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Los dos viejos

Vivían en la misma aldea dos ancianos. Uno era honrado y dulce; el otro, de avinagrada voz y ojos astutos, era
envidioso y avaro. Como las dos casas estaban frente a frente, el envidioso se pasaba el día observando a su vecino.
Se enojaba cuando advertía que las hortalizas del buen viejo estaban más lozanas que las suyas, o si llegaban a su
casa más gorriones.
El aldeano de buen corazón tenía un perro al que quería mucho. Cierto día observó que escarbaba en un rincón del
huerto y no cesaba de ladrar.
– ¿Qué te pasa? –le preguntó el viejo.
Y el fiel animal, sin dejar de escarbar, siguió ladrando y dando aullidos. Al fin, el buen anciano cogió un azadón y
comenzó a cavar. Al poco rato su herramienta chocó con algo duro: era un antiguo cofre, cubierto de moho. Lo abrió, y
en su interior encontró un maravilloso tesoro.
El vecino envidioso había visto todo. “¿Por qué –se decía– siempre le saldrán bien las cosas a ese vejete?” Por la
tarde, dominando su rabia, se presentó con el agraciado.
–Amigo, no soy fisgón, bien lo sabes, pero los aullidos de tu perro eran tan insistentes que quise ver si pasa algo. ¿Me
prestas a tu perro unos días?
El buen viejo estuvo de acuerdo, y el envidioso se llevó el perro.
A los pocos días lo vio escarbar junto al tronco de un árbol, y creyó que había encontrado otro tesoro. Al fin iba a ser
rico y poderoso. Corrió en busca de un azadón. Al regresar vio que el can seguía aún escarbando.
Se puso a cavar ansiosamente, pero no encontraba nada. Luego de descansar un rato, volvió a la tarea. De pronto, el
azadón golpeó con algo. ¡Al fin! Dejó la herramienta y escarbó ávidamente con las manos. ¿Sería su cofre? Entre la
tierra aparecieron sólo trozos de madera carcomida, piedras rotas, trapos sucios. El viejo volvió a cavar con el azadón,
pues las manos le sangraban. Pasó más de una hora y abrió, al fin, un hoyo muy profundo, pero no halló más que
escombros.
Soltó la herramienta y se sentó en el suelo. Lo inundaba el sudor y le dolía la espalda. Entretanto, el perro, que se
había sentado, no lejos del hoyo, miraba al viejo con ojos de burla pues sabía que no había ningún tesoro.
María Manent (adaptación), “Los dos viejos” en Cuentos del Japón. México, SEP-Celistia, 2005.

Dama Dulce
Érase una vez una anciana llamada Dama Dulce que se pasaba los días trayendo niños al mundo y cuidándolos. Una
nevada noche de invierno recibió la visita de un desconocido: un jinete vestido de negro le suplicó que fuera a cuidar
de su hijo, pues la madre estaba enferma.
Dama Dulce estaba acostumbrada a esa clase de peticiones. Metió algunos de sus efectos personales en una maleta
y subió al caballo detrás del jinete. La noche era tan oscura y el caballo tan veloz que Dama Dulce no tenía la menor
idea de hacia dónde se dirigía.
Al rato llegaron a la casa del desconocido, una cabaña remota bastante acogedora, amueblada con sencillez. Un
fuego ardía en la chimenea, de una de las vigas del techo colgaba una lámpara de aceite, y la mujer del desconocido
estaba sentada en la cama meciendo a su bebé. Sus otros hijos se habían sentado en diferentes partes de la
habitación y leían o jugaban tranquilamente.
La mujer enferma entregó el bebé a Dama Dulce, junto con una pequeña jarra de plata que contenía un ungüento con
olor a almendras. “Si el niño se despierta, suavízale los párpados con esto”, le dijo.
Dama Dulce se instaló en la cabaña, y mientras mecía al niño, ayudaba a la madre en las tareas de la casa. Cuando el
bebé se despertó, Dama Dulce le untó ambos párpados con una pequeña cantidad de ungüento.
En todos los años que llevaba cuidando niños Dama Dulce no había oído hablar de esta práctica. Los ojos del bebé
estaban sanos, y no entendía por qué la madre insistía en que se le untaran los párpados.
Su curiosidad, sin embargo, se vio satisfecha. Un día, cuando nadie la veía, introdujo un dedo en la jarra y se untó un
poco de aquel ungüento en el párpado del ojo derecho.
En cuanto lo hizo, la cabaña y sus habitantes se transformaron; era como si los muebles fueran de oro y el fuego de la
chimenea ardiera en llamaradas de color azul; el bebé ya no era un querubín de rostro colorado: las orejas eran
puntiagudas, los ojos verdes, y los dientes afilados; en la cabeza, en vez de cabello fino y suave, tenía ciempiés.
El desconocido que la había llevado a la casa se había encogido a la mitad de su estatura, y sus manos parecían
garras. La madre también se había transformado, la cama en la que yacía estaba hecha de hierba y los niños, a su
alrededor, tenían pezuñas en lugar de pies.
Si Dama Dulce cerraba el ojo derecho todo parecía normal, pero en cuánto lo abría volvían las espantosas
apariciones. La aterrorizada mujer supo que para conservar la cordura, y quizás incluso la vida, debía salir de
inmediato. Soltó aquello que sostenía, y se adentró en la noche.
Dama Dulce no volvió jamás a abrir el ojo derecho; lo selló con la cera de una vela y lo mantuvo cerrado, como la tapa
de una tumba.
Brian Patten, El gigante de la historia. México, SEP–Océano, 2004.

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