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CERTEZA Y VERDAD

Hay que distinguir, de manera tajante, certeza de verdad: es posible tener plena
certeza de algo y, sin embargo, estar totalmente equivocado, es decir, estar fuera
de la verdad.

Por certidumbre, en el sentido más general y habitual, se entiende un acto del


espíritu o de la mente por el cual reconocemos, sin reservas, la verdad o falsedad
de algo; es un estado de la subjetividad caracterizado por su firmeza en cuanto
a cómo son las cosas. Pero tener certeza, como dijimos, no garantiza tener
verdad o, dicho de otro modo, la certeza no conlleva necesariamente verdad.

Por verdad, en sentido habitual, entendemos la correspondencia entre los


hechos y la descripción (en lenguaje matemático, científico, etc.) de tales hechos.
Desde este punto de vista, la verdad no mantiene relación alguna con la certeza;
peor aún, por lo general la verdad se establece contra antiguas y afirmadas
certezas como lo fueron, por ejemplo, que la tierra es plana y el sol gira a su
alrededor. Por eso se dice que la verdad científica, pues es de ella de quien
estamos hablando, no sólo no es evidente, sino que es todo lo contrario.

La verdad científica, además, es relativa; con esto se quiere advertir que es


válida hoy pero seguramente cambiará en el futuro. De aquí se desprende, de
manera absoluta e indiscutible, la afirmación más propia y decisiva de nuestra
época: no hay verdad absoluta, toda verdad es relativa. Esta afirmación tiene
efectos poderosísimos sobre nuestra cotidianeidad: nadie se anima ya a tener la
verdad. Más todavía: ya nadie se anima a creer en nada.

Ahora bien, ¿podemos seguir llamando “verdad” a esta verdad tan relativa y tan
opuesta, hasta llegar a ser ajena, a la conciencia que la piensa?

¿Es verdad que ya no hay verdades “absolutas”? No, no es verdad: que Ud está
ahora leyendo la palabra “verdad” es verdad, y lo es absolutamente; que en este
preciso momento Ud. está vivo y despierto, también lo es. Estas son todas
verdades evidentes. Me podrán decir que este tipo de verdades son singulares
y sin gran valor para la ciencia; puede ser, pero no por eso dejan de ser absolutas
y evidentes. Y para la vida de las personas, este tipo de verdades son decisivas
y, tal vez, las únicas que valgan la pena.

A la verdad científica, como vimos, no sólo no le interesa tener certeza sino más
bien todo lo contrario, es decir, busca expulsar de sí todo lo relativo a la certeza.
La verdad científica es lo más opuesto a una certeza. Que una verdad sea
evidente, en cambio, quiere decir que, para ser, debe incluir en su ser no sólo la
existencia de quien piensa sino también el doble acto simultáneo de ser
consiente de estar pensándola y serle evidente que es verdad. La verdad
científica se opone a la certeza; la verdad evidente, en cambio, supone la
certeza.

Podemos resumirlo así: si bien la certeza no conlleva verdad, la verdad, en


sentido fuerte, absoluta, sí conlleva certeza.

Si hay un hecho casi indiscutible en nuestra época, es que vivimos sumidos en


el escepticismo. Las grandes verdades han huido de nuestro mundo y hemos
quedado huérfanos de toda certeza. Y no sólo eso; toda nuestra vida da a
entender algo más íntimo y personal: que levantamos, con honda amargura y
rabiosa desesperación, el estandarte del rechazo, resentido y odioso, de toda
verdad en sentido fuerte, absoluta. Así, quedamos condenados a vivir con un
terrible miedo a la verdad.

Los alucinados delirantes, en cambio, a contrapelo de la época, creen. Y, más


aún, creen absolutamente. ¿Qué hace el sentido común ante esto? Los condena
por creer. Al considerar la certeza como la esencia del delirio, condena toda
certeza absoluta por delirante. El delirio y la alucinación, sin embargo, a pesar
de ser fichados y catalogados como enfermedad, siguen interpelando a fondo el
sentido común de nuestra cultura. ¿Cómo diferenciar la certeza normal de la
certeza delirante? ¿Cómo diferenciar una creencia sana y firme del fanatismo
político religioso peligroso o del liso y llano delirio? ¿Cómo creer, con alma y
vida, sin transformarnos en fanáticos o delirantes? ¿Será posible, después de
tanto miedo, volver a creer? ¿Hay verdad?

Hechos y asuntos tan importantes como la creencia, la convicción, la certeza, la


evidencia, la fe, la verdad, el delirio, la alucinación y otros similares, sumergen al
sentido común de la época en un tembladeral ético y práctico. Sería un error
considerarlos asuntos de especialistas, de filósofos profesionales, pues tienen
participación e incidencia directa y decisiva en la vida cotidiana. Sería asimismo
un error considerarlos ajenos a la clínica psicoanalítica. Si reducimos esta clínica
a una mera técnica terapéutica ante situaciones y estados psicopatológicos,
estos asuntos siempre van a exceder el marco de la clínica; sin embargo, ni estos
asuntos ni la clínica admiten tal reducción, pues todos ellos se inscriben en la
más rancia tradición del psicoanálisis de actos, tanto de la enfermedad como de
la psicopatología de la vida cotidiana, de tan comunes y ordinarios escapan tanto
a la atención general como a la del especialista, pero que, sin embargo, expresan
y revelan la dinámica profunda, consciente e inconsciente, de lo más íntimo de
nuestras vidas

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