siguiente noticia en la Prensa:

«Los siete principales criminales de guerra, condenados por el Tribunal


Militar Internacional a prisión, han sido internados el 18 de julio en la cárcel de
Spandau. La cárcel está bajo el control de las cuatro potencias de ocupación.»

El traslado de los prisioneros a Berlín se efectuó nueve meses después de


haber sido dictada la sentencia en Nuremberg. Nueve meses después de la
sentencia comenzó en Spandau el turno, según el cual cada mes se alternan los
americanos, ingleses, franceses y rusos en la vigilancia de los presos.

Spandau es una curiosidad histórica. Es el único lugar en el mundo donde


los aliados de la Segunda Guerra Mundial continúan colaborando como si desde
1945 no hubiese sucedido nada. En Spandau se está cumpliendo una sentencia
cuyas normas jurídicas no fueron aprobadas por las Naciones Unidas, pero al
mismo tiempo, Spandau es considerado por las potencias como una silenciosa
amenaza, por lo que hasta la fecha ninguna de las cuatro potencias ha
denunciado el acuerdo sobre el Tribunal Militar Internacional. De ello se
desprende otro aspecto igualmente curioso. Considerado desde un punto de
vista jurídico, el Tribunal de Nuremberg continúa existiendo y mañana mismo
podría reunirse para celebrar una nueva reunión.

Spandau es un residuo fantasmal de aquel nuevo edificio que fue


proyectado, pero no construido y cuyos ladrillos están desperdigados por los
alrededores.

La cárcel de Spandau puede albergar seiscientos presos. Pero en la


actualidad allí hay solo tres presos: Rudolf Hess, Baldur von Schirach y Albert
Speer. Los gastos anuales se calculan en 250.000 marcos y una compañía de
soldados está destinada permanentemente en Spandau, once cocineros, diez
camareros, catorce doncellas, tres administradores y dos mujeres de limpieza
están al servicio de los presos y sus guardianes.

En el número 24 de la Wilhelmstrasse —que es la dirección de la cárcel—


cada minuto del día está sujeto a un horario fijo. Ha sido anulada toda
personalidad e incluso los nombres que todavía se empleaban en la cárcel de
Nuremberg han sido sustituidos aquí por números.

—¡Número uno! —gritan cuando llaman a Baldur von Schirach.

El número cinco es Speer, y el número siete, Hess.


«Los presos han de trabajar todos los días, excepto el domingo», dice el
reglamento de la cárcel y el plan de trabajo no ha sido modificado desde el año
1947:

6.00 horas: diana, lavarse y vestirse

6.45 a 7.30 horas: desayuno

7.30 a 8.00 horas: hacer las camas, limpiar las celdas

8.00 a 11.45 horas: limpieza de los corredores y trabajos de jardinería,


«según el estado de salud de los presos»

12.00 a 12.30 horas: almuerzo

12.30 a 13.00 horas: siesta

13.00 a 16.45 horas: trabajo, trabajos de jardinería u otras ocupaciones,


según las órdenes del comandante

17.00 horas: cena

22.00 horas: fin de la jornada

«Los lunes, miércoles y viernes ¯añade el reglamento de la cárcel¯, se


afeitará a los presos y en caso necesario se les cortará el pelo entre las 13 y las
14.00 horas.»

Una de las disposiciones aprobada por las cuatro potencias, cuyos detalles
son secretos, se ocupa de lo que ha de hacerse, en el caso de que uno de los
presos muriera en la cárcel. La parte conocida de la disposición dice que el
cadáver ha de ser incinerado en un lugar desconocido y las cenizas arrojadas
desde un avión «en alguna parte del mar».

En dos ocasiones pareció que esta disposición iba a tener que llevarse a la
práctica. El «número tres», el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Hitler y
Protector del Reich para Bohemia y Moravia, Constantin von Neurath,
preocupaba enormemente a los médicos por su avanzada edad y su estado de
salud. La segunda vez fue Rudolf Hess, que casi obtuvo éxito en uno de sus
muchos intentos de suicidio.

En el caso de Neurath, los aliados decidieron indultarle el 6 de noviembre


de 1954. Neurath ya había cumplido los ochenta y un años de edad, y lo pusieron
en libertad, después de haber cumplido ocho de los quince años de condena que
le habían sido impuestos. El presidente federal Theodor Heuss, y el canciller
federal Conrad Adenauer, le mandaron telegramas de felicitación.

Heuss le escribió:

«Con alegre satisfacción he leído hoy el comunicado en el que se informa


que ha terminado para usted el martirio de estos años.»

La opinión pública reaccionó con sentimientos diversos. Luego se olvidó


el asunto y cuando Constantin von Neurath falleció el 14 de agosto de 1956, en
Enzehingen, Wurttemberg, los periódicos publicaron tan solo una escueta
noticia.

Después de este paso en falso cuando se puso en libertad en Neurath, el


Gobierno federal mostró una gran reserva cuando más tarde fueron libertados
otros tres reos. Primero, el 26 de septiembre de 1955, Erich Raeder de setenta y
nueve años de edad. Cumplió nueve años de condena. Los motivos de su indulto
fueron su delicado estado de salud y su avanzada edad.

Su sucesor en el mando de la Marina de guerra, Karl Doenitz, le siguió


también en Spandau. El 1.º de octubre de 1956, poco después de medianoche,
después de haber cumplido exactamente los diez años de condena, fue puesto en
libertad, cuando había cumplido ya los sesenta y cinco años.

Medio año más tarde, el 16 de mayo de 1957, se abrieron nuevamente las


puertas de Spandau para dejar paso a Walther Funk, gravemente enfermo, de
sesenta y seis años de edad. Cumplió once años de su cadena perpetua.

Vamos a explicar lo que sucedió a los tres acusados de Nuremberg que


fueron absueltos.

Hans Fritzsche murió el 27 de septiembre de 1953 en una clínica de


Colonia, a consecuencia de una operación de cáncer. Después de haber sido
absuelto en Nuremberg, el fiscal general del Comité de desnazificación, doctor
Thomas Dehler, invitó a la opinión pública a reunir nuevo material contra
Frietzsche. El juicio comenzó el 27 de enero de 1947 en Nuremberg y el fiscal
Bernhard Muller exigió el internamiento de Fritzsche en un campo de trabajo
durante un plazo de diez años, «lamentando no poder solicitar la pena de
muerte». La Cámara lo condenó a nueve años de trabajos forzados, pero el 25 de
septiembre de 1950 fue puesto en libertad. Se casó y, finalmente, trabajó como
agente de publicidad... para la casa Bandecroux de París.

Franz von Papen fue condenado a arresto domiciliario, por el que


entonces era presidente del Consejo de ministros de Baviera, doctor Wilhelm
Hoegner, tan pronto abandonó el Palacio de Justicia de Nuremberg, pero el 23 de
febrero de 1947 fue clasificado por el Comité de desnazificación de Nuremberg
entre los principales culpables y condenado a ocho años de trabajos forzados. En
enero de 1949 fue indultado y se le multó con 30.000 marcos. Papen vivió a
continuación, durante algún tiempo, en Turquía. En 1953 se compró la finca de
Erlenhaus, en Obersasbach Baden, en donde el 3 de mayo de 1955 celebró sus
bodas de oro.

Hjalmar Schacht se fue a vivir, después de haber sido absuelto en


Nuremberg, al castillo de Katharinenhof, cerca de Stuttgart, propiedad de un
amigo suyo, pero a las pocas horas de llegar allí fue detenido por la policía
alemana e internado en la cárcel de Stuttgart. Fue condenado, por el Comité de
desnazificación, a ocho años de trabajos forzados, pero fue indultado en el año
1948. Trabajó como consejero financiero durante algún tiempo en el Brasil,
Abisinia, Indonesia, Irán, Egipto y Siria, se hizo socio de la banca de Dusseldorf,
Schacht & Co., presidente del Consejo de Administración de la imprenta y
editorial de Hamburgo, Broschel & Co., miembro del Partido democrático libre
alemán y de la Deutsche China-Gesellschaft.

Han transcurrido treinta años desde el año 1933, y más de tres lustros
desde el proceso de Nuremberg. Los hombres que fueron objeto del juicio han
sido casi olvidados y sus crímenes forman parte de la Historia.

En el año 1953, llegó un grupo de jóvenes soldados ingleses a Spandau. El


oficial de servicio les preguntó:

¯¿Saben ustedes a quién han de vigilar aquí?

Ninguno de ellos supo contestar.

El oficial escribió los nombres de los presos en la pizarra. Señaló el


primer nombre que había escrito, Rudolf Hess, y volvió a preguntar:

¯¿Sabe alguien de ustedes quién es este hombre?

Ninguna respuesta. Finalmente, uno de los jóvenes soldados levantó la


mano.

¯¿Un agente del mercado negro, señor?

«Ni uno solo de los soldados ¯escribió Jack Fischman en su libro sobre
Spandau¯, hijos de esta guerra, en la que habían crecido, había oído hablar
nunca de esos hombres o conocía los motivos por los cuales estaban en
Spandau.»

Esto podría desmoralizar, pero también puede ser considerado como un


buen síntoma. Las huellas que ha dejado el Proceso de Nuremberg se pueden,
no obstante, seguir muy fácilmente.

Un año después de haber terminado el proceso, el 21 de noviembre de


1947, la Asamblea General de las Naciones Unidas encargó a la Comisión para el
Derecho Internacional tomar los estatutos y las sentencias del Tribunal de
Nuremberg como base para la estructuración de un Código de los crímenes contra
la paz y la seguridad de la humanidad. La Comisión trabajó durante cuatro años y
presentó su informe en septiembre de 1951. Se había limitado a fijar la
responsabilidad de las personas individuales, después de haberse dicho
taxativamente en Nuremberg, «que eran los seres humanos y no las estructuras
abstractas las que cometían los crímenes».

El Artículo 1.º del proyecto dice, por consiguiente: «Los crímenes contra la
paz y la seguridad de la humanidad son crímenes del derecho internacional y los
individuos que son responsables de estos pueden ser castigados».

Y también hay esta definición: «Las siguientes acciones son crímenes


contra la paz y la seguridad de la humanidad:

»1. Toda agresión que comprenda el uso de la violencia armada por las
autoridades de un Estado contra otro Estado, por otros motivos que la legítima
defensa nacional o defensa colectiva o también la ejecución de una orden o el
acatamiento de una recomendación de uno de los órganos autorizados de las
Naciones Unidas.

»2. Toda amenaza por las autoridades de un Estado de emprender una


acción agresiva contra otro Estado.

»3. Los preparativos para el uso de la fuerza armada por las autoridades
de un Estado contra otro Estado para otros fines que una legítima defensa
nacional o colectiva de una orden o acatamiento de una recomendación de un
órgano autorizado de las Naciones Unidas.

»4. La invasión de bandas armadas, con fines políticos, en el territorio de


otro Estado.

»5. La ejecución o instigación de crímenes por las autoridades de un


Estado, dirigidas a incitar la guerra civil en otro Estado.

»6. La ejecución o instigación de acciones terroristas por las autoridades


de un Estado en otro Estado o el consentimiento de crímenes organizados por las
autoridades de un Estado, enfocados a preparar actos terroristas en otro Estado.
»7. Actividades dirigidas por las autoridades de un Estado en violación de
las obligaciones contraídas con otro Estado, con el que se tenga firmado un
tratado para asegurar la paz y la seguridad.

»8. Actividades de las autoridades de un Estado, dirigidas a la anexión de


un territorio que pertenece a otro Estado o de un territorio sometido a la
jurisdicción internacional.

»9. Actividades emprendidas por las autoridades de un Estado o por


personas individuales en la intención de exterminar un grupo nacional, racial o
religioso, parcial o totalmente, en las que quedan comprendidos: a) el asesinato
de miembros de un grupo; b) graves violaciones de la integridad física o
psíquica de los miembros de un grupo; c) la intencionada opresión de un grupo
en condiciones de vida que tendrá como consecuencia su exterminio parcial o
total; d) medidas dirigidas a impedir los nacimientos en el seno de un grupo; f)
el transporte por la fuerza de los niños de un grupo a otro grupo.

»10. Acciones antihumanas dirigidas por las autoridades de un Estado o


de personas individuales contra elementos de la población, así como el
asesinato, exterminio, esclavitud, deportación o persecución por motivos
políticos, raciales, religiosos o culturales.

»11. Acciones cometidas en la violación de las costumbres y leyes de la


guerra.

»12. Acciones que sean una conjuración, instigación o participación en


alguno de los crímenes antes citados.»

El Artículo 3.º del proyecto dice:

«El hecho de que alguien actúe en calidad de jefe de Estado o de un


Gobierno no lo inhibe de la responsabilidad por haber cometido alguno de los
crímenes citados en el presente código.»

Artículo 4.º:

«El hecho de que una persona acusada de un crimen definido en el


presente código alegue haber actuado en nombre de su Gobierno o de sus
superiores no le inhibe, según el derecho internacional, de la responsabilidad
cuando moralmente haya podido negarse al cumplimiento de la orden.»

Artículo 5.ª:

«Los castigos por los crímenes determinados en el presente código serán


fijados por el Tribunal a quien incumbe el castigo de los delincuentes.»

Aunque las ideas base de este proyecto sean en la actualidad útiles como
siempre, jamás se ha llegado a un acuerdo sobre este código. Durante las
deliberaciones para la creación de un Tribunal criminal internacional, quedó
reflejada toda la inconsistencia por las objeciones que fueron presentando los
delegados, principalmente el representante de la Gran Bretaña, sir Frank
Soskice. Las Naciones Unidas publicaron el siguiente comunicado:

«Se ha tenido en cuenta la diversidad de las normas jurídicas que rigen en


los diversos países, así como la dificultad que resulta en un caso dado, al apresar
al criminal por la fuerza y contra la voluntad de su Gobierno para llevarlo ante
un tribunal y ejecutar la sentencia.»

A pesar de ello, en enero del año 1952, se intentó en las Naciones Unidas
dar validez a los principios del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, de
un modo especial, definir más concretamente el concepto de agresión. Un
Comité encargado del estudio de esta cuestión llegó al siguiente resultado:

«No es posible una definición exacta y satisfactoria.»

La Asamblea General insistió el 31 de enero de 1952 en llegar a una


definición y lo curioso del caso es que insistió en este punto, a pesar de la
oposición de la Gran Bretaña y los Estados Unidos.

En el año 1957, la Comisión dio el siguiente comunicado final:

«La época actual no es la más indicada con sus fuertes y numerosos roces
para reglamentar esta cuestión.» En otras palabras, no puede promulgarse una
ley contra el robo porque sean demasiados los ladrones que ejercen su
profesión.

Desde este punto de vista, carecen de todo valor los acuerdos tomados por
las Naciones Unidas y que, desde un principio, fueron calificados como
existentes solo sobre el papel. Por ejemplo, el 3 de noviembre de 1947 acordó la
Asamblea General:

«Condenar toda propaganda que amenace la paz o incite a cometer una


agresión.»

En noviembre de 1949, las Naciones Unidas invitaron en una resolución, a


todos los Gobiernos:

«A renunciar a toda amenaza o uso de la fuerza que pueda afectar, de un


modo directo o indirecto, la independencia o integridad de un Estado.»
Una de las consecuencias más potentes del Proceso de Nuremberg es la
decisión, aprobada el 9 de diciembre de 1948 por las Naciones Unidas, que hace
referencia a los asesinatos colectivos. Este acuerdo internacional, que fue
ratificado el 9 de mayo de 1954 por la Unión Soviética, prohíbe todas las acciones
«que tiendan a exterminar parcial o totalmente un grupo racial, religioso o
político».

«Es un error establecer un paralelismo con el Tribunal de Nuremberg


¯decidió la Comisión jurídica internacional de las Naciones Unidas el año 1951¯,
pues aquel pudo actuar bajo los derechos de ocupación como si fuera un
Tribunal nacional».

De modo que no se ha concretado nada sobre este caso: una resolución de


la Asamblea General del 28 de noviembre de 1953, aprobada por cuarenta votos
contra cinco del bloque soviético, prohíbe «los trabajos forzados o trabajos
correccionales» para castigar a los enemigos políticos.

Esta es la situación actual. A pesar de que no se ha conseguido todavía lo


que se había previsto, nada puede cambiar el hecho de que el proceso será
siempre un monumento moral, un pilar sobre el cual, algún día, tal vez pueda
continuar construyéndose de un modo más estable, más eficaz y más
permanente. Los miembros de un Comité de indultos americano, David W. Peck,
Frederic A. Moran y Conrad E. Snow, lo definieron, el 31 de enero de 1951, con
las siguientes palabras:

«Los procesos de Nuremberg han fijado para siempre que el derecho y la


justicia en todos los tiempos estará por encima del ser humano... por encima de
los jefes de Estado y de todos aquellos que estén directamente a sus órdenes... y
que el individuo ha de rendir cuentas de sus actividades ante la sociedad.»
PARTE DOCUMENTAL

CONSIDERANDO-RESULTANDO-FALLO

Aunque fue muy grande la tentación de añadir, procedente de la ingente


cantidad de los documentos de Nuremberg, una serie de datos indignantes e
infamantes en su texto original, los autores han sabido renunciar a ella. En
primer lugar, los datos más importantes ya han sido tratados directamente en el
texto y, en segundo lugar, toda ampliación se saldría del marco del presente
volumen.

Por este motivo, esta parte se limita solamente a tres documentos:

1. La Declaración de Moscú, del 1.º de noviembre de 1943, en la que los


aliados reafirmaron su decisión de castigar a los criminales de guerra de las
potencias del Eje.

2. El «Escrito de la Acusación» «contra Hermann Goering y otros».


Comprende, en los expedientes del Proceso de Nuremberg, 71 páginas impresas
y unas 25.000 palabras. Citamos este documento en su versión original
omitiendo, sin embargo, los puntos que en la actualidad ya no son interesantes
desde el punto de vista histórico. De todos modos, estas omisiones no afectan en
nada al valor de dicho documento.

3. El veredicto. Hemos empleado en este caso el mismo procedimiento,


para poder hacer asequible al lector las 233 páginas impresas del original con sus
casi 100.000 palabras. Este resumen nos ofrece, no obstante, una idea clara y
concreta del veredicto.

Aclarado este punto consideramos necesario hacer unas observaciones


fundamentales sobre el modo que los autores han procedido al hacer las citas de
los documentos, las conversaciones y las preguntas y respuestas en la sala de
sesiones.

Hemos de tener presente que los 42 volúmenes del sumario comprenden


27.104 páginas. Esto dificulta mucho la tarea de extractarlo. Por este motivo, los
autores hubieron de limitarse a lo más importante, renunciando a aquellos
puntos que ahora carecen de valor histórico.

En muchas ocasiones, no quedó otro remedio que resumir los documentos


y las declaraciones verbales. Hemos omitido, en este caso, párrafos enteros que
han sido considerados poco importantes, renunciando ya desde un principio a
toda floritura literaria, comentarios, desviaciones del tema principal, etc., etc.
Finalmente, también han omitido aquellos datos que correspondían a hechos
históricos al margen de los acontecimientos aquí reseñados.

Sin embargo, los autores han procurado en todo momento, y con un


espíritu sumamente crítico y consciente, no alterar de ningún modo el sentido y
el espíritu de las citas hechas y sobre todo colocar en su justo lugar el valor de
cada uno de los interrogatorios. Los autores se han limitado, en este último caso,
siempre, de un modo exacto a lo que fue dicho por los fiscales, los defensores y
los acusados.

Los autores saben que su compendio ofrecerá algunas lagunas para los
historiadores que dan, a veces, un gran valor a los menores detalles. Todos los
que deseen estudiar más detalladamente el Proceso de Nuremberg podrán
recurrir, para su estudio, a los extensos y completos documentos oficiales que
encontrarán en todas las bibliotecas públicas.
LA DECLARACIÓN DE MOSCÚ

(Texto completo en alemán según Keesings Archiv der Gegenwart, Essen


1945, Abschnitt 70 G.)

El Reino Unido, los Estados Unidos y la Unión Soviética han recibido,


procedentes de diversas fuentes, pruebas concretas sobre actos de violencia y
crueldad, asesinatos en masa y ejecuciones de seres inocentes cometidos por las
tropas hitlerianas en muchos países que han sido dominados y de los cuales son
expulsados en la actualidad.

Los actos de brutalidad del régimen de Hitler no son una novedad y todos
los pueblos y regiones sometidos a su ocupación han sufrido, de un modo
violento, las consecuencias de este régimen de terror. Lo nuevo en este caso es
que muchas de estas regiones están siendo liberadas de sus opresores por los
Ejércitos de las potencias aliadas y los hunos hitlerianos en su repliegue
aumentan sus actos de crueldad. Los horrorosos crímenes cometidos por las
hordas hitlerianas en las regiones de la Unión Soviética, a cuya liberación se está
procediendo a marchas forzadas, y en las zonas francesa e italiana, presentan
actualmente las pruebas más completas en este sentido.

Las tres potencias arriba citadas, expresándose en nombre de las treinta y


dos naciones de las Naciones Unidas, anuncian solemnemente la siguiente
declaración:

Cuando se le conceda al Gobierno alemán un armisticio, todos aquellos


oficiales, soldados alemanes y miembros del Partido nacionalsocialista, que son
responsables de los mencionados actos de violencia y crueldad, de los asesinatos
y ejecuciones en masa o que han participado voluntariamente en estos crímenes,
serán entregados a los Gobiernos de aquellos países en los que han cometido
tales crímenes para que puedan ser llevados ante los Tribunales y castigados de
acuerdo con las leyes que rigen en cada uno de estos países.

Serán elaboradas listas que incluyan el mayor número posible de


elementos participantes en estos crímenes. Estas listas harán especial mención
de los actos criminales cometidos en la Unión Soviética, Polonia y
Checoslovaquia, Yugoslavia y Grecia, incluida Creta y otras islas, Noruega,
Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Francia e Italia. Los alemanes
que hayan participado en las ejecuciones en masa de oficiales italianos o de
rehenes franceses, holandeses, belgas o noruegos o campesinos de Creta y que
hayan cometido crímenes contra la población civil de Polonia y de la Unión
Soviética, han de saber que serán devueltos al lugar de sus crímenes para que los
pueblos a los que ellos han tratado de un modo tan inhumano e infamante
puedan dictar sentencia contra ellos.

Aconsejamos a todos los que no se han manchado de sangre sus manos


que se abstengan de unirse a las filas de los culpables, pues las tres potencias los
perseguirán hasta los rincones más alejados del mundo y los entregarán a sus
jueces, para que la justicia siga su curso.

La anterior declaración no se refiere a los casos de los principales


criminales de guerra, cuyos crímenes no quedan delimitados por fronteras
geográficas y que serán castigados de acuerdo con una resolución común de los
Gobiernos aliados.

Moscú, 1.º de noviembre de 1943.

Roosevelt-Churchill-Stalin.
ESCRITO DE ACUSACIÓN

(Resumido, según el texto del original.)

El documento empieza con las siguientes palabras:

«Los Estados Unidos de América, la República Francesa, el Reino Unido


de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte y la Unión de las Repúblicas Socialistas
Soviéticas, acusan a Hermann Wilhelm Goering, Rudolf Hess, Joachim von
Ribbentrop, Robert Ley, Wilhelm Keitel, Ernst Kaltenbrunner, Alfred
Rosenberg, Hans Frank, Wilhelm Frick, Julius Streicher, Walther Funk, Hjalmar
Schacht, Gustav Krupp von Bohlen und Halbach, Karl Doenitz, Erich Raeder,
Baldur von Schirach, Fritz Sauckel, Alfred Jodl, Martin Bormann, Franz von
Papen, Arthur Seyss-Inquart, Albert Speer, Constantin von Neurath y Hans
Fritzsche, individualmente y como miembros de los siguientes grupos y
organizaciones, mientras pertenecieron a los mismos: El Gobierno del Reich, el
Cuerpo de los jefes políticos del Partido Nacional Socialista de Trabajadores
Alemán, los Grupos de Seguridad del Partido nacionalsocialista (conocidas
generalmente por las «SS»), incluso el Servicio de Seguridad (denominado
generalmente «SD»), la Policía Secreta del Estado (más conocida como
«Gestapo»), las Secciones de Asalto del Partido nacionalsocialista (conocidas por
«SA») y el Estado Mayor General y el Alto Mando del Ejército alemán.»

A continuación se exponen los cuatro puntos de la acusación que son


comentados ampliamente. Comprenden, en esencia, las siguientes acusaciones:

1. Conspiración

Participantes como jefes, organizadores, instigadores y cómplices en la


estructuración o ejecución de un plan o conspiración común que tenía como
objetivo, o que tuvo como consecuencia, la realización de crímenes contra la paz,
contra las costumbres de la guerra y contra la humanidad. Con todos los medios,
tanto legales como ilegales, empleando también los acusados la amenaza, la
fuerza y la guerra de agresión querían conseguir: abolir el Tratado de Versalles y
sus limitaciones sobre el armamento militar y anexionarse aquellas regiones que
habían perdido en el año 1918. Cuando sus objetivos se hicieron cada vez más
monstruosos, lanzaron guerras de agresión violando todos los tratados y todos
los acuerdos internacionales.

Para conseguir la colaboración de otras personas y asegurarse el control


supremo sobre el pueblo alemán, fueron fijadas las siguientes consignas: la
enseñanza de la «sangre alemana» y la «raza de señores» de la cual se derivaba el
derecho de tratar a otros pueblos como inferiores y por tanto el derecho a
exterminarlos; el «principio de la jefatura», que exigía una obediencia ciega a los
altos jefes y la enseñanza de que la guerra es una ocupación noble y necesaria
para todos los alemanes.

El objetivo de los conspiradores era socavar, por medio del terror y los
violentos ejércitos de las SS, al Gobierno alemán y derrocarlo. Después de haber
sido nombrado Hitler canciller del Reich, anularon la Constitución de Weimar y
prohibieron la existencia de todos los restantes partidos políticos. Fortalecieron
su poder por medio de la instrucción premilitar, los campos de concentración, el
asesinato, el aniquilamiento de los sindicatos, la lucha contra la Iglesia y las
organizaciones pacíficas, instituyendo en su lugar sus propias organizaciones
como las SS, la Gestapo y otras. Para llevar a buen término su programa,
procedieron a la lucha y exterminio de los judíos. De los 9.600.000 que vivían en
Europa durante la dominación nacionalsocialista, unos 5.700.000 según cálculos
provisionales, han desaparecido.

2. Crímenes contra la paz

Los acusados contribuyeron a transformar la Economía alemana para fines


bélicos. Hasta marzo de 1935 desarrollaron un programa de rearme secreto.
Abandonaron la Conferencia del Desarme y la Sociedad de las Naciones,
decretaron el servicio militar obligatorio y ocuparon las zonas desmilitarizadas
de Renania. Se anexionaron Austria y Checoslovaquia y se lanzaron a una guerra
de agresión contra Polonia, a pesar de que sabían que con ello declaraban
igualmente la guerra a Francia y a Gran Bretaña. A continuación atacaron
Dinamarca, Noruega, Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo, Yugoslavia y
Grecia. Penetraron en la Unión Soviética y, junto con Italia y el Japón,
participaron en el ataque contra los Estados Unidos.

Violaron un total de 36 tratados internacionales y lo hicieron en 64


ocasiones. Estos tratados han sido reseñados en el Anexo C del Escrito de
Acusación. Entre estos figuran el Tratado de La Haya de 1907 sobre el respeto a
las potencias y súbditos neutrales en caso de una guerra por tierra, el Tratado de
Versalles del año 1919, el Pacto de Locarno entre Alemania, Bélgica, Francia,
Gran Bretaña e Italia del año 1925, muchos acuerdos entre Alemania y sus
naciones vecinas, el Pacto de París Briand-Kellog que condena las guerras como
instrumento de la política nacional del año 1928, una serie de garantías y pactos
de no agresión firmados por Alemania y del Acuerdo de Munich del año 1938.

3. Crímenes de guerra

El Párrafo A de la Acusación trata del asesinato y malos tratos a las


poblaciones de las regiones ocupadas, destacando de un modo especial los
fusilamientos, ejecuciones, muerte por hambre, trabajos forzados, falta de
higiene, apaleamientos, torturas y experimentos. A esto se deben añadir los
asesinatos en masa de determinadas razas y minorías, detenciones sin proceso,
etc. Los siguientes detalles son solo unos ejemplos de la inmensidad del
material reunido en este punto:

En Francia fueron ejecutados un número incalculable de ciudadanos


franceses, que fueron sometidos a las siguientes torturas: sumergidos en agua
helada, asfixiados, les fueron arrancados los miembros, usando para tales fines
los medios más inverosímiles. En Niza fueron exhibidos públicamente, en el año
1944, los rehenes que habían sido ajusticiados. De 228.000 franceses que fueron
internados en los campos de concentración, solo sobrevivieron 28.000. En
Oradour-sur-Glane fue fusilada casi toda la población y el resto fue quemada
viva en la iglesia. Fueron cometidos un sinfín de asesinatos y crueldades en
Italia, Grecia, Yugoslavia y en los países del Norte y del Este. Unas 1.500.000
personas fueron asesinadas en Maidanek, unos 4.000.000 en Auschwitz. En el
campo de Ganow, donde murieron más de 200.000 personas, fueron cometidas
las mayores crueldades, les abrieron el vientre a las víctimas y a continuación las
sumergieron en agua helada. Las ejecuciones en masa eran acompañadas de
interpretaciones musicales. En la región de Smolensko fueron asesinadas más de
125.000 personas, en la región de Leningrado 172.000, en la región de Stalingrado
40.000. En esta última, y después de la retirada de las tropas alemanas, fueron
hallados los cadáveres mutilados de cien mil ciudadanos rusos, cadáveres de
mujeres que tenían las manos atadas con alambres a la espalda. A algunas de las
mujeres les habían cortados los pechos y a los hombres les habían grabado a
fuego la estrella de David o les habían abierto el vientre con cuchillos. En
Crimea, obligaron a 144.000 personas a subir a unas barcas que hicieron adentrar
en el mar donde fueron hundidas. En Babi Jar, cerca de Kiev, fueron asesinados
más de 100.000 hombres, 200.000 mujeres y niños en la región de Odesa, unos
195.000 en Charkov. En Dnjepropetrowsk fueron fusilados o enterrados vivos
unos 11.000 ancianos, mujeres y niños. Con los adultos exterminaban también
los nazis, sin compasión de ninguna clase, a los menores de edad. Los mataban
en los asilos y en los hospitales. En el campo de Janow, los alemanes mataron en
el curso de solo dos meses, a unos 8.000 niños.

El Párrafo B del punto tercero del Escrito de Acusación hace referencia a


las deportaciones de millones de seres humanos de las zonas de ocupación, para
destinarlos a trabajos forzados y para otros fines, destacando las crueldades
cometidas durante los transportes de estos desgraciados. Como ejemplo se cita el
caso de Bélgica desde donde se deportaban 190.000 hombres a Alemania, la
Unión Soviética que perdió 4.978.000 hombres y mujeres y Checoslovaquia con
sus 750.000 víctimas.

El Párrafo C hace referencia al asesinato y malos tatos a los prisioneros de


guerra, citándose nuevamente una serie de ejemplos. El asesinato en masa de
Katyn es mencionado textualmente: «En el mes de septiembre de 1941 fueron
muertos 11.000 prisioneros de guerra polacos en el bosque de Katyn en las
cercanías de Smolensko».

El Párrafo D señala que los acusados, en el curso de sus guerras de


agresión, se dedicaron en las regiones ocupadas por las fuerzas militares
alemanas a arrestar y fusilar gran número de rehenes, principalmente en Francia,
Holanda y Bélgica. En Krajlevo, Yugoslavia, fueron muertos 5.000 rehenes.

El Párrafo E hace referencia al robo de bienes privados. En este sentido se


hace especial mención de que fue reducido el nivel de vida de las poblaciones
ocupadas a causa del robo de víveres, materias primas, maquinaria e
instalaciones industriales. Fueron decretados impuestos muy elevados,
expropiadas zonas enteras y destruidas instalaciones industriales y científicas,
saqueados museos y galerías de arte. Fueron robados en Francia valores por un
total de 1.337 mil millones de francos. En la Unión Soviética fueron destruidas
1.710 ciudades, 70.000 pueblos y 25 millones de seres humanos quedaron sin
hogar. Los alemanes destruyeron en la Unión Soviética el Museo Tolstoi,
violaron la tumba del célebre escritor y también destruyeron el Museo
Tschaikowski en la Crimea. «Los conspiradores nazis destruyeron 1.760 iglesias
del rito griego ortodoxo, 237 iglesias romano católicas, 67 capillas, 532 sinagogas,
monumentos muy valiosos de la fe cristiana, como, por ejemplo, Kiewo-
Peherskaja, Lavra, Nowy Jerusalén». Los daños causados a la Unión Soviética se
calculan en 679 mil millones de rublos. Los valores robados a Checoslovaquia
ascendían a 200 mil millones de coronas.

El Párrafo F trata de la recaudación de multas colectivas. El castigo que


fue impuesto, solamente a las comunidades francesas, asciende a 1.157.179.484
francos.

El Párrafo G hace referencia a la destrucción de ciudades y pueblos sin


valor militar. En Noruega destruyeron una parte de las islas Lofoten, así como
también la ciudad de Telerag. En Francia, además de Oradour-sur-Glane, fueron
destruidos muchísimos otros pueblos, el puerto de Marsella, la ciudad de Saint-
Dié, en Holanda muchos puertos y muelles, en Grecia y Yugoslavia muchas
ciudades y pueblos, por ejemplo, la ciudad de Skela, en Yugoslavia, en la que
asesinaron a todos sus habitantes. Una mención especial merece la ciudad de
Lidice y sus habitantes, en Checoslovaquia.

El Párrafo H hace referencia al reclutamiento forzado de los obreros


civiles. En Francia obligaron a 963.813 personas a trasladarse a Alemania para
trabajar en este país.

El Párrafo I hace referencia a la obligación de la población civil de las


regiones ocupadas a prestar juramento de fidelidad a los ocupantes, haciéndose
especial mención de los habitantes de Alsacia y Lorena.

El Párrafo J se refiere a la germanización de las regiones ocupadas. En este


caso solo se citan ejemplos de Francia, como la evacuación francesa de la región
del Saare y de Lorena.

4. Crímenes contra la humanidad´

Este punto de la acusación representa una ampliación del Punto 3 del


Escrito de Acusación y comprende las dos partes siguientes: «Asesinato,
exterminación, esclavitud, deportación y otros tratos inhumanos contra la
población civil antes o durante la guerra», así como también «Persecución por
motivos políticos, raciales o religiosos». Además del exterminio de los judíos se
menciona el asesinato del canciller federal austríaco Dollfuss, el socialdemócrata
Breitscheid y el comunista Thählmann.
ANEXO A

En el Anexo al Escrito de Acusación se especifica claramente la actuación


y las actividades de todos y cada uno de los acusados principales y se establece
su responsabilidad de acuerdo con los cargos de la acusación anteriormente
expuestos. A continuación, y por orden alfabético, y no como queda establecido
en el original, hacemos referencia a los cargos desempeñados, según los cuales
son responsables:

BORMANN, de 1925 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


miembro del Reichstag, miembro del Estado Mayor de la Jefatura de las SA,
fundador y jefe de la Caja de Seguros y Ayuda del Partido nacionalsocialista,
Reichsleiter, jefe de la Cancillería, como lugarteniente del Führer, miembro del
Consejo de ministros para la Defensa del Reich, organizador y jefe del
Volksturm, general de las SS y general de las SA. Cargos: 1, 3, 4.

DOENITZ, de 1932 a 1945: Comandante en jefe de la Flotilla de


submarinos Weddingen, comandante en jefe del Arma submarina,
contraalmirante, almirante, gran almirante y comandante en jefe de la Marina de
guerra alemana, consejero de Hitler y sucesor de Hitler como jefe del Gobierno
alemán. Cargos: 1, 2, 3.

FRANK, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista, general


de las SS, miembro del Reichstag, ministro sin cartera, comisario del Reich para
la Justicia nacionalsocialista, presidente de la Cámara del Derecho Internacional
y de la Academia de Jurisprudencia alemana, jefe de la Administración civil de
Lodz, jefe administrativo de las zonas militares de la Prusia Oriental, Posen,
Lodz y Cracovia y gobernador general de las zonas polacas ocupadas. Cargos: 1,
3, 4.

FRICK, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


Reichsleiter, general de las SS, miembro del Reichstag, ministro del Interior del
Reich, ministro del Reich, jefe de la Oficina central para la anexión del país de
los sudetas, Memel, Danzig, las regiones del Este, Eupen, Malmedy, Moresnet,
jefe de la oficina central para el Protectorado de Bohemia y Moravia, gobernador
general de Baja Estiria, Alta Carintia, Noruega, Alsacia-Lorena y protector del
Reich para Bohemia y Moravia. Cargos: 1, 2, 3, 4.

FRITZSCHE, de 1933 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


redactor jefe de la Oficina de Información alemana, jefe de Radiodifusión y de
la Sección de Prensa del Ministerio de Propaganda del Reich, Director en el
Ministerio de Propaganda, jefe de la Sección de Propaganda del Partido
nacionalsocialista y plenipotenciario para la organización del Servicio de
Radiodifusión alemana. Cargos: 1, 3, 4.

FUNK, fue durante los años 1932 a 1945: Miembro del Partido
nacionalsocialista, consejero económico de Hitler, miembro del Reichstag. Jefe
de Prensa del Gobierno del Reich, secretario de Estado en el Ministerio de
Propaganda, ministro de Economía del Reich, ministro de Economía de Prusia,
presidente del Reichsbank alemán, plenipotenciario económico y miembro del
Consejo de Ministros para la Defensa del Reich. Cargos: 1, 2, 3, 4.

GOERING, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


Reichsführer de las SA, general de las SS, miembro y presidente del Reichstag,
de la Policía secreta de Estado prusiano, presidente del Tribunal Supremo del
Partido, plenipotenciario del Plan Quinquenal, ministro del Aire del Reich,
presidente del Consejo de Ministros para la Defensa del Reich, miembro del
Consejo de Ministros secreto, jefe de la Empresa Hermann Goering y previsto
sucesor de Hitler. Cargos: 1, 2, 3, 4.

HESS, de 1921 a 1941: Miembro del Partido nacionalsocialista,


lugarteniente del Führer, ministro sin cartera, miembro del Reichstag, miembro
del Consejo de Ministros para la Defensa del Reich, miembro del Consejo de
Ministros secreto, previsto sucesor de Hitler después del acusado Goering,
general de las SS y general de las SA. Cargos: 1, 2, 3, 4.

JODL, de 1932 a 1945: Teniente coronel en la Sección de Operaciones de la


Wehrmacht, coronel, jefe de la Sección de Operaciones del Alto Mando de la
Wehrmacht, general, jefe del Estado Mayor General. Cargos: 1, 2, 3, 4.

KALTENBRUNNER, de 1932 a 1945: Miembro del Partido


nacionalsocialista, general de las SS, miembro del Reichstag, general de la
Policía, secretario de Estado para la Seguridad en Austria y jefe de la Policía,
presidente de la Policía de Viena, jefe de la Oficina Central de Seguridad del
Reich. Cargos: 1, 2, 4.

KEITEL, de 1938 a 1945: Jefe del Alto Mando de la Wehrmacht alemana,


miembro del Consejo de ministros secreto, miembro del Consejo de ministros
para la Defensa del Reich y mariscal de campo. Cargos: 1, 2, 3, 4.

KRUPP, de 1932 a 1945: Director gerente de Friedrich-Krupp-AG,


miembro del Consejo de Economía del Reich, presidente de la Cámara de
Industria alemana, jefe de la Sección carbón, hierro y metales en el Ministerio de
Economía del Reich. Cargos: 1, 2, 3, 4.

LEY, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista, Reichsleiter,


jefe de Organización del Partido nacionalsocialista, miembro del Reichstag, jefe
del Frente de Trabajo, general de las SA. Cargos: 1, 3, 4.

NEURATH, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


general de las SS, miembro del Reichstag, ministro del Reich, ministro de
Asuntos Exteriores del Reich, presidente del Consejo de ministros secreto,
protector del Reich para Bohemia y Moravia. Cargos: 1, 2, 3, 4.

PAPEN, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista, miembro


del Reichstag, canciller del Reich, plenipotenciario para el Saare,
plenipotenciario para el Concordato con el Vaticano, embajador en Viena y en
Ankara. Cargos: 1, 2.

RAEDER, de 1928 a 1945: Comandante en jefe de la Marina de guerra


alemana, gran almirante, almirante inspector de la Marina de guerra alemana y
miembro del Consejo de ministros secreto. Cargos: 1, 2, 3.

RIBBENTROP, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


miembro del Reichstag, consejero exterior del Führer, representante del Partido
nacionalsocialista en cuestiones internacionales, delegado alemán para la
cuestión del desarme, embajador extraordinario, embajador en Londres, jefe de
la Oficina Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, miembro del
Consejo de ministros secreto, miembro de la Jefatura política del Führer y
general de las SS. Cargos: 1, 2, 3, 4.

ROSENBERG, de 1920 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


miembro del Reichstag, Reichsleiter del Partido nacionalsocialista, editor del
Völkischen Beobachter, órgano del Partido nacionalsocialista, jefe de la Oficina
exterior del Partido nacionalsocialista, ministro del Reich para las regiones
ocupadas del Este, jefe del Einsatzstab Rosenberg, general de las SS y de las SA.
Cargos: 1, 2, 3, 4.

SAUCKEL, de 1921 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


Gauleiter y gobernador general de Turingia, miembro del Reichstag,
plenipotenciario para el Trabajo en el marco del Plan Quinquenal, general de las
SS y de las SA. Cargos: 1, 2, 3, 4.

SCHACHT, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


miembro del Reichstag, ministro de Economía del Reich, miembro del Reich sin
cartera y presidente del Reichsbank alemán. Cargos: 1, 2.

SCHIRACH, de 1924 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


miembro del Reichstag, jefe de las Juventudes del Reich, Reichsleiter, jefe de las
Juventudes hitlerianas, comisario de Defensa del Reich, gobernador general y
Gauleiter de Viena. Cargos: 1, 4.
SEYSS-INQUART, de 1932 a 1945: Miembro del Partido
nacionalsocialista, general de las SS, plenipotenciario para Austria, ministro del
Interior y ministro para la Seguridad en Austria, canciller federal de Austria,
miembro del Reichstag, miembro del Consejo de ministros secreto, ministro sin
cartera del Reich, jefe de la Administración para el Sur de Polonia, lugarteniente
del gobernador general de las regiones ocupadas de Polonia y comisario del
Reich en los Países Bajos. Cargos: 1, 2, 3, 4.

SPEER, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


Reichsleiter, miembro del Reichstag, ministro del Reich para el Armamento, jefe
de la Organización Todt, plenipotenciario para la Industria del Armamento y
presidente del Consejo de Defensa. Cargos: 1, 2, 3, 4.

STREICHER, de 1932 a 1945: Miembro del Partido nacionalsocialista,


miembro del Reichstag, general de las SA, Gauleiter de Franconia, redactor jefe
del Der Stürmer. Cargos: 1, 4.
ANEXO B

En este Anexo del Escrito de Acusación se citan las organizaciones y


grupos contra los que se presenta acusación, es decir: el Gobierno del Reich, el
Cuerpo de los jefes políticos del Partido nacionalsocialista de trabajadores
alemán, las SS, la Gestapo, las SA, el Estado Mayor y el Alto Mando de la
Wehrmacht. Cargos de la Acusación: 1, 2, 3, 4.

El Escrito de Acusación lleva las siguientes firmas: Robert H. Jackson, por


los Estados Unidos; François de Menthon, por la República Francesa; Hartley
Shawcross, por el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte; R. R.
Rudenko, por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El documento está
fechado en Berlín, día 6 de octubre de 1945.

VEREDICTO

(Según el texto original, abreviado.)

El veredicto del Tribunal Militar Internacional, anunciado el día 30 de


septiembre y el 1.º de octubre de 1946, empieza con las siguientes palabras:

«El 8 de agosto de 1945, los Gobiernos del Reino Unido de la Gran


Bretaña y de Irlanda del Norte, el Gobierno de los Estados Unidos de América,
el Gobierno provisional de la República Francesa y el Gobierno de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas firmaron un Acuerdo, debido al cual había de
constituirse este Tribunal para dictar sentencia contra aquellos criminales de
guerra cuyos delitos no estaban limitados por zonas geográficas. Según el
Artículo 5, las naciones que se citan a continuación se han unido a la firma de
este Acuerdo.

»Grecia, Dinamarca, Yugoslavia, los Países Bajos, Checoslovaquia,


Polonia, Bélgica, Abisinia, Australia, Honduras, Noruega, Panamá, Luxemburgo,
Haití, Nueva Zelanda, India, Venezuela, Uruguay y Paraguay.

»A este Tribunal le han sido otorgados plenos poderes para juzgar a todas
aquellas personas que hayan cometido crímenes contra la paz, crímenes de
guerra y crímenes contra la humanidad y según las disposiciones establecidas al
efecto.»

A continuación el Tribunal da un informe sobre las actividades


desplegadas hasta aquel momento:

«Fueron celebradas 403 sesiones públicas, se oyó a 33 testigos citados por


la acusación y a 61 citados por la defensa. Otros 142 testigos presentaron
declaraciones juradas por escrito. Se presentaron 38.000 pruebas contra los jefes
políticos, 136.312 contra las SS, 10.000 contra las SA, 7.000 contra el SD, 3.000
contra el Estado Mayor y el Alto Mando de la Wehrmacht y 2.000 contra la
Gestapo.»

Sobre la autenticidad de los documentos presentados, declara el Tribunal:

«La mayoría de los documentos presentados al Tribunal por parte de la


acusación, consistía en documentos que fueron capturados por los Ejércitos
aliados en los Cuarteles generales del Ejército alemán, en los edificios y oficinas
del Gobierno alemán y en otros lugares. Algunos de estos documentos fueron
hallados en minas de sal, otros enterrados u ocultos en lugares en donde se creía
que no podrían ser hallados. Por consiguiente, la acusación se basa en
documentos que proceden de los propios acusados y cuya autenticidad solo ha
sido puesta en duda en una o dos ocasiones.»

Se presenta acusación contra los encartados basándose en el Artículo 6 de


los Estatutos, que dice lo siguiente:

El Tribunal tiene el derecho de juzgar y castigar a aquellas personas que


hayan cometido uno de los crímenes que se exponen a continuación:

a) Crímenes contra la paz: Planeamiento, preparativos, iniciación o


dirección de una guerra de agresión, de una guerra con violación de los tratados
internacionales, acuerdos o garantías o participación en un plan o una
conspiración común para la ejecución de uno de los delitos anteriormente
expuestos.

b) Crímenes de guerra: O sea, violaciones del derecho de guerra y de los


usos de la guerra. Estos delitos comprenden, pero sin limitarse a ellos,
asesinatos, malos tratos o deportación para trabajos forzados o para cualquier
otro fin de la población civil con residencia fija en las regiones ocupadas,
asesinato o malos tratos de prisioneros de guerra o de personas en alta mar,
ejecución de rehenes, robo de bienes públicos o privados, destrucción arbitraria
de ciudades, mercados y pueblos que no están justificados por ninguna medida
de carácter militar.

c) Crímenes contra la humanidad: Es decir, asesinatos, exterminio,


esclavitud, deportación u otros tratos inhumanos a la población civil de las
regiones ocupadas antes o durante la guerra, o persecución por motivos
políticos, raciales o religiosos.

Con el fin de hacer más comprensibles los cargos, Guerra de agresión y


Crímenes de guerra, el Tribunal ofrece un resumen sobre los acontecimientos
políticos en Alemania después de la Primera Guerra Mundial.

En primer lugar se hace referencia a los Principios y Fines del Partido


nacionalsocialista y cita cinco de los veinticinco puntos del Programa del Partido
nacionalsocialista.

Punto 1: Abogamos por la unión de todos los alemanes sobre el derecho a


la autodeterminación de los pueblos y para la creación de la Gran Alemania.

Punto 2: Abogamos por la igualdad de derechos del pueblo alemán frente


a las demás naciones, la anulación de los Tratados de Paz de Versalles y de
Saint-Germain.

Punto 3: Exigimos tierra y colinas para la alimentación de nuestro pueblo


y poder fijar la residencia del exceso de población.

Punto 4: Solo pueden ser ciudadanos alemanes los que sean de sangre
alemana, sin tener en cuenta su fe religiosa. Ningún judío puede ser ciudadano
alemán.

Punto 22: Exigimos sea disuelto el ejército de mercenarios y sea creado un


ejército popular.

Los objetivos principales del Partido, indica el Tribunal, anulación de los


tratados de paz, unión de todos los alemanes, conquista de nuevas tierras y
colonias, podían conseguirse, única y exclusivamente, por el uso de la fuerza. La
historia del régimen nazi revela que solo estaba dispuesto a entablar
negociaciones cuando se le aseguraba el cumplimiento de todas sus pretensiones
y que, en caso contrario, siempre estuvo dispuesto a recurrir a la fuerza.

En el siguiente capítulo, sobre la conquista del poder, afirma el Tribunal


que los acusados Goering, Schacht y Papen cooperaron con su propaganda al
nombramiento de Hitler como Canciller del Reich.

Había llegado el momento para el Partido nacionalsocialista de asegurar


su poder. Gracias a una serie de leyes se logró extender la influencia del Partido
nacionalsocialista sobre todo el pueblo alemán. En abril del año 1933 fue creada
en Prusia la policía secreta del Estado (la Gestapo) y en julio fue declarado como
único partido político autorizado en Alemania. Los funcionarios fueron
enjuiciados según puntos de vista políticos y raciales. Lo mismo ocurría con los
fiscales y abogados.

Fueron disueltos los sindicatos y sustituidos por el Frente de Trabajo


alemán (DAF). No fueron prohibidas las Iglesias cristianas, pero el Partido
nacionalsocialista trató, en todo momento, de reducir su influencia sobre los
alemanes.

Un papel importante fue el antisemitismo en las actividades desplegadas


por los nacionalsocialistas. El 1.º de abril de 1933, el Gobierno del Reich decretó
el «boycott» contra todas las empresas judías. Durante los años siguientes
fueron limitadas todas las actividades profesionales a que podían dedicarse los
judíos. Con las Leyes de Nuremberg les fue arrebatada a los judíos la ciudadanía
alemana.

El «putsch» de Röhm, del 30 de junio de 1934, sirvió como pretexto para


ahogar en sangre una supuesta resistencia.

Una intensa propaganda había de educar al pueblo alemán y, en especial,


a la juventud alemana en los ideales del régimen nacionalsocialista. A tal fin
usaron de la radio y de la Prensa, prohibiendo la crítica.

Después de haber afianzado su poder en el país se lanzaron a un amplio


programa de rearme. A partir del año 1936 procuró el acusado Goering que
fueran puestas las materias primas y las divisas necesarias a disposición del
rearme de Alemania.

En octubre de 1933, Alemania se retiró de la Conferencia del Desarme y de


la Sociedad de Naciones. En marzo de 1935 comenzó Goering la organización de
un arma aérea y aquel mismo mes fue introducido el servicio militar obligatorio
y elevada la potencia en tiempos de paz del Ejército alemán a 500.000 hombres.
La Marina de guerra alemana recibió, igualmente, nuevos impulsos. En junio de
1934, el acusado Raeder recibió instrucciones firmadas por Hitler para mantener
en secreto la construcción de submarinos y de navíos de guerra de un tonelaje
superior a las 10.000 toneladas.
CONSPIRACIÓN Y CRÍMENES CONTRA LA PAZ

Después de exponer estos hechos, el Tribunal considera los dos primeros


cargos de la acusación. En el veredicto dice textualmente como premisa
fundamental:

«Las afirmaciones del Escrito de Acusación de que los acusados planearon


y ejecutaron guerras de agresión son de una naturaleza muy grave. La guerra es
esencialmente un crimen. Sus consecuencias no afectan única y exclusivamente a
las naciones que se encuentran en guerra, sino a todo el mundo. Por
consiguiente, una guerra de agresión es un crimen internacional. Es el crimen
internacional más grave que pueda concebirse.»

El Tribunal llega a la conclusión de que la ocupación de Austria y de


Checoslovaquia fueron acciones agresivas, mientras que la guerra contra Polonia
fue la primera guerra de agresión.

Los planes de ataque del Gobierno del Reich no se debían a la casualidad,


sino que formaban parte de una política exterior estudiada en sus menores
detalles. El Tribunal llama la atención sobre el carácter agresivo del libro de
Hitler, Mein Kampf, y cita:

«Las tierras en las que vivimos no les fueron regaladas por el cielo a
nuestros antepasados. Hubieron de conquistarlas. Y tampoco en el futuro
podemos confiar en la gracia divina, sino solamente en la fuerza de una espada
victoriosa.»

Hitler celebró cuatro conferencias secretas durante las cuales explicó sus
planes de agresión. Se trata de las conferencias del 5 de noviembre de 1937, del 23
de mayo de 1939, del 22 de agosto de 1939 y del 23 de noviembre de 1939.

Durante el curso de esta última conferencia, Hitler dio a sus comandantes


en jefe un resumen de lo que ya se había alcanzado hasta aquel momento y
declaró a continuación: «No he creado la Wehrmacht para que se quede con los
brazos cruzados. Siempre he estado decidido a ir a la guerra». En su primera
conferencia del año 1937, ya expuso Hitler su intención de ocupar Austria y
Checoslovaquia.

La ocupación de Austria es considerada por el Tribunal como un acto de


agresión planeado de antemano. En 1935, Hitler había declarado ante el
Reichstag que no albergaba la intención de atacar Austria, ni tampoco de
inmiscuirse en asuntos internos. Pero, al mismo tiempo, Hitler trabajaba en
secreto para anexionarse Austria. El Tribunal dice textualmente a este respecto:
«Este Tribunal declara que la anexión de Austria fue llevada a cabo con
unos métodos que la condenan como acto de agresión. El factor decisivo en la
anexión de Austria por Alemania lo representó la intervención del Ejército
alemán.»

Aparece claro que el acto siguiente debía ser la ocupación de


Checoslovaquia. La Operación Verde había sido estructurada hacía ya tiempo,
cuando todavía se le daban seguridades y garantías al Gobierno checoslovaco de
que nunca sería atacado. El plan para la anexión fue estudiado y preparado en
sus menores detalles. Las potencias occidentales firmaron el Acuerdo de Munich,
con la esperanza de que Alemania no volvería a presentar reivindicaciones
territoriales en Europa. Pero Hitler no descansó hasta que hubo ocupado todo el
territorio checoslovaco.

Gracias a las anexiones de Austria y Checoslovaquia, había conseguido


Hitler apoderarse de unas bases de partida tan excelentes, que ya podía pensar
en el ataque contra Polonia. Aunque en el año 1934 había sido firmado un pacto
de no agresión entre Polonia y Alemania, y a pesar de que en repetidas ocasiones
Hitler había anunciado ante el Reichstag alemán que quería disfrutar de buenas
relaciones con el Gobierno polaco, en el año 1938 ordenó al Alto Mando de la
Wehrmacht que iniciara sus preparativos para poder lanzar un ataque contra
Danzig.

Hitler tenía plena seguridad de que en el caso de un ataque contra


Polonia, la Gran Bretaña y Francia declararían automáticamente la guerra a
Alemania. Sabía igualmente que la lucha contra la Gran Bretaña y Francia sería a
vida o muerte, pero Hitler intensificó, no obstante, sus planes de agresión. El
acusado Ribbentrop fue enviado a Moscú para concertar con los soviets un pacto
de no agresión.

Sobre las negociaciones de Hitler con las potencias occidentales poco


antes de estallar las hostilidades, señala el Tribunal:

«Este Tribunal opina que tal como llevaron estas negociaciones Hitler y
Ribbentrop, queda claramente demostrado que no estaba impulsado por la
buena fe ni por el deseo de mantener la paz, sino que representan, única y
exclusivamente, un deseo de aplazar en lo posible la intervención de la Gran
Bretaña y de Francia.»

El Tribunal llega al convencimiento de que la guerra que comenzó


Alemania el 1.º de septiembre de 1939 contra Polonia, es una guerra de agresión.

Con la invasión de Dinamarca y de Noruega se amplió la agresión a otros


dos países. A pesar de que entre Alemania y Dinamarca existía un pacto de no
agresión, las tropas alemanas invadieron el 9 de abril de 1940 el territorio danés.
Aquel mismo día fue ocupada Noruega con el fin de apoderarse de bases para
futuras acciones de agresión. La idea de esta acción agresiva fue concebida,
según parece, por los acusados Raeder y Rosenberg. Esta acción se llevó a cabo
con el nombre clave de Operación Weser. Las instrucciones de Hitler del 1.º de
marzo de 1940 dicen que esta operación tenía como base prevenir un ataque
inglés contra Dinamarca y Noruega. Existen documentos de que, efectivamente,
los aliados tenían planeado establecer bases en estos dos países. Según el
Tribunal la acción alemana no representaba, de ningún modo, una medida
defensiva, sino que debe considerarse como una acción ofensiva.

En mayo de 1939, Hitler declaró ante sus comandantes militares, que


habían de ser ocupadas militarmente las bases aéreas holandesas y belgas. La
invasión de Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo representa la ejecución material
de este punto de vista. Cuando Alemania dio este paso el 10 de mayo de 1940,
trató de justificar esta medida alegando que los ingleses tenían planeado invadir
Alemania por la región del Ruhr. Este Tribunal no admite esta objeción. El
ataque alemán fue una nueva consecuencia de la política de agresión del
régimen nacionalsocialista.

La guerra de agresión contra Yugoslavia y Grecia ya había sido planeada


hacía mucho tiempo, con toda probabilidad, en agosto de 1939.

La Operación Marita, es decir, la ocupación de Grecia, tuvo que ser


aplazada, a pesar de que Italia ya había atacado el 28 de octubre de 1940 a Grecia.
El 3 de marzo de 1941 desembarcaron tropas alemanas en Grecia para romper la
resistencia que los griegos ofrecían a los italianos. El 16 de abril del mismo año,
las fuerzas alemanas invadieron sin previo aviso, Grecia y Yugoslavia. Esta
invasión fue llevada a cabo con tal rapidez que Hitler tuvo que renunciar a sus
«explicaciones» habituales. Hitler trató de justificarse ante el pueblo alemán
alegando que la presencia de las tropas británicas en Grecia significaba un
evidente peligro de que la guerra se extendiera a los Balcanes. Pero existen
pruebas de que la invasión de estos dos países ya había sido planeada mucho
tiempo antes.

A pesar del Pacto de no agresión firmado el 23 de agosto de 1939, a fines


del verano del año 1940 Alemania comenzó los preparativos para una guerra de
agresión contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Estos preparativos
fueron encubiertos bajo el nombre clave de Operación Barbarroja. Estos planes
preveían la división de la Unión Soviética en una serie de Estados
independientes. Hungría, Rumanía y Finlandia fueron convencidas para la
guerra contra la Unión Soviética. Este Tribunal contesta a la pretensión de la
defensa de que la Unión Soviética tenía la intención de atacar Alemania con las
siguientes palabras: «Es inconcebible que esta intención fuese jamás estudiada
en serio».

La guerra contra los Estados Unidos empezó cuatro días después del
ataque de los japoneses contra la flota americana el 7 de diciembre de 1941. No
cabe la menor duda de que Hitler hizo todo lo que pudo para obligar al Japón a
entrar en la guerra contra los aliados. Prometió ayuda a los japoneses cuando
estos le informaron de sus planes de guerra contra los Estados Unidos.

VIOLACIÓN DE LOS TRATADOS INTERNACIONALES

En los Estatutos del Tribunal queda definido como crimen el


planeamiento y la ejecución de guerras de agresión. Son consideradas criminales
las guerras con violación de un tratado de paz. El Tribunal declaró que fueron
planeadas y llevadas a la práctica guerras de agresión contra doce naciones.
Entre los tratados que fueron violados por los alemanes figuran los siguientes:

1. La Convención de La Haya del año 1899. Los firmantes se comprometían


a reclamar la intervención de otras naciones para impedir hostilidades.

2. El Tratado de Versalles. Fue violado, 1) por la ocupación de la zona


desmilitarizada de Renania; 2) por la anexión de Austria; 3) por la anexión de la
región de Memel; 4) por la anexión del Estado libre de Danzig; 5) por la anexión
de Bohemia y Moravia; 6) por la remilitarización de Alemania, por aire, tierra y
mar.

3. Diversos tratados de garantía y no agresión.

4. El Pacto Kellogg-Briand. Este Pacto fue violado por Alemania en el


curso de las guerras de agresión citadas en el Escrito de Acusación.

LA LEGALIDAD DEL ESTATUTO

El Tribunal estudia a continuación las objeciones de que no puede


procederse al castigo de un delincuente sin antes haber existido la ley que
castigue el delito: Nullum crimen sine lege, nulla poena sine lege.

El Tribunal llama la atención sobre el hecho de que los acusados estaban


perfectamente informados de los pactos que habían sido firmados por Alemania
y en los cuales eran declaradas fuera de la ley todas las guerras. Sabían que
procedían contra lo establecido por el derecho internacional.

Insiste el Tribunal en la existencia del Pacto Kellogg-Briand, en el cual se


condenaban las guerras.
El Tribunal rechaza la objeción de que el derecho internacional puede
aplicarse única y exclusivamente a los Estados soberanos, pero no a las personas
individuales.

«Los crímenes contra el derecho internacional se realizan por personas, no


por instituciones abstractas».

La objeción de que los acusados habían actuado por orden de Hitler es


tomada en consideración en el Artículo 8 de los Estatutos, que considera como
atenuante, pero no como excluyente.

El plan conspiración para una guerra de agresión se extiende durante un


período de veinticinco años.

Queda bien demostrado que el 5 de noviembre de 1937, e incluso antes,


fueron forjados planes de guerra. La amenaza de guerra formaba parte integrante
de la política nacionalsocialista. En opinión del Tribunal no cabía la menor duda
sobre la participación directa de los acusados en estos preparativos.

«Los objetivos de los jefes nacionalsocialistas era extender su poder sobre


todo el continente europeo. Pretendían conseguirlo, primero con la anexión de
todas las regiones de habla alemana y en segundo lugar con la conquista de
nuevos espacios vitales. Aunque pueda parecer que cada acción era
independiente, en sí era la sucesión prevista para alcanzar el objetivo final».

CRÍMENES DE GUERRA Y CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD

El material presentado en este caso era tan voluminoso «que es


completamente imposible obtener una visión de conjunto», según palabras del
Tribunal. Fueron cometidos crímenes de guerra como nunca los había conocido
la historia de la humanidad. Estos crímenes tenían su origen parcial en el
concepto formulado por los nacionalsocialistas de la guerra total. Los crímenes
de guerra fueron casi siempre el resultado de unos planes concebidos fríamente,
proyectados desde hacía mucho tiempo como, por ejemplo, en el caso de la
Unión Soviética.

ASESINATOS Y MALOS TRATOS A PRISIONEROS DE GUERRA

En el curso de las hostilidades fueron fusilados muchos prisioneros de


guerra aliados que se entregaron a los alemanes. Los comandos, aunque llevaran
uniforme, debían «ser aniquilados hasta el último hombre». Estos soldados eran
fusilados en el mismo lugar en que se les hacía prisioneros de guerra o
internados en campos de concentración. Según la «Kugel-Verordnung» de marzo
de 1944, los oficiales prisioneros de guerra que intentaran la fuga tenían que ser
fusilados sin excepción. Se excluía de esta orden a los oficiales ingleses y
americanos. En marzo de 1944 fueron fusilados cincuenta oficiales de la Royal
Air Force, que habían huido del campo de prisioneros de guerra de Sagan.

Fue inhumano el trato de que en todo momento fueron víctimas los


prisioneros de guerra soviéticos. Estos no recibían ninguna clase de vestimenta,
los enfermos no eran atendidos por los médicos, se les dejaba padecer hambre y
en muchos casos morirse. El Tribunal expone a continuación una serie de
pruebas u órdenes, así como declaraciones de testigos que ofrecen una clara
imagen del trato de que fueron objeto los prisioneros de guerra soviéticos. En
algunos casos, los prisioneros de guerra fueron sometidos a experimentos
crueles y mortales de necesidad.

A pesar de que la Unión Soviética no había firmado la Convención de


Ginebra, también valían en este caso los fundamentos del derecho internacional.
El Tribunal opina lo mismo que el almirante Canaris, que protestó contra el trato
de que eran víctimas los prisioneros de guerra soviéticos.

ASESINATOS Y MALOS TRATOS A LA POBLACIÓN CIVIL

En las regiones administradas por Alemania fueron violadas las leyes de


guerra tal como se acordaron en la Convención de La Haya, Artículo 46, y con
respecto a la población civil: «El honor y los derechos de la familia, la vida de los
ciudadanos y los bienes privados, así como el convencimiento religioso y los
servicios eclesiásticos deben ser respetados».

El día 7 de diciembre de 1941 entró en vigor la ley «Nacht-und-Nebel-


Befehl», que indicaba que todas las personas que se habían hecho responsables
de un delito contra las fuerzas alemanas de ocupación, debían ser deportadas a
Alemania para ser juzgadas allí. Esta medida había de servir para introducir el
pánico en la población civil. Esta ley fue ampliada posteriormente a toda clase
de delitos.

No solo eran condenados y castigados los que cometían un delito, sino


también todos sus familiares. Fueron detenidos rehenes. Según declaración del
acusado Keitel habían de ser fusilados en la Unión Soviética cincuenta
ciudadanos soviéticos por cada soldado alemán. En algunos casos fueron
destruidas poblaciones enteras, como en el caso concreto de Oradour-sur-Glane
en Francia y Lidice en Checoslovaquia.

Los campos de concentración también fueron creados en las regiones


ocupadas para internar en ellos a todas las personas sospechosas. Los internados
eran obligados a trabajos forzados, y se les alimentaba mal. En algunos campos
fueron construidas cámaras de gas para facilitar las ejecuciones en masa.
Por orden de Himmler fueron creados los llamados Einsatzgruppen para
combatir a los guerrilleros y exterminar a los judíos y comunistas.

Según una orden firmada por el acusado Keitel, toda resistencia debía ser
combatida llevando el pánico a la población civil. Una prueba concluyente en
este caso es el asesinato en masa llevado a cabo el día 5 de octubre de 1942 en
Drubno.

Los crímenes contra la población civil en Polonia y Rusia tenían por


objeto liberar tierras para que pudieran ser colonizadas por los alemanes. El
acusado Frank declaró: «Los polacos han de ser los esclavos del Gran Imperio
alemán».

El resultado de esta política fue que al terminar la guerra había


desaparecido una tercera parte de la población polaca y el país entero había sido
destruido. Lo mismo cabe decir de las regiones rusas ocupadas por los alemanes.
Un caso concreto lo tenemos en la evacuación forzada de la población de Crimea.

EXPLOTACIÓN DE BIENES PÚBLICOS Y PRIVADOS

Según la Convención de La Haya, las fuerzas de ocupación solo pueden


apropiarse de lo que necesitan para su propio sustento. Pero los alemanes
explotaron y saquearon, sin consideraciones de ninguna clase, las regiones que
ocupaban. Goering declaró el día 6 de agosto de 1942:

«No hemos mandado a nuestras tropas a esos países para que trabajen
para ellos, sino para extraer todo lo posible para que pueda vivir el pueblo
alemán. Me tiene sin cuidado que esos extranjeros se mueran de hambre».

Las industrias extranjeras continuaron trabajando bajo control alemán, y


las materias primas fueron confiscadas por el Gobierno alemán.

Fueron confiscados en las regiones ocupadas objetos de arte, en especial,


por mediación del Einsatzstab Rosenberg. Según informe de Robert Scholz, jefe
del Sonderstab Schöne Künste, de marzo de 1941 a julio de 1944, fueron
transportados al Reich, 137 vagones de tren con 4.174 cajas llenas de objetos de
arte.

En muchos países fueron saqueadas colecciones particulares, bibliotecas y


residencias privadas. En la Unión Soviética fueron saqueados sistemáticamente
todos los museos, palacios y bibliotecas. El valor de los objetos de arte
confiscados en Rusia Blanca se eleva a muchos millones de rublos. Los
documentos presentados ante este Tribunal revelan claramente que estos objetos
de arte no fueron confiscados para su seguridad, sino única y exclusivamente
para enriquecer Alemania.

LA POLÍTICA DE LOS TRABAJOS FORZADOS

Según la Convención de La Haya (Artículo 52), la población de las


regiones ocupadas solo puede trabajar para las necesidades del Ejército de
ocupación. Hitler declaró en su discurso del día 9 de noviembre de 1941:

«Las regiones que en la actualidad trabajan para nosotros, comprenden


más de 250 millones de seres humanos». Un mínimo de cinco millones fueron
deportados a Alemania para trabajar en la industria y en la agricultura.

Durante los dos primeros años de la ocupación alemana de Francia,


Bélgica, Holanda y Noruega, se hizo un intento para el reclutamiento voluntario
de mano de obra. Pero cuando este intento fracasó absolutamente, se procedió
entonces al reclutamiento forzoso. El reclutamiento de obreros por los alemanes
nos recuerda la época peor del tráfico de esclavos. Sauckel declaró el día 20 de
abril de 1942:

«Todos esos hombres han de ser alimentados, alojados y tratados para


que con el menor consumo posible, den el máximo rendimiento».

El trato de que eran objeto los trabajadores extranjeros en Alemania fue,


en la mayoría de los casos, denigrante y brutal. También los prisioneros de guerra
aliados fueron obligados a trabajar.

LA PERSECUCIÓN DE LOS JUDÍOS

«La persecución de los judíos para el régimen nazi ¯dice textualmente la


declaración del Tribunal¯, ha sido demostrada con el mayor detalle ante este
Tribunal». Es un relato de crueldades sistemáticas y consecuentes. Ohlendorf,
jefe de la Sección III de la Oficina Central de Seguridad del Reich de 1939 a
1943, que mandó uno de los Einsatzgruppen en la campaña contra la Unión
Soviética, ha expuesto, ante este Tribunal, los métodos que se empleaban para
exterminar a los judíos.

Ha declarado que los grupos de ejecución eran destinados al fusilamiento


de las previstas víctimas, y que los 90.000 hombres, mujeres y niños que fueron
muertos por el grupo a su mando en el curso de un año, fueron principalmente
judíos.

El acusado Frank ha declarado: «Hemos luchado contra el judaísmo.


Durante muchos años hemos luchado contra los judíos. Hemos hecho
declaraciones, y mi Diario es en este caso un testigo de cargo contra mí, unas
declaraciones que hoy me suenan terribles... Pasarán mil años y Alemania no
habrá pagado aún sus culpas».

Las medidas antijudías estaban formuladas en el Punto 4 del programa del


Partido. Este programa señalaba que los judíos debían ser tratados como
extranjeros y que no habría que permitírseles ocupar cargos públicos. El Partido
nacionalsocialista predicó la guerra contra los judíos desde el mismo momento
de su fundación. Der Stürmer y otras publicaciones difundían el odio contra los
judíos.

Cuando fue ocupado el poder se intensificó la persecución contra los


judíos. Las leyes limitaban las actividades de los judíos, y estas limitaciones se
extendían también a su vida familiar y a sus derechos como ciudadanos. En
otoño del año 1938, la persecución contra los judíos había alcanzado, por parte
del Gobierno alemán, una intensidad que preveía el exterminio de todos los
judíos residentes en Alemania.

Fueron incendiadas y destruidas las sinagogas, fueron saqueados los


comercios judíos y detenidos los comerciantes de esta raza. Un castigo colectivo
de mil millones de marcos les fue impuesto a los judíos. Todas estas medidas
llevaban la firma del acusado Goering.

Pero la persecución de los judíos antes de la guerra no puede compararse,


de ningún modo, con la política de persecuciones en las regiones ocupadas. Los
judíos fueron internados en ghettos, obligados a llevar la estrella amarilla y
destinados a trabajar como esclavos.

En el verano del año 1941 fueron estudiados los planes para una solución
final del problema judío en toda Europa. Esta solución final consistía en la
exterminación de todos los judíos, hombres, mujeres y niños, tal como había
anunciado Hitler a principios del año 1939. Fue creada una sección especial de la
Gestapo al mando de Adolf Eichmann, jefe de la Sección B, IV de la Gestapo,
para llevar esta política a la práctica.

El plan para el exterminio total de los judíos fue aprobado poco después
de haber sido lanzado el ataque contra la Unión Soviética. Los Einsatzgruppen
de la policía de Seguridad y del SD se hicieron cargo de esta labor. De la
efectividad de la intervención de estos Einsatzgruppen, se desprende el hecho de
que en febrero de 1942, Heydrich informó a sus jefes que en Estonia ya no
quedaba ningún judío y que en Riga el número de los judíos había descendido
de 29.500 a 2.500, y que los Einsatzgruppen que actuaban en aquellas regiones
habían procedido a la eliminación en el curso de solo tres meses de 135.000
judíos.
Estos grupos especiales trabajaban de acuerdo con las fuerzas militares
alemanas. Existen pruebas de que los comandantes de estos grupos recibían
órdenes directas de los comandantes de las unidades de la Wehrmacht. El
carácter de la destrucción sistemática es iluminado por el informe del SS-
Brigadegeneral Stroop, que en el año 1943 fue encargado de la destrucción del
ghetto de Varsovia. Fue presentada ante el Tribunal la película que llevaba por
título: «El ghetto de Varsovia ha dejado de existir» como prueba documental.

Los asesinatos en masa de Rowno y Dubno, que han sido relatados por el
ingeniero alemán Gräbe, son un claro ejemplo de los métodos empleados en este
caso. La exterminación sistemática de los judíos se llevó a cabo en los campos de
concentración. La «solución final» preveía el internamiento de todos los judíos,
procedentes de todas las regiones de Europa ocupadas por los alemanes, en
campos de concentración. Según el estado de salud de los internados eran
destinados a trabajar o morir.

Todos los que estaban capacitados para el trabajo eran destinados a


trabajos forzados, y aquellos cuyo estado de salud no lo permitía, eran
destinados a las cámaras de gas, donde eran asesinados. En algunos campos de
concentración, como en Treblinka o Auschwitz, fueron destinados a este fin
concreto. Solo en Auschwitz murieron, del 1.º de mayo de 1940 al 1.º de
diciembre de 1943 y según declaración hecha por el comandante del campo,
2.500.000 seres humanos y otros 500.000 murieron como consecuencia del hambre
y enfermedades.

En el campo de concentración de Dachau fueron sometidos los internados


a terribles experimentos. Las víctimas eran sumergidas en agua helada, los
hombres y las mujeres eran esterilizadas por medio de rayos Roentgen y otros
métodos.

Se sabe que a las mujeres se les cortaba el pelo antes de destinarlas a las
cámaras de gas y que el pelo servía para la fabricación de babuchas en Alemania.
Los dientes de oro eran entregados al Reichsbank.

La ceniza era usada a continuación como abono y, en algunos casos se


intentó aprovechar la grasa de los muertos en la fabricación de jabones. Los
grupos especiales recorrían toda Europa para detener a todos los judíos y
mandarlos a un campo de concentración. Fueron destinados comisarios
alemanes a los Estados vasallos, como Hungría y Rumanía, para organizar los
transportes de judíos y es sabido que a fines de 1944, cuatrocientos mil judíos
húngaros fueron muertos en Auschwitz. Se sabe también que fueron evacuados
110.000 judíos para ser liquidados en Alemania. Adolf Eichmann ha declarado
que como resultado de esta política, decretada por Hitler, fueron asesinados
unos seis millones de judíos, de los cuales murieron cuatro en los campos de
concentración.

LAS ORGANIZACIONES ACUSADAS

El Artículo 9 de los Estatutos, dice: «En el proceso contra el miembro de


un grupo u organización puede el Tribunal (en relación con un delito o causa del
cual es condenado el acusado), decidir que el grupo o la organización, del cual es
miembro el acusado, es un grupo u organización criminal».

El Artículo 10 de los Estatutos señala: «La decisión del Tribunal de


declarar criminal a una organización es inapelable. Todos los países signatarios
disfrutan del derecho de llevar ante los tribunales a los miembros de una
organización considerada como criminal. Sin embargo, el Tribunal recomienda
que no sean condenadas personas inocentes sobre la base de la «criminalidad
colectiva».

EL CUERPO DE LOS JEFES POLÍTICOS DEL PARTIDO


NACIONALSOCIALISTA

El ministerio público solicitó del Tribunal que declarara organizaciones


criminales el Cuerpo de los jefes políticos del Partido, la Gestapo, el SD, las SS,
el Gobierno del Reich, el Estado Mayor y el Alto Mando de la Wehrmacht
alemana. El Tribunal estudió en primer lugar la primera de estas organizaciones.

Estructura y componentes: El Cuerpo de los jefes políticos estaba


compuesto por la organización del Partido, con Hitler al mando del mismo. Los
trabajos eran realizados por el jefe de la Cancillería del Partido, a cuyas órdenes
directas estaban los Gauleiter. En la jerarquía seguían los Kreisleiter, los
Ortsgruppenleiter, los Zellenleiter y, finalmente, los Blockleiter. La afiliación al
Cuerpo de los jefes políticos era voluntaria en todos sus grados. El Acta de
Acusación abarcaba, en este caso concreto, más de 600.000 personas.

Objetivo y actividades: La misión principal del Cuerpo era ayudar a los


nacionalsocialistas en la conquista del poder. Sus miembros debían vigilar de un
modo especial la actitud política del pueblo. Durante las elecciones, el Cuerpo
de los jefes políticos tenía que procurar asegurar el mayor número de votos
favorables. Trabajó en colaboración con la Gestapo y el SD.

Actividades criminales: Las medidas para asegurar el control por el


Partido nacionalsocialista no son criminales, pero sí las actividades desplegadas
en aquellas zonas de las regiones ocupadas que fueron anexionadas. El Cuerpo
de los jefes políticos participó igualmente en la persecución de los judíos. Los
«progroms» de 9 y 10 de noviembre de 1938 fueron organizados en colaboración
con los Gau y los Kreisleiter. Los miembros del Cuerpo fueron informados, en
mayor o menor grado, sobre el alcance de la «solución final».

El Cuerpo desempeñó un papel sobresaliente en el programa de


reclutamiento forzoso de obreros. Según una disposición de Sauckel, el trato de
los obreros extranjeros era de la incumbencia del Cuerpo. El Cuerpo es
igualmente responsable, de un modo directo, del trato recibido por los
prisioneros de guerra. Los oficiales de los campos de prisioneros de guerra
debían consultar con los Kreisleiter para decidir a qué trabajo habían de ser
destinados los prisioneros de guerra. El Cuerpo se hizo responsable del
linchamiento de los aviadores extranjeros que se arrojaban en paracaídas.

Considerando: Que los acusados Bormann y Sauckel emplearon a los


miembros del Cuerpo para fines criminales, que los Gauleiter, Kreisleiter y
Ortsgruppenleiter intervinieron de un modo directo o indirecto en la realización
de los puntos del programa del Partido nacionalsocialista, este Tribunal
considera responsables a los hombres que trabajaban en cargos directivos de las
oficinas de la jefatura nacional, jefatura provincial y jefaturas municipales, y,
además, a todos los miembros de la organización que conocían o participaron en
actividades criminales. El grupo considerado como criminal no comprende a
aquellas personas que renunciaron a cargos de dirección antes del 1.º de
septiembre de 1939.

GESTAPO Y SD

Estructuración y componentes: El caso de la policía secreta del Estado


(Gestapo) y del Servicio de Seguridad del Reichsführer SS (SD) fue tratado
conjuntamente pues las dos organizaciones, a partir del 26 de junio de 1936,
fueron puestas a las órdenes directas de Heydrich. La unificación de la
Sicherheitspolizei (Gestapo y policía criminalista) y del SD fue confirmada en el
año 1939 cuando las diferentes oficinas del Estado y del Partido fueron
fusionadas en la unidad administrativa el Reichssicherheitshauptamt (RSHA), en
la oficina central de la Policía de Seguridad. Esta oficina central estaba
subdividida en siete departamentos o secciones: Sección I y II que se ocupaban
de todos los asuntos administrativos, la Policía de Seguridad estaba
representada por la Sección VI (Gestapo) y la Sección V (Policía criminalista), el
SD se subdividía en Sección III (interior) y Sección VI (extranjero), la Sección
VII representaba la investigación ideológica. Después de la fusión fue
equiparada la Policía de Seguridad a las SS, y los funcionarios de la Gestapo y
de la Policía criminalista recibieron los correspondientes rangos en las SS.

Los miembros de la Gestapo, de la Policía criminalista y del SD fueron


destinados a las regiones ocupadas a formar los llamados «Einsatzkommandos»
y «Einsatzgruppen», en los cuales eran alistados, como agentes auxiliares,
miembros de la policía del orden, de la Waffen-SS e incluso en la Wehrmacht. La
Policía de Seguridad y el SD eran organizaciones voluntarias, aunque también
es cierto que muchos funcionarios del Estado fueron destinados a la Policía de
Seguridad.

Tres unidades especiales que formaban parte de la organización de la


Policía de Seguridad deben ser diferenciadas entre sí: 1. La Policía de fronteras,
que era controlada por la Gestapo y que en relación con la detención de obrero
extranjeros y su internamiento en los campos de concentración debe ser
englobada en la acusación de la Gestapo. 2. La Policía de vigilancia de fronteras
y de aduanas, que en el verano del año 1944 fue colocada bajo el control de la
Gestapo. Debido a la época en que estas unidades de la policía fueron unidas a
la Gestapo, el Tribunal opinó que no debían ser acusadas conjuntamente con
esta última. 3. La llamada gendarmería secreta, que en el año 1942 fue separada
del Ejército y adscrita a la Policía de Seguridad. Estas unidades cometieron
crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad en gran escala. Sin embargo,
no quedó demostrado que fueran parte íntegramente de la Gestapo y por este
motivo no cae bajo la acusación de ser una organización criminal. Una excepción
la representaron los miembros que fueron adscritos a la Sección VI de la Oficina
Central de la Policía de Seguridad o a cualquiera de aquellas otras
organizaciones que han sido declaradas criminales.

Actividades criminales: La misión de la Gestapo era impedir toda


oposición política contra el régimen nazi. Esta misión cumplió con la ayuda de la
SD. Su arma principal fueron los campos de concentración, de los cuales era
responsable a través de la oficina central. La Gestapo y el SD intervinieron de un
modo directo en los progroms del 10 de noviembre del año 1938. Heydrich, jefe
de la Policía de Seguridad y del SD, fue comisionado, en el año 1939, de la
deportación de los judíos de Alemania y en el año 1941 de la «solución final».
Los Einsatzgruppen de la Policía de Seguridad y del SD, operaban en la
retaguardia del frente del Este y fueron los realizadores de los asesinatos en
masa de judíos. Ambas organizaciones desempeñaron un papel muy importante
en la administración de las regiones ocupadas. Procedieron a la detención de los
elementos civiles sospechosos de no ser adictos al régimen nazi, los sometieron a
brutales métodos de tercer grado y los mandaron a continuación a los campos de
concentración. Se hicieron responsables de la matanza de rehenes y del Nacht-
und-Nebel-Erlass, que preveía la detención de todos los familiares de un
encartado. Fueron encargados igualmente de la vigilancia de los campos de
concentración. Llevaron a cabo crímenes de guerra en el sentido de malos tratos y
asesinatos de prisioneros de guerra.

Considerando: La Gestapo y el SD fueron destinados al cumplimiento de


misiones que, según los Estatutos del Tribunal, deben ser consideradas como
criminales. Quedan incluidos en la Gestapo todos los funcionarios que
ostentaron cargos de responsabilidad. No quedan incluidos los miembros de la
policía de vigilancia de fronteras. Quedan excluidas también aquellas personas
que trabajaron para la Gestapo solo en trabajos burocráticos.

Quedan incluidos en el SD las Secciones III, VI y VII de la Oficina


Central de la Policía de Seguridad y todos los restantes miembros del SD, tanto
si trabajaban de un modo honorario, eran miembros nominales de las SS o
efectivos. El Tribunal declara criminales el grupo de aquellos miembros de la
Gestapo y del SD que ocuparon los cargos anteriormente mencionados, que se
hicieron o continuaron siendo miembros de estas organizaciones a pesar de estar
enterados del carácter criminal de las mismas y que participaron en la ejecución
de estos crímenes. Quedan excluidos de este grupo todos los que renunciaron a
sus cargos antes del 1.º de septiembre del año 1939.

LAS SS

Estructuración y componentes: Las secciones de Seguridad del Partido


nacionalsocialista de trabajadores alemanes fueron fundadas en el año 1925
como secciones élite de las SA, con el pretexto de proteger y defender a los
oradores del Partido. Cuando alcanzaron el poder, fueron destinadas las SS al
mantenimiento del orden y de la «seguridad interior». Como recompensa por su
intervención en el «putsch» de Röhm en el año 1934, las SS se convirtieron en
unidades independientes del Partido.

La organización original de las SS eran las SS Generales que englobaban


otras dos organizaciones: las SS-Verfuegungtruppen, compuestas por miembros
de las SS que se presentaban voluntariamente para un servicio militar de cuatro
años y las SS-Totenkopfverbände, que fueron destinadas a la vigilancia en los
campos de concentración. Las primeras representaron el núcleo para las futuras
Waffen-SS, que comprendía hacia el final de la guerra unos 580.000 hombres,
que, desde el punto de vista táctico, estaban a las órdenes del Ejército, pero
sometidos a la disciplina de las SS.

Las SS estaban organizadas en doce oficinas principales y contaban con


jurisdicción propia. A partir del año 1933 fueron fusionadas con igualdad de
derechos la Policía y las SS. Hasta el año 1940 fueron las SS una organización
voluntaria, pero una vez creadas las Waffen-SS se procedió también al
reclutamiento forzoso. Una tercera parte de los que formaban parte en las filas
de las Waffen-SS lo fueron por este último procedimiento.

Actividades criminales: Las SS participaron en los preparativos para las


guerras de agresión y cometieron crímenes contra la humanidad.

El fusilamiento de prisioneros de guerra se convirtió en una costumbre en


diversas unidades de las Waffen-SS. Con el pretexto de la lucha contra los
guerrilleros exterminaban las unidades de las SS a los judíos y a todas aquellas
personas que consideraban enemigas al régimen. Las SS se hicieron
responsables de muchos asesinatos en masa y actos de crueldad, como, por
ejemplo, los de Oradour y Lidice.

Desde el año 1934 vigiló y administró las SS los campos de concentración.


El trato brutal de que eran objeto los internados se debía a la política racial, cuyo
exponente máximo eran las SS. A partir del año 1942, los campos de
concentración fueron usados como principal fuente para el reclutamiento de la
mano de obra. En los campos de concentración fueron llevados a cabo crueles
experimentos en seres humanos.

Las SS desempeñaron un papel importantísimo en la persecución de los


judíos. Las unidades especiales de las SS concentraron y exterminaron a los
judíos en las regiones ocupadas. Le es completamente imposible a este Tribunal
encontrar ni una parte de las SS que no interviniera en estas actividades
criminales. A pesar de que estas actividades eran mantenidas en secreto, lo
máximo posible, ante la opinión pública, lo cierto es que todos los miembros de
las SS estaban perfectamente al corriente de las mismas. Una de las principales
misiones de las SS fue la exterminación de todas las razas que se consideraban
inferiores.

Considerando: Las SS fueron destinadas al cumplimiento de las misiones


que según los Estatutos son criminales. Quedan incluidas en las SS todas las
personas que fueron admitidas oficialmente en el seno y en las filas de las SS,
incluidos los miembros de las SS-Generales, de las Waffen-SS, de las SS-
Totenkopfverbände y las diversas unidades de la policía que eran miembros de
las SS. No quedan incluidos los miembros de las llamadas Reiter-SS.

Quedan excluidas las personas que fueron englobadas forzosamente en


las SS o que, antes del 1.º de septiembre del año 1939, dejaron de pertenecer a
las mismas.

LAS SA

Estructuración y componentes: Las secciones de asalto fueron fundadas en


el año 1921 para fines políticos y organizadas militarmente. Hasta 1933 fue una
organización voluntaria, pero una vez en el poder fue ejercida cierta presión
política y económica sobre los funcionarios. Además, los miembros de los
Cascos de Acero, Kyffhäuserbund y de la sociedades ecuestres fueron englobadas
automáticamente en las SA. Pero dado que solo en casos aislados se elevó alguna
protesta, declara el Tribunal que la pertenencia a las SA, que a fines del año 1933
englobaba a cuatro millones y medio de asociados, fue, en general, voluntaria.
Actividades: Las tropas de asalto de las SA fueron el «brazo fuerte del
Partido» y participaron en la difusión de la ideología del Partido. Una vez en el
poder, las SA contribuyeron a la organización del sistema de terror, actuando
con violencia contra los judíos, los enemigos políticos del régimen y siendo
destinados a la vigilancia de los campos de concentración. Después de la «purga»
en el caso Röhm descendió muy considerablemente el prestigio y la influencia
de las SA. Algunas unidades de las SA participaron, sin embargo, en los
preparativos para las guerras de agresión y cometieron posteriormente crímenes
de guerra y crímenes contra la humanidad. Otras unidades de las SA
participaron en los progroms del 10 y 11 de noviembre de 1938 contra los judíos,
a los que hicieron objeto de malos tratos, así como también en los ghettos de
Wilna y Kowno.

Considerando: En un principio, las SA fueron un grupo de «hombres


fuertes» cuyas actividades en el sentido de los Estatutos no eran criminales.
Después de la «purga», las SA fueron un grupo político que carecía de mayor
influencia y poder, por este motivo este Tribunal renuncia a englobar las SA
entre las organizaciones criminales según el Artículo 9.

EL GOBIERNO DEL REICH

El Gobierno del Reich estaba compuesto por los miembros del Gabinete,
del Consejo de Ministros para la defensa del Reich y por los miembros del
Consejo de Ministros secreto. El tribunal opina que el Gobierno del Reich no
debe ser considerado criminal: 1. No se ha demostrado que a partir del año 1937,
actuara como grupo u organización; 2. El grupo de las personas inculpadas es tan
reducido que puede procederse individualmente contra ellas.

ad 1. El Gobierno del Reich dejó de ser, desde la fecha que nos interesa,
una corporación con funciones de Gobierno, pasando a ser unos funcionarios
sometidos directamente al control de Hitler. El Gobierno del Reich no volvió a
celebrar, a partir del año 1937, una sola sesión, el Consejo de Ministros secreto
no llegó a reunirse nunca. Los miembros del Gobierno del Reich que
participaron en los planes para una guerra de agresión lo hicieron como
personas individuales. La invasión de Polonia no fue decretada por el Gobierno
del Reich.

ad 2. Un grupo de miembros del Gobierno del Reich que cometieron


crímenes han sido llevados antes este Tribunal. Se calcula que son 48 las
personas que forman parte de este grupo, de las cuales ocho han muerto y 17 han
de ser juzgadas.

ESTADO MAYOR Y ALTO MANDO DE LA WEHRMACHT


El Tribunal no puede estar de acuerdo con el punto de vista del ministerio
público de que el Estado Mayor y el Alto Mando de la Wehrmacht fueron
organizaciones criminales, ya que en su sentido no fueron una «organización» ni
tampoco un «grupo». Este supuesto grupo comprendía unos 130 oficiales vivos o
muertos que pertenecen a una de las cuatro categorías siguientes: 1. Comandante
en jefe de una de las tres armas; 2. Jefe de Estado Mayor de una de las tres armas;
3. Comandante en jefe, es decir, comandante en jefe con mando de una de las
tres armas; y 4. Un oficial del OKW (Keitel, Jodl y Warlimont).

Los miembros acusados fueron los jefes militares de más alto rango en
Alemania. Sus actividades fueron las mismas que en los ejércitos, flotas y
aviones de cualquier otro país. No formaron una asociación, sino una
concentración de oficiales de alto rango. No cabe la pregunta de si ingresaron
voluntariamente o forzosamente en estas organizaciones, puesto que, como
queda establecido, no existía tal organización. Por todo lo anteriormente
expuesto este Tribunal no considera criminales ni el Estado Mayor ni el Alto
Mando de la Wehrmacht.

Pero la sentencia dice textualmente:

«El Tribunal ha escuchado muchas declaraciones de testigos sobre la


participación de estos oficiales en el planeamiento y dirección de guerras de
agresión y en la ejecución de crímenes de guerra y crímenes contra la
humanidad. Son responsables en alto grado de los sufrimientos y penalidades
que padecieron millones de hombres, mujeres y niños. Se han convertido en una
vergüenza para la honrosa profesión de las armas. Sin su dirección militar,
Hitler y sus secuaces no hubieran podido ver realizados sus planes. Cuando se
les acusa, entonces se limitan a decir que obedecieron las órdenes que recibían, y
cuando se les habla de los crímenes cometidos, entonces alegan que no acataron
las órdenes recibidas. La verdad es que participaron activamente en todos los
crímenes de un modo directo o indirecto».

RESPONSABILIDAD O INOCENCIA DE LOS ACUSADOS

El Artículo 26 de los Estatutos dice que la sentencia del Tribunal ha de


especificar y justificar la responsabilidad o inocencia de todos y cada uno de los
acusados. El Tribunal expone a continuación el fundamento en que se basa el
veredicto de los diversos acusados:

BORMANN, acusado según los cargos uno, tres y cuatro, fue miembro del
Estado Mayor y del Alto Mando de las SA y Reichsleiter de 1933 a 1945. Después
del vuelo de Hess a Inglaterra fue nombrado jefe de la Cancillería del Partido y
en el año 1943 secretario del Führer. Fue comandante en jefe del Volkssturm y
general de las SS.
Crímenes contra la paz: Bormann fue, en un principio, un hombre
insignificante y solo durante los últimos años de la guerra ganó rápidamente
influencia y poder. No existen pruebas de que Bormann estuviera al corriente de
los planes de agresión de Hitler.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Como sucesor de


Hess, Bormann ejercía el control sobre todas las leyes y directrices emanadas de
Hitler. Cuando los Gauleiter, responsables ante Bormann, fueron nombrados
comisarios de la Defensa del Reich, Bormann dirigió la explotación sin
contemplaciones de ninguna clase de la población subyugada. Tomó parte activa
en la persecución de los judíos, no solo en Alemania, sino también en las
regiones conquistadas. Es responsable igualmente del programa del
reclutamiento forzoso de obreros. Dio instrucciones en el sentido de que los
obreros extranjeros debían ser sometidos al control de las SS en los casos de
seguridad y ordenó a sus Gauleiter que le informaran de todos aquellos casos en
que los obreros extranjeros habían sido tratados con demasiada moderación y
suavidad. Bormann es responsable de la muerte de aviadores extranjeros. Dado
que no existen pruebas de la muerte de Bormann, el Tribunal ha decidido
condenarle in absentia.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según los cargos


tres y cuatro.

DOENITZ, acusado según los cargos uno, dos y tres, fue nombrado en el
año 1936 comandante en jefe de la flota de submarinos y en 1943 comandante en
jefe de la Marina de guerra. El 1.º de mayo de 1945 fue nombrado jefe de Estado
como sucesor de Hitler.

Crímenes contra la paz: Doenitz ejecutó, como oficial profesional, unas


misiones puramente militares y no participó en el planeamiento de la guerra de
agresión, pero sí en la dirección de estas. A pesar de que hasta el año 1943 no fue
«comandante en jefe», ocupaba un puesto de mando en la Marina de guerra. A
partir de 1943 fue llamado repetidas veces como consejero por Hitler y en abril
de 1945 abogó por la continuación de la lucha.

Crímenes de guerra: La sentencia hace amplia referencia a la cuestión de si


la guerra submarina dirigida por Doenitz es una violación al Acuerdo naval del
año 1936 y representa un crimen de guerra. El Tribunal llega a la conclusión de
que Doenitz no debe ser considerado responsable por su dirección de la guerra
submarina contra los barcos mercantes ingleses armados. Pero es cuestión muy
diferente, en opinión del Tribunal, hundir barcos neutrales sin advertencia
previa cuando estos penetraban en los territorios de operaciones, pues esto sí
que es una clara violación del Acuerdo naval del año 1936, así como también la
orden de que no fueran salvados los náufragos. A pesar de esto, teniendo en
cuenta que la guerra submarina no fue realizada única y exclusivamente por
Alemania, el Tribunal no basará el castigo que se merece Doenitz en su
dirección de la guerra submarina. Doenitz estaba al corriente de la existencia de
los campos de concentración. En el año 1945 respondió Doenitz de un modo
evasivo cuando Hitler solicitó consejo por si había de denunciarse la
Convención de Ginebra. Este Tribunal tiene, sin embargo, en cuenta que los
marineros ingleses hechos prisioneros de guerra fueron tratados plenamente de
acuerdo con la Convención de Ginebra, y este hecho se conceptúa como
atenuante.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según los cargos


dos y tres.

FRANK, acusado según los cargos uno, tres y cuatro, ingresó en el Partido
en el año 1927 y en el año 1934 fue nombrado ministro del Reich sin cartera.
Tenía el rango honorario de SA-Obergruppenführer y presidente de la
Academia del Derecho alemán.

Crímenes contra la paz: En opinión del Tribunal no fue iniciado


suficientemente en los preparativos para las guerras de agresión para declararle
culpable de este cargo.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Frank organizó, en su


calidad de gobernador general para las regiones ocupadas de Polonia, un casi
inconcebible régimen de terror cuya finalidad estribaba en convertir a los
polacos en esclavos del Gran Imperio alemán y exterminar las clases sociales
polacas que pudieran representar una amenaza en el futuro. Frank es
responsable de la explotación económica de Polonia y de la deportación de los
trabajadores forzados. Frank ha declarado haber cargado «con una culpa
horrible, y su defensa ha intentado demostrar que no es responsable de los
crímenes de que se le acusa. Es cierto que una gran mayoría de estos crímenes
fueron ejecutados por la policía directamente y que no estuvo de acuerdo con
Himmler. Sin embargo, Frank fue un colaborador en todas estas actividades.

Considerando: No culpable en el cargo uno, culpable en los cargos tres y


cuatro.

FRICK, acusado en todos los cargos, ocupa una serie de puestos


importantes y fue ministro del Interior del Reich y protector del Reich en
Bohemia y Moravia. Estaba al frente de la oficina central para la anexión de los
países conquistados.

Crímenes contra la paz: En su calidad de ministro del Interior, anexionó,


sin escrúpulos de ninguna clase, los Gobiernos de los Laender alemanes bajo la
soberanía del Reich. No participó en los planes de conspiración para las guerras
de agresión. Firmó las leyes para la anexión de Austria, del País de los Sudetas,
Danzig, las regiones del Este (Prusia occidental y Posen), Bohemia y Moravia y
llevó a cabo la anexión de estas regiones.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Como antisemita


furibundo, Frick es en parte responsable de una serie de leyes que habían de
servir para eliminar a los judíos de la economía alemana. Durante sus
actividades como protector del Reich, millares de judíos fueron mandados desde
los guettos a los campos de concentración. Frick estaba perfectamente enterado
de los crímenes que se cometían allí. A pesar de que como protector del Reich le
fueron impuestas más limitaciones en sus funciones que a su predecesor, es
plenamente responsable de los métodos nazis que fueron llevados a la práctica.
Esta misma responsabilidad le incumbe en lo que atañe a la germanización de
las regiones ocupadas. Frick controlaba aquellas instituciones en las cuales
durante la guerra eran asesinados los enfermos mentales.

Considerando: No culpable según el punto uno, culpable según los cargos


dos, tres y cuatro.

FRITZSCHE, acusado según los cargos uno, tres y cuatro, fue conocido
principalmente como comentarista de radio. En el año 1942 fue nombrado
director ministerial y jefe de la sección de Radiodifusión en el Ministerio de
Propaganda.

Crímenes contra la paz: Como jefe de la Prensa alemana, Fritzsche


controlaba 2.300 diarios. Estaba a las órdenes del jefe de Prensa del Reich,
Dietrich, y transmitía las «consignas diarias». Influyó y dirigió la propaganda
que el pueblo alemán quería oír por la radio, pero no fue lo suficientemente
importante para tomar parte en los planes de guerra de agresión.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: El ministerio público


ha declarado que Fritzsche instigó a la realización de crímenes de guerra. Pero
no ocupó una posición bastante importante para creer que participó en la
organización de campañas de propaganda. Fritzsche fue antisemita y en
ocasiones difundió noticias falsas. Su objetivo fue provocar el entusiasmo por
los esfuerzos bélicos del pueblo alemán.

Considerando: No culpable. Fritzsche será puesto en libertad tan pronto


como este Tribunal termine sus sesiones.

FUNK, acusado según los cuatro cargos, fue nombrado en el año 1938
ministro de economía del Reich y plenipotenciario para la Economía de guerra.
Un año más tarde se le nombró presidente del Reichsbank en sustitución de
Schacht. En 1943 formó parte del planeamiento central.

Crímenes contra la paz: Funk adoptó aquellas medidas que eran


necesarias para crear las condiciones económicas previas para las guerras de
agresión. Creó los planes para la financiación de la guerra. Funk no fue, sin
embargo, personaje de primera categoría en el planeamiento de las guerras de
agresión.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Funk desempeñó un


importante papel en la primera fase durante la expropiación económica de los
judíos. En el año 1942 firmó un acuerdo con Himmler a causa del cual el
Reichsbank se hacía cargo del oro, joyas y dinero que le entregaban las SS. Estos
valores procedían de las víctimas que morían en los campos de concentración.
Estaba enterado de estos hechos y cerró los ojos. Funk estaba perfectamente al
corriente de los métodos de ocupación alemana. A pesar de ocupar Funk altos
cargos, jamás fue un personaje dominante en estas actividades criminales, lo que
debe ser conceptuado como atenuante.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según los cargos


dos, tres y cuatro.

GOERING. El hombre más importante del régimen nazi después de


Hitler, acusado según los cuatro cargos. Por lo menos hasta el año 1943 ejerció
una gran influencia sobre Hitler y estaba perfectamente informado de todos los
problemas militares y políticos de importancia.

Crímenes contra la paz: Goering contribuyó enormemente a llevar el


nacionalsocialismo al poder, organizó la Gestapo y los primeros campos de
concentración. En 1936 fue nombrado plenipotenciario para el Plan Quinquenal
y con esto se convirtió en el dictador económico del Reich. Con ocasión de la
anexión de Austria fue el personaje central, durante la anexión del país de los
sudetas planeó una ofensiva aérea y antes de la invasión de Checoslovaquia
amenazó con arrojar bombas sobre Praga. Mandó la Luftwaffe durante el ataque
contra Polonia y durante todas las siguientes guerras de agresión. Si no
aprobaba una acción agresiva, era solo por motivos estratégicos. No cabe la
menor duda de que Goering fue la fuerza impulsora de las guerras de agresión
y, en este sentido, solamente fue superado por el propio Hitler.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Goering ha confesado


su culpabilidad en el empleo de trabajadores forzados. Como plenipotenciario
del Plan Quinquenal, Goering dio las directrices para la explotación de los
países ocupados. Persiguió a los judíos, principalmente por razones económicas.
Estos crímenes han sido reconocidos por el propio Goering. No se puede
encontrar alguien tan culpable como él.
Considerando: Este Tribunal considera culpable a Goering según los
cuatro cargos del Escrito de Acusación.

HESS, acusado de los cuatro cargos fue, hasta su vuelo a Inglaterra, el


hombre de confianza de Hitler. El 10 de mayo de 1941 emprendió el vuelo desde
Alemania a Escocia.

Crímenes contra la paz: Hess fue, en su calidad de lugarteniente de


Führer, el hombre más poderoso del Partido nazi y colaboró activamente en los
preparativos para la guerra. Aunque durante los años 1936 y 1937 pronunció
discursos en los cuales expresaba sus deseos de paz, estaba mucho mejor
informado que cualquier otro de los acusados, de lo firmemente decidido que
estaba Hitler a realizar sus ambiciosos planes. Hess participó activamente en los
ataques contra Austria, Checoslovaquia y Polonia. Debió estar informado de los
planes de agresión desde un principio. Diez días después de haber sido fijada la
fecha del ataque contra la Unión Soviética, emprendió el vuelo a Inglaterra.
Durante sus conversaciones, Hess trató de justificar las acciones agresivas
alemanas.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Existen pruebas de


que Hess colaboró en la transmisión de órdenes de carácter criminal y que tenía
pleno conocimiento de los crímenes que se cometían en el Este. Pero estos
conocimientos no bastaban para declararle culpable. No existe ningún motivo
para suponer que Hess no esté en su sano juicio.

Considerando: Culpable según los cargos uno y dos, no culpable según los
cargos tres y cuatro.

JODL, acusado de los cuatro cargos, fue nombrado en el año 1939 jefe del
Estado Mayor y en el Alto Mando de la Wehrmacht. A él correspondieron, en su
aspecto militar, los preparativos de la guerra. Jodl se defiende alegando que él
no es político, sino un soldado obligado por su juramento de obediencia. Pero
también ha dicho que en diversas ocasiones trató de oponerse a ciertas medidas.

Crímenes contra la paz: Las anotaciones del Diario de Jodl permiten


reconocer claramente que participó activamente en los planes de agresión. Esto
se refiere tanto a la anexión de Austria como también a los ataques contra
Checoslovaquia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Grecia, Yugoslavia y la Unión
Soviética. Correspondió a Jodl, en primera instancia, la dirección y organización
de estas guerras.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Jodl ratificó el


«Kommandobefehl» y lo transmitió a los oficiales de mando. Cuando se planteó
la cuestión de la denuncia de la Convención de Ginebra, alegó que las
desventajas serían mayores que las ventajas. Jodl declaró que debía «actuarse
sin escrúpulos de ninguna clase» en Dinamarca, Francia y los Países Bajos para
construir el Atlantikwall. Jodl ordenó en 1944 la evacuación de toda la población
civil del norte de Noruega y la destrucción de sus viviendas. Jodl se justifica
alegando haber recibido órdenes, pero esto no es ninguna excusa: Nunca ha sido
exigido a un soldado la participación en actividades como las anteriormente
citadas.

Considerando: Culpable según los cuatro cargos.

KALTENBRUNNER, acusado según los cargos uno, tres y cuatro, fue jefe
de las SS en Austria y sucesor de Heydrich en el cargo de jefe de la Policía de
Seguridad, del SS y de la oficina central del Servicio de Seguridad, con rango de
Oberguppenführer.

Crímenes contra la paz: Kaltenbrunner participó en la intriga contra el


Gobierno Schuschnigg. No existen pruebas, sin embargo, de que Kaltenbrunner
participara en el planeamiento de guerras de agresión (la anexión de Austria no
se considera guerra de agresión).

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Kaltenbrunner estaba


perfectamente informado de lo que ocurría en los campos de concentración, pues
incluso estuvo presente cuando hicieron una demostración de los diversos
métodos que se usaban para liquidar a los internados. Los terribles crímenes que
cometieron las diversas secciones de la oficina central del Servicio de Seguridad
fueron efectuados bajo su dirección. A instancias de Kaltenbrunner fue
ampliada por la Gestapo la orden de fusilar a los miembros de los «comandos»,
incluyendo también a los aviadores enemigos que se arrojaban en paracaídas. La
Sección IV de la Oficina central del Servicio de Seguridad controló la ejecución
del programa de la «solución final» de la que fueron víctimas seis millones de
judíos. De esto y de los crímenes mencionados anteriormente, Kaltenbrunner
estaba perfectamente informado. Kaltenbrunner ha declarado que no ejerció un
control de conjunto sobre la oficina central del Servicio de Seguridad y que
limitó sus actividades al servicio de información en el extranjero. Es verdad que
reveló un gran interés por estas últimas actividades, pero también es cierto que,
por otro lado, ejerció un control absoluto sobre la Oficina Central del Servicio de
Seguridad.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según los cargos


tres y cuatro.

KEITEL, acusado de todos los cargos, fue comandante en jefe de la


Wehrmacht, no ejerciendo, sin embargo, ningún mando directo sobre alguna de
las tres armas.
Crímenes contra la paz: Keitel procuró, en todo momento, apoyar desde el
punto de vista militar las amenazas políticas de Hitler. Firmó las órdenes para la
Operación Otto (Austria), Operación Verde (Checoslovaquia), Operación Blanca
(Polonia) y la ocupación de Noruega, Bélgica y los Países Bajos. A pesar de que
Keitel, como afirma, rechazó por motivos militares y legales el ataque contra la
Unión Soviética, lo cierto es que dio su visto bueno a la Operación Barbarroja.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Keitel firmó la orden


según la cual los aviadores enemigos que se arrojaban en paracaídas debían ser
entregados al SD, ratificó la «Kommandobefehl» de Hitler, aunque dudaba de
su legalidad. Cuando Canaris manifestó reparos jurídicos sobre los malos tratos
de que eran objetos los prisioneros de guerra soviéticos, Keitel escribió
textualmente: «Estos reparos tienen su origen en el concepto militar de una
guerra caballerosa. Aquí se trata de aniquilar una ideología. Por este motivo
apruebo y ratifico estas medidas». El 16 de septiembre de 1941, Keitel ordenó
que por cada soldado alemán que fuese atacado y muerto, habían de morir de 50
a 100 comunistas. Firmó una orden según la cual aquellas personas civiles que se
habían hecho sospechosas de un delito contra las tropas alemanas podían ser
fusiladas sin ser juzgadas. La orden «Nacht-und-Nebel-Erlass» lleva igualmente
la firma de Keitel. Keitel no ha negado su complicidad con los crímenes, pero
alega haberse limitado a cumplir las órdenes que recibía lo que, según el
Artículo 8, no queda admitido. No existen atenuantes.

Considerando: Culpable según todos los cargos.

NEURATH, acusado de los cuatro cargos, diplomático de carrera, fue


nombrado en 1932 ministro de Asuntos Exteriores, cargo que ostentó hasta su
dimisión en el año 1938. Fue nombrado entonces presidente del Consejo Secreto
y protector del Reich para Bohemia y Moravia hasta 1941. Tenía el rango
honorario de SS-Obergruppenführer.

Actividades criminales en Checoslovaquia: Como protector del Reich,


Neurath implantó una administración que era una copia exacta de la que regía
en Alemania. Cuando estallaron las hostilidades fueron detenidos 8.000 checos y
muchos de ellos asesinados. Neurath fue el primer funcionario alemán en el
protectorado y sabe que durante la regencia fueron cometidos crímenes. Como
atenuante cabe alegar que intercedió para que fueran puestos en libertad
algunos presos. Hitler llamó la atención de Neurath en el año 1941 en el sentido
de que no actuaba con la dureza que deseaba y que Heydrich cuidaría de los
grupos de la resistencia. Fue entonces cuando Neurath presentó su dimisión y se
negó a continuar en el cargo de protector.

Considerando: Culpable según los cuatro cargos.


PAPEN, acusado de los cargos uno y dos, fue nombrado Canciller del
Reich en 1932. Durante el Tercer Reich fue embajador en Viena y en Turquía. Se
retiró de la vida política cuando fueron rotas las relaciones diplomáticas entre
Alemania y Turquía.

Crímenes contra la paz: Papen contribuyó personalmente al


establecimiento del control nazi en el año 1933, pero a causa de su «Discurso de
Marburg» se vio en complicaciones con el régimen. A pesar de ello en el año
1934 y después del asesinato de Dollfuss, aceptó el cargo de embajador en Viena.
En este cargo, Papen hizo todo lo que estuvo en su poder para reforzar la
posición del partido nazi en Austria y provocar el Anschluss. Preparó las
conversaciones entre Hitler y Schuschnigg. No existen pruebas de que Papen
abogara por la ocupación por la fuerza de Austria, pero sí usó intrigas y
amenazas para socavar el régimen de Schuschnigg y reforzar a los nazis
austríacos. Pero estas actividades no son criminales según el espíritu de los
Estatutos.

Considerando: No culpable. Von Papen será puesto en libertad tan pronto


este Tribunal suspenda sus sesiones.

RAEDER, acusado de los cargos uno, dos y tres, fue nombrado en el año
1928 comandante en jefe de la Marina de guerra y dimitió de este cargo en el año
1943.

Crímenes contra la paz: Raeder organizó la Marina de guerra alemana


violando el Tratado de Versalles y participó en las conferencias más importantes
de Hitler, en las que se discutieron los diversos planes de agresión. Recibió las
correspondientes instrucciones y fue el que planeó la invasión de Noruega, que
ya ha sido considerada como una acción agresiva. Raeder trató de hacer desistir a
Hitler de un ataque contra la Unión Soviética, pero más tarde renunció a
presentar nuevas objeciones.

Crímenes de guerra: Raeder dio su visto bueno a la guerra submarina y al


hundimiento de barcos mercantes armados y fusilamiento de los náufragos.
Hasta el año 1943 Raeder ha admitido que transmitió el «Kommandobefehl» y
que no presentó ninguna objeción sobre este punto ante Hitler.

Considerando: Culpable según los cargos uno, dos y tres.

RIBBENTROP, acusado según los cuatro cargos, ingresó en el año 1932 en


el Partido nacionalsocialista y se convirtió rápidamente en el consejero de Hitler
para asuntos internacionales. Fue delegado en la Conferencia del Desarme,
embajador extraordinario, embajador en Inglaterra y el 4 de febrero de 1938,
ministro de Asuntos Exteriores del Reich.
Crímenes contra la paz: En un informe hecho cuando era embajador en
Inglaterra, Ribbentrop expuso cómo, en su opinión, podía lograrse un cambio
del statu quo en el Este y mantener alejadas a Inglaterra y Francia de la guerra
que podría resultar de este cambio. Ribbentrop estuvo presente durante la
conferencia Hitler-Schuschnigg y participó activamente en los planes para la
anexión de Austria y la creación del Protectorado para Bohemia y Moravia. Fue
informado sobre los planes para la ocupación de Noruega, Dinamarca, Holanda
y Bélgica e intervino activamente para que otros países lucharan al lado de
Alemania.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Ribbentrop es


responsable de los métodos que fueron usados en la ocupación de Dinamarca y
de la Francia de Vichy, pues los funcionarios alemanes más altos en estos dos
países fueron representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores, Ribbentrop
desempeñó un papel muy importante en la «solución final». Aconsejó a los
Estados vasallos que aceleraran la deportación de los judíos al Este. Informó a
Horthy de que «los judíos habían de ser muertos o internados en los campos de
concentración». La defensa de Ribbentrop de que el propio Hitler había
adoptado todas las decisiones en la política exterior y que él, Ribbentrop, no
había dudado jamás de los deseos de paz de Hitler, este Tribunal no lo considera
admisible. Ribbentrop colaboró tan fielmente con Hitler hasta el final, porque la
política y los planes de Hitler correspondían con los suyos.

Considerando: Culpable según los cuatro cargos.

ROSENBERG, acusado de los cuatro cargos, fue el filósofo del Partido


nacionalsocialista. Fue Reichsleiter y jefe de la Oficina Exterior del Partido
nacionalsocialista (APA). En 1941 fue nombrado ministro del Reich para las
regiones ocupadas del Este.

Crímenes contra la paz: Como jefe del APA Rosenberg fue, conjuntamente
con Raeder, quien dio la idea para la invasión de Noruega. Es responsable
también del planeamiento y ejecución de la política de ocupación en las
regiones del Este. Se puso a disposición de Hitler como «consejero político» para
todas las cuestiones relacionadas con el Este europeo. En 1941, Hitler le confió la
responsabilidad para la administración civil en las regiones ocupadas del Este.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Como jefe del


«Einsatzstab Rosenberg», fue responsable del saqueo de los bienes públicos y
privados en las regiones ocupadas. Su Einsatzstab fue la primera autoridad en
las regiones ocupadas del Este y estaba perfectamente informado sobre los
horrores de la política de ocupación. Sus subordinados cometieron asesinatos en
masa y él personalmente ordenó la deportación en masa de los trabajadores del
Este.
Considerando: Culpable según los cuatro cargos.

SAUCKEL, acusado de los cuatro cargos, ocupó una serie de altos cargos
en Turingia y poseía el rango honorario de SA y SS-Obergruppenführer.

Crímenes contra la paz: Las pruebas no han sido suficientes para acusarle
según los cargos uno y dos.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Cuando Sauckel fue


nombrado en el año 1942 plenipotenciario para el reclutamiento de obreros,
movilizó a todas las fuerzas que pudo en condiciones realmente infrahumanas.
No abogó personalmente por estos métodos de brutalidad, pero lo cierto es que
por orden suya fueron reclutados cinco millones de obreros forzados.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según los cargos


tres y cuatro.

SCHACHT, acusado según los cargos uno y dos, fue antes de la conquista
del poder, presidente del Reichsbank y ocupó por dos veces este cargo durante
el Tercer Reich. En 1937 fue nombrado ministro sin cartera y destituido de este
cargo en el año 1943.

Crímenes contra la paz: Schacht dio su visto bueno al nombramiento de


Hitler como canciller del Reich y desempeñó un papel muy importante en el
rearme de Alemania. La influencia de Schacht fue menguada cuando por
razones político-económicas se enfrentó con Goering. Como presidente del
Reichsbank no estuvo de acuerdo con Hitler y su programa del rearme. Desde
1944 y hasta el final de la guerra Schacht fue internado en un campo de
concentración. Schacht fue el principal personaje en la fase previa del rearme
alemán, pero sus actividades no son criminales, según el espíritu de los
Estatutos. Si hubiese dependido de él, Alemania no hubiese estado preparada
para lanzarse a una nueva guerra europea. Schacht participó, no obstante, en
diversas actividades durante el régimen nazi, aunque no en el planeamiento de
las mismas. No formaba parte del grupo íntimo de Hitler. Se pone en duda si
Schacht realmente estaba informado de los planes agresivos de Hitler.

Considerando: No culpable según los cargos de la acusación. Será puesto


en libertad tan pronto se aplacen las sesiones.

SCHIRACH, acusado de los cargos uno y cuatro, fue el jefe de la


Asociación de estudiantes nacionalsocialistas y en el año 1933 fue nombrado jefe
de las Juventudes del Reich. Dimitió este cargo en el año 1940, pero continuó
siendo Reichsleiter y conservó el control sobre la educación de la juventud. En
1940 fue nombrado Gauleiter y gobernador de Viena.
Crímenes contra la paz: Schirach empleó a las Juventudes hitlerianas en
las que hasta el año 1940 estaban englobadas hasta el 97 por ciento de todos los
jóvenes, para educar a la juventud en el «espíritu nacionalsocialista». Su
organización colaboró estrechamente con la Wehrmacht para la educación
premilitar de las juventudes alemanas. Sin embargo, Schirach no participó en
los planes para las guerras de agresión.

Crímenes contra la humanidad: Como Gauleiter de Viena, Schirach fue el


plenipotenciario de Sauckel para el reclutamiento de mano de obra. Participó
activamente en la deportación de miles de judíos vieneses al Gobierno general
de Polonia, acción que él consideró como una «contribución a la civilización
europea». Schirach estaba perfectamente informado de las actividades de los
«Einsatzgruppen» y dio su visto bueno al bombardeo de un centro cultural
inglés como represalia por el asesinato de Heydrich.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según el cargo


cuatro.

SEYSS-INQUART, acusado de los cuatro cargos. Desde 1931 y como


abogado austríaco, estuvo en contacto con el Partido nacionalsocialista austríaco
e ingresó en el mismo en el año 1938. Un mes antes había sido nombrado, por
mediación de Hitler, ministro de Seguridad y del Interior de Austria.

Actividades en Austria: Seyss-Inquart participó en las últimas intrigas que


condujeron al Anschluss y, el 15 de marzo de 1938, fue nombrado gobernador
general de Austria y un año más tarde ministro del Reich sin cartera. Ostentaba
el rango de general de las SS. Seyss-Inquart confiscó bienes judíos a los campos
de concentración y muertos muchos enemigos del régimen.

Actividades criminales en Polonia y en los Países Bajos: Seyss-Inquart fue


nombrado en 1939 y 1940, jefe de la Administración civil en el Sur de Polonia y
comisario del Reich para los Países Bajos. En estos cargos contribuyó al saqueo
de estos dos países y provocó el terror entre la población civil. En el año 1942
introdujo en los Países Bajos el reclutamiento forzoso de los obreros. Es
responsable de muchas leyes contra los judíos. Por orden de Seyss-Inquart
fueron mandados de 120 a 140.000 judíos holandeses a Auschwitz. Es cierto que
en alguna ocasión Seyss-Inquart protestó contra estas medidas, pero también es
cierto que siempre estuvo perfectamente informado sobre estos crímenes de
guerra y crímenes contra la humanidad en los que tomó parte activa.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según los cargos


dos, tres y cuatro.

SPEER, acusado de los cuatro cargos, fue primero el arquitecto de Hitler y


jefe de Sección en el Frente de Trabajo alemán. En el año 1934 fue nombrado
jefe de la organización Todt, ministro del Reich para el Armamento. Fue
miembro del Reichstag desde 1941 hasta el final de la guerra.

Crímenes contra la paz: Sus actividades no tenían por finalidad planear


guerras de agresión. Fue nombrado jefe de Armamentos mucho después de
haber estallado las hostilidades.

Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad: Las pruebas


presentadas contra él, según los cargos tres y cuatro, se refieren única y
exclusivamente, a su participación en el reclutamiento forzoso de obreros. Speer
informaba a Sauckel del número de obreros de que tenía necesidad y este se los
proporcionaba. Ha declarado ante el Tribunal que tenía intención de proceder a
una reorganización de este programa. En efecto, creó los llamados
«Sperbetriebe» de donde los obreros no podían ser deportados. Speer no es
directamente responsable de las crueldades cometidas en los trabajadores
extranjeros, pero sí estaba al corriente de estas. Como atenuante puede aducirse
que fue uno de los pocos que demostró valor ante Hitler y no cumplió, con
peligro para su propia vida, la orden de destruir Alemania.

Considerando: No culpable según los cargos uno y dos, culpable según los
cargos tres y cuatro.

STREICHER, acusado de los cuatro cargos. Gauleiter de Francia hasta


1940 y editor de la revista antisemita Der Stürmer, conocida por sus
persecuciones antisemitas.

Crímenes contra la paz: Fue un fiel partidario de Hitler, pero no existen


pruebas de que estuviera informado de los planes agresivos de Hitler.

Crímenes contra la humanidad: Durante 25 años procuró Streicher, el


«enemigo número uno de los judíos», difundir el antisemitismo en Alemania.
Exigía en sus artículos, con frecuencia pornográficos, el «exterminio total de los
judíos». En febrero de 1944 escribió: «Aquel que haga lo que hacen los judíos, es
un criminal, un asesino». Streicher fue informado periódicamente sobre el curso
de la «solución final». Su instigación al asesinato y exterminio es un crimen
contra la humanidad sin atenuantes de ninguna clase.

Considerando: No culpable según el cargo uno, culpable según el cargo


cuatro.

La sentencia lleva la fecha del 1.º de octubre de 1946 y las firmas de


Geoffrey Lawrence, Francis Biddle, Henri Donnedieu de Vabre, Iola
Nikitschenko, Norman Birkett, John J. Parker, Robert Falco y Alexander
Folchkow.

OPINIÓN DIVERGENTE DEL JUEZ SOVIÉTICO

El juez soviético Nikitschenko hizo uso de la posibilidad existente en la


jurisprudencia anglosajona de exponer su opinión divergente frente a una
sentencia aprobada por mayoría.

Su exposición es muy amplia y hace referencia, en primer lugar, «a la


absolución injustificada del acusado Schacht», puesto que «ha sido claramente
demostrada su participación en los preparativos y ejecución de los planes de
agresión en su conjunto». A continuación trata de la «absolución injustificada
del acusado Papen», dado que «le corresponde una gran responsabilidad por los
crímenes cometidos durante el régimen nazi». Trata también de la «absolución
injustificada del acusado Fritzsche», «cuyas actividades en el planeamiento y
ejecución de las guerras de agresión fue de gran importancia». Con relación a
Hess, dice: «No cabe ninguna duda de que Hess se hizo responsable de crímenes
contra la humanidad. Teniendo en cuenta que Hess era el tercero en importancia
en Alemania, considero como justo castigo para él la pena de muerte».
Finalmente, Wolchkow hace referencia a la «injusta decisión con respecto al
Gobierno del Reich». El informe termina lamentando la «injusta decisión
tomada respecto al Estado Mayor y Alto Mando de la Wehrmacht», pues «las
pruebas han demostrado de un modo concluyente, que el Estado Mayor y el Alto
Mando de la Wehrmacht representan organizaciones criminales y peligrosas».

SENTENCIA

Durante la sesión de la tarde del 1.º de octubre de 1946 fueron anunciadas


las sentencias según establecía el Artículo 27 de los Estatutos del Tribunal.

MARTIN BORMANN: Muerte en la horca.

KARL DOENITZ: Diez años de prisión.

HANS FRANK: Muerte en la horca.

WILHELM FRICK: Muerte en la horca.

HANS FRITZSCHE: Absuelto.

WALTHER FUNK: Cadena perpetua.

HERMANN GOERING: Muerte en la horca.

RUDOLF HESS: Cadena perpetua.


ALFRED JODL: Muerte en la horca.

ERNST KALTENBRUNNER: Muerte en la horca.

WILHELM KEITEL: Muerte en la horca.

CONSTANTIN V. NEURATH: Quince años de prisión.

FRANZ VON PAPEN: Absuelto.

ERICH RAEDER: Cadena perpetua.

JOACHIM VON RIBBENTROP: Muerte en la horca.

ALFRED ROSENBERG: Muerte en la horca.

FRITZ SAUCKEL: Muerte en la horca.

HJALMAR SCHACHT: Absuelto.

BALDUR VON SCHIRACH: Veinte años de prisión.

ARTHUR SEYSS-INQUART: Muerte en la horca.

ALBERT SPEER: Veinte años de prisión.

JULIUS STREICHER: Muerte en la horca.

[1] El texto íntegro figura en la parte documental.

[2] ¡Querido Lord, libérenos de Checoslovaquia!

[3] Shawcross habló, sin duda alguna, de buena fe, ya que los planes de
invasión francobritánicos no fueron conocidos hasta el año 1952, cuando fueron
publicados en un Libro Blanco del Gobierno inglés.

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