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ALEGRAOS Y REGOCIJAOS” (MT 5, 12)

No he podido resistir la tentación de compartir, a las puertas de este nuevo tiempo de verano en el que
solemos disponer de más tiempo para nosotros mismos, la reflexión y oración que me ha dejado la
lectura reposada de la última Exhortación Apostólica del Papa Francisco. Su contenido atañe a una
llamada específica y universal, muy salesiana, que tiene su dinamismo en el proceso mismo del
crecimiento o maduración en la fe: la santidad.

Todos estamos llamados a ser santos y santas en el mundo (pos) moderno de hoy. Jesús nos quiere no
perfectos, pues muy bien sabemos que la perfección plena escapa de nuestras humanas posibilidades,
sino grandes en amor. Esto no significa otra cosa que poner la propia vida al servicio de los demás,
entregarse por puro amor a Dios y a nuestros hermanos, con quienes compartimos camino en nuestra
historia personal. Y, además, hacerlo con profundo sentido de alegría, con gozo, pues se trata de la mejor
y más noble ofrenda a Dios. No es extraño que, cuando Don Bosco recibió en Valdocco al jovencísimo
Domingo Savio, le hizo saber que, en clave salesiana, la santidad consiste en estar siempre alegres.
Alegres en el Señor. Alegres en la vivencia de la comunión fraterna con quienes nos rodean. Alegres en el
ejercicio de nuestras responsabilidades personales y sociales. Alegres en cada instante, pues un corazón
alegre irradia felicidad, contagia optimismo y llena el entorno de esperanza y amor. Alegres, siempre
alegres. Por eso, la llamada de Francisco es a llenarnos de esta alegría que da sabernos llamados por
Jesús a la santidad.

Suenan bien estas palabras y, a sabiendas de que no resulta nada fácil ponerlas en práctica, hacerlas
vida, todos los cristianos, en nuestro caminar fiel tras las huellas de Jesús, nos sentimos empujados, por
la fuerza del Espíritu, a crecer en santidad. ¿Y los jóvenes? Por supuesto, también.

No negaré que la exultante imagen que tenemos de los santos «tradicionales» de nuestra Iglesia provoca
cierta desazón, pues se antoja una virtud heroica imposible para el común de los mortales. Nuestros
jóvenes, metidos de lleno en el meollo de la cultura de su tiempo, con las contradicciones e
incoherencias propias de la edad, posiblemente comprendan que esta vocación no es para ellos, pero
nada más lejos del deseo de Dios. Francisco nos habla de esas buenas personas, ejemplos para muchos
de nosotros, a quienes llama «santos de la puerta de al lado». Ahí podemos encajar todos, incluyendo a
tantos jóvenes de nuestras presencias que llevan adelante sus compromisos formativos, personales y
pastorales con gallardía, con profundo amor y no menos alegría. Ellos son esos «santos» humildes a los
que se refiere el Papa. Cada cual desde su propia historia, desde su condición y circunstancia, alentando
una vida con profundo sentido de Dios y amor por los demás. ¡Cuántos de estos santos anónimos
caminan a nuestro lado, estimulando nuestro crecimiento personal, siendo testimonio de entrega a la
misión educativo-pastoral a la que se sienten llamados, compartiendo fatigas y penas con quienes más
sufren en este mundo, renunciando a sus intereses personales por defender los derechos y el bienestar
de todos, llenando de luz y alegría su vida y las de los que están a su lado!

La Iglesia, casa común de quienes hemos respondido con generosidad a la llamada del Señor a seguirle,
necesita hoy también que asumamos, adultos y jóvenes, ancianos y niños, esta vocación universal de la
santidad, pues será el mejor adorno que podamos ofrecerle (Salmo 92). Una santidad sin heroicidades,
desde la sencillez y en la vida cotidiana, con esa verdadera alegría que nace de un corazón dispuesto
para amar a todos sin condiciones.

Amigos todos, alegraos y regocijaos, pues Dios ha dispuesto para nosotros un regalo. Sin duda, este
presente nos colmará de genuina felicidad. Un precioso broche para lo que ha sido el motivo central de
la campaña pastoral de este curso que ya termina.
¿ADORACIÓN O VENERACIÓN?

La adoración, también conocida como «latría», debe ser rendida únicamente a Dios por ser Señor de
todo lo creado, fuente de Bien, Sabiduría y Misericordia infinitas y Salvador nuestro. «Adorar a Dios es
reconocer, en el respeto y la sumisión absoluta, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios (…) es
alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magnificat, confesando con gratitud
que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo (Lc 1,46-49). La adoración del Dios único libera
al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo»
(Catecismo de la Iglesia Católica, número 2097). En contraposición, la idolatría consiste de divinizar todo
aquello que no es Dios.

Por otro lado, la veneración destinada a la Virgen María, a los santos o a los bienes materiales que a ellos
les pertenecieron, no tiene como fin a ellos mismos sino a Dios. Como católicos veneramos a la Virgen
María, conocido como «hiperdulía», en razón de la excelencia de sus virtudes por sobre los demás
santos. Y veneramos a los santos, conocido como «dulía», reconociendo que todo lo que han recibido es
un regalo de Dios y ellos son solamente un reflejo de las perfecciones divinas obtenidas por los méritos
de Cristo en la Cruz.

Es decir, los católicos adoramos únicamente a Dios. No adoramos imágenes, ni estatuas, sino que
veneramos lo que ellas representan y no a ellas por sí mismas. ¿Acaso las madres no llevan las fotos de
sus hijos en sus billeteras? Sin embargo, ellas no aman la foto, sino que aman a quienes se encuentran
en ellas. Del mismo modo, los católicos amamos a la Virgen María independientemente de que esté o no
en una imagen, porque Ella nos conduce a Dios.

La Biblia puede interpretarse fuera de contexto o de manera incompleta, por ejemplo, en Éxodo 20,4
encontramos que dice: «No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni
abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás.» Sin
embargo, si continuamos leyendo, en Éxodo 25:18 encontraremos que Dios dice a Moisés: «Harás
también dos querubines de oro, labrados a martillo los harás, en los dos cabos de la cubierta». Otros
ejemplos de este estilo lo vemos en Números 21,8 y en 1 Crónicas 28:18-19 donde Dios manda construir
imágenes como símbolos de salvación, pero no como salvación en sí mismas, ya que nuestra única
salvación está en Cristo Jesús.
¿Por qué el culto a los santos?

A pesar de haber leído las explicaciones referentes al culto a los Santos, siempre tengo algunas dudas al
respecto. La primera es que, a través de este tipo de culto, podemos perder la atención de nuestro
centro que es Cristo. Fácilmente, mucha gente cae en la petición de favores a los Santos como en una
especie de acto supersticioso (...) Además, siempre me ha parecido que el culto a los Santos no es otra
cosa que una especie de “sincretismo” que se ha producido luego de siglos de historia, en que la
propagación del Evangelio se ha ido topando con pueblos cuyas mitologías estaban plagadas de deidades
menores, a las cuales se le erigían templos en donde sus fieles realizaban sacrificios a fin de tenerlos
propicios. ¿No es esto lo que se produce con los Santos hoy en día? J. C. (Chile)

Otra:

Quiero preguntarle por qué la iglesia venera tantos santos. ¿No se supone que a Dios es al único que hay
que adorar?

Otra:

Hermano: si usted le reza a una virgen, le reza a una virgen muda. El único mediador entre Dios y los
hombres es Jesucristo.

Estas objeciones repiten algo que ya hemos respondido en el punto anterior, añadiendo otros
pormenores. Tratemos de responder.

Al hermano que nos enseña que sólo hay un mediador entre Dios y los hombres, no sólo le doy la razón
sino que lo felicito porque está afirmando exactamente lo que enseña la Iglesia católica: sólo hay un
mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo. Los santos que la Iglesia católica venera (venerar es
honrar, y supongo que la persona que me escribe me entenderá, pues ella misma, si es buena cristiana,
debe honrar a sus padres y abuelos) no son considerados como mediadores alternativos o
independientes de Jesucristo, sino como buenos amigos e incluso en algún caso (la Virgen María) como
familiar de Jesucristo (no creo que se anime a negar esto, al menos con la Biblia en la mano, puesto que
allí Ella es llamada “la madre de Jesús”, “toma al niño –Jesús– y a su madre”, como le dice el ángel a
José); y por tanto se les pide que intercedan ante él. Creemos que Ella sigue haciendo lo que hizo en
Caná: enviar a los hombres a su Hijo y decirles que hagan lo que él les dice (cf. Jn 2,5).

Los santos que están en el Cielo, a quienes verdaderamente rezamos y honramos (sus imágenes, como
ya dije antes, son un simple recordatorio como las fotos de nuestros abuelos –no creo que alguien crea
tener a su abuelo encerrado en un álbum–) no son mudos, pues el libro del Apocalipsis, cuando habla de
los santos que asisten al trono del Cordero, dice que ellos cantan un cántico nuevo delante del trono (cf.
Ap 14,3). Y se puede leer su hermoso cántico en Ap 19,6-8.

Respecto a la veneración de María Santísima, hemos de suponer que Jesús cumplió más que ningún otro
el mandamiento de “honrar a los padres”, por tanto, honró a su Madre, la cual es María. Nosotros
simplemente intentamos imitarlo en esta honra.

En cuanto a los demás santos, sus imágenes, no cumplen otra función que recordarnos que esas
personas fueron capaces de imitar a Jesús y que nos vamos a salvar si hacemos lo que hicieron ellos
(imitar a Jesús); y como sabemos que están en el Cielo (lo dice el Apocalipsis cuando habla de la multitud
de santos que asisten al trono del Cordero) y que sus oraciones suben a Dios como incienso (lo que
también dice el Apocalipsis 5,8; 8,3-4) les pedimos que en esas oraciones nos tengan presentes a
nosotros.

Si la idea de nuestros interlocutores protestantes acerca del “culto católico a los santos” es otra,
debemos aclararles que lo que acabo de exponer es lo que pueden encontrar leyendo los documentos
de la Iglesia, como por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia católica.

Esto no quita que algunas personas, católicas de nombre, tengan una actitud confusa respecto de la
veneración que merecen las imágenes y los santos en general. Ignorancia de la propia religión siempre
ha habido y los mismos apóstoles en los Evangelios discutían de cosas que fastidiaban al Señor. Pero no
es ésa la doctrina de la Iglesia. Si algún católico venera una imagen de manera supersticiosa, no lo hace
por ser católico sino a pesar de lo que enseña la Iglesia. También entre los protestantes hay quienes
confunden cosas elementales de su fe; pero no podemos juzgar el luteranismo, o el calvinismo o el
anglicanismo por lo que erróneamente piensa algún luterano o calvinista singular.

El culto de veneración a los santos se remonta a los comienzos de nuestra fe. En los más antiguos
documentos de la literatura cristiana aparece que ya en los primeros tiempos de la Iglesia se tributaba
un culto a los mártires y a sus reliquias. En el s. IV se añadió el culto a los Obispos que sobresalieron por
la santidad de su vida, y muy pronto también el de los anacoretas y otros fieles que con su vida de
grande austeridad imitaron de algún modo a los mártires. La Iglesia al canonizarlos (o sea, al ponerlos de
modelo, de canon) da testimonio y sanciona que estos hombres y mujeres ejercitaron las virtudes de un
modo heroico, y que actualmente gozan de Dios en el cielo. De esta forma ellos se convierten para los
creyentes en un modelo de santidad y en intercesores en favor nuestro.

Alguno me ha dicho que no necesitamos otro modelo de santidad que el modelo perfectísimo que nos
da Jesús. Sería una afirmación que equivale a lo que dice quién nos escribe que Cristo es el único
camino. Esto es verdad, pero no significa que no haya habido hombres y mujeres que, transitando el
único camino que es Cristo, puedan a su vez transformarse para nosotros en ejemplo del seguimiento de
Jesús. Así lo afirma San Pablo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte es una ganancia... Hermanos, seguid
mi ejemplo y fijaos también en los que viven según el ejemplo que nosotros les hemos dado a ustedes
(Fil 1,21 y 3,17). Y a Timoteo le escribe: Seguid mi ejemplo como yo sigo el ejemplo de Cristo Jesús (1Tim
1,16). En estos textos vemos claramente que Pablo se pone a sí mismo y a otros como ejemplos de
seguidores de Cristo, e incita a los creyentes a ser sus imitadores, como ellos lo son de Cristo.

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