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S I LV I A S O L E R · CRÓNICAS DE LA NADA

· Crónica del limón ·

Con la tormenta el mar trajo a la playa un limón


redondo. El mar deja infinidad de cosas en las pla-
yas; los madrugadores de cabeza gacha lo saben:
el mar entrega lo propio y también lo que le sobra.
Deja piedras, caracoles, peces, y en los días de furia
devuelve con elegancia la basura en forma de botellas,
bolsas, pedazos de juguetes, zapatos solitarios, guantes,
ruedas y ladrillos gastados. Si recibe un vidrio de aristas
filosas lo retorna suave y curvo, lo deja en el borde y se
retira a mirar; el mar es un espejo y un ojo, al mismo
tiempo.

Esa mañana trajo un limón intacto, amarillo, como re-


cién sacado del árbol; un limón con olor a mar que ter-
minó en la mesa de casa partido al medio para una li-
monada. Pobre, tanto andar para acabar cortado en dos
y desangrado. Porque antes de ser limonada ese limón
viajó en barco, pienso, tal vez en la lancha pequeña de un
pescador artesanal o en el gran transatlántico. Podría ser
el limón de un pescador que se gana el jornal embarcado
en un bote anaranjado o el limón de un buque mercan-
te taiwanés repleto de containers. Como sea, por alguna
razón cayó al agua y vino a dar a la playa. Tal vez la barca
dio un cimbronazo, la caja con la vianda del pescador se

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· CRÓNICA DEL LIMÓN ·

abrió y el limón saltó al mar. Maldijo el pescador la mala


suerte, revisó que el resto estuviera en orden y siguió re-
mando cada vez más lejos del limón que galopaba de onda
en onda hacia la orilla. O quizás, al cocinero del barco
taiwanés se le resbaló de entre las manos. En un segundo
de distracción el limón rodó por cubierta, rodó y rodó,
hasta encontrar un agujero y se fue al agua. Cayó con fuer-
za, se hundió con el impacto, pero no tocó el fondo porque
un limón, por liviano, no toca fondo y después asomó a la
superficie y flotó. Como un náufrago desesperado alcanzó
la orilla y se quedó de panza al sol hasta que alguien lo
cortó en dos.

Pensar que ese limón fue primero flor blanca y luego fruto
pequeño, verde, insignificante. Un agricultor o la mujer
del agricultor lo miró y lo cuidó cuando tenía el tamaño
de una nuez, alguien lo vio ponerse cada vez más amari-
llo hasta que se hizo adulto y estuvo pronto para vender.
Marchó al mercado con un montón de limones muy pare-
cidos a él, todos ellos compañeros de peripecia. Algunos
terminaron en restaurantes caros cortados en dos, en cua-
tro pedazos; otros se pudrieron de esperar y los patearon
los niños de la calle como pelotas.

Ese limón indefenso en la orilla del mar y su historia for-


tuita me recuerda la incertidumbre de vivir, de ir y venir
de una casualidad en otra, de pasar de mano en mano sin
saber cómo ni cuándo, de quedar a la voluntad del agri-
cultor, del marinero y el caminante, del azar. Este, el de la
playa, se subió a un barco, sobrevivió a la tormenta, perdió
el jugo a la hora de la cena, y solo logró salvarse en esta
historia.

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