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La lengua común

Mario Vargas Llosa


Escritor

Este V Congreso Internacional de la Academia de la Lengua Española que hoy se inaugura


en Valparaíso coincide con el comienzo de las celebraciones en Hispanoamérica de los
doscientos años de las luchas por la independencia. Es de esperar que, con este motivo,
haya una abundante emisión de discursos patrióticos en todo el Nuevo Mundo recordando
el vasallaje del que la emancipación libró a las nuevas repúblicas, los horrores de la
colonización, el exterminio de tantos pueblos indígenas, su sometimiento y explotación a lo
largo de los tres siglos coloniales, el saqueo de las riquezas americanas y el rodillo
compresor para el espíritu crítico y el libre pensamiento que significaron la censura
eclesiástica y la vigilancia de la Inquisición.

Todo eso está muy bien, desde luego, pero lo estará menos, me temo, que en aquellos
discursos no se mencionará casi (y tal vez sin casi) el hecho crucial de que las Repúblicas
independientes que surgieron de la Emancipación americana fueron no sólo patéticamente
incapaces de resolver los problemas sociales de discriminación, explotación y exclusión de
los indígenas heredados de la colonia, sino que, en muchos casos, los agravaron. En
algunos países, incluso, fue durante la República que se cometieron verdaderas operaciones
de exterminio de grandes poblaciones de lo que José María Arguedas llamó «la nación
cercada» del mundo indio.

La celebración de los doscientos años de las luchas por la independencia de América no


debe ahorrar la crítica a los errores y atropellos del pasado, desde luego. Pero no debería,
tampoco, estar exenta de autocrítica, es decir, del reconocimiento de que nuestras
Repúblicas no supieron estar a la altura de los altos ideales que proclamaron al constituirse.
La libertad siguió brillando por su ausencia durante largos períodos de nuestra historia en
los siglos XIX y XX por culpa de las dictaduras militares, los caudillos, las revoluciones y
las guerras civiles, y la justicia reinó sólo para minorías privilegiadas en tanto que las
mayorías languidecían en la pobreza y la marginación. Ha habido excepciones, desde
luego, países que han avanzado y otros que se han estancado y aun retrocedido, pero la
regla general ha sido, en lo que se refiere al mundo indígena, que con la independencia muy
poco cambió y a veces empeoró.
Ahora bien, sentada esta premisa, la celebración de estos dos siglos no debería insistir sólo
en las lacras del pasado y el presente, sino subrayar también todo lo positivo y feliz que
trajo a nuestra América su articulación con el resto del mundo gracias a la llegada de los
europeos a sus playas, cordilleras y selvas. Y de todo ello, lo más importante y duradero,
qué duda cabe, fue la lengua castellana. Esa lengua que justamente por aquellos años
alcanzaba en la península ibérica un período de consolidación, al que seguiría otro de
esplendor, y que, a partir de entonces, y en gran parte debido a su arraigo en el continente
americano, dejaría de ser sólo la lengua de Castilla y España y se convertiría en la de
muchos pueblos y países, una lengua sin fronteras, denominador común de sociedades muy
diversas a las que acercó e integró, haciéndolas compartir una historia y una tradición y ser,
desde entonces, las provincias hermanas de una misma civilización.

Una lengua es mucho más que un sistema convencional de expresiones que permite
entenderse a los miembros de una colectividad. Es, sobre todo, una manera de ser y de
pensar, de soñar e imaginar, de sentir y de amar. Un patrimonio que nos permite
apropiarnos de un pasado histórico y cultural, de un legado que, por el mero hecho de
constituir la materia a la que la lengua que hablamos dio expresión y forma, es también
nuestro, parte constitutiva e inseparable de lo que somos. La lengua que hablamos habla
también a través de nosotros y, además de lo que queremos decir con ella cuando la
usamos, dice lo antigua que es, la multitud de fuentes que la nutren, y evoca la miríada de
acontecimientos, hechos culturales, poetas, pensadores, prosistas, cantores y artistas o
simples habladores que a lo largo de los siglos y las geografías la han ido formando y
transformando. La lengua nos sitúa en el mundo, ordena nuestra vida y nos modela
psicológicamente. No nos enemista pero sí nos diferencia de quienes usan otros códigos y
vocablos para expresarse. Pero esa relación entre comunidades de idiomas diferentes no es
rígida sino fluida, hecha, sobre todo en la realidad cada vez más interconectada de nuestro
tiempo, de continuos intercambios. El español se ha enriquecido a lo largo de su historia
con los aportes griegos, latinos y árabes en la antigüedad; al llegar a América, con la savia
de las lenguas prehispánicas y, en la edad moderna, con la influencia del italiano, el francés
y, sobre todo, el inglés. Esos añadidos no la debilitaron; por el contrario, sirvieron para
mostrar lo apta que era para recibir préstamos sin perder por ello su identidad y
consistencia, para metabolizar esos injertos.

Por eso, el español es una lengua universal y moderna y eso hace de todos los que tenemos
el privilegio de tenerla como lengua materna, potencialmente al menos, hombres y mujeres
universales y modernos. Hablar de la modernidad de una lengua es delicado, sobre todo
desde la perspectiva de las que no lo son, las que lo fueron alguna vez y luego dejaron de
serlo, o siempre permanecieron confinadas en un ámbito social pequeño y este
confinamiento las congeló.

El español es una lengua moderna no sólo porque la hablemos varios cientos de millones de
personas en el mundo –este factor cuantitativo es importante pero no único- sino porque, a
lo largo de su historia, ha ido evolucionando y adecuándose a las nuevas circunstancias
históricas, culturales y sociales, de modo que nunca se quedó desfasada con la actualidad de
una vida que cambia sin cesar en función del avance del conocimiento científico, la
evolución de las costumbres, las creencias, los paradigmas éticos y estéticos y de su cotejo
con las otras lenguas representativas de la modernidad.
Ésa ha sido una de las consecuencias más provechosas para los latinoamericanos del
arraigo del español en nuestro suelo: ser propietarios y servidores de una lengua que es un
pasaporte permanente para salir del pasado, ser ciudadanos del presente y formar parte de
una comunidad que trasciende las fronteras de nuestro lugar de origen y nos instala en la
vanguardia de la actualidad. Para España, crecer culturalmente y extenderse por América,
significó universalizarse, escapar de la reclusión provinciana, volverse una historia, una
cultura y una lengua trasnacionales.

Con España llegaron aquí y pasaron a ser nuestros Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope,
Calderón, Pérez Galdós, Ortega y Gasset, Lorca, Cernuda, y gracias a América el español
se enriqueció con Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, el Inca Garcilaso de la
Vega, Rubén Darío, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, César Vallejo, Jorge Luis Borges y
muchos creadores más. Pero la España que llegó a América no vino sola; traía con ella la
materia y las fuentes que la habían alumbrado, es decir, Grecia, Roma, el cristianismo, el
Renacimiento y todo lo que llamamos la cultura occidental. Una cultura llena de ruido y de
furia, como todas, desde luego, pero, hechas las sumas y las restas, una cultura que no sólo
traería discriminación, prejuicios, intolerancia y censura, sino también espíritu crítico,
rebeldía, derechos humanos, soberanía individual, democracia, libertad y legalidad. Todo
eso está inscrito de manera indeleble en la lengua que hablamos, como un secreto corazón
que palpita en ella, alimenta nuestros sueños y nos defiende contra la decadencia y el
aislamiento. Una lengua viva mantiene vivos a sus hablantes si en ella crepitan los anhelos
de una vida más plena, más justa y más libre. Y nada atiza más la fogata de estos anhelos
que una gran literatura, porque las grandes creaciones narrativas, poéticas y dramáticas nos
incitan a desear un mundo distinto, más intenso, bello y perfecto que el que nos tocó. Ese
espíritu inconforme y refractario es por fortuna un rasgo acentuado y constante de nuestra
literatura. Ésta ha tenido siempre una rama crítica y díscola frente al poder. Y para
demostrarlo bastaría citar sólo el caso ejemplar del dominico fray Bartolomé de las Casas,
que, a mediados del siglo XVI, es decir, en plena conquista y colonización, lanzó las más
feroces condenaciones de la «destrucción de las Indias» que, a su juicio, cometían sus
compatriotas. Lo hizo porque, para él, la moral y los principios estaban por encima de las
razones del Estado y la política.

La lengua que hablamos nos unió. Recordemos lo dispersos, aislados y enemistados que
andábamos cuando las tres carabelas del Almirante llegaron al mar Caribe. Habíamos
creado grandes imperios pero nos desconocíamos y a menudo nos entrematábamos porque
hablábamos lenguas distintas, adorábamos dioses bárbaros y no podíamos entendernos. Lo
que los previsores incas pretendieron con el runa simi o lengua general, unificar a todos los
pueblos y culturas que incorporaban al Tahuantinsuyo de grado o de fuerza difundiendo el
quechua, no tuvo tiempo de cuajar en la historia, por la brevedad del destino del Incario: un
siglo apenas. Pero el español lo logró. Prendió entre nosotros, se aclimató, prosperó, se
impregnó de las vivencias nativas sin desprenderse de las que traía y gracias a ella una
corriente de entendimiento y cercanía circula desde hace cinco siglos entre todos los
pueblos hispanohablantes de América y Europa, y algunas avanzadillas que hablan también
nuestra lengua en el resto del mundo. El español ha sido nuestro runa simi, nuestra lengua
general.
¿Por qué el español no se desintegró como el latín y dio origen a un vasto abanico de
lenguas particulares? Pudo ocurrir, desde luego, en el pasado, cuando las comunicaciones
entre los países eran lentas y difíciles, las distancias nos mantenían desunidos y quienes
iban y venían por la enorme geografía del español eran una pequeña minoría. La razón es
que no sólo la lengua nos unía. Además de ella y gracias a ella otros denominadores
comunes se fueron tendiendo entre ese gran número de sociedades y países: creencias,
valores, ideas, costumbres, mitos, formas artísticas e instituciones, sentimientos y designios
de los que la lengua común fue semilla y fermento. Aún en los períodos más violentos de
nuestra historia, los de las guerras cainitas y las invasiones, ocupaciones y litigios
fronterizos azuzados por el nacionalismo cerril, aquel fondo compartido de idioma, cultura,
legado histórico y problemática común, preservó la unidad recóndita que resulta del
español, esa llave mágica del entendimiento y la comprensión que ha sobrevivido a todos
los desgarramientos, querellas y confrontaciones.

Una lengua común no es una aplanadora que uniformiza e iguala aboliendo los matices y
contrastes que existen entre países, regiones, comarcas e individuos. Es más bien una
placenta que irriga la diversidad y la promueve, sin dejar por ello que la parte se separe del
todo, se aísle y marchite. El español es una lengua frondosa y múltiple, en la que caben
todas las excepciones y variantes. De ellas se alimenta el tronco común, aquel río que se
robustece y renueva con todos los afluentes que a él llegan. El tiempo, que en el pasado se
cernía como una amenaza para la unidad del español, en el presente trabaja a favor de ella.
La globalización, el prodigioso desarrollo de las comunicaciones, sobre todo audiovisuales,
ahora fortalece la lengua común gracias a un intercambio rápido y generalizado de
vocablos, expresiones, modismos y regionalismos que por intermedio de los libros,
películas, programas de televisión o «chateos» del Internet se incorporan velozmente a
nuestra realidad lingüística.

América Latina, observada en su conjunto, es una magnificación de ese fantástico cuento


de Jorge Luis Borges: el Aleph. Casi todo el universo humano y natural está presente en
ella. Todas las geografías y climas del planeta, el mar, las montañas, los desiertos, las
selvas. Las nieves y el calor tórrido, la templanza, el fuego y el hielo. Y casi todas las razas,
culturas y religiones de la humanidad han venido, antes o después de la llegada de
españoles y portugueses, a añadirse al abigarrado contingente de civilizaciones y culturas
prehispánicas para delinear, a lo largo de los siglos de nuestra incorporación al resto del
mundo, esa personalidad plural y varia, con vínculos recientes o remotos con los cuatro
puntos cardinales, que es la de América Latina. Esa diversidad es nuestra mejor riqueza,
desde luego. Se puede ser indio, negro, amarillo, blanco, cobrizo e hijo de todos los
mestizajes posibles, sin dejar de ser genuinamente latinoamericano, así como ser cristiano,
budista, judío, agnóstico, musulmán, ateo o rosacruz, sin que ello debilite la pertenencia de
una persona a esta tierra donde nació o eligió como suya. Todos cabemos en este pequeño
planeta donde, no sin roces o prejuicios estúpidos, llevamos quinientos años aprendiendo a
convivir. Esta coexistencia ha servido para atenuar nuestras diferencias, pero no las ha
borrado, felizmente, ni deberíamos permitir que las borre, porque la diversidad y los
contrastes son riqueza, y nos mantienen conectados de manera constante y dinámica con el
resto del mundo. Y tampoco pone en peligro nuestra unidad porque ella está asentada en
ese denominador que prevalece sobre los factores disgregadores y separatistas: la lengua en
la que hablamos, pensamos, leemos y escribimos.
Mientras ella esté aquí, y quién puede dudar que lo estará por mucho tiempo todavía, ella
nos defenderá mejor que nada y que nadie contra aquel caos primordial del que las leyendas
y mitos incaicos recogidos por los primeros cronistas de la conquista hablan con
estremecimiento y horror. Ese miedo pánico es el mismo que se expresa en la metáfora
bíblica de la Torre de Babel, la soberbia de unos seres empeñados en construir una escala al
cielo a los que Dios castiga privándolos del habla común, condenándolos al desamparo y a
la desconfianza de la incomunicación y a la inminente perspectiva de la violencia, pues,
cuando los hombres dejan de dialogar y de entenderse, comienzan a desconfiar uno del
otro, a odiarse y entrematarse. Eso es también la lengua que hablamos: un escudo contra el
solipsismo, el recelo y la soledad, y un santo y seña que nos abre las puertas del resto del
mundo.

En La Florida del Inca, el Inca Garcilaso de la Vega cuenta la historia terrible del soldado
español Juan Ortiz que, en las luchas por la conquista de la Florida, fue capturado por los
indios de los cacicazgos de Hirrihigua y de Mucozo. Por más de diez años permaneció Juan
Ortiz entre sus captores, a cuyas costumbres y maneras llegó sin duda a acostumbrarse. Dos
lustros después, una expedición de españoles encabezada por Baltazar de Gallegos lo
rescata y devuelve a su vieja cultura. Y entonces, horror de horrores, el pobre Juan Ortiz
descubre que ha olvidado su lengua materna y ya no sabe cómo contar su historia a sus
salvadores. En su desesperación, para que lo reconozcan, sólo atina a balbucear (y de mala
manera) el nombre de su ciudad natal: «Xivilla, Xivilla».

El Inca Garcilaso evoca este episodio con un sentimiento melancólico, pues, confiesa, a él
también le está ya ocurriendo lo que a Juan Ortiz, por no tener en España «con quien hablar
mi lengua general y materna, que es la general que se habla en todo el Perú… se me ha
olvidado de tal manera… que no acierto

Una lengua no solo se pierde por no tener con quién hablarla, debido a un secuestro o a la
distancia, como le ocurrió a aquel conquistador sevillano conquistado. Se pierde también
por negligencia y haraganería, por desaprovechar sus riquísimas posibilidades y matices,
por no conocerla ni gozarla a través de la lectura de sus grandes clásicos y sus mejores
prosistas, por no ejercitarla y servirse de ella de manera creativa. Una lengua se nos puede
ir escurriendo de las manos o mejor dicho de la boca, dejándonos despalabrados, por culpa
de la ignorancia, la mala educación y esa pereza que consiste en valerse del lugar común, el
estereotipo y el clisé, lenguaje muerto que empobrece la inteligencia y agosta la
sensibilidad de los hablantes. Que no nos ocurra nunca la desgracia que se abatió sobre el
pobre soldado Juan Ortiz y nos veamos un día privados de esta lengua que es nuestra mejor
credencial para sortear los desafíos del tiempo en que vivimos. Dejar que la lengua se nos
pierda o empobrezca es perder mucho más que un medio de comunicarse: es perder la
seguridad, la única identidad real que tenemos y rodar hacia ese caos primitivo, a esa
behetría habitada por sonámbulos que tanto espantaba a los quechuas del antiguo Perú.

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