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La nueva organización implicó el dominio de los españoles sobre cada uno de los señoríos que
anteriormente habían estado sometidos al poder central de los mexicas.
En los primeros años de la Colonia, los españoles aprovecharon los límites geográficos de la
organización de los pueblos prehispánicos. Los reinos de México, Michoacán y Tlaxcala se llamaron
ahora provincias. Las nuevas expediciones de conquista fueron agregando al territorio dominado
nuevas provincias. Nueva España, nombre que sugirió el propio Cortés al emperador Carlos V, se
convirtió en una más de las colonias del Imperio Español.
A pesar de la gran ruptura que significó la Conquista, el Estado español decidió conservar algunas
de las características del Imperio Azteca. Estableció la capital de la nueva colonia sobre la antigua
ciudad de Tenochtitlan y conservó el eficiente sistema tributario que los mexicas habían impuesto
a los pueblos sometidos.
El encomendero se colocaba así en el escaño más alto de la pirámide social. Era el señor de los
antiguos señores indígenas y de sus súbditos. Pero esta visión no la compartieron ni los misioneros
que llegaron a evangelizar a los indígenas ni la Corona española, que temía que el enriquecimiento
de los encomenderos despertara en ellos el deseo de desafiar al gobierno español en América y,
por ello, en el siglo XVII, propició la extinción de este sistema para dar paso a la aparición de la
hacienda. Sólo en Yucatán no se abolió el sistema de encomienda y la sociedad se mantuvo
dividida en señores encomenderos y trabajadores indígenas hasta la Independencia.
Apareció entonces el repartimiento, sistema en el que el trabajo de los indios era organizado
por el Estado en función de las necesidades de agricultores, ganaderos y mineros españoles, y era
pagado con dinero. La organización de este sistema quedó en manos de los corregidores, alcaldes
y jueces españoles y de los caciques indios o mandones de los pueblos de indios.
Las doctrinas y la evangelización
España, defensora de la fe católica frente a la considerada herejía protestante, encontró en la
evangelización, es decir, la imposición de la religión de los españoles a los indígenas, la
justificación política de la Conquista; España tenía derecho a dominar las nuevas tierras a cambio
de convertir a los indígenas infieles a lo que para ellos era la verdadera religión. La Conquista se
revistió de empresa religiosa.
El primer clérigo católico que llegó a Mesoamérica fue Bartolomé de Olmedo, un fraile que
acompañó a Cortés durante la Conquista. En 1523, a petición del propio Cortés, llegaron tres
frailes franciscanos, un año después, otros 12 que iniciaron, con gran entusiasmo, la conversión de
los indígenas. A lo largo del siglo XVI, llegaron a Nueva España numerosos franciscanos que se
establecieron en el centro del país, Michoacán y Jalisco; frailes dominicos que se establecieron en
Oaxaca y Morelos; agustinos, que trabajaron en la Huasteca y Guerrero, y, finalmente, llegaron los
jesuitas, que fundaron misiones en lugares tan apartados como Sonora y las Californias.
En su afán de convertir a los indígenas y librarlos de sus paganas creencias, los misioneros
resolvieron numerosas dificultades. Su estrategia consistió en:
Por su parte, los reyes de España se esforzaron por limitar el poder y la riqueza de los
encomenderos para evitar que se rebelaran contra ellos y separaran Nueva España del Imperio
Español. Por eso, las autoridades virreinales permitían la propiedad comunal de los indígenas, que
significó una limitación al enriquecimiento de los grandes propietarios españoles.
A mediados del siglo XVI, la Iglesia se había convertido en un poder paralelo e incluso más efectivo
que el Estado. El origen de su poder se encontraba en la enorme extensión de tierras que acaparó,
sumada a una inmensa fortuna en metálico que se formó con el cobro de los diezmos, las limosnas
y el pago por sus servicios, además de los legados o herencias que los fieles dejaban a esta
institución. La Iglesia prestaba a la población numerosos servicios asistenciales, como escuelas,
hospitales, orfanatos, cementerio y esto le permitía movilizar a la población en defensa de sus
intereses. Se promovió el culto a la Virgen María y a numerosos santos y santas, con lo cual acercó
el cristianismo al politeísmo mesoamericano.
Hubo 62 virreyes en Nueva España. Al ser nombrados recibían una relación del rey que les
indicaba lo que tenían que hacer; no podían traer a Nueva España a sus hijos, nietos, hermanos,
yernos o nueras; la duración de su mandato dependía de la voluntad del rey, pero generalmente
era un periodo corto de tres años.
La extensión del imperio obligó a los monarcas españoles a delegar poder a los virreyes, pero
siempre temieron que éstos desafiaran la autoridad española y convirtieran a Nueva España en un
reino independiente.
Las autoridades virreinales dieron protección especial a los cultivos de trigo y de caña de azúcar,
que los españoles trajeron de las Antillas y lograron aclimatar con gran éxito. Asimismo, se
favoreció la fundación de ingenios donde se impuso el trabajo de los negros. Abundaron los
trapiches, donde se producían diversos tipos de melaza de gran demanda para la destilación del
aguardiente, otra novedad que llegó con los españoles.
La explotación agrícola de espacios cada vez más extensos coincidió con la escasez de mano de
obra indígena. Para compensar esta falta, se recurrió a la mano de obra esclava originaria de
África. Hubo algunos pequeños y medianos propietarios, pero el poder económico recayó siempre
en los dueños de extensas propiedades.
Conforme avanzó el tiempo, estas propiedades crecieron aún más, ya que sus dueños anexaron a
sus dominios las tierras de los pueblos indígenas por medio de la compra o el cobro de deudas
adquiridas. Aparecieron así los latifundios.
Los españoles introdujeron formas de producción desconocidas para los indígenas, como el arado
con punta de acero, instrumentos como las palas, azadones y cuchillos de metal, y la apertura de
surcos para colocar la semilla. Utilizaron el abono animal para fertilizar el terreno, en lugar
del excremento humano empleado por los pueblos prehispánicos.
En muchas zonas se sustituyeron los cultivos tradicionales para imponer el monocultivo, es decir,
el dominio de un cultivo en superficies donde antes se sembraban distintas especies, como
sucedió con la caña de azúcar en Morelos. Pero también se intensificaron los cultivos tradicionales,
como el añil y la grana cochinilla que utilizaban los mesoamericanos para teñir telas, la cual ocupó
el segundo lugar de exportación después de la plata.
La epidemia se presentó sobre todo en las zonas costeras. Muchos pueblos fueron abandonados y
una gran parte de la tierra en las regiones afectadas dejó de cultivarse lo que ocasionó, además,
fuertes pérdidas para la economía novohispana.
En 1576 apareció la gran epidemia de lo que los indios llamaron matlazáhuatl, probablemente tifo,
que nuevamente atacó a la población. En cinco años que duró la epidemia, murieron unos dos
millones de personas, por lo que al concluir el siglo XVI la población indígena se había reducido ya a
2.5 millones de personas. En menos de un siglo, 90% de la población indígena había desaparecido.
La transformación del paisaje
Los elementos arquitectónicos del arte renacentista europeo, con sus columnas, sus bóvedas de
cañón y sus cúpulas ocuparon el lugar de las pirámides truncas, y las cruces que coronaban las
iglesias cristianas fueron signos inequívocos de la transformación del paisaje.
La construcción de molinos de viento fue también un elemento característico del paisaje de Nueva
España. La posibilidad de triturar el maíz hasta convertirlo en una harina fi na intensifi có la
producción de la tortilla como alimento de las clases populares.
El oro y la plata significaban la riqueza en Europa; y el deseo de explotar estos metales fue el
impulso principal de la mayoría de los hombres que emigraban de España a las colonias de
América.
Hernán Cortés inició la búsqueda de minas. Le interesaba sobre todo el oro, pero también el cobre
o el estaño para fabricar cañones y diversos utensilios. A partir de 1523 se descubrieron minas de
oro en el centro y sur de la colonia: Taxco y Zumpango, en Guerrero, y Tlalpujahua, en el Estado de
México. También explotaron el oro que encontraban en los depósitos o arrastrado por las aguas
de los ríos y que se acumulaba en las orillas, pero este recurso se agotó muy pronto.
Entonces se inició la búsqueda de plata; esta actividad obligaba a una planeación y organización
del trabajo muy compleja, ya que este mineral no se encuentra en la superficie. Había que
empezar por detectar las vetas donde se encontraba, después construir el tiro y la mina para
extraerlo y, finalmente, separarlo de los otros metales. Alrededor de las minas se construían las
ciudades y, posteriormente, aparecían los caminos que permitían el abastecimiento de alimentos y
materias primas diversas para la población ocupada en la mina y el transporte de los metales a sus
centros de consumo.
La primera sociedad colonial, basada en el tributo y el trabajo forzado de los indígenas, fue
sustituida, hacia mediados del siglo XVI, por una sociedad que dependía económicamente de las
ricas minas de plata, sobre todo del norte del país. La minería, impulsada y protegida por la Corona
española, ya que de ella dependía su propia riqueza, se convirtió en la base de la economía
novohispana.
El auge minero desarrolló el uso generalizado de la moneda y estimuló las expediciones españolas
en el norte del territorio. La mayor parte de la plata y el oro de Nueva España era llevada a España
y se convertía en moneda, es decir, en capital, y servía a la Corona para financiar tanto los gastos
suntuosos de la Corte, como las construcciones monumentales y las guerras de la metrópoli con
sus numerosos enemigos europeos.