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AMBROSIA

El Festín de los Dioses Griegos.

La ambrosía es una sustancia asociada a los dioses, considerada


generalmente la comida o bebida de éstos. La palabra deriva del
griego y significa, literalmente, «inmortalidad».

Muchos investigadores modernos como Danny Staples relacionan


la ambrosía con el hongo alucinógeno Amanita muscaria.

Conocí a un tipo que solía mostrarse especialmente pletórico en


las mesas bien surtidas. «Comamos igual que dioses», solía decir
alzando la copa. Y aunque sus palabras sólo aspiraban a sustituir
el momento por la metáfora y su correspondiente hipérbole,
alguien se veía obligado a aclarar que el manjar de los dioses era
la ambrosía, alimento de buen gusto y delicado que nadie ha
podido determinar con certeza.

La ambrosía se acompañaba a menudo por el néctar en las


celebraciones, y ambas aparecen en el mito y la literatura como
dulces divinos que fueron garantizados para satisfacer el hambre
o la sed de cualquier residente inmortal del Olimpo. Aunque los
estudiosos no están del todo seguros de lo que los antiguos
griegos pensaban de la ambrosía (o su equivalente líquido) en
realidad se cree que estos ingredientes míticos tenían alguna
conexión con la miel, un dulce disfrutado por los mortales a lo
largo de los siglos. La miel era muy apreciada en la antigua Grecia.
Sin embargo, la ambrosía es algo más que una comida deliciosa.
Hay varios episodios de la mitología griega en los que la ambrosía
es utilizada por los dioses y diosas como una especie de bálsamo
que confiere la gracia o incluso la inmortalidad (si se trata de
mortales) a quienes la toman. Afrodita, diosa de la lujuria y del
amor, la ingería para embellecer aún más. Aquiles se bañó en ella
para convertirse en inmortal. Con la ambrosía –abundante en el
jardín de las Hespérides– como pretexto, uno llegaba a Homero, a
la ninfa marina Tetis y a Amaltea, la cabra nodriza de Zeus. Y de
ahí al verdadero sentido de todo ello: el elixir de la vida.

No es descabellado preguntarse después de un festín qué es lo


que comían los dioses y, ya con los pies en la tierra, qué es lo que
se comía en la Antigüedad y quiénes fueron desde los orígenes los
perfeccionistas del gusto en los albores de la cocina occidental. El
sabio Arquestrato, autor del primer tratado gastronómico; Marco
Gavio Apicio, a quien se debe un recetario todavía de referencia, o
el rey de los gourmets, Lucio Licinio Lúculo. Para empezar, por lo
que nos cuenta Homero, los dioses, además del néctar y de la
ambrosía, lo que les gustaba era la carne. El autor de La Odisea no
escatima adjetivos cuando se trata de describir los aromas de los
asados que envuelven corredores y salas en las moradas
olímpicas.
Un caso claro es el de Hermes. Dios de los rebaños y los pastos y
mensajero de los dioses, su pasión por la carne es un ejemplo
incomparable de precocidad. Cuando no habían transcurrido aún
24 horas desde su nacimiento se le despertó un hambre atroz.
Todavía envuelto en pañales, se levantó, robó 50 bueyes de la
ganadería de Apolo, desolló una pareja y después de
descuartizarla asó los pedazos. Más tarde, como si no hubiera
pasado nada, regresó a la cuna y se hizo el dormido. Pero el olor
del asado seguía tentándolo. Debido a su insistencia, Apolo acabó
cediéndole todos sus bueyes a cambio de la cítara que aquel había
inventado y Zeus le nombró dios protector de los rebaños, de los
que luego pasó a ocuparse.

La exageración en las observaciones se ha ido limando, no


obstante y gracias al Cielo, dentro del propio contexto de los
tiempos. El griego Arquestrato, poeta de Gela (Sicilia) y autor de la
primera guía gastronómica, explicaba en su Hedypatheia cómo las
lampreas cebadas con carne humana tenían un sabor sublime y
eran mucho más digestivas que el resto. En sus viveros del lago
Lucrino, Lúculo las alimentaba con los despojos de los pescadores
de Miseno que se tenían la arriesgada costumbre de rescatar del
agua los objetos preciosos que los romanos ofrecían a los dioses.
La profanación se castigaba con la muerte, como recordaba
Santiago R. Santerbás en La vuelta al mundo en ochenta mundos,
un imaginativo cuaderno de viajes editado en los años ochenta,
por Hiperión. Lúculo confiaba ciegamente en Arquestrato, que, a
su vez, seguramente guió los pasos, ocho siglos después, del
cocinero y patricio romano Marco Gavio Apicio, que escribió, en
tiempos de Tiberio, De re coquinaria, una interesante recopilación
de recetas que ayuda a entender lo que se comía entonces.

El desdén de Tiberio por los asuntos de Estado era equiparable a


su interés por los placeres de la vida. Y no cesaron hasta los
últimos días en los que el emperador, ya viejo, se refugió en Capri,
alimentándose básicamente de ostras y rodeados de efebos,
mientras que el gobierno estaba en manos de los procónsules. En
Roma, los cocineros no llegaron a valorarse como en la antigua
Grecia. De hecho, fueron siete chefs griegos, aunque muy
posteriores al poeta de Gela, quienes colocaron, según admite la
historia, los cimientos de la gran cocina que se hizo más tarde en
Roma y en todo Occidente: Egis, de Rodas, especialista en los
pescados; el teórico ateniense Chariades; Lampria, autor de un
caldo oscurecido con sangre –aquí se podría bromear con la
lamprea a la bordelesa–; Euthino, cocinero de las legumbres, en
particular de las lentejas que eran las más utilizadas; Apctonete,
que embutía las carnes; Nereo, a quien se debe el caldo de
pescado que se ofrecía los dioses, y Ariston, creador de guisos y
salsas. Aquí concluye, se puede decir, la aportación de los griegos
a la cocina, ya que siglos más tarde se dedicaron a rebautizar, y a
veces tan siquiera, las especialidades de sus invasores turcos.

En la Grecia de hoy, mientras uno se envenena con ese matarratas


que llaman retsina sólo queda comer cocina de tradición otomana
o felicitar a los griegos por sus antepasados en los tiempos de
Homero, que fueron grandes amasadores de pan, excelentes
cazadores y que rindieron culto como nadie al aceite, que cumplía
con las funciones de alimentar, alumbrar y ungir el cuerpo. Como
recuerda el Conde de Sert en Una historia europea de la buena
mesa, la utilización del aceite fue tan importante en este período
que la destrucción de los olivos en la guerra del Peloponeso fue
causa primera de la decadencia y ruina de Atenas. Aquellos
griegos, ajenos a su tortuosa y accidentada evolución, sí eran
dignos descendientes de los dioses.

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