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Jean-Marc Gonin y Olivier Guez

La caída del Muro de Berlín

Traducido del francés por Manuel Talens


Índice

Siglas

Prólogo. Un muro destinado a durar cien años

Berlín Este, noche del domingo 5 al lunes 6 de febrero de 1989

Plätz, cuartel general de las tropas fronterizas de la Alemania del Este, miércoles 8
de febrero de 1989

Primera parte. La revolución de Octubre

Capítulo 1. El otoño del patriarca

Wandlitz, Waldsiedlung, sede de la presidencia del Politburó de la RDA, viernes 6


de octubre de 1989

Capítulo 2. Un héroe de nuestro tiempo

Entre Moscú y Berlín, a bordo del avión presidencial de Mijaíl Sergueievich


Gorbachov, viernes 6 de octubre de 1989

Capítulo 3. El gran desfile

Berlín Este, viernes 6 de octubre de 1989

Capítulo 4. La represión de los saboteadores

Berlín Este, sábado 7 de octubre de 1989

Capítulo 5. Alerta roja

Wandlitz y Berlín Este, domingo 8 de octubre de 1989

Capítulo 6. Miedo en la ciudad

Leipzig, lunes 9 de octubre de 1989

Capítulo 7. La semana de los cuchillos largos

Berlín Este, martes 10 de octubre de 1989


Berlín Este, jueves 12 de octubre de 1989

Berlín Este, viernes 13 de octubre de 1989

Berlín Este, sábado 14 de octubre de 1989

Berlín Este, lunes 16 de octubre de 1989

Capítulo 8. Good bye, Honi!

Berlín Este, martes 17 de octubre de 1989

Segunda parte. ¡Abajo el Muro!

Capítulo 9. El malquerido

Berlín Este, jueves 19 de octubre de 1989

Capítulo 10. El pueblo perdido

Wandlitz, sábado 21 de octubre de 1989

Capítulo 11. Los coristas de Leipzig

Leipzig, domingo 22 de octubre de 1989

Potsdam, martes 23 de octubre de 1989

Capítulo 12. Huérfano de Moscú

Berlín, martes 24 de octubre de 1989

Berlín, jueves 26 de octubre de 1989

Berlín, sábado 28 de octubre de 1989

Leipzig, lunes 30 de octubre de 1989

Moscú, miércoles 1 de noviembre de 1989

Capítulo 13. El teatro de la agonía

Berlín, sábado 4 de noviembre de 1989

Capítulo 14. La invitación al viaje


Berlín, lunes, 6 de noviembre de 1989

Berlín, martes 7 de noviembre de 1989

Berlín, jueves 9 de noviembre de 1989

Capítulo 15. ¡Abrid!

Berlín, jueves 9 de noviembre de 1989

Capítulo 16. Wahnsinn!

Berlín, viernes 10 de noviembre de 1989

Epílogo

Berlín, sábado 11 de noviembre de 1989

Créditos
No entres nunca voluntariamente en una habitación o en un país cuya puerta no se
abra desde el interior.
Proverbio húngaro
Este libro se basa en memorias públicas, documentos históricos, archivos y
testimonios privados. Las personalidades políticas y las celebridades aparecen con su
nombre verdadero. Por el contrario, hemos decidido presentar a los demás con
pseudónimos con el fin de no exponer los detalles —a veces íntimos— que habían
confesado durante numerosas horas de entrevistas.
Los autores
Siglas

ADN:

Allgemeine Deutsche Nachrichtendienst, agencia de prensa oficial de la antigua


República Democrática de Alemania (RDA).

ARD:

Primera cadena de la televisión de la Alemania Occidental.

BePo:

Acrónimo de BereitschaftsPolizei, las fuerzas antidisturbios de la policía.

FDGB:

Freier Deutscher Gewerkschaftsbund, confederación de los quince sindicatos


sectoriales de la RDA, correa de transmisión del Partido Comunista.

FDJ:

Freie Deutsche Jugend (Juventud Libre Alemana). Juventudes del Partido


Comunista de la Alemania Oriental.

IPZ:

Internationales Pressezentrum, centro de prensa internacional de Berlín Este, marco


de la conferencia de prensa de la que salió la apertura del Muro.

KGB:

Komitet Gossoudarstvennoï Bezopasnosti, Comité de la Seguridad del Estado,


servicio de inteligencia de la Unión Soviética.

MID:

Ministerio de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética.

NF:

Neues Forum, Nuevo Foro, movimiento de oposición creado en septiembre de 1989


por una treintena de artistas e intelectuales berlineses que reclamaban diálogo con el
régimen comunista, como ocurría en la Unión Soviética de Mijaíl Gorbachov.

NVA:
Nationale Volksarmee, Ejército Popular Nacional de la RDA.

OLZ:

Operatives Leitzentrum, Centro de Dirección de Operaciones, órgano de la Stasi,


encargado del control de los puestos fronterizos.

PCUS:

Partido Comunista de la Unión Soviética.

RDA:

(DDR en alemán)

República Democrática de Alemania, creada en 1949 por la Unión Soviética en la


zona ocupada por la misma.

RFA:

República Federal de Alemania, igualmente creada en 1949, con los territorios no


ocupados por la Unión Soviética.

RIAS:

Rundfunk im amerikanischen Sektor, emisora de radio del sector norteamericano,


emitía en alemán y era muy popular en Berlín Occidental.

SDP:

Sozialdemokratische Partei in der DDR, Partido Socialdemócrata de la RDA,


efímera formación política creada en octubre de 1989, absorbida en menos de un año por el
SPD de la Alemania occidental.

SED:

Sozialistische Einheitspartei Deutschlands, Partido Socialista Unificado de


Alemania, nacido de la unión entre el KPD (Partido Comunista de Alemania) y el SPD
(Partido Socialdemócrata de Alemania), impuesto por la Unión Soviética en 1946.

Stasi:

Ministerium für Staatssicherheit, Ministerio de la Seguridad del Estado, que


concentraba todas las actividades de policía política y de información del interior y exterior
de la RDA.
UB:

Umweltbibliothek, biblioteca creada por los feligreses de la parroquia de la iglesia


de Sión, en Berlín Este.

VEB:

Volkseigener Betrieb, empresa propiedad del Estado.

Vopo:

Acrónimo de Volkspolizei (Policía del Pueblo), fuerzas uniformadas del Ministerio


del Interior.

ZAIG:

Zentrale Auswertungs- und Informationsgruppe, Grupo Central de Evaluación e


Información, sección de la Stasi que custodiaba los gigantescos ficheros de la policía
política de la RDA.

ZDF:

Segunda cadena de la televisión de la Alemania Occidental.


Prólogo

Un muro destinado a durar cien años

Berlín Este, noche del domingo 5 al lunes 6 de febrero de 1989

Con el rostro ennegrecido por el carbón, los hombres avanzan por el canal del
distrito de Britz. Con la mayor discreción, atraviesan una primera barrera sin problemas,
luego una segunda, esta última conectada con el sistema central de seguridad del Muro.
El sonido de una sirena desgarra la noche helada; la luz de los proyectores
automáticos barre el espacio por donde se han introducido; desde una torre de observación
cercana, tres guardias fronterizos disparan tiros de intimidación. Asustados, los dos
fugitivos corren en zigzag para evitar las luces; tratan de alcanzar el río Spree, zambullirse
en sus aguas y nadar hasta la otra orilla; una patrulla de guardia, surgida de la noche, les
apunta. Uno de ellos recibe diez balas en el pecho. Muere al instante. El otro, herido en un
pie, es capturado por las tropas fronterizas.
Plätz, cuartel general de las tropas fronterizas de la Alemania del Este, miércoles 8 de febrero
de 1989

De un salto se cuadran. El generaloberst Klaus Dieter Baumgarten, miembro del


Consejo Superior de la Guerra de la República Democrática Alemana, hace su entrada.
Mira de arriba abajo a los asistentes. Los ocho generales y coroneles enviados por el Estado
Mayor adivinan sin problemas la razón de su preocupación. Corre el rumor de que la orden
de «tirar a matar», que está en vigor de forma oficiosa desde la construcción del Muro el 13
de agosto de 1961, está caduca, pues dos hombres han tratado de atravesar la frontera. Un
«lamentable accidente» ocurrido en la noche del 5 al 6 de febrero.
—Camaradas —dice Baumgarten—, elementos hostiles, a sueldo del imperialismo,
están dispuestos a correr todos los riesgos para reunirse con nuestros enemigos. Los
fugitivos de Berlín eran culpables del crimen de querer abandonar la República. Los
guardias fronterizos que los interceptaron cumplieron con su deber y se han comportado
como héroes. Esos valientes soldados han recibido la felicitación por escrito del camarada
Erich Mielke. Pronto serán condecorados, obtendrán una prima y la Seguridad del Estado
les concederá el verano próximo, a título excepcional, unas vacaciones de dos semanas en
un pueblo turístico del Báltico. En cuanto al joven detenido hace dos días, será juzgado. Y
se ha informado a los familiares de Gueffroy, la víctima, de que murió en un trágico
incidente en la frontera1.
El rostro del general Baumgarten se vuelve sombrío.
—Este asunto es muy delicado, ténganlo por seguro. Si por casualidad la prensa y
las cancillerías occidentales llegasen a conocer las circunstancias exactas de la muerte de
Gueffroy, la RDA sería calumniada de nuevo. No podemos permitirnos estar aislados en el
cuarenta aniversario de nuestro Estado obrero y campesino.
Se pone las gafas de concha y continúa, elevando la voz:
—La frontera que divide Berlín es la más difícil de franquear del planeta. Pero, a
pesar de la reciente instalación de barreras metálicas suplementarias y de la construcción de
puertas con apertura teledirigida en algunos segmentos, mis servicios han registrado un
recrudecimiento de las evasiones llevadas a cabo con éxito estos últimos años, lo cual
alegraría mucho a los medios occidentales. En el futuro debemos mantener un alto grado de
seguridad y reforzar aún más los controles fronterizos. Pero debemos hacerlo de otra forma.
Las consignas son claras: para ser breve, alta tecnología en vez de derramamiento de
sangre. Por eso es absolutamente necesario que aceleremos los preparativos y la puesta a
punto del plan «Muro de alta tecnología 2000».
El general Baumgarten saca de su cartera un grueso fajo de planos y proyectos.
Mientras sus subordinados hojean los documentos que les ha hecho distribuir, se acerca a la
ventana. La nieve cae en abundancia sobre la llanura de Brandeburgo; en la calle desierta,
un Trabant patina.
El «Muro de alta tecnología 2000»: ¡Su último reto, el más ambicioso de todos!
Desde hace treinta y cinco años se ocupa de la seguridad y de la protección de las fronteras
de la RDA y, en particular, de las del Muro. Antes de su edificación, entre ciento cincuenta
y doscientos mil alemanes del Este, la mayoría jóvenes cualificados, abandonaban el país
cada año. A primera hora del 13 de agosto de 1961, bajo la protección de carros blindados
soviéticos, Erich Honecker, el futuro secretario general del Partido, supervisó el desarrollo
de la operación de acordonamiento indispensable para la construcción del Muro: trece
estaciones de metro cerradas; la mayoría de los puntos de paso entre los sectores,
amurallados; el conjunto de las infraestructuras, administraciones y redes de distribución de
gas, agua y electricidad, reorganizado. Las redes de alambradas ordinarias, y luego los
muros de ladrillo hueco erizados, fueron reemplazados por bloques prefabricados con
cemento armado pesado y de alta densidad, de una altura de 3,6 metros y coronados por una
cresta de cemento.
El general está orgulloso de esta larga franja que en algunos lugares tiene un espesor
de cien metros en los que no menos de once series de obstáculos esperan a los candidatos a
la huida. A sus visitantes, miembros de delegaciones de países hermanos, se complace en
enseñarles los detalles de los sistemas de alarma, los hilos para tropezar que están
conectados con cohetes de alumbrado, las puntas de acero incrustadas en el cemento, las
pistas para perros, las fosas antitanques, los obstáculos con alambres de púas, las trampas
destinadas a los vehículos demasiado aventureros, las planchas de clavos dispuestas al pie
del cinturón interior, cuyas largas puntas de doce centímetros pueden literalmente clavar en
el suelo a un hombre que saltase desde el muro interior. Delante del Spree, el río que separa
en algunos lugares las ciudades gemelas, les explica el funcionamiento de las instalaciones
subacuáticas, el de las placas de acero erizadas de clavos y el de las barreras de barro; la
eficacia de las redes electrificadas que impiden el acceso a los canales subterráneos que
unen las dos partes de Berlín. Desde el camino asfaltado que rodea el interior de la zona
fronteriza han podido contemplar el círculo de doscientas sesenta torres de observación que
se interponen entre el Oeste y los ciudadanos de Berlín a quienes es necesario disuadir de
sus deseos de emigrar.
Baumgarten piensa de nuevo en aquella jornada radiante de agosto de 1966, cuando
una multitud abigarrada, que agitaba frenéticamente pequeñas banderas tricolores con
espigas de trigo, el compás y el martillo, desfiló por la avenida Unter den Linden. A aquel
desfile del Muro con aires de fiesta le sucedieron, en los años posteriores, desfiles militares,
maniobras, revistas y concentraciones de las FDJ, las Juventudes Comunistas, cuyo brillo y
fastuosidad no ha olvidado.
Fuera, la nieve cae con mayor intensidad. Con paso lento y gesto de preocupación,
el general se acerca a sus hombres.
—Con el fin de reducir los accidentes mortales, el «Muro de alta tecnología 2000»
debe permitirnos detectar y seguir a todo individuo que se le acerque antes de que llegue a
las primeras fortificaciones. Al final, todos los intentos de huida serán grabados por un
sistema de vigilancia electrónica siempre más allá de las instalaciones del Muro.
Con voz monocorde, habla de la futura instalación de sensores que captan los
intentos de escalada, de detectores acústicos por infrarrojos que permiten descubrir
cualquier variación del campo magnético, de nuevos captadores de corriente a lo largo de la
frontera. De ahora en adelante, las patrullas de guardias gozarán de emisores móviles y
aparatos de infrarrojos.
—Comprenderá usted por qué, coronel Hoffmann, esperamos con impaciencia los
resultados del Instituto Central de Geofísica de Potsdam en materia de detección de los
seísmos.
Hoffmann, representante de los servicios de planificación material del Ministerio de
la Defensa Nacional, se levanta penosamente.
—No están listos. Los últimos ensayos han revelado que nuestro sistema todavía no
permitiría distinguir a las personas de los animales. La puesta a punto de los combinados
electrónicos que deben proporcionar piezas y microchips también está retrasada por falta de
financiación.
Baumgarten da un puñetazo sobre la mesa.
—¡Inútiles! Arrégleselas para que respeten sus contratos lo antes posible. ¡El «Muro
de alta tecnología 2000» tiene prioridad absoluta!
1 Estos últimos nunca pudieron velar su cadáver, ya que la Stasi procedió
inmediatamente a la cremación del cuerpo, tal como acostumbraba a hacer en
circunstancias parecidas para que nadie verificase las causas de la muerte.
PRIMERA PARTE

LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
Berlín-Este: centro de ciudad y barrios
Berlín-Este: centro ciudad
Capítulo 1

El otoño del patriarca

Wandlitz, Waldsiedlung2, sede de la presidencia del Politburó de la RDA, viernes 6 de octubre


de 1989

—Buenos días, Uli, ¿ha dormido bien?


—Muy bien, gracias, camarada Erich —responde la joven sirvienta con una sonrisa
tímida, antes de escabullirse. Erich Honecker prosigue su camino hasta el cuarto de baño.
Desde su regreso de la clínica, el secretario general del Partido Comunista de
Alemania del Este ha adquirido la costumbre de pesarse todas las mañanas. Tiene mala
cara. Saca la lengua: está pastosa, de un gris parduzco. Su conducta de ayer fue poco
sensata. Contra la opinión de sus médicos, que le extirparon un tumor maligno del colon
hace unas semanas, devoró un Kassler sobre un fondo de chucrut y patatas, su plato
preferido, que su cocinero particular le prepara en cualquier parte del mundo. Después de
semejante festín, Erich Honecker se sentó en su salita privada de cine, uno de los pocos
lujos que se ha permitido en su vida, para ver en solitario dos de sus programas preferidos:
un documental sobre el alce de Finlandia y después —aniversario obliga— una fantasía
frívola, Erótica en blanco y rojo, realizada por la Defa, los estudios de la Alemania del
Este.
Extenuado pero nervioso, no pudo conciliar el sueño en el cuartito donde se acuesta
solo desde hace años. Las pesadillas acortaron su noche, mezclando imágenes de sesiones
de tortura, del levantamiento obrero de 1953 y de Walter Ulbricht, el antiguo jefe de la
RDA, a quien él destituyó hábilmente con la complicidad de la URSS, tocado con un gorro
de borlas y haciendo patinaje sobre hielo en Thuringe. Se levantó sobresaltado, con dolores
abdominales. Sin embargo, sus médicos le habían asegurado que la operación había ido
perfectamente.
Honecker está convencido de que las nuevas potencias traidoras del Pacto de
Varsovia se han aprovechado de su repentina hospitalización en julio, en Bucarest, para
debilitar la solidaridad que preside los destinos de la comunidad socialista desde hace
décadas. Han abrogado la doctrina Breznev: ya no existe un modelo universal de
socialismo, cada uno es libre de desarrollar su orden político y social de acuerdo con su
propia situación, sus tradiciones y sus necesidades, sin injerencia exterior.
El secretario general del SED3 conoce a los culpables: los polacos y los húngaros.
Los comunistas polacos han querido jugar a la apertura y legalizaron Solidarnos´c´ la
primavera pasada. Mal le ha ido a Jaruzelski: desde finales de agosto, Tadeusz Mazowiecki,
consejero no comunista de Walesa desde hace bastante tiempo, dirige el gobierno.
«Deberíamos haber intervenido con Leónidas [Breznev] en 1981, en el momento de
la instauración del estado de sitio. Los polacos son unos chapuceros; ningún pueblo nos ha
molestado tanto durante los últimos treinta años —se dice—, la verdad es que los hay
peores que los polacos: los húngaros.»
Éstos no han sido nunca buenos comunistas ortodoxos. Desde los años setenta han
estado instilando el veneno del capitalismo en su economía, con su infecto «socialismo
gulash». «En primavera ofrecieron un espectáculo vergonzoso ante las cámaras
occidentales: desmantelaron las barreras aduaneras en la frontera austríaca, luego se
pavonearon con los austríacos, cortando juntos trozos de alambradas. ¿Y para qué? Para
que su populacho se pueda lanzar al consumismo más decadente pasando un día de juerga
en Viena.» Peor aún: cuando llegó el verano, ante la afluencia de docenas de miles de
«turistas» de Alemania del Este, los húngaros negociaron discretamente su paso hacia
Austria con el gobierno de Bonn, «por razones humanitarias». Los húngaros han abrogado
unilateralmente el protocolo del 20 de junio de 1969 que los obliga a extraditar a la RDA a
los fugitivos de Alemania del Este que tratan de pasar a Occidente. «¡Esos traidores que han
vendido a precio de saldo a nuestros conciudadanos a la RFA por unos cientos o miles de
millones de marcos!»4.
Para el secretario general, la RFA también ha tramado el éxodo de miles de
alemanes del Este refugiados en su embajada en Praga en septiembre. El valiente Milos
Jakes, el dirigente checoslovaco al que conoce desde los tiempos en que dirigía las FDJ5, se
lo ha confirmado. Al negarse a cerrar su embajada, la Alemania Federal ha animado a los
alemanes del Este a desertar. Y, al conceder pasaportes de inmediato a los ciudadanos de la
RDA, pone en entredicho la realidad instaurada tras la guerra.
Dos años antes, haciéndose eco del Ich bin ein Berliner! de John Fitzgerald
Kennedy, Ronald Reagan lanzó en Berlín Oeste un resonante Tear down this wall! 6. Erich
Honecker se ha visto en situaciones parecidas. Mientras siga al mando, la RDA y el
socialismo sabrán defenderse y garantizar la paz. ¿La crisis checoslovaca? Haciendo gala
de indulgencia, ha autorizado que los fugitivos de la embajada puedan pasarse a la RFA,
pero los ha humillado obligándolos a pasar por la RDA con el fin de confiscar sus
documentos de identidad. En el futuro, estas escenas de éxodo orquestadas por Bonn no se
volverán a repetir: desde el 3 de octubre hace falta un visado para ir a Checoslovaquia, así
como a Polonia. La RDA está cerrada a cal y canto; Erich Honecker acaba de erigir un
segundo muro.
Hoy llega Mijaíl Sergueievich Gorbachov, el gran hermano, para celebrar los
cuarenta años de la República Democrática Alemana, de la que él, Honecker, es el jefe
indiscutible desde hace más de dieciocho años. «Si algunos energúmenos imberbes vienen
a alterar las ceremonias del cuadragésimo aniversario, se los tratará como se debe: ¡al estilo
chino!» Mientras se afeita, Erich Honecker se tranquiliza: un informe de la Stasi con fecha
del 1 de junio estima el potencial máximo de la oposición en dos mil quinientos individuos,
agrupados en torno a un centenar de pequeñas asociaciones hostiles, relacionadas con las
iglesias protestantes y todas ellas con infiltrados y vigiladas por los «combatientes del
frente invisible» de la policía secreta.
Un ligero ruido exterior lo sobresalta. Se acerca a la ventana: Erich Mielke avanza
con paso alerta, seguido de su esposa, la fiel Gertrud. El jefe de la Stasi, que lleva un abrigo
marrón con los ribetes amarillos y rojos del FC Dynamo, del que es presidente, vuelve de
su sesión cotidiana de natación en la piscina de la Waldsiedlung.
Erich & Erich. El policía, ex agente del NKVD, y el dictador de la Prusia roja,
unidos por un apetito de poder tanto más implacable cuanto que ambos están persuadidos
de ser portadores de una misión histórica. Mielke y Honecker, formados en la ruda escuela
del KPD, el Partido Comunista de los años veinte y treinta, se reúnen en privado todos los
martes después de las sesiones del Politburó; comparten una pasión, la caza, que practican
en la reserva de la Schorfheide. «¡Valiente pieza es Erich!, 82 años y todavía tan en
forma...»
*
Bajo la ducha, Erich Honecker recobra un poco su legendario espíritu combativo.
Toda su vida ha luchado por la difusión del socialismo. Cuando era un joven militante
antifascista resistió a los salvajes de la Gestapo, a sus torturas físicas y psicológicas en el
cuartel general de la Prinz Albert Strasse, en Berlín, tras su detención en 1935. Nunca
flaqueó, ni en la prisión ni durante su condena a diez años de trabajos forzados. Nunca
abjuró de su credo comunista, él, cuyo primer recuerdo es la huelga de los mineros
sarrenses en 1919; él, que derramó cálidas lágrimas de adolescente tras la muerte de Lenin.
Coge su champú de la marca Guhl, que descubrió dos años antes, durante su viaje
triunfal a la RFA. Uli se lo compró en el supermercado de la Waldsiedlung, donde los
miembros del Politburó pueden adquirir todos los bienes del degradado Occidente a precios
que desafían cualquier competencia. «¡Ah!, el hermoso viaje a la Alemania Federal...
Nunca olvidaré la cara de derrota del gordo Helmut Kohl cuando se vio obligado a pasar
revista a su guardia de honor junto a mí.»
¡Cuántas jugadas les ha hecho a los imperialistas! Dio asilo a los terroristas de la
Fracción del Ejército Rojo y brindó una valiosa ayuda logística al gran Carlos. Su mejor
espía, Günther Guillaume, hizo caer al gobierno de Willy Brandt; sus agentes, los temibles
germans lovers, ases del disfraz y del camuflaje, rompieron el corazón de centenares de
secretarias, obtuvieron los últimos planes de batalla de la OTAN y se hicieron con las
patentes industriales mejor guardadas de la Alemania Federal: son los mejores del mundo.
Gracias a Erich Honecker, la RDA se ha convertido en una potencia internacional,
reconocida y respetada por todos, con representación en la ONU y en todas las
organizaciones internacionales. Desde su entronización recorre el mundo a bordo de su
Ilioshin de la Interflug7, predica la buena nueva marxista-leninista, distribuye prebendas y
consejos a los movimientos de liberación nacional y a los países no alineados. Rindió un
emotivo homenaje a Ho Chi Minh en Vietnam, se extasió ante la mansedumbre del partido
norcoreano hermano, que alimenta tan bien a sus hijos. En Libia, Muammar el-Gaddafi le
dio un abrazo para celebrar años de luchas comunes y, en compañía de Fidel Castro, ha
recorrido Cuba, «la isla de la libertad».
Erich Honecker también ha sido invitado a la mesa de los poderosos. El emperador
de Japón le regaló una soberbia limusina Toyota Silverfire, que aprecia mucho aunque no la
conduzca —nunca se sacó el carné de conducir—, pero con la que se interna de vez en
cuando en secreto en el bosque adyacente a la Waldsiedlung. En su palmarés falta una visita
oficial a la Casa Blanca, pero espera que lo inviten próximamente.
Erich Honecker se dirige hacia su habitación, contento ante la idea de ver al día
siguiente a sus queridos viejos amigos: Yaser Arafat, a quien nunca ha dejado de venderle
armas y a quien ayudó a escapar de las garras sirias e israelíes en el Líbano; Nicolae
Ceaucescu, el genio de los Cárpatos...
Pasa revista a sus trajes. Descarta la sahariana que le regaló el doctor Kenneth
Kaunda, el presidente zambiano, y el traje de faena verde olivo que le obsequió el amigo
Fidel. «Sobriedad, sobriedad», se dice, y opta finalmente por un clásico traje de chaqueta de
franela azul oscuro y una camisa en tono crudo. Se apresta a bajar, con una mano sobre la
baranda y en zapatillas, las escaleras de granito que Margot ha hecho recubrir con una
espesa moqueta roja.
***

—¡Por fin el general! —exclama ella a su entrada en la estancia. Erich Honecker ha


terminado por apreciar este mote que Margot le puso hace tiempo. Ella está frente a él, con
las manos ligeramente apoyadas sobre una consola sobre la que descansan un busto de
Lenin y finas estatuillas de bronce. Desde su encuentro en Moscú en diciembre de 1949 con
ocasión de los 70 años de Stalin, Margot Feist, la responsable de los Jóvenes Pioneros8, no
ha cambiado. Erich Honecker se enamoró perdidamente de ella nada más verla. Un
flechazo favorecido por el destino: a su vuelta de la URSS caía tanta nieve que su avión
tuvo que hacer un aterrizaje de emergencia en Polonia. En una habitación helada se amaron
por primera vez. La fuerza de las convicciones de Margot y su incansable actividad en el
Partido, quizá más todavía que su fría belleza, trastornaron tanto al dirigente de las FDJ que
dejó a su primera mujer. Desde entonces, Erich y Margot han subido juntos los peldaños del
poder y forman la pareja más influyente del país.
—Has tardado. ¿Qué has estado haciendo todo ese tiempo? —le pregunta Margot.
Erich Honecker baja la cabeza y se dirige hacia el comedor adyacente. Uli ha sacado la
vajilla de gala grabada con las iniciales E. H. y decorada con escenas épicas y
revolucionarias. Margot y Erich desayunan en silencio. Flex, su temible cocker, el mejor
perro guardián de la Waldsiedlung, que irrita a todos sus congéneres, mueve la cola a sus
pies. Como su esposa está absorta leyendo el número especial del Neues Deutschland 9,
consagrado al cuadragésimo aniversario, el secretario general tiende discretamente un
barquillo a Flex.
Erich Honecker ya leyó anoche el Neues Deutschland: cada noche, Joachim
Herrmann le trae las últimas pruebas de imprenta, que él examina y modifica a voluntad.
Abre el Junge Welt, el diario de sus queridas Juventudes Comunistas. En las páginas ocho y
nueve aparecen los más grandes éxitos del primer Estado socialista de Alemania.
—Margot, para el cuadragésimo aniversario vamos a jugar a un juego —dice
Honecker con su voz nasal.
Margot levanta la vista, intrigada. Erich sonríe. Desde hace meses, busca su
atención: arisca como siempre, pasa la mayor parte del tiempo en casa de su hija Sonia.
Siempre incómoda en la Waldsiedlung, su disgusto se ha acentuado recientemente. Erich
siente nostalgia de su antigua complicidad. Para él, este aniversario es un poco el de ambos,
el de su amor y el de su vida común dedicada a la causa del socialismo.
—¡Te propongo que enumeremos los triunfos más importantes de nuestra hermosa
RDA!
Mira su reloj. Tienen tiempo. Ella puede concederle este capricho.
—Bien, bien, mi general. Empecemos por dar al César lo que es del César: el octavo
congreso del Partido en 1971, tu primer triunfo como secretario general10.
—Sí, si la RDA es hoy la décima potencia industrial del mundo es gracias a aquel
congreso —añade Honecker pavoneándose.
—Por mi parte, mencionaré la ley de la igualdad de oportunidades escolares de
1950, el reglamento sobre las cantinas escolares de 1965, el primer desfile de moda
femenina en Berlín dos años más tarde y, por supuesto, la construcción de la torre de la
televisión.
—¿Y si te digo Leningrado?
Margot acaricia un bucle de su plateada permanente. Se queda cortada.
—¿Qué te parece?
—No sé.
—El primer televisor de la RDA, ¡el modelo Leningrado! Acuérdate de que vimos
en él la entrada de los camaradas soviéticos en Hungría. También te has olvidado de las
hazañas de Helmut Recknagel, campeón olímpico de salto de esquí; las de Täve Schur, el
ciclista de Magdeburgo, doble campeón mundial; la primera medalla olímpica de la
Alemania del Este en Melbourne, que ganó el boxeador Wolfgang Behrendt...
Erich, excitado como un niño, no para de citar récords, victorias, apoteosis, nombres
y fechas: desde los principios de la producción en serie del Trabant 500 en 1959 a las
hazañas de la patinadora Katarina Witt...
—Ciento dos medallas en los últimos Juegos Olímpicos de Seúl: únicamente la
URSS obtuvo más. ¡Y sin hacer trampa! No como Ben Grohnson...
—Johnson —le corrige Margot.
—Johnson, como quieras, ese monstruo inflado de anabolizantes como una oca de
San Martín. Aprovecharé para telefonear a Aurich11 y decirle lo que pienso...
—Ya se lo dirás esta noche durante el desfile. Vámonos o llegaremos tarde.
***

Unos minutos más tarde, su Volvo 760 blindado, cuyos faros están coronados por
banderitas de la Alemania del Este y soviéticas, se pone en marcha. A su paso por delante
de la garita de la entrada, los centinelas del regimiento Yerzinski, que velan por la seguridad
de la ciudad prohibida de Alemania del Este, se cuadran mientras varios miembros de la
delegación del Politburó esperan al gran hombre.
Ceñido en un uniforme de gala color marfil, Miele está enfrascado en una
conversación con Willy Stoph, el presidente del Consejo de Ministros y eterno
lugarteniente de Erich Honecker en la jerarquía del Partido. Joachim Herrmann conversa
amablemente con Günther Mittag, el gran estratega de la economía de Alemania del Este.
Sólo falta Egon Krenz, el supuesto delfín de Erich Honecker y responsable de la seguridad
interna del Politburó.
—¿Han visto a Egon? —les pregunta el secretario general con la mandíbula
crispada, tras bajar el cristal de la ventanilla.
—No. Erich, ¿quieres que vaya a llamar a la casamata de los guardianes? —propone
de inmediato Herrmann.
—Na ja, probablemente todavía esté en el baño —sugiere Mittag bromeando.
Unas semanas antes, Egon Krenz mandó que le instalaran una espléndida bañera de
la cual ya ha presumido con muchos de sus camaradas del Politburó. Todos se parten de
risa. Honecker palidece.
—¡Y encima se ríen esos inútiles! Pero durante mi ausencia se dejaron estafar por
los húngaros y los polacos, y engatusar por la gente de Kohl y los americanos. Sobre todo
Egon. Y eso que lo he tratado como a un hijo; he intentado enseñarle todo. No hay nada que
hacer con él. Le falta ese carácter que... —Margot lo interrumpe. Un Volvo acaba de hacer
su aparición. Sonriente, Krenz va confortablemente sentado en el asiento de atrás.
***

«¡Con la microelectrónica hacia el comunismo!», «¡Siempre estaremos en


Octubre!», «¡Unión Soviética, amiga para siempre!»
Erich y Margot Honecker descubren las gigantescas banderolas desplegadas sobre
los puentes que sobresalen de la autopista. Los servicios de propaganda de Joachim
Herrmann han sacado las pancartas del trigésimo aniversario. Erich Honecker se acuerda
del 7 de octubre de 1979: a su lado se encontraba entonces Leónidas Breznev, su protector,
que lo apoyó durante su golpe de Estado contra Walter Ulbrich. En el sociable ambiente de
la dacha de Crimea del soviético, a la que cada verano iba el alemán, elaboraron ambiciosos
programas de cooperación con el fin de conducir al socialismo a la victoria final. En otoño,
los dos camaradas cazaban ciervos y liebres en la Schorfheide.
—Margot —suspira—, echo de menos a Leónidas. Era un combatiente apasionado
de la paz, un comunista excepcional y sabía utilizar las armas, a diferencia de Mijaíl
Sergueievich, que no ha tenido un fusil en las manos en su vida...
—Bien sabes tú que tampoco me gustan los Gorbachov. Mijaíl Sergueievich habla
mucho y se cree irresistible. Por su parte, Raisa es una paleta. Acuérdate del escándalo que
montó durante el undécimo congreso del Partido. ¡Quería que yo la acompañase a la
Siegessäule!12 ¿En Berlín Oeste? ¡Se creía que yo, la ministra de Educación de la RDA,
iba a hacer turismo en la avenida del 17 de Junio por su cara bonita!13 Esa mujer carece de
la menor clase política. No piensa más que en sus abrigos de piel. De hecho, es amiga de
Barbara Bush.
Desde que se despertó, Erich Honecker se esfuerza por olvidar el resentimiento que
siente por su homólogo soviético. Pero ahora es más fuerte que él:
—Cuando pienso en nuestro primer encuentro en 1966 en Berlín, no dejo de
asombrarme. Mijaíl Sergueievich estaba perdido en medio de su delegación, ¡un
insignificante apparatchik, por el cual yo no había apostado ni un pfennig! Hoy saca pecho
en Occidente con la aureola de su leyenda de gran reformador y pacificador universal.
—Sí, los medios imperialistas lo han inflado como si fuera un superhombre... Erich,
he de reconocerte un mérito: el artífice de la distensión con Occidente eres tú. Mijaíl
Sergueievich no ha hecho más que seguir tus huellas.
—¿Quién era el que aconsejaba moderación y conciliación en el momento de la
crisis de los misiles? Yo. ¿Quién inició el acercamiento con la Alemania Federal? Yo. La
diferencia es que yo libro esas batallas en nombre del socialismo. En 1984, ¿te acuerdas?,
cuando Chernenko14 me conminó a anular mi visita a la RFA para que no pusiese en
peligro la seguridad de la RDA, ¿quién fue el que me lo reprochó? ¡Mijaíl Sergueievich! Ha
firmado con Kohl once acuerdos de cooperación, once, ¿te das cuenta, Margot? ¿Es que se
preguntó entonces si «la seguridad de la RDA estaba en peligro», tal como me lo había
reprochado cinco años antes? ¡No te fastidia! Y todo eso para declarar que Helmut y él «le
habían puesto punto final al período de la posguerra»!
Erich Honecker está al borde de la apoplejía.
—¿La posguerra? ¿Pero qué sabe él de la guerra y del fascismo? ¡Nada! Si apenas
tenía cuatro años cuando a mí me detuvo la Gestapo. Y ni siquiera había nacido cuando yo
me fui a estudiar a la escuela Lenin del Komintern, en Moscú. En aquella época los
soviéticos eran ardorosos; eran conscientes de que estaban haciendo avanzar la historia
cada día. En la URSS de Gorbachov no queda nada de eso, créeme: los intereses
pequeñoburgueses priman; la permeabilidad a las ideas occidentales favorece el libertinaje
de las costumbres. ¡Y decir que desde hace tres años en cada uno de nuestros encuentros me
da el tostón con sus consejos! Perestroika, glasnost15, ¡no tiene más que esas dos palabras
en la boca! Más le valdría barrer su casa antes de venir a hablarnos de reformas.
—Tienes razón, mi general. Al parecer, cientos de miles de supervivientes del
terremoto en Armenia siguen todavía sin techo. Y cerca de doscientas personas han muerto
este verano en un choque de trenes en los Urales.
—No hay nada que comer en Moscú ni en Leningrado. Mijaíl Sergueievich
desestructura la economía planificada de golpe y porrazo. Sus «innovaciones»
desordenadas sólo favorecen a una pequeña parte de privilegiados y no mejoran nada las
condiciones de vida del pueblo.
—Mijaíl Sergueievich es un aprendiz de brujo.
—Mijaíl Sergueievich es un aventurero.
2 En 1960, por temor a posibles disturbios, el Politburó de la RDA decidió
abandonar Berlín y mudarse a la Waldsiedlung. Situado a varios kilómetros de la aldea de
Wandlitz, en pleno bosque, la mansión de la Waldsiedlung acogía a los miembros del
Politburó, así como a un ejército de empleados alojados en los alrededores. Estaba
protegido por los cuerpos de élite de la Stasi. Cada miembro del Politburó se alojaba en una
villa.
3 SED, Partido Socialista Unificado de Alemania.
4 Hungría recibió quinientos millones de marcos de la RFA según los términos de
dicho acuerdo.
5 Las juventudes comunistas de la RDA.
6 ¡Derribad este muro!
7 La compañía aérea de la RDA.
8 Organización y movimiento juvenil encargado de inculcar los fundamentos del
marxismo-leninismo a los niños de la RDA.
9 Órgano oficial del partido.
10 En este congreso, Erich Honecker instaura la unidad de la política económica y
social, una política costosa —inversiones públicas y gastos sociales exponenciales al cabo
de los años— que llevó a la RDA a la ruina.
11 Eberhard Aurich era el dirigente de las FDJ en el otoño de 1989.
12 La columna de la victoria de Rusia contra Francia en 1870.
13 La Siegessäule está situada en la avenida del 17 de Junio en Berlín Oeste. El 17
de junio de 1953 estallaron importantes manifestaciones obreras en la capital de la
Alemania del Este y en numerosas ciudades de la RDA. Fueron duramente reprimidas por
los carros de combate soviéticos.
14 Constantin Chernenko, primer secretario del PCUS entre 1984 y 1985,
predecesor de Mijaíl Sergueievich Gorbachov en el Kremlin.
15 La perestroika designaba las reformas económicas emprendidas por Gorbachov;
la glasnost («transparencia», en ruso), la nueva libertad en los medios de la Unión
Soviética.
Capítulo 2

Un héroe de nuestro tiempo

Entre Moscú y Berlín, a bordo del avión presidencial de Mijaíl Sergueievich Gorbachov,
viernes 6 de octubre de 1989

Mijaíl Sergueievich observa cómo el comprimido de aspirina efervescente salpica,


al disolverse, el informe que sus consejeros y los Germanisty del tercer departamento
europeo del MID16 han redactado para él estas últimas semanas sobre la RDA. Un montón
de telegramas diplomáticos y de análisis confidenciales que le habría gustado ver ayer. Una
reunión de urgencia en el Kremlin y una llamada telefónica de Nikolai Rijkov se lo
impidieron. El primer ministro le anunció que la escasez de azúcar, de gasolina y de jabón
en las ciudades va a perdurar. En los grandes hoteles de Moscú falta leche y agua mineral;
no hay suficiente café para la clientela. Y eso no es todo: la huelga de los mineros de
Donetz amenaza con extenderse a Siberia.
—Yo no quería venir y no debería haber venido —murmura—. Van a acusarme otra
vez de pasearme por el extranjero en vez de ocuparme de las dificultades del país. Y si por
desgracia ocurre una nueva catástrofe natural, ¿quién sabe lo que dirán? Que Mijaíl
Sergueievich brinda a la salud del camarada Erich Honecker mientras su pueblo se muere...
El pasado diciembre, cuando el terremoto de Armenia, la pareja presidencial se
encontraba en Nueva York. Sin cambiarse siquiera, los Gorbachov regresaron
precipitadamente y, en la televisión soviética, aparecieron más desconectados que nunca de
la sociedad: él vestido con un traje Savile Row, ella con un abrigo de visón en medio de los
escombros y de las personas que se habían quedado sin hogar. Desde entonces, los
elementos no cesan de desencadenarse en el país de los sóviets y Mijaíl Sergueievich está
cada vez más tenso.
Debe concentrarse en la RDA, pero sus pensamientos van de Vilnius a Vladivostok,
en ese inmenso imperio donde cohabitan cada vez con mayor dificultad ciento setenta
nacionalidades. Los bálticos reivindican su autonomía; los lituanos, su independencia.
Armenios y azeríes se matan entre sí por la provincia Nagorno-Karabaj; Moldavia se agita.
Georgia, a su vez, ha entrado en el baile y amenaza con su secesión desde el Domingo Rojo
de Tiflis, en el que el Ejército Rojo masacró a civiles.
Sin embargo, al principio de su mandato, Mijaíl Sergueievich había hecho soñar a
las masas soviéticas. Joven, robusto, afable, quería insuflar un aliento vital a la colectividad
gangrenada por dos décadas de estancamiento y corrupción; dos décadas perdidas bajo el
mandato del Leónidas Breznev. Su plan: reformar y humanizar la sociedad soviética; el
instrumento: el Partido Comunista regenerado, decididamente leninista, de nuevo en la
vanguardia de la emancipación de las masas populares. Y su método: incitar al pueblo a que
se exprese y se arremangue para aceptar el inmenso reto que le ha propuesto. Dispone de
una fuente de inspiración de amable silueta, influyente y ambiciosa, su esposa Raisa, que lo
escolta en cada uno de sus periplos al extranjero, y de un círculo de consejeros cercanos y
devotos. En primer lugar, su ministro de Asuntos Exteriores, Edouard Shevardnadze, leal y
laborioso también, que lo acompaña a Berlín Este, y Alexander Nikolaievitch Iakovlev, un
intelectual inconformista que lo ha convencido de que adopte la perspectiva de los valores
humanos más que la de la lucha de clases.
Mijaíl Sergueievich ha prometido todo tipo de maravillas: doblar la renta nacional
en quince años, la modernización de infraestructuras, el aumento de la productividad, el fin
del absentismo y del alcoholismo en el trabajo, la lucha encarnizada contra los privilegios
de los cuadros del Partido y, in fine, una sociedad más justa e igualitaria.
En este 6 de octubre de 1989, el «nuevo» hombre soviético, del que se ha erigido en
portavoz, se hace cruelmente desear. Y el antiguo, que no ha desaparecido, le da muchos
problemas. Ya no está hipnotizado por su gran labia, moldeada en Stavropol, al pie de los
montes del Cáucaso, donde se inició como primer secretario regional del Partido. La
campaña contra el alcoholismo ha provocado una escasez de azúcar y se encamina hacia la
catástrofe. En los campos y en los apartamentos comunitarios se destilan preciosas gotas de
alcohol a base de insecticidas y de productos de limpieza, y cada año hay miles de personas
que mueren a causa de esos brebajes infectos. La revelación de los crímenes de Stalin y el
descubrimiento de gigantescos osarios han terminado de desmoralizar a la población, cuyo
nivel de vida ha empeorado17. Ogonyok y Znamya, dos de las revistas emblemáticas de la
prensa liberal, que él ha relanzado, se encarnizan ahora con él y escrutan sin piedad su tren
de vida, así como los menores caprichos de su mujer. Los caciques del Partido y los
neoestalinistas lo acusan de vender a precio de saldo sesenta años de luchas
revolucionarias; los liberales le reprochan que se entretenga con las reformas; las mafias se
frotan las manos...
Es verdad que las cosas terminarán por encauzarse. Gorbachov se distiende un poco.
Él es así, siempre optimista y lleno de esperanza. Incluso sonríe un poco, algo después,
cuando siente que una mano acaricia su muslo. Raisa Maximovna se despierta. Sus grandes
ojos oscuros están todavía hinchados por el sueño y su rostro conserva las huellas de las
arrugas del asiento.
—Mischa, ¿llegamos pronto?
—No, mi general18, creo que ni siquiera hemos sobrevolado la frontera polaca.
Se inclina y ve a través de la ventanilla un mosaico de rombos irregulares con tonos
miel y tabaco, así como sombras de bosques de coníferas.
—Los koljoses de Bielorrusia —le dice. Un poco más lejos, en dirección hacia el
Oeste, cree distinguir los brillantes lagos de la Mazuria.
—Mejor, porque no tengo la menor prisa por ver a los Honecker.
—Ya sabes que he dudado mucho antes de aceptar su invitación. No venimos por
ellos, sino para apoyar a los alemanes del Este. No podía decepcionarlos en el momento en
que surgen voces que reclaman la perestroika en la RDA.
Raisa se aburre en Berlín Este. La ciudad, siempre gris, apesta a carbón. Prefiere la
agitación de Nueva York, la belleza clásica de París o de Roma; y en vez del dogmatismo
anticuado de los Honecker y su mediocridad pequeñoburguesa, prefiere la cultura refinada
de Mitterrand y el fino humor de Margaret Thatcher, incluso aunque ésta se muestre
demasiado amigable con Mischa.
—Seguro que la Honecker va a darme lecciones. ¿Por quién me toma con sus aires
de grandeza? ¡Yo gané la medalla de oro de Filosofía en la universidad y tengo un
doctorado, no te fastidia! Tampoco he necesitado que esa rústica de Margot me descubra el
marxismo-leninismo. De hecho, fui yo quien le enseñó esas sutilezas y algunos rudimentos
de la historia rusa a Nancy Reagan, cosa que apreció mucho.
—Los Honecker son así: arrogantes y desabridos. Se consideran los únicos
herederos de Marx y Engels, sus compatriotas. Cada vez que nos reunimos, Erich empieza
por confesarme su amor por el marxismo-leninismo y luego dice que el país de Lenin es su
patria, que el Partido de la Unión Soviética es su partido... Y repite siempre las mismas
historias sobre sus estudios en Moscú y sobre su trabajo en la fábrica metalúrgica Lenin de
Magnitogorsk, si no recuerdo mal.
—Chochea. Un día me dijo que había visto dos veces a Stalin. ¡Y se jacta de ello en
1989!
—Sabes, de alguna manera creo que Erich es un sentimental.
—¡El sentimental eres tú, Mischa! Los Honecker viven en el pasado. ¡Esos dos
dinosaurios son totalmente refractarios a la perestroika y a la glasnost!
Raisa Maximovna abandona por unos instantes a su marido para hablar con Edouard
Amvrossievitch. Mijaíl Sergueievich se queda pensativo.
En estos momentos le resulta más fácil conversar con Helmut Kohl que con
Honecker. No ha olvidado el paseo que dieron por el parque de la Cancillería de Bonn,
ajenos al protocolo, y su amigable discusión sobre sus orígenes, sus itinerarios y sus
experiencias de la guerra, cuando ambos eran adolescentes. Por el contrario, cada vez que
ha tratado de convencer a Erich Honecker de la necesidad de hacer reformas en la RDA y
en el SED, se ha topado con un muro de incomprensión. Todos sus emisarios, desde
Medvedev, secretario del Comité Central, hasta Kotchemassov, el embajador soviético en
Berlín Este, recibieron el mismo trato. Y eso que este último conoce a Erich Honecker
desde finales de los años cuarenta y ambos se reúnen todas las semanas para hablar largo y
tendido. A fin de cuentas, el diplomático habría podido hacer evolucionar lentamente al
secretario general, pero Erich Honecker se cerró en banda e incluso llegó a decirle que la
palabra perestroika iba a ser eliminada de todos los documentos soviéticos distribuidos en
la RDA. Una parte de los discursos de Mijaíl Sergueievich y de sus principales consejeros
reformadores iba a dejar de ser accesible al público. Unos meses más tarde, la revista
Spoutnik, un resumen de la prensa soviética en alemán, quedó a su vez prohibida, así como
también Moskauer Nachrichten19, cuyo redactor-jefe es Iakovlev. Por el contrario, los
aduladores de la línea dura en la URSS y en China siempre han sido bien recibidos en la
prensa oficial.
—Erich no es sólo un tipo testarudo y con pocas luces, sino que miente como un
bellaco —refunfuña Gorbachov—. Kotchemassov le ha informado de que el paso por la
RDA de los refugiados de la embajada de la RFA en Praga había sido una terrible
humillación para el régimen. Fueron aclamados por miles de compatriotas reunidos a
ambos lados de las calles. En Dresde se negaron a entregar su documentación y prefirieron
romperla y lanzarla por las ventanillas del tren. Muchos candidatos a la huida bloquearon
las vías del tren e incluso asediaron la Estación Central. El día antes de su partida,
colaboradores de las instituciones culturales vinieron a reunirse con Raisa Maximovna para
informarle de que, según el Kulturbund20, «en la RDA eran las doce menos cinco de la
noche».
Mijaíl Sergueievich estira sus piernas entumecidas tras una noche demasiado corta y
termina por abrir el largo informe de Alemania del Este que parece que lleva varios días
burlándose de él. Desde la fundación de la RDA, Moscú lo sabe todo, o casi, de su satélite.
Stalin juró que los rusos nunca abandonarían Alemania: la RDA es la avanzadilla de su
glacis en Europa Central. Será el teatro de operaciones en caso de guerra con la OTAN y
protege el flanco noroeste del imperio, ese corredor de llanuras por el que se desplegaron
los ejércitos de Napoleón y de Hitler antes de disolverse en las metrópolis de la estepa rusa.
Cuatrocientos mil hombres del Ejército Rojo están desplegados allí de forma permanente.
El NVA21 ha estado siempre equipado y dirigido por su hermano mayor soviético. Se ha
convertido en el segundo ejército más poderoso del Pacto de Varsovia.
Para evitar cualquier posible amenaza contra su aliado, la Alemania del Este, los
soviéticos deben obtener excelentes informaciones. La KGB se ocupa de eso sin descanso
gracias a la eficaz ayuda de la Stasi y al celo de Erich Mielke, hijo espiritual de
Alexandrovitch Serov22. Entre los chequistas soviéticos y alemanes del Este la armonía es
casi perfecta. Nueve tratados secretos bilaterales han establecido su cooperación. La KGB
se encarga de la formación operativa de los oficiales de la Stasi. A cambio de ello, más de
dos mil agentes, destacados en el Estado Mayor de las fuerzas soviéticas en Karlshort y en
los departamentos de la seguridad militar de Potsdam, conocen los secretos mejor
guardados del país. El contingente de la KGB en la RDA es el más importante fuera de
Moscú y sirve de centro para todas sus actividades de espionaje en la Europa Occidental.
El secretario general del Partido Comunista soviético suspira mientras examina los
cuadros de la economía de la Alemania del Este. El Partido, que no ha tomado la menor
iniciativa desde hace dos años, ha dejado de existir en las fábricas; sus miembros dimiten
uno tras otro y los sindicatos han renunciado a formar a los trabajadores. En el complejo
químico de Bitterfeld, docenas de edificios sufren graves defectos estructurales y muchos
corren el riesgo de venirse abajo; la productividad no deja de degradarse. El sector de la
vivienda también va mal, perjudicado por infraestructuras obsoletas y medios humanos y
técnicos insuficientes.
—¡Tengo la impresión de estar leyendo un informe sobre la economía soviética! —
dice con sorna Mijaíl Sergueievich.
Hace una pausa y llama a Natacha, la flamante azafata de Aeroflot, que le trae una
bebida de color caqui cuya misteriosa naturaleza intriga a los kremlinólogos más
distinguidos y a los medios de comunicación soviéticos. Se ha acostumbrado a beber en
cualquier lugar y circunstancia esta poción energética, que es también un remedio
homeopático contra la diabetes. Le sentará de maravilla antes de reunirse con los Honecker.
Mijaíl Sergueievich escribe varias notas en el cuaderno Louis Vuitton que Raisa
Maximovna le regaló durante su última estancia en París. Concluye así: «LA RDA VIVE
POR ENCIMA DE SUS POSIBILIDADES Y VA A ESTRELLARSE CONTRA EL
MURO. ¡LA SITUACIÓN PUEDE CAMBIAR EN CUALQUIER MOMENTO!».
—Si esta política suscitase el apoyo de la población, se podría aceptar... Pero según
diversos sondeos de la Stasi sobre la opinión de los alemanes del Este, que le ha transmitido
la KGB, eso no es así. Está claro que la juventud se identifica cada vez menos con el
régimen: el apoyo de los obreros y aprendices al régimen va en caída libre, así como entre
los estudiantes, a pesar de que se los mima y de que ideológicamente son más seguros, ya
que de no ser así no habrían accedido a la universidad. El reciente cierre de las fronteras
con Checoslovaquia ha sido muy criticado en los medios más diversos. «Esta decisión es
una declaración de fracaso por parte del gobierno. Es un magnífico regalo por el aniversario
de la República. La única solución que queda es irse del país como sea...», lee Mijaíl
Sergueievich. Entre dos separadores descubre de repente una información tan confidencial
como alarmante del Estado Mayor soviético en la RDA: «Algunos elementos de las FDJ
podrían aprovechar el desfile de esta noche para dirigirse hacia la Puerta de Brandeburgo,
donde está el Muro».
Cierra secamente el informe y le hace una señal a Shevardnadze. Su ministro de
Asuntos Exteriores interrumpe la partida de dorak23 que está jugando con Gueorgui
Chajnazarov, uno de los consejeros de Gorbachov e interlocutor privilegiado en Moscú de
la embajada soviética en Berlín, y se le acerca.
—Edouard Amvrossievitch, la situación en la RDA es mucho más grave de lo que
yo creía. ¿Qué esperan para iniciar la liberalización de la economía y la democratización de
las instituciones? Los alemanes del Este saben que en la URSS, en Polonia y en Hungría se
están produciendo cambios importantes. La emigración de estos últimos meses es la
expresión de su descontento.
—Honecker debería comprender que no hay libertad para nadie cuando no la hay
para quien piensa de forma diferente. No soy yo quien lo dice, sino Rosa Luxemburgo. Si el
régimen tuviera más en cuenta a la sociedad alemana del Este en sus decisiones, podría
recuperar la legitimidad. En términos absolutos no debería temer adoptar lo mejor del
capitalismo para conseguir que el socialismo funcione mejor y se acelerase la
modernización. Pensándolo bien, todo eso no tiene nada que ver con el capitalismo: el
mercado es una institución precapitalista, sin matices políticos.
—¡Te estás pasando, como siempre! No hay que asustar a Erich, que ya está en
guardia. Más bien trataré de convencerlo de que las medidas de liberalización reforzarían su
autoridad y el prestigio del comunismo en la RDA. Por ejemplo, debería suavizar las
condiciones para autorizar los viajes: esas restricciones socavan el socialismo y, al final,
sólo sirven a los intereses de la RFA.
—Ése es el mensaje que le transmití a Oskar Fischer24 la semana pasada: la RDA
podría dejar salir a unos pocos refugiados más. Incluso le sugerí que el régimen crease una
comisión para reevaluar su política en materia de viajes. Eso le permitiría iniciar un diálogo
con las fuerzas de la oposición y, llegado el caso, dividirlas. Honecker tendría todo de su
parte: demostraría que el SED es una fuerza de cambio y su popularidad subiría mucho.
Sabes, Mijaíl Sergueievich, no hay mal que por bien no venga, y esta crisis de los
refugiados podría ser algo positivo. Creo que es lo suficientemente inquietante como para
convencer al régimen de que inicie reformas, pero, por fortuna, no lo amenaza con
derrumbarse por completo.
Unos minutos más tarde, Gorbachov, seguido de Raisa Maximovna y de Edouard
Amvrossievitch, se levanta de su asiento para reunirse con el resto de sus colaboradores; ha
llegado el momento de las últimas instrucciones antes del aterrizaje. Gueorgui Chajnazarov
se ha quedado dormido. Valentin Mijailovitch Falin, germanista emérito —ha sido
embajador en Bonn— y ahora director del departamento internacional del Comité Central
del PCUS, no dice esta boca es mía dos filas por detrás de él, sumido en la lectura de la
revista Argumenty i Fakty, en la que un sondeo indica que Yelsin y Sajarov son las figuras
políticas más populares de la URSS.
—Tovarichi25, ¡a trabajar! —dice el secretario general.
—Mijaíl Sergueievich, ¿te han contado el último chiste? —lo interrumpe Edouard
Shevardnadze—. Los caníbales os han capturado a ti, a Bush y a Honecker en la selva.
Bush trata de salvarse ofreciéndoles una montaña de dólares. La rechazan. Tú les prometes
el paraíso en la tierra. Tampoco lo quieren. Honecker les dice que sólo están a doscientos
metros de la frontera de la RDA ¡y los salvajes salen corriendo!
Todos se echan a reír, salvo Valentin Falin, que se limita a esbozar una mueca
amable:
—Mijaíl Sergueievich, ¿qué posición vas a adoptar durante la visita? La situación es
muy tensa...
—¡DDR!
—¿Perdón?
—DDR: ¡Davai, Davai, Rabotai! 26.
Sevardnadze y Chajnazarov se parten de risa una vez más; esas palabras las han
escuchado muchas veces: son las preferidas de su presidente cuando se refiere a la RDA.
—Ahora en serio, Valentin Mijailovitch —dice Gorbachov—, los alemanes del Este
tienen que ponerse a trabajar. Su economía no es muy boyante, es verdad, pero es la que
mejor funciona del bloque. Tienen una mano de obra cualificada y la industria es todavía
competitiva en muchos sectores. La RDA debe recuperar su empuje y la energía de la que
carece en los últimos tiempos. Le corresponde al régimen iniciar dicho impulso.
—Todos estamos de acuerdo contigo en esta mesa. La actitud de Erich Honecker es
frustrante. Pero, sin jugar al abogado del diablo, ¿no será igual de arriesgado acorralar a la
cúpula de la RDA?
El taimado Falin se echa para atrás el mechón canoso que le tapa la frente. Ya hace
varios días que trata de comentar la situación de Alemania del Este con Mijaíl
Sergueievich.
—La clave es la identidad socialista de la RDA. En ese punto está claro que hay una
diferencia de principios entre la RDA y los demás países socialistas. Todos existían antes de
su reconstrucción socialista como estados dotados de un orden capitalista o semifeudal. En
la RDA no es así.
Mensaje sonoro del comandante del avión: el Iliushin presidencial sobrevuela
Varsovia.
—Mirad Polonia —prosigue Valentin Mijailovitch—. Ya no está dirigida por un
gobierno socialista. Incluso aunque todavía forme parte del Pacto de Varsovia, ha
abandonado nuestro regazo. Pero Polonia existe: la nación polaca, la lengua polaca, la
cultura polaca son realidades tangibles. Por el contrario, ¿qué derecho a existir tendría una
RDA no socialista, sino capitalista, junto a la RFA? Ninguno, evidentemente: ¡La RDA sólo
es concebible como alternativa socialista a la RFA! No te fíes, Mijaíl Sergueievich: si
pierdes la RDA, el pueblo soviético no te lo perdonará...
—¿Me estás acusando de hacerle el juego a la Alemania Federal? ¡Has perdido el
juicio, Valentin Mijailovitch! No se está plateando que dejemos caer a la RDA, y menos
aún que la perdamos. Es verdad que nuestras relaciones con la RFA se han consolidado
últimamente. ¡Pero tú sabes bien que Bonn es un intermediario clave para obtener subsidios
en Occidente y que como potencia militar y económica hoy está casi al mismo nivel que
Estados Unidos en Europa Central! Jugar la carta de la Alemania Federal es también
agudizar las contradicciones en el seno de la OTAN. Hace años que tú también estás abierto
a este tipo de política, ¿no es así? Sin embargo, insisto en este punto, el acercamiento con
respecto a la RFA no se hace en detrimento de nuestra alianza con la RDA. En ese juego
diplomático triangular la URSS tiene una buena carta que jugar. Durante mi viaje a
Alemania Federal no caí en ninguna de las trampas de Helmut Kohl. Cuando criticó a
Honecker, contesté con evasivas, y cuando me dijo que los alemanes no se resignaban a la
división de su país, le respondí que era una consecuencia de la Historia. Estás haciendo
política ficción, Valentin Mijailovitch, ¡el tiempo de la reunificación alemana no ha llegado,
créeme!
Shevardnadze interviene:
—He de señalar que la semana pasada en la ONU ya le advertí solemnemente a la
RFA y a sus «fuerzas revanchistas»27 que debían abstenerse de poner ni mínimamente en
entredicho el statu quo de la posguerra. Las potencias occidentales tampoco lo aceptarían.
En Europa, todo el mundo tiene miedo de una gran Alemania. Los franceses y los británicos
son de nuestra misma opinión: Dumas y Major28 me lo han confirmado. Los
estadounidenses han hecho algunas declaraciones, pero estoy seguro de que no se las creen
ni ellos. Ante todo, iban dirigidas a Helmut Kohl: Washington no ve con buenos ojos la
mejora de sus relaciones con nosotros y trata de engatusarlo de esta manera. La RDA es
indispensable para todos.
—Y sigue siendo muy valiosa para la economía soviética: entre nuestros aliados de
la Europa Central es la única que nos provee de excelente maquinaria, tractores y material
agrícola bien hecho. Importamos también una gran cantidad de barcos salidos de sus
astilleros del Báltico. Con ocasión del septuagésimo aniversario de la Revolución de
Octubre se puso en marcha un programa de cooperación reforzada y de planificación
conjunta. No tenemos interés alguno en enterrar a la RDA, Valentin Mijailovitch —añade
Gueorgui Chajnazarov, cuyos ojos brillan al ver el jarro de kvass29 que Natacha acaba de
poner sobre la mesita—. Por todas esas razones tratamos de convencer a la dirección del
SED de que haga reformas y de que cuente en mayor medida con la población a la hora de
tomar sus decisiones...
—Edouard Amvrossievitch acaba de hacer una síntesis excelente de nuestros
objetivos: no tratamos en absoluto de desestabilizar la RDA; bastantes problemas tenemos
en otras partes. Nuestra política busca, por el contrario, mantener la situación controlada.
La esencia de la perestroika es la renovación socialista de la sociedad. Para eso hace falta
que el Politburó de la Alemania del Este tome medidas de liberalización e instale una nueva
dinámica...
—Lo sé, Mijaíl Sergueievich. Pero ¿cómo piensas convencer a Honecker? —
pregunta Falin, encogiéndose de hombros con escepticismo.
Raisa lo interrumpe bruscamente:
—¡Ten confianza, Valentin Mijailovitch! Reagan, Mitterrand, Kohl, Thatcher,
Andreotti: Mijaíl Sergueievich ha seducido y convencido a los dirigentes más importantes
del planeta. La casa común europea se inventa en Moscú; nunca antes la URSS había sido
tan popular en el extranjero. Erich Honecker no tiene talla suficiente como para resistir. Y
en ello le va su supervivencia.
—¿Y si se niega, como es probable? Perdóname, querida Raisa Maximovna, por no
compartir tu optimismo. Sí, ¿y si te defrauda de nuevo, qué piensas hacer? —insiste el
intransigente Falin.
—Nada —le responde Gorbachov, cada vez más molesto—. Te recuerdo que somos
partidarios de respetar la soberanía y la independencia de todos los estados y que ya no nos
inmiscuimos en los asuntos de política interior de los países socialistas hermanos. De todas
maneras, la URSS ya no tiene los medios para acudir en ayuda de sus satélites. Le toca al
SED encontrar una solución para sus problemas. Son ellos los que están en mejor
disposición para hacerlo, ¿no?
El comandante del avión les comunica que el descenso sobre Berlín Este es
inminente. Natacha ruega a las señoras y señores que permanezcan sentados. Mijaíl
Sergeievitch se levanta para refrescarse. A pesar de las dudas de unos y de los reproches de
otros, sus ojos brillan con ese resplandor intenso que hipnotiza a sus interlocutores. Una
mirada que lo ha convertido en un icono moderno, cuyo nombre gritan inmensas multitudes
en cada una de sus apariciones en el extranjero. Desde sus inicios en Stavropol, cuando
recibía a sus invitados en las termas de Mineralnye Vody, aprendió a sondear el alma de los
hombres, sus puntos sensibles, sus zonas de sombras. Su retórica está bien entrenada: es un
actor fuera de lo común. Está seguro de que logrará convencer a Erich Honecker de la
bondad de su terapia, suavemente, sin apremiarlo.
Mijaíl Sergeievitch regresa a su asiento y abrocha su cinturón de seguridad. Abraza
a Raisa Maximovna y le murmura unas palabras al oído. A medida que se acerca al suelo, el
Iliushin dibuja círculos cada vez más pequeños en torno a Berlín. A través de la ventanilla,
Gorbachov observa la agitación matutina y el tráfico de la parte occidental de la ciudad. El
Spree serpentea apaciblemente entre las dos ciudades. La tranquilidad reina en el Este.
Reconoce el Muro, interminable corsé de cemento armado con ángulos rectos y con un
recorrido en zigzag. El Muro, único monumento terrestre, junto con la Muralla china, que
puede distinguir el ojo humano desde la Luna... según dicen las autoridades.
A las diez, el tren de aterrizaje del avión presidencial se posa sobre el asfalto del
aeropuerto de Schönefeld. La delegación soviética se prepara. Mientras Raisa Maximovna
se recompone el peinado, Gorbachov lanza una última ojeada a la pista. Banderas soviéticas
y alemanas del Este ondean al viento; una multitud abigarrada, mantenida a distancia
mediante barreras, lo espera, así como la delegación del Politburó del SED. Egon Krenz,
embutido en un impermeable demasiado estrecho, parece que va a tomar la primera
comunión. Honecker cotillea con el grupo de periodistas y fotógrafos.
Raisa Maximovna está lista, preciosa, vestida con un traje tres cuartos de cuero y
cuello de astracán color caoba abotonado arriba. Pasan varios minutos y por fin se abre la
puerta. Al pie de la pasarela los esperan Erich y Margot Honecker, impasibles, con la
sonrisa petrificada.
16 El MID era el Ministerio de Asuntos Exteriores de la URSS.
17 Gorbachov fue mucho más lejos que Kruschev en la exposición y la denuncia de
los crímenes de Stalin. Únicamente al final de los años ochenta se reveló para todos los
soviéticos la existencia y las modalidades del pacto germanosoviético de 1939. De hecho,
ochenta millones de soviéticos vivían entonces bajo el umbral de la pobreza.
18 Tanto los Honecker como los Gorbachov se trataban así.
19 La traducción al alemán de Noticias de Moscú.
20 El Kulturbund era la asociación cultural de la RDA. Incluía a artistas y
escritores, y estaba vinculado al SED.
21 NVA: Nationale Volksarmee, Ejército Popular Nacional, creado en 1956.
22 Alexandrovitch Serov fue el primer director de la KGB en 1954.
23 El dorak —«el idiota»— es un juego de cartas ruso.
24 Oskar Fischer era el ministro de Asuntos Exteriores de la RDA.
25 Camaradas.
26 «¡Venga, venga, a trabajar!» Era la fórmula que los guardianes alemanes
lanzaban a los prisioneros soviéticos para hacerlos trabajar durante la Segunda Guerra
Mundial. Después del conflicto se puso de moda en la URSS.
27 Durante el congreso de la CDU en Bremen, el 11 de septiembre de 1989, algunos
delegados hablaron abiertamente del retorno de Alemania a sus fronteras de 1937.
28 Roland Dumas era ministro de Asuntos Exteriores de Francia en el momento de
los hechos; John Major, el de Gran Bretaña.
29 Bebida fermentada, de poca graduación, hecha a base de pan de centeno, muy
popular en Rusia y en Ucrania.
Capítulo 3

El gran desfile

Berlín Este, viernes 6 de octubre de 1989

—Jürgen, ven a verme, por favor.


Una cabeza hirsuta emerge del pasillo.
—Sí, mamá, ¿me has llamado?
—Tengo que irme dentro de poco. ¿Puedes ocuparte de Petra mientras yo no esté?
—Me esperan para jugar al fútbol dentro de diez minutos. Bastian ya se ha ido.
Francamente...
—Bueno, llegarás un poco tarde, tu hermano y tus amigos lo entenderán, no será
mucho tiempo.
El adolescente, que ya se ha puesto una camiseta del Lokomotiv de Leipzig30,
obedece: se ocupará de su hermanita, que apenas tiene un año. Emma enciende un cigarrillo
y se acerca a la ventana. En las de los edificios vecinos hay banderas rojas y banderitas con
los colores de la RDA. A lo largo de la Schönhauser Allee, cientos de personas están en las
aceras, circundadas por un impresionante cordón de policías. «La comitiva no debería
tardar», se dice. La joven besa a sus hijos y baja por las escaleras, tensa. Por nada del
mundo se perdería a Mijaíl Gorbachov.
El dirigente soviético es el alma del Nuevo Foro fundado el pasado 9 de septiembre
por la puericultora, que va a cumplir 37 años. Este grupo de intelectuales, científicos y
artistas es uno de los numerosos grupúsculos disidentes que han surgido desde el otoño.
Emma comparte la misma constatación amarga que sus fundadores, varios de los cuales,
sobre todo la pintora Bärbel Bohley y el físico Sebastian Pflugbeil, son sus amigos: en la
RDA, la comunicación entre el Estado y la sociedad no funciona. Las facultades creativas
de la sociedad están paralizadas. Se necesitan más actores que se vinculen al proceso de
reformas.
El 19 de septiembre los promotores del Nuevo Foro solicitaron la inscripción de su
asociación apelando al artículo 29 de la Constitución, que garantiza la libertad de reunión.
Dos días después, con una celeridad poco habitual, el Ministerio del Interior se lo negó
alegando que los objetivos de la agrupación entraban en contradicción con la Constitución
de la República Democrática y que su programa era hostil al Estado. En una nota secreta, la
Stasi se había mostrado más tajante: el Nuevo Foro pretendía desestabilizar políticamente el
país. La prohibición, ampliamente difundida por las televisiones de la Alemania Federal,
que la mayoría de los alemanes del Este ven a diario, ha contribuido a la popularidad del
movimiento. El teléfono suena día y noche en las casas de los iniciadores del llamamiento,
cuyos firmantes, casi todos cantantes de rock y de pop, son cada vez más numerosos31.
Emma no comprende la intransigencia del régimen. Su única ambición consiste en
establecer por fin un diálogo entre éste y la población, bosquejar un socialismo de rostro
humano. Espera que Gorbachov convenza a los dirigentes.
Una vez en el otro lado de la avenida, se abre paso a codazos hasta que consigue un
buen sitio. Cada minuto que pasa, la multitud aumenta, entusiasta y obediente. Los policías
han de sujetarse de los brazos para contenerla. De repente, la gente empieza a aplaudir. A lo
lejos, procedentes de la Alexanderplatz, han visto las primeras motos de la comitiva, todas
ellas con las luces encendidas. Las aclamaciones aumentan al paso de las inmensas
limusinas ZIL, junto a las cuales los vehículos del Politburó del SED parecen inofensivos y
endebles. Gorbachov y Honecker están en uno de los coches soviéticos. «¡Gorbi, Gorbi!»,
ruge la multitud cuando distingue su silueta. Emma está asombrada: a pesar de la presencia
de numerosos agentes de la Stasi vestidos de paisano, fácilmente reconocibles por su pelo
bien cortado y su parka color beis o gris, los berlineses no temen manifestar su fervor ante
el líder reformador soviético.
Hace tiempo que la policía política alemana del Este no le da miedo a Emma. Ha
aprendido a vivir con los esbirros de Erich Mielke tras sus pasos: la vigilan desde 1973.
Nunca ha sido una ciudadana irreprochable del Estado de los obreros y campesinos
alemanes. Emma estudió hasta segundo de secundaria. Pero le impidieron cursar el
bachillerato a causa de sus posturas provocadoras y antisocialistas. Su vía quedó trazada:
encontrar pequeños empleos para sobrevivir y militar en la minúscula oposición con la
esperanza de que un día, quizá, su país cambiase. A principios de los años ochenta se
integró en los Friedenkreise. Aquellos círculos pacifistas, que a menudo no contaban con
más de una docena de activistas, se constituyeron como respuesta a la creciente
militarización del régimen de Erich Honecker, en la época de los euromisiles. En 1984 la
Stasi la advirtió: se exponía a perder la custodia de sus dos hijos si seguía con sus
actividades políticas. Ella persistió. Ya no en el seno de círculos pacifistas, que se
disolvieron poco a poco —muchos de sus militantes fueron enviados o vendidos32 a
Occidente por Honecker—, sino en otros grupúsculos de defensa de los nacientes derechos
civiles.
Los «bravo, bravo» reconfortan a Mijaíl Sergueievich, sometido a una prueba desde
su llegada. Tras los abrazos protocolarios del aeropuerto, Erich Honecker saca pecho.
Cuando la comitiva avanza por los edificios de reciente construcción de la avenida Lenin,
el secretario general del SED le expone a su homólogo soviético su política inmobiliaria, su
mayor orgullo, sin ahorrarle el menor detalle: 3.172.365 nuevas viviendas construidas
desde su llegada a la jefatura del Estado; cada trabajador goza de una media de 23,6 m²...
Ahora, mientras suben por la Schönhauser Allee, Honecker no le oculta algo de las últimas
proezas de la economía alemana del Este.
—Observa, Mijaíl Sergueievich, a este pueblo floreciente y feliz. Nuestro consumo
de legumbres por trabajador ocupó el noveno lugar del mundo; el de carne, el
decimocuarto...
—Erich, siento una gran admiración por los logros del socialismo alemán del Este,
pero si mis informaciones son exactas, la productividad ha...
—Tienes que saber que en la RDA hay el doble de cerdos de los que había en el
Gran Reich alemán antes de la guerra. Y nuestra esperanza de vida es una de las más altas
del mundo.
Gorbachov evita replicarle que, en efecto, la media de edad de los miembros del
Politburó de la Alemania del Este —67 años— testimonia una longevidad excepcional.
Durante su visita oficial de dos días encontrará el momento oportuno para explicarle
claramente su punto de vista. Vuelve la cabeza y, a través del cristal, observa a los
berlineses que han venido a verlo.
***

La multitud, compacta, nerviosa, tiembla a la espera de ver a Gorbachov. Tras haber


depositado una corona ante la Neue Wache33 frente a una nube de periodistas y fotógrafos,
el secretario general del PC soviético se lanza a uno de sus ejercicios favoritos: dirigirse
hacia el Narod, el pueblo, apretar manos, intercambiar unas palabras. Le tienden un
micrófono. El altavoz chirría; la traducción es inaudible. Para la multitud, Gorbachov no es
más que un punto gris y minúsculo.
Una joven de 24 años, de cabello negro suelto, se abre camino entre el tropel y trata
de agarrar al vuelo las palabras del dirigente soviético. Vera ha ido a Unter den Linden por
curiosidad, en busca de aventuras y sensaciones fuertes. Les contará a sus amigos el
ambiente y la acogida dispensada a Gorbachov. Lleva una mochila en la cual ha metido un
cepillo de dientes, ropa interior y agujas de hacer punto. Retrocede rápidamente: tiene cosas
mejores que hacer que imitar a las groupies del camarada Mijaíl Sergueievich. Se marcha
en dirección noreste para reunirse con sus amigos de la Umwelt Bibliotehk de la Iglesia de
Sión.
Vera trabaja desde hace tres años en la Biblioteca Medioambiental —la UB, como
suelen llamarla en los medios underground—, un centro independiente que publica
informaciones y fanzines, distribuidos bajo cuerda, sobre los desastres ecológicos de la
RDA, convertida en un gigantesco cubo de basura a cielo abierto. En un país donde se
venera la industria pesada, el carbón y el acero, un reglamento prohíbe publicar cualquier
dato sobre la degradación del medio ambiente. A pesar de los esfuerzos del régimen, el
secreto ya ha dejado de serlo: el agua de los grifos sabe a hierro, los coches y los edificios
están recubiertos de una película de polvo graso. El accidente de Chernobil, ignorado por la
prensa oficial, inspiró una nueva generación de activistas. Entre ellos, Carlo y Wolfgang,
fundadores en 1986 de la UB, bajo el ala protectora del pastor Hans Simon, de la iglesia de
Sión34. Una redada nefasta de la Stasi les hizo famosos. En la noche del 24 de noviembre
de 1987, la policía política tenía previsto sorprenderlos mientras imprimían una revista
clandestina en sus locales. Desvencijado, el Trabi del agente sufrió una avería, sus
compinches llegaron demasiado pronto y la operación fue un tremendo fracaso. La noticia,
molesta para el Partido, se propagó en la RDA y en el extranjero.
Vera acelera el paso. Tiene prisa por llegar al número 16 de la Gribenowstrasse,
donde está la UB. En 1986 pasó una mala racha: expulsaron a su novio a Berlín Oeste;
desde entonces sueña con irse. Se aburre como bibliotecaria en la Universidad Humboldt.
Su primer año de formación lo consagró a quitar el polvo de los libros. El segundo sufrió
una depresión... Y aquel verano conoció a Carlo en la orilla del lago Balatón. Carlo le
propuso unirse a la UB y le presentó a su colega Wolfgang, que en seguida se enamoró de
la hermosa joven. Vera revive: por fin tiene la sensación de poder cambiar las cosas en este
país, fosilizado por la gerontocracia de «Volvogrado», como la oposición llama
burlonamente al clan de la Waldsiedlung.
En el escaparate de una pescadería suspira mientras descifra un cartel: «Seguridad
social, realización de los derechos del hombre», situado entre una anguila del Báltico y
arenques Bismarck. A punto de tropezar con las losetas levantadas de la acera, sus agujas de
hacer punto chocan una con otra en su bolso. La joven de la oposición las lleva siempre con
ella, no para dejar tuertos a posibles atacantes, sino por si la arrestan: la ayudarán a
conservar la calma y a olvidar los cigarrillos que suele fumar en cadena. A su llegada al
edificio de la UB no observa ninguna presencia policial. Cuando franquea el porche, un
fotógrafo, escondido en la camioneta de una lavandería, dispara su cámara.
***
En Prenzlauer Berg, la iglesia de Getsemaní está ocupada desde hace varios días por
jóvenes activistas que protestan contra las detenciones de las últimas semanas y exigen la
liberación de sus camaradas. El edificio neogótico de ladrillos rojos, rodeado de un jardín
donde crecen tilos y avellanos, parece un campo de refugiados. Fuerzas de la policía,
ayudadas por agentes de la Stasi de paisano, cercan el edificio. En la escalinata y detrás de
las rejas del jardín, cientos de jóvenes los desafían tranquilamente. No les importa que los
escuchen, los fotografíen y los fichen; han encendido miles de velas. El lugar está
abarrotado.
—Los de Magdeburgo han logrado por fin reunirse con nosotros. Me han
confirmado lo que temíamos: entre los quinientos manifestantes de ayer, la policía detuvo a
doscientos cincuenta, y muchos están todavía encerrados.
Casi diez personas rodean a Barbara y escuchan atentamente su voz llena de
determinación:
—Mañana empezarán a cambiar las cosas. Nuestros amigos de Leipzig y de Karl-
Marx-Stadt me han dicho que van a movilizarse de nuevo. En los pueblos la gente empieza
también a reaccionar. En Potsdam va a haber una manifestación. Lo mismo en Arnstadt. Y,
por supuesto, en Berlín. Si os encontráis con periodistas extranjeros, contadles sobre todo lo
que sucedió ayer en Magdeburgo. Ahora, que uno de vosotros me reemplace. Estoy
agotada.
Un joven se instala en el despacho y observa el teléfono, cuyo timbre suena de
inmediato. Barbara lanza una rápida ojeada por la ventana. Enfrente, una mujer rubia le
hace señas. Es la señal: sale a la calle y de unas cuantas zancadas llega al jardín de la
iglesia, donde estará a salvo.
Asegurar el funcionamiento de la central telefónica de la iglesia de Getsemaní es tan
abrumador como enaltecedor. Barbara siente que el país, por fin, se pone en movimiento.
Está claro que el éxodo estival ha soltado la lengua a sus compatriotas. En septiembre, fue
invitada a numerosos foros en toda la RDA; nunca antes la gente se había desplazado en tan
gran número. Muchos se quejaron del deterioro del medio ambiente y de las
infraestructuras. Se quedaron estupefactos ante la reacción de Honecker a la ola de
disidentes. Sus reivindicaciones también eran más políticas. La interpelaron a propósito de
la situación en Berlín y de los programas de las nuevas plataformas de oposición, en
particular la de «¡Democracia Ahora!», de la que Barbara es cofundadora. «¡Democracia
Ahora!» apela a la injerencia de los ciudadanos de la Alemania del Este en los asuntos
internos de la República. Dos días antes, Barbara asistió a una reunión de coordinación de
diversos grupúsculos, en la cual participaban «Nuevo Foro», «¡Democracia Ahora!» y
«Despertar Democrático». Redactaron una declaración común cuya principal reivindicación
era la organización de elecciones libres, con voto secreto, bajo el control de Naciones
Unidas.
Sonríe. Evidentemente es el otoño de las grandes sorpresas. Nada está decidido, sin
duda, pero al menos ya no tiene la sensación de estar sola, o casi, para oponerse al régimen
y sufrir las consecuencias. Considerada una «enemiga del Estado», Barbara está bajo
«control operativo personal» de la Stasi. Le abren sistemáticamente el correo, su teléfono
está intervenido y registran su apartamento de forma regular. En su casa se comunica con su
marido por medio de pequeñas notas escritas y salen a la calle para hablar. Varias veces ha
estado a punto de claudicar y de solicitar la salida del país. Pero por nada del mundo —de
no ser por la libertad para sus hijos— le haría tal regalo a la dirección del Partido. Y ahora
que la oposición ya no se limita a unos cuantos centenares de apasionados del jazz, de
ecologistas radicales, de pacifistas, de hippies, de homosexuales y de punks, puede
permitirse sonreír.
Sven, a quien distingue en la cocina de la iglesia, encarna esta nueva generación de
contestatarios. Barbara aprecia a este muchacho con pinta de pilluelo, que se burla de la
teoría. Lo que quiere son cambios concretos y rápidos: ya no soporta la monótona
cotidianidad de la Alemania del Este, y a los diecinueve años está dispuesto a correr todos
los riesgos. Desde la mascarada electoral del 7 de mayo35 ha tomado parte en todas las
manifestaciones de denuncia de las malversaciones del Estado, el día 7 de cada mes. La
ocupación pacífica de la iglesia y los miles de velas que la rodean han inspirado al joven.
Únicamente acciones simbólicas despertarán la solidaridad de la mayoría silenciosa y
alertarán a la opinión internacional, en particular la de la Alemania Federal.
A finales de septiembre, Sven y sus amigos preparan un nuevo golpe de efecto.
Buscan una iglesia en el centro de Berlín Este que sirva de embajada36 para sus grandes
objetivos. El lunes 2 de octubre, a las cuatro de la tarde, se adentraron en la de Getsemaní
con provisiones y sacos de dormir. Se preparaban para un largo asedio. Colgaron un gran
cartel en el campanario de la iglesia: «¡Liberad a los presos políticos!». La primera noche
no llegaban a diez los que durmieron entre las filas de bancos del templo. Luego, con
enorme rapidez, sus tropas crecieron y la misa diaria de las seis de la tarde se convirtió en
el lugar de reunión de las protestas berlinesas. Sólo cuatro días después del principio de la
operación, en este 6 de octubre, eran casi tres mil apretujados en la iglesia y ocupando el
jardín, bajo la amenaza de las fuerzas del orden y en presencia de periodistas del mundo
entero, venidos a cubrir el cuadragésimo aniversario.
Barbara le hace a Sven una señal con la mano. Él acude, halagado. No es el único
que piensa que si la oposición necesita alguien en quien inspirarse, será ella.
—¿Qué tal, Sven?
—En forma, como siempre. Te diré que hace un rato me libré por los pelos al salir
de la central telefónica. Estaba en el vano de la puerta cuando un tío me dijo: «Ten cuidado,
que te esperan los polis». Salí escopetado, pero los policías me agarraron del brazo justo
delante de la verja de la iglesia. Sabían mi nombre, pero querían comprobar mi
documentación. Les dije que me la había dejado en el interior de la iglesia. Intervino un
pastor y me dejaron pasar al jardín. A través de la verja les enseñé mi carné de identidad.
¡Faltaba un minuto!
—¿Y cómo está la cosa en la iglesia?
—No está mal, la tensión aumenta, pero la gente está tranquila. Los de la huelga de
hambre aguantan. Por el contrario, la dirección de la iglesia se está impacientando. Hay
cada vez más gente y la nave central empieza a parecer un cámping. Fuera, beben y fuman.
¿Te quedas a la misa?
—No, tengo que ir a buscar a mis hijos. Espero que me dejen salir de la iglesia...
Un equipo de la televisión italiana los interrumpe. Se prestan de buena gana a las
preguntas del enviado especial de la RAI: «Reclamamos la liberación de todos los
prisioneros políticos, elecciones libres y el reconocimiento legal del Nuevo Foro, de
Democracia Ahora...
***

En Unter den Linden se ha hecho de noche y ha refrescado. El viento levanta los


pliegues de su gabardina, pero a Erich Honecker no le importa: el desfile de antorchas de
las FDJ no tardará en empezar. La tarde se ha desarrollado sin contratiempos, incluso mejor
de lo que esperaba. En el Palacio de la República, esa prestigiosa y monumental casa del
pueblo de la plaza Marx-Engels, Erich Honecker cree que ha estado brillante. En la tribuna
se ha mostrado de nuevo inflexible:
—1949-1989: ¡Siempre adelante, nunca hacia atrás! —ha repetido con la mirada
dirigida hacia el horizonte. Resolveremos nuestros problemas nosotros mismos, con
instrumentos socialistas.
Al final de su arenga, los representantes del pueblo se levantaron y aplaudieron
como robots.
Mijaíl Sergueievich parece haber recuperado el ánimo. Ni una sola vez ha recurrido
a sus fórmulas de encantamiento con la perestroika y la glasnost en su discurso. Es verdad
que invita al Partido a consultar a los diversos sectores de la sociedad alemana del Este para
solucionar los problemas del país. La Unión Soviética ya no interferirá más en los asuntos
de Berlín Este, ha señalado también; no obstante, ha reiterado su apoyo a la RDA. Incluso
ha regañado a la RFA, que trata de aprovechar tales reformas para reanimar sus quimeras de
Gran Reich. Honecker puede respirar tranquilo: el Muro, su muro, tiene muchos años por
delante.
En la tribuna de honor, en Unter den Linden, Gorbachov está situado al lado del
dirigente alemán.
—La historia de la RDA es impensable sin las FDJ. Siempre han sido la fuerza
decisiva de la joven generación; todavía hoy la guían hacia el socialismo y la paz —le
señala con voz nasal el maestro de ceremonias—. Desde hace cuatro décadas, los vínculos
creados entre el SED y las FDJ, entre el socialismo y la juventud, son indestructibles.
Podemos mirar el porvenir con optimismo.
Erick Honecker suelta el brazo de Mijaíl Sergueievich y se pone en pie: empieza el
desfile. Una ola de camisas azules, bañada por la luz ocre de las antorchas, avanza al ritmo
de tambores y címbalos. A lo lejos, tanto como sus ojos le permiten ver en Unter den
Linden, Erich Honecker distingue la infantería juvenil de las granjas colectivas y los monos
de trabajo, una sola legión de rostros radiantes. Son cien mil, casi tantos como hace
cuarenta años. Se siente henchido de emoción: nunca olvidará el primer desfile con
antorchas que avanzó triunfal por la capital en ruinas. Aquella noche, el joven Honecker,
jefe de las FDJ, juró fidelidad a la nueva Alemania socialista. Nunca ha traicionado su
juramento y la profecía se ha cumplido. El desfile de esta tarde, magistral demostración de
fuerza, es una vez más la prueba evidente.
De repente, resuena un rumor sordo. El rumor se convierte en rugido, en un grito de
amor visceral: «¡Gorbi, Gorbi, Gorbi, Gorbi, hilf uns!».
Erich Honecker palidece. Apenas se contiene y continúa saludando a la multitud.
Mieczyslaw Rakovski, el primer secretario del Partido Comunista Polaco, se acerca a
Gorbachov:
—Mijaíl Sergueievich, ¿has comprendido lo que gritan? —le traduce—. Reclaman
tu ayuda. Quieren que los salves. Y son militantes del Partido, escogidos para desfilar hoy.
¡Esto se acabó!
***

En la UB siguen distraídamente la retransmisión en un antiguo televisor.


—Apaga ese circo y empecemos la reunión —dice molesto un barbudo de rostro
afilado. Los jóvenes activistas se agrupan en torno a Wolfgang, el teórico del grupo, diez
años mayor que ellos. Vera se une a ellos unos instantes después.
—Esa gente no duda de nada. El desfile de antorchas, ¡como en la época de Stalin y
de Ulbricht! Todo está bien, vivimos en el mejor de los mundos, la República Democrática
funciona de maravilla. Hay manifestaciones en todo el país: treinta mil personas...
—Cuarenta y cinco mil —lo corrige inmediatamente Vera.
—Cuarenta y cinco mil han huido, pero éstos hacen como si nada. ¡Es increíble! —
dice con aire desolado un aprendiz que va vestido con un mono.
—¿Te extrañas? ¿Acaso esperabas que Honecker hiciera un acto de contrición
pública? ¿O que anunciara su dimisión la víspera de los cuarenta años de su bebé? No se
puede esperar nada del Politburó. Concentrémonos mejor en nuestros asuntos de mañana.
¿Quién va a ir a la manifestación? ¿Quién se queda en la biblioteca para vigilarla? ¿Quién
va a la iglesia de Getsemaní? —dice Wolfgang.
Se reparten las tareas; Vera será el electrón libre del grupo, el agente de enlace entre
los distintos puntos calientes del día. Wolfgang suspira: sólo hace unas semanas que ella lo
ha dejado.
En el momento de separarse, les recuerda a todos las consignas:
—Llevad algún dinero por si acaso os meten en chirona, así podréis llamarnos o
llamar a la central de la iglesia de Getsemaní. Apuntad el número: 4484235, y llevadlo con
vosotros. Y, sobre todo, nada de violencia, de ninguna manera. Resistid a las provocaciones
de la Stasi, eso es lo que quieren. ¡Buena suerte, muchachos!
30 El Lokomotiv de Leipzig era uno de los mejores clubes de fútbol de la RDA.
Había ganado varias copas nacionales y logró numerosas hazañas en competiciones
europeas, alcanzando incluso la final de la Recopa en 1987.
31 A principios de octubre ya alcanzaban la cifra de seis mil, entonces considerable
para la oposición en la RDA.
32 Desde la construcción del Muro, la RFA solía «liberar» a la RDA de algunos
oponentes y prisioneros políticos a cambio de marcos alemanes contantes y sonantes.
33 Construida por Schinkel, el gran arquitecto berlinés de principios del siglo XIX,
la Neue Wache albergó en primer lugar un cuerpo de guardia, luego sirvió de monumento a
los caídos de la Primera Guerra Mundial, antes de que el gobierno de la Alemania del Este
la dedicase a las víctimas del fascismo y del militarismo en 1960.
34 Todas las iglesias mencionadas en esta obra, tanto en Berlín como en Leipzig,
son de confesión luterana. Lo mismo puede decirse de los obispos citados en el libro, que
pertenecen en su totalidad a esta misma Iglesia, que en Alemania llaman «evangélica».
35 El 7 de mayo de 1989 se celebraron elecciones municipales en toda la RDA. Las
listas únicas presentadas por el Partido obtuvieron oficialmente el 98,85 por ciento de los
sufragios, tras una participación del 98,78 por ciento del censo electoral. Los observadores
de los derechos civiles constataron importantes irregularidades.
36 Desde el acuerdo de 1978 pactado con el régimen, la iglesia, sobre todo en
Berlín, donde la dirección de la diócesis era bastante tolerante, daba asilo a «grupos
disidentes de base». Las parroquias debían controlar y moderar a sus feligreses, a cambio
de lo cual el Estado se comprometía a no intervenir físicamente en los lugares de culto.
Capítulo 4

La represión de los saboteadores

Berlín Este, sábado 7 de octubre de 1989

Desde que hace un año se mudó a esta torre de reciente construcción, a Heinrich
Knopf le agrada observar el penal de Hohenschönhausen37 al amanecer con una taza de
café bien negro en la mano. Cierra sigilosamente la puerta corredera del balcón para no
despertar a su mujer y a sus hijos y luego se pone el impermeable.
Las calles están desiertas y aprieta el pedal del acelerador de su Wartburg de
servicio. En un cruce cede el paso a un convoy excepcional que transporta tanques hacia la
avenida Karl Marx, donde el gran desfile militar debe empezar tres horas más tarde. Al
cabo de diez minutos de trayecto, observa el perfil de la inmensa fortaleza de cemento
grisáceo, la «empresa pública Mielke»: el cuartel general de la Stasi, en Normannenstrasse,
que los berlineses suelen evitar. Decenas de soldados de paisano, con maletines en la mano,
grises y beis, franquean el portón. Heinrich Knopf muestra maquinalmente su pase como
cada mañana desde hace treinta años.
Esta mañana, el centro neurálgico del régimen es una verdadera colmena. Todas las
divisiones del Ministerio de la Seguridad del Estado están en el tajo. La sección II —HA/II
— está desbordada por el gran número de periodistas extranjeros acreditados; la sección PS
pule el despliegue de sus hombres, encargados de la protección de los invitados extranjeros;
la HA/IX investiga a las personas detenidas los días precedentes... La víspera, Heinrich
Knopf les ha proporcionado algunas pruebas acusatorias.
Se cruza con Rainer y Bernd, dos de sus suboficiales de enlace. Tienen los ojos
enrojecidos por la fatiga de una noche en vela consagrada a responder a las llamadas de los
numerosos confidentes de su jefe y a recopilar sus informaciones. El informe está listo, le
dicen. Al entrar en su despacho saluda a Bärbel, su fiel colaboradora desde hace quince
años, fornida madre soltera que le prepara desde el amanecer el parte de los
acontecimientos de la noche anterior.
Heinrich Knopf abre el informe que preside su mesa de trabajo. En este día de
aniversario se va a perseguir la campaña de agitación y de calumnias de las fuerzas hostiles.
Este mediodía, en la parroquia de Schwante, se ha de presentar por fin el nuevo Partido
Socialdemócrata (SDP). Los militantes del Nuevo Foro siguen con sus actividades y con la
recogida de firmas para apoyar su llamamiento. La agitación se va extendiendo por otras
parroquias de Berlín. Nada indica que los alborotadores de Getsemaní vayan a poner fin a
su pulso a las fuerzas del orden. Al contrario: cada vez son más numerosos y los panfletos
anuncian una nueva manifestación en la Alexanderplatz a las cinco de la tarde, como todos
los días 7 de cada mes. Heinrich Knopf palidece: a la misma hora, en el mismo sitio, la
Fiesta del Pueblo estará en su apogeo y, según sus informadores, los manifestantes podrían
ser esta vez varios centenares. Anteriormente, esas manifestaciones no congregaban más
que a unas docenas de exaltados, y los agentes de la Stasi no tenían ninguna dificultad para
dispersarlos. Cuando lee que las «provocaciones» pueden estallar en las inmediaciones de
los puestos fronterizos, en concreto en la Puerta de Brandeburgo y en las proximidades de
la estación de Friedrichstrasse, toca con nerviosismo las orejas del oso Misha, la mascota de
los Juegos Olímpicos de Moscú, a los que tuvo la suerte de asistir.
Suena la línea 1 de su teléfono. A Knopf lo convocan con urgencia a una reunión de
coordinación del ZAIG, el grupo de análisis central, presidido por Rudolf Mittig, un
antiguo SS convertido a las virtudes del socialismo gracias a una estancia de cuatro años en
un campo de prisioneros en la Unión Soviética después de la guerra y que hoy es uno de los
cuatro adjuntos de Mielke. Como analista jefe de la HA/XX, responsable de observar a la
oposición, Knopf es un elemento esencial en el dispositivo de la policía política alemana
oriental. Dirige un equipo de unos cincuenta colaboradores que se apoyan en una red de
varios miles de confidentes. Todos los topos de Knopf han terminado por infiltrarse en los
medios de la oposición: en el barrio bohemio de Prenzlauer Berg, en la iglesia evangélica
hasta sus más altas instancias, en los grupúsculos de defensa de los derechos civiles. La
mitad de los miembros de Iniciativa por la Paz y los Derechos Humanos son colaboradores
oficiosos de la Stasi; uno de los cofundadores de Despertar Democrático, el abogado
Wolfgang Schunur, es igualmente un espía...
Knopf, que tiene cincuenta años, posee el aspecto juvenil de un recluta de buena
constitución. Excelente nadador, ha consagrado su vida a luchar contra las actividades
subversivas de la desviación político-ideológica. El joven Heinrich, bachiller precoz y uno
de los responsables de las FDJ de la ciudad de Plauen, fue reclutado por la Stasi local tanto
por sus cualidades intelectuales como por no tener familia en Occidente, como sabría más
tarde. Con sólo diecisiete años se decanta por el servicio a la patria para protegerla de los
saboteadores y respetar la directiva 1/58, que define la misión del Ministerio de la
Seguridad: impedir lo antes posible y por todos los medios cualquier tentativa encaminada
a retrasar o impedir la victoria del socialismo. Desde entonces, Heinrich Knopf, convencido
de la obra prometeica de la República Democrática, es uno de los noventa y un mil
funcionarios del Ministerio de la Seguridad del Estado y contribuye a controlar la vida de
seis millones de compatriotas.
Después de haber recorrido un laberinto de linóleo, cruza el patio interior de la
fortaleza antes de coger un antiguo montacargas. Heinrich Knop llega por fin a la sala de
reunión del ZAIG. Un fluorescente tintinea bajo un gigantesco mapa de Berlín Este. En la
mesa, en la que los representantes de otros departamentos del Ministerio y de la policía
popular ya están sentados, Rudolf Mittig lo espera para abrir la sesión. Con una regleta
larga en la mano, Knopf les comunica su información sobre los asuntos candentes del día e
insiste en Getsemaní. Anuncia con orgullo que cuenta con una veintena de confidentes que
lo mantienen informado. Después Mittig, que lleva sus habituales gafas negras, se dirige a
sus subordinados sin rodeos:
—El ministro de la Seguridad del Estado me ha dado órdenes muy estrictas.
Nuestras tropas y las de la policía deben impedir los atropellos y cualquier otra forma de
provocación; deben dispersar a las fuerzas contestatarias y mantenerlas bajo control.
Presionad a vuestros hombres: cualquier representante del orden que se niegue a obedecer
las órdenes será enviado a la prisión militar de Schwedt y castigado con severidad. No se
permitirá ninguna banderola y los elementos problemáticos serán inmediatamente excluidos
de las concentraciones públicas: la seguridad debe ser absoluta en la Fiesta del Pueblo; la
seguridad estará especialmente reforzada mediante el despliegue de numerosas fuerzas de
paisano que se mezclarán con la multitud. En los puestos fronterizos se endurecerán los
controles y se señalará a cualquier individuo sospechoso. Poco importa si el flujo de turistas
desde Berlín Oeste disminuye. Los saboteadores no sembrarán ni el caos ni la anarquía en
este gran día.
***

—Mirad todos lo que va a hacer Quini. Vamos, Quini, ¡busca, busca! Muy bien.
Ahora ¡salta! Bien. ¡Simon! Te toca ponerte la ropa de ataque. Mira, Quini, ¡un saboteador!
El perro brinca y atrapa al desgraciado Simon por las pantorrillas. Siguen algunos
ejercicios de cómo morder y atacar con el bozal, ejercicios en los que Quini sobresale.
Después llega la hora del aseo. Siggi da unos minutos de pausa a los aspirantes a
suboficiales.
Por fin puede respirar. Quini lleva ladrando, pataleando y tirando de la correa desde
el amanecer. ¿Tendrá garrapatas? ¿O será que los oficiales, muy nerviosos desde ayer, han
transmitido su ansiedad a los animales? Siggi quiere mucho a este perro. Ha tenido suerte:
desde hace más de diez años comparte con él su monótona existencia en el cuartel de
Michendorf de Potsdam, el de las tropas fronterizas de trinchera del general Baumgartem,
donde presta sus servicios.
Los inicios del joven recluta fueron lamentables. Necesitó varias semanas para
acostumbrarse a los gritos del subteniente Grobstock. La NVA, con su camaradería de
cuerpo de guardia y su rigidez prusiana, debía adiestrarlo durante dieciocho meses: toque
de diana al amanecer, carrera pedestre, formación, abdominales, formación, instrucción
sobre armas químicas, ejercicios de tiro con el AK-47, desmontaje del AK-47, limpieza del
AK-47, instrucción ideológica... Como prima, muy pocos permisos y, sobre todo, este
perro, Quini, con el que el joven sajón tuvo que familiarizarse, él que nunca había tenido
más que un hámster como animal de compañía.
Grandullón, rubio, Siggi gusta a las chicas de la ciudad en la que está la guarnición.
Al cabo de seis meses de formación, en lugar de mandarlo con su perro a un puesto
fronterizo con la RFA, como a sus compañeros, en consideración a su hoja de servicios le
propusieron que se convirtiera en adiestrador de perros para los nuevos reclutas. Siggi no se
hizo de rogar: al quedarse en Potsdam, podría seguir viendo a Ana, una estudiante de
economía del pueblo en Berlín, a Ana y sus ojos azules con destellos grises... Al cumplirse
el periodo de su servicio militar decide reengancharse durante dieciocho meses. No por
amor al arte de adiestrar perros, sino porque su reenganche voluntario le abrirá las puertas
de la Facultad de Económicas. Siggi aprendió desde muy joven que podía apañárselas con
el sistema. Se convirtió en un excelente soldado; nunca olvidó pagar sus cotizaciones
mensuales a las FDJ y habitualmente pegaba las viñetas que mostraban el trabajo de las
Juventudes Comunistas en la parte de abajo de su cuaderno, adornado con un sol naciente.
La pausa ha terminado y prosigue las vueltas por el campo de entrenamiento, bajo
una fina llovizna. Suena un silbato: la sesión se ha acortado por el cuadragésimo
aniversario; los jóvenes suboficiales tienen que ponerse rápidamente el uniforme de gala.
Un panzudo coronel lee, con la voz temblorosa, un panegírico del Estado obrero y
campesino. Siggi, con su quepis, asiste impasible a la ceremonia de la bandera y a la
condecoración de sus camaradas más valiosos.
Después, el subteniente Grobstock se adelanta para nombrar a los afortunados
elegidos que se desplegarán en los puestos fronterizos al mediodía. A Siggi le dan
escalofríos. Cree que la víspera se libró del desfile de las FDJ porque había sido arrestado
recientemente por haber ido a ver a Ana sin permiso y volver borracho al cuartel. Grobstock
podría hacerle pagar su comportamiento y mandarlo de guardia a la Puerta de Brandeburgo.
En pleno suplicio echa una ojeada a Simon y a Christoph, a René y a Andreas, sus
compañeros habituales de parrandas nocturnas, que tampoco las tienen todas consigo.
Todos se han dado cuenta de que se están gestando cosas raras en Berlín y no tienen ganas
de verse implicados en ellas.
Christoph y René, los dos colosos, al final son elegidos. Siggi nunca ha estado tan
contento por estar arrestado un sábado. Con paso ligero, se dirige hacia la clase donde le
espera el comandante Radeberger, el profesor de marxismo-leninismo.
***

—Ahora o nunca —se dice Mijaíl Sergueievich al traspasar la puerta del castillo de
Niederschönhausen, donde pronto se va a encontrar con Erich Honecker cara a cara. Ha
intentado hablar con él durante el desfile militar, pero, al igual que en la víspera,
lamentablemente se le ha escapado. El anciano no tenía ojos más que para sus últimos
juguetes y sus orgullosos soldados, y saltaba con el ruido de los cazabombarderos a
reacción que estremecían el cielo.
Puesto que las relaciones entre la RDA y la Unión Soviética son excelentes y los
lazos que unen al SED y al PCUS más estrechos que nunca, sus dirigentes pueden hablarse
con toda franqueza, sugiere Gorbachov para empezar.
—La comunidad de estados socialistas necesita recuperar fuerzas para no perder la
carrera que la enfrenta al capitalismo. Nos encontramos en una etapa decisiva de nuestra
historia. Nuestro destino está en juego, Erich —dice mirando fijamente a los ojos al alemán
—. Claro está, el proceso no es fácil. Un partido renovado, innovador y fuerte y los
principios del marxismo-leninismo: ése es el remedio para el caos. No podemos perder...
Honecker, confuso, lo interrumpe:
—Completamente de acuerdo contigo. Ayer hablé de eso en mi discurso. Y no
perderemos, ¡créeme!
—Erich, escucha, te lo ruego. En el Palacio de la República has mencionado el
largo camino recorrido por la RDA y sus numerosos éxitos. Es algo legítimo, pues estamos
festejando un aniversario, pero debes mirar hacia adelante. Estáis preparando el duodécimo
congreso del SED. Es un momento importante: el Partido tiene que tomar iniciativas,
porque de no ser así los demagogos lo harán por él, créeme.
Para defender mejor su causa, Mijaíl Sergueievich detalla varias reformas, cuyos
frutos ha empezado a recolectar. Honecker, según sus buenas costumbres, se deshace en
elogios hacia la Unión Soviética, antes de asegurar a su interlocutor:
—Las reformas interiores ya están listas, Mijaíl Sergueievich. El Partido ha creado
comisiones sobre el futuro del socialismo en los años noventa de cara al duodécimo
congreso. Trabajamos muy activamente en cuestiones ideológicas: se multiplican las
consultas con los miembros del Politburó, los secretarios de distrito, los representantes de
los complejos...
De repente, se levanta de su butaca agitado, andando a zancadas por el salón de gala
del castillo de Niederschönhausen.
—No olvides, sin embargo, que aquí los conflictos de clase son más intensos. Kohl
ha declarado que si nosotros emprendemos reformas, él nos otorgará un apoyo material. Por
supuesto, le hemos contestado con un claro rechazo. Está fuera de toda discusión que
alguien, sea quien sea, nos imponga sus condiciones, ¡pero menos aún la RFA!
A continuación, el secretario general hace mención de los peligros del neonazismo
en Alemania Occidental y de las últimas grandes maniobras de la OTAN antes de lanzarse a
una larga diatriba contra Hungría. Honecker se vuelve a sentar, aparentemente más
tranquilo, y anuncia que la próxima semana se verá con los representantes de los partidos
del bloque38:
—El éxito del programa de la vivienda refuerza la autoridad del SED. Hoy en día
todos y cada uno de los habitantes tienen un techo bajo el que cobijarse. No hace mucho
tiempo, sólo el 7 por ciento de las viviendas tenían aseos y una ducha o una bañera. En la
actualidad, el 90 por ciento están equipados. En cuanto a la revolución tecno-científica, está
en marcha. Mira, Mijaíl Sergueievich, la RDA es un país pequeño, pero es un Estado
industrial moderno cuyo potencial científico es considerable...
Gorbachov, hastiado, termina por interrumpirlo: tienen que reunirse con las
delegaciones que los esperan para una sesión de trabajo en común.
De nuevo, Mijaíl Sergueievich abre el baile. Espera que en presencia del Politburó,
donde cuenta con algunos simpatizantes, el debate se celebrará por fin. Tranquiliza a los
presentes:
—La RDA actual es el notable resultado del largo y arduo camino recorrido desde la
fundación del Estado obrero y campesino en suelo alemán. Tenemos años, qué digo, ¡siglos
por delante para trabajar juntos! —como buen jugador, minimiza las dificultades y los
errores de la dirección de Alemania Oriental—: Las cosas nunca suceden sin que haya
problemas, salvo en los proyectos. La realidad funciona de otro modo. No veáis en esto
ninguna presunción por nuestra parte —prefiere mencionar las tensiones en la URSS y los
problemas de los partidos hermanos en Polonia y en Hungría en vez de atacar frontalmente
a la dirección del SED. Después, sonriente, coloca la primera banderilla—: ¿Qué hay más
natural para los comunistas que hablar y reflexionar sobre el futuro para el bienestar de las
generaciones venideras? —exclama—. Os esperan momentos difíciles; habrá que tomar
decisiones valientes. Una bandeja de salchichas y pan no es suficiente. —Su metáfora
germánica deja perpleja a la delegación alemana oriental. Gorbachov precisa su alusión «al
pan y circo» de los romanos—. Una sociedad no se puede contentar con el bienestar
material, necesita una dimensión espiritual, la única capaz de movilizarla. ¡Al Partido
regenerado le corresponde encarnar a esta fuerza movilizadora! Camaradas, no podemos
dejar escapar la oportunidad que se nos presenta. Si nos quedamos a la cola, la vida en
seguida nos pasará factura.
—Camaradas, camaradas... —Erich Honecker recupera las riendas y declara que, a
modo de preparativo para el próximo congreso en la primavera, el Partido está inmerso en
una vasta reflexión con la participación de la Academia de las Ciencias, los sindicatos, los
partidos del bloque...—. Puedo asegurar a los camaradas soviéticos que estamos buscando
todos los medios para desarrollar, sobre bases sólidas, el socialismo del futuro en la RDA.
Somos el partido del progreso. En el pleno del Comité Central hemos optado por la política
de la continuidad y la renovación.
Al escuchar esta fórmula, cuando menos ambigua, las caras de los miembros de la
delegación soviética se quedan paralizadas. Se oye el vuelo de una mosca. Falin mira al
cielo y Shevardnadze se muerde los labios.
Honecker está feliz, el rostro se le ilumina:
—Desde 1978 el Comité Central ha decidido volcarse con la microelectrónica.
Disponemos de una industria de muy alto nivel gracias a unas inversiones sin precedentes
de quince mil millones de marcos. La automatización de toda la industria está en marcha.
En la esquina de la mesa, Gerhard Schürer se pellizca. El director de la Comisión
del plan del Consejo de Ministros de la RDA, tenaz defensor del desarrollo de la
microelectrónica, no ha dejado de enfrentarse, desde hace años, a la oposición de Mittag y
de Honecker. «¡Y ahora Erich se pone a alabar la producción asistida por ordenador de las
máquinas-herramienta controladas numéricamente!» El economista conoce los resultados
de la industria alemana oriental: «Para fabricar un walkman, nos cuesta más caro importar
las piezas que comprar directamente el aparato en Japón. ¿Cómo se atreve Erich a hablar de
nuestros miserables chips ante un país que lanza cohetes espaciales?», murmura para sus
adentros. A su derecha, Günter Schabowski patalea en su asiento.
—Mijaíl Sergueievich habla del destino del mundo y Erich charla de
microelectrónica —le susurra, decepcionado, el primer secretario del Partido en Berlín.
Conforme va desgranando las proezas de la economía popular, Honecker busca la
mirada de Gorbachov. El reformador remueve su café, da golpecitos en la mesa o se rasca
la pantorrilla. Esto es demasiado para él. Al final de su perorata, Honecker abre el turno de
palabra.
—Estamos todos de acuerdo, creo —concluye el secretario general.
—Muy bien —dice Mijaíl Sergueievich—. ¿Y la economía?
La sangre golpea las sienes de Shürer:
—La cooperación con la Unión Soviética avanza en todos los frentes, incluidas las
tecnologías avanzadas. La cuestión de la entrega de materias primas está solucionada —
farfulla.
—¿Ocurre lo mismo con los créditos? —insiste Honecker.
—Está en curso.
—¿Alguna otra cosa, Gerhard?
El tecnócrata baja los ojos.
—No, eso es todo, Erich.
—Muy bien —repite Mijaíl Sergueievich, resignado.
Encantado, Honecker levanta la sesión y los emplaza para la recepción de honor en
el Palacio de la República. Al salir de la sala, Egon Krenz y Günter Schabowski
intercambian una larga mirada.
***

—¿Está ahí el ruso?


—Sí, y en buena compañía. Los viejos mastodontes están a su lado. ¡Mira sus caras!
Date prisa, no te lo puedes perder.
Ilse se sienta al lado de su hija Marina. En la televisión, la infantería ha desfilado y
es el momento en que los regimientos de blindados pasan por delante de la tribuna oficial.
Marina quita el sonido: el lirismo del comentarista es insoportable.
—¡Estoy harta de estas tonterías! ¡Qué estupidez! ¿Cuánto tiempo durará esta
comedia todavía?
—El régimen tiene que demostrar que aún está vivo.
—¿Estás de broma, mamá? ¿Crees que este tipo de desfile militar y el desfile de
antorchas de ayer por la tarde impresionan todavía a alguien? Es lamentable. Te juro que la
gente de mi alrededor, mis amigos, por lo menos los que no se han largado este verano,
están aún más indignados que yo. Lo único que esperamos es que estos carcamales estiren
la pata para pasar a otra cosa.
A Marina no hay nada que le indigne más que el ejército alemán oriental. En clase
de segundo hizo dos semanas de instrucción militar, según las nuevas directrices de Erich
Honecker. Con uniforme y pesadas botas militares, participó en un simulacro de guerra
atómica y en la evacuación de un complejo estratégico. Las cosas se estropearon cuando no
pudo aprender a nadar vestida. Sonia se negó a meterse en el agua con una guerrera y
Marina salió en defensa de su mejor amiga. El enfrentamiento entre la adolescente y el
instructor del Ejército Democrático y Popular subió de tono. Una actitud hostil y negativa
que éste no tardó en señalar a la directora del centro. Para Marina, que ya había
protagonizado otras salidas de tono, la sanción fue dura —raus, le han dicho, quería
estudiar historia o astronomía en la universidad y ahora será vendedora. Desde entonces la
simple visión de un uniforme de la NVA le exaspera.
Marina intenta volver a la lectura de Las nuevas cuitas del joven W., pero el relato
del malestar de Edgar W., aprendiz berlinés que intenta escapar de su universo
pequeñoburgués, acentúa aún más su malestar. Lanza la obra maestra de Ulrich Plenzdorf a
los pies de la chimenea.
—¡Qué calor hace aquí!
Se va a su habitación. Los primeros compases frenéticos de 99 Luftballons no
tardan en resonar por toda la casa.
—Marina, ¡es insoportable! —grita su madre—. Tu padre intenta descansar. Ven,
vamos a dar una vuelta.
Las dos mujeres pasan por delante de la capilla gótica del cementerio de Mühlberg
del Elba, con la fachada cubierta por las hojas rojizas de una parra. Su madre está
intranquila. Desde su expulsión del instituto, su hija está empeñada en dejar las FDJ.
Cuando vuelve los fines de semana a Mühlberg, llega tarde por la noche, fuma de todo y su
aliento apesta al peor vodka. Dios sabe lo que hará en Berlín, donde pasa la mitad de la
semana.
—Deja de darle vueltas a la cabeza, por favor. Erich Honecker no dejará el poder
porque tú estés enfadada todo el día. Escucha, Marina, yo te entiendo. Yo tampoco aguanto
más a los acólitos de Wandlitz y sus privilegios. Pero nos estás haciendo la vida imposible.
Tu padre está enfermo y yo ya tengo bastantes preocupaciones con tu hermano.
El año pasado, a Gerhard le confiscaron el pasaporte. En su lugar, la policía le
entregó un certificado «B-12», reservado a los delincuentes y que le impide salir del
territorio alemán oriental. Acaba de pasar unos días en la prisión de Dresde: los policías lo
detuvieron cerca de la frontera checoslovaca en compañía de un aspirante a fugitivo.
—Te prohíbo que hagas las mismas tonterías que él. Quédate aquí. La política no es
un juego. De hecho, es muy peligrosa.
—Yo no tengo intención de salir de la RDA. De todas formas, ya es demasiado
tarde. No, hace falta que las cosas cambien aquí.
—Lo sé, Marina, lo sé. Háblame de ti. Ya no me cuentas nada. ¿Cómo va tu trabajo?
—¿Qué quieres que te cuente? Voy a currar a la gravera todos los días a las siete de
la mañana. Trabajo con el director del servicio de compras: pido los picos, las válvulas de
bola de drenaje, las excavadoras... para que el complejo produzca las mejores gravas
trituradas, recompuestas, no lavadas... Más que nada preparo café. Bien fuerte para el
camarada director; con mucha leche y ligeramente azucarado para el camarada intendente.
Apasionante, ¿eh? Se me olvida lo más importante: mademoiselle Knobloch, mi compañera
de despacho, la vieja desabrida de la que ya te he hablado, se ha beneficiado de una
promoción y está a cargo además de los camiones grúa. Ya ves, tengo dieciocho años y mi
única perspectiva es llegar a ser un día, quién sabe, responsable de los servicios de grúas y
contenedores de la gravera de Mühlberg del Elba. ¡La vida es bella, tienes razón!
—¡Ten paciencia, Marina! Por lo menos tienes trabajo. Tu primo, en Hannover, está
en el paro desde hace seis meses...
—Por favor, la propaganda del régimen...
—Vale, vale, no hablo más de eso. ¿Y tu soldado guapo, qué tal?
—Ya no nos vemos. No me ha escrito desde hace un mes. Peor para él: mientras, he
conocido a Klaus en el Kaffee Burger, una discoteca de Berlín. Un chico adorable, aunque
no sea muy corpulento. Por cierto, se me ha olvidado decirte que le había invitado a pasar
el fin de semana con nosotros.
***

—¡No, no iremos!
Hans la abraza y le pone ojos de carnero a medio degollar tras sus gafitas redondas.
—Hansi, no te molestes en mirarme así: no me enterneces. ¡Tienes mucho morro!
¡He venido por ti y tú no mantienes tus promesas!
—Annette, estamos a 7 de octubre. ¡He participado en todas las manifestaciones
desde las elecciones manipuladas. No puedo perderme la de hoy, sobre todo en la situación
actual. Sven, tío, ¡intenta que tu hermana entre en razones!
Sven no tiene ningunas ganas de meterse en los asuntos de su mejor amigo y de su
hermana mayor. En su fuero interno, reconoce que no tiene razón: Annette ha dejado Halle
y a su marido para ver a Hansi y buscar juntos un apartamento en el que puedan vivir con
los dos niños de la joven. Pero lo cierto es que el fin de semana parece poco propicio para
la búsqueda de una vivienda. Sobre todo porque hay cosas mejores que hacer, mucho
mejores: hay que organizar el avituallamiento de la iglesia de Getsemaní y tiene que hablar
con el párroco, Albani, de los asuntos de la ocupación. Después, velará por que no haya
cortes de línea en la central telefónica detrás de la iglesia.
—Apañáoslas —les dice.
Hansi apela a la sensatez de su gran amiga Vera, que pasa con su mochila cargada a
la espalda y les comenta que irá a la manifestación «para ver». Annette permanece
inflexible.
Siguen peleándose en el jardín. Después, el grandullón de melena ondulada acaba
por ceder a los deseos de su amante. La pareja sale de la iglesia bajo la mirada inquisidora
de los policías y de los agentes de paisano de la Stasi, que no han relajado su presión sobre
los rebeldes de Getsemaní. En la esquina de Lychener y Dimitrovstrasse visitan un sórdido
apartamento con las ventanas toscamente tapiadas. En la apacible Chorinerstrasse, en uno
de esos cuarteles de alquiler construidos en planta cuadrada, creen por fin encontrar lo que
buscan. Pero cuando el gerente de la copropiedad pública ve la pinta que tienen los futuros
arrendatarios, los despide sin más.
Abandonan el barrio bohemio de Prenzlauer Berg y, por una extraña coincidencia,
bajan a la estación de metro de la Alexanderplatz. Son casi las cuatro de la tarde y la Fiesta
del Pueblo está en su apogeo. A la sombra de la torre de la televisión, la multitud
endomingada baila al ritmo de los estribillos de las fanfarrias de Erfurt y de Schwerin.
Delante de los almacenes Centrum, un grupo de soldados se arremolina alrededor de Oskar,
el escupefuegos más famoso de Mecklenburgo; todavía son más los que aclaman a un
domador de osos y a su enorme animal, llegados especialmente desde Siberia para el
jubileo. En los puestos ambulantes, recientemente enlucidos, venden puré de guisantes. La
cerveza fluye a raudales y huele a salchichas y beicon a la parrilla.
Un centenar de energúmenos, reunidos alrededor del reloj universal, gritan:
«¡Libertad!, ¡Libertad! ¡Nuevo Foro! ¡Nuevo Foro! ¡Aquí estamos! ¡Aquí nos quedamos!
¡Stasi raus! ¡Stasi raus! ¡Stasi raus!». Los vándalos con mechones de pelo decolorados
vociferan cada vez más fuerte y hacen la V de la victoria rodeados de policías que han
acordonado la plaza. La escena se fotografía y se filma desde todos los ángulos.
Hansi y Annette se miran. Él esboza una tímida sonrisa; ella mueve la cabeza:
—¡Vamos!
Delante del Palacio de la República, el baile de limusinas continúa. Los jefes de
Estado y de gobierno, los embajadores y los artistas afiliados al régimen parlotean en la sala
alrededor de un vaso de sekt39. Todos quieren que Mijaíl Sergueievich los mire y se
preguntan cómo se habrán desarrollado sus encuentros con Honecker.
—¡Al palacio! —lanza un joven iroqués. El cortejo, que no ha cesado de crecer
minuto a minuto, se dirige hacia el Oeste. Algunos transeúntes se unen espontáneamente a
la marcha, sin hacer caso de los hombres de la Stasi, impotentes y condenados a servir de
escolta: la dirección del ZAIG acaba de prohibirles formalmente que intervengan en medio
de la multitud y ante las cámaras del mundo entero. Los manifestantes avanzan con rapidez,
doblando por la torre de la televisión, después el ayuntamiento rojo, hasta los dos puentes
que llevan al Palacio de la República: éstos están cortados por furgonetas atravesadas y por
un impresionante cordón de las fuerzas del orden, que los esperan hombro con hombro,
cogidos del brazo, con cuellos como toros.
—¡Atrás! ¡Atrás! —los intimidan.
Para su última intervención del día ante el gotha40 socialista, Erich Honecker se ha
cambiado otra vez. Traje negro, corbata marfil y gris. Digno, casi rígido, diserta:
—Amigos del mundo entero, en este cuadragésimo aniversario, estad seguros de
que el socialismo en suelo alemán tiene sólidos cimientos...
—¡Gorbi! ¡Gorbi! ¡Gorbi, ayúdanos! ¡Libertad, libertad! —gritan a coro Hansi,
Annette y Vera, que se ha unido a ellos, sorprendida de encontrárselos allí. En la orilla del
Spree, delante de los inmensos ventanales del palacio, los manifestantes son cada vez más
numerosos: dos mil, quizá tres mil. Berlín Este no ha visto tal efervescencia desde el 17 de
junio de 1953.
Gorbachov parece más perplejo que nunca. A su lado, Raisa Maximovna mira sin
parar el reloj. Erick Honecker es el primero en aplaudir, nada más terminada su alocución.
Se precipita, contento, hacia Ceaucescu, ignorando a la pobre Margot, que ya ha levantado
la copa. A su vez, Daniel Ortega, Yaser Arafat y el enigmático Shambyn Batmunch, el
secretario general del Partido Comunista Mongol, hacen un brindis a la salud de la RDA.
Desde el Foro Marx-Engels los gritos de los manifestantes redoblan en intensidad.
Mientras Gorbachov esté allí, se sienten seguros. Por otra parte, es a él, sólo a él, su último
recurso, a quien dirigen sus súplicas.
Los invitados pasan a la mesa. Filete de vaca y menestra de verduras para Mielke;
consomé de pollo para Erich Honecker, a quien Margot controla con el rabillo del ojo. Sin
embargo, el alboroto de los contestatarios perturba el buen desarrollo de la gala. El clamor
aumenta y llega hasta los oídos de los comensales. Cada vez son más los que se levantan de
la mesa para ir a observar lo que sucede a través de las ventanas cobrizas del palacio: miles
de jóvenes, indignados y gritando, imploran al secretario general del Partido Comunista
Soviético.
—Estamos asistiendo al naufragio del Titanic —susurra Joëlle Timsit, embajadora
de Francia, a su homólogo polaco. Desde su atalaya, Egon Krenz y Günter Schabowski no
se pierden ni un detalle del espectáculo que se desarrolla ante sus ojos.
Cuando Krenz regresa al comedor, un chico grande, pelirrojo, está cortando una
tarta de pisos sobre la cual hay un corazón en el que está grabado «RDA» en letras de
chocolate. Krenz acaba de encontrarse con Falin.
—Erich no ha entendido el mensaje de Mijaíl Sergueievich.
—Sí, sí —le responde, sibilino, el alto diplomático soviético.
Schabowski conversa con Gennadi Guerasimov, el portavoz de Gorbachov que,
casualmente, está solo en una mesa.
—El discurso de Honecker fue insensato —le confía.
Imperturbable, Erich Honecker engulle la segunda ración de tarta de ciruelas
mirabel. Espera con impaciencia los fuegos artificiales.
Erich Mielke está cada vez más furioso. Convoca de inmediato al oficial a cargo de
la seguridad en los alrededores del palacio.
—¿Qué es esta porquería? ¿Ya se ha ido Gorbachov? —pregunta el jefe de la Stasi.
En efecto, Mijaíl Sergueievich y Raisa Maximovna van camino del aeropuerto de
Schönfeld. Para ellos, la «porquería» ha sido demasiado dura.
Mielke sofoca su risa con una expresión de triunfo en el rostro.
—Entonces, ¡el humanismo ya se ha terminado!
***

Heinrich Knopf, sus seis suboficiales de contacto y la escrupulosa Bärbel


desaparecen. Desde por la mañana los teléfonos han estado sonando sin interrupción.
«¿Por qué se ha esperado tanto tiempo? —se pregunta el analista jefe al mismo
tiempo que los alarmantes despachos se apilan sobre su mesa—. Hace años que conocemos
a los alborotadores, y podríamos haberlos neutralizado antes.» ¡Claro!, desde hace algunos
meses el SED ya no responde a las advertencias de su policía política. Knopf quiere creer
que no es demasiado tarde para restablecer el orden. Según sus informadores de la iglesia
de Getsemaní, los elementos antisocialistas cada vez son más radicales y agresivos. Y,
delante del Palacio de la República, la situación es extremadamente tensa: uno de sus
confidentes le asegura que los manifestantes se preparan para intentar traspasar el Muro,
que sólo está a un kilómetro.
Ante estas nuevas provocaciones, el ZAIG, alertado de inmediato por Knopf,
reacciona con presteza: el desorden se tiene que acabar. Se ordena a las tropas desplegadas
delante del palacio que expulsen manu militari a los rebeldes en dirección a Prenzlauer
Berg, donde la policía y la Stasi los esperan.
De modo que el desfile empieza a fluir hacia el norte en dirección a la iglesia de
Getsemaní. Con los puños levantados, los manifestantes gritan: «¡No a la violencia!». A los
numerosos curiosos que se asoman a las ventanas para verlos les espetan: «¡Ciudadanos,
apagad la televisión, bajad y uníos a nosotros!». Exaltados, Hansi y Anette, que deambulan
por la retaguardia de la marcha, se ponen a gritar: «¡Anarquía! ¡Anarquía!». El joven
despeinado ha corrido apenas unos cientos de metros cuando cuatro forzudos, salidos de la
nada, se lanzan sobre él. Lo agarran del pelo, de los brazos y las piernas y lo levantan como
si fuera una brizna de hierba. Annette, gritando, se aferra a la chaqueta de uno de ellos, pero
éste la aparta violentamente de una patada y ella cae al suelo. En el tiempo que tarda en
levantarse, Hansi y sus agresores han desaparecido.
—Sven, ¿tomas nota, por favor? Ahora mismo hay unas diez mil personas reunidas
en la plaza Karl-Marx de Leipzig. La policía ya ha hecho numerosas detenciones. Hacia las
cuatro de la tarde, en Arnstadt había seiscientas personas y los policías también han
intervenido de forma brutal.
—¿Hay heridos?
—No lo sé. La línea telefónica con Leipzig se ha cortado en seguida.
El teléfono vuelve a sonar. Estridente, agotador para los nervios del pequeño grupo
que, al final de este mediodía delirante, controla que no se corte el teléfono de Getsemaní.
—¿Cómo dice? No oigo nada, hay mucho ruido. Perdone —dice el telefonista
novato. Pega la mano sobre el auricular—. ¿Os podéis callar, bitte? ¡Potsdam! Vale, le
escucho: de dos a tres mil personas están en la calle. La policía ha cargado; varios testigos
han visto a una mujer embarazada arrastrada por tipos vestidos de paisano y también a un
niño de doce años siendo maltratado.
—¡Cerdos! ¿Cómo son capaces? —grita Sven, lívido—. Y en Magdeburgo, ¿qué
sabemos de Magdeburgo?
—Sí, han llamado antes. Quinientos manifestantes han salido y han detenido a entre
cincuenta y noventa. De momento es imposible confirmarlo.
Otra vez el teléfono. Es de Karl-Marx-Stadt. Cerca de mil personas se han reunido
en la Plaza Luxor y las fuerzas del orden han hecho uso de mangueras para dispersarlos.
Hay heridos. El adolescente que ha atendido la llamada rompe a llorar.
—¿Sven? ¿Sven? Pásame a Sven, ¡por favor! Es muy urgente.
—¿De parte de...? —pregunta la joven.
—Pásamelo, ¡por Dios!
—Soy Sven. ¿Quién llama?
—¿Qué haces, tío? —Sven reconoce inmediatamente la voz de Vera, pero nunca la
había visto tan alterada como esta tarde.
—Vera, ¿eres tú? ¿Qué pasa?
—¡No hay forma de localizaros! Bueno, vale. Te llamo desde la cabina que está
delante de la UB. Acabo de dejar la manifestación. Vienen hacia aquí. Lo sabías, ¿verdad?
Sven guarda silencio durante unos instantes. El pulso se le acelera.
—Ehhh... no, la verdad. ¿Por dónde discurría cuando la has dejado?
—Ante el edificio del ADN41, contra el que ha habido una gran pitada al pasar.
Cuando hemos gritado «¡Mentirosos! ¡Mentirosos!» y «¡Libertad de prensa!, ¡Libertad de
opinión!», la policía ha cargado y ha intentado en vano dispersar a la gente. En ese
momento me he ido. Nunca había visto tanta gente: varios miles de personas, seguro. ¡Y
casi los mismos polis! Sven, es una gran metedura de pata. En el Foro Marx-Engels, y
cuando subíamos por la Karl-Liebknechtstrasse, he visto que detenían a varias docenas de
manifestantes. La Stasi aísla a algunos tíos y después los muele a palos. Hay agentes
provocadores infiltrados en la manifestación. Y por ahí ¿cómo va la cosa?
—La iglesia nunca ha estado tan llena para el oficio de las seis. El asedio continúa y
la situación es cada vez más tensa. Pero aún podemos entrar y salir.
—Voy para allá.
Vera cuelga precipitadamente. Sven corre a la iglesia para informar a sus
compañeros.
El altercado no ha durado más que algunos segundos. Hansi se quedó tan
sorprendido que ni siquiera gritó. Tampoco se ha resistido, consciente de que no tenía
ninguna posibilidad de escapar de sus asaltantes. Lo han arrastrado hasta un autobús
aparcado delante de la alcaldía roja, donde una docena de policías le han dado la bienvenida
con bofetadas e insultos. Diez minutos más tarde, al «hippie gandul» se le une una joven
con la nariz tumefacta y el pelo pegajoso de sangre. A ella se la llevaron inmediatamente a
una comisaría, mientras que él siguió viaje hasta la cárcel de Rummelsburg, en el barrio de
Lichtenberg. Escoltado por dos cancerberos que lo sujetan con los brazos a la espalda, a
Hansi lo arrojan a una habitación de húmedas paredes vacía.
De forma maquinal, se palpa los bolsillos de la chaqueta. Están vacíos. Le han
confiscado los cigarrillos Karo sin filtro, lo mismo que sus papeles y el poco dinero que
llevaba encima. Para tranquilizarse, se acomoda en una banqueta de madera. «De todas
formas, ¡qué imbécil! He sido el único que se ha dejado coger y ni siquiera he hecho nada
por escapar. Annette ha demostrado más valor que yo. Bueno, por lo menos estoy entero y
en principio a ella no la han detenido. Podrá avisar a los demás.»
Los ojos le pican, tiene todo el cuerpo entumecido: hace una semana que casi no
duerme. Tras varios días en el hospital de Grünau, en el que trabaja como auxiliar de
clínica, pasó algunas noches en el suelo de la iglesia de Getsemaní. Las noches en las que
regresaba a su casa, los amigos de Halle que ocupan su pisito lo esperaban para
emborracharse. Y después está Annette. Desde que se conocieron en la piscina de Pankow
el verano pasado, esta chica lo tiene obsesionado. «Todo es culpa mía. Le suplico durante
meses que deje a su marido ¡y me dejo coger al día siguiente de su llegada a Berlín!» Su
amante, sus abrazos, la iglesia de Getsemaní, Sven, la Stasi, Gorbachov, los inválidos a los
que aseaba todas las mañanas: todo esto da vueltas por su agotado cerebro. Se adormila a la
espera de que lo liberen al amanecer, como ocurrió todas las veces que lo detuvieron en el
pasado.
Cuando Vera llega a Schönhauser Allee, está aturdida: jamás ha visto semejante
despliegue de fuerzas. Docenas de regimientos de unidades antidisturbios. Policías con
cascos, escudos y armados con porras de caucho. Perros, camiones equipados con
mangueras, vehículos preparados con blindaje de acero que parecen quitanieves. Al subir
por la avenida advierte que los transportes entoldados de tropas siguen tomando posiciones.
Camina como una sombra grácil hasta la plaza de la iglesia de Getsemaní, rodeada por
todas partes. El edificio está bañado por el halo de cientos de velas que refulgen.
Sven la estrecha cariñosamente entre sus brazos. Sus manos tiemblan. Ella recupera
su ser y su determinación en cuanto acaba de zamparse unas onzas de chocolate.
—¿Hansi y Annette no están aquí?
—No, ¿por qué?
—Estábamos juntos detrás del Palacio de la República, después nos hemos perdido
de vista. ¿Tienes alguna noticia?
—No, que yo sepa —responde Sven, a quien se le crispa el labio inferior.
A su alrededor, la excitación está en su punto álgido. Los sublevados de Getsemaní
tienen que decidirse a salir de la iglesia, que está llena a rebosar; los miles de manifestantes
que se dirigen hacia allí no podrán encontrar refugio en la iglesia. Caras graves y pálidas,
pero también decididas, se reúnen en la nave dispuestas a enfrentarse a los sicarios de Erich
Mielke. Cuando el pesado pórtico se abre, salen a oleadas, cogiéndose del brazo para darse
ánimos, gritando «¡No a la violencia!», que hace eco con los «¡Nuevo Foro!» y
«¡Democracia!» de los manifestantes de la Alexanderplatz, una parte de los cuales ha
llegado a la plaza de la iglesia. Después se encaminan hacia Schönhauser Allee, donde
tienen que confluir con el resto de los manifestantes. La arteria está tomada por las fuerzas
del orden y sus vehículos. Además, todo el barrio está rodeado. Sven y sus compañeros han
caído en la trampa, completamente rodeados.
Se congregan en el andén del suburbano y organizan una sentada espontánea.
Repiten, emulándose, cada vez más fuerte, sus deseos de democracia, diálogo, liberación de
los presos políticos y de no violencia. Los policías y sus perros guardianes se acercan.
Están a sólo cinco metros. Los hombres de la Stasi hacen todo lo posible para llevarlos al
límite: los insultan, los empujan, los amenazan con piedras y dan vueltas a sus porras de
caucho. Son las ocho y media de la tarde y la tensión se incrementa todavía más.
Los toques de silbato rompen la noche tibia: es la orden de intervenir. Algunos
manifestantes son arrancados de la multitud con inaudita brutalidad. Los participantes
huyen intentando por todos los medios llegar a las calles adyacentes o a la iglesia, en un
guirigay de gritos y alaridos, de golpes ahogados, de caídas y articulaciones rotas. La Stasi
está en acción: sus hombres se azuzan entre ellos y, a veces, hasta ocho caen sobre sus
víctimas, preferentemente mujeres, para incitar a sus compañeros a enfrentarse a su vez a
las fuerzas de seguridad, mientras que los agentes provocadores desafían a los policías para
incitarlos a más violencia contra los manifestantes. Atacan a los fotógrafos y a los equipos
de televisión, les confiscan el material. Los vecinos que estaban apiñados en las ventanas
son desalojados con mangueras de agua. La represión de los «saboteadores» no admite
testigos.
Sven ha huido tan deprisa como ha podido y no está muy lejos de la iglesia cuando
dos salvajes de las unidades especiales de la Stasi, a los que rápidamente se unen dos
policías, lo rodean. Lo sujetan con firmeza, dispuestos a meterlo en uno de los vehículos de
transporte de tropas en los que sus colegas llevan a los detenidos de la tarde a prisión,
cuando Gottfried Forck, que asiste a la escena desde lo alto de la escalera de entrada de la
iglesia, acude:
—Dejad tranquilo a ese chico. Es uno de mis colaboradores del consejo diocesano y
pronto será ordenado pastor. Soltadlo inmediatamente —ordena el obispo de Berlín
Brandeburgo42.
Miran con desconfianza al espárrago de sienes rapadas cuya chaqueta de cuero raída
y el brillante en la oreja izquierda no parecen indicar —incluso en la RDA— una vocación
eclesiástica. Pero cuando comprenden que están tratando con uno de los más altos
dignatarios de la Iglesia, sueltan su presa a regañadientes.
El corazón le late deprisa y tiembla de rabia: las escenas a las que acaba de asistir,
de una violencia extraordinaria, han hecho perder a Sven su sangre fría: ya no quiere entrar
en la iglesia, sino hacerles frente. Y, entonces, a unos diez metros de él, ve cómo un coloso
se abalanza sobre su amigo Simon y lo coge por los tobillos antes de tirarlo al suelo y
molerlo a palos. Sven está a punto de lanzarse, pero el anciano obispo lo sujeta firmemente
por el brazo.
—Para, Sven. Has escapado una vez, no tendrás la misma suerte de nuevo. La
próxima no te soltarán. No tientes al diablo. Eres más útil en libertad que en prisión. La
lucha no ha hecho más que comenzar.
Su instinto de supervivencia lo obliga a obedecer a Forck. Al franquear el umbral de
la iglesia con su eminente escolta, ve, a lo lejos, a docenas de compañeros con las manos en
la cabeza sin oponer resistencia alguna, empujados hacia los camiones de la policía del
pueblo. Dentro del templo, personas en huelga de hambre; cuerpos deteriorados, apoyados
contra las columnas de la iglesia; caras con los ojos desorbitados en los que se lee el terror
y la incomprensión. En el claroscuro del crucero, un joven barbudo venda sus heridas.
Cerca del púlpito, Vera, que se ha quedado para controlar que haya línea de teléfono, abraza
a su hermana Annette, que llora.
***

La jornada ha sido estupenda. Desde el amanecer, Emma, Julian, su marido, y los


tres niños se montaron en el Trabi «blanco Atlas» para ir a la región de Uckermark, la
«Toscana de la RDA». Bajo un pálido sol de otoño, se pasearon a lo largo de la ribera del
lago Grimitzsee. Jürgen ha marcado los objetivos a Bastian; Petra cada vez se sostiene
mejor sobre sus piernecitas regordetas, aunque todavía no anda. Más tarde, unos vecinos
han llegado a la casa de campo con una botella de cabernet búlgaro; en el jardín han
hablado de literatura, música y algo de política también. Julian ha contado algunos chistes
buenos sobre Erich Honecker que escuchó en el bar del complejo donde trabaja como
informático: a la orilla de un lago dos pescadores ven a Honi. Está solo y, desesperado, le
suplica a Dios: «Señor, no sé qué más hacer, todo se va a pique. Ayúdame, te lo suplico».
Jesucristo se le aparece y le responde: «Erich, camina sobre el lago, te voy a ayudar». El
milagro se ha producido. ¡Honecker trota sobre el agua! Los pescadores asisten impávidos a
la escena. Se miran y exclaman: «¡Este pobre viejo ni siquiera es capaz de nadar!». «Just a
perfect day», como dice la canción de Lou Reed que se oye en las ondas de RIAS Berlín43.
A las ocho de la tarde, la voz grave del presentador de las noticias vespertinas
resuena en el transistor: «Las manifestaciones continúan en Berlín Este y en numerosas
ciudades del país. La policía ha efectuado numerosas detenciones y hay que lamentar
centenares de heridos. Actualmente, en Schönhauser Allee...». Emma se queda de piedra y
se va a buscar a su marido.
—Julian, me voy inmediatamente a Berlín.
—¿Qué? ¿Estás de broma? ¿Un sábado por la tarde? ¿Antes de cenar?
—Me has oído perfectamente: me vuelvo a Berlín. He venido por los niños, pero te
había dicho que no quería salir este fin de semana.
Emma enciende un Club.
—Creo que no entiendes lo que está a punto de pasar ahora mismo en este país. Es
muy grave.
Julian está aturdido.
—Sí, sí, lo sé. Se han enfrentado al gobierno, hay manifestaciones... Pero si llevas
todo el santo día hablando de eso. Pero ya me dirás qué va a cambiar tu presencia en Berlín
esta tarde. Si quieres, podemos volver muy temprano mañana por la mañana. Te lo
prometo.
—No tengo nada que hacer en el campo, ¿lo entiendes? Más bien no, ya sé que no
lo entiendes. Todo esto te supera. Aparte de tus ordenadores, tu bricolaje y tu comodidad...
El país está a punto de sumirse en la violencia. Mientras yo te hago la comida, mis amigos
quizá estén en la cárcel, o peor aún... No lo quiero ni pensar. ¿Y tú quieres que haga como
si no pasara nada? Está decidido, regreso. La cena está lista y no tienes más que dársela a
los niños.
—¡Genial, madame! ¡Gracias, Rosa Luxemburgo! ¿Oyes llorar a Petra en el salón?
Te da igual, supongo. Para ti la revolución está antes que tus hijos. Así que, puesto que es
así, ¡lárgate, cariño!
Un olor a colillas flota en el vagón en que se ha sentado Emma. Sólo una pareja de
ancianos diminutos, como salidos de un cuadro de Wolfgang Mattheuer44, le hacen
compañía. El tren expreso de la Reichsbahn acaba de entrar en la estación de Strahlau
después de haber pasado por las de Werneuchen, Ahrensfelde y Herzberge. Estaciones
siempre sombrías y desiertas que acentúan la mala conciencia de Emma. La víspera asistió
en la iglesia de Pankow a un debate en el que participaba la flor y nata de la intelligentsia
alemana oriental. Christa Wolf, Jens Reich y algunos otros hicieron un llamamiento a la
calma y a no manifestarse por temor a una escalada de la violencia en esta jornada de
aniversario. «Tenían razón —murmura Emma—. ¿Qué se creían esos muchachos? ¿Que el
régimen les iba a permitir tranquilamente que alterasen las ceremonias sin reaccionar? Las
vigilias, las velas, ¡todo eso está muy bien! Pero manifestarse hoy era una locura que
amenaza con desacreditar durante mucho tiempo nuestro movimiento.» Con estos
pensamientos le vuelven los sudores fríos. Con casi treinta y siete años, ya no tiene tiempo
que perder. «No, sería una tontería. ¡Ahora no! ¡No ahora que se empieza a estructurar un
embrión de oposición y a encontrar un eco en la opinión pública, tan tremendamente pasiva
hasta el momento...»
Hundida delante de la tele, Emma no hace más que fumar y beber cabernet. No ha
conseguido localizar a ninguno de sus amigos y, cuando marcó el 448 42 35 de Getsemaní,
estaba comunicando, como si hubieran cortado la línea. En cuanto a las imágenes que ve,
son todavía más dramáticas de lo que se había imaginado durante todo el día. Según la
ARD45, la policía ha detenido a más de setecientas personas antes de meterlas en los
camiones y transportarlas hacia lugares aún desconocidos. Un reportero declara, en directo,
que la Schönhauser Allee aún, a medianoche, está tomada y que alrededor de trescientos
manifestantes están atrapados delante de la estación de metro, rodeados por las fuerzas del
orden.
Un cigarrillo más, y una copa o dos. Pero no cambia nada: no hay nadie al otro lado
del teléfono. Desesperada, llama a su hermana a Viena. Al menos la tranquilizará.
***

«Boys, boys, boys...» La voz ardiente de Sabrina resuena en toda la casa. Siggi baila,
da vueltas, sobrexcitado, con los ojos vidriosos, el aliento cargado. Su amigo Andreas está
tirado en medio de vasos y de botellas vacías. Algunos de sus camaradas se persiguen
dando gritos extraños, otros están a punto de llegar a las manos. Los chupitos de
aguardiente a los que han añadido pastillas de cafeína los tienen a todos colocados. En el
cuartel de Michendorf de Potsdam, los suboficiales de los puestos fronterizos han celebrado
los cuarenta años del régimen a su manera.
***

Vera ha conseguido salir de la iglesia de Getsemaní y llegar a la UB. Allí se


encuentra con Wolfgang y su eterna parka verde, solo y terriblemente angustiado. Juntos
hacen el resumen de las noticias del día para publicarlas al día siguiente y hacerlas llegar a
los medios occidentales. Su antiguo amante la mira con sus grandes ojos tristes, pero ella
rechaza sus insinuaciones.
—Wolfgang, por favor, ¡de verdad que no es el momento!
Ella quiere dormir sola, tranquila, lejos de la agitación y del estrés de Penzlauer
Berg. Cuando regresa a su casa son las tres de la mañana. Se mete en la cama sin ni siquiera
darse cuenta de que la de Kirstin, su compañera de piso, está vacía.
37 La prisión más importante de la Stasi en Berlín.
38 En la RDA existían formalmente varios partidos políticos: el CDU, el partido
liberal LDPD, el partido de los campesinos DBD y los nacionalistas del NDPD.
Representados en el gobierno y en la Cámara del Pueblo, sin embargo estaban
completamente subordinados al SED.
39 El sekt es el vino espumoso alemán.
40 El gotha era un almanaque que empezó a publicarse a partir del siglo XVIII y
que contenía la relación de los miembros de las familias de la aristocracia. Por metonimia,
se aplica el término a las personas cuyos nombres figuran en el catálogo. [N. del T.]
41 La Allgemeine Deutsche Nachrichtendienst era la agencia de prensa oficial de la
RDA.
42 Gottfried Forck se compromete muy pronto con los grupos disidentes, que
pueden realizar sus actividades y desarrollarse al amparo de las numerosas parroquias de su
diócesis.
43 La RIAS Berlín, la radio del sector estadounidense de Berlín Oeste, creada en
1946, se difundía en toda la RDA, con gran perjuicio para las autoridades orientales.
44 El pintor de Leipzig Wolfgang Mattheuer (1927-2004) fue uno de los maestros
del realismo socialista y uno de los fundadores de la Escuela de Leipzig. Algunas de sus
obras se pueden visitar actualmente en la Neue Nationalgalerie de Berlín.
45 La primera cadena de la televisión alemana occidental.
Capítulo 5

Alerta roja

Wandlitz y Berlín Este, domingo 8 de octubre de 1989

Todavía es de noche y Egon Krenz, febril, da vueltas y más vueltas en la cama. En


nombre de los intereses superiores de la nación y del Partido, y, por añadidura, también de
su carrera, está decidido: él, cuyo sentido del deber y cuyo espíritu de sacrificio siempre
han guiado sus actos políticos, sabe que ya no hay más alternativa. Egon Krenz está
preparado para salvar a la RDA y al socialismo en suelo alemán. Está resuelto a
desembarazarse de su mentor, Erich Honecker.
Los acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas lo han convencido.
Finalmente, la historia será testigo de su fidelidad y de su paciencia con un hombre que, en
estos últimos tiempos, disfrutaba molestándolo y humillándolo delante de sus
condiscípulos. Honecker lo mantiene al margen de sus conciliábulos, todos los martes al
mediodía, con Erich Mielke, aunque Krenz sea el responsable de los asuntos de seguridad
del Politburó. Honecker lo ha obligado a coger vacaciones este verano, aunque Krenz se
preparaba desde hacía mucho tiempo para reemplazarlo durante su ausencia por
enfermedad. Y, además, en estos últimos meses ha perdido el apoyo de Honecker en
beneficio de Günter Mittag, quien se perfila ahora como el sucesor a la cabeza del SED,
una sucesión que Krenz tenía prometida desde hace muchos años.
Ha encajado estoicamente estas injusticias. Por dos veces se ha negado a participar
en un complot contra Honecker. En febrero, Gerhard Schürer le anunció su intención de
elevar al Politburó una moción contra Honecker y Mittag y presentarlo a él para el puesto
de secretario general del SED. Al cabo de tres horas de intensas discusiones, Krenz decidió
por fin no aceptar. Unos meses después, mientras se encontraba en su lugar de vacaciones
forzosas, Eberhard Aurich, su sucesor al mando de las FDJ, fue a buscarlo.
—Egon —le dijo—, el Politburó está sobrepasado por el problema de los refugiados
y sus caciques buscan chivos expiatorios. Los responsables de los movimientos juveniles,
tú y yo en particular, estamos en el punto de mira: se nos reprocha que hayamos fracasado
en nuestra misión, que no hayamos sabido formar nuevas generaciones leales al régimen y
al socialismo.
En una playa del Báltico barrida por las salpicaduras de las olas, con los pies en el
agua y los pantalones remangados hasta media pierna, Aurich intentó convencer a Krenz de
que destituyesen a Honecker. Pero, una vez más, supo resistirse al canto de sirenas: a pocas
semanas del aniversario, no podía meterse en tales maniobras contra el viejo enfermo.
Egon Krenz piensa en la primera vez que su camino se cruzó con el de Erich
Honecker. Un día de febrero de 1951, el dinámico primer secretario de las FDJ fue a
arengar a las multitudes en Rostock. El ídolo de la juventud alemana oriental, de hombros
cuadrados y verbo potente, firmó un autógrafo en la libreta de un joven soldado,
conquistado para la causa. A los catorce años, Egon encontró un modelo. Los dos hombres
fueron intimando a medida que el primero empezaba a escalar los puestos del poder.
Honecker simpatizó con aquel chaval de pelo rizado y camisa de cuello picudo. Lo
introdujo en el Comité Central, lo nombró responsable de las FDJ. Y fue él quien apoyó su
candidatura al Politburó.
Sus relaciones se deterioraron después de la visita que Honecker le hizo al hospital
tras su operación de vesícula. Los dos hombres hablaron de Gorbachov, el recién elegido
secretario general del PCUS, cuya política Krenz calificó de «razonable». Desde entonces,
el irascible secretario general sospecha en él una desviación filogorbachiana, lo cual
equivale a debilidad. A pesar de todo, Egon ha seguido sintiendo ternura por su padrino.
Hasta esta noche de insomnio.
Krenz decide levantarse para servirse un gran vaso de whisky. «Debo afirmar mi
autoridad y señalar mi oposición a esa política del avestruz, pero sin provocarlo.
Últimamente, Erich es capaz de cualquier cosa. Tenemos que romper el silencio. Lo mejor
será provocar una discusión en la próxima sesión del Politburó. Sí, pero ¿cómo? ¿Y quién
tendrá el valor de seguirnos?», se pregunta con las manos cruzadas a la espalda. De repente,
se sienta y se pone a escribir con febrilidad.
***

—¡Tú, el melenas, síguenos!


Llevan a Hansi a un despacho lleno de humo donde lo esperan tres hombres de
uniforme sentados alrededor de un civil calvo y barrigón, que hace gala con orgullo de la
insignia del Partido en la solapa. Hansi esperaba que lo soltaran, no comparecer ante estos
cuatro esbirros, lo cual no presagia nada bueno.
—Camarada, soy el juez Külz. Se ha abierto un expediente contra usted por
participar en una manifestación no autorizada en la que lanzó consignas hostiles al Estado
socialista. Por otra parte, ha alterado usted el buen funcionamiento de los órganos del
Estado en el cumplimiento de su misión. ¿Sabe lo que eso significa, camarada? Se expone a
serios problemas. Tanto usted como sus amigos estaban advertidos. Pero no son razonables,
desde hace un tiempo hacen lo que les da la gana. Ahora, amigo mío, tiene que pagar por
sus tonterías. ¡Encierren ahora mismo a este saboteador! —ordena.
Esta vez a Hansi lo meten en una verdadera celda, estrecha, que apesta a
desinfectante y a orina, con un lavabo atrancado por el anterior inquilino. Nada más
recostarse en una de las literas, oye que alguien introduce una llave en la cerradura. En el
umbral de la puerta aparece un matón seguido de tres jóvenes esposados. Uno de ellos, el
más fuerte, lleva la cabeza rapada, botas y una cazadora caqui. «¡Un skin! Menuda suerte
estoy teniendo», se dice Hansi desde lo alto de su litera.
Los prisioneros empiezan a conocerse en torno a galletas secas y a un sucedáneo de
café templado, su primer desayuno en la penitenciaría de Rummelsburg: a los tres chicos
los detuvieron la noche anterior en Mollstrasse y están acusados de lo mismo que el mayor.
Todos han pasado por las manos del juez Külz; todos consideran que la situación en la RDA
es crítica; todos lamentan la jubilación de Wolfgang Mathies, el legendario portero del F. C.
Unión Berlín. El futuro de la RDA y, más habitualmente, el de Alemania suscitan más
polémicas: entre Hansi, que sólo jura por Bakunin y Mühsam, y su compañero neonazi, las
cosas se disparan rápidamente. Sus dos compañeros los separan e imponen una tregua. Pero
cuando Hansi se acerca al lavabo común, el skin le impide el paso:
—Conozco a gente en esta cárcel, colega. A ti, con tu arito de maricón en la oreja, te
vamos a cascar, créeme.
***

Andrei, el portero de la embajada de la Unión Soviética en Unter den Linden, no ha


visto tantos coches franqueando su barrera un domingo por la mañana desde la intervención
de las tropas del Pacto de Varsovia en Praga. Kotchemassov ha convocado a sus
colaboradores más cercanos para una reunión de urgencia.
—Acabo de hablar con Mijaíl Sergueievich y quiero transmitiros sus
consideraciones. El secretario general es, cómo decirlo, un moderado: la población, y en
primer lugar la juventud, «ardiente y ávida de cambios», según sus palabras, le han causado
una gran impresión. No es el caso del SED, y menos aún de Erich Honecker. «No ha
entendido nada de lo que yo le he explicado dos veces, y muy explícitamente», ha dicho. El
secretario general ha sido muy claro: nosotros no debemos intervenir ni en los asuntos
internos del país, ni ejercer presiones en su dirección. Les corresponde a los responsables
del SED asumir sus responsabilidades y tomar sus decisiones. Además —se vuelve hacia
los representantes del Estado Mayor soviético en la RDA—, nuestras tropas no deben en
ningún caso abandonar sus cuarteles. Mijaíl Sergueievich está convencido de que pronto
estallarán nuevos conflictos y, lo repito, no quiere que nuestras fuerzas se mezclen. ¡Estad
atentos y, sobre todo, nada de aventuras!
***

En el cuartel general de la Stasi de la Normannenstrasse, a la misma hora que sus


aliados soviéticos, Erich Mielke, sus adjuntos, el presidente de la policía del pueblo, Egon
Krenz, el ministro del Interior y Günter Schabowski están en el salón. Ellos también están
convencidos de la inminencia de nuevos problemas. Ese mismo día, precisamente. Es la
principal conclusión de la exposición del general Mittig, al que ha informado Heinrich
Knopf de fuentes siempre seguras.
—Como saben ustedes, los provocadores no han conseguido perturbar el buen
desarrollo de las ceremonias del Palacio de la República. Han sido reprimidos...
Mientras Mielke se vanagloria, Krenz desliza subrepticiamente a Schabowski una
nota, fruto de sus cavilaciones nocturnas: el esquema de un texto que explica los recientes
acontecimientos y que pretende someter lo más pronto posible al Politburó y publicarlo en
Neues Deutschland.
—Egon, todo el mundo protesta: el Estado socialista y el orden público están
seriamente amenazados. Hay que ser más incisivo y tender la mano al pueblo, si no, mejor
no hacer nada y no correr ningún riesgo. El tiempo juega en nuestra contra: cuanto más se
multiplica la violencia, más riesgo hay de ver fracasar nuestro plan de transición tranquila
—le susurra el primer secretario del Partido en Berlín, poco convencido con la primera
versión de su colega. Krenz suspira: Schabowski tiene razón, debe ir más lejos.
Los dos apparatchiks se ponen manos a la obra, calibrando cada palabra, cada
coma. Logran un modelo de retórica socialista en el cual se cuelan tres maldades contra
Honecker. Afirman que la situación de los medios de comunicación y del
aprovisionamiento es «insatisfactoria»; lamentan la marcha de ciudadanos de la RDA;
reconocen finalmente que las causas del éxodo estival hay que buscarlas en la RDA y no en
otra parte. Krenz y Schabowski se miran: a pesar de todas sus precauciones, este texto es
una mordaz desaprobación de la política de Honecker. Una afrenta directa.
De ahora en adelante han de mostrar sus cartas: si quieren presentar su texto en el
Politburó al día siguiente, tienen que someterlo previamente a Erich. Krenz marca el
número de Honecker en la Waldsiedlung. Lo deja sonar una vez, dos veces, después cuelga
rápido. Colorado, vuelve a marcar y toma una gran bocanada de aire.
—Sabes, Günter, creo que no están...
—¿Diga?
—Buenos días, Margot. Qué domingo tan bonito, ¿no? Ayer por la noche, la fiesta
fue estupenda. Dime, ¿no estará por casualidad Erich en casa?
—Egon, te noto una voz extraña. ¿Todo va bien?
—Cogí frío el viernes por la tarde, en el desfile de las FDJ, pero estoy bien, te lo
agradezco.
—¿Erich...?
—Hola, Egon, ¿qué me cuentas?
—Erich, estoy trabajando en un pliego de explicaciones que me gustaría someter
rápidamente al Politburó.
—Vaya, vaya, es curioso. ¡Y un domingo por la mañana, a ti que te gusta tanto
dormir! Mándamelo lo más rápidamente posible y lo discutiremos.
Alea jacta est. Schabowski se eclipsa. Mielke le ha pedido que ponga a su
disposición a sus agitadores locales para las manifestaciones del día.
Krenz, solo en su enorme despacho, no logra más que un pequeño descanso antes de
que Honecker lo vuelva a llamar:
—¿Cómo te atreves? No sólo tus «explicaciones», como tú las llamas, están
equivocadas, sino que este texto va dirigido contra mí. Conozco muy bien tus maniobras.
Además, eres tú quien ha torpedeado la marcha con velas, eres tú quien ha obligado a las
FDJ a gritar «¡Gorbi, Gorbi!», para humillarme. Ten cuidado, Egon. ¡Este texto no se
discutirá en el Politburó!
Krenz protesta, le asegura que sus intenciones son las mejores, le planta cara al
anciano.
—Muy bien, Egon, como quieras. Quedamos mañana por la mañana en mi casa para
discutirlo.
***

—¡Herzhaft! 46 Y a juzgar por vuestras caras, os vendría bien comer algo —bromea
Ilse, que se afana delante de los hornillos. La noche de Marina y de Klaus ha sido larga y
está claro que han bebido mucho. Se menearon con los ritmos de un Diskomoderator de
clase S47 que les pasó sus primeros fragmentos de acid house. S’Express... ¡increíble!
A su llegada, Klaus ha causado una buena impresión al llevar una caja de bombones
a la madre de su amiga. Pero empieza a cambiar de opinión: el chico, encerrado en su
silencio, mirando al plato, ha rechazado la cerveza amistosa que le ha ofrecido su marido.
Por el contrario, unos tragos han sido suficientes para que Marina recupere toda su
locuacidad. Ella cuenta, falsamente indignada, que la víspera Klaus le había propuesto ir a
la Fiesta del Pueblo.
«No, ¡me duele la cabeza! —le replicó—. Cuando era joven, muy joven, para
conseguir algo de dinero de bolsillo pedía 10 marcos por llevar una pancarta pequeña, 20
marcos la grande, en la Fiesta de los Trabajadores o en el Día de la República. Pero ahora,
con la mierda imperante, incluso por todo el oro del mundo no pondría los pies en el baile
popular.»
Marina charla, canturrea, sonríe. Su buen humor esconde algo, su madre está
convencida.
Un paseo al aire libre, brazos arriba, brazos abajo, por los inmensos campos de
colza, detrás de la casa, logra despertarlos.
—Klaus, ¿qué vas a hacer mañana?
—Bueno, voy a currar a la fábrica, ¿por qué?
—Porque te vas a venir conmigo a Leipzig —le dice ella cogiéndole la mano—.
Está prevista una gran manifestación. Mi hermano estuvo allí el lunes pasado y volvió muy
impresionado. Me ha dicho que había unas veinte mil personas que coreaban, se cogían del
brazo y encendían velas alrededor de la iglesia de San-Nicolás. Es allí donde sucede todo.
Klaus, yo voy a ir y tú tienes que venir conmigo.
Desde la primera gran manifestación conjunta del 25 de septiembre, Leipzig se ha
convertido en el centro de las protestas, pero Klaus sigue siendo escéptico. De las
concentraciones del lunes por la tarde se ha quedado sobre todo con la desmesurada
respuesta de la policía. Hubo destrozos. Contrariado, pone como excusa un recado urgente,
el mal carácter de su jefe y su poca conciencia política para manifestarse.
Marina no está de humor. No se rendirá tan fácilmente:
—¿No estás harto de pasarte las vacaciones en los cámpings podridos de
Checoslovaquia? ¿No sueñas con bañarte conmigo en Mallorca o en Rímini? Klaus, yo
quiero consumir, vivir libre, terminar mi bachillerato e ir a la Universidad. Nadie decidirá
por mí, y desde luego no lo harán los viejos del Partido. ¡Todo eso se ha terminado! Y no
voy a abandonar el país para tener acceso a todo eso. Ya no tenemos elección: ¡Mañana
tenemos que ir a Leipzig!
Terminó plantando sus labios en la boca del aprendiz de carpintero. No pudo
escaparse: lo prometió, irá.
***

Por la mañana, Vera ha ido a la iglesia de Getsemaní, alrededor de la cual el cerco


de las fuerzas del orden sigue igual. Dentro domina un olor acre a pies sucios, sudor, restos
de tabaco. Pelos pegajosos, caras turbadas, insomnes... Ni siquiera Sven parece haberse
recuperado de los acontecimientos de la víspera. Hacen una lista, que se alarga de hora en
hora, con los desaparecidos, pero en ella no figura Kirstin, Vera lo ha comprobado. Su
compañera de piso, enfermera, ¿trabaja hoy? No cree. Espera dos horas más, después ya no
lo aguanta y abandona el ambiente angustioso del templo para irse a casa de sus padres.
Café, Kuchen48, abrazos, también algunas lágrimas; su madre está muy preocupada.
Cuando Vera vuelve a marcharse, sus padres no intentan retenerla, saben que es perder el
tiempo: su hija tiene una tarea y ellos admiran su determinación. Salta al tranvía para
alejarse lo más rápidamente posible de Weissensee y sus alrededores, este barrio de
pequeñoburgueses y funcionarios grises del que ella lleva huyendo desde la adolescencia.
No está muy lejos de la iglesia de Getsemaní —apenas ochenta metros la separan de ella—
cuando ve una muchedumbre de unos cuantos cientos de personas delante de un edificio fin
de siglo con frontones y gárgolas, en la esquina de Papelallee y Stargarderstrasse. No son ni
punks ni ecologistas melenudos, sino respetables ciudadanos que denuncian con calma la
violencia de los últimos días. Unas horas antes no eran más de una decena, Vera los vio al
pasar. Ahora se han congregado en torno a un gran samovar de té para picar Stohlen49,
rodeados de velas cuya cera se extiende por el pavimento irregular. A escasos metros de
ellos, los reservistas de la NVA, visiblemente incómodos, y los chicos de la Stasi, girando
los hombros y señalando a los elementos problemáticos para intimidarlos. Vera se sienta en
la acera con ellos.
La tensión se palpa. Vera observa cómo los miembros de la Stasi se acercan
peligrosamente a las primeras filas de manifestantes, al acecho de la menor chispa para
cargar. De improviso, proveniente del este, un escuadrón de policías en bloque, protegidos
con impresionantes coderas y rodilleras, golpeando al unísono los escudos con sus porras,
se abate sobre ellos. Una ola de pánico recorre a los contestatarios. Corren aterrorizados,
pero las calles de los alrededores están cercadas. Stasi y policías, Stasi sobre todo, cargan
como bulldozers. Vera sale corriendo en seguida, pero ¿dónde ir? Se vuelve y ve a cuatro
hombres tras ella —policías, sobre todo jóvenes—, incómodos por su pesado equipamiento.
Agranda sus zancadas y se une a un grupito de hombres sin resuello. Uno de ellos está a
punto de desmayarse cuando una voz procedente de uno de los edificios los llama:
—¡Suban deprisa, yo les abro!
Vera y sus compañeros de escapada suben de cuatro en cuatro las escaleras. La
puerta del tercero está abierta y se meten en el piso en el momento en el que los policías
penetran en el inmueble: los fugitivos oyen cómo vibran los escalones bajo sus pasos. Su
salvador es un hombre de unos treinta años que ha participado en la sentada antes de volver
a su casa, previendo que las cosas se pondrían feas. Sin decir una palabra, pone unos vasos
en la mesita del salón y saca una botella de licor de melocotón, mientras sus invitados se
descalzan a toda velocidad y se tumban en el sofá. Apagan la luz. Golpes en la puerta.
Silencio de catacumba en el piso. Los golpes aumentan hasta el punto de que los goznes
vibran.
***

Una enorme masa de gente se apretuja en los bancos de la iglesia de Getsemaní.


Algunos se encaraman al órgano para asistir al oficio de las seis de la tarde; tres mil
personas escuchan religiosamente la prédica del pastor Albani, una vez que éste ha
recordado los nombres de sus camaradas detenidos por la policía en las últimas horas.
Incluso los no creyentes parecen implorar al cielo.
—Quien priva arbitrariamente al prójimo de libertad se cierra rápidamente todas las
salidas —declara el clérigo, que lleva una estola alrededor del cuello. Sus frases
reconfortan a los fieles. Necesitan mucho de la fe en Dios, en el hombre, en la providencia.
Con raras excepciones, todos están sin noticias de un pariente o de un amigo desde hace
veinticuatro horas. El régimen no ha hecho ninguna concesión; no conoce más que la
represión: ochenta personas detenidas el 7 de septiembre en Berlín; otro centenar de
detenidos el día 18 en Leipzig; altercados brutales en Dresde, en Magdeburgo, en Leipzig
otra vez, a principios de octubre; docenas de condenados a penas de prisión de varios meses
o a grandes multas. Y, encima, este fin de semana conmemorativo en el que la violencia de
las fuerzas del orden ha llegado a su apogeo. Por el momento...
Dentro de la mala suerte, a Kirstin, la compañera de piso de Vera, no le ha ido mal:
la acaban de soltar después de veinticuatro horas bajo custodia.
—He tenido que justificar todo: por qué llevaba una camiseta negra, por qué tenía
un pin de Gorbachov en el jersey, por qué llevaba panfletos de la UB y de la iglesia en uno
de mis bolsillos. La cosa se prolongó varias horas y después me hicieron firmar una
declaración según la cual reconocía que el Nuevo Foro era contrario a la Constitución y
atentaba contra el orden público. Me han dejado muy claro que me arriesgaba a acciones
penales si me identificaba con el NF y propagaba sus ideas —cuenta al círculo que se ha
formado a su alrededor.
—Hemos echado un pulso a las autoridades. Es una lucha por el poder. Tendremos
que estar preparados para todo, pero una cosa está clara: es demasiado tarde para echarse
atrás —afirma Barbara.
—Creo que nuestra única esperanza es Gorbachov —dice Kirstin acariciando su pin
como si fuera un talismán.
—Gorbachov nos deja actuar, pero no se inmiscuirá. Los soviéticos no intervendrán
para mantener al régimen. Por otro lado, hay que preguntarse qué es lo que Gorbachov
controla aún de verdad. ¿Qué van a hacer los cuatrocientos mil hombres del Ejército Rojo
que están en la RDA? Nada, esperemos. En todo caso, no os hagáis ilusiones: Gorbi no
vendrá en nuestra ayuda. Es más, nadie vendrá a ayudarnos. Todo depende de nosotros.
Una mujer, pálida como un espectro, toma la palabra con voz ahogada, pero
agresiva:
—Mi marido me contó las mismas cantinelas: la revolución pacífica, la democracia,
las vigilias, la libertad de opinión, las velas... Está desaparecido desde ayer, después de
haber participado en la manifestación de Alexanderplatz. Es imposible saber dónde está.
Nos enfrentamos a algo demasiado gordo: el SED no entregará la menor parcela de poder.
—Desgraciadamente, creo que tiene razón —interviene un tío grandote en chándal
—. ¿Por qué nos arriesgamos tanto? ¿Qué quiere la mayoría silenciosa de este país? De
acuerdo, aquí en Prenzlauer Berg, el movimiento es popular, pero ¿y en
Hohenschönhausen? ¿En Mitte?50 ¿En el resto del país?
Eso es demasiado para Sven. Revestido con una curiosa casulla en la que pone
«¡Liberad a Hansi Z!», explota:
—Dos cosas. Una: o bien eres un cagado, quieres ir a la facultad y al final te das
cuenta de que estar esta tarde en esta iglesia con nosotros te puede costar caro, o bien me
gustaría saber para quién trabajas...
—¿Cómo?
—Sí, ¿fichas en la Normannenstrasse, quizá? A los tipos como tú los conozco desde
hace mucho tiempo: creáis problemas para debilitarnos. Además, nunca te he visto por
aquí...
—¡Repítelo si te atreves!
—Parad los dos —se interpone Barbara—. Sven, tranquilízate, por favor.
—No, ya está bien de dejarse manipular, ¡mierda! Llevo desde por la mañana
escuchando rumores alarmantes sobre la manifestación de mañana en Leipzig: las reservas
de sangre están listas, han dejado camas libres en los hospitales, los grupos de combate de
los complejos están movilizados, incluso van a instalar campos de reagrupamiento en los
alrededores de la ciudad... ¿De dónde salen esos rumores, según vosotros?
Un hombre embutido en un traje beis, con los codos raídos, visiblemente
emocionado, se acerca para tomar la palabra:
—Escuchen. Soy miembro del Partido desde hace veinticinco años y estoy harto de
todo lo que pasa actualmente. Hace varios meses no veía bien vuestras acciones. Hoy sé
que no sois enemigos y tenéis todas mis simpatías. El régimen debería estar avergonzado de
perseguiros y acosaros como a conejos ¡con la policía! ¡Con la policía del pueblo! ¡Es una
catástrofe para nuestro país! Mi padre era un antifascista convencido y fue deportado; yo
mismo hace mucho tiempo creía que el militarismo se había terminado. He abierto los ojos.
Ya no tengo confianza en nuestro Estado ni en sus pseudovalores humanistas. Creedme: no
estáis solos. Hay mucha gente, especialmente de mi generación, e incluso en el Partido, que
condena la violencia del régimen y que ya no se identifican con su política.
Todos miran al quincuagenario barrigón con respeto. Sven le da la mano
calurosamente y sus rasgos se distienden.
—No puede imaginarse desde hace cuántos años espero oír algo semejante de un
miembro del Partido —le felicita Barbara—. Para los alemanes del Este, para muchos
alemanes orientales, ha llegado el momento de plantearse la posibilidad de ir a prisión por
sus ideas. Cuanta más gente nos apoye y salga a la calle, más difícil le será a la policía
utilizar la violencia. Ésa es nuestra fuerza, pero con una condición: la no violencia. No
malgastemos nuestro esfuerzo cediendo a las provocaciones. De todas formas, no estamos
preparados para ese juego: ellos siempre salen vencedores, siempre... Mañana, quizá
Leipzig dé un giro decisivo a la situación. Veremos si nuestros camaradas, si la población
en masa tiene la valentía de desafiar al poder. Creedme, incluso si eso puede parecer
insensato, ¡tengo confianza!
De repente resuenan unos gritos: ¡La iglesia está rodeada! ¡No hay forma de salir!
***

A cientos de kilómetros de allí, también un hombre está sumido en un mar de dudas.


En su oficina de la Cancillería, en Bonn, Helmut Kohl está preocupado. Sigue los
acontecimientos en la RDA. Quiere creer que Honecker y su camarilla político-militar no
llegará tan lejos como para enviar tropas a reprimir la manifestación del día siguiente en
Leipzig. Rudolf Seiters, responsable de asuntos interalemanes en la Cancillería, comparte
esta opinión: Gorbachov prohibirá cualquier recurso a las armas y, sin el apoyo soviético, el
ejército alemán oriental no se desplegará. La violencia del fin de semana demostró, hora
tras hora, que la situación alemana oriental puede estar a punto de cambiar. Para ello
bastará con lanzar una piedra, un altercado que se descontrole, una nimiedad. En tal caso, la
RDA estará definitivamente desestabilizada y docenas de miles de refugiados se plantarán a
las puertas de la RFA. Con todos estos gravísimos problemas y a un año de las elecciones,
será difícil ganarlas. Todos los sondeos así lo indican.
Desde hace varias semanas Helmut Kohl, normalmente tan sereno, está febril;
prevalecen sus emociones. Tiene que hacer algo para frenar esta mecánica; hay que
presionar, pero al mismo tiempo convencer al régimen vecino, atormentado por las peores
dificultades económicas; él lo sabe: la RFA sigue manteniendo a su retorcido gemelo y este
último intenta sacarle siempre más divisas. Odia a estos apparatchiks y siempre ha
considerado a la RDA como un Estado fundamentalmente ilegítimo. Cansado de luchar,
acabó resignándose a mantener la Ostpolitik de sus predecesores socialdemócratas.
Está trabajando en la declaración que leerá al día siguiente, antes de la
manifestación de Leipzig, para evitar a cualquier precio una nueva escalada de violencia.
«Solidaridad con la población, orgullosa y valiente. Firmeza con los dirigentes,
absolutamente responsables del deterioro de la situación. ¡Es imposible garantizar la paz
interior y la estabilidad mediante la violencia y deteniendo gente! Resolución: exhortar al
régimen a acometer de una vez por todas las reformas y a preocuparse por las necesidades y
las inquietudes de sus compatriotas. La zanahoria: la hucha de nuestra rica República
Federal. El anuncio: el gobierno alemán occidental está dispuesto a apoyar firme y
absolutamente las reformas políticas, sociales y económicas de fondo que emprenda la
RDA.»
***

Erich Mielke planifica la escalada de violencia en el cuartel general de la


Normannenstrasse. El octogenario no había vuelto a sentir una embriaguez semejante desde
la guerra de España, en la que, a las órdenes de Stalin, hizo liquidar a los anarquistas y a los
trotskistas de las Brigadas Internacionales en los frentes de Cataluña y Aragón. Redacta su
alerta, «Código rojo», que dará a las fuerzas de seguridad permiso para matar:
«Tras la campaña de incitación y calumnias y los diversos intentos de
intervenciones masivas, la situación político-operacional de la RDA se ha deteriorado
considerablemente. La naturaleza y los peligros asociados a las concentraciones de masas
ilegales de fuerzas hostiles contrarias se han agravado. Con el fin de reprimir y eliminar de
manera eficaz toda actividad de este tipo, dispongo, por tanto:
»— Un estado de alerta total, según la directiva 1/89, párrafo II, a todas las
unidades. Los miembros de las fuerzas armadas deben tener sus armas permanentemente
cargadas para hacer frente a los requerimientos de cada situación.
»— Las fuerzas de reserva han de estar preparadas y con capacidad de intervención
rápida, incluso en las medidas ofensivas destinadas a reprimir y a eliminar las
manifestaciones ilegales.
»— Todos los colaboradores oficiales y oficiosos de la Stasi deben estar en alerta y
con capacidad operativa según la evolución de la situación.
»— Movilización de las milicias obreras y plena disposición de los hospitales con el
fin de que puedan acoger a un gran número de heridos...».
Erich Mielke contempla un buen rato la reproducción de la mascarilla mortuoria de
Lenin en su mesa de despacho antes de rubricar solemnemente su alerta roja. En seguida se
envía a todas las direcciones locales del Partido y de la Stasi.
***

Viatcheslav Kotchemassov se ha pasado la tarde trabajando en la embajada y está


medio dormido delante de una montaña de telegramas diplomáticos cuando suena el
teléfono. Egon Krenz está al otro lado.
—Erich me ha pedido que coordine las «medidas necesarias» con el ejército y la
policía para la manifestación de mañana en Leipzig.
—Lo más importante es evitar un baño de sangre, Egon. Te doy un consejo
categórico: no utilizar en ningún caso métodos represivos y menos aún al ejército.
—Claro, entendido, Viatcheslav, es impensable —le responde Krenz suspirando de
alivio—. Por otra parte... quería decirte...
—Dime, Egon.
—Nada, nada, perdona. Me tengo que ir. Hablaremos de esto más tarde.
«Krenz no es trigo limpio: trama algo», se dice el embajador soviético al colgar.
Llama de inmediato al Estado Mayor de las fuerzas soviéticas en la RDA:
—Mantened a las tropas alejadas de Leipzig mañana y acuartelad a los hombres de
manera que se reduzcan al máximo los riesgos de provocaciones antisoviéticas.
***

El pastor Albani cruza los brazos, se inclina hacia delante, después hacia atrás, se
frota la oreja. Tras permanecer media hora hablando con un general uniformado en el
portón de la iglesia de Getsemaní, se apodera de un megáfono:
—Tenéis permiso para regresar a vuestras casas a condición de no intentar nada
contra las fuerzas del orden. Con esas condiciones se comprometen a dejaros pasar
libremente.
Los miles de ocupantes de la iglesia se miran en silencio, incrédulos. Cuando Albani
reitera su anuncio, se ponen a hablar todos a la vez, la mayoría muy aliviados con la idea de
volver a sus casas y de salir de esto sin problemas.
—Demasiado fácil, no me lo creo —murmura Emma, tranquila por haber visto a su
amiga Barbara bien. Es imposible confiar en los hombres de Erich Mielke, ya que la única
salida es el puente que cruza la vía del tren detrás de la iglesia: una verdadera ratonera.
Emma duda (sus hijos, preocupados, seguro que la esperan en casa), después decide
quedarse en el templo.
De improviso, un adolescente hace una estrepitosa entrada. Con la mano
gravemente herida, ha conseguido franquear el cordón de seguridad para advertir a sus
camaradas: la Stasi les espera a la salida del puente. Han detenido ya a docenas de
personas. Para Emma está claro: hay que salir, enfrentarse a las fuerzas del orden, mostrarse
solidarios con los camaradas. Un centenar de audaces se levantan y salen de la iglesia, en
procesión, con velas en la mano, atravesando el cordón de las fuerzas del orden, que los
dejan pasar, inactivos delante de esos extraños peregrinos. Se sientan en la esquina de la
Stargarderstrasse y de la Schönhauser Allee, según un ritual ya bien aprendido —sentadas,
velas en la acera—, y repiten a coro, unos junto a otros, con las manos levantadas, sus
consignas preferidas: «¡No a la violencia!» «¡Indignos!», mirando a los brutos que les
hacen frente.
***

Vera, alucinada, ha pasado la tarde en su improvisado escondrijo. Los policías


llamaron, gritaron, golpearon cada vez más fuerte. La puerta tembló pero resistió antes de
que abandonaran. Sin duda pensaron que tenían cosas mejor que hacer esa tarde con
ambiente de guerra civil. Una vez superado el temor, sus compañeros y ella se conocieron,
y el licor de melocotón desató las lenguas del grupo salvado de milagro. Por una extraña
coincidencia, seis de los ocho refugiados son conductores de autobús, y transforman
rápidamente el salón en una reunión intersindical surrealista... Vera tiene muchas ganas de
volver a salir, pero la empresa parece peligrosa, incluso para una cabeza loca como ella.
Los hombres de la Stasi hacen auténticas redadas. Cada vez que ella, con pasos silenciosos,
se ha acercado a la ventana, ha presenciado escenas de tremenda violencia.
A unos cien metros del refugio de Vera, Emma y sus camaradas viven un momento
dramático. Los policías se han acercado para provocarlos. Detrás de ellos, los perros, a los
que han quitado los bozales, ladran. De repente, los hombres de la Stasi se apartan para
dejar paso a uno de los quitanieves del ejército. El monstruo de acero avanza lentamente
aplastando las velas a su paso. Cuando está a dos metros de ellos, los manifestantes se
levantan con presteza y se dirigen al metro de superficie perseguidos por los policías, que
agarran salvajemente a media docena de ellos. Emma y otra mujer corren a tiempo en
dirección a la estación, cuya entrada está defendida por un joven recluta. Le suplican,
mencionan su numerosa prole, alternan sonrisas y lágrimas, sobre todo Emma, que lo mira
con sus grandes ojos azul claro. El guardia, primero inflexible, se deja enternecer.
Las dos fugitivas recorren el andén desierto y maldicen esta línea de metro que
tarda. Deciden volver a bajar por donde han venido para ir andando. Imposible: la salida
está bloqueada por un camión aparcado de lado. Hombres y perros las esperan al pie de la
escalera. Ellas vuelven a subir a toda prisa, Emma se tropieza con un escalón y se cae. De
repente, oyen el tren que entra en la estación. Corren otra vez por el andén, justo a tiempo
para ver arrancar los vagones amarillos. Gritan con todas sus fuerzas, agitan los brazos,
corren en paralelo al tren. El conductor se da cuenta en el último momento y les abre la
puerta del último vagón. El tren desaparece en la noche.
46 Deliciosos.
47 En la RDA, incluso los Dj’s tenían que hacer exámenes y obtener certificados
para ejercer su profesión. Había cuatro clases de Dj’s: los S eran los mejores y podían
trabajar en todo el país, con la condición de que respetasen las cuotas del Partido: el 60 por
ciento de la música alemana del Este o del bloque comunista y el 40 por cierto de música
«no socialista».
48 Pastel.
49 Sándwiches típicos de Berlín, con queso o fiambre.
50 Barrios de Berlín Oriental. Hohenschönhausen albergaba a numerosos agentes de
la Stasi y a funcionarios de bajo rango; Mitte, a muchos cuadros del Partido.
Leipzig
Capítulo 6

Miedo en la ciudad

Leipzig, lunes 9 de octubre de 1989

Apenas son las ocho de la mañana. Martin tiene el tiempo justo de tomarse un café
antes de ir a ocuparse de sus pacientes, ancianos recogidos en un asilo que depende de la
diócesis de Leipzig. Durante los descansos, el joven auxiliar de clínica se divierte
observando la comisaría vecina, las idas y venidas de los policías en el pasillo, el paso de
los delincuentes esposados. Esta mañana reina una agitación anormal. La gente corre, grita,
hay ambiente de grandes maniobras. En un extremo del patio, los mecánicos y los obreros
refuerzan el blindaje lateral de los camiones e instalan en la parte delantera púas de acero
templado.
«Parece que va en serio», murmura Martin. Hasta ahora, se negaba a creer en los
rumores que han recorrido Leipzig durante los últimos tiempos. Tres días antes se encogió
de hombros al leer en el Leipziger Volkszeitung la declaración del comandante de una
brigada de milicias obreras que anunciaba que «la ley y el orden se restablecerán de una vez
por todas, y si fuera necesario por las armas».
Los hombres de la Stasi, de todo el país, vuelven de las armerías con las armas en la
mano. La alerta «Código rojo», lanzada por Mielke, ha movilizado a todos los servicios de
orden de la RDA. En Berlín, Heinrich Knopf ha cogido su Walter O, que también ha metido
en su pistolera, bajo su traje de tergal. En Leipzig, en las comisarías y en los cuarteles, es
hora de reunirse para dar instrucciones.
La sesión se desarrolla igual en todas partes. Proyección de fotos edificantes y de
películas de propaganda: se muestra a policías del pueblo quemados vivos, combates en la
calle en los que los agitadores desatados se imponen a las fuerzas del orden. Esas imágenes
impresionan a los jóvenes reclutas del BePo51. Después, los oficiales terminan con un
discurso.
—O ellos o nosotros. Hoy, camaradas, la contrarrevolución está en la calle y nos
enfrentamos a una amenaza muy grave, comparable a la que hizo temblar a China hace
cuatro meses. La manifestación de esta tarde será muy distinta de la de los lunes anteriores.
Vamos a enfrentarnos a extremistas capaces de todo para derrocar el régimen. Irán
equipados con cascos y armados con piedras y palos. Lo repetimos: ¡O ellos o nosotros!
»Hay que acabar definitivamente con esos agitadores. No atacaremos a la salida de
las iglesias, en la zona peatonal del centro de la ciudad. Pero una vez que los manifestantes
lleguen al Ring, impediremos su reagrupamiento. A la altura de Ostknoten, en el cruce de
Georgi Ring y la plaza de la estación, cortaremos el paso para evitar que los elementos
radicales se agrupen alrededor del estanque de Schwanenteich, donde estará concentrado el
grueso de nuestras tropas. Unidades del ejército popular y blindados estarán situados en las
inmediaciones de la Estación Central, delante de Correos y de la emisora de radiotelevisión.
En caso de ataque, responderéis haciendo uso de las armas. Sí, me habéis entendido bien:
podréis hacer uso de vuestras armas de fuego. Habrá kalashnikovs cargados en los
camiones cercanos. Desde este momento, cientos de vosotros seréis desplegados en las
calles y en el puente de la estación: hay que impedir la llegada de individuos
potencialmente sospechosos y hay que alejarlos. Además, el acceso a la ciudad está
prohibido para todos los periodistas, en particular para los equipos de las televisiones
extranjeras. Según los cálculos del general Strassenburg52, por la tarde se manifestarán
como máximo cincuenta mil, pero en realidad hay que esperar de veinte a treinta mil
manifestantes. Esta tarde seréis tres mil cien policías y mil quinientos soldados para
controlar la ciudad; ocho centurias de milicias obreras, es decir, ochocientos hombres,
completarán el dispositivo, así como las unidades secretas de la Stasi y los miembros del
Partido no armados mezclados con la gente. Este día es decisivo para el futuro de nuestra
república socialista. ¡Rompan filas y a sus puestos!
***

—Bueno, Marina, ahora nos tenemos que ir. No estamos más que a ochenta
kilómetros de Leipzig, pero seguro que habrá cordones policiales y controles de carretera.
Jens y Leo llegarán de un momento a otro. ¿Qué hace tu amigo?
—No lo entiendo: lleva ya un retraso de casi una hora... Vamos a esperar un poco
más. Gerhard, ya verás, Klaus no tiene buena pinta, pero es un chico formidable.
Marina cada vez está más nerviosa, su amigo se desespera, Jens y Leo, que se han
unido a ellos, se impacientan. De repente, suena el timbre. La joven palidece al descubrir en
la puerta al cartero de Mühlberg:
—¡Un telegrama para usted, señorita!
«Resfriado – stop – en cama – stop – no puedo ir – stop – pienso en ti – stop – estoy
contigo – stop – de todo corazón − stop – tu Klaus.»
En el Wartburg, que cabecea sobre sus amortiguadores cada vez que Gerhard intenta
evitar un bache, el ambiente es triste. Pisando a fondo el acelerador, el conductor intenta
ganar el tiempo perdido. Conscientes de los peligros que los esperan, sus amigos Jens y Leo
no son nada elocuentes. Marina rumia, maldice, uno a uno, a las columnas de blindados a
los que adelantan, a Erich Honecker, al género masculino. Llegan antes de lo previsto a la
periferia de Leipzig, donde dejan el coche. Tienen que atravesar la ciudad en estado de sitio
antes de llegar a la iglesia de San Nicolás.
Si este templo se ha convertido en el centro de la protesta es sobre todo gracias a un
hombre, de espíritu libre y aventurero: el pastor Christoph Wonneberger. Tres años antes,
cuando se hizo cargo de la parroquia de San Nicolás, el oficio de la paz del lunes por la
tarde53 no reunía más que a un puñado de marginados. En pocos meses, Wonneberger
convirtió la reunión semanal en la de los pacifistas, los defensores del medio ambiente, los
militantes de los derechos humanos y, cada vez más, en la de los ciudadanos de a pie, libres
de expresar allí sus quejas. En enero de 1988, afectado por la detención en Berlín de
numerosos camaradas con motivo de la conmemoración del asesinato de Rosa
Luxemburgo54, creó una oficina de coordinación de los grupúsculos locales de oposición
que sirviera también como red de información para los medios occidentales. Bajo la presión
de la Stasi, Friedrich Magirius, el «superintendente»55 de la iglesia de San Nicolás, tuvo
que tomar la decisión de separarse del molesto pastor.
Wonneberger está en el punto de mira de las autoridades desde hace mucho, desde
que empezó a recorrer los países del bloque del Este. Peacenik errante, altruista y barbudo,
estuvo en Praga en 1968 cuando los tanques soviéticos invadieron la ciudad, después se
trasladó a Polonia, de Cracovia a Gdansk y a Varsovia, donde asistió a conciertos de jazz,
fumando en pipa, y estableció contactos con los movimientos de la oposición local. A
mediados de los años ochenta militó en el movimiento para la creación de un servicio de
«paz social» como alternativa al servicio militar tradicional y al «servicio de
«construcción»56 no combatiente. Pero los objetores de conciencia, el régimen y la Stasi no
lo querían bajo ningún concepto: declararon anticonstitucional su iniciativa; se libró de una
pena de prisión y su jerarquía le amenazó con suspenderle si no ponía fin a sus actividades
subversivas.
El 9 de octubre de 1989, Christoph Wonneberger recorre el centro de Leipzig en
bicicleta. Quiere comprobar si los rumores alarmistas que le han contado son fundados. Al
este del Ring, en las callejas adyacentes, se agrupan varias compañías de los BePo, y detrás
de la Ópera, alrededor del estanque, camiones y vehículos blindados toman posiciones.
Regresa terriblemente inquieto. Después del éxito de las manifestaciones de los lunes
anteriores —desde hace un mes, el número de manifestantes se duplica todas las semanas—
y la violenta represión de las concentraciones del fin de semana en todo el país hay que
esperar lo peor. En su casa se encuentra con sus compañeros del Círculo de Derechos
Humanos. Todos han visto los mismos movimientos de tropas.
Leipzig no será la Tiananmen de la Alemania del Este. La manifestación de hoy no
debe transformarse en un baño de sangre. Como el día anterior, redactan frenéticamente
nuevos panfletos. «Las fuerzas del orden no son los enemigos; Wirsind das Volk
—«nosotros», policías y manifestantes, somos el pueblo—; la violencia no resuelve nada;
el Partido y el gobierno son los responsables de la situación actual, pero nos corresponde a
nosotros, habitantes de Leipzig, impedir hoy una escalada de violencia. Nuestro futuro
depende de...»
A unos cientos de metros de allí, los militantes del Nuevo Foro están que no viven.
¿Quién podrá convencer a las autoridades de renunciar al uso de la fuerza? Sólo una
autoridad moral respetada tanto por la jerarquía del Partido como por la población podría
evitar la catástrofe. De repente, está más claro que el agua: ¡Kurt Masur! ¿Cómo no lo han
pensado antes? El director de orquesta es un gran defensor del diálogo. A finales de agosto,
abrió las puertas de la Gewandhaus57 a los habitantes de Leipzig para que pudieran hablar
después de que las autoridades cancelaran un festival de música en la calle. Asistieron
artistas, pero también empleados de la Stasi y ciudadanos de a pie, con curiosidad por
debatir libremente bajo la dirección del maestro.
Con su papada de barba poblada, su estentórea voz, su altura y su figura atlética,
Kurt Masur habría sido un soberbio actor de peplum58. Dos oficiales de enlace del NF, un
poco intimidados por ir a llamar a la puerta de su despacho de la Gewandhaus, le explican
el motivo de su visita. Él los tranquiliza. Adora esta ciudad, en la que ha estudiado, y no
dejará que un puñado de viejos y de generales empañe jamás su nombre. Él tampoco puede
más.
—El desfile del viernes en Berlín fue una farsa tan macabra como grotesca —les
confiesa. Hará todo lo posible para evitar el temido enfrentamiento. Pero debe irse rápido;
sus músicos lo esperan para el ensayo general del concierto de esta tarde.
Nada más interpretar los últimos compases de la Segunda Sinfonía de Brahms, Kurt
Masur vuelve a grandes zancadas a su despacho y llama a Kurt Meyer, el secretario de
Cultura del SED del distrito. Confía en Meyer, funcionario honrado que le ha acompañado
en sus últimas giras triunfales a Japón y Estados Unidos. Seguro que éste le dará
información concreta sobre los planes del Estado Mayor y, llegado el caso, podrán
intervenir juntos. El secretario no puede hacer gran cosa, pero le jura que lo llamará lo más
rápidamente posible. Kurt Masur no hace más que llegar a su residencia de la Hellerstrasse
cuando suena el teléfono.
—Efectivamente, las cosas pintan mal. Pero no puedo decir nada por teléfono. Le
propongo ir de inmediato a su casa con camaradas del Partido, Wötzel y Pommert, el
cantante Lange y el teólogo Zimmermann. Hay que hacer algo. Juntos debemos intentar
evitar lo peor.
Masur mira la hora. Pronto serán las dos: el oficio de la paz empieza dentro de tres
horas escasas.
***

Martin acaba de terminar su turno en el asilo y acelera en bicicleta para llegar al


centro. Un familiar olor a azufre le irrita la garganta. El gigantesco complejo de Bitterfeld,
situado a unos cuarenta kilómetros, de donde se extrae el lignito en las minas a cielo abierto
para transformarlo en combinados químicos centenarios, es el sepulturero de la segunda
ciudad de la RDA. El aire está saturado de óxido de nitrato y de ácido sulfúrico; el río
Mulde se ha convertido en un vertedero donde se vierten ácidos y cloritos, fenol y metales
pesados. Ese desastre ecológico, después de un servicio militar en el que sufrió miles de
novatadas por haberse negado a gastárselas a los nuevos reclutas, arrojó definitivamente a
Martin en los brazos de la oposición. Atraviesa el centro, y el espectáculo de las casas
patricias abandonadas de los Gründejahre59 le indigna. Y pensar que antes de la guerra
Leipzig era una ciudad próspera e industriosa, similar al resto de Sajonia, la capital de la
edición y de la imprenta del Reich... La guerra y después la creación de la RDA anunciaron
el fin de esta edad de oro. Lo más granado de la industria abandonó la ciudad para
implantarse en Alemania Occidental y la ciudad se fue apagando poco a poco a falta de los
subsidios de Berlín Este. Dos veces al año, con las ferias, Leipzig recobra su lustre de
antaño. El régimen invierte sumas increíbles para dar a los visitantes extranjeros la imagen
de una ciudad moderna y floreciente. Ese Leipzig de opereta reaviva la ira y la frustración
de los habitantes, excluidos de esas semanas de fasto.
Las tiendas y los comercios ante los cuales pasa Martin han echado el cierre:
consignas del Partido. La ciudad está como aletargada: es la calma antes de la tempestad.
En la Burgplatz, el auxiliar de clínica se cruza con dos camaradas de lucha, Joachim y
Markus. El 4 de septiembre pasado aprovecharon la feria para manifestarse ruidosamente
ante las cámaras de las televisiones occidentales alemanas. Era el primer oficio de la paz
tras la reanudación y, por primera vez, gritaron: «¡Queremos quedarnos!», y no sólo:
«¡Queremos salir!». El movimiento de protesta en el interior de la RDA estaba en marcha.
Una semana después, una vez que los periodistas extranjeros dejaron la ciudad, la Stasi
detuvo a numerosos manifestantes, seis de los cuales eran amigos íntimos de Martin.
Jo y Markus están lívidos. Como todos, han oído decir que se prepara una represión
salvaje; como todo el mundo, tienen miedo. Como son padres de niños pequeños, no están
seguros de si irán a la manifestación por la tarde. Martin, por más que lo entienda, no está
dispuesto a abandonar la partida: no tiene ni mujer ni hijos; está enfadado y quiere sacar de
la cárcel a sus amigos lo antes posible. Abraza a sus amigos y cierra los puños: ¡Es ahora o
nunca cuando el pueblo debe demostrar su fuerza y su unión!
Cuando llega a la plaza de la iglesia de San Nicolás, Martin casi tiene que dar
codazos porque la multitud se apretuja ya delante de las puertas del templo. Charlan,
fuman, intentan remediar su angustia. Algunos temerarios gritan: «¡Gorbi!, Gorbi!»,
«¡Somos el pueblo!», pero la mayoría permanece en silencio. Se despliega una pancarta:
«Ciudadano, ¡no respondas con violencia, contrólate y deja la piedra!». Martin llega tarde a
la reunión informativa que se celebra en el despacho de Christian Führer, el pastor de la
iglesia que ha sucedido a Christoph Wonneberger cuando le revocaron. Friedrich Magirius
preside la sesión y lanza una mirada reprobatoria al que llega tarde. El «superintendente»
de la iglesia tiene cara de pocos amigos. Martin confía en Magirius: él es quien ha hecho
posible la creación de los grupos disidentes de base, es él quien los protege desde hace años
en las parroquias del este de Leipzig por estar sometidos a constantes presiones de la Stasi.
—Mis queridos amigos, la situación es grave. Si tuviera un temperamento
pesimista, diría que es casi desesperada. Todo inclina a pensar que las fuerzas del orden
harán uso de las armas. En cualquier caso, tienen autorización para hacerlo. La ciudad está
rodeada por fuerzas armadas desplegadas en gran número.
El buen doctor Berger, abogado de la parroquia, carraspea con aire molesto. Por
supuesto nadie sospecha que este fiel sea un informador de la Stasi desde hace muchísimos
años.
—He tenido la suerte de poder hablar esta mañana con los responsables de la
seguridad y, a pesar de que ellos me han pedido que no dé ninguna información, mi
conciencia cristiana me impide guardar silencio. Veinte mil soldados del ejército popular
van a ser apostados alrededor de la ciudad. Un amigo cirujano me ha confirmado que los
hospitales se están preparando para recibir a los heridos de bala.
A su derecha, el abogado Schnurr, colaborador desde hace mucho de los servicios
de Heinrich Knopf en Berlín, opina:
—Por mi parte, creo que los hangares del Recinto Ferial y del Salón de la
Agricultura han sido dispuestos como campos de reagrupamiento. Sin embargo, eso no os
ha impedido llegar, la iglesia ya está llena —desde las dos de la tarde— de gente a la que
nunca había visto, que ha acudido en grupos a intervalos de escasos minutos. Se trata sin
duda de colaboradores de la Stasi o miembros del Partido, encargados de ocupar los lugares
para impedir que la gente asista al oficio, incluso para boicotearlo.
Un adolescente desgarbado irrumpe y corre hacia Berger, que lo escucha y después
vuelve a tomar la palabra.
—Este joven trabaja en una fábrica química y me acaba de decir que han confiscado
cientos de contenedores de pintura. Piensa que cargarán los cañones de pintura para marcar
a los manifestantes y así facilitar su detención.
—Escuchad —lo interrumpe Christian Führer, a quien le tiemblan las manos—, esta
tarde tiene que venir mucha gente. Habrá mujeres, familias, yo mismo he visto cochecitos
de niños en la plaza. Tenemos que ser responsables. Pero el movimiento no está
coordinado. No hay servicio de orden para proteger la marcha. ¿Deberíamos quizá
desconvocar la manifestación después del oficio? Quizá fuera lo más inteligente...
Martin explota:
—¡Eso está descartado! Hoy no renunciaremos. Esto no puede seguir así. Vamos a
demostrar que nosotros no somos ni criminales ni incívicos. No podemos dejarnos
calumniar por los medios ni por el régimen sin reaccionar. Mantenemos una lucha por la
verdad, ¡por Dios! ¡No vamos a bajarnos los pantalones tan rápido!
Friedrich Magirius duda; después se vuelve a levantar y, con un ademán de la mano,
hace callar los murmullos y las aclamaciones.
—Sólo la sabiduría, la prudencia y la contención podrán salvarnos hoy. Hay que
evitar cualquier comportamiento que pueda provocar una respuesta de las fuerzas del orden.
Pido a todos los responsables de los oficios de la ciudad que eviten la menor provocación
en sus sermones. ¡Os pido contención! El objetivo de este oficio es reconciliar a los
hombres y atemperar las pasiones. ¡Que Dios nos asista y marchemos en paz!
***

Con los ojos clavados en el péndulo, Christoph Wonneberger y sus amigos del
Círculo de Derechos Humanos esperan que los panfletos llamando a la concordia y a la no
violencia salgan de la imprenta para distribuirlos antes de las primeras oraciones. Levantan
la cabeza y escuchan por casualidad en la radio la voz heladora de Erich Honecker: con
ocasión de la visita de una delegación china de alto rango, elogia la fuerte represión de las
autoridades de Pekín contra la insurrección contrarrevolucionaria de la primavera.
Despliegan un gran mapa de Leipzig y con chinchetas señalan las cuatro iglesias en
las que se celebrarán los oficios a los que ellos asistirán. Su misión es capital: en ausencia
de periodistas extranjeros, deben reunir la mayor cantidad de información sobre el
desarrollo de la manifestación. Christoph Wonneberger ha decidido que se quedará en su
casa; quiere centralizar la información, como han hecho los rebeldes de la Getsemaní, y
transmitirla por teléfono a los medios internacionales, que no pararán de llamarlo durante
toda la tarde: Wonneberger es un buen cliente, conocedor de las técnicas de comunicación
de sus amigos de la Carta 77 de Vaclav Havel y de Solidarnos´c´.
***

Los tres apparatchiks del SED, Lange, el artista de cabaré, y Zimmermann, el


teólogo, se han reunido con Kurt Masur en su casa y discuten categóricamente en el salón
Bidermeier del maestro. Los seis hombres han acordado redactar un llamamiento a la no
violencia que será leído en las iglesias, después en la radio local y repetido mediante
enormes altavoces repartidos por toda la ciudad, esos de los que se sirve el Partido para dar
sus consignas, las noticias e incluso la previsión meteorológica. Masur, Lange y
Zimmermann defienden a los manifestantes y sus reivindicaciones. Firmarán el texto con la
condición de que los representantes del Partido hagan un llamamiento a las fuerzas del
orden para no caer en ninguna provocación. Los seis hombres deben también declararse
dispuestos a iniciar un diálogo con la población, no sólo en Leipzig, sino igualmente con el
gobierno, al más alto nivel. Los tres comunistas se miran indecisos. Han ido a casa del
director de orquesta por propia voluntad, sin ningún mandato del SED, y es la primera vez
en toda su carrera que toman una iniciativa... Masur grita y amenaza; coge aparte a Meyer,
a quien le saca una cabeza, intenta razonar con Wötzel y después con Pommert.
—Las circunstancias han cambiado, camaradas, tenéis que decidiros, ¡y deprisa!
Vuestra responsabilidad es inmensa —insiste el director de orquesta.
Los tres apparatchicks organizan un minipleno a toda prisa en un rincón del gran
comedor. Después Wötzel coge el auricular del teléfono. Llama al Comité Central y pide
que le pasen con Egon Krenz. Silencio. El delfín está ilocalizable: por favor, llame más
tarde. Wötzel insiste, que Krenz le llame a casa del director de orquesta Kurt Masur. Éste
habría preferido que Pommert, cuya influencia en el seno del Partido es mayor, se encargara
del trabajo. Wötzel ya no aguanta más y vuelve a llamar a Berlín. Krenz sigue aún ausente.
Son las tres y media de la tarde. Los tres hombres acaban por ceder.
Es Lange, una celebridad local de pluma ágil, quien se encarga de la redacción del
llamamiento. Miden cada palabra; tachan y borran, leen y releen el documento. Después se
reparten el trabajo: Zimmermann, el teólogo, llevará el llamamiento a las iglesias. Los tres
apparatchiks tienen que contactar con la jerarquía local y avisar a Berlín lo antes posible.
Kurt Masur, el más ilustre de todos, leerá el texto que deben difundir.
Primero hay que grabarlo. El maestro ha ido a la Gewandhaus y, sentado en su
despacho, se lanza ante un pequeño magnetófono colocado ante él:
—¡Ciudadanos! El profesor Kurt Masur, el doctor Zimmermann, el cantante Bernd-
Lutz y los secretarios locales del SED, el doctor Kurt Meyer, Jochen Pommert y el doctor
Roland Wötzel hacen un llamamiento a todos los habitantes de Leipzig:
»Nuestra responsabilidad y nuestra preocupación comunes han hecho que nos
reunamos hoy. Los acontecimientos que se están produciendo actualmente en nuestra
ciudad nos conmocionan y buscamos una salida. Todos necesitamos un debate libre y
abierto sobre el futuro del socialismo en nuestro país. Es por esto por lo que nosotros, hoy,
prometemos a todos los ciudadanos, con todas nuestras fuerzas y con toda nuestra
autoridad, hacer todo lo posible para promover el diálogo, no sólo en el distrito de Leipzig,
sino también con nuestro gobierno. Os pedimos que os comportéis con prudencia y
contención para que en un futuro sea posible un diálogo pacífico. Os ha hablado Kurt
Masur.
No ha funcionado: su voz suena temblorosa. Rebobina y empieza de nuevo;
encuentra el tono justo, tranquilo, solemne. Un mensajero recoge el casete y se dirige hacia
la radio municipal.
***

A las cinco de la tarde, las campanas de la torre tañen. Los oficios de la paz están a
punto de empezar y los templos están abarrotados: seis mil personas se apiñan ansiosas.
Entre ellas, Marina y Gerhard, que han logrado colarse in extremis en San Nicolás. La nave
ya estaba llena cuando los cuatro jóvenes se presentaron una hora antes, pero una mujer
obesa se desmayó mientras Marina charlaba en la puerta: ella y su hermano pudieron entrar.
Jens y Leo se quedaron en el parque junto a miles de manifestantes. Encendieron velas, lo
que imitaron los vecinos de los inmuebles de los alrededores, que también colgaron flores
en sus ventanas en signo de apoyo a las personas detenidas durante las últimas semanas.
El corazón de Marina se acelera; al ver las caras serias y concentradas de quienes
estaban sentados en su misma fila, toma conciencia de que la revolución es un asunto serio.
Cuando el padre Günther Hanish entra y saluda a los presentes, reina un pesado silencio.
Anuncia que la diócesis católica de Leipzig apoya todas las acciones no violentas que
permitan llegar a un diálogo social que reúna a todos los componentes de la sociedad
alemana oriental con el fin de zanjar la distancia abismal entre gobernados y gobernantes.
La confianza renacería si los medios fueran más libres, proclama, entre aplausos de sus
oyentes. A continuación, Martin Jankowski, una figura de la oposición local, interpreta el
Canto de viento libre. Cuando empieza el estribillo «El mundo ha cambiado; podemos ser
más libres; aire fresco recorre las calles...», la gente parece olvidar por un momento el
peligro. En seguida hace acto de presencia el pastor Weidel. Habla sobre la paz, sobre el
espíritu que «debe traspasar estas paredes». Ruega al público que no la emprenda con los
uniformados, que no coreen, que no griten consignas que puedan provocarlos. «Soltad la
piedra que lleváis en la mano», insiste. Pero ninguno lleva ninguna piedra, todos se
mantienen firmes pero tranquilos. Incluso los camaradas enviados por el SED, atentos, no
alteran las ceremonias, que, como muchos, temían. Algunos llegan a corear los eslóganes
que defienden la paz y la libertad: «Aire fresco recorre las calles».
Mientras cae la noche, fuera se percibe el rugido de los megáfonos y el sonido de
las sirenas. Llaman a la puerta del templo. Marina y su hermano se miran desconcertados.
Temen por Jens y Leo, por todos aquellos a los que no pueden proteger en el recinto de San
Nicolás. Los ocupantes de la iglesia están tan angustiados que, por un momento, temen lo
peor. Pero los ruidos que llegan a la concurrencia son de hecho los de los altavoces de los
manifestantes, que corean el nombre de Gorbachov: «¡No a la violencia!» y «¡Nosotros
somos el pueblo!». Durante una hora no sucede nada de importancia: el centro de la ciudad
parece abandonado por las fuerzas del orden. Martin lo confirma, no se ha cruzado con un
solo policía en el camino desde la iglesia de la Reforma, donde ha asistido al inicio del
oficio, hasta la explanada de San Nicolás. Consigue entender las consignas que resuenan
dentro del templo. Lentamente, la gente se separa para dejar paso al pastor Hempel, que
viene de Santo Tomás. Extenuado, llama a la puerta con todas sus fuerzas. Sube al púlpito:
«Es indispensable un diálogo entre el régimen y los jóvenes en la calle. Para evitar el
derramamiento de sangre, por favor, ¡ningún tipo de violencia! ¡Que todo vaya lo mejor
posible. Amén!». Eso es todo. Hempel se va tan deprisa como ha llegado hacia las otras
iglesias para reiterar su mensaje. Al salir, se cruza con el teólogo Zimmermann, que lleva
en la mano el llamamiento manuscrito.
—¡Ciudadanos! El profesor Kurt Masur, el doctor Zimmermann, el cantante Bernd-
Lutz Lange y los secretarios locales del SED...
Murmullos en la sala al escuchar los nombres de Meyer, Pommert y Wötzel...
Marina pregunta a Gerhard quiénes son Kurt Masur y esos tres hombres. Su hermano la
coge afectuosamente por el brazo y le dice que se calle; después, al unísono con el resto de
la asistencia, aplaude a más no poder cuando Zimmermann termina la lectura.
El coro empieza el último canto mientras el pastor Führer ordena abrir las puertas de
la iglesia: dos mil cuatrocientas personas se apresuran a salir hacia lo desconocido con el
corazón en un puño.
***

«Jetzt geht’s lo-hos!» ¡Adelante! Hacia la Karl-Marx Platz! La multitud es tan densa
que apenas puede avanzar. Con impermeables y viejas parkas para protegerse de los
cañones de agua o de pintura de la policía y calzados con botas altas para resistir las
mordeduras de los perros, los ciudadanos de Leipzig marchan lentamente. Marina da el
brazo a un anciano que lleva una insignia del Partido y una gorra de piel en la que tiene
prendido un pin con una foto de Gorbachov. Toman el casco antiguo de la ciudad sumido en
la penumbra, y cuando ven, en una callejuela adyacente, a un grupo de milicias obreras o a
una compañía BePo, se apretujan aún más y corean para darse valor. Cantan We shall
overcome, y vuelven a cantar a pleno pulmón La Internacional.
«Es la lucha final, ¡en pie! Derechos iguales tendrán...» Martin no cree lo que
escucha ni lo que ve. Está atrapado en una marea humana que avanza a oleadas con una
infinita lentitud; tarda veinte minutos en recorrer los ciento cincuenta metros que separan la
iglesia de San Nicolás de la Karl-Marx Platz.
«No podrán cargar sobre tal multitud de manifestantes. Pero si por casualidad
lanzan gases lacrimógenos, si utilizan los cañones de agua o hacen advertencias para que
nos dispersemos, la gente tendrá un ataque de pánico y esto se puede convertir en una
carnicería», se dice a sí mismo. En la plaza, delante de la Gewandhaus de Kurt Masur, se
sube a una farola. Delante de él, la manifestación llega hasta el infinito.
«Bip bip bip», las tres notas electrónicas de la radio municipal repican a través de
los altavoces. Con la conocida melodía, muchos manifestantes se miran perplejos,
convencidos de que se va a anunciar que se ha decretado el estado de excepción.
—¡Ciudadanos! El doctor Kurt Masur, el pastor Zimmermann, el cantante Bernd-
Lutz y los secretarios locales del SED...
En el cuartel general de la policía de Leipzig, el general Gerhard Strassenburg está
crispado. Las cuatro compañías de refuerzo de BePo de Halle que ha reclamado no han
llegado. Las milicias obreras han registrado deserciones, provocadas por las fuerzas de la
policía; en varios cuarteles, los reclutas han fingido estar enfermos. Esta tarde, cada hombre
cuenta: han subestimado el número de manifestantes y las fuerzas del orden cuentan con
pocos efectivos. Cuando Gerhard Strassenburg tiene conocimiento de que empiezan a llegar
a la Karl-Marx Platz para subir por Georgi Ring hacia la estación, ordena a sus hombres
que avancen a su encuentro.
Al ver los escudos y los cascos blancos que avanzan sobre ellos, los manifestantes
se paralizan. La confrontación es inminente. Las fuerzas del orden se detienen a su vez. A
escasas docenas de metros, se tantean, se miran, se escrutan.
La línea 2 de la centralita telefónica de Strassenburg suena. Helmut Hackenberg,
primer secretario del SED en Leipzig, está al otro lado de la línea.
—Gerhard, hay que dejar pasar a la manifestación. Kurt Masur y tres camaradas del
Partido han lanzado un llamamiento a la no violencia. Creo que es lo más razonable.
—No sé nada de ese llamamiento. ¿Estás seguro de lo que me estás diciendo?
Conoces tan bien como yo las instrucciones de Berlín.
—No te preocupes por eso. Tengo que advertir al Comité Central. Voy a llamar
inmediatamente a Egon Krenz; él hablará con el secretario general. Tú haz lo que puedas
para ver a Dickel60. Gerhard, si la situación degenera, no nos lo perdonaríamos nunca. Hay
que evitar por todos los medios el enfrentamiento con los manifestantes.
Con el reverso de la manga, el general Strassenburg se enjuga el sudor que corre por
sus sienes canosas. No quiere pasar a la posteridad como el carnicero de Leipzig,
especialmente si la dirección local del Partido viene a cesarle. Ordena a sus subordinados
que no se muevan hasta nuevas órdenes. Sobre la marcha llama a Dickel:
—Camarada ministro, le propongo la retirada de mis fuerzas. No tenemos los
medios para dispersar la manifestación. Nos es imposible lanzar una ofensiva en la
situación actual. Los elementos hostiles son demasiado numerosos: por primera vez no
podemos recurrir a los métodos clásicos. Responderemos a la menor provocación o si un
solo policía del pueblo resulta agredido, pero no debemos pasar a la ofensiva.
—No se mueva. Le vuelvo a llamar.
Llueve. Los manifestantes perciben que las fuerzas del orden dudan. Ellos gritan
como nunca: ¡No a la violencia! ¡Gorbi! ¡Gorbi! ¡Libertad para los prisioneros políticos!
¡No somos maleantes! ¡Somos el pueblo! ¡En la calle! ¡Únete!
A las seis y catorce de la tarde, Dickel, que desde Berlín sigue el desarrollo de la
manifestación en los monitores de vídeo, llama al general Strassenburg:
—Usted es quien está en mejor situación para decidir. ¡Tiene carta blanca!
Strassenburg hace que sus tropas se retiren inmediatamente para dejar paso a la
manifestación.
El camino está despejado y un torrente desfila por Ostknoten.
—Aquí Helmut Hackenberg, primer secretario del distrito de Leipzig. Páseme al
camarada Egon Krenz con máxima urgencia.
—No está en su despacho —le responde la secretaria, cansada de buscar a su jefe
durante todo el día.
—Encuéntrelo —le espeta el apparatchik—. Ah, Egon, ¡por fin! Hay que permitir
que la manifestación se desarrolle de forma pacífica. No tenemos elección: el balance de
fuerzas nos es muy desfavorable: ¡Los manifestantes llegan a los cien mil!
Krenz se sofoca.
—¿Qué dices?
—Sí, han bajado cien mil a la calle. Si intervenimos, será una masacre. Hemos
tomado esta decisión con el camarada Strassenburg y te pido que la avales.
Krenz reflexiona. El éxito popular de la manifestación soluciona sus problemas: eso
debilita aún más a Honecker. Por otro lado, no ve bien que él solo asuma una decisión tan
capital. Así que contemporiza.
—Helmut, las medidas de las que me hablas, ¿son ya efectivas?
—Sí.
—Hmmm. No puedo aprobarlas. Tengo que consultar con otros responsables del
Comité Central. Te llamo lo antes posible.
El pastor Wonneberger empieza a tranquilizarse a medida que le llegan las buenas
noticias. Sus emisarios le informan del efecto tan positivo del llamamiento de los Seis sobre
los manifestantes, sorprendidos de que la jerarquía del Partido haga un llamamiento a la
ponderación y al diálogo político. Incluso uno de ellos le describe una escena alucinante: en
las inmediaciones de la estación los que protestaban fueron a hablar con los policías
uniformados, entre ellos Marina. Se acercó a dos jóvenes reclutas:
—Chaoten! Chaoten! ¿Tengo cara de Chaoten? 61 ¿O pinta de enemigo público?
No me dispararíais, ¿verdad? —les espeta. Uno de los soldados le susurra que no le quedan
más que unos días y que después será uno de los suyos. Algo más lejos, una joven explica a
un militar que todos son el mismo pueblo, que todos son ciudadanos alemanes orientales, y
le coloca una flor en el cañón de su Karabiner 98 automática.
Martin se relaja, pero la partida no ha terminado: los primeros manifestantes pronto
llegarán al cuartel general de la Stasi, al otro lado del Ring. Él abandona la marcha y con su
bicicleta, atravesando el centro, llega en seguida a los alrededores de la enorme nave de
piedra tallada. El Runde Ecke62, como lo llaman los ciudadanos de Leipzig, está sumido en
la oscuridad y Martin se da cuenta, con satisfacción, de que han retirado las ametralladoras
de los puestos de guardia delante de la entrada. Sin embargo, los vehículos blindados de las
fuerzas de orden, muy equipados, protegen el edificio. Los «¡No a la violencia!» y «Somos
el pueblo», acompañados de silbidos, se acercan. Al llegar donde están los centinelas, los
manifestantes lanzan conmovedores «¡Únete!», y los más aventureros encienden velas que
dibujan una especie de línea de separación que los militantes vigilan: ningún manifestante
debe traspasarla. Los policías permanecen impasibles. El cortejo reemprende su marcha
triunfal.
***

En Leipzig se prepara una dilatada tarde de alegría. Por primera vez en la historia de
la RDA, una manifestación no autorizada se está desarrollando sin el menor incidente. Ni
un solo herido, ni siquiera un rasguño: ¡es un milagro!
La manifestación tarda en dispersarse. Nadie quiere volver a su casa; todos desean
aprovechar un momento que supone el paso a la historia. En medio de un concierto de
cláxones y a la luz de las farolas, la gente se felicita, se abraza, aplaude y brinda sentada en
la acera o incluso en cuclillas en plena calle. Todos sienten deseos de hablar a todo el
mundo. Delante de la iglesia de Santo Tomás, Marina y Gerhard, que acaban de encontrarse
con Leo y Jens, mantienen una distendida charla con los hombres de gris de las milicias
obreras. Juntos bromean y fuman; todos habían pasado mucho miedo; ellos no son reclutas
y ellos ¡no son asesinos! Los manifestantes y los jefes de las milicias locales prometen
reunirse lo más pronto posible para hablar de política.
A las siete y cuarto pasadas, Krenz llama finalmente al primer secretario
Hackenberg:
—He hablado con varios ministros y miembros del Politburó y hemos aprobado
vuestra decisión. Sigo muy de cerca la situación. Estad tranquilos.
En Berlín, el pastor Albani comunica a los insurrectos de la iglesia de Getsemaní las
buenas noticias que llegan desde Leipzig. Esta tarde todavía hay tres mil personas y Vera,
Barbara, Sven y Emma están exultantes; sobre todo porque han levantado parcialmente el
sitio a la iglesia. Las campanas repican con alegría.
El pastor Wonneberger enlaza una entrevista con otra de los periodistas extranjeros
que lo asaltan por teléfono.
—Sí, sí, este 9 de octubre marca un giro en la historia de la RDA. Pero aún no está
todo hecho y no sabemos cómo va a reaccionar el régimen después de esta nueva
humillación... —repite a los enviados especiales. Sobre todo, se prepara para el
Tagesthemen del ARD, la última edición del periódico que todos los alemanes, tanto del
Este como del Oeste, no van a dejar de leer esta noche.
Martin remolonea, radiante, alrededor de la iglesia de San Nicolás. Se queda
petrificado cuando de repente ve a Markus.
—¡Tú también estás aquí!
—¡Claro, no me he podido resistir!
Ambos se abrazan y deciden ir al Nuevo Foro. Llegan a la Karl-Marx Platz, donde
nuevamente resuena el llamamiento leído por Kurt Mansur. Espontáneamente, millares de
habitantes de Leipzig se concentran bajo las ventanas de la Gewandhaus y gritan a su
héroe: «¡Larga vida al camarada Kurt Mansur!».
El director de orquesta está emocionado. Nunca olvidará este día, se jura a sí
mismo, al entrar en la sala de conciertos. Al hacer su entrada, la orquesta y el público le
regalan una standing ovation. Ni un grito, ni una palabra: largos minutos de frenéticos
aplausos. Concentrándose, Masur levanta los brazos y resuenan los primeros compases en
un silencio catedralicio.
51 BePo, abreviatura de Bereitschaft Polizei, el equivalente a los antidisturbios.
52 El general Strassenburg era el jefe de la policía de Leipzig.
53 En 1982, en la iglesia de San Nicolás se celebraba una ceremonia para protestar
contra la militarización creciente de la sociedad alemana oriental. Posteriormente, todos los
lunes, después del mediodía, se celebraba el «oficio de la paz».
54 Los disidentes habían logrado unirse al cortejo oficial y marchar con una
pancarta: «La libertad es siempre la libertad de pensar de forma distinta». Después, se
practicaron numerosas detenciones.
55 El «superintendente» es un pastor que se ocupa de la gestión administrativa de
varias parroquias de una diócesis.
56 El servicio de construcción se instituyó en los años sesenta. Evitaba que los
reclutas manejasen armas, pero no por ello contribuían menos al esfuerzo militar de la RDA
al construir, por ejemplo, cuarteles.
57 La principal sala de conciertos de Leipzig, situada en la plaza de Karl-Marx, a
diez minutos andando de la iglesia de San Nicolás.
58 Género cinematográfico ambientado en la antigüedad clásica grecorromana. [N.
del T.].
59 Los años del milagro económico de finales del siglo XIX del Reich alemán.
60 Friedrich Dickel era ministro del Interior; por tanto, jefe de la Volkspolizei
(Policía del Pueblo).
61 Los Chaoten eran los grupos de jóvenes anarquistas.
62 Runde Ecke: literalmente «el edificio que hace esquina».
Capítulo 7

La semana de los cuchillos largos

Berlín Este, martes 10 de octubre de 1989

—Camaradas, antes de pasar al orden del día y de hablar de las maquinaciones de


las potencias imperialistas para desestabilizar nuestra república socialista, desearía discutir
con vosotros un nuevo informe sobre el estado de opinión de la juventud.
Erich Honecker agita unos documentos, mira con frialdad a Egon Krenz y continúa:
—Figúrense, camaradas, que podemos leer que nuestra magnífica juventud está
desilusionada. Considera al Gobierno demasiado anciano, incapaz de mejorar la situación
del país y de cumplir sus funciones. Se trata de un ejercicio de desinformación total con la
finalidad de socavar la moral de la población. ¡Egon! Los autores de este informe
pertenecen a tu equipo y ¡tú eres el responsable de este periodicucho!
Krenz, que con cincuenta y dos años es el miembro más joven de la dirección del
Partido, se ruboriza. No había previsto la maniobra de distracción de Honecker, que
pretende que todo el Politburó lo culpe al señalar la avanzada edad de sus miembros. El día
anterior, cuando Honecker lo recibió en su casa, le advirtió otra vez de las consecuencias
nefastas que podría tener la publicación de sus consideraciones. Después, por primera vez
desde hacía meses, mencionó su sucesión.
—Yo no soy eterno y la sucesión está en tus manos, salvo que mantengas tu postura,
evidentemente.
Krenz se obstinó y se oyó responder un «haz lo que quieras, pero atente a las
consecuencias».
A continuación, en el Comité Central, en lugar de coordinar las operaciones en
Leipzig, Krenz no ha dejado de dar vueltas por el despacho de Günter Schabowski. Los dos
hombres han redactado una lista de miembros del Politburó para informarlos, no de su
complot, claro, sino de la celebración de la reunión del día siguiente. Dos cruces para los
que creen que son completamente de fiar, una para los que pueden convertirse en aliados,
ninguna para los más cercanos a Honecker, a quien no se le debe decir nada.
Como estaba previsto, la sesión es agitada. Krenz intenta primero limar asperezas.
Los redactores del informe tienen buena voluntad, se limitan a analizar una encuesta y no
dan su propia opinión sobre la dirección del país. Después, recupera su seguridad y declara
que este informe, como indica su pliego de explicaciones, demuestra que ya ha llegado el
momento, para el Partido, de proceder al cambio. Para su inmensa sorpresa, los otros se
lanzan al resquicio que él ha entreabierto. El viejo Alfred Neumann, un anciano de las
Brigadas Internacionales, la emprende con Mittag: él nunca le perdonó haber maquinado en
su contra, en provecho de Honecker, cuando la sucesión de Ulbricht. En unos minutos
descarga dieciocho años de odio y de frustración acumuladas.
La unidad del Partido vuela en mil pedazos. Paralizado por la virulencia de los
debates, el secretario general no rechista. Normalmente, los martes suelta sus monólogos y
nadie lo contradice. Hoy sabe que los ataques contra su protegido lo señalan personalmente.
Y, para su gran desesperación, a Mittag le cuesta mantener un discurso coherente y culpa a
la situación internacional, la escasez de materias primas, el retraso en las entregas
procedentes de la URSS...
Este martes, 10 de octubre, ni uno solo de los miembros del Politburó osa adornar la
realidad. Todos, por turno, reconocen que la coyuntura en su sector es cada vez más difícil.
—Camaradas, tengo que decir con la máxima firmeza que la situación se agrava. Es
incluso extraordinariamente seria —declara Erich Mielke, cuya intervención estuvo en el
punto de mira de todos sus colegas. Únicamente Heinz Kessler, ministro de Defensa, que
fue uno de los tenientes coroneles más eficaces de Honecker durante la construcción del
Muro en 1961, acude en su ayuda: les advierte contra los riesgos de sembrar cizaña en la
dirección del Partido; denuncia la ingratitud de la juventud y después ataca con su caballo
de batalla favorito: la OTAN y sus maquiavélicas maniobras. Pero ninguno muerde el
anzuelo y Honecker, experto estratega, decide aplazar al día siguiente la continuación de los
debates.
El secretario general ha pedido a Mittag que se tranquilice y se ha pasado la noche
reflexionando. Como no puede disolver el Politburó, va a intentar engatusarlo:
—Camaradas, está claro, estamos de acuerdo en el análisis de la situación —lanza
tras la apertura de la siguiente sesión. Se declara preparado para soltar lastre y publicar el
texto de Krenz. Después, en el último momento, le lanza una hoja de papel sobre la mesa
—: Toma, Egon, me he tomado la libertad de redactar un pequeño texto que podría
completar admirablemente tu versión de los recientes acontecimientos. Con Günter y
Joachim63, podrías sin duda extraer algunos argumentos para insertarlos en tu explicación.
—A condición de que Schabowski se una a nosotros —le responde Krenz
devolviéndole la pelota.
El anciano cede y los cuatro hombres se van a trabajar al despacho de Herrmann.
Éste no parece haber comprendido el alcance de la medida que está en juego. Krenz y
Schabowski se aprovechan de ello, tanto más cuanto que Mittag se muestra más pusilánime
que nunca: los retoques aportados a su proyecto son mínimos.
—El socialismo nos necesita a todos. Nos ofrece un lugar y perspectivas para todos.
Es el porvenir de las nuevas generaciones. Ése es el motivo por el que nosotros no podemos
mirar con indiferencia que las personas que han trabajado y vivido aquí se muestren cada
vez menos solidarias con nuestra República Democrática Alemana... Las razones de su
conducta pueden ser múltiples. Nosotros, igualmente, las debemos buscar en nosotros
mismos, y así lo haremos, juntos y por separado.
El comentario se transmite a las agencias de prensa y se publicará en la edición de la
Neues Deutschland del día siguiente.
***

Mientras tiene conocimiento de las noticias que provienen de Berlín Este, Helmut
Kohl se frota las manos: tras su retirada en Leipzig dos días antes, el régimen está
acorralado, el SED en crisis y Honecker en entredicho.
—Las cosas progresan —murmura al contemplar el retrato de Konrad Adenauer. Se
acuerda de unas palabras de su predecesor: «Tendremos que estar alerta si llega ese
momento. Si parece inminente y existe una ocasión favorable, no debemos dejarla pasar».
El canciller decide llamar a Mijaíl Gorbachov.
Por teléfono, su homólogo soviético parece cansado. Kohl sabe que el secretario
general del PCUS está preocupado por el juego alemán occidental en la RDA; por eso, trata
de calmarlo; le asegura que las directrices políticas que perfilaron juntos durante su visita a
Bonn, en junio, siguen vigentes «sin la menor reserva». Para disipar sus dudas, le propone
mantenerse en estrecho contacto y le ruega que lo telefonee tan pronto como lo considere
necesario.
—Siempre estoy disponible para usted —le dice.
Gorbachov está de acuerdo y deciden establecer lo más pronto posible un «teléfono
rojo» entre Bonn y Moscú. Ambos se felicitan por los últimos acontecimientos en Hungría
y Polonia, que se corresponden con la «línea Gorbachov», insiste Kohl, quien, por otra
parte, le anuncia que visitará Varsovia a mediados de noviembre. El canciller aborda
finalmente la crisis en Alemania del Este:
—La RFA no tiene interés alguno en que cunda el caos en la RDA. Espero que los
acontecimientos no se vuelvan incontrolables y que los sentimientos no se desborden. Nos
interesa que la RDA se alinee con la política soviética de reforma y de transformación y que
sus habitantes permanezcan donde están.
—Escuchar estas palabras de usted es muy importante. Tomo nota y espero que sus
acciones estén a la altura de sus palabras. Creo que la RDA encontrará por sí misma la
solución a sus problemas.
***

Por la tarde, Egon Krenz visita a Willi Stoph. Por desgracia, queda por hacer lo más
duro: convencer a una gran mayoría del Politburó de destituir a Honecker. Piensa que en
Stoph encontrará a un aliado de peso, incluso para convencer a la vieja guardia del Partido
de la pertinencia de su maniobra. Presidente del consejo de ministros, el segundo personaje
del Estado vegeta a la sombra de Honecker desde hace lustros y, como tantos otros, detesta
a Mittag y su costosa política, que lleva a la RDA directa a la bancarrota. Stoph, anciano
enfermo y desabrido, ha renunciado a la idea de convertirse en el número uno del Partido.
—Willi, ¿no crees que ya ha llegado el momento de dar un paso adelante?
Stoph lo mira, impasible, detrás de sus cristales ahumados.
—Claro, claro, pero antes nos hace falta una mayoría segura. Tenemos que consultar
a los miembros del Politburó y también a los del Comité Central. Ocúpate tú de los
secretarios del Comité Central, de los primeros secretarios de distrito miembros del
Politburó y de Harry Tisch64. Yo me encargo de los otros.
***

Por la mañana, Barbara ha llamado a Emma para invitarla a tomar una copa en su
casa por la noche.
—Hablaremos de las reformas del sistema educativo. Vendrán un par de profesores
de Berlín Oeste. Es importante que estés aquí para explicar los puntos de vista del Nuevo
Foro sobre esta cuestión. Las plataformas de la oposición deben cooperar más. Hay que
aprovechar los efectos del «después de Leipzig» —le dice.
Con las mejillas sonrosadas por el frío y una botella de cabernet, Emma llega sola y
casi al final. Barbara está de un humor excelente: con un Cabinett en la mano, cuenta cómo,
esta tarde, se ha librado de un agente de la Stasi gracias a la aparición providencial del
conductor del tranvía, en el que el chivato la había seguido.
—Me llevaba siguiendo dos horas. Ese idiota no me dejaba, así que me fui a buscar
al conductor, que se puso a gritar: «¿Qué quiere usted de esta mujer? ¿Por qué la acosa?».
El tipo se ha puesto colorado, pero ha tenido el valor de responder que nosotros nos
conocíamos. Todo el mundo se ha dado cuenta de que era un agente de la Stasi. Después de
eso, el chófer me ha guiñado un ojo y me ha abierto la puerta para que me bajara antes de
cerrarla bruscamente. Acorralado, ¡el tipo se ha puesto a vociferar! Desde el lunes pasa algo
raro en la RDA, ¡os lo digo! Las cosas han cambiado, ayer se han manifestado incluso en
ciudades pequeñas como Ilmenau y Wernigerode. Ese hombre valiente hace tan sólo tres
semanas no me habría ayudado, estoy completamente segura.
El orden del día de la reunión está algo cambiado por el texto de Krenz, que todos
han escuchado por la radio en la Aktuelle Kamera65 de las siete y media. Los comentarios
se sucedían con rapidez y ya nadie parecía preocuparse por que la Stasi lo espiase; incluso
Barbara subió maquinalmente el volumen de la cadena estéreo. ¿Hay que alegrarse por este
cambio de tono del Politburó?
—Básicamente, no ha cambiado nada —observa Emma—. El Politburó considera
que la RDA es una verdadera democracia socialista. En lo que respecta a nosotros, los
manifestantes del domingo, ya no nos tratan ni de gamberros ni de fascistas, pero ya nos
han descrito como «¡víctimas utilizadas por las fuerzas contrarrevolucionarias!».
—¡Eso es increíble! —gruñe un ortofonista miembro de Democracia Ahora—.
Siguen tomándonos por cretinos. Mientras no nos consideren ciudadanos de pleno derecho
no habrá avances concretos. El gobierno pretende acallarnos sin realizar la menor reforma
de envergadura. Mirad, desde ayer han empezado a liberar a gente, pero si creemos lo que
dice el Telegraph66 de esta tarde, quedan al menos doscientas personas detenidas sólo en
Berlín. Tenemos que seguir movilizados y, sobre todo, no relajar la presión sobre el Partido.
—Eso es —aprueba Barbara—. No hay ninguna ayuda nacional para la oposición.
El régimen pretende, sobre todo, ganar tiempo, y la dirección probablemente esté dividida.
Sea aquí, en Democracia Ahora, en el Nuevo Foro o en el SDP, las reivindicaciones son
muy concretas: reconocimiento legal de las plataformas ciudadanas, libertad de prensa,
elecciones libres, sindicatos independientes, derecho de huelga, nueva política
medioambiental, participación de los trabajadores en la gestión de empresas... Ahora bien,
de todo esto, nada de nada.
—Sin olvidar la reforma del sistema educativo —interviene Emma mientras saca de
su bolso una nota que había preparado al mediodía, mientras miraba a sus dos niños, que se
devanaban los sesos para calcular las circunferencias de las balas de cañón y la velocidad
de reacción de los bombarderos.
La puericultora denuncia el adoctrinamiento ideológico de los niños desde los tres
años, la educación autoritaria que se extiende a lo largo de toda la escolarización, la
imposibilidad de que los niños se expresen libremente. A la responsable de ello todos la
conocen: Margot Honecker, ministra de Educación Nacional desde hace más de veinticinco
años. El verano anterior expulsó a cuatro alumnos del liceo berlinés Karlvon-Ossietzky
porque habían osado poner en duda el interés de los desfiles militares.
Hacia las once y media de la noche, antes de despedirse para volver a su casa67, una
pareja de profesores de Berlín Oeste explica cómo el sistema educativo alemán occidental,
muy estricto, quedó conmocionado después de los acontecimientos del 68. Emma y Barbara
quieren organizar lo más rápido posible un foro sobre la educación en Berlín Este.
—Ya no se trata de una cuestión utópica, sino de un programa político. ¡Hay que
incrementar la presión sobre el régimen!
***

Berlín Este, jueves 12 de octubre de 1989

Erich Honecker no ha dicho su última palabra. ¿El Politburó le dio el jaque el día
anterior? Decide solucionarlo convocando en Berlín a los primeros secretarios regionales
del Partido, todos ellos hombres que le deben mucho.
Helmut Hackenberg, que se doblegó tres días antes en Leipzig, recibe una acogida
glacial. El secretario general ha recuperado su orgullo: «Las ceremonias del cuadragésimo
aniversario se han desarrollado admirablemente; han reforzado el prestigio de la RDA,
remanso de estabilidad del mundo socialista, del cual es el mejor garante...». Honecker
ignora los murmullos de desaprobación y desgrana su verborrea habitual:
—Una vez más las intrigas de la OTAN han fracasado...
Esto es demasiado para los secretarios regionales, que esperaban del número uno
una mención a la declaración del Politburó y a la grave crisis por la que atraviesan. Hans
Modrow, llegado desde Dresde, se queja amargamente de la falta de consignas de la
dirección cuando estallaron los problemas en su ciudad tras el paso de los trenes de
refugiados provenientes de Praga la semana pasada. Para Günter Jahn, de Potsdam, las
explicaciones del Politburó son tan insuficientes como tardías. Exige, de forma encubierta,
la dimisión del secretario general.
Atónito, Honecker se vuelve hacia Günter Schabowski:
—¿Tienes algo que añadir?
El jefe del Partido en Berlín no se hace de rogar:
—Los camaradas tienen razón al deplorar la pasividad del Politburó: nosotros, es
cierto, nos hemos expresado demasiado tarde. Pero hacerles creer que nuestra última sesión
se dedicó a las maquinaciones de la OTAN y no a los problemas candentes del país sería
totalmente falso. ¡Incluso todo lo contrario a la verdad! El martes y el miércoles, el
Politburó analizó muy seriamente la situación e identificó las causas de nuestras
dificultades...
Puesto en evidencia por segunda vez en dos días, Honecker abandona la sala de
reuniones.
Es la hora de la pausa y Schabowski prefiere aprovecharla para retomar la
conversación con Modrow, al que conoció bien cuando este último era jefe de departamento
de agitación y propaganda68 en Berlín. Estos últimos días, la prensa occidental alemana
lanza inquietantes rumores sobre un posible tándem entre Modrow y Markus Wolf para
suceder a Honecker; un tándem que tendría el apoyo de la KGB y quizá del propio
Gorbachov. Ayer, Wolf, el antiguo jefe del espionaje alemán oriental, declaró a la BBC que
los cambios que tenían lugar en la RDA eran menores y demasiado lentos. Preguntado
sobre la capacidad de la dirección actual para orquestar las reformas esperadas, se limitó a
un lacónico «sin comentarios», apoyado con una sonrisa sibilina. En el baño, Schabowski
se dirige con pasión a Modrow:
—Tus críticas estaban fundadas. Me solidarizo contigo. —Y le sugiere que vuelvan
a hablar cuanto antes—: Tengo cosas muy importantes que decirte.
Cuando vuelve a la sala, se encuentra con Krenz y Siegfried Lorenz, primer
secretario en Karl-Marx-Stadt y miembro del Politburó, en animada conversación. Los tres
se juran que una nueva actuación de Honecker en la línea de la de hoy no puede volver a
producirse nunca. Günter Jahn, cuya intervención los ha impresionado, pasa cerca de ellos.
Krenz se lanza tras sus pasos y le habla sin reservas:
—Günter, hablemos con franqueza: esto no puede continuar así, ¿verdad?
—Egon —le susurra el hombre de Potsdam—, para mí hablar claro significa
recuperar la dignidad.
—Exactamente.
Más tarde, Stoph y Krenz acuerdan destituir a Honecker en la siguiente sesión del
Politburó, el martes 17 de octubre.
***

Berlín Este, viernes 13 de octubre de 1989

Cada día el suelo se hunde más bajo los pies de Honecker. La víspera al mediodía se
encerró en su despacho, postrado, incapaz de trabajar tras la agitada sesión con los
secretarios regionales del Partido. Sin embargo, esta mañana, al descubrir la revista de
prensa de los periódicos alemanes occidentales, se sobresalta: «Honecker, miércoles 18 de
octubre: ¡Último día antes de la jubilación!», lee en la primera plana del Bild Zeitung69. El
artículo cita fuentes próximas al poder en Berlín Este.
—Egon, ¿qué significa esta comedia? —le grita por teléfono.
Krenz finge sorpresa: obviamente no tenía ni idea de lo que le hablaba Erich.
—¿No pensarás que me vas a hacer creer que no has visto la primera plana del
Bild?
—¡Ah, eso! Bueno, Erich, ¡eso no es serio! ¿Te fías de las habladurías de la prensa
de trinchera del Oeste? Eso es otro golpe bajo de Springer70, ya verás. Una maniobra sucia
dirigida, desde luego, por Kohl y su camarilla.
—¿De verdad crees eso? ¿Puedo confiar en ti?
—Claro, Erich. Algunos hemos tenido ciertas divergencias en estos últimos
tiempos, pero tú sigues siendo para todos nosotros un modelo. Nadie imagina estar sin ti.
La unidad siempre ha sido nuestra fuerza, bien lo sabes.
Honecker suspira.
—Entonces te sugiero que organices una reunión de partidos del Bloque para este
mediodía. Podríamos ir los tres, con Mittag.
—Lo lamento, pero es imposible. Dentro de dos horas salgo hacia Leipzig para
supervisar los preparativos de la policía y del ejército para la manifestación del lunes. Hasta
pronto, Erich.
Al colgar, el secretario general tiene un ataque de vértigo, pero no consiente en
abandonar. Quiere aproximarse a los hombres que lo han desafiado para llevarlos a su
terreno. Tiene que dar marcha atrás a la historia a cualquier precio. Llama por teléfono a
Günter Schabowski. El secretario del Partido en Berlín acaba de visitar numerosas áreas de
producción: podría organizarle rápidamente la visita a un complejo. En tiempos de crisis,
nada es tan efectivo como el contacto con los proletarios, ¡como en los buenos viejos
tiempos!, piensa Honecker. Se equivoca: Schabowski le desaconseja firmemente que vaya
al VEB Bergmann-Borsig, como él pensaba:
—La acogida podría ser hostil; la mano de obra está muy subversiva desde hace
unos días.
El secretario general se queda mudo y cuelga, apenado.
***

De camino hacia Leipzig, Egon Krenz piensa: ¿Quién ha organizado las filtraciones
destinadas a la prensa alemana occidental? ¿La KGB? ¿La Stasi? ¿Con qué objetivo?
Evidentemente, para hacer fracasar su plan. Pero, ¿a quién beneficiaría la maniobra? ¿A los
soviéticos? ¿A Kohl? En cuanto regrese a Berlín esa misma tarde, llamará a Viatcheslav
Kotchemassov para aclarar la situación. De ahora en adelante se tiene que asegurar de que
la manifestación prevista para el lunes en Leipzig se desarrolle pacíficamente, pues de lo
contrario su plan se verá abocado al fracaso. Si docenas de miles de personas salen de
nuevo a la calle, se dice, los últimos recalcitrantes del Politburó aceptarán librarse de
Honecker como paso para apaciguar a la población. En compañía de Fritz Streletz, jefe del
Estado Mayor del ejército popular, del general Mittig y de otros dos altos responsables de la
seguridad, se apresura a encontrarse con Hackenberg y Strassenburg en Leipzig. Todos
están de acuerdo en prohibir a las fuerzas del orden que disparen, salvo en caso de ataque
contra las unidades o los edificios oficiales. Durante el vuelo de regreso, Krenz decide
avisar a los altos mandos de sus intenciones:
—No podemos seguir más con Honecker. El Politburó va a tener que actuar a partir
del martes.
Reitera el mismo mensaje al embajador soviético, que da su conformidad sin dejar
traslucir en absoluto su inquietud. Desde hace varios días, el diplomático envía telegramas
alarmistas a Moscú: según él, el tiempo corre en contra del SED; la población está agresiva
y espera con impaciencia cambios de gran calado; se habla de más de ciento cincuenta
publicaciones de la oposición. Kotchemassov duda de que la destitución de Honecker, de la
que Willi Stoph ya le ha informado, sea suficiente para restablecer la calma en la RDA.
Durante su entrevista, Krenz intenta hacer hablar al embajador para saber si los
soviéticos traman algo a sus espaldas. Acecha el menor temblor, la mínima inflexión en la
voz del diplomático. En vano. Decide entonces enseñar una nueva carta para pillar
desprevenido al Kremlin o a la Lubianka71, llegado el caso. Ruega a Kotchemassov que
transmita a Gorbachov su petición de que reciba a Harry Tisch en Moscú, adonde llegará el
lunes encabezando una delegación sindical: el secretario general del FDGB informará al
secretario general del PCUS de sus intenciones de destituir a Honecker de todas sus
funciones.
***

A la caída de la noche, una frágil silueta se desliza en la iglesia de Getsemaní. Vera


es la primera en reconocerla.
—¡Dios mío! ¡Pero si es Hansi! —exclama Sven, y los demás corren para recibir al
activista, que tiene un aspecto penoso. Con lágrimas en los ojos, Hansi cae en los brazos de
su amigo cuando lee la inscripción, «¡Liberad a Hansi Z!», que Sven lleva en su cazadora
desde hace varios días.
—Sueño con un filete con patatas fritas y una cerveza bien fresca —dice a sus
camaradas. Le llevan a Anka Klause, un bar frente a la iglesia donde Hansi les cuenta sus
desgracias en prisión—. El lunes llegó un tío que había intentado salir ilegalmente del país.
Con el skinhead se entendía como lobos de una misma camada. Me las hicieron pasar
canutas. ¡Peor que matones! Me pasaba las noches despierto, me tiraban la comida. Era
imposible estar un rato tranquilo en la celda. Y durante el paseo tenía que estar
constantemente alerta: el skin, al parecer, conocía a bastante gente dentro. ¡Un infierno!
Mientras escucha la narración de los acontecimientos de la semana, Hansi no se
ubica: tiene la impresión de haber estado fuera del país durante lustros. Después, con un
vasito de aguardiente en la mano, hace un aparte con Sven.
—¿Qué tal Annette?
—Bien. Tu detención la ha conmocionado, pero se ha sobrepuesto.
—¿Sigue en Berlín?
—No, regresó el lunes. Organizó una vigilia en la iglesia de Halle. Yo estuve ayer
allí para echarle una mano: tenían material de imprenta en el sótano, pero no lo sabían usar.
—¿Voy a verla? La he echado de menos muchísimo, y no estoy muy seguro de que
el sábado, ya sabes...
—No serviría para nada. De momento ha vuelto a casa de su marido, pero volverá a
Berlín, me lo ha dicho. Mientras esperas, recupérate, te hace falta. Pero no le des muchas
vueltas, ya te he dicho que volverá. Haz como yo: ¡conságrate a la revolución! Ven mañana
por la tarde a la reunión de la UB, ya verás, tengo una sorpresa...
***

Toda esta semana, en Moscú y en todo el imperio soviético, se festeja a la RDA.


Kurt Masur y su orquesta de la Gewandhaus son los invitados de honor en el Conservatorio
de Moscú, cuyo salón principal está abarrotado. La flor y nata de la intelligentsia moscovita
ha hecho de todo por conseguir un asiento. El ministro de Cultura soviético está presente,
así como Kurg Hager, el ideólogo jefe del SED desde 1955. Hager, fiel a Honecker, quien,
con buenas palabras —«el hecho de que el vecino cambie el papel pintado de su casa no
nos obliga a hacer lo mismo»—, había rechazado sin contemplaciones cualquier
perspectiva de perestroika en la RDA años antes.
Está previsto un concierto majestuoso, pero hay un contratiempo con el protocolo.
Una vez más, Kurt Mansur ha dicho «No». Se niega a que su orquesta toque el himno
alemán oriental.
—Pasan demasiadas cosas actualmente en la RDA. Hay demasiadas cuestiones en el
aire. No es el momento —explica al gerente del Conservatorio, muy incómodo.
***

Berlín Este, sábado 14 de octubre de 1989

Con un chándal y flamantes zapatillas de deporte, Günter Schabowski sale al


atardecer de su villa de la Waldsiedlung. Tiene que ver a Krenz para ir a casa de Harry
Tisch, a quien Gorbachov recibirá al lunes siguiente. El primer secretario del Partido en
Berlín se adentra en el bosque: prefiere dar un gran rodeo antes que correr el riesgo de
cruzarse con Erich o Margot, cuyo bungaló está a mitad de camino del suyo y del de Krenz.
Éste prefiere dar vueltas bajo el aliso donde se han citado, en el cruce de Park y de la
Märkische Allee. Llegan rápidamente a la villa 22; dos golpes cortos, uno largo: el dirigente
sindical los recibe en mangas de camisa y tirantes.
Los tres se ponen a trabajar sobre el mensaje que Tisch entregará a Mijaíl
Sergueievich y después organizan los últimos detalles de la sesión del martes del Politburó.
Krenz les anuncia que Stoph dará la primera estocada; Mittag y Hermann también deberán
estar. Aparece madame Tisch, cargada con una bandeja de fiambre, que entrega a su
marido:
—Mielke acaba de llamar —dice dándose aires de Mata Hari—. Querían localizar a
Egon. «Qué idea tan absurda tratar de localizarlo en nuestra casa», le he respondido.
—Bueno, meine Süsse, ¡tendrías que haberle pasado el teléfono! De todas formas,
eres increíble. De qué...
—Ha sido culpa mía, Harry —interviene Krenz—. Al llegar, debería haberle dicho a
tu mujer que Mielke sabía que yo estaba en vuestra casa. ¿Ha dejado un recado?
—No, pero he notado por su voz que era urgente.
Egon llama de inmediato al jefe de la Stasi.
—¿Qué ocurre?
—Erich te busca por todas partes. Vete a tu casa para que pueda localizarte. Vas a
terminar por levantar sus sospechas.
El delfín se va a su casa. Nada más llegar, suena el teléfono. Honecker le pide que
vaya a verlo lo más pronto posible. Krenz descubre al secretario general sentado a la mesa
de la cocina, con un gran mapa de Leipzig desplegado ante él.
—Querido Erich, ¿en qué puedo ayudarte?
—Tenemos que hablar de la manifestación de este lunes en Leipzig. ¿Qué has
decidido?
—He dado orden de no disparar, salvo en caso de legítima defensa.
—No estoy de acuerdo. No digo que haya que ametrallar a los manifestantes, pero
tampoco ponérselo tan fácil. Tendrían que manifestarse con el miedo en el cuerpo,
¿entiendes? ¿Por qué no situar cordones policiales de blindados en la ciudad? Mira, he
localizado varios puntos estratégicos en los que se podrían desplegar.
Krenz contiene su ira. Haciendo un gran esfuerzo, intenta razonar con Honecker:
—No es una buena idea, Erich. Muchos manifestantes han estudiado en la NVA y
saben no sólo cómo anular un carro, sino cómo destruirlo. No tienen más que lanzar un
cóctel molotov contra la torreta. ¡Acuérdate de Praga en 1968! La manifestación amenaza
con convertirse en un baño de sangre. Eso sería una auténtica locura. ¿Eso es lo que
quieres?
Honecker mira fijamente el armario azul marino de la cocina.
—No, tienes razón. No haremos nada entonces.
***

Sven cree que ya es el momento de poner término a la ocupación de Getsemaní, en


la que sus amigos y él llevan durmiendo toda la semana. El pastor Albani se lo ha rogado
otra vez: la iglesia se ha convertido en la guarida de los borrachos del barrio; está en un
estado lamentable, entran y se pasean como por el vestíbulo de una estación. El joven
sondea a la docena de camaradas que lo rodean en la sala de reuniones de la UB.
—Creo que primero deberíamos poner algo de música —sugiere Hansi, que luce
una sonrisa beatífica después de haberse fumado un porro.
La famosa sorpresa de Sven no era ni Annette ni simples cajas de cerveza —en la
UB no se bebe más que vino tinto y a Hans no le gusta—, sino una gran bolsa de marihuana
que descubrió el día antes en un rincón de la iglesia de Getsemaní y cuyo origen desconoce.
Hansi fumó por primera vez en Checoslovaquia, el verano pasado, y se rió mucho. Con el
porro en los labios, el anarquista se levanta y coge un disco, grabado en directo, de Ton
Steine Scherben72.
—Hansi, ¿puedes bajarlo un poco, por favor? —le pide Martin.
El activista de Leipzig, que conoce desde hace años a Sven, ha ido a Berlín para una
reunión clandestina de coordinación del Nuevo Foro en la que han participado delegaciones
del movimiento de todo el país.
—Sven tiene razón: hay que terminar con la ocupación de las iglesias. Ahora todo
se decide en la calle, nuestra experiencia en Leipzig lo ha demostrado. Ya no tenemos que
escondernos, sino hacer que se manifieste el mayor número posible de personas. La
mayoría de la población está harta, pero todavía duda en unirse a nosotros. Desde el lunes
pasado, la protesta ha entrado en una nueva fase. Únicamente las manifestaciones masivas
mantendrán la presión sobre el régimen, que no ha cedido nada o casi nada, ya lo sabéis. En
la RDA no habrá una solución a la china, así que tenemos que presionar: quedémonos en la
calle y multipliquemos las acciones, como hemos hecho esta semana en Leipzig. Os puedo
garantizar que en la manifestación del próximo lunes habrá mucha gente. Hemos preparado
carteles y panfletos con la dirección del Nuevo Foro para que la gente pueda unirse a
nosotros. ¡La clandestinidad se ha terminado!
—¡Ésta sí que es buena! —le interrumpe Hansi—. ¡El Nuevo Foro ya no se
esconde! ¿Y ellos, los dirigentes del NF, ¿dónde estaban la semana pasada cuando esto
estaba al rojo vivo? ¿Dónde estaba Bärbel Bohley?
—Creo que deberías dejar de fumar un poco, Hansi —se enfada Martin—. Deliras.
—No se equivoca del todo —interviene Sven—. Nuestras críticas no van
especialmente contra el NF, sino contra los dirigentes de las plataformas de oposición, con
excepción de Barbara, desde luego. Desde principios de semana, que soplan aires nuevos,
han vuelto a la superficie, vienen a la iglesia, se hacen los buenos delante de las cámaras
extranjeras... Ayer, sin ir más lejos, me tropecé con Ibrahim Böhme73, que se hacía el
listillo al estilo de «Soy el gran Böhme, aquí estoy y os presento el programa del SDP...».
¡No estamos en campaña electoral! Nos hemos arriesgado a todo y son ellos los que hoy se
benefician.
—No tienes razón —replica Martin—. Sin la cobertura de los medios alemanes
occidentales, por ejemplo, os puedo asegurar que no estaríamos aquí.
—Vale, chicos, ¡basta! —los corta Vera—. Todos estamos de acuerdo en poner fin a
la ocupación de las iglesias. La batalla principal se librará en la calle, también lo sabemos.
Berlín se debe inspirar en Leipzig, está claro. ¿Por qué no intentamos montar algo a partir
de mañana?
—¡Un festival de música en la calle. Imprimimos esta tarde panfletos «Acción
rojinegra» del grupo de Getsemaní para convocar a la mayor cantidad posible de gente! —
lanza Hansi.
—Una idea excelente —le felicita Martin—. ¡Como en Leipzig!
Laurenzia liebe Laurenzia mein

wann wollen wir wieder

beisammen sein am Montag

Ach wenn es doch schon wieder

Montag wär und ich bei meiner

Laurenzia wär

Laurenzia wär74.

Sven toca el tambor en cuclillas, directamente en el suelo, sobre la acera delante de


la iglesia, Hansi martiriza las cuerdas de una balalaika, Vera ha fabricado unas maracas con
cartón y arena, y otros los acompañan a la guitarra y a la flauta. Beben al sol, entonan a
coro el estribillo de Laurenzia, cantan La Internacional a pleno pulmón. Marina se pone a
su lado, Wolfgang devora a Vera con los ojos... Toda la familia de la UB y de Getsemaní
está reunida. La reunión se termina cuando interviene la policía popular, ruega a los
agitadores que abandonen la calzada y que vayan a cantar al jardín contiguo a la iglesia.
Para sorpresa general, los policías se dirigen a ellos con civismo. Casi con amabilidad.
***

Berlín Este, lunes 16 de octubre de 1989

Egon Krenz ha invitado a Erich Mielke y al general Fritz Streletz, jefe del Estado
Mayor de la NVA, a seguir el desarrollo de la manifestación de Leipzig en los monitores
instalados en el Ministerio del Interior, junto a Friedrich Dickel, el amo del lugar. Rodeado
de los principales ministros, responsables del orden público, quiere asegurarse de que sus
consignas se respetarán escrupulosamente. En la víspera del complot, sobre todo, no quiere
quitar la vista de encima a sus colegas más eminentes. Poco antes de que se inicie el oficio
de paz en la iglesia de San Nicolás, un invitado de última hora se les une: Erich Honecker.
En el despacho de Dickel, los cinco hombres miran, sin decir palabra, la marea
humana que se despliega por el pavimento del Ring de Leipzig y que se enfrenta a su
autoridad. Más de ciento veinte mil personas desfilan con calma exigiendo la legalización
del Nuevo Foro, la organización de elecciones libres, la libertad de circulación, la libertad
de prensa y de opinión. Los oyen gritar: «¡Somos el pueblo!», «¡No a la violencia!»,
«¡Gorbi, Gorbi!» y «Abajo el Muro!». El secretario general, pálido, parece inmovilizado.
Al ver al cortejo llegando a la plaza Karl-Marx recuerda aquella tarde de abril de 1930 en la
que él estaba, en esa misma plaza, junto a otros cien mil militantes de las Juventudes
Comunistas, para escuchar a Ernst Thälmann, jefe del KPD. El joven Erich había vendido
la bicicleta que sus padres le habían regalado para desplazarse a Sajonia.
De repente, Honecker vuelve en sí y mira fijamente a Streletz:
—¡Fritz, tenemos que hacer algo ahora!
—No, no podemos hacer nada. Intentamos que las cosas se desarrollen
pacíficamente —le responde tranquilamente el jefe del Estado Mayor del ejército popular.
El carcamal vuelve a sentarse al lado de Krenz. Suena el teléfono. Dickel murmura algunas
palabras al oído del conspirador:
—Harry Tisch está al teléfono desde Moscú.
Krenz se descompone, pero Honecker sólo piensa en Leipzig y no despega los ojos
de la pantalla.
—Egon, acabo de ver a Mijaíl Sergueievich. Te desea el mayor éxito.
63 Günter Mittag y Joachim Herrmann.
64 Harry Tisch, secretario general de la FDGB, central sindical única de la RDA a
las órdenes del Partido.
65 El noticiero de la televisión alemana oriental.
66 El periódico clandestino de la UB.
67 Los visitantes del Oeste tenían forzosamente que regresar al Berlín occidental
antes de la medianoche.
68 Servicio encargado de la propaganda en el seno del SED.
69 El Bild Zeitung, del grupo Springer, el diario sensacionalista más leído de la
Alemania Occidental, tiene una tirada diaria de millones de ejemplares.
70 Springer era visceralmente anticomunista.
71 Sede de la KGB en Moscú.
72 Grupo líder del panorama de rock alternativo de Berlín Oeste en los años setenta
y ochenta, muy cercano a la nouvelle gauche y al movimiento de las comunas.
73 Ibrahim Böhme fue uno de los fundadores del SDP y... un agente informador de
la Stasi, de lo que nadie dudaba en la época.
74 «Mi querida Laurenzia, mi Laurenzia. ¡Cuándo podremos estar otra vez juntos!
El lunes ¡ah! Si ya fuera lunes estaría con mi Laurenzia, ¡con Laurenzia!». Canción
tradicional infantil que todos los alemanes orientales aprenden en el parvulario.
Capítulo 8

Good bye, Honi!

Berlín Este, martes 17 de octubre de 1989

—¿Pero dónde puede estar?


—¿Por qué no está aquí?
Son las diez y cinco y Erich Honecker, cuya puntualidad es algo legendaria, no ha
llegado todavía a la sala de reuniones del Politburó, donde lo esperan con ansiedad. Egon
Krenz ya no aguanta en su sitio. Erich Mielke, por su parte, se muestra más sereno. A
primera hora del día, el jefe de la Stasi ha hecho sus preparativos antes de iniciar sus
habituales largos en la piscina de la Waldsiedlung. Ha llamado al jefe de seguridad de la
casa grande75, uno de sus más fieles subordinados, y le ha ordenado que se asegure de que
la sala de reuniones estaría vigilada por hombres de confianza con el fin de evitar que la
guardia personal de Honecker intervenga cuando se desencadene el drama. Günter
Schabowski consulta febrilmente el reloj y repasa por enésima vez su recuento de votos. La
cara de Willi Stoph no deja traslucir ninguna emoción, pero el presidente del consejo de
ministros alemán oriental refleja júbilo. Se prepara con deleite para asumir su papel de
Brutus. Desde hace años no deja de hablar mal a Kotchemassov y a los soviéticos del
tirano; en 1986, incluso transmitió a la KGB un voluminoso informe, titulado «Complot
contra la URSS», sobre la gestión catastrófica de Mittag, y planteó diversas propuestas a
Gorbachov para derrocar a Honecker.
A las diez y diez, Honecker aparece. Tiene un aspecto sorprendentemente fresco y
de buen humor. Como todos los martes, saluda uno a uno a los camaradas y se deshace en
excusas:
—Siento el retraso, pero Hans Modrow me llamó. Quería verme.
Al oír el nombre del jefe del Partido en Dresde, uno de los pocos fuera del Politburó
que está al corriente de la conspiración, Krenz se queda paralizado. ¿Qué quiere Modrow?
¿Por qué Honecker está tan alegre esta mañana, cuando no podía estar más abatido los
últimos días? Pero no vale la pena perder tiempo en conjeturas; el momento ha llegado y la
decisión será rápida.
Sentado al borde de la mesa, el secretario general expone el orden del día. Ni un
solo punto está dedicado a la gran manifestación de Leipzig, tampoco a las otras
manifestaciones de la víspera, que reunieron a docenas de miles de personas en Halle,
Berlín, Dresde y Magdeburgo. Después, al mirar a su alrededor, seguro de su tarea, plantea
finalmente la cuestión que los conspiradores esperaban.
—¿Tenéis algo que añadir al orden del día?
—¿Erich, me permites? —pregunta amablemente Stoph.
—Adelante, te lo ruego.
—Propongo que, como primer punto, destituyamos al camarada Erich Honecker de
sus funciones como secretario general y que elijamos como sustituto a Egon Krenz.
Silencio.
Imperturbable, Stoph empieza su acusación. Reprocha a Honecker la catastrófica
gestión que ha desembocado en la crisis actual; le anuncia que su precario estado de salud
le impide adaptarse a la nueva coyuntura y que, en consecuencia, debe abandonar el poder.
Honecker está anonadado; jamás pensó que algún día se atrevieran. Permanece
impasible y espera a ver lo que los otros tienen que escupir:
—¡Muy bien! Se abre la discusión —y da la palabra a aquellos a quienes considera
sus aliados más cercanos.
Todos lo abandonan, uno tras otro. Ni un solo miembro del Politburó rechaza la
propuesta de Stoph. Günter Mittag el primero. Su más fiel lugarteniente tartamudea, pero lo
aplasta sin escrúpulos. Joachim Herrmann, blanco como el papel, baila también al son que
tocan, al reconocer sus responsabilidades en el fracaso de los medios de comunicación
nacionales. Alfred Neumann consigue, por fin, la revancha: sugiere destituir en el acto de
sus funciones a los dos hombres.
La suerte se ceba con Honecker hasta la intervención de Mielke. El jefe de la Stasi
le da lecciones a su viejo amigo:
—Te había advertido de que la situación era gravísima, pero tú no has querido
escucharme. No has reaccionado. Nuestro poder está en entredicho por tu culpa...
—Erich, no deberías ser tan bocazas —le espeta Honecker.
Al oír estas palabras, Mielke da rienda suelta a su ira y suelta un torrente de injurias
sobre Honecker, a quien nadie defiende.
La sentencia está firmada. Las intervenciones siguientes son más mesuradas. Krenz,
que aún no se ha pronunciado, se declara dispuesto a asumir las funciones de jefe del
Partido y del Estado; Schabowski queda muy bien y se presenta como el moderado del
grupo:
—Antes de nada tenemos que mirar hacia el futuro. No se trata de una disputa entre
personas, sino de problemas políticos urgentísimos que hay que solucionar: las
autorizaciones para viajar, el relanzamiento de la economía, la reforma de los medios...
Ha llegado la hora de votar. Erich Honecker pregunta a los miembros titulares y a
los suplentes del Politburó si aprueban su destitución como secretario general, presidente
del Consejo de Defensa Nacional y presidente del Consejo de Estado de la República
Democrática Alemana. Mira cómo, uno tras otro, levantan el brazo para ratificar la
propuesta de Willi Stoph. Después, sin decir una palabra, el secretario general también
levanta su brazo. Incluso en un momento como ése el camarada Honecker respeta el
principio de unanimidad tan estimado por el centralismo democrático. La misma
unanimidad prevalece para las revocaciones de Mittag y de Herrmann. En algo más de tres
horas, la revolución de palacio está consumada.
***

Erich Honecker llega a su despacho, coloca sus cosas y recopila los informes más
urgentes que pasará a su sucesor. Llama a Margot al Ministerio de Educación:
—Sucedió —le anuncia, lacónico; después saluda a Elli, su secretaria, con la que ha
trabajado desde los días felices de las FDJ, así como a sus colaboradores más próximos. Por
último, llama a Krenz, a quien le pide que vaya inmediatamente a su despacho.
—¡No dudarás de que esto me trastorna considerablemente!
Krenz mira hacia el cielo con estoicismo.
—Bien, bien, Egon... Haz como si nada. ¿Puedes prepararme, al menos, una
explicación corta para entregarla al pleno del Comité Central e irme dignamente?
Krenz se lo promete.
—Bueno, en ese caso estoy de acuerdo en cambiar la fecha76. ¡Ellli! ¡Elli!
La secretaria acude: su gran hombre, decepcionado, va a hacerle un último dictado:
«¡Queridos camaradas! Por decisión del Politburó, la sesión del noveno pleno del
Comité Central del SED se adelantó al miércoles 18 de octubre de 1989 a las dos de la
tarde. Orden del día:
Situación política
Saludos socialistas,
Erich Honecker».
Aún no está todo definitivamente solucionado. Únicamente el Comité Central tiene
poder para revocar al secretario general. Por tanto, los conspiradores deben asegurarse de
que esta instancia no rechazará su resolución. En 1957, en Moscú, Nikita Kruschev había
ganado este pulso: quedó en minoría ante el Politburó y fue restituido al día siguiente a sus
funciones de secretario general del PCUS por el pleno del Comité Central. Honecker es aún
una figura respetada por muchos miembros del Comité Central, pero Krenz, Schabowski y
el resto ya no lo creen capaz de modificar el curso de su destino. Ya no tiene ganas, así de
sencillo. No, lo que más les preocupa es el argüir un motivo válido para la destitución de
Honecker. ¿Su incompetencia en matera económica? ¿Su pulso con la tendencia
reformadora del gran hermano soviético? ¿Su voluntad de sacar los tanques en Leipzig?
No, esos motivos serían demasiado delicados para ponerlos de manifiesto en público.
Honecker tiene que enfrentarse solo. Honecker está enfermo: ¡Ésta es la solución! Se dicen.
El anciano presentará su dimisión por motivos de salud. Como él hizo con Ulbricht
dieciocho años antes...
Ayudado por Krenz, Günter Schabowski escribe sobre el teclado de un ordenador
Amiga 2000 la explicación que leerá al día siguiente el número uno dimisionario:
«Camaradas:
Después de reflexionar y consultar con el Politburó, he llegado a la siguiente
conclusión: teniendo en cuenta mi enfermedad y las consecuencias de la operación a la que
recientemente me sometí, mi salud no me permite ya disponer de la fuerza y la energía
necesarias para dirigir los destinos de nuestro Partido y de nuestro pueblo. Por ello solicito
al Comité Central que me libere de mis funciones como secretario general. La candidatura
de un camarada capaz y con determinación será propuesta al Comité Central y a la
asamblea popular con el fin de responder a los desafíos del momento...».
El jefe del Partido en Berlín está especialmente orgulloso de esta última fórmula: a
la prensa occidental y a la población no hay que darles la impresión de que Honecker ya ha
«elegido» a su sucesor. Krenz tiene que desembarazarse totalmente de su imagen de delfín
para afianzar su popularidad y erigirse en símbolo de ruptura.
El 18 por la mañana, la secretaría del Comité Central se reúne en ausencia de
Honecker, y Stoph anuncia la «renovación de cuadros», que se aprueba por unanimidad.
Después, el Politburó se reunirá de nuevo pero bajo la presidencia colegial de Honecker y
de Krenz: una primicia. El ex secretario general es aplaudido calurosamente al término de
la lectura de la explicación redactada por los traidores. El discurso de investidura, en el que
el nuevo secretario general ha trabajado durante toda la noche, y que tiene que presentarse
también al Comité Central a mediodía, es aprobado por la instancia colegial.
En los pasillos de la «casa grande», el rumor de la partida de Honecker ha circulado
con insistencia. Por eso, cuando el anciano hace su aparición en la tribuna, los 206
delegados del Comité Central contienen el aliento.
—Camaradas...
Honecker da la explicación de su salida en los términos previstos, excepto en una
cosa: propone que ¡Egon Krenz asuma su sucesión! Gunter Schabowski está rojo de ira.
Radiante, Stoph abre la votación: 205 delegados aprueban la dimisión del secretario
general por motivos de salud; únicamente la octogenaria y estalinista Hanna Wolf se
pronuncia en contra. Margot no ha tomado parte en la votación: se ha quedado en casa.
Después, Stoph solicita que Honecker se retire y ruega al Comité Central que le agradezca
su trabajo, la obra de toda una vida. La sala se levanta y aplaude a más no poder al anciano,
emocionado hasta las lágrimas.
Krenz entra en escena. Anuncia a sus camaradas que la sesión de hoy «inaugura una
era de cambio» —die Wende— y que el Partido va a retomar la ofensiva política e
ideológica. El SED está firmemente convencido de que todos los problemas de la sociedad
alemana oriental pueden encontrar una salida política; está decidido a mantener la paz y el
orden y a no renunciar al socialismo en suelo alemán. El nuevo secretario general declara
que la perestroika es indispensable y que ningún partido puede permanecer aislado de un
proceso que «concierne a todo el movimiento comunista, a la reconstrucción en la URSS y
en otros países hermanos». Anuncia también que el Politburó ha sugerido al gobierno que
prepare un nuevo proyecto de ley sobre los viajes al extranjero.
Se apresura a anunciar este «gran cambio» a los medios, a su pueblo y al planeta
entero, pero comete un error de principiante: en lugar de comparecer sin sus anotaciones y
de mirar a la población a los ojos, vuelve a leer su larga intervención ante el Comité Central
y llama «camaradas» a sus compatriotas, que ya no pueden más.
Mientras Krenz saca pecho delante de las cámaras, Erich Honecker abandona el
edificio del Comité Central por última vez. Ha pedido a su chófer que lo lleve cerca del
bosque de la Waldsiedlung. Desanimado, desea pasear en solitario. En sólo diez días, la
revolución de octubre alemana oriental lo ha barrido.
75 La «casa grande» era el sobrenombre del edificio del Comité Central.
76 El pleno originalmente se tenía que desarrollar del 15 al 17 de noviembre de
1989.
SEGUNDA PARTE

¡ABAJO EL MURO!
Capítulo 9

El malquerido

Berlín Este, jueves 19 de octubre de 1989

De pie frente al ropero, Egon Krenz titubea. Esta mañana todos los detalles cuentan.
Su porte, su apariencia, sus gestos. Todos esos artificios, esa obsesión por la imagen, que
tanto preocupan en Occidente y que él siempre ha criticado.
Para lanzar la Wende, su «gran cambio», el nuevo secretario general ha escogido
visitar una fábrica berlinesa, uno de los dieciséis establecimientos del complejo «7 de
Octubre», que fabrica herramientas. Con una camisa blanca, un traje oscuro y una corbata
adornada con unas finas rayas en diagonal, se mira en el espejo. Se pasa el peine una última
vez por sus cabellos canosos peinados hacia atrás. Se ha afeitado cuidadosamente para
borrar la sombra que la barba deja en su piel. «Siempre parece que acabas de salir de la
cárcel», le soltó un día su hijo después de haberlo visto en la tele. Justamente, la televisión
lo espera ya en la verja del «VEB 7. Oktober». Las cámaras mostrarán a un hombre en
plena madurez, a un reformador dispuesto a empuñar las riendas de la RDA: abierto,
sonriente, moderno.
Cuando se instaló en el coche, varios informes lo esperaban en el asiento: el parte
diario de la Stasi, una presentación del complejo «7 de Octubre» y mensajes de felicitación
de los partidos comunistas hermanos. Sin embargo, Egon Krenz abrió con febrilidad otra
carpetilla: la revista de prensa extranjera. ¿Qué dirían de él en la RFA? En un minuto ya
estaba gritando de indignación. Debería habérselo esperado: los periodistas del «enemigo
de clase» capitalista denigran el relevo en Berlín Este. Respecto a su imagen, el ataque es
feroz: «defensor de la línea dura», «delfín del estalinismo», «desacreditado», «manipulador
de elecciones»77, «mentiroso», «figura dudosa». No se puede decir más. Un artículo,
especialmente, lo saca de quicio. El compositor Wolf Biermann78 le ajusta las cuentas:
«Krenz, ese borrachín, veterano de las FDJ, el Jubelperser79 del Politburó, el machote de
la sempiterna sonrisa, el idiota optimista, es el más detestable de todos los candidatos
posibles. Con él, ¡nada avanza, todo retrocede!».
Egon Krenz inspira profundamente y se tranquiliza. Les va a enseñar de qué pasta
está hecho. La RDA no exige más que un relevo. Honecker se empecinó demasiado, porque
algunas concesiones habrían sido suficientes para apaciguar los ánimos. Krenz cree que
cortará la hemorragia con unas leyes más flexibles sobre los viajes al extranjero. Bastará
con introducir algo más de diversidad en los medios de comunicación para apaciguar a la
juventud, se dice a sí mismo. Su versión de la perestroika ensombrecerá las audacias de
Gorbachov.
El Volvo azul marino y su escolta han salido temprano de Wandlitz. El cortejo
atraviesa a gran velocidad los barrios de Berlín. A su paso, los Trabant se apartan para no
ser despedidos por la onda expansiva. El chófer entra en la zona industrial de Weissensee y
aparca delante de un austero edificio de tres pisos, con la fachada negra de suciedad: la sede
del complejo «7 de Octubre». En la acera, el director general de la fábrica, los
representantes locales del Partido y algunos periodistas ya están listos para recibirle.
Pero Egon Krenz no tiene tiempo que perder en saludos, ha venido para reconducir
el tren del socialismo. Apenas se baja del coche, se dirige a los obreros acodados en las
ventanas.
—Buenos días, camaradas, ¿cómo veis la situación? ¿Habéis leído las decisiones
del Comité Central de ayer?
—Vamos a ver qué pasa. Ya hemos escuchado demasiadas promesas —burlones, los
obreros de la metalurgia le ofrecen gran cantidad de Berliner Schnauze80.
El secretario general les planta cara:
—Ya está bien de esperar, ya está bien de hablar: ¡Nosotros abajo y ustedes arriba!
No lo lograremos si no lo hacemos juntos y con el esmero que cada uno ha de poner en su
trabajo. ¿Están de acuerdo ahí arriba?
Uno de los impertinentes se encoge de hombros:
—Así, sí.
En el primer taller, un obrero sonriente agradece calurosamente la visita al
secretario general: las bombillas y los neones, defectuosos desde hace meses, por fin han
sido reemplazados. Un sindicalista lo toma del brazo para enseñarle el tablón de anuncios
donde se cuelgan con regularidad los periódicos murales. Nadie se ha tomado la molestia
de borrar las pintadas que recubren la pared: promoción por méritos, sindicato
independiente, modernización de los locales... Estas reivindicaciones no lo sorprenden en
absoluto. Confirman lo que la Stasi señala en sus informes. La audacia es, sobre todo, lo
que le sorprende. Ni el SED ni el sindicato han mostrado la menor autoridad en esta fábrica,
considerada, sin embargo, modélica. Su prestigio parece tan descolorido como los
eslóganes a la gloria del comunismo en las paredes.
Mientras lo guían por las cadenas de producción, el director general aventura
algunas críticas.
—Nuestro orgullo es que nuestros productos estén entre los mejores del mundo.
Pero sólo algunos lo están. Somos los campeones del mundo de la improvisación, pero,
desgraciadamente, no de la contabilidad. Hay que mantener los objetivos del plan. Nunca lo
conseguiremos con discursos; nos hace falta un espíritu voluntarioso en lugar del
acomodaticio conformismo que reina en el seno del Partido...
La visita termina con un debate. Lo invitan a tomar asiento en una mesa en forma de
U, en una pequeña sala de reuniones. Unos cincuenta trabajadores, atraídos por el panfleto
del Partido, lo esperan con impaciencia. Un diluvio de reproches se abate sobre el secretario
general, cada vez más crispado. Hay que pasar por todo. El Partido no confía en los
ciudadanos, la escasez bloquea la producción; faltan productos de calidad en las tiendas y
hay que esperar años para comprar un coche destartalado. Un encargado, miembro del
SED, la emprende con los medios:
—La realidad no tiene nada que ver con lo que nos cuentan en sus periódicos y en la
tele. ¡Ya no creemos en los cuentos de hadas!
Un obrero plantea la cuestión que está en boca de todos:
—En los talleres pesa mucho la ausencia de los que se han largado. El trabajo está
desorganizado. Camarada Krenz, ¡hace falta una nueva reglamentación sobre los viajes al
extranjero para evitar el éxodo!
Los aplausos estallan, las recriminaciones se escuchan por todas partes. Un tornero-
fresador eleva el tono para hacerse oír:
—¡Los que no tienen ni familia en el Oeste ni pasaporte de servicio están en la puta
mierda!81.
Las cámaras no han perdido detalle de las intervenciones, las radios tampoco. El
malestar de los obreros de «VEB 7. Oktober» se difunde esa misma tarde. Egon Krenz
intenta contestar poniendo buena cara:
—La cuestión de la libre circulación choca de frente con la política de la RFA:
mientras Bonn siga concediendo automáticamente la nacionalidad alemana occidental a
cualquier ciudadano de la RDA, nosotros no podemos modificar las cosas.
Los obreros, consternados, bajan la cabeza. La eterna cantinela de que la culpa es de
la otra Alemania es todo lo que este nuevo hombre del régimen tiene que ofrecer. Están
decepcionados. Con prisa por terminar, el hombre que sueña con ser el Gorbachov del
Spree levanta la sesión con una pirueta verbal dirigida a los periodistas:
—Lo que yo he escuchado aquí no son protestas, sino gente seria que ha emitido
propuestas que están en la línea de nuestro partido. ¡Gracias!
Sus colegas del Politburó, Erich Mielke y Harry Tisch, le habían confesado que
temían que las huelgas paralizasen las fábricas. Los trabajadores del «7 Oktober» han
despejado las últimas dudas de Egon Krenz.
***

Esta mañana, Helmut Kohl, que ha seguido el discurso de Krenz difundido la


víspera en la televisión sin detectar el menor motivo para el optimismo, se da cuenta de la
nota enviada por uno de sus consejeros sobre la situación al otro lado del Muro. Se detiene
en el tercer y último punto: «Es poco probable que el cambio sea suficiente para reducir la
presión a la que en este momento está sometida la dirección de la RDA. Aunque más joven
que su predecesor, Krenz forma parte de la vieja guardia y, por ese motivo, padece el
mismo descrédito. Es un hombre que defenderá el poder del SED sin comprometerse y con
toda la brutalidad necesaria; está preparado para utilizar todos los medios con tal de
lograrlo. Probablemente no es más que un personaje de transición, pero seguro que él no se
considera así». El canciller eleva los ojos al cielo y lanza un profundo suspiro. Su instinto
político le dice que la crisis no ha terminado. No hay que descartar la posibilidad de
cambios dramáticos. En siete años de poder en Bonn, al filo de las tempestades, él se ha
forjado una consigna: mantener la cabeza fría. Hace que envíen a Krenz un mensaje en su
telegrama de felicitación: «Espero que trabaje por el bien de todos, al igual que espero una
consolidación significativa del diálogo y la cooperación entre los dos Estados en este
período de renovación indispensable». Kohl se pregunta: ¿Sabe su homólogo lo que
significa la palabra «renovación»?
***

Con las dos manos apoyadas en el borde, Ivan Novikov sale de la piscina. Mientras
coge la toalla, el coronel de la KGB lanza una mirada satisfecha a su reloj. «¡500 metros en
ocho minutos! ¡No estoy tan oxidado para ser un cincuentón!» En la escuela «302» de
Minsk, donde recibió su formación como agente de las KGB en 1961, el joven siberiano
batía a todos sus camaradas en la piscina de 50 metros. «¡El único ruso que prefiere el agua
al vodka!», solía decir su compañero de habitación para presentarlo a las chicas a las que
abordaban en los bares.
A esta hora de la mañana tiene la piscina de la embajada soviética para él solo. En el
complejo de edificios contiguos, los funcionarios y los diplomáticos apenas se están
despertando. Ivan Novikov ha elegido el ejercicio solitario para escapar a este universo
cerrado —concebido para que los soviéticos se mezclen lo menos posible con los alemanes
— que le provoca claustrofobia.
Una puerta batiente se abre tras él. Vestido con uniforme verde adornado con una
larga banda roja, el general Snetkov, comandante en jefe del grupo de fuerzas del Oeste82,
se dirige directamente hacia el oficial de la KGB:
—Camarada general, nunca te había visto aquí tan temprano. Has salido de
Wünsdorf 83 antes del alba.
—Me gustaría hablar contigo a solas.
—¿Conmigo o con el «Komitet»?
—Con los dos. Sé que puedo confiar en ti. Hemos hablado con tanta frecuencia
sobre Alemania que conozco muy bien tu opinión y estoy seguro de que compartes mis
temores.
—¿Sobre el futuro de la RDA?
—Claro. Y sobre la defensa de nuestros intereses. Tengo la impresión de que
nosotros ya no controlamos nada aquí. Honecker estaba acabado, pero no será Krenz quien
saque de apuros al país. En todo caso, no lo hará solo. Tengo una cita con el embajador para
hablarle de la situación. No sé lo que ha escrito en sus telegramas al MID, pero Moscú tiene
que retomar el mando antes de que sea demasiado tarde.
—Pierdes el tiempo. Kotchemassov es un secretario regional del Partido a quien han
recompensado endosándole una embajada. No sueña más que con dos cosas: con la medalla
de la Orden de Lenin y con irse a recoger arándanos al jardín de su dacha. No me lo
imagino ni por un momento mostrándose enérgico con los cortesanos del Kremlin. ¡Tiene
terror a desagradar!
—Por eso te quería hablar antes. No dejo de mandar mensajes al Ministerio de
Defensa. En Wünsdorf, mis oficiales están inquietos. Cuando estudiaban en la Academia se
les repetía a todas horas que eran la élite del Ejército Rojo, que su sola presencia haría
temblar a la OTAN. Y, de repente, desde que los manifestantes salen a las calles, Moscú les
ordena que se mantengan acuartelados. Se les ordena que se plieguen ante unos miles de
gamberros alemanes desarmados... Gorbachov ha puesto fin a la doctrina Breznev, ¡ni que
decir tiene! Pero seamos serios, esto no sirve para la RDA.
—¿Qué quieres? ¿Que nuestros valientes soldados disparen a la multitud?
—No, bastaría con algunas maniobras espectaculares. Fue así como detuvimos los
acontecimientos en Polonia, y como Jaruzelski decretó el estado de emergencia. Pero
necesito la ayuda de la KGB para transmitir la idea.
—Camarada general, «la» KGB, tal y como te la imaginas, ya no existe. Unos
piensan esto y aquéllos lo otro. Esa endiablada perestroika no ha hecho más que
desorganizar el sistema socialista, ha contaminado a los mejores cerebros del Komitet. No
olvides que fue Andropov quien forjó la carrera de Gorbachov. Yo también he hecho llegar
mensajes a la Lubianka. Les he informado de lo que nuestros agentes en Leipzig y en otros
lugares nos han transmitido: que estas manifestaciones están organizadas por inadaptados y
agentes provocadores de la Alemania Federal. Varios dirigentes de la KGB están nerviosos,
pero nadie osa enfrentarse al Kremlin. Nada menos que Mielke, a quien nuestra vieja
guardia considera una garantía de confianza, ha apoyado a Krenz.
—El veneno pudre el cerebro, Ivan.
—Cierto, camarada general, pero tengo que dejarte. Me tengo que preparar antes de
la reunión.
Cuando Ivan Novikov entra en la sala de conferencias, los responsables de la
representación diplomática ya estaban reunidos en torno a Viatcheslav Kotchemassov. La
víspera, el informe del embajador cabía en una sola frase: «Hoy se celebra la reunión
plenaria del Comité Central del SED». Esta mañana está más elocuente: «El buró político y
la reunión plenaria han elegido a Egon Krenz por unanimidad. La decisión de apartar a la
dirección anterior se debe únicamente al SED. La salida de Ulbricht se produjo con la
ayuda de los dirigentes soviéticos. Esta vez, el escenario ha sido otro completamente
distinto. El Comité Central del SED ha encontrado en sí mismo la fuerza para cambiar de
orientación». Sobre el nuevo número uno, los elogios no se agotan. «Su discurso fue bueno.
Tiene un sólido equipo de consejeros a su alrededor. Actuará con discernimiento si no los
descarta a todos al mismo tiempo; la continuidad debe estar garantizada.»
Ivan Novikov no se deja engañar: esta declaración emana directamente de Moscú.
«¡No sólo son ingenuos, están ciegos! Para Gorbachov y su camarilla, lo más duro ha
quedado atrás en la RDA. Unas cuantas semanas de adaptación y el nuevo equipo habrá
tomado el control. Con este palurdo de Egon Krenz en el papel de mago...», suspira
mientras regresa a su despacho.
Se apresura a enviar una enésima señal de alarma a la Lubianka. Como si lanzase
una botella al mar.
***

En el piso de okupas de la 46 Mariannenstrasse de Leipzig el ambiente está a punto


de estallar. Es mediodía y Martin acaba de despertar. La noche anterior ha hecho guardia en
la residencia de jubilados. Abre la nevera: vacía. Explota en cólera contra Werner en
nombre de las reglas de la Wohngemeinschaf 84.
—¡Mira que jorobas! ¡Aquí vivimos seis! Tenemos que compartir el trabajo y la
compra. Tú nunca lavas los platos, nunca limpias y te comes las compras de los demás.
¡Menos mal que no tengo novia, me la encontraría en tu cama!
—Soy estudiante. Todos vosotros tenéis un sueldo. Además, paso a máquina los
trabajos del Foro. Voy corriendo de una casa a otra para pasar la información. Entrego los
panfletos.
—Eh, parásito, ¿no pensarás que haces bastante? Todos vamos a todas partes para
establecer relaciones entre los grupos y eso no nos impide lavar los platos. Si sigues así,
muchachito, ¡te vas a largar!
Reiner, compañero de piso y escritor maldito a ratos, los interrumpe. Originario de
Bitterfeld, se unió a la oposición por militancia ecologista cuando su padre, obrero en un
complejo químico, murió prematuramente de un cáncer de pulmón.
—Peace! —bromea al verlos a punto de llegar a las manos—. Os tengo que contar
una cosa que pasó en Bitterfeld.
—¿Te has drogado con aire puro?
—No, he visto a los compañeros del Partido completamente pasados. Ayer, un
secretario local nos había invitado para hablar de la contaminación. ¡Una novedad! El tipo
no profundizó mucho. Reconoció algunos problemas antes de soltarnos la moralina: no
tenéis más que argumentos negativos, agitáis a las masas, os comportáis como enemigos
del Estado, etc. El tono subía. De repente, el primer secretario de Bitterfeld entró y le pidió
a su subordinado que lo siguiera.
—¿Para echarle la bronca?
—No nos enteramos hasta que volvió. Abrió la puerta, lívido, con lágrimas en los
ojos. Acababa de saber que a Honecker lo habían destituido.
—¿Os reísteis mucho?
—¡Un poco! Pero el secretario acalló el escándalo diciendo que los enemigos del
régimen se lo tomarían como una victoria, que sería mejor partirles la cara, etc. Es buena
señal. Están perdiendo los nervios.
—Bueno, bueno. Yo no estoy tan seguro. ¿Sabes? —dice Martin—, Krenz podría
destrozar nuestra dinámica con su historia de Wende, y si el próximo lunes somos menos, el
SED volverá a apoderarse del país como si no hubiera pasado nada.
Etiquetado como «enemigo del Estado número uno» por la Stasi de Leipzig, a
Martin no le interesan las intrigas de palacio ni las convulsiones del Politburó. Está
absorbido por cuestiones organizativas. Ya va siendo hora de que la oposición alemana del
Este abandone el manto protector de las iglesias. La Iglesia protestante se muestra
pusilánime, igual que el pastor Führer, de la iglesia de San Nicolás, que se opuso varias
veces a las iniciativas políticas, y la cercanía de su movimiento con los religiosos desanima
a los no creyentes, que, de no ser por eso, se les habrían unido.
Sin embargo, abandonar la protección de las iglesias no es algo que se hace por
decreto. Es imposible encontrar un lugar de reunión sin el aval de cualquier subalterno del
Partido. Es impensable conseguir una línea de teléfono sin el visto bueno de las
autoridades. En cuanto a los medios de impresión y reproducción, están sujetos a un
monopolio del Estado y estrechamente vigilados. Por eso que no quede: Martin se repite
que lo conseguirá. Sin duda no faltarán las oportunidades para minar la desorganización del
poder, que ya está en marcha.
***

Como siempre, Hansi lanza una ojeada furtiva tras él para localizar al hombre con
cazadora o anorak que le pisa los talones. Saber reconocer a un poli de la Stasi se ha
convertido a la vez en un juego y en una necesidad. Desde que salió de la cárcel, los
esbirros de Mielke no lo pierden de vista. Hay dos por lo menos que están
permanentemente a la puerta de su casa.
Jugar al ratón y al gato con una horda de gatos sería más divertido en otras
circunstancias. Pero su calificación como enemigo del Estado puede acarrear serios
problemas a aquellos con los que se reúne; así que se ve obligado a tomar precauciones. Por
el contrario, cuando se dirige a la UB, como hoy, le importa poco que lo sigan; el agente
que lleva pegado a los talones se dará de bruces al final del trayecto con sus numerosos
colegas vestidos de paisano y escondidos alrededor de la iglesia de Sión.
Si Hansi cambia de itinerario, es sólo para crispar al que le sigue, para no
desentrenarse. Gira a la derecha, después vuelve bruscamente sobre sus pasos. Se queda
clavado un momento, da media vuelta y se da de bruces con su «ángel de la guarda», que
hace el gesto de escrutar el cielo, con aire concentrado. Hace un alto delante de un portal y
finge leer los nombres de los inquilinos antes de continuar su camino. Cuando empuja la
puerta de la UB, hace más de una hora que recorre las calles de Prenzlauer Berg en todas
direcciones, mientras que el camino más directo le habría llevado menos de veinte minutos.
Sven y Vera están atareados en el sótano. Están encantados con su último hallazgo
para lanzar un panfleto contra Krenz: Dialüger85. Los clichés están listos para girar en las
máquinas.
—¿A quién denunciamos esta tarde? —pregunta Hansi con una carcajada.
—A Krenz, ¿a quién si no? —responde Sven.
—¡Egon! ¿Te acuerdas de la serie cómica danesa Olsen Trio en la tele? El jefe de la
banda de gamberros se llamaba Egon. Un gángster, como él. Y un imbécil, también como
él.
Los dos se ríen. Con una resma de papel grisáceo de mala calidad entre las manos,
Vera no comparte su hilaridad. Se rebela:
—Krenz no me hace gracia. Una vez más, el SED nos ha tomado por idiotas.
¡Instalarse en el poder quien ha manipulado las elecciones es insultar a la gente!
—¡Cor-tos, son cor-tos de mollera! —asiente Sven—. El poder cree que puede salir
del paso con reformas de poca monta. Estos tipos son incapaces de comprender lo que pasa
en el país.
Desde por la mañana, la oposición está al rojo vivo. El nombramiento de Egon
Krenz ha desencadenado una oleada de descontento en todo el país. Hay llamamientos a
manifestarse, a organizar sentadas, foros en plazas públicas, pitadas. Las iniciativas, más
numerosas que nunca, convergen en la UB. Se cuenta con el Telegraph para anunciarlas. El
número 5 del fanzine, que tendría que estar impreso el 22 de octubre, desborda de
comunicados procedentes de todos los rincones del país.
Veinticuatro horas después de su ascenso al poder, Egon Krenz ha batido todos los
récords de movilizaciones. Contra él.
77 El 7 de mayo de 1989, el SED ganó las elecciones municipales con un 98,85 por
ciento de los votos. Los movimientos sociales acusaron a Egon Krenz, organizador del
escrutinio, de haber falsificado los resultados.
78 Wolf Biermann es una figura de la disidencia alemana oriental. Perdió su
nacionalidad y fue expulsado a la RFA en 1976.
79 El «persa entusiasta». La expresión se remonta a la visita del sha de Persia a
Berlín en 1967. El soberano desplegó agentes secretos entre la multitud para que lo
aclamasen e intimidasen a los manifestantes contrarios. La visita terminó con
enfrentamientos, que causaron la muerte de un manifestante.
80 La tomadura de pelo berlinesa, a menudo sinónimo de impertinencia.
81 Los acuerdos firmados entre las dos Alemanias ofrecían a los ciudadanos de la
RDA la posibilidad de visitar a sus familiares en la RFA. Los que carecían de familia tenían
pocas posibilidades, fuera de los privilegios especiales, de viajar a la República Federal.
82 Nombre con el que se designa a las tropas del Ejército Rojo estacionadas en la
RDA.
83 Cuartel general de las fuerzas soviéticas en la RDA, situado a las afueras de la
capital.
84 Piso compartido. En los años setenta y ochenta, tanto en el Este como en el
Oeste, muchos jóvenes alemanes compartían pisos, que ocupaban o alquilaban.
85 El juego de palabras mezcla dos términos: «diálogo» y el verbo lügen, que
significa «mentir».
Capítulo 10

El pueblo perdido

Wandlitz, sábado 21 de octubre de 1989

Estupor y conmoción. Después de varias semanas, a Günter Schabowski lo corroen


las dudas. El régimen comunista, al que ha consagrado todos sus esfuerzos, se tambalea
después de tantos años.
Schabowski nunca se ha recuperado del espectáculo de su país destruido en 1945,
las ciudades que atravesaba de pequeño destruidas, las mujeres despavoridas quitando
escombros. Como muchos alemanes de su generación, muy pronto le sedujo la ideología
comunista impuesta por el ocupante soviético. Desde 1947, como escribía y se expresaba
bien, trabajó para Tribüne, el órgano de los sindicatos. Tras llamar la atención de sus
superiores, recibió una formación ideológica de primer orden, la que se reservaba a las
promesas del Partido. En la Universidad Karl-Marx de Leipzig obtuvo una licenciatura en
periodismo; después se fue a Moscú para realizar el curso del Instituto Superior del Partido
Comunista Soviético. En aquel entonces la URSS vivía bajo el manto de Leónidas Breznev,
el hombre que enviaba a los disidentes a los hospitales psiquiátricos y mandaba a los
tanques para aplastar la Primavera de Praga. De sus años en la capital soviética el alemán
del Este extrajo una lección esencial: los vasallos de la URSS no deben desviarse de la línea
trazada por el Kremlin.
A su regreso a Alemania, Günter Schabowski pasó al Neues Deutschland, donde se
convirtió en redactor jefe, un puesto que le situó en el centro del poder. Erich Honecker
confiaba en él y le impulsó a la cúpula del Partido: miembro del Comité Central, después
del Politburó; primer secretario del SED por Berlín. Una posición envidiable de la que se ha
sentido muy orgulloso hasta este otoño de 1989.
Esperaba que le salpicara algo del fasto del cuarenta aniversario de la RDA
organizado en Berlín, en «su» feudo. Todo lo contrario, las manifestaciones, y sobre todo la
enérgica represión posterior, lo han situado en una mala posición. Los representantes de los
movimientos civiles, los abogados, los dignatarios de la Iglesia protestante denunciaron con
energía la brutalidad de las fuerzas del orden. Todos recordaron que los jóvenes que
protestaban se habían limitado a gritar «¡Gorbi! Gorbi!» y a reclamar el advenimiento de
una perestroika de la Alemania del Este. En Berlín, incluso la base central del SED le ha
manifestado su desaprobación. Aquí los miembros del Partido —los intelectuales, los
investigadores, los funcionarios— se mueven en un mundo distinto del de los obreros de
Magdeburgo o de Jena. Muchos viajan, sobre todo por la URSS, y ven sobre el terreno el
seísmo de la revolución gorbachoviana. A algunos no les molesta explicar que Honecker se
equivocaba de dirección.
Los manifestantes también han puesto en la picota al hombre de los serviles medios
de comunicación. Schabowski encarna el periodismo de Estado, ese de los artículos
prefabricados, de los fieles al secretario general del SED y a los editoriales dictados por el
Politburó. Nadie aguanta esa propaganda insulsa y mentirosa. Schabowski y Krenz son muy
conscientes de ello: si querían hacer de la Wende un éxito, tenían que abrir la prensa a la
crítica.
Esta mañana, Schabowski busca un gesto simbólico, algo de empuje político que
sacuda las conciencias. Le gusta la audacia, los golpes de efecto, al contrario que a Krenz,
de cuya pusilanimidad desconfía. Los soviéticos comparten ostensiblemente la misma
preocupación. A su regreso de Moscú, Harry Tisch le informó de que Mijaíl Gorbachov
había mencionado el nombre de Hans Modrow durante su reunión privada. Günter
Schabowski se ha vuelto a alarmar. Los métodos del «gran hermano» no cambian: el
Kremlin tiene su candidato. Para el secretario del SED de Berlín queda descartado el
fracaso por exceso de precaución. La apuesta: terminar con las manifestaciones, pero para
liberar las calles el poder tiene que iniciar el diálogo.
Con las gafas en la punta de la nariz, hojea las notas que han preparado los servicios
del Comité Central. La Vopo86 berlinesa le avisa de que al mediodía los grupos de la
oposición intentan hacer una «cadena humana» entre el Palacio de la República y la
Jefatura de Policía. Quieren reivindicar la liberación de los últimos detenidos interrogados
los días 7 y 8 de octubre y pedir que se archiven las actuaciones judiciales
correspondientes. El jefe de la Vopo ha ordenado que un cordón policial, desplegado en el
extremo de la Alexanderplatz, impida el acceso de los manifestantes a su cuartel general.
He aquí la ocasión de dar un gran golpe. La cadena humana se va a desplegar en el
centro, allí donde late el corazón político del país, delante del Consejo de Estado, el Comité
Central, el Ayuntamiento. En lugar de ser un espectador del desafío que lanza la calle, él le
hará frente. Irá a hablar con los opositores, cara a cada. Por primera vez, el SED saldrá de
su torre de marfil y el diálogo tendrá una cara. ¡La suya!
***

Como siempre, Egon Krenz se levanta a las cuatro de la mañana. Ha corrido diez
kilómetros por el bosque, sumido aún en la oscuridad, intentando en vano librarse de la
angustia que no le abandona desde hace varias semanas.
Hacia las nueve y media, lo sobresalta el timbre del teléfono: hace más de cuatro
horas que está inmerso en su correo y en sus informes.
—Camarada secretario general, una llamada de Moscú.
Al otro lado del teléfono, la voz cantarina de Mijaíl Gorbachov:
—Te felicito de todo corazón por tu ascenso a responsabilidades más altas. No te
envidio, Egon. ¿Quién sino tú podría asumir este cargo? Me alegro de que hayas dado
muestras de valentía. Te doy la bienvenida como nuevo compañero, con quien tengo
muchas ganas de trabajar.
Krenz responde en ruso y busca las palabras:
—Gracias, Mijaíl Sergueievich. La carga más pesada la llevas sobre tus espaldas.
Del éxito de la perestroika depende el éxito del socialismo. Te deseo mucha fuerza. Aquí, la
gente te apoya. Lo has podido ver y escuchar el 6 de octubre en Unter den Linden. En lo
que a mí respecta, tus mensajes a Kohl y a otros jefes de Estado me han ayudado mucho
estos últimos días. Te lo agradezco de corazón.
Mijaíl Gorbachov invita a su homólogo a Moscú. Le sugiere que asista a las
ceremonias organizadas para el aniversario de la Revolución de Octubre. El alemán declina
la invitación:
—Aquí la situación no está para fiestas. Hay muchas cosas sobre las que tengo que
hablar contigo. Entre otras, de la RFA. La semana que viene voy a enviar a un emisario a
Bonn87 para que sondee las reacciones de Kohl con respecto a nuestros cambios.
—Ten cuidado con el chantaje de Kohl, Egon. Se ha subido al carro del sentimiento
nacional. Nada más peligroso. Exige reformas, pero que vayan en la dirección de Bonn. Es
inaceptable. No caigas en ningún caso bajo su influencia...
***

Kurt Masur está de regreso de la URSS. La política nunca le ha interesado mucho.


Le basta la música para alimentar su alma. Pero siente respeto por el viejo secretario
general caído en desgracia. Sin Honecker, su querida Gewandhaus nunca habría vuelto a
ver la luz. Se acuerda de la lucha llevada a cabo para reconstruir ese templo de la música.
Cuando asumió la dirección de la orquesta de Leipzig, a principios de los años setenta, no
quedaba nada de la Gewandhaus: las ruinas del edificio destruido por un bombardeo aliado
en 1944 no fueron retiradas hasta 1968. Desde entonces, la orquesta sin domicilio ha tocado
en el Palacio de Congresos, cerca del zoo, en una sala con acústica mediocre. Se
bosquejaron vagos proyectos de construcción fuera del centro de la ciudad, pero tropezaron
con las resistencias locales o con la inercia burocrática.
Con decisión, Masur escribió entonces a Erich Honecker, el nuevo secretario
general, con fama de ser más abierto y moderno que su predecesor. En su carta, le
recordaba lo importante que era la Gewandhaus para los ciudadanos de Leipzig. La única
gran orquesta de Alemania que no fue creada por un príncipe o un obispo, sino por la
voluntad de los comerciantes de la ciudad. Y tomó el nombre de «Mercado de los paños»,
donde los músicos tocaban para los burgueses de la ciudad en el siglo XVIII. Masur,
finalmente, subrayó que la orquesta celebraría sus doscientos años en 1981 y que sería una
«vergüenza» que la RDA no restituyera esta joya a su orfebre.
Un mes más tarde, Erich Honecker decidió reconstruir la Gewandhaus en su
emplazamiento original, frente a la Ópera, en la plaza Karl Marx. El 8 de octubre de 1981,
un palacio con la fachada de cristal, rematado con un poderoso tejado de hormigón, abrió
sus puertas. La Leipzig abandonada, siempre emsombrecida por Berlín por el régimen
comunista, al fin encontró un monumento a la altura de su orgullo. Sobre el órgano, el lema
latino de la orquesta —Res severa verum gaudium88— recuperó plenamente su sentido.
Ocho años después, Masur no ha olvidado la noche de la inauguración: un derroche
de luces en la monotonía de Leipzig; el lugar animado por las conversaciones, las primeras
notas que inundan el gran auditorio, las caras alegres. Ése es el motivo por el cual vuelve a
tomar la pluma para escribir, esta vez unas palabras de apoyo a Erich Honecker, el hombre
de la resurrección de la Gewandhaus, hoy caído.
En la ciudad, el director de orquesta percibe que el ambiente se ha enrarecido en su
ausencia. La llegada de Egon Krenz no ha calmado los ánimos, más bien al contrario.
Decepcionados, los ciudadanos de Leipzig han perdido la confianza. Las manifestaciones
del lunes les han infundido ánimos y audacia. Nadie se someterá al yugo de un nuevo
potentado instalado en Berlín.
Temiendo el enfrentamiento, los Seis de Leipzig acuerdan, deprisa y corriendo, una
reunión. El músico, el cantante y el teólogo se reúnen con los tres responsables locales del
SED y buscan la manera de rebajar la tensión. Un llamamiento a la no violencia, como
aquel del 9 de octubre, no funcionará por segunda vez. Deciden recuperar la iniciativa del
verano anterior, cuando Masur abrió el centro de la Gewandhaus al pueblo, impactado por
la prohibición de un festival de música en la calle. Una vez más, cada uno expresará
libremente sus temores, sus esperanzas, sus deseos. Los tres apparatchiks, Kurt Meyer,
Roland Wötzel y Jochen Pommert, no ponen objeción. El tercero de ellos está a cargo de la
propaganda en el distrito de Leipzig: un foro de ciudadanos supervisará, en todos los
sentidos, sus funciones. Pero él presiente, como todos sus camaradas, que la falta de
diálogo va a terminar por desmoronar el Partido y la RDA con él.
Desde el día siguiente, los carteles pegados por toda la ciudad invitan a los
ciudadanos de Leipzig a participar en los «Encuentros en la Gewandhaus» el domingo 22
de octubre.
***

Normalmente, los sábados son tranquilos en la Normannenstrasse. Heinrich Knopf


no suele ir a su despacho los días de fiesta, y, cuando va, se limita a mantener una rápida
conversación con el adjunto de guardia y a echar un vistazo a los informes de sus
confidentes respecto a las actividades de los enemigos del Estado. Pero, desde finales de
septiembre, el Partido le exige que analice a diario la situación de las fuerzas de la
oposición. Desde entonces, Knopf pasa sus fines de semana en la sede de la Stasi.
Este fin de mañana no le falta compañía. Mielke ha convocado a todo su Estado
Mayor y a todos los responsables de división, flanqueados por sus adjuntos. En total, 74
generales y coroneles. Las caras contrariadas de algunos revelan que no podrán asistir a un
cumpleaños o que han tenido que anular una partida de cartas entre amigos en el último
minuto. Obligaciones del servicio.
El jefe de la Stasi entra como un tornado en la sala, sin una excusa por esta
convocatoria tan precipitada:
—Camaradas, os he reunido hoy aquí para transmitiros las directrices del nuevo
secretario general.
Un poco azorado, el policía supremo del régimen hace una breve pausa antes de
pedir a sus tropas que cambien el método con los enemigos del Estado.
—Ya no podemos tratar a esas fuerzas como se merecen —añade—. Acordaos del
discurso inaugural del camarada secretario general: «Tenemos la firme convicción de que
todos los problemas de nuestra sociedad tienen una solución política», declaró. Por eso, de
ahora en adelante debemos limitarnos a observar las manifestaciones, vigilar las reuniones
e infiltrarnos en las organizaciones. En suma, la información es la única misión de la Stasi.
Advierte a sus hombres de que tienen que mantenerse de forma imperativa en esta
línea de conducta, «a pesar de las consecuencias que pudiera acarrear».
A los militantes de la línea dura, muchos de ellos en la sala, el ministro de la
Seguridad del Estado les recuerda que ésa es la voluntad de Moscú.
—Sin la Unión Soviética, no hay RDA —concluye con la mirada perdida.
Generales y coroneles salen aturdidos. Nadie dice una palabra, tampoco los de la
casa. En el reino de los delatores, mejor mantener la boca cerrada. Las miradas abatidas y
las caras resignadas son más elocuentes que las palabras. Al salir del inmueble, muchos
piensan que el cancerbero del Partido acababa de perder sus colmillos. Aún escuchan las
palabras de su jefe: «A pesar de las consecuencias». Mielke, cuarenta años al servicio de la
Stasi, tira la toalla. Alguien a quien le gustaba supervisar personalmente los interrogatorios
y amenazaba a los sospechosos con «arrancarles la cabeza» renuncia al uso de la fuerza.
Como un cirujano militar que se dedicara a la herboristería.
Al regresar a su despacho, Heinrich Knopf acusa el golpe. Contempla sus informes
impecablemente elaborados, los ficheros, las fotos, los protocolos de registro, las bandejas
llenas de informes para trabajar. Por primera vez en su carrera está preocupado por la
supervivencia del régimen. Al hojear una de sus notas enviadas al Politburó, repara en la
última estimación sobre las fuerzas contrarias: dos mil quinientas personas y ciento sesenta
grupos organizados en todo el país. Nunca habría pensado que la dirección del Partido
cedería un día frente a un puñado de agitadores a sueldo del Oeste.
Como jefe de la división XX, el coronel no lo sabe todo de esos tigres de papel a los
que se les ha colgado la etiqueta de opositores. Él encarna la información y la síntesis de
datos. No necesita más para comprender que es el último bastión de la Stasi. Dispone de un
poderoso arsenal. En esos montones de papeles, en esas carpetillas, en esos archivadores
está compilado el conjunto de hechos y gestos —hasta los más íntimos— de los agitadores.
Desbaratar sus planes, anticiparse a sus intenciones, prever su menor gesto: la Stasi debe
hacerles la vida imposible.
***

El humo de los cigarrillos inunda las bóvedas del Moritzbastei con una espesa
niebla. En las antiguas paredes de ladrillo reverbera el guirigay, mezcla de conversaciones y
de un disco del rockero occidental Udo Lindenberg. La residencia de la Universidad Karl
Marx está abarrotada. Este bastión de las antiguas fortificaciones de Leipzig alberga la
residencia más grande para jóvenes de la RDA: en los años setenta la organización de las
Juventudes Comunistas la convirtió en un símbolo. Habían llevado a cabo su
reconstrucción con un llamamiento a los «voluntarios», sin la ayuda de ningún profesional
de la construcción. Los habitantes de Leipzig bromeaban calificando la obra de monumento
dedicado al «trabajo negro».
A Martin nunca le gustó este sitio. La sigla FDJ, los estudiantes acomodaticios con
el régimen para ser admitidos en la universidad, los lemas falsamente críticos en los
tablones: todo le incomoda. Considera al Moritzbastei como una guarida de chivatos.
Mientras recorre el bar, en la sala principal de la residencia, Martin tiene la clara
impresión de que lo miran con insistencia. Le cuesta trabajo abrirse camino. Al fondo de la
sala termina por ver a Werner, sentado ante una cerveza.
—Nunca he visto tanta gente aquí —dice Martin.
—¡Ah, eso es porque no vienes a menudo! Desde las manifestaciones del lunes, el
Moritzbastei siempre está lleno. Mira a nuestro alrededor: no hay una mesa en la que no se
hable de política. La universidad lidera la revolución.
—¡Hablas de revolucionarios! Sus padres son miembros del Partido, ellos de la FDJ
desde los jóvenes pioneros89, servicio militar en calidad de suboficiales, carrera diseñada
en el seno del Partido y puesto de trabajo en las mejores condiciones que el país pueda
ofrecer. Con rebeldes como ésos, ¡Egon Krenz puede preparar su jubilación tranquilo!
—Siempre la misma canción, Martin... Te digo que las cosas han cambiado. El
lunes próximo se manifestarán con nosotros.
—No lo creo. Más bien nos los encontraremos mañana en la Gewandhaus. ¿Has
visto los carteles de los «Encuentros» en la entrada?
—¿Vas a ir?
—No. No tengo tiempo. La organización de la nueva oposición exige mucho
trabajo. Entre mis guardias en la residencia y las reuniones de coordinación no tengo
tiempo ni de respirar. Y además, esta movida de la Gewandhaus huele a intento de
recuperación. Estos privilegiados, estos niños mimados del régimen que invitan a un foro
ciudadano, ¡apestan!
***

Al abrir la ventana, Emma suspira de contento. La jornada se anuncia dulce: el cielo


gris lechoso, una brisa ligera y, sobre todo, nada de lluvia. A los que tienen previsto unirse a
la cadena humana este mediodía el tiempo no se lo impedirá. Los organizadores del Nuevo
Foro han hecho una apuesta: organizar una manifestación gigantesca inspirada en los
movimientos pacifistas de los alemanes del oeste. En 1983, cientos de miles de opositores
al despliegue de misiles nucleares se cogieron de la mano para formar una cadena de más
de cien kilómetros entre Ulm y Stuttgart. De este lado del Muro, las dimensiones serán más
modestas. La cadena será de un kilómetro y medio, desde la Volkskammer90 hasta la
Jefatura de Policía, a lo largo de la Karl-Liebknecht-Strasse, la prestigiosa arteria que
prolonga Unter den Linden.
Los llamamientos del Nuevo Foro se han escuchado. En los accesos al Parlamento,
una densa multitud se apretuja en las aceras y a la entrada. La circulación se ha desviado.
Un cordón de policías uniformados corta el acceso al puente que cruza el Spree. Poco a
poco, a lo largo de la Karl-Liebknecht-Strasse, dominados por monumentales estatuas de
Marx y Engels, tres mil berlineses se colocan unos junto a otros y se dan la mano. En pocos
minutos, los eslabones de la cadena se unen. La cadena serpentea hasta la Alexanderplatz.
Otro cordón de agentes de civil les impide avanzar más. Los manifestantes están exultantes:
una manifestación no autorizada ha tomado el centro de la ciudad.
Con sus amigos del Nuevo Foro, Emma, radiante, se mantiene a un lado de la
cadena, muy cerca del Spree, bajo la fachada del Palast, un hotel de cuatro estrellas en el
que el régimen aloja a las delegaciones oficiales. El boca a boca ha funcionado superando
sus expectativas. Y los Vopos, estoicos, no parecen tener pinta de ir a usar la fuerza.
Apoyados en la fachada del hotel, Sven y Hansi se mantienen al margen y observan
la escena. Al primer vistazo localizan a los tipos de la Stasi. Desde hace varios días, los dos
jóvenes organizan pequeñas manifestaciones espontáneas en este barrio. Siempre son los
mismos policías de civil quienes los controlan y dispersan. Uno de ellos interpeló a Sven
anteayer gritando su apellido y tratándolo de «mierda». El policía vive en el barrio de
Marzahn, en un edificio cercano al de los padres del joven opositor.
El número de manifestantes les impresiona, no así las consignas. Sven resopla. El
Nuevo Foro no es lo bastante contundente. Todos estos artistas e intelectuales se muestran
muy precavidos con el régimen cuando llega la hora de las reivindicaciones radicales. El
sacrificio de Honecker demuestra que el poder está de rodillas, y Sven quiere obligarlo a
doblar la cerviz.
Hansi, por su parte, ya no toma precauciones. Se pone a gritar lo más fuerte que
puede sus consignas anarquistas preferidas. Los polis de la Stasi no rechistan. Han
fotografiado tanto su cara que todos los agentes deben de haber visto su imagen varias
veces. Pero, hoy, los hombres de cazadora tienen las manos en los bolsillos y ponen cara de
no oír nada. Sus gritos le valen más bien las reprimendas de los manifestantes del Nuevo
Foro. Contrarios a cualquier tipo de violencia, física o verbal, le piden que se calle y lo
sermonean.
Su discusión está en pleno apogeo cuando un grupo de oficiales irrumpe sobre el
puente. La larga silueta de Günter Schabowski atraviesa la calle a grandes pasos, con un
equipo de la televisión estatal pegado a sus talones. Los manifestantes dejan
inmediatamente sus discusiones. Un miembro del Politburó está aquí, frente a ellos. Este
poder, normalmente tan envarado, tan distante, casi inmaterial, adquiere forma humana.
Hace semanas que los gobernantes y sus opositores se enfrentan sin verse las caras,
semanas que las autoridades ignoran a sus adversarios, cuando no mandan a las fuerzas del
orden que les ataquen. A los «encadenados» se les ha cortado el aliento. Emma y sus
amigos abren los ojos como platos.
Sin corbata, con el cuello de la camisa abierto, el miembro del Politburó se mezcla
con los manifestantes. Distribuye algunos apretones de mano antes de proponer un diálogo
sin orden ni concierto. La cámara se gira. Schabowski invita a los que lo increpan a
expresarse:
—¡Venga!, ¡dime qué sientes! Estoy aquí para eso.
Pasado un momento de estupor, los manifestantes rompen tímidamente el fuego,
después se enardecen. En pocos minutos, el alto dignatario se encuentra en medio de una
tormenta de quejas. Todos quieren dar su opinión. Ningún interlocutor se congratula del
cambio de poder, nadie simpatiza con la Wende del nuevo secretario general.
Emma escruta al apparatchik. Él ya no sabe a quién mirar; gesticula como si tuviera
los pies sobre ascuas ardiendo. No consigue terminar las frases; lo interrumpen, lo
contradicen, lo abuchean, se burlan de él. El aprendizaje de la democracia directa es tan
duro para el Partido como para los grupos de la oposición, observa burlona la puericultora.
Cuando un transeúnte aborda la espinosa cuestión de los viajes al extranjero, todos
los manifestantes explotan de rabia. En la cacofonía general, Günter Schabowski intenta
hacerse oír:
—Para nosotros tiene la máxima prioridad. El gobierno va a ocuparse del problema
a partir del lunes.
El gentío se ríe con sarcasmo, suspira, grita. Nadie se cree una palabra.
—Otra vez nos tenderéis una trampa —lanza un manifestante.
El dignatario del régimen se encoge de hombros:
—Durante algún tiempo, todo lo que vayamos a decidir se va a percibir como una
trampa, aunque no lo sea. Tendremos que convivir con ello.
Günter Schabowski asegura que todo el Partido, empezando por Egon Krenz, hará
lo que él está diciendo. Su discurso provoca malas caras y un concierto de sarcasmos. Peor
para ellos. Al menos sus propuestas saldrán en el telediario, tanto en el Este como en el
Oeste...
Hansi no ha dejado de gritar «¡Mentiroso!» mientras Schabowski hablaba. Sven ha
seguido de lejos toda la escena. Nada ingenuo, no ha podido evitar sentir cierto respeto por
este alto responsable maltratado que ha confesado sus errores. Mientras regresa a
Prenzlauer Berg, oye a una mujer que habla del diálogo entre el dirigente y la gente de la
calle.
—Parecía honrado —dice sorprendida.
Sven se vuelve:
—Nunca podremos confiar en un tipo como ése. Sólo pretendía calmar los ánimos
para que el SED se mantenga en el poder.
***

¡Por fin un día sin poner los pies en la UB! Hace semanas que Vera se pasa la mitad
del día en ese húmedo sótano. La vida de la conspiradora, las subidas de adrenalina, los
subterfugios para librarse de la Stasi, la aventura, todo eso le encanta. Pero hoy necesita
airearse, ver a otra gente. Cuando Bernd, su hermano mayor, la invita a ir a la fiesta de su
treinta cumpleaños en su casa de Weissensee, Vera cae en la cuenta de que hay otro mundo.
Bernd abre la puerta. Ella se lanza a su cuello con un ramo de flores en la mano.
—¡Feliz cumpleaños, hermano mayor! Dime, ¿qué tal te sienta ser un treintañero?
En el salón todo está listo para la fiesta: platos con fiambres, canapés, pasteles y, en
el extremo de la mesa, botellas de Rotkäppchen91.
Por más que se adoren, los hermanos viven en dos planetas muy alejados el uno del
otro. Bernd empieza a envejecer y a tener tripa, está establecido: una sólida vida
profesional, una familia, una casa. No piensa más que en conservar lo que tiene ya y no ve
con buenos ojos los seísmos políticos que sacuden la RDA.
—¿Todavía sigues haciendo la revolución, hermanita?
—Día y noche.
—El país no lo necesita. La gente se larga en cuanto puede. Y tus amigos y tú añadís
desorden...
—Pero se largan precisamente porque la RDA no les ofrece lo que pedimos. No hay
libertad, el medio ambiente está arrasado, los dinosaurios en el poder, un Partido que no se
mantiene más que con trucos. Es estupendo, ¡el paraíso de los obreros y los campesinos!
—¿Sabes que estás poniendo en peligro a nuestra familia?
—Para ya, Bernd...
—La Stasi ha ido a ver a papá. Lo han sermoneado y se han quejado de tus
actividades. Por tu culpa, podría perder su trabajo en la Universidad Humboldt. También
han venido a verme y me han pedido que te apacigüe. Ya los conoces: no vienen a verte dos
veces...
—¡Cabrones!
Un timbrazo interrumpe la conversación. Los padres de Bernd y Vera entran. Su
madre la abraza y le dice al oído:
—Ten cuidado, cariño.
Su padre no le quita la vista de encima. En ningún momento habla de la visita de los
hombres de Mielke. Es ella quien da el primer paso:
—¿Has tenido problemas con la Stasi por mi culpa?
—Tu hermano habla demasiado.
No añade ni una palabra. El padre de Vera nunca ha reprochado a su hija sus
actividades políticas. El amor paterno se mezcla con algo de mala conciencia. ¿Qué es peor,
oponerse al partido o unirse a él?
Los corchos de las botellas saltan y por fin empieza la fiesta. Un tema de
conversación lleva a otro: el futuro político del país. Los amigos de Bernd rodean a su
hermana pequeña. Quieren saberlo todo sobre la oposición, las iglesias, la vigilancia
policial. Vera se da cuenta de que los ciudadanos están más despiertos que antes, cautivados
por los acontecimientos recientes. Cuando se marchan los primeros invitados, distribuye los
panfletos Dialüger, con los que ha llenado su mochila. Los primeros dudan, bastante
incómodos. El papel les quema los dedos. Nunca han cogido una cosa tan comprometida.
Sin embargo, después de un breve silencio, terminan por cogerlos. Tres semanas antes,
estar en posesión de este tipo de prosa podía llevarlos directamente a la cárcel.
86 Abreviatura de la Volkspolizei, que reagrupaba las fuerzas de orden público
uniformadas.
87 Egon Krenz encargó a Alexander Schalck-Golodkowski, hombre clave del
comercio exterior de la Alemania del Este, que presentara al gobierno federal una petición
de ayuda económica necesaria para la apertura de las fronteras.
88 «El verdadero placer es algo serio.»
89 Los jóvenes pioneros constituían, por edad, los antecesores de los Jóvenes
Comunistas. Entraban con 6 años.
90 El Parlamento de la RDA, delante del cual se producían las concentraciones del
7 de octubre.
91 El Rotkäppchen Sekt —«tapón rojo»— era el vino espumoso más popular de la
RDA. Se tomaba igual en las fiestas familiares que en las recepciones oficiales.
Capítulo 11

Los coristas de Leipzig

Leipzig, domingo 22 de octubre de 1989

El sol inunda la Karl-Marx-Platz. En la inmensa plaza de la Gewandhaus, cientos de


ciudadanos hablan en corrillos. Estos manifestantes de domingo no se parecen a los del
lunes. Con más edad, van vestidos con camisas apagadas y pantalones de telas toscas, no
llevan los vaqueros, la camiseta y la parka de rigor de las manifestaciones semanales.
Hablan de las condiciones de trabajo, de la escasez de productos de calidad en las tiendas o
de la libertad de circulación. Esta mañana es el pueblo sencillo de Leipzig el que ha
respondido a la invitación del maestro.
Cuando las puertas del edificio se abren, el maestro experimenta una especie de
angustia, como si se dispusiese a dirigir una orquesta con la que nunca hubiera ensayado.
La gente entra, se mueve, se empuja, se colocan por todas partes. En unos minutos el lugar
está abarrotado: los escalones, las galerías, todos los rincones. Instalado en un estrado, Kurt
Masur escruta a la asamblea con sus acerados ojos azules. Da la bienvenida a todos,
agradece al puñado de oficiales que hayan aceptado asistir. Después espeta:
—Todos sabéis que esta reunión está oficialmente autorizada. Nadie tiene nada que
temer.
Y da la palabra a la concurrencia. El tono, tranquilizador, suena como una garantía
de libertad de expresión. El ambiente se relaja poco a poco, la palabra se libera.
Durante tres horas, como un paréntesis irreal en la dictadura del Partido Comunista
alemán del Este, la Gewandhaus se convierte en ágora. Los escasos responsables del SED
presentes son interpelados sobre todo tipo de asuntos. Los ciudadanos se enardecen a cada
turno de palabra. A medida que el tiempo avanza, las manos que se levantan son más
numerosas. Los tres micrófonos repartidos en la sala son objeto de disputa. La gente
reclama derechos. El derecho a manifestarse, a votar, a viajar, a leer una prensa libre y
pluralista. No se olvidan de las miserias de Leipzig, la decrepitud de los edificios, el estado
deplorable de las calles, los privilegios concedidos a Berlín y Dresde, la insoportable
contaminación, la antigüedad de los transportes públicos.
Frente a esta oleada, los tres secretarios locales del Partido, sentados uno junto al
otro en el banco de los acusados, están pálidos. Su atrevimiento se vuelve contra ellos.
Audaces firmantes del llamamiento del 9 de octubre, coorganizadores de este foro, se han
convertido en cabezas de turco de seiscientos ciudadanos de Leipzig enfurecidos. Con
aspecto preocupado y concentrado, fingen tomar nota tanto de las reivindicaciones como de
las propuestas. Pero, acorralados por la sala, viven un calvario. Estos apparatchiks sajones
deben expiar cuarenta años de pecados de un régimen denunciado por simples ciudadanos
invitados —mediante carteles oficiales— a un diálogo público.
Al levantar la sesión, Kurt Masur contempla la sala con orgullo. Las caras irradian
alegría. Todo está dicho, se ha podido decir todo. Nunca había visto a tanta gente feliz en la
RDA, ni siquiera a la salida de uno de sus conciertos. Las discusiones han sido acaloradas,
pero sin violencia. El maestro se ha ocupado personalmente de ello. No tenía la batuta, pero
ha dirigido la asamblea de forma armoniosa, atenuando a veces la percusión, realzando a
los solistas.
La utopía en marcha no lo ha dejado indemne. El director de orquesta sueña con una
RDA ideal, con un socialismo que se abra a la libertad sin sacrificar la seguridad que
garantiza a todos. Tiene la firme intención de establecer la Gewandhaus como uno de los
foros que permitan la eclosión de esta nueva sociedad. A partir de ahora, abrirá sus puertas
todos los domingos para albergar las discusiones públicas, que finalizarán con la redacción
de un manifiesto.
***

Tumbada en la hierba, con un ancho vaquero negro sujeto con tirantes y una
camiseta, Marina toma el fresco. Sueña despierta. Cuando el sol inunda Berlín, el parque
Friedrichshain ofrece un tranquilo refugio en el corazón de la ciudad. Klaus, que acaba de
reunirse con ella, está tumbado a su lado. Cuando él le acaricia el pelo, ella le responde con
un gesto seco y le da la espalda. Marina rebusca en su bolso. Saca un paquete de Club y
enciende con nerviosismo un cigarrillo.
—¿Me das uno?
—Cógelo —le dice tirándole su paquete.
El joven le echa el humo y le pone ojos tiernos, pero Marina se empeña en
ignorarlo. El simple hecho de ver al pusilánime de Klaus la exaspera. No le perdona que se
haya mantenido al margen de la agitación política de este mes de octubre. Su enfado no se
ha atenuado desde el día en que él faltó a su compromiso.
—Marina, sabes que me gustaría que mañana fuéramos los dos a Leipzig.
Silencio.
—De verdad que me apetece manifestarme con los demás el lunes. Hay que
demostrar a Krenz que no ha cambiado nada, que no queremos nada de él.
—¡Oh! Ha nacido un revolucionario. ¡Klaus va a hacer tambalearse al Partido!
¡Egon, ponte en guardia! El tigre de Berlín se ha despertado.
—No te burles de mí. Hablo en serio. Creo en esto y voy a implicarme.
—Demasiado tarde. Hoy no arriesgas nada manifestándote. No eres más que un
Mitläufer 92. Sólo sirves para seguir la estela que han dejado los líderes cuando ya no
tienes nada que temer.
—Eres injusta. No quería perder mi trabajo porque la Stasi me hiciera una foto.
—¿Crees que los demás no tenían nada que perder? Con foto o sin ella se han
manifestado en la calle por la libertad. No quiero volver a verte, Klaus. ¡Ciao!
La joven recoge sus cosas deprisa y corriendo. Mete las gafas de sol en el bolso,
deja allí sus Club y se marcha con paso decidido. Klaus intenta detenerla sin éxito. Baja la
cuesta a toda prisa sin volverse y llega a la entrada del parque.
Cuando llega a casa de su amiga Petra, se encuentra allí con toda su panda reunida
para escuchar la emisión «Pop Café» de radio DT 64. Hoy hay un especial de The Cure,
porque su nuevo disco, Disintegration, acaba de salir. Marina, fan del grupo, está en la
gloria, cuando repara en un rostro nuevo. Sentado en un sillón destripado y con un
cigarrillo en los labios, un chico hirsuto parece tan sensible como ella al timbre melancólico
de Robert Smith. Se llama Michael. Es de Kreuzberg, el barrio de los rebeldes de Berlín
Oeste. Del otro lado del Muro se ha labrado una sólida reputación de Strassenkämpfer.93
Desde que Berlín Este se ha puesto en movimiento, se traslada regularmente hasta allí para
«ayudar a la revolución». Conoció a Petra y su grupo en la calle.
Michael le da una clase a Marina sobre los autónomos de Kreuzberg. Habitan casas
ocupadas y viven de las ayudas sociales. Llegados de toda la RFA, eligieron Berlín Oeste
para librarse del servicio militar 94; como anarquistas, rechazan toda forma de orden y se
enfrentan habitualmente con la policía. Michael dice que le fascinaba Leipzig.
Manifestaciones así no se ven ni siquiera en Berlín Oeste. Marina aprovecha la ocasión.
—Creo que mañana habrá mucha gente.
—¿Vas a ir?
—Creo que sí.
—¿Crees que puedo traer a los colegas de Kreuzberg?
—Sin problema, los polis no controlan a nadie a la entrada de Leipzig.
Al día siguiente por la mañana, una vieja combi Volkswagen color amarillo sucio
llega al punto de control de Invalidenstrasse95. Conduce Michael; una chica y dos jóvenes
lo acompañan. Después de las cuestiones de trámite, los autorizan a pasar a la «capital de la
RDA», como indica la marquesina encima del puesto. Marina los espera un poco más lejos,
en Kastanien Allee. Cuando se monta en el minibús, el corazón se le acelera. Hasta
entonces no había hecho nada ilegal; nada realmente malo, en todo caso. Pero entrar en
Leipzig con gente del Oeste que no tiene autorización para salir de Berlín es más serio. Un
delito incluso, según el código penal alemán del Este: a ellos los pueden pescar y ella se
expone a las iras de la Stasi.
En la autopista de Leipzig, Marina pone en guardia a Michael:
—Cuidado con el límite de velocidad. La policía es inflexible con los coches
matriculados en el Oeste.
Él le jura que no pasará de los 100 km por hora permitidos.
Hace más de dos horas que el Combi se tambalea sobre los baches de la autopista
A9. El ambiente es distendido; escuchan las elucubraciones de Falco:
—Alles Klar Herr Kommissar!
Uno de los amigos de Michael ha liado un canuto y se lo ha pasado. Neófita, Marina
palidece, le invade un ligero mareo; ha inhalado demasiado fuerte y demasiado deprisa y
sus colegas de viaje se mueren de risa.
Cuando el Lada blanco con las aletas pintadas de verde lo adelanta, a Michael se le
han quitado las ganas de reír. El coche de la Volkspolizei se ha puesto justo delante, con la
sirena encendida. Desde la ventana delantera derecha, un señalizador de rayas blancas y
negras indica a Michael que tiene que pararse en el área de descanso más próxima.
Cuando los Vopos se acercan, Marina y el resto contienen la respiración. Con un
fuerte acento sajón, un policía explica a Michael que los han seguido durante kilómetros y
que han constatado que en repetidas ocasiones no había puesto el intermitente al adelantar.
El Vopo le exige 40 marcos alemanes de multa que ha de pagar al instante. Ni una pregunta
sobre su presencia en las cercanías de Leipzig, ni una sola mención al extraño olor que
impregna la combi. Aparte del permiso de conducir, no piden la documentación a los
demás. Marina tiembla aún mientras Michael ironiza:
—¡Estos gilis no están aquí más que para cobrar divisas!
En la iglesia de San Nicolás, el oficio de la paz acaba de terminar. Camino de la
Karl-Marx-Platz, la multitud se embute en la Grimmaischestrasse, dominada por los
imponentes edificios de los grandes almacenes de antes de la guerra. La gente converge
desde todas las direcciones. La ciudad vieja parece recorrida por un río vivo cuyos
afluentes no dejan de crecer. Tardan casi media hora en recorrer los cientos de metros que
separan la iglesia de la plaza delimitada por la Ópera y la Gewandhaus.
Michael y Marina se mezclan con el flujo de manifestantes. La multitud grita:
«¡Gorbi, ayúdanos!»; los carteles y las pancartas se ensañan con Krenz: «Egon, no hagas el
tonto, cuarenta años bastaron». Más lejos, una gran banderola dice: «¡Tal y como nos
manifestamos hoy, así viviremos mañana!» y «¡Somos el pueblo!», consignas repetidas a
coro. El tono se endurece cuando bordean el Runde Ecke de la Stasi. Miles de
manifestantes gritan: «¡La Stasi a la fábrica, la Stasi al tajo!».
A cierta distancia, un joven corpulento aparca su bicicleta contra un edificio. Se baja
y saca un bloc. Anota frenéticamente las consignas mientras observa a la multitud. Marina,
que se ha dado cuenta, se dirige hacia él.
—Chivato de mierda, ¡vas a hacer tu informe a la pasma! No te necesitan, ¡estamos
debajo de sus ventanas!
Martin no la deja terminar. No puede reprimir una carcajada mientras le explica que
es uno de los pilares de la oposición en Leipzig, el fundador del Nuevo Foro local.
—¿Por qué tomas notas en lugar de manifestarte?
—Porque los medios occidentales me llaman para que les diga cuántos
manifestantes hay y cuáles son las nuevas consignas que se gritan.
—¿Qué les vas a decir de esta tarde?
—La manifestación más importante de las que se han organizado los lunes:
¡trescientas mil personas!
—¿Y la consigna?
—¡«La Stasi a la fábrica!» La gente ya no tiene miedo de esos polis asquerosos.
Martin se monta en la bici y enfila hacia la sala parroquial, donde la iglesia ha
puesto un teléfono a su disposición. Llama a Roland Jahn, el periodista de Sender Freies
Berlin96, que espera su llamada. Las escasas líneas con Berlín Oeste están
permanentemente ocupadas. Una, dos, tres veces marca el número Martin... A la décima
puede por fin informarle. Un momento en el teléfono y el mensaje ha pasado. En menos de
un cuarto de hora, Roland Jahn estará en directo en antena y podrá informar: «Trescientas
mil personas en Leipzig. Consignas contra la Stasi. Docenas de pancartas contra el nuevo
equipo en el poder».
Egon Krenz ha empezado verdaderamente mal.
***

Potsdam, martes 23 de octubre de 1989

El Trabant azul celeste circula con los faros apagados. A doscientos metros del
puesto de guardia, el ruido del motor de dos tiempos se detiene en seco. El conductor
despierta a Siggi, dormido en el asiento del copiloto.
—¡Fin de trayecto! Cuartel de Michendorf. ¡Todo el mundo abajo!
—No grites. Me va a estallar la cabeza.
—A tu sitio, donjuán. No me retrasaré. Será de día en menos de un cuarto de hora y
un suboficial que se ha escapado de noche está más cerca de la cárcel que de una llamada al
orden del ejército...
Siggi sale con dificultad de la jabonera de su Pigmalión. Lleva parte de la camisa
por fuera de su arrugado pantalón. Salió de casa de Sabine, la conquista de la víspera, a
hurtadillas, sin encender la luz por miedo a despertarla. Se vistió a oscuras, a toda prisa, y
ahora se pone el uniforme, oculto detrás de los árboles.
Mucho alcohol y una noche de amor sin respiro han trastornado al joven militar. De
rodillas al borde de un pequeño riachuelo, se rocía la cara con agua helada, se pellizca las
mejillas, inspira una gran bocanada de aire fresco. Helo ahí dispuesto a franquear el recinto
en sentido contrario. Avanza con dificultad por el bosque, se engancha con las zarzas,
tropieza con las raíces de los árboles.
Siggi bordea el recinto durante más de diez minutos antes de encontrar el estrecho
resquicio en las alambradas. Se desliza con prudencia, tiene cuidado de no engancharse el
uniforme y eleva su gran esqueleto hasta la culminación del muro. Cuando consigue
introducir las piernas del lado del cuartel, pierde el punto de apoyo y se cae desde una
altura de tres metros. El ruido sordo de la caída alerta a la perrera. Los perros empiezan a
ladrar. Siggi ya no se mueve, se queda escondido en la hierba durante largos minutos. Los
ladridos cesan. Ningún soldado ha dejado el puesto de guardia.
El sol se levanta tímidamente y Siggi tiene que llegar de manera imperativa al
barracón de los suboficiales antes de que se haga de día. Corre, se precipita hacia su
habitación y cierra la puerta tras de sí. Su irrupción despierta a su compañero. Christoph
mira el reloj.
—Las seis y veinte, ¡capullo! Has batido tu propio récord.
Siggi no responde. Se desnuda y se mete en la cama. Su camarada lo llama al orden.
—Estás loco. Nos levantamos en diez minutos. No vas a dormir.
—No te preocupes. Esta mañana me toca estar en la perrera, no es necesario que
esté presente cuando pasen lista.
—El general Baumgarten se presenta a las ocho y media y todos los oficiales y
suboficiales están convocados.
—Estaré allí. Dormiré una hora, eso es todo.
A las ocho y veintinueve minutos en punto, el general Baumgarten hace su entrada
en el comedor del cuartel de Michendorf. Inmediatamente, oficiales y suboficiales situados
en las largas mesas se ponen firmes. El jefe de tropa de los guardias de fronteras recorre el
pasillo a grandes pasos. De un salto se sube al estrado. El coronel Schäfer, que dirige el
regimiento, le rinde honores.
—¡Descansen!
Baumgarten se quita la gorra y empieza la sesión informativa.
Hace casi diez minutos que detalla los progresos del Muro 2000 cuando se abre la
puerta del comedor. El general se interrumpe, todas las cabezas se vuelven. Siggi entra en la
sala murmurando un lamentable «lo siento». El coronel Schäfer lo pasa por alto. El
subteniente Grobstock fulmina a Siggi con la mirada. Una cosa es segura: los veinte
próximos trabajos pesados del regimiento recaerán en él. Sin duda. También sabe que cada
vez está más lejos de poder pasar una noche de permiso en Potsdam. ¡Adiós Ana, adiós
Sabine!
***

Egon Krenz está perplejo. La víspera, el general Snetkov, comandante de las fuerzas
soviéticas en la RDA, le pidió audiencia urgentemente. Nada más llegar a su despacho,
recibe una llamada de Viatcheslav Kotchemassov, el embajador soviético, a quien acaban
de informar sobre la visita que le hará Snetkov al mediodía. Por una vez, su alerta,
manifestada con un tono de exasperación, no tiene nada de diplomático:
—¿No crees, camarada Krenz, que una reunión con nuestros generales, la víspera de
tu elección a la presidencia del Consejo de Estado, no es buena señal?
Cuando el representante de Asuntos Exteriores se manifiesta contrario al de
Defensa, ¿qué hay que pensar de la Unión Soviética, luz del socialismo? ¿Y qué decir de la
«señal» que este mismo envía?
Kotchemassov no consigue anular la visita. Sin embargo, solicita y consigue que la
entrevista sea confidencial.
Egon Krenz se da cuenta de golpe de que Snetkov ha venido con un solo objetivo:
hacerle una velada oferta.
—Camarada Krenz, estamos dispuestos a acudir en ayuda de la RDA de la manera
que sea. Si nos necesita, hágamelo saber en nombre de la fraternidad militar entre el
Ejército Rojo y la NVA...
***

El general Vernon Walters tiene mucho de militar y muy poco de diplomático.


Convertido en embajador de Estados Unidos en Alemania Federal, por petición expresa de
su amigo George Bush, este ciclón de la naturaleza conserva aún ciertos reflejos de su vida
anterior. Número uno en los servicios de información militar, subdirector de la CIA,
especialista en misiones secretas, políglota que domina ocho lenguas, entre ellas alemán y
ruso, Walters es el típico producto de la Guerra Fría. Ferviente católico, ha puesto toda su
energía —y utiliza todos los métodos— en ayudar a la Iglesia polaca y al sindicato
Solidarno´s´c para que el régimen comunista se tambalee.
Con más de setenta años, el embajador estadounidense posee un orgulloso porte, y
Rudolf Seiters lo observa con admiración al verlo entrar en su despacho de la Cancillería.
Walters le ha pedido audiencia para tratar los recientes acontecimientos sobrevenidos en la
RDA. Su evolución, como es evidente, no le disgusta. Confía al brazo derecho de Helmut
Kohl que la situación del Este acapara toda la atención de Washington. La noticia le
encanta al ministro alemán, porque Bonn está sorprendido del poco interés que sus aliados
europeos occidentales parecen prestar a los acontecimientos que sacuden a la otra
Alemania. París y Londres, especialmente, no han acudido a la Cancillería para conocer su
análisis de los cambios que acaecen. Vernon Walters, por su parte, menciona en numerosas
ocasiones su «temor» a un levantamiento popular. Sugiere al ministro alemán que la RFA y
Estados Unidos mantengan una estrecha colaboración para estar preparados ante esta
posibilidad.
Rudolf Seiters le asegura que el gobierno federal hará todo lo posible para mantener
las reformas en la RDA. En efecto, Egon Krenz es a priori un comunista ortodoxo; sin
embargo, Berlín Este debería liberalizar los viajes al extranjero y decretar con urgencia una
amnistía a los presos políticos. A la espera de conocer con detalle las medidas, el ministro
alemán acepta la sugerencia de su visitante y subraya la necesidad de coordinarse con las
tres potencias aliadas, Estados Unidos, Reino Unido y Francia.
Un poco más lejos, Helmut Kohl acaba de mantener una conversación telefónica
con el presidente de Estados Unidos. Después de haber pasado revista a la situación polaca
y húngara, el canciller trae a colación a la otra Alemania:
—Por desgracia, dudo que Egon Krenz tenga talla suficiente para llevar a cabo las
reformas que se imponen en la RDA. Una cosa es segura: el tiempo corre en su contra,
¡tanto para él como para mí! Si la gente sigue huyendo de la RDA al ritmo actual, habremos
acogido a ciento cincuenta mil refugiados de aquí a Navidades. Son jóvenes cuya media de
edad es inferior a treinta años.
—¡Caramba! No me imaginaba que fueran tantos... —responde Bush, estupefacto.
***
Una taza de té ardiendo no ha sido suficiente para despertar a Vera, molida en un
sofá. La noche ha sido agotadora: en el sótano de la UB, hacia las ocho de la tarde terminó
el número 5 del Telegraph. Después había que imprimirlo antes de preparar los envíos a las
direcciones de todo el país.
Sobre las nueve de la mañana, se arrastra hacia el cuarto de baño. Llaman a la
puerta. Se pone un albornoz deslucido y se peina para volver a tener apariencia humana.
Sven ya está repiqueteando en la puerta. Una subida de adrenalina la saca de su
somnolencia. Abre violentamente.
—¡Eres el tío más impaciente y peor educado que conozco!
Sven no se inmuta. Detrás de él hay un joven flaco con el pelo largo y rubio.
—Te presento a Alexander. Es un amigo de Berlín Oeste. Tiene una sorpresa para
nosotros.
Con las ventanillas abiertas de par en par, el 4L blanco matriculado en el Oeste
surca los campos de Brandeburgo. Vera y Sven han llevado a Alexander hasta Hennigsdorf,
al norte de la capital. Para llegar al Havelkanal hay que dar un gran rodeo a Berlín Oeste.
Ahora, los tres jóvenes inspeccionan las orillas de la vía fluvial para encontrar un lugar
discreto para el desembarco.
Alexander es uno de los cofundadores de la imprenta autogestionada Oktoberdruck.
La UB ha pedido a estas empresas del Oeste que les donen una offset más rápida y más
práctica que sus antiguas Roneos para imprimir grandes tiradas. Alexander ha encontrado
una. Asimismo, ha contactado con un marinero polaco dispuesto a transportarla de
contrabando hacia la RDA en una gabarra. Queda por hallar el punto de encuentro. De
Berlín Oeste a Polonia, los barcos pasan obligatoriamente por este canal.
La esclusa de Schönwalde ofrece aparentemente todas las ventajas. Se puede llegar
en coche hasta el muelle, pero el lugar está demasiado frecuentado. Una descarga
clandestina atraería forzosamente la atención de los escluseros o de los marineros. Más
lejos, la carretera franquea el canal varias veces, sin rodearlo nunca. Cuando las dos vías
por fin discurren en paralelo, están separadas por una vasta pradera. Vera sugiere descargar
la prensa en la orilla y transportarla después campo a través. Alexander la disuade de
hacerlo. La máquina es voluminosa y pesa más de cien kilos, es imposible atravesar con
ella rápidamente semejante distancia.
El trío recorre el canal en toda su longitud, observa cada itinerario, traza los
escenarios más fantásticos. Pero han de rendirse a la evidencia: han fracasado. Este maldito
Havelkanal no ofrece un solo lugar idóneo para esta empresa secreta. El regalo de
Oktoberdruck, que había alegrado esta mañana a Vera y Sven, no pasará el Muro.
***

Se ha constatado un desarrollo permanente de las estructuras de comunicación del


conjunto de los movimientos antisocialistas. Junto con las «direcciones de contacto» y los
«portavoces» —las personas que desempeñan el papel de difusores de la información, de
reclutadores y de informadores—, los números de teléfono de los contactos puestos a
disposición por las parroquias desempeñan un papel importante en la transmisión rápida
de la información y en la coordinación de las actividades de la oposición. Los medios
técnicos privados se utilizan a gran escala para la reproducción de los documentos
políticos de esas fuerzas; su difusión no cesa de amplificarse, y podemos dar por sentado
que ese discurso ha calado profundamente en la población.
Heinrich Knopf martillea las teclas de su máquina de escribir Robotron 20. Cuando
envía un documento de gran importancia, no deja que nadie lo mecanografíe por él. Esta
mañana ha escrito una larga síntesis de los movimientos antisocialistas, en principio
destinada a Erich Mielke. Después de que él lo haya leído y apruebe el contenido, el
ministro de la Seguridad del Estado lo firmará y, posteriormente, lo distribuirá a todo el
Politburó. Esos bonzos del Partido se hacen ilusiones, el oficial de la Stasi está convencido
y pretende, con una docena de folletos, aportarles la prueba.
Los informes de los comandantes de región llegados durante el fin de semana dan
testimonio de los rápidos progresos de las fuerzas hostiles. De toda la RDA llegan
informaciones sobre la fundación de nuevos movimientos políticos, la creación de redes de
coordinación entre los grupos de distintas ciudades y la aparición de octavillas y fanzines
hasta ahora desconocidos. La oposición tiene ahora al conjunto del territorio bajo control y
es ella la que recoge los frutos del proceso de diálogo iniciado por la dirección del Partido;
la oposición se impone como interlocutor legítimo del poder, mientras que Egon Krenz
pensaba abrir una discusión directa entre los representantes del SED y el ciudadano de a
pie.
A Heinrich Knopf no le gusta lo que lee. Dresde, Halle, Leipzig, Magdeburgo, Jena:
todos los radares de la Stasi señalan una nueva solidaridad entre los opositores al régimen.
Los responsables se coordinan y organizan reuniones públicas conjuntas. Dejan aparte sus
divisiones para constituir un frente único contra al SED. El Nuevo Foro está a punto de
controlar la totalidad de los movimientos. Bärbel Bohley y sus amigos se erigen poco a
poco en una especie de contrapoder que pronto el Politburó no podrá ignorar.
Las cifras son como los hechos: testarudas. El coronel ha calculado que entre el 16 y
el 22 de octubre —¡en sólo siete días!— más de cien mil personas han participado en
asambleas de carácter político en el país. Las naves de las iglesias, que sirven de lugares de
reunión, están siempre llenas. Los pastores han tenido que instalar altavoces fuera de los
templos para que todos los asistentes sigan los debates. En San Federico de Potsdam, el
Nuevo Foro está dispuesto a mantener cinco sesiones de afiliados para dar respuesta a la
afluencia de curiosos. En Berlín, la iglesia de Getsemaní organiza reuniones diarias.
Heinrich Knopf enumera todo lo que preocupa en Normannenstrasse. La mejor
policía secreta del bloque socialista fluctúa entre la impotencia y la incomprensión. Krenz
es el secretario general desde hace menos de una semana y los oficiales de la Stasi ya
predicen su fracaso. Honecker ha llevado la política del avestruz hasta su propia ruina;
Krenz practica una apertura precipitada y torpe que desembocará en el mismo resultado. La
víspera, Knopf tomó un café con Rainer, uno de sus mejores elementos, un oficial joven y
celoso, orgulloso de servir al socialismo. Mientras su subordinado le daba cuentas de su
última misión, Knop, que jugaba nerviosamente con la cucharilla, lo ha mirado con sus
penetrantes ojos grises:
—¿Tienes algo que decirme, camarada?
—Siento una hostilidad creciente en nuestra contra, mi coronel. Ya no tengo treinta
años, tengo una familia y no sé si la Stasi me ofrece un porvenir.
Knopf no ha rechistado. Le ha respondido con un tono que quería ser reconfortante:
—Has trabajado mucho en los últimos tiempos, estás agotado.
Pero en el fondo de su ser ha recibido la confesión de Rainer como un golpe directo
en el estómago.
Las palabras del joven capitán le resuenan aún en la cabeza mientras aborda el
párrafo siguiente:
Estas reuniones desembocan en ataques generalizados contra la política del
Partido y del gobierno, contra los representantes más eminentes, así como contra las
fuerzas del orden y de la seguridad.
Incluso los artistas, esos niños mimados del socialismo, traicionan al Partido. El
coronel plasma en su documento las informaciones transmitidas por sus topos infiltrados en
los círculos culturales. Con frecuencia ha dudado de la lealtad de esos escritores, de esos
actores, de esos músicos cuyos juramentos de compromiso fueron recompensados con
ventajas: pasaportes, autorización para promocionarse en Occidente, incluso un agradable
apartamento en el centro de la capital.
Los movimientos antisocialistas intensifican sus actividades en los dominios del
arte y de la cultura. Así, los responsables del Nuevo Foro han podido exponer sus ideas en
las reuniones de la Academia de las Artes de la RDA y en las asambleas del Sindicato de
Escritores. La novelista Christa Wolf les ha proporcionado un apoyo activo. Por su parte,
el 19 de octubre último, en la asamblea plenaria de la Academia de las Artes, Stephan
Hermlin ha calificado el Nuevo Foro de «motor de progreso en la RDA».
Heinrich Knopf no ha citado a estos dos escritores al azar. Elegidos por el régimen
desde hace años como embajadores de la literatura alemana del Este en la República
Federal, encarnan una vergonzosa ingratitud.
Releyendo, el oficial juzga su prosa un poco anodina. En su opinión, los hechos
relatados deberían incitar a la dirección del Partido a reaccionar. Pero Knopf ya no lo cree.
Ha decidido adjuntar una pincelada de desinformación o de exageración tosca a fin de
animar un poco su resumen. Pone de relieve algunas líneas pescadas de un informe de la
Stasi de Pauen. En esa pequeña ciudad, cerca de la frontera checoslovaca, se habrían
producido llamadas telefónicas hostiles a la sede local del Partido. Knopf transforma el
incidente en un se ha producido un elevado número de amenazas en forma de llamadas de
teléfono y de cartas anónimas. Añade que estos misteriosos remitentes afirman que
preparan atentados con bomba contra los edificios oficiales, peor aún, contra altos
representantes del Partido.
Knopf coloca las dos manos sobre su Robotron. Echa un vistazo a la última página
antes de entregársela, satisfecho, a su asistente. Esta vez es al Politburó y no a la Stasi a
quien quiere intimidar.
92 «Arribista». Durante los totalitarismos nazi y comunista en Alemania, la palabra
designaba a la mayoría silenciosa que se plegaba al régimen sin rechistar.
93 Literalmente «combatiente de las calles». En las casas ocupadas de Kreuzberg se
formaron grupos autónomos que se infiltraban en las manifestaciones de Berlín Oeste para
enfrentarse a la policía.
94 El estatuto desmilitarizado de Berlín, firmado por las cuatro potencias que se
repartieron la ciudad en 1945, prohibía a sus habitantes hacer el servicio militar bajo sus
respectivas banderas. Solo la RFA lo cumplía.
95 El lugar de paso reservado a los berlineses del Oeste que pasaban al Este.
96 El Sender Freies Berlin, SFB, es la emisora de la radiotelevisión pública de
Berlín Oeste.
Capítulo 12

Huérfano de Moscú

Berlín, martes 24 de octubre de 1989

Al bajar del coche en la explanada del Palacio de la República, las borrascas pillan
desprevenidos a los diputados endomingados, que aprietan el paso para entrar en la catedral
socialista de mármol blanco y cristales color cobrizo. Los hombres llevan corbatas de
colores demasiado apagados o demasiado chillones; las mujeres se han puesto trajes sastre
sin estilo y obsoletos. Convocados esta mañana para elegir a un nuevo presidente del
Consejo de Estado que sustituya al «dimisionario» Erich Honecker, los elegidos de la
cámara del pueblo son un fiel reflejo del socialismo made in GDR97.
La sesión plenaria está prevista para las diez y media. Antes, los grupos
parlamentarios los han convocado a reuniones preparatorias. Al lado del grueso batallón de
los elegidos por el SED, los partidos del Bloque, la flor y nata democrática del comunismo
alemán del Este, mantiene un cónclave.
Normalmente, las reuniones de los grupos son un puro trámite. El Parlamento
adopta cada texto por unanimidad. No hay ninguna necesidad de imponer consignas de voto
o de explicar los proyectos de ley en el orden del día. Así que, esta mañana, Günter
Schabowski se dirige a los diputados del SED: los exhorta a apoyar a la nueva dirección del
Partido y, antes que nada, a cerrar filas en torno a Egon Krenz. Les explica que ha mediado
en vano ante la jerarquía de la Iglesia para impedir la celebración de una conferencia de
prensa durante la cual los grupos de la oposición han detallado las exacciones policiales
cometidas durante la noche del 7 al 8 de octubre. Un obispo ha alegado que carecía de
influencia suficiente para evitarlo. Günter Schabowski eleva el tono y concluye con una
nota deliberadamente dramática:
—Sabed que el SED ya no puede contar más que con sus propias fuerzas y que los
miembros deben cerrar filas.
Una hora después, cada uno se coloca en su sitio. En unos minutos la vasta sala
rectangular está al completo. El patio de butacas para quinientos diputados tiene frente a sí
una tribuna compuesta por una doble fila de dignatarios del Partido. Horst Sindermann,
como para demostrar su insignificancia política frente a la asamblea que dirige, abre
directamente la sesión plenaria procediendo a las votaciones. Desconoce la petición de
debate previo, que la Wende había alentado, presentada por el jefe del Partido Liberal. A
pesar de este desaire, nadie rechista en las filas. La Volkskammer sabe estar en su sitio, no
eleva la voz delante del Politburó.
Horst Sindermann acaba de rogar a los diputados que aprueben la elección de Egon
Krenz que levanten la mano. Cientos de brazos se levantan. Cuando pregunta quién está en
contra, lanza apenas una ojeada hacia la asamblea. Veintiséis diputados se manifiestan en
contra, mientras que otros veintiséis se abstienen. Situación inédita, impensable, para quien
preside la Cámara desde hace un cuarto de siglo. El septuagenario está tan perturbado que
se confunde al sumar los votos. Perdido, se vuelve hacia el que está a su lado:
—¡Recuenta conmigo!
Sindermann cree que con una broma distenderá el ambiente.
—¡No voy a falsificar el resultado!
Para Egon Krenz, la broma es una humillación...
Ni los apretones de manos, ni los abrazos, ni el discurso de Egon Krenz disipan la
incomodidad general. Cincuenta y dos audaces han cambiado la historia del
parlamentarismo alemán del Este. La temeridad de unos desconcierta a los demás. Todos se
miran de una fila a otra, murmuran, se pasan notitas. Ha bastado con un puñado de
miembros del Partido Liberal y con algunos francotiradores del SED para provocar un
seísmo político en la RDA.
Egon Krenz pronuncia su discurso sin pasión. El golpe —uno más— lo ha hecho
temblar: la Cámara del pueblo era el último lugar en el que pensaba encontrar un obstáculo.
***

Siggi llega el primero a la revista de la mañana. Su camisa verde no tiene una


arruga, el nudo de la corbata es perfectamente reglamentario, sus zapatos brillan. Un
modelo de militar alemán del Este.
El joven oficial tiene mucho que expiar. A petición del coronel Schäfer, ha sido
arrestado durante dos meses por llegar con retraso a la conferencia del general Baumgarten.
Ayer, el subteniente Grobstock lo convocó para comunicarle la sanción. Con fruición le ha
recitado lentamente el sermón. Siggi ha sido el blanco de los celos y del desprecio
acumulados por este militar de carrera. Grobstock detesta a los tipos como él, porque son
los que usurpan sus galones de suboficial, porque fingen servir a su país para ir a la
universidad, antes de arrasar con los privilegios en la vida civil. Siggi tiene la sensación de
estar pagando por las docenas de sargentos que le precedieron en Michendorf y que
Grobstock no había conseguido acorralar. El subteniente le ha jurado que no le quitará el
ojo de encima hasta el fin de la condena y que el próximo incidente le valdrá una
temporada en el calabozo.
Después de la revista, el coronel Schäfer se vuelve hacia el regimiento. Anuncia que
dos compañías saldrán esa misma tarde con el fin de reforzar la seguridad en las fronteras.
En el momento de romper filas, Grobstock llama a Siggi. Tras mirarlo de arriba abajo, el
subteniente le anuncia que formará parte del destacamento. Debería habérselo esperado.
A las seis de la tarde, seis camiones se alinean en el patio del regimiento.
Doscientos hombres equipados con fusiles y munición saltan a bordo de los vehículos,
acompañados por ciento cincuenta perros. Una docena de oficiales los rodean. Siggi se ha
colocado en un camión cubierto con una lona. Su fiel amigo Quini, sentado a sus pies, ladra
nervioso.
Al salir de Potsdam, los camiones bordean Berlín Oeste. Luego los chóferes, que
siguen de cerca a los Kübelwagen98 de los oficiales, ponen rumbo a Berlín Este.
Levantando la lona, los hombres de Siggi, contentos, observan la capital mientras cae la
noche. Para muchos de estos jóvenes es un descubrimiento. No tienen permiso para
acercarse allí: sus pases los confinan al perímetro de Potsdam. Al cabo de una hora y media
de trayecto, ven las filas de tilos de Unter den Linden. La columna circula hasta el final de
la avenida, entra en la zona prohibida al público y se detiene.
En la Pariser Platz azotada por el viento, a la izquierda de la iluminada Puerta de
Brandeburgo, un teniente coronel ordena a los doscientos soldados que formen filas. Su
misión es sencilla: defender el acceso al Muro. Tienen que patrullar durante toda la noche a
lo largo de los cientos de metros de las defensas que protegen la muralla de hormigón.
Armas y perros cumplen una función disuasoria. Pero el oficial superior conmina a los
jóvenes soldados a que impidan «por todos los medios» cualquier violación de la frontera.
Siggi, tenso, se pregunta: ¿Por qué reforzar el sector mejor defendido del Muro?
¿Por qué enviar a soldados de refuerzo, que prácticamente acaban de terminar su
formación, a los «novatos», a enfrentarse a situaciones inciertas? El suboficial, que vive en
una guarnición aislada del mundo, ha oído hablar de algunas manifestaciones a principios
de mes. Se pregunta si un grupo de elementos antisocialistas tiene el proyecto de tomar el
Muro al asalto. Pero no deja traslucir nada ante los jóvenes provincianos bajo su mando,
que no las tienen todas consigo.
A pesar de las advertencias del teniente coronel, la noche está tranquila. Helado,
Siggi ha pasado once horas delante de la Puerta de Brandeburgo sin el menor incidente. En
la mañana del 25 de octubre, en los camiones que transportan las tropas a Michendorf,
Siggi hace el balance de la noche con sus colegas suboficiales desplegados un poco más
lejos. Opinión unánime: sin novedad.
***

Las fuerzas del orden están, una vez más, en estado de alerta. Numerosos grupos de
la oposición han convocado una manifestación esta tarde contra la elección de Egon Krenz
a la presidencia del Consejo de Estado. Publicada en el Telegraph, la cita convoca al
conjunto del movimiento. Es un éxito. Más de doce mil personas se manifiestan desde
Alexanderplatz hasta el Palacio de la República. Egon Krenz es el blanco de todas las
consignas.
Al terminar la manifestación, en lugar de dispersarse como esperaba la policía, los
manifestantes se dirigen hacia el Consejo de Estado. Un denso cordón de tropas de la Stasi
defiende el edificio. Los manifestantes permanecen en la acera de enfrente. De improviso,
uno de ellos cruza la avenida. Enciende una vela delante de un policía de uniforme. Se pone
en cuclillas, inclina la vela para que caigan algunas gotas de cera caliente y la planta en el
asfalto. El agente de la Stasi no ha hecho el menor movimiento. Otro opositor lo imita,
después dos, luego cinco, más tarde diez. Unos instantes después, delante de la puerta del
Consejo de Estado, toda la explanada está llena de velas encendidas. Las luces dibujan
sombras vacilantes sobre las caras de los impotentes policías. Las autoridades estaban
preparadas para un asalto contra el Muro, pero asisten a una sentada bajo sus ventanas.
***

Berlín, jueves 26 de octubre de 1989

—Kohl al aparato.
Son las ocho y media. Desde hace treinta minutos, Egon Krenz está irritado. La
víspera, la Cancillería de Alemania Occidental ha llamado a su secretaría para concertar una
entrevista telefónica con el canciller entre las ocho y las diez. Egon Krenz espera mucho de
esta conversación. Quiere abolir la legislación sobre los viajes al extranjero para los
ciudadanos de la RDA y, para eso, necesita sin falta llegar a un acuerdo con la República
Federal. La mayoría de los alemanes del Este que se vayan a la RFA necesitarán divisas.
Pero Berlín Este ya no tiene. Una vez más, la RDA va a pedir a su vecino que suministre a
sus residentes algún dinero de bolsillo.
—Soy Krenz, me alegro de escucharle tan temprano.
En las conversaciones privadas, el canciller se muestra bastante más afable y
familiar que su personaje público, rígido y envarado. El alemán del Este se dio cuenta
cuando asistía a las conversaciones telefónicas de Honecker con Bonn. Helmut Kohl le
transmite sus mejores deseos para el cumplimiento de sus nuevas y altas funciones.
Después es más directo:
—Mi primer deseo es que nos llamemos por teléfono de manera habitual.
—Muy buena idea. ¡Hablarnos el uno al otro es mejor que hablar el uno del otro!
—En la actualidad, ni que decir tiene que el secretario general en Moscú y yo
hablamos con frecuencia por teléfono. Deseo que ocurra lo mismo entre nosotros.
—De acuerdo, canciller.
Egon Krenz aborda a continuación el asunto que le preocupa: la libre circulación de
los alemanes del Este y sus consecuencias financieras. Anteayer envió un emisario a Bonn
que sólo ha obtenido respuestas dilatorias. Es verdad, la RFA considera ayudar a los
ciudadanos de la RDA a pagar su viaje de vuelta, pero cierra filas en lo referente al
reconocimiento de la nacionalidad alemana oriental. Krenz propone nuevos encuentros.
Kohl, que no está presionado, sugiere enviar a Rudolf Seiters a Berlín Este en la segunda
quincena de noviembre. Sin tregua, enumera una serie de requisitos: amnistía para los
ciudadanos de la RDA que hayan salido ilegalmente del país, que se archiven las denuncias
contra los manifestantes, solución rápida para aquellos que han huido este verano y deseen
recuperar sus bienes. El canciller añade en tono confidencial:
—Se lo digo con toda franqueza, un gesto generoso por su parte tendría un efecto
considerable, no solamente aquí, sino también en la RDA.
Egon Krenz no tiene intención de entrar de esa forma en la historia. Interrumpe a su
interlocutor.
—Me imagino que estamos de acuerdo sobre el hecho de que la existencia de una
RDA socialista es conforme al interés de Europa.
Fingiendo no haber entendido nada, Kohl lanza una digresión sobre la cuestión
alemana y Europa.
Tenaz, Egon Krenz vuelve sobre la financiación de los viajes de sus ciudadanos. En
una nota transmitida a Bonn, pide una participación de Alemania Occidental de cuatro
millones de marcos alemanes99. Helmut Kohl juega la baza del tiempo: no cederá hasta el
final de la conversación.
***

Berlín, sábado 28 de octubre de 1989

Heinrich Knopf recorre con paso decidido los pasillos desiertos del Comité Central.
Únicamente los más altos responsables trabajan el fin de semana. Ascendido a la dirección
del SED por el distrito de Berlín, el coronel de la Stasi abre la puerta de una sala de
reuniones. Al lado de algunos responsables del Partido y de altos mandos de la Seguridad
del Estado, ve al ministro de Cultura, a un dirigente del Sindicato de Artistas, a otro del
Sindicato de Periodistas, así como al jefe de la policía. Esta reunión secreta dará la señal del
contraataque. La reconquista del poder empieza aquí. Heinrich Knopf se felicita por
pertenecer al círculo de los que quieren salvar a la RDA socialista.
El orden del día no tiene más que un punto: la reunión por la libertad de expresión
que organizan las gentes del teatro en la Alexanderplatz para el sábado 4 de noviembre. De
acuerdo con Günter Schabowski, la Stasi ha decidido infiltrarse en esta manifestación y
capitalizarla en beneficio de la política de la Wende, preconizada por Egon Krenz. Estos
últimos días, los principales lugartenientes de Erich Mielke han puesto cuidadosamente a
punto su estrategia. Su objetivo consiste en marginar a los grupos de la oposición con el fin
de que no obtengan ningún rédito político de la concentración. Con la movilización de
personalidades «simpatizantes» de la cultura y los numerosos chivatos que la policía secreta
ha reclutado en los círculos teatrales, creen que tienen asegurado el control del mitin.
Queda por determinar la lista definitiva de los oradores y ponerse de acuerdo sobre las
consignas que deberán lanzar los militantes del SED dispersos entre la multitud.
Erich Mielke ha ido en persona a convencer a su antiguo subordinado, el general
Markus Wolf, para que se dirija a la multitud. El antiguo jefe del contraespionaje, el as de
los golpes más retorcidos contra los servicios occidentales, está jubilado desde hace dos
años. Muy cercano a Moscú, publicó en primavera un ensayo, La Troika, en el cual da la
bienvenida a una perestroika en la RDA. La sola presencia del jefe del espionaje en la lista
de intervinientes ya ha disuadido a varias personalidades críticas —que la Stasi no quiere—
de subirse al estrado. ¡Mejor! La policía secreta ha presionado igualmente a los
organizadores para impedir que ciertos disidentes tomen la palabra. Knopf y su equipo han
enviado una lista de indeseables. El coronel ha utilizado sus profundos conocimientos sobre
las figuras de la oposición, los talentos de cada uno, los celos que los enfrentan, el apoyo
del que disfrutan los distintos cabecillas.
La artista Bärbel Bohley ha sido descartada de forma prioritaria. En pocos meses se
ha impuesto como icono de la protesta en Berlín Este. La prensa occidental no ha dejado de
entrevistarla, de citarla, de publicar su foto. La tribuna de Alexanderplatz la consagraría a
los ojos de toda la RDA como la opositora número uno, lo que elevaría su Nuevo Foro a la
categoría de fuerza política de primer orden. Otro personaje indeseable: el cantante Wolf
Biermann, expulsado de la RDA y despojado de su nacionalidad, al que los organizadores
habían invitado en un primer momento. El alborotador sigue siendo la bestia negra de la
Stasi. Las injurias que ha proferido contra Egon Krenz el día de su nominación como jefe
del Partido no han servido para arreglar las cosas. Por el contrario, la presencia de algunas
figuras de la oposición, como el físico Jens Reich, se tolera.
El ministro de Cultura les advierte:
—Este gobierno es extremadamente impopular. Podemos hacer venir a quien
queramos, pero le pitarán de entrada.
Él mismo renuncia a hablar durante el mitin y deja esta tarea a Günter Schabowski,
a quien considera mejor preparado para el enfrentamiento.
El jefe de la policía se inquieta por el número de participantes que se espera. Se
habla de trescientas mil personas. El Partido, por más que se infiltre en la manifestación, no
podrá controlar tal multitud. En las conversaciones con los organizadores ha exigido que
una «línea roja» pase por los puentes del Spree: el jefe de la Volkspolizei quiere evitar por
todos los medios que los manifestantes tomen el camino de Unter den Linden y se acerquen
al Muro.
Después se habla de la elección de las consignas. Un ejercicio delicado, incluso
gracioso. Los más altos responsables de la Stasi, de la policía y del Partido se desloman
para encontrar fórmulas suficientemente hostiles al poder como para ser creíbles pero lo
bastante moderadas para que la opinión pública no se aleje de Egon Krenz. «Contra el
provincialismo socialista», «La calle es la tribuna del pueblo», «El desafío es el primer
deber del ciudadano», «Rehabilitación de las víctimas de los procesos estalinistas en la
RDS...». Los viejos chequistas se separan por fin, felices de haber restablecido la vieja
receta de infiltrarse entre el enemigo.
Heinrich Knopf se dirige a su Wartburg en el aparcamiento. No vuelve a su
despacho, sino que enfila hacia Prenzlauer Berg, aparca el coche en una calle adyacente a la
iglesia de Sión y se introduce en un edificio anónimo de fachada grisácea y decrépita. Sube
hasta el tercer piso y llama a la puerta. Adivina una sombra detrás de la mirilla. Un joven en
camiseta abre la puerta; el coronel avanza por el vestíbulo sin decir una sola palabra. Posa
su mirada en cada rincón del apartamento. El agente Bauer lo sigue por todas partes. En la
habitación principal, el agente Holzer está de pie como un palo. Los dos hombres de la
Stasi están paralizados al ver a un oficial tan importante que hace irrupción en su refugio.
Knopf sigue ignorándolos. Se dirige hacia lo que antes fue un dormitorio y que hoy
parece más bien un estudio de grabación. Los magnetófonos, un cuadro de mandos, cascos,
una radio conectada con el cuartel general están colocados sobre una larga mesa. Encima de
la máquina de escribir, el oficial superior coge un protocolo sin terminar. Lo hojea
rápidamente y después se vuelve hacia los hombres.
—¿Es todo?
Holzer y Bauer no saben qué responder.
—Me trae sin cuidado que la reunión de ayer haya convocado a nueve personas en
el comedor y que hayan hablado de reformar la educación en la RDA. Si creéis que vuestra
misión consiste únicamente en aplastaros en una silla y escuchar las tonterías del piso de
debajo, es que no habéis entendido nada. Hoy la Stasi tiene necesidad de vuestro
compromiso. Esa gente tiene contactos habituales con agentes del Oeste que los ayudan y
los financian. ¡Nosotros tenemos que saber quién, cuándo y cómo! Esos enemigos del
socialismo se hacen pasar por santos; a nosotros nos toca revelar su verdadera cara:
¡provocadores pagados por los capitalistas!
Otra vez en el salón, Heinrich Knop se sienta. Interroga a sus subordinados sobre
sus métodos de vigilancia. Los jóvenes policías le dan el parte de sus actividades diarias. La
rutina. Excepto los registros, los equipos de la Stasi desplegados alrededor de la iglesia de
Sión no hacen prácticamente nada contra ese nido de opositores. Han dejado la vigilancia
porque, dicen, sus «presas» conocen de sobra sus caras. El número de personas que entran y
salen de la iglesia y sus dependencias, entre ellas la Umwelbibliothek, es tal que es
imposible vigilar y controlar a todo el mundo. Además, docenas de periodistas occidentales
pasan cada día por allí. Si entre ellos se encuentran agentes extranjeros que utilizan esta
profesión como tapadera, les resultará imposible descubrirlos a menos que se provoque un
escándalo en los medios de Occidente, que clamarán por atentar contra la libertad de
prensa.
Heinrich Knopf no se deja engañar.
—Vosotros pertenecéis a la Seguridad del Estado. Estáis aquí para defender nuestro
orden socialista. Es lo único que cuenta. Para luchar contra nuestros enemigos nos hace
falta información, protocolos, pruebas materiales. Espero resultados en el menor plazo
posible.
El coronel se gira sobre sus talones sin ni siquiera saludar a los dos hombres
petrificados.
***

Leipzig, lunes 30 de octubre de 1989

La angustia ya corroe a Christoph Wonneberger. Traslados, prohibición de


sermones, represalias: el pastor ha padecido toda la gama de sanciones del régimen, a pesar
de que tras el éxito de la manifestación del 9 de octubre nadie le prohíbe nada.
Eso no impide que el hombre siga bajo presión. Su parroquia, San Lucas, sirve de
base a la oposición de Leipzig. Es allí donde se reúnen, imprimen los documentos, hacen
las llamadas. El pastor no tiene tiempo siquiera de moderar las oraciones del lunes y de
manifestarse. Ya no deja su bici. Se recorre la ciudad de un extremo al otro para coordinar
tal foro, organizar tal encuentro entre dos grupos. Christoph Wonneberger presiente
próximo el fin de la tiranía del SED. Se multiplica para preparar el después, el futuro de
una RDA desembarazada de su socialismo pervertido.
Esta mañana apenas ha tenido tiempo de desayunar. Con una taza de café en la
mano se retira lo antes posible a su despacho de la sacristía. Se ha jurado empezar la
semana ordenando la leonera que cubre su mesa de trabajo. El correo se le amontona, los
documentos y los panfletos llegados de toda la RDA yacen en desorden. Después de haber
ordenado los papeles, Christoph Wonneberger abre los sobres y lee las cartas con
resignación. Después, coge la pluma para contestar.
De repente, su brazo derecho no le responde. Lívido, intenta llamar a su esposa,
pero no puede emitir ningún sonido. Está mudo. Hace quince años el pastor sufrió un
infarto cerebral. Es una recidiva, y lo sabe. Sale de su despacho y se precipita hacia su
mujer. Christoph Wonneberger le señala el teléfono con el dedo para que llame a urgencias.
Media hora después, una ambulancia lo transporta de urgencia al Parkkrankenhaus de
Leipzig.
Por la tarde, mientras el pastor Wonnberger está en reanimación, doscientas
cincuenta mil personas se exponen al viento y a la lluvia en el Ring de Leipzig. Surge una
nueva consigna: «¡Abajo el Muro!».
***

Moscú, miércoles 1 de noviembre de 1989

La larga Zil negra franquea el puente de la Moskva. Las abigarradas cúpulas de la


catedral de San Basilio destacan sobre el cielo gris del otoño moscovita. El coche oficial no
toma la dirección de la torre del Salvador, por la que se franquea la muralla del Kremlin.
Gira a la derecha. La víspera, al aterrizar en el aeropuerto de Vnukovo, Egon Krenz se
entera de que su entrevista con Mijaíl Gorbachov no va a tener lugar en la sede del poder,
sino en el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética. Un secretario
general recibe a otro: la fraternidad renovada entre el PCUS y el SED debe mostrarse ante
el mundo entero.
El alemán no se emociona por el gesto. Aún anda rumiando lo que el día anterior le
reveló un visitante nocturno en la residencia del embajador de la RDA. En el parque, con el
viento y bajo la nieve, pero lejos de oídos indiscretos y de micrófonos espías, un alto
mando de la KGB le advirtió:
—Camarada Krenz, sus amigos, sus verdaderos amigos, quieren evitar que se meta
en la boca del lobo.
El agente de la KGB le explicó que Gorbachov había valorado tanto su visita a la
Alemania Federal en junio y tenía tan buenas relaciones con Kohl que la RDA contaba cada
vez menos a sus ojos.
—La Unión Soviética padece la crisis más grave desde la Revolución de Octubre,
camarada Krenz. Para recuperarnos necesitamos amigos muy ricos, ¿entiende? ¡Esté alerta!
La RDA se encuentra en grave peligro.
Al día siguiente, cuando el secretario general del SED entra en el despacho del
número uno soviético, una docena de periodistas rodean a Mijaíl Gorbachov. Egon Krenz,
que no esperaba encontrarse a tanta gente, se queda desconcertado. El ruso se dirige hacia
su nuevo socio alemán oriental, le da el espaldarazo y lo abraza afectuosamente.
Mientras se sientan en la gran mesa de conferencias, el reformador soviético nota
con satisfacción cómo se aceleran las cosas en Berlín. Subraya que no pueden perder la
ocasión allí donde se imponen los cambios, como ya declaró en su visita a principios de
octubre.
—Hay que evitar que los problemas se vayan encadenando, porque después no es
posible solucionarlos todos a la vez.
Egon Krenz asiente:
—Tus palabras —la vida castiga a quien llega tarde— nos obligan a actuar.
Gorbachov le responde que no quiso dar una lección a la RDA, sino que se refería a
la Unión Soviética. Con una metáfora, describe el camino que queda por recorrer para
lograr los objetivos de la perestroika: «El caballo está ensillado, pero el jinete no está
listo».
Después de esta introducción sobre las virtudes del cambio y unas palabras sobre el
retraso que el conservadurismo de Erich Honecker ha impuesto a la RDA, Egon Krenz
desvía la conversación. Confía a Gorbachov el desastroso estado de la economía alemana
oriental. Si quiere tomar el control del país, el nuevo secretario general necesita ayuda, una
ayuda rápida y generosa. Tras el rechazo de Kohl, Krenz sabe que hoy, en Moscú, se juega
mucho: la RDA no superará el invierno si la URSS no la mantiene a flote. Bosqueja a su
interlocutor un cuadro puro y duro del caos financiero. La fuerte regresión de las
inversiones hace derrumbarse el crecimiento. Los objetivos del plan quinquenal no se
cumplirán. El filón de la microelectrónica, tan ponderado por Honecker, produce a costes
tan elevados que es necesario inyectar tres millones de marcos en subvenciones para que
parezca competitiva. Krenz subraya la necesidad de nuevos créditos para hacer frente a la
deuda. Sólo los intereses de esta deuda engloban el 62 por ciento del saldo de las
exportaciones alemanas del Este.
—Si no podemos contar más que con nuestra producción, tendremos que bajar el
nivel de vida un 30 por ciento, lo que políticamente es impensable.
Mijaíl Gorbachov le confiesa que conoce perfectamente la situación en la RDA
gracias a sus relaciones con la República Federal. Egon Krenz parece atónito. Su visitante
de la víspera tenía razón: Moscú y Bonn hablan de la RDA... ¡a sus espaldas! Cansado, el
soviético vacila y se limita a garantizarle suministro de gas y de petróleo a los precios de
siempre. Le advierte de que no recurra a la RFA, pues de actuar así podría quedar sometido
a su poderoso vecino.
—Las decisiones referentes a la RDA deben tomarse en Berlín, no en Bonn.
Krenz, desconcertado, trata de devolver la pelota al vuelo:
—Mijaíl Sergueievich, ¿qué lugar le das a la RFA y a la RDA en la casa común
europea?100 La RDA es, de alguna forma, hija de la Unión Soviética, que debe asumir la
paternidad de sus hijos.
Gorbachov reflexiona, después contesta con un proverbio ruso:
—Por mucho que retuerzas la cuerda, siempre se alcanza el extremo.
En sus notas, Egon Krenz escribe al lado una gran interrogación. Cuando repite su
pregunta, el ruso, irritado, continúa con su acostumbrada locuacidad. Le relata sus
conversaciones con Margaret Thatcher, François Mitterrand, Giulio Andreotti o el general
Jaruzelski. Todos le han garantizado su compromiso con la existencia de dos Estados
alemanes.
Egon Krenz expone las reformas que piensa poner en marcha rápidamente en
materia de libre circulación. Primer punto: la RDA va a evitar el uso de armas de fuego en
la frontera. No se autorizarán más que en caso de legítima defensa. El alemán aborda
después la nueva ley sobre viajes, que piensa adoptar antes de Navidad. Como hizo con
Helmut Kohl, confiesa que no sabe cómo solucionar el problema de las divisas que los
ciudadanos de la RDA necesitarán para ir a la RFA. Con falsa candidez, Gorbachov le
sugiere hacer convertible el marco de la RDA...
Krenz le habla del mitin convocado por los artistas, que podría reunir a medio
millón de participantes en Berlín el sábado siguiente. Le confía que Günter Schabowski va
a subir a la tribuna y le enumera los diez asuntos que figurarán en las consignas. Mijaíl
Sergueievich no parece convencido ni de la exposición ni de la estratagema.
—¿Vas a reconocer al Nuevo Foro?
—Aún no hay nada decidido.
—Respecto a esos asuntos no hay que perder el tiempo. Los antisocialistas y los
ciudadanos subversivos son seguramente un aspecto del problema. Pero no podemos
considerar al conjunto del pueblo como un enemigo. Si no aprovechamos la ocasión,
movimientos como ésos pueden desplazarse hacia el otro lado de la barricada. El Partido no
puede obviarlo, tiene el deber de trabajar con esas fuerzas.
Moscú está mejor informado de lo que creía Egon Krenz. Y el secretario general del
PCUS le sugiere que dé alguna legitimidad a los grupúsculos a los que, en el mejor de los
casos, haya preferido ignorar y, en el peor, destruir.
La Unión Soviética flirtea con Bonn, tontea con Washington y recrimina a Berlín
Este... ¡Y no tiene intención de soltar un solo kopek! Después de cuatro horas de entrevista
personal, el secretario general del SED siente que el suelo comunista se derrumba bajo sus
pies. Durante el almuerzo celebrado en el Kremlin en su honor, el vodka ingerido en cada
brindis no le hace entrar en calor. El «hijo» de la Unión Soviética ya no reconoce a su
padre.
97 GDR (German Democratic Republic), siglas en inglés de la RDA. [N. del T.].
98 El Kübelwagen era la versión militar del Trabant, un vehículo de cuatro plazas
todoterreno cubierto de una lona.
99 Alrededor de dos millones de euros.
100 Para poner fin a la Guerra Fría y superar la división del continente en dos
bloques, Mijaíl Gorbachov desarrolló el concepto diplomático de «Casa común europea».
Capítulo 13

El teatro de la agonía

Berlín, sábado 4 de noviembre de 1989

A medida que se acerca la hora del mitin, la tensión llega hasta la división XX de la
Stasi. Una nota de servicio, que indica la dirección de cuatro escondites situados en el
centro de Berlín, se distribuye a varios cientos de agentes dispersos entre la multitud para
que tengan una posibilidad de escape si los manifestantes deciden bloquear el acceso al
Ministerio de la Seguridad del Estado. En cada uno de estos apartamentos, denominados
«conspirativos», algunos oficiales se mantienen en alerta, dispuestos para recibir a sus
compañeros. La contraseña: «Blume»101.
En el cuartel general de la Normannenstrasse se ponen en lo peor. Las noticias
parecen tan inquietantes que se han planteado desconvocar el mitin. Pero es demasiado
tarde para echarse atrás: la manifestación se anuncia como una de las más importantes de la
historia de la RDA y, desde la oposición hasta las instancias oficiales, todo el mundo ha
animado a la población a participar. Los panfletos circulan; el Telegraph, al igual que el
Morgen, el órgano del más servil Partido Demócrata-Cristiano de la RDA, se ha hecho eco
de la convocatoria; los círculos artísticos, así como el Nuevo Foro, apoyado por la red de
iglesias, han reenviado la información a todo el país.
Sintiendo, desde hace algunos días, que el acontecimiento se les puede escapar de
las manos, los responsables de la Stasi se mueven como pueden para evitar que su buena
idea se convierta en un desastre. Han convocado a sus «amigos» del mundo del teatro y de
las artes para asegurarse su apoyo. ¿Se pueden fiar aún de estos espías, de su capacidad de
influir en los saltimbanquis de reacciones imprevisibles? Aparecen nuevos dirigentes,
surgen espontáneamente iniciativas, algunas organizaciones que tontean con el régimen han
sido aisladas. Los agentes de Mielke descubren que la libertad de expresión es como los
explosivos, delicada de manipular.
Según los pronósticos de las fuerzas del orden, medio millón de manifestantes
deberán invadir la Alexanderplatz a mediodía. Una marea humana que nadie podrá
controlar, ni siquiera simplemente acordonar. Los agentes diseminados en la manifestación
han recibido consignas para actuar con los «medios adecuados». Primo, localizar y aislar a
los militantes «enemigos» que utilicen la manifestación con fines de provocación; secundo,
ayudar a las «fuerzas positivas y razonables» con el fin de contribuir al desarrollo pacífico
del acontecimiento —es decir, aplaudir a los «buenos» oradores y acallar las burlas—;
tertio, apoyar al servicio de orden de los organizadores. Respecto al SED, ha animado a sus
militantes a que participen en el mitin a fin de apoyar a Egon Krenz.
Aunque el recorrido de la manifestación pasa lejos del Muro, la Stasi ha apostado
hombres en las arterias que desembocan en él. La posibilidad de que se produzca un asalto
de la «frontera» sigue obsesionando a los responsables del Partido. En ese caso habrá que
detener como sea a los asaltantes. Otra vez se han desplegado guardias fronterizos en las
proximidades de la Puerta de Brandeburgo, equipados con armas y municiones.
La víspera por la tarde, en una intervención televisada, Egon Krenz ha hecho todo lo
posible para atraerse las simpatías de sus compatriotas. Con la sonrisa en los labios, voz
cálida y mirada penetrante, ha enumerado un paquete de medidas que la RDA no ha
conocido desde su fundación: creación de un tribunal constitucional, reforma
administrativa, limitación de los mandatos, instauración de un servicio civil para los
objetores de conciencia, revisión a fondo del sistema económico, de la política educativa...
Como muestra de buena fe, ha anunciado la marcha de otros miembros del aparato tras las
dimisiones de Harry Tisch y de Margot Honecker un día antes. Como le sugirió Gorbachov,
se impone un rejuvenecimiento para dar credibilidad a la Wende, y cinco miembros del
Politburó, y no de los secundarios, sino de los antiguos en servicio desde hace decenios, se
preparan para abandonar el poder: Kurt Hager, el responsable de la ideología, Hermann
Axen, Alfred Neumann y —los telespectadores no dan crédito a lo que oyen— Erich
Mielke... Incluso se ha decidido que el primer policía de la RDA, es decir, el hombre de
Moscú, pase el relevo.
El secretario general ha terminado exhortando a la población a hacer gala de
paciencia.
—No se pueden corregir todos los errores en unas semanas, menos en algunos días.
Un proceso irreflexivo, precipitado, traería consigo más inconvenientes que ventajas.
Este sábado por la mañana, mientras los primeros curiosos llegan a la
Alexanderplatz, los hombres de la Stasi de paisano tratan de convencerlos de que no
participen en el mitin.
—¿Han escuchado el discurso de ayer por la tarde? Krenz ha cedido en todo, es
inútil manifestarse, camaradas.
***

En el Ministerio del Interior ya no hay vida. En el despacho del ministro Friedrich


Dickel, Egon Krenz, Heinz Kessler, el ministro de Defensa, Willi Stoph y Erich Mielke
están reunidos para seguir por televisión el gran acontecimiento berlinés. En una noche,
Erich Mielke ha envejecido quince años: su larga figura está encorvada, sus párpados
caídos, los labios exangües. Se han establecido dos líneas telefónicas permanentes con los
«procónsules» soviéticos en la RDA. Una con el Estado Mayor del Ejército Rojo en
Wünsdorf y la otra con la KGB en Karlshorst. Estos últimos están dispuestos a reunirse con
Mijaíl Sergueievich en Moscú. Si se produjera el menor incidente en las inmediaciones del
Muro, el gran hermano comunista lo sabrá en tiempo real.
Enfrente, cinco televisores. Uno de ellos está sintonizado en la primera cadena
alemana oriental, a la que Egon acaba de autorizar para transmitir en directo la
manifestación. Las otras retransmiten las imágenes de las cámaras de vigilancia instaladas
en los puntos neurálgicos de la capital. De momento, los cinco bonzos del partido no tienen
más que un motivo de preocupación: una circulación anormalmente densa para un sábado
por la mañana colapsa la capital. Los Trabant, los Wartburg, los Lada provenientes de toda
la RDA convergen en las arterias que llevan al centro. Apenas son las nueve de la mañana y
el día se anuncia duro para los responsables del SED.
***

En la estación de Friedrichstrasse, único punto de tránsito ferroviario entre las dos


ciudades siamesas, este palacio de lágrimas en el que una cordialidad meridional se adueña
por un breve instante de los alemanes, que lloran, se abrazan, se besan en el momento de
encontrarse o de despedirse, el autor y compositor Wolf Biermann espera su turno en el
control fronterizo. A través de una estrecha ventanilla, entrega su carné de identidad alemán
occidental a un policía oculto tras un espejo sin azogue.
—Un instante —dice la voz sin rostro.
Más allá, detrás de una puerta batiente de falsa madera, Bärbel Bohley espera al
disidente más famoso de la RDA. La artista se balancea de un pie al otro. ¿Lo dejarán
pasar? Su rostro juvenil enmarcado por el pelo corto traiciona su ansiedad. No duda de que
la Stasi ya ha localizado su frágil silueta en el vestíbulo de la estación. ¿Le preparan una
nueva trampa? Despojado de su nacionalidad alemana oriental desde 1976, Biermann no ha
sido autorizado más que una única vez a volver a su país, para visitar a un amigo
moribundo. Al invitarlo a la manifestación, el Nuevo Foro quiere enviar un mensaje de
fuerza: este símbolo de la represión alemana del Este, hijo de un judío comunista héroe de
la resistencia antinazi, asesinado en Auschwitz, está a punto de volver a su patria.
Bärbel Bohley se preocupa al no distinguir, entre la flota de viajeros occidentales, la
silueta regordeta del cantante con bigotes de galo. Al otro lado de las puertas batientes, el
veredicto es inapelable: el oficial acaba de devolver sus papeles a Wolf Biermann y le ha
indicado que no se le permite la entrada en la RDA. El «cambio» proclamado por Egon
Krenz no vale para él. No se le falta al respeto impunemente al secretario general del SED.
***

—¿Es una broma, estimada señora? Evidentemente, ¡está descartado que sus hijos
falten al colegio esta mañana!
Barbara está furiosa. La directora no da permiso para que Simona y Boris la
acompañen a la Alexanderplatz. Qué más da, vendrán de todos modos. En unos instantes va
a empezar la manifestación más grande de la historia de la RDA. No una de esas
concentraciones ridículas en las que el SED se autoagasaja. Una marcha increíble que
acabará con una serie de discursos no censurados por el poder, uno de ellos el de Barbara,
inscrita en la lista de oradores por sus camaradas de la oposición.
Los dos niños se comen su chocolatina de una vez, se ponen rápidamente los
abrigos, las bufandas y los gorros. Ni hablar, no se lo perderán. Esas pocas horas los
marcarán más que los años de lavado de cerebro en el colegio del SED.
***

En la Rosa-Luxemburg-Platz, delante de la Volksbühne102, los miembros del


servicio de orden no quitan los ojos de encima al grupo «Schwarz-Rot»103. Ceñidos con
pañuelos a rayas amarillas y verdes en las que se puede leer «Keine Gewalt»104, los
organizadores se han comprometido con los jefes de policía a que no se produzca ningún
altercado que trastoque la manifestación. Sin embargo, los doscientos jóvenes con banderas
rojas y negras sentados en el césped del teatro no parecen entenderlo así. Algunos de estos
anarquistas en la hierba llevan pasamontañas en un intento de imitar el «Schwarzer Block»
de Berlín Oeste, conocido al otro lado del Muro por librar batallas organizadas contra la
policía con cualquier motivo.
Sentado en la hierba con sus compañeros revolucionarios, Hansi lleva una pancarta
en la que hay un trozo rimado de su invención: «Anarchie ist machbar, Nachbar»105. Es él
quien se ha inventado las soflamas para distinguir al grupo «Schwarz-Rot» del resto de los
que marchan. Anteayer, Sven y él compraron varios metros de tela barata. Los compañeros
recién llegados a la UB con tres máquinas de coser han confeccionado centenares de
banderas y pañuelos. Esta mañana, para mostrar su desafío, los anarcos han decidido
manifestarse cincuenta metros detrás de todo el mundo.
Desde hace varios días, Hansi y Sven desconfían de esta manifestación aceptada en
todas partes. Portaestandartes de la «Revolución de Octubre» han aprendido a descubrir las
artimañas del Partido y de la Stasi. Y hoy, de forma confusa, los dos activistas presienten
una intentona de recuperación del régimen, incluso una trampa tendida a la oposición. Por
otra parte, sus amigos del Nuevo Foro les han contado los pactos sobre la lista de oradores
y les han anunciado la presencia de los «reformadores» del SED. Al escuchar esta palabra,
Sven ha sentido cómo se le enrojecía la cara: hoy, en el Partido, «reformista» rima con
«oportunista». En seguida ha tomado una decisión: sus amigos y él no se mezclarán con
estos inmovilistas chaqueteros.
***

Emma ha llegado a la Karl-Liebknechtstrasse en familia. Bien abrigada en su


cochecito, Petra no reconoce entre la multitud más que las caras de sus padres y las de sus
hermanos mayores, Jürgen y Bastian. Todos esos desconocidos, esta agitación
desacostumbrada inquieta a la pequeña de apenas un año, y Emma tiene que cogerla varias
veces en brazos para tranquilizarla.
Bajo una gran pancarta que pone: «¡98,85%! Ya no creemos a quien ha mentido», se
encuentran a sus vecinos y amigos, y, con un vaso de espumoso en la mano, brindan por las
libertades futuras, gritando de vez en cuando consignas contra los cursos de instrucción
cívica en las escuelas, contra el adoctrinamiento ideológico de los pequeños.
Mientras se dirigen hacia el Palacio de la República, Emma ve a un hombre de
anchas espaldas, un poco calvo y con gafas rectangulares. No cree lo que ven sus ojos y tira
de la manga de uno de sus compañeros de marcha, quien le confirma su primera impresión:
¡Sí, es él! Es, sin duda, Markus Wolf. El antiguo jefe del contraespionaje, el amigo íntimo
de la KGB, el consejero a quien Erich Mielke escucha, desfila por la libertad de expresión.
La opositora casi se pellizca para asegurarse de que no está soñando. Se vuelve hacia
Michael, su marido, que la escucha distraído: «Markus Wolf, ¡el Janus del Partido!
Decididamente están dispuestos a todo para ganarse a la oposición».
***

Los frenos del anticuado tren de la Reichsbahn chirrían. El sonido resuena bajo la
bóveda de cristal y acero de la estación de Alexanderplatz. Martin y Werner, que salieron de
Leipzig temprano, saltan al andén. Para poder relatar con detalle el acontecimiento, cada
uno va provisto de una máquina de fotos. Martin ha cogido su Contax antediluviana,
Werner se ha llevado una Beirette.
En la escalera, Martin se pregunta aún si acudirán muchos berlineses, si
demostrarán la misma valentía que los ciudadanos de Leipzig. Lo duda. En la capital viven
todos los funcionarios, los apparatchiks, las momias del Partido. Ellos son el poder. ¿Por
qué los cortesanos y los lacayos del Politburó prenderían fuego al palacio? La idea misma
de que la manifestación esté «autorizada» ya le ha parecido grotesca. «En Leipzig hemos
tomado la calle sin pedir permiso a nadie», se dice a sí mismo.
Cuando salen a la calle, Martin y Werner se cruzan con manifestantes que llevan
brazadas de flores y le ofrecen una a cada policía de uniforme.
Los dos muchachos de Leipzig se miran y se echan a reír.
—¿Crees que los van a pedir en matrimonio?
***
«Demasiado bonito, demasiado fácil», murmura Vera entre dientes viendo pelearse
a Stefan y Lukas, de 3 y 7 años, los dos hijos de una amiga que le ha pedido que se los
cuide durante todo el día. Hace semanas de esto. La joven opositora se presta con gusto,
pero ahora, con la manifestación en Alexanderplatz, esto la confina a la abnegación. Todos
sus amigos están en la calle y Vera se muere por estar con ellos. Es un dilema de
conciencia. ¿Tiene derecho a llevarse a los niños de otra persona a un mitin? Una marcha
en la que participan los miembros del Partido y los artistas no puede degenerar, es
imposible, se repite. Vera cede.
Viste a los dos niños, mete a Stefan en el cochecito, sujeta firmemente la manita
enguantada de Lukas y toma la dirección de Karl-Liebknechtstrasse. Preocupada por cuidar
a los críos, evita a los «Schwarz-Rot». Vera adora a Hansi y a sus colegas, pero desconfía
de su radicalismo de descerebrados, de sus ganas de pelearse con la policía, incluso de
buscar altercados.
Piensa unirse a la manifestación ya en marcha. Pero, aunque la cabecera lleva en
movimiento más de media hora, los manifestantes aún esperan poder arrancar. Vera y los
dos críos se unen a la manifestación y empiezan a avanzar a pasos cortos. El espectáculo de
esta multitud abigarrada, que se extiende hasta perderse de vista, le produce vértigo. Seguro
que toda la RDA ha bajado a la calle. Jóvenes, viejos, empleados, obreros, intelectuales,
profesores, estudiantes, funcionarios, artistas, pastores, ateos, marginales, sajones,
brandeburgueses, turingienses, todos han respondido a la convocatoria.
Algo inquieto ante semejante marea humana, Lukas se agarra a la parka de su
niñera. Vera le acaricia la cabeza para tranquilizarlo.
—No te preocupes, gritan mucho pero no son malos, ya verás.
Mira a su alrededor, observa a los manifestantes, escucha fragmentos de
conversación. Esta manifestación no se parece a ninguna de las que ha visto hasta ahora. A
su lado, un grupito de hombres hablan con acento de Harz106. Son los mineros que extraen
el potasio en Bleicherode.
—Oigan, ¿vienen de muy lejos? —les pregunta Vera.
—No se podía faltar a esto —le responde un hombre recio con las manos callosas
—. Somos una treintena, que salimos al amanecer con un autocar de la mina ¡y sin permiso!
—Pero el Partido adora a los mineros... Sois los trabajadores preferidos del
socialismo, los modelos.
—Si nos quieren tanto, ¿por qué nos hacen currar en condiciones tan repugnantes y
peligrosas? No tenemos más que material viejo. Los conductos tienen escapes, trabajamos
con los pies en el agua. Los hombres no dejan de caer enfermos. Y la mina contamina tanto
los ríos que ya no podemos cultivar nuestros huertos. ¿Se da cuenta? ¡Esto no puede seguir
así!
Una pareja de berlineses jubilados, que trabajaban en el Hospital de la Caridad,
asienten con la cabeza al escuchar al minero. Jamás se habrían imaginado que un día
participarían en una manifestación. El 17 de junio de 1953 fueron testigos de cómo el
Ejército Rojo reprimió una revuelta de obreros de la construcción. En la calle, las balas
abatieron a los manifestantes. Simples transeúntes corrieron para evitar que los Vopos, que
arrestaban indiscriminadamente tanto a los que protestaban como a los mirones, los
detuvieran. Fue el terror. Treinta y seis años después, están en la calle para denunciar los
privilegios.
—En las tiendas no hay más que inmundicia de la peor clase —dice la señora a Vera
—. ¡Ni los polacos la quieren! Sin embargo, las élites del SED disponen de tiendas
especiales donde compran los productos de Occidente. Y ni siquiera con divisas. Los
funcionarios del Partido trabajan la mitad que el resto, pero para ellos todo son
comodidades.
—Mi cuñado, que vive en la Sajonia-Anhatl —la ataja su marido—, me ha dicho
que el secretario local del Partido se había construido un pabellón de caza en el monte,
donde invita a sus amigos y organiza orgías. Celebran banquetes, se emborrachan, y no le
cuento el resto. Todo eso en nombre del ideal socialista. ¿Y de dónde viene el dinero?,
pregunto yo.
A Vera le divierte esta manifestación convertida en tribunal popular. Cada uno
expresa su rabieta, denuncia los vicios del régimen, grita lo que desea para el futuro. Por un
momento, cierra los ojos para saborear mejor las consignas indignadas de la calle. Vera está
en el paraíso: por fin escucha lo que lleva imprimiendo desde hace semanas en la
clandestinidad. Las conversaciones del sótano de la UB ahora se mantienen en la calle.
***

«Abuelita, ¿por qué tienes los dientes tan grandes?» En el gabinete de crisis, a los
ministros reunidos con Egon Krenz les ha costado reprimir una sonrisa. Un cámara acaba
de tomar un plano de los carteles y la pancarta humorística aparece en pleno centro. El
secretario general del SED está caricaturizado como el lobo de Caperucita Roja, metido en
la cama, con un gorro de dormir blanco.
Krenz pone cara de tomarse las cosas con tranquilidad:
—Es normal que nos ataquen. La gente se desahoga. Esto es la gota que colma el
vaso, que está lleno desde hace años. El Politburó, el gobierno y yo personalmente debemos
soportar la carga de todos los errores que se han cometido en estos últimos años.
Antes de que empezase el mitin, Egon Krenz ha hecho un aparte con Willi Stoph. El
asunto queda claro entre ellos: dentro de dos días, el 6 de noviembre, Stoph, primer
ministro, presentará a Krenz su dimisión, así como la de su gobierno. Mijaíl Gorbachov ha
dado su consentimiento al secretario general en su entrevista celebrada en Moscú. Pero
mientras daba su visto bueno a la renovación de los mandos, el dirigente soviético pidió a
su homólogo que tratase con deferencia a Stoph en su salida. Le ha recordado las
humillaciones sufridas y las dificultades por las que el jefe de gobierno atravesó intentando
enfrentarse muchas veces a Honecker. Gorbachov, entonces, le rogó a Krenz que
mantuviera a Stoph en el Politburó.
El secretario general ha adoptado un aspecto serio.
—Willi, me gustaría que hablásemos de tu futuro y de la elección de tu sucesor.
Sabes que jamás olvidaré que tú iniciaste el debate sobre nuestros errores en el Politburó.
Sin ti no habríamos logrado sustituir a Erich. Pasado mañana cesas en tus funciones como
primer ministro, pero me gustaría que siguieras en el Politburó. Quiero que sepas que Mijaíl
Sergueievich es de la misma opinión.
—Gracias, Egon. Lo consideraré.
—Tengo intención de nombrar a Hans Modrow primer ministro.
—¿Lo has pensado bien?
—Sí. Nos conocemos desde la época de las Juventudes Comunistas. Tiene
experiencia, es licenciado en Económicas y ha realizado tareas de política exterior. Puede
parecer un poco rígido, no deja traslucir nada, pero creo que está hecho para ese puesto.
A Willi Stoph le ha costado aceptar que lo sacrifiquen en aras de la renovación.
Infatigable adversario de Erich Honecker durante años, tuvo mucho que ver con su caída,
en Berlín y en el Kremlin. Pero apenas dos semanas después lo meten en el mismo saco que
a los dinosaurios del Politburó hostiles a cualquier cambio; él mismo tiene 75 años. El
cazador cazado; sin embargo, no puede evitar desconfiar de quien va a reemplazarlo. Para
Willi Stoph, Hans Modrow es un hombre cauto y ambicioso que se ha subido en marcha al
tren de la perestroika, lo que le ha valido el apoyo de Gorbachov. Stoph aprovecha para
soltar su hiel y advertir a Egon Krenz.
—Haces bien eligiendo a Modrow. Pero es orgulloso. En realidad, creo que su
ambición es llegar a secretario general. No se conformará con el puesto de primer ministro.
Cuando vuelve al despacho del ministro del Interior, las pantallas muestran las
imágenes de la Alexanderplatz, que está desbordada. La multitud se expande hasta las vías
de acceso. Los hombres de Mielke pronosticaron con angustia una afluencia de quinientas
mil personas. Los manifestantes son dos veces más numerosos.
Berlín nunca ha sido testigo de algo así, ni siquiera antes de la fundación de la
RDA. Cuando el realizador vuelve sobre las imágenes de las pancartas y banderolas, a los
dirigentes del SED los eslóganes les parecen aún más subversivos. «Elecciones libres,
¡ya!», «¡Abajo el monopolio de poder del SED!», «¡Ni tú mismo crees en las cifras que has
manipulado!».
***

El grupo «Schwarz-Rot» es el último en llegar a la plaza. Sobre la vasta explanada


dominada por el globo de cristal y acero que corona la torre de la televisión se extiende una
densa multitud de la que emergen banderolas y pancartas.
Ya han dejado atrás el Palacio de la República y Hansi no deja de protestar.
Animado por los más radicales del grupo, lo ha intentado todo para convencer a sus amigos
encapuchados de romper el cordón policial entre Unter den Liden y la Puerta de
Brandeburgo.
—Vamos, tíos, nos morimos de asco en esta manifestación. Es demasiado tranquila,
demasiado placentera. Tiene que pasar algo. Podemos pasar la barrera sin problema, os lo
garantizo.
Animados por las miradas inquietas e insistentes de los hombres con los pañuelos
de rayas, sus compañeros de más edad han hecho todo lo posible para tranquilizarlo.
Lejos de la tribuna en la que los oradores se preparan para tomar la palabra, el grupo
«Schwarz-Rot» se instala delante de la «Casa del maestro», decorada con un monumental
friso, obra maestra del realismo socialista. Hay tres mástiles en ese lugar. Hansi y Sven
fijan las banderas rojas y negras a los cables y las izan hasta lo alto como si estuvieran en el
patio de la UB.
Su gesto no pasa inadvertido. Tampoco sus pintas. Algunas personas se acercan y
los increpan.
—¡Gamberros!, ¡provocadores!
Se enfrentan a los encapuchados:
—¡Enseñad las caras!
Uno de los que les increpan lleva en la solapa de su chaquetón una insignia ovalada
con un puño sobre el fondo de una bandera roja, la insignia del SED —el caramelo107—
reservada a los miembros del Partido.
—¡Vete a dar lecciones a tus coleguitas de la Stasi! —le espeta Sven.
Una vez al año no hace daño. Hansi, paralizado, no se mezcla en la discusión. Cree
haber visto un fantasma. A unos pasos de él, un sexagenario con la cara redonda y las
mejillas congestionadas espera pacientemente a que empiecen los discursos. Hansi no
puede olvidar la cara del juez Külz, ¡el que le envió a prisión! Sólo faltaba él para que la
farsa empezara de verdad.
El magistrado está acompañado de funcionarios del tribunal y de otros miembros
del SED. Hablan, bromean, corean las consignas al ritmo de la multitud: ¡Wir sind das
Volk! Uno de sus amigos llega con una bolsa llena de latas de cerveza. El juez Külz abre
una Wernesgrüner y bebe con los otros tras entrechocar ruidosamente las latas. A Hansi,
hastiado, le parece estar asistiendo a una fiesta socialista del Primero de Mayo.
***

Los que convocaron la manifestación, la gente del teatro, son los primeros que se
dirigen a la multitud. El actor Ulrich Mühe108, miembro de la compañía del famoso
Deutsches Theater, expresa la inmensa alegría que embarga a los cientos de miles de
alemanes que están frente a él y grita «Wunderbar!»109.
Mientras espera su turno, Barbara se sienta en el Café Espresso, justo detrás de la
tribuna. En una mesa vecina, ve al abogado Gregor Gysi110 en animada conversación con
Markus Wolf. Ambos bromean antes de pronunciar sus discursos. Se entretienen
repartiendo las carteras de un futuro gobierno.
—¿Quieres la Stasi? —dice riendo el antiguo espía al jurista.
A Barbara le repugna este espectáculo. El jurista, que ha basado su renombre en la
defensa de los opositores, bromea con un antiguo pilar de la Stasi. Ella duda. Después se
acerca a Markus Wolf.
—Señor Wolf, soy miembro de la Iniciativa por la Paz y los Derechos del Hombre y
de ¡Democracia Ahora! La Seguridad del Estado siempre nos ha espiado, escuchado,
seguido. El Estado de Derecho no existe en este país. ¿Está dispuesto a ayudarnos para
reformar la Stasi?
—Claro que estoy dispuesto.
Dicho esto, el antiguo jefe del contraespionaje le da la espalda inmediatamente, para
retomar la conversación, como si ella no existiera.
Contrariamente a lo que esperaban en la Normannenstrasse, los organizadores no
hacen ninguna concesión a los hombres del poder. Como si quisieran animar al auditorio
antes de que Markus Wolf tome la palabra, llaman a Kurt Demmler para que suba a la
tribuna. El rockero rebelde lleva años dando trabajo a la Stasi. Con su guitarra entona
Irgendeiner ist immer dabei111. La canción ironiza sobre la omnipresencia de los polis del
régimen. La multitud le aplaude a rabiar, y, cuando aparece el general retirado de la Stasi, lo
abuchean. Sus palabras se pierden en el ruido del ambiente. Estoico, el «héroe de la patria
socialista» afronta la situación durante más de diez minutos. Defiende a los agentes de la
Seguridad del Estado, que no deben convertirse en las cabezas de turco de la nación. El
griterío aumenta aún más. Cuando exhorta al país a no dejar pasar la «oportunidad única»
de conciliar socialismo y democracia, ya nadie lo escucha.
Media hora después, con su impermeable azul marino, Günter Schabowski se tira al
foso de los leones. En cuanto sube a la tribuna, la acogida es espantosa. Apenas pronuncia
unas palabras cuando una bronca atronadora silencia su voz. La gente le pita, lo abuchea, lo
insulta. «¡Ya vale! ¡Caradura! ¡Fuera!» Los organizadores intentan en vano hacerlos callar.
Imploran a la multitud que deje hablar al orador: al fin y al cabo, esta manifestación
reivindica la libertad de expresión «para todos». Günter Schabowski vuelve a hablar.
Intenta imponerse, fuerza la voz, agita los brazos vigorosamente. Como una borrasca que le
diera en plena cara y le tirase del podio, los gritos se redoblan. Aufhören! 112, gritan los
miles de manifestantes. Schabowski tira la toalla. Con la cara descompuesta, la tez cerúlea,
los hombros caídos, se da la vuelta y se va.
***

Barbara no llegará nunca a la tribuna. Demasiado amable, algo tímida, ha aceptado


ceder su sitio y retroceder algunos puestos en el orden de intervenciones. Uno de los
organizadores viene a verla un poco después y le explica, con tono molesto, que ya son más
de veinticinco los oradores, que la gente lleva escuchando discursos tres horas y que,
desgraciadamente, va siendo hora de clausurar el mitin.
Al volver a su casa, frustrada y un poco apenada, se encuentra con sus hijos, a
quienes su padre ha recogido antes, al mediodía. Muy orgullosa, Simona entrega una hoja
de papel a su mamá: ha dibujado una manifestación llena de colores y plagada de pancartas.
***

¡Un fracaso estrepitoso! Egon Krenz debe rendirse a la evidencia que lo abruma: la
manifestación se ha convertido en un fracaso, y las sutiles maquinaciones de la Stasi, en un
desastre. Los camaradas del SED enviados al mitin se han visto desbordados, los oradores
favorables a la nueva línea del partido, abucheados, y las consignas «moderadas»,
ignoradas. La debacle ha sido retransmitida en directo por la televisión estatal. Cerca de un
millón de personas en la calle ¡y el resto de la RDA ante las pantallas!
Solo en el gran despacho que ocupa desde hace apenas diecisiete días, no deja de
dar vueltas. Todo se desmorona a su alrededor. Lo que se mantenía ayer se derrumba al día
siguiente. ¿Podemos aún reformar el socialismo en la RDA? ¿Cómo vas a salir de ésta?
Egon Krenz no encuentra ninguna respuesta a las preguntas que lo atormentan.
Sin previo aviso, reúne a los miembros del Politburó que están en Berlín este
sábado. Cada uno aporta sus impresiones sobre la manifestación, cada uno intenta encontrar
algo positivo que decir, hallar señales de esperanza. Sorprendidos por la tormenta, los
apparatchiks se agarran a las últimas tablas de salvación. Realmente la protesta ha sido
virulenta, constatan, pero ninguno de los participantes ha reclamado la restauración del
capitalismo. ¡Uf!
Cuando se marchan, Egon Krenz redacta un telegrama destinado a los primeros
secretarios del Partido de todos los distritos de la RDA:
No había ninguna alternativa a esta manifestación si queríamos mantenernos fieles
al principio adoptado por el Comité Central, según el cual los procesos en curso sólo
pueden mantenerse por medios políticos. Por eso hemos establecido una cooperación entre
los organizadores del mitin y la Volkspolizei. Gracias a ella se han evitado los
enfrentamientos violentos y la concentración se ha desarrollado pacíficamente. Esto es
importante para la situación del país.
Abuelita, ¿qué ha sido de esos dientes tan grandes?
***

Hansi ha abandonado la Alexanderplatz antes de que acabara el mitin. Cree que ha


perdido la partida. La anarquía, sus sueños de socialismo libertario no verán la luz del día.
—¿Has visto a todos esos borregos con sus caras alegres? ¡Corderos!
¡Pequeñoburgueses felices! —le ha dicho a Sven.
Sin embargo, no todo está perdido. ¡Annette ha vuelto a Berlín! Se la encuentra al
final del mitin y, un poco emocionado, la abraza. Ella salió de Halle esta mañana, en parte
para manifestarse en Berlín pero sobre todo para volver a ver a este gato escaldado de
Hansi. Deambulan del brazo por la Prenzaluer Allee. El joven pasa revista al día. Los
«Schwarz-Rot» desinflándose, el «superjuez» Külz en medio de la plaza con su cerveza,
Markus Wolf en la tribuna como amigo del pueblo, los tipos del Partido aplaudiendo a la
oposición. Toda la RDA se hunde en un lánguido consenso. Ya no tenemos enemigo. Todo
el mundo se quiere.
A Bakunin no le habría gustado.
***

Heinrich Knopf apaga la televisión asqueado. La RDA, su RDA, a la que ha


dedicado toda su energía desde hace decenios, ha muerto hoy, enterrada por millones de
sepultureros, sin flores ni coronas.
En las imágenes ha reconocido muchas caras. De opositores, claro, pues las tiene
archivadas en su memoria desde hace años, pero odia menos a éstos que a los otros, a los
desertores, a los chaqueteros del Partido y a sus compañeros de viaje. Ha localizado a
apparatchiks encantados de estar en la fiesta. Batallones de «desertores» del barrio de
Pankow, donde el Partido alberga a sus devotos servidores en inmuebles señoriales de la
edad de oro bismarkiana. Incluso ha descubierto a uno de esos antiguos adjuntos destinado
a un puesto importante en Dresde.
Y después ha visto y oído a los escritores, a los artistas, a los actores que escupían
sobre el sistema. La han tomado con la Stasi. ¡Ah, sí! Se muere de ganas de coger algunos
de los informes alineados en las baldas de su caja fuerte y divulgar su contenido a la gente.
Esas bellas almas, esos virtuosos de la Alexanderplatz, esos moralistas recién llegados no
consideraron siempre a la Stasi tan repugnante. Les ha resultado muy cómoda para
promocionar la carrera de algunos de ellos a cambio de mínimos servicios. Los
«torturadores», los «verdugos», los «asesinos» —todas esas injurias gritadas contra la
Seguridad del Estado— a veces han sido hadas buenas. Y mira cómo lo agradecen.
El oportunismo, la cobardía, el derrotismo asquean al coronel Knopf. Tiene la
impresión de estar sumergido en un océano de bajezas. Todo esto por culpa de Gorbachov.
Él, que seguía teniendo una fe inquebrantable en esta Alemania socialista, protegida por la
bondad de la URSS, se da cuenta ahora del verdadero deseo del Kremlin: si el dirigente
soviético ha abandonado a la RDA, es que se ha vendido a Kohl.
¡Treinta años en la Stasi para que la historia se termine así! Esta tarde Heinrich
Knopf volverá pronto a casa.
101 Flor.
102 La Volksbühne es uno de los teatros más reputados de la capital, en especial por
sus espectáculos vanguardistas.
103 Negro-Rojo.
104 No a la violencia.
105 Compañero, la anarquía es posible.
106 El Harz es un macizo montañoso del centro de Alemania cortado por la frontera
entre la RFA y la RDA.
107 A la insignia del SED se la conoce por ese nombre.
108 Ulrich Mühe, fallecido en 2007, se convirtió en una estrella internacional al
interpretar a un oficial de la Stasi en la película La vida de los otros.
109 Maravilloso.
110 Hijo de un ministro alemán oriental, Gregor Gysi fue el defensor de numerosos
disidentes. Tras la desaparición de la RDA se convirtió en presidente del PDS, el partido
político heredero del SED, y hoy día es miembro del Bundestag.
111 Siempre hay uno en la esquina.
112 ¡Cállate!
Capítulo 14

La invitación al viaje

Berlín, lunes, 6 de noviembre de 1989

Sumergido en los periódicos de la mañana, Egon Krenz intenta encontrar razones


para tener esperanza tras el desastre de la manifestación del sábado. Es absolutamente
necesario que retome el control del cambio, que mantenga sus promesas y haga frente al
cambio. Tal como exigió, el anuncio de su ley sobre los viajes al extranjero es portada en
todos los periódicos. Para tranquilizar a los escépticos, se dice. Sin embargo, tiene un nudo
en el estómago y la mirada perdida; ni siquiera él mismo está convencido del todo y piensa
otra vez en la visita que le hizo Schabowski el día anterior. Su cómplice del Politburó fue a
verlo después de haber consultado con el abogado Gregor Gysi:
—Estoy preocupado, Egon. Gysi cree que el proyecto de ley va a encontrar muchas
trabas burocráticas. Dice que la gente no se manifestará más y creo que tiene razón.
Démonos tiempo para recapacitar sobre el texto antes de publicarlo deprisa y corriendo.
—Sabes que el viernes pasado en la televisión anuncié esta ley —le responde Krenz
—. Cualquier aplazamiento provocará nuevos desórdenes y tú lo temes tanto como yo. Este
proyecto no es firme. No es más que una base sobre la que discutir. Nada impide a tu
abogado dar a conocer públicamente sus sugerencias. Eso, sin duda, será lo mejor, por
cierto...
Más tarde, al mediodía, Egon Krenz se come las uñas pensando en su falta de
discernimiento: medio millón de ciudadanos de Leipzig indignados se enfrentan al frío y a
la lluvia gritando Visafrei bis Schanghai! 113 y «La vuelta al mundo en 30 días, sin un
duro»...
Tres disposiciones del proyecto de ley han sido la chispa que ha prendido la mecha:
una estancia en el extranjero limitada a 30 días al año; un visado de salida obligatorio y un
límite anual de cambio de 15 marcos de la RDA por 15 marcos114 de la fuerte moneda
alemana occidental. Este tercer punto es particularmente mal aceptado: los manifestantes
tienen la impresión de ser las víctimas de una gran estafa. «¡No hay viaje sin dinero en el
bolsillo!», no cesan de gritar durante varias horas. Después de las pitadas en la
Alexanderplatz, cuyo eco le obsesiona desde hace cuarenta y ocho horas, el secretario
general está hundido por este nuevo fracaso.
De regreso a su casa tras una recepción en la embajada soviética, se aferra a una
débil esperanza: ¿Querrá, quizá, Bonn echarle una mano? El informe de Alexander
Schalck-Golodkowski, el emisario alemán oriental enviado a la Cancillería para recoger las
divisas para los futuros turistas alemanes orientales (la RDA calcula entre 12 y 13 millones
de viajes al año), lo espera en la consola del vestíbulo.
Una vez más, la entrevista se salda con un fracaso. La manifestación del 4 de
noviembre ha vuelto al gobierno de Kohl aún más cauto. Rudolf Seiters ha sido muy claro:
«El Bundestag no comprende por qué debería correr a ayudar a la RDA». Peor, le ha
explicado que el gobierno federal no emprenderá ninguna acción mientras Krenz se niegue
a autorizar «públicamente» a los movimientos de la oposición y a convocar elecciones
libres.
—Pero esto es lisa y llanamente ¡un chantaje! —gime el secretario general del SED,
consternado.
***

Berlín, martes 7 de noviembre de 1989

Cuando el secretario general llega al Politburó a las nueve en punto de la mañana,


todos los miembros ya están sentados, con prisa por discutir los candidatos a proponer al
Comité Central en sustitución de los que se van. Cambio de programa. Egon Krenz añade
un punto al orden del día, para él mucho más urgente: la redacción de un nuevo texto sobre
la autorización de los viajes al extranjero. Sabe que necesita tener su texto lo más
rápidamente posible. Al estar las arcas vacías, la autorización de los viajes es la única
medida que podría tomar de inmediato para apaciguar a la población. Esta vez, la nueva
versión eliminará los puntos rechazados el día anterior en la calle y, sobre todo, tomará la
forma de un decreto, ya no será una ley, lo que evitará perder el tiempo al no tener que
someterse a la Cámara del pueblo. Pero el secretario general no puede confesar delante de
sus pares que actúa por la presión de la calle... Con aspecto serio, se levanta para tomar la
palabra:
—Camaradas, Milos Jakes115 me llamó ayer para comunicarme su preocupación
sobre la afluencia masiva, desde hace una semana, de nuestros compatriotas a su país. Daos
cuenta: ¡consideran incluso cerrar la frontera si nosotros no reaccionamos! Le he dicho que
eso era impensable, ¡que no podemos cerrar una frontera más!
Efectivamente, después del verano, Checoslovaquia se ha convertido en la vía de
escape de los refugiados alemanes del Este. Éstos se sientan en los terrenos de la embajada
de la RFA hasta que les permiten la entrada en la República Federal. El 30 de septiembre,
después de unas ásperas negociaciones con Bonn, Honecker dio luz verde para que cuatro
mil alemanes del Este, refugiados en el jardín de la representación diplomática, entraran en
la RFA. En un arrebato, el antiguo secretario general cerró en seguida la frontera, el 3 de
octubre: no lo humillarán dos veces. Egon Krenz la reabrió el 1 de noviembre para marcar
la diferencia con su predecesor, pero dos días más tarde ya había seis mil acampados debajo
de la ventana del embajador. Y apenas Berlín Este había terminado de autorizarles para
emigrar a la RFA, afluían otros, cada vez más numerosos. No menos de veintitrés mil
alemanes orientales han llegado a Praga ¡durante el último fin de semana! Un cargamento
de Danaides.
El asunto divide al Buró político y abre un debate virulento entre los partidarios de
la línea dura, que exigen que se cierre de nuevo la frontera, y los reformadores, que
reclaman de manera urgente la liberalización de las salidas con efecto inmediato. Pillado
por sorpresa, Krenz no tiene más que una obsesión: tomar una decisión. Poco importa su
contenido exacto; en su opinión, lo esencial es hacer un anuncio lo más deprisa posible. A
falta de una línea política clara, la controversia da lugar a un texto complicado, ambiguo,
cuyos cuatro puntos, con una redacción oscura, no resuelven nada:
1.El camarada Fischer116 debe enviar, de acuerdo con los camaradas Dickel y
Mielke, una propuesta al Comité Central del SED para sustituir la parte de la ley sobre los
viajes que afecta a la emigración definitiva, por un decreto que entrará en vigor
inmediatamente.
2.El camarada Fischer informa al camarada Kotchemassov, embajador de la
URSS, y al Partido Comunista checoslovaco de nuestra propuesta y del punto de vista del
Politburó. Simultáneamente, se producirán las consultas con la RDA.
3.Hay que intervenir en los medios de comunicación para que inciten a los
ciudadanos de la RDA a no abandonar su país. Hay que contactar con los que han
regresado. Responsable: G. Schabowski.
4.El camarada Schabowski es el responsable de discutir este asunto con los
partidos del bloque para llegar a un punto de vista común.
Viacheslav Kotchemassov entra en tromba en su despacho. Se sienta, recupera el
aliento y coge el teléfono:
—Pásame al camarada Shevardnadze.
En escasos segundos se establece la comunicación entre Berlín y Moscú.
—Edouard Amvrossievitch, acabo de llegar del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Oskar Fischer me ha explicado que Checoslovaquia amenaza con cerrar su frontera, gesto
que provocaría aquí un auténtico terremoto. Para evitar eso, la RDA se apresura a sacar un
decreto que autorice a sus nacionales a salir definitivamente del país hacia la RFA. Antes de
llegar más lejos, me ha pedido, claro está, que te informe y que apele a tu sensibilidad en
este asunto.
—Si nuestros amigos alemanes creen que tal solución es posible —le responde el
ministro soviético de Asuntos Exteriores—, nosotros no nos opondremos. Únicamente voy
a pedir a los servicios competentes del Ministerio que reflexionen sobre ello.
—Muy bien, pero has de saber que el camarada Fischer nos ha pedido que le
hagamos llegar nuestra respuesta como muy tarde pasado mañana...
Cuando Viacheslav Kotchemassov reúne a su equipo para informar de la conducta
de Fischer, llueven los sarcasmos.
—Esta consulta previa no demuestra más que una cosa: la cobardía de Krenz —dice
uno de los consejeros de embajada—. Sabe a ciencia cierta que la medida que proyecta
conduce prácticamente a la apertura de la frontera, lo que tendría consecuencias
inconmensurables. Es por ese único motivo por el que desea compartir la responsabilidad
con nosotros...
***

Berlín, jueves 9 de noviembre de 1989

A las nueve de la mañana, cuatro hombres se reúnen en el despacho 509 del


Ministerio del Interior: un general y un coronel de la policía, que dirigen el departamento
encargado de los pasaportes y del control de los residentes, se enfrentan a dos coroneles de
la Stasi, el jefe de la sección encargada de la vigilancia de la Volkspolizei y el de la sección
jurídica. Sus consignas son claras: les corresponde redactar un texto que permita a las
personas emigrar libremente de la RDA.
De entrada, el coronel Gerhard Lauter, del Ministerio del Interior, plantea a sus tres
colegas que el objetivo de la reunión es absurdo.
—Estamos inmersos en plena esquizofrenia —les dice—. Vamos a discriminar a los
camaradas que simplemente quieran ir a visitar a una tía anciana a Hamburgo y que después
regresan a su casa en beneficio de los que pretenden marcharse para siempre.
Tanto para la Volkspolizei como para la Stasi, todos los informes van en el mismo
sentido: los alemanes del Este, en su abrumadora mayoría, exigen poder viajar, no emigrar.
Pero si no se accede a sus demandas, en ese caso elegirían vivir en la República Federal. En
el despacho 509 todos están de acuerdo en el riesgo político que corre la RDA al promulgar
un decreto que sólo atajará parcialmente el problema. De repente, crimen de leso partido,
los cuatro hombres se autorizan a extralimitarse en el mandato confiado por el Politburó. Se
embarcan en un texto que suaviza tanto las condiciones de una salida definitiva como las de
una estancia temporal en el extranjero.
Por cuestiones de prudencia y de diplomacia administrativa, mantienen de todas
formas el título impuesto por la jerarquía: «Propuesta de decisión para modificar las
condiciones de la salida definitiva de ciudadanos de la RDA hacia la RFA, a través de
Checoslovaquia». Pero, desde las primeras líneas, el proyecto contrasta con su título: «Las
peticiones de viajes privados al extranjero pueden solicitarse sin previo aviso —por
motivos de desplazamientos o lazos familiares—. Las autorizaciones serán emitidas en
breve. Las denegadas serán inapelables, salvo en casos excepcionales».
Conscientes del alcance de estas frases, los cuatro apparatchiks recomiendan con
insistencia que la agencia de prensa oficial, ADN, no difunda la información hasta el 10 de
noviembre a las cuatro de la mañana para que los servicios competentes de la policía y de la
Stasi puedan prepararse para la avalancha hacia las ventanillas que provocará este decreto.
Poco antes del mediodía, el chófer del coronel Lauter lleva el proyecto de texto al
edificio del Comité Central, cuya sesión plenaria preside Egon Krenz desde hace dos días.
Al final de la sesión, el documento se hace llegar al secretario general.
La pausa para la comida empieza a las doce en punto. Los miembros del Politburó,
la mayoría recién nombrados en la cumbre de Estado, se alegran. Egon Krenz vuelve a
llamar a aquellos que aún son portavoces y los lleva a otra sala. Günter Schabowski no está:
encargado desde la víspera de las relaciones con los medios de comunicación, pasa la
mayor parte de su tiempo hablando con los periodistas y concediendo entrevistas.
El día antes, el secretario general ya tuvo que asumir una situación compleja con sus
nuevos colegas del Politburó: la legalización del Nuevo Foro. No ha mencionado las
presiones de Bonn —que, sin embargo, han impulsado su decisión—, y se ha justficado
recordando los consejos fraternales e insistentes de Mijaíl Gorbachov durante su reunión
privada en Moscú. Otra vez un pecado por omisión...
Esta vez, Krenz empieza por exponer a los novatos las protestas de los camaradas
checoslovacos y rápidamente enlaza el tema con la lectura del proyecto de decreto. Dos
días antes, la versión redactada por el cuarteto de oficiales habría provocado un clamor de
protesta, pero los «duros», los antiguos compañeros de Honecker, han abandonado la más
alta instancia del Partido. Los nuevos elegidos ignoran el contenido del mandato sobre el
que se funda el proyecto de texto que acaban de conocer. Lo aprueban tras algunas
enmiendas de puro trámite. No queda más que transmitir el documento a los diferentes
ministros para su conocimiento, ya que será aprobado definitivamente.
Antes de su difusión en el seno del gobierno, el texto pasa por los servicios centrales
del consejo de ministros. Éstos no modifican el texto, pero añaden una página de
advertencia:
A los miembros del Consejo de Ministros.
Se ruega que examinen el proyecto de decisión adjunto sobre una reglamentación
temporal de viajes y salidas definitivas de la RDA antes de esta tarde a las seis.
La redacción no deja margen a la ambigüedad: el decreto tiene claramente por
objeto los viajes. Esto no se les escapará a los cuarenta y cuatro ministros del gobierno de la
RDA destinatarios del envío.
En el Ministerio del Interior, el coronel Lauter trabaja actualmente en las
modalidades de aplicación del texto pendiente de aprobación. El oficial elabora el télex que
se enviará a todas las comisarías de policía, a los ayuntamientos y a las administraciones de
los distritos y que fija los procedimientos administrativos para la emisión de visados.
Prepara otro mensaje destinado a los puestos fronterizos, que también corren el riesgo de
ser tomados rápidamente al asalto.
Todo está preparado antes de las seis de la tarde. Interior no espera más que la luz
verde del Consejo de Ministros y del Politburó para transmitir las órdenes a los policías y a
los funcionarios. Satisfecho por el deber cumplido, el coronel Lauter se apresura después a
dejar el Ministerio para reunirse con su esposa en el teatro alrededor de las siete.
Por su parte, el Comité Central ha retomado su trabajo. Hacia las cuatro, Egon
Krenz lee el texto íntegro ante el pleno. El tercer párrafo hace referencia a un comunicado
de prensa «publicable el 10 de noviembre». El secretario general, que ha recibido
igualmente este documento, desvela el contenido:
El servicio de prensa del Ministerio del Interior informa de que, hasta la entrada en
vigor de la reglamentación correspondiente sancionada por la Cámara del pueblo, el
Consejo de Ministros ha aprobado una reglamentación provisional temporal de viajes y de
salidas definitivas de la RDA.
Krenz no relee los cuatro puntos que ya ha expuesto con anterioridad. Añade un
comentario personal desengañado:
—Sé que la manera con la que procedemos no es la correcta, pero es la única
solución que permite evitar la implicación de terceros países, lo que iría en detrimento del
prestigio internacional de la RDA.
El debate que se produce desemboca en algunas enmiendas. A petición del ministro
de Cultura, el epíteto «temporal», que tiene doble acepción, se tacha. Su colega de Interior
sugiere que el anuncio no salga de su Ministerio, sino del gobierno. Egon Krenz está de
acuerdo:
—Creo que incluso el portavoz del gobierno debería encargarse en seguida.
Esta frase anodina va a acelerar el curso de la historia.
Hacia las cinco y cuarto de la tarde, Günter Schabowski se acerca a Egon Krenz
para despedirse. Tiene que abandonar el Comité Central para ir al IPZ117, donde está
prevista una conferencia de prensa a las seis de la tarde. A esa hora, la sesión plenaria ya
debería haber terminado, pero el orden del día estaba tan cargado que el secretario general
la ha prolongado dos horas. Los dos dirigentes del Partido mantienen un breve conciliábulo.
Schabowski, que se ha perdido lo esencial de los debates, hace que le resuman los puntos
más importantes del día. Ni siquiera ha recibido el texto sobre la nueva reglamentación de
viajes. Egon Krenz le pasa su propio ejemplar.
—Dales eso. ¡Es una exclusiva!
El portavoz coge el papel. Sin leerlo, lo guarda cuidadamente en una carpetilla.
En el IPZ de la Mohrenstrasse, Günter Schabowski asiste a su segunda conferencia
de prensa. El día antes, en la primera, dio cuenta de los trabajos del día del pleno del
Comité Central. Estos encuentros con la prensa obedecen a una situación absolutamente
inédita en la RDA, incluso inimaginable unos días antes. La televisión alemana del Este las
emite íntegras en directo; los corresponsales del mundo entero pueden hacer todas las
preguntas que se les pase por la cabeza: una revolución copernicana en esta Alemania
socialista en la que nada se emitía en directo —aparte de los deportes, las variedades y, el
sábado anterior, el mitin de la Alexanderplatz— y en la que los periodistas extranjeros
nunca habían tenido acceso a los miembros del Politburó.
Con un traje gris, camisa rosa pálido y el nudo de corbata mal ajustado, Günter
Schabowski recorre a grandes pasos el pasillo central de la sala, llena a rebosar, del primer
piso del IPZ. Los periodistas se han colocado en las filas de sillas rojo vivo. Algunos están
de pie en los lados. Detrás de la última fila de asientos, una veintena de cámaras alineadas
colocadas en sus trípodes dirigen sus objetivos al estrado. Flanqueado por el presidente del
Sindicato de Profesores, el ministro de Comercio Exterior y de Manfred Banaschak,
redactor jefe de la revista Einheit 118, Günter Schabowski se sitúa delante de una cortina
tableada color caqui. Delante de él hay seis micrófonos. Los corresponsales de las agencias
de prensa ponen sus grabadoras alrededor de la mesa.
Desde hace varias semanas, la RDA ocupa la primera página de la actualidad
internacional y todos los días los medios del mundo entero esperan febrilmente noticias. Sin
embargo, la conferencia de prensa en seguida se vuelve taciturna. Cansado, hundido en su
silla, Günter Schabowski emite con voz monocorde su informe sobre los debates del día en
el Comité Central. Los periodistas dejan sus blocs de notas donde ya no garabatean más que
algunas frases breves. ¡Este discurso estereotipado desde luego no les servirá para preparar
los titulares de los periódicos! El día anterior, por el contrario, el propio Günter Schabowski
les había informado de la gran limpieza que se había producido en el Politburó. Una
despiadada caza a los viejos dinosaurios, entre ellos el temido Mielke, había puesto punto
final a la era Honecker. Los corresponsales no habían perdido una sílaba de la exposición
de esta masacre, que había ocupado todas las portadas.
Esta tarde, la prensa tiene la impresión de estar de vuelta en la era glaciar de la
RDA. Los firmes propósitos de una próxima conferencia del SED (en lugar de la
organización de un congreso extraordinario), generalidades sobre el programa del Partido,
un bricolaje de la ley electoral. Los bostezos compiten con los suspiros de aburrimiento.
Para rellenar el tiempo estipulado para la conferencia de prensa —la tele está en directo—,
Günter Schabowski cede la palabra al destacado profesor Banaschak. El teórico del SED
termina con la audiencia a base de fórmulas suficientemente anticuadas. Ni una sola
pregunta interrumpe el monólogo del director de Einheit.
¿El Café Moskau? ¿El Ganymed? ¿El Café Becher? Son las seis y cincuenta y tres
minutos y los corresponsales ya se preguntan en qué restaurante de Berlín Este van a cenar
al salir del IPZ. Un periodista italiano se levanta en ese momento y pide la palabra:
—Me llamo Ricardo Ehrman. Represento a la agencia de noticias italiana ANSA.
Señor Schabowski, usted ha hablado de errores. ¿No cree que la introducción, unos días
atrás, de esta nueva ley sobre los viajes, fue un tremendo error?
El periodista de ANSA evidentemente ha tocado un punto sensible. Günter
Schabowski cree que, de hecho, Egon Krenz ha cometido un error al precipitar el anuncio
de un texto que no regula nada. Él se lo había advertido. Pero no era el momento de
confesarlo ni de recordar los desacuerdos en el seno de la dirección del Partido. Con una
cadencia dubitativa, ralentizada, da explicaciones enrevesadas. Mientras encadena frases
huecas, intenta encontrar una salida, librarse de esta pregunta tramposa. Pone en duda el
término «error». Después, elogia la política de renovación iniciada por el nuevo equipo:
hará que los ciudadanos ya no tengan ganas de abandonar el país.
Günter Schabowski sabe que lo están grabando y que todas sus declaraciones las
siguen millones de alemanes del Este. Se los imagina delante del televisor, impacientes,
reivindicativos, como aquellos que le impidieron hablar, el sábado, en la Alexanderplatz.
Nunca había pasado por una experiencia similar, y de repente se dio cuenta de la dificultad
del ejercicio.
Súbitamente, recuerda las consignas del Politburó. Para disuadir del exilio a los
solicitantes, le han pedido que hable de aquellos que, decepcionados, volvieron a la RDA
tras pasar unas semanas difíciles en la República Federal.
—Las posibilidades de acogida de la RFA se han agotado. Si quieren que los alojen,
la gente ya sólo puede contar con soluciones más o menos provisionales. Sin embargo, el
alojamiento es el punto de partida básico para construir una vida. Lo esencial es encontrar
trabajo y la integración necesaria en una sociedad, lo que es difícil de lograr si se vive en
una tienda o en un lugar de acogida, o si se está en la cola del paro...
¡Uf! Se ha sacado un as de la manga. ¡La RFA no es precisamente Eldorado, es
difícil de lograr, sí! Hay que sacar deprisa otra carta. Vuelve sobre la ley de los viajes y la
presenta como un simple proyecto que no entrará en vigor con esa forma. De repente, tiene
una iluminación: ese decreto del que Egon Krenz ha hablado... mientras, mira a sus
compañeros de tribuna para pedir su aprobación y empieza el anuncio.
—Por recomendación del Politburó, entra en vigor un extracto del proyecto de ley
referido a la salida permanente del territorio, puesto que es inaceptable que se lleve a cabo a
través de un país amigo, lo que no es fácil para este Estado. Por eso hemos resuelto hoy
adoptar una reglamentación que permita a cualquier ciudadano de la RDA salir del país por
los puestos fronterizos de la RDA.
La conferencia de prensa sale de repente de su sopor. Los periodistas escuchan con
atención. ¡Por fin una información digna de ser publicada! Las manos se levantan, llueven
las preguntas.
—¿Cuándo entra eso en vigor?
Acosado, Günter Schabowski coge sus gafas y, mientras sigue hablando, escarba
entre sus papeles. Confuso, le extraña que los periodistas no tengan el comunicado en sus
manos. Saca el papel que Egon Krenz le ha pasado cuando se marchó del pleno del Comité
Central. Lo lee sin tomar aliento y sin levantar la cabeza:
—Las peticiones de viajes particulares al extranjero pueden solicitarse sin
condiciones previas —motivo de desplazamientos o lazos familiares—. Las autorizaciones
se emitirán sin demora. Los departamentos competentes —pasaportes y control de
residencia— de las comisarías de la Volkspolizei en la RDA están para recoger y conceder
inmediatamente los visados de salida definitiva sin aplicar las condiciones aún en vigor. Las
salidas definitivas pueden efectuarse a través de todos los puestos fronterizos entre la RFA
y la RDA. Así pues, desaparecen la entrega provisional de autorización en las delegaciones
de la RDA en el extranjero, así como la salida definitiva de la RDA con la presentación de
una identificación de la RDA a través de terceros países.
Günter Schabowski levanta los ojos. Ha descubierto este documento al leerlo en voz
alta. Es incapaz de mostrarse más explícito. De entrada, advierte a la concurrencia que no
responderá a preguntas técnicas, especialmente sobre el asunto de los pasaportes. Lanza una
mirada perpleja a sus camaradas, que le son de poca ayuda. El profesor Banaschak aventura
una reflexión de sentido común.
—El contenido es lo que es decisivo.
Esta vez, todos los periodistas están completamente despiertos. Releen sus notas.
«Viajes particulares», «sin condiciones», «sin demora»: La RDA ya no es la RDA. La
prisión a cielo abierto ha abierto sus rejas.
Los brazos se levantan de nuevo. Günter Schabowski tiene que decir algo más, tiene
que precisar, repetir. La noticia es tan inaudita que es imposible atenerse a una declaración
tan sucinta. Un corresponsal alemán occidental lo interpela y repite la pregunta a la que el
secretario general todavía no ha respondido:
—¿Cuándo entra en vigor?
Günter Schabowski parece sobrepasado. Frente a la impaciencia de la sala, recuerda
las palabras de Egon Krenz: «¡Es una exclusiva!». Nervioso, inseguro, intenta encontrar la
respuesta, rebuscando otra vez entre sus papeles. Las cámaras filman. Su silencio resulta
incómodo. Tiene que dar una respuesta rápida, clara y concisa.
—Hasta donde yo sé... en seguida, ¡inmediatamente!
De manera espontánea, las conversaciones se multiplican entre los periodistas. Una
cuestión surge de esta cacofonía.
—Usted sólo ha dicho RFA; ¿eso sirve también para Berlín Oeste?
Günter Schabowski se encoge aún más en su silla y se pone a leer en voz alta y
entrecortada.
—El Consejo de Ministros ha decidido que, hasta la entrada en vigor de una
legislación aprobada por la Cámara del pueblo, esta reglamentación provisional está en
vigor.
—Pero, ¿esto vale para Berlín Oeste?
Günter Schabowski se encoge de hombros y vuelve a sumergirse en sus papeles;
después declara con voz insegura:
—Sí, sí. «La salida definitiva puede llevarse a cabo a través del conjunto de puestos
fronterizos entre la RDA y la RFA... o Berlín Oeste».
Un rumor invade la sala. Los periodistas comparan sus notas. Organizan sus ideas,
intentan valorar el alcance de lo que acaban de escuchar.
Lentamente, Günter Schabowski se da cuenta de lo que su anuncio acaba de
provocar. Por ahora, únicamente entre los medios, claro. Pero la sala zumba como una
colmena. ¿Es por esa razón por la que él añade en seguida una frase dictada por la
prudencia y la preocupación de compartir la responsabilidad con sus compañeros? Antiguo
reflejo de apparatchik del Partido, supervivencia del instinto de conservación adquirido en
el Moscú de Leónidas Breznev...
—Me expreso con precaución porque no estoy muy al corriente de este asunto... Me
han dado esta información justo antes de venir aquí...
Mientras algunos periodistas abandonan la sala, estalla otra pregunta.
—Señor Schabowski, ¿qué será del Muro de Berlín?
Antes de responder, recuerda a los periodistas que ya son las siete de la tarde y que
ésta es la última pregunta.
—La posibilidad de franquear el Muro desde nuestro lado no tiene nada que ver con
la cuestión del significado de... digamos... la frontera fortificada de la RDA.
Günter Schabowski inicia entonces un discurso convencional sobre los méritos
respectivos del Oeste y del Este en materia de paz. Fórmulas estereotipadas extraídas, al
parecer, del breviario presuntamente pacifista del bloque socialista. Sus últimas reflexiones
se pierden en la agitación y en las idas y venidas que indican el fin de la conferencia.
Tras haber agradecido la asistencia, Günter Schabowski se levanta y se dirige hacia
la salida. Un periodista de una emisora de Berlín Oeste le acerca el micrófono y le pregunta
si teme una riada en masa de fugitivos.
—Espero que eso no pase.
En la sala, un estadounidense elegante con los cabellos canosos ha seguido toda la
conferencia de prensa con la oreja pegada a un intérprete sentado a su lado. Tom Brokaw,
estrella de la televisión, presenta todas las noches NBC Nightly News, el informativo más
visto de esta cadena. Tiene una cita con Günter Schabowski para una entrevista justo
después de su intervención. Como hombre de experiencia —estuvo acreditado en la Casa
Blanca durante el asunto del Watergate—, el periodista sabe que ahí tiene a un hombre
clave. Está frente al hombre que acaba de abrir el Muro de Berlín.
Se había acordado que la entrevista sería en inglés. Brokaw empieza con un ataque:
quiere una respuesta clara de su interlocutor.
—Señor Schabowski, no sé si lo he entendido bien. ¿Los ciudadanos de la RDA
pueden salir por el puesto de control de su elección por razones personales, no tienen
necesidad de pasar por un país tercero?
—Ya no están obligados a salir de la RDA pasando por otro país.
—¿Pueden salir por el Muro?
—Tienen la posibilidad de franquear la frontera119.
—¿Libertad para viajar?
—Sí, desde luego. Pero no es una simple cuestión de turismo. Se trata del permiso
para abandonar la RDA para siempre.
Tom Brokaw ya no entiende nada. Durante la entrevista, Günter Schabowski ha
releído su documento varias veces, como si no estuviera seguro de las medidas que le
habían encargado anunciar.
En los despachos del IPZ, los periodistas que han asistido a la conferencia de prensa
están hablando con sus redacciones. Algunos vuelven a escuchar la cinta de su grabadora
para asegurarse de lo que han oído. Muchos aún dudan al calibrar la importancia real de las
medidas anunciadas. Sus reflexiones se mezclan con la pesada retórica del responsable del
Politburó. Pero los corresponsales, para quienes cada segundo cuenta, ya han lanzado un
«urgente» a través de los télex. Günter Schabowski ha declarado que los alemanes del Este
podrían salir ab sofort: inmediatamente. Llevan encerrados en Berlín Este desde el
amanecer del 13 de agosto de 1961, cuando los obreros, vigilados por los soldados,
levantaron un muro de piedra que atravesaba la capital. Veintiocho años de prisión.
Una avalancha de despachos inunda las redacciones.
113 ¡Hasta Shanghai sin visado!
114 7,50 euros.
115 Jefe del Partido Comunista checoslovaco.
116 Ministro de Asuntos Exteriores.
117 Internationales Pressezentrum, el Centro de prensa internacional, en el que
numerosos corresponsales acreditados en la RDA tenían un despacho.
118 Órgano oficial del Comité Central que publicaba fundamentalmente artículos
teóricos sobre socialismo y marxismo-leninismo.
119 En sus declaraciones, los oficiales de la RDA evitaban la palabra muro y la
sustituían cuando era posible por la palabra frontera.
Capítulo 15

¡Abrid!

Berlín, jueves 9 de noviembre de 1989

—¿Qué es toda esa mierda? ¿Qué es lo que está contando?


En el bar del puesto fronterizo de Bornholmerstrasse, el teniente coronel Harald
Jäger explota mientras ve la televisión. Casi se atraganta comiendo. Su ataque de ira ha
hecho callar de golpe a los policías, aduaneros y guardias fronterizos sentados a su
alrededor y que no prestaban ninguna atención a la conferencia de prensa retransmitida en
directo. Paralizados, abriendo los ojos de par en par, todos miran al comandante del puesto,
que explota:
—¡Schabowski está demente! Acaba de anunciar que las fronteras están abiertas y
que los ciudadanos de la RDA pueden salir del país por el puesto de su elección!
Harald Jäger se levanta, sale del comedor y se lanza con impetuosidad al despacho
del oficial de servicio. Se apropia del teléfono que le comunica directamente con el
Operatives Leitzentrum120 de Schöneweide121 para localizar a un superior de la División
VI de la Stasi122. Presiona con fuerza el botón rojo. El coronel Rudi Ziegenhorn, oficial de
guardia, descuelga.
—Aquí el teniente coronel Jäger, del puesto de Bornholmerstrasse.
—¿Qué es lo que pasa, Jäger? ¿No habrás oído por casualidad las tonterías de
Schabowski?
—Sí.
—¿Me llamas por eso?
—¿Eso qué quiere decir?
—¡Nada! ¿Qué va a querer decir? No ha entendido nada de lo que ha contado, ¡eso
es todo! ¿En tu puesto ya hay gente que quiere salir?
—No lo sé. Desde aquí no puedo verlo.
—Primero observa la situación y me llamas.
El teniente coronel baja los escalones de cuatro en cuatro a la calle. Calma chicha.
Pero Günter Schabowski ha lanzado su gran noticia apenas hace diez minutos. Tres
curiosos, plantados delante de las verjas que protegen el puesto, observan con atención las
idas y venidas de los oficiales. Mientras Jäger interroga a uno de sus subordinados, dos
personas se reúnen con los curiosos. Detrás de la garita, el oficial vuelve a llamar al
coronel.
—Bueno, ya son cinco... ah, no, que son siete en este momento...
—Si van hasta el puesto, envíalos de vuelta a casa. Aún no hemos recibido las
nuevas órdenes. Así que, desde nuestro punto de vista, no ha cambiado nada.
Harald Jäger transmite la orden al sorprendido centinela, que no sabe nada del
discurso de Schabowski. ¿Para qué adoptar un aire tan grave para dar a alguien una orden
tan absurda? Se encoge de hombros: hace veintiocho años que mandan a la gente de vuelta
a su casa, cuando quieren pasar sin autorización...
***
En la embajada soviética, por más que Igor Maximitchev sube el volumen del
televisor, no cree lo que escucha. Así que Günter Schabowski ha anunciado, en directo por
la televisión, la apertura del Muro, ¡sin avisar a la representación diplomática soviética! El
número dos de la embajada ha tenido conocimiento del proyecto que el Ministerio de
Asuntos Exteriores de la RDA les envió. Pero no contemplaba en absoluto el caso tan
específico de Berlín. La circulación en la antigua capital del Reich se rige por acuerdos
entre las cuatro potencias aliadas de la última guerra. La Unión Soviética debería haber sido
advertida de la libre circulación de ciudadanos de la RDA hacia Berlín Oeste, y ésta a su
vez dar parte a los estadounidenses, a los franceses y a los británicos, responsables de la
seguridad de la parte occidental de la ciudad.
—¡Ah, genial el nuevo equipo del SED, vaya! No son más de fiar que los
anteriores...
Loco de rabia, Maximitchev echa pestes contra el Politburó alemán oriental. Para él,
como para los otros consejeros de la embajada, las cosas se han desarrollado forzosamente
así: haciendo caso omiso de todos los procedimientos diplomáticos, Egon Krenz ha pasado
por canales directos, probablemente los de la Stasi y la KGB, para conseguir la luz verde de
Gorbachov o de Shevardnadze. Y, como siempre, éstos han omitido avisar a la embajada. A
menos que este carcamal de Kotchemassov se haya olvidado de pasar la información...
***

En la Umweltbibliothek, Sven y Vera imprimen los panfletos en el sótano desde por


la tarde. ¡Un trabajo de chinos! Cargan las remesas de papel, controlan la antediluviana
Roneo, vigilan el estado de los clichés y vuelven a poner tinta en los rodillos. En un lado de
la habitación, un viejo aparato de televisión con la imagen nebulosa y oscilante está
encendido. Han mirado de reojo la alocución de Schabowski. El ruido de las máquinas es
tal que no han podido escuchar la conferencia de prensa. Pero los titulares de los
informativos atraen su atención.
A las siete y media de la tarde, la rubia presentadora de Aktuelle Kamera, el
programa de noticias de la primera cadena de la RDA, informa a sus telespectadores de que
las «peticiones de viajes particulares al extranjero pueden remitirse inmediatamente sin
motivo particular». A las ocho de la tarde, Tagesschau, el informativo de la primera cadena
alemana oriental, la ARD, abre con Schabowski. El título de la noticia leída por el
presentador no deja lugar a dudas: «La RDA abre sus fronteras». El resumen de la
conferencia de prensa de Berlín Este transmitida sobre la marcha ya no deja lugar a la
imaginación. El periodista, estirándose como para marcar la solemnidad del instante, ha
finalizado su comentario con una frase decisiva: «Por tanto, ¡desde esta noche, el Muro ya
no será infranqueable!».
«Salida definitivamente autorizada», «Viajes libres sin justificación», «Frontera
abierta». Sven quiere saber más. Coge su abrigo.
—¿Dónde vas? —le pregunta Vera.
—Voy a comprobar si todo esto son tonterías o si de verdad se puede pasar la
frontera.
—¡Pero tenemos un trabajo bestial!
—¡No te preocupes, vengo en seguida!
Sven se dirige a buen paso hacia la estación de Friedrichstrasse. El centro está
tranquilo y empieza a vaciarse, como todos los días a esta hora. El tiempo frío y húmedo no
anima a nadie a deambular. Las tenues luces de las farolas alumbran a algunos transeúntes
abrigados que aceleran el paso para volver a sus casas. Nadie piensa en ir de compras, los
escaparates de las tiendas están vacíos. Entra en los barracones desangelados, una especie
de apéndice grisáceo que flanquea el vestíbulo principal de la estación, donde se pasan los
controles para salir del Este y tomar el metro o la S-Bahn123 con destino a Berlín Oeste. Se
acerca a un oficial más bien desocupado a esta hora tardía.
—¿Es verdad que se puede salir sin autorización desde esta noche?
—No hay nada nuevo —responde el joven con galones sin dejar de apretar los
dientes.
—Pero el camarada Schabowski ha declarado...
—¡Ya le he dicho que no hay NADA nuevo!
Sven no insiste. Obviamente no es el primero que le ha formulado la pregunta. Sin
embargo, continúa con sus investigaciones hasta la Casa del Viaje124, en la Alexanderplatz.
Allí se encuentra con una treintena de berlineses que, como él, intentan en vano saber algo
más. Las puertas están cerradas y no hay ningún aviso colgado en el escaparate. Delante del
inmueble, todos empiezan su cantinela sobre los encantos de la eterna RDA: siempre es lo
mismo, el Politburó anuncia una cosa y la burocracia es incapaz de llevarlo a cabo. ¿Cuánto
tiempo creen que pueden burlarse así de la gente? Sven no pierde el tiempo con los
quejicas. Se va corriendo hacia la UB, seguro de que Vera, a quien ha dejado mucho tiempo
sola trabajando, le va a echar la bronca.
***

A Helmut Kohl el anuncio de Günter Schabowski lo pilla por sorpresa estando en


Varsovia de visita oficial. En el momento en que éste empezaba su conferencia de prensa, el
canciller se entrevistaba con Lech Walesa. El líder del sindicalismo libre polaco —cuyos
amigos gobiernan Polonia desde el mes de agosto— le ha soltado que, según él, al Muro de
Berlín ya no le quedan más de una o dos semanas...
Unos instantes después, mientras el jefe del gobierno federal ya está en la mesa con
sus anfitriones en el palacio del gobierno polaco para una cena oficial, le avisan de una
llamada urgente de la Cancillería. Helmut Kohl se disculpa ante el primer ministro
Mazowiecki y se levanta para atender la llamada. Al otro lado del teléfono, Eduard
Ackermann, su fiel consejero, parece completamente excitado.
—Herr Doktor Kohl, prepárese: ¡Los responsables de la RDA abren el Muro!
—¿Qué? ¿Estás seguro?
—La conferencia de prensa se ha retransmitido en directo por la televisión. La he
visto con mis propios ojos.
Silencio.
—¡Es increíble!
Algo después, preguntado por un periodista desde el palacio oficial polaco, Helmut
Kohl da sus primeras impresiones a la ZDF. Esta breve entrevista se emite en el informativo
de las diez menos cuarto. Aún está anonadado por la noticia y se muestra prudente, a la
expectativa. Toma buena nota de la decisión de Berlín Este sin que parezca que haya
calibrado aún ni las consecuencias ni la importancia histórica.
Varios miembros de su delegación, muy alterados, le aconsejan vivamente que
interrumpa su estancia en Polonia y que se marche a Berlín lo más rápidamente posible.
Pero al canciller no le gusta que los acontecimientos le dicten su conducta. Ha venido a
Varsovia para felicitar a los que han arrancado el poder a los comunistas. No es cuestión de
dejarlos plantados. Helmut Kohl se niega a cambiar el programa de su visita. Vuelve a la
mesa y hace un brindis por la vuelta de la libertad a Polonia.
***

En Bonn, el Bundestag celebra sesión. Los diputados debaten sobre las


subvenciones a repartir a las asociaciones. La presidenta llama a la tribuna a un diputado
bávaro, el cual se acerca, febril, con un despacho en la mano. Emocionado, lee el texto a
sus colegas:
—Los ciudadanos de la RDA pueden, desde ahora, viajar a la República Federal
pasando la frontera por el puesto de su elección.
Un formidable aplauso acoge la noticia.
Rudolf Seiters, acompañado de tres presidentes de grupos parlamentarios, hace
irrupción en la sala y pide la palabra. Con tono solemne, lee una declaración gubernamental
que toma nota de la medida anunciada por la RDA.
—Es un avance considerable —lanza como conclusión.
En las filas tres diputados se levantan espontáneamente y entonan el himno
nacional. Uno a uno los diputados los imitan y cantan a pleno pulmón. Cuando resuenan las
últimas notas de la melodía de Haydn, una serie de cargos electos sacan sus pañuelos del
bolsillo. La presidenta levanta la sesión. Willy Brandt, el antiguo burgomaestre de Berlín
Oeste que estaba junto a John Kennedy cuando éste dijo al mundo Ich bin ein Berliner!», se
derrumba: el anciano canciller, que había tenido que dimitir porque los servicios alemanes
orientales habían infiltrado a un «topo» entre sus más próximos colaboradores, abandona su
escaño con lágrimas en los ojos.
***

Son casi las nueve de la noche. Egon Krenz aún está en el edificio del Comité
Central cuando Erich Mielke lo llama por la línea interministerial. ¡Decididamente, el
jubilado de la Stasi no quiere abandonar! Advierte al secretario general de que ha recibido
informes de que grupos de berlineses se dirigen hacia la frontera. Según sus fuentes,
Schabowski habría anunciado durante su conferencia de prensa alguna cosa que habría
provocado este movimiento de gente. Va a tratar de averiguar algo más.
Unos minutos después, Mielke está de nuevo al teléfono. Esta vez completamente
alarmado.
—De hecho, son miles los que se dirigen hacia los puestos fronterizos, andando y en
coche. Llegan de todas partes. ¿Qué vamos a hacer? Egon, si no reaccionamos muy deprisa,
vamos a perder todo el control de la situación.
—¿Qué propones, Erich? Tú tienes experiencia...
—¡Pero tú eres el responsable!
Sobre Egon se abate una aplastante responsabilidad. A pesar de sus decenios en la
Stasi, el viejo Mielke se recupera. ¿Qué hacer? Decir a los hombres que los retengan a
cualquier precio es ir directos a la catástrofe. Disparos, sangre, muertos. Abrir las fronteras
es ceder a la locura, despojar al Estado de toda autoridad; es privar al poder de toda
legitimidad; es, sin duda, provocar el fin de la RDA.
Su pulso se acelera, le laten las sienes. El secretario general duda, examina todas las
posibilidades sin decantarse por ninguna. El responsable, en definitiva, no es él, es
Gorbachov. Decide llamarlo: él sabrá qué hacer. Al fin y al cabo, la Unión Soviética no es
sólo la que protege a la RDA: por ley tiene la última palabra sobre cualquier decisión que
concierna a Berlín. La telefonista intenta comunicar con el Kremlin. Pero ya es medianoche
en Moscú y le responden que el secretario general del PCUS se ha ido a su casa. A esta hora
tardía es delicado molestarlo, subrayan. Egon Krenz podría exigirlo, pero duda y finalmente
renuncia. La situación no es, desde luego, tan desesperada, se dice a sí mismo.
***

Poco a poco, la angustia se adueña del teniente coronel Jäger. Cada vagón del
tranvía que llega a la estación de Bornholmerstrasse trae docenas de pasajeros que se
arremolinan delante del puesto fronterizo, frente a la garita y en la calzada. Los berlineses,
animados pero aún con timidez, preguntan a los guardias a través de las rejas. Quieren
pasar al Oeste, como ha dicho Schabowski. Frente a ellos, al joven capitán de servicio le
cuesta muchísimo hacerse entender. Con obstinación, pero sin alzar verdaderamente el
tono, intenta convencerlos de que regresen a sus casas. Harald Jäger baja a la calle para
prestarle ayuda. Cuando llega detrás de la barrera, para que el gentío le oiga, grita:
—Todos tendréis un permiso. Pero no somos nosotros quienes los damos, es la
policía. Por tanto, hay que tener paciencia, hasta que...
Plantados delante de él, los berlineses exasperados lo interrumpen:
—Schabowski ha dicho en seguida. Sí, ¡en seguida!
Un vehículo de patrulla de la Volkspolizei llega al puesto fronterizo en el momento
justo. Un teniente se baja y se abre paso con dificultad a través de la multitud aglomerada
contra las verjas.
—¿Tienes noticias para nosotros, camarada? —le pregunta Harald Jäger.
—¿Noticias? Yo esperaba más bien que me las dierais vosotros...
Confuso, el oficial de la Vopo vuelve al coche y coge el micrófono del altavoz que
está instalado en el techo del coche. Hundido en el asiento del copiloto, con la gorra gris
calada hasta las cejas, se dirige con una voz poco segura a la gente que lo rodea. El altavoz
produce un ruido estridente; el policía intenta varias veces explicar a sus compatriotas que
no es posible permitir su salida aquí y ahora, que las autorizaciones se darán en las
comisarías.
Eso no les importa, se dicen los numerosos berlineses, que se dirigen hacia el puesto
de policía más cercano: no tienen que andar más que doscientos metros. Cuando regresan,
un cuarto de hora después, están indignados: los policías de guardia los han mandado a
paseo. Su paciencia se empieza a agotar. Delante del puesto fronterizo, la multitud, que
ahora se cuenta por varios cientos de personas, cada vez más resuelta, corea: «¡Queremos
pasar! ¡Queremos pasar!».
La Bornholmerstrasse sigue llenándose. Hay tantos coches que el tráfico está
completamente bloqueado: un largo cortejo de Trabants y de Wartburgs inmóviles, con las
luces encendidas, se ve hasta el infinito. Hacia las nueve de la noche, la fila llega hasta
Schönhauser Allee, a más de un kilómetro de los edificios del puesto fronterizo. Atraídos
por el ruido, los vecinos del barrio bajan a ver qué pasa. Cuando se dan cuenta de lo que
sucede, unen sus voces a las de los que llegaron primero. Los cláxones acompañan a las
consignas. El estrépito es ensordecedor.
Esta vez, Harald Jäger teme por sus hombres. Tanto la multitud de individuos
congregada ante él como su creciente exasperación no hacen presagiar nada bueno. El
puesto cuenta con una veintena de policías. Incluso con una pistola cada uno y cuatro armas
automáticas en reserva, sería imposible mantener a raya a semejante horda.
«Si intervenimos, nos van a colgar de las farolas», piensa el teniente coronel.
Vuelve a llamar a Ziegenhorn, al OLZ:
—Tengo que tomar una decisión, ¡esto no puede seguir así!
—Bueno, Jäger, ya sabes cómo va esto. No puedo darte ninguna consigna sin que
venga de arriba. Y ellos no me han dicho nada.
Por primera vez en su carrera, el teniente coronel desobedece. Da la alarma a los
miembros del Partido. Sus subordinados llaman a una lista preestablecida de una
cincuentena de miembros del SED domiciliados en el barrio y les exigen que acudan con
urgencia al puesto de Bornholmerstrasse. Un endeble refuerzo, pero es el único del que
dispone.
Diez minutos después, llama otra vez a Ziegenhorn y le confiesa su iniciativa no
reglamentaria. El coronel ni siquiera toma nota.
—¿Cuántos hay delante de la barrera?
—Los coches y las personas llegan hasta la Schönhauser Allee.
—¡No cuelgues, llamo al Ministerio!
Minutos después, el superior se dirige a él nuevamente.
—Escucha, mira lo que vamos a hacer: vais a aislar a los más alterados. A ésos los
dejáis salir, pero poniendo un sello en su foto y en su carné de identidad. Inmediatamente
los incluís en el fichero de investigación. ¡Así no podrán volver nunca!
Harald Jäger ordena a alguno de sus hombres que hagan la selección entre la
multitud. Meten a los «furiosos» en pequeños grupos dentro del puesto. Los guardias
cierran tras ellos las puertas y los llevan hacia una de las tres ventanillas. Allí, los
funcionarios sellan papeles y fotos, según las instrucciones del oficial. Al cabo de unos
minutos, los «rebeldes», que no saben que les acaban de prohibir regresar a la RDA, salen
con la sonrisa en los labios por el puente metálico que flanquea las vías del tren y lleva
hacia el Oeste. Son las nueve y veinticinco de la noche. El Muro de Berlín empieza a tener
fisuras.
Dejando salir a un puñado de berlineses, los dirigentes de la Stasi piensan que han
activado una válvula de seguridad. Suponen que la interminable cola, con tanto frío, pronto
hará entrar en razón a los menos decididos, que volverán a sus casas y esperarán con
prudencia hasta el día siguiente para presentar una petición de viaje en la debida forma.
Se produce todo lo contrario. Al ver a las docenas de compatriotas elegidos por los
guardias franquear el puente y dirigirse hacia el Oeste, los que siguen de este lado de la
barrera se irritan. Otra vez se sienten víctimas de la arbitrariedad del régimen. ¡Pero esta
noche, esto no va a ocurrir! Alentado por miles de voces, se escucha un clamor en la noche
berlinesa: «¡Abrid!».
***

El ambiente en la parte occidental de Checkpoint Charlie, que se hizo célebre el 28


de octubre de 1961 cuando los carros soviéticos y los estadounidenses se desafiaron
peligrosamente durante varias horas, está agitado. Desde que los informativos de televisión
dieron la increíble noticia, el dueño del Café Adler, cuyas ventanas dan al Muro, y algunos
de sus clientes se dirigen hacia los guardias fronterizos orientales. Con una bandeja en la
mano, les ofrecen vino espumoso y café. Después de haberlo rechazado amablemente, los
funcionarios invitan al gracioso cafetero y a sus alegres cómplices a volver tras la línea
blanca que materializa la separación Este-Oeste.
Pero Checkpoint Charlie está en Kreuzberg, bastión de izquierdistas, artistas y
noctámbulos de Berlín Oeste. Durante la hora siguiente, una fauna anarquista y burlona se
lanza al puesto de control, lo que obliga al comandante a desplegar un cordón de seguridad
a unos pasos de la línea de demarcación.
Hacia las once de la noche, el oficial teme que sus hombres no puedan con todo. Se
decide a cerrar la verja, gesto políticamente peligroso. A cualquier hora del día y de la
noche, los vehículos aliados pasan de un lado al otro de la ciudad por este puesto. Cerrarlo
supone arriesgarse a un incidente diplomático. «¡Dejadnos entrar!», empiezan a gritar a
coro los juerguistas de Kreuzberg. Alborotados por el clamor que llega del Oeste, unos
cientos de alemanes del Este se reagrupan del otro lado y se ponen a repetir en eco:
«¡Dejadnos salir!».
***

En Bornholmerstrasse, la situación se hace insostenible. La multitud, cada vez más


compacta, ejerce una presión creciente: la verja amenaza con ceder. A los guardias no les
llega la camisa al cuello. Sobre todo ahora que están entre dos fuegos: algunos de los
«agitadores» a los que dejaron pasar un poco antes ya están de vuelta. Se dan cuenta de que
ya no los dejan entrar en la RDA. Las madres de familia se hunden, suplican a los guardias:
han dejado a sus hijos solos en casa. Los expulsados explotan de ira. «¡Hemos vuelto!»,
gritan. Cuando los berlineses a los que se ha negado el privilegio comprenden la
estratagema de la Stasi, se rebelan a su vez.
Harald Jäger está al borde de una crisis nerviosa. El asalto parece inminente y sus
hombres, que se sienten desprotegidos y acorralados, empiezan a dar señales de pánico. El
oficial ya no sabe a qué argumento recurrir para dirigirse a la multitud, qué estratagemas
utilizar para calmar la situación. A falta de ideas, coge el teléfono para lanzar el enésimo
SOS a Ziegenhorn:
—Soy el teniente coronel Jäger.
—No tengo instrucciones. ¡Tú sabes las consignas, Jäger!
Sobrepasado, el coronel de la OLZ le cuelga el teléfono de golpe. El comandante de
Bornholmerstrasse se siente abandonado, solo ante una multitud tumultuosa que amenaza el
Muro de Berlín y que podría arrastrar a la RDA. Sus subalternos lo miran, esperan una
orden.
—Podría abrir las barreras e interrumpir los controles de identidad —dice para ver
la reacción de sus hombres.
Nadie rechista.
—Pero sabéis cuáles son las órdenes. Nuestra obligación es mantener el puesto, y si
uno de los agitadores va demasiado lejos, si llega a una agresión física, entonces habrá que
disparar.
Con la sola mención de las armas, los hombres se derriten y se lanzan miradas de
alarma. Todos saben que esta solución llevará directamente a la masacre. En ambas partes.
La multitud va a aliviar la conciencia de este teniente coronel con hoja de servicio
ejemplar. El cierre de la verja ha cedido. La gente ahora está contra la barrera, a un metro
de los diez desdichados guardias que el jefe del puesto ha alineado para proteger la frontera.
Durante un momento no avanzan más, se quedan de este lado de la línea blanca, pero toman
directamente aparte a los guardias, les dan golpecitos en la espalda, alternan consignas
rabiosas y les conminan a unirse a ellos. «¡No hagas el idiota!», dice uno de pelo rizado a
un oficial para incitarlo a que abra.
¿Cuántos son? ¿Veinte mil? ¿Treinta mil? Imposible de calcular. A las once y media
de la noche siguen llegando. Las cadenas de televisión, las radios alemanas occidentales
han cambiado su programación: unos tras otros, los programas «en directo» se multiplican.
Al describir la situación en los puestos fronterizos desbordados de gente, los reportajes
incitan aún más a los berlineses del Este a unirse al movimiento.
Harald Jäger llama por última vez a Ziegenhorn:
—Ya no podemos más, hay que abrir. Suspendo los controles y dejo salir a la gente.
Cuelga sin esperar la contestación.
De repente, un guardia se baja y empieza a levantar la barrera a rayas rojas y
blancas. La multitud se abalanza con tal fuerza que casi lo pisotean y ha de agarrarse a la
barandilla. Son miles los que gritan un Ja! triunfal, los que pitan, los que rompen en
aplausos. Se alzan puños cerrados, se hace la «V» de la victoria. La esclusa abre sus
grandes vanos. Un flujo ininterrumpido de berlineses se dirige al otro lado de la frontera
más hermética de Europa. Impotentes, desamparados pero un poco aliviados, los hombres
de Jäger se retiran con prudencia y, apoyados en la pequeña garita, inútil a partir de ahora,
observan —con los brazos caídos o bien con un cigarrillo en los labios— a sus
compatriotas, que pasan delante de ellos, sin una mirada, absortos en su alegría y emoción.
En el puente, la gente ríe, llora, se abraza. Wahnsinn125. Al otro lado, los berlineses del
Oeste los reciben como héroes. Pancartas improvisadas les dan la bienvenida al Oeste.
Gente que nunca se ha visto se abraza como hermanos y hermanas. Unos caen en los brazos
de los otros, se felicitan. Hombretones enormes estallan en sollozos, algunos ancianos
dirigen una súplica al Altísimo, una mujer con un gorro de piel besa el suelo como si
hubiera alcanzado la tierra prometida.
Cuando los primeros coches llegan al extremo del puente, los bravos se redoblan.
Los allí congregados les hacen una hilera de honor y les dan golpecitos en el techo con el
puño como saludo de bienvenida. El parabrisas del primer Trabant, como cuando se
bautizan los barcos o se agasaja al vencedor de un rally, es rociado por la multitud con vino
espumoso y coca-cola. El conductor, risueño, acciona el limpiaparabrisas mientras muchas
manos se tienden hacia él para ofrecerle chocolate o malvavisco...
«¡Veintiocho años esperando esto! ¡Es que apenas me lo creo! ¡Veintiocho años!»,
repiten tanto los berlineses del Este como los del Oeste.
Después, como esas fichas de dominó que van cayendo unas sobre otras, los puestos
fronterizos se abren uno a uno en la ciudad dividida. Informados de la rendición de
Bornholmerstrasse, los otros mandos imitan a Harald Jäger. Sonnen Allee, Invalidenstrasse,
Chausseestrasse, Checkpoint Charlie, Heinrich-Heinestrasse, Oberbaum Brücke: los
berlineses fuerzan una a una las puertas del Muro. Por todos lados el mismo clamor que
atruena en la noche:
¡Wahnsinn!, ¡Wahnsinn!, ¡Wahnsinn! Berlín, aún incrédula pero ebria de alegría, no
tiene otra palabra en la boca. La capital tiene el aire de una sola y única familia que se
encontrase al cabo de veintiocho años en un caos de gritos, petardos, como en Año Nuevo,
cláxones y pitidos. ¡Una oda barroca y anárquica a la libertad!
120 Centro directivo de las operaciones.
121 Barrio situado en el sudeste de la capital, sobre el Spree.
122 Los puestos fronterizos agrupaban a policías, aduaneros y guardias fronterizos,
pero todos los comandantes eran oficiales de la Stasi.
123 La S-Bahn es una especie de red férrea exprés que comunica el Gran Berlín.
124 La Casa del Viaje (Haus des Reisens) era un edificio que alojaba la agencia de
viajes de la RDA y las oficinas de la compañía aérea Interflug.
125 ¡Qué locura!
Capítulo 16

Wahnsinn!

Después de la manifestación del 4 de noviembre, Marina finge estar enferma. Berlín


es demasiado interesante como para reincorporarse a su polvoriento trabajo de auxiliar
contable en la gravera de la orilla del Elba. Vive en una casa ocupada con su amiga Katia.
Por la tarde se tiran delante de la tele, a la que le han quitado el sonido, y escuchan música.
Hacia las diez de la noche, la mirada de Marina se ve atraída por las imágenes de la
multitud en Berlín. Sube el volumen. Un reportero explica que los alemanes del Este han
podido salir de la RDA y que otros se manifiestan para que los dejen salir igualmente.
Conforme pasa el tiempo, más numerosos son los programas «en directo». Las dos amigas
ven cómo crece la agitación. Después se dan cuenta de que las barreras se levantan y la
multitud delirante se lanza hacia el Oeste.
Katia baila de felicidad. Marina estalla de risa. Piensa de repente en su hermano. Se
marchó días atrás a Checoslovaquia con la intención de refugiarse en la RFA.
—¡Pobre Gerhard! Te das cuenta, Katia. Él está en Praga mientras nosotras ¡nos
vamos a bailar al Oeste!
Se ponen deprisa sus abrigos, se precipitan escaleras abajo y corren hasta la
extenuación hacia Bornholmerstrasse. Cuando alcanzan a la multitud, la avalancha es
indescriptible. El gentío es tan denso que son arrolladas por un movimiento que las
sobrepasa y que no parece poder frenarse. A su alrededor y hasta el horizonte no ven más
que caras risueñas o con lágrimas de berlineses avanzando hacia el puesto fronterizo. Por
momentos no tocan el suelo. Apenas se dan cuenta de que han pasado la frontera.
Ni Marina ni Katia han puesto jamás los pies en el Oeste. Al otro lado del puente
descubren el barrio de Wedding. Una especie de torbellino de euforia las arrastra. Los
habitantes en zapatillas las abrazan, les dan de beber y de comer, las invitan a cigarrillos.
Un equipo de televisión filma la escena y alargan el micrófono a las dos jóvenes.
—¡No me lo creo! ¡No me lo creo! Es inimaginable: ¡ahora podemos entrar y salir
como queramos! —le gritan a la periodista de la ARD, a la que abrazan antes de fundirse en
lágrimas.
A una docena de metros, un autobús se abre paso con dificultad. Todos aplauden y
gritan: «¡Gorbi! ¡Gorbi!», cuando descubren sobre uno de sus flancos un anuncio que vende
las ventajas del vodka Gorbatschow...
Marina y Katia recuperan el aliento mientras un joven con cazadora de cuero les
propone una visita a Berlín Oeste en coche. Sentadas en un Opel cupé, con las ventanas
abiertas, gritan de alegría mientras el servicial caballero, tocando el claxon sin parar y con
la radio a tope, enfila hacia los neones de la Kurfürstendamm126.
***

Emma vaga por las calles de Berlín Este durante un buen rato. Observa la locura
que reina a su alrededor sin participar en absoluto. Con la cabeza vacía, se siente confusa.
Hace una hora moderaba una mesa redonda sobre educación. La iniciativa del Nuevo Foro
había atraído a docenas de participantes y las ideas, desde las más sensatas hasta las más
barrocas, fluían en todas direcciones. Un momento de libertad creativa, una especie de año
cero, en el que se podía imaginar cualquier cosa, porque todo está por reconstruir en esa
cantera que es la RDA.
Y después un grupo de inoportunos irrumpieron en la sala gritando: «¡El Muro está
abierto!». Las tres cuartas partes de los participantes se levantaron y se marcharon como
una bandada de gorriones. El resto decidió levantar la sesión.
Emma no necesita ir a verlo. Se imagina muy bien a la gente que pasa a Berlín
Oeste. Son los mismos que vio en la Alexanderplatz el sábado anterior y que le dieron
náuseas. Con la misma facilidad con la que se pusieron a abuchear y a tocar el silbato
contra el poder por oportunismo, abrazarán Occidente y su sistema capitalista sin el menor
remordimiento. Su Traumrepublik127 no verá el día. Los borregos la pisotean al correr al
otro lado del Muro.
Emma abre el portal de su casa. En las escaleras, las piernas le pesan. La luz del
apartamento está apagada. Jürgen, Bastian y Petra duermen a pierna suelta, pero no hay
nadie cuidándolos. Su marido, Michael, ha dejado una nota encima de la mesa de la cocina.
«Cariño, ¡hay fiesta! Con los amigos del complejo he pasado al otro lado. ¡Es
imposible resistirse!»
—Decididamente este hombre no entenderá nunca nada —protesta, agobiada por su
soledad en esta noche de embriaguez.
***

Antes de salir de la embajada para marcharse a su residencia a la orilla del Rin,


Vernon Walters ha advertido a todos los servicios: cualquiera que tenga nueva información
sobre la situación de Berlín que llame al instante, sea la hora que sea. Esta noche, Bonn le
resulta insoportable. Sus barrios residenciales, sus chalés rodeados de cuidados jardines, sus
calles desiertas; esta provincia tranquila y sin historia le ataca los nervios. Con una copa en
la mano, se mueve en todas direcciones por el salón haciendo chocar los hielos contra el
cristal.
La conferencia de prensa de Schabowski aún lo tiene sorprendido. No se había
anunciado nada, ni al gobierno federal ni al Senado de Berlín Oeste128. Ni una palabra de
los soviéticos a los aliados occidentales, aunque la suerte de la ciudad les concierne
directamente. Todo esto apesta a improvisación, pánico, caos.
Vernon Walters pasa de una cadena a otra. Las televisiones informan del gentío que
espera impaciente la apertura de las fronteras en Berlín Este, que las voces suben de tono,
que el poder de Alemania del Este no dice nada desde hace horas. ¿Qué se esconde tras
esto?
Suena el teléfono. El embajador descuelga al momento. Es Berlín Oeste.
—Señor embajador, los controles claudican. La RDA ha abierto las barreras.
Empiezan a pasar el Muro por millares en toda la ciudad.
Los ojos de Vernon Walters se iluminan. Hace que avisen a Washington
inmediatamente. Después, llama al cuartel general militar. El tono no es diplomático, sino
marcial. El general jubilado es quien da las órdenes.
—Me voy a Berlín de inmediato. Ponga un helicóptero a mi disposición para
cuando aterrice en Tempelhof 129. Quiero ver lo que pasa desde el aire.
—¡No puede hacer eso! Aún no sabemos cuál será la reacción de los soviéticos. No
hemos conseguido reunirnos. Imagínese que consideran nuestra iniciativa una provocación
occidental...
Walters insiste.
—Por más que sea usted amigo personal del presidente —le replican—, ningún
helicóptero saldrá esta tarde, se lo garantizo.
Más tarde, uno de los consejeros lo hace razonar:
—La situación es muy incierta. Usted debe estar al lado del gobierno, aquí, en
Bonn.
—Muy bien, me quedaré hasta mañana por la mañana. Si cuando me despierte el
Ejército Rojo no ha intervenido, me marcho a Berlín.
Vernon Walters se queda despierto hasta el alba. Ha logrado que se plieguen los
fucking Reds.
***

Es casi medianoche. Sven y Vera reparten sus paquetes de panfletos recién


impresos. Llaman a la puerta. Hace varias semanas, una visita en plena noche los habría
asustado, pero el espectro de la Stasi ya se ha desvanecido. Vera descorre el cerrojo. Un
gran espárrago con patillas flanquea la puerta. Es Ralf, un antiguo miembro de la UB, que
fue autorizado para abandonar definitivamente la RDA dos meses antes y que ha
encontrado un trabajillo en un restaurante de Kreuzberg.
—¡Ralf! ¿Qué haces por aquí? —le pregunta Vera.
—Acabo de pasar el Muro en Checkpoint Charlie. Lo han abierto, es una locura. Se
pasa sin control. Todo Berlín Este está bailando en Kreuzberg. Y un montón de gente del
Oeste los llevan a hombros por Unter den Linden y Alex. Hay Trabis por todas partes.
Beben Sekt en las aceras, la locura, ya os digo.
Sven quiere estar allí, evidentemente.
—Vamos, Vera, ¡tenemos que verlo!
¡Berlín Oeste! La joven recuerda de repente a Thomas, que vive allí tras su ruptura
ya hace varios años. Una súbita pena de amor de la que nunca se ha recuperado. Si pasa al
otro lado del Muro, está íntimamente convencida de que volverá con Thomas. Es absurdo,
pero es así. La idea le resulta insoportable.
—No, Sven, no tengo ganas de ir allí.
—¡Deja de decir tonterías! No pareces entender lo que pasa: ¡El Muro está abierto!
Vamos, ponte el abrigo y salgamos.
—Te digo que no iré. Déjame tranquila. Yo me quedo aquí.
Inmóvil, Sven se encoge de hombros y desaparece con Ralf.
Vera se queda sola. Mirando al vacío, piensa en Thomas y, sobre todo, en el futuro
de su país. Si ya no hay Muro, ¿para qué seguir? Todos nuestros proyectos políticos para
una RDA mejor ya no tienen sentido. Los borregos van a querer vivir como los de la RFA:
comprar una casa, un Volkswagen, ir a Mallorca a ponerse morenos, correr tras el dinero.
Contempla los panfletos, ahora inútiles, y da una patada a uno de los montones, que se
desmorona.
Vera mete la mano en su bolso. Saca una labor que teje en sus horas muertas para
calmar los nervios. Un punto del derecho, un punto del revés. El ritmo de agujas se acelera.
Las vueltas de punto van cada vez más deprisa, cuando una de las agujas se rompe. Ésta no
es ciertamente su noche.
***

Bajo las ventanas de la embajada de la URSS, Unter den Linden tiene el aspecto de
una fiesta popular. Ante el busto de mármol de Lenin, los berlineses del Oeste que entraron
por Checkpoint Charlie lo celebran con sus compatriotas del Este, que se apresuran a su vez
a pasar la frontera. Sus gritos se oyen hasta en el despacho de Igor Maximitchev. El número
dos de la representación soviética está aterrorizado. Asiste impotente a una catástrofe
histórica. Para el diplomático de carrera, que vela por los intereses de Moscú desde hace
décadas, las risas y las canciones en la calle significan la muerte anunciada de la RDA, la
joya del imperio. Un trofeo conquistado con el precio de la sangre de los soldados del
Ejército Rojo, vendido por un puñado de incapaces al mando del SED con la indiferencia
de una panda de incompetentes instalada en el Kremlin.
¿Qué hacer? A estas horas tardías, está solo en el puente. El embajador está acostado
desde hace un rato y la manifestación que agita las arterias de la capital al parecer no
perturba su sueño. ¿Para qué despertarlo entonces? Kotchemassov es la encarnación de la
prudencia. Tiene tanto miedo de disgustar a las altas instancias que siempre toma la
temperatura de Moscú antes de transmitir lo que sea al Kremlin o al Ministerio. Buen
soldado del Partido, conoce las reglas: escribir a sus superiores únicamente lo que éstos
desean leer. Igor Maximitchev renuncia a despertarlo. La urgencia de la situación no
cambiará nada: esperará de todas formas al día siguiente para advertir al MID.
Fuera, a tiro de piedra de la embajada, los que festejan empiezan a invadir la zona
prohibida bajo la Puerta de Brandeburgo. El diplomático piensa por un momento en
sobrepasar sus prerrogativas, en advertir a Moscú por su cuenta, en lanzar la señal de
alarma con el fin de que el poder soviético exija a la RDA que ponga fin a un indecente
carnaval berlinés. Pero también renuncia a eso. Si transmite un mensaje urgente en plena
noche, ¿quién lo leerá allá? Si este mensaje cae en manos de un «duro», éste podría advertir
al resto de los partidarios de la línea dura. Maximitchev sabe hasta qué punto el Ejército
Rojo se está conteniendo y lo resentido que está contra el Kremlin por haber acuartelado a
sus hombres y haberle prohibido estrictamente que se inmiscuya en los acontecimientos de
la RDA. Ya oyó las palabras amenazantes del general Snetkov. Ya no ignora que en la KGB
hay toda una camarilla que desaprueba los acontecimientos en curso en Berlín Este. El
riesgo es demasiado grande. No será él quien ponga en marcha la «solución a la china». Él
no dará el pretexto a aquellos que quieren controlar a la RDA lanzando los carros a la calle.
Igor Maximitchev lanza una última ojeada a su despacho antes de apagar la luz.
Durante cuarenta años, el destino de la RDA se ha decidido aquí, en este piso, en este
imponente edificio blanco. Se acabó.
***

En el Lada que baja por Prenzlauer Berg, Barbara baja la ventanilla. Está un poco
achispada y tiene mucho calor. Necesita aire. Ha celebrado demasiado el cumpleaños de su
amiga Viola. Todos han bebido tanto esta noche que Peter, el compañero de Viola, se fue a
comprar vino en la Kneipe130 de la esquina en medio de la fiesta. Cuando regresó, estaba
en tal estado que todo el mundo creyó que se había bebido una botella entera por el camino.
Sin aliento, sudado, gritó:
—¡Han abierto el Muro!
Poco después, toda la panda estaba apiñada en tres coches —a ocho por vehículo—
que avanzaban velozmente hacia la puerta de Brandeburgo.
Llegados al extremo de Unter den Linden, el convoy se detiene. El espectáculo es
insólito: bajo la mirada de los centinelas, docenas de berlineses ocupan la Pariser Platz, que
hace las veces de fachada de la puerta coronada por una cuadriga. En segundo plano, sobre
el propio Muro, hay cientos que beben y bailan.
Después de haber dejado los coches, Barbara y sus amigos pasan por debajo de los
arcos y van directamente al Muro. Algunos les tienden las manos.
—¡Subid, vamos a ayudaros!
Un barbudo forzudo sube a Barbara al muro de hormigón. Se encuentra al lado de
una berlinesa del Oeste que simplemente se ha puesto un abrigo encima del camisón. La
mujer le ofrece una botella de sekt. Barbara la coge y bebe un gran trago a gollete. Una
profunda sensación de libertad la invade. Desde el promontorio ve el Oeste: la larga y
rectilínea avenida del 17 de Junio131, que atraviesa el Tiergarten; la columna de la Victoria
y la gran silueta del Reichstag. A su alrededor, entre estallidos de risa, sus compañeros
gritan con todas sus fuerzas a la ciudad: «¡Esta noche, los que duermen están muertos!».
Imitada por algunos compañeros, Barbara salta al Oeste. Hacen autoestop para ir a
Savigny Platz, el barrio de los noctámbulos. El Tattersall, el Zwiebelfisch, el Schwarzer
Café: van de bar en bar, cada vez más achispados. Todo el mundo los invita a tomar una
copa para festejar su primera noche de libertad.
Por el camino de vuelta, las aceras rebosan de gente y las calles están
completamente atascadas de coches con matrículas DDR. La noche es glacial, pero a nadie
se le ocurriría quejarse del frío. Los alemanes del Este quieren verlo todo, conocerlo todo,
abarcarlo todo. Las tiendas hace largo rato que cerraron, pero ellos se extasían delante de
los escaparates iluminados, los neones, los letreros luminosos. Plantados ante las agencias
de viaje, sueñan con esos destinos lejanos, hasta ahora fuera de su alcance: París, Londres,
Mallorca, Egipto, Bali, Tailandia, Nueva York. Doce horas antes vivían en otro planeta.
Barbara y sus compañeros bordean de nuevo el Muro cerca de la Puerta de
Brandeburgo. El ambiente está aún más enloquecido que a la ida. Un joven del Oeste, con
cazadora de cuero, se sube con un pico. Animado por cientos de personas a su alrededor,
que acompañan rítmicamente cada uno de sus golpes con un grito de alegría, pica contra el
hormigón hasta la extenuación. Cuando ya no puede más, porque tiene los dedos helados,
un chico con una parka le coge la herramienta y se pone a golpear a su vez. Poco a poco,
golpe tras golpe, la ancha muralla se deshace y deja entrever su armazón de hierro. «¡Ya no
hay más Muro!», corean los curiosos, entusiasmados. Al amanecer, cuando los últimos
excavadores, agotados, se marchan a dormir, miles de botellas vacías recubren la cima del
Muro.
Al pasar por el puesto fronterizo de Invalidenstrasse, Barbara se da cuenta de que ni
siquiera lleva su carné de identidad. Se angustia un poco. Los policías, burlones,
simplemente le hacen un gesto de que pase...
***

Berlín, viernes 10 de noviembre de 1989

Hacia las diez y media de la noche, Hansi ha tenido que irse de la «reunión de la
anarquía». Ha dejado a su panda de anarcos reunidos para arreglar el mundo en una sala de
la UB llena de humo y se ha ido al hospital para hacer su guardia de noche.
En la sala de personal, todo el mundo está sentado delante de la salita de la tele.
Internos, enfermeras y mujeres de la limpieza esperan el siguiente programa «en directo»
de las cadenas del Oeste.
—¿Qué pasa? ¿Honecker ha organizado un golpe de Estado contra Krenz? —
bromea Hansi.
—¿No te has enterado? Miles de tíos intentan pasar a Berlín Oeste. Gritan por todas
partes.
—Wahnsinn!
Hansi hace deprisa y corriendo su ronda para volver a ver la tele. Llega a tiempo
para ver a los primeros berlineses que cruzan el Muro. Todo el personal de noche está como
hipnotizado ante la pantalla. Los enfermos esperarán.
A las seis de la mañana se termina la guardia. A pesar de estar agotado, Hansi no lo
duda un momento. Es obligatorio darse una vuelta por el Oeste. Dirección: el puesto de
Oberbaum Brücke. Nadie lo controla, ni siquiera ve a los guardias fronterizos detrás de sus
garitas. Cruza el puente atravesando el Spree. En la otra ribera está Kreuzberg. Como un
musulmán que descubre La Meca, Hansi da sus primeros pasos en el paraíso de los anarcos.
Las casas ocupadas, las pintadas, los grafitis, las tiendas en las que sólo venden ropa negra,
las Kneipen en todas las esquinas de la calle, los tíos colgados que duermen en los
portales... ¡es todavía mejor en la realidad!
Oliver, su colega de Jena, expulsado de la RDA el año pasado, no vive muy lejos.
Encuentra su casa y aprieta el botón del telefonillo. Una voz pastosa le responde.
—Oli, soy yo, ¡Hansi! Acabo de pasar el Muro.
—¡Genial, sube, es el sexto!
Con el pelo revuelto, Oliver recibe a su amigo con un abrazo.
—¡Coño, Hansi, qué noche!
—Wahnsinn! ¿Quieres tomar algo?
—Te hago un café.
—No, una cerveza. No vamos a celebrar nuestro reencuentro sólo con zumo de
calcetín. ¡Sírveme la pils132 capitalista! Vamos a ver si tiene el mismo sabor que en la
publicidad de la tele...
***

Mijaíl Gorbachov no ha terminado de afeitarse cuando suena el teléfono


intergubernamental en su vivienda privada. Su amigo Anatoli Tcherniaev está al otro lado.
—Tola, ¿qué me cuentas tan temprano?
—Mijaíl Sergueievitch, agárrate bien: Krenz y su banda han abierto el Muro de
Berlín por la noche.
El número uno soviético suelta un estallido de risa nerviosa que desconcierta a su
consejero.
—¡Ves, Tola! Te había dicho que esto acabaría así.
Cuando el secretario general llega a su despacho del Kremlin, está tranquilo y de
buen humor. Mientras que los responsables del Ministerio de Asuntos Exteriores, con
excepción de Edouard Shevardnadze, están enfrascados en la lectura de los despachos de
agencia, el Kremlin no ve en el fin del Muro más que la aplicación de la «doctrina
Sinatra»133: cada Estado del bloque socialista es libre de hacer las cosas a su manera...
La situación en la RDA sólo preocupa a Mijaíl Gorbachov por otra razón. Llama a
Anatoli Tcherniaev para darle instrucciones:
—Envía un mensaje a Berlín para que el embajador recalque bien nuestras
consignas al general Snetkov: nosotros no nos mezclamos en lo que suceda en la RDA, ni
siquiera después de la apertura del Muro.
Unas horas más tarde, cuando el general descuelga el teléfono en Wünsdorf, el
abnegado Viacheslav Kotchemassov es más explícito que el secretario general del PCUS:
—Manténgase en sus guarniciones y, sobre todo, ¡no se mueva!
***

De pie a las seis y media de la mañana, Siggi se dice a sí mismo que,


decididamente, jamás se acostumbrará a la brutalidad de los despertares militares. Ducha
helada, un afeitado apurado, un peinado rápido. Traje impecable para no enfadar a sus
superiores.
El coronel no anuncia, como anteayer, que el regimiento va a reforzar la guardia de
la Puerta de Brandeburgo. Siggi, a quien le ha tocado estar cada vez, se alegra.
En el patio se cruza con el comandante Radeberg, visiblemente preocupado. El
comisario político del régimen, normalmente tan cumplidor con el reglamento, responde
apenas al saludo de su subordinado. Siggi lo comenta con un compañero suboficial.
—Radeberg está de morros esta mañana.
—Circula un rumor: se dice que han abierto el Muro por la noche.
—¡Imposible!
—Sí, sí. Los guardias lo han escuchado en la radio.
Siggi reflexiona un instante. Una sonrisa ilumina su cara.
—Entonces, si ya no hay Muro...
—Tienes razón ¡ya no serviremos para nada!
***

—Martin, ¿estás ahí? ¡Abre!


Un tipo excitado con acento extranjero repiquetea la puerta del apartamento. A
Martin le cuesta abrir los ojos. Ha pasado buena parte de la noche redactando los
llamamientos del Nuevo Foro. Ahora que es una organización legal ya no hay que esperar a
encontrar locales, materiales, voluntarios. Para Martin eso se vuelve casi una obsesión. La
política está antes que la logística, la guerra por otros medios. Sobre todo para el SED, que
no le hará ningún regalo, ni siquiera hoy.
—¡MARTIN! ¡MARTIN!
Este chiflado va a echar la puerta abajo. El auxiliar de clínica se levanta, se pone
unos vaqueros y va a abrir. Se encuentra con tres tipos en el descansillo. Uno de ellos lleva
sobre los hombros una cámara que pone NOS. Es el equipo de la televisión holandesa que
lo entrevistó el lunes pasado.
—Hemos venido a preguntarte por tu reacción sobre lo que ha pasado en Berlín esta
noche —le explica el periodista.
—¿Qué es lo que ha pasado en Berlín?
—Ya lo sabes, ¡el Muro!
—¿Qué pasa con el Muro?
—Bueno ¡lo han abierto!
El mundo se le cae encima a Martin. Los periodistas holandeses se lo imaginaban
saltando de alegría; pero helo aquí hundido, despavorido. Les pide que vuelvan más tarde.
Quiere informarse antes de hablar en nombre del Nuevo Foro de Leipzig.
Martin cierra la puerta y se queda durante un momento sentado en una silla,
postrado. Tendría que estar feliz. Al fin y al cabo, hace meses que lucha por la libertad. Pero
le invade un sentimiento inesperado de frustración.
Claro que había que abrirlo. Pero no tan deprisa. ¡No de esta forma! ¡No ahora! ¡No
estamos preparados!
Ha pasado todas estas semanas a contrarreloj.
***

Desde las siete de la mañana, Egon Krenz está en su despacho del Comité Central
con el general Fritz Streletz, jefe del Estado Mayor de la Volksarmee. No ha pegado ojo en
toda la noche. La víspera, hacia las once de la noche, vagaba por el edificio con aire
ausente.
—Pero, ¿qué podemos hacer? —dice a dos miembros pasmados del Comité Central
con los que se cruzó por el pasillo.
Esta mañana va a retomar la situación, está decidido. El secretario general le pide a
Streletz que constituya un comando operativo bajo sus órdenes para volver a tener la
situación bajo control. Exige especialmente que se ponga un plazo a los desmanes de la
Puerta de Brandeburgo y que las fuerzas armadas detengan a los que lleguen del Oeste
escalando el Muro.
—Unos cuantos miles de personas bailan encima del Muro. Los hay que saltan al
territorio de la RDA. Eso son violaciones fronterizas. Tal situación amenaza
constantemente con provocar operaciones militares.
Dos horas después, mientras abre la reunión plenaria del Comité Central, Egon
Krenz decide ignorar los acontecimientos de la noche anterior. Como si no hubiera pasado
nada, el Estado retoma las discusiones sobre el programa de acción del Partido. Todos están
deseosos de saber más, de entender cómo se ha podido producir tal desastre, pero ninguno
de los asistentes osa pedir la palabra.
Hacia las diez, Streletz acaba de susurrarle algo al oído. Le advierte que
Kotchemassov ya lo ha llamado tres veces.
—Dice que Moscú está furioso por el Muro... Pide que la dirección del SED le dé
explicaciones y exige que tú llames directamente a Gorbachov.
Egon Krenz ordena al general que envíe un telegrama para apaciguar al Kremlin y,
sobre todo, para que presente la apertura de las fronteras como una reacción espontánea de
la dirección del país.
El mensaje firmado por Krenz informa al dirigente soviético de que «Con el fin de
evitar graves consecuencias políticas, la dirección de la RDA ha permitido a numerosos
grupos de personas que salgan del país». Streletz, como coartada, ha añadido que los
acuerdos cuatripartitos en vigor en Berlín no se han violado, puesto que hace mucho tiempo
que los ciudadanos de la Alemania Federal están autorizados a visitar a sus familiares
cercanos domiciliados en Berlín Este.
Cuando Viacheslav Kotschemassov telefonea a Egon Krenz, el diplomático parece
estar aliviado.
—Camarada Krenz, en nombre de Mijaíl Gorbachov y del conjunto de la dirección
soviética, le envío a usted, y a todos nuestros amigos alemanes, nuestra felicitación por la
valiente iniciativa de haber abierto el Muro de Berlín.
Krenz, desconcertado, farfulla algunos agradecimientos y cuelga. Si esperaba
felicitaciones, no eran precisamente del secretario general del Partido Comunista de la
Unión Soviética...
Esta vez, ya no es posible recuperar el control. Al aplaudir lo sucedido, el Kremlin
le veta todo recurso a medidas violentas y autoritarias. Dos regimientos de élite de la región
de Potsdam estaban en estado de alerta a petición suya, listos para tomar el Muro y los
puestos fronterizos manu militari. A partir de ahora, ¿para qué?
Lleva al frente del SED sólo veintidós días, pero se siente más viejo y gastado que
Honecker tras dieciocho años al mando de la RDA. Las noches en blanco se suceden y la
angustia que lo embargó al tomar el poder no ha cesado de corroerle las entrañas. Desde el
18 de octubre ha vivido una pesadilla: manifestaciones monstruosas en las que su nombre
no suscita más que insultos y pitadas; reformas que fracasan y no satisfacen a nadie; la base
del SED que está encolerizada; Kohl que le mete la cabeza debajo del agua y ahora... ¡La
última puñalada de Moscú! El Kremlin acoge la advertencia de la muerte del Muro ¡con un
mensaje de felicitación! Mijaíl Gorbachov no tiene verdaderamente la misma concepción
de Alemania que sus predecesores. ¿Quiere dos Estados alemanes para siempre? Su
visitante nocturno de Moscú ha dicho la verdad y Honecker quizá no tuviera razón: sí,
Mijaíl Sergueievich ¡es un aprendiz de brujo! Ha terminado por liquidar la RDA...
***

En su habitación del Park Krankenhaus de Leipzig, Christoph Wonneberger se


recupera poco a poco de su ataque cerebral. Su estado físico tranquiliza a los médicos, pero
sigue afásico.
Esta mañana, nada más despertarse, ve las imágenes de Berlín en el televisor. Un
reportero habla en directo delante del Muro. Tras él, coches llenos de gente eufórica
franquean Checkpoint Charlie.
Al pasar, gritan su alegría en el micrófono que les acerca el periodista.
Christoph Wonneberger se estremece. En silencio, señala dulcemente con el dedo
hacia la televisión para llamar la atención de la enfermera que le lleva sus medicamentos.
—Sí, sí, reverendo. Han abierto el Muro, fue ayer por la tarde. ¡Lo han logrado
ustedes!
Le aprieta la mano con fuerza. Los ojos del pastor se llenan de lágrimas.
***

Rudolf Seiters no ha perdido el tiempo. Tras una noche en blanco, ha invitado a los
embajadores estadounidense, británico y francés a la Cancillería. La Alemania Federal tiene
que hablar con sus principales aliados cuando se trata de Berlín.
Los tres diplomáticos llegan a las once y media. Primero el británico Christopher
Mallaby, después el francés Serge Boidevaix y, por último, el estadounidense Vernon
Walters. El ambiente es a la vez cálido y preocupado.
De golpe, Rudolf Seiters les anuncia que el canciller ha modificado su agenda. Ha
interrumpido su visita a Polonia y participará en una reunión, al mediodía, en el
Ayuntamiento de Schöneberg de Berlín Oeste. Helmut Kohl desea igualmente reunirse lo
antes posible con François Mitterrand, Margaret Thatcher y George Bush, así como con
Mijaíl Gorbachov.
El canciller intuye que le espera una increíble oleada de refugiados. Les pregunta si
pueden poner espacios a su disposición en Berlín Oeste.
Vernon Walters escucha distraído; ya no está allí. Un avión le espera en el
aeropuerto de Colonia-Bonn y debe volar a Berlín tan pronto como se termine la reunión.
Dos horas más tarde, bajo un sol radiante, a bordo de un helicóptero del ejército
estadounidense, Vernon Walters sobrevuela la ciudad con alborozo. Multitudes, filas
ininterrumpidas de coches convergen hacia verdaderos embudos. Todos los puntos de paso
entre Este y Oeste están abiertos, incluso los que estaban condenados desde hacía años,
pero no es suficiente. Ya no son los juerguistas de la noche anterior, sino familias enteras
las que atraviesan el Muro. Poco a poco, las principales arterias de Berlín Oeste se
paralizan. La Kurfürstendamm ha sido cerrada a la circulación. Los Volkswagen y los
Mercedes se ahogan en el torrente de los Trabant, que echan humo y avanzan renqueando.
Se diría que toda la RDA se ha ido al Oeste.
Vernon Walters abre los ojos como platos. Pide al piloto que sobrevuele un punto,
después otro. Kreuzberg, el Kurfürstendamm, Charlottenburg, Wedding, Schöneberg,
Tiergarten: los barrios de Berlín Oeste han sido tomados al asalto. Centenares de miles de
visitantes que no vivían más que a unos pocos metros pueden por fin descubrir esta ciudad
prohibida. El embajador saborea cada instante del espectáculo: ¡La Guerra Fría está
ganada! Hace cuarenta años que sólo vive para este momento.
***

Test the West. Mirando su paquete de West, Marina aprueba la publicidad pegada en
la máquina de tabaco.
Al sol, sentadas una junto a la otra en un banco de la Wittenberg Platz, Marina y
Katia no sienten el cansancio de una noche en blanco. Han bebido, cantado y bailado. En
cada bar, en cada discoteca, los que venían del Este eran acogidos como héroes, felicitados,
invitados, besados.
Markus, su ángel de la guardia, ha vuelto con dos vasos de café que ha comprado en
el Imbiss134 de la estación de metro. En el bolsillo se ha metido un periódico, el BZ.
Heraldo berlinés del pitorreo, el tabloide proclama en titulares: «¡Berlín es Berlín otra
vez!».
—Vamos, cenicientas —dice Markus—, nos vamos antes de que mi carroza se
convierta en calabaza.
Andando hacia el Opel, el grupito pasa por delante de un supermercado. En la acera,
un empleado acaba de llenar el escaparate de frutas y verduras. Las dos chicas caen en
éxtasis. Montones de plátanos, piñas, naranjas en grandes cantidades: nunca habían visto
tanta fruta. En la RDA cuando por fin una tienda recibe provisiones, la gente forma
inmediatamente una cola y todo desaparece en cinco minutos.
En el puesto, las jóvenes descubren toda clase de productos desconocidos.
—Markus, ¿qué son esas cosas marrones con una cestita por debajo? —le pregunta
Katia.
—Kiwis, ¡guapas!
—¿Y esas cosas verdes que brillan?
—Aguacates.
Divertido por su entusiasmo, Markus entra en la tienda y se dirige al vendedor.
—Me llevo todos los plátanos que tiene fuera.
—¿Todos?
—Sí, ¡todos! Son para llevarlos a Berlín Este. Además, me llevaré unas piñas, un
kilo de kiwis, tres aguacates y dos kilos de naranjas.
Markus sale con dos bolsas llenas a rebosar, que entrega a las jóvenes. Además de
fruta, compra chocolatinas y paquetes de dulces.
Cuando llega a Wedding, Markus abre el maletero del Opel y saca las vituallas. Le
da una bolsa a Marina. El hombro de la joven se inclina por el peso.
—Lo siento, pero os he llevado lo más lejos posible. El tráfico está congestionado.
Tardaría por lo menos dos horas en llevaros hasta el Kiez135, y tengo que irme a trabajar.
En la agencia se estarán preguntando a dónde he ido. Estamos a doscientos metros del
puente de Bornholmerstrasse. Al pasar por allí, coged el tranvía.
—Gracias por las compras. Te lo devolveremos en cuanto...
—Déjalo. Ha sido un placer. Nos volveremos a ver. Ahora el Muro está abierto. Me
invitarás a comer una wurst136 al curry socialista. Tchüss, chicas!
Markus se pone de nuevo al volante e intenta dar media vuelta entre el tropel de
coches del Este que circulan muy lentos y apestan a los vecinos que los aplauden. Nadie
protesta. En cada coche sólo hay sonrisas radiantes y lágrimas de alegría.
Los primeros «evadidos» regresan a la RDA. En las abarrotadas aceras se los
reconoce porque van cargados con sus primeras compras en el Oeste. Desde por la mañana
los bancos y cajas de ahorro están tomados al asalto: ofrecen 100 marcos de bienvenida a
todos los ciudadanos del Este que se presenten en sus mostradores. El dinero se ha gastado
a toda prisa... ¡sobre todo en plátanos! Pero las bolsas con las compras también están llenas
de un increíble batiburrillo de baratijas de todas clases. Unos llevan un aspirador, otros un
secador de pelo. Una madre de familia ha comprado tres Barbies para sus hijas. Su marido
camina orgulloso con dos cartones de Marlboro bajo el brazo y con packs de latas de coca-
cola.
Cerca del puesto de Bornholmerstrasse es el desbarajuste. El puente es demasiado
estrecho para que tanta gente pueda atravesarlo. Pero nadie se abre paso a codazos.
Tranquila por su primera visita a Berlín Oeste, la gente se cuenta sus experiencias. Se
intercambian impresiones sobre los Kadewe137, la Ku’damm138, el Europa Center139, los
concesionarios Mercedes, las tiendas de electrodomésticos, de muebles, de ropa, de
juguetes. Han visitado la cueva de Alí Babá.
—Y los polis son polis y no te tratan como a perros, ¡qué distintos de los Vopos! —
observa un hombre que tiene una gorra, a lo cual todo el mundo asiente.
Paso a paso, las dos filas llegan al puesto fronterizo. A pesar de las órdenes del
Estado Mayor, los guardias no han restablecido los controles. Algunos confiesan a los que
cruzan que les gustaría estar de paisano para ir al Oeste con ellos. En Bornholmerstrasse, el
atasco es aún más impresionante que la víspera.
Un joven automovilista saca la cabeza de su Wartburg beis y le pregunta a Marina:
—Eh! ¿Cómo es el otro lado?
—¡Mucho mejor de lo que te imaginas!
126 La avenida más prestigiosa de Berlín Oeste, donde se encuentran las tiendas de
lujo y los cafés más elegantes.
127 República imaginaria.
128 La municipalidad de Berlín Oeste lleva el nombre de Senado.
129 Aeropuerto histórico de la capital alemana, Tempelhof servía de base aérea y de
cuartel general de las fuerzas armadas estadounidenses en la ciudad dividida.
130 Bar.
131 Avenida del 17 Junio, así bautizada por el Senado de Berlín Oeste en honor a
las víctimas de las manifestaciones de 1953 en la RDA, reprimidas con sangre por la policía
y el Ejército Rojo.
132 La palabra pils designa las cervezas rubias tostadas según los métodos de la
ciudad checa de Pilsen.
133 El término «doctrina Sinatra» fue inventado por Gennadi Gerassimov, portavoz
del Ministerio soviético de Asuntos Exteriores. Invitado por el programa Good Morning
America de la cadena ABC, el 25 de octubre de 1989, explicó que a partir de ese momento
Moscú dejaba a cada país satélite libre para elegir su camino o hacer las cosas a su manera,
como cantaba Frank Sinatra: I did it my way.
134 El kiosco.
135 Sobrenombre del barrio de Prenzlauer Berg.
136 La wurst al curry es la versión berlinesa de la salchicha asada que se come en
toda Alemania.
137 Kaufhaus des Westens, el más famoso de los grandes almacenes berlineses.
138 Diminutivo de Kurfürstendamm.
139 Centro comercial cercano al zoo de Berlín Oeste.
Epílogo

Berlín, sábado 11 de noviembre de 1989

Un avión privado procedente de París aterriza en el aeropuerto de Tegel140. Sólo


lleva un pasajero a bordo: Mstislav Rostropovitch. Apretando la funda de su precioso
instrumento mientras baja los peldaños hacia la pista, el violonchelista está deslumbrado
por el sol de Berlín.
Ayer, en su apartamento parisino de la avenida Georges Mandel, estaba impaciente.
El músico, sentado en su salón de cortinas bordadas con el emblema de los Romanov, no
quitaba los ojos de la televisión. Durante horas, fascinado, vio todos los programas
especiales dedicados a la caída del Muro. El espectáculo de este pueblo que recobraba la
libertad después de tantos años de tiranía comunista lo ha conmocionado.
Su amigo, el industrial Antoine Riboud, lo llamó por la mañana para compartir con
él este momento histórico. El músico le confió entonces su único pesar: no haber estado allí
junto a los berlineses.
—¿Quieres ir a Berlín? —le preguntó Riboud.
—Sería mi mayor deseo.
—Tienes a tu disposición mi avión privado: sales mañana por la mañana.
A la salida del aeropuerto de Tegel, el músico coge un taxi.
—Lléveme al Muro —le dice al taxista.
—¡El Muro, el Muro! ¡Qué novedad: todo el mundo quiere ir al Muro! ¿Pero
adónde? ¡El Muro es muy largo, señor!
—Donde quiera, lléveme donde está la gente que se pasa al Oeste.
El taxista se dirige a Checkpoint Charlie. De repente, mientras atraviesan el barrio
de Charlottenburg, Mstislav Rostropovitch le pide que se detenga y lo espere un momento.
Ha visto a una señora en la acera y se dirige hacia ella.
—Buenos días, señora, soy Rostropovitch, el violonchelista. Voy hacia el Muro para
tocar allí, pero me hace falta una silla. ¿Me podría encontrar una, por favor?
En comparación con los dos días de locura que acaba de vivir, la berlinesa se
asombra sólo a medias de la petición y se dirige hacia un edificio vecino. Al cabo de unos
minutos vuelve a salir, radiante, blandiendo como un trofeo una decrépita silla de escritorio
tapizada. El concertista se lo agradece infinitamente, como si le hubiera regalado algo
precioso. Introduce como puede la silla en el maletero del taxi y continúa.
Cuando llega cerca del Muro, Mstislav Rostropovitch escucha los golpes del
martillo de los Mauerspechte 141, que, tras los picadores de la noche anterior, atacan el
cemento con escoplos. Los policías, tanto en el Este como en el Oeste, los observan
sonrientes, sin intervenir.
El violonchelista, cargado con su instrumento y su silla, se abre paso entre la
multitud y se sitúa al pie de la muralla, a cien metros de Checkpoint Charlie, justo delante
de una de esas plataformas de madera que la ciudad de Berlín Oeste había construido para
divisar el otro lado. Empieza por afinar en silencio el violonchelo y se sienta delante de un
gigantesco Mickey Mouse pegado en el Muro. La gente se va callando poco a poco, se
apartan para formar un círculo; los periodistas dirigen sus cámaras hacia él.
En ese lugar, en este momento, sólo puede interpretar a Bach. Porque, claro, Bach
es alemán y porque cautivó a sus oyentes con el órgano de Santo Tomás de Leipzig, la
ciudad donde todo empezó.
Las notas de la primera suite para violonchelo se deslizan de repente por el Muro
como para lavar la vergüenza. El disidente toca allí la marcha fúnebre de la muralla de
hormigón y acero. Toca para esos grupos anónimos a su alrededor, que no acaban de
creerse lo que están viendo y escuchando. Para todos ellos interpreta la alborada, allí, sobre
la vía pública. Para honrar a los muertos abatidos por los guardas fronterizos, para
agradecer a quienes, arriesgando sus vidas, se han atrevido a gritar: «¡Somos el pueblo!» y
a derribar el Muro.
140 Tegel es el principal aeropuerto de Berlín Oeste.
141 Literalmente: los «pájaros carpinteros del Muro».
Título original: La Chute du Mur

Edición en formato digital: 2014

© Librairie Arthème Fayard, 2009

© de la traducción: Manuel Talens Carmona, 2009, 2014

© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2014

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28027 Madrid

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