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1) Siguiendo los planteos de J.

Fontana, la Alemania del siglo XIX contaba con dos grandes


problemas que determinaron el camino y la orientación que tomaron los historiadores alemanes:
en primer lugar, la intención de realizar la unificación política de ese conjunto heterogéneo de
entidades que la componían, ya que era para ese entonces un caos de estados, ciudades libres y
feudos; en segundo lugar, promover un proceso de modernización evitando el peligro
revolucionario.

Ya desde fines del siglo XVIII, los intelectuales alemanes estaban intentando establecer los
cimientos de una cultura nacional basada en la unidad de la lengua, recuperando una serie de
mitos y poesías transmitidos por una cultura popular hasta entonces menospreciada. En el
campo de la historia, la valoración de un pasado clásico común se estaba enriqueciendo con la
recuperación de las crónicas medievales, que añadían un elemento “nacional”, pero también se
desarrollaron métodos de crítica erudita que tienen su origen, fundamentalmente, en el campo
de la filología.

Este proyecto no puede comprenderse sin tener en cuenta su dimensión política. La derrota ante
Napoleón marca el inicio de una serie de reformas que llevaron finalmente a la abolición formal
del feudalismo-aunque esto no se tradujo a la realidad de forma automática-, y ciertas
personalidades buscaron introducir principios democráticos en el estado monárquico.

La clase dirigente prusiana pretendía bloquear todo tipo de ideas subversivas, buscando un
consenso social basado en la lucha nacionalista. La reforma educativa de Humboldt y de las
universidades prusianas, en especial la de Berlín, fundada en 1810, promovieron la idea del
intelectual como un sujeto que, a cambio de satisfacción económica y promoción social, ofrecía
sus armas ideológicas para enfrentar la subversión en forma de una cultura nacional que se
presentaba disociada del ámbito político, y a su vez negaba las funciones de crítica social que
habían asumido los intelectuales de la Ilustración. El objetivo era preparar a la población para
reverenciar al estado, al cual proporcionaban legitimación. La historia científica que se fue
configurando en las universidades alemanas por investigadores que eran funcionarios del Estado
se convirtió en un modelo imitado en el mundo entero.

El historicismo que se desarrolló desde principios del siglo XIX, que tiene como pionero a
Humboldt y como máximo representante a Ranke, puede concebirse como una metodología,
pero esencialmente como una visión del mundo fundada metafísicamente con intencionalidades
políticas. Propugna un rechazo del universalismo de la Ilustración a favor de una visión en la
que cada nación es considerada como una totalidad orgánica que tiene sus propias leyes de
evolución, y se defiende así la peculiaridad individual e histórica de las leyes de cada pueblo. A
su vez, lo que podía llevar a una comprensión histórica universal no era la filosófica
especulativa, sino la investigación histórica.
Sobre la naturaleza del pensamiento histórico, siguiendo los lineamientos de Corcuera de
Mancera, la historiografía alemana decimonónica retoma el pensamiento kantiano de la
polaridad entre naturaleza e historia, entre idea y experiencia: hay diferencias fundamentales
entre los fenómenos de la naturaleza, que son eternamente recurrentes e inconscientes, y los
fenómenos de la historia, de los humanos, que son únicos e irrepetibles y se caracterizan por su
intencionalidad y voluntariedad. Por otra parte, considera que la práctica de la historia debe
centrarse en los conflictos entre los grandes poderes, priorizando así los documentos
diplomáticos.

Humboldt, que sirve como punto de partida para Ranke, entiende que el principal deber del
historiador consiste en describir lo sucedido, de la forma más exacta y completa. Para esto se
necesita el desarrollo de una investigación exacta y crítica, pero también una comprensión
imaginativa que permita al historiador combinar la pura fantasía con la especulación y la
experiencia para trabajar con los fragmentos y revelar la verdad de un suceso. Además,
Humboldt entiende la historia como un drama donde las luchas y conflictos entre Hombres,
naciones o grupos sociales llegan a ser considerados auténticos elementos de la realidad
histórica, pero sin que estos conflictos tengan posibilidad de triunfar a largo plazo. Este erudito
transmitió a Ranke la convicción de que la historia es el conocimiento del suceso individual en
su realización completa, la necesidad de relacionar lo individual con el contexto donde se
mueve la persona y que le permite actuar, el concepto de historia entendida como un arte capaz
de representar la realidad de la forma en que aparece en un determinado momento o lugar, la
certidumbre de que las ideas y los acontecimientos son inseparables, y la inclusión en la
narración histórica no sólo de los hechos, sino también del poder de la idea.

Ranke no permanecía al margen de la política. Luego de la Revolución de 1830, el gobierno


prusiano lo puso como director de la Revista histórico-política, expresión de los pensamientos
más conservadores y antirrevolucionarios. Fue mucho más allá de “contar las cosas tal y como
pasaron”: fue un funcionario ideológico del estado prusiano, útil, servicial y consciente del rol
que debía jugar, lo que le permitió también tener un acceso privilegiado a los archivos
históricos, en un contexto de profesionalización de la investigación histórica, y por lo tanto de
un aumento del interés por los documentos.

Ranke sostuvo que la historia se debía escribir, fundamentalmente, a través de fuentes


primarias, las que son estrictamente contemporáneas a los acontecimientos narrados, y es esto
lo que les da mayor legitimidad y confiabilidad. Para esto, el historiador debía estar entrenado
como paleógrafo y filólogo. Su método realista funciona como un medio para alcanzar la
verdad. Éste se basa más en apartar que en añadir: el historiador debe limitarse a mostrar el
error de las fuentes y rechazar la versión menos confiable, por lo que la verdad ultima se
encuentra en los documentos. Tenía la idea errónea de que el solo estudio de los materiales
llevaba a la objetividad, sin tener en cuenta que las fuentes no eran elementos pasivos de la
realidad, y que además están interpeladas por diversas interpretaciones de testigos o del mismo
historiador.

Por otra parte, su visión de la historia tenía un fundamento teológico, donde Dios, como primer
motor, articula las piezas de una sociedad disuelta en individuos y de un universo fragmentado
en pueblos, y asumía la función de que el progreso ejercía para los ilustrados. Sus libros hablan
siempre de los estados y de las relaciones que se establecieron entre ellos mediante la
diplomacia y la guerra. Los protagonistas siempre eran los grandes Hombres y héroes que se
destacaban por su creatividad y fortaleza. Las temáticas giran en torno a retratos de reyes, papas,
personajes de la corte, ministros, la organización de gobierno, la administración, etc.

Este historiador no entiende las naciones más que en el seno de los estados. Pensaba que el
acontecimiento más importante de su tiempo había sido “la renovación y el nuevo desarrollo de
las nacionalidades” y su integración en el marco de los estados, que se respaldaban ahora en la
conciencia de identidad nacional de sus súbditos, lo que exigía que se les educara con una
historia que no debía hablar de progreso, de modos de subsistencia o de lucha de clases, sino
sólo de pueblos, en el sentido de colectividades humanas interclasistas fundamentadas en el
sentimiento de la nacionalidad compartida. El historiador fomentaba así la sumisión absoluta de
los ciudadanos al poder, sin posibilidades de crítica, ya que el estado encarna a la nación y ésta
no hace otra cosa que seguir las pautas que ha fijado Dios, lo que hizo que se terminaran
justificando todos sus actos. Los métodos de la erudición alemana se difundieron a nivel
mundial, con una pretensión de objetividad que en realidad significaba la aceptación pasiva del
orden establecido, acompañada de la profesionalización de los historiadores.
2) El campo historiográfico no estuvo exento de los vaivenes sociales, políticos y culturales que
impulsó la Guerra Fría. Siguiendo las consideraciones de A. Bozza, si la historiografía
norteamericana manifestaba una larga tradición anticomunista, con sus puntos más álgidos en la
era del macartismo, la soviética llegó a ser controlada también en gran medida por el poder
estatal, especialmente durante el estalinismo, que pretendía ser la única y legítima expresión del
materialismo histórico.

El anticomunismo estadounidense excede ampliamente al senador Mac Carthy y su coyuntura


específica. Éste supo explotar la sensación de temor que se generalizaba ante el avance mundial
del comunismo, pero ésta era una creencia que se basaba en una tradición nacional
contrasubversiva previa, aceptada por importantes sectores de la población norteamericana, que
manifestaba un sentimiento de peligro hacia las disidencias políticas, minorías radicales,
extranjeros, entre otros. Esta situación ya era evidente desde la desde la Primera Guerra
Mundial: los movimientos radicales y obreros, protagonistas de grandes huelgas, fueron
denunciados como agentes foráneos del comunismo.

El aparato estatal mostró una gran disposición a aceptar estas prácticas anticomunistas, creando
en 1935 el FBI, encargado de la vigilancia ideológica y el encarcelamiento de diversos activistas
e intelectuales, y también de reducir la imagen del peligro comunista a meras marionetas del
régimen soviético, unificando así a diversos grupos de disidentes y críticos sociales como
sujetos desleales de la Nación. Sin embargo, el espacio institucional anticomunista e
inquisitorial por excelencia fue el Comité de Vigilancia de Actividades Antiamericanas
(HUAC). Promovido por grupos republicanos conservadores que se oponían a las políticas del
New Deal, tuvo el respaldo de delatores, muchos de los cuales eran anticomunistas devenidos
en profesionales del anticomunismo. Atacaron un gran número de funcionarios progresistas,
activistas sindicales y militantes del CPUSA. Esto se vio reforzado por el Federal Employee
Loyalty Program, que buscaba terminar con la presencia de los comunistas en la administración
pública, y la ley Mac Arran, cuyas resoluciones eran propias de un Estado policial inquisitorial.

El triunfo de la Revolución China en 1949, la Guerra de Corea y la tenencia de armas nucleares


por parte de la URSS habilitaron a los sectores de derecha a denunciar la inminencia de la
amenaza roja sobre el “mundo libre”. Mac Carthy aprovechó esta situación para fomentar una
paranoia social, acusando a los comunistas de infiltrarse y practicar el espionaje al servicio de
los rusos en los distintos ámbitos de la vida pública, institucional y social. Si el discurso
macartista pudo triunfar, esto se debió a que funcionaba como un escudo protector de las
tradiciones nacionales americanas, de los sentimientos de una democracia cristiana, amenazadas
por el red scare, ateo, radical, subversivo y foráneo. Sin embargo, sabemos que esta sociedad
que se pretendía democrática fue socavando el respeto originario de los derechos y libertades
individuales, mediante prácticas, discursos y comportamientos abusivos y brutales.

Ya desde fines de los años cuarenta, la persecución había impregnado la cultura y el sistema
educativo. En este sentido, gran parte de las escuelas secundarias y universidades fueron
vigiladas por diversos organismos, en especial el FBI y la CIA, con la intención de exonerar
profesores comunistas y desechar textos afines a sus ideas. Las actitudes de los investigadores
fueron desde la colaboración con los organismos de espionaje y la delación, hasta el rechazo del
procedimiento inquisitorial y el exilio.

Mediante el temor, se redujo enormemente la capacidad crítica y la audacia de las


investigaciones, y se asiste a un retroceso de las tradiciones historiográficas de corte progresista,
preocupadas por la historia económico-social, por los procesos internacionales, por los vínculos
entre el poder político y económico, por los movimientos de resistencia y disidencia, por los
conflictos raciales, laborales y de género, a partir de entonces vistos como ejes de sospecha y
peligro. Se rechazaba la influencia del materialismo histórico a favor de las tesis de consenso,
como la de Hofstadter, que lograrían un correcto entendimiento del desarrollo histórico. De esta
manera, el pasado nacional era concebido como si Estados Unidos nunca hubiera vivido
situaciones de tensión o conflicto. El historiador Theodore Draper siguió estos lineamientos, y,
con el apoyo de poderosas fundaciones anticomunistas, logró imponer una interpretación
dogmática, monolítica e irreflexiva sobre el comunismo que tuvo una enorme influencia a largo
plazo en todos los estudios. Redujo toda la tradición histórica del Partido Comunista a una
organización de perversos agentes y espías de la URSS, vistos como forasteros al servicio del
gobierno soviético.

No obstante, desde los años ’60 estaba emergiendo una nueva generación de historiadores con
una perspectiva renovadora a la historia social, inspirada en la “historia desde abajo” de E.
Thompson. D. Montgomery, por ejemplo, dedicó sus investigaciones a las experiencias de
solidaridad y auto organización de los trabajadores, lo que demostró empíricamente las prácticas
y contribuciones de diversos grupos radicales y comunistas en los movimientos laborales y
comunidades étnicas. Los historiadores de la cultura afroamericana se encontraron con desafíos
más particulares: W. Du Bois fue el pionero del desarrollo de la historiografía afroamericana, y
sus estudios son indisociables de su activismo militante por la conquista de derechos civiles.
Influido por las lecturas de Marx y Engels, tuvo que enfrentarse a la tradición historiográfica
blanca y hegemónica que sostenía que la Reconstrucción había fallado debido a la falta de
empatía y pereza de los negros, que no supieron aprovechar la oportunidad de emanciparse; al
contrario, Du Bois veía que la responsabilidad recaía en la ineficacia y falta de entusiasmo de
los gobiernos radicales para generar cambios relevantes y profundos. El contexto reaccionario y
persecutorio de la Guerra Fría fue un obstáculo para el desarrollo de estas investigaciones, pero
esto no impidió que en los años sesenta sus tesis se convirtieran en fuentes inspiradoras para los
historiadores revisionistas.

En el caso soviético, durante el zarismo de fines del s. XIX, la historiografía inspirada en el


materialismo histórico pudo resistir a un contexto cultural tradicional y de censura. A. Bozza
define un primer momento caracterizado por el ensalzamiento de la Revolución de Octubre
como un acontecimiento de trascendencia civilizatoria, y como el eje irradiador de una nueva
conciencia histórica. En 1921 el gobierno revolucionario creó una comisión histórica, la Istpart,
para estudiar el Partido Bolchevique y la Revolución, que se empezó a vincular con una larga
tradición de insurrecciones de las clases subalternas en el escenario internacional. Con esta
práctica memorialística se configuraba una historia social que revalorizaba el pasado
revolucionario de las masas, antes despreciadas. Riazanov fundó, en 1919, el primer centro
“científico” de recolección y clasificación de documentación vinculados con el socialismo y las
experiencias de los sectores populares, el cual estaba abierto a diversas interpretaciones de la
historia: el Instituto Marx Engels (IME), reconocido como institución estatal en 1924. Desde
aquí se promovió la edición de obras de los padres fundadores del socialismo, y algo a destacar
es que se editaron las obras completas de Marx y Engels.

Sin embargo, este espacio empezó a incomodar cada vez más al estalinismo. Desde 1928 nos
adentramos en un segundo momento, en el que comienza una ofensiva contra los historiadores
considerados no marxistas o “burgueses”, que hasta entonces habían convivido con los
intelectuales revolucionarios. El IME empieza a verse como un nido herético, contra el cual el
estalinismo inicia un proceso judicial arbitrario. Rubin, por ejemplo, de simpatías
mencheviques, fue acusado sin fundamento alguno de ser jefe de un inexistente comité
menchevique, y se lo sometió a duros juicios humillantes, al destierro, el trabajo forzado y la
muerte. En 1931 el IME fue absorbido por el Instituto Lenin, y convertido ahora en el Instituto
Marx-Engels-Lenin.

Desde principios de la revolución se buscaba simplificar el materialismo histórico con el fin de


que sea más accesible al público, especialmente a los trabajadores. Así, los fundamentos
teóricos del marxismo se fueron vulgarizando a favor de una transmisión didáctica. La
uniformidad interpretativa concluyó con el triunfo del estalinismo sobre la oposición trotskista
en 1927. Los historiadores no marxistas fueron desalojados de las instituciones más poderosas
de investigación y enseñanza. Si el materialismo histórico era ahora una ciencia social
definitiva, entonces la historiografía que se desviara de sus concepciones seria catalogada como
una expresión burguesa, idealista, contrarrevolucionaria y favorable a la restauración del
capitalismo.

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