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Siglas
Plätz, cuartel general de las tropas fronterizas de la Alemania del Este, miércoles 8
de febrero de 1989
Capítulo 9. El malquerido
Epílogo
Créditos
No entres nunca voluntariamente en una habitación o en un país cuya puerta no se
abra desde el interior.
Proverbio húngaro
Este libro se basa en memorias públicas, documentos históricos, archivos y
testimonios privados. Las personalidades políticas y las celebridades aparecen con su
nombre verdadero. Por el contrario, hemos decidido presentar a los demás con
pseudónimos con el fin de no exponer los detalles —a veces íntimos— que habían
confesado durante numerosas horas de entrevistas.
Los autores
Siglas
ADN:
ARD:
BePo:
FDGB:
FDJ:
IPZ:
KGB:
MID:
NF:
NVA:
Nationale Volksarmee, Ejército Popular Nacional de la RDA.
OLZ:
PCUS:
RDA:
(DDR en alemán)
RFA:
RIAS:
SDP:
SED:
Stasi:
VEB:
Vopo:
ZAIG:
ZDF:
Con el rostro ennegrecido por el carbón, los hombres avanzan por el canal del
distrito de Britz. Con la mayor discreción, atraviesan una primera barrera sin problemas,
luego una segunda, esta última conectada con el sistema central de seguridad del Muro.
El sonido de una sirena desgarra la noche helada; la luz de los proyectores
automáticos barre el espacio por donde se han introducido; desde una torre de observación
cercana, tres guardias fronterizos disparan tiros de intimidación. Asustados, los dos
fugitivos corren en zigzag para evitar las luces; tratan de alcanzar el río Spree, zambullirse
en sus aguas y nadar hasta la otra orilla; una patrulla de guardia, surgida de la noche, les
apunta. Uno de ellos recibe diez balas en el pecho. Muere al instante. El otro, herido en un
pie, es capturado por las tropas fronterizas.
Plätz, cuartel general de las tropas fronterizas de la Alemania del Este, miércoles 8 de febrero
de 1989
LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
Berlín-Este: centro de ciudad y barrios
Berlín-Este: centro ciudad
Capítulo 1
Unos minutos más tarde, su Volvo 760 blindado, cuyos faros están coronados por
banderitas de la Alemania del Este y soviéticas, se pone en marcha. A su paso por delante
de la garita de la entrada, los centinelas del regimiento Yerzinski, que velan por la seguridad
de la ciudad prohibida de Alemania del Este, se cuadran mientras varios miembros de la
delegación del Politburó esperan al gran hombre.
Ceñido en un uniforme de gala color marfil, Miele está enfrascado en una
conversación con Willy Stoph, el presidente del Consejo de Ministros y eterno
lugarteniente de Erich Honecker en la jerarquía del Partido. Joachim Herrmann conversa
amablemente con Günther Mittag, el gran estratega de la economía de Alemania del Este.
Sólo falta Egon Krenz, el supuesto delfín de Erich Honecker y responsable de la seguridad
interna del Politburó.
—¿Han visto a Egon? —les pregunta el secretario general con la mandíbula
crispada, tras bajar el cristal de la ventanilla.
—No. Erich, ¿quieres que vaya a llamar a la casamata de los guardianes? —propone
de inmediato Herrmann.
—Na ja, probablemente todavía esté en el baño —sugiere Mittag bromeando.
Unas semanas antes, Egon Krenz mandó que le instalaran una espléndida bañera de
la cual ya ha presumido con muchos de sus camaradas del Politburó. Todos se parten de
risa. Honecker palidece.
—¡Y encima se ríen esos inútiles! Pero durante mi ausencia se dejaron estafar por
los húngaros y los polacos, y engatusar por la gente de Kohl y los americanos. Sobre todo
Egon. Y eso que lo he tratado como a un hijo; he intentado enseñarle todo. No hay nada que
hacer con él. Le falta ese carácter que... —Margot lo interrumpe. Un Volvo acaba de hacer
su aparición. Sonriente, Krenz va confortablemente sentado en el asiento de atrás.
***
Entre Moscú y Berlín, a bordo del avión presidencial de Mijaíl Sergueievich Gorbachov,
viernes 6 de octubre de 1989
El gran desfile
Desde que hace un año se mudó a esta torre de reciente construcción, a Heinrich
Knopf le agrada observar el penal de Hohenschönhausen37 al amanecer con una taza de
café bien negro en la mano. Cierra sigilosamente la puerta corredera del balcón para no
despertar a su mujer y a sus hijos y luego se pone el impermeable.
Las calles están desiertas y aprieta el pedal del acelerador de su Wartburg de
servicio. En un cruce cede el paso a un convoy excepcional que transporta tanques hacia la
avenida Karl Marx, donde el gran desfile militar debe empezar tres horas más tarde. Al
cabo de diez minutos de trayecto, observa el perfil de la inmensa fortaleza de cemento
grisáceo, la «empresa pública Mielke»: el cuartel general de la Stasi, en Normannenstrasse,
que los berlineses suelen evitar. Decenas de soldados de paisano, con maletines en la mano,
grises y beis, franquean el portón. Heinrich Knopf muestra maquinalmente su pase como
cada mañana desde hace treinta años.
Esta mañana, el centro neurálgico del régimen es una verdadera colmena. Todas las
divisiones del Ministerio de la Seguridad del Estado están en el tajo. La sección II —HA/II
— está desbordada por el gran número de periodistas extranjeros acreditados; la sección PS
pule el despliegue de sus hombres, encargados de la protección de los invitados extranjeros;
la HA/IX investiga a las personas detenidas los días precedentes... La víspera, Heinrich
Knopf les ha proporcionado algunas pruebas acusatorias.
Se cruza con Rainer y Bernd, dos de sus suboficiales de enlace. Tienen los ojos
enrojecidos por la fatiga de una noche en vela consagrada a responder a las llamadas de los
numerosos confidentes de su jefe y a recopilar sus informaciones. El informe está listo, le
dicen. Al entrar en su despacho saluda a Bärbel, su fiel colaboradora desde hace quince
años, fornida madre soltera que le prepara desde el amanecer el parte de los
acontecimientos de la noche anterior.
Heinrich Knopf abre el informe que preside su mesa de trabajo. En este día de
aniversario se va a perseguir la campaña de agitación y de calumnias de las fuerzas hostiles.
Este mediodía, en la parroquia de Schwante, se ha de presentar por fin el nuevo Partido
Socialdemócrata (SDP). Los militantes del Nuevo Foro siguen con sus actividades y con la
recogida de firmas para apoyar su llamamiento. La agitación se va extendiendo por otras
parroquias de Berlín. Nada indica que los alborotadores de Getsemaní vayan a poner fin a
su pulso a las fuerzas del orden. Al contrario: cada vez son más numerosos y los panfletos
anuncian una nueva manifestación en la Alexanderplatz a las cinco de la tarde, como todos
los días 7 de cada mes. Heinrich Knopf palidece: a la misma hora, en el mismo sitio, la
Fiesta del Pueblo estará en su apogeo y, según sus informadores, los manifestantes podrían
ser esta vez varios centenares. Anteriormente, esas manifestaciones no congregaban más
que a unas docenas de exaltados, y los agentes de la Stasi no tenían ninguna dificultad para
dispersarlos. Cuando lee que las «provocaciones» pueden estallar en las inmediaciones de
los puestos fronterizos, en concreto en la Puerta de Brandeburgo y en las proximidades de
la estación de Friedrichstrasse, toca con nerviosismo las orejas del oso Misha, la mascota de
los Juegos Olímpicos de Moscú, a los que tuvo la suerte de asistir.
Suena la línea 1 de su teléfono. A Knopf lo convocan con urgencia a una reunión de
coordinación del ZAIG, el grupo de análisis central, presidido por Rudolf Mittig, un
antiguo SS convertido a las virtudes del socialismo gracias a una estancia de cuatro años en
un campo de prisioneros en la Unión Soviética después de la guerra y que hoy es uno de los
cuatro adjuntos de Mielke. Como analista jefe de la HA/XX, responsable de observar a la
oposición, Knopf es un elemento esencial en el dispositivo de la policía política alemana
oriental. Dirige un equipo de unos cincuenta colaboradores que se apoyan en una red de
varios miles de confidentes. Todos los topos de Knopf han terminado por infiltrarse en los
medios de la oposición: en el barrio bohemio de Prenzlauer Berg, en la iglesia evangélica
hasta sus más altas instancias, en los grupúsculos de defensa de los derechos civiles. La
mitad de los miembros de Iniciativa por la Paz y los Derechos Humanos son colaboradores
oficiosos de la Stasi; uno de los cofundadores de Despertar Democrático, el abogado
Wolfgang Schunur, es igualmente un espía...
Knopf, que tiene cincuenta años, posee el aspecto juvenil de un recluta de buena
constitución. Excelente nadador, ha consagrado su vida a luchar contra las actividades
subversivas de la desviación político-ideológica. El joven Heinrich, bachiller precoz y uno
de los responsables de las FDJ de la ciudad de Plauen, fue reclutado por la Stasi local tanto
por sus cualidades intelectuales como por no tener familia en Occidente, como sabría más
tarde. Con sólo diecisiete años se decanta por el servicio a la patria para protegerla de los
saboteadores y respetar la directiva 1/58, que define la misión del Ministerio de la
Seguridad: impedir lo antes posible y por todos los medios cualquier tentativa encaminada
a retrasar o impedir la victoria del socialismo. Desde entonces, Heinrich Knopf, convencido
de la obra prometeica de la República Democrática, es uno de los noventa y un mil
funcionarios del Ministerio de la Seguridad del Estado y contribuye a controlar la vida de
seis millones de compatriotas.
Después de haber recorrido un laberinto de linóleo, cruza el patio interior de la
fortaleza antes de coger un antiguo montacargas. Heinrich Knop llega por fin a la sala de
reunión del ZAIG. Un fluorescente tintinea bajo un gigantesco mapa de Berlín Este. En la
mesa, en la que los representantes de otros departamentos del Ministerio y de la policía
popular ya están sentados, Rudolf Mittig lo espera para abrir la sesión. Con una regleta
larga en la mano, Knopf les comunica su información sobre los asuntos candentes del día e
insiste en Getsemaní. Anuncia con orgullo que cuenta con una veintena de confidentes que
lo mantienen informado. Después Mittig, que lleva sus habituales gafas negras, se dirige a
sus subordinados sin rodeos:
—El ministro de la Seguridad del Estado me ha dado órdenes muy estrictas.
Nuestras tropas y las de la policía deben impedir los atropellos y cualquier otra forma de
provocación; deben dispersar a las fuerzas contestatarias y mantenerlas bajo control.
Presionad a vuestros hombres: cualquier representante del orden que se niegue a obedecer
las órdenes será enviado a la prisión militar de Schwedt y castigado con severidad. No se
permitirá ninguna banderola y los elementos problemáticos serán inmediatamente excluidos
de las concentraciones públicas: la seguridad debe ser absoluta en la Fiesta del Pueblo; la
seguridad estará especialmente reforzada mediante el despliegue de numerosas fuerzas de
paisano que se mezclarán con la multitud. En los puestos fronterizos se endurecerán los
controles y se señalará a cualquier individuo sospechoso. Poco importa si el flujo de turistas
desde Berlín Oeste disminuye. Los saboteadores no sembrarán ni el caos ni la anarquía en
este gran día.
***
—Mirad todos lo que va a hacer Quini. Vamos, Quini, ¡busca, busca! Muy bien.
Ahora ¡salta! Bien. ¡Simon! Te toca ponerte la ropa de ataque. Mira, Quini, ¡un saboteador!
El perro brinca y atrapa al desgraciado Simon por las pantorrillas. Siguen algunos
ejercicios de cómo morder y atacar con el bozal, ejercicios en los que Quini sobresale.
Después llega la hora del aseo. Siggi da unos minutos de pausa a los aspirantes a
suboficiales.
Por fin puede respirar. Quini lleva ladrando, pataleando y tirando de la correa desde
el amanecer. ¿Tendrá garrapatas? ¿O será que los oficiales, muy nerviosos desde ayer, han
transmitido su ansiedad a los animales? Siggi quiere mucho a este perro. Ha tenido suerte:
desde hace más de diez años comparte con él su monótona existencia en el cuartel de
Michendorf de Potsdam, el de las tropas fronterizas de trinchera del general Baumgartem,
donde presta sus servicios.
Los inicios del joven recluta fueron lamentables. Necesitó varias semanas para
acostumbrarse a los gritos del subteniente Grobstock. La NVA, con su camaradería de
cuerpo de guardia y su rigidez prusiana, debía adiestrarlo durante dieciocho meses: toque
de diana al amanecer, carrera pedestre, formación, abdominales, formación, instrucción
sobre armas químicas, ejercicios de tiro con el AK-47, desmontaje del AK-47, limpieza del
AK-47, instrucción ideológica... Como prima, muy pocos permisos y, sobre todo, este
perro, Quini, con el que el joven sajón tuvo que familiarizarse, él que nunca había tenido
más que un hámster como animal de compañía.
Grandullón, rubio, Siggi gusta a las chicas de la ciudad en la que está la guarnición.
Al cabo de seis meses de formación, en lugar de mandarlo con su perro a un puesto
fronterizo con la RFA, como a sus compañeros, en consideración a su hoja de servicios le
propusieron que se convirtiera en adiestrador de perros para los nuevos reclutas. Siggi no se
hizo de rogar: al quedarse en Potsdam, podría seguir viendo a Ana, una estudiante de
economía del pueblo en Berlín, a Ana y sus ojos azules con destellos grises... Al cumplirse
el periodo de su servicio militar decide reengancharse durante dieciocho meses. No por
amor al arte de adiestrar perros, sino porque su reenganche voluntario le abrirá las puertas
de la Facultad de Económicas. Siggi aprendió desde muy joven que podía apañárselas con
el sistema. Se convirtió en un excelente soldado; nunca olvidó pagar sus cotizaciones
mensuales a las FDJ y habitualmente pegaba las viñetas que mostraban el trabajo de las
Juventudes Comunistas en la parte de abajo de su cuaderno, adornado con un sol naciente.
La pausa ha terminado y prosigue las vueltas por el campo de entrenamiento, bajo
una fina llovizna. Suena un silbato: la sesión se ha acortado por el cuadragésimo
aniversario; los jóvenes suboficiales tienen que ponerse rápidamente el uniforme de gala.
Un panzudo coronel lee, con la voz temblorosa, un panegírico del Estado obrero y
campesino. Siggi, con su quepis, asiste impasible a la ceremonia de la bandera y a la
condecoración de sus camaradas más valiosos.
Después, el subteniente Grobstock se adelanta para nombrar a los afortunados
elegidos que se desplegarán en los puestos fronterizos al mediodía. A Siggi le dan
escalofríos. Cree que la víspera se libró del desfile de las FDJ porque había sido arrestado
recientemente por haber ido a ver a Ana sin permiso y volver borracho al cuartel. Grobstock
podría hacerle pagar su comportamiento y mandarlo de guardia a la Puerta de Brandeburgo.
En pleno suplicio echa una ojeada a Simon y a Christoph, a René y a Andreas, sus
compañeros habituales de parrandas nocturnas, que tampoco las tienen todas consigo.
Todos se han dado cuenta de que se están gestando cosas raras en Berlín y no tienen ganas
de verse implicados en ellas.
Christoph y René, los dos colosos, al final son elegidos. Siggi nunca ha estado tan
contento por estar arrestado un sábado. Con paso ligero, se dirige hacia la clase donde le
espera el comandante Radeberger, el profesor de marxismo-leninismo.
***
—Ahora o nunca —se dice Mijaíl Sergueievich al traspasar la puerta del castillo de
Niederschönhausen, donde pronto se va a encontrar con Erich Honecker cara a cara. Ha
intentado hablar con él durante el desfile militar, pero, al igual que en la víspera,
lamentablemente se le ha escapado. El anciano no tenía ojos más que para sus últimos
juguetes y sus orgullosos soldados, y saltaba con el ruido de los cazabombarderos a
reacción que estremecían el cielo.
Puesto que las relaciones entre la RDA y la Unión Soviética son excelentes y los
lazos que unen al SED y al PCUS más estrechos que nunca, sus dirigentes pueden hablarse
con toda franqueza, sugiere Gorbachov para empezar.
—La comunidad de estados socialistas necesita recuperar fuerzas para no perder la
carrera que la enfrenta al capitalismo. Nos encontramos en una etapa decisiva de nuestra
historia. Nuestro destino está en juego, Erich —dice mirando fijamente a los ojos al alemán
—. Claro está, el proceso no es fácil. Un partido renovado, innovador y fuerte y los
principios del marxismo-leninismo: ése es el remedio para el caos. No podemos perder...
Honecker, confuso, lo interrumpe:
—Completamente de acuerdo contigo. Ayer hablé de eso en mi discurso. Y no
perderemos, ¡créeme!
—Erich, escucha, te lo ruego. En el Palacio de la República has mencionado el
largo camino recorrido por la RDA y sus numerosos éxitos. Es algo legítimo, pues estamos
festejando un aniversario, pero debes mirar hacia adelante. Estáis preparando el duodécimo
congreso del SED. Es un momento importante: el Partido tiene que tomar iniciativas,
porque de no ser así los demagogos lo harán por él, créeme.
Para defender mejor su causa, Mijaíl Sergueievich detalla varias reformas, cuyos
frutos ha empezado a recolectar. Honecker, según sus buenas costumbres, se deshace en
elogios hacia la Unión Soviética, antes de asegurar a su interlocutor:
—Las reformas interiores ya están listas, Mijaíl Sergueievich. El Partido ha creado
comisiones sobre el futuro del socialismo en los años noventa de cara al duodécimo
congreso. Trabajamos muy activamente en cuestiones ideológicas: se multiplican las
consultas con los miembros del Politburó, los secretarios de distrito, los representantes de
los complejos...
De repente, se levanta de su butaca agitado, andando a zancadas por el salón de gala
del castillo de Niederschönhausen.
—No olvides, sin embargo, que aquí los conflictos de clase son más intensos. Kohl
ha declarado que si nosotros emprendemos reformas, él nos otorgará un apoyo material. Por
supuesto, le hemos contestado con un claro rechazo. Está fuera de toda discusión que
alguien, sea quien sea, nos imponga sus condiciones, ¡pero menos aún la RFA!
A continuación, el secretario general hace mención de los peligros del neonazismo
en Alemania Occidental y de las últimas grandes maniobras de la OTAN antes de lanzarse a
una larga diatriba contra Hungría. Honecker se vuelve a sentar, aparentemente más
tranquilo, y anuncia que la próxima semana se verá con los representantes de los partidos
del bloque38:
—El éxito del programa de la vivienda refuerza la autoridad del SED. Hoy en día
todos y cada uno de los habitantes tienen un techo bajo el que cobijarse. No hace mucho
tiempo, sólo el 7 por ciento de las viviendas tenían aseos y una ducha o una bañera. En la
actualidad, el 90 por ciento están equipados. En cuanto a la revolución tecno-científica, está
en marcha. Mira, Mijaíl Sergueievich, la RDA es un país pequeño, pero es un Estado
industrial moderno cuyo potencial científico es considerable...
Gorbachov, hastiado, termina por interrumpirlo: tienen que reunirse con las
delegaciones que los esperan para una sesión de trabajo en común.
De nuevo, Mijaíl Sergueievich abre el baile. Espera que en presencia del Politburó,
donde cuenta con algunos simpatizantes, el debate se celebrará por fin. Tranquiliza a los
presentes:
—La RDA actual es el notable resultado del largo y arduo camino recorrido desde la
fundación del Estado obrero y campesino en suelo alemán. Tenemos años, qué digo, ¡siglos
por delante para trabajar juntos! —como buen jugador, minimiza las dificultades y los
errores de la dirección de Alemania Oriental—: Las cosas nunca suceden sin que haya
problemas, salvo en los proyectos. La realidad funciona de otro modo. No veáis en esto
ninguna presunción por nuestra parte —prefiere mencionar las tensiones en la URSS y los
problemas de los partidos hermanos en Polonia y en Hungría en vez de atacar frontalmente
a la dirección del SED. Después, sonriente, coloca la primera banderilla—: ¿Qué hay más
natural para los comunistas que hablar y reflexionar sobre el futuro para el bienestar de las
generaciones venideras? —exclama—. Os esperan momentos difíciles; habrá que tomar
decisiones valientes. Una bandeja de salchichas y pan no es suficiente. —Su metáfora
germánica deja perpleja a la delegación alemana oriental. Gorbachov precisa su alusión «al
pan y circo» de los romanos—. Una sociedad no se puede contentar con el bienestar
material, necesita una dimensión espiritual, la única capaz de movilizarla. ¡Al Partido
regenerado le corresponde encarnar a esta fuerza movilizadora! Camaradas, no podemos
dejar escapar la oportunidad que se nos presenta. Si nos quedamos a la cola, la vida en
seguida nos pasará factura.
—Camaradas, camaradas... —Erich Honecker recupera las riendas y declara que, a
modo de preparativo para el próximo congreso en la primavera, el Partido está inmerso en
una vasta reflexión con la participación de la Academia de las Ciencias, los sindicatos, los
partidos del bloque...—. Puedo asegurar a los camaradas soviéticos que estamos buscando
todos los medios para desarrollar, sobre bases sólidas, el socialismo del futuro en la RDA.
Somos el partido del progreso. En el pleno del Comité Central hemos optado por la política
de la continuidad y la renovación.
Al escuchar esta fórmula, cuando menos ambigua, las caras de los miembros de la
delegación soviética se quedan paralizadas. Se oye el vuelo de una mosca. Falin mira al
cielo y Shevardnadze se muerde los labios.
Honecker está feliz, el rostro se le ilumina:
—Desde 1978 el Comité Central ha decidido volcarse con la microelectrónica.
Disponemos de una industria de muy alto nivel gracias a unas inversiones sin precedentes
de quince mil millones de marcos. La automatización de toda la industria está en marcha.
En la esquina de la mesa, Gerhard Schürer se pellizca. El director de la Comisión
del plan del Consejo de Ministros de la RDA, tenaz defensor del desarrollo de la
microelectrónica, no ha dejado de enfrentarse, desde hace años, a la oposición de Mittag y
de Honecker. «¡Y ahora Erich se pone a alabar la producción asistida por ordenador de las
máquinas-herramienta controladas numéricamente!» El economista conoce los resultados
de la industria alemana oriental: «Para fabricar un walkman, nos cuesta más caro importar
las piezas que comprar directamente el aparato en Japón. ¿Cómo se atreve Erich a hablar de
nuestros miserables chips ante un país que lanza cohetes espaciales?», murmura para sus
adentros. A su derecha, Günter Schabowski patalea en su asiento.
—Mijaíl Sergueievich habla del destino del mundo y Erich charla de
microelectrónica —le susurra, decepcionado, el primer secretario del Partido en Berlín.
Conforme va desgranando las proezas de la economía popular, Honecker busca la
mirada de Gorbachov. El reformador remueve su café, da golpecitos en la mesa o se rasca
la pantorrilla. Esto es demasiado para él. Al final de su perorata, Honecker abre el turno de
palabra.
—Estamos todos de acuerdo, creo —concluye el secretario general.
—Muy bien —dice Mijaíl Sergueievich—. ¿Y la economía?
La sangre golpea las sienes de Shürer:
—La cooperación con la Unión Soviética avanza en todos los frentes, incluidas las
tecnologías avanzadas. La cuestión de la entrega de materias primas está solucionada —
farfulla.
—¿Ocurre lo mismo con los créditos? —insiste Honecker.
—Está en curso.
—¿Alguna otra cosa, Gerhard?
El tecnócrata baja los ojos.
—No, eso es todo, Erich.
—Muy bien —repite Mijaíl Sergueievich, resignado.
Encantado, Honecker levanta la sesión y los emplaza para la recepción de honor en
el Palacio de la República. Al salir de la sala, Egon Krenz y Günter Schabowski
intercambian una larga mirada.
***
—¡No, no iremos!
Hans la abraza y le pone ojos de carnero a medio degollar tras sus gafitas redondas.
—Hansi, no te molestes en mirarme así: no me enterneces. ¡Tienes mucho morro!
¡He venido por ti y tú no mantienes tus promesas!
—Annette, estamos a 7 de octubre. ¡He participado en todas las manifestaciones
desde las elecciones manipuladas. No puedo perderme la de hoy, sobre todo en la situación
actual. Sven, tío, ¡intenta que tu hermana entre en razones!
Sven no tiene ningunas ganas de meterse en los asuntos de su mejor amigo y de su
hermana mayor. En su fuero interno, reconoce que no tiene razón: Annette ha dejado Halle
y a su marido para ver a Hansi y buscar juntos un apartamento en el que puedan vivir con
los dos niños de la joven. Pero lo cierto es que el fin de semana parece poco propicio para
la búsqueda de una vivienda. Sobre todo porque hay cosas mejores que hacer, mucho
mejores: hay que organizar el avituallamiento de la iglesia de Getsemaní y tiene que hablar
con el párroco, Albani, de los asuntos de la ocupación. Después, velará por que no haya
cortes de línea en la central telefónica detrás de la iglesia.
—Apañáoslas —les dice.
Hansi apela a la sensatez de su gran amiga Vera, que pasa con su mochila cargada a
la espalda y les comenta que irá a la manifestación «para ver». Annette permanece
inflexible.
Siguen peleándose en el jardín. Después, el grandullón de melena ondulada acaba
por ceder a los deseos de su amante. La pareja sale de la iglesia bajo la mirada inquisidora
de los policías y de los agentes de paisano de la Stasi, que no han relajado su presión sobre
los rebeldes de Getsemaní. En la esquina de Lychener y Dimitrovstrasse visitan un sórdido
apartamento con las ventanas toscamente tapiadas. En la apacible Chorinerstrasse, en uno
de esos cuarteles de alquiler construidos en planta cuadrada, creen por fin encontrar lo que
buscan. Pero cuando el gerente de la copropiedad pública ve la pinta que tienen los futuros
arrendatarios, los despide sin más.
Abandonan el barrio bohemio de Prenzlauer Berg y, por una extraña coincidencia,
bajan a la estación de metro de la Alexanderplatz. Son casi las cuatro de la tarde y la Fiesta
del Pueblo está en su apogeo. A la sombra de la torre de la televisión, la multitud
endomingada baila al ritmo de los estribillos de las fanfarrias de Erfurt y de Schwerin.
Delante de los almacenes Centrum, un grupo de soldados se arremolina alrededor de Oskar,
el escupefuegos más famoso de Mecklenburgo; todavía son más los que aclaman a un
domador de osos y a su enorme animal, llegados especialmente desde Siberia para el
jubileo. En los puestos ambulantes, recientemente enlucidos, venden puré de guisantes. La
cerveza fluye a raudales y huele a salchichas y beicon a la parrilla.
Un centenar de energúmenos, reunidos alrededor del reloj universal, gritan:
«¡Libertad!, ¡Libertad! ¡Nuevo Foro! ¡Nuevo Foro! ¡Aquí estamos! ¡Aquí nos quedamos!
¡Stasi raus! ¡Stasi raus! ¡Stasi raus!». Los vándalos con mechones de pelo decolorados
vociferan cada vez más fuerte y hacen la V de la victoria rodeados de policías que han
acordonado la plaza. La escena se fotografía y se filma desde todos los ángulos.
Hansi y Annette se miran. Él esboza una tímida sonrisa; ella mueve la cabeza:
—¡Vamos!
Delante del Palacio de la República, el baile de limusinas continúa. Los jefes de
Estado y de gobierno, los embajadores y los artistas afiliados al régimen parlotean en la sala
alrededor de un vaso de sekt39. Todos quieren que Mijaíl Sergueievich los mire y se
preguntan cómo se habrán desarrollado sus encuentros con Honecker.
—¡Al palacio! —lanza un joven iroqués. El cortejo, que no ha cesado de crecer
minuto a minuto, se dirige hacia el Oeste. Algunos transeúntes se unen espontáneamente a
la marcha, sin hacer caso de los hombres de la Stasi, impotentes y condenados a servir de
escolta: la dirección del ZAIG acaba de prohibirles formalmente que intervengan en medio
de la multitud y ante las cámaras del mundo entero. Los manifestantes avanzan con rapidez,
doblando por la torre de la televisión, después el ayuntamiento rojo, hasta los dos puentes
que llevan al Palacio de la República: éstos están cortados por furgonetas atravesadas y por
un impresionante cordón de las fuerzas del orden, que los esperan hombro con hombro,
cogidos del brazo, con cuellos como toros.
—¡Atrás! ¡Atrás! —los intimidan.
Para su última intervención del día ante el gotha40 socialista, Erich Honecker se ha
cambiado otra vez. Traje negro, corbata marfil y gris. Digno, casi rígido, diserta:
—Amigos del mundo entero, en este cuadragésimo aniversario, estad seguros de
que el socialismo en suelo alemán tiene sólidos cimientos...
—¡Gorbi! ¡Gorbi! ¡Gorbi, ayúdanos! ¡Libertad, libertad! —gritan a coro Hansi,
Annette y Vera, que se ha unido a ellos, sorprendida de encontrárselos allí. En la orilla del
Spree, delante de los inmensos ventanales del palacio, los manifestantes son cada vez más
numerosos: dos mil, quizá tres mil. Berlín Este no ha visto tal efervescencia desde el 17 de
junio de 1953.
Gorbachov parece más perplejo que nunca. A su lado, Raisa Maximovna mira sin
parar el reloj. Erick Honecker es el primero en aplaudir, nada más terminada su alocución.
Se precipita, contento, hacia Ceaucescu, ignorando a la pobre Margot, que ya ha levantado
la copa. A su vez, Daniel Ortega, Yaser Arafat y el enigmático Shambyn Batmunch, el
secretario general del Partido Comunista Mongol, hacen un brindis a la salud de la RDA.
Desde el Foro Marx-Engels los gritos de los manifestantes redoblan en intensidad.
Mientras Gorbachov esté allí, se sienten seguros. Por otra parte, es a él, sólo a él, su último
recurso, a quien dirigen sus súplicas.
Los invitados pasan a la mesa. Filete de vaca y menestra de verduras para Mielke;
consomé de pollo para Erich Honecker, a quien Margot controla con el rabillo del ojo. Sin
embargo, el alboroto de los contestatarios perturba el buen desarrollo de la gala. El clamor
aumenta y llega hasta los oídos de los comensales. Cada vez son más los que se levantan de
la mesa para ir a observar lo que sucede a través de las ventanas cobrizas del palacio: miles
de jóvenes, indignados y gritando, imploran al secretario general del Partido Comunista
Soviético.
—Estamos asistiendo al naufragio del Titanic —susurra Joëlle Timsit, embajadora
de Francia, a su homólogo polaco. Desde su atalaya, Egon Krenz y Günter Schabowski no
se pierden ni un detalle del espectáculo que se desarrolla ante sus ojos.
Cuando Krenz regresa al comedor, un chico grande, pelirrojo, está cortando una
tarta de pisos sobre la cual hay un corazón en el que está grabado «RDA» en letras de
chocolate. Krenz acaba de encontrarse con Falin.
—Erich no ha entendido el mensaje de Mijaíl Sergueievich.
—Sí, sí —le responde, sibilino, el alto diplomático soviético.
Schabowski conversa con Gennadi Guerasimov, el portavoz de Gorbachov que,
casualmente, está solo en una mesa.
—El discurso de Honecker fue insensato —le confía.
Imperturbable, Erich Honecker engulle la segunda ración de tarta de ciruelas
mirabel. Espera con impaciencia los fuegos artificiales.
Erich Mielke está cada vez más furioso. Convoca de inmediato al oficial a cargo de
la seguridad en los alrededores del palacio.
—¿Qué es esta porquería? ¿Ya se ha ido Gorbachov? —pregunta el jefe de la Stasi.
En efecto, Mijaíl Sergueievich y Raisa Maximovna van camino del aeropuerto de
Schönfeld. Para ellos, la «porquería» ha sido demasiado dura.
Mielke sofoca su risa con una expresión de triunfo en el rostro.
—Entonces, ¡el humanismo ya se ha terminado!
***
«Boys, boys, boys...» La voz ardiente de Sabrina resuena en toda la casa. Siggi baila,
da vueltas, sobrexcitado, con los ojos vidriosos, el aliento cargado. Su amigo Andreas está
tirado en medio de vasos y de botellas vacías. Algunos de sus camaradas se persiguen
dando gritos extraños, otros están a punto de llegar a las manos. Los chupitos de
aguardiente a los que han añadido pastillas de cafeína los tienen a todos colocados. En el
cuartel de Michendorf de Potsdam, los suboficiales de los puestos fronterizos han celebrado
los cuarenta años del régimen a su manera.
***
Alerta roja
—¡Herzhaft! 46 Y a juzgar por vuestras caras, os vendría bien comer algo —bromea
Ilse, que se afana delante de los hornillos. La noche de Marina y de Klaus ha sido larga y
está claro que han bebido mucho. Se menearon con los ritmos de un Diskomoderator de
clase S47 que les pasó sus primeros fragmentos de acid house. S’Express... ¡increíble!
A su llegada, Klaus ha causado una buena impresión al llevar una caja de bombones
a la madre de su amiga. Pero empieza a cambiar de opinión: el chico, encerrado en su
silencio, mirando al plato, ha rechazado la cerveza amistosa que le ha ofrecido su marido.
Por el contrario, unos tragos han sido suficientes para que Marina recupere toda su
locuacidad. Ella cuenta, falsamente indignada, que la víspera Klaus le había propuesto ir a
la Fiesta del Pueblo.
«No, ¡me duele la cabeza! —le replicó—. Cuando era joven, muy joven, para
conseguir algo de dinero de bolsillo pedía 10 marcos por llevar una pancarta pequeña, 20
marcos la grande, en la Fiesta de los Trabajadores o en el Día de la República. Pero ahora,
con la mierda imperante, incluso por todo el oro del mundo no pondría los pies en el baile
popular.»
Marina charla, canturrea, sonríe. Su buen humor esconde algo, su madre está
convencida.
Un paseo al aire libre, brazos arriba, brazos abajo, por los inmensos campos de
colza, detrás de la casa, logra despertarlos.
—Klaus, ¿qué vas a hacer mañana?
—Bueno, voy a currar a la fábrica, ¿por qué?
—Porque te vas a venir conmigo a Leipzig —le dice ella cogiéndole la mano—.
Está prevista una gran manifestación. Mi hermano estuvo allí el lunes pasado y volvió muy
impresionado. Me ha dicho que había unas veinte mil personas que coreaban, se cogían del
brazo y encendían velas alrededor de la iglesia de San-Nicolás. Es allí donde sucede todo.
Klaus, yo voy a ir y tú tienes que venir conmigo.
Desde la primera gran manifestación conjunta del 25 de septiembre, Leipzig se ha
convertido en el centro de las protestas, pero Klaus sigue siendo escéptico. De las
concentraciones del lunes por la tarde se ha quedado sobre todo con la desmesurada
respuesta de la policía. Hubo destrozos. Contrariado, pone como excusa un recado urgente,
el mal carácter de su jefe y su poca conciencia política para manifestarse.
Marina no está de humor. No se rendirá tan fácilmente:
—¿No estás harto de pasarte las vacaciones en los cámpings podridos de
Checoslovaquia? ¿No sueñas con bañarte conmigo en Mallorca o en Rímini? Klaus, yo
quiero consumir, vivir libre, terminar mi bachillerato e ir a la Universidad. Nadie decidirá
por mí, y desde luego no lo harán los viejos del Partido. ¡Todo eso se ha terminado! Y no
voy a abandonar el país para tener acceso a todo eso. Ya no tenemos elección: ¡Mañana
tenemos que ir a Leipzig!
Terminó plantando sus labios en la boca del aprendiz de carpintero. No pudo
escaparse: lo prometió, irá.
***
El pastor Albani cruza los brazos, se inclina hacia delante, después hacia atrás, se
frota la oreja. Tras permanecer media hora hablando con un general uniformado en el
portón de la iglesia de Getsemaní, se apodera de un megáfono:
—Tenéis permiso para regresar a vuestras casas a condición de no intentar nada
contra las fuerzas del orden. Con esas condiciones se comprometen a dejaros pasar
libremente.
Los miles de ocupantes de la iglesia se miran en silencio, incrédulos. Cuando Albani
reitera su anuncio, se ponen a hablar todos a la vez, la mayoría muy aliviados con la idea de
volver a sus casas y de salir de esto sin problemas.
—Demasiado fácil, no me lo creo —murmura Emma, tranquila por haber visto a su
amiga Barbara bien. Es imposible confiar en los hombres de Erich Mielke, ya que la única
salida es el puente que cruza la vía del tren detrás de la iglesia: una verdadera ratonera.
Emma duda (sus hijos, preocupados, seguro que la esperan en casa), después decide
quedarse en el templo.
De improviso, un adolescente hace una estrepitosa entrada. Con la mano
gravemente herida, ha conseguido franquear el cordón de seguridad para advertir a sus
camaradas: la Stasi les espera a la salida del puente. Han detenido ya a docenas de
personas. Para Emma está claro: hay que salir, enfrentarse a las fuerzas del orden, mostrarse
solidarios con los camaradas. Un centenar de audaces se levantan y salen de la iglesia, en
procesión, con velas en la mano, atravesando el cordón de las fuerzas del orden, que los
dejan pasar, inactivos delante de esos extraños peregrinos. Se sientan en la esquina de la
Stargarderstrasse y de la Schönhauser Allee, según un ritual ya bien aprendido —sentadas,
velas en la acera—, y repiten a coro, unos junto a otros, con las manos levantadas, sus
consignas preferidas: «¡No a la violencia!» «¡Indignos!», mirando a los brutos que les
hacen frente.
***
Miedo en la ciudad
Apenas son las ocho de la mañana. Martin tiene el tiempo justo de tomarse un café
antes de ir a ocuparse de sus pacientes, ancianos recogidos en un asilo que depende de la
diócesis de Leipzig. Durante los descansos, el joven auxiliar de clínica se divierte
observando la comisaría vecina, las idas y venidas de los policías en el pasillo, el paso de
los delincuentes esposados. Esta mañana reina una agitación anormal. La gente corre, grita,
hay ambiente de grandes maniobras. En un extremo del patio, los mecánicos y los obreros
refuerzan el blindaje lateral de los camiones e instalan en la parte delantera púas de acero
templado.
«Parece que va en serio», murmura Martin. Hasta ahora, se negaba a creer en los
rumores que han recorrido Leipzig durante los últimos tiempos. Tres días antes se encogió
de hombros al leer en el Leipziger Volkszeitung la declaración del comandante de una
brigada de milicias obreras que anunciaba que «la ley y el orden se restablecerán de una vez
por todas, y si fuera necesario por las armas».
Los hombres de la Stasi, de todo el país, vuelven de las armerías con las armas en la
mano. La alerta «Código rojo», lanzada por Mielke, ha movilizado a todos los servicios de
orden de la RDA. En Berlín, Heinrich Knopf ha cogido su Walter O, que también ha metido
en su pistolera, bajo su traje de tergal. En Leipzig, en las comisarías y en los cuarteles, es
hora de reunirse para dar instrucciones.
La sesión se desarrolla igual en todas partes. Proyección de fotos edificantes y de
películas de propaganda: se muestra a policías del pueblo quemados vivos, combates en la
calle en los que los agitadores desatados se imponen a las fuerzas del orden. Esas imágenes
impresionan a los jóvenes reclutas del BePo51. Después, los oficiales terminan con un
discurso.
—O ellos o nosotros. Hoy, camaradas, la contrarrevolución está en la calle y nos
enfrentamos a una amenaza muy grave, comparable a la que hizo temblar a China hace
cuatro meses. La manifestación de esta tarde será muy distinta de la de los lunes anteriores.
Vamos a enfrentarnos a extremistas capaces de todo para derrocar el régimen. Irán
equipados con cascos y armados con piedras y palos. Lo repetimos: ¡O ellos o nosotros!
»Hay que acabar definitivamente con esos agitadores. No atacaremos a la salida de
las iglesias, en la zona peatonal del centro de la ciudad. Pero una vez que los manifestantes
lleguen al Ring, impediremos su reagrupamiento. A la altura de Ostknoten, en el cruce de
Georgi Ring y la plaza de la estación, cortaremos el paso para evitar que los elementos
radicales se agrupen alrededor del estanque de Schwanenteich, donde estará concentrado el
grueso de nuestras tropas. Unidades del ejército popular y blindados estarán situados en las
inmediaciones de la Estación Central, delante de Correos y de la emisora de radiotelevisión.
En caso de ataque, responderéis haciendo uso de las armas. Sí, me habéis entendido bien:
podréis hacer uso de vuestras armas de fuego. Habrá kalashnikovs cargados en los
camiones cercanos. Desde este momento, cientos de vosotros seréis desplegados en las
calles y en el puente de la estación: hay que impedir la llegada de individuos
potencialmente sospechosos y hay que alejarlos. Además, el acceso a la ciudad está
prohibido para todos los periodistas, en particular para los equipos de las televisiones
extranjeras. Según los cálculos del general Strassenburg52, por la tarde se manifestarán
como máximo cincuenta mil, pero en realidad hay que esperar de veinte a treinta mil
manifestantes. Esta tarde seréis tres mil cien policías y mil quinientos soldados para
controlar la ciudad; ocho centurias de milicias obreras, es decir, ochocientos hombres,
completarán el dispositivo, así como las unidades secretas de la Stasi y los miembros del
Partido no armados mezclados con la gente. Este día es decisivo para el futuro de nuestra
república socialista. ¡Rompan filas y a sus puestos!
***
—Bueno, Marina, ahora nos tenemos que ir. No estamos más que a ochenta
kilómetros de Leipzig, pero seguro que habrá cordones policiales y controles de carretera.
Jens y Leo llegarán de un momento a otro. ¿Qué hace tu amigo?
—No lo entiendo: lleva ya un retraso de casi una hora... Vamos a esperar un poco
más. Gerhard, ya verás, Klaus no tiene buena pinta, pero es un chico formidable.
Marina cada vez está más nerviosa, su amigo se desespera, Jens y Leo, que se han
unido a ellos, se impacientan. De repente, suena el timbre. La joven palidece al descubrir en
la puerta al cartero de Mühlberg:
—¡Un telegrama para usted, señorita!
«Resfriado – stop – en cama – stop – no puedo ir – stop – pienso en ti – stop – estoy
contigo – stop – de todo corazón − stop – tu Klaus.»
En el Wartburg, que cabecea sobre sus amortiguadores cada vez que Gerhard intenta
evitar un bache, el ambiente es triste. Pisando a fondo el acelerador, el conductor intenta
ganar el tiempo perdido. Conscientes de los peligros que los esperan, sus amigos Jens y Leo
no son nada elocuentes. Marina rumia, maldice, uno a uno, a las columnas de blindados a
los que adelantan, a Erich Honecker, al género masculino. Llegan antes de lo previsto a la
periferia de Leipzig, donde dejan el coche. Tienen que atravesar la ciudad en estado de sitio
antes de llegar a la iglesia de San Nicolás.
Si este templo se ha convertido en el centro de la protesta es sobre todo gracias a un
hombre, de espíritu libre y aventurero: el pastor Christoph Wonneberger. Tres años antes,
cuando se hizo cargo de la parroquia de San Nicolás, el oficio de la paz del lunes por la
tarde53 no reunía más que a un puñado de marginados. En pocos meses, Wonneberger
convirtió la reunión semanal en la de los pacifistas, los defensores del medio ambiente, los
militantes de los derechos humanos y, cada vez más, en la de los ciudadanos de a pie, libres
de expresar allí sus quejas. En enero de 1988, afectado por la detención en Berlín de
numerosos camaradas con motivo de la conmemoración del asesinato de Rosa
Luxemburgo54, creó una oficina de coordinación de los grupúsculos locales de oposición
que sirviera también como red de información para los medios occidentales. Bajo la presión
de la Stasi, Friedrich Magirius, el «superintendente»55 de la iglesia de San Nicolás, tuvo
que tomar la decisión de separarse del molesto pastor.
Wonneberger está en el punto de mira de las autoridades desde hace mucho, desde
que empezó a recorrer los países del bloque del Este. Peacenik errante, altruista y barbudo,
estuvo en Praga en 1968 cuando los tanques soviéticos invadieron la ciudad, después se
trasladó a Polonia, de Cracovia a Gdansk y a Varsovia, donde asistió a conciertos de jazz,
fumando en pipa, y estableció contactos con los movimientos de la oposición local. A
mediados de los años ochenta militó en el movimiento para la creación de un servicio de
«paz social» como alternativa al servicio militar tradicional y al «servicio de
«construcción»56 no combatiente. Pero los objetores de conciencia, el régimen y la Stasi no
lo querían bajo ningún concepto: declararon anticonstitucional su iniciativa; se libró de una
pena de prisión y su jerarquía le amenazó con suspenderle si no ponía fin a sus actividades
subversivas.
El 9 de octubre de 1989, Christoph Wonneberger recorre el centro de Leipzig en
bicicleta. Quiere comprobar si los rumores alarmistas que le han contado son fundados. Al
este del Ring, en las callejas adyacentes, se agrupan varias compañías de los BePo, y detrás
de la Ópera, alrededor del estanque, camiones y vehículos blindados toman posiciones.
Regresa terriblemente inquieto. Después del éxito de las manifestaciones de los lunes
anteriores —desde hace un mes, el número de manifestantes se duplica todas las semanas—
y la violenta represión de las concentraciones del fin de semana en todo el país hay que
esperar lo peor. En su casa se encuentra con sus compañeros del Círculo de Derechos
Humanos. Todos han visto los mismos movimientos de tropas.
Leipzig no será la Tiananmen de la Alemania del Este. La manifestación de hoy no
debe transformarse en un baño de sangre. Como el día anterior, redactan frenéticamente
nuevos panfletos. «Las fuerzas del orden no son los enemigos; Wirsind das Volk
—«nosotros», policías y manifestantes, somos el pueblo—; la violencia no resuelve nada;
el Partido y el gobierno son los responsables de la situación actual, pero nos corresponde a
nosotros, habitantes de Leipzig, impedir hoy una escalada de violencia. Nuestro futuro
depende de...»
A unos cientos de metros de allí, los militantes del Nuevo Foro están que no viven.
¿Quién podrá convencer a las autoridades de renunciar al uso de la fuerza? Sólo una
autoridad moral respetada tanto por la jerarquía del Partido como por la población podría
evitar la catástrofe. De repente, está más claro que el agua: ¡Kurt Masur! ¿Cómo no lo han
pensado antes? El director de orquesta es un gran defensor del diálogo. A finales de agosto,
abrió las puertas de la Gewandhaus57 a los habitantes de Leipzig para que pudieran hablar
después de que las autoridades cancelaran un festival de música en la calle. Asistieron
artistas, pero también empleados de la Stasi y ciudadanos de a pie, con curiosidad por
debatir libremente bajo la dirección del maestro.
Con su papada de barba poblada, su estentórea voz, su altura y su figura atlética,
Kurt Masur habría sido un soberbio actor de peplum58. Dos oficiales de enlace del NF, un
poco intimidados por ir a llamar a la puerta de su despacho de la Gewandhaus, le explican
el motivo de su visita. Él los tranquiliza. Adora esta ciudad, en la que ha estudiado, y no
dejará que un puñado de viejos y de generales empañe jamás su nombre. Él tampoco puede
más.
—El desfile del viernes en Berlín fue una farsa tan macabra como grotesca —les
confiesa. Hará todo lo posible para evitar el temido enfrentamiento. Pero debe irse rápido;
sus músicos lo esperan para el ensayo general del concierto de esta tarde.
Nada más interpretar los últimos compases de la Segunda Sinfonía de Brahms, Kurt
Masur vuelve a grandes zancadas a su despacho y llama a Kurt Meyer, el secretario de
Cultura del SED del distrito. Confía en Meyer, funcionario honrado que le ha acompañado
en sus últimas giras triunfales a Japón y Estados Unidos. Seguro que éste le dará
información concreta sobre los planes del Estado Mayor y, llegado el caso, podrán
intervenir juntos. El secretario no puede hacer gran cosa, pero le jura que lo llamará lo más
rápidamente posible. Kurt Masur no hace más que llegar a su residencia de la Hellerstrasse
cuando suena el teléfono.
—Efectivamente, las cosas pintan mal. Pero no puedo decir nada por teléfono. Le
propongo ir de inmediato a su casa con camaradas del Partido, Wötzel y Pommert, el
cantante Lange y el teólogo Zimmermann. Hay que hacer algo. Juntos debemos intentar
evitar lo peor.
Masur mira la hora. Pronto serán las dos: el oficio de la paz empieza dentro de tres
horas escasas.
***
Con los ojos clavados en el péndulo, Christoph Wonneberger y sus amigos del
Círculo de Derechos Humanos esperan que los panfletos llamando a la concordia y a la no
violencia salgan de la imprenta para distribuirlos antes de las primeras oraciones. Levantan
la cabeza y escuchan por casualidad en la radio la voz heladora de Erich Honecker: con
ocasión de la visita de una delegación china de alto rango, elogia la fuerte represión de las
autoridades de Pekín contra la insurrección contrarrevolucionaria de la primavera.
Despliegan un gran mapa de Leipzig y con chinchetas señalan las cuatro iglesias en
las que se celebrarán los oficios a los que ellos asistirán. Su misión es capital: en ausencia
de periodistas extranjeros, deben reunir la mayor cantidad de información sobre el
desarrollo de la manifestación. Christoph Wonneberger ha decidido que se quedará en su
casa; quiere centralizar la información, como han hecho los rebeldes de la Getsemaní, y
transmitirla por teléfono a los medios internacionales, que no pararán de llamarlo durante
toda la tarde: Wonneberger es un buen cliente, conocedor de las técnicas de comunicación
de sus amigos de la Carta 77 de Vaclav Havel y de Solidarnos´c´.
***
A las cinco de la tarde, las campanas de la torre tañen. Los oficios de la paz están a
punto de empezar y los templos están abarrotados: seis mil personas se apiñan ansiosas.
Entre ellas, Marina y Gerhard, que han logrado colarse in extremis en San Nicolás. La nave
ya estaba llena cuando los cuatro jóvenes se presentaron una hora antes, pero una mujer
obesa se desmayó mientras Marina charlaba en la puerta: ella y su hermano pudieron entrar.
Jens y Leo se quedaron en el parque junto a miles de manifestantes. Encendieron velas, lo
que imitaron los vecinos de los inmuebles de los alrededores, que también colgaron flores
en sus ventanas en signo de apoyo a las personas detenidas durante las últimas semanas.
El corazón de Marina se acelera; al ver las caras serias y concentradas de quienes
estaban sentados en su misma fila, toma conciencia de que la revolución es un asunto serio.
Cuando el padre Günther Hanish entra y saluda a los presentes, reina un pesado silencio.
Anuncia que la diócesis católica de Leipzig apoya todas las acciones no violentas que
permitan llegar a un diálogo social que reúna a todos los componentes de la sociedad
alemana oriental con el fin de zanjar la distancia abismal entre gobernados y gobernantes.
La confianza renacería si los medios fueran más libres, proclama, entre aplausos de sus
oyentes. A continuación, Martin Jankowski, una figura de la oposición local, interpreta el
Canto de viento libre. Cuando empieza el estribillo «El mundo ha cambiado; podemos ser
más libres; aire fresco recorre las calles...», la gente parece olvidar por un momento el
peligro. En seguida hace acto de presencia el pastor Weidel. Habla sobre la paz, sobre el
espíritu que «debe traspasar estas paredes». Ruega al público que no la emprenda con los
uniformados, que no coreen, que no griten consignas que puedan provocarlos. «Soltad la
piedra que lleváis en la mano», insiste. Pero ninguno lleva ninguna piedra, todos se
mantienen firmes pero tranquilos. Incluso los camaradas enviados por el SED, atentos, no
alteran las ceremonias, que, como muchos, temían. Algunos llegan a corear los eslóganes
que defienden la paz y la libertad: «Aire fresco recorre las calles».
Mientras cae la noche, fuera se percibe el rugido de los megáfonos y el sonido de
las sirenas. Llaman a la puerta del templo. Marina y su hermano se miran desconcertados.
Temen por Jens y Leo, por todos aquellos a los que no pueden proteger en el recinto de San
Nicolás. Los ocupantes de la iglesia están tan angustiados que, por un momento, temen lo
peor. Pero los ruidos que llegan a la concurrencia son de hecho los de los altavoces de los
manifestantes, que corean el nombre de Gorbachov: «¡No a la violencia!» y «¡Nosotros
somos el pueblo!». Durante una hora no sucede nada de importancia: el centro de la ciudad
parece abandonado por las fuerzas del orden. Martin lo confirma, no se ha cruzado con un
solo policía en el camino desde la iglesia de la Reforma, donde ha asistido al inicio del
oficio, hasta la explanada de San Nicolás. Consigue entender las consignas que resuenan
dentro del templo. Lentamente, la gente se separa para dejar paso al pastor Hempel, que
viene de Santo Tomás. Extenuado, llama a la puerta con todas sus fuerzas. Sube al púlpito:
«Es indispensable un diálogo entre el régimen y los jóvenes en la calle. Para evitar el
derramamiento de sangre, por favor, ¡ningún tipo de violencia! ¡Que todo vaya lo mejor
posible. Amén!». Eso es todo. Hempel se va tan deprisa como ha llegado hacia las otras
iglesias para reiterar su mensaje. Al salir, se cruza con el teólogo Zimmermann, que lleva
en la mano el llamamiento manuscrito.
—¡Ciudadanos! El profesor Kurt Masur, el doctor Zimmermann, el cantante Bernd-
Lutz Lange y los secretarios locales del SED...
Murmullos en la sala al escuchar los nombres de Meyer, Pommert y Wötzel...
Marina pregunta a Gerhard quiénes son Kurt Masur y esos tres hombres. Su hermano la
coge afectuosamente por el brazo y le dice que se calle; después, al unísono con el resto de
la asistencia, aplaude a más no poder cuando Zimmermann termina la lectura.
El coro empieza el último canto mientras el pastor Führer ordena abrir las puertas de
la iglesia: dos mil cuatrocientas personas se apresuran a salir hacia lo desconocido con el
corazón en un puño.
***
«Jetzt geht’s lo-hos!» ¡Adelante! Hacia la Karl-Marx Platz! La multitud es tan densa
que apenas puede avanzar. Con impermeables y viejas parkas para protegerse de los
cañones de agua o de pintura de la policía y calzados con botas altas para resistir las
mordeduras de los perros, los ciudadanos de Leipzig marchan lentamente. Marina da el
brazo a un anciano que lleva una insignia del Partido y una gorra de piel en la que tiene
prendido un pin con una foto de Gorbachov. Toman el casco antiguo de la ciudad sumido en
la penumbra, y cuando ven, en una callejuela adyacente, a un grupo de milicias obreras o a
una compañía BePo, se apretujan aún más y corean para darse valor. Cantan We shall
overcome, y vuelven a cantar a pleno pulmón La Internacional.
«Es la lucha final, ¡en pie! Derechos iguales tendrán...» Martin no cree lo que
escucha ni lo que ve. Está atrapado en una marea humana que avanza a oleadas con una
infinita lentitud; tarda veinte minutos en recorrer los ciento cincuenta metros que separan la
iglesia de San Nicolás de la Karl-Marx Platz.
«No podrán cargar sobre tal multitud de manifestantes. Pero si por casualidad
lanzan gases lacrimógenos, si utilizan los cañones de agua o hacen advertencias para que
nos dispersemos, la gente tendrá un ataque de pánico y esto se puede convertir en una
carnicería», se dice a sí mismo. En la plaza, delante de la Gewandhaus de Kurt Masur, se
sube a una farola. Delante de él, la manifestación llega hasta el infinito.
«Bip bip bip», las tres notas electrónicas de la radio municipal repican a través de
los altavoces. Con la conocida melodía, muchos manifestantes se miran perplejos,
convencidos de que se va a anunciar que se ha decretado el estado de excepción.
—¡Ciudadanos! El doctor Kurt Masur, el pastor Zimmermann, el cantante Bernd-
Lutz y los secretarios locales del SED...
En el cuartel general de la policía de Leipzig, el general Gerhard Strassenburg está
crispado. Las cuatro compañías de refuerzo de BePo de Halle que ha reclamado no han
llegado. Las milicias obreras han registrado deserciones, provocadas por las fuerzas de la
policía; en varios cuarteles, los reclutas han fingido estar enfermos. Esta tarde, cada hombre
cuenta: han subestimado el número de manifestantes y las fuerzas del orden cuentan con
pocos efectivos. Cuando Gerhard Strassenburg tiene conocimiento de que empiezan a llegar
a la Karl-Marx Platz para subir por Georgi Ring hacia la estación, ordena a sus hombres
que avancen a su encuentro.
Al ver los escudos y los cascos blancos que avanzan sobre ellos, los manifestantes
se paralizan. La confrontación es inminente. Las fuerzas del orden se detienen a su vez. A
escasas docenas de metros, se tantean, se miran, se escrutan.
La línea 2 de la centralita telefónica de Strassenburg suena. Helmut Hackenberg,
primer secretario del SED en Leipzig, está al otro lado de la línea.
—Gerhard, hay que dejar pasar a la manifestación. Kurt Masur y tres camaradas del
Partido han lanzado un llamamiento a la no violencia. Creo que es lo más razonable.
—No sé nada de ese llamamiento. ¿Estás seguro de lo que me estás diciendo?
Conoces tan bien como yo las instrucciones de Berlín.
—No te preocupes por eso. Tengo que advertir al Comité Central. Voy a llamar
inmediatamente a Egon Krenz; él hablará con el secretario general. Tú haz lo que puedas
para ver a Dickel60. Gerhard, si la situación degenera, no nos lo perdonaríamos nunca. Hay
que evitar por todos los medios el enfrentamiento con los manifestantes.
Con el reverso de la manga, el general Strassenburg se enjuga el sudor que corre por
sus sienes canosas. No quiere pasar a la posteridad como el carnicero de Leipzig,
especialmente si la dirección local del Partido viene a cesarle. Ordena a sus subordinados
que no se muevan hasta nuevas órdenes. Sobre la marcha llama a Dickel:
—Camarada ministro, le propongo la retirada de mis fuerzas. No tenemos los
medios para dispersar la manifestación. Nos es imposible lanzar una ofensiva en la
situación actual. Los elementos hostiles son demasiado numerosos: por primera vez no
podemos recurrir a los métodos clásicos. Responderemos a la menor provocación o si un
solo policía del pueblo resulta agredido, pero no debemos pasar a la ofensiva.
—No se mueva. Le vuelvo a llamar.
Llueve. Los manifestantes perciben que las fuerzas del orden dudan. Ellos gritan
como nunca: ¡No a la violencia! ¡Gorbi! ¡Gorbi! ¡Libertad para los prisioneros políticos!
¡No somos maleantes! ¡Somos el pueblo! ¡En la calle! ¡Únete!
A las seis y catorce de la tarde, Dickel, que desde Berlín sigue el desarrollo de la
manifestación en los monitores de vídeo, llama al general Strassenburg:
—Usted es quien está en mejor situación para decidir. ¡Tiene carta blanca!
Strassenburg hace que sus tropas se retiren inmediatamente para dejar paso a la
manifestación.
El camino está despejado y un torrente desfila por Ostknoten.
—Aquí Helmut Hackenberg, primer secretario del distrito de Leipzig. Páseme al
camarada Egon Krenz con máxima urgencia.
—No está en su despacho —le responde la secretaria, cansada de buscar a su jefe
durante todo el día.
—Encuéntrelo —le espeta el apparatchik—. Ah, Egon, ¡por fin! Hay que permitir
que la manifestación se desarrolle de forma pacífica. No tenemos elección: el balance de
fuerzas nos es muy desfavorable: ¡Los manifestantes llegan a los cien mil!
Krenz se sofoca.
—¿Qué dices?
—Sí, han bajado cien mil a la calle. Si intervenimos, será una masacre. Hemos
tomado esta decisión con el camarada Strassenburg y te pido que la avales.
Krenz reflexiona. El éxito popular de la manifestación soluciona sus problemas: eso
debilita aún más a Honecker. Por otro lado, no ve bien que él solo asuma una decisión tan
capital. Así que contemporiza.
—Helmut, las medidas de las que me hablas, ¿son ya efectivas?
—Sí.
—Hmmm. No puedo aprobarlas. Tengo que consultar con otros responsables del
Comité Central. Te llamo lo antes posible.
El pastor Wonneberger empieza a tranquilizarse a medida que le llegan las buenas
noticias. Sus emisarios le informan del efecto tan positivo del llamamiento de los Seis sobre
los manifestantes, sorprendidos de que la jerarquía del Partido haga un llamamiento a la
ponderación y al diálogo político. Incluso uno de ellos le describe una escena alucinante: en
las inmediaciones de la estación los que protestaban fueron a hablar con los policías
uniformados, entre ellos Marina. Se acercó a dos jóvenes reclutas:
—Chaoten! Chaoten! ¿Tengo cara de Chaoten? 61 ¿O pinta de enemigo público?
No me dispararíais, ¿verdad? —les espeta. Uno de los soldados le susurra que no le quedan
más que unos días y que después será uno de los suyos. Algo más lejos, una joven explica a
un militar que todos son el mismo pueblo, que todos son ciudadanos alemanes orientales, y
le coloca una flor en el cañón de su Karabiner 98 automática.
Martin se relaja, pero la partida no ha terminado: los primeros manifestantes pronto
llegarán al cuartel general de la Stasi, al otro lado del Ring. Él abandona la marcha y con su
bicicleta, atravesando el centro, llega en seguida a los alrededores de la enorme nave de
piedra tallada. El Runde Ecke62, como lo llaman los ciudadanos de Leipzig, está sumido en
la oscuridad y Martin se da cuenta, con satisfacción, de que han retirado las ametralladoras
de los puestos de guardia delante de la entrada. Sin embargo, los vehículos blindados de las
fuerzas de orden, muy equipados, protegen el edificio. Los «¡No a la violencia!» y «Somos
el pueblo», acompañados de silbidos, se acercan. Al llegar donde están los centinelas, los
manifestantes lanzan conmovedores «¡Únete!», y los más aventureros encienden velas que
dibujan una especie de línea de separación que los militantes vigilan: ningún manifestante
debe traspasarla. Los policías permanecen impasibles. El cortejo reemprende su marcha
triunfal.
***
En Leipzig se prepara una dilatada tarde de alegría. Por primera vez en la historia de
la RDA, una manifestación no autorizada se está desarrollando sin el menor incidente. Ni
un solo herido, ni siquiera un rasguño: ¡es un milagro!
La manifestación tarda en dispersarse. Nadie quiere volver a su casa; todos desean
aprovechar un momento que supone el paso a la historia. En medio de un concierto de
cláxones y a la luz de las farolas, la gente se felicita, se abraza, aplaude y brinda sentada en
la acera o incluso en cuclillas en plena calle. Todos sienten deseos de hablar a todo el
mundo. Delante de la iglesia de Santo Tomás, Marina y Gerhard, que acaban de encontrarse
con Leo y Jens, mantienen una distendida charla con los hombres de gris de las milicias
obreras. Juntos bromean y fuman; todos habían pasado mucho miedo; ellos no son reclutas
y ellos ¡no son asesinos! Los manifestantes y los jefes de las milicias locales prometen
reunirse lo más pronto posible para hablar de política.
A las siete y cuarto pasadas, Krenz llama finalmente al primer secretario
Hackenberg:
—He hablado con varios ministros y miembros del Politburó y hemos aprobado
vuestra decisión. Sigo muy de cerca la situación. Estad tranquilos.
En Berlín, el pastor Albani comunica a los insurrectos de la iglesia de Getsemaní las
buenas noticias que llegan desde Leipzig. Esta tarde todavía hay tres mil personas y Vera,
Barbara, Sven y Emma están exultantes; sobre todo porque han levantado parcialmente el
sitio a la iglesia. Las campanas repican con alegría.
El pastor Wonneberger enlaza una entrevista con otra de los periodistas extranjeros
que lo asaltan por teléfono.
—Sí, sí, este 9 de octubre marca un giro en la historia de la RDA. Pero aún no está
todo hecho y no sabemos cómo va a reaccionar el régimen después de esta nueva
humillación... —repite a los enviados especiales. Sobre todo, se prepara para el
Tagesthemen del ARD, la última edición del periódico que todos los alemanes, tanto del
Este como del Oeste, no van a dejar de leer esta noche.
Martin remolonea, radiante, alrededor de la iglesia de San Nicolás. Se queda
petrificado cuando de repente ve a Markus.
—¡Tú también estás aquí!
—¡Claro, no me he podido resistir!
Ambos se abrazan y deciden ir al Nuevo Foro. Llegan a la Karl-Marx Platz, donde
nuevamente resuena el llamamiento leído por Kurt Mansur. Espontáneamente, millares de
habitantes de Leipzig se concentran bajo las ventanas de la Gewandhaus y gritan a su
héroe: «¡Larga vida al camarada Kurt Mansur!».
El director de orquesta está emocionado. Nunca olvidará este día, se jura a sí
mismo, al entrar en la sala de conciertos. Al hacer su entrada, la orquesta y el público le
regalan una standing ovation. Ni un grito, ni una palabra: largos minutos de frenéticos
aplausos. Concentrándose, Masur levanta los brazos y resuenan los primeros compases en
un silencio catedralicio.
51 BePo, abreviatura de Bereitschaft Polizei, el equivalente a los antidisturbios.
52 El general Strassenburg era el jefe de la policía de Leipzig.
53 En 1982, en la iglesia de San Nicolás se celebraba una ceremonia para protestar
contra la militarización creciente de la sociedad alemana oriental. Posteriormente, todos los
lunes, después del mediodía, se celebraba el «oficio de la paz».
54 Los disidentes habían logrado unirse al cortejo oficial y marchar con una
pancarta: «La libertad es siempre la libertad de pensar de forma distinta». Después, se
practicaron numerosas detenciones.
55 El «superintendente» es un pastor que se ocupa de la gestión administrativa de
varias parroquias de una diócesis.
56 El servicio de construcción se instituyó en los años sesenta. Evitaba que los
reclutas manejasen armas, pero no por ello contribuían menos al esfuerzo militar de la RDA
al construir, por ejemplo, cuarteles.
57 La principal sala de conciertos de Leipzig, situada en la plaza de Karl-Marx, a
diez minutos andando de la iglesia de San Nicolás.
58 Género cinematográfico ambientado en la antigüedad clásica grecorromana. [N.
del T.].
59 Los años del milagro económico de finales del siglo XIX del Reich alemán.
60 Friedrich Dickel era ministro del Interior; por tanto, jefe de la Volkspolizei
(Policía del Pueblo).
61 Los Chaoten eran los grupos de jóvenes anarquistas.
62 Runde Ecke: literalmente «el edificio que hace esquina».
Capítulo 7
Mientras tiene conocimiento de las noticias que provienen de Berlín Este, Helmut
Kohl se frota las manos: tras su retirada en Leipzig dos días antes, el régimen está
acorralado, el SED en crisis y Honecker en entredicho.
—Las cosas progresan —murmura al contemplar el retrato de Konrad Adenauer. Se
acuerda de unas palabras de su predecesor: «Tendremos que estar alerta si llega ese
momento. Si parece inminente y existe una ocasión favorable, no debemos dejarla pasar».
El canciller decide llamar a Mijaíl Gorbachov.
Por teléfono, su homólogo soviético parece cansado. Kohl sabe que el secretario
general del PCUS está preocupado por el juego alemán occidental en la RDA; por eso, trata
de calmarlo; le asegura que las directrices políticas que perfilaron juntos durante su visita a
Bonn, en junio, siguen vigentes «sin la menor reserva». Para disipar sus dudas, le propone
mantenerse en estrecho contacto y le ruega que lo telefonee tan pronto como lo considere
necesario.
—Siempre estoy disponible para usted —le dice.
Gorbachov está de acuerdo y deciden establecer lo más pronto posible un «teléfono
rojo» entre Bonn y Moscú. Ambos se felicitan por los últimos acontecimientos en Hungría
y Polonia, que se corresponden con la «línea Gorbachov», insiste Kohl, quien, por otra
parte, le anuncia que visitará Varsovia a mediados de noviembre. El canciller aborda
finalmente la crisis en Alemania del Este:
—La RFA no tiene interés alguno en que cunda el caos en la RDA. Espero que los
acontecimientos no se vuelvan incontrolables y que los sentimientos no se desborden. Nos
interesa que la RDA se alinee con la política soviética de reforma y de transformación y que
sus habitantes permanezcan donde están.
—Escuchar estas palabras de usted es muy importante. Tomo nota y espero que sus
acciones estén a la altura de sus palabras. Creo que la RDA encontrará por sí misma la
solución a sus problemas.
***
Por la tarde, Egon Krenz visita a Willi Stoph. Por desgracia, queda por hacer lo más
duro: convencer a una gran mayoría del Politburó de destituir a Honecker. Piensa que en
Stoph encontrará a un aliado de peso, incluso para convencer a la vieja guardia del Partido
de la pertinencia de su maniobra. Presidente del consejo de ministros, el segundo personaje
del Estado vegeta a la sombra de Honecker desde hace lustros y, como tantos otros, detesta
a Mittag y su costosa política, que lleva a la RDA directa a la bancarrota. Stoph, anciano
enfermo y desabrido, ha renunciado a la idea de convertirse en el número uno del Partido.
—Willi, ¿no crees que ya ha llegado el momento de dar un paso adelante?
Stoph lo mira, impasible, detrás de sus cristales ahumados.
—Claro, claro, pero antes nos hace falta una mayoría segura. Tenemos que consultar
a los miembros del Politburó y también a los del Comité Central. Ocúpate tú de los
secretarios del Comité Central, de los primeros secretarios de distrito miembros del
Politburó y de Harry Tisch64. Yo me encargo de los otros.
***
Por la mañana, Barbara ha llamado a Emma para invitarla a tomar una copa en su
casa por la noche.
—Hablaremos de las reformas del sistema educativo. Vendrán un par de profesores
de Berlín Oeste. Es importante que estés aquí para explicar los puntos de vista del Nuevo
Foro sobre esta cuestión. Las plataformas de la oposición deben cooperar más. Hay que
aprovechar los efectos del «después de Leipzig» —le dice.
Con las mejillas sonrosadas por el frío y una botella de cabernet, Emma llega sola y
casi al final. Barbara está de un humor excelente: con un Cabinett en la mano, cuenta cómo,
esta tarde, se ha librado de un agente de la Stasi gracias a la aparición providencial del
conductor del tranvía, en el que el chivato la había seguido.
—Me llevaba siguiendo dos horas. Ese idiota no me dejaba, así que me fui a buscar
al conductor, que se puso a gritar: «¿Qué quiere usted de esta mujer? ¿Por qué la acosa?».
El tipo se ha puesto colorado, pero ha tenido el valor de responder que nosotros nos
conocíamos. Todo el mundo se ha dado cuenta de que era un agente de la Stasi. Después de
eso, el chófer me ha guiñado un ojo y me ha abierto la puerta para que me bajara antes de
cerrarla bruscamente. Acorralado, ¡el tipo se ha puesto a vociferar! Desde el lunes pasa algo
raro en la RDA, ¡os lo digo! Las cosas han cambiado, ayer se han manifestado incluso en
ciudades pequeñas como Ilmenau y Wernigerode. Ese hombre valiente hace tan sólo tres
semanas no me habría ayudado, estoy completamente segura.
El orden del día de la reunión está algo cambiado por el texto de Krenz, que todos
han escuchado por la radio en la Aktuelle Kamera65 de las siete y media. Los comentarios
se sucedían con rapidez y ya nadie parecía preocuparse por que la Stasi lo espiase; incluso
Barbara subió maquinalmente el volumen de la cadena estéreo. ¿Hay que alegrarse por este
cambio de tono del Politburó?
—Básicamente, no ha cambiado nada —observa Emma—. El Politburó considera
que la RDA es una verdadera democracia socialista. En lo que respecta a nosotros, los
manifestantes del domingo, ya no nos tratan ni de gamberros ni de fascistas, pero ya nos
han descrito como «¡víctimas utilizadas por las fuerzas contrarrevolucionarias!».
—¡Eso es increíble! —gruñe un ortofonista miembro de Democracia Ahora—.
Siguen tomándonos por cretinos. Mientras no nos consideren ciudadanos de pleno derecho
no habrá avances concretos. El gobierno pretende acallarnos sin realizar la menor reforma
de envergadura. Mirad, desde ayer han empezado a liberar a gente, pero si creemos lo que
dice el Telegraph66 de esta tarde, quedan al menos doscientas personas detenidas sólo en
Berlín. Tenemos que seguir movilizados y, sobre todo, no relajar la presión sobre el Partido.
—Eso es —aprueba Barbara—. No hay ninguna ayuda nacional para la oposición.
El régimen pretende, sobre todo, ganar tiempo, y la dirección probablemente esté dividida.
Sea aquí, en Democracia Ahora, en el Nuevo Foro o en el SDP, las reivindicaciones son
muy concretas: reconocimiento legal de las plataformas ciudadanas, libertad de prensa,
elecciones libres, sindicatos independientes, derecho de huelga, nueva política
medioambiental, participación de los trabajadores en la gestión de empresas... Ahora bien,
de todo esto, nada de nada.
—Sin olvidar la reforma del sistema educativo —interviene Emma mientras saca de
su bolso una nota que había preparado al mediodía, mientras miraba a sus dos niños, que se
devanaban los sesos para calcular las circunferencias de las balas de cañón y la velocidad
de reacción de los bombarderos.
La puericultora denuncia el adoctrinamiento ideológico de los niños desde los tres
años, la educación autoritaria que se extiende a lo largo de toda la escolarización, la
imposibilidad de que los niños se expresen libremente. A la responsable de ello todos la
conocen: Margot Honecker, ministra de Educación Nacional desde hace más de veinticinco
años. El verano anterior expulsó a cuatro alumnos del liceo berlinés Karlvon-Ossietzky
porque habían osado poner en duda el interés de los desfiles militares.
Hacia las once y media de la noche, antes de despedirse para volver a su casa67, una
pareja de profesores de Berlín Oeste explica cómo el sistema educativo alemán occidental,
muy estricto, quedó conmocionado después de los acontecimientos del 68. Emma y Barbara
quieren organizar lo más rápido posible un foro sobre la educación en Berlín Este.
—Ya no se trata de una cuestión utópica, sino de un programa político. ¡Hay que
incrementar la presión sobre el régimen!
***
Erich Honecker no ha dicho su última palabra. ¿El Politburó le dio el jaque el día
anterior? Decide solucionarlo convocando en Berlín a los primeros secretarios regionales
del Partido, todos ellos hombres que le deben mucho.
Helmut Hackenberg, que se doblegó tres días antes en Leipzig, recibe una acogida
glacial. El secretario general ha recuperado su orgullo: «Las ceremonias del cuadragésimo
aniversario se han desarrollado admirablemente; han reforzado el prestigio de la RDA,
remanso de estabilidad del mundo socialista, del cual es el mejor garante...». Honecker
ignora los murmullos de desaprobación y desgrana su verborrea habitual:
—Una vez más las intrigas de la OTAN han fracasado...
Esto es demasiado para los secretarios regionales, que esperaban del número uno
una mención a la declaración del Politburó y a la grave crisis por la que atraviesan. Hans
Modrow, llegado desde Dresde, se queja amargamente de la falta de consignas de la
dirección cuando estallaron los problemas en su ciudad tras el paso de los trenes de
refugiados provenientes de Praga la semana pasada. Para Günter Jahn, de Potsdam, las
explicaciones del Politburó son tan insuficientes como tardías. Exige, de forma encubierta,
la dimisión del secretario general.
Atónito, Honecker se vuelve hacia Günter Schabowski:
—¿Tienes algo que añadir?
El jefe del Partido en Berlín no se hace de rogar:
—Los camaradas tienen razón al deplorar la pasividad del Politburó: nosotros, es
cierto, nos hemos expresado demasiado tarde. Pero hacerles creer que nuestra última sesión
se dedicó a las maquinaciones de la OTAN y no a los problemas candentes del país sería
totalmente falso. ¡Incluso todo lo contrario a la verdad! El martes y el miércoles, el
Politburó analizó muy seriamente la situación e identificó las causas de nuestras
dificultades...
Puesto en evidencia por segunda vez en dos días, Honecker abandona la sala de
reuniones.
Es la hora de la pausa y Schabowski prefiere aprovecharla para retomar la
conversación con Modrow, al que conoció bien cuando este último era jefe de departamento
de agitación y propaganda68 en Berlín. Estos últimos días, la prensa occidental alemana
lanza inquietantes rumores sobre un posible tándem entre Modrow y Markus Wolf para
suceder a Honecker; un tándem que tendría el apoyo de la KGB y quizá del propio
Gorbachov. Ayer, Wolf, el antiguo jefe del espionaje alemán oriental, declaró a la BBC que
los cambios que tenían lugar en la RDA eran menores y demasiado lentos. Preguntado
sobre la capacidad de la dirección actual para orquestar las reformas esperadas, se limitó a
un lacónico «sin comentarios», apoyado con una sonrisa sibilina. En el baño, Schabowski
se dirige con pasión a Modrow:
—Tus críticas estaban fundadas. Me solidarizo contigo. —Y le sugiere que vuelvan
a hablar cuanto antes—: Tengo cosas muy importantes que decirte.
Cuando vuelve a la sala, se encuentra con Krenz y Siegfried Lorenz, primer
secretario en Karl-Marx-Stadt y miembro del Politburó, en animada conversación. Los tres
se juran que una nueva actuación de Honecker en la línea de la de hoy no puede volver a
producirse nunca. Günter Jahn, cuya intervención los ha impresionado, pasa cerca de ellos.
Krenz se lanza tras sus pasos y le habla sin reservas:
—Günter, hablemos con franqueza: esto no puede continuar así, ¿verdad?
—Egon —le susurra el hombre de Potsdam—, para mí hablar claro significa
recuperar la dignidad.
—Exactamente.
Más tarde, Stoph y Krenz acuerdan destituir a Honecker en la siguiente sesión del
Politburó, el martes 17 de octubre.
***
Cada día el suelo se hunde más bajo los pies de Honecker. La víspera al mediodía se
encerró en su despacho, postrado, incapaz de trabajar tras la agitada sesión con los
secretarios regionales del Partido. Sin embargo, esta mañana, al descubrir la revista de
prensa de los periódicos alemanes occidentales, se sobresalta: «Honecker, miércoles 18 de
octubre: ¡Último día antes de la jubilación!», lee en la primera plana del Bild Zeitung69. El
artículo cita fuentes próximas al poder en Berlín Este.
—Egon, ¿qué significa esta comedia? —le grita por teléfono.
Krenz finge sorpresa: obviamente no tenía ni idea de lo que le hablaba Erich.
—¿No pensarás que me vas a hacer creer que no has visto la primera plana del
Bild?
—¡Ah, eso! Bueno, Erich, ¡eso no es serio! ¿Te fías de las habladurías de la prensa
de trinchera del Oeste? Eso es otro golpe bajo de Springer70, ya verás. Una maniobra sucia
dirigida, desde luego, por Kohl y su camarilla.
—¿De verdad crees eso? ¿Puedo confiar en ti?
—Claro, Erich. Algunos hemos tenido ciertas divergencias en estos últimos
tiempos, pero tú sigues siendo para todos nosotros un modelo. Nadie imagina estar sin ti.
La unidad siempre ha sido nuestra fuerza, bien lo sabes.
Honecker suspira.
—Entonces te sugiero que organices una reunión de partidos del Bloque para este
mediodía. Podríamos ir los tres, con Mittag.
—Lo lamento, pero es imposible. Dentro de dos horas salgo hacia Leipzig para
supervisar los preparativos de la policía y del ejército para la manifestación del lunes. Hasta
pronto, Erich.
Al colgar, el secretario general tiene un ataque de vértigo, pero no consiente en
abandonar. Quiere aproximarse a los hombres que lo han desafiado para llevarlos a su
terreno. Tiene que dar marcha atrás a la historia a cualquier precio. Llama por teléfono a
Günter Schabowski. El secretario del Partido en Berlín acaba de visitar numerosas áreas de
producción: podría organizarle rápidamente la visita a un complejo. En tiempos de crisis,
nada es tan efectivo como el contacto con los proletarios, ¡como en los buenos viejos
tiempos!, piensa Honecker. Se equivoca: Schabowski le desaconseja firmemente que vaya
al VEB Bergmann-Borsig, como él pensaba:
—La acogida podría ser hostil; la mano de obra está muy subversiva desde hace
unos días.
El secretario general se queda mudo y cuelga, apenado.
***
De camino hacia Leipzig, Egon Krenz piensa: ¿Quién ha organizado las filtraciones
destinadas a la prensa alemana occidental? ¿La KGB? ¿La Stasi? ¿Con qué objetivo?
Evidentemente, para hacer fracasar su plan. Pero, ¿a quién beneficiaría la maniobra? ¿A los
soviéticos? ¿A Kohl? En cuanto regrese a Berlín esa misma tarde, llamará a Viatcheslav
Kotchemassov para aclarar la situación. De ahora en adelante se tiene que asegurar de que
la manifestación prevista para el lunes en Leipzig se desarrolle pacíficamente, pues de lo
contrario su plan se verá abocado al fracaso. Si docenas de miles de personas salen de
nuevo a la calle, se dice, los últimos recalcitrantes del Politburó aceptarán librarse de
Honecker como paso para apaciguar a la población. En compañía de Fritz Streletz, jefe del
Estado Mayor del ejército popular, del general Mittig y de otros dos altos responsables de la
seguridad, se apresura a encontrarse con Hackenberg y Strassenburg en Leipzig. Todos
están de acuerdo en prohibir a las fuerzas del orden que disparen, salvo en caso de ataque
contra las unidades o los edificios oficiales. Durante el vuelo de regreso, Krenz decide
avisar a los altos mandos de sus intenciones:
—No podemos seguir más con Honecker. El Politburó va a tener que actuar a partir
del martes.
Reitera el mismo mensaje al embajador soviético, que da su conformidad sin dejar
traslucir en absoluto su inquietud. Desde hace varios días, el diplomático envía telegramas
alarmistas a Moscú: según él, el tiempo corre en contra del SED; la población está agresiva
y espera con impaciencia cambios de gran calado; se habla de más de ciento cincuenta
publicaciones de la oposición. Kotchemassov duda de que la destitución de Honecker, de la
que Willi Stoph ya le ha informado, sea suficiente para restablecer la calma en la RDA.
Durante su entrevista, Krenz intenta hacer hablar al embajador para saber si los
soviéticos traman algo a sus espaldas. Acecha el menor temblor, la mínima inflexión en la
voz del diplomático. En vano. Decide entonces enseñar una nueva carta para pillar
desprevenido al Kremlin o a la Lubianka71, llegado el caso. Ruega a Kotchemassov que
transmita a Gorbachov su petición de que reciba a Harry Tisch en Moscú, adonde llegará el
lunes encabezando una delegación sindical: el secretario general del FDGB informará al
secretario general del PCUS de sus intenciones de destituir a Honecker de todas sus
funciones.
***
Laurenzia wär
Laurenzia wär74.
Egon Krenz ha invitado a Erich Mielke y al general Fritz Streletz, jefe del Estado
Mayor de la NVA, a seguir el desarrollo de la manifestación de Leipzig en los monitores
instalados en el Ministerio del Interior, junto a Friedrich Dickel, el amo del lugar. Rodeado
de los principales ministros, responsables del orden público, quiere asegurarse de que sus
consignas se respetarán escrupulosamente. En la víspera del complot, sobre todo, no quiere
quitar la vista de encima a sus colegas más eminentes. Poco antes de que se inicie el oficio
de paz en la iglesia de San Nicolás, un invitado de última hora se les une: Erich Honecker.
En el despacho de Dickel, los cinco hombres miran, sin decir palabra, la marea
humana que se despliega por el pavimento del Ring de Leipzig y que se enfrenta a su
autoridad. Más de ciento veinte mil personas desfilan con calma exigiendo la legalización
del Nuevo Foro, la organización de elecciones libres, la libertad de circulación, la libertad
de prensa y de opinión. Los oyen gritar: «¡Somos el pueblo!», «¡No a la violencia!»,
«¡Gorbi, Gorbi!» y «Abajo el Muro!». El secretario general, pálido, parece inmovilizado.
Al ver al cortejo llegando a la plaza Karl-Marx recuerda aquella tarde de abril de 1930 en la
que él estaba, en esa misma plaza, junto a otros cien mil militantes de las Juventudes
Comunistas, para escuchar a Ernst Thälmann, jefe del KPD. El joven Erich había vendido
la bicicleta que sus padres le habían regalado para desplazarse a Sajonia.
De repente, Honecker vuelve en sí y mira fijamente a Streletz:
—¡Fritz, tenemos que hacer algo ahora!
—No, no podemos hacer nada. Intentamos que las cosas se desarrollen
pacíficamente —le responde tranquilamente el jefe del Estado Mayor del ejército popular.
El carcamal vuelve a sentarse al lado de Krenz. Suena el teléfono. Dickel murmura algunas
palabras al oído del conspirador:
—Harry Tisch está al teléfono desde Moscú.
Krenz se descompone, pero Honecker sólo piensa en Leipzig y no despega los ojos
de la pantalla.
—Egon, acabo de ver a Mijaíl Sergueievich. Te desea el mayor éxito.
63 Günter Mittag y Joachim Herrmann.
64 Harry Tisch, secretario general de la FDGB, central sindical única de la RDA a
las órdenes del Partido.
65 El noticiero de la televisión alemana oriental.
66 El periódico clandestino de la UB.
67 Los visitantes del Oeste tenían forzosamente que regresar al Berlín occidental
antes de la medianoche.
68 Servicio encargado de la propaganda en el seno del SED.
69 El Bild Zeitung, del grupo Springer, el diario sensacionalista más leído de la
Alemania Occidental, tiene una tirada diaria de millones de ejemplares.
70 Springer era visceralmente anticomunista.
71 Sede de la KGB en Moscú.
72 Grupo líder del panorama de rock alternativo de Berlín Oeste en los años setenta
y ochenta, muy cercano a la nouvelle gauche y al movimiento de las comunas.
73 Ibrahim Böhme fue uno de los fundadores del SDP y... un agente informador de
la Stasi, de lo que nadie dudaba en la época.
74 «Mi querida Laurenzia, mi Laurenzia. ¡Cuándo podremos estar otra vez juntos!
El lunes ¡ah! Si ya fuera lunes estaría con mi Laurenzia, ¡con Laurenzia!». Canción
tradicional infantil que todos los alemanes orientales aprenden en el parvulario.
Capítulo 8
Erich Honecker llega a su despacho, coloca sus cosas y recopila los informes más
urgentes que pasará a su sucesor. Llama a Margot al Ministerio de Educación:
—Sucedió —le anuncia, lacónico; después saluda a Elli, su secretaria, con la que ha
trabajado desde los días felices de las FDJ, así como a sus colaboradores más próximos. Por
último, llama a Krenz, a quien le pide que vaya inmediatamente a su despacho.
—¡No dudarás de que esto me trastorna considerablemente!
Krenz mira hacia el cielo con estoicismo.
—Bien, bien, Egon... Haz como si nada. ¿Puedes prepararme, al menos, una
explicación corta para entregarla al pleno del Comité Central e irme dignamente?
Krenz se lo promete.
—Bueno, en ese caso estoy de acuerdo en cambiar la fecha76. ¡Ellli! ¡Elli!
La secretaria acude: su gran hombre, decepcionado, va a hacerle un último dictado:
«¡Queridos camaradas! Por decisión del Politburó, la sesión del noveno pleno del
Comité Central del SED se adelantó al miércoles 18 de octubre de 1989 a las dos de la
tarde. Orden del día:
Situación política
Saludos socialistas,
Erich Honecker».
Aún no está todo definitivamente solucionado. Únicamente el Comité Central tiene
poder para revocar al secretario general. Por tanto, los conspiradores deben asegurarse de
que esta instancia no rechazará su resolución. En 1957, en Moscú, Nikita Kruschev había
ganado este pulso: quedó en minoría ante el Politburó y fue restituido al día siguiente a sus
funciones de secretario general del PCUS por el pleno del Comité Central. Honecker es aún
una figura respetada por muchos miembros del Comité Central, pero Krenz, Schabowski y
el resto ya no lo creen capaz de modificar el curso de su destino. Ya no tiene ganas, así de
sencillo. No, lo que más les preocupa es el argüir un motivo válido para la destitución de
Honecker. ¿Su incompetencia en matera económica? ¿Su pulso con la tendencia
reformadora del gran hermano soviético? ¿Su voluntad de sacar los tanques en Leipzig?
No, esos motivos serían demasiado delicados para ponerlos de manifiesto en público.
Honecker tiene que enfrentarse solo. Honecker está enfermo: ¡Ésta es la solución! Se dicen.
El anciano presentará su dimisión por motivos de salud. Como él hizo con Ulbricht
dieciocho años antes...
Ayudado por Krenz, Günter Schabowski escribe sobre el teclado de un ordenador
Amiga 2000 la explicación que leerá al día siguiente el número uno dimisionario:
«Camaradas:
Después de reflexionar y consultar con el Politburó, he llegado a la siguiente
conclusión: teniendo en cuenta mi enfermedad y las consecuencias de la operación a la que
recientemente me sometí, mi salud no me permite ya disponer de la fuerza y la energía
necesarias para dirigir los destinos de nuestro Partido y de nuestro pueblo. Por ello solicito
al Comité Central que me libere de mis funciones como secretario general. La candidatura
de un camarada capaz y con determinación será propuesta al Comité Central y a la
asamblea popular con el fin de responder a los desafíos del momento...».
El jefe del Partido en Berlín está especialmente orgulloso de esta última fórmula: a
la prensa occidental y a la población no hay que darles la impresión de que Honecker ya ha
«elegido» a su sucesor. Krenz tiene que desembarazarse totalmente de su imagen de delfín
para afianzar su popularidad y erigirse en símbolo de ruptura.
El 18 por la mañana, la secretaría del Comité Central se reúne en ausencia de
Honecker, y Stoph anuncia la «renovación de cuadros», que se aprueba por unanimidad.
Después, el Politburó se reunirá de nuevo pero bajo la presidencia colegial de Honecker y
de Krenz: una primicia. El ex secretario general es aplaudido calurosamente al término de
la lectura de la explicación redactada por los traidores. El discurso de investidura, en el que
el nuevo secretario general ha trabajado durante toda la noche, y que tiene que presentarse
también al Comité Central a mediodía, es aprobado por la instancia colegial.
En los pasillos de la «casa grande», el rumor de la partida de Honecker ha circulado
con insistencia. Por eso, cuando el anciano hace su aparición en la tribuna, los 206
delegados del Comité Central contienen el aliento.
—Camaradas...
Honecker da la explicación de su salida en los términos previstos, excepto en una
cosa: propone que ¡Egon Krenz asuma su sucesión! Gunter Schabowski está rojo de ira.
Radiante, Stoph abre la votación: 205 delegados aprueban la dimisión del secretario
general por motivos de salud; únicamente la octogenaria y estalinista Hanna Wolf se
pronuncia en contra. Margot no ha tomado parte en la votación: se ha quedado en casa.
Después, Stoph solicita que Honecker se retire y ruega al Comité Central que le agradezca
su trabajo, la obra de toda una vida. La sala se levanta y aplaude a más no poder al anciano,
emocionado hasta las lágrimas.
Krenz entra en escena. Anuncia a sus camaradas que la sesión de hoy «inaugura una
era de cambio» —die Wende— y que el Partido va a retomar la ofensiva política e
ideológica. El SED está firmemente convencido de que todos los problemas de la sociedad
alemana oriental pueden encontrar una salida política; está decidido a mantener la paz y el
orden y a no renunciar al socialismo en suelo alemán. El nuevo secretario general declara
que la perestroika es indispensable y que ningún partido puede permanecer aislado de un
proceso que «concierne a todo el movimiento comunista, a la reconstrucción en la URSS y
en otros países hermanos». Anuncia también que el Politburó ha sugerido al gobierno que
prepare un nuevo proyecto de ley sobre los viajes al extranjero.
Se apresura a anunciar este «gran cambio» a los medios, a su pueblo y al planeta
entero, pero comete un error de principiante: en lugar de comparecer sin sus anotaciones y
de mirar a la población a los ojos, vuelve a leer su larga intervención ante el Comité Central
y llama «camaradas» a sus compatriotas, que ya no pueden más.
Mientras Krenz saca pecho delante de las cámaras, Erich Honecker abandona el
edificio del Comité Central por última vez. Ha pedido a su chófer que lo lleve cerca del
bosque de la Waldsiedlung. Desanimado, desea pasear en solitario. En sólo diez días, la
revolución de octubre alemana oriental lo ha barrido.
75 La «casa grande» era el sobrenombre del edificio del Comité Central.
76 El pleno originalmente se tenía que desarrollar del 15 al 17 de noviembre de
1989.
SEGUNDA PARTE
¡ABAJO EL MURO!
Capítulo 9
El malquerido
De pie frente al ropero, Egon Krenz titubea. Esta mañana todos los detalles cuentan.
Su porte, su apariencia, sus gestos. Todos esos artificios, esa obsesión por la imagen, que
tanto preocupan en Occidente y que él siempre ha criticado.
Para lanzar la Wende, su «gran cambio», el nuevo secretario general ha escogido
visitar una fábrica berlinesa, uno de los dieciséis establecimientos del complejo «7 de
Octubre», que fabrica herramientas. Con una camisa blanca, un traje oscuro y una corbata
adornada con unas finas rayas en diagonal, se mira en el espejo. Se pasa el peine una última
vez por sus cabellos canosos peinados hacia atrás. Se ha afeitado cuidadosamente para
borrar la sombra que la barba deja en su piel. «Siempre parece que acabas de salir de la
cárcel», le soltó un día su hijo después de haberlo visto en la tele. Justamente, la televisión
lo espera ya en la verja del «VEB 7. Oktober». Las cámaras mostrarán a un hombre en
plena madurez, a un reformador dispuesto a empuñar las riendas de la RDA: abierto,
sonriente, moderno.
Cuando se instaló en el coche, varios informes lo esperaban en el asiento: el parte
diario de la Stasi, una presentación del complejo «7 de Octubre» y mensajes de felicitación
de los partidos comunistas hermanos. Sin embargo, Egon Krenz abrió con febrilidad otra
carpetilla: la revista de prensa extranjera. ¿Qué dirían de él en la RFA? En un minuto ya
estaba gritando de indignación. Debería habérselo esperado: los periodistas del «enemigo
de clase» capitalista denigran el relevo en Berlín Este. Respecto a su imagen, el ataque es
feroz: «defensor de la línea dura», «delfín del estalinismo», «desacreditado», «manipulador
de elecciones»77, «mentiroso», «figura dudosa». No se puede decir más. Un artículo,
especialmente, lo saca de quicio. El compositor Wolf Biermann78 le ajusta las cuentas:
«Krenz, ese borrachín, veterano de las FDJ, el Jubelperser79 del Politburó, el machote de
la sempiterna sonrisa, el idiota optimista, es el más detestable de todos los candidatos
posibles. Con él, ¡nada avanza, todo retrocede!».
Egon Krenz inspira profundamente y se tranquiliza. Les va a enseñar de qué pasta
está hecho. La RDA no exige más que un relevo. Honecker se empecinó demasiado, porque
algunas concesiones habrían sido suficientes para apaciguar los ánimos. Krenz cree que
cortará la hemorragia con unas leyes más flexibles sobre los viajes al extranjero. Bastará
con introducir algo más de diversidad en los medios de comunicación para apaciguar a la
juventud, se dice a sí mismo. Su versión de la perestroika ensombrecerá las audacias de
Gorbachov.
El Volvo azul marino y su escolta han salido temprano de Wandlitz. El cortejo
atraviesa a gran velocidad los barrios de Berlín. A su paso, los Trabant se apartan para no
ser despedidos por la onda expansiva. El chófer entra en la zona industrial de Weissensee y
aparca delante de un austero edificio de tres pisos, con la fachada negra de suciedad: la sede
del complejo «7 de Octubre». En la acera, el director general de la fábrica, los
representantes locales del Partido y algunos periodistas ya están listos para recibirle.
Pero Egon Krenz no tiene tiempo que perder en saludos, ha venido para reconducir
el tren del socialismo. Apenas se baja del coche, se dirige a los obreros acodados en las
ventanas.
—Buenos días, camaradas, ¿cómo veis la situación? ¿Habéis leído las decisiones
del Comité Central de ayer?
—Vamos a ver qué pasa. Ya hemos escuchado demasiadas promesas —burlones, los
obreros de la metalurgia le ofrecen gran cantidad de Berliner Schnauze80.
El secretario general les planta cara:
—Ya está bien de esperar, ya está bien de hablar: ¡Nosotros abajo y ustedes arriba!
No lo lograremos si no lo hacemos juntos y con el esmero que cada uno ha de poner en su
trabajo. ¿Están de acuerdo ahí arriba?
Uno de los impertinentes se encoge de hombros:
—Así, sí.
En el primer taller, un obrero sonriente agradece calurosamente la visita al
secretario general: las bombillas y los neones, defectuosos desde hace meses, por fin han
sido reemplazados. Un sindicalista lo toma del brazo para enseñarle el tablón de anuncios
donde se cuelgan con regularidad los periódicos murales. Nadie se ha tomado la molestia
de borrar las pintadas que recubren la pared: promoción por méritos, sindicato
independiente, modernización de los locales... Estas reivindicaciones no lo sorprenden en
absoluto. Confirman lo que la Stasi señala en sus informes. La audacia es, sobre todo, lo
que le sorprende. Ni el SED ni el sindicato han mostrado la menor autoridad en esta fábrica,
considerada, sin embargo, modélica. Su prestigio parece tan descolorido como los
eslóganes a la gloria del comunismo en las paredes.
Mientras lo guían por las cadenas de producción, el director general aventura
algunas críticas.
—Nuestro orgullo es que nuestros productos estén entre los mejores del mundo.
Pero sólo algunos lo están. Somos los campeones del mundo de la improvisación, pero,
desgraciadamente, no de la contabilidad. Hay que mantener los objetivos del plan. Nunca lo
conseguiremos con discursos; nos hace falta un espíritu voluntarioso en lugar del
acomodaticio conformismo que reina en el seno del Partido...
La visita termina con un debate. Lo invitan a tomar asiento en una mesa en forma de
U, en una pequeña sala de reuniones. Unos cincuenta trabajadores, atraídos por el panfleto
del Partido, lo esperan con impaciencia. Un diluvio de reproches se abate sobre el secretario
general, cada vez más crispado. Hay que pasar por todo. El Partido no confía en los
ciudadanos, la escasez bloquea la producción; faltan productos de calidad en las tiendas y
hay que esperar años para comprar un coche destartalado. Un encargado, miembro del
SED, la emprende con los medios:
—La realidad no tiene nada que ver con lo que nos cuentan en sus periódicos y en la
tele. ¡Ya no creemos en los cuentos de hadas!
Un obrero plantea la cuestión que está en boca de todos:
—En los talleres pesa mucho la ausencia de los que se han largado. El trabajo está
desorganizado. Camarada Krenz, ¡hace falta una nueva reglamentación sobre los viajes al
extranjero para evitar el éxodo!
Los aplausos estallan, las recriminaciones se escuchan por todas partes. Un tornero-
fresador eleva el tono para hacerse oír:
—¡Los que no tienen ni familia en el Oeste ni pasaporte de servicio están en la puta
mierda!81.
Las cámaras no han perdido detalle de las intervenciones, las radios tampoco. El
malestar de los obreros de «VEB 7. Oktober» se difunde esa misma tarde. Egon Krenz
intenta contestar poniendo buena cara:
—La cuestión de la libre circulación choca de frente con la política de la RFA:
mientras Bonn siga concediendo automáticamente la nacionalidad alemana occidental a
cualquier ciudadano de la RDA, nosotros no podemos modificar las cosas.
Los obreros, consternados, bajan la cabeza. La eterna cantinela de que la culpa es de
la otra Alemania es todo lo que este nuevo hombre del régimen tiene que ofrecer. Están
decepcionados. Con prisa por terminar, el hombre que sueña con ser el Gorbachov del
Spree levanta la sesión con una pirueta verbal dirigida a los periodistas:
—Lo que yo he escuchado aquí no son protestas, sino gente seria que ha emitido
propuestas que están en la línea de nuestro partido. ¡Gracias!
Sus colegas del Politburó, Erich Mielke y Harry Tisch, le habían confesado que
temían que las huelgas paralizasen las fábricas. Los trabajadores del «7 Oktober» han
despejado las últimas dudas de Egon Krenz.
***
Con las dos manos apoyadas en el borde, Ivan Novikov sale de la piscina. Mientras
coge la toalla, el coronel de la KGB lanza una mirada satisfecha a su reloj. «¡500 metros en
ocho minutos! ¡No estoy tan oxidado para ser un cincuentón!» En la escuela «302» de
Minsk, donde recibió su formación como agente de las KGB en 1961, el joven siberiano
batía a todos sus camaradas en la piscina de 50 metros. «¡El único ruso que prefiere el agua
al vodka!», solía decir su compañero de habitación para presentarlo a las chicas a las que
abordaban en los bares.
A esta hora de la mañana tiene la piscina de la embajada soviética para él solo. En el
complejo de edificios contiguos, los funcionarios y los diplomáticos apenas se están
despertando. Ivan Novikov ha elegido el ejercicio solitario para escapar a este universo
cerrado —concebido para que los soviéticos se mezclen lo menos posible con los alemanes
— que le provoca claustrofobia.
Una puerta batiente se abre tras él. Vestido con uniforme verde adornado con una
larga banda roja, el general Snetkov, comandante en jefe del grupo de fuerzas del Oeste82,
se dirige directamente hacia el oficial de la KGB:
—Camarada general, nunca te había visto aquí tan temprano. Has salido de
Wünsdorf 83 antes del alba.
—Me gustaría hablar contigo a solas.
—¿Conmigo o con el «Komitet»?
—Con los dos. Sé que puedo confiar en ti. Hemos hablado con tanta frecuencia
sobre Alemania que conozco muy bien tu opinión y estoy seguro de que compartes mis
temores.
—¿Sobre el futuro de la RDA?
—Claro. Y sobre la defensa de nuestros intereses. Tengo la impresión de que
nosotros ya no controlamos nada aquí. Honecker estaba acabado, pero no será Krenz quien
saque de apuros al país. En todo caso, no lo hará solo. Tengo una cita con el embajador para
hablarle de la situación. No sé lo que ha escrito en sus telegramas al MID, pero Moscú tiene
que retomar el mando antes de que sea demasiado tarde.
—Pierdes el tiempo. Kotchemassov es un secretario regional del Partido a quien han
recompensado endosándole una embajada. No sueña más que con dos cosas: con la medalla
de la Orden de Lenin y con irse a recoger arándanos al jardín de su dacha. No me lo
imagino ni por un momento mostrándose enérgico con los cortesanos del Kremlin. ¡Tiene
terror a desagradar!
—Por eso te quería hablar antes. No dejo de mandar mensajes al Ministerio de
Defensa. En Wünsdorf, mis oficiales están inquietos. Cuando estudiaban en la Academia se
les repetía a todas horas que eran la élite del Ejército Rojo, que su sola presencia haría
temblar a la OTAN. Y, de repente, desde que los manifestantes salen a las calles, Moscú les
ordena que se mantengan acuartelados. Se les ordena que se plieguen ante unos miles de
gamberros alemanes desarmados... Gorbachov ha puesto fin a la doctrina Breznev, ¡ni que
decir tiene! Pero seamos serios, esto no sirve para la RDA.
—¿Qué quieres? ¿Que nuestros valientes soldados disparen a la multitud?
—No, bastaría con algunas maniobras espectaculares. Fue así como detuvimos los
acontecimientos en Polonia, y como Jaruzelski decretó el estado de emergencia. Pero
necesito la ayuda de la KGB para transmitir la idea.
—Camarada general, «la» KGB, tal y como te la imaginas, ya no existe. Unos
piensan esto y aquéllos lo otro. Esa endiablada perestroika no ha hecho más que
desorganizar el sistema socialista, ha contaminado a los mejores cerebros del Komitet. No
olvides que fue Andropov quien forjó la carrera de Gorbachov. Yo también he hecho llegar
mensajes a la Lubianka. Les he informado de lo que nuestros agentes en Leipzig y en otros
lugares nos han transmitido: que estas manifestaciones están organizadas por inadaptados y
agentes provocadores de la Alemania Federal. Varios dirigentes de la KGB están nerviosos,
pero nadie osa enfrentarse al Kremlin. Nada menos que Mielke, a quien nuestra vieja
guardia considera una garantía de confianza, ha apoyado a Krenz.
—El veneno pudre el cerebro, Ivan.
—Cierto, camarada general, pero tengo que dejarte. Me tengo que preparar antes de
la reunión.
Cuando Ivan Novikov entra en la sala de conferencias, los responsables de la
representación diplomática ya estaban reunidos en torno a Viatcheslav Kotchemassov. La
víspera, el informe del embajador cabía en una sola frase: «Hoy se celebra la reunión
plenaria del Comité Central del SED». Esta mañana está más elocuente: «El buró político y
la reunión plenaria han elegido a Egon Krenz por unanimidad. La decisión de apartar a la
dirección anterior se debe únicamente al SED. La salida de Ulbricht se produjo con la
ayuda de los dirigentes soviéticos. Esta vez, el escenario ha sido otro completamente
distinto. El Comité Central del SED ha encontrado en sí mismo la fuerza para cambiar de
orientación». Sobre el nuevo número uno, los elogios no se agotan. «Su discurso fue bueno.
Tiene un sólido equipo de consejeros a su alrededor. Actuará con discernimiento si no los
descarta a todos al mismo tiempo; la continuidad debe estar garantizada.»
Ivan Novikov no se deja engañar: esta declaración emana directamente de Moscú.
«¡No sólo son ingenuos, están ciegos! Para Gorbachov y su camarilla, lo más duro ha
quedado atrás en la RDA. Unas cuantas semanas de adaptación y el nuevo equipo habrá
tomado el control. Con este palurdo de Egon Krenz en el papel de mago...», suspira
mientras regresa a su despacho.
Se apresura a enviar una enésima señal de alarma a la Lubianka. Como si lanzase
una botella al mar.
***
Como siempre, Hansi lanza una ojeada furtiva tras él para localizar al hombre con
cazadora o anorak que le pisa los talones. Saber reconocer a un poli de la Stasi se ha
convertido a la vez en un juego y en una necesidad. Desde que salió de la cárcel, los
esbirros de Mielke no lo pierden de vista. Hay dos por lo menos que están
permanentemente a la puerta de su casa.
Jugar al ratón y al gato con una horda de gatos sería más divertido en otras
circunstancias. Pero su calificación como enemigo del Estado puede acarrear serios
problemas a aquellos con los que se reúne; así que se ve obligado a tomar precauciones. Por
el contrario, cuando se dirige a la UB, como hoy, le importa poco que lo sigan; el agente
que lleva pegado a los talones se dará de bruces al final del trayecto con sus numerosos
colegas vestidos de paisano y escondidos alrededor de la iglesia de Sión.
Si Hansi cambia de itinerario, es sólo para crispar al que le sigue, para no
desentrenarse. Gira a la derecha, después vuelve bruscamente sobre sus pasos. Se queda
clavado un momento, da media vuelta y se da de bruces con su «ángel de la guarda», que
hace el gesto de escrutar el cielo, con aire concentrado. Hace un alto delante de un portal y
finge leer los nombres de los inquilinos antes de continuar su camino. Cuando empuja la
puerta de la UB, hace más de una hora que recorre las calles de Prenzlauer Berg en todas
direcciones, mientras que el camino más directo le habría llevado menos de veinte minutos.
Sven y Vera están atareados en el sótano. Están encantados con su último hallazgo
para lanzar un panfleto contra Krenz: Dialüger85. Los clichés están listos para girar en las
máquinas.
—¿A quién denunciamos esta tarde? —pregunta Hansi con una carcajada.
—A Krenz, ¿a quién si no? —responde Sven.
—¡Egon! ¿Te acuerdas de la serie cómica danesa Olsen Trio en la tele? El jefe de la
banda de gamberros se llamaba Egon. Un gángster, como él. Y un imbécil, también como
él.
Los dos se ríen. Con una resma de papel grisáceo de mala calidad entre las manos,
Vera no comparte su hilaridad. Se rebela:
—Krenz no me hace gracia. Una vez más, el SED nos ha tomado por idiotas.
¡Instalarse en el poder quien ha manipulado las elecciones es insultar a la gente!
—¡Cor-tos, son cor-tos de mollera! —asiente Sven—. El poder cree que puede salir
del paso con reformas de poca monta. Estos tipos son incapaces de comprender lo que pasa
en el país.
Desde por la mañana, la oposición está al rojo vivo. El nombramiento de Egon
Krenz ha desencadenado una oleada de descontento en todo el país. Hay llamamientos a
manifestarse, a organizar sentadas, foros en plazas públicas, pitadas. Las iniciativas, más
numerosas que nunca, convergen en la UB. Se cuenta con el Telegraph para anunciarlas. El
número 5 del fanzine, que tendría que estar impreso el 22 de octubre, desborda de
comunicados procedentes de todos los rincones del país.
Veinticuatro horas después de su ascenso al poder, Egon Krenz ha batido todos los
récords de movilizaciones. Contra él.
77 El 7 de mayo de 1989, el SED ganó las elecciones municipales con un 98,85 por
ciento de los votos. Los movimientos sociales acusaron a Egon Krenz, organizador del
escrutinio, de haber falsificado los resultados.
78 Wolf Biermann es una figura de la disidencia alemana oriental. Perdió su
nacionalidad y fue expulsado a la RFA en 1976.
79 El «persa entusiasta». La expresión se remonta a la visita del sha de Persia a
Berlín en 1967. El soberano desplegó agentes secretos entre la multitud para que lo
aclamasen e intimidasen a los manifestantes contrarios. La visita terminó con
enfrentamientos, que causaron la muerte de un manifestante.
80 La tomadura de pelo berlinesa, a menudo sinónimo de impertinencia.
81 Los acuerdos firmados entre las dos Alemanias ofrecían a los ciudadanos de la
RDA la posibilidad de visitar a sus familiares en la RFA. Los que carecían de familia tenían
pocas posibilidades, fuera de los privilegios especiales, de viajar a la República Federal.
82 Nombre con el que se designa a las tropas del Ejército Rojo estacionadas en la
RDA.
83 Cuartel general de las fuerzas soviéticas en la RDA, situado a las afueras de la
capital.
84 Piso compartido. En los años setenta y ochenta, tanto en el Este como en el
Oeste, muchos jóvenes alemanes compartían pisos, que ocupaban o alquilaban.
85 El juego de palabras mezcla dos términos: «diálogo» y el verbo lügen, que
significa «mentir».
Capítulo 10
El pueblo perdido
Como siempre, Egon Krenz se levanta a las cuatro de la mañana. Ha corrido diez
kilómetros por el bosque, sumido aún en la oscuridad, intentando en vano librarse de la
angustia que no le abandona desde hace varias semanas.
Hacia las nueve y media, lo sobresalta el timbre del teléfono: hace más de cuatro
horas que está inmerso en su correo y en sus informes.
—Camarada secretario general, una llamada de Moscú.
Al otro lado del teléfono, la voz cantarina de Mijaíl Gorbachov:
—Te felicito de todo corazón por tu ascenso a responsabilidades más altas. No te
envidio, Egon. ¿Quién sino tú podría asumir este cargo? Me alegro de que hayas dado
muestras de valentía. Te doy la bienvenida como nuevo compañero, con quien tengo
muchas ganas de trabajar.
Krenz responde en ruso y busca las palabras:
—Gracias, Mijaíl Sergueievich. La carga más pesada la llevas sobre tus espaldas.
Del éxito de la perestroika depende el éxito del socialismo. Te deseo mucha fuerza. Aquí, la
gente te apoya. Lo has podido ver y escuchar el 6 de octubre en Unter den Linden. En lo
que a mí respecta, tus mensajes a Kohl y a otros jefes de Estado me han ayudado mucho
estos últimos días. Te lo agradezco de corazón.
Mijaíl Gorbachov invita a su homólogo a Moscú. Le sugiere que asista a las
ceremonias organizadas para el aniversario de la Revolución de Octubre. El alemán declina
la invitación:
—Aquí la situación no está para fiestas. Hay muchas cosas sobre las que tengo que
hablar contigo. Entre otras, de la RFA. La semana que viene voy a enviar a un emisario a
Bonn87 para que sondee las reacciones de Kohl con respecto a nuestros cambios.
—Ten cuidado con el chantaje de Kohl, Egon. Se ha subido al carro del sentimiento
nacional. Nada más peligroso. Exige reformas, pero que vayan en la dirección de Bonn. Es
inaceptable. No caigas en ningún caso bajo su influencia...
***
El humo de los cigarrillos inunda las bóvedas del Moritzbastei con una espesa
niebla. En las antiguas paredes de ladrillo reverbera el guirigay, mezcla de conversaciones y
de un disco del rockero occidental Udo Lindenberg. La residencia de la Universidad Karl
Marx está abarrotada. Este bastión de las antiguas fortificaciones de Leipzig alberga la
residencia más grande para jóvenes de la RDA: en los años setenta la organización de las
Juventudes Comunistas la convirtió en un símbolo. Habían llevado a cabo su
reconstrucción con un llamamiento a los «voluntarios», sin la ayuda de ningún profesional
de la construcción. Los habitantes de Leipzig bromeaban calificando la obra de monumento
dedicado al «trabajo negro».
A Martin nunca le gustó este sitio. La sigla FDJ, los estudiantes acomodaticios con
el régimen para ser admitidos en la universidad, los lemas falsamente críticos en los
tablones: todo le incomoda. Considera al Moritzbastei como una guarida de chivatos.
Mientras recorre el bar, en la sala principal de la residencia, Martin tiene la clara
impresión de que lo miran con insistencia. Le cuesta trabajo abrirse camino. Al fondo de la
sala termina por ver a Werner, sentado ante una cerveza.
—Nunca he visto tanta gente aquí —dice Martin.
—¡Ah, eso es porque no vienes a menudo! Desde las manifestaciones del lunes, el
Moritzbastei siempre está lleno. Mira a nuestro alrededor: no hay una mesa en la que no se
hable de política. La universidad lidera la revolución.
—¡Hablas de revolucionarios! Sus padres son miembros del Partido, ellos de la FDJ
desde los jóvenes pioneros89, servicio militar en calidad de suboficiales, carrera diseñada
en el seno del Partido y puesto de trabajo en las mejores condiciones que el país pueda
ofrecer. Con rebeldes como ésos, ¡Egon Krenz puede preparar su jubilación tranquilo!
—Siempre la misma canción, Martin... Te digo que las cosas han cambiado. El
lunes próximo se manifestarán con nosotros.
—No lo creo. Más bien nos los encontraremos mañana en la Gewandhaus. ¿Has
visto los carteles de los «Encuentros» en la entrada?
—¿Vas a ir?
—No. No tengo tiempo. La organización de la nueva oposición exige mucho
trabajo. Entre mis guardias en la residencia y las reuniones de coordinación no tengo
tiempo ni de respirar. Y además, esta movida de la Gewandhaus huele a intento de
recuperación. Estos privilegiados, estos niños mimados del régimen que invitan a un foro
ciudadano, ¡apestan!
***
¡Por fin un día sin poner los pies en la UB! Hace semanas que Vera se pasa la mitad
del día en ese húmedo sótano. La vida de la conspiradora, las subidas de adrenalina, los
subterfugios para librarse de la Stasi, la aventura, todo eso le encanta. Pero hoy necesita
airearse, ver a otra gente. Cuando Bernd, su hermano mayor, la invita a ir a la fiesta de su
treinta cumpleaños en su casa de Weissensee, Vera cae en la cuenta de que hay otro mundo.
Bernd abre la puerta. Ella se lanza a su cuello con un ramo de flores en la mano.
—¡Feliz cumpleaños, hermano mayor! Dime, ¿qué tal te sienta ser un treintañero?
En el salón todo está listo para la fiesta: platos con fiambres, canapés, pasteles y, en
el extremo de la mesa, botellas de Rotkäppchen91.
Por más que se adoren, los hermanos viven en dos planetas muy alejados el uno del
otro. Bernd empieza a envejecer y a tener tripa, está establecido: una sólida vida
profesional, una familia, una casa. No piensa más que en conservar lo que tiene ya y no ve
con buenos ojos los seísmos políticos que sacuden la RDA.
—¿Todavía sigues haciendo la revolución, hermanita?
—Día y noche.
—El país no lo necesita. La gente se larga en cuanto puede. Y tus amigos y tú añadís
desorden...
—Pero se largan precisamente porque la RDA no les ofrece lo que pedimos. No hay
libertad, el medio ambiente está arrasado, los dinosaurios en el poder, un Partido que no se
mantiene más que con trucos. Es estupendo, ¡el paraíso de los obreros y los campesinos!
—¿Sabes que estás poniendo en peligro a nuestra familia?
—Para ya, Bernd...
—La Stasi ha ido a ver a papá. Lo han sermoneado y se han quejado de tus
actividades. Por tu culpa, podría perder su trabajo en la Universidad Humboldt. También
han venido a verme y me han pedido que te apacigüe. Ya los conoces: no vienen a verte dos
veces...
—¡Cabrones!
Un timbrazo interrumpe la conversación. Los padres de Bernd y Vera entran. Su
madre la abraza y le dice al oído:
—Ten cuidado, cariño.
Su padre no le quita la vista de encima. En ningún momento habla de la visita de los
hombres de Mielke. Es ella quien da el primer paso:
—¿Has tenido problemas con la Stasi por mi culpa?
—Tu hermano habla demasiado.
No añade ni una palabra. El padre de Vera nunca ha reprochado a su hija sus
actividades políticas. El amor paterno se mezcla con algo de mala conciencia. ¿Qué es peor,
oponerse al partido o unirse a él?
Los corchos de las botellas saltan y por fin empieza la fiesta. Un tema de
conversación lleva a otro: el futuro político del país. Los amigos de Bernd rodean a su
hermana pequeña. Quieren saberlo todo sobre la oposición, las iglesias, la vigilancia
policial. Vera se da cuenta de que los ciudadanos están más despiertos que antes, cautivados
por los acontecimientos recientes. Cuando se marchan los primeros invitados, distribuye los
panfletos Dialüger, con los que ha llenado su mochila. Los primeros dudan, bastante
incómodos. El papel les quema los dedos. Nunca han cogido una cosa tan comprometida.
Sin embargo, después de un breve silencio, terminan por cogerlos. Tres semanas antes,
estar en posesión de este tipo de prosa podía llevarlos directamente a la cárcel.
86 Abreviatura de la Volkspolizei, que reagrupaba las fuerzas de orden público
uniformadas.
87 Egon Krenz encargó a Alexander Schalck-Golodkowski, hombre clave del
comercio exterior de la Alemania del Este, que presentara al gobierno federal una petición
de ayuda económica necesaria para la apertura de las fronteras.
88 «El verdadero placer es algo serio.»
89 Los jóvenes pioneros constituían, por edad, los antecesores de los Jóvenes
Comunistas. Entraban con 6 años.
90 El Parlamento de la RDA, delante del cual se producían las concentraciones del
7 de octubre.
91 El Rotkäppchen Sekt —«tapón rojo»— era el vino espumoso más popular de la
RDA. Se tomaba igual en las fiestas familiares que en las recepciones oficiales.
Capítulo 11
Tumbada en la hierba, con un ancho vaquero negro sujeto con tirantes y una
camiseta, Marina toma el fresco. Sueña despierta. Cuando el sol inunda Berlín, el parque
Friedrichshain ofrece un tranquilo refugio en el corazón de la ciudad. Klaus, que acaba de
reunirse con ella, está tumbado a su lado. Cuando él le acaricia el pelo, ella le responde con
un gesto seco y le da la espalda. Marina rebusca en su bolso. Saca un paquete de Club y
enciende con nerviosismo un cigarrillo.
—¿Me das uno?
—Cógelo —le dice tirándole su paquete.
El joven le echa el humo y le pone ojos tiernos, pero Marina se empeña en
ignorarlo. El simple hecho de ver al pusilánime de Klaus la exaspera. No le perdona que se
haya mantenido al margen de la agitación política de este mes de octubre. Su enfado no se
ha atenuado desde el día en que él faltó a su compromiso.
—Marina, sabes que me gustaría que mañana fuéramos los dos a Leipzig.
Silencio.
—De verdad que me apetece manifestarme con los demás el lunes. Hay que
demostrar a Krenz que no ha cambiado nada, que no queremos nada de él.
—¡Oh! Ha nacido un revolucionario. ¡Klaus va a hacer tambalearse al Partido!
¡Egon, ponte en guardia! El tigre de Berlín se ha despertado.
—No te burles de mí. Hablo en serio. Creo en esto y voy a implicarme.
—Demasiado tarde. Hoy no arriesgas nada manifestándote. No eres más que un
Mitläufer 92. Sólo sirves para seguir la estela que han dejado los líderes cuando ya no
tienes nada que temer.
—Eres injusta. No quería perder mi trabajo porque la Stasi me hiciera una foto.
—¿Crees que los demás no tenían nada que perder? Con foto o sin ella se han
manifestado en la calle por la libertad. No quiero volver a verte, Klaus. ¡Ciao!
La joven recoge sus cosas deprisa y corriendo. Mete las gafas de sol en el bolso,
deja allí sus Club y se marcha con paso decidido. Klaus intenta detenerla sin éxito. Baja la
cuesta a toda prisa sin volverse y llega a la entrada del parque.
Cuando llega a casa de su amiga Petra, se encuentra allí con toda su panda reunida
para escuchar la emisión «Pop Café» de radio DT 64. Hoy hay un especial de The Cure,
porque su nuevo disco, Disintegration, acaba de salir. Marina, fan del grupo, está en la
gloria, cuando repara en un rostro nuevo. Sentado en un sillón destripado y con un
cigarrillo en los labios, un chico hirsuto parece tan sensible como ella al timbre melancólico
de Robert Smith. Se llama Michael. Es de Kreuzberg, el barrio de los rebeldes de Berlín
Oeste. Del otro lado del Muro se ha labrado una sólida reputación de Strassenkämpfer.93
Desde que Berlín Este se ha puesto en movimiento, se traslada regularmente hasta allí para
«ayudar a la revolución». Conoció a Petra y su grupo en la calle.
Michael le da una clase a Marina sobre los autónomos de Kreuzberg. Habitan casas
ocupadas y viven de las ayudas sociales. Llegados de toda la RFA, eligieron Berlín Oeste
para librarse del servicio militar 94; como anarquistas, rechazan toda forma de orden y se
enfrentan habitualmente con la policía. Michael dice que le fascinaba Leipzig.
Manifestaciones así no se ven ni siquiera en Berlín Oeste. Marina aprovecha la ocasión.
—Creo que mañana habrá mucha gente.
—¿Vas a ir?
—Creo que sí.
—¿Crees que puedo traer a los colegas de Kreuzberg?
—Sin problema, los polis no controlan a nadie a la entrada de Leipzig.
Al día siguiente por la mañana, una vieja combi Volkswagen color amarillo sucio
llega al punto de control de Invalidenstrasse95. Conduce Michael; una chica y dos jóvenes
lo acompañan. Después de las cuestiones de trámite, los autorizan a pasar a la «capital de la
RDA», como indica la marquesina encima del puesto. Marina los espera un poco más lejos,
en Kastanien Allee. Cuando se monta en el minibús, el corazón se le acelera. Hasta
entonces no había hecho nada ilegal; nada realmente malo, en todo caso. Pero entrar en
Leipzig con gente del Oeste que no tiene autorización para salir de Berlín es más serio. Un
delito incluso, según el código penal alemán del Este: a ellos los pueden pescar y ella se
expone a las iras de la Stasi.
En la autopista de Leipzig, Marina pone en guardia a Michael:
—Cuidado con el límite de velocidad. La policía es inflexible con los coches
matriculados en el Oeste.
Él le jura que no pasará de los 100 km por hora permitidos.
Hace más de dos horas que el Combi se tambalea sobre los baches de la autopista
A9. El ambiente es distendido; escuchan las elucubraciones de Falco:
—Alles Klar Herr Kommissar!
Uno de los amigos de Michael ha liado un canuto y se lo ha pasado. Neófita, Marina
palidece, le invade un ligero mareo; ha inhalado demasiado fuerte y demasiado deprisa y
sus colegas de viaje se mueren de risa.
Cuando el Lada blanco con las aletas pintadas de verde lo adelanta, a Michael se le
han quitado las ganas de reír. El coche de la Volkspolizei se ha puesto justo delante, con la
sirena encendida. Desde la ventana delantera derecha, un señalizador de rayas blancas y
negras indica a Michael que tiene que pararse en el área de descanso más próxima.
Cuando los Vopos se acercan, Marina y el resto contienen la respiración. Con un
fuerte acento sajón, un policía explica a Michael que los han seguido durante kilómetros y
que han constatado que en repetidas ocasiones no había puesto el intermitente al adelantar.
El Vopo le exige 40 marcos alemanes de multa que ha de pagar al instante. Ni una pregunta
sobre su presencia en las cercanías de Leipzig, ni una sola mención al extraño olor que
impregna la combi. Aparte del permiso de conducir, no piden la documentación a los
demás. Marina tiembla aún mientras Michael ironiza:
—¡Estos gilis no están aquí más que para cobrar divisas!
En la iglesia de San Nicolás, el oficio de la paz acaba de terminar. Camino de la
Karl-Marx-Platz, la multitud se embute en la Grimmaischestrasse, dominada por los
imponentes edificios de los grandes almacenes de antes de la guerra. La gente converge
desde todas las direcciones. La ciudad vieja parece recorrida por un río vivo cuyos
afluentes no dejan de crecer. Tardan casi media hora en recorrer los cientos de metros que
separan la iglesia de la plaza delimitada por la Ópera y la Gewandhaus.
Michael y Marina se mezclan con el flujo de manifestantes. La multitud grita:
«¡Gorbi, ayúdanos!»; los carteles y las pancartas se ensañan con Krenz: «Egon, no hagas el
tonto, cuarenta años bastaron». Más lejos, una gran banderola dice: «¡Tal y como nos
manifestamos hoy, así viviremos mañana!» y «¡Somos el pueblo!», consignas repetidas a
coro. El tono se endurece cuando bordean el Runde Ecke de la Stasi. Miles de
manifestantes gritan: «¡La Stasi a la fábrica, la Stasi al tajo!».
A cierta distancia, un joven corpulento aparca su bicicleta contra un edificio. Se baja
y saca un bloc. Anota frenéticamente las consignas mientras observa a la multitud. Marina,
que se ha dado cuenta, se dirige hacia él.
—Chivato de mierda, ¡vas a hacer tu informe a la pasma! No te necesitan, ¡estamos
debajo de sus ventanas!
Martin no la deja terminar. No puede reprimir una carcajada mientras le explica que
es uno de los pilares de la oposición en Leipzig, el fundador del Nuevo Foro local.
—¿Por qué tomas notas en lugar de manifestarte?
—Porque los medios occidentales me llaman para que les diga cuántos
manifestantes hay y cuáles son las nuevas consignas que se gritan.
—¿Qué les vas a decir de esta tarde?
—La manifestación más importante de las que se han organizado los lunes:
¡trescientas mil personas!
—¿Y la consigna?
—¡«La Stasi a la fábrica!» La gente ya no tiene miedo de esos polis asquerosos.
Martin se monta en la bici y enfila hacia la sala parroquial, donde la iglesia ha
puesto un teléfono a su disposición. Llama a Roland Jahn, el periodista de Sender Freies
Berlin96, que espera su llamada. Las escasas líneas con Berlín Oeste están
permanentemente ocupadas. Una, dos, tres veces marca el número Martin... A la décima
puede por fin informarle. Un momento en el teléfono y el mensaje ha pasado. En menos de
un cuarto de hora, Roland Jahn estará en directo en antena y podrá informar: «Trescientas
mil personas en Leipzig. Consignas contra la Stasi. Docenas de pancartas contra el nuevo
equipo en el poder».
Egon Krenz ha empezado verdaderamente mal.
***
El Trabant azul celeste circula con los faros apagados. A doscientos metros del
puesto de guardia, el ruido del motor de dos tiempos se detiene en seco. El conductor
despierta a Siggi, dormido en el asiento del copiloto.
—¡Fin de trayecto! Cuartel de Michendorf. ¡Todo el mundo abajo!
—No grites. Me va a estallar la cabeza.
—A tu sitio, donjuán. No me retrasaré. Será de día en menos de un cuarto de hora y
un suboficial que se ha escapado de noche está más cerca de la cárcel que de una llamada al
orden del ejército...
Siggi sale con dificultad de la jabonera de su Pigmalión. Lleva parte de la camisa
por fuera de su arrugado pantalón. Salió de casa de Sabine, la conquista de la víspera, a
hurtadillas, sin encender la luz por miedo a despertarla. Se vistió a oscuras, a toda prisa, y
ahora se pone el uniforme, oculto detrás de los árboles.
Mucho alcohol y una noche de amor sin respiro han trastornado al joven militar. De
rodillas al borde de un pequeño riachuelo, se rocía la cara con agua helada, se pellizca las
mejillas, inspira una gran bocanada de aire fresco. Helo ahí dispuesto a franquear el recinto
en sentido contrario. Avanza con dificultad por el bosque, se engancha con las zarzas,
tropieza con las raíces de los árboles.
Siggi bordea el recinto durante más de diez minutos antes de encontrar el estrecho
resquicio en las alambradas. Se desliza con prudencia, tiene cuidado de no engancharse el
uniforme y eleva su gran esqueleto hasta la culminación del muro. Cuando consigue
introducir las piernas del lado del cuartel, pierde el punto de apoyo y se cae desde una
altura de tres metros. El ruido sordo de la caída alerta a la perrera. Los perros empiezan a
ladrar. Siggi ya no se mueve, se queda escondido en la hierba durante largos minutos. Los
ladridos cesan. Ningún soldado ha dejado el puesto de guardia.
El sol se levanta tímidamente y Siggi tiene que llegar de manera imperativa al
barracón de los suboficiales antes de que se haga de día. Corre, se precipita hacia su
habitación y cierra la puerta tras de sí. Su irrupción despierta a su compañero. Christoph
mira el reloj.
—Las seis y veinte, ¡capullo! Has batido tu propio récord.
Siggi no responde. Se desnuda y se mete en la cama. Su camarada lo llama al orden.
—Estás loco. Nos levantamos en diez minutos. No vas a dormir.
—No te preocupes. Esta mañana me toca estar en la perrera, no es necesario que
esté presente cuando pasen lista.
—El general Baumgarten se presenta a las ocho y media y todos los oficiales y
suboficiales están convocados.
—Estaré allí. Dormiré una hora, eso es todo.
A las ocho y veintinueve minutos en punto, el general Baumgarten hace su entrada
en el comedor del cuartel de Michendorf. Inmediatamente, oficiales y suboficiales situados
en las largas mesas se ponen firmes. El jefe de tropa de los guardias de fronteras recorre el
pasillo a grandes pasos. De un salto se sube al estrado. El coronel Schäfer, que dirige el
regimiento, le rinde honores.
—¡Descansen!
Baumgarten se quita la gorra y empieza la sesión informativa.
Hace casi diez minutos que detalla los progresos del Muro 2000 cuando se abre la
puerta del comedor. El general se interrumpe, todas las cabezas se vuelven. Siggi entra en la
sala murmurando un lamentable «lo siento». El coronel Schäfer lo pasa por alto. El
subteniente Grobstock fulmina a Siggi con la mirada. Una cosa es segura: los veinte
próximos trabajos pesados del regimiento recaerán en él. Sin duda. También sabe que cada
vez está más lejos de poder pasar una noche de permiso en Potsdam. ¡Adiós Ana, adiós
Sabine!
***
Egon Krenz está perplejo. La víspera, el general Snetkov, comandante de las fuerzas
soviéticas en la RDA, le pidió audiencia urgentemente. Nada más llegar a su despacho,
recibe una llamada de Viatcheslav Kotchemassov, el embajador soviético, a quien acaban
de informar sobre la visita que le hará Snetkov al mediodía. Por una vez, su alerta,
manifestada con un tono de exasperación, no tiene nada de diplomático:
—¿No crees, camarada Krenz, que una reunión con nuestros generales, la víspera de
tu elección a la presidencia del Consejo de Estado, no es buena señal?
Cuando el representante de Asuntos Exteriores se manifiesta contrario al de
Defensa, ¿qué hay que pensar de la Unión Soviética, luz del socialismo? ¿Y qué decir de la
«señal» que este mismo envía?
Kotchemassov no consigue anular la visita. Sin embargo, solicita y consigue que la
entrevista sea confidencial.
Egon Krenz se da cuenta de golpe de que Snetkov ha venido con un solo objetivo:
hacerle una velada oferta.
—Camarada Krenz, estamos dispuestos a acudir en ayuda de la RDA de la manera
que sea. Si nos necesita, hágamelo saber en nombre de la fraternidad militar entre el
Ejército Rojo y la NVA...
***
Huérfano de Moscú
Al bajar del coche en la explanada del Palacio de la República, las borrascas pillan
desprevenidos a los diputados endomingados, que aprietan el paso para entrar en la catedral
socialista de mármol blanco y cristales color cobrizo. Los hombres llevan corbatas de
colores demasiado apagados o demasiado chillones; las mujeres se han puesto trajes sastre
sin estilo y obsoletos. Convocados esta mañana para elegir a un nuevo presidente del
Consejo de Estado que sustituya al «dimisionario» Erich Honecker, los elegidos de la
cámara del pueblo son un fiel reflejo del socialismo made in GDR97.
La sesión plenaria está prevista para las diez y media. Antes, los grupos
parlamentarios los han convocado a reuniones preparatorias. Al lado del grueso batallón de
los elegidos por el SED, los partidos del Bloque, la flor y nata democrática del comunismo
alemán del Este, mantiene un cónclave.
Normalmente, las reuniones de los grupos son un puro trámite. El Parlamento
adopta cada texto por unanimidad. No hay ninguna necesidad de imponer consignas de voto
o de explicar los proyectos de ley en el orden del día. Así que, esta mañana, Günter
Schabowski se dirige a los diputados del SED: los exhorta a apoyar a la nueva dirección del
Partido y, antes que nada, a cerrar filas en torno a Egon Krenz. Les explica que ha mediado
en vano ante la jerarquía de la Iglesia para impedir la celebración de una conferencia de
prensa durante la cual los grupos de la oposición han detallado las exacciones policiales
cometidas durante la noche del 7 al 8 de octubre. Un obispo ha alegado que carecía de
influencia suficiente para evitarlo. Günter Schabowski eleva el tono y concluye con una
nota deliberadamente dramática:
—Sabed que el SED ya no puede contar más que con sus propias fuerzas y que los
miembros deben cerrar filas.
Una hora después, cada uno se coloca en su sitio. En unos minutos la vasta sala
rectangular está al completo. El patio de butacas para quinientos diputados tiene frente a sí
una tribuna compuesta por una doble fila de dignatarios del Partido. Horst Sindermann,
como para demostrar su insignificancia política frente a la asamblea que dirige, abre
directamente la sesión plenaria procediendo a las votaciones. Desconoce la petición de
debate previo, que la Wende había alentado, presentada por el jefe del Partido Liberal. A
pesar de este desaire, nadie rechista en las filas. La Volkskammer sabe estar en su sitio, no
eleva la voz delante del Politburó.
Horst Sindermann acaba de rogar a los diputados que aprueben la elección de Egon
Krenz que levanten la mano. Cientos de brazos se levantan. Cuando pregunta quién está en
contra, lanza apenas una ojeada hacia la asamblea. Veintiséis diputados se manifiestan en
contra, mientras que otros veintiséis se abstienen. Situación inédita, impensable, para quien
preside la Cámara desde hace un cuarto de siglo. El septuagenario está tan perturbado que
se confunde al sumar los votos. Perdido, se vuelve hacia el que está a su lado:
—¡Recuenta conmigo!
Sindermann cree que con una broma distenderá el ambiente.
—¡No voy a falsificar el resultado!
Para Egon Krenz, la broma es una humillación...
Ni los apretones de manos, ni los abrazos, ni el discurso de Egon Krenz disipan la
incomodidad general. Cincuenta y dos audaces han cambiado la historia del
parlamentarismo alemán del Este. La temeridad de unos desconcierta a los demás. Todos se
miran de una fila a otra, murmuran, se pasan notitas. Ha bastado con un puñado de
miembros del Partido Liberal y con algunos francotiradores del SED para provocar un
seísmo político en la RDA.
Egon Krenz pronuncia su discurso sin pasión. El golpe —uno más— lo ha hecho
temblar: la Cámara del pueblo era el último lugar en el que pensaba encontrar un obstáculo.
***
Las fuerzas del orden están, una vez más, en estado de alerta. Numerosos grupos de
la oposición han convocado una manifestación esta tarde contra la elección de Egon Krenz
a la presidencia del Consejo de Estado. Publicada en el Telegraph, la cita convoca al
conjunto del movimiento. Es un éxito. Más de doce mil personas se manifiestan desde
Alexanderplatz hasta el Palacio de la República. Egon Krenz es el blanco de todas las
consignas.
Al terminar la manifestación, en lugar de dispersarse como esperaba la policía, los
manifestantes se dirigen hacia el Consejo de Estado. Un denso cordón de tropas de la Stasi
defiende el edificio. Los manifestantes permanecen en la acera de enfrente. De improviso,
uno de ellos cruza la avenida. Enciende una vela delante de un policía de uniforme. Se pone
en cuclillas, inclina la vela para que caigan algunas gotas de cera caliente y la planta en el
asfalto. El agente de la Stasi no ha hecho el menor movimiento. Otro opositor lo imita,
después dos, luego cinco, más tarde diez. Unos instantes después, delante de la puerta del
Consejo de Estado, toda la explanada está llena de velas encendidas. Las luces dibujan
sombras vacilantes sobre las caras de los impotentes policías. Las autoridades estaban
preparadas para un asalto contra el Muro, pero asisten a una sentada bajo sus ventanas.
***
—Kohl al aparato.
Son las ocho y media. Desde hace treinta minutos, Egon Krenz está irritado. La
víspera, la Cancillería de Alemania Occidental ha llamado a su secretaría para concertar una
entrevista telefónica con el canciller entre las ocho y las diez. Egon Krenz espera mucho de
esta conversación. Quiere abolir la legislación sobre los viajes al extranjero para los
ciudadanos de la RDA y, para eso, necesita sin falta llegar a un acuerdo con la República
Federal. La mayoría de los alemanes del Este que se vayan a la RFA necesitarán divisas.
Pero Berlín Este ya no tiene. Una vez más, la RDA va a pedir a su vecino que suministre a
sus residentes algún dinero de bolsillo.
—Soy Krenz, me alegro de escucharle tan temprano.
En las conversaciones privadas, el canciller se muestra bastante más afable y
familiar que su personaje público, rígido y envarado. El alemán del Este se dio cuenta
cuando asistía a las conversaciones telefónicas de Honecker con Bonn. Helmut Kohl le
transmite sus mejores deseos para el cumplimiento de sus nuevas y altas funciones.
Después es más directo:
—Mi primer deseo es que nos llamemos por teléfono de manera habitual.
—Muy buena idea. ¡Hablarnos el uno al otro es mejor que hablar el uno del otro!
—En la actualidad, ni que decir tiene que el secretario general en Moscú y yo
hablamos con frecuencia por teléfono. Deseo que ocurra lo mismo entre nosotros.
—De acuerdo, canciller.
Egon Krenz aborda a continuación el asunto que le preocupa: la libre circulación de
los alemanes del Este y sus consecuencias financieras. Anteayer envió un emisario a Bonn
que sólo ha obtenido respuestas dilatorias. Es verdad, la RFA considera ayudar a los
ciudadanos de la RDA a pagar su viaje de vuelta, pero cierra filas en lo referente al
reconocimiento de la nacionalidad alemana oriental. Krenz propone nuevos encuentros.
Kohl, que no está presionado, sugiere enviar a Rudolf Seiters a Berlín Este en la segunda
quincena de noviembre. Sin tregua, enumera una serie de requisitos: amnistía para los
ciudadanos de la RDA que hayan salido ilegalmente del país, que se archiven las denuncias
contra los manifestantes, solución rápida para aquellos que han huido este verano y deseen
recuperar sus bienes. El canciller añade en tono confidencial:
—Se lo digo con toda franqueza, un gesto generoso por su parte tendría un efecto
considerable, no solamente aquí, sino también en la RDA.
Egon Krenz no tiene intención de entrar de esa forma en la historia. Interrumpe a su
interlocutor.
—Me imagino que estamos de acuerdo sobre el hecho de que la existencia de una
RDA socialista es conforme al interés de Europa.
Fingiendo no haber entendido nada, Kohl lanza una digresión sobre la cuestión
alemana y Europa.
Tenaz, Egon Krenz vuelve sobre la financiación de los viajes de sus ciudadanos. En
una nota transmitida a Bonn, pide una participación de Alemania Occidental de cuatro
millones de marcos alemanes99. Helmut Kohl juega la baza del tiempo: no cederá hasta el
final de la conversación.
***
Heinrich Knopf recorre con paso decidido los pasillos desiertos del Comité Central.
Únicamente los más altos responsables trabajan el fin de semana. Ascendido a la dirección
del SED por el distrito de Berlín, el coronel de la Stasi abre la puerta de una sala de
reuniones. Al lado de algunos responsables del Partido y de altos mandos de la Seguridad
del Estado, ve al ministro de Cultura, a un dirigente del Sindicato de Artistas, a otro del
Sindicato de Periodistas, así como al jefe de la policía. Esta reunión secreta dará la señal del
contraataque. La reconquista del poder empieza aquí. Heinrich Knopf se felicita por
pertenecer al círculo de los que quieren salvar a la RDA socialista.
El orden del día no tiene más que un punto: la reunión por la libertad de expresión
que organizan las gentes del teatro en la Alexanderplatz para el sábado 4 de noviembre. De
acuerdo con Günter Schabowski, la Stasi ha decidido infiltrarse en esta manifestación y
capitalizarla en beneficio de la política de la Wende, preconizada por Egon Krenz. Estos
últimos días, los principales lugartenientes de Erich Mielke han puesto cuidadosamente a
punto su estrategia. Su objetivo consiste en marginar a los grupos de la oposición con el fin
de que no obtengan ningún rédito político de la concentración. Con la movilización de
personalidades «simpatizantes» de la cultura y los numerosos chivatos que la policía secreta
ha reclutado en los círculos teatrales, creen que tienen asegurado el control del mitin.
Queda por determinar la lista definitiva de los oradores y ponerse de acuerdo sobre las
consignas que deberán lanzar los militantes del SED dispersos entre la multitud.
Erich Mielke ha ido en persona a convencer a su antiguo subordinado, el general
Markus Wolf, para que se dirija a la multitud. El antiguo jefe del contraespionaje, el as de
los golpes más retorcidos contra los servicios occidentales, está jubilado desde hace dos
años. Muy cercano a Moscú, publicó en primavera un ensayo, La Troika, en el cual da la
bienvenida a una perestroika en la RDA. La sola presencia del jefe del espionaje en la lista
de intervinientes ya ha disuadido a varias personalidades críticas —que la Stasi no quiere—
de subirse al estrado. ¡Mejor! La policía secreta ha presionado igualmente a los
organizadores para impedir que ciertos disidentes tomen la palabra. Knopf y su equipo han
enviado una lista de indeseables. El coronel ha utilizado sus profundos conocimientos sobre
las figuras de la oposición, los talentos de cada uno, los celos que los enfrentan, el apoyo
del que disfrutan los distintos cabecillas.
La artista Bärbel Bohley ha sido descartada de forma prioritaria. En pocos meses se
ha impuesto como icono de la protesta en Berlín Este. La prensa occidental no ha dejado de
entrevistarla, de citarla, de publicar su foto. La tribuna de Alexanderplatz la consagraría a
los ojos de toda la RDA como la opositora número uno, lo que elevaría su Nuevo Foro a la
categoría de fuerza política de primer orden. Otro personaje indeseable: el cantante Wolf
Biermann, expulsado de la RDA y despojado de su nacionalidad, al que los organizadores
habían invitado en un primer momento. El alborotador sigue siendo la bestia negra de la
Stasi. Las injurias que ha proferido contra Egon Krenz el día de su nominación como jefe
del Partido no han servido para arreglar las cosas. Por el contrario, la presencia de algunas
figuras de la oposición, como el físico Jens Reich, se tolera.
El ministro de Cultura les advierte:
—Este gobierno es extremadamente impopular. Podemos hacer venir a quien
queramos, pero le pitarán de entrada.
Él mismo renuncia a hablar durante el mitin y deja esta tarea a Günter Schabowski,
a quien considera mejor preparado para el enfrentamiento.
El jefe de la policía se inquieta por el número de participantes que se espera. Se
habla de trescientas mil personas. El Partido, por más que se infiltre en la manifestación, no
podrá controlar tal multitud. En las conversaciones con los organizadores ha exigido que
una «línea roja» pase por los puentes del Spree: el jefe de la Volkspolizei quiere evitar por
todos los medios que los manifestantes tomen el camino de Unter den Linden y se acerquen
al Muro.
Después se habla de la elección de las consignas. Un ejercicio delicado, incluso
gracioso. Los más altos responsables de la Stasi, de la policía y del Partido se desloman
para encontrar fórmulas suficientemente hostiles al poder como para ser creíbles pero lo
bastante moderadas para que la opinión pública no se aleje de Egon Krenz. «Contra el
provincialismo socialista», «La calle es la tribuna del pueblo», «El desafío es el primer
deber del ciudadano», «Rehabilitación de las víctimas de los procesos estalinistas en la
RDS...». Los viejos chequistas se separan por fin, felices de haber restablecido la vieja
receta de infiltrarse entre el enemigo.
Heinrich Knopf se dirige a su Wartburg en el aparcamiento. No vuelve a su
despacho, sino que enfila hacia Prenzlauer Berg, aparca el coche en una calle adyacente a la
iglesia de Sión y se introduce en un edificio anónimo de fachada grisácea y decrépita. Sube
hasta el tercer piso y llama a la puerta. Adivina una sombra detrás de la mirilla. Un joven en
camiseta abre la puerta; el coronel avanza por el vestíbulo sin decir una sola palabra. Posa
su mirada en cada rincón del apartamento. El agente Bauer lo sigue por todas partes. En la
habitación principal, el agente Holzer está de pie como un palo. Los dos hombres de la
Stasi están paralizados al ver a un oficial tan importante que hace irrupción en su refugio.
Knopf sigue ignorándolos. Se dirige hacia lo que antes fue un dormitorio y que hoy
parece más bien un estudio de grabación. Los magnetófonos, un cuadro de mandos, cascos,
una radio conectada con el cuartel general están colocados sobre una larga mesa. Encima de
la máquina de escribir, el oficial superior coge un protocolo sin terminar. Lo hojea
rápidamente y después se vuelve hacia los hombres.
—¿Es todo?
Holzer y Bauer no saben qué responder.
—Me trae sin cuidado que la reunión de ayer haya convocado a nueve personas en
el comedor y que hayan hablado de reformar la educación en la RDA. Si creéis que vuestra
misión consiste únicamente en aplastaros en una silla y escuchar las tonterías del piso de
debajo, es que no habéis entendido nada. Hoy la Stasi tiene necesidad de vuestro
compromiso. Esa gente tiene contactos habituales con agentes del Oeste que los ayudan y
los financian. ¡Nosotros tenemos que saber quién, cuándo y cómo! Esos enemigos del
socialismo se hacen pasar por santos; a nosotros nos toca revelar su verdadera cara:
¡provocadores pagados por los capitalistas!
Otra vez en el salón, Heinrich Knop se sienta. Interroga a sus subordinados sobre
sus métodos de vigilancia. Los jóvenes policías le dan el parte de sus actividades diarias. La
rutina. Excepto los registros, los equipos de la Stasi desplegados alrededor de la iglesia de
Sión no hacen prácticamente nada contra ese nido de opositores. Han dejado la vigilancia
porque, dicen, sus «presas» conocen de sobra sus caras. El número de personas que entran y
salen de la iglesia y sus dependencias, entre ellas la Umwelbibliothek, es tal que es
imposible vigilar y controlar a todo el mundo. Además, docenas de periodistas occidentales
pasan cada día por allí. Si entre ellos se encuentran agentes extranjeros que utilizan esta
profesión como tapadera, les resultará imposible descubrirlos a menos que se provoque un
escándalo en los medios de Occidente, que clamarán por atentar contra la libertad de
prensa.
Heinrich Knopf no se deja engañar.
—Vosotros pertenecéis a la Seguridad del Estado. Estáis aquí para defender nuestro
orden socialista. Es lo único que cuenta. Para luchar contra nuestros enemigos nos hace
falta información, protocolos, pruebas materiales. Espero resultados en el menor plazo
posible.
El coronel se gira sobre sus talones sin ni siquiera saludar a los dos hombres
petrificados.
***
El teatro de la agonía
A medida que se acerca la hora del mitin, la tensión llega hasta la división XX de la
Stasi. Una nota de servicio, que indica la dirección de cuatro escondites situados en el
centro de Berlín, se distribuye a varios cientos de agentes dispersos entre la multitud para
que tengan una posibilidad de escape si los manifestantes deciden bloquear el acceso al
Ministerio de la Seguridad del Estado. En cada uno de estos apartamentos, denominados
«conspirativos», algunos oficiales se mantienen en alerta, dispuestos para recibir a sus
compañeros. La contraseña: «Blume»101.
En el cuartel general de la Normannenstrasse se ponen en lo peor. Las noticias
parecen tan inquietantes que se han planteado desconvocar el mitin. Pero es demasiado
tarde para echarse atrás: la manifestación se anuncia como una de las más importantes de la
historia de la RDA y, desde la oposición hasta las instancias oficiales, todo el mundo ha
animado a la población a participar. Los panfletos circulan; el Telegraph, al igual que el
Morgen, el órgano del más servil Partido Demócrata-Cristiano de la RDA, se ha hecho eco
de la convocatoria; los círculos artísticos, así como el Nuevo Foro, apoyado por la red de
iglesias, han reenviado la información a todo el país.
Sintiendo, desde hace algunos días, que el acontecimiento se les puede escapar de
las manos, los responsables de la Stasi se mueven como pueden para evitar que su buena
idea se convierta en un desastre. Han convocado a sus «amigos» del mundo del teatro y de
las artes para asegurarse su apoyo. ¿Se pueden fiar aún de estos espías, de su capacidad de
influir en los saltimbanquis de reacciones imprevisibles? Aparecen nuevos dirigentes,
surgen espontáneamente iniciativas, algunas organizaciones que tontean con el régimen han
sido aisladas. Los agentes de Mielke descubren que la libertad de expresión es como los
explosivos, delicada de manipular.
Según los pronósticos de las fuerzas del orden, medio millón de manifestantes
deberán invadir la Alexanderplatz a mediodía. Una marea humana que nadie podrá
controlar, ni siquiera simplemente acordonar. Los agentes diseminados en la manifestación
han recibido consignas para actuar con los «medios adecuados». Primo, localizar y aislar a
los militantes «enemigos» que utilicen la manifestación con fines de provocación; secundo,
ayudar a las «fuerzas positivas y razonables» con el fin de contribuir al desarrollo pacífico
del acontecimiento —es decir, aplaudir a los «buenos» oradores y acallar las burlas—;
tertio, apoyar al servicio de orden de los organizadores. Respecto al SED, ha animado a sus
militantes a que participen en el mitin a fin de apoyar a Egon Krenz.
Aunque el recorrido de la manifestación pasa lejos del Muro, la Stasi ha apostado
hombres en las arterias que desembocan en él. La posibilidad de que se produzca un asalto
de la «frontera» sigue obsesionando a los responsables del Partido. En ese caso habrá que
detener como sea a los asaltantes. Otra vez se han desplegado guardias fronterizos en las
proximidades de la Puerta de Brandeburgo, equipados con armas y municiones.
La víspera por la tarde, en una intervención televisada, Egon Krenz ha hecho todo lo
posible para atraerse las simpatías de sus compatriotas. Con la sonrisa en los labios, voz
cálida y mirada penetrante, ha enumerado un paquete de medidas que la RDA no ha
conocido desde su fundación: creación de un tribunal constitucional, reforma
administrativa, limitación de los mandatos, instauración de un servicio civil para los
objetores de conciencia, revisión a fondo del sistema económico, de la política educativa...
Como muestra de buena fe, ha anunciado la marcha de otros miembros del aparato tras las
dimisiones de Harry Tisch y de Margot Honecker un día antes. Como le sugirió Gorbachov,
se impone un rejuvenecimiento para dar credibilidad a la Wende, y cinco miembros del
Politburó, y no de los secundarios, sino de los antiguos en servicio desde hace decenios, se
preparan para abandonar el poder: Kurt Hager, el responsable de la ideología, Hermann
Axen, Alfred Neumann y —los telespectadores no dan crédito a lo que oyen— Erich
Mielke... Incluso se ha decidido que el primer policía de la RDA, es decir, el hombre de
Moscú, pase el relevo.
El secretario general ha terminado exhortando a la población a hacer gala de
paciencia.
—No se pueden corregir todos los errores en unas semanas, menos en algunos días.
Un proceso irreflexivo, precipitado, traería consigo más inconvenientes que ventajas.
Este sábado por la mañana, mientras los primeros curiosos llegan a la
Alexanderplatz, los hombres de la Stasi de paisano tratan de convencerlos de que no
participen en el mitin.
—¿Han escuchado el discurso de ayer por la tarde? Krenz ha cedido en todo, es
inútil manifestarse, camaradas.
***
—¿Es una broma, estimada señora? Evidentemente, ¡está descartado que sus hijos
falten al colegio esta mañana!
Barbara está furiosa. La directora no da permiso para que Simona y Boris la
acompañen a la Alexanderplatz. Qué más da, vendrán de todos modos. En unos instantes va
a empezar la manifestación más grande de la historia de la RDA. No una de esas
concentraciones ridículas en las que el SED se autoagasaja. Una marcha increíble que
acabará con una serie de discursos no censurados por el poder, uno de ellos el de Barbara,
inscrita en la lista de oradores por sus camaradas de la oposición.
Los dos niños se comen su chocolatina de una vez, se ponen rápidamente los
abrigos, las bufandas y los gorros. Ni hablar, no se lo perderán. Esas pocas horas los
marcarán más que los años de lavado de cerebro en el colegio del SED.
***
Los frenos del anticuado tren de la Reichsbahn chirrían. El sonido resuena bajo la
bóveda de cristal y acero de la estación de Alexanderplatz. Martin y Werner, que salieron de
Leipzig temprano, saltan al andén. Para poder relatar con detalle el acontecimiento, cada
uno va provisto de una máquina de fotos. Martin ha cogido su Contax antediluviana,
Werner se ha llevado una Beirette.
En la escalera, Martin se pregunta aún si acudirán muchos berlineses, si
demostrarán la misma valentía que los ciudadanos de Leipzig. Lo duda. En la capital viven
todos los funcionarios, los apparatchiks, las momias del Partido. Ellos son el poder. ¿Por
qué los cortesanos y los lacayos del Politburó prenderían fuego al palacio? La idea misma
de que la manifestación esté «autorizada» ya le ha parecido grotesca. «En Leipzig hemos
tomado la calle sin pedir permiso a nadie», se dice a sí mismo.
Cuando salen a la calle, Martin y Werner se cruzan con manifestantes que llevan
brazadas de flores y le ofrecen una a cada policía de uniforme.
Los dos muchachos de Leipzig se miran y se echan a reír.
—¿Crees que los van a pedir en matrimonio?
***
«Demasiado bonito, demasiado fácil», murmura Vera entre dientes viendo pelearse
a Stefan y Lukas, de 3 y 7 años, los dos hijos de una amiga que le ha pedido que se los
cuide durante todo el día. Hace semanas de esto. La joven opositora se presta con gusto,
pero ahora, con la manifestación en Alexanderplatz, esto la confina a la abnegación. Todos
sus amigos están en la calle y Vera se muere por estar con ellos. Es un dilema de
conciencia. ¿Tiene derecho a llevarse a los niños de otra persona a un mitin? Una marcha
en la que participan los miembros del Partido y los artistas no puede degenerar, es
imposible, se repite. Vera cede.
Viste a los dos niños, mete a Stefan en el cochecito, sujeta firmemente la manita
enguantada de Lukas y toma la dirección de Karl-Liebknechtstrasse. Preocupada por cuidar
a los críos, evita a los «Schwarz-Rot». Vera adora a Hansi y a sus colegas, pero desconfía
de su radicalismo de descerebrados, de sus ganas de pelearse con la policía, incluso de
buscar altercados.
Piensa unirse a la manifestación ya en marcha. Pero, aunque la cabecera lleva en
movimiento más de media hora, los manifestantes aún esperan poder arrancar. Vera y los
dos críos se unen a la manifestación y empiezan a avanzar a pasos cortos. El espectáculo de
esta multitud abigarrada, que se extiende hasta perderse de vista, le produce vértigo. Seguro
que toda la RDA ha bajado a la calle. Jóvenes, viejos, empleados, obreros, intelectuales,
profesores, estudiantes, funcionarios, artistas, pastores, ateos, marginales, sajones,
brandeburgueses, turingienses, todos han respondido a la convocatoria.
Algo inquieto ante semejante marea humana, Lukas se agarra a la parka de su
niñera. Vera le acaricia la cabeza para tranquilizarlo.
—No te preocupes, gritan mucho pero no son malos, ya verás.
Mira a su alrededor, observa a los manifestantes, escucha fragmentos de
conversación. Esta manifestación no se parece a ninguna de las que ha visto hasta ahora. A
su lado, un grupito de hombres hablan con acento de Harz106. Son los mineros que extraen
el potasio en Bleicherode.
—Oigan, ¿vienen de muy lejos? —les pregunta Vera.
—No se podía faltar a esto —le responde un hombre recio con las manos callosas
—. Somos una treintena, que salimos al amanecer con un autocar de la mina ¡y sin permiso!
—Pero el Partido adora a los mineros... Sois los trabajadores preferidos del
socialismo, los modelos.
—Si nos quieren tanto, ¿por qué nos hacen currar en condiciones tan repugnantes y
peligrosas? No tenemos más que material viejo. Los conductos tienen escapes, trabajamos
con los pies en el agua. Los hombres no dejan de caer enfermos. Y la mina contamina tanto
los ríos que ya no podemos cultivar nuestros huertos. ¿Se da cuenta? ¡Esto no puede seguir
así!
Una pareja de berlineses jubilados, que trabajaban en el Hospital de la Caridad,
asienten con la cabeza al escuchar al minero. Jamás se habrían imaginado que un día
participarían en una manifestación. El 17 de junio de 1953 fueron testigos de cómo el
Ejército Rojo reprimió una revuelta de obreros de la construcción. En la calle, las balas
abatieron a los manifestantes. Simples transeúntes corrieron para evitar que los Vopos, que
arrestaban indiscriminadamente tanto a los que protestaban como a los mirones, los
detuvieran. Fue el terror. Treinta y seis años después, están en la calle para denunciar los
privilegios.
—En las tiendas no hay más que inmundicia de la peor clase —dice la señora a Vera
—. ¡Ni los polacos la quieren! Sin embargo, las élites del SED disponen de tiendas
especiales donde compran los productos de Occidente. Y ni siquiera con divisas. Los
funcionarios del Partido trabajan la mitad que el resto, pero para ellos todo son
comodidades.
—Mi cuñado, que vive en la Sajonia-Anhatl —la ataja su marido—, me ha dicho
que el secretario local del Partido se había construido un pabellón de caza en el monte,
donde invita a sus amigos y organiza orgías. Celebran banquetes, se emborrachan, y no le
cuento el resto. Todo eso en nombre del ideal socialista. ¿Y de dónde viene el dinero?,
pregunto yo.
A Vera le divierte esta manifestación convertida en tribunal popular. Cada uno
expresa su rabieta, denuncia los vicios del régimen, grita lo que desea para el futuro. Por un
momento, cierra los ojos para saborear mejor las consignas indignadas de la calle. Vera está
en el paraíso: por fin escucha lo que lleva imprimiendo desde hace semanas en la
clandestinidad. Las conversaciones del sótano de la UB ahora se mantienen en la calle.
***
«Abuelita, ¿por qué tienes los dientes tan grandes?» En el gabinete de crisis, a los
ministros reunidos con Egon Krenz les ha costado reprimir una sonrisa. Un cámara acaba
de tomar un plano de los carteles y la pancarta humorística aparece en pleno centro. El
secretario general del SED está caricaturizado como el lobo de Caperucita Roja, metido en
la cama, con un gorro de dormir blanco.
Krenz pone cara de tomarse las cosas con tranquilidad:
—Es normal que nos ataquen. La gente se desahoga. Esto es la gota que colma el
vaso, que está lleno desde hace años. El Politburó, el gobierno y yo personalmente debemos
soportar la carga de todos los errores que se han cometido en estos últimos años.
Antes de que empezase el mitin, Egon Krenz ha hecho un aparte con Willi Stoph. El
asunto queda claro entre ellos: dentro de dos días, el 6 de noviembre, Stoph, primer
ministro, presentará a Krenz su dimisión, así como la de su gobierno. Mijaíl Gorbachov ha
dado su consentimiento al secretario general en su entrevista celebrada en Moscú. Pero
mientras daba su visto bueno a la renovación de los mandos, el dirigente soviético pidió a
su homólogo que tratase con deferencia a Stoph en su salida. Le ha recordado las
humillaciones sufridas y las dificultades por las que el jefe de gobierno atravesó intentando
enfrentarse muchas veces a Honecker. Gorbachov, entonces, le rogó a Krenz que
mantuviera a Stoph en el Politburó.
El secretario general ha adoptado un aspecto serio.
—Willi, me gustaría que hablásemos de tu futuro y de la elección de tu sucesor.
Sabes que jamás olvidaré que tú iniciaste el debate sobre nuestros errores en el Politburó.
Sin ti no habríamos logrado sustituir a Erich. Pasado mañana cesas en tus funciones como
primer ministro, pero me gustaría que siguieras en el Politburó. Quiero que sepas que Mijaíl
Sergueievich es de la misma opinión.
—Gracias, Egon. Lo consideraré.
—Tengo intención de nombrar a Hans Modrow primer ministro.
—¿Lo has pensado bien?
—Sí. Nos conocemos desde la época de las Juventudes Comunistas. Tiene
experiencia, es licenciado en Económicas y ha realizado tareas de política exterior. Puede
parecer un poco rígido, no deja traslucir nada, pero creo que está hecho para ese puesto.
A Willi Stoph le ha costado aceptar que lo sacrifiquen en aras de la renovación.
Infatigable adversario de Erich Honecker durante años, tuvo mucho que ver con su caída,
en Berlín y en el Kremlin. Pero apenas dos semanas después lo meten en el mismo saco que
a los dinosaurios del Politburó hostiles a cualquier cambio; él mismo tiene 75 años. El
cazador cazado; sin embargo, no puede evitar desconfiar de quien va a reemplazarlo. Para
Willi Stoph, Hans Modrow es un hombre cauto y ambicioso que se ha subido en marcha al
tren de la perestroika, lo que le ha valido el apoyo de Gorbachov. Stoph aprovecha para
soltar su hiel y advertir a Egon Krenz.
—Haces bien eligiendo a Modrow. Pero es orgulloso. En realidad, creo que su
ambición es llegar a secretario general. No se conformará con el puesto de primer ministro.
Cuando vuelve al despacho del ministro del Interior, las pantallas muestran las
imágenes de la Alexanderplatz, que está desbordada. La multitud se expande hasta las vías
de acceso. Los hombres de Mielke pronosticaron con angustia una afluencia de quinientas
mil personas. Los manifestantes son dos veces más numerosos.
Berlín nunca ha sido testigo de algo así, ni siquiera antes de la fundación de la
RDA. Cuando el realizador vuelve sobre las imágenes de las pancartas y banderolas, a los
dirigentes del SED los eslóganes les parecen aún más subversivos. «Elecciones libres,
¡ya!», «¡Abajo el monopolio de poder del SED!», «¡Ni tú mismo crees en las cifras que has
manipulado!».
***
Los que convocaron la manifestación, la gente del teatro, son los primeros que se
dirigen a la multitud. El actor Ulrich Mühe108, miembro de la compañía del famoso
Deutsches Theater, expresa la inmensa alegría que embarga a los cientos de miles de
alemanes que están frente a él y grita «Wunderbar!»109.
Mientras espera su turno, Barbara se sienta en el Café Espresso, justo detrás de la
tribuna. En una mesa vecina, ve al abogado Gregor Gysi110 en animada conversación con
Markus Wolf. Ambos bromean antes de pronunciar sus discursos. Se entretienen
repartiendo las carteras de un futuro gobierno.
—¿Quieres la Stasi? —dice riendo el antiguo espía al jurista.
A Barbara le repugna este espectáculo. El jurista, que ha basado su renombre en la
defensa de los opositores, bromea con un antiguo pilar de la Stasi. Ella duda. Después se
acerca a Markus Wolf.
—Señor Wolf, soy miembro de la Iniciativa por la Paz y los Derechos del Hombre y
de ¡Democracia Ahora! La Seguridad del Estado siempre nos ha espiado, escuchado,
seguido. El Estado de Derecho no existe en este país. ¿Está dispuesto a ayudarnos para
reformar la Stasi?
—Claro que estoy dispuesto.
Dicho esto, el antiguo jefe del contraespionaje le da la espalda inmediatamente, para
retomar la conversación, como si ella no existiera.
Contrariamente a lo que esperaban en la Normannenstrasse, los organizadores no
hacen ninguna concesión a los hombres del poder. Como si quisieran animar al auditorio
antes de que Markus Wolf tome la palabra, llaman a Kurt Demmler para que suba a la
tribuna. El rockero rebelde lleva años dando trabajo a la Stasi. Con su guitarra entona
Irgendeiner ist immer dabei111. La canción ironiza sobre la omnipresencia de los polis del
régimen. La multitud le aplaude a rabiar, y, cuando aparece el general retirado de la Stasi, lo
abuchean. Sus palabras se pierden en el ruido del ambiente. Estoico, el «héroe de la patria
socialista» afronta la situación durante más de diez minutos. Defiende a los agentes de la
Seguridad del Estado, que no deben convertirse en las cabezas de turco de la nación. El
griterío aumenta aún más. Cuando exhorta al país a no dejar pasar la «oportunidad única»
de conciliar socialismo y democracia, ya nadie lo escucha.
Media hora después, con su impermeable azul marino, Günter Schabowski se tira al
foso de los leones. En cuanto sube a la tribuna, la acogida es espantosa. Apenas pronuncia
unas palabras cuando una bronca atronadora silencia su voz. La gente le pita, lo abuchea, lo
insulta. «¡Ya vale! ¡Caradura! ¡Fuera!» Los organizadores intentan en vano hacerlos callar.
Imploran a la multitud que deje hablar al orador: al fin y al cabo, esta manifestación
reivindica la libertad de expresión «para todos». Günter Schabowski vuelve a hablar.
Intenta imponerse, fuerza la voz, agita los brazos vigorosamente. Como una borrasca que le
diera en plena cara y le tirase del podio, los gritos se redoblan. Aufhören! 112, gritan los
miles de manifestantes. Schabowski tira la toalla. Con la cara descompuesta, la tez cerúlea,
los hombros caídos, se da la vuelta y se va.
***
¡Un fracaso estrepitoso! Egon Krenz debe rendirse a la evidencia que lo abruma: la
manifestación se ha convertido en un fracaso, y las sutiles maquinaciones de la Stasi, en un
desastre. Los camaradas del SED enviados al mitin se han visto desbordados, los oradores
favorables a la nueva línea del partido, abucheados, y las consignas «moderadas»,
ignoradas. La debacle ha sido retransmitida en directo por la televisión estatal. Cerca de un
millón de personas en la calle ¡y el resto de la RDA ante las pantallas!
Solo en el gran despacho que ocupa desde hace apenas diecisiete días, no deja de
dar vueltas. Todo se desmorona a su alrededor. Lo que se mantenía ayer se derrumba al día
siguiente. ¿Podemos aún reformar el socialismo en la RDA? ¿Cómo vas a salir de ésta?
Egon Krenz no encuentra ninguna respuesta a las preguntas que lo atormentan.
Sin previo aviso, reúne a los miembros del Politburó que están en Berlín este
sábado. Cada uno aporta sus impresiones sobre la manifestación, cada uno intenta encontrar
algo positivo que decir, hallar señales de esperanza. Sorprendidos por la tormenta, los
apparatchiks se agarran a las últimas tablas de salvación. Realmente la protesta ha sido
virulenta, constatan, pero ninguno de los participantes ha reclamado la restauración del
capitalismo. ¡Uf!
Cuando se marchan, Egon Krenz redacta un telegrama destinado a los primeros
secretarios del Partido de todos los distritos de la RDA:
No había ninguna alternativa a esta manifestación si queríamos mantenernos fieles
al principio adoptado por el Comité Central, según el cual los procesos en curso sólo
pueden mantenerse por medios políticos. Por eso hemos establecido una cooperación entre
los organizadores del mitin y la Volkspolizei. Gracias a ella se han evitado los
enfrentamientos violentos y la concentración se ha desarrollado pacíficamente. Esto es
importante para la situación del país.
Abuelita, ¿qué ha sido de esos dientes tan grandes?
***
La invitación al viaje
¡Abrid!
Son casi las nueve de la noche. Egon Krenz aún está en el edificio del Comité
Central cuando Erich Mielke lo llama por la línea interministerial. ¡Decididamente, el
jubilado de la Stasi no quiere abandonar! Advierte al secretario general de que ha recibido
informes de que grupos de berlineses se dirigen hacia la frontera. Según sus fuentes,
Schabowski habría anunciado durante su conferencia de prensa alguna cosa que habría
provocado este movimiento de gente. Va a tratar de averiguar algo más.
Unos minutos después, Mielke está de nuevo al teléfono. Esta vez completamente
alarmado.
—De hecho, son miles los que se dirigen hacia los puestos fronterizos, andando y en
coche. Llegan de todas partes. ¿Qué vamos a hacer? Egon, si no reaccionamos muy deprisa,
vamos a perder todo el control de la situación.
—¿Qué propones, Erich? Tú tienes experiencia...
—¡Pero tú eres el responsable!
Sobre Egon se abate una aplastante responsabilidad. A pesar de sus decenios en la
Stasi, el viejo Mielke se recupera. ¿Qué hacer? Decir a los hombres que los retengan a
cualquier precio es ir directos a la catástrofe. Disparos, sangre, muertos. Abrir las fronteras
es ceder a la locura, despojar al Estado de toda autoridad; es privar al poder de toda
legitimidad; es, sin duda, provocar el fin de la RDA.
Su pulso se acelera, le laten las sienes. El secretario general duda, examina todas las
posibilidades sin decantarse por ninguna. El responsable, en definitiva, no es él, es
Gorbachov. Decide llamarlo: él sabrá qué hacer. Al fin y al cabo, la Unión Soviética no es
sólo la que protege a la RDA: por ley tiene la última palabra sobre cualquier decisión que
concierna a Berlín. La telefonista intenta comunicar con el Kremlin. Pero ya es medianoche
en Moscú y le responden que el secretario general del PCUS se ha ido a su casa. A esta hora
tardía es delicado molestarlo, subrayan. Egon Krenz podría exigirlo, pero duda y finalmente
renuncia. La situación no es, desde luego, tan desesperada, se dice a sí mismo.
***
Poco a poco, la angustia se adueña del teniente coronel Jäger. Cada vagón del
tranvía que llega a la estación de Bornholmerstrasse trae docenas de pasajeros que se
arremolinan delante del puesto fronterizo, frente a la garita y en la calzada. Los berlineses,
animados pero aún con timidez, preguntan a los guardias a través de las rejas. Quieren
pasar al Oeste, como ha dicho Schabowski. Frente a ellos, al joven capitán de servicio le
cuesta muchísimo hacerse entender. Con obstinación, pero sin alzar verdaderamente el
tono, intenta convencerlos de que regresen a sus casas. Harald Jäger baja a la calle para
prestarle ayuda. Cuando llega detrás de la barrera, para que el gentío le oiga, grita:
—Todos tendréis un permiso. Pero no somos nosotros quienes los damos, es la
policía. Por tanto, hay que tener paciencia, hasta que...
Plantados delante de él, los berlineses exasperados lo interrumpen:
—Schabowski ha dicho en seguida. Sí, ¡en seguida!
Un vehículo de patrulla de la Volkspolizei llega al puesto fronterizo en el momento
justo. Un teniente se baja y se abre paso con dificultad a través de la multitud aglomerada
contra las verjas.
—¿Tienes noticias para nosotros, camarada? —le pregunta Harald Jäger.
—¿Noticias? Yo esperaba más bien que me las dierais vosotros...
Confuso, el oficial de la Vopo vuelve al coche y coge el micrófono del altavoz que
está instalado en el techo del coche. Hundido en el asiento del copiloto, con la gorra gris
calada hasta las cejas, se dirige con una voz poco segura a la gente que lo rodea. El altavoz
produce un ruido estridente; el policía intenta varias veces explicar a sus compatriotas que
no es posible permitir su salida aquí y ahora, que las autorizaciones se darán en las
comisarías.
Eso no les importa, se dicen los numerosos berlineses, que se dirigen hacia el puesto
de policía más cercano: no tienen que andar más que doscientos metros. Cuando regresan,
un cuarto de hora después, están indignados: los policías de guardia los han mandado a
paseo. Su paciencia se empieza a agotar. Delante del puesto fronterizo, la multitud, que
ahora se cuenta por varios cientos de personas, cada vez más resuelta, corea: «¡Queremos
pasar! ¡Queremos pasar!».
La Bornholmerstrasse sigue llenándose. Hay tantos coches que el tráfico está
completamente bloqueado: un largo cortejo de Trabants y de Wartburgs inmóviles, con las
luces encendidas, se ve hasta el infinito. Hacia las nueve de la noche, la fila llega hasta
Schönhauser Allee, a más de un kilómetro de los edificios del puesto fronterizo. Atraídos
por el ruido, los vecinos del barrio bajan a ver qué pasa. Cuando se dan cuenta de lo que
sucede, unen sus voces a las de los que llegaron primero. Los cláxones acompañan a las
consignas. El estrépito es ensordecedor.
Esta vez, Harald Jäger teme por sus hombres. Tanto la multitud de individuos
congregada ante él como su creciente exasperación no hacen presagiar nada bueno. El
puesto cuenta con una veintena de policías. Incluso con una pistola cada uno y cuatro armas
automáticas en reserva, sería imposible mantener a raya a semejante horda.
«Si intervenimos, nos van a colgar de las farolas», piensa el teniente coronel.
Vuelve a llamar a Ziegenhorn, al OLZ:
—Tengo que tomar una decisión, ¡esto no puede seguir así!
—Bueno, Jäger, ya sabes cómo va esto. No puedo darte ninguna consigna sin que
venga de arriba. Y ellos no me han dicho nada.
Por primera vez en su carrera, el teniente coronel desobedece. Da la alarma a los
miembros del Partido. Sus subordinados llaman a una lista preestablecida de una
cincuentena de miembros del SED domiciliados en el barrio y les exigen que acudan con
urgencia al puesto de Bornholmerstrasse. Un endeble refuerzo, pero es el único del que
dispone.
Diez minutos después, llama otra vez a Ziegenhorn y le confiesa su iniciativa no
reglamentaria. El coronel ni siquiera toma nota.
—¿Cuántos hay delante de la barrera?
—Los coches y las personas llegan hasta la Schönhauser Allee.
—¡No cuelgues, llamo al Ministerio!
Minutos después, el superior se dirige a él nuevamente.
—Escucha, mira lo que vamos a hacer: vais a aislar a los más alterados. A ésos los
dejáis salir, pero poniendo un sello en su foto y en su carné de identidad. Inmediatamente
los incluís en el fichero de investigación. ¡Así no podrán volver nunca!
Harald Jäger ordena a alguno de sus hombres que hagan la selección entre la
multitud. Meten a los «furiosos» en pequeños grupos dentro del puesto. Los guardias
cierran tras ellos las puertas y los llevan hacia una de las tres ventanillas. Allí, los
funcionarios sellan papeles y fotos, según las instrucciones del oficial. Al cabo de unos
minutos, los «rebeldes», que no saben que les acaban de prohibir regresar a la RDA, salen
con la sonrisa en los labios por el puente metálico que flanquea las vías del tren y lleva
hacia el Oeste. Son las nueve y veinticinco de la noche. El Muro de Berlín empieza a tener
fisuras.
Dejando salir a un puñado de berlineses, los dirigentes de la Stasi piensan que han
activado una válvula de seguridad. Suponen que la interminable cola, con tanto frío, pronto
hará entrar en razón a los menos decididos, que volverán a sus casas y esperarán con
prudencia hasta el día siguiente para presentar una petición de viaje en la debida forma.
Se produce todo lo contrario. Al ver a las docenas de compatriotas elegidos por los
guardias franquear el puente y dirigirse hacia el Oeste, los que siguen de este lado de la
barrera se irritan. Otra vez se sienten víctimas de la arbitrariedad del régimen. ¡Pero esta
noche, esto no va a ocurrir! Alentado por miles de voces, se escucha un clamor en la noche
berlinesa: «¡Abrid!».
***
Wahnsinn!
Emma vaga por las calles de Berlín Este durante un buen rato. Observa la locura
que reina a su alrededor sin participar en absoluto. Con la cabeza vacía, se siente confusa.
Hace una hora moderaba una mesa redonda sobre educación. La iniciativa del Nuevo Foro
había atraído a docenas de participantes y las ideas, desde las más sensatas hasta las más
barrocas, fluían en todas direcciones. Un momento de libertad creativa, una especie de año
cero, en el que se podía imaginar cualquier cosa, porque todo está por reconstruir en esa
cantera que es la RDA.
Y después un grupo de inoportunos irrumpieron en la sala gritando: «¡El Muro está
abierto!». Las tres cuartas partes de los participantes se levantaron y se marcharon como
una bandada de gorriones. El resto decidió levantar la sesión.
Emma no necesita ir a verlo. Se imagina muy bien a la gente que pasa a Berlín
Oeste. Son los mismos que vio en la Alexanderplatz el sábado anterior y que le dieron
náuseas. Con la misma facilidad con la que se pusieron a abuchear y a tocar el silbato
contra el poder por oportunismo, abrazarán Occidente y su sistema capitalista sin el menor
remordimiento. Su Traumrepublik127 no verá el día. Los borregos la pisotean al correr al
otro lado del Muro.
Emma abre el portal de su casa. En las escaleras, las piernas le pesan. La luz del
apartamento está apagada. Jürgen, Bastian y Petra duermen a pierna suelta, pero no hay
nadie cuidándolos. Su marido, Michael, ha dejado una nota encima de la mesa de la cocina.
«Cariño, ¡hay fiesta! Con los amigos del complejo he pasado al otro lado. ¡Es
imposible resistirse!»
—Decididamente este hombre no entenderá nunca nada —protesta, agobiada por su
soledad en esta noche de embriaguez.
***
Bajo las ventanas de la embajada de la URSS, Unter den Linden tiene el aspecto de
una fiesta popular. Ante el busto de mármol de Lenin, los berlineses del Oeste que entraron
por Checkpoint Charlie lo celebran con sus compatriotas del Este, que se apresuran a su vez
a pasar la frontera. Sus gritos se oyen hasta en el despacho de Igor Maximitchev. El número
dos de la representación soviética está aterrorizado. Asiste impotente a una catástrofe
histórica. Para el diplomático de carrera, que vela por los intereses de Moscú desde hace
décadas, las risas y las canciones en la calle significan la muerte anunciada de la RDA, la
joya del imperio. Un trofeo conquistado con el precio de la sangre de los soldados del
Ejército Rojo, vendido por un puñado de incapaces al mando del SED con la indiferencia
de una panda de incompetentes instalada en el Kremlin.
¿Qué hacer? A estas horas tardías, está solo en el puente. El embajador está acostado
desde hace un rato y la manifestación que agita las arterias de la capital al parecer no
perturba su sueño. ¿Para qué despertarlo entonces? Kotchemassov es la encarnación de la
prudencia. Tiene tanto miedo de disgustar a las altas instancias que siempre toma la
temperatura de Moscú antes de transmitir lo que sea al Kremlin o al Ministerio. Buen
soldado del Partido, conoce las reglas: escribir a sus superiores únicamente lo que éstos
desean leer. Igor Maximitchev renuncia a despertarlo. La urgencia de la situación no
cambiará nada: esperará de todas formas al día siguiente para advertir al MID.
Fuera, a tiro de piedra de la embajada, los que festejan empiezan a invadir la zona
prohibida bajo la Puerta de Brandeburgo. El diplomático piensa por un momento en
sobrepasar sus prerrogativas, en advertir a Moscú por su cuenta, en lanzar la señal de
alarma con el fin de que el poder soviético exija a la RDA que ponga fin a un indecente
carnaval berlinés. Pero también renuncia a eso. Si transmite un mensaje urgente en plena
noche, ¿quién lo leerá allá? Si este mensaje cae en manos de un «duro», éste podría advertir
al resto de los partidarios de la línea dura. Maximitchev sabe hasta qué punto el Ejército
Rojo se está conteniendo y lo resentido que está contra el Kremlin por haber acuartelado a
sus hombres y haberle prohibido estrictamente que se inmiscuya en los acontecimientos de
la RDA. Ya oyó las palabras amenazantes del general Snetkov. Ya no ignora que en la KGB
hay toda una camarilla que desaprueba los acontecimientos en curso en Berlín Este. El
riesgo es demasiado grande. No será él quien ponga en marcha la «solución a la china». Él
no dará el pretexto a aquellos que quieren controlar a la RDA lanzando los carros a la calle.
Igor Maximitchev lanza una última ojeada a su despacho antes de apagar la luz.
Durante cuarenta años, el destino de la RDA se ha decidido aquí, en este piso, en este
imponente edificio blanco. Se acabó.
***
En el Lada que baja por Prenzlauer Berg, Barbara baja la ventanilla. Está un poco
achispada y tiene mucho calor. Necesita aire. Ha celebrado demasiado el cumpleaños de su
amiga Viola. Todos han bebido tanto esta noche que Peter, el compañero de Viola, se fue a
comprar vino en la Kneipe130 de la esquina en medio de la fiesta. Cuando regresó, estaba
en tal estado que todo el mundo creyó que se había bebido una botella entera por el camino.
Sin aliento, sudado, gritó:
—¡Han abierto el Muro!
Poco después, toda la panda estaba apiñada en tres coches —a ocho por vehículo—
que avanzaban velozmente hacia la puerta de Brandeburgo.
Llegados al extremo de Unter den Linden, el convoy se detiene. El espectáculo es
insólito: bajo la mirada de los centinelas, docenas de berlineses ocupan la Pariser Platz, que
hace las veces de fachada de la puerta coronada por una cuadriga. En segundo plano, sobre
el propio Muro, hay cientos que beben y bailan.
Después de haber dejado los coches, Barbara y sus amigos pasan por debajo de los
arcos y van directamente al Muro. Algunos les tienden las manos.
—¡Subid, vamos a ayudaros!
Un barbudo forzudo sube a Barbara al muro de hormigón. Se encuentra al lado de
una berlinesa del Oeste que simplemente se ha puesto un abrigo encima del camisón. La
mujer le ofrece una botella de sekt. Barbara la coge y bebe un gran trago a gollete. Una
profunda sensación de libertad la invade. Desde el promontorio ve el Oeste: la larga y
rectilínea avenida del 17 de Junio131, que atraviesa el Tiergarten; la columna de la Victoria
y la gran silueta del Reichstag. A su alrededor, entre estallidos de risa, sus compañeros
gritan con todas sus fuerzas a la ciudad: «¡Esta noche, los que duermen están muertos!».
Imitada por algunos compañeros, Barbara salta al Oeste. Hacen autoestop para ir a
Savigny Platz, el barrio de los noctámbulos. El Tattersall, el Zwiebelfisch, el Schwarzer
Café: van de bar en bar, cada vez más achispados. Todo el mundo los invita a tomar una
copa para festejar su primera noche de libertad.
Por el camino de vuelta, las aceras rebosan de gente y las calles están
completamente atascadas de coches con matrículas DDR. La noche es glacial, pero a nadie
se le ocurriría quejarse del frío. Los alemanes del Este quieren verlo todo, conocerlo todo,
abarcarlo todo. Las tiendas hace largo rato que cerraron, pero ellos se extasían delante de
los escaparates iluminados, los neones, los letreros luminosos. Plantados ante las agencias
de viaje, sueñan con esos destinos lejanos, hasta ahora fuera de su alcance: París, Londres,
Mallorca, Egipto, Bali, Tailandia, Nueva York. Doce horas antes vivían en otro planeta.
Barbara y sus compañeros bordean de nuevo el Muro cerca de la Puerta de
Brandeburgo. El ambiente está aún más enloquecido que a la ida. Un joven del Oeste, con
cazadora de cuero, se sube con un pico. Animado por cientos de personas a su alrededor,
que acompañan rítmicamente cada uno de sus golpes con un grito de alegría, pica contra el
hormigón hasta la extenuación. Cuando ya no puede más, porque tiene los dedos helados,
un chico con una parka le coge la herramienta y se pone a golpear a su vez. Poco a poco,
golpe tras golpe, la ancha muralla se deshace y deja entrever su armazón de hierro. «¡Ya no
hay más Muro!», corean los curiosos, entusiasmados. Al amanecer, cuando los últimos
excavadores, agotados, se marchan a dormir, miles de botellas vacías recubren la cima del
Muro.
Al pasar por el puesto fronterizo de Invalidenstrasse, Barbara se da cuenta de que ni
siquiera lleva su carné de identidad. Se angustia un poco. Los policías, burlones,
simplemente le hacen un gesto de que pase...
***
Hacia las diez y media de la noche, Hansi ha tenido que irse de la «reunión de la
anarquía». Ha dejado a su panda de anarcos reunidos para arreglar el mundo en una sala de
la UB llena de humo y se ha ido al hospital para hacer su guardia de noche.
En la sala de personal, todo el mundo está sentado delante de la salita de la tele.
Internos, enfermeras y mujeres de la limpieza esperan el siguiente programa «en directo»
de las cadenas del Oeste.
—¿Qué pasa? ¿Honecker ha organizado un golpe de Estado contra Krenz? —
bromea Hansi.
—¿No te has enterado? Miles de tíos intentan pasar a Berlín Oeste. Gritan por todas
partes.
—Wahnsinn!
Hansi hace deprisa y corriendo su ronda para volver a ver la tele. Llega a tiempo
para ver a los primeros berlineses que cruzan el Muro. Todo el personal de noche está como
hipnotizado ante la pantalla. Los enfermos esperarán.
A las seis de la mañana se termina la guardia. A pesar de estar agotado, Hansi no lo
duda un momento. Es obligatorio darse una vuelta por el Oeste. Dirección: el puesto de
Oberbaum Brücke. Nadie lo controla, ni siquiera ve a los guardias fronterizos detrás de sus
garitas. Cruza el puente atravesando el Spree. En la otra ribera está Kreuzberg. Como un
musulmán que descubre La Meca, Hansi da sus primeros pasos en el paraíso de los anarcos.
Las casas ocupadas, las pintadas, los grafitis, las tiendas en las que sólo venden ropa negra,
las Kneipen en todas las esquinas de la calle, los tíos colgados que duermen en los
portales... ¡es todavía mejor en la realidad!
Oliver, su colega de Jena, expulsado de la RDA el año pasado, no vive muy lejos.
Encuentra su casa y aprieta el botón del telefonillo. Una voz pastosa le responde.
—Oli, soy yo, ¡Hansi! Acabo de pasar el Muro.
—¡Genial, sube, es el sexto!
Con el pelo revuelto, Oliver recibe a su amigo con un abrazo.
—¡Coño, Hansi, qué noche!
—Wahnsinn! ¿Quieres tomar algo?
—Te hago un café.
—No, una cerveza. No vamos a celebrar nuestro reencuentro sólo con zumo de
calcetín. ¡Sírveme la pils132 capitalista! Vamos a ver si tiene el mismo sabor que en la
publicidad de la tele...
***
Desde las siete de la mañana, Egon Krenz está en su despacho del Comité Central
con el general Fritz Streletz, jefe del Estado Mayor de la Volksarmee. No ha pegado ojo en
toda la noche. La víspera, hacia las once de la noche, vagaba por el edificio con aire
ausente.
—Pero, ¿qué podemos hacer? —dice a dos miembros pasmados del Comité Central
con los que se cruzó por el pasillo.
Esta mañana va a retomar la situación, está decidido. El secretario general le pide a
Streletz que constituya un comando operativo bajo sus órdenes para volver a tener la
situación bajo control. Exige especialmente que se ponga un plazo a los desmanes de la
Puerta de Brandeburgo y que las fuerzas armadas detengan a los que lleguen del Oeste
escalando el Muro.
—Unos cuantos miles de personas bailan encima del Muro. Los hay que saltan al
territorio de la RDA. Eso son violaciones fronterizas. Tal situación amenaza
constantemente con provocar operaciones militares.
Dos horas después, mientras abre la reunión plenaria del Comité Central, Egon
Krenz decide ignorar los acontecimientos de la noche anterior. Como si no hubiera pasado
nada, el Estado retoma las discusiones sobre el programa de acción del Partido. Todos están
deseosos de saber más, de entender cómo se ha podido producir tal desastre, pero ninguno
de los asistentes osa pedir la palabra.
Hacia las diez, Streletz acaba de susurrarle algo al oído. Le advierte que
Kotchemassov ya lo ha llamado tres veces.
—Dice que Moscú está furioso por el Muro... Pide que la dirección del SED le dé
explicaciones y exige que tú llames directamente a Gorbachov.
Egon Krenz ordena al general que envíe un telegrama para apaciguar al Kremlin y,
sobre todo, para que presente la apertura de las fronteras como una reacción espontánea de
la dirección del país.
El mensaje firmado por Krenz informa al dirigente soviético de que «Con el fin de
evitar graves consecuencias políticas, la dirección de la RDA ha permitido a numerosos
grupos de personas que salgan del país». Streletz, como coartada, ha añadido que los
acuerdos cuatripartitos en vigor en Berlín no se han violado, puesto que hace mucho tiempo
que los ciudadanos de la Alemania Federal están autorizados a visitar a sus familiares
cercanos domiciliados en Berlín Este.
Cuando Viacheslav Kotschemassov telefonea a Egon Krenz, el diplomático parece
estar aliviado.
—Camarada Krenz, en nombre de Mijaíl Gorbachov y del conjunto de la dirección
soviética, le envío a usted, y a todos nuestros amigos alemanes, nuestra felicitación por la
valiente iniciativa de haber abierto el Muro de Berlín.
Krenz, desconcertado, farfulla algunos agradecimientos y cuelga. Si esperaba
felicitaciones, no eran precisamente del secretario general del Partido Comunista de la
Unión Soviética...
Esta vez, ya no es posible recuperar el control. Al aplaudir lo sucedido, el Kremlin
le veta todo recurso a medidas violentas y autoritarias. Dos regimientos de élite de la región
de Potsdam estaban en estado de alerta a petición suya, listos para tomar el Muro y los
puestos fronterizos manu militari. A partir de ahora, ¿para qué?
Lleva al frente del SED sólo veintidós días, pero se siente más viejo y gastado que
Honecker tras dieciocho años al mando de la RDA. Las noches en blanco se suceden y la
angustia que lo embargó al tomar el poder no ha cesado de corroerle las entrañas. Desde el
18 de octubre ha vivido una pesadilla: manifestaciones monstruosas en las que su nombre
no suscita más que insultos y pitadas; reformas que fracasan y no satisfacen a nadie; la base
del SED que está encolerizada; Kohl que le mete la cabeza debajo del agua y ahora... ¡La
última puñalada de Moscú! El Kremlin acoge la advertencia de la muerte del Muro ¡con un
mensaje de felicitación! Mijaíl Gorbachov no tiene verdaderamente la misma concepción
de Alemania que sus predecesores. ¿Quiere dos Estados alemanes para siempre? Su
visitante nocturno de Moscú ha dicho la verdad y Honecker quizá no tuviera razón: sí,
Mijaíl Sergueievich ¡es un aprendiz de brujo! Ha terminado por liquidar la RDA...
***
Rudolf Seiters no ha perdido el tiempo. Tras una noche en blanco, ha invitado a los
embajadores estadounidense, británico y francés a la Cancillería. La Alemania Federal tiene
que hablar con sus principales aliados cuando se trata de Berlín.
Los tres diplomáticos llegan a las once y media. Primero el británico Christopher
Mallaby, después el francés Serge Boidevaix y, por último, el estadounidense Vernon
Walters. El ambiente es a la vez cálido y preocupado.
De golpe, Rudolf Seiters les anuncia que el canciller ha modificado su agenda. Ha
interrumpido su visita a Polonia y participará en una reunión, al mediodía, en el
Ayuntamiento de Schöneberg de Berlín Oeste. Helmut Kohl desea igualmente reunirse lo
antes posible con François Mitterrand, Margaret Thatcher y George Bush, así como con
Mijaíl Gorbachov.
El canciller intuye que le espera una increíble oleada de refugiados. Les pregunta si
pueden poner espacios a su disposición en Berlín Oeste.
Vernon Walters escucha distraído; ya no está allí. Un avión le espera en el
aeropuerto de Colonia-Bonn y debe volar a Berlín tan pronto como se termine la reunión.
Dos horas más tarde, bajo un sol radiante, a bordo de un helicóptero del ejército
estadounidense, Vernon Walters sobrevuela la ciudad con alborozo. Multitudes, filas
ininterrumpidas de coches convergen hacia verdaderos embudos. Todos los puntos de paso
entre Este y Oeste están abiertos, incluso los que estaban condenados desde hacía años,
pero no es suficiente. Ya no son los juerguistas de la noche anterior, sino familias enteras
las que atraviesan el Muro. Poco a poco, las principales arterias de Berlín Oeste se
paralizan. La Kurfürstendamm ha sido cerrada a la circulación. Los Volkswagen y los
Mercedes se ahogan en el torrente de los Trabant, que echan humo y avanzan renqueando.
Se diría que toda la RDA se ha ido al Oeste.
Vernon Walters abre los ojos como platos. Pide al piloto que sobrevuele un punto,
después otro. Kreuzberg, el Kurfürstendamm, Charlottenburg, Wedding, Schöneberg,
Tiergarten: los barrios de Berlín Oeste han sido tomados al asalto. Centenares de miles de
visitantes que no vivían más que a unos pocos metros pueden por fin descubrir esta ciudad
prohibida. El embajador saborea cada instante del espectáculo: ¡La Guerra Fría está
ganada! Hace cuarenta años que sólo vive para este momento.
***
Test the West. Mirando su paquete de West, Marina aprueba la publicidad pegada en
la máquina de tabaco.
Al sol, sentadas una junto a la otra en un banco de la Wittenberg Platz, Marina y
Katia no sienten el cansancio de una noche en blanco. Han bebido, cantado y bailado. En
cada bar, en cada discoteca, los que venían del Este eran acogidos como héroes, felicitados,
invitados, besados.
Markus, su ángel de la guardia, ha vuelto con dos vasos de café que ha comprado en
el Imbiss134 de la estación de metro. En el bolsillo se ha metido un periódico, el BZ.
Heraldo berlinés del pitorreo, el tabloide proclama en titulares: «¡Berlín es Berlín otra
vez!».
—Vamos, cenicientas —dice Markus—, nos vamos antes de que mi carroza se
convierta en calabaza.
Andando hacia el Opel, el grupito pasa por delante de un supermercado. En la acera,
un empleado acaba de llenar el escaparate de frutas y verduras. Las dos chicas caen en
éxtasis. Montones de plátanos, piñas, naranjas en grandes cantidades: nunca habían visto
tanta fruta. En la RDA cuando por fin una tienda recibe provisiones, la gente forma
inmediatamente una cola y todo desaparece en cinco minutos.
En el puesto, las jóvenes descubren toda clase de productos desconocidos.
—Markus, ¿qué son esas cosas marrones con una cestita por debajo? —le pregunta
Katia.
—Kiwis, ¡guapas!
—¿Y esas cosas verdes que brillan?
—Aguacates.
Divertido por su entusiasmo, Markus entra en la tienda y se dirige al vendedor.
—Me llevo todos los plátanos que tiene fuera.
—¿Todos?
—Sí, ¡todos! Son para llevarlos a Berlín Este. Además, me llevaré unas piñas, un
kilo de kiwis, tres aguacates y dos kilos de naranjas.
Markus sale con dos bolsas llenas a rebosar, que entrega a las jóvenes. Además de
fruta, compra chocolatinas y paquetes de dulces.
Cuando llega a Wedding, Markus abre el maletero del Opel y saca las vituallas. Le
da una bolsa a Marina. El hombro de la joven se inclina por el peso.
—Lo siento, pero os he llevado lo más lejos posible. El tráfico está congestionado.
Tardaría por lo menos dos horas en llevaros hasta el Kiez135, y tengo que irme a trabajar.
En la agencia se estarán preguntando a dónde he ido. Estamos a doscientos metros del
puente de Bornholmerstrasse. Al pasar por allí, coged el tranvía.
—Gracias por las compras. Te lo devolveremos en cuanto...
—Déjalo. Ha sido un placer. Nos volveremos a ver. Ahora el Muro está abierto. Me
invitarás a comer una wurst136 al curry socialista. Tchüss, chicas!
Markus se pone de nuevo al volante e intenta dar media vuelta entre el tropel de
coches del Este que circulan muy lentos y apestan a los vecinos que los aplauden. Nadie
protesta. En cada coche sólo hay sonrisas radiantes y lágrimas de alegría.
Los primeros «evadidos» regresan a la RDA. En las abarrotadas aceras se los
reconoce porque van cargados con sus primeras compras en el Oeste. Desde por la mañana
los bancos y cajas de ahorro están tomados al asalto: ofrecen 100 marcos de bienvenida a
todos los ciudadanos del Este que se presenten en sus mostradores. El dinero se ha gastado
a toda prisa... ¡sobre todo en plátanos! Pero las bolsas con las compras también están llenas
de un increíble batiburrillo de baratijas de todas clases. Unos llevan un aspirador, otros un
secador de pelo. Una madre de familia ha comprado tres Barbies para sus hijas. Su marido
camina orgulloso con dos cartones de Marlboro bajo el brazo y con packs de latas de coca-
cola.
Cerca del puesto de Bornholmerstrasse es el desbarajuste. El puente es demasiado
estrecho para que tanta gente pueda atravesarlo. Pero nadie se abre paso a codazos.
Tranquila por su primera visita a Berlín Oeste, la gente se cuenta sus experiencias. Se
intercambian impresiones sobre los Kadewe137, la Ku’damm138, el Europa Center139, los
concesionarios Mercedes, las tiendas de electrodomésticos, de muebles, de ropa, de
juguetes. Han visitado la cueva de Alí Babá.
—Y los polis son polis y no te tratan como a perros, ¡qué distintos de los Vopos! —
observa un hombre que tiene una gorra, a lo cual todo el mundo asiente.
Paso a paso, las dos filas llegan al puesto fronterizo. A pesar de las órdenes del
Estado Mayor, los guardias no han restablecido los controles. Algunos confiesan a los que
cruzan que les gustaría estar de paisano para ir al Oeste con ellos. En Bornholmerstrasse, el
atasco es aún más impresionante que la víspera.
Un joven automovilista saca la cabeza de su Wartburg beis y le pregunta a Marina:
—Eh! ¿Cómo es el otro lado?
—¡Mucho mejor de lo que te imaginas!
126 La avenida más prestigiosa de Berlín Oeste, donde se encuentran las tiendas de
lujo y los cafés más elegantes.
127 República imaginaria.
128 La municipalidad de Berlín Oeste lleva el nombre de Senado.
129 Aeropuerto histórico de la capital alemana, Tempelhof servía de base aérea y de
cuartel general de las fuerzas armadas estadounidenses en la ciudad dividida.
130 Bar.
131 Avenida del 17 Junio, así bautizada por el Senado de Berlín Oeste en honor a
las víctimas de las manifestaciones de 1953 en la RDA, reprimidas con sangre por la policía
y el Ejército Rojo.
132 La palabra pils designa las cervezas rubias tostadas según los métodos de la
ciudad checa de Pilsen.
133 El término «doctrina Sinatra» fue inventado por Gennadi Gerassimov, portavoz
del Ministerio soviético de Asuntos Exteriores. Invitado por el programa Good Morning
America de la cadena ABC, el 25 de octubre de 1989, explicó que a partir de ese momento
Moscú dejaba a cada país satélite libre para elegir su camino o hacer las cosas a su manera,
como cantaba Frank Sinatra: I did it my way.
134 El kiosco.
135 Sobrenombre del barrio de Prenzlauer Berg.
136 La wurst al curry es la versión berlinesa de la salchicha asada que se come en
toda Alemania.
137 Kaufhaus des Westens, el más famoso de los grandes almacenes berlineses.
138 Diminutivo de Kurfürstendamm.
139 Centro comercial cercano al zoo de Berlín Oeste.
Epílogo
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