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"Sobre el árido lomo

del formidable monte


asolador Vesubio,
al cual ninguna flor ni árbol alegra,
tus hojas solitaria en torno esparces,
olorosa retama,
contenta del desierto.
[...]
En este suelo vuelvo a verte, amante
de parajes del mundo abandonados
y de adversas fortunas compañera.
[...]
Hoy todo en torno
lo envuelve la ruina
donde tú, gentil flor, brotas, y casi
compadecida del ajeno daño
al cielo das dulcísimo perfume
que al desierto consuela.
[...]
A estos lugares
venga aquel que exaltar con canciones
suele la humana condición, y vea
cuánto de nuestro género
cuida la amante Naturaleza. Y la pujanza
en su justa medida
aquí podrá estimar de los humanos
a los que sin piedad, en un instante,
la cruel nodriza, inesperadamente,
con leve movimiento
elimina en parte, y puede si lo quiere
aniquilar del todo.
Aquí se ven pintadas
de la humana familia
las magníficas suertes progresivas.
[...]
Naturaleza noble
la de aquel que a alzar se atreve
ojos mortales, contra
el destino común, y con franqueza,
sin rebajar lo cierto,
confiesa el mal que nos fue dado en suerte,
y el débil, bajo estado;
la que fuerte y altiva
se muestra en el sufrir, y ni ira ni odio
funestos, aun más grandes
que todo mal, añade
a sus miserias.
[...]
Cuántas veces en estas
desoladas orillas
que el pardo manto de la lava cubre
me siento por la noche, y sobre el llano,
en el azul purísimo,
contemplo el fulgurar de las estrellas
a las que el mar distante
de espejo sirve, y centellea todo
en el éter sereno, en torno al mundo.
Cuando la vista fijo en esas luces
que un punto nos parecen
y que son tan inmensas
que la tierra y el mar son a su lado
un punto, y a las cuales
no ya el hombre, sino este
globo en que el hombre es nada,
les es ignorado del todo; y cuando miro
las infinitamente más remotas
muchedumbres de estrellas
que niebla nos parecen, y a las cuales
no el hombre, no la tierra, sino todo,
el número infinito de las moles,
y el áureo sol, nuestras estrellas todas,
les son desconocidos, y les parecen, como
ellas al mundo, un punto
de nebulosa luz; así, a mi mente
¿tú que pareces, raza
humana?
[...]
¿Qué impulso,
mortal prole infeliz, qué sentimiento
me asalta el corazón para contigo?
No sé si risa o piedad me inspiras.
[...]
Ilumina la luz del cielo,
tras el antiguo olvido, a la extinguida
Pompeya [...]
Y en el horror de la callada noche,
por los desiertos teatros,
por los derruidos templos, por las casas
donde esconde sus crías el murciélago,
como siniestra antorcha
que girase a través de los palacios,
corre el fulgor de la fúnebre lava
que en las sombras, de lejos,
brilla rojiza y tiñe todo en torno.
Ignorante del hombre y las edades
que él llama antiguas, y del sucederse
de abuelos y de nietos,
Naturaleza, siempre verde, avanza
por tan largo camino
que inmóvil nos parece. Caen los reinos,
pasan gentes e idiomas, pero ella
no lo ve; y, aun así, eterno el hombre se cree.
[...]
Y tú, lenta retama,
que con fragantes hojas
adornas estos campos desolados,
también muy pronto a la cruel potencia
sucumbirás del subterráneo fuego,
que retornando al sitio
ya conocido, extenderá su manto
sobre tus tiernos tallos. Y, rendida,
inclinarás bajo el terrible peso
tu inocente cabeza;
mas hasta entonces no la habrás doblado
cobardemente suplicando, ante
el futuro opresor, ni a las estrellas
la habrás erguido con insano orgullo,
aquí en el desierto, donde
lugar y nacimiento
la suerte, no tu gusto, quiso darte;
pero más sabia y sana
que el hombre, no has pensado que tus débiles
retoños inmortales
se hayan hecho por ti o por el destino."

"La flor del desierto" (fragmentos)


Giacomo Leopardi

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