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RESISTENCIA

REBELION
Y CONCIENCIA
CAMPESINA
EN LOS ANDES

Y;

-— Ü —— cr

m f

STEVEJ. STERN
com pilador

Stern / Mórner / Trelles / Campbell / Salomón


Szemíñski / Flores Galindo / Bonilla
Mallon / Platt / Dandler / Torrico / Albo
BUSCANDO UN INCA 199

Inteligencia socialmentc desligada a la que se refería Jorge Basadre; inteligencia


"desasida", si nos atrevemos a robar una imagen de Martín Adán.
El caso de Aguilar y Ubaldc puede permitirnos una disgresión final sobre
el concepto de lo andino. Esta palabra se ha vuelto, en algunos autores, sinónimo
de continuidad, permanencia, reiteración: concepciones o estructuras mentales
que se prolongan inalterables a través de los siglos. La condición andina de
un personaje se define en relación a un tipo ideal que sería el habitante prchispá-
nico. Pero esta imagen que rehuye el análisis histórico, no pondera suficiente­
mente las profundas transformaciones que convulsionaron a la sociedad andina
colonial. Podríamos superar cualquier discusión que encalle en las palabras, si
admitimos que el contenido del término andino fue variando a la par que las
condiciones históricas. Al terminar el siglo XVI11, el término se dilata considera­
blemente inlcuyendo como tales a indios (ricos y pobres), mestizos e incluso
criollos: se define, primero, por oposición a los españoles (esa visión dual de
la sociedad que vimos en nuestros conspiradores), y, después, por la asunción
de una identidad colectiva que se vertebra alrededor de la utopía andina. Para
desarrollar estas concepciones se puede recurrirá categorías andinas o a catego­
rías aprendidas en la Biblia y en la prédica cristiana, pero así como un hombre
de los Andes no dejaría de ser tal por arar con bueyes, pastar ovejas y sembrar
trigo, el conocimiento de la cultura occidental tampoco priva a Aguilar y Ubalde
de esa condición. Sin embargo, insistimos por última vez, que se ubican en un
período de transición. Durante lo que sigue de ese siglo XIX lo andino se
restringirá a lo campesino, lo indígena y hasta lo rural y serrano. Posteriormente,
en este siglo XX, con las migraciones, lo andino se desplegará también en las
ciudades y los puertos. El patrón andino de Aguilar y Ubalde no es el que
regía durante el siglo XVI, pero tampoco es el actual.
REBELION

CAMPESINA

siglosXVH ÚXX

STEVE J. STERN
compilador
Stern / Mórncr / Trelles / Campbell / Salomón
Szeminski / Flores Gaündo / Bonilla
Mallon / Platt / Dandíer / Torrico / Albo
Serie: Historia Andina 17

Este libro contó con el respaldo del Social Science Research Council

© Resistance, Rebellion and Conciousness


in the Andean Peasant World,
18th to 20th Centuries
Madison: The University of Wisconsin
Press, 1987

© De la versión en castellano
IEP ediciones
Horacio Urteaga 694, Lima 11
Telf. 32-307Ü A24-4856

Traducción:
Capítulo 1,
Capítulo 2,
Capítulo 9 e
Introducciones
Carlos Iván Degregori

Capítulo 4,
Capítulo 5,
Capítulo 6 y
Capítulo 10
Sandra Patovv de Dcrteano

Impreso en el Perú
Agosto de 1990
2,000 ejemplares
Para mis padres y
en memoria de A. Eugene Havens
CONTENIDO

Mapas 11

Prefacio 13

Introducción

1. Nuevas aproximaciones al estudio de la


conciencia y las rebelioines campesinas:
las implicancias de la experiencia andina
Steve J. Stern 25

Parte I. De la resistencia a la insurrección:


crisis del orden colonial
Introducción 45
2. La era de la insurrección andina,
1742-1782: una reinterpretación
Steve }. Stern 50
3. Un intento de calibrar las actitudes
hacia la Rebelión en el Cusco durante
la acción de Túpac Amaru
Magnas Mórner y Efraín Trelles 97
4. Ideología y faccionalismo durante la
gran rebelión, 1780-1782
León G. Campbell 118

Parte II. Conciencia e identidad durante la


era de la insurrección andina
Introducción 143
5. Culto a los ancestros y resistencia frente
al Estado en Arequipa entre los años 1748 y 1754
Frank Salomón 148
6. ¿Por qué matar a los españoles? Nuevas
perspectivas sobre la ideología andina
de la insurreción en el siglo XVIII
Jan Szcminski 164
7. Buscando un Inca
Alberto Flores Galindo 187

Parte III. Rebeliones y la formación del Estado-


Nación: perspectivas del siglo XIX
Introducción 203
8. El campesinado indígena y el Perú en el
contexto de la Guerra con Chile
Heraclio Bonilla 209
9. Coaliciones nacionalistas y antiestatales en la
Guerra del Pacífico: junín y Cajamarca, 1879-1902
Florencia E. Mallon 219
10. La experiencia andina de liberalismo
boliviano entre 1825 y 1900: raíces de la
Rebelión de Chayanta (Potosí) durante el
siglo XIX
Tris tan Platt 261
Parte IV . D ilem as políticos y conciencia en la
revuelta andina moderna: estudios de
casos bolivianos
Introducción 307
11. El Congreso Nacional Indígena de 1945
en Bolivia y la rebelión de Ayopaya (1947)
Jorge Dandler y Juan Tarrico A. 314
12. De MNRistas a Kataristas a Katari
Xavier Albo 357

Bibliografía 391
MAPAS

1. Bolivia y Perú: ciudades, pueblos y aldeas 17

2. Bolivia y Perú: provincias coloniales hacia el S. XVIII 19

3. Regiones norte, centro y sur y la geografía


de la Rebelión a fines de la Colonia 57

4. Tarma-Jauja durante los años de las insurrecciones


indígenas: lugares protagonistas 71

5. La región del Cusco en 1786 107

6. Actividad guerrillera y la Guerra del Pacífico: Junín 227

7. Actividad guerrillera y la Guerra del Pacífico: Cajamarca 239

8. La región de Chayanta en la zona norte de Potosí 263

9. Ayopaya en la región de Cochabamba 317


INTRODUCCION
1

Nuevas aproximaciones al estudio de


la conciencia y las rebeliones campesinas:
las im plicaciones de la experiencia andina

S t Ií Vü J. SlF.RN
University of Wisconsin - Mudison

ni: la segunda guerra mundial el Tercer Mundo entró en erupción

L
u eg o
política y los efectos combinados de revolución, descolonización y Guerra
Fría, provocaron un torrente de estudios sobre agitación agraria y movilización
política1. La nueva preocupación -en cierta medida un "redescubrimicnto"-
resultó especialmente evidente entre científicos sociales de los Estados Unidos2.
Después de todo, fueron los EEUU los que asumieron el liderazgo del mundo
occidental en la Guerra Fría, financiaron un sistema universitario enorme y
expansivo, y se angustiaron a raíz de fracasos políticos en China, Cuba y Viet­
namí.
Ya en la década de 1960, mientras los intelectuales enfrentaban al reto de
comprender las turbulencias del mundo no-europeo y luchaban con sus propias
conciencias políticas, la cuestión agraria llegó a ocupar un lugar cada vez más
destacado en nuestra comprensión de la historia moderna mundial. Normal­
mente irrelevantes o secundarias dentro de la vida política contemporánea de
sociedades industrializadas como EEUU, Inglaterra y (en menor medida) Fran-

1. Esta afirmación resulta casi obvia para cualquiera que ha estudiado la literatura sobre
campesinos, revolución agraria o movilización política. Véase, por ejemplo, las fechas de la biblio­
grafía sobre campesinos y sobre revolución, revisadas por Clark y Donnelly (1983) y por Skocpol
(1979:3-33),o los trabajos citados en las notas 3-5. Un análisis de contenido de los artículos publicados
en las principales revistas académicas y de las áreas temáticas de las nuevas revistas (tales como
el ¡ournal of Peasant Studies o Peasant Sludies), apoyaría casi con seguridad la misma afirmación.
2. El termino "redescubrimiento'' lo tomo de Shanin (1971a:l 1). Tal como señala Shanin, sería
equivocado pensar que hacia fines de la década de 1950 y durante la década de 1960 presenciamos
el surgimiento del primer interés académico o político significativo sobre los campesinos y los
temas agrarios. El debate en Alemania y Rusia hada fines del S.XIX y prindpios del S.XX, por
ejemplo, produjo los trabajos clásicos de Chayanov (1986; original 1923), Kautsky (1974; original
1899) y Lenin (1964; original 1899). Más aún, el peso de los temas agrarios en la historia y las
polémicas políticas de países específicos tales como Francia, Inglaterra o México, produjo importan­
tes bibliografías históricas sobre asuntos agrarios mucho antes de la década de 1960, aún cuando
estas bibliografías tendieron a no generalizar o teorizar más allá déla experiencia del paíscspeafico.
Y, por supuesto, la gran innovación política de Mao Zedong fue colocar a los campesinos y al
conflicto agrario en el corazón mismo de la teoría y la práctica de la revoluaón china.
Sin embargo, fue hacia fines de los años 50 y durante los 60 que, en el mundo académico
occidental, especialmente en los EEUU, se observó un resurgimiento del interés en los campesinos
y la movilizadón política, y un énfasis en perspectivas teóricas y comparativas que fadlitaba la
generalizadón amplia. No es accidental que fuera precisamente durante las décadas de 1960 y
1970 que los "viejos" clásicos fueran redescubiertos y republicados en ediciones occidentales.
cía, las clases agrarias "tradicionales" -terratenientes y cam pesinos- volvieron
súbitamente a desempeñar papeles fundamentales en los discursos sobre la
historia contemporánea. Los estudiosos de la modernización y la movilización
política, por ejemplo, vieron en el Tercer Mundo los estertores finales de clases
sociales y valores arcaicos, conforme sociedades antes tradicionales despertaban
dolorosamente a las expectativas y valores urbanos contemporáneos. El sector
agrario alimentaba las relaciones sociales, tradiciones y valores históricos que
impedían a las sociedades no-occidentales una modernización más rápida de
sus economías e instituciones políticas, y que hacían más difícil y políticamente
explosiva la transición a la vida moderna1. Aquellos que adoptaban una postura
más crítica frente al occidente industrializado, descubrían que la cuestión agra­
ria resultaba central para la comprensión tanto del mundo occidental como del
no-occidental. Barrington Moore (1966) demostró que las culturas políticas
contemporáneas, fueran democráticas o autoritarias, reposan sobre cimientos
históricos de violencia y transformación agraria. Fue en un mundo previo de
señores, campesinos y estratos de burguesía naciente, y en los senderos políticos
que sus sociedades tomaron para reordenar el sector agrario, que Moore encon­
tró las claves de los rasgos "democráticos" o "autoritarios" de la vida política
en Inglaterra, Francia, Alemania, Estados Unidos, China y Japón contemporá­
neos. Eric R. Wolf (1969) se concentró más específicamente en el "Tercer Mundo"
y sostuvo que las grandes revoluciones del S.XX fueron fundamentalmente
"guerras campesinas". En diversas partes del mundo, el cam pesinado-conjunto
de productores agrícolas orientados a la subsistencia y sujetos a la autoridad
y a las exacciones económicas de un Estado, o de una clase de señores terrate­
nientes, o de am bos- enfrentó el avance destructivo de las relaciones y valores
capitalistas. El avance del capitalismo socavó el acceso campesino a tierras,
recursos y mecanismos sociopolíticos que normalmente necesitaban para man­
tener su modo de vida. En México, Rusia, China, Vietnam, Argelia y Cuba, el
campesinado se levantó en grandes movilizaciones defensivas que convirtieron
la revolución en algo tanto necesario como posible. (Para ser justos con Wolf,
su magnífico análisis de estudios de casos específicos iluminó los límites y
variaciones que matizaban la interpretación general. Véase por ejemplo su
tratamiento de las idiosincracias del caso cubano). Lo irónico fue que, al demoler
el viejo orden, los campesinos facilitaron el ascenso al poder de grupos revolu­
cionarios, partidos políticos y Estados cuyo interés en la transformación social
podría, a final de cuentas, acelerar la propia destrucción o sojuzgamiento del
campesinado34.

3. Para ejemplos de alguna forma variados de la bibliografía sobre modernización y moviliza­


ción política, véase Black 1960, 1976; Deutsch 1961; Eisenstadt 1966; Huntington 1968; C. Johnson
1964, 1966; J. Johnson 1958; Lambert 1967; Landsbcrger 1969; Lipsct 1967; Rogers 1969; Shanin
1971b. Trabajos influyentes de Parsons (1951) y Smelser (1963), tuvieron un importante impacto
en mucha de la literatura que acabamos de citar. Para una aguda revisión crítica de las teorías de
la revolución -literatura que parcialmente se traslapa con la de modernización y movilización
política- véase Aya 1979.
4. Para trabajos influyentes, críticos del occidente industrializado, y que contienen significati­
vas semejanzas con las perspectivas de Moore (1966) y Wolf (1969), véase Hobsbawm 1959; Polanyi
1957; Scott 1976; Skocpol 1979; Stavenhagen 1975; Thompson 1971; Wallerstein 1974; Worsley 1968.
\’L ! VAS AI’KOXIVtACIOM-S 27

En la década de 1970, el estudio del campesinado y los conflictos agrarios


se había convertido en un campo vital y bien establecido de la investigación
académica. El campo se encuentra ahora lo suficientemente maduro y autónomo
como para producir en el futuro trabajos teórica y empíricamente interesan­
tes. Temas como el impacto de la "modernización" en el campesinado, la
transición al capitalismo en el campo, las causas estructurales de las rebeliones
agrarias y su papel en la destrucción de regímenes y en la revolución, o la
diferenciación interna del campesinado en estratos de diverso bienestar econó­
mico e inclinaciones políticas, indican ahora un conjunto de estudios especializa­
dos5. Dentro de los estudios campesinos, el tema de las rebeliones agrarias
continúa llamando la atención de talentosos intelectuales, y los intentos más
interesantes de generalizar acerca de los "campesinos" se centran con frecuen­
cia, implícita o explícitamente, en los conflictos y rebeliones agrarias. A la
primera lista de estudios clásicos producidos por Hobsbawm (1959), Moore
(1966), y Wolf (1969), podemos añadir ahora hitos más recientes de Scott (1976),
Paige (1975), Tilly (1978), Popkin (1979) y Skocpol (1979). Y estos son simplemen­
te trabajos que aspiran a un alto nivel de generalización. Cualquier especialista
en estudios de áreas culturales específicas podría nombrar fácilmente una lista
de esfuerzos pioneros realizados en su área.
El estudio del campesinado y los conflictos agrarios es un campo demasiado
complejo, diverso y políticamente cargado como para ser rebajado a una simplis­
ta uniformidad. Sin embargo, a pesar de notables disidencias (que se discutirán
más adelante), se pueden identificar varios supuestos y afirmaciones amplia­
mente difundidos que moldean nuestra imagen general de los campesinos y
los "rebeldes agrarios". En primer lugar, la mayoría de investigadores están
ahora de acuerdo en que la incorporación de territorios predominantemente
campesinos dentro de la moderna economía capitalista mundial tuvo un impac­
to destructivo en la vida campesina, al menos en el mediano plazo. Aún aquellos
que ven la "modernización" como benéfica en última instancia, se mostrarían
ahora inclinados a aceptar que ella cobra primero un precio muy alto (véase
por ejemplo Clark y Donnclly 1983:11). Los valores y las relaciones sociales
tradicionales resultan cuestionados y atacados; instituciones locales que antaño
proporcionaban cierta medida de seguridad económica y redistribución de
ingresos se vuelven cada vez más precarias; estrategias políticas largo tiempo
eficaces para enfrentar a los señores o al Estado, se revelan crecientemente
obsoletas. El resultado neto quiebra la viabilidad de un modo de vida anterior,
y provoca agitación y movilización política. En segundo lugar, los especialistas
tienden a estar de acuerdo en que la penetración del capitalismo acentúa la

5. La caracterización de la bibliografía en este y en los siguientes cuatro párrafos, se basa en


la literatura citada en las notas 1 a 4, en mi propia familiaridad con la extensa literatura sobre
América Latina, y en los siguientes trabajos importantes que no ponen el énfasis en América Latina:
Adas 1979; Alroy 1966; Blurrt 1961, 1978; Chesneaux 1973; Cohn 1970; Coopcr 1980; Dunn 1972;
C. Johnson 1962; Migdal 1974; l’aige 1975; Shanin 1966, 1972; Stinchcombe 1961; Tilly 1978; Wolf
1966. A aquellos lectores que deseen mayor orientación sobre la literatura acerca del campesinado
latinoamericano, se les aconseja que consulten revistas como Latín American Research Review y Latín
American Perspectives, o que revisen los siguientes trabajos recientes: Bauer 1979; de Janvry 1982;
Duncan y Rutledge 1978; Mallon 1983; y Roseberry 1983. Véase también Landsberger 1969; Stanve-
hagen 1970.
diferenciación interna de la sociedad campesina en estratos ricos y pobres. Más
precisam ente, el capitalism o rompe' los diques institucionales que presionaban
a los cam pesinos y aldeanos ricos a canalizar sus recursos por caminos “redistri­
butivos" u otorgadores de prestigio que bloqueaban la libre conversión de la
riqueza en capital de inversión. En los casos más extrem os, tal proceso polariza
la sociedad campesina convirtiendo a los campesinos en burgueses agrarios y
pobres proletarizados, y sometiendo a los restantes “cam pesinos m edios" a un
futuro inseguro y problemático. El análisis político de los m ovim ientos agrarios
requiere que se de atención explícita a la diferenciación interna del cam pesina­
do. En tercer lugar, se considera que la resolución política de los conflictos y
crisis agrarias ha tenido un impacto fuerte, a veces decisivo, en la moderna
historia política de los países con una importante tradición campesina. En la
historia de esos países, la "cuestión agraria" tiene un papel significativo en la
quiebra estructural de Estados de tipo colonial y anden redime. En general, los
ensayos que componen este volumen no cuestionan fundam entalm ente las tres
afirm aciones hasta aquí mencionadas, aunque complejizan el panorama al ofre­
cer evidencias de una mayor capacidad campesina para resistir, mitigar o
sobrevivir a los efectos destructivos del capitalism o, que la que podía despren­
derse de la literatura sobre campesinado.
En cuarto lugar, y lo que resulta más cuestionable a partir de los ensayos
de este libro, son los supuestos sobre el cam pesinado como actor político. Los
cam pesinos son descritos frecuentemente como "reactores" defensivos y estre­
chos de miras, ante fuerzas externas. Según esta visión, su conducta política
tendería a reflejar su posición "estructural" objetiva en la sociedad. Los rebeldes
agrarios "reaccionan" ante cambios introducidos por fuerzas externas al propio
sector cam pesino por ejemplo: ciclos de precios en el mercado mundial, expan­
sión de plantaciones capitalistas, decisiones políticas de terratenientes o del
Estado, etc. Su base económica y sus relaciones sociales fragmentan al cam pesi­
nado en "pequeños universos" separados y altamente localizados: el estrecho
m undo de una comunidad o una hacienda, y frecuentemente los enfrenta entre
ellos como clientes en competencia por el patronazgo de los señores o el Estado.
Limitados en sus horizontes políticos, estructuralm ente divididos entre ellos,
incapaces de entender la política nacional y menos de forjar estrategias políticas
efectivas más allá d élo local inmediato, cuando buscan los medios para transfor­
mar la sociedad en su conjunto los campesinos sucumben a la seducción de
una redención milenarista. Cuando los campesinos desarrollan o se benefician
de iniciativas políticas eficaces a nivel nacional, tales logros no reflejan la
capacidad histórica de los campesinos para analizar y responder a la política
nacional, pero sí a cambios recientes: la modernización política del cam pesina­
do; el liderazgo c influencia de grupos urbanos, de migrantes rurales a las
ciudades y de intelectuales aliados con los campesinos; la habilidad de los
revolucionarios para convertir la movilización rural contra invasores extranje­
ros en un movimiento político nacional.
En síntesis, se supone que cuando los campesinos se rebelan, se ven im peli­
dos a hacerlo en reacción a cambios determinados por fuerzas o "sistem as"
externos todopoderosos. Sus modos de conciencia, incluso cuando están en
lógicamente derivados de su posición "estructural" en la sociedad. Estos presu­
puestos sobre los campesinos como actores políticos no son simples entelequias
intelectuales. Existen suficientes evidencias para demostrar que el fenómeno
del "reactor localista" no es sólo real sino que también representa por lo menos
una tendencia poderosa en la vida política campesina. A la luz de los ensayos
incluidos en el presente volumen y de la discusión que desarrollamos más
adelante en esta introducción, el problema es que una tendencia parcial y en
muchos casos neutralizada (compensada) por otras, ha sido tomada como la
tendencia que representaría el carácter esencial de la conducta y la conciencia
política campesina.
Los cuatro conjuntos de supuestos y afirmaciones que hemos mencionado
no constituyen exactamente una teoría unificada del conflicto agrario y la
rebelión campesina, ni concitan consenso general entre los especialistas. La
literatura incluye autores que discrepan explícitamente de estos puntos de
vista. Popkin (1979), por ejemplo, desafía globalmente las afirmaciones que
enfatizan el impacto destructivo del capitalismo entre el campesinado y su
supuesta movilización para defenderla tambaleante "economía moral" asocia­
da a un modo de vida preca pita lista. Del mismo modo, la descripción que hace
Macfarlane (1978) de las poblaciones rurales en el medioevo y los inicios de
la era moderna en Inglaterra, enfatiza su individualismo y su carácter empresa­
rial calculador, aunque su preocupación, típicamente británica, no es tanto
desafiar nuestras nociones teóricas sobre los "campesinos", sino establecer las
"peculiaridades" que separan a Inglaterra de las regiones verdaderamente
campesinas del mundo. El peso de las tendencias demográficas y de los ciclos
vitales al analizar las causas y límites de la diferenciación interna es un tema
que suscita cierta disputa, enraizada en las diferentes perspectivas de Chayanov
(1986) y Lcnin (1964) (cf. Shanin 1972). Investigaciones más recientes y en curso
sobre las "formas cotidianas de resistencia campesina" (Scott 1985, JPS 1986;
cf. Cooper 1980, Isaacman et al. 1980, Isaacman, 1985), nos llevarán sin duda
a reconsiderar nuestras concepciones sobre el campesinado como actor político.
Estas nuevas investigaciones resultan, además, por lo menos parcialmente com­
patibles con los enfoques sobre resistencia y conciencia campesinas asumidos
en este libro. Sin embargo, los disidentes navegan contra una formidable co­
rriente, y los nuevos campos de investigación recién comienzan a redefinir
supuestos c interpretaciones profundamente enraizados. Las ima'gcncs delinea­
das en páginas anteriores -el impacto destructivo del capitalismo, el impulso
que éste da a la diferenciación interna del campesinado en ricos y pobres, el
gran impacto de la cuestión agraria en la política nacional, y el carácter estrecho
de miras y defensivo de los campesinos como actores políticos- continúan
constituyendo un núcleo común de "sabiduría imperante", que impregna tanto
la teoría general como los estudios de caso particulares.
La experiencia de las poblaciones andinas nativas en la sierra de Perú y
Bolivia resulta altamente relevante para la literatura sobre campesinado y rebe­
liones agrarias. Históricamente, amplias mayorías de la población serrana de
Perú y Bolivia, han ganado su sustento como agricultores campesinos. Por
siglos, las poblaciones andinas han sido afectadas intensamente por las econo­
mías noratlánticas ubicadas a la vanguardia de la transición y el desarrollo
capitalista mundial. La división ctnica entre "indios" andinos y "nacionales"
criollos, ha hecho que la idea de un supuesto localismo c ignorancia campesinos
sea difundida c intensa. Más aún, rebeliones andinas de alcance y ambición
variables han estallado con frecuencia desde el S.XVIII, primero en relación al
derrumbe del orden colonial español hacia fines del siglo XVIII y principios
del XIX, luego en relación a los intentos criollos de construcción nacional hacia
fines del S.XIX y durante el S.XX. Estas rebeliones andinas proporcionan un
denso conjunto de materiales históricos que permiten reconsiderar los paradig­
mas y métodos que usamos para comprender de manera más general la agita­
ción agraria y campesina.
Sin embargo, a pesar de la pertinencia de la experiencia andina, ésta no
ha jugado un papel importante en el desarrollo o la evaluación de la teoría
general sobre el campesinado y las rebeliones campesinas. Aunque en décadas
recientes la investigación en historia y antropología andinas se ha mostrado
bullente de innovación y entusiasmo intelectual, el sentido de las implicancias
derivadas de tales investigaciones ha estado en gran parte restringida a la
propia área cultural andina. (Para importantes excepciones véase Orlove y
Custrcd 1980). Por lo menos tres factores explican esta suerte de actitud insular.
Primero, dentro del campo de las investigaciones andinas, los especialistas han
pugnado por liberar la experiencia andina de la sombra de otras áreas culturales
y discursos políticos. En un período anterior, e incluso hoy, algunos autores
han visto a los antiguos incas y a sus descendientes contemporáneos como
ejemplos de las virtudes o defectos del socialismo, el estado benefactor o el
totalitarismo, o como meras variaciones de un tema tan general como el de las
"civilizaciones hidráulicas". Para descubrir el carácter real de las civilizaciones
andinas y sus logros, ha sido necesario reaccionar contra antiguas manipulacio­
nes y superficialidades enfatizando los aspectos singulares de la experiencia
andina, que no fueran fácilmente subsumibles dentro de categorías generales.
Las interpretaciones pioneras c importantes de John V. Murra sóbrela "verticali­
dad" andina y las relaciones políticas entre incas y campesinos, pueden ser
entendidas en estos términos6. En segundo lugar, fuera del campo de estudios
andinos, los acontecimientos políticos en Perú y Bolivia no han generado el
tipo de obsesiones políticas prolongadas, que provocaron los conflictos políticos >
en China, Cuba, Victnam y Chile. Tanto la revolución boliviana de 1952 como
la revolución peruana de 1968 provocaron interés intelectual y estudios valiosos,
pero ambas desafiaban las categorías comunes de la Guerra Fría, además de
suceder en momentos en los cuales otras revoluciones y trastornos sociales
pesaban más en el debate político (China y Corea a principios de la década de
1950, Vietnam y Chile a fines de la década de 1960 y principios de la de 1970),
y ambas también desembocaron en oscuros y ambiguos desenlaces que dismi­
nuyeron el interés político. Finalmente, el tema étnico resulta inevitable en la
experiencia agraria andina e introduce complejidades delicadas y difíciles en
la discusión general sobre el "campesinado". La incertidumbre sobre el papel
que los temas indígenas, étnicos y raciales deben tener en los debates teóricos

6. Véase Murra 1975: esp. 23-115, 193-223; cf. Murra 1956. Para una consideración extensiva
y reciente de las ideas de Murra y la propia retrospectiva de Murra, véase Masuda y otros 1985.
N'L KVAS AI’KOXIMAC’IOMvS 31

sobre el “campesinado" -categoría usualmente definida y teorizada en términos


que excluyen la dimensión étnica- probablemente ha dificultado el diálogo
intelectual explícito entre los especialistas andinos y los estudiosos del campesi­
nado en general.
En gran parte, los artículos del presente volumen evitan incursionar explíci­
tamente en la teoría, ya que constituyen algo más que una contribución original
a la historia y los estudios andinos. Por supuesto, el mundo andino es un objeto
de estudio valioso de por sí. Más aún, cualquier intento serio de analizar la
experiencia andina debe referirse a sus rasgos singulares, incluso idiosincráti-
cos. Los ensayos de este libro contribuyen con reevaluaciones y hallazgos
sugerentes sobre problemas referidos a la historia de las rebeliones y la concien­
cia andinas. Al hacerlo, profundizan y revisan sustancialmente, a veces de
manera radical, la historiografía referida a la población andina. Esta contribu­
ción justifica por sí sola la publicación de la presente colección de artículos.
Cada una de las cuatro secciones del libro incluirá breves comentarios introduc­
torios que destacarán el significado específico de cada ensayo para la historia
de las rebeliones y resistencia andinas. El resto de esta introducción general
no se concentrará en las contribuciones del libro a la historiografía andina como
tal, sino en sus implicancias para el estudio de los “campesinos" y la agitación
agraria en general.
Tomados en conjunto, los ensayos aquí presentados reclaman repensar
supuestos y paradigmas en cuatro áreas: a. El papel de los campesinos como
iniciadores continuos de relaciones políticas; b. La selección de marcos tempora­
les apropiados como unidades de análisis en el estudio de rebeliones; c. La
diversidad de la conciencia y los horizontes políticos campesinos; d. El significa­
do de los factores étnicos para explicar la conciencia y las revueltas “campesi­
nas". En cada una de estas cuatro áreas, destacaré ensayos y hallazgos que, en
este libro, replantean nuestras perspectivas en tres diferentes coyunturas históri­
cas andinas: la crisis del S.XV1II en las postrimerías de la colonia, conflictos
políticos y guerras de las repúblicas decimonónicas, y los conflictos agrarios
y movilizaciones políticas en Bolivia desde la década de 1940. Sugeriré también
por qué los enfoques de estos ensayos son aplicables no sólo a los casos andinos
sino también en un amplio espectro. Finalmente, en cada una de las cuatro
áreas reseñadas, concluiré con sugerencias metodológicas que ilustran las impli­
cancias prácticas de estos ensayos para los estudiosos de las rebeliones campesi­
nas en general.
Comencemos con los campesinos como iniciadores continuos de relaciones
políticas entre ellos y los sectores no campesinos. A pesar de todos los avances
realizados en el campo de los estudios agrarios, apenas estamos comenzando
a comprender las múltiples formas a través de las cuales los campesinos han
vinculado continuamente sus universos políticos: tanto en tiempos aparente­
mente tranquilos como de malestar; sea iniciando cambios, o bien reaccionando
ante ellos; como poblaciones dispuestas simultáneamente a “adaptarse" a fuer­
zas objetivas ubicadas fuera de su control y a “resistirse" a la pérdida de logros
y derechos difícilmente conquistados. La acción política campesina tiende toda­
vía a ser reducida a sus momentos más dramáticos y anormales: fenómenos
de ruptura, de movilización defensiva contra cambios perjudiciales, de violencia
colectiva contra autoridades. Aunque la bibliografía reconoce que los cam pesi­
nos han dejado su huella en la historia política de sus regiones y países, reduce
su impacto a momentos de crisis que desembocan en rebeliones. Durante tiem­
pos más "norm ales", los campesinos se repliegan del escenario político. Política­
mente hablando, son una fuerza inerte: adormecida, tradicional o ineficaz. Este
reduccionismo encaja a la perfección la imagen de los rebeldes campesinos
como "reactores" localistas ante fuerzas externas, y con la suposición de que
una tal conducta política defensiva y limitada es en gran parte inherente a la
condición objetiva "estructural" de los campesinos.
El problema con este enfoque no es sólo que fracasa en comprender la
política campesina durante tiempos "norm ales" o tranquilos, sino que conduce
a explicaciones superficiales de las causas de las rebeliones. Tal es el caso, al
menos, en la historia andina. Para el período colonial tardío, por ejemplo, mi
ensayo y el de M óm er y Trelles muestran el peligro de tratar de deducir la
conducta insurreccional a partir de variables "estructurales", o de explicar los
levantamientos como reacciones defensivas ante fuerzas externas destructoras.
Significativamente, el intento que realizo en mi ensayo de proponer una explica­
ción alternativa respecto a la insurrección en el período colonial tardío, requiere
que observemos seriamente la evolución de los patrones preexistentes de "adap­
tación en resistencia" Ircsistant adaptationl, que implicaban una acción política
innovadora de los campesinos para tratar de comprometer al Estado. En esta
perspectiva, la pregunta relevante no es por qué una masa campesina política­
mente adormecida y tradicionalista se vuelve súbitamente rebelde, sino por
que, en un momento determinado, la resistencia y la autodefensa campesina
en curso, toma crecientemente la forma de violencia colectiva contra la autori­
dad establecida. En este contexto, la vivida discusión de Campbell sobre las
escisiones y decisiones políticas andinas durante las guerras de la década de
1780, no analiza un súbito esfuerzo campesino para forjar eficaces relaciones
y estrategias políticas sino más bien la continuación de tales esfuerzos en un
contexto nuevo e insurrecto.
De modo similar, los ensayos sobre historia republicana que presentamos,
destacan la importancia de la eficaz y a veces innovadora participación política ,
de los campesinos. Los análisis de Platt y Mallon sobre la política decimonónica
trastocan nuestra comprensión tradicional de las relaciones campesino-Estado.
Para Bolivia, Platt muestra cómo los campesinos trataban, con resultados varia­
dos, de imponer su concepción de relaciones campesino-Estado a los funciona­
rios estatales, y explica las rebeliones en términos de la historia de estas iniciati­
vas campesinas. Para el caso peruano, Mallon muestra cómo un grupo específico
de campesinos desarrolló un "proyecto nacional" propio, lo suficientemente
vital como para sustentar la creación de una "república cam pesina" indepen­
diente y lo suficientemente amenazante para el proceso de construcción estatal
oligárquico como para invitar a la represión. Desde la perspectiva de estos
ensayos, los dilemas y las decisiones políticas encaradas por los campesinos
rebeldes bolivianos desde la década de 1940, adquieren nuevo significado. Las
estrategias y evaluaciones políticas andinas estudiadas por Albo y por Dandlcr
y Torrico para el período contemporáneo, no representan un súbito "despertar"
de la conciencia política, sino la continua experimentación y acumulación de
NUIVAS APROXIMACION US 33

experiencia por parte de los campesinos en sus relaciones políticas con el Estado
y con los sectores no campesinos.
Tanto en el período moderno, como en el colonial, seremos capaces de
lograr una apreciación más profunda de aquellos momentos en los cuales los
campesinos se orientan hacia la rebelión abierta, si reconocemos una historia
previa de "resistencia" y autodefensa campesina: una historia que abarca perío­
dos aparentemente tranquilos y que coloca a los campesinos en una posición
de participación política activa, a veces innovadora. Podremos discernir más
claramente por qué los campesinos se convierten a veces en rebeldes o insurrec­
tos: si estudiamos los fundamentos de las adaptaciones aparentes y reales a la
autoridad; si tomamos en cuenta los patrones de afirmación resistente y auto-
protección incorporados en tales adaptaciones; si nos preocupamos por averi­
guar las diferentes maneras a través de las cuales dichas "adaptaciones en
resistencia" convirtieron los acomodos en algo parcial y contingente; y si toma­
mos en consideración los valores y las evaluaciones políticas que subyaccn
bajo los acomodos parciales.
Los trabajos del presente volumen estudian a los pueblos andinos nativos
como actores, sujetos de la historia, continuamente comprometidos en moldear
sus sociedades, a veces como forjadores de relaciones políticas, no meros reacto­
res, y ejerciendo con frecuencia un importante impacto limitante sobre sus
superiores locales y sobre actores o sistemas "externos". A su vez esta perspecti­
va, sirve como prcrequisito para comprender las causas y el carácter de la
agitación política en los Andes. Aunque tal aproximación no ha producido
todavía un impacto significativo en la teoría, una creciente bibliografía con
estudios de área o de caso sobre campesinos y esclavos, sugiere la aplicabilidad
de esta perspectiva en áreas culturales rurales más allá de la región andina7.
Nuestra primera sugerencia metodológica se deriva directamente de esta
perspectiva: el análisis explícito de patrones preexistentes de "adaptación en resisten­
cia" es un prerequisito esencial para cualquier teoría o explicación adecuada de las
rebeliones campesinas. Sólo preguntándonos por qué, en qué período y de qué
maneras los patrones previos de "resistencia" y defensa probaron ser más
compatibles y "adaptables" a la estructura de dominación más amplia, y tal
vez incluso a su legitimación parcial, podemos entender por qué la resistencia
culminó algunas veces en violentos estallidos colectivos contra la autoridad.
(En algunos casos, la "adaptación en resistencia" puede haber incluido actos
ocasionales de violencia, y sería necesario, por tanto, incluir en el análisis, el
estudio de las transformaciones en los usos de la violencia, más que suponer
una pura y simple transición de formas no violentas a formas violentas de
resistencia.) El análisis exitoso de la "adaptación en resistencia" que precedió
al estallido de la rebelión o insurrección requiere, a su vez, que se vea a los
campesinos como continua y activamente implicados en relaciones políticas
con otros campesinos y con no-campesinos.

7. Para los casos de América Latina y el Caribe, véase Larson 1983; Mintz 1977; Mintz y Price
1976; Stern 1981. Para el Africa véase Isaacman y Isaacman 1977; Isaacman y otros 1980; Isaacman
1985. Para el sur de los EEUU véase Genovese 1974; Hahn 1983. Para el sudeste asiático, véase
Scott 1985; JPS 1986.
Este enfoque ve la rebelión como una variante de corto plazo dentro de
un proceso de larga duración de resistencia y adaptación a la autoridad y, por
consiguiente, abre un segundo campo de replanteamiento: la selección de mar­
cos temporales como unidades de análisis. Sea en el estudio de una rebelión
local o de una insurrección de proporciones regionales o suprarregionales,
¿cuánto necesita retroceder en el tiempo el investigador para discernir acertada­
mente las causas y la dinámica interna de la rebelión?
Una y otra vez, los estudios de caso que aparecen en este volumen sugieren
quedebem os observar múltiples marcos temporales simultáneamente: períodos
relativamente cortos ("coyunturales" y "episódicos") para entender los cambios
recientes que hacen más probable y posible la rebelión o insurrección, y para
apreciar los cambios dinámicos que tienen lugar durante el curso de conflictos
violentos. Por otro lado debemos también observar períodos más largos, que
abarcan siglos, para entender las injusticias, memorias y estrategias históricas
que dan forma a los objetivos, conciencia y tácticas de los rebeldes. Los ensayos
de Salomón y Szcmiñski y las investigaciones recientes de Manuel Burga (discu­
tidas en la introducción a la Parte 11), demuestran que si queremos aprender
las categorías y conceptos de los rebeldes del períoao colonial tardío, resulta
esencial una profunda familiaridad con la historia cultural y la memoria popular
anteriores al S.XVIII. La especulación que desarrollo en mi ensayo sobre la
ruptura de la "adaptación en resistencia", convierte la historia del S.XVII en
un fundamento indispensable, no un mero "telón de fondo", para la explicación
de la guerra civil de la década de 1780. De modo semejante, a pesar de notables
diferencias entre ellos, Bonilla, Platt y Mallon invocan todos continuidades y
legados de lejanas épocas coloniales para explicar, en parte, el carácter de las
rebeliones decimonónicas. Y para Bolivia contemporánea, Albo demuestra que
las poblaciones aymaras políticamente comprometidas, así como sus adversa­
rios, piensan en términos de memorias colectivas que abarcan dos siglos. En
cada uno de estos casos, limitar la unidad histórica de análisis relevante a un
período de cuarenta o cincuenta años resulta peligrosamente miope y viola la
memoria histórica y la conciencia de los propios rebeldes.
Obviamente, la necesitad de incorporar marcos de larga duración dentro
de las unidades de análisis relevantes no implica que los eventos y cambios
de corto plazo sean irrelevantes. El relato de Campbell sobre las relaciones
tupamaristas-kataristas durante la guerra civil de la década de 1780, el estudio
de Mallon sobre el nacionalismo campesino que florece en medio de la guerra
y la ocupación extranjera, y la detallada descripción de Dandler y Torrico sobre
el compromiso establecido entre el presidente Villarroel y los campesinos de
Cochabamba, son prueba elocuente y convincente de que los eventos denomina­
dos episódicos importan enormemente, sobre todo en coyunturas fluidas de
crisis y rebelión. El desafío que enfrentan los investigadores no es el de reempla­
zar unidades de análisis de corto o mediano plazo por la longue durée, con lo
cual se correría el riesgo de sepultar los cambios reales, los momentos de fluidez
y ruptura, y sus causas, tras un panorama de continuidades duraderas y cambios
ocurridos a la velocidad de las glaciaciones. El desafío es, más bien, desarrollar
un análisis que incorpore exitosamente múltiples escalas temporales dentro de
una visión de la rebelión y sus causas.
NU-VAS APROXIMACIONES ¿5

Desafortunadamente, los científicos seriales y los teóricos se encuentran


de alguna manera predispuestos a observar sólo los marcos temporales más
cortos y a restringir la "historia" a décadas más que a siglos. Si se mencionan
fenómenos de largo plazo, pueden ser presentados como mero "telón de fondo"
histórico para orientar al lector, mas no como una fuente de herramientas
explicatorias incorporadas explícitamente dentro del análisis. Sea que la visión
de largo plazo se omita totalmente, o se incluya pro-forma, la miopía resultante
puede conducir a conclusiones erróneas, incluso absurdas. Tal como Theda
Skocpol (1979:41) ha advertido para los estudios de la revolución china: "en
términos históricos parece notablemente falto de perspicacia considerarla como una de
las revoluciones que forjaron nuevas naciones Inew-nation-building revolutionsl a
mediados del siglo veinte . China tenia un Antiguo Régimen imperial con una historia
cultural y política de muchos siglos". Casi por definición, los campesinos interac­
túan con estructuras estatales y señores, y en muchas áreas culturales esta
herencia política abarca siglos y define parcialmente los problemas en cuestión
en las rebeliones. Cuando al revolucionario mexicano Emiliano Zapata le pre­
guntaron por qué peleaban él y sus ejércitos campesinos, señaló una caja de
viejos títulos coloniales de tierras8. Para los campesinos revolucionarios de
Morelos, los logros relevantes de aquellos tiempos incluían no sólo los cambios
introducidos durante el reciente gobierno de Porfirio Díaz (1876-1910), o las
políticas inmediatas de sus contemporáneos constitucionalistas -qu e traiciona­
ron la versión campesina de la revolución-, sino también una lucha secular
por la tierra que definía las aspiraciones y la comprensión campesina de sus
justos derechos y obligaciones frente al Estado.
Por tanto, nuestra segunda sugerencia práctica es que el método utilizado
para estudiar la rebelión campesina debe incorporar explícitamente en el análisis, marcos
de referencia de larga duración. La definición precisa del marco de larga duración
relevante dependerá del caso específico, pero debe incluir por lo menos el
período considerado relevante por la memoria histórica de los propios rebeldes,
y el período durante el cual se desarrolló la más reciente estrategia prolongada
de "adaptación en resistencia". Es difícil imaginar un período menor de un
siglo que cumpla estos requisitos. Un método que estudie múltiples escalas
temporales, incluyendo las de larga duración, no sólo explicará mejor las causas
y características ideológicas de rebeliones e insurrecciones específicas, sino que
permitirá también al estudioso distinguir más claramente entre patrones genui-
namente nuevos de violencia y protesta colectiva, y repeticiones de ciclos
históricos de resistencia y adaptación que incluyeron ocasionalmente algunas
formas de violencia colectiva.
Ya hemos reconocido la importancia de la memoria histórica campesina,
pero ella es sólo una tajada de la torta más amplia llamada conciencia campesina.
También en esta área, este libro llama a reevaluar los supuestos teóricos comu­
nes. Para el caso andino, las espectativas de encontrar un provincianismo
ideológico muy predecible no soportan un severo escrutinio. Las formas de

8. El incidente fue reseñado y explicado por primera vez por Sotelo Inclán (1943:201-3) y fue
subsecuentemente objeto de más discusión iluminadora por Womack (1969:371-72) y Fuentes
(1969). Estoy muy agradecido a Eric R. Wolf por llamar graciosamente mi atención sobre la
"genealogía académica" de este hecho.
conciencia y la amplitud de los horizontes políticos que descubren los ensayos
de este libro resultan demasiado diversas -y flexibles para encajar dentro de
una estrecha categoría de "conciencia cam pesina", descrita anteriormente en
este ensayo. Las aspiraciones y compromisos ideológicos campesinos van más
allá de las obsesiones con tierras locales, las garantías de subsistencia, o la
autonomía (entendida como el simple deseo de ser dejados en paz). Ni podemos
afirmar que la experiencia material, las conexiones sociales y la comprensión
política de los campesinos estuvieran en gran parte confinadas a los "pequeños
universos" de las comunidades y haciendas. Para el período colonial tardío,
tanto directamente como a través de intermediarios, los campesinos giraron
en órbitas sociales, económicas c ideológicas que se extendían considerablemen­
te más allá de sus lugares principales de residencia y trabajo. La movilización
para entronizar un nuevo orden social "neo-inca", no reflejaba un simple anhelo
de autonomía y subsistencia local, sino un esfuerzo por forjar una nueva política
a nivel macro, que combinara más exitosamente las necesidades campesinas
locales con las aspiraciones a un nuevo orden político suprarrcgional. Es verdad
que se puede descartar la lucha por un renacimiento andino neo-inca como
un ejemplo de milcnarismo "prepolítico" al cual serían propensos los campesi­
nos desesperados por superar su fragmentación. Pero en este caso, uno tendría
que confrontar la inversión que hace Alberto Flores-Galindo de nuestros su­
puestos usuales. Flores-Galindo muestra que la búsqueda de un libertador Inca
no fue una aspiración confinada sólo a campesinos o indios. El sueño de un
resurgimiento neo-inca fue una idea política de un atractivo tan irresistiblemen­
te "universal" en el mundo andino colonial tardío, que encendió la imaginación
de individuos más "cosm opolitas" e hizo posible que los campesinos andinos
imaginaran un orden social que los aliase con poblaciones no campesinas y no
indígenas bajo los auspicios de un Inca.
De modo similar, nuestros materiales de los siglos XIX y XX, revelan una
conciencia de los mundos políticos ubicados más alia de la localidad inmediata,
una voluntad de tratar con los Estados y una flexibilidad de conciencia mucho
más compleja que las predecibles obsesiones localistas en función de tierras,
subsistencia o autonomía. Platt introduce la noción de reciprocidad campesinos-
Estado; Mallon argumenta en favor de la existencia de un nacionalismo campesi­
no desde la base antes de que una burguesía imponga el "nacionalism o" sobre
una ciudadanía integrada por un mercado interno; Dandler y Torrico proporcio­
nan elocuentes testimonios del interés y el compromiso campesino en pactos
políticos populistas; Albo explora las dolorosas reevaluaciones que llevaron a
los campesinos, particularmente aymaras, a rechazar pactos políticos paternalis­
tas y a buscar nuevas formas de acción política a nivel nacional. En todas estas
descripciones, los campesinos andinos no aparecen más inherentemente localis­
tas que otros actores políticos; su conciencia no se adecúa a supuestos apriorísti-
cos; su conducta política aparece alimentada poruña larga experiencia histórica
de trato con Estados y fuerzas políticas de nivel macro; y su historia ideológica
resulta ser, por derecho propio, una variable importante para explicar la activi­
dad rebelde.
Los particulares valores, memorias y visiones del mundo que definen el
contenido de la conciencia rebelde andina pueden ser, en importantes aspectos,
específicamente andinos, pero lo mismo no puede decirse de la imposibilidad
de encuadrar la conciencia campesina andina dentro de categorías a priori. Se
debe recordar que la mayoría de los sectores campesinos han tenido larga
experiencia frente a los Estados y a los sectores no-campesinos. Más aún, la
mayoría de campesinados han residido en bien definidas "arcas culturales"
(Mesoamérica, Europa mediterránea, Africa del Norte islámica, China, Indochi­
na, etc.) con complejas historias internas que definían nociones culturales de
identidad y aspiración social, orden y desorden, justicia y venganza, continui­
dad y cambio, y similares. Estas nociones culturales son el producto de una
historia configurada tanto por campesinos como por no-campesinos. Más im­
portante: la expansión de esas nociones culturales no se ha restringido sólo a
las elites no-campesinas, aún cuando los campesinos han impuesto sus propias
variaciones parciales9. Bajo estas circunstancias, deducir de los rasgos generales
"estructurales" de los campesinados, su(s) forma(s) característica(s) de concien­
cia resulta irremediablemente unidimensional y ahistórico. Deducir, además,
que los campesinos son característicamente localistas, atrasados y defensivos,
no hace sino añadir un insulto a la injuria. Resulta muy instructivo que investi­
gadores perspicaces de sectores campesinos particulares encuentren la historia
y la complejidad de su conciencia más ricas de lo que nuestras posturas teóricas
supondrían. El análsis de Francés Fitzgerald sobre el "Marxismo-leninismo en
el paisaje vietnamita" (1973:284-304; basado en gran medida en Mus, 1952),
por ejemplo, es un asombroso ejemplo de la manera en la que tradiciones y
valores históricos específicos de la cultura vietnamita proporcionaron funda­
mentos para una conciencia campesina rebelde compatible con nociones marxis-
tas de revolución y justicia. Para tomar un ejemplo más minuciosamente defini­
do, Arturo Warman encontró que la resistencia campesina mexicana a los
intentos estatales por "colectivizar" el manejo de sus tierras comunales (ejidos)
en la década de 1970, no reflejaba la ignorancia, el localismo y tradicionalismo
que los intelectuales utilizaban comúnmente para explicar la posición campesi-

9. Por ejemplo, se puede argüir que en las culturas mesoamericanas, la noción de que el
sacrificio humano a los dioses era necesario para mantener el cosmos, servía a los intereses de la
élite y se hallaba más plenamente elaborada por los sacerdotes e intelectuales gobernantes. Nótese,
por ejemplo, el cargo de Padden (1967), de que los aztecas fomentaban y manipulaban esas creencias
como parte de su estrategia imperial. Sin embargo, es también claro que tales nociones sobre la
relación entre los hombres, los dioses y la continuidad de la vida se hallaban desde mucho tiempo
antes difundidas en las culturas mesoamericanas, y que los campesinos compartían tales nociones,
incluso si ellos no siempre llegaban a las mismas conclusiones que las elites sobre la necesidad y
los efectos de prácticas e instituciones sacrificiales específicas. De modo similar, en Vietnam, la
noción cultural de que la autentica transformación social podía ocurrir sólo a partir de un "mandato
celestial" puede haber sido elaborada por las élites vietnamitas, pero los campesinos podían también
compartir tales nociones, podían torcerlas para que sirvan a las necesidades y comprensiones
campesinas y, en ciertos casos, resistir o atacar a las elites bajo los auspicios de un mandato celestial.
Para citar otro ejemplo, en la Europa mediterránea, los campesinos podían absorber mucho de los
valores paternalistas inculcados por la Iglesia Católica, pero podían usar su "religiosidad" para
forjar lazos especiales con los santos patrones, tan exclusivamente responsables ante las comunida­
des campesinas, que esos santos parecían opacar a Jesús. En cada uno de estos ejemplos, la rebeldía
campesina o la ausencia de rebeldía podían ser afectadas por valores y entendimientos configurados
por no-campesinos tanto como por campesinos, y la naturaleza de la conciencia y las proclividades
políticas campesinas no podían ser derivadas exclusivamente de variables "estructurales" (campesi­
no comunero vs. siervo de hacienda, agricultor independiente vs. aparcero o arrendatario, peón
de hacienda vs. trabajador de plantación, y así).
na "reaccionaria". Por el contrario, los campesinos reconocían astutam ente que
detrás de las máscaras retóricas de progreso y recompensa material se escondía
un intento estatal de organizar y controlar empresas agrícolas modernas de
formas que hubieran destruido las opciones económicas que los campesinos
necesitaban para sobrevivir (Warman 1980:61 -83)10. Los campesinos no eran
ignorantes a nivel macropolítico, ni intrínsecam ente opuestos al "progreso" o
a formas colectivas de organización económica.
Nuestra tercera sugerencia metodológica es, por tanto, que los estudios de
las rebeliones campesinas deben tratar la conciencia campesina como una cuestión
problem ática en vez de predecible, deben dar especial atención a la “historia cultural"
del área estudiada y descartar nociones sobre el inherente localismo y carácter defensivo
de los campesinos. Desde esta perspectiva, el localismo y las obsesiones defensivas
en relación a los derechos locales pueden en realidad prevalecer entre campesi­
nos rebeldes específicos en épocas y lugares específicos, pero estos patrones
no pueden ser asum idos como un fenómeno cuasi universal, inherente a la
condición del cam pesino amenazado por factores externos tales com o señores
feu d ales, autoridades estatales o mercados. Esta perspectiva le permite también
al analista evaluar más dinámicamente la influencia mutua entre las variables
m ateriales e ideológicas (en tanto las últimas no siempre "reflejan" a las prime­
ras de modo simple o directo), y considerar de qué modos la atención explícita
a la conciencia campesina cambia nuestro entendim iento de las causas y los
problemas en juego durante una rebelión. Nos animará, además, a desarrollar
las nuevas herramientas teóricas necesarias para explicar los múltiples contor­
nos que puede adquirir la conciencia campesina. La explicación teórica de
M allon sobre el desarrollo de una conciencia nacionalista antes de la consolida­
ción de una burguesía dominante y un mercado interno es un ejemplo instructi­
vo y apasionante.
Si se toma seriam ente la conciencia campesina en los Andes, se debe sopesar
inm ediatam ente el significado de la etnicidad en la conciencia y la revuelta
"cam pesina". Aquí, también, la experiencia andina provoca un replan tea miento
de supuestos y paradigmas. Por etnicidad entiendo el proceso de usar supuestos
atributos culturales y físicos que se consideran fuertemente adheridos a las
personas implicadas y, por tanto, no fácilmente renunciables, adaptables o
transferiblcs (raza o color, ancestros biológicos o culturales, religión, lenguaje,
hábitos de trabajo, vestimenta, etc.) Atributos que sirven para trazar las fronteras
sociales que ubican a las personas en agrupaciones diferenciadas dentro del
m undo más amplio de la interacción social. En la medida en que las fronteras
étnicas no coinciden con las fronteras de clase, las relaciones e identificaciones
étnicas pueden servir para articular las quejas y las visiones del mundo de
cam pesinos y no-campesinos. Tal fue el caso, por ejem plo, en las movilizaciones
insurreccionales que trataron de instaurar un orden incaico en los Andes duran­
te las postrimerías de la colonia. Un sentido compartido de identificación y
agravios étnicos sirvió de puente, por lo menos en algunas zonas, para unificar

10. Véase la interpretación notablemente compleja y sensitiva de la conciencia campesina en


México, en Meyer 1973. El reciente libro de Scott (1985) es también extremadamente estimulante
en este asnectn
las lealtades de campesinos andinos y clites andinas cuyos privilegios de clase
(propiedad de haciendas, inversión en empresas mercantiles, participación en
los ingresos provenientes de los tributos, etc.), los diferenciaban notoriamente
de los campesinos. Por otro lado, en la medida en que las fronteras étnicas sí
coinciden con aquellas de clase, el lenguaje, la ideología y las causas de las
rebeliones campesinas resultan difíciles de comprender si no se tiene en cuenta
la dimensión étnica. Un componente étnico que adquiere gran importancia en
la explicación y análisis de las revueltas, se encuentra incorporado en la opre­
sión, los patrones de adaptación y resistencia, el sentido de agravio y las
aspiraciones campesinas. Tales fundamentos étnicos de las rebeliones son espe­
cialmente importantes, por ejemplo, en las rebeliones de los siglos XVIII y XIX
estudiadas por Salomón y Platt. (Véase también la investigación de Gonzalcs,
discutida en la introducción a la Parte III). Es precisamente la dimensión étnica
de la conciencia campesina andina en el Perú, lo que lleva a Bonilla a descartar
los hallazgos de Mallon sobre el nacionalismo campesino en la sierra central,
al cual considera, en el mejor de los casos, como algo atípico. En la mayoría
de otras áreas, sostiene Bonilla, el peso de la cuestión étnica era mayor y hubiera
hecho imposible el nacionalismo campesino.
Indiscutiblemente, la dimensión étnica resulta inevitable en cualquier discu­
sión amplia sobre rebelión y conciencia entre los campesinos andinos. En el
área andina, esto ha probado ser cierto en regiones y períodos en los cuales
las fronteras étnicas y clasistas virtualmente coincidían, y también cuando no
era así. Los hallazgos de Dandlcr y Torrico, Albo y Cárdenas (las tesis de
Cárdenas se discuten en la introducción a la Parte IV) vuelven cristalina la
importancia de la etnicidad en la política campesina contemporánea, así como
la facilidad con la que ha cogido desprevenidos a aquellos que, al tratar los
conflictos clasistas bolivianos dejan la dimensión étnica fuera de su campo de
visión.
Pero, ¿es peculiar y atípico el peso de los problemas étnico-raciales en la
historia campesina andina ? Si así fuera, la tendencia a teorizar y explicar las
revueltas campesinas sin tener en cuenta la dimensión étnica no está seriamente
equivocada. La cuestión étnica, sin embargo, ha afectado profundamente la
historia y probablemente la conciencia de muchos campesinados. Especialmente
en el Tercer Mundo, la difusión del capitalismo noratlántico ha estado íntima­
mente asociada a varias formas de dominación colonial: gobierno colonial
formal, guerra y gobierno informal, religión misionera, y otras. El asalto a los
pilares materiales de la vida campesina ha traído inevitablemente consigo las
divisiones de lengua, religión, cultura y raza, que alimentaron las relaciones
y la conciencia étnica. Bajo estas condiciones, deberíamos sorprendernos si un
componente étnico-nacional no pesara significtivamente en las rebeliones y la
conciencia campesina. Los campesinos europeos podrían muy bien ser la excep­
ción en vez de la regla en este caso, aún cuando basta dirigir la mirada a la
Irlanda Británica o a la "reconquista" cristiana de la España Islámica, para
encontrar analogías en la experiencia europea.
Además, aún cuando se deje de lado la división entre colonizador y coloni­
zado, los problemas étnicos internos pueden resultar indispensables para cual­
quier análisis serio de la política, la conciencia o la rebelión campesina. La
discusión de Campbell sobre la insurrección en el período colonial tardío,
muestra claramente que los insurrectos andinos se encontraban divididos inter­
nam ente, y que las fronteras étnicas intraandinas ocupaban un lugar significati­
vo en tales divisiones. Cualquiera que esté remotamente familiarizado con la
cuestión religiosa en Irlanda, o los estereotipos históricos que los vietnamitas
del norte y del sur han usado para caracterizar sus diferencias (véase Fitzgcrald
1973:64-66), o la tendencia de muchas comunidades campesinas a replegarse
"hacia adentro" y reclamar una identidad y un interés distinguibles de aquellos
de las comunidades rivales tanto como de los no-campesinos (W olf 1957; Stcm
1983), apreciará el significado potencial de los conflictos y la conciencia étnica
entre los campesinos.
Finalmente, aún cuando no aparezcan obvias divisiones étnicas, los prota­
gonistas del conflicto de clases pueden tender a atribuir suertes más sutiles de
atributos étnicos a otras clases sociales o a ellos mismos. (Este proceso es
descrito a veces como "clasism o"). Los campesinos zapatistas de M orclos, por
ejem plo, eran principalmente mestizos, y no indios, y eran en cualquier caso
relativam ente "aculturados" en comparación a campesinos de otras partes de
México. Sin embargo, los terratenientes y las élites urbanas no podían dejar de
endilgar un cliché étnico despectivo a sus enemigos de clase, y consideraban
a los zapatistas como "indios" bárbaros enzarzados en una salvaje y destructiva
guerra racial. Incluso los obreros urbanos estuvieron influidos por la tendencia
a atribuir características étnicas a otras clases sociales. Cuando los zapatistas
ocuparon Ciudad de México, los trabajadores se mostraron asombrados y en
cierta medida extrañados por el estilo social respetuoso y la evidente religiosi­
dad de los campesinos. Las particularidades campesinas, vistas como símbolos
de que el campesinado constituía, de manera innata, un tipo diferente de gente
introdujeron un elemento étnico en la controvertida decisión de los trabajadores
de rechazar una coalición obrero-campesina con los zapatistas, y de aliarse en
cambio con sus enemigos Constitucionalistas (Hart 1978:131-133). Sería ingenuo
creer que la tendencia de los no-campesinos a descartar a los campesinos como
bárbaros, ignorantes y supersticiosos no tuvo un lugar importante en el propio
sentimiento de agravio y aspiración de los campesinos.
Si, tal como he argumentado, el significado de los factores étnicos en la
conciencia y la rebelión campesina no es peculiar de los Andes, estamos en
condiciones de hacer una cuarta sugerencia metodológica. En estudios teóricos,
así como en estudios específicos de rebeliones campesinas, aún cuando los
problemas étnicos no sean obviamente relevantes (como lo son, digamos, en
Irlanda o Perú), un análisis que no incluya la dimensión étnica debe ser justificado
en vez de ser tomado como punto de partida. En algunos casos y para ciertos
propósitos, las variables étnicas pueden no ser importantes para la comprensión
de la rebelión. Pero esto necesita ser demostrado explícitamente. Las categorías
que dejan la dimensión étnica fuera de su campo de visión son probablemente
Este ensayo ha tratado de modificar la tendencia de los historiadores y
antropólogos andinos a restringir la envergadura de las implicancias derivadas
de los estudios de caso andinos. Lanza, además, un desafío a los teóricos y a
los estudiosos de otros campesinados, para que incorporen la experiencia andi­
na en sus paradigmas v metodologías. Sin embargo, los obietivos específicos
dccstccnsayo introductorio nodcben ser utilizados para disminuirla importan­
cia de la experiencia andina por sí misma. Cada uno de los ensayos que se
presentan a continuación ofrece un giro original y significativo en uno u otro
de los temas esenciales para la historia de las rebeliones andinas. Tomados en
conjunto, ofrecen elocuente testimonio de los varios modos en los cuales los
campesinos andinos han luchado para mejorar su suerte, hacer realidad sus
aspiraciones, incluso tomar su destino en sus propias manos. En esa historia
nos sumergimos ahora.
Parte I

De la Resistencia a la Insurrección:
crisis del orden colonial
Introducción

na gran guerra civil estremeció las serranías andinas del sur de! Perú y
U Bolivia durante los años 1780-1782. Dos siglos y medio antes, los conquis­
tadores españoles habían arrebatado el control del Imperio Incaico, desplazado
a su nobleza y procedido a gobernar a los antiguos súbditos de los incas: los
pueblos de un vasto conglomerado de reinos y comunidades étnicas, llamados
"indios" por los nuevos colonizadores. La abrumadora mayoría de estas pobla­
ciones andinas locales eran campesinos, es decir, productores agrícolas o pasto­
res, orientados a la subsistencia, en posesión efectiva de tierras pero sujetos a
las exigencias de una capa de señores y un Estado. Fue en gran medida sobre la
base del tributo y el trabajo campesinos, que los colonizadores construyeron
su economía mercantil y explotaron sus legendarias minas de plata. En la
década de 1780, muchas de estas mismas poblaciones campesinas se apresura­
ron a enrolarse en ejércitos insurrectos que asaltaban el Antiguo Régimen y
proclamaban el advenimiento de una nueva era regida por reyes indios, en
algunas regiones reyes que se consideraban descendientes de los antiguos incas.
Como era de esperarse, los campesinos proporcionaron el grueso de las fuerzas
combatientes en ambos bandos de la Guerra Civil que se desencadenó.
Por haber movilizado pobladores rurales, por su violencia, su intenso drama
político y sus consecuencias de largo alcance, la gran insurrección es comparable
a su más conocida contraparte colonial tardía: la Revolución Haitiana (1791-
1804). Tanto como la insurrección de esclavos en Haití proyecta su presencia
sobre la interpretación de las sociedades esclavistas en el Caribe y regiones
adyacentes en los siglos XVIII y XIX, así la interpretación de la Guerra Civil
andina arroja una inmensa sombra sobre la historia del Perú y Bolivia. Cualquier
consideración profunda sobre el curso de la historia andina nativa debe abordar
resueltamente las causas y el significado de la gran insurrección. Y en tanto
los insurrectos tuvieron éxito en movilizar decenas de miles de campesinos,
controlar un "territorio liberado" y propagar la idea de una sociedad justa, su
movimiento proporciona material especialmente dramático y sobresaliente para
el estudio teórico y comparativo de los movimientos campesinos.
Este libro, esfuerzo colectivo para estudiar la historia de la resistencia y la
rebelión en el mundo andino desde el S.XVII1, comienza apropiadamente con
la gran Guerra Civil. Los tres ensayos de la Parte I reexaminan los modos
internas de la movilización insurreccional, y señalan el camino para nuevas hi­
pótesis.
Mi ensayo presenta la historiografía pertinente e intenta una nueva aprecia­
ción de la "Era de la Insurrección Andina". El ensayo cuestiona la cronología
y la geografía comúnmente aceptadas de los movimientos insurreccionales en
el S.XV11I. Estas fronteras cronológicas y geográficas resultan críticas en una
tendencia metodológica muy influyente en la historiografía: el uso del "análisis
espacial" para correlacionar características socioeconómicas específicas con la
presencia o ausencia de insurrección en las principales regiones andinas, y para
interpretar las causas y el carácter de la Guerra Civil sobre la base de tales
correlaciones. Mi ensayo sostiene que una importante amenaza insurreccional
surgió en la sierra bastante antes de las décadas de 1770 y 1780 (el período
enfatizado en la historiografía); que en las áreas serranas consideradas hasta
hoy relativamente pacíficas estallaron en realidad rebeliones; y que las utopías
insurreccionales que inspiraron a los campesinos en el sur del Perú y Bolivia
en la década de 1780 tenían similar atractivo en el centro y norte del Perú ya
en las décadas de 1740 y 1750. De ser correctos, estos hallazgos socavan la base
de datos y los supuestos utilizados en trabajos anteriores; convierte el análisis
espacial practicado hasta ahora en algo altamente engañoso y, en realidad,
revisa profundamente la naturaleza del problema que los historiadores tratan
de explicar y comprender. Porque ahora el problema no es cómo explicar por
qué las poblaciones campesinas en las provincias de la sierra sur fueron singu­
larmente impelidas o dispuestas a rebelarse en la década de 1780, sino más
bien comprender una serie de nuevas preguntas: por qué el orden colonial
tardío tuvo que enfrentar amenazas de insurrección a lo largo de un vasto
territorio que abarcaba la sierra central y tal vez de la sierra norte, tanto como
el sur; por qué tales coyunturas aparecieron ya en la década de 1740; por qué
durante la mayor parte del S.XVIII, nociones panandinas acerca de una gran
transformación conducida poruña fuerza Inca "retornada" o "revivida ^ejercie­
ron un atractivo tan grande entre campesinos de regiones serranas por lo demás
diversas; y por qué, finalmente, una de las varias coyunturas insurreccionales
culminó de hecho en una guerra insurrecional prolongada en un período y un
área específicos.
Desde esta perspectiva, el problema de los movimientos insurreccionales
que estallaron en el sur en la década de 1780 se convierte en subtema de un
problema mayor y de más largo plazo, y es para enfrentar ese problema mayor
que debemos desarrollar nuevas interpretaciones y metodologías si queremos
entender las causas de la Guerra Civil Andina. Mi ensayo presenta los inicios
de una interpretación alternativa, ofrecida como hipótesis, que retrocede hasta
el S.XVII para comprender patrones de "adaptación en resistencia" de poblacio­
nes andinas nativas, y explora los cambios subsiguientes en economía política,
demografía y políticas estatales que socavaron estrategias campesinas anterio­
res, erosionaron los fundamentos de la autoridad y legitimidad coloniales, y
por lo general provocaron en las poblaciones andinas un mavnr uso de la
./ I V U ^ V .I W I \ /\ L A I'ARIU 47

mas y enigmas específicos que surgen de estos nuevos hallazgos. Especialmente


importantes son la atención puesta a la influencia recíproca entre la conciencia
moral y la explotación material; y el uso de múltiples escalas temporales explíci­
tamente relacionadas con la interacción dinámica de diferentes niveles de análi­
sis: estructurales, coyunturales y episódicos.
A pesar de sus peligros, el análisis espacial de los correlatos socioeconómi­
cos de las políticas insurreccionales y progubemamentales, se vuelve más pro-
metedor conforme avanza hacia microniveles de análisis más finamente granea­
dos, que intentan dar cuenta de las diferencias locales dentro de una región
generalmente rebelde (o leal). En las manos de investigadores muy informados
sobre la geografía y la historia de una región, el análisis espacial cuidadoso
sirve como una fuente de nuevas hipótesis, así como una verificación para
probar los límites de las macrointerprctaciones. El ensayo de Momer y Trelles,
quienes estudian la geografía local y las correlaciones de actividad insurreccio­
nal y progubemamental dentro de la región del Cusco, representa un importan­
te avance en varios aspectos. Su esmerado análisis a nivel microrregional cues­
tiona el valor, para la región de Cusco, de anteriores interpretaciones que
correlacionaban la actividad insurrecta con el porcentaje variable de forasteros
(migrantes indígenas alejados de sus comunidades y grupos de parentesco
ancestrales) sobre la población indígena total, y con las tasas variables de
explotación impuestas por el reparto de mercancías (distribución forzada de
bienes) entre los campesinos indios. Sus hallazgos subrayan el significado, a
nivel local, de variables hasta ahora menos destacadas en el análisis global,
preocupado principalmente con diferencias entre regiones mayores. Momer y
Trelles encuentran una mayor simpatía insurreccional en aquellas regiones
cusqueñas con menos (en términos absolutos) no-Indios, menos haciendas y
proporciones menores de indios residentes en haciendas. No resulta sorpren­
dente que estas parroquias experimentaran un menor crecimiento demográfico
en el siglo anterior, y tendieran a ubicarse en altitudes mayores, menos propicias
para la agricultura comercial. Estos hallazgos destacan la importancia que, para
una movilización insurreccional exitosa, tiene el contar con un grado mayor
de "espacio" social o "protección" frente a la influencia cotidiana de patrones
y figuras de autoridad no-indias. Los hallazgos concuerdan con la afirmación
que hago en mi ensayo, de que la presencia o ausencia de actividad insurreccio­
nal podría deberse tanto a patrones geográficamente variables de control social
y represión, como a tasas variables de explotación económica, o diferencias
socioeconómicas estructurales entre regiones.
Conforme progresan, Momer y Trelles descubren una sorprendente corres­
pondencia entre las antiguas divisiones del Imperio Incaico (Tawantinsuyu) en
cuatro partes o suyu, y la geografía de la zona convulsionada por la insurrección.
Esta correspondencia aparente no implica necesariamente una simple "continui­
dad" de la organización étnica y política desde tiempos incaicos. Pero por lo
menos, la discusión de los autores sobre las posibles explicaciones de este
hallazgo, nos recuerdan que en la historia de las grandes movilizaciones campe­
sinas, el mapa local de resentimientos, diferencias étnicas, alianzas políticas y
redes de parentesco entre los oprimidos son un componente significativo de
la ecuación real que inclina una comunidad o distrito dado hacia la revuelta
o hacia el gobierno.
El ensayo de León G. Campbell ahonda aún más los asuntos andinos
internos que dieron origen no sólo a divisiones entre rebeldes y leales al gobier­
no sino también a conflictos organizativos y faccionalismo político entre pobla­
ciones andinas teóricamente unificadas en una insurrección común. La innova­
ción específica de Campbell consiste en estudiar cuidadosamente las relaciones
entre sistemas preexistentes de creencias y simbología andinas, fragmentación
política y étnica andina, y convocatorias y manipulaciones políticas por parte
de líderes rebeldes rivales. Su análisis ilumina el papel paradójico y contradicto­
rio de los símbolos unificadorcs propagados por los dirigentes andinos rebeldes,
y los obstáculos para la unidad incluso entre los indígenas rebeldes. El mito
de Inkarrí, que imaginaba el regreso de un Creador Andino para enderezar
un mundo injusto, fue un símbolo unificador necesario y poderoso usado por
los líderes rebeldes para unificar poblaciones nativas divididas por la geografía,
las fronteras étnico-paréntales, la organización política fragmentaria, entre otras
causas. Pero fue también un símbolo divisionista, en tanto personificaba la
aspiración andina a gobernar, específicamente en un Inca Quechua del Cusco,
cuya legitimidad entre las poblaciones aymara del altiplano de Bolivia y el
extremo sur del Perú resultaba por lo menos cuestionable. Incluso en el Cusco,
muchos nobles incas conservadores, consideraron a Túpac Amaru un "advene­
dizo" fraudulento, más que un verdadero redentor.
El surgimiento simultáneo de liderazgos rivales -lo s tupamaristas centrados
en Cusco y los kataristas centrados en el altiplano boliviano- condujo a un
sentido más intenso de la etnicidad aymara, así como a significativas divisiones
alrededor del programa y las tácticas políticas. En general, la versión tupamaris-
ta de la revolución andina reposaba más fuertemente en el reclutamiento de
dirigentes entre las elites andinas nativas establecidas y ricas, y en la búsqueda
de coaliciones con mestizos y criollos simpatizantes; los kataristas eran más
propensos a alterar los alineamientos políticos andinos locales al encumbrar a
comuneros a posiciones de liderazgo, y se movían más rápidamente hacia un
sentimiento de solidaridad racial aymara, que excluía no sólo a los no-indios,
sino también a las poblaciones rebeldes quechuas. Significativamente, el levan­
tamiento del sitio de La Paz en 1781, punto de inflexión crucial en términos
militares, puede haberse debido tanto a estas tensiones internas andinas como
a la destreza militar de los españoles.
Tomados en su conjunto, los ensayos de esta sección esbozan los contornos
de una nueva interpretación sobre la transición de patrones de resistencia
andina que incluían conductas tan diversas como la fuga, las batallas legales
y los motines locales, al estallido de la guerra insurreccional que buscaba
transform ar el orden colonial andino en aspectos fundamentales. Mi ensayo
amplía los límites temporales y geográficos del núcleo insurrecto así como
episodios que tratamos de explicar; propone una hipótesis alternativa sobre
las causas de la gran insurrección, y sugiere aproximaciones metodológicas a
partir de las cuales podemos comprender más cabalmente la transición de largo
plazo de la "adaptación en resistencia" a las coyunturas insurreccionales. Los
estudios de M óm er y Trelles y de Campbell dirigen su atención a aspectos
"internos" indispensables para una comprensión más profunda de las causas
y el carácter de la Gran Rebelión de la década de 1780. Mómer y Trelles resaltan
el significado de nuevas variables, no fácilmente subsumidas bajo diferenciacio­
nes de nivel macro en la estructura social o en las tasas de explotación económi­
ca, para explicar la conducta a favor o en contra del levantamiento a nivel
parroquial. Campbell demuestra que una interpretación más completa de la
gran insurrección requiere un análisis explícito de las tendencias políticas c
ideológicas en competencia dentro de la gran movilización insurreccional. Los
tres ensayos defienden la noción de que la movilización insurreccional como
un todo, y las tendencias en competencia dentro de ella, no pueden c ,r bien
comprendidas o explicadas al margen de estudios sobre la conciencia y los
sistemas de creencias que sirvieron para legitimar o socavar tanto a las autorida­
des coloniales como a los dirigentes andinos que se levantaron para desafiarlas.
Procederemos a un estudio más extenso de la conciencia en la Parte II de este
volumen. Volvamos primero, sin embargo, a un extenso reexamen de la crisis
del gobierno colonial en la Sudamórica andina.
z
____________ *
La era de la insurrección andina, 1742-1782:
una reinterpretación

Steve J. Stern
University of Wisconsin - Madison

ntre 1720 y 1790, las poblaciones and inas nativas del Perú y Bolivia, a veces
acom p añad as o d irigid as por castas o blancos d isid entes, se levantaron
bastante m ás de cien veces en violento d esafío a las au torid ad es colon iales1.
M u ch o m ás que en épocas anteriores, en el S. XV111 un español que asum ía el
p u esto de corregidor de Indios, sabía que arriesgaba la vida a cam bio del derecho
a exp lotar las zonas ru rales indígenas.
D os m om en tos destacan en este tenso siglo de rebelión. El prim ero: la
in su rrección m csián ica d esatada en 1742 por Juan Santos A tahualpa desde las
zon as selváticas lim ítrofes con la sierra central del Perú. A utoproclam ado d escen­
d ien te de los incas, an u n cián d o la inm inente reconquista del reino del Perú, Juan
San tos gu ió a poblacion es sclv ícolas y m igrantes serran os d escontentos en
su cesiv as in cu rsion es m ilitares que expu lsaron a los colonizad ores de la m ontaña
subtropical ubicada en las estribaciones orientales de los Andes.
D u ran te d iez años de lucha in term itente, nunca las au torid ad es coloniales
alcan zaron una sola victoria contra los ejércitos gu errilleros de Juan Santos, con
b ase en la selva. D espués de varias derrotas hum illan tes que costaron cientos de
vidas, el Estado colonial resolvió finalm ente constru ir una red de fortificaciones
m ilitares d estin ad as a im pedir la expansión de la insurrección hacia la sicira. El
segu n d o m om ento d estacablc fue la m ás gran d e guerra civil que abarcó los
am p lios territorios serranos del sur del Perú y Bolivia entre 1780 y 1782. Los
in su rrectos, p red om in an te pero no exclu sivam en te cam p esin os indígenas, fue­
ron in sp irad os y por un tiem po cond u cid os por Jo sé Gabriel C ondorcanqui,
T om ás Katari y Ju lián A pasa (quien tom ó el nom bre de Túpac Katari). C o n d o r­
canqu i, un kuraka m oderad am ente rico del distrito d eT u n g asu ca en el Cusco, fue
el hoy fam oso d escend ien te de los Incas que ad optó el nom bre de Túpac Amaru
II y se convirtió en m u chas regiones en el nom bre y sím bolo m ás d estacad o de la

1 .Véase Flores G. 1981:254;O P h elan 1985: 285-98;G olte 1980:139-149; Fuentes 1859:3; 277-278;
Esquivel y N avía ca. 1750:1: xlvi-xlvii. Téngase en cuenta que las investigaciones sobre rebeliones
locales están lejos de haber sido conriDletadas í^r^rialm onto *—,u -: — ^ ....... ' "
insurrección2. Como Juan Santos Atahualpa antes de él, Túpac Amaru II proyec­
tó la imagen de un indio noble desheredado que reclamaba su legítima soberanía
sobre el Tawantinsuyu y liberaba por tanto a sus seguidores de la onerosa
opresión colonial. Conforme la movilización masiva de los indios apartó a
sectores criollos y mestizos de la coalición insurreccional, el mesianismo neo-inca
adquirió importancia creciente. En este caso, las autoridades coloniales alcanza­
ron una victoria decisiva. Pero dos años de intensa guerra dejó un saldo de quizás
100,000 vidas (de una población total de aproximadamente 1,200,(XX) personas en
el territorio directamente afectado)3, y traumatizó la conciencia de indios y
blancos hasta bien entrado el S.XIX. (Flores G., 1976: 305-310; 1981: 236-264;
Macera 1977: 2:319-324.
Juntos, estos dos momentos definen una era que podemos llamar legítima­
mente la Era de la Insurrección Andina. Durante los años 1742-17824, las autori­
dades coloniales tuvieron que enfrentar algo más que los disturbios locales y las
conspiraciones insurreccionales abortadas de los años previos. Confrontaban,
entonces, la amenaza o realidad más inmediata de una guerra civil en gran escala,
que desafiaba la estructura más general del gobierno y los privilegios coloniales.
Bajo las banderas de un Inca-rey mesiánico, la violencia y el conflicto local poejían
convertirse de repente en una insurrección regional o suprarregional que movi­
lizara la adhesión de decenas de miles. La guerra civil tupamarista galvanizó las
mejores esperanzas de las poblaciones andinas nativas, y volvió realidad las
peores pesadillas de la élite colonial. Tan lejos como México, indujo a los
funcionarios coloniales a tomar medidas conciliatorias para impedir que los
disturbios aldeanos se convirtieran en insurrcción regional (Taylor 1979: 120).5
En el Perú, la insurrección dejó como legado un ataque a la memoria del pasado
incaico, una reorganización de los mecanismos de control social del período
colonial tardío, un amargo endurecimiento de las tensiones y los miedos sociales,
y una tendencia de los criollos a alinearse con los realistas durante las Guerras de
la Independencia (Mendiburu 1878-1890: 8: 417-418; Rowe 1954 : 35-36, 51-53;
Fishcr 1976; Flores G. 1976b: 304-310; Mercurio Peruano 1791 y del 20 de abril,

2. Aunque Túpac Amaru fue importante en Bolivia y el norte de Argentina, la afirmación vale
más para el Perú que para Bolivia donde el nombre Katari es el símbolo principal. Es importante
advertir que la gran insurrección abarcó varias insurrecciones y territorios, en el mejor de los casos
laxamente coordinados. Sobre Túpac Katari, véase Valle de Siles 1977.
3. Para estas cifras, Véase Vollmer 1967: 247-267; Golte 1980. 42-43; Comblit 1970: 9. Mórner
(1978:123-125) duda que fueran posibles pérdidas tan grandes, y se refiere el número relativamente
bajo de víctimas de la guerra del anden régime en general. Los casos de Haití en 1792-1804 y
Venezuela en 1810-1821, me convencen de que el escepticismo de Mórner puede estar fuera de lugar.
4. Como se hará evidente en las conclusiones y en la nota 39, no se deben ver los años 1742 como
lmcas divisorias absolutas que separan rígidamente períodos insurreccionales y no insurreccionales.
Cualquier periodización, si se toma demasiado literalmente, amenaza volverse arbitraria y engaño­
sa. Las tendencias y patrones que distinguen un período histórico de otro son con frecuencia
discernibles y significativas inmediatamente antes y después de que un período "comienza" y
"termina". Pero esto no quiere decir que la periodificadón sea inútil o innecesaria, y no niega la
existenda de auténticas fronteras que separan un período de otro.
5. Para otra prueba más de las importantes reverberadones de la revolución de Túpac Amaru,
véanse los comentarios de Phelan (1978:105-109) acerca de los intentos de los disidentes colombianos
para manipular el temor que despertaba la insurrecdón tupamarista en su propia lucha en Colombia
f/'f An T r\*r 1Q01 N
1794; Macera 1977:2:319-324, Lynch 1973:157-170). Este momento decisivo de la
historia colonial andina ha producido una bibliografía histórica extensa y a veces
penetrantes (véase Campbell 1979; Flores G. 1976a). Sin embargo, todavía esta­
m os apenas comenzando a explorar las causas, alcances y consecuencias de la
fracasada revolución de Túpac Amaru II.
El proposito de este ensayo es usar nuevos y viejos materiales, tanto publica­
dos como inéditos, para criticar rumbos tomados por estudios recientes de la
insurrección de Túpac Amaru, y sugerir ten tativam entealgunaslíneasde reinter­
pretación. Plantearé que las interpretaciones actuales de las causas y amplitud de
la guerra civil de 1780-1782 se encuentran debilitadas por:

a) Una focalización demasiado estrecha en los territorios sureños implicados


directamente en la insurrección;
b) Una metodología demasiado mecánica para explicar por qué alguna regiones
participaron en la revuelta, y otras no; y
c) Un descarte demasiado fácil del significado de la tradición de rebelión y
mesianismo inca en la sierra central y norte del Perú en el S.XVIII.

En este contexto, un reexamen algo extenso de las repercusiones del movi­


miento de Juan Santos Atahualpa en la sierra, puede resultar fructífero. Tal
estudio pondrá inmediatamente en cuestión la supuesta brecha entre la propen­
sión insurreccional del sur en contraste con la sierra norte y central, y ofrecerá
pistas para explicar por qué la revolución de Túpac Amaru se mantuvo realmente
confinada a los territorios del sur. Sin embargo, necesitamos repasar primero
brevemente el panorama historiográfico.

La historiografía de las insurrecciones andinas

Un ancho golfo di vide la histografía moderna de las dos grandes insurreccio­


nes del S.XVIII. Se puede, sin duda, discernir ciertos patrones. El Indigenismo de
los años 20 y 30, por ejemplo, dio lugar a un redcscubrimicnto celebratorio de las
rebeliones andinas y de héroes individuales, que incluía ambas rebeliones. En
realidad, la mayor parte de la documentación actualmente disponible sobre el
movimiento de Juan Santos, fue publicada por Francisco A. Loayza (1942), quien
en la década de 1930 se embarcó en un esfuerzo mayor de investigación y
publicaciones, para rcinvindicar el pasado andino perdido. Desde la década de
1940, la tendencia nacionalista a buscar "precursores" de la independencia incor­
poró ambos movimictos como ejem plosde la marcha inexorable hacia la concien­
cia nacional y el patriotismo antihispano (Valcárcel 1946; Vallejo F. 1957; García
R. 1957; Cornejo B. 1954, 1963; Campbell 1979: 17, 19-21). Pero si se quiere
interpretar el significado de las dos insurrecciones como manifestaciones de la
crisis de la autoridad colonial española en Perú-Bolivia, se encuentra un agudo
contraste en la literatura historiográfica.
En el caso de la movilización de Juan Santos Atahualpa, los estudios más
penetrantes y sustanciales, bien se centran en el significado de Juan Santos para
L.A IZRA DIZ I.A INSURKLZCCION 53

las poblaciones de las tierras bajas y los migrantes serranos que habitaban la
montaña central, o estudian el movimiento en el contexto del trabajo misionero
franciscano en las fronteras de los asentamientos coloniales (Várese 1973; Leh­
nertz s.f., 1974, 1972, 1970; Valcárccl 1946: 47-69; Amich 1771: csp. 179-206;
Izaguirre 1922-29; 2:107-296). Sobre las repercusiones de la insurrcción en la sierra
-corazón económico y político de la colonia- la literatura sobre la rebelión se
escinde. Un grupo de intérpretes vea Juan Santos Atahualpa como una figura que
estableció importantes lazos e influencias en la sierra, contribuyendo por tanto
a la creciente oleada de rebelión serrana del S.XVIII (Vallcjo 1946: esp. 155-165;
Castro A. 1973: esp. 156-157, Chirif y Mora 1980: 257-58). Quien más cuidadosa­
mente expone este punto de vista (Castro A. 1973) toma nota de la clientela
serrana que se unió a Juan Santos Atahualpa en la montaña, y de los aparentes
lazos e influencias establecidas por los insurrectos entre pobladores y conspira­
dores serranos. El problema es que la escasa evidencia (dadas las limitaciones de
las fuentes), la falta de una discusión sistemática de los lazos serranos y sus
implicancias, y una tendencia a la hipérbole, hacen quecste enfoque sea fácilmen­
te desear table. De hecho, la mayoría de los más serios estudiosos de las rebeliones
andinas del S.XVIII han sido impresionados por el fracaso de las poblaciones de
las provincias vecinas de la sierra central (Jauja y Tarma) para unirse al movimien­
to insurreccional que tenía lugar a lo largo de su frontera oriental, ven, por tanto,
el movimiento de Juan Santos como una insurrección de frontera, más bien
marginal en sus consecuencias políticas. No importa cuán importante fuera la
ideología "nacionalista india” del movimiento o sus logros militares, su relevan­
cia para la historia mayor de las rebeliones e insurrecciones andinas en los
territorios colonizados de la sierra y la costa habría sido muy limitada (Métraux
1942; Kubler 1946: 385; Loayza 1942: ix; Vargas U. 1966; Campbell 1979: 6;
OThelan 1985)6. Incluso Lehnertz, quien argumenta cuidadosamente que el mo­
vimiento de Juan Santos se sustentó en una base social crecientemente serrana, lo
hace centrándose en la gama multiétnica de renegados serranos que huían a la
frontera selvática. Las bandas guerrilleras indio-mestizas de Juan Santos fracasa­
ron en movilizar la sierra propiamente dicha (véase Lehnertz s.f.: capítulo 6).
El resultado claro del recuento bibliográfico es que nos movemos sobre
terreno firme al evaluar el movimiento de Juan Santos como un estudio de caso
en la historia de la frontera selvática, pero en arenas movedizas cuando evalua­
mos sus repercusiones serranas. Cuidadosos investigadores reconocen los lazos
serranos pero los juzgan relativamente sin consecuencias; estudiosos disidentes
tienden a exagerar sin precisiones y se enfrentan a severas limitaciones documen­
tales. Nos encontramos frente a una historiografía más bien de poco calado en lo
que respecta al significado del movimiento de Juan Santos para la historia de las
insurrecciones serrranas.
Por contraste, la gran rebelión de Túpac Amaru, quizá el acontecimiento
serrano más importante desde la conquista española, ha generado una extensa
literatura. En una etapa anterior se obtuvo una visión panorámica y se formula­
ron preguntas generales. Entre los resultados se incluyen un estudio magistral de

6. Una excepción parcial a esta caracterización es el ensayo pionero de Rowc sobre el "movi­
miento nacional Inca" (1954:40-47).
54 5 1 iv v u iiim \

la lucha por justicia social y sus repercusiones continentales (Lewis 1957; cf.
Valcárcel 1946); un debate significativo y continuado sobre el carácter "fidelista"
o "separatista” de la insurrección (Cornejo B. 1954; Valcárcel 1947,1960; García R.
1957; L. Fischer 1956; cf. Szcmiríski 1976; 201-4; Campbell 1979; 19-21; Choy 1976;
cf. Bonilla y Spalding 1972); y un estudio pionero sobre el surgimiento de un
"movimiento nacional Inca" entre los nobles andinos disidentes del S. XVIII
(Rowc 1954; cf. Rovve 1951; Spalding 1974:147-193). Sin embargo, estos trabajos
dejaron pendiente una explicación de la cronología y la geografía de la insurrec­
ción, sus complejidades y contradicciones ideológicas, y su incapacidad para
conquistar el apoyo de la mayoría de kurakas andinos. Trabajos más recientes,
políticamente críticos de la búsqueda de las bases populares de la independencia
criolla (Bonilla et al. 1972), y quizás influidos por tendencias metodológicas
recientes en historia social y cuantitativa, se han esforzado por ofrecer una visión
más precisa de las causas y la dinámica interna de la insurrección. Por un lado,
una serie de investigaciones en curso, observan meticulosamente los hechos
mismos de la rebelión, para indagar sus múltiples tensiones ideológicas, su
precaria composición multiétnica, sus patrones de organización y liderazgo, su
oposición andina y no-andina y los cambios al interior del movimiento conforme
la propia guerra civil se desarrollaba (Manuel Burga, comunicación personal,
1982;Campbell 1976,1978,1979,1981, capítulo4 en este volumen; Flores G. 1976b,
1977,1981, Hidalgo 1982,1983; Larson 1979; O'Phclan G. 1979, 1982, 1985: 209-
256;Szeminski 1976,1980,1982,1984). Porotro lado, varios estudiosos observan
atentamente el calendario y la geografía de la agitación en el período colonial
tardío, para evaluar sus causas estructurales y sus bases sociales regionales
(Cornblit 1970; Golte 1980; Flores Galindo 1981: 254; 262; Mórner 1978: 110-22,
128, 155; Mórner y Trelles, capítulo 3 en este volumen; O Thelan 1985; sobre
regionalismo, cf. Fishcr 1979; Campbell 1979: 25-26)7
En realidad, el ámbito geográfico de la insurrección se ha convertido en el
tema más importante en los trabajos más recientes c innovadores sobre las causas
déla revolución tupamarista. El "verdadero problema", para usarlos términos de
un influyente investigador, es "por que la rebelión estalló en sólo una parte de las
provincias y no en todas" (Golte 1980:176), Oscar Cornblit (1970) fue pionero de
este tipo de enfoque en un estudio sobre "Sociedad y rebeliones de masas en Perú
y Bolivia durante el S.XVIII", Cornblit, como otros antes y después (véase
Humphreys y Lynch 1965; Lynch 1973, Phelan 1978), argumentaba que las
reformasborbónicasamenazaron una variedad de intereses establecidos y encen­
dieron, por tanto, la disidencia multiétnica a finesdel S.XVIII. Esto explica porqué
las élites rebeldes podrían estar dispuestas a dirigir una revuelta, pero no explica
cómo podrían movilizar masivamente a seguidores. A pesar de un extendido
"resentimiento permanente" (Cornblit 1970: 39) y de disturbios locales en la
América andina durante el S.XVIII, sólo algunas regiones rurales indígenas
participaron en la insurrección general de 1780-82. Cornblit encontró que el
territorio insurrecto del sur del Perú y Bolivia incluía entre su población indígena
un alto porcentaje de forasteros, migrantes desplazados y alienados de sus ayllus 7

7. Estas dos tendencias no deben ser consideradas mutuamente excluyentcs.


y comunidades ancestrales. La población forastera llegaba al 40-60% (a veces
hasta 80% según Golte) de la población tributaria indígena en las regiones
insurrectas del sur, pero constituía una proporción bastante menor, con frecuen­
cia menos del 20%, en las regiones no insurrectas del centro y el norte (Cornblit
1970: 27, 38-39, 42-43; cf. Golte 1980; mapas 5, 27). Esta variación regional
resultaba lógica, ya que de acuerdo a Cornblit la población forastera resultaba en
gran medida producto de fugas y desplazamientos demográficos ocasionados
por el reclutamiento forzado de mano de obra (mitas) para las grandes minas de
plata de Potosí en Bolivia8. Sobre la base de las distribuciones regionales de
forasteros, de relatos contemporáneos sobre el "carácter" volátil y errático de esta
población indígena flotante, y a partir de sus propias teorías sociológicas sobre la
conducta política de poblaciones desplazadas y "no-integradas"-Cornblit con­
cluía que los líderes disidentes encontraron en los forasteros una masa de
seguidores fácilmente movilizablc. La rebelión de Túpac Amaru fue, en gran
medida, un estallido de venganza violenta por parte de indios desplazados,
susceptibles al carisma d ejóse Gabriel Condorcanqui (vcaseCornblit 1970:27,38-
39, 42-43).
Las conclusiones de Cornblit no han logrado resistir el escrutinio de los
estudiosos, pero su innovación metodológica ha florecido. Estudios más fina­
mente graduados de los porcentajes variables de forasteros en los corregimientos
-unidad de análisis más pequeña que las de Cornblit- no logran predecir que
regiones y subregiones serranas apoyaron la gran insurrección (véase Mórncr
1978:118; Golte 1980:182-83, mapas 5 ,2 7)9. Pero el uso de las variables espaciales
para probar las causas aparentes y explicar la amplitud geográfica de la revolu­
ción de Túpac Amaru ha dejado una fuerte huella metodológica en trabajos
recientes (Mórner 1978: 91, 110-112, 128, 155; Golte 1980; Flores G. 1976b: 275,
278, 285-295; 1981: 262; Mórncr y Trclles, capítulo 3 en este volumen).
En realidad, el estudio reciente más ambicioso sobre las causas y amplitud de
la insurrección general, hace un uso extenso y refinado del método espacial*. En
un estudio detallado de población, economía y rebelión en el S.XV111, Jiirgcn Gol-
tc(1980) trata de demostrar el papel clave del reparto de mercancías (distribución
forzada de bienes) en la insurrección de Túpac Amaru. Los repartos, manejados
por corregidores que actuaban como comerciantes monopólicos en sus distritos,
fueron el mecanismo clásico de extracción de excedentes en los Andes durante el
S.XV111 (véase Tord N. 1974; Lohmann V. 1957; 126-31; Moreno C. 1977; Larson
y Wasserstrom 1983; Montero 1742: 45-47; Feyjoó 1778: 338-40). La burguesía

* Este comentario se escribió originalmente en 1984, antes de la publicación igualmente


ambiciosa de OThelan 1985.
8. Sobre los orígenes e importancia de los forasteros véase Sánchez-Albornoz 1978; Larson 1979:
197-201; 215-226; Wightman 1983; Stern 1982; 126-127, 154-155, 173-174.
9. Cornblit también puede ser criticado por su aceptación más bien acrítica de los estereotipos
contemporáneos sobre los forasteros, y por basarse en teorías sobre la conducta de masas y
multitudes por parte de marginales no integrados, que resultan cuando menos altamente cuestiona­
bles. Sobre este último punto, véase por ejemplo Rudé 1964; Perlman 1976. Entre las investigaciones
sugerentos sobre las relaciones sociales de los forasteros se incluyen Larson 1979; Wightman 1983.
comercial limeña y sus agentes, los corregidores locales, se basaron crecientemen­
te en los repartos para expandir artificialmente el mercado interno y drenar
simultáneamente mercancías y tiempo de trabajo de "consumidores" indígenas
endeudados. La Corona legalizó los repartos en 1754, y estableció un arancel de
cuotas -perm itidas y por tanto sujetas a tasación- en cada corregimiento. De
acuerdo a Golte, la intensificación de los repartos, que según él se triplicaron a
partir de la mitad del siglo, los convirtió en algo más que un método para extraer
un gran "excedente" del campesinado indígena, y de expropiar los ingresos de
algunos kurakas, mestizos, pequeños comerciantes y hacendados que conforma­
ban las reducidas burguesías provincianas. Durante las décadas de 1760 y 1770,
los repartos, en conjunción con la política impositiva de los Borbones y varias
variables secundarias (pp. 151-53), crearon una coyuntura en la cual maduraban
las condiciones favorables para una revuelta multiétnica, dirigida porlos kurakas
andinos. En conclusión, "las actitudes de la población, especialmente indígena,
frente a la sublevación general (de 1780-82), se explican a partir de sus posibili­
dades económicas para satisfacer las exigencias de los corregidores" (p. 182).
Para demostrar este punto, Golte se enfrasca en un estudio espacial ingenioso
pero defectuoso sobre el impacto destructivo de los repartos en las poblaciones
indígenas en vísperas de la rebelión de Túpac Amaru lü. Calculando distrito por
distrito la carga per cápita del reparto, y el ingreso per cápita de los indios, Golte
mapea las variaciones regionales en la capacidad estimada de los indios para
soportar las cargas de tributos y repartos (pp. 100-114,176-183, mapas 27,28). Los
resultados son impactantes. El área en la cual la capacidad de pago excedía la
carga por tributos y repartos por 20 pesos o menos (cayendo a veces a cifras
negativas, lo cual quiere decir que los indios no podían cumplir con las cargas por
tributo y reparto) "coincide casi exactamente con las regiones sublevadas durante
la rebelión deTúpac Amaru" (p. 178). El área donde la diferencia es igual o inferior
a 35 pesos "coincide con el área de expansión de la sublevación general" (p. 179).
Algunas excepciones escapan a esta regla general, pero Golte las explica
exitosamente dentro de los términos de su argumento. En los territorios del sur,
tales anomalías ocurren porque algunas particularidades económicas significa­
tivas descuidadas en su fórmula general de cálculo distorsionaban la capacidad
per cápita de pago estimada para algunas provincias que, por tanto, dejan de ser
anomalías cuando se corrige la distorsión de la fórmula general. La gran distancia

10. Los problemas técnicos en el estudio de Golte son lo suficientemente sustanciales como para
requerir una reseña aparte para tratarlos ampliamente. La seriedad de estos problemas está indicada
por el hecho de que dos bases estadísticas claves para su interpretación sean más bien hipótesis y
problemáticas. Que los repartos se hayan supuestamente triplicado durante 1754-1780, es una
tendencia que se encuentra más declarada que demostrada (Golte 1980: 117-118). Las evidencias
citadas por Golte demuestran la preponderancia de abusos ilegales en el reparto, pero no una
tendencia como la que él sugiere. Sin embargo, la supuesta triplicación de las cuotas legales de
reparto es crucial en la fórmula que mide las exigencias que pesaban sobre los indios en varias
provincias (ibid.: 177-78). Además, el cálculo de la capacidad de pago ("índice de producción") délas
varias provincias descansa sobre datos de 1792 (ibid., 111-113, 177-178) que pueden o no reflejar
variaciones regionales en la capacidad de pago durante las décadas previas a la explosión insurrec­
cional de 1780. Anotemos a su favor, que Golte advierte con frecuencia al lector de los límites de las
evidencias y de los procedimientos usados en su estudio pionero. Pero característicamente procede
inmediatamente a ignorar sus propias advertencias y reservas.
Límite entre loe distritos de la Sierra Central, Sierra Norteña y Sureña.

VA

Mapa 3. Regiones norte, centro y sur y la geografía de la Rebelión a fines de la Colonia.


que separaba a la sierra norte del territorio insurrecto impidió que varias
provincias norteñas, que de otra forma hubieran mostrado una fuerte propensión
a rebelarse, se unieran a la revolución de Túpac Amaru. El aislamiento del norte
se derivaba, en gran medida, de la comparativa estabilidad de la mayor parte de
provincias de la sierra central durante la crisis de la década de 1780 (véase mapa
3d eestelibro).D eacu erd oalafórm u lad eG olte,losd istritoscen tralesd e Huanta,
Angaraes, Jauja, Tarma y Huánuco, se hallaban singularmente dispuestos a no
rebelarse. Su capacidad de pago excedía la carga de tributo-repartos por 35 a 249
pesos (p. 180); era por tanto lógico que no se hubieran unido a la insurrección de
1780-82, y que en ninguna excepto Huanta, se hubieran producido sublevaciones
locales durante el período 1765-1779 (mapas 26,27). En dos provincias centrales,
Huarochirí y Yauyos, estallaron revueltas en nombre de la causa tupacamarista
en 1783. Pero éstas parecerían confirmar la interpretación de Golte, ya que la
capacidad de pago en Huarochirí y Yauyos excedía la carga de reparto-tributo en
sólo 21 y 20 pesos respectivamente (véase cuadro 2.1)

CUADRO 2.1.

Propensión a estabilidad o rebelión en la sierra central de acuerdo al


modelo de Golte.

Distritos de la Excedentes de capacidad


sierra central de pago por sobre la
carga reparto-tributo
Huánuco 249
Tarma 212
Huanta 178
Jauja 94
Angaraes 55
Canta 29
Huarochirí 21
Yauyos 20

Fuente: Golte 1980. 180.

Para resumir el complejo argumento de Golte: el reparto, instrumento central


del proyecto económico de la burguesía comercial limeña, desató en diferentes
regiones grados variables de destrucción y conflicto que llevaron, en el territorio
sureño más intensamente saqueado, a una insurrección multiétnica pero con
predominancia indígena.
La perspectiva espacial abierta por Cornblit y refinada considerablemente
por Golte, ha adquirido importancia fundamental para los estudiosos de las
insurrecciones andinas del S.XVIII. Es por esa misma razón que la marginación
de Juan Santos Atahualpa de los estudios serios de la insurrección serrana resulta
especialmente desafortunada. En la medida en que continuemos considerando el
movimiento de luán Santos nrinri nal mente romo nn enisnHin fmntnri ic\ cir»
60 STEVE STERN

mayores implicaciones para la historia serrana, continuaremos concentrándonos


en explicar por qué la sierra sur explotó mientras que la sierra central permaneció
dormida. Pero un estudio cuidadoso de nuevas y viejas fuentes, levanta preocu­
pantes interrogantes sobre los supuestos que se encuentran tras esta línea de
investigación. Es que, como veremos: (1) El activo insurreccional de un Inca-rey
mesiánico tal como Juan Santos Atahualpa, fue mucho mayor en la sierra central
de lo que usualmentc se reconoce; (2) Violencia y rebeliones indígenas sí estalla­
ron en la sierra central durante la era de Tú pac Amaru II, aunque no se
expandieron territorial mente ni se "engancharon" con la insurrección sureña; y
(3) Si las revueltas de la sierra central en la década de 1780 no desembocaron en
una insurrección en gran escala fue menos por el bienestar relativo o la aquiescen­
cia de la población regional, que por la insólita fortaleza del aparato militar
represivo en la sierra central. Estos hallazgos deberían, creo yo, replantear
nuestra interpretación de la Era de la Insurrección Andina. Pero antes de seguir
adelante con nuestra historia, demos una mirada detenida al movimiento condu­
cido por Juan Santos Atahualpa.

Un Inca Rey amenaza la sierra, 1742-1752

Cuando Juan Santos Atahualpa "Apu-Inea" apareció en la montaña central en


mayo de 1742, proclamó el comienzo de una nueva era (véase para lo siguiente,
Loayza 1942:1-7; Amich 1771:180181).JuanSantos,unserranodescendientedcl
asesinado Inca Atahualpa, llegaba para reclamar su reino ancestral y sus vasallos.
El nuevo Inca Rey, educado por los jesuitas, y enviado por Dios para enderezar
el mundo, dividía a éste en tres reinos soberanos: España para los españoles,
Africa para los a frícanos, y América para "sus hijos los indios y mestizos" (Amich
1771:182).11El nuevo orden liberaría a los indios de sus opresiones y traería pros­
peridad a los vasallos americanos del Inca. El cataclismo comenzaría en la selva,

11. Esto no quiere decir que Juan Santos no era consciente de la existencia de otros pueblos
europeos, tales como los ingleses, con los cuales afirmaba haber establecido una alianza política
(Loayza 1942: 2; Izaguirre 1922-29: 2:116). Los datos básicos disponibles sobre la biografía personal
de Juan Santos se repiten en casi todas las fuentes disponibles, pero muchos de los detalles desu vida
antes de 1742 permanecen oscuros o no confirmados (el de Juaniz 1960 es un recuento fantasioso).
Juan Santos tenía apariencia mestiza (véase Lehnertz s.f.: cap. 6,18-20) a pesar de su identificación
con la sociedad indígena y la nobleza incaica. Podría haber nacido en Cajamarca (Loayza 1942: 29),
probablemente fue educado por los jesuitas en el Cusco, en la escuela para los hijos de curacas y
nobles nativos, y afirmó inicialmente que los jesuitas podían ir a enseñar a su reino selvático (ibid.:
4). Contemporáneos suyos afirmaban que había hecho un intento de organizar una alianza insurrec­
cional entre curacas alrededor de 1730 o 1731 (véase Várese 1973:179; AGN 1752:44r), y sus críticos
afirmaban que era un criminal fugitivo, que había asesinado a un jesuíta durante el virreianto de
Castclfuertc (1724-1736) y había escapado posteriormente de prisión. Várese (1973:177-178) critica
inteligentemente la historia de asesinato y prisión basándose en el análisis minucioso de las fuentes
que se hallaban disponibles mientras realizaba su investigación. Sin embargo, un documento
fechado en 1752 corrobora la historia de la prisión, aunque deja sin resolver el problema del asesinato.
Se refiere de una manera directa a los archivos del corregidor local sobre un apresamiento anterior
de Juan Santos Atahualpa por el virrey Castelfuerte y su exilio a "La Piedra", una isla-prisión cerca
del Callao. Pero vincula la prisión a la subversión política de Juan Santos Atahualpa y no menciona
el asesinato de un jesuíta (véase AGN 1753: 47; sobre "La Piedra" como isla-prisión, véase Armen-
daris 1725). Este hallazgo documental sobre su anterior prisión y fuga, añade sentido a la afirmación
de Juan Santos Atahualpa en 1742, de que "su casa se llama Piedra” (Loayza, 1942: 2).
l.A ERA DE I.A INSURRECCION' 61

se extendería a la sierra y culminaría con la coronación del nuevo Inca Rey en la


propia Lima. En pocos días, mensaje y mensajeros alejaron a indios de las
misiones y los pueblos coloniales formados a principios del S. XVIII. Se inició así
un retroceso de la penetración franciscana y comercial que colocó por más de un
siglo la mayor parte de las tierras bajas subtropicales al margen de los territorios
de colonización.12
La historia militar de esta reconquista indígena es bien conocida (véase
Várese 1973:190-204; Castro A. 1973; Loayza 1942; Amich 1771:179-206; Izaguirre
1922-29: 2: 107-164, 291-96), y aquí sólo necesitamos revisar sus rasgos más
generales. Las autoridades, usando tanto soldados profesionales enviados del
Callao (principal centro militar del virreinato) como milicias locales reclutadas en
los distritos serranos de Tarma y Jauja, emprendieron expediciones militares de
envergadura en 1742,1743,1746 y 1750. Todas fracasaron. El golpe más contun­
dente fue tal vez el que recibieron en 1746. Un nuevo virrey, José Antonio Manso
de Velasco, Conde de Superunda (1745-1978), veterano de las guerras de indios
de Chile (Campbell 1978:11), envió contra Juan Santos Atahualpa a un nuevo jefe
militar, el general José de Llamas, a la cabeza de una fuerza de 850 hombres.
Llamas, el militar más prestigioso del Perú, había comandado las 12 mil tropas
movilizadas para defender la costa en la reciente guerra imperial contra Inglate­
rra. Pero Llamas no pudo obrar milagros contra Juan Santos Atahualpa. Como de
costumbre, los sobrevivientes de la expedición regresaron a la sierra exhaustos,
frustrados y desmoralizados.
Durante esos años se advierte un ciclo recurrente en las actitudes militares de
las autoridades virreinales y los comandantes locales (véase especialmente
Izaguirre 1922-29: 2: 129; 133-134; Loayza 1942: 57-67, 11-114, 120-23, 233-234;
Fuentes 1859:3:382-383; 4:102-105). Invariablemente, al principio tales funciona­
rios expresaban menosprecio hacia los arrogantes "salvajes" de la sel va, y confian­
za en que el poder militar colonial prevalecería rápidamente. El aire de desdén
daba luego paso a la desmoralización y a un respeto otorgado a regañadientes.
Finalmente, se replegaban hacia una estrategia defensiva de contención destina­
da a aislar la sierra de los rebeldes. A estas alturas, el desprecio por los rebeldes,
cuando se expresaba, se centra en su "cobarde" negativa a enfrentar a las tropas
coloniales en batalla frontal en la sierra.
Hacia 1750, cuando la reconquista indígena d éla selva era completa, Tarma
y Jauja se habían convertido en una suerte de campamento militar. Cinco
compañías de infantería y caballería entrenadas, apoyadas por milicias locales,
ocupaban varios fuertes en la sierra y a lo largo de la frontera con la selva. Una
patrulla móvil de vigilancia se encargaba especialmente de interceptar los
contactos entre la sierra y la selva. Además, aún cuando algún civil compraba el
título de corregidor de Tarma o Jauja en España, el virrey cubría estos cargos de
corregidor con militares profesionales (Moreno C. 1977:140-41 ).13 Los coloniales

12. Sobre el reverso de la penetración colonial en la frontera y sus consecuencias de larga


duración, véase Mallon 1983: 48-49, 59; Ortiz 1975-76: 1: 143; Mercurio Peruano 1791-94: 4: 28-29
[enero, 12, 1792]; Bueno 1764-79: 46-47.
13. La cobertura de los puestos de corregidor con funcionarios militares fue parte de una
tendencia política más general, pero más acentuada en los distritos considerados más peligrosos
(véase Moreno 1977: 159-165; 140-141).
62 STEVE STERN

no podían al menos impedirle amenazar el corazón serrano. (Sobre la militariza­


ción de Tarma y Jauja entre las décadas de 1740 y 1780, véase Várese 1973:190-
204; Campbell 1978:11-13,17,38-39,83-84; Mendiburu 1874-90:5:106,140-41; 8:
273; Loayza 1942: 13, 57-58, 66-667, 11-14; Amich 1771: 190-191, 197, 202-203;
Fuentes 1859:4:104-105; Moreno C. 1983:60-61, mapa entre las pp. 390-391,420,
447; Bueno 1764-79:47 Amat 1776:306-307 392-394,399; Ruiz L. 1777-88; 1: 92; 2:
figura 12.)
El problema central, para los contemporáneos del S.XVIII y para nosotros, era
si el mensaje mesiánico de Juan Santos Atahualpa podía ganar apoyo en la sierra.
Y como hemos visto, es precisamente sobre este punto que nos confrontamos con
una historiografía no sistemática, evidencias inadecuadas y el fracaso innegable
de los pueblos de la sierra central en llevar adelante una insurrección. Revisemos
en primer lugar la evidencia sobre apoyo serrano, real o potencial, a Juan Santos
Atahualpa, para luego explicar el aparente adormecimiento político de Jauja y
Tarma. Parte de la evidencia sobre las actitudes y conductas serranas se encuentra
disponible en fuentes conocidas pero a veces obscuras; otras evidencias provie­
nen de expedientes criminales hasta el momento no utilizados, en contra de
supuestos espías y agentes de Juan Santos Atahualpa.14
Juan Santos dirigió un movimiento multiétnico y multiracial compuesto en
parte por serranos que vivían en la selva central. Durante siglos, tanto por razones
económicas como políticas, la montaña central limítrofe con Huanta, Jauja, Tarma
y Huánuco había sido testigo de contactos considerables entre poblaciones
serranas y selváticas. Para las poblaciones serranas, el comercio y la colonización
en la montaña central proporcionaba acceso a coca, frutas, madera, sal, algodón
y otros recursos valiosos (Murra 1975: 62-71; Várese 1973:115-117; Lehncrtz s.f.:
cap. 2,10-12; Chirif y Mora 1980: 230-231). Cuando los Incas ocuparon la ceja de
selva, la selva baja pasó a servir como "zona de refugio" para serranos disidentes
(Chirif y Mora 1980: 232). La colonización española intensificó la mezcla sierra-
selva. Por un lado, misioneros y terratenientes llevaron consigo sirvientes y
trabajadores serranos a las misiones y haciendas de la selva central. Estos
serranos, predominante pero no exclusivamente indios, conformaban significa­
tivos bolsones demográficos a principios del S.XVIII (Lehncrtz s.f.: cap. 3,15-19;
Ortiz 1975-75:1:132). Por otro lado, los límites de la colonización convirtieron a
la selva central en una importante "zona de refugio" para disidentes indios,
negros y castas que escapaban a las opresivas condiciones de vida de la sierra15.
Fuentes de los siglos XVII y XVIII confirman repetidas vecesque habitaba la selva
central una población mixta de indígenas selváticos y de emigrados serranos que
con sus descendientes probablemente sumaban varios miles (véase Lehncrtz s.f.:
cap 2,24-26, cap. 3,33-34; Fuentes 1859:3:141; Izaguirre 1922-29:2:294-295; 7:232,

14. Después de haberme encontrado con estos casos criminales, descubrí que uno había sido
citado en el panorama del Perú colonial tardío por Tord y Lazo (1980: 307-308), y otro en la visión
general de la experiencia femenina por Prieto de Zegarra (1981:1:378-380). Estos autores no analizan,
sin embargo, las implicancia^ de estos documentos para la historiografía de la insurrección.
15. Este patrón de huida a la frontera selvática sonará familiar a los historiadores de la esclavitud
afroamericana, para quienes la fuga de "cimarrones" rebeldes a zonas de frontera interior es un tópico
de gran importancia (véase Price 1979).
LA F.RA DE LA INSURRECCION 63

325; Ortiz 1975-76:1:127-129; Juan y Ulloa 1826: 250; Moreno C. 1977: 236-237;
Várese 1973:188).
Por consiguiente, en la propia frontera selvática la clientela potencial de Juan
Santos incluía un número considerable de serranos desafectos, cuyos contactos y
conocimientos de la sierra magnificaban la amenaza insurrecional del movimien­
to. Las autoridades tenían buenas razones para temer la habilidad de Juan Santos
para organizar una red de espías y propagandistas en la sierra (véase Loayza
1942: 27-28; Eguiguren 1959: 1: 319; Amich 1771: 188). Más aún, la dimensión
mesiánica y las proezas militares del movimiento expandieron aún más su
composición serrana en la selva. Cientosdescrranos huían para unirse al Inca Rey
(véase Amich 1771: 189), y los rebeldes incursionaban en la sierra en busca de
reclutas adicionales (AGN 1752:15v, 19v, 20r, 22v; Loayza 1942:156, 207). Una
sucesión de rituales ponían a tales prisioneros directamente en presencia del Inca
Rey, y si resultaban exitosos, integraban a los nuevos "hijos" del Inca en los
trabajos, celebraciones y vida religiosa de la nueva sociedad (AGN 1752:14v-24r;
Loayza 1942:207). El reino selvático de Juan Santos Atahualpa parecía funcionar
como una gran confederación de pueblos y de jefes. Un conjunto de pueblos
vivían normalmente separados del campamento del Inca, de acuerdo a su vida
selvática previa, pero podía ser movilizado, coordinado y reunido cuando era
necesario. Otro conjunto de pueblos y de jefes, de impronta más serrana y de
creación más reciente, parecía vivir bajo la influencia más inmediata del Inca
(AGN 1752: 15v-16v, 19-20, 22r-24r).16 Sólo los seguidores mestizos sumaban
probablemente varios centenares (Lehnertz s.f.: cap. 6, n. 43).
La composición social de las fuerzas militares rebeldes confirmaba la presen­
cia de una significativa minoría serrana en el movimiento. Los informes que
tenemos disponibles no permiten un cálculo preciso, pero dan la impresión de
que una fuerza de combate de 400 a 500 guerrilleros podía incluir hasta 100
serranos (véase por ejemplo, los informes de 1743 y 1752 en Loayza 1942: 27-28,
37-38,43,44: AGN 1752:20v). Ya en 1743, la cantidad de seguidores serranos de
Juan Santos justificó la organización de una unidad separada de combate de
alrededor de 50 mujeres serranas, capitaneadas por una tal "Doña Ana", zamba d e
Taima (Loayza 1942:28). Tal como en las comunidades de esclavos fugitivos del
Brasil e hispanoamérica, los hombres fugitivos deben haber sobrepasado consi­
derablemente en número a las mujeres (véase Price 1971:18-19: AGN 1752: 20r
"composición por sexo de los prisioneros reclutas capturados").
¿Pero qué de la sierra misma? Se podría, después de todo, argumentar que el
movimiento de Juan Santos drenaba de la sierra precisamente a los individuos
más inquietos y desafiantes. Si desviamos nuestra atención de los seguidores
serranos del Inca en la montaña, ¿encontramos evidencia sustancial de un apoyo
latente entre los serranos que permanecían en la sierra central? Cinco hilos de
evidencias sugieren que el mesianismo y las hazañas de Juan Santos ejercieron

16. Este interpretación de la organización e influencia política de Juan Santos Atahualpa está
más en la línea de Várese (1973), quede Lehnertz (s.f.) A pesar del valor de la evidencia en AGN 1752,
mis comentarios siguen siendo algo especulativos. Se necesita más investigación para corroborar o
modificar la interpretación que aquí se sugiere.
64 »-»i i> iv \

considerable atracción en la sierra, y que en ciertas circunstancias, tal simpatía


podía conducir a un apoyo más activo.
Concentrémonos primero en los indios serranos reclutados para servir en las
expediciones coloniales. Forzadosa jugar un papel activo en el conflicto, al menos
algunos se encontraron demasiado inquietos para cumplir las tareas a las que
habían sido asignados. En por lo menos dos ocasiones, estas tensiones llevaron a
los serranos a cambiar de bando. La expedición de 1743 contra Juan Santos
Atahualpa requirió los servicios de arrieros indios de Huarochirí para transpor­
tar alimentos, municiones y otros pertrechos. Probablemente, las autoridades
utilizaron arrieros de esa zona para evitar la traición de arrieros de Tarma y Jauja,
distritos serranos inmediatamente adyacentes a la insurreción. (Sobre la existen­
cia de arrieros en Tarma-Jauja, véase Ruiz L. 1777-88:1:84). Si ese fue el caso, la
precaución no valió de nada. Después de la celebración de una misa el 17 de
octubre, los españoles regresaron al campo sólo para descubrir que todo el
con tingente de arrieros había huido (Loayza 1942:22). El comandante de la fuerza
organizó una nueva recua de muías, pero las deserciones de arrieros continuaron
plagando la expedición (ibid.: 40).
Una traición similar prefiguró la masacre de un pequeño grupo de españoles
en 1747. El fracaso de la campaña militar de 1746 había dado nuevos ímpetus a
los esfuerzos franciscanos para pacificar la montaña a través de la persecusión
cristiana en vez de la violencia (ibid.: 121-122: Ortiz 1969:1: Apéndice, documento
5). Una misión franciscana trató de convertir a los indios de Acón, zona cocalera
de la montaña, al sur del corazón del área de influencia de Juan Santos Atahualpa.
Los indígenas déla región sabían de Juan Santos por lo menos desde 1743, cuando
mataron también a un hacendado-sacerdote local (Izaguirre 1922-29:2:295,294).
Sedecía en 1747que ellos mismos habían pedido paz y misioneros cristianos. Tres
franciscanos, acompañados por diez soldados españoles y veinte portadores in­
dígenas, dejaron la sierra de Huan ta a mediados de marzo de 1747. Dos semanas
más tarde, los indios serranos huyeron en la oscuridad de la noche. A la mañana
siguiente, una masa de indios selváticos, que incluía posiblemente fugitivos
serranos aculturados, rodeó a los españoles y los mató bajo una "lluvia de flechas"
(Amich 1771: 199; Izaguirre 1922-29: 2: 143-144, 291-296).17 Alfonso de Santa,
corregidor de Tarma, concluyó en 1747 que la dudosa lealtad de los cargadores
indios debilitaría siempre las incursiones a la selva (Loayza 1942: 122).
Podemos obtener una segunda pista sobre las simpatías serranas preguntán­
donos cómo respondían los indios serranos a los mensajes y las incursiones
militares del libertador Inca recientemente proclamado. Las fuerzas rebeldes
realizaron varias incursiones en territorios serranos durante los años 1742-43: las
más audaces penetraron los suficiente como para poner en peligro sus propias
líneas de repliegue hacia la selva.18 Para exponerse de tal modo, las bandas
17. Uno de los veinte cargadores permaneció fiel a los españoles y después de ser testigo del
episodio regresó a Huanta, convirtiéndose en la fuente de nuestro conocimiento sobre la traición de
los cargadores y el destino de los españoles.
18. Para referencias sobre una incursión que llegó tan lejos como Canta, un distrito serrano en
la vertiente occidental de las -Andes, véase Bueno (1764-79: 139) y Mendiburu (1874-90: 5: 272).
Incluso si estas referencias son algo exageradas, implican una expedición que penetra profundamen­
te en la sierra poniendo en peligro sus líneas de repliegue hacia la selva. En años posteriores, la
militarización de la sierra central impidió incursiones tan profundas.
LA LRA DL LA INSURRECCION 65

guerrilleras -a la manera de los "bandoleros sociales" de Hobsbawm (1965:16)-


requerían contar con un cierto nivel mínimo de simpatía difusa. En 1743, Juan
Santos Atahualpa inició un serio esfuerzo para revertir la penetración colonial en
la frontera selvática. El 1 de agosto, a la cabeza de 2 mil seguidores ocupó la misión
de Quimiri. Pronto mandaron decir al vecino valle de Chanchamayo que el fraile
Lorenzo Núñez debería omitir su habitual visita dominical a Quimiri. Las hacien­
das de Chanchamayo, una zona subtropical en las laderas orientales de Tarma,
reclutaban mano de obra de la sierra de Tarma más que de la selva (Ortiz 1975-
76:1:132). Núñez envió a Quimiri dos mensajeros, uno de ellos indígena. Juan
Santos Atahualpa se entrevistó con el indio, rehusó levantar la prohibición a las
visitas dominicales con un importante mensaje para los indios serranos, "...con la
voz que se esparció de que el inca no quería mal a los serranos, tuvieron los indios
de Chanchamayo aquella noche grandes festejos, bailes y borracheras, celebran­
do como losChunchos la venida de su inca, cantando en su idioma que beberían
chicha en la calavera del padre..." (Amich 1771:189:189: cf. Izaguirre 1922-29: 2:
128-130). Al romper el alba del lunes 5 de agosto, una gran fuerza de indios
selváticos se concentró a orillas del río Chanchamayo y avanzó triunfante sobre
las haciendas de la zona. Núñez y compañía huyeron hacia la sierra (Amich 1771:
189). Las alarmantes noticias acerca de la simpatía serrana por los insurgentes
fueron las que en realidad decidieron a las autoridades limeñas a enviar más
tropas y armas a Tarma y Jauja en 1743, y a emprender las desastrosas campañas
militares de octubre-noviembre (Juan y Ulloa 1826:183-185; Loayza 1942:57-58).
Numerosos indios serranos podían recibir con beneplácito las triunfantes
conquistas de un autoproclamado liberador Inca, y algunos podían fugar para
unirse al Inca en la montaña. Pero en ausencia de una expedición triunfante
conducida por el Inca, ¿se atreverían los serranos a desafiar la estructura de poder
colonial en la propia sierra, donde las líneas de autoridad y control social se
encontraban profundamente atrincheradas? La fuga de una pequeña minoría a la
montaña y la simpatía difusa pero pasiva entre la mayoría que quedaba atrás, por
ellas mismas, dicen poco acerca del potencial insurreccional del movimiento de
Juan Santos en la sierra. En ausencia de evidencia conflictiva, la aparente
tranquilidad de la vida política en la sierra central justificaría la tendencia
historiográfica a marginar el movimiento selvátivo como una insurrección de
frontera.
Debemos, por tanto, valorar una tercera área de evidencias que ha sido poco
comprendida: el grado en el cual, hacia mediados del S.XV1II, las autoridades
coloniales en la sierra central enfrentaron una genuina amenaza de movilización
violenta por parte de una población rebelde. Una de tales amenazas -en la sierra
de Huarochirí, en las alturas de Lima- ya se conoce bien19. Los indios de
Huarochirí se ganaron una reputación de violenta rebeldía en el S.XVIII (véase
Loayza 1942: 169: Cangas 1780: 316; Relaciones 1867-72: 3: 168: Carrió de la
Vandera 1782:47-48). Revueltas estallaron en 1750, hacia 1758 y en 1783, y las tres

19. Para relatos históricos de las revueltas de 1750 y 1783 en Huarochiri, véase Mendiburu 1874-
90: 5:172-173,2:252; Valega 1939:89; Valega 1940-43:1:59-60; Rowe 1954:45-47; Spalding 1984: cap.
9. La revuelta de 1758 permanece más oscura, pero una descripción breve se encuentra en Carrió
(1782: 47-48).
56 STEVE STERN

sobrepasaron las tensiones puramente locales. Las dos primeras estuvieron


relacionadas con conspiraciones para destruir el dominio español en la propia
Lima; la rebelión de 1783 levantó tardíamente las banderas de Túpac Amaru II.
La revuelta de 1750 estalló con posterioridad a una redada de conspiradores
indígenas en Lima. Los rebeldes conspiradores, inspirados parcialmente en una
profecía que anunciaba la restauración de la soberanía indígena para 1750
(Loayza 1942: 165), planeaba una insurrección general para devolver el Perú
indígena a sus dueños legítimos. Durante los dos años de planificación, los
conspiradores buscaron contacto con Juan Santos Atahualpa, y algunos se
inclinaron por nombrarlo como nuevo Inca Rey (Fuentes 1859:4:97; Loayza 1942:
166,172). Es igualmente importante mencionar que cuando la violencia eclosio-
nó en Huarochirí, los rebeldes aceptaron ansiosamente un mensaje inventado
que les aseguraba que Juan Santos Atahualpa enviaría un ejército liberador de
4,000 guerrilleros desde Tarma (Spalding 1984: 287).
Huarochirí experimentó movilizaciones violentas y sus pobladores vieron a
Incas salvadores tales como Juan Santos Atahualpa y Túpac Amaru II con interés
considerablemente positivo. Pero colocada en el contexto más general de la sierra
central, ¿es Huarochirí la proverbial excepción que confirma la regla? Después
de todo, los historiadores han reconocido desde hace tiempo el historial de resis­
tencia violenta de Huarochirí sin concluir que la sierra central representara una
importante amenaza insurreccional20. La ubicación de Huarochirí, cerca a Lima
y a la costa del Pacífico, le otorgaba a su vida política un perfil especial pero la
convertía también en una zona excepcional mente vulnerable a la represión
militar21. Una vez que regresamos al corazón profundo de la sierra central, ¿acaso
no encontramos un potencial insurreccional muy reducido? En tanto Tarma,
Jauja y Huanta, los distritos serranos que descendían directamente hacia la selva
central permanecieran pacíficos e indiferentes, el poder colonial tenía poco que
temer.
Pero tal como al calor de la acción lasautoridades comprendieron demasiado
bien, los distritos interiores de la sierra central no eran precisamente un oasis de
paz ubicado entre la selva borrascosa por el Este y Huarochirí por el Oeste. Si bien
necesitamos mayor exploración histórica para clarificar un panorama algo bru­
moso, mi propia investigación y la de otros es ahora suficiente para demostrar la
condición volátil de la escena política. Una amenaza genuina de movilización
violenta se esbozaba en el período 1742-1752. En ciertos momentos, sólo la acción
vigilante de agentes de la estructura de poder colonial mantuvo esas amenazas
bajo control y restauró una intranquila paz social.
La evidencia en el caso de Huanta es la menos clara. Pero Lorenzo Huertas
(1976: 89; 1978: 8, 10; comunicación personal, julio 1981) ha realizado ya dos

20. En el esquema de Golte, Huarochirí, Yauyos y Canta -distritos de la vertiente occidental


andina en la sierra central- aparecen más parecidos al "sur" en su propensión a rebelarse (véase
cuadro 2,1, p. 42; Golte 1980: 180-181, mapas 27-28). Son los distritos interiores de la sierra central
-Huánuco, Tarma, Jauja, Angares y Huanta- los que resultan cruciales para la interpretación de
Golte, quien presenta la sierra central como una zona relativamente plácida.
21. Lima era un foco importante donde se expresaba el creciente malestar y la ambivalencia que
frente el régimen colonial sentían jefes y nobles andinos relativamente ”acul turad os". Los líderes
indígenas de Huarochirí se sintieron atraídos por la vida social y cultural de la ciudad (véase Fuentes
1859: 4: 98-99; Rowe 1954: esp. 42-47; Spalding 1984: esp. cap. 9)
L,/\ u n li\ D U Í M \ I X V .| V ,;iN o/

estimulantes hallazgos; una revuelta abierta en apoyo de Juan Santos Atahualpa,


y una declaración de lealtad al nuevo Inca Rey por supuestos descendientes de
los incas. En realidad, las investigaciones combinadas de Huertas, Patrique
Husson (comunicaciones personales, 1977,1981), y Florencia Mallon (comunica­
ción personal, 1981) demuestran una tradición de revueltas recurrentes en
Huanta a lo largo de los siglos XVIII y XIX.
En Tarma, la evidencia de una simpatía secreta por Juan Santos Atahualpa,
había alarmado a las autoridades ya en 1743. La fracasada campaña militar de
octubre-noviembre (y recuérdese, aquí la deserción de los arrieros) no ayudó
a tranquilizar a los nerviosos españoles. Al aproximarse la Semana Santa de
1744 (6-12 de abril), las tensiones se agudizaron hasta dibujar escenarios de
pesadilla. Los españoles en la sierra -e incluso el virrey en Lim a- parecían
creer que las festividades proporcionarían a los indios la ocasión para desatar
una insurrección masiva. El lunes santo, una oleada de ansiedad golpeó con
fuerza en lugares tan distantes como Lima y Cusco. En Lima, el virrey indagó
sobre una posible revuelta en Jauja, y sobre el estado de ánimo de los indios
en la región del Cusco (Moreno C. 1977: 171). En la ciudad del Cusco, el
corregidor reunió a los caciques de las parroquias de indios ya un misterioso
extranjero, que se decía era inglés, quien llevaba consigo una lista con los
nombres de varios caciques. El espanto amainó, pero no sin antes haber "alboro­
tado la ciudad con junta de gente, cuerpo de guarda y otras prevenciones, por
las voces que corrían del indio...alzado (Juan Santos Atahualpa) de las provin­
cias orientales a esta ciudad" (Esquivel y Navía, ca. 1750: 2: 300).
En Tarma, sin embargo, el miedo no cedió. En vez de ello, estalló la violencia.
Los defectos de nuestra fuentes oscurecen los detalles. Algunos documentos
oficiales, tal vez para evitar la vergüenza o porque otros acontecimientos desta­
caban más en los momentos en que fueron escritos22, omiten todo comentario o
se refieren sólo oblicuamente a los acontecimientos de 1744. Otras exageran.
Cuando las nuevas de la revuelta llegaron al Cusco, el 16 de abril de 1744, las
noticias magnificadas decían que los indios habían matado al corregidor de
Tarma, Alfonso de Santa y Ortega. Decía la historia que aparentemente Santa
había tratado de cobrar deudas que los indios le tenían de su anterior reparto a
precios recargados. Santa trató de tomar prisioneros a aquellos que no pudieron
o no quisieron pagarle, obligándolos a refugiarse en una iglesia. Más tarde, una
turba habría matado a pedradas a Santa (ibid: 2:301). Por su correspondencia de
1747 (Loayza 1942: 116-29), sabemos que en realidad Santa sobrevivió a la
revuelta. Pero los otros detalles suenan verdaderos. Por lo común, los corregido­
res aprovechaban las celebraciones mayores, que congregaban multitudes, como
el momento apropiado para cobrar las deudas de los repartos, y disturbios locales
estallaban con frecuencia en esos precisos momentos (Golte 1980:147-149). Du­
rante un período anterior como Corregidor en Azángaro (Puno), Santa había

22. Los funcionarios que redactaban informes a sus superiores, especialmente ios virreyes que
hadan un recuento de su mandato al terminar sus períodos, se hallaban tentados de minimizar los
peligros inminentes o los conflictos irresueltos, con el fin de demostrar su competenda. Un ejemplo
instructivo es el informe del virrey Guirior en vísperas de la insurrecdón de Túpac Amaru Relaciones
1867-72: 3: 39-54, esp. 40-41, 43).
provocado una im portante revuelta indígena, probablem ente por la m anera en la
cual había m anejado el reparto (Véase Esquivel y Na vía ca. 1750: 2: 295, 261;
Zudaire 1979:258; Loayza 1942:123-124). Varias fuentes contem poráneas confir­
man independientem ente que el reparto producía un fuerte sentim iento de
agravio en el área Tarm a-Jauja en la década de 1740 y que conflictos recurrentes
durante el período 1744-45 destruyeron la autoridad de Santa com o corregidor
(Juan y Ulloa 1826:250; Loayza 1942:75,81; Fuentes 1 8 5 9 :4:102; Vallejo F. 2:301,
328-329J.23 Los disturbios de 1744-45 se produjeron conjuntam ente con evidencias
de que los indios locales acogerían favorablem ente una liberación dirigida por un
Inca. Adem ás, algunas evidencias sugieren que las autoridades coloniales descu­
brieron una conspiración para organizar una insurreción en toda regla en la
propia Tarm a24. La amenaza de m ovilización violenta en la sierra era real, y
exigía una respuesta.
Conocem os al m enos tres m edidas tom adas para restaurar una difícil paz
social en la sierra central. En 1744, las autoridades virreinales excepturaron a
Tarm a de su cuota de mitayos para las m inas de mercurio de Huanca vélica (Za vala
1978-80:3; 52-53). El virrey Villagareía (1736-1745) definió francam ente la medida
com o "m edio para su quietud". (Fuentes 1 8 5 9 :3 :383)2S. La excepción perm aneció
en vigencia por lo m enos hasta 1761 (M endiburu 1874-90: 5 :1 7 9 ), y quizá hasta
m ucho después. Hasta 1772, por ejem plo, los indios de Tarma no eran presiona­
dos para proporcionar una cuota de mitayos para las im portantes m inas de plata
locales de Lauricocha (Zavala 1978-80: 3: 59). Sospecho que lo mism o era válido
para el caso de H uancavelica: en 1782 Tarma se encuentra conspicuam ente
ausente de la lista de distritos obligados a la mita en H uancavelica (Fisher 1977:
92). En 1745, el recién llegado virrey Superunda tomó dos m edidas adicionales.
Primero, el corregidor de Tarm a, como un capataz al cual se le acabó su período
útil en una plantación de esclavos, tenía que ser reem plazado. Rápidam ente
Superunda llamó a Lima al desgraciado Santa (Loayza 1942: 75, 125; Esquivel
Navía ca. 1750: 2: 239). Segundo, el Estado tenía que m ostrar su habilidad y sus
intenciones de acallar la disidencia. Superunda envío 100 tropas entrenadas y al
m ás destacado general peruano, José de Llam as, para reem plazar a Santa. Así
com enzó una concentración de fuerzas m ilitares cuyo propósito explícito era
intim idar a los serranos tanto como derrotar o aislar a Juan Santos Atahualpa
(Loayza 1942: 75). Las tropas se acuertelarían no sólo en fuertes ubicados en el
borde de la selva, sino también en los principales lugares de la sierra (véase Amich
1771: 203; Ruiz L. 1 7 7 -8 8 :1 :9 2 :2 : lámina 12; Amat 1776:399; M endiburu 1874-90:

23. Como veremos más adelante, Santa fue relevado por la fuerza de sus obligaciones,
reinstalado más tarde y, en su segundo trabajo como corregidor, fue aparentemente menos capaz de
reposar en el reparto como fuente sustancial de ingresos.
24. Eguiguren (1959: 319) se refiere al litigio contra Severino Yancapaucar, el organizador de
una de tales conspiraciones en Tarma, y dice que la documentación abarca los años 1733-1774.
Desafortunadamente, no proporciona detalles cruciales sobre la conspiración o su calendario. El
fiscal fue un tal "Don Francisco", y sabemos que Don Francisco Obregón compró el puesto de
corregidor de Tarma en 1749 (Moreno 1977: 94). Cualquiera que haya sido el cronograma preciso de
los cargos iniciales levantados contra Yancapaucar, y la recolección de evidencias formales, es
probable que hacia mediados de la década de 1740 corriera la voz dando cuenta de tales intentos
organizativos.
25. En realidad, la supresión implicaba dejar de pagar el dinero que los indios de Tarma habían
l.A ERA DE LA INSURRECCION 69

5:141; 8:273). Para 1760, más de la mitad de las 241 tropas fijas entrenadas, asig­
nadas teóricamente al Batallón de Infantería del Callao, prestaban servicio en
realidad enTarma y Jauja (Campbell 1976:36, esp. n.2: 1978:17). La combinación
de tropas entrenadas y una milicia auxiliar ampliada (véase Campbell 1978:60-
63), ambas dirigidas por oficiales veteranos, no sólo fortaleció el aparato represi­
vo del Estado en Tarma y Jauja sino que, como veremos más adelante, permitió
a estos distritos, especialmente Tarma, servir como una plataforma desde donde
se debelaban disturbios en otras provincias serranas.
Así, hacia mediados del S.XV1 II, la sierra central no ofrecía un panorama muy
diferente al de la explosiva política de la frontera selvícola. En este sentido, la vio­
lencia en Huarochirí fue sólo una dramática manifestación local de una amenaza
regional mucho más amplia. A lo largo de la década de 1740, los pueblos de la sie­
rra central mostraron una erizada disponibilidad para montar violentos desafíos
a la líneas de autoridad establecidas si se les provocaba o inspiraba adecuada­
mente. Cuando luego del fracaso del General Llamas en derrotar a Juan Santos
Atahualpa, Alfonso Santa fue reinstalado como corregidor de Tarma y coman­
dante militar en 1747, evitó los costosos errores del pasado. Más sabio a partir de
su amarga experiencia, Santa no puso demasiado a prueba su suerte en la ex­
plotación de los repartos, y parece haber experimentado considerables dificulta­
des financieras, en parte porque los repartos ya no le proporcionaban grandes in­
gresos. En vez de ello, Santa centró sus esperanzas materiales en la posibilidad de
que un exitoso final al caso Juan Santos Atahualpa le proporcionaría una jugosa
recompensa déla Corona (véase Loayza 1942:116-129,esp. 118-119,123-124,128).
De esta forma, con buenas razones, las autoridades coloniales actuaron
vigorosamente para asfixiar el potencial insurreccional de la sierra central y
sellarla de mayores influencias sediciosas de Juan Santos y sus emisarios. Luego
de la derrota de la rebelión huarochirana y la conspiración limeña de 1750, y con
la mayor concentración de fuerzas en Tarma-Jauja (Várese 1973: 199), la sierra
central parecía protegida de la subversión.
Pero esto nos lleva a una cuarta área de evidencia: la respuesta de las
poblaciones serranas ante la audaz invasión de Juan Santos Atahualpa en 1752.
Para entoncos, la división del control militar parecía clara. Los pueblos de la selva
habían recobrado sus territorios perdidos, pero las fuerzas coloniales gobernaban
con autoridad en la sierra. En agosto, diez años después de su declaración de
soberanía incaica sobre el Perú, Juan Santos Atahualpa buscó quebrar el control
colonial sobre la sierra: invadiría la región de Comas (Jauja), establecería allí una
cabecera de playa serrana, esperaría varios meses a que las provincias serranas se
plegaran a su causa, y emprendería finalmente la conquista de la sierra y la toma
de Lima (AGN 1752: 12r, 16v, 20v). Comas y sus anexos de Andamarca y
Acobamba, se ubican en una zona serrana semiaislada al Este del valle del
Mantaro, a lo largo del cual se aglomeran la mayoría de pueblos y del tráfico de
Tarma-Jauja (Véase mapa 4; Amich 1771:31-32). En el S.XIX, guerrillas campesi­
nas armadas durante la Guerra del Pacífico (1879-1883) establecieron y defendie­
ron una "república campesina" independiente en la zona de Comas desde 1888
hasta 1902 (Mallon 1983: 80-122, esp. 111-121; y Mallon cap. 9 en este volumen).
Dentro del área de Comas, Andamarca era el último pueblo serrano en la ruta a
la montaña de Jauja. Una topografía extrema hacía que la transición de sierra a
70 STF.VE STI'.RN

selva fuera abrupta y no gradual. Había que trepar primero para cruzar las punas
frías y pantanosas de Andamarca antes de descolgarse bruscamente hacia la
montaña subtropical (Amich 1771:32,36).
En este territorio difícil pero algo aislado, Juan Santos Atahualpa jugó sus
cartas serranas. Las fuerzas rebeldes tomaron fácilmente Andamarca el 3 de
agosto, pero el corregidor de Jauja desplegó rápidamente sus fuerzas para el
contraataque. Advertido por un serrano convertido en espía, Juan Santos se
replegó de Andamarca antes que arribaran las fuerzas coloniales (Loayza 1942:
183-205; Vallejo F. 1957: 285-86). La ocupación había durado sólo dos días
completos. A primera vista, Juan Santos Atahualpa parecía haber obtenido otra
victoria dramática: otra incursión guerrillera que eludía las fuerzas coloniales. En
realidad, teniendo en cuenta las intenciones originales del Inca, la incursión
marcó un punto de viraje decepcionante; el fracaso en establecer un territorio
liberado permanente en la sierra. Como si aceptaran el status c¡uo, ninguno de los
dos bandos emprendió acciones militares contra el otro después de 1752.
El repliegue de Juan Santos Atahualpa de Andamarca subraya los formida­
bles obstáculos para una insurrección serrana. Tales obstáculos adquieren aún
mayor significación si, como ha sostenido Stefano Várese (1973:183-85,203), Juan
Santos Atahualpa esperaba inaugurar una nueva era sin recurrir a gran derrama­
miento de sangre (cf. nota 29, más adelante).
Sin embargo, más importante para lo que aquí nos interesa, la invasión de
1752 demostró que la idea de una liberación conducida por el Inca ejercía todavía
una poderosa atracción popular. La historiografía franciscana oscurece este
punto al presentar la imagen de un impostor frustrado y vengativo, incapaz de
encontrar seguidores serranos. Como sostiene Amich: "No pasó el tirano Juan
Santos mucho tiempo en Andamarca, antes reconociendo que los serranos no
estaban a su devoción, pues no le daban la obediencia, saqueo el pueblo, y le pegó
fuego antes de retirarse..." (1771: 205-206; cf. Izaguirre 1922-29: 2: 163, 181-82).
Pero tras una lectura cuidadosa, incluso las cartas y testimonios publicados por
Loayza (1942: 183-231, esp. 204-205, 208, 215, 229) contradicen esta mitología.
Cuando arriban Juan Santos y sus fuerzas, los preparativos de defensa organiza­
dos por los "vecinos" respetables de Andamarca se derrumban. Sólo dos disparos
fueron hechos antes de que una voz indígena gritara: "nuestro Inca es, vénganse
para acá" (Loayza 1942: 208). Entonces Juan Santos ingresó pacíficamente, mar­
chó hacia la plaza y aceptó el homenaje de sus nuevos vasallos. Tal como un
horrorizado testigo recordó más tarde, los indios y mestizos que traicionaron la
defensa de Andamarca, "1c besaron manos y pies al Rebelde" (ibid.: 204). El
incendio provocado por Juan Santos Atahualpa, lejos de aparecer como un
estallido de frustración, parece haber tenido como objetivo casas y símbolos
seleccionados, incluyendo la iglesia local (ibid.: 215).
Sin embargo, más reveladores que la colección documental de Loayza son los
expedientes criminales contemporáneos en contra de supuestos agentes-espías
de Juan Santos (AGN 1752). Porque es en estos registros, levantados inmediata­
mente después de la invasión de agosto, que afloran el sentido de conmoción,
urgencia y amenaza insurreccional. La herejía de la mayor parte de la población
india y mestiza de Andamarca escandalizó y aterrorizó a los leales a la Corona.
Mapa 4. Tarma-Jauja durante los años de las insurrecciones indígenas: lugares protagonistas.
L»/\ r.I\ /A \JV. l,/ \ li\^>L> / U

Igualmente importante, los seguidores y simpatizantes de Juan Santos Atahual-


pa, no pudieron olvidar fácilmente los varios días dramáticos cuando un cataclis­
mo transformador pareció posible e inminente. En breve, la vida no "volvió a la
normalidad" luego de la partida de Juan Santos Atahualpa.
En medio de este estado de nervios, el 17 de agosto tres indios serranos
pasaron por la zona de Comas preguntando por el paradero de su Inca Rey. Los
tres eran cargadores de provisiones de Juan Santos, dejados atrás en la montaña
durante la invasión de Andamarca. Perdidos, mal informados y ansiosos de
encontrar al Inca en Andamarca, se tropezaron con tres mestizos fingieron
simpatía y se ofrecieron como guías para llevar el trío a Andamarca, pero los
condujeron en realidad a Comas, donde fueron inmediatamente encarcelados.
Tres semanas después, el 9 de setiembre, los indios colgaban de la horca. Al día
siguientes sus cabezas y miembros fueron distribuidos para su despliegue
simbólico en postes ubicados "en los citios y Paraxcs que parcscan combatientes
en estas fronteras y en los caminos de los pueblos de esta dicha provincia (Jauja)
donde sirvan de exemplo y escarmien to" (AGN 1752:41 v). El corregidor de Jauja,
Marqués de Casatorres, juzgó inicialmentc a los tres por espionaje así como por
traición. La rápida investigación demostró que los prisioneros eran cualquier
cosa menos espías u organizadores de Juan Santos Atahualpa. Los testimonios
más comprometedores los revelaban más bien como desventurados y desorien­
tados súbditos del reino selvático del Inca, cuya desgracia fue extraviarse en el
lugar erróneo y en el momento erróneo. Conforme se desarrollaron los procedi­
mientos judiciales, las acusaciones de espionaje pasaron a un segundo plano
(Véase ibid.: 26r-29r). Pero los cargos de devoción a Juan Santos Atahualpa
persistieron. Esta traición era suficiente para merecer la pena capital, explicó el
fiscal, "porque es constante que la tierra pide prompto excmplar, con demonstra-
cion Notoria, en las partes que parescan conveniente con los cuerpos, o cavezas
de los Reos, para que horrorisados, y atemorisados del castigo los yndios ,<asi
c o m o los que no son <es decir, castas y blancos disidentes>, abandonen
qualquicr pensamiento que su mala inclinación les aya sugerido..." (ibid.: 28v) El
corregidor estuvo de acuerdo, Julián Auqui, Blas Ibarra y Casimiro Lamberto
fueron tres clásicos chivos expiatorios.
¿Por qué? La decisión de Casatorres no fue ligera, la tomó a sabiendas de que
arriesgaba problemas con autoridades superiores. Un consejo legal le había
advertido (ibid.: 41 r) que de acuerdo a las leyes coloniales, debería suspender
temporalmente las sentencias de muerte mientras los expedientes se elevaban a
la Real Audiencia de Lima para su aprobación. A principios de agosto, Casatorres
sí había seguido el procedimiento normal: envió a Lima las acusaciones contra
otros tres supuestos espías -dos indios y un mestizo- para las audiencias finales
y la sentencia (Ibid.: 43r, 46v; AGN 1756: Ir, 5r-v). Los tres, especialmente el
mestizo Joseph Campos, habían tenido una participación mucho más directa y
amenazante en la invasión a Andamarca que las tres víctimas propiciatorias
(véase AGN 1752: 46v; AGN 1756; Loayza 1942: 204-205). Casatorres sabía que
impulsar el juicio y ejecución sumaria de Auqui, Ibarra y Lamberto basándose en
su sola autoridad lo enredaría en una disputa de jurisdicción con la Audiencia.
¿Por qué, entonces, Casatorres corrió esta vez abiertamente el riesgo? ¿Y por qué
:> i r .v r . d i i .k a

lo hizo tratándose de subversivos más bien benignos, poco después de haber


enviado como correspondía a rebeldes más peligrosos a Lima ? El súbito viraje del
Corregidor le costó una dura multa de 6 mil pesos (reducida más tarde a 4 mil),
que consumieron por lo menos 9,600 varas del comercio de textiles del Corregidor
en 1753 (AGN 1752: 43r-76v).26
Para entender la conducta del corregidor, debemos regresar a la turbulenta
atmósfera de agosto-setiembre de 1752. El 12 de agosto, poco después de la
invasión de Juan Santos Atahualpa, Casatorres aprendió su amarga lección: "Lo
cierto es que esto tiene más hondas raíces... que el mayor enemigo es el interno
de la Provincia, parcializado en lo secreto con el Rebelde; y si no se toman otras
medidas y precauciones, seremos el blanco de los tiros, con peligro de todo el
Reino..." (Loayza 1942: 21Ü). La realidad pura y simple fue que los indios y
mestizos de Andamarca y Acobamba habían reconocido la autoridad de Juan
Santos Atahualpa, y que cómplices serranos habían facilitado la invasión del
Inca y su posterior huida (AGN 1752: 44r, 46r, 43v). Más aún, muchas personas
asumían que Juan Santos regresaría pronto en una segunda invasión (Loayza
1942:209-10; AGN 1752:47v-48r). En estas circunstancias, la autoridad descansa­
ba sobre bases precarias. Sin embargo, en los últimos días de agosto, Casatorres
se sometió a las autoridades superiores al suspender las sentencias de muerte de
tres supuestos espías, incluyendo el notorio Joseph Campos, y envió a los
prisioneros y sus expedientes a Lima para un veredicto final. Pero este mismo
hecho creó problemas. Al abstenerse de una demostración de fuerzas, Casatorres
comenzó a hacer rápidamente jirones el ya delicado y gualdraposo tejido social:
"...ya empesaban alterarse, con accidentes y nobedientes..." (AGN 1752: 48r; cf.
44v-45r, 48v). Más aún, durante tales incidentes el espíritu de Juan Santos
Atahualpa se hizo sentir a través de voces espontáneas "prorrumpiendo en su
ydioma <en quechua>, palabras encaminadas á Conjura y devoción al Rebelde"
(Ibid.: 48r; cf. 44v). Ansioso por asfixiar esta oleada de insolencia indígena, y
temeroso de que las continuas insubordinaciones pudieran desembocar en una
fuga de prisioneros, Casatorres fue preso de pánico (véase Ibid.: 28v, 44v-45r, 48;
cf. Loayza 1942: 222, 228, 230). Súbitamente, los rumores e insolencia indígenas
exigían que Auqui, Ibarra y Lamberto no siguieran el camino del anterior trío de
prisioneros a Lima. Estos tenían que ser ejecutados: rápidamente y en la sierra
central, no en Lima. La invasión de Andamarca no sólo había demostrado la ca­
pacidad de convocatoria de Juan Santos Atahualpa entre los serranos. También
perturbó el firme control que mantenían las autoridades coloniales sobre la
sociedad de la sierra central. Casatorres tenía buenas razones para desafiar la
autoridad de los jueces oidores de la Sala Criminal de la Real Audiencia de Lima.
Más aún, las ejecuciones -conducidas con la pompa y la solemnidad apropiadas
en un ritual sagrado- parecieron producir el efecto deseado: "se ha experimenta­
do <posteriormente>... distinto respeto; Guardando silencio en un todo especial­
mente los yndios." (AGN 1752: 45r).
Enfoquemos, finalmente, una quinta área de evidencia: los rumores popula­
res luego de la invasión abortada de Andamarca. Después de 1752, Juan Santos

26. Para tener una idea de los textiles perdidos por la multa, considérese que la cantidad excedía
la producción textil anual de los más grandes obrajes del S.XVII1 (Silva S. 1964: 119-20)
l,/ \ l J \ / \ U I L li\ D U I\ I\ P A ^ V ~ iV _ A \ /:>

se abstuvo de conflictos militares y apariciones en la sierra. Convertido en una


presencia "invisible", Juan Santos se desvaneció gradualmente del escenario
serrano. Por un tiempo, sin embargo, los rumores mantuvieron vivo el sueño de
una liberación conducida por un Inca. En 1753 en la sierra de Cajamarca, zona
norteña de frecuentes rebeliones locales hacia mediados y fines del S.XVIII
(O'Phelan 1978; Espinoza S.1971,1960; Golte 1980: 139-153, esp. 151-152), corrió
la voz de una liberación inminente. Tanto indios como no indios murmuraban
acerca de una insurrección general indígena planificada desde 1750 (año de la
conspiración en Lima-Huarochirí). En julio, los indios discutían un supuesto
acuerdo entre las élites indias disidentes para liberar la sociedad nativa del
dominio español en seis meses. La atención se centró en un viajero misterioso, que
se decía era emisario de Juan Santos Atahualpa. "Capa Blanca", como era llamado
el hombre blanco canoso que vagaba hacia el norte desde la sierra central, supues­
tamente distribuía cartas de asentimiento dando los toques finales a los planes
para una insurreción general que sería conducida por Juan Santos. La conmoción
provocó una redada general de sospechosos, y el exilio de "Capa Blanca” a Lima
por cinco años (AGN 1753). Tres años después, en 1756, Joseph Campos, quien
había escapado de su anterior prisión en Lima, reapareció en Andamarca. Para
entonces, rumores que se difundían por la región de Jauja hablaban de comuni­
caciones secretas entre indígenas serranos y Juan Santos Atahualpa (AGN 1756:
lüv). Varios disturbios estallaron en realidad en Jauja y Tarma en 1755, 1756 y
1757 (O'Phelan 1985:119,124-125,127-130). Uno se pregunta si la agudización de
las tensiones sociales inspiraba los rumores de una liberación inminente, o
incluso si los rumores tuvieron que ver en el estallido de los disturbios. En
cualquier caso, los rumores adquirieron mayor significación en un contexto de
conflicto social y rebelión. En pocas palabras, las ansiosas autoridades de Jauja
sopesaban la conveniencia de repetir el ejemplo de 1752 ejecutando a Campos.
Otra macabra advertencia a la población podría impedir que "aquella sorda voz
que corre en esta dicha Provincia" se convierte en algo más que rumores (AGN:
lüv).

Juan Santos Atahualpa y la sierra central: un balance

Nuestro repaso detallado de las fuentes ha vuelto insostenible la marginali-


zación de Juan Santos y de la sierra central de la historia más amplia de la
agitación y las movilizaciones serranas. Los serranos constituyeron una minoría
significativa entre los seguidores activos del Inca en la selva central, hecho que
facilitó el desarrollo de una red de inteligencia y organización en la sierra. Allí
mismo, lasautoridades tuvieron que enfrentar la traición de arrieros y cargadores
indios reclutados para servir en las expediciones coloniales. La respuesta de los
indios de Tarma a las incursiones y mensajes de Juan Santos en 1742-1743
sugieren que esas deserciones eran sólo síntomas de una receptividad más difusa
a los planes del Inca. Entre 1744 y 1750, disturbios en Tarma, Huanta y Huarochirí
probaron que la sierra central constituía, por derecho propio un escenario de
conflicto social, violencia'y movilización indígena en contra de las autoridades
establecidas. (Para el caso de Jauja, podemos confirmar disturbios en 1755-1756).
En los casos de Huanta y Huarochirí, sabemos también que los rebeldes apoyaban
76 STI-Vi; STF.RN

explícitamcntea Juan Santos, o abrigaban la esperanza de que el pudiera conducir


un ejército liberador en su auxilio. En 1752, la bienvenida que indios y mestizos
dispensaron a la invasión de Comas por J uan Santos, demostró que la idea de una
redención conducida por el Inca tenía todavía importante asidero en la imagina­
ción popular. Este atractivo resulta tanto más impresionante si tenemos en cuenta
la previa militarización emprendida por las autoridades coloniales; una escalada
que forzó a Juan Santos a replegarse hacia la selva. Después de 1752, el sueño de
un resurgimiento Inca-andino reapareció en forma de rumores sobre conspira­
ciones y comunicaciones secretas no sólo en Jauja sino también en Cajamarca.
Entre nuestras evidencias no hay ninguna "pistola humeante", ninguna
insurrección serrana de importancia, ningún evento particular que por sí mismo
pruebe que Juan Santos Atahualpa pudiera haber conducido una insurrcción de
esa magnitud. Pero la totalidad de la evidencia señala con fuerza la amenaza de
una insurrección importante. Hacia mediadosdel S.XVIII, las inquietas poblacio­
nes de la sierra central constituían prometedora clientela para una insurrección
dirigida por un Inca. Incluso la sierra norte, en vista de su historia de rebelión y
los rumoresde 1753, podría haber constituido un terreno fértil para tal movimien­
to. Aún cuando exageradas, la palabras del fraile José de San Antonio (Loayza
1942: 158) en vísperas de la revuelta de Huarochirí en 1750, captan una verdad
esencial: ...por verse libres de tantas tiranías, pensiones y cargas pesadísimas
acompañadas de crueles violencias, se van muchos huyendo a los montes...
Muchos de los referidos <cs decir, indios, mestizos y blancos desposeidos>
desean con ansias las <invasioncs> del rebelde Atahualpa, y si este (lo que Dios
no permita) saliera para Lima con doscientos indios flecheros, se pudiera tem er...
la sublevación general de los indios...". José de San Antonio, comisario de las
misiones de la selva central, hablaba por experiencia propia.
La realidad de este fermento insurrccional explica una curiosa anomalía en
las fuentes del S.XVIII. Después de la guerra civil de 1780-1782, y hasta el día de
hoy, son las poblaciones "sureñas" -los aymara-hablantcs de Puno y del altipla­
no boliviano- las que han concitado la atención por su belicosidad y su historia
de rebelión violenta. En la década de 1940, una descripción etnográfica de los
pueblos aymaras vecinos al lago Titicaca se esforzaba por explicar y calificar su
reputación particularmente violenta y desafiante (LaBarrc 1948: 39-40). Un
reciente libro de texto menciona la misma reputación "guerrera y agresiva” (Klein
1982:15; cf. Valle de Siles 1977:643,657). Pero si se regresa a las fuentes del S.XVIII
anteriores al estallido de la rebelión de Túpac Amaru, seencuentra un "mapa" algo
diferente de los agitadores connotados. Antes, eran los pueblos de Huarochirí,
Tarma-Jauja y Azángaro (Puno) losque llamaban la atención de los españoles por
su "temperamento" especialmente difícil y violento (véase Cangas 1780:310-335,
esp. 315,316,335; Relaciones 1867-72: 3: 56; Loayza 1942:169). Con excepción de
Azángaro, los agitadores renombrados se encontraban en la sierra central27. En

27. También vale la pena advertir, sin embargo, que la sierra central adquirió notoriedad después
de 1742, el año en que Juan Santos Atahualpa inició su insurrección. Para el "mapa" de los lugares
problemáticos más destacados en 1742, véase Montero (1742: 31-31).
LA ERA DE [.A INSURRECCION 77

estrictos términos económicos, Jauja se encontraba entre los distritos más lucra­
tivos que un corregidor podía encontrar en el S.XVI1I (véase Macera, en Carrió
1782: 20-21). Pero tal como anotó un observador, para realizar esas ganancias el
corregidor tenía que sobreponerse a "algunas dificultades que ofrece el espíritu,
y carácter de sus ha vi tan tes" (Cangas 1780:315). Teniendo en cuenta la reputación
de la sierra central, la respuesta del virrey Agustín de Jáuregui ante la amenza de
invasión británica en 1780, resulta fácilmente comprensible. Luego de asumir su
cargo en julio, Jáuregui mejoró la seguridad enviando armas y municiones no sólo
hacia puntos estratégicos a los largo de la costa del Pacífico, sino también a Jauja
y Tarma: los puntos neurálgicos de conflicto en la sierra (Relaciones 1867-72:3:188-
89).
Si la sierra central representaba una amenaza insurreccional considerable,
¿por qué entonces Juan Santos Atahualpa no logró desatar una insurrección
serrana de envergadura? Este fracaso constituye, después de todo, el sustento
más fuerte de la tesis que afirma que Juan Santos condujo una insurrección
fronteriza de importancia política relativamente marginal para la sierra. Debe­
mos comenzar con una distinción fundamental. Una evaluación sutil del fermen­
to político en la sierra central debería distinguirentre un desafío popular creciente
a la autoridad -desafío, más aún, receptivo a la idea de una liberación incaica- y
las circunstancias concretas que podrían o no transformar tal mar de fondo en
realidad. En otras palabras, debemos distinguir entre "coyuntura" y "hecho", y
nuestra interpretación histórica debe funcionar en ambos niveles de análisis.
Nuesta hoja de balance debe reconocer no sólo la realidad de una amenaza
insurreccional, sino también el hecho de que esta amenaza, aunque genuina y
seria, sin embargo no se materializó. ¿Qué fuerzas impidieron que una coyuntura
crecientemente insurreccional anunciara, en realidad, el inicio de una insurrec­
ción general?
Responder adecuadamente tal pregunta requeriría una cantidad sustancial
de investigaciones adicionales y la redacción de otro ensayo. Sin embargo,
algunos indicios pueden proporcionar los elementos para una explicación inicial
tentativa. Debemos reconocer desde un principio, la inmensa dificultad de
organizar una insurrección indígena de proporciones en los Andes del S.XVIII.
Investigaciones recientes arrojan crecientes dudas sobre la idea de revueltas
indígenas "espontáneas" que encienden fuegos insurreccionales de dimensiones
regionales o suprarrcgionales. Insurrecciones de envergadura tomaron años de
preparación; los conspiradores podían discrepar en detalles de liderazgo, inclu­
sive sobre a quién reconocer como nuevo Inca Rey; una vez desencadenada, una
insurrección que se extendía por amplios territorios era en el mejor de los casos
un conjunto laxamente coordinado de revueltas regionales y subrcgionales
(véase Szemiríski 1976: 225-243; Campbell 1981: 677-678, 680-681,690; O'Phelan
1982, 1979; Zudaire 1979: 79-83; Loayza 1942:123,163,166,172; Beltrán A. 1925;
54-55; Vargas U. 1966-71: 4: 207; Lewin 1957: 118; Cornblit 1970: 11-14; Kubler
1946: 386-387).
El trabajo organizativo insurreccional enfrentaba dos obstáculos peligrosos:
una red sorprendentemente efectiva de inteligencia (es decir, espionaje) y clien­
tela je colonial, que permitía a las autoridades descubrir y aplastar conspiraciones
"secretas"; y una estructura de "dividir para reinar" a través de la cual las
78 STUVIí STF.RN

autoridades ganaban aliados y clientes indios una vez estallada la revuelta. La


historia colonial andina está llena de conspiraciones insurreccionales fracasadas
(véase Lohmann V. 1946:89-91; Ro we 1954:39-40,45M6; Vargas U. 1966-71:4:207-
208; Carrió 1782: 47-48). Probablemente cuanto más tiempo tomaba organizar
una insurrección y cuanto más grande la red de implicados en ella, tanto más
difícil resultaba impedir su descubrimiento prematuro. Las perspectivas de
recompensa, o de venganza en conflictos intranativos, podían proporcionar
valiosos informantes al régimen colonial. Incluso cuando ningún informante
delataba deliberadamente un secreto, las autoridades coloniales se enteraban de
complots a través de confidencias hechas a sacerdotes católicos en confesión. Su
familiaridad con los comuneros indígenas y su papel de confesores, les permitían
a los sacerdotes cumplir delicadas tareas de "inteligencia" y "pacificación" en la
vida colonial (véase Rowc 1954:46, Lohmann V. 1946:91; Maúrtua 1906:12:143).
Si una conspiración lograba ser mantenida en secreto, o si llegaban a estallar
disturbios, los dirigentes de la rebelión debían enfrentar divisiones que volvían
extremadamente difícil la organización de un "frente indígena unido", especial­
mente en niveles regionales o suprarregionales. Incluso en los primeros tiempos
de la colonia, diversas fuerzas sociales proporcionaron al régimen colonial
instrumentos con los cuales controlar la amenza de resistencia indígena. La
persistencia de rivalidades étnicas y familiares entre los indios, el clientelaje y los
privilegios ofrecidos a los colaboradores, la integración de las élites indígenas en
"grupos de poder" multirraciales, faciltaron el surgimiento de una estructura
de "dividir para reinar" (véase Spalding 1974:31-87; Stern 1982:92-102,132-135,
158-159,163-164; Stern 1983). En elS.XVIII, a pesar de los intentos por forjar una
unidad andina más amplia, estas divisiones constituían sin embargo una fuerza
todavía poderosa. En la sociedad andina provincial, las divisiones de clase
probablemente se habían acentuado (véase Larson 1979: 202-5, 213-14, 220-29:
Sánchez-Albornoz 1978: 99-110; Spalding 1974:52-60; Stern 1983: 35-40), a pesar
del surgimiento de ideologías indigenistas a veces radicales entre una fracción de
la élite indígena (Rowc 1954; Spalding 1974:187-190; Tamayo 1980: 77-112). Las
redes previas de cohesión andina se habían erosionado o desintegrado, disgre­
gando a la sociedad provincial en núcleos más pequeños y ensimismados de
identificación y cooperación primarias (Spalding 1974: 89-123; Spalding 1984;
Stern 1983). En sus momentos de crisis, el Estado colonial ganaba fuerzas de esta
estructura social tipo "dividir para reinar". Tanto en la sierra norte como en la
sierra sur, funcionarios indígenas ayudaron a sofocar los disturbios locales y
ganaron honores especiales, incluyendo puestos militares (Fuentes 1958: 3: 279;
BNP 1783; cf. Fuentes 1859: 4: 99; Loayza 1942: 173). En la rebelión de 1750 en
Huarochirí, un español, Sebastián Francisco de Meló, actuó sobre las "líneas de
quiebre" (término de Karen Spalding) de la sociedad provincial, y sobre las
sospechosas lealtades de las élites andinas, para desorganizar la revuelta (Spal­
ding 1984: 282-283,288-289). La guerra civil que envolvió el sur de Perú y Bolivia
entre 1780 y 1782, fracturó a la élite indígena de manera compleja. En general, las
capas superiores de la jerarquía curacal parecen haber apoyado a las fuerzas de
la Corona y no a los rebeldes (véase O’Phclan 1982:477,480; O'Phelan 1978:181-
182; Campbell 1981:681-685,689; Campbell 1979:10-1 i ). El orgullo que los nobles
I.A F.KA DI7. l.A INiSURKKCCION 79

indígenas sentían por el pasado incaico no les impidió mantener en muchos casos
una conservadora lealtad a la corona española (Burga 1981: 250-252).
El fracaso de Juan Santos Atahualpa para conducir una insurrección en la
sierra central se explica entonces, en parte, por las condiciones generales del
S.XVI1I. Más que confianza en una erupción cuasi espontánea, la insurrección
indígena requería un considerable trabajo organizativo para vencer difíciles
obstáculos. La correlación de fuerzas permitía que las autoridades desmontaran
conspiraciones, aplastaran revueltas locales antes de que se expandieran y
ganaran fuerzas, y conquistaran aliados y ejércitos indígenas en medio de
aparentes "guerras raciales". Por tanto, no nos debe sorprender que, incluso
cuando una conjunción determinada de fuerzas volvía la insurrección altamente
probable, la guerra civil no llegara a estallar. Tal conjunción y tal fracaso tuvieron
lugar no sólo en la sierra central en la década de 1740, sino también -como era
claro para los contemporáneos- en partes de la sierra central y del sur en 1776-
1777 (Golte 1980: 137-138; Campbell 1978: 101; Zudaire 1979: 76-77).
A estas circunstancias generales debemos añadir algunas particularidades
de la región Tarma-Jauja. La evolución de la estructura de poder indígena en la
región proporcionó ventajas suplementarias al régimen colonial. Desdeel S.XVI,
el régimen colonial consolidó su autoridad en las provincias serranas, en parte
estableciendo "grupos de poder" multiracialesque entrelazaban élites de origen
indígena y no-indígena (Stern 1982: 92-102,158-159,163-164, Spalding 1974: 31-
87, Larson 1979). El éxito de esta estrategia variaba ciertamente según las
regiones, períodos y estratos dentro de la élite indígena. Además, tendencias
contrapuestas volvían con frecuencia la colaboración indios-blancos un asunto
ambiguo, frágil e internamente contradictorio, más que una franca alianza de
intereses. Lo más importante para nuestra discusión, sin embargo, es que el
entrelazamiento regional del poder hispano-colonial y el indígena, asumió
formas peculiares e inusualmente intensas en la región de Tarma-Jauja. La débil
presencia inicial de los españoles, la alianza entre éstos y los huancas en el S.XVI,
la ausencia de minas y al mismo tiempo la proximidad a centros comerciales
como Lima, Huacavelica y Huamanga, son peculiaridades de la historia colonial
temprana de la región, que junto con la astuta política de los curacas favorecieron
el eventual surgimiento de poderosas dinastías andinas en Tarma-Jauja. Los
señores de estas dinastías alcanzaron éxito excepcional en el aprovechamiento de
la colaboración indios-blancos en beneficio propio, y fueron excepcionalmente
reticentes, por tanto, para atacar la estructura del poder colonial. En la sierra
central, durante el S.XVI1I, apellidos como Astocuri, Apoalaya y Limaylla,
designaban a poderosas familias regionales cuyos matrimonios entre ellos y con
españoles colocaban la región bajo el dominio de lo que era en realidad una
nobleza mestiza. Estas familias eran propietarias de las mejores haciendas de
Tarma-Jauja, dominaban los cacicazgos y cofradías andinas del valle del Manta­
ra, establecían exitosas alianzas matrimoniales con corregidores y funcionarios
españoles y asumían con orgullo una historia de ancestral nobleza andina y fiel
servicio a la corona española (véase Dunbar T. 1942; Celestino 1981; Celestino y
Meyers 1981; Espinoza S. 1973a; Espinoza S. 1973b: 230; Argucdas 1975:80-147).
En Tarma-Jauja, por tanto, una insurrección conducida por un foráneo como
Juan Santos Atahualpa, enfrentó una fusión excepcional mente intensa entre el
80 SITA' F. STIZRN

régimen colonial y las capas superiores de la estructura de poder indígena. Por


ejemplo Don Benito Troncoso de Lira y Sotomayor, gobernador y capitán de la
frontera Tarma-Jauja en 1745, era además esposo de Doña Teresa Apoalaya, una
destacada cacica-matriarca de Jauja desde principios del siglo. Su nieta, doña
Josefa Astocuri Limaylla estara a su vez casada con don Francisco Dávila, corre­
gidor y aspirante a curaca en Huarochirí (DunbarT. 1942:154-156,172-173n.30).
Los curacas serranos habían patrocinado el trabajo de los misioneros franciscanos
y habían adquirido tierras y ganado en la selva central, región abierta inicialmen­
te por los franciscanos y en ese entonces amenazada por Juan Santos Atahualpa
(Lehnertz s.f.: cap. 2,19-20, cap. 5,33). En Tarma-Jauja, lascapas superiores de la
estructura de poder indígena era en ciertos aspectos indistinguibles de la estruc­
tura de poder colonial. Estas circunstancias imponían obstáculos especialmente
grandes a la insurrección en la sierra central, incluso antes de la militarización
colonial. En 1742, un curaca de Tarma y "Maestre de Campo" del ejército colonial,
don José Calderón Conchaya, condujo una temprana expedición contra Juan
Santos Atahualpa (Loayza 1942:13). En 1745, el virrey Manzode Velasco informó
que un leal "cacique principal" había tomado medidas para asegurar "la aprehen­
sión de dicho Rebelde y la desunión de sus secuaces" (Ibid.: 76). Hacia mediados
del S.XVIII en la sierra central podían producirse y en realidad se produjeron
rebeliones locales, incluyendo disturbios en contra de curacas abusivos (Celesti­
no 1981: 23-24; O’Phelan 1985:127-130; cf. Amat 1776:10 Mendiburu 1874-90: 7:
164; Eguiguren 1959:1:319). Pero los posibles organizadores de una insurrección
mayor enfrentaban obstáculos organizativos cxcepcionalmcnte formidables en
Tarma-Jauja.
Finalmente, las propias políticas coloniales deben también figurar en la
explicación del fracaso insurreccional. La insurrección era difícil de organizar,
especialmente en Jauja y Tarma. Pero las autoridades coloniales no querían correr
riesgos. Los agentes del Estado usaron tanto la zanahoria como el garrote para
mantener el control, y para inclinar todavía más a su favor la correlación de
fuerzas. Recuérdese, por ejemplo, la suspensión de la mita a las minas en Tarma;
el reemplazo del corregidor Alfonso de Santa, innecesariamente provocador; y
la acusación y ejecución deliberadamente ptiblica de "espías". Recuérdese, tam­
bién, la transformación de la sierra central en un campamento militar poblado en
parte por tropas españolas entrenadas, de calidad superior a las milicias provin­
ciales ordinarias. (Para el contexto militar social más amplio, véase Campbell
1976,1978.) Esta militarización regional, acompañada en 1759 por nuevas medi­
das de seguridad en la sierra norteña de Cajamarca-Huamachuco (Espinoza 1971;
Moreno 1983: 430-433), alteraron el balance de fuerzas militares más allá de las
propias Tarma y Jauja. En realidad, Tarma se convirtió en una plataforma para
la represión en otras partes de la sierra central y norteña. Las tropas acantonadas
en Tarma ganaron reputación como veteranas hábiles en la represión, y ayudaron
a sofocar disturbios en Huarochirí, 1750; Huamalíes, 1777; Jauja, 1780 y Cajamar-
ca, 1794, (Loayza 1942: 171; Relaciones 1867-72: 3: 36, 53; Mendiburu 1874-90: 4:
193,196; Silva S. 1964; 99).28

28. Recuérdese que esta es una lista de casos conocidos. Otros ejemplos han eludido, al menos
hasta el momentos, los registros históricos.
LA ERA DF. LA INSURRECCION 81

A mediados del S. XVIII, la sierra central representaba una seria amenaza


insurreccional para el orden colonial. El que no se materializara un hecho
insurreccional no prueba ni la ausencia de una coyuntura insurrecional, ni el
carácter marginal del atractivo de Juan Santos Atahualpa en la sierra. El fracaso
de la "coyuntura" para convertirse en "hecho", testifica más bien las dificultades
para organizar una insurreción en gran escala en cualquier región serrana en las
postrimerías de la colonia; el entrelazamiento especialmente intenso, incluso la
fusión, del poder indígena e hispánico en la región Tarma-Jauja; y la efectividad
de las medidas de seguridad tomadas para consolidar el control colonial en la
sierra central.29 Si esta interpretación es correcta -si la amenaza de insurrección
fue tan seria e inmediata en la sierra central en 1745 como lo fue en la sierra sur
en 1776-1777yen 1780-debemos entonces revisar profundamente los supuestos
cronológicos y geográficos que apuntalan nuestras interpretaciones de la guerra
civil en que quedó inmerso el sur durante 1780-82.

El centro y el norte durante la era de Túpac Amaru II

Enfoquemos, entonces, la Gran Rebelión. Ya anotamos la preocupación his-


toriográfica por los límites geográficos de la guerra. Excepto por un breve
estallido en Huarochirí en 1783, la insurrección estuvo confinada al sur del Perú

29. Creo que los puntos que acabamos de mencionar son tanto necesarios como suficientes pa­
ra explicar el fracaso en materializar un hecho insurreccional en la sierra. Sin embargo, debo destacar
que otra variable relevante puede ser el empuje ideológico y estratégico del propio movimiento de
Juan Santos Atahualpa. A veces pareciera que Juan Santos hubiera buscado minimizar la violencia
(véase Várese 1973: 183-185, 203; Loayza 1942: 3; AGN 1752: 20v), y hubiera esperado expresiones
de apoyo y simpatía serrana tan obvias y abrumadoras que por sí solas hubieran empujado al virrey
a aceptar el advenimiento de un reino Inca. Durante los preparativos para la invasión de Andamarca,
parecía que Juan Santos planeaba "conquistar" la sierra residiendo en Andamarca tres meses
mientras las provincias serranas se volcaban a su causa; ordenó a sus jefes y guerreros que no se
concen traran en matanzas, sino en la captura de prisioneros vivos para integrarlos a engrosar las filas
del Inca. Esta "conquista" relativamente no violenta y espontánea (que describe adecuadamente
cómo Juan Santos conquistó Andamarca) habría bastado presumiblemente para convencer al virrey
de abandonar el Perú (véase AGN 1752:20v). Si esta estrategia describiera adecuadamente los planes
de Juan Santos, podría revelar un profundo énfasis espiritual dentro del movimiento de Juan Santos
Atahualpa: énfasis en la curación de espíritus heridos en preparación de una era justa, saludable y
próspera, más que en la organización de ejércitos y alianzas políticas para un asalto directo a las
ciudadelas del poder colonial. Nótese al respecto las sorprendentes condolencias ofrecidas a una
mestiza atemorizada por los tres indios apresados y acusados más tarde de "traidores". Ellos le
aseguraron que no tenía que preocuparse o llorar, "porque luego que viese a su Apo Ynga, le llenaría
de consuelos, que asi lo experimentaban ellos en sus travajos". El Inca la aliviaría de todas sus
aflicciones, penas y enfermedades (AGN 1752:12r). Este énfasis en la curación espiritual más que en
el asalto político-militar no resulta extraño para los estudiosos de movimientos müenaristas, y difiere
sustancialmente del empuje militar y estratégico que caracterizaría las insurrecciones tupamarista
y katarista en la década de 1780.
El problema con la hipótesis aquí delineada es su carácter altamente especulativo, dado lo
escaso y contradictorio de las evidencias actualmente disponibles. Si nuevas investigaciones
prueban que esta hipótesis tiene méritos, podría significar muy bien que Juan Santos y sus emisarios
no se preocuparon demasiado en organizar un asalto militar insurrecional a la sierra -a pesar de la
inquietud y rebeldía existentes en la sierra en los años 40 y 50 del S.XVIII. Más importante habría sido
"correr la voz" de una inminente transformación y de las intenciones benévolas del Inca. De todas
maneras, esto no bastaría para explicar por qué la insurrección no abarcó la sierra central de todas
maneras, ni descartaría la explicación sugerida en este ensayo. Pero añadiría otro obstáculo para que
la "coyuntura" se materialice como "hecho".
82 STEVE STERN

y a Bolivia30. También vimos que la imagen de una sierra central relativamente


tranquila, que separaba a núcleos rebeldes en el norte y el sur, se basa en una lec­
tura errónea y superficial de la política serrana de mediados de siglo. Más especí­
ficamente, este enfoque subestima las repercusiones de la visión redentora de
Juan Santos Atahualpa en la sierra. Pero ¿qué podemos deducir de la incapacidad
de la sierra central, especialmente Tarma-Jauja, para sumergirse en la violenta
movilización que conmocionó el sur hacia fines de 1780? Incluso si refinamos el
análisis y la periodificación de los disturbios en la sierra central, y revisamos
nuestras ideas sobre el impacto de Juan Santos Atahualpa hacia mediados de
siglo, ¿no quedaría todavía por explicar la brecha existente hacia 1780 entre la
propensión a rebelarse en el sur en comparación con la sierra central? La difusión
espacial y los límites de la gran insurrección ¿no nos llaman aún a investigar los
cambios estructurales que volvieron al sur especialmente vulnerable a la movi­
lización violenta en contraste con otras regiones?
El problema con estas interrogantes es su presunción sobre el nivel de nuestro
conocimiento. Asumen que nuestro conocimiento de la sierra central hacia 1780
es más confiable que lo que fue nuestro conocimiento de la misma región hacia
1750. Sin embargo, investigaciones recientes y nuevos documentos demuestran
que precisamente durante la era de la gran rebelión sureña, la sierra central y la sierra
norte fueron escenario de una interacción mucho más compleja de rebelión,
subversión ideológica y represión de lo que se asumía previamente31. Una
historia completa de la política y la agitación en la región centro-norte cae fuera
de los marcos de este ensayo (Sobre el norte, véase O'Phelan 1978; Espinoza 1960,
1971,1981; sobre los límites de nuestro conocimiento sobre la sierra central, véase
Celestino y Meyers 1981: 170). Para los propósitos de nuestra discusión, sólo
tenemos que probar tres puntos: durante la era de Túpac Amaru sí estallaron
revueltas violentas en Tarma-Jauja; una desfavorable correlación de fuerzas
político-militares volvió especialmente problemático el tránsito de rebelión a
insurrección en Tarma-Jauja; y en general, durante 1780-1782 el centro y el norte
experimentaron mucho mayor intranquilidad, violencia y receptividad ideológi­
ca a una revolución andina de lo que por lo común hemos reconocido.
Sí estallaron revueltas en Tarma-Jauja, el corazón estratégico de la sierra
central, incluso mientras la insurrección barría el sur. No me refiero aquí a las
rebeliones locales que estallaron durante los primeros meses de 1780 en lugares
dispersos del Perú, incluyendo Jauja, Pasco (el más grande centro minero de
Tarma) y otros lugares hacia el norte y el sur. Estas revueltas locales, en parte
resultado de las provocaciones de José Antonio de Areche, Visitador General del
Perú, son bien conocidas por los historiadores y no han jugado un papel
importante en la interpretación de la insurrección de Túpac Amaru. (Sobre la ola
de rebeliones locales a principios de 1780 y la inspección de Areche, véase Lewin

30. En realidad la insurrección abarcó también lo que hoy es el norte de Argentina y Chile.
Utilizo "sur del Perú y Bolivia" como una gruesa referencia a los territorios y a las culturas serranas
de los Andes del sur antes asociados con el imperio incaico: Tawantinsuyu.
31. En realidad, Dunbar (1942: 160. 176 N.44) conocía uno de los documentos hasta aquí no
trabajados sobre la sierra central (AGN1781), pero lo usó para otros propósitos que oscurecieron su
significado para la historia de la rebelión andina.
LA ERA DE LA INSURRECCION 83

1957:184-85; Relaciones 1867-72:3:39-54; Palacio 1946; Mendiburu 1874-90:1:316-


338,4:193-196,8:124-125; BNP 1780; CDIP 19710-75: 2-2:148-151,158; O'Phelan
1978: 74,106; Espinoza 1981). Hacia julio, cuando el virrey Guirior dejó el cargo,
el orden había sido restaurado en los diferentes lugares, localidad por localidad.
El virrey saliente supuso que el Estado colonial gozaría en adelante de un período
de calma que permitiría una investigación a fondo de las causas de las rebeliones
locales lo cual permitiría, a su vez, evitar su recurrencia (Relaciones 1867-71:3:40-
41,43). Sabemos, por cierto, que esta suposición interesada no se sostuvo en el sur.
Para diciembre, los movimientos insurreccionales combinados dirigidos por
Túpac Katari y Túpac Amaru II habían transformado el panorama político del sur
del Perú y Bolivia. La "paz" sería totalmente restaurada recién a mediados de
1782.
Igualmente importante para nuestros objetivos: Jauja y Tarma no permane­
cieron de ninguna manera tranquilas durante la guerra civil d e l 780-82. La región
presenció disturbios, invasiones de tierras y la destrucción del obraje más
importante de Tarma, San Juan de Colpas. Durante 1780-81, Jauja fue escenario
de por lo menos tres casos separados de rebelión. El tercero, como veremos,
puede describirse mejor como un proceso en desarrollo que como un "caso". El
primer disturbio-aquel descrito por Guirior en su informe de julio de 1780- tuvo
lugar en Mito y alrededores32, en la parte sur del valle del Man taro, los primeros
días de julio (véase Relaciones 1867-72: 3: 40, 53-54; AGN 1780 esp. Ir, 6r-7r, 12r;
Mendiburu 1874-90:1:319,8:125). Como en muchas rebeliones del sur del Perú
y de Bolivia, los rebeldes concentraron su ira en el corregidor. Don Vicente de
Séneca, corregidor y comandante militar de Jauja, resultó "herido malamente"
(Relaciones 1867-72:3:53). Pero Jauja no se tranquilizó de la manera anticipada por
Guirior (ibid.: 54, 56). Hacia fines de julio, escribió Séneca, la revuelta de Mito
había inspirado violencia en otros lugares, especialmente en Chongos. Allí, de
acuerdo a varios testigos, una muchedumbre armada con palos, rocas y cuchillos
enarboló su propia bandera en el edificio municipal. Nuevamente, los blancos de
la multitud sugieren resentimiento por los repartos mercantiles manipulados por
los corregidores y sus aliados comerciantes. El gentío amenazó con quemar la
casa de Don Juan de Ugarte, el cajero local del corregidor, y matar a Don Francisco
Alvarez, prominente comerciante local. Sólo las súplicas del cura local y de un
alcalde indio disuadieron de cumplir sus amenazas a los amotinados armados
con piedras (AGN 1780: esp. lr-4v, 6v, 10r-14v). Los disturbios en Mito y
Chongos, aunque serios a nivel local, no parecían presentar un peligro más
amplio o sostenido. Los disturbios se apagaron solos -aparentemente- antes del
estallido de la insurrección de Túpac Amaru en noviembre.
Pero tal vez los contemporáneos sabían mejor que los historiadores posterio­
res, no confiar en las apariencias. El desafío más ambicioso de todos estremeció
la sierra central precisamente cuando en el sur la guerra civil entraba a su fase más
violenta y amarga. En Jauja, de enero a octubre de 1781, don Nicolás Dávila, un

32. Aunque el informe oficial del virrey se centraba en un pueblo llamado "Rento", no he podido
localizar tal pueblo y sospecho que una transcripción errónea en el informe virreinal publicado
puede dar cuenta de la misteriosa referencia. En cualquier caso, AGN 1780 deja en claro que el primer
disturbio tuvo lugar en o cerca de Mito.
84 STliVL STKRN

"pretendiente" de 22 años al cargo de curaca, y doña Josefa Astocuri, su madre,


viuda de un curaca recientemente fallecido, condujeron una campaña de crecien­
te desobediencia (a menos que se indique lo contrario, véase AGN 1781 para los
tres párrafos siguientes). Astocuri y su esposo, que murió en 1781, habían jugado
anteriormente un papel destacado en el entrelazamiento ya descrito de la estruc­
tura de poder hispano-andina. Pero una compleja rivalidad entre nobles resque­
brajó las redes de poder y llegó a su clímax con el aislamiento de Astocuri y su
esposo de la estructura regional de poder hacia 1779-1780 (Dunbar 1942:155-161,
173-74n. 34). A pesar de su riqueza y pasado conservador, el nuevo giro de los
acontecimientos convirtió a Astocuri y su hijo en líderes subversivos.
En lo esencial, los dos usurparon la autoridad en el valle del Mantaro, en
alianza con indios del común, ciertos alcaldes indios y, hacia el final, con algunos
mestizos sin fortuna. A principios de febrero, comenzaron a circulara lo largo del
valle del Mantaro órdenes que alteraban el status cjuo. Dávila y Astocuri advertían
a los indios que no tenían que obedecer a los sacerdotes y funcionarios coloniales;
les ordenaban que dejaran de suministrar fuerza de trabajo (mitas), sirvientes
(pongos) y provisiones domesticas como leña y alfalfa a sus antiguos amos. Tal
vez lo más serio de todo: las palabras se sustentaron en hechos. En el S.XVIII, el
valle del Mantaro, cuyas tierras y ubicación invitaban a la inversión comercial y
a la inmigración mestiza, sufrió presión sobre la tierra y competencia por dicho
recurso (véase Adams 1959:12-14,19-21; Arguedas 1975:94-97,100; Cangas 1780:
313; Juan y Ulloa 1748: 3: 155-156; Mallon 1983: 37-38; AGN 1781: 8r). Dávila y
Astocuri enfrentaron el problema -y se hicieron de seguidores- emitiendo
edictos que redistribuían tierras. Conforme sus ambiciones crecían, establecieron
un código de multas y castigos corporales para aquellos que osaran desafiar las
nuevas órdenes, o mal tratar indígenas. En los primeros meses de desobediencia,
don Pedro Nolasco de Ylzarve, corregidor y jefe militar de Jauja trató de evitar
una confrontación directa, "atendiendo a los movimientos de las tierras de arriba
<es decir, el sur del Perú y Bolivia>, y que hasta esta Provincia llegaban sus
amenazas" (AGN 1781:5r; sobre "tierras de arriba" como referencia a la sierra sur,
véase Juan y Ulloa 1748: 3: 156; Cangas 1780: 313).
Pero conforme la autoridad colapsaba, los protagonistas -cualesquiera
hubieran sido sus intenciones originales- se orientaron inevitablemente hacia la
confrontación violenta. Dávila y Astocuri evitaron un desafío abierto a la autori­
dad del rey de España (incluso Túpac Amaru II ambiguo y contradictorio en este
punto, así como los patriotas criollos de Hispanoamérica al inicio de la crisis de
la independencia). Pero de todos modos siguieron adelante con edictos y acciones
revolucionarias que ignoraban la autoridad de los representantes locales del rey
y de los sacerdotes católicos, abolían los derechos consuetudinarios de estos
funcionarios al trabajo o la servidumbre indígena y redefinían las reglas de poder
y propiedad. Conforme una nueva realidad se desarrollaba, don Nicolás informó
a sus seguidores "que no tenían que temer á nadie". Horrorizados españoles
presenciaron "la ninguna subordinación de todos los yndios, cholos, y mestizos
a la Rejusticia y a todos losespañoles de esta Provincia" (AGN 1781: 6r, 8r). A pesar
de la exagerada referencia a "todos" los indios, mestizos y cholos, lo im­
portante era el desmoronamiento de la realidad y las expectativas de deferencia
que eran tan centrales a la jerarquía social tradicional. Dávila y Astocuri nunca
LA ERA DE LA INSURRECCION 85

proclamaron lealtad a Túpac Amaru II o Tomás Katari. Esto no debe sorprender­


nos, si recordamos que los conspiradores de 1750 en Lima-Huarochirí no pudie­
ron ponerse de acuerdo sobre la identidad de un nuevo Inca-Rey; que los
insurrectos del sur estaban ellos mismos en el mejor de los casos laxamente
coordinados, en el peor, tensionados por lealtades contradictorias (véase Camp­
bell, cap. 4 en este volumen); y que Dávila y Astocuri podían haber albergado sus
propias ambiciones. La ausencia de un abierto desafío a la corona o de una
declaración de lealtad a los rebeldes surandi nos no le quitaba seriedad o ambición
al desafío jaujino. Los residentes de la región sabían perfectamente bien que una
oleada insurreccional había barrido el sur (véase A G N 1781: 5r, 1Or; cf. Eguiguren
1959: 395, para el caso de Huaraz). Igualmente importante: las acciones de
Astocuri-Dávila hicieron vibrar una cuerda mesiánica en la sierra central. Corrían
rumores, entre algunos seguidores, que ’brebe" don Nicolás "se sentaría... en el
trono" (AGN 1781: 6r). O como explicó el corregidor Ylzarve, la región había sido
"conmovida a una general sublevación" (ibid.: 16r). El conflicto llegó a su clímax
el 6 de octubre, cuando amotinados apedrearon a los soldados y ciudadanos
reunidos en Jauja por el corregidor para restaurar el orden. Como explicó Ylzarve,
sus fuerzas tuvieron que abrir fuego para defenderse de la lluvia de piedras. Pero
media hora después de su huida, enfurecidos amotinados regresaron con un
gentío aún mayor. Sólo abriendo fuego por segunda vez, las tropas del corregidor
lograron finalmente dispersarla turba (ibid.: 16r).
También Tarma fue afectada por disturbios en 1781, pero en este caso, los
detalles permanecen frustran temen te oscuros. Lo que sabemos (véase Millán de
A. 1793: 133-134) es que dos complejos hacienda-obraje y un chorrillo fueron
invadidos y destruidos por los indios. Entre los objetivos de los invasores se
hallaba San Juan de Colpas, "el obrage más célebre" de Tarma (ibid.: 134). Antes
de la invasión, San Juan de Colpas producía un ingreso anual de 8,800 pesos por
renta e intereses3334-cifras que implican un enorme complejo que explotaba varios
cientos de trabajadores en cualquier momento. No por casualidad, los corregido­
res de Tarma ponían tradicionalmcnte considerables atenciones mercantiles en
San Juan de Colpa, que servía como centro laboral al cual los indios eran enviados
para pagar con su trabajo las deudas producidas por las sumas excesivamente
altas de los repartos de mercancías (Alcedo 1786-89: 4: 30). Sin embargo, en
diciembre de 1780 la revolución de Túpac Amaru cambió súbitamente las reglas
tradicionales. Con la esperanza de acelerar la pacificación del sur insurrecto, el
virrey Jáuregui abolió los repartimientos de mercancías. En Tarma, la abolición
produjo efectos contraproducentes. Cuando los indios supieron de la medida,
"excitados del deseo de la libertad, arruinaron sus oficinas (de San Juan de Colpa),
y pusieron en obra los medios convenientes para radicarse (en las tierras del
obraje), constituyéndolo, un pueblo... y repartiendo entre sí las tierras" (Millán de

33. De acuerdo a Millán de A. (1793: 134), San Juan de Colpas pagó 6 mil pesos de renta y el
interés sobre los principales que sumaba 56 mil pesos. A un interés del 5%, el porcentaje estándar por
obras país en el período colonial, los ingresos por intereses representarían otros 2,800 pesos al año.
34. Romero (1937: 148) y Silva S. (1964:161) estaban al tanto de la destrucción de San Juan de
Colpas, pero confundieron la fecha y atribuyeron erróneamente el hecho a los seguidores de Juan
Santos Atahualpa.
A.: 1793:134)34. Similares invasiones de tierras destruyeron el obraje de Michi-
vilca, y el chorrillo "Exaltación de Roco". En los tres lugares los indios construye­
ron "pueblos con sus iglesias, Casas de Ayuntamiento y Cárceles" (ibid). .
La primera de nuestras interrogantes centrales al evaluar la región centro-
norte durante la era Túpac Amaru II, queda entonces clarificada. Revueltas y a
veces ambiciosas estallaron en Tarma-Jauja, provincias estratégicas de la sierra
central, precisamente mientras la guerra insurreccional se desarrollaba en el sur.
Incluso después del debelamiento de la insurrección sureña, la autoridad colonial
en la sierra central reposaba sobre bases más bien precarias. El virrey Jáuregui
(1780-1784) informó sobre disturbios en Chupaca (al sur de Jauja), y conflictos por
tierras se mantuvieron latentes en el valle Yanamarca (justo al norte del pueblo
de Jauja) durante 1784-1791. En 1791, la tensión forzó a los terratenientes y jueces
de tierras coloniales a retirarse de Jauja por razones de seguridad. (Sobre lo
anterior, véase Relaciones 1867-72: 3: 121-122; Yanamarca 1840-42; esp. 575; cf.,
para Taima, Eguiguren 1959:1: 339-350).
A este primer punto, debemos añadir inmediatamente un segundo: el balan­
ce militar de fuerzas en Tarma-Jauja durante 1780-1782 hizo especialmente difí­
cil que los rebeldes se conviertan en insurrectos. A estas alturas, recordemos, Tar­
ma-Jauja se había convertido en un centro de seguridad cuyos experimentados
veteranos de la represión colaboraron en suprimir revueltas dentro y fuera de sus
propios distritos. La rápida disponibilidad de tropas y oficiales regulares de Tar-
ma, Jauja y, si era necesario, Lima hizo relativamente fácil para las autoridades su­
primir o aislar con rapidez rebeliones en la sierra central. (Para ejemplos especí­
ficos de las revueltas jaujinas, sobre las cuales la evidencia es más abundante que
en el caso de Tarma, véase Mendiburu 1874-90:8:125,4:193; Relaciones 1867-72:
3:53-54; AGN 1780: 6r; AGN 1781: 6v, 10r, 16r). En general, a partir de la década
de 1750 fue en la sierra centro y norte, así como a lo largo de la costa, donde se
reforzó la seguridad para contrarrestar los peligros de rebeliones indígenas y
ataques británicos. Gobernadores militares y tropas gobernaban Tarma-Jauja; las
defensas costeras fueron reformadas; y el extenso corregimiento de Cajamarca
fue dividido en tres (Huambos, Huamachuco y Cajamarca), cuyo tamaño más
pequeño y cuyas milicias indígenas harían el norte más manejable (véase Camp­
bell 1978: 60-61; Espinoza 1971; BNP 1783: esp. 5v-9v; Espinoza 1981: 183).
El balance de fuerzas en la sierra sur contrasta nítidamente. Allí las autorida­
des gobernaban sobre un vasto y accidentado territorio, más aislado de los
centros costeños del poder militar colonial, teniendo que confiar en milicias
provinciales poco confiables. Bajo estas condiciones resultaba más difícil que las
autoridades impidieran la organización de ejércitos insurreccionales, o la expan­
sión de la rebelión de una localidad a la siguiente. (Sobre la efectividad compa­
rada de milicias provinciales y tropas regulares, véase Campbell 1976: 45-47;
Campbell 1978: 99,106-111,1147; Campbell 1981: 676).35

35. El 29 de julio de 1981, Don Moisés Ortega, de Acolla (norte de Jauja), me informó en
conversación personal que otros documentos que registran disturbios violentos en Tarma en 1780-
81 existían en manos de uno de su parientes lejanos, pero que el propietario no estaba dispuesto a
permitir el acceso a la documentación. Don Moisés Ortega es historiador y maestro de escuela con
profundas raíces familiares en Acolla y el valle de Yanamarca, eximio conocedor de la historia
regional.
LA ERA DE LA INSURRECCION 8/

Finalmente, deberíamos ubicar la experiencia de Tarma-Jauja en el contex­


to más amplio del centro-norte. No es necesario explayamos aquí en un análi­
sis detallado de la vida política y la agitación popular en otras provincias del
centro-norte. Es suficiente decir que investigaciones recientes arrojan du­
das sobre presunciones anteriores de que las provincias centro-norteñas perma­
necieron en gran medida al margen o no fueron afectadas por la explosión an­
dina de agitación, violencia y utopías en 1780-82. Las nuevas investiga­
ciones están modificando nuestra comprensión de dos regiones importantes: Ca-
jamarca-Huamachuco, provincias de la sierra norte adyacentes a las coste­
ñas Lambayeque y Trujillo; y Huamanga, la región serrana ubicada al sur de
Jauja.
Cajamarca y Huamachuco experimentaron repetidas rebeliones locales en
el S.XVIII (O'Phelan 1978, 1976; Espinoza 1960,1971). Pero antes su historia
de rebelión parecía más bien desconectada déla agitación en el sur. Esto especial­
mente porque Cajamarca-Huamachuco aparecían tranquilas durante los tres
años posteriores a una revuelta local en Otusco, en setiembre de 1780 (véase
O'Phelan 1978: 72-74). Ahora sabemos, sin embargo, que la rebelión de Otusco, a
diferencia de los clásicos disturbios de aldea estudiados por Taylor (1979) en
México, no se extinguió por sí sólo en algunos pocos días o semanas; que en enero
de 1781 circularon rumores de que un emisario de Túpac Amaru II había llegado
a la costa de Lambayeque y se había contactado con los rebeldes de Otusco; que
con el fin de conjurar el peligro, las autoridades coloniales montaron una
campaña de seguridad para controlar indios y castas en Lambayeque y alrededo­
res; y que hacia abril, la volátil mixtura de rumores y patrullas de seguridad
provocaron el pánico masi vo y el éxodo en el pueblo para escapar de soldados que
se creía marchaban desde Lima y Trujillo para descuartizar a los habitantes
(Espinoza 1981: 169-201, esp. 181-193; para miedos similares en Huancaveli-
ca para restablecer el orden allí, véase Relaciones 1867-72: 3: 51-51). Sabemos
también que Lorenzo Suárez, un jefe de Huamachuco, estuvo implicado en la
abortada revuelta tupamarista que tuvo lugar en Huarochirí en 1783 (O'Phelan
1978: 71).
De modo similar, sometida a un escrutinio más estrecho la aparente calma
huamanguina se revela engañosa. Lorenzo Huertas (1976,1978) ha comprobado
un complejo fermento de disturbios, rumores y represión. A pesar de las varias
precauciones tomadas hacia fines de 1780 y principios de 1781 para organizar
pequeñas guarniciones militares y desarmar a los indígenas (Zudaire 1979:159-
160: Huertas 1976:86-91), durante 1781 estallaron algunos disturbios y otros más
estuvieron a punto de estallar en el norteño distrito huamanguino de Huanta. Los
disturbios fueron provocados en parte por los repartos de mercancías y en parte
por intentos de reclutar indios y castas al ejército que Huamanga enviaría para
combatir a Túpac Amaru en el Cusco (Huertas 1976:93-94). En Chungui, donde
Huanta oriental desciende hacia la selva, los españoles enfrentaron un desafío de
mayor envergadura. Pablo Challco, un "hechicero de fama" (ibid.: 97) proclamó
públicamente la coronación de Túpac Amaru II como rey en diciembre de 1780,
y lideró un movimiento cuyos seguidores rechazaron la autoridad de curas y
corregidores hasta su derrota final en octubre de 1781 (ibid.: 95-102). Poco antes,
en agosto de ese mismo año, una partida de mercaderes españoles que atravesa­
88 STHVIi STERN

ban Vischongo (en la zona del río Pampa, considerablemente al sur de Huanta),
se horrorizaron al tropezar con un gran festejo indígena en celebración de Túpac
Amaru II (quien para entonces ya había sido ejecutado). Los mercaderes, que o
bien estaban armados o acompañados por soldados, atacaron para impedir las
celebraciones, pero los indios "se tumultuaron" y "posesionaron de los cerros por
razón de ser rebeldes" (ibid.: 95). Incluso después de la derrota final de las
insurrecciones sureñas, la memoria de Túpac Amaru II continuó evocando
simpatía y represión. Antes de su recaptura en 1784, Diego Jaquica, un prisionero
fugitivo, curandero nativo y autoproclamado pariente de Túpac Amaru, recorría
la región y asistía a celebraciones públicas tales como matrimonios y fiestas
religiosas. Durante sus erranzas, Jaquica recibía tratamiento respetuoso cuando
recapitulaba la historia épica de la revolución de Túpac Amaru (Huertas 1978:10-
16).
El fracaso de las grandes insurrecciones sureñas para expandirse hacia el
centro y el norte es un problema histórico más complejo de lo que previamente
habíamos reconocido, y no resulta reducible a tendencias de la estructura socio­
económica que habían vuelto a los pueblos de la sierra centro y norte menos
predispuestos a rebelarse o menos receptivos a ideas mesiánicase insurrecciona­
les. No sólo hemos subestimado gravemente las repercusiones del movimiento
de Juan Santos Atahualpa en la sierra central hacia mediados de siglo. Hemos
confiado, además, en una base de datos que resulta sumamente incompleta y
engañosa para interpretar las bases regionales de las movilizaciones andinas en
la década de 1780 (véase mapa 3). Incluso en el sur, la base de datos es defectuo­
sa36. Probablemente, el fracaso de la insurrección en el centro y el norte tuvo que
ver tanto con variables organizativas, militares y políticas -algunas de ellas,
irónicamente, consecuencia de la propia gravedad de la crisis de mediados de
siglo en la sierra central- como con diferencias "estructurales" demográficas,
económicas, de explotación mercantil u otras similares37.
Colocados en el contexto de las investigaciones recientes sobre Ca jama rea,
Huamanga y Tarma-Jauja, ya no podemos seguir descartando más otros ejem­
plos de revueltas, intenciones insurreccionales o simpatías tupamaristas en el
centro y el norte como meras aberraciones. En norte, centro y sur encontramos
tanto conciencia acerca del proyecto tupamarista como también rebeliones
violentas. Como advertía un panfleto en Huaraz en las navidades de 1781, poco
antes de que estallara una rebelión local: "si en la tierra de arriba «del sur» han
existido dos Túpac Amarus José Gabriel y su primo y sucesor Diego Cristóbal», aquí
hay doscientos" (Eguiguren 1959: 1: 395). A final de cuentas, la muy conocida
rebelión de Huarochirí en 1783 lejos de ser una aberración, encaja bien dentro del
panorama más amplio que ofrecían el centro y el norte durante la era de Túpac
Amaru II. Esta fue una revuelta al mismo tiempo ambiciosa y visionaria en
términos ideológicos, pero severamente constreñida en términos prácticos y

36. Jorge Hidalgo (1983:127,130; y comunicación personal, 1983), ha descubierto rebeliones en


la provincia andina sureña de Arica durante la revolución de Túpac Amaru, pero Arica no está
incluida entre los territorios rebeldes mapeados por Gol te (1980: mapa 27).
37. Para sagaces comentarios comparativos que subrayan aún más la importancia de los asuntos
militares en la geografía de las revueltas coloniales tardías, véase Phelan 1978: 30-31; 99-100.
LA LKA DI'. LA INSURRECCION 89

organizativos. Para los altos oficiales endurecidos en las grandes guerras del sur,
la de Huarochirí fue una rebelión más bien fácil de aislar y reprimir (véase
Valcárcel 1946:133-138; Mendiburu 1874-90: 2: 252-253; 8: 295-298).
Profundamente enraizada en la cultura política del S. XVIIII, la idea de un
neo-inca liberador pudo resurgir incluso después que su época histórica hubiera
pasado (cf. Flores Galindo, cap. 7 en este volumen). Más de una generación
después de la derrota de Túpac Amaru, ideas mcsiánicas neo-incas pulsaban
todavía una cuerda sensitiva en la sierra central. En 1812, durante la crisis de la
independencia, miles de indios invadieron Huánuco, la pequeña "ciudad" capital
de la provincia ubicada al norte de Tarma (véase Varallanos 1959:452-477; cf. Roel
1980:101 -106). La revuelta de Huánuco llevó a don Ygnacio Valdivieso, intenden­
te interino de Tarma (una intendencia que incluía en su jurisdicción a los antiguos
corregimientos de Huánuco, Tarma y Jauja), a emprender una investigación
secreta para detener posibles desbordes hacia Tarma y Jauja (véaseCDIP 1971-75:
3-1: 121-248, y el "Prólogo” de Dunbar Temple iii-xcvii). Para su consternación,
Valdivieso descubrió una corriente subterránea preexistente de rumores mesiá-
nicos y amenazas de violencia, y tuvo que emprender acciones decisivas, inclu­
yendo una redada de cabecillas, para desactivar posibles rebeliones. En extensas
zonas de Tarma y Jauja, "emisarios" del Inca habían corrido la voz, ya en mayo de
1811, de que un inminente cambio de eras liberaría a los indios y eliminaría a los
europeos (chapetones). En ese mismo mes, el abogado patriota bonaerense Juan
José Castelli, quien había conducido una expedición patriota a Bolivia, declaraba
en las antiguas ruinas de Tiahuanaco que las fuerzas patriotas abolirían el tributo
indígena, redistribuirían la tierra, establecerían un sistema escolar universal y
decretarían la igualdad legal de los indios (Lynch 1973:120-124). Losesfuerzos de
Castelli para ganar una base social indígena confiable en Bolivia resultaron
infructuosos. Sin embargo, desdóla distancia de Tarma-Jauja los indígenas lo vie­
ron como un liberador neo-inca: "decían, que ya venia el hijo del ynca, y que Casteli
(sic) tenía rasón" (CDIP 1971-75: 3-1: 124). En 1812, durante la violencia en
Huánuco, los indígenas hablaban de la llegada del "Rey Castelli" o de "Casteli
Inga" (Dunbar Temple, ibid.: L).

Hacia un replantamiento

Si la tesis de este nuevo ensayo es correcta, debemos emprender un replan­


teamiento de proporciones de la cronología, geografía y explicación de la insu­
rrección andina. Por largo tiempo hemos reconocido, por cierto, que la violencia
recurrente en desafío explícito a la autoridad colonial, así como el mito de una
liberación inminente liderada por un Inca38, constituyeron fuerzas poderosas en
el S.XVIII. La mayoría délos investigadoresandinistasestarían deacuerdoen que
el crescendo de rebeliones y utopías insurrecionalcs en interrelación dinámica,
crearon, al menos en el sur y en la década de 1780, una crisis mayor de la
dominación colonial.

38. Uso "mito" en un sentido neutro más que en sentido valorativo, en el espíritu de la
antropología y la sociología del conocimiento más que en términos despectivos que ubican el "mito"
en el reino de la ficción y de la fábula. Vale la pena recordar que por breves períodos y en algunos
territorios, el mito de una liberación Inca se convirtió en verdad vivida.
S\J

En los recientes esfuerzos para discernir con mayor rigor las bases sociales y
económicas de la insurrección, se ha perdido, sin embargo, una apreciación de la
amplitud de la crisis y sus causas subyacentes. Hemos restringido demasiado
nuestro foco de atención. Es tiempo de reincorporar la visión más panorámica de
investigadores como Valcárcel, Lewin y Rowe, sin sacrificar nuestra búsqueda de
un entendimiento más preciso del tiempo, geografía, casualidad, liderazgo,
contradicciones internas y demás. (Un libro pionero en esta dirección csO'Phelan
1985). El colapso de la autoridad colonial española sobre indios y castas pobres
-manifiesto en el desafío explícito y violento a la autoridad hasta entonces
aceptada, y en el surgimiento de nuevas ideologías que avisoraban un orden
social transformado- fue aún más grave de lo que admitimos. Su alcance territo­
rial incluía la sierra nortedel Perú tantocom oel territorio sureño que se convirtió
en campo de batalla insurreccional. La crisis de autoridad incluyó distritos de la
estratégica sierra central -Huarochirí, Tarma y Jauja- en las alturas de Lima, la
capital, y que constituían un pasaje principal entre el norte y el sur. Por último,
el despunte de una urgente amenaza insurrecional se remontó por lo menos hasta
la década de 1740-9, y abarcó cuarenta añoso más antes de su supresión definitiva.
Por cierto, detalles de tiempo, intensidad, capacidad organizativa y similares
variaron de región a región, y estas variaciones regionales influyeron en el
resultado de la crisis insurreccional. Pero ésta fue una crisis de gobierno cuyas
proporciones la aproximaron a aquella que destruyó la autoridad colonial
francesa en Haití. La gravedad y la escala de la crisis son tanto más soprendentes
si se consideran las diferencias en geografía y medio físico, repertorio de instru­
mentos de control social (cooptación y clientelaje, represión, contrainteligencia,
etc.), densidad demográfica y composición étnico-racial, experiencia colonial y
política metropolitana, que dieron a los gobernantes coloniales españoles una
gran ventaja sobre su contraparte francesa3940.
Conforme indagamos por explicaciones más satisfactorias de la Era de la
Insurrección Andina, tendremos que revisar no sólo nuestra cronología y geogra­
fía, sino también nuestras herramientas metodológicas. Tendremos que alejamos

39. Tal como Rowc señaló hace ya tiempo (1954: 37-40), y O'Phelan más recientemente (1985:
58-92,275-276), podría ser posible hablar de una coyuntura insurrecional inicial tan temprano como
en la década de 1730. Intentos de organización insurrecional en gran escala incluyen los esfuerzos
iniciales de Juan Santos Atahualpa en 1730-31 (AC.N 1752: 44, 47); la rebelión de Azángaro en 1737,
que fue parte de una conspiración que implicaba 17 provincias (Loayza 1942:123; Esquivel y Navía
ca. 1750: 2: 261; Rowe 1954: 39); y la conspiración de 1739 en Oruro, planificada por Juan Vélez de
Cordova, que parece haber organizado algún apoyo andino a lo largo de la costa del Pacífico si no
en el altiplano boliviano. (Beltrán 1925: 54-84; Maúrtua 1906:12 143; Fuentes 1859:3:378-580; Lewin
de rebeliones potencialmente significativas en Cochabamba y Paraguay (véase Montero 1742: .32,38-
40). Otras evidencias del fermento político y espiritual existente ya durante el virreynato de
Castelfuerte (1724-36), incluyen el caso de un indio forastero que recorría Puno como un Jesús de
Nazareth viviente -"con su cruz al hombro y corona de espinas descalzo y con su soga al cuello". El
indio ganó inmediatamente seguidores y fue saludado en procesiones conforme sus seguidores lo
llevaban por los pueblos cargado sobre sus hombros. En tres días, el corregidor local y la milicia
capturaron al "Nazareno” y lo ahorcaron. (Para el incidente completo, véase Carrió 1782: 39).
40. Esta comparación n'o intenta negar los enormes obstáculos que enfrentaron los revolucio­
narios haitianos, ni la magnitud de sus conquistas. Para un estudio apasionado y elocuente de sus
logros, véase James 1963. Sin embargo, los factores mencionados en el texto hadan más enorme, en
términos políticos y organizativos, la tarea de una revolución indígena en Perú-Bolivia.
de los enfoques mecanicistas de causalidad que explican el "por qué", "cuándo"
y "dónde" de las movilizaciones insurreccionales mayormente en términos redu­
cidles a categorías de estructura social (los forasteros de Comblit), o a grados de
saqueo económico (los índices de Col te sobre la incapacidad de los campesinos
para hacer frente a las demandas de reparto de los corregidores). Metodológica­
mente necesitamos avanzar en dos direcciones. Primero, debemos mostrar
mayor respeto por la interacción de diferentes niveles de análisis: estructural,
coyuntural y episódico (véase Braudel 1958). Es esta multiplicidad de escalas
temporales y niveles de causalidad la que puede ayudamos a entender la erosión
de la autoridad colonial, en el largo plazo, sobre un área andina bastante amplia
que incluía la mayor parte de Perú y Bolivianas variaciones de tiempo y lugar que
crearon "minicoyunturas" dentro de la coyuntura insurreccional mayor de 1742-
1782; y la transformación, en determinados momentos, de serias amenazas
insurreccionales en hechos insurreccionales, revueltas o conspiraciones aborta­
das o "no-hechos" bloqueados. Un segundo correctivo metodológico consistiría
en otorgar mayor atención a la interacción entre explotación o penurias materia­
les por un lado, y conciencia o indignación moral, por otro (véase Thompson 1971;
Scott 1976). Es la memoria moral -o m ito-d e un orden social alternativo de base
andina, una memoria cultural alimentada y sostenida por las poblaciones andi­
nas durante un período más temprano de "adaptación en resistencia" a la
autoridad colonial (véase Huertas 1981, Flores Gal indo 1986;Stern 1982:187-193,
esp. 188), la que explica en parte por qué el saqueo económico no condujo sólo a
revueltas locales, ni siquiera a conspiraciones insurreccionales bajo banderas
milenaristas hispano-cristianas, sino más bien a soñar en una gran transforma­
ción bajo auspicios nativistas o neo-incas.
Nuestra metodología revisada no implica que las variaciones regionales no
sean dignas de investigación, o que el método espacial del cual Cornblit y Golte
son pioneros tenga poco que ofrecer. Si searticula el análisisespacial comparativo
con una base de datos mejor desarrollada y una metodología menos mccanicista,
puede rendir resultados verdaderamente estimulantes. El detallado microanáli-
sis de distritos ubicados dentro de provincias insurrectas, por ejemplo, podría
clarificar aspectos de liderazgos, composición social, interés económico y simila­
res que hicieron que, una vez en marcha la insurrección, un distrito se inclinara
por los insurrectos o por los realistas. (Véase Mórncr y Trelles, capítulo 3 en este
volumen). De modo similar, si regresamos al nivel macro, las particularidades de
las diferentes regiones introducirán sin lugar a dudas importantes matices en la
historia más amplia de la insurrección andina. En el caso de Tarma-Jauja, por
ejemplo, sospecho que la presión sobre la tierra, una creciente población de
"mestizos aindiados", y la fluidez de los linderos raciales en la cultura plebeya de
los campamentos mineros de Tarma y de las aldeas indio-mestizas de Jauja,
adquirían mayor importancia en la discusión de las causas y la cultura política de
la rebelión, que en Cusco-Puno41. El reconocimiento de tales variaciones ilumina­

41. Por "mestizos aindiados" quiero decir los mestizos cuya lengua (muchos sólo hablaban
quechua) y cuyas relaciones sociales en el campo los volvían virtualmente indistinguibles de los
"indios", a pesar de su privilegiado status tributario como "mestizos". (Sobre la población colonial
STF.VF. STF.RN

ría sin duda importantes aspectos de la crisis insurreccional,aún si se cree-com o


y o - que tendencias comunes subyacentes erosionaron la autoridad colonial en
ambas regiones, y crearon una coyuntura insurrccional mucho antes de la década
de 1770.
Mi propia hipótesis, sujeta por cierto a verificación y revisión conforme se
desarrolla la investigación histórica, es que hacia la década de 1730, la cambiante
economía política de la explotación mercantil había socavado las anteriores
estrategias y relaciones del gobierno colonial y de la resistencia andina, virtual­
mente a todo lo largo de la sierra peruana y boliviana. Las cambiantes relaciones
de explotación mercantil amenazaban directamente la continuidad de la autori­
dad política colonial y su legitimidad más bien frágil y parcial entre el campesi­
nado andino. Durante el anterior período de expansión comercial y prosperidad
hacia fines del S. XV1y principios del S. XVII, los corregidores, jueces y sacerdotes
podían acceder más fácilmente a las presiones indígenas para transformarlos en
figuras de autoridad "mediadoras", parcialmente "cooptables". Los diversos
caminos hacia la prosperidad comercial que se abrían ante los empresarios
aristócratas y funcionarios coloniales, divididos por sus propias rivalidades
internas, permitieron a los indios un cierto "espacio institucional" para manipu­
lar, doblegar o sobornar a las autoridades y a los intermediarios coloniales para
beneficio parcial de los propios indígenas. (Para un cuadro más completo de las
bases históricas y materiales de tal patrón, las formas de "resistencia cotidiana"
que éste hizo posible y los lími tes de tal "resistencia", véase Stcrn 1982:89-102,114-
137; véase también Stcrn, 1983). A la larga estos patrones facilitaron el surgimien­
to de pactos clientelistas paternalistas [paternal quid pro quos] que permitieron una
significativa resistencia y autoprotección indígena frente a algunas de las peores
depredaciones, pero dejaron al mismo tiempo intacta la estructura de explotación
y autoridad colonial formal. En la práctica, tales pactos entre patrones o interme­
diarios coloniales y clientes indígenas proporcionaron probablemente un espacio
creciente para la autoprotección andina conforme transcurría el tiempo y se des­
madejaban el éxito y la eficacia anteriores del sistema colonial. Hacia mediados
del S.XVII, el modelo Augsburgo de gobierno colonial y prosperidad, perfeccio­
nado por el virrey Francisco deToledo (1569-1581) había entrado en profunda de­
cadencia y revisión (Stcrn 1982: 114-132, 138-157, 189-192; Colé 1983; Larson

tardía en el Perú, y el carácter desproporcionadamente "mestizo" de la sierra central, véase Vollmer


1967; Browning y Robinson 1976; Celestino 1981: 11-12). En mis propias investigaciones, encontré
mestizos que necesitaban intérpretes españoles, fui impactado por el temor aparentemente justifi­
cado de las autoridades al hecho de que Juan Santos pudiera contar con seguidores mestizos tanto
como indios, y resulté igualmente impresionado por la evidente buena voluntad e incluso simpatía
(AGN1752; esp. 12r) deAuqui, Ibarra y Lamberto hacia los acompañantes mestizos que los llevarían
a su captura y ejecución. Un conjunto de fenómenos tornaban borrosas las fronteras y las distancias
sodales: la preponderancia de inmigración mestiza al valle del Mantaro, la migración indígena a
trabajar en los campamentos mineros de Tarma y (en menos medida) Jauja (Haénke 1901: 90), el
arrieraje indígena y la movilidad vinculada al comercio; los cambios individuales de la categoría
"indio" a la categoría "mestizo" para escapar al tributo y a la mita. En la cultura relativamente "chola"
de plebeyos y campesinos de Tarma-Jauja, especialmente en los campamentos mineros y en el valle
del Mantaro, los indígenas aparecían más "mestizos" que en otras partes, y los mestizos, más "indios".
Para un caso similar, véase la sugerente discusión de Larson sobre el cambio de "indio” a "mestizo"
en las postrimerías de la Colonia en Cochabamba (1983: 173-81).
LA RRA DI' LA INSURRECCION 93

1979). La propia habilidad de los indígenas para "cooptar" parcialmente figuras


paternalistas de au toridad y para convertir tales "cooptaciones" en una importan­
te estrategia de resistencia y autoprotccción, pueden también ayudar a explicar
la tendencia de los campesinos a mirar al rey de España como el "protector" último
y definitivo, situado por encima o fuera del sistema local americano (véase Stern
1982:135-137; Szeminski, cap. 6 en este volumen; para una perspectiva compara­
da, véase Phelan 1978; Taylor 1979).
Sin embargo, hacia principios del S.XVIII los esfuerzos decididos de la
Corona y de la burguesía comercial limeña para incrementar la eficacia de la
explotación mercantil, en vista del estancamiento de los mercados en la América
andina y de la debilidad de España como competidor imperial, habían destruido
en la práctica el patrón anterior. Después de la "reforma" de 1678 que transformó
sus cargos en aventuras especulativas subastadas en España al mejor postor, los
corregidores se encontraban abrumados por enormes deudas al comenzar sus
períodos de cinco años en el cargo. Además, enfrentaban ahora una economía
comercial más bien estancada cuyos mercados internos se expandían principal­
mente por la fuerza. Las presiones combinadas de las deudas y del estancamiento
comercial transformaron a los corregidores en despiadados explotadores unidi­
mensionales de las tierras y el trabajo indígena a través del reparto de mercancías,
es decir, la distribución forzada de bienes no deseados a precios recargados. El
estado colonial español -aliado a la burguesía comercial limeña, empeñado en
lograr un sistema imperial más eficiente, vitalmente interesado en los ingresos
provenientes de la venta de los cargos de corregidor al mejor postor y de la
imposición tributaria a una economía comercial que se expandía por la fuerza-
no contemplaría seriamente la posibilidad de reformar la nueva estructura de
explotación mercantil hasta las crisis políticas de las décadas de 1750 y 1770. En
realidad, el estado colonial había tornado la situación política de los corregidores
todavía más volátil a través de sus considerables esfuerzos, especialmente
durante los virreyes Palata (1686-1689) y Castelfuerte (1724-1736), para expandir
la recolección de tributos, poner al día las cuentas censales y revitalizar la mita,
institución por la cual las comunidades campesinas enviaban rotativamente
trabajadores a las minas y otras empresas coloniales, o pagaban en efectivo para
contratar sustitutos (véase Sánchez-Albornoz 1978: 69-91; Colé 1985: 105-115;
O'Phelan 1985; 58-86).
En estas circunstancias y ante una creciente población indígena necesitada de
más tierras y recursos productivos, se derrumbaron los pactos clientelistas, las
estrategias de resistencia nativa y las frágiles legitimidades coloniales anteriores.
Los corregidores se volvieron blancos especialmente predilectos de la ira popu­
lar. (Para evidencias de una crisis naciente en las relaciones corregidor-campesi­
no bastante ardes del período 1754-1780 relievado por Golte, véase Fuentes 1859:
3: 139-140, 277-178; Moreno 1977: 171, 227-228 [incl. n. 1531, 236-237). Pero las
nuevas presiones económicas sobre los corregidores colocaron a todos los
miembros de los grupos de poder local bajo nuevas tensiones que restringían las
posibilidades de su "cooptación" parcial por los indígenas, y elevaban los riesgos
políticos de tales acomodos. Aunque la investigación sobre las actividades
sociales y políticas de los sacerdotes está todavía en su infancia, las nuevas
circunstancias del S.XVIII agudizaron probablemente las rivalidades latentes
entre curas y corregidores, forzaron a algunos sacerdotes a recurrir a nuevos
cobros y reclamos de tierras provocadores para asegurar sus propios ingresos y
por lo general erosionaron la habilidad de los curas para jugar papeles significa­
tivos como mediadores sin desafiar directamente la autoridad de los corregido­
res (veáse O'Phelan 1985: 53-260 passim; Golte 1980:164-171; cf. Hünefeldt 1983;
Cahill 1984). En la mayoría de casos, los sacerdotes trataron probablemente de
evitar situaciones extremas y peligrosas, pero el caldero político a veces rebosaba
y convertía a algunos sacerdotes en aliados comprensivos e incluso instigadores
y a otros, como en Jauja en 1781, en blancos de la rebelión (véase especialmente
O Thclan 1985:53-160 passim). La crisis política también afectó profundamente la
habilidad de los curacas andinos para defender su propia legitimidad como
"brokers" (intermediarios) entre los campesinos y el régimen colonial (véase
Larson 1979).
Investigaciones futuras pueden encontrar equivocada o insuficiente esta
hipótesis y en todo caso, sería necesario complementarla con una explicación del
surgimiento de "utopías insurreccionales" neo-incas conforme la autoridad y la
legitimidad colonial entraban en crisis (véase, al respecto, Burga 1988). Pero sea
como fuere que expliquemos la Era de la Insurrección Andina, la severidad,
alcance y componentes ideológicos de la crisis insurreccional levantarán impor­
tantes interrogantes a través del tiempo y el espacio. Colocados en un marco
comparativo hispanoamericano, los contrastes con Ecuador y México son nota­
bles. A pesar de importantes revueltas en Ecuador (Moreno 1976; Bonilla 1977),
un mito Inca benévolo no logró convertirse en poderosa fuerza política. ¿Qué
explica el carácter contrastante delasrevueltasy de la cultura política en Ecuador
y Perú-Bolivia? Las investigaciones de William B. Taylor (1979) sobre las rebelio­
nes campesinas en México, subrayan nuevamente la particularidad de Perú-
Boli via. En el corazón indígena de México los campesinos se rebelaron repetida­
mente en el S.XVIII, pero en la mayoría de los casos las rebeliones resultaban ex­
tremadamente controlables. Los disturbios, aunque significativos para reparar
agravios locales, implicaban poco peligro para el orden social más amplio. Temas
ideológicos neo-aztecas, cuando se dieron, se fundían dentro de la ideología pro-
tonacional criolla que comenzaba a emerger en el S.XVIII (Phelan 1960; Lafaye
1976). En Perú-Boli via, por contraste, las tensiones y la violencia local parecían re­
petidamente amenazar con posibles insurrccioncs que enarbolaran las banderas
de una gloria andina perdida y pronta a ser restaurada. La ideología protonacio-
nal criolla, lejos de subsumir los motivos neo-incas, se encontró en peligrosa com­
petencia con ideologías protonacionalcs más "nativistas". Otra vez, ¿qué explica
el carácter contrastante de la revueltas y la cultura política en México y Pcrú-
Bolivia?42

42. En sus comentarios a la conferencia en la cual se basa este libro, Friedrich Katz propuso una
prometedora línea de análisis comparativo, demasiado compleja para reproducirla enteramente
aquí. Dos puntos claves merecen mención en este contexto, aunque los lectores deben estar
advertidos de que su comentario no puede ser "reducido" sólo a estos dos puntos. Primero: México
experimentó un boom económico en el período colonia] tardío, y esto permitió reposar más en formas
indirectas de extracción de excedente, basadas en mecanismos mercantiles cuyas implicaciones
políticas diferían grandemente del énfasis puesto en Perú en los impuestos directos tales como
tributos, distribución forzada de mercancías y derechos forzados sobre la fuerza de trabajo. Segundo:
en su evolución, la memoria de las tradiciones Inca y Azteca tomó trayectorias radicalmente
I.A I.K A U t L A ll\IS L¡K K ]:.L -L .IU N

Una voz que reconocemos las particularidades de la cultura política de los


campesinos andinos del S.XVIII, encontramos nuevas repercusiones a través del
tiempo. En el período colonial tardío, los campesinos de Perú-Bolivia no vivían,
luchaban o pensaban en términos que los aislaran de una emergente "cuestión
nacional". Por el contrario, símbolos protonacionales tuvieron gran importancia
en la vida de campesinos y pequeños propietarios. Sin embargo, estos símbolos
no se hallaban vinculados a un nacionalismo criollo emergente, sino a nociones
de un orden social andino o incásico. Los campesinos andinos se veían a sí
mismos como parte de una cultura protonacional más amplia, y buscaban su
liberación en términos que, lejos de aislarlos de un Estado unificador, los
vincularía a un Estado nuevo y más justo. El mito de Castclli como Inca liberador,
surgido en la misma región andina que también parece haber apoyado a bandas
guerrilleras patriotas más "criollas" durante las guerras de la independencia
(Rivera 1958; Mallon 1983: 49-51), debería forzamos a ver con escepticismo la
aplicación de presunciones sobre el "provincialismo" campesino y el localismo
"antinacional" para el caso de las poblaciones andinas. Que en el S.XIX la mayoría
de las poblaciones andinas nativas fueran campesinas no les impedía necesaria­
mente considerar sus destinos en relación a una identidad y a un proyecto
nacionales (véanse los capítulos 9 y 10 por Mallon y Platt en este volumen;
también Platt 1982). Las verdaderas interrogantes son cómo y en qué medida,
nociones andinas de nacionalidad cedieron paso a versiones más criollas en el
S.XIX yen qué medida el eventual surgimiento de la nacionalidad criolla excluyó
de tal forma a las poblaciones andinas de una "ciudadanía" significativa (es decir,
parcialmente interesada), que las forzó a una postura "antinacional".
Pero nos hemos adelantado más allá de los marcos de nuestra historia. Las
últimas palabras pertenecen a un compositor anónimo cajamarquino del S.XVIII.
Atado a un ritmo regional de vida y rebelión tan aparentemente desconectado de
las guerras insurreccionales que asolaban el sur, nuestro compositor fue sin
embargo atraído -a raíz de las noticias de la muerte de Túpac Amaru II en 1781
(véase Espinosa 1981: 193)- a los cercanos baños termales, que alguna vez
ofrecieron esparcimiento a los visitantes Incas y que hoy constituye atracción
turística. Allí, nuestro compositor pudo meditar sobre el profundo sentimiento
de pérdida (CD1P 1971-75: II, 3: 916-917):

(canción)

"De los baños donde estuve


luego vine a tu llamada
sintiendo yo tu venida
confuso de tu llegada."

diferentes en las dos regiones culturales"y efectivamente impidió el surgimiento de una ideología
insurreccional popular neo-azteca. En los Andes, por ejemplo, sería difícil encontrar, como en el
centro de México, tradiciones orales que registran hambrunas bajo la férula de los emperadores
nativos. Sobre la historia de las utopías neo-incas, véase el excelente ensayo de Flores Galindo 1986.
96 STI-VI-. STt'RN

DOCUMENTACION CITADA
A rchivos Referidos

ACI (Comisión Nacional del Bicentcnario de la Rebelión Emancipadora deTúpac Amaru)


1982 Actas Coloquio Internacional "Túpac. Amaru y su Tiempo". Lima.
AGN (Archivo General de la Nación, Lima, Perú)
1752 "Causa seguida contra Julián Auqui, Blas y Casimiro Lamberto... por
traidores a la Corona..." Sección Real Audiencia, Causas Criminales, Leg.
15, C. 159.
1753 "Causa seguida contra D. Miguel Luis de Cabrera 'por el atroz delito de ser
convocante, explorador y espía del indio rebelde... de Tarma."’ Sección
Real Audiencia, Causas Criminales, Leg. 16, 0 7 4 .
1756 "Causa seguida contra José Campos, vecino de La Concepción... por
espía...." Sección Real Audiencia, Causas Criminales, Leg. 18, C. 198.
1780 "Causa seguida contra Paulino Rcinoso por'motor de los tumultos habidos
en el Pueblo de Chongos...."’ Sección Real Audiencia, Causas Criminales,
Leg. 47, C, 544.
1781 "Autos criminales que siguió Dn. Pedro Nolasco de Ilzarbe, Justicia Ma­
yor.... de Jauja, contra Dn. Nicolás Dávila,... contra su madre Dña. Josefa
Astocuri...." Sección Derecho Indígena, Leg. 17, C. 397.
BNP (Biblioteca Nacional del Perú, Sala de Investigaciones, Lima)
1780 "Expediente... sobre los sucesos ocurridos en las Cajas Reales... de Pasco...."
Ms. C 394.
1783 'Testimonio de las certificaciones de los méritos al real servicio... del Crnel.
Dn. Tomás Fernández de Segura Cóndor Quispe..." Ms. C 2859.
3
Un intento de calibrar las actitudes hacia la Rebelión
en el Cusco durante la acción de Túpac Amaru*

M acnus M órnf.r y E fraín T relles


Instituto de Estudios Latinoamericanos Estocolmo
P.U.C.P.

I. Introducción

ada gs m á s n a t u r a l a l ANAU7.AR l o s o r í g e n e s d e u n a r e b e l i ó n r u r a l q u e
comparar las estructuras y coyunturas espaciales con la conducta de los
respectivos habitantes. Cabe preguntarse si habrá correlación entre ciertas ca­
racterísticas de las unidades espaciales y las posturas de sus pobladores con
respecto a la rebelión o cualquier otra actitud o postura que se quiera estudiar.
Así lo hizo, para tomar un solo ejemplo, el historiador sociólogo Charles Tilly
al analizar los orígenes de la contra rebelión de Vendée en 1793 (Tilly 1976).
Con respecto a la rebelión de Túpac Amaru que aquí nos ocupa, algo similar
fue hecho por el antropólogo-historiador Jürgen Golte en su libro (1980) sobre
repartos y rebeliones. Al igual que lo hiciera uno de nosotros (Mórner) en un
estudio autcúor (1978), Golte uo usó s\wo cifras cu el uivel gcueral de proviu­
das, medida en extremo gruesa para medir las variaciones y correlacionar las
actitudes de una población radicada en un ambiente caracterizado por una ex­
trema heterogeneidad ecológica y topográfica. Bajo estas circunstancias, a
algunos historiadores les ha parecido fácil rechazar la utilidad o viabilidad del
enfoque analítico espacial, en base a unos cuantos datos empíricos opuestos1.
El presente estudio es un intento de demostrar, en efecto, la importancia del
enfoque análitico espacial. Pero esto supone dos condiciones fundamentales.
En primer término, es necesario poseer datos empíricos valederos en niveles
espaciales más cercanos a las colectividades humanas que tomaron decisiones
cruciales durante la rebelión. En segundo lugar es preciso emplear métodos.
Además habrá que evitar conclusiones precipitadas acerca de la causalidad de
la rebelión, fenómeno siempre sumamente complejo. Más bien se trata de
probar y quizá, a raíz del análisis realizado, rechazar hipótesis y generalizacio-

(’) Esta versión ha sido tomada de la revista Histórica, Vol. X N° 1 (Lima: PUCP, julio de
1986), con permiso de sus editores. El lector podrá encontrar allí una serie de cuadros y mapas
que no han sido incluidos en la presente edición.
1. Por ejemplo Steve Stern, en artículo publicado en esta edición, hace una revisión del
alcance de la rebelión de Juan Sántos Atahualpa que pone en duda los aspectos geográficos y
cronológicos con los cuales la historiografía reciente se ha aproximado al estudio de las rebelio­
nes andinas.
ncs de aceptación anterior, hechas sobre bases menos sólidas. Por otra parte,
la mayor utilidad del enfoque referido tiende a ser precisamente la formula­
ción de nuevos problemas e interrogantes, antes que la contestación de anti­
guas preguntas. En nuestro parecer esto no es una desventaja, sino lo contra­
rio. La búsqueda por resolver problemas del pasado va procediendo, paso a
paso, con la ayuda de enfoques metodológicos diversos, y pocas veces se
encuentran contestaciones claras y definitivas a los interrogantes originales.
Por el cóntrario, la búsqueda se desenvuelve en un proceso gradual de enten­
dimiento y esclarecimiento sobre el problema en cuestión. Será entonces
completamente natural, si el planteamiento del problema en términos cuanti­
tativos traerá por consecuencia el replanteamiento del problema, de manera
novedosa, en términos cualitativos por entero distintos.
En el libro sobre el perfil de la sociedad rural del Cusco a fines de la
colonia uno de nosotros (Mórner 1978), presentó un análisis basado en dos
fuentes seriadas. Una de ellas, el censo tomado por los párrocos cusqueños por
orden del Obispo Manuel Mollinedo y Angulo en los años 1689 y 1690, era por
aquel entonces desconocida por los historiadores. La otra era el censo tomado
por los subdelegados de partidos por órdenes del Intendente Benito de la
Mata Linares en 1786, conocido por ser más verídico, en lo que al Cusco se
refiere, que al censo virreinal de 1792. Al igual que el censo de 1689-90, el de
1786 abarca todas las doctrinas rurales de la diócesis del Cusco, incluyendo
anexos. En "El perfil" se incluyó un capítulo sobre la rebelión de Túpac Amana,
pero la ausencia de datos pormenorizados sobre la rebelión en el nivel local
determinó que sólo fuera posible hacer un análisis en el nivel poco satisfacto­
rio de provincia-partido. No obstante bastó para poner en duda una hipótesis
hecha por el sociólogo argentino Oscar Cornblit que había presumido, en base
a datos alto-peruanos, una correlación positiva entre un alto porcentaje de
forasteros y propensión a la rebelión en los años 1780 (Cornblit 1970).
En cambio se pudo constatar que la provincia de Canas y Canchis, cuna
indudable de la rebelión tupacamarista, retenía el porcentaje más bajo de indios
forasteros en todas las diez provincias rurales cuzqueñas.
En el año 1983, los dos autores del presente estudio nos encontramos en
la Universidad de Texas y fue entonces que surgió la idea de realizar un
trabajo común, con la misma problemática, pero en base a un estudio sistemá­
tico de todas las fuentes impresas disponibles sobre la rebelión en el nivel local
y de un análisis cuantitativo más sofisticado. Con respecto a los datos socio­
económicos se decidió hacer una distinción entre las doctrinas y los anexos
que en ocasiones estaban sujetos a éstas, distinción que no se había aprovecha­
do en "El perfil". La colaboración tuvo que realizarse por correo por encon­
trarse Mórner en Suecia y Trelles en la Universidad de Texas en Austin. Fue
ahí que este último llevó a cabo toda la obra de programación y computación
requerida2. Nos complacemos en expresar nuestro mayor reconocimiento y
gratitud al Departamento de Historia de dicha Universidad por las facilidades
recibidas en esta conexión. También agradecemos la ayuda prestada por el

2. Incluso con respecto a la revisión de la documentación impresa, la contribución de Mórner


ha sido la menor, debido a facilidades bibliográficas inferiores. Del artículo, Mórner redactó la
introducción y los comentarios IX y X. El resto se debe a Trelles.
ACTITL'DLS I [AC IA LA Rl .Bl-.l ION' 99

Instituto de Estudios Iberoamericanos de Estocolmo, Suecia, en cuyo progra­


ma de investigación sobre la historia agraria del Cusco se ubica, en cierta
medida nuestro proyecto.

II. Los datos y su manejo


Expresado en términos sencillos, el propósito del presente estudio es
averiguar si la configuración social y económica local de los centros poblados
del Cusco afectó de modo visible y significativo las actitudes políticas y mili­
tares de sus habitantes. Los términos de la correlación son dos. Por un lado,
una serie de variables relativas a la estructura socio-económica de la región del
Cusco en el nivel local de 1689-1690 y 1786. Por el otro, y siempre en el mismo
nivel local las actitudes asumidas a favor o en contra de la rebelión tupama-
rista. En la codificación de los datos se observó las reglas del Statistical Pac-
kage for the Social Science (SPSS). Al asignar números a las observaciones de
los curas de 1690 y de los subdelegados de 1786, se tuvo especial cuidado en
mantener homogeneidad en el tratamiento de situaciones complejas. También
se quiso distinguir los casos en que la ausencia de una observación positiva
(una hacienda o un obraje, la presencia de forasteros, etc.) signficaba la no
existencia del fenómeno en cuestión, de aquellas situaciones en que la ausen­
cia de una observación positiva era una consecuencia de la falta de datos. En
otros términos: no es lo mismo decir "no hay" que decir "no sé si hay". Por
último, un aspecto central de la codificación fue la incorporación al sistema de
la distinción entre partidos, anexos y doctrinas de manera suficientemente
dúctil como para que llegado el momento se pudiera leer los datos de diversas
maneras: a nivel de partido, a nivel de doctrina solamente, a nivel de anexo
solamente, a nivel de doctrina con sus anexos subordinados, a nivel de centros
poblados. El resultado práctico fue un paquete de información con 226 casos
observados y 73 variables registradas por cada caso.

III. Los criterios de los modelos


Planteadas las cosas de esta manera, la estrategia del presente ejercicio im­
plicaba extraer del universo muestras para ser estudiadas más en detalle. Ló­
gicamente, si en la selección de muestras se usaba como elemento discrimina­
torio el apoyo sostenido o la oposición sostenida a la rebelión iniciada en Tin­
ta, la comparación de los valores de cada variable en las diferentes muestras
podría llevar a conclusiones más amplias sobre las motivaciones no evidentes
de las divergentes actitudes asumidas por los pueblos y curacas del Cusco du­
rante la rebelión. En lo que sigue, en lugar de muestra usaremos el término
modelo. La razón es que esas "muestras" no han sido elegidas al azar sino si­
guiendo un criterio particular, siguiendo un modelo previamente establecido.
En el proceso de determinar aquellos criterios con arreglo a los cuales se
establecerían nuestros modelos, intentamos una serie de alternativas que fue
preciso abandonar, al menos, momentáneamente. Un modelo en base a
densidad de violencia, por ejemplo, fue dejado de lado pues se hizo evidente
que, una vez empezada la rebelión, la concentración de violencia tiende cada
vez a tener menos relación, con condiciones socio-económicas preexistentes, y
se subordina más a la inmediata y cotidiana táctica bélica. Tampoco fue posible
mantener un modelo basado en el mayor o menor tiempo (en relación al
estallido de Tinta) que tomó cada pueblo en rebelarse y otro (como contrapar­
tida) basado en el m ayor o menor tiempo (en relación a la ejecución de Túpac
Amaru) que tomó cada pueblo en pacificarse. Más que por consideraciones
conceptuales, este modelo fue abandonado por limitaciones heurísticas. En las
fuentes impresas solamente encontramos opiniones individuales o generaliza­
ciones de contemporáneos que no bastan para establecer el aspecto temporal
de la rebelión.
Nos han quedado, en esta etapa de la investigación dos modelos: uno
(modelo A) basado en la actitud del liderazgo indígena y otro (modelo C)
apoyado en la actitud de las comunidades indígenas durante la rebelión. Como
se podrá comprender, cada modelo tiene dos variantes. El modelo A tiene por
variantes "liderazgo rebelde" (A+) y "liderazgo leal" (A-). Consecuentemente,
las variantes del modelo son "comunidad rebelde" (C+) y "com unidad leal"
(C- ). El procedimiento empleado para determinar qué casos pertenecían a
qué m odelos fue la lectura de las colecciones documentales y el registro de
aquellas observaciones en las que un curaca, o un grupo de curacas, o una
comunidad aparecieran claramente actuando a favor o en contra de la rebe­
lión. Se debe tener en mente que los curacas eran mucho más numerosos que
los pueblos o entidades tratadas por nosotros. En 1754 había en el Cusco un
total de 502 curacas. La densidad variaba desde el 0.0% del total indígena
varonil en Urubamba y Quispicanchis hasta el 1.4 en Canas y Canchis y el 1.7
de Aymaraes. Empero, hubo entre ellos una jerarquía (ver más adelante el
tratamiento de hanan y hurín) y parece factible, por lo general, distinguir al
curaca principal (Vollmer 1967: 284; Golte 1980: 153-164). Acabada la recolec­
ción inicial de datos, fue preciso establecer una selección de acuerdo a la
naturaleza de cada fuente y a la usual compulsa entre testimonios. No alber­
gamos excesivas ilusiones con respecto a la documentación impresa, pues por
necesidad presenta vacíos e informaciones deficientes. No obstante, juzgamos
que es suficientemente abundante y significativa como para permitir las
conclusiones extraídas en base a nuestro análisis cuantitativo.

IV. El tratamiento de las fuentes

En la recolección de datos sobre las actitudes indígenas durante la rebelión


no se desestim ó ninguna fuente impresa. Los tomos sobre la rebelión en la
Colección del Sesquicentenario de la Independencia del Perú (CDIP 1971-1975)
fueron consultados completamente. La posterior Colección del Bicentenario de
la Revolución Emancipadora de Túpac Amaru (CDB 1982) ha servido -en
aquellas porciones que no duplican la colección inicial- como un excelente
medio de control en la fase de selección. En la selección de casos que finalmen­
te serían parte de los modelos, fue preciso establecer una jerarquía de fuentes.
Así tenemos en orden más o menos decreciente de confianza, lo siguiente:
a. Informes secretos de los rebeldes
b. Informes secretos de las autoridades
c. Informe relacionado del cabildo
H Oríininnos; inHivirlupilps
ACTITUDES HACIA LA RI'.BLl.lOX 1 01

En la confección de modelos, decidimos usar dos tipos de evidencia: sólida


y tangencial. En términos generales, referencias de tipo a ó b fueron conside­
rados evidencia sólida salvo que hubiera una fuente de rango menor que la
contradiga, en cuyo caso pasaría a ser considerada evidencia tangencial. Infor­
mación procedente de fuentes de tipo c ó d fue considerada sólida solamente
en los casos en que fuera refrendada por algún otro tipo de referencia proce­
dente del mismo grupo de fuentes o de otro grupo superior. En caso contrario,
sería considerada evidencia tangencial. En el proceso de evaluación de eviden­
cias, convinimos en trabajar inicialmente solamente con información sólida y
manteniendo en lo posible la subordinación de anexos a doctrinas. Esto daría
lugar a la confección de un listado inicial de modelos, que llamaremos modelos
restringidos. Una vez que se vieran ciertos fenómenos comparativos sería posible,
como se verá más adelante, ampliar los modelos a fin de dar el mismo peso
a doctrinas y anexos, o incluir casos conflictivos. Pero en un comienzo fue
preciso ser estricto en los criterios de admisión y mantener lo más cerca posible
la vinculación de doctrinas con anexos.
Además de seguir de cerca una jerarquía de fuentes, fue preciso tener la
seguridad de que la distribución de fuentes a lo largo de los modelos y sus
variantes estuviese dentro de límites tolerables. Para efectos de esta verifica­
ción se observó cada registro inicial y se agrupó los registros de acuerdo a los
modelos. Los resultados pueden verse en el Cuadro I. Al grupo de fuentes
presentado líneas atrás se añadieron los artículos de Scarlctt OThelan Godoy
y el libro de Boleslao Lewin (O'Phclan 1979, Lewin 1957). Existen muchas
otras publicaciones sobre el asunto, pero tienden a basarse en información
contenida en las colecciones documentales, o en su defecto traen material
solamente válido al nivel general, sin especificar doctrinas o anexos.
El resultado demuestra un tratamiento no sesgado de las fuentes. En los
casos extremos, la altísima correlación entre el tipo de fuentes y la naturaleza
y dirección del modelo justifican la observación. En otros términos, resulta
comprensible que al momento de determinar cuáles fueron las comunidades
rebeldes (C+ ) nos hayamos apoyado extensamente en informes de los rebel­
des, por citar un ejemplo notable. Antes de presentar el listado de los modelos
restringidos, es preciso explicar qué tratamiento se dio a los casos conflictivos.

V, El tratamiento de los casos conflictivos


A continuación presentamos los casos controvertidos. Se trata de lugares
de probada filiación tupamarista que aparecen alguna vez mencionados como
leales y viceversa. También hay casos que figuran registrados en ambos bandos
más de una vez. Asimismo, tenemos casos de conflicto cuando una doctrina
sigue un rumbo diferente al de uno de sus anexos, o cuando la comunidad y
el curaca principal se hallan de pronto en distintas orillas de la rebelión.
Presentaremos cada caso, su contexto y la conclusión a que llegamos con
respecto a su tratamiento futuro.
1. Los casos de P om acanchis, A com ayo, C om bapata y Checacupe
Se conocen las referencias de A+ y C+ para esos lugares. Sin embargo,
Tomas Guaca informaba el 15 de diciembre de 1780 en Carta a Micaela Bas­
tidas escrita desde Pomacanche:
102 MORNRR/TRI-U.KS

"Aquí tenemos muy pocos y todos en contra, y hallamos con ninguna


prevención de avíos de comer, y no hay quien de esta providencia y en
Acomayo dan los caciques bastante de comer y todos van al partido de la
otra banda (Pilpinto?). Asi mi señora vea..." (CDIP 1971-75: II, 2: 256).

Ese mismo día, Marcos de la Torre le pidió a Micaela "que venga un


capitán que sea de hígado racional para gobernar a estos pueblos de Acomayo,
porque son peores que bestias herradas, por los que esperamos toda provi­
sión..." (CDIP 1971-75: 11, 2: 256). En el juicio a Túpac Amaru, Manuel de
Roque anunció que el líder rebelde escribía "a don Gregorio Yepez, cura de
Pomacanche, dándole quejas de que no socorría aunque a veces le mandaba
el rebelde azúcar" (CDB 1982, 111: 13). Finalmente, un maestro de Pampamar-
ca, Diego Ortigoza, señaló en el juicio que Tomasa Tito Condemayta, curaca
de Acos, embargó varias piezas de plata labrada del curaca de Pomacanche
por orden de Túpac Amaru (CDB III: 15).
Un caso análogo se registró en Combapata y Checacupe, donde se encon­
tró una orden de captura de Micaela contra Francisco Sucacahua "por contra­
dictor de las órdenes de mi marido José Gabriel Túpac Amaru". También " a
los caciques de Combapata y Chccacupi, quienes igualmente pasaran al efec­
to". La orden de captura data del 10 de diciembre de 1780 y el portador debía
dirigirse a Quiquijana para empezar a hacerla efectiva.
Combapata, Checacupe, Acomayo y Pomacanchis han sido mantenidos en
A+ y C+ en los casos que se aplique, en vista que las anteriores referencias
constituyen sólo amenazas por demora de la gente en bajar hacia el Cusco,
pues no cabe duda que la gente bajó y combatió. Elementos fundamentales de
la conclusión son la posterior amistad pública entre los rebeldes y los curacas
de los pueblos nombrados y la homogeneidad de la fecha en que tuvieron
lugar las amenazas: mediados de diciembre de 1780.

2. El caso de signos opu estos dentro de una m ism a unidad

a. Quiquijana
Este caso revela las contradicciones internas de manera clara. Cuando Túpac
Amaru entró a Quiquijana, entre otras cosas buscando al corregidor Cabrera,
el curaca de la localidad —Don Antonio Solis Quivimasa, "inca natural"— lo
recibió amablemente, permitiendo que se tomen los bienes del corregidor, lo
invitó a su casa a comer bizcocho y tomar aguardiente y aún le insinuó que
se quedara a almorzar. José Gabriel agradeció pero anunció que aún le que­
daban siete provincias por recorrer. AI despedirlo, Quivimasa ofreció la ayuda
de toda su gente. Pasaron los días y Quivimasa no hizo nada. La única orden
de Túpac Amaru que fue cumplida fue la de colocar tres horcas. Pero esta
decisión, como se explicaría a su tumo, fue tomada por Quivimasa para contener
a la gente del común que estaba a punto de rebasarlo y pasarse a la rebelión
de manera más activa. Cuando las segundas intenciones de Quivimasa se
hicieron evidentes, empezaron las hostilidades hacia su persona. El "inca
natural" decidió huir de Quiquijana ante la amenaza de un linchamiento. Los
suyos lo siguieron hasta más de una legua de camino arrojándole piedras y
ACUTUDKS HACIA I.A RI-UKI.ION 1U3

gritándole insultos. No paró de correr Quivimasa hasta divisar la entrada al


Cusco. Una vez en la ciudad, contactó rápidamente las autoridades españolas
y depuso su manifestación de lo sucedido ante escribano, el 19 de noviembre
de 1780 (CDB 1982, 111: 85-88).
b. Taray Pisac
Otro caso interesante es el de Taray, anexo de Pisac. El curaca de Pisac fue
Don Bernardo Tambohuasco, prematuro pero insistente rebelde. No obstante,
bajo órdenes de Pumacahua , famoso líder leal, se hallaba un regimiento de
Taray. Una revisión global del asunto arroja luz sobre el problema del curaca
de una doctrina enfrentado al curaca de su anexo. Cuando Tambohuasco huyó
se refugió en Taray (CD1P 1971-75, 11 2: 189, 199, 220, passitn). Pero Sebastián
de Unzueta, curaca de Taray, "lo mandó amarrar y trató con aspereza" a
Tambohuasco (CD1P 1971-75 11 2: 203). Otro documento sostiene que al curaca
de Taray "lo ligó de la mano". Tambohuasco recurrió al último artilugio de
refugiarse en la iglesia, de donde fue extraído "con positiva fuerza de Unzueta
(CD1P 1971-75, 11 2. 225). Por otro lado, la participación colectiva de Taray bajo
órdenes del comandante Joaquín Valcarccl, está confirmada (CD1P 11 2: 612).
Se señala que participaron en dicha empresa punitiva 2000 indios de Tambo,
Taray, San Salvador, Lampa, Coya y demás pueblos de la quebrada de Calca.
Es interesante señalar como C+: Catea, Ocongate, punas de Quiquijana, Pitu-
marca y Sicuani. Por último, en un informe de del Valle (CD1P 1971-75, 11 3:
631) acerca de la posibilidad de confeccionar pólvora se señala que en la
hacienda de Paullu, cerca de Taray, "ay minerales de salitre..." El asunto de la
pólvora es interesante, pero lo más destacable es la referencia a la hacienda de
Paullu. Era Taray un dominio particular de la familia de Paullu Inca, el que
bajó al Cusco a capitular y se convirtió así en archienemigo de Túpac Amaru
I en el siglo XVI.
c. Langui y Layo
Este es un caso más o menos inverso. Layo era anexo de Langui y figura
en C+ en base a información de confianza. El problema es por qué no incluir
también a Langui. La razón puede parecer al final algo arbitraria, casi un
prejuicio derivado del hecho de que Túpac Amaru fuera capturado en Langui.
La mayoría de fuentes anota que fue capturado por Francisco de Santa Cruz,
otros dicen que por un tal Landaeta y no falta quien insinúa que el captor fue
una viuda de apellido Rodríguez, pero todos coinciden en que la captura tuvo
lugar en Langui. Sin embargo, esta deserción se produce en el último momen­
to. El que Túpac Amaru (pudiendo refugiarse en Tinta, como lo señala el
propio General José del Valle en su reporte de captura) decidiera huir por
Langui no revela que hasta el momento antepenúltimo esta zona era conside­
rada como zona de seguridad de los rebeldes. Quizá, pero también es probable
que Túpac Amaru haya tenido otras consideraciones tácticas, o haya temido
una celada certera en Tinta.
Una revisión detenida de las referencias a Langui arroja más luz sobre el
tema de las contradicciones internas. El 27 de noviembre de 1780, Micaela
Bastidas comunicó a Túpac Amaru que había despachado ya a los indios de
Layo y Langui (CDIP 1971 75: II, 2: 27). Tres días después, del Valle expresaba
en su manifiesto público que el corregidor de Paruro había sido herido de una
pierna en Langui (ibid, 3: 107). Pasaron los días y el 12 de diciembre de ese
mismo año, Micaela dirigió una carta subida de tono a Túpac Amaru, pidién­
dole que apresara a Andrés Gástelo, líder rebelde procedente de Tungasuca,
en vista de los excesos que éste había cometido en Langui. Según Micaela,
Castclo saqueó la casa del vecino Andrés de Santa Cruz, (capitán rebelde a la
sazón en Tungasuca), repartió sus bienes y 227 pesos de plata que tenía y aun
atrincó y maltrató a la mujer de Santa Cruz, De ahí en más, la mayoría de
referencias a Langui alude a la prisión posterior de Túpac Amaru o al inven­
tario de sus bienes. El 5 de diciembre de 1781 -u n año después de la carta de
Micaela y ocho meses después de la captura de Túpac Amaru, Diego Cristóbal
y su gente entraron a Langui donde quemaron el pueblo, "y acabaron con
todos" (ibid: 192).
d. Conclusión
Quiquijana figura como A - y como C+. Como en el análisis comparamos
A+ con A - y C+ con C -, esto es posible. En cuanto a Taray y Pisac, el primer
lugar como A - y el segundo como A+. La inclusión de Coya, Tambo y San
Salvador en C - queda pendiente de más evidencia. En cuanto a Langui, no ha
sido incluido en los modelos restringidos.

VI. Las variables del análisis


Nuestra información sobre la situación de los centros pobladores de Cusco
en el último tercio del siglo XVIII se compone de las siguientes variables:

sigla Mambís
PI786 Población indios 1786
PICHI Población indios uno (1786-1690)
SXRTI Proporción de sexos indios 1786
P0786 Población otros 1786
POCIII Población otros cambio una (1786 1690)
SXRTO Proporción de sexos otros 1786
TT786 Población total 1786
TTC1II Población total cambio una (1786-1690)
SXRTT Proporción de sexos total 1786
INDHA Indios de hacienda cantidad absoluta
INDI IAR Indios de hacienda cantidad relativa
ÍNDFR Indios forasteros cantidad absoluta
INDFRR Indios forasteros cantidad relativa
NH786 Número de haciendas en 1786
HCNM Número de hacendados nombrados
ATTD Altitud

VII. Los modelos restringidos


A continuación presentamos, en cuadros resumidos, los resultados de
nuestro análisis cuantitativo de acuerdo con los modelos restringidos, es decir,
en el nivel de doctrinas y con información considerada sólida. Primero presen­
tamos el modelo relativo a la actitud y acción de los curacas (A), luego el que
se refiere a la actitud o acción tomada por la población (C).
Comentaremos los resultados más adelante en la sección IX de este trabajo.
iM UUIV/l >

V III. Los modelos ampliados


Recuérdese que la lógica detrás de los modelos restringidos suponía un
criterio riguroso a las fuentes y el mantenimiento de la subordinación de los
anexos a las doctrinas. Antes de entrar al análisis de los cuadros II A y II C,
es preciso plantearse si las diferencias observables en la magnitud de alguna
variable (punto de partida de cualquier análisis) no son dependientes del
método empleado y adolecen de:
1. Un número de casos, y
2. Reflejan la situación predominantemente a nivel de doctrina
Para contraponer esta limitación, hemos planteado los modelos amplia­
dos. En ellos, cada centro poblado, sea Anexo o Doctrina, ha sido considerado
como un caso independiente. Este procedimiento, más la inclusión de un par
de casos conflictivos ofrece la posibilidad de repetir enteramente el cálculo y
replantear el problema a la luz de la comparación. Es imprescindible tener
presente en todo momento que nuestro trabajo tiene por norma extremar la
sofisticación en el planteamiento y tratamiento de problemas, pero al mismo
tiempo presentar todo de la manera más simple. No es buen coeficiente aquel
que no sea simple. Esto obedece a elementos técnicos vinculados a los últimos
avances en el tratamiento estadístico de material "estadísticamente no tradicio­
nal" (Diaconis y Efton 1983).
Es necesario subrayar que si bien el nuestro es un trabajo de precisión, no
nos interesan cantidades absolutas como resultado final. Nuestro problema no
es determinar cuántos indios había en el modelo A+ restringido y cuántos en
el A+ ampliado, sino determinar si con respecto a la población de indios en
1786, la relación observable que hay entre A+ y A - en el modelo restringido
es o no comparable a la que hay entre A+ y A - en el modelo ampliado. En caso
afirmativo podemos decir que las relaciones observadas ganan en confiabili­
dad. En caso negativo debemos averiguar en primer término si la diferencia
puede estar determinada solamente por el carácter del código y los métodos
de cálculo. Los cambios que no se puedan desprender de la simple estructura
de los modelos serán, a su tumo, quizás los más interesantes cuando nuestro
objetivo sea estudiar la vinculación de doctrinas y anexos. Veamos los valores
de P1786 y PICHI, es decir la cantidad de indios que había en 1786 y el cambio
que esta cantidad de indios a 1960.
Restringido Ampliado

PI786 PICHI PI786 PICHI

Sangarará 3690 2113 1003 553


Marcaconga a a 1034 553
Yananpampa a a 266 216
Acopia a a 660 4bÜ
Pueblo Nuevo a a 707 nd

Total 3690 2113 3690 2113


Si se atiende solamente a los totales, aparentemente no habría cambios
entre un modelo u otro. Pero si se repara en promedios, los denominadores de
los modelos ampliados variarían, en algunos casos, de manera considerable.
106 MORNER/TRELLES

Más adelante presentamos los cuadros correspondientes a los modelos am­


pliados con los resultados completos.

IX. Comentarios a los resultados presentados


Para empezar con el modelo A restringido (Cuadro IIA), resalta que en
promedio, las doctrinas de los curacas rebeldes eran más pequeñas que las de
los curacas leales (1064/2486) y que, ante todo, su crecimiento demográfico,
entre 1689 y Í786 era tres veces menor que en los pueblos leales. En el modelo
A ampliado (Cuadro II1A), -el cual presenta los datos sobre los anexos inde­
pendientemente de la subordinación a doctrinas- ambos fenómenos se obser­
van con mayor claridad (836/2019 y 421/ 1454 respectivamente). Como
podemos ver en los cuadros pormenorizados, de las 16 unidades con liderazgo
rebelde en las que se basa el modelo restringido, 5 eran anexos, en contraste
con una sola (Taray) de entre 13 doctrinas. De paso, conviene tener presente
que el casi estancamiento demográfico de los pueblos bajo liderazgo rebelde
afecta sobre todo a los indios (ratio 289/1209 según el modelo A ampliado).
En grado menor también es valedero en el caso de los demás elementos de
población, es decir criollo o mestizos (187/300). Resulta de mayor interés, sin
embargo, el que las unidades bajo liderazgo rebelde comprenden en promedio
un número absoluto de criollos y mestizos menor que las de su contraparte
(Modelo A ampliado: 132/297). Es una diferencia considerable (aunque menor
en el modelo A restringido). Debe haber tenido el curaca una posibilidad
mayor de obrar en un pueblo con pocos "españoles". Incluso la desviación
estándar es más baja en los pueblos de los curacas rebeldes (152) que en los
de los curacas leales (372).
Con respecto a los indios de hacienda (INDHA) y forasteros (INFRR), el
número de observaciones es muy reducido. No obstante, la tendencia no podría
ser más clara. Según el Modelo A ampliado, los pueblos de los curacas rebel­
des tenían un promedio de 156 indios de hacienda y de 38 indios forasteros
en contraste con 423 y 214 respectivamente en la banda opuesta. Es una prueba
definitiva de los equívocos de la tesis de Cornblit en lo que al Cusco se refiere.
Lógicamente, los pueblos de los curacas rebeldes también incluyen un número
absoluto total mucho menor de "haciendas", clasificadas como tales en el censo
de 1786: 54/132 según el modelo restringido. 61/135 según el ampliado.
Pasemos por fin a una medida especial, o sea, la altitud. Evidentemente tiene
algo de arbitrario en un ambiente tan accidentado, pero siempre indica la
altitud del centro poblacional, es decir ningún extremo. Como ya resulta lógico,
a la luz de la escasez de haciendas e indios de haciendas, los pueblos de los
curacas rebeldes se sitúan en tierras algo más altas que los de los leales (3555/
3331 msnm. según el modelo A restringido, 3551 /3354 msnm. según el amplia­
do).
Si pasamos al modelo C ampliado, las comunidades rebeldes son en prome­
dio algo menos grandes que las leales (750/863, desviación estándar 719 /605).
Empero, el Modelo restringido demuestra una tendencia opuesta: 2134/1341
desviación estándar 1119/647). Una explicación parcial del fenómeno po­
dría ser que en el Modelo restringido aparecen dos doctrinas rebeldes
ACTITUDES HACIA LA REBELION 107

Elevación sobre el n.del m.


Mas de
38 0 0 metros

Entre 2800
y 3800 metros

Menos de
2 8 00 metros

Limite Provincial ----------

rpurisque Camino Real — -

lUISPJ
uijana^'

9 T am bobam ba

'A BA M B V , \:
iccacupe

Li m a lam b o

CANAS
VciiUe AREA DE ESTUDIO
j j------- 1------

Adaptcd (rom Magnus Mttrner, Perfil de la wdodtad rara! del Cuzco a fines de la Colonia.
Lima: Editorial Universidad del Pacífico, 197$. p. 149.

CARTüGRAPHIC LABORA 10RV. IN IV ÍflS írv 0F WiSCONS'N'-MADJSON

Mapa 5. Cuzco en 1786.


ACTITUDES HACIA I.A REUl-I.ION 109

muy grandes, Acos y Sangarará, las cuales en el Modelo ampliado se han


separado de sus numerosos anexos. Con respecto al crecimiento demográfico
desde 1690 al 1786, las comunidades rebeldes han tenido un auge mayor cue
las leales (Modelo restringido 840/561; ampliado 437/362). ¿Cómo explicar
este contraste con los modelos A? En gran parte, al menos, se explica 'por
haber en el grupo de comunidades leales un par de doctrinas con fuerte déficit
demográfico entre las dos fechas (Andahuaylillas, Maras) que simplemente no
figuraban en ningún lado en el modelo A.
La diferencia de altitud entre comunidades rebeldes y leales es de la mis­
ma tendencia que en los Modelos A pero mucho más pronunciada: 3619/
2908 msnm. en el Modelo C restringido y 3696/3234 msnm. en el ampliado.
Debemos notar que en el Cusco, el límite entre la zona ecológica de suni y la
de quechua es de 3300 metros de altitud. Arriba se cultivan trigo, cebada,
habas y papas. En el pasado, también oca, quinua y tarwi. En cambio, el maíz
domina por completo en la zona quechua. La diferencia de unos 700-460 metros,
pues, no deja de ser significativa (Cade 1975). Por lo consiguiente tampoco
resulta extraño que la diferencia entre indios de haciendas de las comunidades
rebeldes y leales sea más nítida en los modelos C que en los modelos A. En
el restringido se notan los promedios de 204/711 por unidad, en el ampliado
92/711. En cambio, no hay diferencias de monta con respecto a los números
de haciendas.
Más allá de las diferencias que ya hemos notado entre los Modelos A y C,
podemos discernir un conjunto de características que distiguen los pueblos
rebeldes de los leales. Los pueblos rebeldes retienen un carácter algo más
marginal, por lo general son incluso menos grandes. Se encuentran en sus
territorios menos haciendas y el número de indios radicados en ellas es más
bajo. Están establecidos en tierras más altas. Empero, para acercarse más a la
realidad geográfica e histórica se. impone estudiarlos en el mapa.

X. La dimensión espacial

La impresión inmediata de un vistazo al mapa es la concentración de los


focos rebeldes a lo largo del río Vilcanota en Canas y Canchis y3 Quispican-
chis, mientras la resistencia se concentra al norte de la ciudad del Cusco en el
Valle Sagrado. En efecto, al examinar los cuadros que se refieren a los modelos
restringidos, podemos hacer la distribución siguiente de nuestro elenco, en
base a la población total de las doctrinas en 1786 (obsérvese, sin embargo que
la misma rebelión no dejaba de afectar las magnitudes demográficas, especial­
mente en Calca y ciertos distritos de Canas y Canchis):
Se nota, por ejemplo, muy bien la polarización en Canas y Canchis en lo
que se refiere al liderazgo (A+, A-). Los testimonios en que se basa el modelo C
demuestran, al mismo tiempo, que las masas de Quispicanchis eran especialmen­
te activas, tanto a favor como en contra de la rebelión. En el campo

3. Uno de los primeros en plantear esta agrupación, aunque en otro contexto., fue Alberto
Flores Galindo, en Túpac Amaru II. Antología, Retablo de Papel, Lima 1976.
% de la
población total:
Población total de los
10 partidos del Cusco 174.623
(Salvo el Cercado)

Poblaciones bajo curacas


rebeldes en 17Ȇ 28.495 16.3

Modelo A+ restringido
Distribución
% en: Canas/Canchis Quispicanchis Otros
50.1 35.3 15.6
% de población total: 48.5 38.8 3.7

% de la
población total:
Poblaciones bajo curacas
leales en 1780 36.775 21.1
Modelo A restringido
Distribución
% en: Canas/Canchis Quispicanchis Otros
24.7 10.9 64,4
% de población total: 32.7 15.5 19.4

% de la
población total:
Comunidades rebeldes
en 1780 31.649 18.1
Modelo C+ restringido
Distribución
% en Canas/Canchis Quispicanchis Otros
26.5 50.1 23.4
% de población total: 29.1 27.7 23.5

% de la
población total:
Población bajo curacas
leales en 1780 19.227 11.0
Modelo C- restringido
Distribución
% en Canas/Canchis Quispicanchis Otros
0 37.6 62.4
% de población total 0 27.7 10.0
ACUTUDI-S IIAC1A I.A REBELION 111

lealista destacaban igualmente algunos pueblos de Paruro (el 33.5 % del modelo
C restringido). El papel predominante de Canas y Canchis dentro del campo
rebelde trae ciertas consecuencias de importancia. Hemos notado ya que las
comunidades rebcldcs(C+) tendían a estar situadas en tierras más altas que las
comunidades leales. No se debe pensar, sin embargo, en pueblos situados en
las mismas faldas de las montañas.
En Canas y Canchis se trata, por el contrario de pueblos establecidos a las
orillas del río Vilcanota, es decir en tierras relativamente bajas en el contexto
provincial. Empero, al mismo tiempo significa una altitud promedio mucho
mayor que en las provincias más al norte. Los bajos niveles de número de
haciendas (NH786), de indios de haciendas (INDH A+) y de forasteros (INDFR)
constituye otra característica de la provincia de Canas y Canchis que ha llega­
do a marcar el conjunto de pueblos rebeldes. Por el otro lado, con los pueblos
de una y otra tendencia marcados, según nuestras referencias contribuye a
apoyar las interpretaciones recientes en el debate histórico sobre la importan­
cia del conflicto entre, por un lado, la red familiar de curacas de Túpac Amaru,
en el Vilcanota, por el otro lado, los curacas aristócratas de los ayllus de la
ciudad del Cusco y a lo largo del Valle Sagrado. Merece mencionarse que el
10.3% de la población de los pueblos bajo liderazgo leal habitaban en la
provincia de Calca. Igualmente, el padrón de pueblos que se podrá ver en el
mapa refuerza la tesis de que la arriería, profesión del mismo Túpac Amaru,
tuvo gran importancia en lanzar y hacer expandir la rebelión.
La dimensión espacial podrá ofrecer también otras perspectivas, de natu­
raleza menos evidente, pero de relevancia para la rebelión. Existe un docu­
mento, de 1577, que brinda informaciones bastante detalladas sobre los cuatro
suyos en los que se dividió, como se sabe, los territorios del incario. En 1982,
los antropólogos Tom Zuidema y Deborah Poole, publicaron un ensayo dedi­
cado a la reconstrucción de esta delimitación sobre el mapa actual (Zuidema
y Poole 1982) .
El antiguo Collasuyo desde ya es el centro de la rebelión con muy pocas
excepciones. Por añadidura de éstas, Coporaque es el pueblo más al sur y
bastante aislado de los demás4. El contraste más fuerte al Collasuyo se lo
ofrece el antiguo Chinchaysuyo con pueblos todos hostiles a la rebelión. Así
también, el norte del antiguo Condesuyo, es decir hasta e incluso Capacmarca
en el sur de Paruro. Más al sur destacan, en cambio, los focos rebeldes. Se
podrá explicar esta división. Esta última zona, en 1786 ya fue caracterizada
por tener, en gran parte, población no-indígena, no obstante la pobreza y
aspereza del medio. En la provincia/partido de Chumbivilcas, los mestizos
formaban el 37.5% de la población total. Es decir que en el caso de estos
pueblos sería natural una debilidad de los vínculos con el pasado incaico. Sin

4. Además en Coporaque parece que el curaca Eugenio Sinanyuca tuvo un papel crucial.
Ver por ejemplo CDIP 1971-75 II, 1: 111 y 2: 3, 309-334. Más enigmático resulta, en efecto, Sicuani,
situado en medio de pueblos rebeldes y por bastante tiempo ocupado por ellos. No obstante la
presencia de varios curacas rebeldes, del aparente curaca principal, Simón Callo, se dice en
diciembre de 1780 que está "en la compañía del Sr. Gobernador" (CDIP 1971-75 II 2: 350). El
papel del otro curaca, el "español" Miguel Zamalloa, resulta más controvertido (ibid: 591,3: 334).
112 MÓRNER/'I KELLIiS

embargo, la gente de Chumbivilcas al parecer tanto mestizos como indios, se


dedicaban en gran parte a la arriería. Ya es sabido que Túpac Amaru, dueño
de recuas, tenía muchos partidarios entre los arrieros y que, en efecto, la primera
expansión de la rebelión coincidiría en gran medida con las rutas de la arriería
en el Cusco. Por lo tanto, el vigor del Tupamarismo en Chumbivilcas, al menos
al comienzo de la rebelión, no podrá sorprender.
Con respecto al Andesuyo, los casos que tenemos son escasos y apenas
permiten generalización. Sólo podemos observar un foco leal en la esquina
más cercana a la capital, cualquiera que sea su explicación. En la provincia/
partido de Paucartambo, alrededor del 75% de los indios se encontraban
radicados en las haciendas de los "españoles". Es posible que por lo tanto,
como en el caso de los habitantes de Chumbivilcas, sus vínculos con el pasado
incaico hayan sido más débiles que en zonas dominadas por comunidades,
pero esto no es más que una mera conjetura.
Pero ¿cómo explicar las demás coincidencias que por cierto saltan a la
vista? Está prácticamente excluida la posibilidad de que se trate de un mero
azar. Aquí, en esta etapa de nuestra labor, no podemos sino plantear la pre­
gunta. Probablemente se exigirían mucha reflexión e investigaciones adiciona­
les por otros rumbos antes de aventurar una explicación. Podrá tratarse de un
elemento de autentica tradición que se ha expresado en una coincidencia y
solidaridad incluso en el nivel regional, o quizá de reflejos del famoso "rena­
cimiento" dieciochesco incaico del cual hablan algunos estudiosos (Rowe 1954).
Otra alternativa posible es que se trate del impacto continuado de rasgos
topográficos y ecológicos sobre la interrelación humana, factores en juego en
la delimitación incaica y aún valederos a fines del siglo XVIII.
En efecto, Poole, en su fascinante estudio sobre los santuarios religiosos de
Paruro demuestra que ellos eran a la vez centros del trueque entre sistemas de
producción distintos y escenas de oposiciones interétnicas. En la fiesta de
Pampakucho se enfrentaban los cultivadores de maíz de Paruro y de Acomayo
con los ganaderos de Chumbivilcas y, en Sankha, los labradores chillues de
Condesuyo con los pastores papres de Collasuyo (Poole 1982)s.
Debemos añadir que la división incaica de los cuatro suyos también
expresaba otro principio divisorio, o sea el dualismo, desde ya valedero en
todos los aspectos del mundo andino, entre hanan (superior) y hurin (inferior).
Este dualismo implicaba a la vez oposición y complementación, dando origen
a muestras muy complejas (Hocquenghem 1983b)56.
Dentro de los suyos, Chinchasuyo y Collasuyo parecen haberse encontra­
do en una oposición especialmente profunda. Empero, cada suyo, tenía su
división interna, por partes hanan y hurin, vistos desde el centro.
Los sectores hanan entonces se discernían en el lado de la derecha que
significaba a la vez superioridad y masculinidad. Incluso toda población se

5. Sankha se sitúa al 14 Km. al este del pueblo de Paruro; Pampakucho a 25 Km. al sur.
Como Poole observa, sin embargo, se trata de una "estructura ecológica idealizada", es decir no
necesariamente estricta.
6. Agradecemos al distinguido colega y amigo Dr. Manuel Burga por habernos facilitado un
ejemplar de ese artículo.
ACTITUDES IIACIA I A REBELION 113

dividía en ayllus o parcialidades hanan y hurin, respectivamente, y en muchas


partes lo hacen hasta el día de hoy (Skar 1982). Por consiguiente, también
hubo curacas de las dos jerarquías. Podemos preguntamos si esta división,
desde ya muy arraigada, podrá también haber afectado las posturas tomadas
por los curacas y los pueblos en favor o en contra de Túpac Amaru. En este
sentido, tampoco podemos atrevernos a sugerir una respuesta. Lo que sí se
podrá notar aún en la actualidad es la existencia de batallas rituales entre
pueblos vecinos. En el sur cusqueño, semejantes batallas se han librado de
manera regular entre, por ejemplo, Langui y Checa y este pueblo y Livitaca
(Skar 1982: 100-102; Alencastre y Dumézil 1953). No se podrá excluir la posi­
bilidad de un impacto de semejantes padrones ancestrales en el caso de los
rumbos políticos distintos tomados por pueblos vecinos durante la rebelión
tupamarista. Empero, lo mismo que la cuestión del posible impacto de la
antigua división administrativa del Incario, en el estado actual de la investi­
gación se presta, a los más, a conjeturas. Lo que sí conocemos ahora mejor es
la división política de hecho en la región cusqueña durante la rebelión.

CUADRO I

Distribución de fuentes en los modelos restringidos

F U E N T E S

Modelo IR % IA % IRC % OI SCA % LEV TOTAL

A+ Liderazgo 4 15 4 18 1 4 - 10 59 - 19 21
rebelde
— >% 21 21 5 - 53 - 100
A- Liderazgo - 5 23 8 48 2 6 36 3 24 27
leal
— >% - 21 33 8 25 13 100
C+ Comunidad 17 60 6 27 4 24 —
1 4 —
28 31
rebelde
—> 61 21 14 4 100
C- Comunidad 7 25 7 32 4 24 — —
18 20
leal
—> 39 39 22 100
28 22 17 2 17 3 89
—> 31 24 19 3 19 4 100

CLAVE: IR = Informes de rebeldes OI = Opiniones individuales


IA = Informes de autoridades SCA = O'Phelan 1979
IRC = Informes relacionado del Cabildo LEV = Lewin 19 7
CUADRO II A
Cuadro resumen del modelo A restringido
Actitud del liderazgo

Liderazgo Rebelde Liderazgo Leal


VARIABLE
SUM n X SUM n X

PI786 24771 12 2064 32316 13 2486


PICHI 5739 12 478 19350 13 1488
SXRTI 1532 15 102 934 9 104
P 0 786 3724 12 310 4459 13 343
POCHI 2408 12 200 3403 10 340
SXRTO 1929 15 129 934 9 104
TT786 28495 12 2374 36775 13 2829
TTCHI 8290 12 690 23270 13 1790
SXRTT 1540 15 103 934 9 104
INDHA 468 2 234 3806 7 544
INDHAR 72 2 36 333 6 56
INDFR 115 2 57 980 4 245
INFRR 33 2 16 140 4 35
NH786 54 8 7 132 13 10
HCNM 45 4 11 130 8 16
ATTD 56884 16 3555 43314 13 3331

CLAVE
SUM = Suma de valores observados
n = Número de observaciones
x = Promedio
t t V . i l ! \J\JILD n / A V . I t t L / \ 1 \ L L D I1 L IW 1 \ 11D

CUADRO II C
Cuadro resumen del modelo C restringido
Actitud colectiva

Comunidad Rebelde Comunidad Leal


VARIABLE
SUM n X SUM n X

PI786 27736 13 2134 14751 11 1341


PICHI 7802 13 600’ 8356 11 758
SXRTI 1956 20 98 895 9 99
P0786 3913 13 301 4476 11 407
POCHI 1838 9 203’ 3309 8 413
SXRTO 2352 20 118 851 9 95
TT786 31649 13 2435 19227 11 1747
TTCHI 10929 13 840’ 6169 11 561
SXRTT 1669 20 98 863 9 96
INDHA 1050 5 204 2133 3 711
INDHAR 261 7 37 200 3 66
INDFR 1050 7 150 311 4 78
INFRR 92 7 13 122 2 61
NH786 100 14 7 88 11 8
HCNM 55 13 4 94 9 10
ATTD 57896 16 3619 31992 11 2908

CLAVE
SUM = Suma de valores observados
n = Número de observaciones
x = Promedio

* La marcada diferencia entre TTCHI y PICHI + POCH1 se debe, en éste y otros cuadros,
a que en ocasiones sólo se registró el cambio total o sólo hay datos para indios, como
puede verse en las variaciones de n.
Comentaremos los resultados más adelante, en la sección IX de este trabajo.
CUADRO III A
Cuadro resumen del modelo A ampliado
Actitud del liderazgo

Liderazgo Rebelde Liderazgo Leal


VARIABLE
SUM n X SUM n X

PI786 22582 ir 836 32316 16 2019


PICHI 5201 18 289 19350 16 1209
SXRTI 2647 26 102 1136 11 103
P 0786 3575 17 132 4459 16 279
POCHI 1872 10 187 3603 12 300
SXRTO 3386 25 135 1401 11 127
TT786 26157 27 969 36775 16 2298
TTCHI 75082 18 421 23271 16 1454
SXRTT 2654 26 102 1141 11 104
INDHA 468 2 234 3806 7 423
INDHAR 72 2 36 333 6 45
INDFR 115 2 57 980 4 214
1NFRR 33 2 16 140 4 36
NH786 61 18 3 135 14 10
HCNM 45 5 9 141 11 13
ATTD 60370 17 3551 50316 15 3354

CLAVE
SUM = Suma de valores observados
n = Número de observaciones
x = Promedio
De estos, 14 se refieren a anexos
ACTITUDES HACIA LA REBELION 117

CUADRO III C
Cuadro resumen del modelo C ampliado
Actitud Colectiva

C om unidad Rebelde C om unidad Leal


VARIABLE
SUM n X SUM n X

PI786 27736 37 750 19845 23 863


PICHI 8274 25 331 3666 22 166
SXRTI 3732 37 101 1364 14 97
P0786 3913 37 106 5056 23 220
POCHI 1838 14 131 3649 13 281
SXRTO 4298 34 126 1345 14 96
TT786 31649 37 855 24861 23 1081
TTCHI 10929 25 437 7958 22 361
SXRTT 3725 37 101 1338 14 96
INDHA 1017 11 92 2133 03 711 ír
INDHAR 395 11 35 200 03 67
INDFR 1050 13 81 509 05 101
INFRR 231 13 18 94 04 24
NH786 102 26 4 114 18 6
HCNM 55 13 4 118 14 8
ATTD 62846 17 3696 48508 23 3234

CLAVE
SUM = Suma de valores observados
n = Número de observaciones
x = Promedio
4
Ideología y faccionalism o
durante la gran rebelión

L eón G. C ampbell

H durante el siglo XVIII se ha escrito con

L
a i iis t o r io c r a f ía de is p a n o a m é r ic a

frecuencia en términos de la naturaleza y las consecuencias de las reformas


borbónicas, aquel complejo de medida políticas y económicas que normalmen­
te se asocian con el reinado de Carlos III (1759-1788). A su vez, este hecho ha
influido en las investigaciones en torno a la rebelión de fines de la era colonial,
que suele ser vista como una respuesta a estas innovaciones. Las primeras
obras sobre la Gran Rebelión de 1780 a 1782 (Cornejo Bouroncle 1949; Lewin
1957; L.E. Fisher 1966) hacen énfasis en que las medidas borbónicas -destinadas
a incrementar los ingresos del Estado y centralizar la administración política-
también provocaron una serie de cambios no bien recibidos por el mundo
indígena. Se generó así una rebelión de dimensiones mucho más amplias y
profundas, nunca antes vista en Hispanoamérica. Investigaciones más recientes
sobre el tema de la protesta al interior de la América andina han comenzado
a cuestionar la correlación simplista entre las distorsiones sociales y económicas
y la rebelión que se produjo en el Perú a fines de la Colonia (véase los capítulos
escritos por Stem y por Mómer y Trelles en la Parte I). También han sugerido
la necesidad de buscar interpretaciones alternativas que amplíen el ámbito
geográfico de estas insurrecciones, extendiéndolo hacia zonas más alejadas del
Cusco, supuesto núcleo de la revolución. Además prestar mayor atención a
los cambios en la conciencia andina -compuesta por las autoidentificaciones,
los sistemas de conceptos culturales, las interpretaciones de la sociedad contem­
poránea y las aspiraciones futuras que determinan el comportamiento político-
conducirá a una mejor comprensión de los orígenes, la naturaleza y el ulterior
significado de la resistencia y rebelión andinas (Campbell 1979; véase también
los capítulos escritos por Stem, Salomón y Szcmiñski en este volumen). Este
capítulo explora la relación entre la ideología rebelde y la estructura organizati­
va de la insurrección entre los años 1780 y 1782, buscando así contribuir a la
reinterpretación de los movimientos sociales andinos durante la Colonia.
Todo nuevo intento de estudiar la Era de la Insurrección Andina debería
empezar por aceptar el amplio marco de análisis propuesto anteriormente por
John Rowe (1954) y Boleslao Lewin (1957). Si bien el hoy en día clásico análisis
que Rowe hiciera de lo que él denominaba 'movimiento nacionalista incaico'
acepta implícitamente la idea de un Incario unificado, correspondiente al área
IDEOLOGIA V FACCIONAL1SMO 119

del antiguo imperio de los Incas, constituye, sin embargo, un criterio apropiado
ya que abarca varias rebeliones en lugares tan distantes entre sí como La Paz,
Puno, Sorata, Oruro, Cusco, Arequipa, Huarochirí y otros. Además, al hacer
énfasis en el nacionalismo incaico -concepto que necesita aún ser sometido a
prueba como ideología y estrategia organizativa- libera al debate la clásica
"definición occidental e hispana del espacio y del tiempo", mediante la cual
se definía y explicaba los movimientos indígenas como contraparte nativa de
los movimientos independentistas criollos (Lewin 1957, Valcárcel 1970). Desde
este punto de vista, se enfoca la historia de la América andina en términos de
mentalidades y comportamientos indígenas, en vez de tratarla simplemente
como un aspecto de la historia de España en el Perú. A la vez, necesitamos
estudiar las diversas rebeliones indígenas comprendidas dentro de la gran
insurrección en el contexto de sus dinámicas regionales específicas, en lugar
de tratarlas como parte de un movimiento más general y unificado, en el que
los líderes rebeldes colaboraron unos con otros bajo auspicios comunes y con
fines similares. Al no tener que definir la rebelión en términos de su centro
geográfico de gravedad -el Cusco- podemos también preguntamos hasta qué
punto se ceñían las rebeliones regionales al interior de la movilización insurrec­
cional (como por ejemplo la de Oruro en 1781 y la de Huarochirí en 1783) a
los parámetros generales del nacionalismo incaico.
También hay que estudiar más a fondo los esquemas cronológicos existentes
de la revuelta y rebelión indígena en el área andina hacia fines de la Colonia.
Tanto Goltc (1980:141-147) comoOThelan (1982:461-488) han intentado clasifi­
car las revueltas conocidas que han ocurrido en el Perú durante la segunda
mitad del siglo, desde la iniciada por Juan Santos Atahualpa en la región
ubicada entre Tarma y Jauja hacia 1740, hasta los acontecimientos aislados que
tuvieron lugar en las postrimerías de la Gran Rebelión de 1780. Sin embargo,
la mayoría de las investigaciones realizadas a la fecha limitan esta cronología
a los hechos ocurridos en el sur del Cusco, que culminaron con la rebelión
liderada por José Gabriel Túpac Amam Inca en Tinta, el 4 de noviembre de
1780. Dentro de este esquema, no menos de 66 revueltas, conspiraciones, insu­
rrecciones, "tumultos" y otras minicoyunturas de violencia son clasificadas
como el "ciclo preparatorio" de descontento que llevaría finalmente al conflicto
más grave de 1780. Por su parte, la Gran Rebelión se divide en por lo menos
dos fases: una "fase tupamarista", dominada por las actividades y el liderazgo
de Túpac Amam al frente de los pueblos quechua del sur del Perú entre los
años 1780 y 1781, y una "fase katarista", en que priman las hazañas de los
hermanos Katari y los pueblos aymara del altiplano boliviano, entre 1781 y
1782. A pesar del hecho de que dos tercios completos del ámbito de la Gran
Rebelión se situaban en las provincias del Collado de Carecaja, Sicasica, Pacajes
y Omasuyos, que rodeaban el lago sagrado del Titicaca y la ciudad de La Paz,
los historiadores, quienes asumen que los rebeldes debían tener en mente
objetivos políticos y militares racionales, tales como la captura del Cusco, han
dejado de lado la importante influencia de la cultura e historia aymaras en la
naturaleza y el significado de esta revolución. En efecto, la cronología de ésta
ha dado lugar a una historiografía de los movimientos andinos de protesta
que incide en lo sucedido en las provincias al sur del Cusco, es decir, Canas,
120 CAMPIJlíLI.

Canchis (Tinta), Quispicanchis y Chumbivilcas, durante los seis meses de inten­


sa actividad que mediaron entre noviembre de 1780 y mayo de 1781, mes en
que tuvo lugar la ejecución de Túpac Amaru. Este enfoque margina y quita
trascendencia a los acontecimientos que ocurrieron fuera del Cusco y se situaron
en un contexto cultural distinto, lejos de la antigua capital inca.
En un libro sobre Huarochirí, Karcn Spalding (1984) ha explicado los tipos
y las ubicaciones de las tradicionales "grietas" en la sociedad andina, es decir,
las enemistades entre individuos, comunidades y regiones, que se superaban
temporalmente mediante el uso de normas de reciprocidad e intercambio. Si
aplicamos esta ya conocida particularidad de la historia andina a los movimien­
tos sociales que examinamos en este texto, entonces cualquier intento de com­
prender el fenómeno de la rebelión debe antes explorar los medios utilizados
por las élites y los grupos regionales para dejar de lado las hostilidades al
interior de la sociedad indígena -tan jerarquizada e internamente dividida
como la sociedad criolla- y, en particular, la manera en que los líderes rebeldes
unificaron a las masas indígenas bajo su estandarte.
Hace ya un tiempo, John Rowe (1954) estudió los medios al alcance de los
caciques que lograron hacer frente a las autoridades españolas, en especial a
los corregidores locales. También se interesó por el modo en que ciertos caciques
hacían uso de crónicas, tales como los "Comentarios Reales de los Incas" de
Garcilaso de la Vega (1966). Estas no sólo glorificaban el pasado inca, sino
también -en sus versiones de fines de la colonia- hacían un llamado a la
rebelión contra los españoles, a fin de mantener vigente el concepto de la
"recuperación" incaica de la soberanía (Szemiñski 1984:33). La idea de una
recuperación inca, como manifestación de un legado incaico organizado, repro­
ducido a lo largo del período colonial, es sin duda esquiva. La evidencia material
que une el orden incaico del siglo XVI con la organización rebelde del siglo
XVIII es problemática, ya que se halla embebida de tres siglos de dominación
española. No obstante, a pesar de lo difícil que resulta hallar vínculos entre
los conceptos, las organizaciones y las tradiciones incas del siglo XVIII y el
pasado inca, son varios los estudiosos interesados en el tema (Gisbert 1980,
Wachtcl 1976:169-187; Ossio 1973, Stem 1982, Curatola 1977, Rowe 1954, Hidal­
go 1983, Szemiñski 1984, Campbell 1985a). Ellos saben que desde los comienzos
de la Colonia ha existido la creencia en la alternativa de un utópico orden
social andino, de ideología fuertemente ligada al antiguo orden inca. La interro­
gante está en cómo relacionar este sistema andino de creencias con el tema
que aquí tratamos de la rebelión a fines de la Colonia.
En primer lugar, desde las investigaciones de Rowe sobre el tema de los
movimientos sociales de protesta del siglo XVIII, éste no había sido revisado
en el contexto de un sistema andino de creencias que había hecho renacer el
mito de Inkarrí. Este personaje es un antiguo creador, que retomaría para
restaurar la justicia y la armonía como legitimizador del movimiento. Tal como
observa Steve Stem, en su ensayo que también aparece en este volumen, que
"la historia colonial andina está plagada de conspiraciones insurreccionales
fracasadas". Cada una de éstas es, hasta cierto punto, importante para explicar
el proceso mediante el cual se dieron los cambios en las percepciones individua­
les del Estado, y se alteraron fundamentalmente las relaciones entre las clases
IDEOLOGIA Y l AC.'CION'ALlSMO 1/1

y los grupos étnicos. El tema de la resistencia y la rebelión suele circunscribirse


al estallido mismo de toda rebelión importante, tal como la de 1780, sin analizar
el contexto más amplio de las revueltas menores y fracasadas contra ciertos
aspectos de la vida bajo la dominación española.
Por lo tanto, un enfoque más completo de la Gran Rebelión analizaría la
revolución de Túpac Amaru como una continuación lógica del movimiento
que en 1777 dirigiera Tomás Katari, el cacique de Macha en la provincia de
Chayanta, en el Alto Perú. Al igual que su contraparte, Túpac Amaru, Katari
también era muy conocido localmentc como gran defensor de su pueblo. Antes
de alzarse en armas, se enfrentó a las autoridades locales, a quienes condenaba
por inmorales e incapaces de gobernar. En ambos casos, estos líderes abandona­
ron sus tierras natales de Chayanta y Tinta para viajar a las capitales de los
virreinatos (Buenos Aires y Lima), donde se entrevistaron con los representantes
del rey de España, pero sin lograr sus objetivos. A continuación, ambos regresa­
ron a sus tierras, afirmando haber obtenido autoridad mediante una orden
directa del rey, a quien veían como un personaje oscuro pero benigno, que los
habría autorizado para hacer frente a sus corruptos representantes (Lewin 1957:
331-393). Poco después, estos rebeldes empezaron también a hacer suyos los
títulos de gobernador o Inca, y a actuar en forma más independiente. El ensayo
de Szcmiñski en este volumen explica la aparente contradicción en el comporta­
miento de estos rebeldes -que decían ser leales a la corona mientras atacaban
a sus funcionarios y aceptaban el cetro del Inkarrí- en los términos de una
mentalidad indígena que concebía a "España" y las Indias como reinos indepen­
dientes. Bajo estas circunstancias, un rey "de allá" (España) podía racionalmente
emitir una orden contra personas "de aquí" (Perú). Tal como lo demuestra
Szemiñski, los vínculos entre dios, el rey e Inkarrí se combinaban en una
ideología tan compleja que los indígenas no hallaban inconsistente el hecho
de que los líderes rebeldes, ungidos por el dios creador andino Wiracocha,
pudieran aceptar el cetro del Inkarrí mientras ejecutaban, a la vez, las órdenes
del rey.
A pesar de no encontrar pruebas directas de un contacto entre Tomás
Katari en Macha y Túpac Amaru en Tinta, los historiadores como Lewin y
otros narraban estas rebeliones como acontecimientos secuenciales e intentaban
integrarlas, aún cuando ambos caciques eran residentes de virreinatos diferen­
tes, y se hallaban separados por 1400 Km de distancia y dominados por culturas
distintas (aymara y quechua). El uno (Katari) demandaba la reducción de los
tributos (CDIP 1971-75: II: 2: 238-240), mientras que el otro (Túpac Amaru) no
sugirió tal cosa, limitándose a hacer suyo este derecho en su calidad de rey.
Puesto que los niveles regionales de penuria económica variaban entre ambos
lugares y entre los diferentes estratos sociales (Golte 1980: 176-183; OThelan
1983), parecería que la explicación de la generación y expansión de la rebelión
se halla en el mecanismo de los sistemas indígenas de creencias.
En un libro reciente sobre la sociedad campesina de la Francia de principios
de la era moderna, Robert Damton (1984: vii) sostiene que para entender el
comportamiento a veces curioso de la población rural, especialmente en su
relación con las élites, es necesario enfocar la conducta humana "más bien
como un sistema de significados que como una función de la estructura social".
1 ¿ .Z . V ~ /\ iV L T D U L .I .

Esto permitiría hallar las significaciones más profundas y los patrones continuos
de actos que de otro modo parecerían caprichosos c incluso irracionales. Si
bien este enfoque no es totalmente nuevo, la prioridad que Darnton otorga a
los papeles del mito y del simbolismo, del ritual y de la respuesta, sí podrían
aplicarse a los acontecimientos que nos interesan. Lo mismo ocurre con los
actos derivados de sistemas de creencias que periódicamente hacen llamados
a un enfrentamiento abierto con la autoridad, lo cual confiere a las revueltas,
según Darnton, un carácter acumulativo y cíclico, más fuerte que los propios
acontecimientos individuales. Además, el autor afirma que la historia de las
"m entalidades", al ser reducida a un intento de medir las actitudes en valores
contables (por ejemplo, el número de revueltas), deja de interpretar estos objetos
de estudio culturales como un medio para comprender el universo rebelde y
las dimensiones sociales de sus creencias. ¿Cómo podría estructurarse una
investigación de este tipo?
Este capítulo se encarga primero de explorar las relaciones entre los sistemas
andinos de creencias vigentes a mediados del siglo XVIII y la expansión de la
rebelión, como una herramienta para comprender la organización de los movi­
mientos que se originaron en el Cusco, en Sorata, en Puno y en La Paz, así
como el significado de ésta y otras coyunturas de violencia. También es nuestro
objetivo investigar la relación entre la ideología rebelde -en especial el mito
de Inkarrí, divisionista por naturaleza y difundido con la idea del reinado de
un Inca noble del Cusco- y el faccionalismo que se desarrolló entre las dos
principales fuerzas de la Gran Rebelión -los tupamaristas del Cusco y los
kataristas de La Paz. Pensamos así definir los límites de la unidad ideológica
y ayudar a explicar el sentido de ciertos aspectos del comportamiento rebelde
(por ejemplo, los sitios del Cusco y de La Paz), que parecen opuestos a una
estrategia militar y bélica "racional". En tercer lugar, el ensayo reconoce las
profundas diferencias entre el nacionalismo neo-inca de los elitistas Túpac
Amaru del Cusco, cuyo propósito era unir a todos aquéllos que no fueran
"españoles", y las ideas más radicales, populistas y separatistas de los Katari
del Alto Perú, que no eran de origen noble, y en cuya mentalidad prima la
fuerte presencia de un liderazgo indígena comunal.
Este capítulo intenta relacionar los factores de la ideología andina y del
faccionalismo político, y los de la explotación material y de atropello moral en
el contexto de un Incario resucitado, como guía para investigaciones futuras.
Mi enfoque general reconoce que el Alto Perú era un foco fundamental de
rebelión con características propias, a pesar de que las obras de Lewin, Valcárcel
y Fisher tienden a considerar que la Gran Rebelión nace y se desarrolla a partir
del Cusco. En la víspera de la rebelión de Túpac Amaru en Tinta, el Oidor
General José Antonio de Areche escribió a Lima que hacia esos momentos la
rebelión había avanzado con fuerza en el Alto Perú, y que no menos de nueve
provincias, incluyendo las de Sicasica, Pilaya, Cochabamba, Paria, Pacajes,
Chichas, Lipez, Porco y Carangas, habían sido afectadas (AGI 1780). Por otro
lado, situaré a la rebelión en el Bajo y Alto Perú dentro del contexto del tiempo
andino, que enfoca los cambios temporales en términos de una serie de Pachacu-
tis, o cataclismos, dirigidos por representantes de Wiracocha, el dios creador
andino,quienes deben regresar a la tierra para revertir el injusto orden mundial
lU b U L U U lA Y l A C U U N A l . l S M U YAÓ

existente (Szemiñski 1984: 50; Gow 1982: 197-223). Utilizando este contexto
cíclico, se hace más fácil relacionar los actos de los rebeldes indígenas, comen­
zando con Juan Santos Atahualpa, y continuando con Tomás Katari, Túpac
Katari, Túpac Amaru Inca y Felipe Velasco Túpac Inca Yupanqui. Todos ellos
se basaron en las tradiciones y en las creencias que prevalecían en el mundo
andino. Este concepto del tiempo andino sugiere también que los papeles
desempeñados por líderes nativos carismáticos, tales como Juan Santos Ata­
hualpa, Julián Apasa (Túpac Katari) y Túpac Amaru Inca, pueden haber contri­
buido a fomentar la rebelión andina, al revivir el concepto de la "recuperación"
y permitirle avanzar desde la periferia de Tarma y Jauja en 1740 hacia el Alto
Perú después de 1777, y finalmente al corredor Cusco - La Paz después de
1780 (Curatola 1977). De esta manera, los acontecimientos de 1780 no serían
tanto la culminación "lógica" de una década de varias (66 ó más) revueltas
locales y antifiscales, sino más bien la continuación de una serie de protestas
neo-incas, mesiánicas e indigenistas (Golte 1980: 141-147; OThelan 1982: 27).
Por ejemplo, Jorge Hidalgo (1983: 117-138) ha demostrado que ya en el año
1777 los indios del Cusco no sólo habían elegido a su rey, sino también habían
planeado un levantamiento general que correspondía a cambios predetermina­
dos en la cosmología andina, anunciados por profecías de conocimiento gene­
ral. El Oidor Areche señaló que ya en el año 1775 había recibido advertencias
por parte de los jueces territoriales sobre la posibilidad de un levantamiento
pan-andino, pronosticado para 1777, el "año de los 3 sietes", que tenía un
importante y misterioso significado para los indígenas (Campbell 1978: 100-
101). Algunas de estas profecías incluso se publicaron en las crónicas de aquellos
tiempos, que aparecieron en el Cusco en 1782 (Relación de los Hechos más
Notables, 1900: 501-532). Este capítulo no desarrolla una "teoría general" para
explicar el advenimiento de la Gran Rebelión: sólo sostiene que la causalidad
debe ser elucidada en su propio contexto cultural.

Los sistemas andinos de creencias y la expansión de la rebelión

John Rovve (1980) ha descrito los importantes esfuerzos que hiciera Túpac
Amaru después de 1770 para lograr que los españoles reconocieran legalmente
su descendencia directa de la realeza Inca. También ha explicado el afán de
las familias de la élite indígena por honrar las tradiciones neo-incas, mantenien­
do así un nexo con el pasado incaico. Estos hechos, así como otras evidencias,
sugieren que la Gran Rebelión era parte de un esfuerzo más amplio de recupera­
ción cultural, cualesquiera que fueran sus implicancias, y no, como sostiene
J.R. Fisher (1970: 23), un estallido espontáneo y no planificado por parte de los
indígenas, a quienes la frustración habría llevado a la revuelta. La pregunta
es: ¿qué quiso lograr Túpac Amaru?
La evaluación del comportamiento de Túpac Amaru, una vez capturado
el corregidor Antonio de Amaga, el 4 de noviembre de 1780, sugiere que el
jefe rebelde actuaba con el riesgo calculado de que podía persuadir a los
habitantes del sur del Cusco para que aceptaran su mando e intentaran expulsar
a los españoles de las provincias sureñas de Tinta y tal vez Quispicanchis, en
las que sabía que había gran descontento. Sin embargo, esta intención no explica
por qué la revuelta pudo convertirse en una rebelión regional y luego suprarre-
gional, a diferencia, por ejemplo, de las revueltas comunales de México (Taylor
1979). A pesar de que ciertos estudiosos de la historia y de la ideología andinas
están convencidos de que las semillas de una identidad andina protonacional
se hallaban germinando en la región durante esa época (Flores G. 1981: 55-70;
Durand F. 1973), ninguno de ellos afirma que estos sentimientos eran ya lo
suficientemente fuertes como para sostener una rebelión, si bien Rowe (1954)
sugiere que tal vez éste haya sido el caso. Kubler (1946: 350) demuestra que,
desde mediados de siglo, había florecido en el Cusco un culto activo a la
antigüedad incaica, tanto por parte de los criollos, que adoptaron las vestimen­
tas y los adornos incas, como por parte de los caciques, que exhibían con
orgullo el antiguo símbolo del dios sol y de los incas en las ceremonias públicas.
El obispo del Cusco incluso señaló que durante las celebraciones de Corpus
Christi y Santiago Apóstol, las deidades cristianas eran ataviadas al estilo inca
(Perú 1980: 2: 632-634, 637). No obstante, ¿podemos por ello pensar que esta
rcafirmación nostálgica de las glorias incaicas bastaba para desencadenar una
rebelión importante? De modo más específico, ¿qué tipo de cosmología que
uniera a dios, al rey español y al Inca permitiría esta concepción andina de la
historia y del futuro?
En una serie de publicaciones, Jan Szemiñski (1976,1980,1984 y el capítulo
6 de este volumen) ha empezado a sugerir diversas maneras en que los indígenas
podrían haber desarrollado una ideología lo suficientemente cohesiva como
para poder contrarrestar el divisionismo de la historia regional peruana, que
sentía recelo hacia los extraños y estaba internamente fraccionada. Su descrip­
ción de la sociedad andina nos muestra un mundo social compuesto por una
serie de estamentos, en el que había pocas diferencias entre españoles e indios
en términos sociales, pero no así en términos de acceso a los recursos económicos
y al sistema de administración de justicia. Szemiñski además afirma que, al
haberse incrementado el nivel de descontento indígena con el colonialismo
español durante el siglo XVIII, los líderes rebeldes tuvieron éxito en fomentar
un marco conceptual que distinguiera entre españoles e indios en el fuero
moral, a fin de justificar la rebelión.
Por ejemplo, Stcm (capítulo 2 de este volumen) demostró que en Tarma,
en la década de 1740, un forastero, incluso posiblemente mestizo, llamado Juan
Santos Atahualpa, pudo hacer suyo el mito de Inkarrí y ganar partidarios entre
las tribus campas del interior, a pesar de que debía lidiar con la oposición de
los poderosos caciques gamonales de la región. Utilizando sus conocimientos
de magia y simbolismo, Juan Santos forjó en torno a su persona una leyenda
de invencibilidad que persistió hasta mucho tiempo después de su muerte y
mantuvo viva la esperanza de un exitoso movimiento de liberación posterior.
Está claro que la presencia de los mitos andinos de resurrección, descritos
por numerosos estudiosos del área andina (Ossio 1973: 444; Wachtel 1976: 291;
Gow 1982: 197-223), demuestran que el concepto de una recuperación inca, a
través de la aparición de un mesías, había alcanzado su apogeo a mediados
del siglo XVIII. De acuerdo a la leyenda, cuando el Inca fue decapitado por
los españoles en 1572, su cuerpo empezó a regenerar bajo tierra, dejando abierta
la posibilidad de una reencarnación eterna. Igualmente importante era el hecho
de que los indios creían qup las crisis andinas habían atraído la atención del
IDEOLOGIA Y FACCIONAUSMO 125

cielo, donde el dios creador Wiracocha había ordenado a sus seguidores que
se alzaran contra aquellas personas a quienes él consideraba inmorales y rebel­
des contra dios (C D I? 1971-75:11:2:321; Perú 1980:1:328-30). De los documentos
de la época se desprende la idea de que había llegado el momento de actuar.
El análisis del curso de las rebeliones de Tomás Katari y Túpac Amaru
indica que aparecieron en calidad de mesías y se ciñeron a un patrón de
comportamiento predeterminado con respecto a sus seguidores. Esto incluía
la asociación de sus apellidos con el mito de Inkarrí, el abandono de su mundo
(Tinta, Chayanta) en favor del mundo ajeno de la América hispana (Lima,
Buenos Aires), y su regreso triunfal con poderes creativos que aumentaban su
capacidad de cambiar el mundo (Szemiñski, capítulo 6 de este volumen).
Ambos apellidos, Katari y Amaru, hacen referencia, en aymara y en quechua
respectivamente, a la serpiente, simbólico representante de un "mundo subte­
rráneo" antropomorfo, al que los españoles habían relegado a los indios a raíz
de la conquista en el siglo XVI (Hultkrantz 1978:311-319). Tal como lo demostra­
ra John Rowc (1980), Túpac Amaru hizo uso del poder de su nombre, en un
esfuerzo consciente por ligarse con las tradiciones de los últimos incas ejecuta­
dos en el Cusco por el virrey Toledo en 1572. El aparentemente exitoso empeño
del Inca por obtener legitimidad a través de la leyenda del Inkarrí se trasluce
en la sentencia que dictara contra él el Oidor General Areche en el Cusco, en
mayo de 1781 (CDIP 1971-75: 11:2 765-778). En ésta fue condenado como "el
vil insurgente José Condorcanqui, alias Túpac Amaru y supuesto cacique",
bajo su nombre cristiano Condorcanqui, culpable de "lesa m ajestad", por su
encarnación del rey inca y por otros actos que "pretendían arrebatar al rey
(español) su reino". La corte estaba tan convencida de que Túpac Amaru había
adquirido estatus real y se había convertido en representante simbólico de
todos los indígenas supuestamente cautivos, que utilizó la sentencia como
pretexto para erradicar el nacionalismo inca. En consecuencia, Areche abolió
el cargo hereditario de cacique, el uso de vestimentas incas y de pinturas o
retratos de los antiguos incas, la escenificación de dramas o espectáculos con
protagonistas incas, e incluso todo escrito que hiciera referencia a las pasadas
glorias (como los "Comentarios Reales" de Garcilaso de la Vega), y mantuviera
viva la idea de la recuperación. Sin embargo, Szemiñski señala en un capítulo
de este volumen que los libros no podían alcanzar este objetivo por sí solos,
sino más bien con la ayuda de una imagen general de la historia transmitida
en forma oral y simbólica. También se prohibieron los emblemas de la suprema­
cía inca, tales como las banderas y los cuernos de conchas marinas, e incluso
se hizo ilegal el uso de la lengua quechua (Campbell 1985a).
Sin embargo, a pesar de los rasgos poderosamente cohesivos del mito de
Inkarrí, la comprobada disensión al interior de ambas rebeliones (la de Katari
y la de Túpac Amaru), indica que muchos segmentos de la sociedad indígena
eran inmunes al mensaje transmitido por estos caciques, o que la aceptación
del mito no era suficiente por sí sola para transformar a los indios en rebeldes.
Más bien, se puede llegar a la conclusión de que la existencia del mito de
Inkarrí constituye una evidencia de la fragmentación social que existía en las
zonas donde los estratos superiores de la estructura indígena del poder no se
diferenciaban mayormente de la omnipresente estructura del poder colonial.
Si bien es necesario investigar más a fondo este aspecto, éste podría haber sido
el caso en el Cusco, donde la nobleza indígena se oponía drásticamente a Túpac
Amaru, a quien consideraban un farsante y un competidor (Campbell 1981:
681-691). El hecho de que Túpac Amaru nombrara nuevos caciques y goberna­
dores en las zonas conquistadas también indica que su rebelión no se integraba
por completo dentro de los alcances de la autoridad de estas élites indígenas,
lo cual hizo que el esfuerzo bélico debiera además invertir mucho tiempo y
recursos en obtener legitimidad. Entonces, la interrogante devendría en: ¿cómo
hicieron los líderes rebeldes para contrarrestar esta fragmentación social; y de
qué modo influyó en sus decisiones la devoción por la ideología de la recupera­
ción?
Si bien no fueron menos de 66 las revueltas conocidas que tuvieron lugar
durante la década de 1770 a 1780, incluyendo el ataque en 1780 a la aduana
de Arequipa (Galdós 1967) y la conspiración de los plateros en el Cusco ese
mismo año (OThelan 1985), éstas parecen haber sido del tipo rutinario y
reformista descrito por Taylor en relación a México (1979, cap. 4). Conflictos
normales entre gobernantes y gobernados, que la Corona consideraba "cosas
de la sierra". Sin embargo, lo que las diferencia, parece ser el hecho de que
acontecimientos tan distantes como la protesta negra contra los tributos en
Lambaycque en 1777 (Campbell 1972) y los disturbios en Ofuzco en 1781 (Stern,
capítulo 2 en este volumen) se hallaban en apariencia ligados a rumores en
tomo a Túpac Amaru, lo cual indica que la reivindicación de su linaje inca
estaba trascendiendo.
En este punto debemos considerar la rebelión de Tomás Katari de 1777 en
Chayanta. Sabemos, por ejemplo, que Túpac Amaru, en su calidad de "cacique
arriero", poseía más de 300 muías y mantenía comunicación directa con el Alto
Perú a través de las rutas de comercio que cubría entre Cusco y Potosí vía La
Paz. No hay pruebas concretas de que hubiera contacto entre Tomás Katari y
Túpac Amam, y de hecho los esfuerzos kataristas por establecer comunicación
con los tupamaristas en Oruro, poco después de que estallara la revuelta en
noviembre de 1780, evidenciaban una ignorancia recíproca. Pero, según Manuel
de Bodega, corregidor de Paria, es probable que Túpac Amam se hallara siquie­
ra enterado de que Tomás Katari era aceptado como "un oráculo y un soberano"
por el pueblo del Alto Perú (AGN 1780; Hidalgo 1983: 122-125). A pesar de
que Tomás Katari fue aprehendido por indios traidores y entregado a los
españoles para su ejecución en enero de 1781, dos meses después de que Túpac
Amam iniciara su propia rebelión, su pueblo se rehusaba a aceptar la muerte
de su mesías (Lewin 1957: 739). Esto causaría luego serios problemas entre
ambos grupos rebeldes.
Durante el período que siguió a su retorno a Lima, donde había abogado
asiduamente por aliviar la carga tributaria de su pueblo y conseguir la valida­
ción legal de su linaje real inca, Túpac Amam aparentemente tuvo algo que
ver con las revueltas de 1777 en Maras, en Umbamba (O'Phelan 1977) y posible­
mente en Huarochirí, al haber entrado en contacto con caciques de la región
(Albo s.f.: 25). No está claro si Túpac Amam también participó en la conspiración
de los plateros de 1780 .(O'Phelan 1985), pero es de suponer que el jefe rebelde
había definido ya su plan de acción y no se había lanzado a generar, en 1780,
"un estallido repentino, violento y no planificado" (J.R. Fishcr 1970: 23). Sin
IDEOLOGIA Y I‘ACCION AUSMO 1 2 /

embargo, aún no se sabe si los tupamaristas adelantaron la fecha de su revuelta


para acomodarse o incluso para contrarrestar el movimiento katarista de Cha-
yanta. El testimonio de Florencio Lupa, cacique de Macha, en Chayanta, que
hacía alarde de la habilidad de Katari para movilizar a 30,000 indios y de sus
planes para invadir "Cuzco o Lima", nos muestra la vaguedad de los conoci­
mientos que estos aymaras tenían sobre los territorios quechuas y sobre los
conceptos igualmente confusos de "Perú" o "España". Sin embargo, estos rumo­
res bien podrían haber servido para que Túpac Amaru se sintiera amenazado
(Lewin 1957: 376). Hacia 1780, la noción de Garcilaso de la Vega de un Inca rio
unificado apenas si se ajustaba a la realidad, sobre todo después de 1776, con
la creación del Virreinato del Río de la Plata. Esto dividió aún más a quechuas
y aymaras, pues se modificaron las rutas de comercio y cada zona debió volver
la mirada hacia su propio gobierno central, situado en un caso en la costa del
Atlántico y, en el otro, en la costa del Pacífico. Los habitantes de lengua aymara
del altiplano en tomo al lago Titicaca conservaban una orgullosa tradición de
haber defendido aguerridamente su independencia con respecto a los incas del
Cuzco (Pease 1978: 81-92; Klein 1982: 15). A la inversa, cualquier m mor sobre
un posible expansionismo aymara no era bien recibido en el Cuzco (Lewin
1957: 376).
En consecuencia, parece probable que hacia noviembre de 1780, Túpac
Amaru tuviera suficientes razones para renunciar a una década de "actuar
dentro del sistema", durante la cual pretendió ratificar por medios legales su
título de Marqués de Oropesa y obtener un mejor trato para su pueblo. La
popularidad del movimiento katarista y el descontento que reinaba en las
comunidades indígenas pueden haber convencido al cacique de que había
llegado el momento de "poner el mundo al revés" y arreglar las cosas tal como
había sido anunciado (Campbell 1985a, Szemiñski 1981:586-589; Cárdenas 1980,
Vega 1969: 645-650). Como claro indicio de que el movimiento katarista había
influido en su decisión, Túpac Amaru escogió el 4 de noviembre, día de la
fiesta del rey Carlos III, para comenzar su rebelión, acontecimiento simbólico
que debía convencer a los indígenas de la presencia de factores objetivos y
subjetivos que presagiaban un "pachacuti". El hecho de que el líder rebelde
fuera sinceramente leal a la Corona española y a la Iglesia, le permitieron
celebrar el cumpleaños del rey mediante una rebelión contra sus subordinados
inmorales, en especial contra el Corregidor don Antonio de Arriaga, quien se
había excedido regularmente de las limitaciones legales de su reparto, tanto al
vender más mercancía de la debida como al aumentar el monto total de lo
recaudado. Una vez planteados los principios de la rebelión ésta avanza median­
te el juicio y la ejecución de Arriaga, el 10 de noviembre, en una ceremonia
pública y espectacular que marcaría el fin de una era y el comienzo de otra.
Durante el primer mes de la rebelión tupamarista, el líder reunió en tomo
a sí a un grupo de lugartenientes y asesores, casi todos familiares o allegados
cercanos, y muchos de ellos mestizos de fidelidad incuestionable (Campbell
1981: 684-689). Estos comandantes eran considerados como "hijos" del jefe y
de su mujer, Micaela Bastidas, quien hacía el papel de guía y dirigente de los
rebeldes (Campbell 1985a). A su vez, los subalternos los honraban como "m a­
dre" y "padre", y se autodenominaban fieles "criados" de su amo (Szemiñski
128 CAMPBELL

1981: 573-575). Una estructura de mando de este tipo subraya la naturaleza


personal y familiar de la rebelión, y entraña desconfianza hacia todo forastero.
Esta actitud también se refleja en la estructura de mando de la rebelión katarista,
en la cual los hermanos de Tomás Katari, Nicolás y Dámaso, asumieron el
liderazgo a raíz de la muerte del caudillo.
Después de la ejecución de Arriaga, los tupamaristas se movilizaron rápida­
mente, bajo el mando del Inca, hacia el valle del Vilcanota, y tomaron control
de los obrajes de Pomacanchis y Parapuquio. Sin embargo, mientras así lo
hacían, Túpac Amaru seguía insistiendo en que el virtuoso rey de España le
había ordenado deshacerse de sus malvados representantes, puesto que había
comprendido al fin la gravedad de la situación en el Perú. He aquí que el Inca
sostiene, en un edicto publicado postumamente, en junio, haber recibido una
orden real en la que se le mandaba ejecutar a todos los "puka kunkas", literal­
mente "pescuezos colorados", una expresión quechua peyorativa con la que
se solía designar a los españoles (Perú 1980:3,949-950). El edicto resulta notable,
porque en él el Inca afirma estar actuando en nombre del rey. Probablemente
había caído en la cuenta de que el pueblo no lo seguiría sin esta doble autoriza­
ción (Szemiñski 1884:19). Estos símbolos dualistas de autoridad, Rey e Inkarrí,
se hallan en el meollo de la confusión que rodea el significado de la Gran
Rebelión de 1780.
Seguidamente, el 7 de diciembre, Túpac Amaru toma la decisión de cruzar
la Raya de Vilcanota e ingresar al Virreinato del Río de la Plata, más concreta­
mente a la región del Collao que bordea el lago Titicaca, habitada por culturas
aymaras. Esto resulta interesante, pues nos da información acerca de la relación
entre ambos líderes rebeldes. Como ya se sabe (Rowe 1954), Túpac Amaru
había cultivado estrechos vínculos con los criollos "progresistas" de Lima du­
rante su estadía en la capital en la década de 1770, y también se hallaba muy
relacionado con familias cuzqucñas tales como el poderoso clan Ugarte y el
obispo criollo Manuel de Moscoso y Peralta, quienes tampoco se hallaban en
buenos términos con Arriaga (Campbell 1980). Había también otros personajes
influyentes a quienes el líder rebelde intentó poner de su lado: los caciques o
miembros de la nobleza indígena, un grupo de aproximadamente 2,300 jefes,
cuyo control sobre los recursos y las comunidades indígenas podía contribuir
al triunfo de la revuelta y otorgarle una legitimidad adicional. La excomunión
de Arriaga por parte de Moscoso podía haber sido interpretada como un acto
de apoyo a la rebelión por estos criollos progresistas. No obstante, en los meses
sucesivos demostraron temor a involucrarse con las masas y reticencia a com­
prometerse con los tupamaristas (Campbell 1980: 251-270; Durand 1973: 489-
520). Al mismo tiempo, el hecho de que el Inca hiciera uso de elaborados
ceremoniales y ritos, como el despojar públicamente a Arriaga de las insignias
de su cargo y de su espada, así como del bastón de autoridad que correspondía
a su posición de corregidor, y vestir al funcionario en desgracia con el hábito
de penitencia de los franciscanos y marcarlo con cenizas, era señal de que hacía
un esfuerzo visible para ganarse también el apoyo popular. Testigos del aconte­
cimiento han comentado que el ahorcamiento daba fe de la carismática autori­
dad de Túpac Amaru: el pueblo que acordonaba la plaza parecía estar "en
trance" y completamente dominado por el caudillo (Campbell 1978: 107).
IDEOLOGIA Y FACCION ALISMO 129

A pesar de este éxito inicial, los primeros edictos de Túpac Amaru llaman
la atención por sus objetivos generales, no específicos, como el "terminar con
el mal gobierno" y deponer a Arriaga, de modo que los paisanos pudieran
servir libremente a su vez a la Iglesia (Durand 1981: 29-49). Sin embargo, al
eliminar a Arriaga, el Inca no señaló métodos precisos para diferenciar a los
inmorales "corregidores y pescuezos colorados", cuya humanidad en sí queda­
ba en duda, de los criollos y mestizos más progresistas, a quienes esperaba
atraer. La vaguedad de este enfoque permitió que diversos grupos se vengaran
de sus enemigos bajo los auspicios de la rebelión, e hizo que muchos criollos
y mestizos moderados se asustaran. En forma similar, el hecho de que Túpac
Amaru no pudiera obtener el apoyo de los poderosos "caciques gamonales"
del Cusco, quienes lo consideraban un provinciano advenedizo, hizo que el
reclutamiento se hiciera difícil en esa ciudad y sus alrededores. De este modo,
la decisión del rebelde de marchar hacia el sur, en dirección a Quispicanchis,
Lampa y Azángaro -ruta que conduce a territorios dominados históricamente
por los colla, los lupaca y los pacajes, todos ellos súbditos de la rebelión
katarista- lo obligaría a rcevaluar sus relaciones. La investigación de Thierry
Saignes (1983) aclara la complicada estructura étnica de las zonas, pero se
precisaría de un análisis más profundo para determinar el impacto que tuvo
la ofensiva tupamarista sobre estos pueblos. El hecho de que Dámaso Katari
aceptara la autoridad del "rey inca Túpac Amaru", y creyera que actuaba bajo
las órdenes del "rey de España" (CDIP 1971-75:11:2 549), probablemente refleja
el desorden que experimentaron los kataristas a raíz de la muerte del carismá tico
Tomás, el 15 de enero de 1781. Además, Dámaso reconocía que, sin la presencia
tupamarista, la revuelta de Chayanta nunca trascendería el nivel local. De allí
que Dámaso enviara a un emisario a Oruro para establecer contacto con las
huestes del Cusco (Odriozola 1863: 305-6).
Tenemos sólo evidencia parcial sobre las motivaciones de Túpac Amaru
antes de su repentino regreso al Cusco, el 22 de diciembre, hecho que constituyó
un estratégico movimiento de pinza, destinado a asegurar el control sobre esta
zona clave del altiplano peruano. La razón más importante para esta incursión
a Azángaro residía obviamente en la vieja rivalidad de los tupamaristas con
los Choqueguanca, una familia que también decía descender de un linaje real
inca y apoyaba activamente a la Corona. Tal vez como una demostración de
fuerza en contra de estos caciques gamonales que se resistían a su movimiento
y difamaban su ascendencia, las fuerzas de Túpac Amaru quemaron once
haciendas y otras propiedades y mataron a sus habitantes (Campbell 1981: 682-
683). Por cierto, según una investigación de José Tamayo Herrera (1982), la
ofensiva tupamarista en el Collao estuvo marcada por una considerable violen­
cia y por actos de vandalismo, que contrastan notoriamente con su conducta
en las regiones quechuas en tomo al Cusco, donde virtualmente no hubo ni
pillaje ni destrucción (Campbell 1983). Esta diferenciación sugiere que al interior
del movimiento existía el faccionalismo, bajo la forma de un castigo más severo
a la deslealtad en el territorio aymara. También puede implicar que las tácticas
y las aspiraciones de los movimientos rebeldes del Alto y Bajo Perú eran distin­
tas.
Si bien en la mayoría de los casos la coerción y la persuasión bastaban
para reducir las tensiones, a veces estas estrategias no lograban disminuir el
faccionalismo y la rivalidad inherente a la sociedad indígena. El escriba de
Túpac Amaru, Esteban Escarecna, declaró en su juicio que el Inca no conocía
directamente al hombre llamado "Francisco Catari". Sin embargo, Escarcena
señaló que su reacción instintiva era la de pelear contra su rival, a menos que
éste último "aceptara una división del reino" (Lewin 1957:829). Esta declaración
plantea muchas interrogantes no vcrificablcs, particularmente por haber sido
hecha en un contexto en que el liderazgo Katari había ya aceptado la hegemonía
nominal de este señor del Cusco, sin por ello perder las esperanzas de expandir
su rebelión hacia el exterior, tal vez al Cusco e incluso a Lima, a fin de destruir
a los españoles.
No obstante, está claro que, si bien Túpac Amaru podría haberse preocupa­
do por la subsistencia del culto katarista a su fallecido mesías, su principal
problema era el de ganar apoyo entre los poderosos caciques del sur del Cusco.
Este apoyo sólo le fue brindado en forma parcial. En la provincia de Chinchero,
por ejemplo, el poderoso clan Pumacahua constituía uno de los principales
aliados de la Corona: su cacique, Diego Mateo Pumacahua, contribuyó a la
victoria española mediante su heroica defensa de la capital del Cusco. Durante
y después de la rebelión se revelaron las profundas brechas sociales que afectan
el mundo indígena. Por ejemplo, los tupamaristas iniciaban su conquista de
provincias realistas como Cochabamba mediante el levantamiento de una horca
en la plaza principal, decorada con un retrato de Túpac Amaru, a fin de recordar
a los residentes que la pena por deslealtad al Inca era la muerte (Szemiñski,
capítulo 6 de este volumen). A raíz de la captura de Túpac Amaru, Pumacahua
encargó una pintura que conmemorara la ocasión. La obra muestra un puma
que vence a una serpiente, bajo la mirada benevolente de la Virgen de Monse-
rrat, patrona de Chinchero. En el fondo aparecen Pumacahua y su mujer, ambos
vestidos a la usanza española, afirmando su soberanía territorial. Debajo de la
pintura figura el dicho de Julio César, "Vini, vidi, vinci", recordando la derrota
de la facción rival, que trajo consigo un renovado respeto y poder para la
familia Pumacahua en el gobierno de reconstrucción del Perú.

La expansión de la rebelión y el surgimiento


del faccionalismo
La relación entre la ideología rebelde y el faccionalismo político al interior
de la rebelión se manifiesta cuando ésta deja atrás Tinta y Quispicanchis,
provincias en las que la familia de Túpac Amaru tenía un fuerte arraigo social,
político y económico, y se dirige a áreas más alejadas de su tierra, donde el
liderazgo rebelde debía incorporar a grupos con los que tenía menos en común,
tanto cultural como económicamente. Las múltiples fuentes de tensión al inte­
rior de la rebelión han sido exploradas en otros estudios (Campbell 1985a,
1985b; O T hclan 1982: 461-486; Lewin 1957: 342-377, 500-537) y no necesitan
ser reiteradas aquí: los, diversos grupos sociales que integraban la rebelión no
eran aliados naturales y debían hacer grandes esfuerzos para lograr una coope­
ración mínima. Estas tensiones serán tratadas en el contexto de ciertas decisiones
IDEOLOGIA Y I''ACCIONALISMO 131

político-militares, tales como los sitios del Cusco y La Paz, que permiten enten­
der más a fondo las causas y los efectos específicos de este faccionalismo.
Las iniciales victorias militares impidieron las divisiones que finalmente
habrían de hacer fracasar la ofensiva rebelde. Poco después de la ejecución
ceremonial del corregidor Arriaga por parte de Túpac Amaru, la rebelión
avanzó hacia Quispicanchis. Allí, el 18 de noviembre, en las afueras del pueblo
de Sangarará, las fuerzas de Túpac Amaru diezmaron a una milicia española
reunida a toda prisa, desbaratando así para siempre el mito de que los españoles
eran invencibles por las armas y generando una dinámica para la futura expan­
sión del conflicto (Campbell 1978:111). Sin embargo, mientras los tupamaristas
saqueaban los obrajes de Pomacanchis y Parapuquio y distribuían géneros y
coca a sus leales seguidores, ya había criollos que sintieron rechazo ante la
noticia de los 576 muertos en el santuario de la iglesia de Sangarará y ante los
rumores de canibalismo que llegaron hasta el Cusco. En respuesta, y sin duda
debido a las sospechas oficiales en tomo a su papel en el conflicto, el obispo
Moscoso sancionó con la excomunión a los líderes rebeldes (CDIP 1971-75:
11:2:275-514; Campbell 1980: 251-270; Durand Florez 1981: 489-520). Tales actos
pueden haber dado lugar a una reorientación del movimiento.
Hacia fines de noviembre, parece aumentar la percepción popular de la
revuelta de Túpac Amaru como un movimiento de fuertes connotaciones reli­
giosas, bajo el mando de un Inca reconocido. Un síntoma de este fenómeno se
halla en las crónicas españolas, que hablan de fuerzas rebeldes de más de
60,000 hombres, ciegamente fieles a su monarca Inca, cuando en realidad este
número era mucho menor (Campbell 1970: 111). Encontramos otro indicador
en la conducta del cacique al distribuir la tela y la coca robadas: deja una parte
para él mismo, comportamiento que coincide con las normas andinas de inter­
cambio y reciprocidad (Murra 1975), y también demuestra su habilidad, devol­
viendo algunos de los excedentes de mano de obra y producción que los
españoles habían obligado al pueblo a entregar, sin mediar compensación algu­
na.
Si, por un lado, los repentinos cambios en la ofensiva de Túpac Amaru
durante el primer mes de su rebelión pretendían ganar apoyo, sus pronuncia­
mientos muestran una evolución que va desde actos auspiciados por el rey
hacia otros basados en su propia responsabilidad como Inca. Por ejemplo,
Durand ha señalado que se observa una marcada disminución en el número
de referencias al rey en los edictos publicados por Túpac Amaru en las provin­
cias del sur del Cusco durante los meses de noviembre y diciembre (Durand
Florez 1981: 29-49). En vez de ello, el jefe rebelde esgrime argumentos que
subrayan su propia autoridad, y expresa el deseo de agrupar a todos los
'paisanos' bajo su 'bandera'. Esto es señal de un sutil cambio ideológico, e
indica que Túpac Amaru empezaba a actuar como Inca. Puesto que estos
comunicados, firmados por Túpac Amaru Inca', estaban dirigidos a los grupos
sociales de provincia que tradicionalmente habían sido leales a la Corona, pero
que ahora se hallaban descontentos por la corrupción y la mala administración
del Perú, resulta probable que los mensajes orales dirigidos a las comunidades
indígenas estuvieran aun más imbuidos de su autoridad moral como Inkarrí
(Hidalgo 1983: 120-121).
Los esfuerzos rebeldes por utilizar las tradiciones y la ideología incaicas
se hacen evidentes en muchos sentidos. A raíz de la victoria de Sangarará,
Túpac Amaru y su esposa, Micaela Bastidas, encargaron un óleo que los retrata­
ra como Inca rey y Colla (reina) respectivamente, rechazando el sombrero de
tres puntas con plumas y los atavíos de mestizo de sus primeras épocas, en
las que intentaba obtener un título valedero dentro del orden social español
(Gisbcrt 1980: 208-211; Hidalgo 1983:117-138; Macera 1975). Un análisis ortográ­
fico de la firma de Túpac Amaru muestra que el rebelde era consciente de la
necesidad de emplear símbolos de autoridad que ayudaran a contrarrestar la
segmentación social y favorecieran la coalición (Cárdenas A. 1980: 229-232;
Aparicio V. 1981: 325-330). Hallamos un indicio adicional de la necesidad de
impedir el desorden en la rapidez con que el rebelde nombraba caciques,
gobernadores y comandantes militares en las áreas conquistadas, para así conso­
lidar su poder de Inca (Campbell 1981, 1986). Sin embargo, estas actitudes no
bastaron para controlar a las provincias. En primer lugar, los gobernadores se
enfrentaban a la difícil tarea de distinguir entre los criollos, a los que no se
debía de hacer daño, y los españoles, considerados inmorales, inhumanos c
integrantes de la facción de los corregidores (Perú 1980: 1: 408-409). En ciertas
zonas, estos comandantes aseguraban a su vez que se les había dado el poder
para "devorar" a estos "estrangeros leogardos" [sic], apóstatas y rebeldes, que
eran inhumanos y malos cristianos, lo cual condujo a actos de violencia e
incluso de canibalismo (Szcmiñski, capítulo 6 de este volumen). El resultado
fue que estas instrucciones eran lo suficientemente flexibles como para que los
rebeldes actuaran contra cualquiera, fuera blanco o indio, a quien consideraran
Iskay uya (hipócrita) (ibid.). De este modo, la revuelta parecía en algunos casos
acentuar el faccionalismo y la desunión, al revivir conflictos sociales preexisten­
tes y problemas raciales.
Cuando los rebeldes tupamaristas se trasladaron más al sur, hacia las
provincias de Lampa, Carabaya y Azángaro, y más tarde hacia las regiones do
Puno, Chucuito y La Paz, a raíz del fracasado sitio del Cusco en diciembre do
1780 y enero de 1781, el liderazgo parece haber hecho aún mayor hincapié en
que el suyo era un movimiento de 'amarus' (serpientes), a diferencia de los
'pumas' (los Pumacahua) y de los 'gatos' o 'pescuezos colorados' españoles
(Gisbcrt 1980: 214 ss; Hidalgo 1983: 128 ss; Szcmiñski: capítulo 6 de este volu­
men). Ante la estrategia de Moscoso de cerrar las iglesias y utilizar a los
sacerdotes locales como informantes, los rebeldes también tomaron la actitud
simbólica de pronunciar sus discursos en quechua frente a las 'huacas' y los
cementerios, en vez de hacerlo en español sobre las escalinatas de las iglesias
españolas, recordando así a sus oyentes que tenían la obligación hacia sus
ancestros de plegarse al movimiento. Asimismo, en estas semanas, la rebelión
parece haber polarizado a las comunidades que atravesaba, a pesar de los
esfuerzos de los líderes para unificar la sierra sur.
Los informes españoles que datan de los primeros meses de la campaña
indican que son numerosos los españoles, sobre todo criollos y mestizos, mu­
chos de ellos 'principales', es decir, personas de rango y autoridad, que abando­
naron la causa rebelde, dejando así a un remanente de campesinos para que
lucharan bajo la bandera rebelde al lado de los indios (Szcmiñski 1981: 570-
IDEOLOGIA Y I'ACCIONMISMO 133

571). T am bién se reportaron deserciones sim ilares de m estizos y algunos criollos


en la provincia de C hu m bivilcas, donde T úp ac Am aru había ord en ad o, el 29
de noviem bre, la form ación de una m ilicia (CD1P 1971-75: 11:2:308). ¿C uál fue
la respuesta rebeld e a estas deserciones?
Si bien en la actualidad no está claro si los seguidores de T úp ac Am aru
sim plem ente asu m ían que éste debía ser capaz de resucitar a los m uertos,
parecería sin em bargo que en algún m om ento el Inca aceptó el m anto de m esías
que le fue im puesto por algunos de sus allegados y em pezó a atribuirse el
p od er de revivir a los difuntos. Las palabras del rebeld e a su aliado Bernardo
Su cacagu a, en las que afirm a que las personas que m urieran siendo fieles a él
"ten d rían su recom p en sa" (Perú 1980: 1:456-457) sugieren que T úp ac A m aru
se veía a sí m ism o, en principio, com o redentor. Sin em bargo, Szcm in sk i (cap ítu ­
lo 6 d e este volu m en) es de la opinión que las prom esas del rebelde a las
esposas de sus seguidores con respecto a una resurrección al tercer día tam bién
indican que su m esianism o se relaciona con la teología cristiana. Los indígenas
ap arentem ente veían al Inca com o una figura equ ivalente a Jesucristo. Al m ism o
tiem po, si bien la rebelión no era abiertam en te anticristiana, el sistem a de
creencias ind ígenas aceptaba a Túpac Am aru com o dios, red en tor y liberador
de los oprim id os. El Inca reforzaba esta creencia al afirm ar que los españoles
habían im ped ido a los indígenas el acceso al "d ios v erd ad ero ", y que él d esig n a­
ría a pesonas que les enseñaran la verdad (ibid.). En respuesta, los ind ios de
lugares tan alejados com o C harcas hicieron de Túpac A m aru su rey y redentor,
"sin co n sid eració n alguna por (el rey) C arlos III" (C D IP 1971-75: 11:2:511).
M ientras persistían los m in o res d e que T ú p ac A m am había acep tad o una
corona en el C u sco, los indígenas del Alto Perú creían que aceptaría una en el
G ran Paitití, un territorio selvático no localizado d ond e se creía que la m o n ar­
quía inca había sobrevivido a la dom inación española (AGI 1781: C D IP 1971-
75: 11:3:379-388; Szcm inski 1981: 573-575, 581).
D ada la acogida positiva que recibieron los tupam aristas en el período
posterior al estallid o de violencia en Tinta, y antes de la aparición del carism áti­
co Ju lián Apasa Túpac Katari en Sicasica en m arzo de 1781, es razonable pensar
que los rebeld es del C usco bu scaban m antener una presencia perm anente en
el sur del C ollao, para reem plazar las deserciones que habían sufrido en las
provincias del C usco. Sin em bargo, había dificultad es inherentes a la extensión
del m ovim iento desde el C usco hacia las provincias del altiplano en to m o a
La Paz, d o n d e los pueblos colla y lupaca vivían orgu llosos de su resistencia
ante las fuerzas incaicas antes d e la C onquista (Stcm , capítu lo 2 en este v olu ­
m en). En co nsecu encia, si bien el m ito d e Inkarrí tenía poderosos rasgos que
perm itían la expansión de la rebelión al Alto Perú, el hecho de que un noble
cu squ cñ o, T úp ac A m am , se proclam ara Inkarrí, afirm ara ser descend iente del
antiguo em p erad or del C usco H uayna C ápac y delegara poder en sus fam iliares
y allegados cercanos, trajo consigo la división, pues entró en conflicto con una
form a virulenta de nacionalism o aym ara, sim bolizado por la aparición de Julián
Apasa Túpac Katari.
La d ecisión de Túp ac A m am de enviar a su prim o y subalterno de confianza
a A zángaro y al Alto Perú , a través de la Raya de V ilcanota, ha sido criticada
por los com entaristas m odernos (V alcárccl 1970a: 143-153; Lewin 1957: 446-
462; L.E. Fishcr 1966: 95-96, 104, 125-128), en gran parte porque el cacique ya
había sido amonestado enérgicamente por su esposa y consejera militar, Micaela
Bastidas, por demorar el ataque al Cusco (Campbell 1985b: 179-181; Perú 1980:
4: 79, 80, 85), lo cual parecía ser la estrategia militar "lógica", dado que la
ciudad era claramente vulnerable. Sin embargo, el hecho de que Túpac Amaru
pensara que era "dueño" de las provincias del Cusco y que estas debían caer
a sus pies en forma natural se manifiesta en el largo asedio de la ciudad después
del 28 de diciembre y en su deseo de ser recibido en ella como libertador y no
como conquistador militar (Campbell 1983:147). Esta interpretación no recono­
ce además las ventajas igualmente importantes que se derivan de neutralizar
a los caciques realistas de Azángaro y de extender la ofensiva hacia el Collao,
a pesar del hecho de que este retraso permitió que los realistas movilizaran
tropas desde Lima hacia el Cusco y fortificaran la ciudad, dando lugar a la
contraofensiva española en abril del año siguiente.
Túpac Amaru decidió repentinamente contramarchar al Cusco el 20 de
diciembre, plan que no parece improvisado. Con una fuerza de 6,000 hombres,
Diego Cristóbal Túpac Amaru retornó a través de la Raya y atacó al Cusco
desde el norte, mientras que el inca comandaba otra fuerza desde el oeste de
la ciudad, resguardando los territorios altos sobre el río Apurímac. Una tercera
columna, bajo el mando de Andrés Castelo -u n criollo de Tungasuca y fiel
comandante de la más numerosa de las fuerzas rebeldes- completaba este
movimiento de pinza. Los reveses militares sufridos por Diego Cristóbal y por
Castelo frustraron el plan rebelde de controlar las provincias colindantes de
Andahuaylas, lugares que aprovisionaban al Cusco de víveres y de reclutas.
La fuerte resistencia de los Pumacahua frustró el esfuerzo de Diego Cristóbal
por sitiar el Cusco, mientras que las tropas de Castelo también sufrieron serias
bajas.
El publicitado asedio al Cusco, iniciado por el Inca el 28 de diciembre, trajo
consigo la deserción de numerosos indios y una resuelta ofensiva por parte de
los indígenas leales a la Corona de las provincias aledañas, bajo el mando de
sus corregidores y caciques, al tiempo que Pumacahua entró a tallar al frente
de sus 9,000 hombres, todos ellos de los "ayllus sagrados" del Cusco (Albo
s.f.: 29-30). Con el levantamiento del sitio, el 10 de enero de 1781, y el regreso
de los rebeldes a Tinta, la Gran Rebelión entró en otra fase, localizada en las
provincias del sur, cercanas al lago Titicaca. Después de enero, lo que había
comenzado como una revuelta en el Cusco se convirtió en una rebelión atrinche­
rada en el Alto Perú. El movimiento también había dejado de ser una simple
revuelta, para convertirse en una Gran Rebelión, con componentes que eran
tan distintos entre sí -sociológica e ideológicamente- como lo eran de la cultura
española a la que combatían. Estas diferencias se acentuaron con el ascenso al
poder de Julián Apasa Túpac Katari.
Las nuevas de la marcha de Túpac Amaru al Cusco parecieron incrementar
la actividad en el Alto Perú, donde estallaron numerosas revueltas y circularon
rumores de un levantamiento general durante las ceremonias públicas que
marcan el término de la Cuaresma. Sin embargo, cuando la región entre La
Paz y Cochabamba se hallaba en efervescencia, Tomás Katari fue capturado
en Aullagas y Túpac Amaru fue forzado a retirarse del Cusco hacia Tinta. Bajo
el mando del hermano de Tomás, Dámaso, 6,000 indios quechua y aymara se
reunieron en torno a La Plata, capital de la Audiencia de Charcas, para deman­
dar la devolución de los papeles de Tomás Katari y la liberación de sus aliados.
Mientras tanto, en Oruro, blancos e indios se aliaron temporalmente para
expulsar a la facción española bajo el control de la familia Rodríguez (Cajías
1986). Con la derrota de Dámaso y Nicolás Katari, en las afueras de La Plata
a fines de marzo por tropas españolas enviadas desde Buenos Aires, las fuerzas
aymaras, comandadas desde Chayanta, sufrieron una crisis temporal de lideraz­
go (Albo s.f.: 30-35). Esta situación se resolvió cuando el carismático Julián
Apasa tomó el lugar de Tomás Katari y adoptó el nombre de Túpac Katari, en
una ceremonia de reencarnación según los dictados del mito de Inkarrí. Basán­
dose en la descendencia de los Katari de los lugares de arriba y de España,
Túpac Katari preservó la unidad de la rebelión y la encaminó hacia La Paz
(Hidalgo 1982: 23; Valle de Siles 1977, 1980).
Según Xavier Albo (s.f.: 36), la aparición de Túpac Katari, ligada a la noticia
de la coronación de un Inca en el Cusco, dio una nueva dimensión al movimien­
to. Cuando las fuerzas quechuas avanzaron desde Azángaro hacia el norte, en
los meses que siguieron a la muerte de Túpac Amaru en 1781, las sucesivas
victorias de Velille, Sicuani, Yauri, Livitaca y Carabaya les otorgaron el control
de las provincias de Lampa y Carabaya. También situaron a los rebeldes en
una posición que les permitía obtener más victorias en las provincias del Collado
de Larecaja, Sicasica, Omasuyos y Pacajes, camino a La Paz, pero la presencia
de dos fuerzas distintas causó considerable confusión entre los pobladores. Por
ejemplo, Albo (ibid: 36) relata que un minero de Chichas cambió su apellido
por el de Katari y afirmó ser el "gobernador y embajador" tanto de los Túpac
Amaru como de los Katari. Este tipo de comportamiento resultaba común en
tanto que se esperaba el desenlace de la rivalidad entre ambos caciques. El
astuto Katari también hizo frente al desafío de la supremacía quechua, enm en­
dando la versión anterior sobre su reencarnación para incluir en ella a Túpac
Amaru. Señaló que su autoridad, tal como se hallaba explícita en su nombre
(amaru=serpientc en quechua, katari=serpiente en aymara) derivaba de ambos
líderes (Campbell 1986; Hidalgo 1983; Valle de Siles 1977). Sin embargo, con
esta actitud Katari pudo establecer una virtual monarquía en Pampajasi, sobre
la ciudad de La Paz, donde vivía con su reina y su corte, consultaba oráculos
y, en general, se comportaba ostentosamente como soberano.
Durante el mes de marzo de 1781, las fuerzas quechuas de Azángaro
cooperaron con los aymaras de Chucuito, situado al sur del lago Titicaca, región
sagrada para los aymaras por ser la matriz de la santa madre Pacha Mama,
para expulsar a los españoles de la importante ciudad de Puno. Sin embargo,
aún en esas circunstancias, los líderes tupamaristas, que formaban un grupo
estrechamente vinculado y elitista y se hallaban bajo el mando de Andrés
Ingaricona (plural de Inkarrí o rey inca), comenzaron a enfrentarse con los
kataristas, más populares y radicales (Valle de Siles 1977: 633-677; Albo s.f.:
39). Esto complicó aún más una situación en la que los indios de Chucuito
habían luchado al lado de los defensores españoles de Puno, dirigidos por el
corregidor Joaquín de Orellana, mientras que los indígenas del norte atacaban
la ciudad. Durante el sitio de Puno, los comandantes tupamaristas Andrés
136 CAMPBEI.I.

Quispe y Juan de Dios Mullpuraca pusieron en claro que sólo aceptaban órdenes
de Diego Cristóbal Túpac Amaru, y no apoyaron inicialmcnte las demandas
kataristas para la abolición de las obligaciones del tributo y de la mita (OThclan
1982: 474). La importancia de tomar Puno, que controlaba la ruta de comercio
entre el Bajo Perú y las minas de plata de Potosí, demandaba, sin embargo,
una cooperación. En los meses que siguieron a la captura y ejecución de Túpac
Amaru, con excepción de una recelosa colaboración durante el asedio de objeti­
vos tácticos específicos como la ciudad de Puno en abril, se observó una escasa
cooperación entre las fuerzas quechuas y aymara, que rivalizaban por dominar
el Alto Perú. Por ejemplo, durante el segundo sitio de la ciudad, los indios de
Carabaya lucharon al lado de los quechuas, mientras que los de Pacajes se
quedaron con los aymaras, y hubo también indígenas de Cabanas que apoyaron
a Orellana y los realistas (Albo s.f.: 41). Por su parte, los tupamaristas se
percataban de la ferocidad de la revuelta popular que habían ayudado a desen­
cadenar en zonas tales como Chucuito, pero no hacían ningún esfuerzo por
participar en ella. Por cierto, era tan limitada la autoridad de Túpac Katari,
que cuando se inició el tercer asedio a Puno en mayo, el cacique debió solicitar
un salvoconducto en Chucuito para poder viajar a Puno y prestar su ayuda
(ibid.: 43). Su presencia era mucho menos importante que la habilidad de los
tupamaristas para reclutar a los acaudalados indios aymaras de Omasuyos,
Larecaja y Chulumani, lo cual condujo finalmente a la toma de la ciudad. Antes
de partir, Orellana comunicó a las autoridades de la ciudad de Arequipa que
las fuerzas rebeldes se hallaban profundamente divididas y reconocían como
su rey ya sea a Túpac Amaru o Túpac Katari, pero nunca a ambos (Paz 1786:
1:376). En el Cusco, el juez español Benito de la Mata Linares escribió al Ministro
de Indias, José de Gálvez, después de la muerte de Túpac Amaru en mayo,
para informarle de las diferencias organizativas e ideológicas que separaban
a los tupamaristas, quienes intentaban unir a todos los no españoles, y a los
más radicales kataristas, quienes habían empezado a rechazar de plano cual­
quier alianza (AHM 1781).
La ascención al poder de Diego Cristóbal Túpac Amaru, en su calidad de
"hermano" de José Gabriel, así como su negativa de reconocer a Túpac Katari
como Inca, precipitan el creciente distanciamiento entre ambas facciones regio­
nales (Odriozola 1863: 209-211; Szemiñski 1981: 575). Si bien Diego Cristóbal
tuvo la prudencia de reconocer la autonomía de las provincias aymaras ocupa­
das por sus tropas a raíz de su conversión en jefe, se empeñó -sin embargo-
en que izaran su bandera y sólo permitió que Túpac Katari ocupara un cargo
de tercer nivel en la cadena de mando tupamarista. En un edicto publicado en
mayo, el escriba de Diego Cristóbal, Pedro Obaya, quien había tomado el
nombre de don José Guaina Cápac, firmó como "Notario Público de la Nueva
Conquista", poniendo en claro el enfoque tupamarista de la ocupación de las
provincias del Collado (Odriozola 1863: 209-211; CDIP 1971-75: 11:3:96). Para
subrayar las diferencias entre ambos grupos, Diego Cristóbal sólo se refería a
Túpac Katari por su nombre español Apasa, y espontáneamente le otorga el
rango de virrey o marqués, mientras que reserva el término más íntimo de
"hijos" para sus parientes Andrés y Miguel Túpac Amaru y otros lugartenientes
tupamaristas. Algunas de las interrogantes sobre el alcance e impacto de este
IDEOLOGIA Y FACCIONALISMO 137

faccionalismo en la Gran Rebelión pueden ser elucidadas a través del estudio


del sitio de La Paz, acontecimiento cumbre de la revolución.
Ya en marzo de 1781, los kataristas habían iniciado el sitio de la ciudad
española de La Paz, y en agosto se les unieron los tupamaristas bajo el mando
de Andrés Túpac Amaru Inca y Miguel Bastidas Túpac Amaru Inca. Las diferen­
cias entre ambos grupos se hacen visibles en la separación de sus acantonamien­
tos militares: los tupamaristas se situaron en El Alto, a 400 metros sobre la
ciudad en la carretera entre Cusco y Potosí, mientras que los kataristas acampa­
ron en Pampajasi, en la carretera entre la Paz y las Yungas, una zona tropical
desde donde los Katari habían antes comerciado con la ciudad en coca y otros
productos. Estos campamentos no sólo reflejaban la separación física de ambas
facciones, sino también simbolizaban el hecho de que la organización katarista
era gobernada por representantes de los 24 cabildos indios de La Paz, algunos
de los cuales eran de origen humilde, mientras que, por su parte, los tupamaris­
tas estaban bajo el mando de élites indígenas y de ladinos (indígenas españoliza­
dos) de larga trayectoria tupaniarista en el Cusco.
Los conflictos se manifestaban sobre todo a nivel de los líderes de ambas
organizaciones. La natural antipatía entre kataristas y tupamaristas se vio acen­
tuada por la juventud de los comandantes tupamaristas en La Paz, Andrés y
Miguel Túpac Amaru Inca, si bien el primero inició una relación con la hermana
de Katari, Gregoria Apasa, quien se convirtió en un nexo importante -aunque
informal- entre ambos bandos (Campbell 1986). El hecho de que Andrés Túpac
Amaru encarcelara brevemente a Katari por insubordinación, y que Katari se
desquitara ejecutando al lugarteniente tupamarista Pedro Obaya por "ladino,
espía e intruso", quejándose de que los tupamaristas se negaban a tratarlo con
honor y respeto (Lewin 1957: 508; L.E. Fisher 1966: 292, 294, 304), refleja la
desconfianza que reinaba entre ambas organizaciones, si bien es difícil definir
hasta qué punto esta ruptura afectaba el conflicto bélico.
El 28 de agosto, los kataristas recibieron noticias de que José Gabriel Túpac
Amaru Inca había muerto junto con todos sus hijos, con lo cual se demostró
que eran falsas las afirmaciones de Andrés sobre su descendencia directa, y
los kataristas lo tildaron de impostor (Valle de Siles 1977: 230-231). Durante
los meses que precedieron a la llegada en octubre del coronel José de Rescguín
y sus tropas españolas de Buenos Aires, los dos campos apenas si sostuvieron
relaciones, pues para ese entonces Katari se había vuelto más irracional y
caprichoso, mandando ejecutar a cualquiera que no pudiera demostrar que era
aymara, y consultando oráculos sobre el futuro. La ideología de Katari pretendía
principalmente castigar a todos los que no hablaban aymara y usurpar sus
tierras, programa que resultaba repulsivo para los moderados tupamaristas,
quienes habían prometido proteger a los 40 españoles de Sorata de todos los
"rebeldes traidores" que quisieran hacerles daño (Valle de Siles 1977: 613-624).
En consecuencia, los métodos de ambos líderes para contrarrestar el faccionalis­
mo, es decir, por un lado el estricto llamado a la solidaridad racial aymara y,
por otro, la unión de todas las personas contrarias a la dominación española,
eran en sí divisionistas. Así, las comunidades indígenas afectadas por la rebelión
se vieron obligadas a escoger entre ellos, como en el caso de Sicasica, donde
los miembros del "ayllu grande", todos ellos principales, eligieron seguir a los
138 CAMPM-I.I.

tupamaristas y no a los kataristas, a cuyas ideas temían tanto como a las de


los españoles (Paz 1786: 1: 376).
Al ingresar los realistas a La Paz, el 11 de octubre, con una fuerza de 7,000
hombres, se concedió a los blancos y a los mestizos una segunda oportunidad
para protegerse personalmente contra el racismo caprichoso de los kataristas,
muy diferente a la frágil coalición étnica de los tupamaristas. El 18 de octubre,
Diego Cristóbal escribió al Inspector General realista José del Valle, proponien­
do una paz independiente y negociada, y subrayando que el acuerdo no incluiría
a "Julián Katari, quien no pertenece a este linaje familiar" (BL 1781: Azángaro,
18 de octubre). Mientras que los sobrevivientes kataristas partieron de La Paz
hacia el santuario de la Virgen de Copacabana, situado cerca del lago Titicaca,
Miguel Túpac Amaru Inca entró en negociaciones directas el 3 de noviembre
con el coronel Rcseguín, para lograr poner fin a la guerra. Este tratado permitía
que las tropas tupamaristas se dispersaran sin represalias y terminó por otorgar
a Miguel y Andrés la libertad en el exilio. Por otro lado, Túpac Katari fue
capturado poco después debido a su alianza con Tomás Inga Lipe, un coronel
tupamarista de origen quechua, natural de Omasuyos. No está claro si Inga
Lipe actuaba en forma personal, para salvarse a sí mismo (Miguel Bastidas
Túpac Amaru Inca había supuestamente prometido a Rescguín que capturaría
a Túpac Katari e Inga Lipe), o si formaba parte de un trato tupamarista más
amplio, donde él no era sino un peón de ajedrez. Durante su juicio, Katari
acusó amargamente a los tupamaristas de haberlo traicionado a fin de cobrar
una recompensa por parte de los españoles (CDIP 1971-75:11:3:164-180). Según
Xavier Albo (s.f.: 55-58), quien ha estudiado el tema desde el punto de vista
katari, la corte reconoció que muchos indios se habían vuelto contra Katari,
pero que las pruebas existentes no involucraban a los tupamaristas. Por otro
lado, el tribunal felicitó a Miguel Túpac Amaru por haber "subyugado" al
brutal Apasa, y varios observadores realistas manifestaron que creían que los
"moderados" Túpac Amaru habían sido liberados por haber contribuido a
poner fin a la rebelión (Valle de Siles 1977:238-239, CDIP 1971-75:2:3: 146-149).

Conclusión
El 27 de enero de 1782, los rebeldes restantes tupamaristas firmaron un
acuerdo de paz en Sicuani, poniendo fin a las hostilidades de la Gran Rebelión,
si bien al año siguiente se produjeron esporádicas revueltas en Huarochirí y
otras zonas, que fueron reprimidas rápidamente. En julio, Diego Cristóbal y
el resto de los tupamaristas fueron puestos bajo custodia, y los líderes fueron
juzgados y ejecutados, en un esfuerzo por librar al virreinato de esta influyente
familia. Sin embargo, los indígenas y otros simpatizantes de la rebelión mantu­
vieron la esperanza, expresada en pasquines, de que su rey hubiera sobrevivido
(Baquerizo 1980: 18; Perú 1982: 274): "Nuestro Inca Gabriel vive, lo juramos,
pues, como rey porque viene legalmente, y lo recibimos, y todos los indios
perciben que defiende sus derechos".
Nuestro breve repaso de la relación entre ideología y organización en la
Gran Rebelión sugiere la necesidad de reevaluar los movimientos sociales
andinos dentro de su verdadero contexto cultural e ideológico. Históricamente,
y sobre todo durante la celebración en el Perú del sesqu icen tena rio de la
independencia, los estudios se han centrado en tomo a la rebelión de Túpac
Amam en el sur del Cusco, en detrimento de otros movimientos de protesta
social que ocurrieron al mismo tiempo en el Alto Perú, en Chile y en Nueva
Granada (Me Farlanc 1984; Hidalgo 1982; Moreno Y. 1976). Este enfoque restrin­
gido soslaya el hecho de que las protestas y las revueltas de mediados del siglo
XVIII eran fenómenos andinos, protagonizados por pueblos quechuas y ayma­
rás, que veían estos actos como parte de una larga tradición de resistencia y
rebelión contra el colonialismo español y no como "precursores" de la indepen­
dencia de España.
En años recientes, el desarrollo de la "Nueva Historia" peruana (Kapsoli
1984) ha empezado a hacer énfasis en el siglo XVIII como un tiempo de ruptura
con tradiciones anteriores, y a enfocar estas rebeliones como respuestas a fuerzas
de mercado injustas y protestas contra formas onerosas de colonialismo, tales
corno el repartimiento de mercancías, que intensificaba la explotación del exce­
dente de mano de obra y producción indígena (Golte 1980). Mientras que esta
orientación ha llevado a una mejor comprensión de las dinámicas estructurales
y fuerzas de mercado que contribuyeron a fomentar las protestas regionales,
estos enfoques sociales y económicos siguen situando a los movimientos mis­
mos dentro de un marco tradicional de oposición al reformismo borbón, en
particular en términos de secuencias de datos temporales que correlacionan al
estallido de la revuelta con la legalización del repartimiento en 1754.
A pesar de esta posición, los observadores y jueces españoles reconocieron
que los tupamaristas habían intentado utilizar un concepto incaico resurrecto
como idea legitimadora de una organización y un liderazgo insurrecionales
provenientes de lo alto. En consecuencia, decidieron castigar severamente a
estos caciques, hasta el punto de erradicar todo vestigio del antiguo imperio
inca (Rowe 1954; Campbell 1985a). Estos duros castigos dictados contra los
acusados eran sólo parte de un grupo más amplio de sanciones dirigidas contra
el poder del nacionalismo y la mitología incas, en especial contra el mito de
Inkarrí, del que hicieron uso tanto Túpac Amaru como Juan Santos Atahualpa
antes y Túpac Katari después. Según Hidalgo, es lícito suponer que Túpac
Amaru "recibió" el manto de Inkarrí del pueblo del sur del Cusco mucho antes
de 1780, y que su contraparte Túpac Katari procedió antes en Chayanta bajo
una "autorización" similar. Ambos lideraron una secuencia de acontecimientos
ligada no sólo a los excesos del absolutismo borbón, sino también a un mandato
no muy claro de presidir sobre los "pachacuti" o cataclismos que revertirían
el orden mundial existente y expulsarían a los españoles. Es posible que en
algunas instancias las masas sobrepasaran las demandas del liderazgo rebelde,
extendiendo así la dimensión social de la rebelión.
Este punto de vista sobre el conflicto aparece en una carta escrita por Túpac
Amaru al Oidor General José Antonio de Arechc, el 5 de marzo de 1781, en la
que se compara con el pobre pastor David que intentaba liberar a Israel de los
faraones mediante la derrota del cruel guerrero Goliat (CDIP 1971-75:11:2: 521-
531; Klaiber 1982). Si bien Túpac Amaru no pudo predecir la victoria, el uso
de la parábola señala que los desaventajados pueden vencer si están moralmente
en lo justo, y el resultado sería que el Estado español quedaría desacreditado
140 CAMPBELL

para siempre. Como se desprende del cuidadoso análisis de Szemiríski de la


enorme cantidad de testimonios sobre la Gran Rebelión, los rebeldes aceptaban
la religión española y la autoridad de la Corona a través de una compleja visión
del mundo que unía a dios, el rey e Inkarrí en un triunvirato (Szemiñski,
capítulo 6 en este volumen). Eran fieles vasallos de la Corona y de la Iglesia,
que sólo se habían rebelado para expulsar de su patria a los extranjeros inmora­
les, tales como los corregidores (Perú 1980: 4: 347).
La reutilización del mito de Inkarrí por parte de Túpac Amaru parece haber
sido aceptada en los confines del sur del Cusco. Sin embargo, este concepto,
que se basaba en el dualismo de la cosmología andina y acordaba un lugar
tanto a la religión católica como a las creencias nativas y a la autoridad secular,
daba lugar a tensiones y ambivalencias por parte de los sacerdotes, de los
caciques y de las comunidades indígenas, que intentaban adaptarse a un movi­
miento que a veces resultaba contradictorio en sus términos. Sin embargo,
mientras que el liderazgo rebelde luchaba con la aceptación de la religión
española y el rechazo de la ideología hispana, se hizo cada vez más dependiente
del mito de Inkarrí en su acepción cusqueña. De este modo, cuando el movi­
miento tupamarista puso la mira sobre el Alto Perú después de la muerte del
Inca, se enfrentó a un movimiento aymara con el que entró en conflicto en el
ámbito social, económico, político e ideológico. Los aymaras no se basaban en
una unión de paisanos, sino en la exclusión de cualquiera que tuviera la piel
blanca, y eran hostiles al imperialismo quechua. Es necesaria una investigación
más profunda para esclarecer la naturaleza y el alcance de este faccionalismo,
y su relación con los sistemas andinos de creencias y las tradiciones orales que
han fomentado la rebelión en la América andina desde los tiempos del naciona­
lismo inca.

DOCUMENTTACION CITADA

Archivos referidos

AGI (Archivo General de las Indias, Sevilla)


1780 Audiencia de Lima 1084. José Antonio de Arcche a José de
Gálvez, Lima, 3 de Noviembre, 1780.
1781 Audiencia de Cusco 32. "Autos seguidos ... contra Ypolito
Tupac Amaru". Cusco, 7 de Mayo, 1781.

AGN (Archivo General de la Nación, Lima)


1780 División Colonia, Sección Gobierno, Lcg. 93, Exp. 2041. Repor­
te de Manuel de Bodega, Paria, 21 de Octubre, 1780.

AHM (Archivo Histórico, Madrid)


1781 Colección Benito de la Mata Linares, 55: 84-87.

BL (Bancroft Library, University of California, Bcrkcley)


1781 Documentos de la Rebelión de Tupac Amaru. Box Z-D.
Parte II

Conciencia e identidad
durante la era de la
insurrección andina
Introducción

s i :n k l c r i s o l d e la crisis política y l a r e b e l i ó n , q u e h o m b r e s y m u j e r e s s e
vuelven más conscientes de sus propias aspiraciones latentes y de su com­
prensión del mundo, incluso conforme las redefinen o tal vez las transforman. La
conexión entre crisis política y el problema de conciencia influye al interior de los
estudios académicos. Los intentos por reexaminar la gran insurrección de la
década de 1780, realizados en la Parte I, subrayan repetidamente cuán crucial y
sin embargo cuán limitada es nuestra comprensión de la mentalidad andina. El
camino hacia una comprensión adecuada de las visiones del mundo del período
colonial tardío es largo y difícil. Los tres ensayos de esta Segunda Parte nos hacen
avanzar considerablemente por ese camino.
El estudio de Frank Salomón sobre el culto a los antepasados y motines
locales en Andagua, Arequipa, ofrece fascinantes incursiones en la cultura
política de adaptación y revuelta que precedió el ascenso de ideologías insurrec­
cionales más radicales. Los expedientes judiciales de Andagua permiten atisbar
aspectos relativamente clandestinos de la vida política y religiosa local de
mediados del S.XVI1I. Usados con sensibilidad por un hábil etnógrafo, estos
atisbos iluminan la ideología popular del período preinsurreccional que susten­
ta la cambiante legitimidad de los dirigentes andinos nativos locales, así como
del régimen colonial en su conjunto. Los juicios de Andagua documentan
vividamente el papel central de los sistemas de creencias religiosas y prácticas
rituales, especialmente el culto a los antepasados, en la legitimación de las
élites andinas nativas envueltas en la actividad empresarial de la economía mer­
cantil.
La hipótesis más sugerente de Salomón plantea que los nativos de Andagua
desarrollaron un concepto de lo que debían .ser las relaciones correctas entre
indios y europeos, a partir de la fusión de nociones andinas e hispánicas de
relaciones intcrétnicas. De la religión andina tomaron la noción de la multiplici­
dad de la humanidad. La humanidad andina fue dividida, subdividida y redivi­
dida otra vez, en una estructura de grupos humanos contrapuestos, de diverso
grado de inclusión. Esta elaborada serie de divisiones y subdivisiones garantiza­
ba a cada segmento humano su propio sentido de identidad y descendencia,
al mismo tiempo que los incorporaba dentro de un agrupamiento humano más
alto o inclusivo. Para lograr la unidad entre segmentos humanos agudamente
144 INTRODUCCION A l.A PARTF. II

diferentes (o, en el lenguaje de parentesco, remotamente relacionados), era


necesario ascender por la estructura segmentaria de la humanidad hasta un
nivel relativamente alto, donde se encontraban los dioses-creadores y las autori­
dades que correspondían a agrupaciones humanas más inclusivas. Según Salo­
món, tales nociones andinas se combinaban con el carácter plural de la tradición
legal hispánica. La ley medieval había separado la humanidad en corporaciones
diferenciadas, cada una con su propio cuerpo legal (fuero) de derechos, obliga­
ciones, jurisdicciones y procedimientos. Los juristas coloniales adaptaron esta
tradición de ley plural a las nuevas realidades americanas, distinguiendo entre
la ley aplicable a la "república de indios", y aquella correspondiente a la
"república de españoles". Esto confirmaba, ante los ojos andinos, que los indios
y españoles locales de Arequipa representaban segmentos altamente diferencia­
dos de humanidad, sujetos a cuerpos legales diferentes, unidos no directamente
entre ellos a nivel local, sino indirectamente a través de su sujeción común a
la autoridad virreinal.
El resultado es que los rebeldes de Andagua se amotinaron para defender
un patrón moral andino de relaciones interétnicas, aprobado, según ellos, en
los niveles más altos del Estado colonial. Este patrón moral era en realidad
compatible con por lo menos ciertas versiones de las normas tomistas practica­
das en los tiempos más antiguos de la colonia. Los funcionarios coloniales
adquirían un grado de legitimidad sólo en la medida en la que eran vistos
como embajadores de una autoridad más elevada, y sólo en tanto respetaban
las etiquetas establecidas y los derechos consuetudinarios que gobernaban las
relaciones interétnicas locales. En este caso particular, la práctica interétnica
establecida garantizaba a los nativos de Andagua el derecho a practicar cultos
idólatras de carácter semiclandestino a sus antepasados, y había permitido que
la recolección de tributos sufriera atrasos. La hipótesis de Salomón complementa
la discusión anterior sobre la "adaptación en resistencia" (véase mi capítulo
en la Parte I) al iluminar las conceptualizaciones indígenas tanto de los quid
pro quo que antaño habían hecho más soportable el gobierno colonial, como de
la creciente violación de los pactos interétnicos implícitos durante el S.XVIII.
Su idea sobre la existencia de una base moral de las relaciones políticas interétni­
cas, es también comparable con el análisis que realiza Platt (véase la Parte III)
de las respuestas nativas andinas a los liberales decimonónicos en Bolivia.
Sin embargo, en el S.XVIII los motines locales para defender modelos
preexistentes, cedieron lugar a utopías insurreccionales y el ensayo de Jan
Szemiñski aporta un notable análisis del lenguaje y los conceptos en juego
durante ia guerra de 1780-1782. Szemiñski comienza con una pregunta engaño­
samente simple: ¿por qué los rebeldes mataban españoles? La respuesta no
resulta ni de lejos tan obvia como a primera vista podría aparecer. La obsesión
de matar sistemáticamente a todos los seres "españoles", incluyendo a los
niños, y los aspectos rituales de las brutalidades, incluyendo mutilaciones
corporales y la negación de vestimentas y un entierro a las víctimas, no son
fácilmente reducibles a motivos obvios como la venganza, la intimidación o el
saqueo. Szemiñski explora cómo los rebeldes andinos justificaban los ritos de
asesinato: nos introduce al universo mental de la insurrección y revela matices
ocultos en el significado de palabras tales como "español", "rey" y "dios".
Los resultados son reveladores y asombrosos. Para los rebeldes andinos,
el exterminio de los "españoles", vital para la "limpieza moral" que conduciría
a una nueva era, ¡gozaba de la aprobación del rey de España y del Dios cristiano!
Los insurrectos colocaban a los españoles en la categoría andina de ñak'acf,
termino quechua para designar a seres humanoides considerados criminales,
bestiales y demoníacos. El status humano de tales seres era ambiguo, ya que
ellos se encontraban separados de la humanidad normal en tanto que eran
parásitos antisociales cuyo propio bienestar se afirmaba en la destrucción de
la vida humana. Ante los ojos de los insurrectos, estos españoles se habían
rebelado contra el rey de España y el dios cristiano. En realidad, la "España"
mítica situada "allende el mar", un lugar poderoso y definido distante del
mundo de los humanos en América, no tenía necesariamente conexión con la
"España" colonial de los españoles en el Perú, y de ninguna manera la legitimi-
zaba. Al matar a los "españoles", los insurrectos mataban traidores y heréticos.
La sensibilidad lingüística de Szemiñski descubre los erróneos supuestos que
se escondían tras una trampa historiográfica corriente: aquella que asume una
simple dicotomía entre ideologías reformistas moderadas, dispuestas a una
sostenida lealtad y sumisión al rey de España (y por tanto al gobierno colonial),
e ideologías Separatistas más radicales, que imaginaban una ruptura fundamen­
tal con el pasado colonial. La trampa es confusionista en tanto los mismos
rebeldes cruzaban repetida y fácilmente la línea divisoria entre ambas posicio­
nes.
Según el interesante análisis de Szemiñski, ni la hipocresía ni la contradic­
ción estropeaban las enfáticas afirmaciones de los rebeldes de que sus acciones
contaban con la aprobación moral de Dios y del rey de España, y su insistencia
igualmente declarada en que la suya era una guerra para instalar un Inca-Rey
que regresaría para gobernar América en una era completamente diferente.
Como sucede con muchos análisis pioneros, el estudio de Szemiñski plantea
más preguntas de las que puede responder. Como señaló Xavier Albo durante
el simposio de 1984, y como Szemiñski observa en la introducción a su ensayo,
los "españoles" constituían una categoría simbólica, y en la práctica, la inclusión
o exclusión de la gente en la categoría de cspaño\-ñak'aq no seguía reglas
estrictamente biológicas o culturales. Algunos españoles, especialmente criollos,
fueron exceptuados de la muerte; algunos jefes y notables indígenas pertenecían
al grupo ñak'aq. Criollos y mestizos ocuparon puestos importantes de liderazgo
en el levantamiento de Túpac Amaru y los propios insurrectos se dividían en
una tendencia tupamarista más dispuesta a imaginar una utopía multiétnica,
y una tendencia katarista, más inclinada a apelar a las solidaridades raciales
aymaras, excluyendo incluso a los quechuas (véase Campbell, cap. 4 en este
volumen). Una tarea clave para investigaciones futuras es examinar los criterios
según los cuales las personas eran ubicadas en la práctica dentro o fuera de la
categoría españoles-ñak'aq, y la forma en la cual tal práctica fue variando en el
espacio y en el tiempo conforme se desplegaba la insurrección.
La otra cara de la moneda es la cuestión de la identidad andina. No resulta
siempre obvio saber quién era considerado "Español" durante la guerra civil.
Tampoco es obvio cómo los insurrectos categorizaban el resto de la humanidad,
ni cómo los grupos andinos nativos encajaban dentro de este universo humano
146 INTRODUCCION A LA PARTE II

más amplio. ¿Sobre qué bases establecían las poblaciones andinas nativas su
propio sentido positivo de identidad? ¿En qué medida experimentaban una
crisis de identidad en el S.XVI11? ¿De acuerdo a qué criterios podían incorporar
a algunos mestizos provincianos y criollos pobres dentro del reino andino que
vendría? ¿Y cómo se enlazaban las autodcfiniciones específicamente andinas,
ligadas a dioses, paisajes y fronteras étnicas determinados, con la idea más
universal de "indios" que serían unificados y liberados por el advenimiento
de un Inca-Rey? El ensayo de Salomón nos recuerda la importancia del ritual
en las autodefiniciones andinas, y en el simposio de 1984, Manuel Burga com­
partió los avances de una investigación en desarrollo que se centraba en la
evolución de los mitos y rituales en los Andes centrales para rastrear las cam­
biantes autodefiniciones nativas. La investigación de Burga (recientemente pu­
blicada en Burga 1988; ver también Flores Galindo 1987) muestra que es engaño­
so plantear la pregunta de las identidades y utopías ligadas al Inca en términos
que suponen continuidades simples y directas conservadas desde el S.XVI. Lo
que él encuentra, en cambio, es que durante los siglos XVI y XVII, las sociedades
andinas locales sufrieron una continua erosión de las conexiones rituales y
mitológicas que las ligaban a las principales deidades regionales y suprarregio-
nales, que en otros tiempos habían servido para incorporar las identificaciones
más fragmentarias, de menor escala, como "familia" y "comunidad", dentro
de horizontes étnicos más amplios de identidad, intereses y obligaciones. Hacia
fines del S.XVII, esta atrofia religiosa había reducido en general las fronteras
de la identidad y la veneración andinas a los cultos más bien restringidos a
las momias de los antepasados. La investigación de Burga nos permite plantear
el problema de la identidad andina de manera más precisa. La pregunta no es
cómo las identidades ligadas al Inca fueron preservadas y propagadas desde
el S.XVI sino, más bien, cómo nociones generales de "indianidad" y de un
retorno del Inca, acompañadas por nuevas formas de memoria y ritual, inclu­
yendo la representación teatral de temas incas y relacionados a la conquista,
vinieron a injertarse dentro de la escala del ritual y la mitología andina, cuya
escala por lo demás venía reduciéndose, reexpandiendo así los horizontes de
la identificación, memoria y cohesión andinas.
Cualquiera sea la explicación de la reconstitución y propagación de ideas
y utopías neoincas, éstas ejercieron claramente un poderoso influjo en la con­
ciencia popular durante el período colonial tardío. Uno de los aspectos más
sutiles de este fenómeno fue el modo en el cual la utopía andina pudo seducir
a no-indígenas. Esto lo estudia Alberto Flores Galindo en su sensitivo retrato
de Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde, dos líderes criollos de la curiosa
conspiración neoinca descubierta en Cusco en 1805. En la historia del empeño
de Aguilar y Ubalde por coronar un Inca-Rey, Flores Galindo detecta los rezagos
de un renacimiento cultural andino tan poderoso y expansivo, que pudo ocasio­
nalmente conquistar la imaginación de criollos e intelectuales urbanos. La
creciente obsesión nativa con las glorias, tradiciones, historia y profecías andi­
nas, influyó profundamente los medios provincianos que constituían el hogar
de muchos criollos ymestizos durante el S.XVIII. La existencia de esta influencia
cultural, y los aspectos proféticos y místicos de la cultura católica colonial,
explican que incluso los no-indios pudieran encontrar irresistible la idea de un
INTRODUCCION A I.A PARTE II 147

reino inca revivido. En el Perú del S.XVI1I, nos recuerda Flores Galindo, los
"designios", las percepciones y las sensibilidades proyectados por el lado "andi­
no" nativo de la cultura europeo-andina, podían extenderse hasta abarcar una
diversidad de tipos sociales: campesinos pobres indígenas, indios nobles ricos,
mestizos empobrecidos, criollos inquietos. No debemos exagerar el punto. Di­
versos hechos nos advierten ampliamente sobre las precauciones que debemos
tomar: la rapidez con que la mayoría de simpatizantes criollos se replegó de
su alianza con Túpac Amara; el asesinato de criollos por tropas rebeldes, incluso
cuando sus líderes prohibían las ejecuciones; la tensión entre las inclinaciones
más multiraciales de la dirigencia tupamarista, centrada en el Cusco quechua,
y las tendencias más exclusivistas de los kataristas centrados en el altiplano
aymara. En tanto la permeabilidad de las fronteras culturales y sociales reflejaba
experiencias cotidianas, dicha permeabilidad variaba probablemente de región
en región, y tal vez también de estrato en estrato dentro de los grupos étnico-
raciales.
Sin embargo, vistos retrospectivamente, la flexibilidad y el alcance de la
cultura andina del S.XVI1I resultan impresionantes precisamente porque iban
a perderse en las secuelas de la Gran Rebelión. Conforme transcurrió el S.XIX,
el universo de las preocupaciones c identidades andinas nativas fue reduciéndo­
se hasta coincidir con aquel del campesinado pobre indígena. Si hubieran vivido
largos años, los viejos Aguila r y Ubalde se hubieran encontrado como solitarios
sobrevivientes de un pasado casi incomprensible.
5
Culto a los ancestros y resistencia
frente al Estado en Arequipa
entre los años 1748 y 1754*

F r a n k S a i .o m o n
University of Wisconsin - Madison

XVIII, el período indígena de Andagua, en el


H
a c ia m e d ia d o s d e l s ig l o

Corregimiento de Condesuyos de Arequipa, opuso una tenaz resistencia


al régimen tributario colonial. No se trataba de una resistencia organizada en
términos puramente políticos, sino más bien de un fenómeno íntimamente
ligado al culto a los ancestros momificados, que aún seguía vigente. Este capítu­
lo intenta reconstruir el vínculo entre las "idolatrías" y el activismo antitributa­
rio, a través de un análisis del juicio penal seguido contra el líder indígena
Gregorio Taco y sus aliados entre los años 1751 y 1754. Las actas de este juicio,
que suman 293 folios, se conservan, sin título ni clasificación alguna, en los
archivos del Arzobispado de Arequipa, Perú.
Los estudios en torno a la resistencia indígena se centran, por lo general,
en los focos de rebelión abierta. Dichos estallidos se caracterizan, desde una
perspectiva política, por ataques a las autoridades coloniales, y en lo ideológico,
por versiones "utópicas" de la ideología andina (Burga y Flores G. 1982). Los
documentos de Andagua revelan una situación aún no polarizada hasta esc
extremo. Sin embargo, denota ya una profunda alienación popular con respecte
a instituciones coloniales que los tributarios andinos habían anteriormente
tolerado e incluso ayudado a administrar. Vistos desde Lima, los disturbios y
las "idolatrías" de Andagua aparentaban ser un escándalo local, atribuible a
los consabidos conflictos entre la ciudad y el campo, entre grupos étnicos o
estamentales indígenas y españoles y entre autoridades civiles y eclesiásticas.
No se veía en ellos una amenaza seria al orden colonial. No obstante, la peculiar
condición semircvolucionaria de Andagua -treinta años antes de las grandes
insurrecciones- adquiere un especial interés retrospectivo, en la medida en que
nos ayuda a comprender, con claridad etnográfica, las condiciones que con el
tiempo darían lugar a la corriente revolucionaria andina.
Los acontecimientos resultan interesantes por varios aspectos específicos.
En primer lugar, la transformación del culto a los ancestros momificados en

(♦) El autor quisiera agradecer a la Comisión Fulbright-Hays de Lima por su apoyo a la


investigación en la que se basa este texto, llevada a cabo en 1982. El padre Manuel Marzal, de la
Pontificia Universidad Católica del Perú en Lima, tuvo la amabilidad de indicarme las fuentes
para mi trabajo, y en Arequipa, Dante Zegarra de la Universidad de San Agustín, me ayudó a
localizarlas. Quisiera expresarles mi profundo aprecio por su valiosa colaboración.
CULTO A LOS ANCESTROS Y RESISTENCIA 149

foco de faccionalismo rebelde es de por sí reveladora. De las descripciones de


observadores anteriores se desprende que, en el pensamiento andino, las mo­
mias de los ancestros encamaban literalmente la continuidad. En la práctica,
su culto daba lugar, a la vez, a una organización social basada en el linaje. Al
pasar a la clandestinidad, durante la etapa colonial, los ancestros ocultos se
convirtieron en el símbolo de la permanencia de estas formas comunales anterio­
res en medio de condiciones profundamente adversas. Las momias representa­
ban un orden cosmológico y genealógico que era sinónimo de una garantía de
permanencia y pasó a ser, luego, un motivo de rebelión. Esto se debió sin duda
a un creciente conflicto entre las experiencias en el mundo extracomunal y sus
normas básicas sobre derechos, obligaciones y continuidad. ¿Cuáles eran estas
ideas y con qué procesos sociales se relaciona este cambio de conciencia? Este
es un problema fundamental. El caso de Andagua nos puede ayudar a compren­
der la rebelión como un proceso endógeno en la historia de las sociedades
andinas, y no únicamente como una respuesta instantánea y automática a
presiones externas.
En segundo lugar, los incidentes de Andagua -sin llegar a ser abiertamente
revolucionarios-demuestran que la articulación política entre las colectividades
indígenas y el régimen colonial se hallaba en proceso de deterioro y erosión,
no sólo desde el punto de vista ideológico. En la práctica, Arequipa llegó a
perder la capacidad de administrar y cobrar tributos, al menos en parte de sus
territorios indígenas. La ascendencia de Gregorio Taco no se debió únicamente
a factores endógenos, sino también a conflictos más generales en el panorama
colonial que él supo explotar y profundizar. Los "alzados idólatras" de Andagua
creían estrar asumiendo la defensa de un antiguo orden legítimo al negarse a
colaborar con pretendientes ilegítimos, pero la fuerza innovadora de sus actos
podría haber sobrepasado sus intenciones.
La primera y segunda parte del capítulo describen el contexto local y los
acontecimientos relatados en el juicio. La tercera parte analiza las prácticas
religiosas de los "alzados e idólatras", enfocándolas como un sistema de creen­
cias y organizaciones capaz de movilizar a Andagua en forma colectiva. La
cuarta parte intenta yuxtaponer datos políticos y religiosos en el contexto de
los temas anteriormente descritos.

El poblado de Andagua en el siglo XVIII


El pueblo de Andagua se encuentra actualmente ubicado a 3,587 m sobre
el nivel del mar en el estrecho valle de Ayo, cerca de Arequipa (1GM 1968).
En el siglo XVITI, esta ubicación correspondía al límite superior del cultivo de
tubérculos y al margen inferior de la estepa semiárida poblada por pastores
(Flores G., 1977:13, Barriga 1943:63). Andagua se hallaba dentro de una región
predominantemente indígena, cuya economía se orientaba hacia las minas de
Potosí. A pesar de su escasa base agrícola, la población comprendía un sector
moderadamente próspero de comerciantes nativos, especializado en el tráfico
mercantil entre los templados valles de la costa, la región minera y las ciudades
de Arequipa, Cusco, La Paz y Oruro (Flores G., 1977: 17, 29). Gregorio Taco,
líder de los "idólatras" y rebeldes, pertenecía a este estrato, así como muchos
de sus seguidores.
Hacia fines de siglo, Antonio Alvarez y Jim énez visitó Andagua y describió
el lugar com o pobre y poco acogedor:

"...(está) situada esta Doctrina en una llanura corta, teniendo alrrededor


unos cerros áridos, llenos de espinos, y recorrida la población se halla
ser de ridicula fabrica de piedra negra bruta sentada sobre barros, sus
techos de m adera con paja delgada encima que llaman de la puna; sus
calles no m al form adas, pero angostas... aunque goza de algunas tierras
de sem brío son de m uy poco aprovecham iento... por ser m uy pedrego­
sas y cascajosa... el tem peram ento es sum am ente frío y seco y mucho
m as en el Invierno con unos aires tan penetrantes que se hacen intolera­
b les" (Barriga 1946: 63).

En 1790, la población de Andagua se hallaba com puesta por 1,606 indígenas


y 428 "esp añ oles" (Ibid: 60). A pesar de su estrecha vinculación con el comercio
a larga distancia y el m ercado del m undo m inero, los indígenas conservaban
una idiosincracia local en cuanto al vestido (M illones 1975: 63-64) y al idioma,
especialm ente en lo referente a su bilingüism o Q uechua-A ym ara (a los que se
agregan, según un inform e de 1812, los lenguajes "C oli, Puquina, Isapi y Chin-
chaysu yo"; Ibid: 47). El com ercio se dividía en dos especialidades: el tráfico
de licor desde los valles de la costa y el teñido de lana para exportación al
altiplano (M álaga M. 1981: 74-75, Barriga 1946: 63). Estas caravanas requerían
de un considerable núm ero de muías. Los indígenas de Andagua tenían fama
de ser autosuficientes y altivos, muy hábiles en sus oficios y también incorregi­
bles "b ru jo s" e "id ólatras".

A contecim ientos en A ndagua, 174(¿8?) - 1754

Confrontación en Andagua en 1751 y prim era investigación de sus " brujos"

En 1751, el general José de Arana, C orregidor de Condcsuyos, en Arequipa,


juzgó que la situación en el pueblo de Andagua se había vuelto intolerable. El
principal problem a residía en su terco desafío al sistema de administración
tributaria, que no había logrado cobrarles en varios años. Dos de sus predeceso­
res en el cargo habían intentado recaudar los tributos atrasados, encontrando
tan sólo una inflexible resistencia. Ante estos hechos, Arana viajó a Andagua
y convocó una asam blea de nativos (f. 57r-v):

"...con el m ayor agrado les dije, hijos, aqui vengo a aser la visita deste
pueblo y a ver si queréis pagar las sobras que os están señaladas; a
que respondieron todos con voces descom puestas, que si que nos bolba-
m os plata, aquí no hay sobras nigunas; arto asem os de pagar a nuestro
cura; por lo que tem iendo alguna fata consequencia respecto de allame
sin suficiente jente les bolbi a decir con la misma dulzura hijos yo no
os apuro pero no es esto el modo de libertaros del cargo que se os ase
en cada tercio y asi lo que podéis practicar es dezir al excelentísimo
señor virrey destos reynos para que m ande se aga revisita... y se borrará
L U L 1 U A l ,U S A I N C J t M K U S Y K t ó l b l h í\ l_IA 1 3 1

el mal nombre que teneis. Con esto... quedaron todos sosegados y


proseguí mi viaje" (f. 57 r-v).

Pero esta victoria resultó ser una ilusión. Poco después, el Corregidor se
enteraría de que, ni bien concluida la asamblea, Gregorio Taco -ex-cacique de
Andagua (f. 245r) y hombre conocido por su liderazgo en materia de cultos
en los santuarios aborígenes- había hecho renacer la agitación a n ti tribu taña.
El 2 de junio Arena recibiría una carta del cacique interino (es decir, no heredita­
rio) y gobernador de Andagua, don Carlos Tintaya. Este pedía al Corregidor
que enviara tropas para encarcelar a Taco. Arana accedió de inmediato, envian­
do a don Bernardo Vera y Vega a la casa de Taco, acompañado de 13 soldados
(f. lr-v).
Encontraron al "idólatra" y a su esposa, Teresa Luychu, durmiendo en
estado de ebriedad luego de una fiesta (f. 135v). Tomado por sorpresa, Taco
empezó a vociferar furioso, diciendo a los invasores que ningún español de
Arequipa podía juzgarlo, pues él gozaba de la protección del Virrey de Lima.
Al escuchar sus gritos, sus vecinos indígenas hicieron repicar las campanas de
la iglesia y corrieron por las calles "en número cresido, con cajas u clarines",
gritando "¡Mueran los españoles!" Las mujeres, en especial, daban rienda suelta
a su odio racial ("¡Aunque no mueran aora estos moros presto morirán!") y
proclamaban la inmunidad de Taco frente a la jurisdicción de Arequipa ("dicien­
do que el Corregidor no era su juez y que sólo el Señor Virrey era juez de su
marido"). A pesar de que la mayoría de los habitantes de Andagua sabían el
quechua, Taco y Luychu gritaron en aymara (f. lOr, 12r). Esto creó confusión
entre los soldados, que creyeron haber escuchado a Taco dar órdenes a sus
seguidores para que mataran a Vera y Vega. Entre alaridos y música, los
pobladores atacaron a los invasores arrojando piedras con sus hondas. Debido
a una confusión de identidad (atribuida luego a una semejanza,en el vestir),
creyeron haber capturado al detestado Corregidor Arana. Los soldados fueron
presa del pánico, atinando tan sólo a rescatar a su comandante y huir.
Durante los días siguientes, Arana se dedicó a recopilar declaraciones de
testigos sobre diversos aspectos de Andagua. En las actas de estas entrevistas
se aprecian diferentes puntos de vista, entre ellos el del cacique interino y
gobernador, don Carlos Tintaya. Este manifestó su disgusto ante la ignorancia
de sus súbditos y la susceptibilidad de éstos frente a la "idolatría" demagógica.
Según sus declaraciones, los seguidores de Taco lo habrían amenazado con
hacerle perder el cargo si intentaba interferir con Taco, alegando que su líder
"no tiene juez al presente" y se hallaba protegido por el mismo Virrey
(f. 47r-v). Tintaya decía que todos los indígenas aceptaban sin reparos las
órdenes de Taco y de su conocida "cuadrilla".
Los residentes "españoles" de Andagua consideraban que sus vecinos indí­
genas demostraban "suma altives poca obediencia y ninguna inclinación a los
actos de doctrina" (f. 33 r-v). Entre los hispanos, el pueblo tenía fama de contar
con innumerables y peligrosos brujos, cuyas artes negras eran francamente
temidas (f. 14r). Algunas de las suertes de brujería atribuidas a los indígenas,
en especial a las mujeres, pertenecen a la tradición satánica europea (Silverblatt
1982). No obstante, en general los testimonios españoles demuestran un conocí-
152

miento sorprendentemente completo de las religiones andinas. Si bien los califi­


caban de 'brujería", los testigos "españoles" describían los actos no cristianos
de sacrificio y adoración con cierta exactitud.
Los "curas doctrineros" (párrocos délas parroquias indígenas) de Andagua
y de los poblados aledaños no se hallaban entre los principales denunciantes
de casos de "idolatría". Se quejaban más bien de la debilidad de la Iglesia y
del control que el Estado ejercía sobre la región. El párroco de San Pedro de
Chachas declaró que los indígenas no asistían a misa y que no ponían a su
disposición un número suficiente de integrantes del coro ni de sacristanes.
Decía que vivían "en extrema livertad, por estar sujetos a distintos casiques
por lo que combendria nombrarles un cacique solo" (f. 27r). Sus archivos de
cuotas tributarias no se hallaban al día y algunos se trasladaban de una propie­
dad a otra, eludiendo así el pago de impuestos. El párroco de Andagua, José
Delgado, sostenía que lo de la brujería no eran sino rumores y habladurías en
que los ociosos y borrachos ocupaban su tiempo (f. 249r). No obstante, la
opinión pública decía que él dejaba impunes a los "brujos" porque él mismo
les temía (f. 196r). Delgado había dado asilo en su propia casa, en repetidas
ocasiones, a personas requeridas por las autoridades civiles, inclusive al mismo
Taco (f. 140r). Por su parte, Taco declaró que contaba con la amistad y la
confianza de su párroco (f. 134r).
Habiendo terminado con los interrogatorios, Arana redactó un informe
para las autoridades superiores de Lima, en el que refiere las causas del mal
y sugiere posibles medidas correctivas. En su escrito acusa a los indígenas de
"altivez" y desobediencia frente a las autoridades civiles, lo cual-en su opinión-
se debía a que era imposible mantenerlos bajo control durante las largas y
frecuentes expediciones de éstos hacia La Paz y Oruro. A esta causa añadía
dos más: la reciente introducción de licores destilados y el liderazgo que -al
margen de la ley- ejercían los miembros de la familia Taco, quienes "predomi­
nan con autoridad rara por ser éstos los principales en los actos de idolatría"
(f. 59 r-v).
Las medidas correctivas sugeridas por Arana incluían remedios drásticos,
tales como la confiscación de las muías de los comerciantes y el destierro de
los Taco. Con el tiempo llegó una respuesta del Virrey Conde de Superunda,
otorgándole permiso para ejecutar disposiciones menos radicales. El Virrey y
el Fiscal Protector de Naturales autorizaban a Arana a obligar a los nativos a
dejar sus moradas "entre chacras y quebradas" y a asentarse en torno a la
iglesia, así como a suprimir el comercio de bebidas alcohólicas y a poner al
día las cuotas tributarias. También lo facultaba para enjuiciar a los principales
"idólatras" (f.49r-60v).

La crisis de 1752 y el juicio de los "alzados" e "idólatras"


En octubre de 1752, unos 50 hombres armados, bajo el mando de Juan
Pablo de Peñaranda, el juez encargado, partieron de Chuquibamba con el fin
de encarcelar a los acusados de Andagua. Los caciques de dos poblados aleda­
ños también se unieron á la expedición, así como algunos oficiales del ejército
español y varios mestizos. Su misión consistía asimismo en confiscar los bienes
de los acusados para que pudieran venderse y cancelar con ese dinero los
tributos adeudados (f. 61 r - 63v).
Uno de los caciques relató luego que Peñaranda no había tratado mal a
los pobladores de Andagua, mostrando, por el contrario, "uso de grandes
cortesías y urbanidades, como con un sujeto de otro fuero" (f. 103r). No obstante,
el arribo de Peñaranda a Andagua causó "increíble estrépito" entre los indíge­
nas. Luego surgirían denuncias según las cuales los soldados habrían causado
la muerte de una criatura, un aborto y la humillación de varias mujeres indias
obligadas a participar en "actos libidinosos" (f. 69r, 134r, 136r, 158v, 236v, 240r).
Aún así, los pobladores se abstuvieron de recurrir a la violencia, y los invasores
pudieron tomar prisioneros a 24 indígenas. Gregorio Taco logró huir, pero su
mujer fue capturada. También arrestaron al cacique interino pro-español Carlos
Tintaya, por incumplir con el cobro de los tributos.
En la casa de Taco, Peñaranda encontró pocos bienes que confiscar. A pesar
de que Taco era propietario de un gran número de muías, Peñaranda tan sólo
halló unos cuantos cargamentos de lana, vino y coca, y algunos aparejos para
las bestias. En la casa de Carlos Tintaya, los inspectores encontraron pequeñas
cantidades de lana y algunos objetos religiosos católicos. En la casa de Matheo
Maquito confiscaron un mayor número de bienes, sobre todo vestimentas de
tipo andino envueltas en sacos y costales. Sin embargo, en general los hallazgos
fueron modestos, lo cual da indicio de que los acusados habían sido alertados
y habían procedido a vaciar sus casas (f. 63r-64v).
Durante su estadía en Andagua, los hombres del Corregidor habrían de
hacer frente a los primeros indicios de un conflicto que paralizaría crecientemen­
te su campaña: la enemistad entre las autoridades civiles y los sacerdotes a
cargo de las parroquias andinas. Desde un principio, el padre Delgado había
manifestado poco entusiasmo con respecto a las persecuciones. Al encontrar a
su congregación alborotada se dirigió a Peñaranda y lo amenazó con excomul­
garlo a menos que sus soldados se sometieran voluntariamente a la autoridad
eclesiástica. Luego envió una carta de exhortación a Arana, a la que éste respon­
dió en airados términos de rechazo (f. 70r-71r).
La apertura del juicio trajo a la luz una larga concatenación de antecedentes
que habían conducido a las recientes rebeldías. Surgieron nuevas denuncias
contra Delgado, acusándolo de permitir que sus parroquianos participaran en
prácticas de "brujería", debido a que los principales "brujos" lo habían amedren­
tado con amenazas de rebelión y hechizos (f. 83r, 94v). El cacique del pueblo
vecino de Chachas dijo que los de Andagua tenían una larga tradición rebelde,
que en el pasado habían asesinado a un sacerdote y que siempre se les había
temido "por tener costumbre el atropellar los juezes y sus comisionarlos todas
las veces que an recombenido para la paga y satisfacción de los ramos reales"
(f. 87r, 94r).
Por ejemplo, otro cacique vecino recordó el fracaso sufrido por el Corregidor
Juan Bautista Zamorátegui al tratar de imponer el cobro de los tributos a los
evasores de impuestos de Andagua. Al llegar, Zamorátegui se encontró a solas
con las autoridades nativas, pues todos los pobladores habían huido al enterarse
de su arribo (algunos de ellos obtuvieron asilo en la casa parroquial). El mismo
cacique declaró haber tomado parte en un intento de recaudación en el año
1750. En esa ocasión se habría tomado prisionero a Gregorio Taco, que luego
les habría sido arrebatado y dejado en libertad por el "común de indios" (f.
lOlr-v).
Los testigos coinciden en que la "cuadrilla de Gregorio Taco" se mantenía
unida en tomo al prestigio de su líder. Taco disponía de considerables medios
materiales y mágicos. Era propietario de un taller de teñido al que varios
vecinos traían sus lanas (f. 91 v), así como de numerosas muías para el comercio
a larga distancia. Sin embargo, su poder residía fundamentalmente en los
aspectos mágicos y religiosos. El mismo decía que su fortuna le había sido
obsequiada por los "gentiles" (ancestros momificados precristianos) que vivían
en el santuario de su familia. Reclutaba a los miembros de su grupo ofreciéndo­
les el acceso a estas deidades acaudaladas. Entre sus seguidores más devotos
se hallaba Ramón Sacasqui, un hombre que no tenía filiación con ningún santua­
rio local (debido, probablemente, a que era inmigrante; f. 163r) y vivía en
extrema pobreza, hasta que, en 1740, Gregorio Taco (f. 97r):

"condolido...de los trabajos que padezia el dicho Ramón Zacaqui fue


a su casa, que le dijo que sentía mucho el verlo padecer tan pobre, y
que si quería lo llevaría a donde tenía su linaje quien le dava quanto
necesitava y lo sacava de travajo, que se quería yr a rendirle adorazión,
de cuio consejo se vio precisado a yr con el dicho Gregorio Taco y una
legua arríva del Pueblo de Andagua llegaron ha cosa de las ocho de
la noche y llegaron al paraje donde el dicho Gregorio Taco tenía su
mochadero y que aviendolo rcconoscido cstava yn forma de cueva con
una puerta algo estrecha por la qual dentraron y hallo un gentil sentado
a quien el dicho Gregorio le rendía adoraciones, y que el dicho Ramón
Sacasquji le aplaudió dicho mochadero y pasando a otra cucba grande
hallo varios gentiles, y que el dicho Gregorio Taco le dijo, estos son
los que me dan plata y todas felizidades...a los dichos mochadcros van
distintas personas ha ofrezer sacrificios de cameros de la tierra muertos,
chicha en cantaritos, y otras vevidas".

Otro hombre respetado en su calidad de líder de una facción de "idólatras"


era Sebastián Tintaya, padre del cacique interino y propietario de un santuario
de momias llamado Hasaparco (f. 104r-v, 136v). Sus enemigos españoles mostra­
ron a los jueces unas alforjas de cuero de llama llenas de objetos utilizados en
los cultos indígenas, tales como conchas "m ullu", estatuillas prchispánicas,
coca y maíz. Dichas alforjas también contenían un recibo a nombre de Sebastián
Tintaya.
Sin embargo, el liderazgo de estas personas no dependía únicamente de
aspectos materiales o religiosos, pues también ejercían una función política
como jefes del movimiento antitributario. Gregorio Taco había encabezado este
movimiento durante varios años. En una ocasión, probablemente en 1748, hizo
uso de sus facultades como cacique (f. 150r), sin duda interino, y alcalde mayor
para convocar a los indígenas "más prominentes" a un cabildo y entablar un
debate en tomo a la deuda tributaria. Muchos de los participantes figuraron
luego entre los acusados por "idolatría" (Juan Guaneo, "segundo de la otra
CULTO A LOS ANCLS1KOS Y KhblSl tJNUA

mitad", es decir, la contraparte de Taco; Pascual Lázaro, Matheo Maquito,


Diego Cabana Andagua, Pedro Cabana Andagua, Juan Quecaña, Matheo Que-
caña y Benito Andaguaruna). Taco propuso que los contribuyentes no aceptaran
las demandas del Corregidor, reduciendo unilateralmente el tributo en un
monto de cinco reales y medio y pagando tan sólo lo necesario para el "sínodo"
del sacerdote (f. 124v, 132v, 137r, 144v, 152v, 184r). Esta política se convirtió
en ley a ojos de la comunidad, y fue motivo suficiente para desafiar abiertamente
a la autoridad civil española.
Gregorio Taco también hizo correr la voz de que el Corregidor no tenía
jurisdicción sobre Andagua y que ésta únicamente debía obediencia al Virrey.
En su propia confesión declaró haber prometido a la colectividad que traería
un "juez nombrado por su excelencia el Señor Virrey, independiente del Corre­
gidor de esta provincia, por dirección de su protector Don Agustín de Bedoya
Mogrovexo" (f. 178v). Según testigos, había repetido en numerosas ocasiones
sus órdenes de retener los tributos mientras no se celebrara un nuevo juicio
(f. 179v, 180r, 181r).
En octubre de 1752, en base a la información que había obtenido durante
el juicio, Arana envió a una fuerza mayor de 150 hombres armados para capturar
al resto de los rebeldes, demoler los santuarios de momias y castigar a los
adoradores de ancestros. Calificó esta tarea de "extirpación de idolatrías",
usando una expresión que había sido muy común unos cien años atrás pero
muy poco empleada desde entonces (f. 120r). Esta tropa llevó consigo a Carlos
Tintaya y Ramón Sacasqui en calidad de prisioneros guías.
Sacasqui los condujo primero hasta Quisguarani (f. 113r), "situación inculta,
entre las asperezas de peñas", donde Tintaya señaló la estrecha abertura de
una caverna. Se decía que este sitio era el "mochadero principal" de propiedad
de Gregorio Taco. Una cueva cercana fue identificada como el santuario de
Sebastián Tintaya. En el interior de la cueva principal, los extirpadores hallaron
varios ancestros momificados, rodeados de coca y de jarros de cerámica de
diseño reciente. El fraile Mercedario Lucas del Fierro exorcisó la caverna y
ordenó a los indígenas que sacaran a las momias hasta el exterior, pero, "con
arta repugnancia y atemorizados de castigo apenas llegaron a la dicha cueva".
Finalmente los indios se rehusaron de plano a extraer las momias. "Viendo
que aunque fuera con pena de mandarles quitar la vida no avían de tocar
aquellos cuerpos", el Mercedario terminó por hacer que los que no eran indíge­
nas destruyeran los ancestros indios (f. 112v-113r).
Llevaron todos los objetos rituales hasta la plaza de Andagua, donde colga­
ron a los ancestros de unas cuerdas durante varios días, con sus vestimentas
litúrgicas. Los no indios encendieron una gran fogata en el medio de la plaza,
y en presencia de toda la comunidad prendieron fuego a las momias resecas
(f. 115r-116r). Luego juntaron las cenizas y las echaron a un lago lejano. Este
espectáculo causó a los nativos "grave consternación y melancholia" (f. 112r).
Más adelante la expedición retornó a las cuevas de Quisguarani, de donde
los soldados sacaron más momias para quemarlas igualmente. Luego llenaron
los santuarios saqueados con piedras y marcaron el lugar con cruces (f. 113v).
Después encontraron otros santuarios, cuyos ancestros también fueron quema­
dos en la plaza o en sus propias cuevas (f. 113v), así como un sepulcro llamado
SALOMON

Pollogchaca, situado dentro de un edificio prehispánico que procedieron a


demoler (f. 114r).
Una vez destruidos todos los santuarios, Arana y su ejército comenzaron
a interrogar a los acusados con el objeto de que confesaran. Sin embargo, a
pesar de que torturaron a Gregorio Taco azotándolo con un látigo, no lograron
extraer de él una confesión satisfactoria (f. 131 r). No obstante, diez días después
Taco hizo una nueva y más extensa confesión, en la que admitió haber sido
propietario del santuario de Cuyag Mama por un espacio de diecisiete o diecio­
cho años. También dijo que había sido educado en la creencia de que "los
antiguos... principales y primeros dueños deste Reino" habían impuesto a sus
descendientes la perpetua obligación de ofrecerles sacrificios (f. 131v-32r). En
lo que se refiere a la supuesta sedición, confirmó la historia del cabildo indígena
y su reforma tributaria unilateral, pero negó haber sido personalmente respon­
sable de ello (f. 132r).

1753-1754: Conflictos entre los perseguidores; tercera


investigación y término de la persecución
Hacia fines de 1752, la discordia entre el Corregidor, la Iglesia y los represen­
tantes del Virrey se agudizó al punto de obstaculizar la persecución de los
indígenas de Andagua. El abogado de la Audiencia de Lima intervino para
ordenar que se tomaran nuevas confesiones, a fin de acatar una ley que hacía
obligatoria la presencia de un fiscal protector de naturales durante la confesión.
También rechazó las actas del juicio ya existentes, ya que en ellas se mezclaba
las acusaciones de idolatría con las del pago de los tributos. Ello implicaba que
se estaba transgrediendo en forma ilegal los límites jurisdiccionales entre la
Iglesia y el Estado. Con la asistencia del protector designado, José de Buenaven­
tura, se tomaron nuevas confesiones.
Durante el mes de enero de 1753, el fiscal de Arequipa solicitó sentencia
para los acusados (f. 196r-v, 240r-v) y el protector preparó su defensa, pero el
juicio avanzaba cada vez más lentamente por dos motivos: por un lado, las
autoridades de Lima pidieron ver las actas (f. 202r), por otro, el Cabildo Eclesiás­
tico de Arequipa, sede vacante, celoso de su autoridad sobre las infracciones
espirituales y ofendido por la acusación de haber mostrado excesiva indulgencia
en la actitud parroquial con respecto a la "brujería", empezó a oponerse a que
Arana participara continuamente en el juicio de los "idólatras" (f. 207r). Durante
esta etapa, el tesorero del Arzobispado, P. don José Antonio Basurco y Herrera,
asumió el liderazgo, apareciendo como figura dominante en las actas del juicio.
El Cabildo nombró a P. José Mogrovcjo de Pampacolca "juez de idolatrías"
(otra expresión propia del siglo XVII; f. 21 Ir) y ordenó al promotor eclesiástico
que redactara una opinión en la que se pide el destierro de por vida de Gregorio
Taco y sus "sectarios".
Sin embargo, Arana se enfrentó a la Iglesia empleando innumerables tácti­
cas dilatorias: siguió evadiendo las numerosas cartas de exhortación en las que
se le pedía que entregara a los acusados y las actas originales del juicio, incluso
después de que las autoridades superiores de Lima habían optado claramente
por adjudicar el caso de las "idolatrías" al Arzobispado (f. 232r-233v). La Iglesia
no se oponía a que Arana continuara desempeñando su papel en lo referente
a las rebeldías y a los tributos adeudados (f. 211r). No obstante, resultaba obvio
que Arana jam ás tendría oportunidad de cobrar dichos tributos si no conservaba
a los acusados físicamente en su poder, de modo que obstinadamente no accedió
a las demandas eclesiásticas (f. 214r).
El nuevo "juez de idolatrías", Mogrovejo, viajó a Andagua en mayo de
1753 para llevar a cabo una nueva investigación (f. 244r). Junto con el P. Delgado
reunió a la comunidad y exhortó a todos a acudir donde él y denunciar a los
idólatras. También inspeccionó los antiguos santuarios, sin encontrar nada
nuevo. Sin embargo, a pesar de su tardía intervención, el P. Mogrovejo llegó
a reunir algunos datos nuevos sobre la religión no cristiana (augurios, etc.), ya
que varios indígenas aprovecharon su presencia para vengarse de los ultrajes
sufridos por culpa de informantes anteriores.
Las relaciones entre Arana y el Cabildo siguieron en un punto muerto
durante el resto del año 1753. El Arzobispado se quejaba amargamente de su
incapacidad para obligar a Arana a entregar a los acusados y lo amenazó con
la excomunión. Por su parte, Arana alegaba que la Iglesia impedía el cobro de
los tributos atrasados. El cacique interino confesó que no se atrevía a actuar
por hallarse intimidado por las amenazas de la comunidad indígena. Las autori­
dades de Lima indicaron a Arana que debía proceder en forma lenta e indulgen­
te en lo referente a las evasiones tributarias. Hacia fines de ese año, Arana
ofreció entregar a los acusados bajo la condición de que los bienes confiscados
permanecieran en su poder para realizar su remate. La Iglesia nuevamente
pidió que se desterrara a los "idólatras", pero Arana se opuso por temor a que
escaparan del pago de los tributos.
En 1754, los esfuerzos por castigar a los rebeldes e "idólatras" se desm orona­
ron por completo, mas no en forma súbita, sino a través de una gradual desorga­
nización de la campaña anti-indígena. Mientras continuaba el conflicto entre
Arana y el Cabildo, Andagua fue retornando a la normalidad. En febrero llegó
la noticia de que el hermano y la mujer de Gregorio Taco habían fugado de la
prisión, y que los acusados no encarcelados habían huido hacia diferentes
lugares (f. 253r). Otros prisioneros habían pedido que se les liberara, aduciendo
mala salud o indigencia (f. 269r). En mayo, el padre P. Rivero y Dávila informó
que Gregorio Taco y su hermano gozaban de plena libertad y se hallaban
organizando nuevamente sus caravanas mercantes (f. 288r). Poco tiempo des­
pués, el Cabildo se enteraría de que los acusados de Andagua habían retom ado
a sus hogares (f. 292r). Finalmente, en octubre de 1754 Gregorio Taco se sintió
lo suficientem ente seguro como para presentarse en persona ante el Cabildo,
pidiendo ser exonerado y alegando haber sido miembro activo de dos cofradías
y víctima de falsas acusaciones (f. 294r). El Cabildo admitió su solicitud, pero
a partir de esa fecha, 11 de octubre de 1754, perdemos el hilo d élos acontecim ien­
tos por falta de documentación. Parece probable que los líderes nativos de
Andagua y las autoridades eclesiásticas hubiesen llegado a un acuerdo que
pronto pusiera fin a la crisis.
Santuarios ancestrales, vida ritual y organización
social en Andagua, alrededor de 1750
Algunos de los factores subyacentes de los acontecimientos de Andagua
pueden enfocarse en términos regionales: los intentos de imponer un sistema
tributario centralizado en un marco históricamente condicionado para una
considerable autonomía local de jacto; los conflictos emergentes entre la Iglesia
y el Estado, propios de la era de los Borbones; una sociedad indígena en la
que se produjo un profundo antagonismo entre el gobierno colonial apoyado
por la ley y las normas autóctonas de legitimidad. Sin embargo, los incidentes
también plantean interrogantes cuyas respuestas, de índole etnográfica, deben
surgir desde el interior de Andagua hacia el exterior: ¿por qué habría de
cristalizarse la resistencia en torno al sacerdocio del culto a los ancestros y no
en tomo a otro rol social? Si en vísperas de la época de las rebeliones el gobierno
legal no representaba la real organización política de la comunidad, ¿cuál era
entonces esta organización real que condujo a dichos acontecimientos?

Persistencia y función del culto a los ancestros


La mayoría de los estudiosos de las religiones andinas concuerda en que
al interior de todo sistema de creencias locales, las deidades andinas ocupan
lugares en un orden de oposiciones que se ramifican en forma jerárquica: en
la cúspide se encuentran las divinidades cósmicas o pan-andinas, luego vienen
los poderes regionales (volcanes, etc.) y finalmente los santuarios de origen
que representan colectividades autodefínidas en niveles descendientes de inclu­
sión. Los santuarios ancestrales con momias se ubican en las ramas más bajas
y de influencia local en el árbol oposicional, puesto que corresponden a paren­
tescos locales (Huertas V. 1970). Las momias mediaban entre los pobladores y
la tierra, pues eran progenie de la tierra y residían en agujeros dentro de ella,
pero a la vez eran progenitores de personas vivientes y funcionaban como
miembros prominentes de la sociedad local. A través de su mediación se ofre­
cían sacrificios a la tierra y ésta respondía proporcionando riqueza.
Cock y Doyle (1979), entre otros, han observado que durante la colonia los
niveles superiores del sistema sufrieron mayor erosión que los inferiores, y
una vez concluidas las grandes campañas de "extirpación", los cultos a las
deidades mayores prácticamente desaparecieron (Marzal 1977). Asimismo pare­
cería que la destrucción de los estratos superiores de liderazgo político nativo
durante la época colonial trajo consigo la disminución de las festividades religio­
sas celebradas en común por los diferentes grupos indígenas. De esta manera
habría aumentado la importancia relativa de las deidades ancestrales, posibili­
tando el desarrollo de su individualidad. Tal fue el caso en Andagua hacia el
año 1750.
Arequipa se había mantenido al margen de las principales campañas de
"extirpación" durante el siglo XVII. Sin embargo, unos ochenta años antes del
juicio contra Taco, el Arzobispo de Arequipa, Pedro de Villagómez, había
organizado una de dichas campañas en la región. Un fragmento del juicio
estudiado por Duviols (1966) y otro analizado por Wightman (1981) demuestran
que, durante la década de 1750, la religión popular aún se asemejaba a creencias
anteriores, pero que los cultos atmosféricos y volcánicos habían perdido impor­
tancia (Duviols 1966: 204-207; véase también Wightman 1981: 43-45, en donde
la deidad volcánica Surimana aparece erróneamente como Saramama, y el folio
244v del juicio contra Taco).
No obstante, después de las "extirpaciones" de Villagómez, Andagua dis­
frutó de un largo período de relativa paz religiosa. Carlos Tintaya declaró que
los pobladores no habían encontrado oposición a sus ritos clandestinos:

"porque los antezesores de (Arana), y curas al dicho pueblo, an mirado


esta materia como ajena de sus obligaciones dejando correr este canzer,
asta que a caido en las ynozenzias más públicas, pues los dichos yndios
ynstruicn a sus hijos tiernos a que sigan los mesmos ritos".

La inesperada militancia de Arana sorprendió grandemente a los poblado­


res de Andagua, quienes no habían

"visto ni oydo dezir semejante reforma en muchísimos años como lo


decantan los yndios e yndias de avanzadas edades... teniendo el presen­
te descubrimiento por fatal agüero" (f. 173v).

Antes de la intervención de Arana, los santuarios de "linajes" habían sido


objeto de cultos más numerosos y vitales. En la medida en que representaban
una sociedad en la que el liderazgo indígena únicamente existía a nivel local,
y en la que los jefes nativos por encima del nivel de parentesco y apoyados
legalmente por el aparato colonial carecían prácticamente de legitimidad, su
importancia como "representaciones colectivas" parece haber sido notable. Sin
embargo, el grado en que las ideas de los adoradores de momias reflejaban un
autoconcepto social resulta menos interesante que el modo en que estas prácti­
cas organizaban y reproducían la comunidad. El funcionamiento de la organiza­
ción religiosa ha de haber sido triple: definía el "yo" y el "otro" colectivos
dentro de parámetros rígidos, fomentaba entre las comunidades andinas una
estructura económica que formaba parte del sistema minero-mercantil y recon­
ciliaba estas dos funciones -en parte contradictorias- ordenando ya sea la
cooperación o la resistencia con respecto a los poderes exteriores, indiferentes
frente a concepciones locales de derechos y obligaciones.
Sugiero que, alrededor del año 1748, los líderes de fa d o de Andagua habían
virado de una política general de cooperación hacia una de resistencia. La
razón para ello se halla en que veían en la directa intervención e imposición
tributarias una amenaza para la constitución interna de su comunidad. Esta
constitución comprendía grupos familiares que disfrutaban de un virtual privi­
legio de clase gracias a sus vínculos comerciales, ejerciendo así una ventaja
dentro de un sistema local que condicionaba el control de los recursos mercanti­
les a la conformidad con las creencias andinas. El propósito de esta sección es
esbozar dicha constitución.
Los santuarios de ancestros y la organización de la ''familia"

La adoración de las momias formaba un entretejido de obligaciones, que


iban desde el hogar hasta los confines de la colectividad autodefinida. De las
declaraciones de testigos se desprende con claridad que la familia (de extensión
no definida) constituía el núcleo de las prácticas religiosas. Los viernes por la
noche, cada grupo familiar iba por su cuenta hasta el santuario que representaba
a la "fam ilia" a través de sus ancestros. La palabra "fam ilia" es probablemente
una traducción de "ayllu". Por ello, debemos presumir que cada santuario de
ancestros representaba a varios hogares que componían la unidad llamada
"fam ilia". Cada poblador de Andagua "tenía" un santuario que le había sido
asignado, y el mayor de los varones (¿o mujeres?) de la "fam ilia" era conocido
como el "dueño" del santuario "señalado" a su grupo. Aparentemente ejercía
las funciones de sacerdote principal y normaba el acceso a su santuario. La
"fam ilia", representada por el santuario, era concebida como una institución
permanente
Los vividos relatos de los testigos en torno a sus visitas a dichos santuarios
demuestran la fuerza emocional de estas con respecto a la vinculación familiar.
Al anochecer, los fieles salían de sus casas uno a uno, para evitar el ser detecta­
dos, y aguardaban entre unos peñascos al resto de su grupo, a fin de que todos
pudieran encaminarse juntos hasta el lugar sagrado. Sólo entonces podían dejar
de lado las normas de la clandestinidad, según las cuales estaba prohibida toda
conversación sobre los santuarios en los demás días de la semana. Al cumplir
siete años de edad, los niños eran llevados y presentados formalmente a sus
ancestros, al tiempo que se les enseñaba a guardar el secreto.
A la entrada de la cueva, los visitantes silbaban y pedían permiso para
entrar. Después de saludar a sus ancestros con invocaciones aymaras (f. 246r),
procedían a arreglarles las vestimentas "de antigua usanza", encender velas
de grasa de llama y presentarles ofrendas, que siempre incluían hojas de coca
y chichas especiales de maíz rojo, amarillo y blanco (f. 244v, véase también
Wightman 1981: 44). Luego cada uno hablaba con sus ancestros, pidiendo
augurios y favores; tales como una lucrativa caravana hacia La Paz, un exitoso
aprendizaje en el telar, etc. (f. 16v-17v). Las momias se hallaban sentadas en
torno a mesas o en otras actitudes propias de seres vivos, con hojas de coca
en la boca y jarros de chicha en la mano. Vestían prendas hechas de piel (f.
113r) y sandalias (f. 115r) y llevaban en la cabeza vistosos tocados multicolores
con guirnaldas de paja (f. 115v). En los testimonios se aprecia el ambiente de
solemnidad y ternura que reinaba entre los fieles, y entre éstos y sus opulentos
e inmortales antepasados.
Los ancestros eran considerados los verdaderos dueños de la tierra. Un
hogar podía reclamar derechos locales en razón de su ascendencia, y la riqueza
que poseyera constituía un obsequio de los antepasados. Cada "fam ilia" conce­
bía su santuario de momias como un símbolo colectivo, "teniendo por timbre
o exaltazion para que les guarden respecto" (f. 173v). Al agrandarse el santuario
en dimensiones o importancia, también se incrementaba el prestigio de sus
"dueños" (Wightman 1981: 43) en relación a otras familias.
CUITO A l.OS ANCESTROS Y RISISTENClA 161

Los santuarios de antepasados y la organización suprafamiliar


Los grupos familiares de Andagua no eran autosuficientes, y los lazos de
intercambio e interdependencia entre ellos se regían por los santuarios de
ancestros. Estos lazos parecen haber constituido los principales ejes de afinidad,
comercio y formación de facciones políticas. En efecto, los vínculos hacia y a
través de los santuarios estructuraban el gobierno local, y en comparación las
autoridades legales del sistema colonial daban la impresión de ser débiles y es­
pecializadas.
En los tiempos de Taco, el rango relativo que ocupaban las diferentes
“familias" y santuarios no parece haberse derivado de ningún esquema estruc­
tural permanente del tipo incaico conocido. El prestigio de los santuarios de
los Taco y de los Tintaya es más un logro que una herencia, y parecía crecer
a medida que aumentaba la fortuna comercial y política de sus miembros
principales. A pesar de tratarse de colectividades de tipo andino, el rango
relativo de éstas podía definirse, al menos en parte, en términos de clase, y
sus rivalidades se asemejaban a la competencia entre empresas.
Los matrimonios entre “grupos familiares" distintos eran comunes y tal
vez incluso obligatorios. Al concertar un casamiento, cada hogar debía invitar
al candidato a yerno o nuera al santuario de la familia, donde se procedía a
solicitar augurios y permisos por intermedio de un oráculo especializado. Una
respuesta negativa podía anular incluso un compromiso mutuamente deseado.
El desempeño de un oficio aparentemente también dependía de los vínculos
religiosos: Ramón Sacasqui obtuvo su puesto de ayudante de Gregorio Taco
en las caravanas de muías gracias a una invitación de éste para que visitara el
santuario de su familia, y no por medio de un contrato público.
Las agrupaciones familiares aspiraban a mejorar su status mediante la
manipulación de la conducta religiosa. Intentaban atraer un mayor número de
visitantes hacia sus respectivas cuevas de momias, y ofrecer acceso a personas
cuya ayuda podía resultar valiosa. El éxito económico podía adquirirse sobre
la base del prestigio religioso, y a su vez la riqueza era vista como un obsequio
de los ancestros. Gregorio Taco logró apoderarse prácticamente de todo el
sector de comercio en lanas, atrayendo a su clientela a través del rumor de que
sus ancestros eran los únicos capaces de garantizar la seguridad de las carava­
nas. Se sabía que atendía con rigurosa devoción “su" santuario, donde residía
una pareja divina conformada por Camag (el "animador" en quechua, también
llamado Capachica) y Cuyag Mama (“madre amorosa"). Los demás comercian­
tes adquirieron la costumbre de esperar ante este santuario todo el tiempo que
fuese necesario hasta obtener un augurio favorable para partir (f,17v-18r, 113v,
115r-v, 129v, 165v). Los testigos se hallaban convencidos de que este hecho
constituía para Taco una decisiva ventaja en su carrera como líder de la comuni­
dad. Los fieles de un santuario se encontraban unidos por vínculos muy fuertes,
puesto que todas las partes esperaban ser recompensadas o castigadas en razón
de su conducta, y también porque el secreto constituía un chantaje mutuo.
Desde el punto de vista de los creyentes, la prosperidad de una comunidad
se hallaba en manos de los "dueños" de los santuarios importantes. Su riqueza
garantizaba su prestigio, tanto en forma material como en forma moral, y un
revés económico resultaba perjudicial en ambos aspectos. El papel que desem-
162 SALOMON

peñaron los sacerdotes de los principales santuarios, en su calidad de "activistas


antitributarios", se explica como parte de su rol global de garantes del flujo
de riqueza que manaba de la tierra hacia el pueblo y retomaba a ésta por
intermedio de los ancestros: tanto la religión como el interés colectivo justifica­
ban las medidas que pudieran impedir su desviación hacia Arequipa.

Conclusiones: Los ancestros y la ideología de la resistencia


La facción de Gregorio Taco no tenía intenciones de iniciar una revolución
en el sentido en que luego lo harían los seguidores de Túpac Amaru II. Por el
contrario, consideraban que el no pagar tributos era una manera de defender
lo que-en su opinión-constituía la norma correcta y tradicional de las relaciones
intergrupa les. ¿Cuál era esa norma y hasta qué punto el defenderla formaba
parte del mismo proceso histórico que culminó con las grandes insurrecciones?
Los acusados de Andagua sostenían un punto de vista sobre las correctas
relaciones interétnicas, cuyo origen se remonta a fuentes tanto andinas como
europeas. Su religión, al igual que las demás religiones andinas, concebía un
origen múltiple de la humanidad. La diversidad humana se organizaba en
tomo a la ecuación sociedad-paisaje (Alien 1981; Rappaport 1982: 95-98) y se
dividía en fragmentos que se incluían unos a otros ("familia", "pueblo", provin­
cia, grupo étnico, etc.) del mismo modo en que las características topográficas
también se contenían (o, según la mitología andina, se engendraban) unas a
otras en orden ascendente. El esquema global se caracteriza por una oposición
segmentaria, de modo que, cuanto más distantes o diferentes dos grupos huma­
nos, más alto se halla el punto que los une en la estructura segmentaria.
Al relacionar esta noción con la ley española, los acusados de Andagua la
superpusieron a los conceptos legales de la Edad Media y a la idea de una
"república de indios". La antigua ley ibérica reconocía una multitud de "fueros",
es decir, privilegios y jurisdicciones legales especiales, que hacían posible que
un grupo humano se rigiera por estatutos y tribunales particulares, aun cuando
éstos entraran en contradicción con leyes más generales. A principios de la
época colonial, estas ideas habían contribuido a formar el conocido concepto
de una "república de indios", es decir, una compleja y múltiple sociedad indíge­
na que debía existir paralelamente a la "república de españoles" en el Nuevo
Mundo, con su propio cuerpo de leyes y derechos. En la práctica, ni la idea
de una "república de indios" separada, ni su corolario de privilegios legales
especiales e inviolables representaban directamente la realidad. Sin embargo,
estas ideas seguían teniendo gran atractivo para los indígenas.
Los múltiples segmentos de la humanidad que establecen los axiomas
andinos y la pluralidad jurídica de los antiguos conceptos españoles coincidie­
ron en el pensamiento andino para configurar la noción popular de una ley
colonial fundamental. Esta no correspondía sino vagamente a la realidad de
la ley codificada, pero no dejaba de constituir un poderoso elemento de la
ideología popular. Los indios del área de Andagua consideraban a los españoles
de Arequipa como "sujetos de otro fuero", es decir, como miembros de un
segmentó humano distante, que sólo se hallaría unido a Andagua por una
elevada conexión de generalidad espacial y social. A su parecer, Andagua
indígena y la española Arequipa únicamente se encuentran a un nivel que
CULTO A LOS AMCTSTROS Y RLS1STLNC1A 163

representa todo el "reino del Perú", tanto indio como español, es decir, a nivel
de la autoridad virreinal. La insistencia de los pobladores de Andagua de que
sólo el Virrey podía juzgar a Taco refleja la idea de que el poder de este se
extiende desde Lima hacia Arequipa y hacia Andagua por vías separadas, y
que las pretcnsiones de la Arequipa española de ejercer una hegemonía regional
eran ilegítimas. La tolerancia hacia los curas en Andagua, incluso durante los
incidentes, es señal de que los pobladores aceptaban que la Iglesia reivindicara
su antiguo derecho de oficiar en todos los fueros.
Hacia 1750, los tributarios de Andagua parecen haber considerado que la
intervención de los corregidores de la era de los Borbones no eran sino intentos
de imponer una noción de jurisdicción muy distinta. Los caciques que colabora­
ban con ellos violaban el concepto legal que el pueblo atribuía al cargo de
gobernante nativo. A ojos del pueblo de Andagua, el pago de impuestos había
dejado de pertenecer a su "código legal" y los funcionarios del gobierno español
ya no eran representantes legítimos de un poder superior, sino emisarios de
una autoridad vecina que habían venido a extorsionarlos. Cuando los líderes
de la legalidad española violaron los derechos de la legalidad popular, los
sacerdotes andinos, cuya misión era propiciar c interpretar la interacción entre
los bienes sagrados y profanos en todas las escalas de las jerarquías de poder,
empezaron a oponerse a estas desviaciones del flujo en el contexto secular
(Millones 1979). Según el razonamiento de los creyentes, aquellos que entre
los jefes del culto y los de santuarios hubiesen obtenido ventajas en el sector
comercial, eran también los mejor preparados para encabezar la resistencia,
pues ellos mismos habían resistido mejor el ataque.
Si los jueces españoles hubieran tratado las reivindicaciones pluralistas de
los rebeldes de Andagua con un mayor grado de simpatía o comprensión, estos
hubieran tal vez terminado por aceptar su condición de tributarios. Pero tal
como sucedieron las cosas, el movimiento de Andagua aparece como una etapa
en el deterioro del tnodus viven di andino-europeo. Agudizó a escala local la
enemistad entre la Iglesia y los funcionarios estatales de asuntos indígenas,
puso al descubierto la debilidad de las autoridades nombradas por el régimen
colonial frente a la insubordinación, fomentó el miedo a los indios entre los
españoles urbanos y reveló claramente la incapacidad de las autoridades reales
para ejercer influencia sobre las decisiones de política indígena local (Salomón
1983). Los procesos de fa c to del faccionalismo andino aún no se encaminaban
hacia la revolución abierta, pero tampoco se mantenían (como habrían de
demostrarlo los acontecimientos) dentro de los límites de un consenso andino-
español).
¿Cuáles fueron las consecuencias de la pérdida de los ancestros? El juicio
no nos da una respuesta. Como en los casos similares producidos en el siglo
XVII, la insurrección no parecer haber sido una secuela inmediata. Los docu­
mentos nos crean la impresión de un retorno superficial a la actividad normal,
en un ambiente de amargura y tácita hostilidad. Pero si tomamos en cuenta la
frustración de las expectativas populares de justicia y la pérdida de los santua­
rios que habían simbolizado la conexión con el pasado, no es difícil imaginar
que estos incidentes fomentaran en algunas mentes una respuesta positiva
hacia las propuestas de una transformación franca y radical de la condición indí­
gena.
6
¿Por qué m atar a los españoles? N uevas perspectivas
sobre la ideología andina
de la insurrección en el siglo XVIII

J a n S z e m in s k i
H ebrew U niversity o f Jerusalen

j po r q u é españoles durante la rebelión de Túpac Amaru?


m u r ie r o n ta n to s

C/ Había muchas razones obvias, pero éstas no explican porqué las fuentes es­
pañolas insisten que entre 1780 y 1782 se mataba a lodos los españoles: chapeto­
nes (españoles nacidos en España) y criollos (españoles nacidos en América),
hombres, mujeres y niños. También se victimaba a los mestizos y a veces a los in­
dios. En 1974 sugerí por primera vez una hipótesis que luego traté de probar
(Szeminski 1984:15-57), según la cual en el Perú del siglo XVIII, "españoles" sig­
nificaba una serie de cosas: españoles de España, miembros de la "república de
españoles" en América, clase al ta, nobleza, Gente qullana (es decir, notables) de las
comunidades indígenas, personas de la cultura española.
Normalmente las fuentes no especifican qué tipo de español había sido
muerto. Es fácil encontrar en cada jerarquía social un grupo de llamados "españo­
les", a quienes los indios tenían buenas razones para matar. No me será posible
hacer un análisis detallado de las personas que murieron a manos de los
rebeldes, puesto que para ello faltan los datos necesarios. Trataré, por lo tanto, de
presentar la imagen que los insurrectos tenían de los españoles. Este retrato
puede proporcionarnos una justificación general para la matanza, pero no una
particular para la víctimas individuales. Personalmente estoy convencido de que
el exterminio respondía a un motivo generalizado, puesto que para que el ser
humano mate a un semejante necesita demostrar que éste ha perdido su condi­
ción humana, o que nunca la tuvo.

El español como ser maligno

Muchas fuentes nos indican que los españoles eran considerados seres
malignos. Al iniciar su insurrección, el Inca José Gabriel Túpac Amaru (a quien
en adelante se le llamará Túpac Amaru) proclamó sus objetivos: "Acabar con todo
Europeo como principales autores de" todas las malas instituciones. Al mismo
tiempo declaró en quechua "Que era llegado ya el tiempo en que debian sacudir
el pesado yugo que por tantos años sufrían de los Españoles, y se les gravaba
diariamente con nuevas pensiones y hostilidades: que sus arbitrios iban hasta
execu tar igua les castigos en todos los Corregidores del Rey no; extermina r a todos
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 165

los Europeos". Así "era llegado ya el tiempo" y tam bién el remedio: "exterm inar
a todos los Europeos" (CD1P 1971-75: II: 2: 255-256).
Algunos días después, publicaría el mismo texto como edicto para las
provincias de Chumbi vilcas y Paucartambo. Los culpables eran los Corregidores
europeos y el rem edio su exterm inación, con lo cual volvería a im perar el orden
destruido por los europeos (C D T A 1980-82:1:419). Los dem ás edictos y cartas del
Inca (e. g. ibid.: 1: 331-489) también condenan a los europeos y hablan de que ha
llegado el m om ento. Hay fuentes españolas que confirman esta condena de los
europeos por parte de Túpac Amaru (ibid.: 1:442; CDIP 1971-75: II: 2 :415). Para
los seguidores del Inca, dar m uerte a los europeos equivalía a dar muerte a los
españoles. Circulaban rum ores de que Túpac Amaru había dado órdenes a sus
súbditos para que exterm inaran a todos los españoles (ibid: II: 2 :5 3 2 ) e incluso a
cualquiera que vistiera una cam isa de tipo español (C D T A 1980-82:1:338). El Inca
sostenía (y los dem ás le creían) que había recibido una real cédula para mandar
al cadalso a todos los Corregidores y "Puka Kunkas” ("pescuezos rojos"), popular
apodo con el que se conocían a los españoles (ibid: 3: 945-950).
Las fuentes también mencionan muchas otras ocasiones en que un español
moría por ser español. En todos los casos el Inca asociaba "la llegada del tiempo"
con la necesidad de ma tar a los Corregidores y a los eu ropeos en general, micn tras
que los dem ás pensaban que todos los españoles (es decir, tanto criollos como
chapetones) debían morir precisam ente por ser españoles. Esta convicción prece­
dió a la insurrección. Según un testimonio indígena de 1776, se había prcdicho
que en 1777 habría un levantamiento general de indios. "A los españoles se les
habían de qui tar la vida em pezando por los corregidores, alcaldes, y dem as gente
de cara blanca y rubios que no tubiesc duda pues tenían los yndios del Cuzco
nom brado rey que los governase" (ibid: 2: 229).
El testim onio enumera el orden deexterm inación y señala el criterio para ello:
puestos y características raciales de tipo español. El español era malo por
naturaleza, pero ¿por qué?

El español com o h ereje

Las fuentes sugieren con frecuencia que los españoles tenían fama de herejes.
M uchos de los docum entos atribuidos a Túpac Amaru acusan a los Corregidores
y europeos de no temer a Dios (CDIP 1971-75:11:2:263), de rebelarse contra el rey
(ibid: 11:2:272), de ser herejes (ibid: II: 2:462), de s e r :.. ."apóstatas condenados al
infierno y traidores a su rey, no cristianos", por que sus acciones eran "perversas
im posiciones", m ientras que los actos del Inca eran verdaderam ente cristianos
(ibid: II: 2:461,463: Túpac Amaru y la Iglesia, 1983:209; CDTA 1980-82:3:207,215,
218).
En la Proclam ación Real de Túpac Amaru, los reyes de España y sus
funcionarios eran acusados de usurpadores y crim inales, y de no temer a Dios
(CDIP 1971-75: II: 2: 578-79).
El Inca hablaba de europeos, de españoles de España. Sin em bargo, no había
m anera práctica de diferenciar entre éstos y los criollos, cuya identificación con
100 S7 I.M1NSKI

los e sp a ñ o les hacía p resu m ir q u e tam bién eran h erejes, ap ó statas, y rebeld es
co n tra la C o ro n a. La au d ien cia del Inca, an alfab eta y q u ech u a -h a b la n te, no
co m p ren d ía su s p a la b ra s d el m ism o m odo. U no de los e scrib a n o s del Inca relató
q u e en G u a ro , éste "em p ezó a p red icar a los in d io s d e aquel p u eb lo y a lo s que
llev ab a, q u e h asta ah ora no había co n o cid o a D ios, ni sab ían q u ién e r a , q u e sólo
tenían p o r d io ses a lo s lad ro n es d e los co rreg id o res y a los cu ras, y q u e el venia
a p o n er rem ed io en ello". Lo rep itió en o tras o p o rtu n id a d es tam bién (C D T A 1980-
8 2 :5 :1 2 6 - 1 2 8 ) .
M icaela B astid as, la esposa del Inca, creía q u e los e sp añ o les eran traicioneros
y d e sea b a q u e fu eran d estru id o s (ibid: 4: 9). U no de lo s g o b ern a d o res del Inca
tratab a m u y m al a los e sp a ñ o les y a los m e s tiz o s :.. .p o rq u e eran u n o s "traicio n e­
ro s, d o s caras, q u e esta b a n rev elad o s contra el In c a ... y q u e a sí p o r traicioneros
m a n d a b a el Inca q u e tod os lo s p asasen a cu ch illo y a ca b a sen " (ibid: 3: 629-30).
En A z á n g a ro , D ieg o C ristó b al T ú p ac A m aru (a q u ien en ad elan te se llam ará
D ieg o C ristó b a l) so sten ía q u e los fu n cio n ario s e sp añ o les eran crim in a les que no
cu m p lía n las ó rd en es reales y: "estra n g ero s L eo g ard o s co rreg id o res y o tro s m u­
ch o s" q u e h acían qu e lo s in d io s se volv ieran h erejes. T a m b ién d ecía q u e eran
a p ó sta ta s, y no v erd a d ero s cristian o s, co m o lo eran su s p ro p io s seg u id o res (ibid:
2: 341-344).
D iego C ristó bal in clu so d irig ió una carta al V irrey d e Lim a, en la q u e repetía
e sta r co n v en cid o d e que los e a p a ñ o les eran crim in ales, a p ó sta ta s y rebeld es
co n tra la C o ro n a d e E sp aña (C D IP 1971-75: II: 3 :1 2 7 ). El líd er m acha T o m á s Katari
em p le ó un a rg u m en to m u y p arecid o (ibid: II: 2 :2 4 4 -5 9 ). Los seg u id o res d e Julián
A p asa T ú p ac K atari (a q u ien en ad elan te se llam ará T ú p a c K atari) acu saron a los
e sp a ñ o le s d e h ab er m atad o a los tribu tario s del R ey sin la au to riz a ció n de éste
(V alle d e S ile s 1980: 103), lo cual equ iv alía a reb ela rse contra la C orona. En
C o p a ca b a n a , lo s in su rg en tes no p erm itiero n q u e se en terrara los cu erp o s de los
e sp a ñ o les, "aten to a que eran to d o s los E sp a ñ o les u nos E x co m u lg ad o s, y tam bién
u n o s d em o ñ o s" (C D IP , 1971-75: 2: 2: 804)".

El e sp a ñ o l co m o ser n o h u m a n o

Si por lo m en o s a lg u n o s d e los rebeld es p en saban que los esp a ñ o les eran


d em o n io s, e n to n ce s no p u ed en h ab er sid o a cep tad o s com o cristia n o s y seres
h u m an o s. U n testigo an ó n im o de la m u erte del Inca en W aq ay Pata recordaba
qu e, a o jo s d e los in d ios, los esp añ o les q u e m ataban al Inca eran "in h u m an os é
im p ío s" (C D IP 1971-75: II: 2: 776). En La P az, lo s in su rg en tes llam ab an a los
esp a ñ o les 'd em o n io s' (Ibid : II: 3 :8 2 ), m ien tra s que en to d as las reg io n es d e habla
ay m ara se les llam aba 'p erro s', 'bestias', y 'd em o n io s', o 'ex co m u lg a d o s y dem o­
n ios' (ibid : II: 2: 804-14).
E stas re fe re n cia s n os perm i ten co m p re n d er o tro s ejem p lo s. M icaela Bastidas
se refería a lo s esp a ñ o les con h o rro r (ibid: II: 2 :7 3 6 ). T ú p a c K atari p ro h ibió todas
las co stu m b re s esp a ñ o la s y o rd en ó m atar a todos los e sp a ñ o les y a todo aquél que
vistiera a la u sanza h isp ana (ibid: II: 2: 802-803). R ecibía las ca b e z a s de los
e sp a ñ o les m u erto s y les p erfo rab a los ojos (ibid : II: 2 :8 1 1 ). En T u p iza, los rebeldes
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 167

sacaron el cadáver del Corregidor de la iglesia y le cortaron la cabeza (Ibid: 2: 2:


577). Diego Cristóbal escribió que: ...lo s españoles "siempre buscaban el mal de
los m iserables criollos y indios principales" (Cornejo B. 1963:426-429-431), m ien­
tras que el Inca sostenía que los corregidores impedían que el pueblo llegara "a
conocer el verdadero Dios" (CDTA 1980-82: 2: 318).
Atribuía a la mala influencia europea la hostilidad del clero frente a los
rebeldes, pues de este modo los europeos lograrían apartar al pueblo de la fe
cristiana (Ibid: 3:111). Un noble inca provinciano escribió a Túpac Amaru que los
españoles "jamás miran el bien con que se les trata" (Ibid: 3: 40).
La actitud hacia los cadáveres de los españoles puede resultar instructiva. En
la provincia de Calca, los insurgentes atraparon a dos hermanos, jefes de las
tropas españolas, y los m ataron. Una vez muertos, les extrajeron el corazón y toda
la sangre y los consumieron. Después les cortaron la lengua y les perforaron los
ojos (CDIP 1971-75: II: 2: 471; CDTA 1980-82: 1: 200). Después de la batalla de
Sangarará, los rebeldes despojaron a los españoles m uertos de todas sus ropas y
dejaron en el campo los cuerpos desnudos (CDTA 1980-82: 1: 423). En una
ocasión, durante el sitio de La Paz, los rebeldes mataron a cincuenta españoles y
les cortaron la cabeza y los genitales (Valle de Siles 1980: 107-108). Cerca de
Chucuito, los revolucionarios pintaron sus rostros con la sangre de los españoles,
mientras que en Juli bebieron la sangre de sus víctimas (CDIP 19 7 0 -7 5 :1 :1: 667-
668).
La tradición andina condena el canibalismo. Por lo tanto, el consumo de
partes de los cadáveres de losespañoles debe haber tenido un significado mágico
o, de lo contrario, el español no era considerado un ser humano. En este caso, la
condición de demonio o bestia resulta perfecta mente compatible, pues estos seres
no son humanos. A fin de averiguar si los corazones que habían comido los
rebeldes pertenecían a "animales" o a "seres humanos", busqué todas las referen­
cias a 'corazones' que pude hallar, ya sean españoles u otros. Encontré tres casos
más. En Juli, las tropas españolas encontraron 71 cuerpos, entre ellos los de dos
caciques del lugar, cuyas cabezas se hallaban aún en la horca y cuyos corazones
habían sido extraídos mediante un corte en el lado izquierdo del tórax. El cadáver
de la esposa de uno de los caciques no tenía sangre, y ésta había sido supuesta­
mente bebida por los revolucionarios (ibid: 2: 2: 668). Durante el sitio de La Paz,
los rebeldes atraparon a uno de los oficiales españoles y le cortaron la cabeza, las
piernas, los genitales y el corazón, y los llevaron consigo dando de gritos (Valle
de Siles 1980: 94). En la provincia de Macha, los indios moscari mataron a su
cacique, le cortaron la cabeza y extrajeron su corazón (Hidalgo 1983: 125).
Basándose en los datos de Xavier Albo, Jorge Hidalgo Lehuede interpretó
este último caso como un ejemplo de Wilancha (sacrificio ofrecido a Pacha Mama,
las m ontañas y los ancestros). Sostenía que todas las extracciones de corazón,
como las efectuadas en los cadáveres de Juli antes mencionados, debían inter­
pretarse como W ilanchas. Dichas W ilanchas eran distintas a las normales, como
el sacrificio de una llam a, porque en el caso de éstas últimas se enterraba el cuerpo
o los huesos para que se convirtieran en Mallki, en una planta de vida nueva
que renacería gracias á la Pacha Mama.
Los datos obtenidos por Hocquenghcm (1980-81, 1982, 1983, 1984), y en
particular su interpretación d élas imágenes de los condenados, demuestran que
168 SZEMltíSKI

la tesis de Hidalgo es errónea. La manera en que eran victimados los españoles


era la que se aplicaba a criminales culpables de alguna maldad, para garantizar
que los malhechores no pud ieran retomar. A los criminales andinos no se les daba
sepultura. Hidalgo Lehuede está en lo correcto cuando sostiene que los españoles
muertos no podían convertirse en mallki y que su muerte debía complacer a las
deidades. Sin embargo, se equivoca cuando dice que la víctima era una ofrenda
a los dioses. El español era un criminal perverso, mezcla de bestia y demonio.
Las creencias pan-andinas mencionan un malhechor de este tipo, llamado en
castellano el 'degollador', y en quechua 'pishtakuq', 'ñakaq', 'ñak'aq' o 'kharisiri'.
Se le identifica frecuentemente con los "blancos" o con los mestizos (cf. Ansión y
Szemiñski 1982; Ansión 198: 201-208). Estos seres debían ser muertos por una
acción en grupo, y su corazón, lengua, genitales y ojos debían ser destruidos. Se
piensa que los ñak'aq modernos son exportadores de grasa humana para uso de
los norteamericanos y europeos. Son antisociales porque destruyen vidas huma­
nas para su propio beneficio."
Las tradiciones orales que asociaban la grasa del cuerpo con los usos medi­
cinales de ésta por parte de los españoles no carecen de fundamento, pues se
basan probablemente en experiencias de batalla del siglo XVI. Nótesela prosaica
descripción mexicana:" y con la grasa de un indio gordo al que habíamos matado
y abierto allí mismo, untamos nuestras heridas, pues no teníamos aceite". (León
Portilla 1984, cap. 62: 230. cap. 34: 149).
No hay razón para dudar que se trataba de una práctica normal, dadas las
exigencias de la guerra, tanto en el Perú como en México.
Muchos españoles salvaron la vida disfrazándose de indios. Algunos se vie­
ron obligados a cambiar de vestimenta por órdenes de las autoridades rebeldes,
pero otros lo hicieron en forma voluntaria. Lo mismo sucedió con los indios, que
debieron abandonar sus ropas españolas si querían permanecer con vida (e. g.
CD1P1971-75: II: 1:363; 2:2:474,505; 2:4:247). Incluso durante las negociaciones
de paz, cuando Miguel Túpac Amaru llevó a dos soldados españoles a su cuartel,
los trató muy bien pero los obligó a vestirse de indios (Valle de Siles, 1980:172).
Sin embargo, había ocasiones en que ni siquiera la vestimenta indígena y la
participación activa en la causa rebelde eran de alguna ayuda. Un cacique
tupamarista fue muerto por el solo motivo de ser criollo. Sus victimarios sabían
que había pertenecido al mismo bando (CD TA 1980-82:1:433-434). En este caso,
las ropas indígenas no eran suficientes; había que tener también facciones indias.
Las autoridades rebeldes (con excepción de Túpac Katari) prohibieron en re­
petidas ocasiones que se matara a los criollos. Hubo un caso en que, por obe­
diencia a las órdenes del Inca de no hacer daño a los criollos, los indios decidieron
atraparlos con redes y llevárselos al Inca intactos (CD1P 1971-75: II: 3: 276).(*)

(*) Nota del editor: La investigación de Szemiñski sobre el 'degollador' se basa en trabajos de
campo contemporáneos en Ayacucho. Sin embargo, adquiere una mayor credibilidad gracias a
evidencias históricas de la misma región. Ya en el siglo XVI, los indios de la región expresaron el
temor de que los españoles quisieran utilizar la grasa de sus cuerpos con fines medicinales (Cristóbal
de Molina, Relación de las fábulas y ritos de los Incas, tal como aparece en Las crónicas de los Molirns,
Francisco A. Loayza, ed. en Lima en 1943, p. 79). Y en 1780, los indios de los distritos de 1luancavelica
en la región de Ayacucho se rebelaron contra las patrullas de soldados porque, según decían, éstos
iban a degollarlos (Relaciones de los virreyes y audiencias que han gobernado el Perú, 3 vols., Madrid, 1867-
1872, 3: 51).
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 169

M atar al español por órdenes del Rey de España

Llegamos a la conclusión de que el español era considerado un ser humano,


pero de índole bestial y demoníaca. Era un ñak'aq, antisocial y hereje, reconocible
por sus características raciales y culturales, malvado por naturaleza y condenado
al exterminio. La matanza de los españoles estaba ligada a la presencia del Inca.
Los distintos Incas rebeldes -T úpac Amaru, Diego Cristóbal, Túpac Katari,
Tom ás Katari y sus hermanos, Felipe Velasco, Túpac Yupanqui y muchos otros-
justificaban esta matanza diciendo que obedecían a las reales cédulas del rey de
España
Túpac Amaru no era tonto. Sabía perfectamente que ningún rey de España
ordenaría la muerte de los españoles en el Perú. Por lo tanto, si insistía en la
existencia de dichas órdenes -incluso en cartas dirigidas al Virrey y a las
autoridades cusqueñas- debe haber tenido muy buenas razones para ello.
Debemos buscar la explicación en la imagen que los habitantes del Ande tenían
del rey hispano y de los españoles de España, no del Perú.
He hallado dos secuencias de acontecimientos que ilustran las ideas indíge­
nas sobre la España de ultramar. Una de ellas se refiere a Tomás Katari y a Túpac
Katari, la otra a Túpac Amaru. Boleslao Lewin (1957: 331-393) fue el primero en
llam ar la atención sobre el parecido entre las secuencias de los acontecim ientos
de Canas (Cusco) y Chayanta. Explicó esta similitud a través de la existencia de
una conspiración, de la que habrían formado parte tanto los líderes de Chayanta
como los del Cusco. Hidalgo Lehuede (1983) comparó ambas secuencias a fin de
comprender el nacimiento de un mesías indio, pero no mostró interés en la
imagen del rey de España.
Tomás Katari hizo llegar al rey sus argumentos, en los que sostenía que el
"Gran Señor, poderosísimo Rey de las grandiosas Españas y miserables indios",
de ninguna manera podría permitir que sus representantes en el Perú bebieran la
sangre de sus dcsdichados tributarios (CD1P1971-75: II: 2:245). Obviamente creía
que el rey de España era bueno, y que sólo sus enviados en el Perú eran malvados
o cometían maldades. Al regresar de Buenos Aires, donde había sido recibido por
el Virrey, Tomás Katari mostró a la Audiencia de La Plata los papeles que le
habían sido entregados en la capital. Retornó a Macha, donde persuadió a los
indios de que había estado en España para besar los pies del rey e informarle del
sufrimiento de sus indios. El creía, e hizo creer a los demás, que el rey había dado
varias órdenes a favor de los indios. Tomás Katari era llamado, "padre" por los
nativos (ibid: II: 2: 237-38) y usaba los atributos del poder (Hidalgo 1983: 124).
M ientras estuvo en la prisión de Chuquisaca un indio de Macha empezó a hacer
correr el rumor de que el Virrey de Buenos Aires había disminuido los tributos
a la mitad, y que el documento pertinente se hallaba en manos de Tomás Katari.
El gobernador local ordenó que arrestaran a dicho indio, pero fue liberado de la
custodia por un grupo de indios "diciendo: que aquel era Cédula y no podía ser
preso" (CD1P, 1971-75: II: 2: 238).
Tom ás Katari y sus seguidores no tenían idea de cómo era España ni de
dónde quedaba. Sin embargo, el contacto -aunque sea indirecto- con España,
confería poderes especiales: el indio mencionado en el párrafo anterior se hallaba
ligado a España a través de Tomás Katari, cosa que le sirvió para convertirse en
l /u SZüMINSKl

la encarnación personal de la Real Cédula más adelante, los hermanos Katari


pidieron a la Audiencia de La Plata que les entregara las Reales Cédulas supues­
tamente traídas por su hermano Tomás (Túpac Amaru y la Iglesia 1983:220; CDIP
1971-75:11:2:548). Según Dámaso Katari, ellos se habían rebelado a fin de ejecutar
las órdenes del rey y preparar el país para la llegada de su rey Inca, Túpac Amaru
(ibid: II: 2:549). El pueblo no creía en la muertedeTomás Katari (Lewin 1957:739).
Hidalgo Lehuede (1983:128) destacó la relación que existía entre Tomás Katari y
Túpac Katari. Este último declaraba que Tomás Katari le había encomendado su
misión, mientras que su hermana sostenía que había recibido un edicto real que
ordenaba la muerte de todos los europeos, la abolición del reparto de mercancías,
etc. El ejecutor de estos decretos había de ser Tomás Katari, desde el más allá y
desde España. Con el tiempo, Túpac Katari diría que Tomás Katari habría vuelto
a la vida por intermedio de él.
Toda esta secuencia demuestra que, tanto los indios como sus dirigentes en
Macha y en Sicasica, creían que la España que había otorgado poder a Tomás
Katari no tenía nada en común con la España de los españoles en el Perú. Este
poder le permitía también reencarnarse en Túpac Katari, y decretar la muerte de
todos los europeos en el Perú, cosa que, en general, se interpretaba como la orden
de matar a todos los españoles en el Perú. No es necesario enumerar tantos casos
en que los líderes rebeldes afirmaban haber recibido órdenes del rey de España
de exterminar a los españoles, europeos y Corregidores. Queda claramente
establecido que los insurgentes no tenían dudas sobre estas supuestas órdenes
reales de dar muerte a todos los puka kunkas (e.g. CDTA 1980-82:1:406; 3:349).
Túpac Amaru incluso trató de convencer al clero cusqueño de la existencia de
dichos decretos (ibid: 2: 318), mientras que Diego Cristóbal intentaba hacer lo
mismo con el Virrey de Lima (CDIP 1971-75: II: 3:127). El fenómeno fue confir­
mado por Areche cuando sentenciaba al Inca. Según la sentencia, el Inca preten­
día haber actuado por órdenes del rey, de la Real Audiencia de Lima, del Virrey
y del propio Areche (ibid: II: 2: 768). Por alguna razón, el Inca se hallaba
convencido de que el pueblo lo seguiría si justificaba sus actos mediante una
orden del rey. Por lo tanto, debe haber existido la convicción general de que el rey
podría haber ordenado estos actos.
Micaela Bastidas también creía que había una relación especial entre su
esposo y el rey. Confesó que lo llamaba Inca "porque se lo oía a su marido, quien
decía también que lo llevarían a España, y el Rey lo haría Capitán General". El
retrato del Inca, que sería distribuido en las provincias del Perú y enviado a
España, lo mostraba "con las insignias reales" (ibid; II: 2: 716-717).
Esta misma relación especial se manifiesta en la creencia de que el rey habría
ordenado el traslado en vida de Túpac Amaru a España, y prohibido su ejecución,
de este modo, Areche y los españoles peruanos se habrían rebelado contra el rey
de España. También existía el convencimiento de que el Inca sería coronado
(CDTA 1980-82: 4: 437-438).
El sacerdote que administraba las parroquias de Langui y de Layo, donde los
españoles capturaron al Inca, declaró que: "luego que regresó Tupac Amaro de
esta capital /Lima-JS/ a1su antiguo domicilio... noté que los yndios lo miraban
con veneración, no sólo en su pueblo, pero aun mas allá de la provincia de Tinta;
que esta se linsongeaba con su protección, estar ya libre de dar la mita" (ibid: 2:
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 171

262). El Inca viajó a Lima para obtener el reconocimiento oficial de sus orígenes
incas, y al mismo tiempo presentó en Lima varios documentos destinados a
obtener la exoneración de la mita para los pueblos de Canas.
Los casos deTúpac Amaru y Tomás Katari se rigen por pautas casi idénticas.
Ambos viajaron, uno a Lima y el otro a Buenos Aires, a fin de obtener algunos
privilegios especiales para sus pueblos. Ambos retornaron y fueron respetados
por detener supuestos poderes extraordinarios. Ambos lucharon contra el régi­
men español y dijeron haber recibido Reales Cédulas para hacerlo.Su poder era
transmitido a sus seguidores y colaboradores. Ambos términos, Katari -en
aymara- y Amaru -en quechua- significan 'serpiente'. La serpiente pertenece a
la familia del trueno, que simboliza cambios y es uno de los ancestros de los Incas
como habitantes (cf. Hocquenghem 1983; Szemiñski 1984: 83-200).
Podemos resumir la vida de ambos de la siguiente manera:

(1) El líder es descendiente de los antiguos gobernantes, cuyo ancestro es el sol.


Sus antepasados regían la sociedad en nombre del sol, del mismo modo que
éste gobernaba los cielos. El líder también se hallaba emparentado con el
trueno, autor de cambios (Amaru, Katari).
(2) El líder abandona este mundo (Kay Pacha), identificado con su pequeño
grupo étnico (Canas, Macha), o con el Perú (Tawantinsuyu).
(3) Visita el mundo exterior al Kay Pacha (Lima, Buenos Aires). El mundo que
visita está asociado con el rey, con los españoles y con España, así como con
el poder y el cambio.
(4) El rey, líder de los españoles, o el español en jefe, le otorga una real cédula,
que equivale a adquirir poder. Este poder le permitirá cambiar y reordenar
el Kay Pacha.
(5) El líder regresa al Kay Pacha con este poder, y lo usa para dar cumplimien­
to a las órdenes que recibió. La ejecución de éstas y el reordenamiento del Kay
Pacha consiste en castigar a los culpables del desorden y en destruir a los que
gobiernan. Estos gobernantes (los Corregidores, los españoles en el Perú y
sus seguidores) son culpables de desorden, y, por lo tanto, de rebelión.

Dios como jefe de los españoles

Si el rey de España podía ordenar acciones en contra de los españoles,


entonces obviamente era un buen rey cristiano y su poder era genuino. Los
pobladores del Perú del siglo XVIII veían en él a su soberano legítimo (cf. Túpac
Amaru y la Iglesia 1983:152). La relación del Inca con c 1rey de España era similar
a su relación con Dios. El Dios de Túpac Amaru es evidentemente el Dios de la
Biblia y de la Iglesia Católica.
En su proclamación de Chumbivilcas, el Inca declaró que era su deber poner
fin a tan gran desorden y a las ofensas contra Dios. El Inca esperaba que la Divina
Providencia lo iluminara (CDTA 1980-82:1:419).
Hay un solo documento en el que Túpac Amaru usa todos sus títulos: "Don
José Primero por la Gracia de Dios Inca Rey del Perú, Santa Fé, Quito, Chile,
Buenos Aires, y Continentes de los Mares del Sur, Duque de la Superlativa, Señor
de los Césares y Amazonas, con dominios en el gran Paititi, Comisario y
172 SZEMIÑSKJ

Distribuidor de la Piedad Divina por Erario sin Par." Este documento fue
analizado por el experto Luis Durand Florez (1974:141-147, 173-176), quien de­
mostró que no se trataba de una falsificación española. Tu pac Amaru habría sido,
por la gracia de Dios, Inca Rey de todos los dominios de España en América del
Sur. También ostentaba el título de Duque de la Superlativa, siendo ésta un ser de
sexo femenino, de Señor de los Cesares y Amazonas con dominios en el gran
Paititi, de Comisario y Distribuidor de la Piedad Divina como un tesoro sin igual.
Todos los reyes cristianos lo son por la gracia de Dios. Sin embargo, este rey
también era Inca por la gracia de Dios, y el dios por cuya gracia los Incas eran reyes
era el sol, su padre. Todos los reyes son distribuidores de la piedad divina, pero
esta función normalmente está implícita en el propio título de rey. El ser
Comisario Distribuidor de la Piedad Divina implica una relación más directa con
Dios, pero ¿de cuál dios estamos hablando?
Mis investigaciones sobre la imagen de la religión incaica, tal como la presen­
tan los famosos cronistas de los primeros años de la Colonia -don Felipe Guamán
Poma de Ayala, don Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua y
Cristóbal de Molina- y la comparación de estos datos con los que obtuve en el
Ayacucho del siglo XX, me dieron la certeza de que en la base del panteón del
Tawantinsuyu existía un dios creador. Según el contexto, su componente mascu­
lino llevaba el nombre de Wiraquchan, Pacha Kamaq, Inti, etc., mientras que el
componente femenino generalmente se llamaba Pacha Mama, la madre del
tiempo y del espacio o la señora del mundo. Hoy en día se le identifica con la
Virgen en diversos contextos (cf. Mariscotti 1978; Ansión y Szemiñski 1982;
Szeminski 1983). Esa Superlativa femenina que aparece en el título completo de
Túpac Amaru, ¿será la Pacha Mama?
En un momento dado Túpac Amaru declaró que los gritos de los peruanos
llegaban al ciclo, por lo cual él, el Inca, había dado numerosas y variadas órdenes
que restaurarían la salud social y la moral.
En muchos otros documentos el Inca repitió que había actuado con la gracia
de Dios y en contra de aquellos que se rebelaban contra Dios (CDIP 1971-75: II:
2:321; Túpac Amaru y la Iglesia 1983:210,215; CDTA1980-82:1:328-330). A veces
insistía en que Dios lo obligaba a actuar. Después de haber descrito las causas
económicas y sociales de la insurrección, el Inca escribió: "Todo lo que me ha
precisado a repararlo quees de mi obligación, pues ya que Dios Nuestro Señor me
ha dado sin atendera mis graves culpas, quiero hacer algún mérito... expeliendo
solo a los Corregidores y a todos los Chapetones que quieren ir contra mis sanas
ordenes" (CDIP 1971-75: II: 2: 463).
Argüía que, gracias a su intervención, el pueblo podría conocer al: "verdade­
ro Dios" (ibid: 1:2:397) cosa que no pudieron hacer durante la era de dominación
española. El, quien por gracia de Dios descendía de los reyes Incas, acusaba al
gobierno del Perú de haber introducido costumbres malsanas, y al clero del Perú
de haber olvidado al verdadero Dios del cielo y de la tierra. Comparaba a los
indios con los israelitas en Egipto, y se veía a sí mismo como un David o un
Moisés. A consecuencia de sus acciones, los fieles conocerían al Todopoderoso y
creerían en El. El óamino del Inca era el camino de la verdad (CDTA 1980-82:2:
206,218, 327; 3: 113).
Diego Cristóbal también actuaba con la gracia de Dios. Era un noble Inca por
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 173

la gracia divina, y por servir al Altísimo y al rey de España acusaba a los españoles
de ineficiencia en el proceso de cristianización de las Indias (Cornejo B. 1963:426-
431). Ordenó a los cristianos que adoraran a Dios y a su Santísima Madre, ya que
por el favor divino había llegado el fin de la esclavitud délos indios en manos de
los Corregidores. Diego Cristóbal informó al obispo del Cusco que los reyes de
España tenían la obligación de cristianizar a los indios, pero que también perde­
rían tal vez el reino de las Indias porque allí los Corregidores no ejecutaban la
voluntad de Dios (CDTA 1980-82: 2: 354). Esta misma convicción de que el Inca
y sus seguidores habían recibido de Dios una misión figura en muchos otros do­
cumentos.
¿Cuál era el sistema de referencias conceptuales en el que los rebeldes
invocaban la noción de Dios? ¿Era un sistema católico, andino, o tal vez ambos?
Los rebeldes afirmaban repetidamente ser católicos y cristianos. ¿Pero qué
significaba ser cristiano para un indio peruano del siglo XVIII? Hoy en día, todo
peruano católico sabe que existen ceremonias y ritos de los que el sacerdote no
debería enterarse. Podría descubrirse la diferencia en las referencias conceptuales
a través de las descripciones de este tipo, pero son tan poco claras que es difícil
comprender a quién dirige el rito. También cabría la posibilidad de demostrar la
existencia de sacerdotes no cristianos, pero soy incapaz de distinguir entre los
sustitutos nativos de los sacerdotes católicos españoles y los sacerdotes andinos
no católicos. La última opción consistiría en demostrar que los conceptos cristia­
nos servían para encubrir y legalizar las imágenes andinas. Las referencias a Dios
y a la Virgen podrían servir para evidenciar una relación de este tipo, pero
también podrían ser totalmente católicos. Como no tenemosa disposición ningún
modelo histórico detallado de la religión andina, la única posibilidad que nos
queda es la de demostrar la presencia de creencias no cristianas entre los rebeldes.
En Livitica, el 25 de noviembre de 1780, Túpac Amaru dijo a los pobladores
que perdonaba a todos aquéllos que lo habían combatido con las armas, porque
a partir de ese momento comenzaría un nuevo régimen. Los indios "le saludaron
con estas palabras: Tu eres nuestro dios y señor y te pedimos no hayan sacerdotes
que nos importunen; a estos les respondió el indio no podía ser así, porque quien
nos absuelve en el artículo de la muerte" (ibid: 3: 76-77).
A partir de esto podría interpretarse que en el siglo XVIII la religión andina
había incorporado al clero y a las creencias católicas con referencia especial a la
muerte. También resulta obvio que el pueblo de Livitica no sentía la necesidad de
contar con la presencia de un sacerdote católico en la vida diaria. Según el Corre­
gidor de Puno, antes de una batalla "Adelantóse a responder por todos los otros
un Yndio con bastón en la mano y ... dixo resueltemente que no havian menester
aquel Yndulto, ni reconocían por Soberano al Rey de España; sino a su Ynca Tupac
Amaru: añadiendo lisonjeras amenazas de que acabarían con toda nuestra tropa,
libertando solamente a este Eclesiástico, para tomarlo de Capellán”. Después de
la batalla (CD1P 1971-75: II: 2:407-412), el capellán al que intentaban conservar
con vida trató de confesar y absolver a los rebeldes moribundos. Sin embargo
éstos morían" sin tomar entre los labios el dulce Nombre del Señor” (ibidem).
Si era así, ¿entonces para qué necesitaban un capellán? El obispo del Cusco
descubrió la manera en que los Incas celebraban el Corpus Christi en esta ciudad.
Tomaban parte en la procesión, portando escudos con la imagen del sol o del rey
174 SZEMIÑSKI

Inca. En otras oportunidades, representaban al Niño Dios vestido de Inca y "nos


persuaden únicamente al verdadero Dios quando le ven en el trago de sus Yncas,
que tenían por deidades”. Más adelante, el obispo recomendó que, durante las
celebraciones de Santiago Apóstol, no se permitiera a los Incas traer las imágenes
de sus reyes gentiles (CDTA1980-82:2:633-634,637). En el siglo XV1, toda momia
de un rey Inca era llamada Illapa, que significa 'trueno'. Después de la conquista
se comenzó a identificar a Santiago, el dios de la guerra de los españoles, con
Illapa. El obispo sabía muy bien de lo que estaba hablando. Desde el punto de
vista de los Incas, participaban en la celebración tanto los españoles, con sus
propias imágenes del trueno, como también ellos, con sus truenos peruanos. El
trueno, representado en el cielo por Venus, era supuestamente el hermano del rey
y el protector de sus hijos. Todos los Incas del Cusco, así como todos sus súbditos,
eran considerados sus hijos. El obispo no tenía dudas de que se estaba utilizando
la ceremonia cristiana para encubrir el rito inca correspondiente. En cierto sentido
se trataba de la versión oficial y legal del mismo ritual.
Túpac Katari invocaba a Dios y a la Virgen en sus documentos (e.g. ibid: 3:
665). Declaró que se construyera una capilla en su campamento, a fin de poder
celebrar diariamente la misa. También solía mostrar una pequeña caja, que a
veces se llevaba al oído para que Dios pudiera hablarle directamente (CDIP1971-
75: II: 2: 811). Sin embargo, durante la batalla en tomo a La Paz y durante las
ejecuciones de los rebeldes, éstos morían por su rey Inca, pero sin querer
pronunciar el nombre de Jesús (ibid: II: 3:147).
La existencia de ritos y creencias no cristianos no comprueba que hubieran
dos religiones. Los campesinos andinos del siglo XVIII, al igual que los de hoy en
día, afirman tener sólo una religión. ¿Cuáles eran los componentes de ésta?
Parecería que los ritos cristianos, la misa y los curas eran aceptados y considera­
dos necesarios, aunque no siempre. También resu 1ta evidente que durante la gran
rebelión tuvo lugar una transformación religiosa. Esta empezó cuando Dios, o el
rey de España, o ambos, encomendaron a sus representantes en el Perú una
misión especial, que consistía en exterminar a los españoles en el Perú, por ser
culpables de maldad, rebelión, herejía y apostasía.
El indio como cristiano
Los indios no consideraban necesaria la presencia diaria de la Iglesia Católica
(e.g. Túpac Amaru y la Iglesia 1983: 133-160; CDIP 1971-75: II: 1:34-35). En Yauri,
en el año 1781, sólo 25 de los 8,000 parroquianos conocían los preceptos de su fe.
El resto pensaba que bastaba que los caciques participaran en la misa, pero todos
asistían y tomaban parte de las celebraciones andinas (CDTA1980-82:2:148-149),
Conocemos bien las declaraciones de catolicismo de Túpac Amaru y sus segui­
dores. Uno de ellos se lamentaba de que le habían prohibido entrar a la iglesia y
escuchar misa porque "todos nosotros somos unos brujos" (ibid: 3: 38).
Unos dos meses después del inicio de la rebelión del Cusco, el obispo de
esta ciudad informó que los indios fieles no quisieron tomar "cosa alguna de sus
despojos" de los rebeldes "expresando eran de excomulgados "(CDIP 1971-75:
II: 2: 383). Se enviaban sacerdotes donde los insurgentes para persuadirlos de
rendirse, pero los indios "ciegamente y sin temor a la muerte, se arrojaban a las
peleas;y aún estando muy mal heridos, nunca querían invocar el nombre de Jesús
¿POR QUK MATAR A LOS ILSPAÑOLLS? 175

ni confesarse. El insurgente José Gabriel los tuvo engañados, diciendo que el


que no dijese Jesús, había de resucitar al tercer día; y los que invocaban, no",
(ibid: 2: 1: 374).
Desafortunadamente, la fuente no indica dónde se habría producido este he­
cho, en que el Inca aparece como un personaje opuesto a Jesús. No importa si en
realidad prohibió que invocaran a Jesús o no, pues él mismo, al ser torturado,
llamaba ajcsús y a la Virgen. ¿Entonces por qué se le atribuía esta prohibición?
Uno de los defensores de La Paz escribió que Túpac Katari tenía intenciones
de abandonar el catolicismo, y que por eso había prohibido a sus seguidores que
rezaran o se descubrieran la cabeza en presencia del Santísimo Sacramento (Valle
de Siles 1983:43). Según el padre de la Borda, Katari habría ordenado la muerte
de todos los españoles y el abandono de su lengua y sus costumbres. Además ha­
bría dicho que todos aquéllos, incluidos los curas, que trataran salvar a un español
o alguno de sus aliados, serían ejecutados, y que cualquier iglesia que sirviera de
refugio a un español sería quemada. Sin embargo, mandó dar muerte de inme­
diato a dos de sus seguidores, que no habían mostrado el debido respeto a Nues­
tra Señora de Copacabana. Además, en el campamento deTúpac Katari había una
capilla, en la que se decía misa a diario (CDIP1971-75: II: 2:802-804,809), a pesar
de que los rebeldes que morían en manos de los españoles se negaban terminan­
temente a invocar a Jesús (ibid: II: 3:147). Todos los elementos que aparecen en
el caso del ejército de Túpac Amaru se repiten en el casó de las fuerzas de Túpac
Katari.
Existen otros casos de profanaciones y experimentos religiosos, aunque son
menos interesantes (e.g. ibid: 11:2:693-94). En Caylloma, mientras mataban a los
españoles que se hallaban dentro de una iglesia, los rebeldes gritaron: "Ya se
acabó la misericordia, no hay Sacramento, ni Dios que valga" (ibid: 2: 694).
Este último caso atrae nuestra atención sobre lo que sucedió en realidad. Los
rebeldes creían que se estaba produciendo un cambio en la religión, que el poder
de algunas divinidades di sminuía, mientras que el de otras aumentaba. Parecería
ser que, a ojos de los rebeldes, la presencia de un Inca excluía la presencia o el
poder -en el Perú- de los españoles y de Jesús. Una vez eliminados los españoles,
¿qué pasaba con Jesús?
Las profecías
En una oportunidad he tratado ya de demostrar (1984:83-158) que la imagen
andina de la historia incluye una visión del futuro. Las versiones actuales de esta
proyección se conocen como el mi to de Inkarrí, y anuncian el retorno del Inca para
reordenar el mundo y poner todo en su lugar. El regreso del Inca se relaciona con
una purificación moral y con la destrucción de los españoles y de los pecadores.
En 1923, un rumor de que el Inca había reaparecido hizo estallar en Cotabambas
una insurrección que pretendía restaurar el Tawantinsuyu. Todos sabían lo que
debían hacer: había que matar a los mistis y a los wiraquehas (mestizos y
españoles) (comunicación personal de Ricardo Valderrama, 1983). A partir de
1978, año en que traté de demostrar por primera vez la existencia del mito de
Inkarrí durante la rebelión de Túpac Amaru, han aparecido nuevos estudios y
documentos sobre este tema (e.g. Hidalgo 1983), que contienen un número
mucho mayor de datos sobre las profecías.
/o k í C A J V l IX \ , J I \ 4

Hidalgo Lehuede estudio los documentos existentes sobre la popular profe­


cía de 1776, según la cual estallaría una rebelión indígena general en el año
1777. Los indios del Cusco ya habrían nombrado al rey que los gobernaría
después. Los nobles indios, que habían participado en conversaciones sobre el
levantamiento, transmitían las noticias mediante Quipus o sistemas de nudos
usados por los incas. Las hondas estarían ya listas, y las acciones comenzarían
a las cuatro de la mañana, tal como sucedió durante la captura de los jesuitas.
Según diversos testimonios, el principal acusado, Juan de Dios Orcoguaranca,
habría afirmado que se cumplirían las profecías de Santa Rosa y San Francisco,
pues el reino volvería a su estado anterior. Se conservaría la religión católica,
pero bajo el gobierno de un Inca en vez del rey español. Orcoguaranca también
habría dicho que estas profecías eran de conocimiento general (ibid: 120-121).
Los indios del Cusco creían, al parecer, en el retomo de un Inca que exterminaría
a los españoles y preservaría el catolicismo.
Los mismos rumores sobre un levantamiento en el año 1777 llegaron a Cama-
ná y Huarochirí durante el año 1776. El reino volvería a manos de sus gobernantes
hereditarios legítimos, los españoles morirían y la insurrección comenzaría en ei
Cusco, donde todos estarían preparados (CDTA 1980-82:2: 231-232). En diciem­
bre de 1776, cayó prisionero en el Cusco un indio de más de setenta años de edad,
por haber mandado cartas a los caciques de Maras, Urubamba y Guayllabamba.
Estas cartas fueron escritas por otra persona, pues él no sabía escribir,y una de
ellas había sido entregada por él mismo a la esposa del cacique de Maras, "dicien-
dole que se la remitía el Gran Quispe Tupa Ynca que había venido de Quito".
También explicaba que podían encontrar al Inca en la Capilla del Santo Cristo
de los Temblores, o en un tambo llamado Montero. Mientras estuvo en prisión,
admi tió que su nombre era don José Gran Quispe Tupa Y nca, y di jo que sería coro­
nado según las profecías de Santa Rosa y de San Francisco Solano. También creía
que los indios del Cusco se habían aliado ya con los Collao y de Quito. Matarían
a todos los Puka Kunkas, y construirían una artillería especial con un alcance de
12 leguas (cerca de 60 km). Había escuchado estas profecías en las chicherías. Asi­
mismo estaba convencido de que, siendo él un descendiente de los Incas Wayna
Qhapaq y Wiraqucha, debía ser él quien fuera coronado, y no un descendiente de
la rama de Quito del Inca Ata w Wallpa. El hombre que había escrito las cariasen
su nombre creía que Quispe Tupa Ynca era un tonto y un mendigo (ibid: 2:235-
243).
Esta profecía, atribuida a los santos católicos peruanos, era de conocimiento |
general de los indios del Cusco. Su ciudad debía ser gobernada por un rey Inca,
y así sucedería. Según la versión más difundida de la historia inca, cualquier
descendiente de Ataw Wallpa sería también descendiente de Wayna Qhapaqy
de Wiraqucha. QuispeTupa Ynca no puede haberse referido a esta misma versión
de la historia, pues el tener como ancestros a Wayna Qhapaq y Wiraqucha nole
habría dado ninguna preferencia sobre los descendientes de Ataw Wallpa,cuyo
ascenso al trono intentaba impedir. Su actitud indica que para él se trataba de
dos linajes distintos. En realidad, las teorías existentes sobre la estructura de
las dinastías y linajes cusqueños no nos ofrecen explicación alguna, porquero
hacen distinciones entre la geneología Ataw Wallpa, de Quito, y la geneologú
de Quispe Tupa Ynca.
Los argumentos de Quispe Tupa Ynca sugieren que en el año 1776 existían
en el Cusco varios otros significados de la palabra Wiraqucha aparte de los
más obvios. Estos significados podrían haberse derivado de los que existían
en el siglo XVI, cuando Wiraqucha podía referirse a cualquiera de los siguientes
conceptos: Wiraqucha o la representación más importante de Dios; Wiraqucha
Runa o los ancestros o primeros seres humanos, considerados divinos; Wiraqu­
cha Inca, fundador de uno de los linajes cusqueños; Wiraqucha como término
usado para cualquier español u hombre blanco; Wiraqucha Qhapaq o rey de
los Wiraquchas, es decir, el rey de España. También era posible encontrar otras
acepciones, como la de cacique o fundador de algún linaje. Wiraqucha fue el
creador del mundo y de los ancestros de todos los grupos étnicos, a quienes
envió a sus 'paqarinas' o lugares de origen. Luego los habría traído de las
paqarinas para poblar la tierra, el Kay Pacha.

En el siglo XVIII, existían al menos dos significados diferentes de la palabra


"español, tal como figura en los textos: el español malo, que vivía en el Perú y
debería morir con el retomo del Inca; y el español bueno, en particular el
bondadoso rey de la España de ultramar, jefe de todos los españoles. En quechua,
tanto en el siglo XVIII como hoy en día, la palabra para español u hombre blanco
es Wiraqucha. En buen quechua, Wiraqucha Qhapaq significa rey de España,
pero ¿a qué alude este término en realidad? ¿Cuál era su sentido en el siglo XVIII?
Wiraqucha Qhapaq, el rey de los Wiraquchas, el más poderoso de todos ellos y
jefe de los ancestros, debe haber tenido en el siglo XVIII, los siguientes significa­
dos: (1) el dios creador, que creó el mundo y los antepasados, y (2) el rey de la
España de ultramar, que no forma parte del Kay Pacha, pero está presente en él
a través de sus representantes. El Kay Pacha corresponde aproximadamente al
mundo habitado por seres humanos (es decir, indios), de modo que tanto el dios
creador como el rey español residen en reinos que se hallan más allá del Kay
Pacha. Los españoles Wiraqucha eran seres que no pertenecían del todo a este
mundo, porque su mundo se hallaba al otro lado del océano y no aquí. Aquí, en
el Tawantinsuyu, estaban fuera de su lugar.

Las fuentes que hablan sobre la rebelión casi no mencionan la palabra


Wiraqucha. Sólo la encontré en el título de un cacique, a quien la fuente llama
mestizo y español, pero al mismo tiempo también menciona que era miembro de
un ayllu (ibid: 4: 487,493- 495). Cabe preguntarse si esta referencia a Wiraqucha
significaba que el cacique era español, o si indicaba que era descendiente legítimo
de los fundadores de un linaje de los kurakas.

Quispe Tupa Inca señaló que el primer lugar donde aparecería el Inca sería
la Capilla del Señor de los Temblores. Este Cristo de los Temblores es una imagen
cusqueña del Señor de los Milagros, también llamado Señor de Pachacamilla
(pequeño Pachacámac). Varios estudiosos han llamado la atención sobre el hecho
de que el Señor de los Milagros ocupa hoy en día exactamente el mismo lugar,
en el espado social y geográfico, que el antiguo Pacha Kamaq andino. Basándome
en las crónicas de Guamán Poma, traté de demostrar que Pacha Kamaq es una de
las representaciones del dios creador andino (Szcmiñski 1983). Pacha Kamaq (el
178 SZEMIÑSKI

Alma del Tiempo y del Espacio) se asocia con el oeste, hacia donde van el sol y la
noche, con el Ukhu Pacha o Hurin Pacha, el mundo subterráneo y profundo, y con
Pacha Mama, la madre tierra. Es el causante de los terremotos, de todos los
cataclismos y de todo cambio, en especial de los cambios irregulares. Cualquier
acontecimiento importante recibía el nombre de Pacha Kuti, es decir, cataclismo
o revolución del tiempo y del espacio. Los pequeños Pacha Kutis señalaban los
períodos en la existencia de un individuo o de una familia. Los grandes dividían
el Pacha, la continuidad del tiempo y del espacio, en épocas o sectores. En el mito
contemporáneo de Inkarrí se dice que el Inca regresará con un cataclismo que
exterminará a los españoles. La Capilla del Señor de los Temblores es, en
realidad, el lugar adecuado para el retorno del Inca. El razonamiento de Quispe
Tupa Ynca indica que el dios que otorgó a Túpac Amaru, Túpac Katari, Tomás
Katari y a los demás rebeldes la obligación de actuar, tenía todas las característi­
cas de Wiraqucha o Pacha Kamaq. Esto implica que el Dios cristiano del siglo
XVIII, en particular Dios padre, era concebido como una versión española y
oficial del dios creador andino. Esta identificación explica también cuáles eran
las virtudes de un buen cristiano. Todo indio que observaba los ritos de su
comunidad (común) y cumpliera con las obligaciones que le impusieran la
tradición y la comunidad tal como le fueran enseñadas por sus padres, podía
considerarse un verdadero cristiano. Si éste fuera el caso, no habría ningún
español que fuera un buen cristiano, y todos ellos serían herejes.

Según el obispo del Cusco, todos los indios deseaban el retomo de la edad de
oro de los Incas. El obispo insistía en que las profecías sobre el regreso del Inca
circulaban a través de libros impresos, sobre todo como consecuencia de lá
popularidad alcanzada por los Comentarios Reales de Garcilaso de la Vega
(ibid:2: 633-637). Es posible que los textos escritos tuvieran influencia sobre los
miembros más ricos y mejor educados de la nobleza india. Sin embargo, en 1780,
la mitad de los 24 electores era incapaz de firmar documentos. Los 24 electores
pertenecían a las familias incaicas más nobles y acaudaladas. Por lo tanto, los
libros resultaban insuficientes para propagar una creencia general. La fe en el
retomo del Inca se basaba en imágenes andinas generales de la historia, y se
transmitía en forma oral. La presencia de los santos católicos peruanos podría
indicar que la identificación de los personajes del panteón inca con los del
panteón católico alcanzó niveles más profundos. También es posible que algunos
curas católicos hayan participado en conspiraciones regionales previas al levan­
tamiento.

Túpac Amaru conocía esta profecía. Un ex-prisionero de Tungasuca, declaró


que el Inca "solía decir que havia llegado el tiempo de la profecia de Santa Rosa
de Li ma, en que había de bolber el reyno a poder de sus antiguos poseedoresy que
en este concepto hiba a exterminar y dar fin con todos los europeos que existían
en él" (ibid: 2: 380).

Hubo una ocasión en que incluso expresó su sorpresa por el hecho de que
el obispo del Cusco no conociera la profecía (ibidem).

Esta misma profecía sobre el retorno del reino a manos de sus legítimos
dueños fue escuchada en varias ocasiones por el Padre de la Borda, en presencia
¿IA JK y u u M A IA K A I A J S 1 1 3 1 'A l N V J l . E 3 f

de Túpac Katari (CDIP 1971-75: II: 2: 810-816). En este caso, sin embargo, no se
hacía mención de ningún santo. Parecería que el comienzo délos nuevos tiempos
se hallaba ligado a una purificación moral. El 15 de noviembre de 1780, un testigo
de los inicios de la rebelión declaró que había visto como un Parupuquio: "Todos
los indios de armamento, traían por armas hondas y sables, y se daban el para bien
abrazándose unos a otros diciendo que ya se les habían acabado sus trabajo y
padecimientos" (CDTA 1980-82: 3: 85).

Sacerdotes y Dioses

Toda tradición, y en especial las tradiciones religiosas, necesita de una


transmisión institucionalizada. Los datos que aparecen sobre los sacerdotes
andinos que tomaron parte en la rebelión son muy escasos. Es posible probar su
existencia, pero hasta el momento es imposible averiguar si se trataba de sacer­
dotes propiamente andinos, o si eran sustitutos andinos de los curas católicos. En
la gran mayoría de los casos conocidos, se sabe que eran campesinos viejos y
anal fabetos (ibid: 3:670,743-758,769,940-949; 4:282-295,390-399). Incluso existen
descripciones de un santuario rebelde católico pero nada ortodoxo, y de un
sustituto andino de un padre católico (CDIP 1971-75: II: 3: 320-322).
Sin embargo, si tomamos en consideración que cada kuraka y cada líder indio
tenía algo de sacerdote, entonces las cosas cambian. En el siglo XVI, los kurakas
representaban a los ancestros y fundadores de un linaje ante el pueblo y ante
todos los demás poderes. También representaban al pueblo ante los ancestros.
Esto significa que eran intermediarios, del mismo modo que el Inca representaba
a los humanos ante los dioses y a dios ante los hombres (cf. Salomón, capítulo 5
de este volumen).
Existía una relación especial entre Dios y Túpac Katari y Túpac Amaru.
Túpac Katari era la reencarnación de Tomás Katari, y uno de los indios a quien
ordenó ejecutar era la reencarnación de los Quila Qhapaq, los reyes colla (CDIP
1971-75: II: 3:168-169). ¿Será posible que Túpac Amaru también fuera la reencar­
nación de alguien?
No cabe duda de que la respuesta más obvia es que debería haber sido la
reencarnación de Thupa Amaru Inca (último rey inca, ejecutado en 1572). No se
conoce ningún documento que demuestre que Túpac Amaru declaraba ser la
reencarnación de Thupa Amaru Inca. Existen, sin embargo, numerosos escritos
que aseveran que él actuaba como descendiente de Thupa Amaru Inca. A pesar
de que sus descendientes eran muchos, sólo Túpac Amaru se sintió especialmen­
te obligado a actuar en su nombre. A fin de averiguar si Túpac Amaru era un
descendiente especial del último Inca, diferente a los demás, traté de analizar la
genealogía que él presentó ante la Real Audiencia en 1777, año en que, según las
profecías, se produciría el retorno del Inca (Loayza 1946: 5-17).
Esta genealogía indica queera descendiente directo en quinto grado de Felipe
Thupa Amaro o Thupa Amaru Inca; Wayna Qhapaq-Manku Inca-Felipe Thupa
Amaru Inca-juana Pillcohuaco-Blas Thupa Amaro-Scbastián Thupa Amaru-
Miguel Thupa Amaru-José Gabriel Thupa Amaru. El hecho de que descendiera
de la hija de Thupa Amaru Inca no es significativo, pues el Inca no tuvo
descendientes masculinos conocidos. Todos los demás hijos de Juana Pilcohuaco
también fueron reconocidos como descendientes directos del Inca (Szeminski
1984: 160-163). Túpac Amaru se consideraba nieto en cuarto grado de Thupa
Amaru Inca (CDT A 1980-82:3:201). Según Zuidema, los descendientes en cuarta
generación podían casarse entre ellos (1980: 63,78). Ya que el sistema andino de
parentesco aún tiene vigencia hoy en día en el sur del Perú, y existen numerosos
indicios de que fuera usado en la provincia de Canas durante el siglo XVIII, se
podía considerar que Túpac Amaru era la reencarnación del fundador de su
ayllu. Ocupaba en el sistema de parentesco la misma posición que había ocupado
Thupa Amaru Inca en el siglo XVI. Esta puede haber sido una de las premisas que
convencieron a Túpac Amaru de que debía actuar: el era un rey Inca. No obstante,
no nos es posible averiguar si aceptaba también las demás consecuencias de este
vínculo: ¿era asimismo hijo del sol?
El destino de la desafortunada reencarnación de Quila Qhapaq, ejecutado
por órdenes de Túpac Katari, parece indicar que al menos el común de la gente
pensaba que Túpac Amaru era un Intip Churin o hijo del sol. Quila Qhapaq
pretendió bajar del cielo al sol (CDIP 1971-75: II: 3:168). En los mitos del siglo XX,
el Inca amarró al sol, su padre, a una roca llamada Inti Watana, término que
identifica al instrumento que ata al sol o al lugar donde el sol quedó atado (Ortíz
1973:131-140). Esto implica que Quila Qhapaq era Inca e hijo del sol, pero sólo,
como su título lo indica, en el Quila Suyu, que ya se hallaba ocupado por Túpac
Katari.
La historia de Quila Qhapaq podría servir para demostrar el culto al sol. El
obispo del Cusco afirmaba que el culto a Santiago era en realidad un culto a los
Incas. Según mi propia interpretación, estos datos prueban la existencia del culto
al trueno, que aún subsiste actualmente en el Cusco. Al haber otorgado validez
a las declaraciones del obispo en torno a la cuestión del trueno, debo también
aceptar sus afirmaciones, repetidas luego por Areche en la sentencia del Inca,
sobre la existencia del culto al sol (CDTA 1980-82: 2:633- 37; CDIP 1971-75:11:2:
771). Túpac Amaru solía llevar un collar de oro con una imagen del sol (ibid: II:
2:384). Túpac Katari usaba también una insignia similar (Valle de Siles 1983:86).
No logré hallar ninguna evidencia de que existiera un culto a la luna, aunque
esta omisión se explica perfectamente por la naturaleza de las fuentes. Tal como
lo señala Mariscotti (1978), la luna no es sino la representación celeste de la Pacha
Mama. Del mismo modo, el sol constituye una imagen celeste de Wiraqucha-
Pacha Kamaq. Ya he demostrado que Wiraqucha, Pacha Kamaq, Illapa y los Incas
muertos tenían cada uno una representación oficial: Dios Padre, el Señor de los
Temblores, Santiago. Ya que no pude encontrar ningún indicio directo del culto
a la Pacha Mama, es necesario a traer la atención sobre la presencia de las deidades
femeninas. Los documentos mencionan con frecuencia a una pareja de represen­
taciones católicas, compuestas por una imagen masculina y otra femenina. A
comienzos de la rebelión, el obispo del Cusco ordenó que se celebrara una pro­
cesión, con las efigies del Señor de los Temblores (Pacha Kamaq) y de Nuestra
Señora de Belén (CDIP 1971-75: II: 2: 279). Años más tarde diría que en esta
celebración participaron dos parejas: las imágenes del Señor de los Temblores, la
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 181

V irgen del R osario, Santo D om ingo y Santa Rosa de Lim a (C D T A 1980- 8 2 :2 :4 2 0 ).


D iego C ristóbal ord en ó que "todos los ch ristian o s se dediqu en al cu lto d ivino
ad oran d o a D ios y a su M adre San tísim a" (ibid: 2: 348).
Estos ejem p lo s indican la presencia de la Pacha M am a, cuya rep resen tación
oficial es, en la actu alid ad , la propia V irgen.
La o rd en de T ú p ac Katari de organ izar las asam b leas en la cim a d e las
m o n tañ as (C D I P 19071-75: II: 2 :8 0 2 -8 0 4 ) correspond ía a la realidad. En las ce rca ­
nías d e P au cartam bo, los rebeld es solían reunirse para d iscu tir en la cim a de un
cerro llam ad o Apu (ibid: II: 1 :1 4 4 ). Apu -q u e en quechua significa 's e ñ o r'- es el
título q u e llevan hoy en día todas las g rand es m o n tañ as q u e son co n sid erad as las
p ro tectoras de una com u nid ad o región. C om o su cu lto se halla aún gen eralizad o,
no es necesario d em o strar su existencia en el siglo X V III. El propio levantam iento
im p licaba una preferencia por la protección de los cerros com o g u ard ianes d e la
vida social y b io ló gica, en vez de las iglesias y de las aldeas coloniales establecid as
en el siglo XV I. Las asociaciones actu ales en tre las g rand es m ontañas y las
im ágen es d e C risto nos perm iten exp licar el m otivo de la d ev oción d e T ú p ac
A m aru al Señ o r d e T u n gasu ca, su lugar de nacim iento (C D TA 1980-82: 3: 557,
288). H idalgo L. (1983) señaló que tam bién existía en la rebelión otro elem en to del
panteón trad icional andino: los ancestros. Según su criterio, la frecuencia con que
se m en cion an los cem en terio s com o lugares para asam bleas y p ro clam acion es, es
señal d el cu lto a los ancestros.

E l In ca

En toda la in fo rm ación recopilada, el elem en to m ás im portante ha estado


presen te sólo en parte: el Inca, hijo del sol, reencarnación de T hu p a A m aru Inca,
rep resen tan te de D ios y de la V irgen (W iraqucha y P acha M am a) sobre la tierra
en el K ay Pacha. Es obvio que no se trataba de un ser com ú n y corrien te, p u es la
rebelión , es d ecir, el gran cam bio o P acha-K uti, se inició con el retorno del Inca.
El Inca tenía p od eres sobrenatu rales. En 1978 afirm é que entre sus atribu to s
se h allaba la capacid ad para servir a los m u ertos (1984:159-200). M á sa d cla n te , las
n u ev as e v id en cias p u b licad as m e obligarían a cam biar m is su p u estos an terio res
de que el Inca nunca se había atribu id o a sí m ism o el p od er d e d ev olv er la vida
a los m u ertos. Sabem os ahora d e varios testim onios, según los cu ales T ú p ac
A m aru habría d eclarad o p ú blicam en te que todos aq u éllos que perecieran por su
causa resu citarían al tercer día (C D TA 1980-82: 3: 259-262). El obisp o del C usco
afirm aba que el Inca había prom etid o la resurrección al tercer día de su co ro n a­
ción en el C u sco (C D IP 1971-75: II: 3: 336). Un observad or sostenía que el Inca
tam bién p ro h ibió a sus segu id ores que invocaran el nom bre de Jesú s a la hora de
m o rir, p u e s d e lo contrario no resu citarían (ibid: 11:1:376). Es p osible que todo esto
no rep resen te sino una exageración popu lar de las p alabras del Inca. En todo caso,
es cierto que la gen te pensaba que no debía invocar a Jesú s, a fin d e poder
resu citar. La resu rrección al tercer día es una tradición cristiana, y p u ed e ser señal
d e que el Inca era consid erad o com o el equ ivalen te de Jesú s para el T aw antinsu -
yu.
1 u¿. 3 Z JÍM JL ÍM 3 M

Se dice que Túpac Katari habría convencido a sus seguidores de que el rey
Thupa Amaru los resucitaría al quinto día de su muerte en batalla. La resurrec­
ción al quinto día corresponde a una antigua tradición andina (CDIP 1971-75: II:
3:81). Túpac Katari negaría luego sus promesas de resurrección (ibid: II: 3:180),
pero este desmentido tuvo lugar durante su propia confesión legal. Después de
todo, el mismo decía ser la reencarnación de Tomás Katari (Valle de Siles 1983:48).
Según los mitos de Huarochirí, la resurrección al quinto día ocurrió durante
los tiempos de la primera y más antigua humanidad, denominada hoy en día
como 'los gentiles' o machu. Guamán Poma los llamaba Wari Wiraqucha Runa
o Wari Runa (cf. Szemiríski 1984: 97-137). Esta tradición andina de resurrección
podría indicar que también cabía la esperanza del retorno de los ancestros. Esto
confirmaría la interpretación de Hidalgo Lehuede sobre las asambleas y procla­
maciones en los cementerios. Asimismo denotaría que la llegada del Inca a la
creación de la primera generación de indios, los Wari Wiraqucha Runa. ¿Sería
posible que todos los seguidores del Inca se convirtieran en nuevos Wari
Wiraqucha Runa, en fundadores de nuevos linajes en un mundo nuevo? Túpac
Amaru era el nuevo fundador del ayllu real. Se le asociaba con el Gran Paititi,
lugar en que se dice que aún hoy reinan los Incas. Paititi está al este, de donde
viene el sol y de donde debiera surgir todo lo nuevo (cf. ibid: 185-186).
Era mi intención delinear más claramente la imagen del Inca entre los
rebeldes, pero no logro añadir nada significativo a lo que ya escribí en el año 1978.
He hallado tres casos en los que el Inca era llamado Dios, pero sólo uno de ellos
parece verosímil, y ya lo he citado anteriormente (CDTA 1980-82:3:76). Según el
padre M. de la Borda, los indios ejecutaban las órdenes de Túpac Katari como si
éste fuera realmente una deidad (CDIP 1971-75: II: 2: 810). Diversas fuentes
indican que el Inca era considerado inmortal, o que al menos era visto como una
persona que no debía y no podía morir. Felipe Velasco Thupa Yupanqui, Diego
Cristóbal y muchos otros líderes rebeldes sostenían que el Inca no había muerto
en Waqay Pata: uno decía que estaba en Lima, otros afirmaban que se había ido
al Gran Paititi. Su muerte fue descrita como la desaparición de un ser que traería
orden al universo (Szemiríski 1984:181-182). En una chichería de Acomayo, un
indio, "poniéndose muy triste y compungido, haciendo mucho dolo dijo que al
inca Thupa Amaru le quitaban la vida el día martes... que su Majestad mandó lo
llevasen vivo y que no quería le quitasen la vida y el Señor Visitador, fingiendo
por disculparse, ha dicho que lo entregaron muerto y que sólo la cabeza la
despachaba a su Majestad" (CDTA 1980-82: 4: 347-348).
Merece la pena señalar que la muerte de Túpac Amaru (es decir, el Inca) era
interpretada como una prueba deque los españoles se habían rebelado contra el
rey de España.
No es necesario repetir todos los títulos que los seguidores otorgaron al Inca:
Bienhechor de los Pobres, Padre, Majestad, Rey, etc. Los pobladores de las
provincias a veces recibían de rodillas a sus representantes. Hubo el caso de un
sacerdote católico que ponía los Evangelios sobre las cabezas de los líderes
rebeldes antes de cada acción (CDIP 1971-75: II: 2:651). El Inca solía ser llamado
Libertadory Redentor(Lewin 1957:340). Según el obispodel Cusco,el Inca ostenta­
ba los títulos de: "Libertador del reino, Restaurador de privilegios* y padre
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 183

común de los que gemían bajo el yugo de los repartimientos", mientras que el
pueblo lo llamaba Redentor (CDIP 1971-75: II: 3: 332).
También se le creía invencible (CDTA 1980-82: 5: 37). El mismo dijo que
nombraría a los líderes que conducirían al pueblo por el camino de la verdad
(ibid: 3: 113). Los indios veían en él al representante de su pueblo, así como
del Perú, de la tierra y de la gente (Szemiñski 1984:138-139,178-190). Asimismo
representaba a los valores morales tradicionales, cosa que debiera ser analizada
por separado.

Conclusiones
Los rebeldes poseían una imagen de la historia, cuyas tres últimas épocas
serían: el mundo antes de los españoles, el mundo de los españoles y el mundo
después del retorno del Inca. He intentado ofrecer un esquema de estas épocas
(cuadros A, B y C).
El mundo creado por Dios Padre y por la Santísima Madre tiene, básicamen­
te, una estructura tripartita, compuesta por el cielo, la tierra y el mundo subterrá­
neo, cuyos nombres en quechua son Hanaq Pacha, Kay Pacha y Hurin Pacha res­
pectivamente. En cada pacha existe una jerarquía de seres que son representacio­
nes locales de Dios: el sol, el Inca y Jesús (Pacha Kamaq). Cada ser masculino tiene
una contraparte femenina. Ya que las fuentes sobre la rebelión no contienen
ninguna información concreta sobre la imagen de estas jerarquías, he u tilizado la
versión más simple, que se basa por igual en las crónicas del siglo XVI y los mitos
contemporáneos. La jerarquía del cielo, que no ha cambiado, me ayudó a hallar
el orden de las entidades en las demás jerarquías (por ejemplo Venus, en su
calidad de representación del trueno, también sirve para señalar el lugar de
Santiago Apóstol). No estoy seguro si los Wiraquchakuna debieran aparecer dos
veces en el mundo subterráneo, una vez como españoles y otra vez como ances­
tros de todos los humanos. En este mundo, su presencia se limita a la de
fundadores de linajes, identificados con los kurakakuna o caciques, sus herede­
ros.
El cuadro A explica por qué era inevitable la conquista. En este mundo,
los Willaqkuna o sacerdotes andinos no sabían cómo rezarle y respetar a Jesús.
Naturalmente doy por sentado que entre 1770 y 1780, Jesús y Pacha Kamaq se
hallaban totalmente identificados, cosa que podría no ser cierta por completo. El
Inca y los Runas eran culpables de descuidar y olvidar a Jesús (Pacha Kamaq) y
a toda la jerarquía del mundo inferior. Esto constituía una ofensa a Dios Padre,
quien decid ió castigar al Inca y a los Runas por medio de un cataclismo, y les envió
a los españoles. Estos tenían el deber de castigar al Inca y a los Runas, y de
enseñarles a respetar a Jesús y a la jerarquía del mundo inferior, estableciendo así
una relación correcta entre ambos mundos (cuadro B).
Los españoles, enviados por Dios o, en este caso por Jesús Pacha Kamaq,
vinieron y conquistaron este mundo. Introdujeron la manera correcta de respetar
a Jesús y a la jerarquía del mundo inferior. Castigaron al Inca y a los Runas.
También mataron al Inca, y abolieron la jerarquía que gobernaba este mundo,
para luego comenzar a administrarlo a su manera. Mataron a los indios para su
184 SZEMIÑSKI

propio beneficio. Tampoco les permitieron convertirse en sacerdotes católicos,


y prohibieron la manera correcta de respetar al mundo superior. Así, los españo­
les se convirtieron en nak'aq, en antisociales que desbarataban el orden de la
sociedad y ofendían a Dios impidiendo que los cristianos (es decir, los indios), le
rindieran el debido respeto como sol o como Jesús. Al no mejorar sus costumbres,
sus pecados se hicieron muy graves, por lo cual Dios decidió castigarlos y
ponerlos en su lugar. El modo más simple de castigar a los españoles consistía en
darles muerte y enviarlos de vuelta al lugar de donde vinieron. Al mismo tiempo,
había que restaurar el orden en este mundo, y el único realmente capacitado para
ello era el Inca. Así comenzó el cataclismo y regresó el Inca (cuadro C).
El retorno del Inca no implicaba un repetición de los tiempos prehispánicos.
Su victoria y la exterminación de los españoles crearía un equilibrio en la relación
de este mundo con el mundo inferior y con el mundo superior. Tanto la jerarquía
del ciclo como la del mundo subterráneo serían debidamente respetadas, porque
al fin habría sacerdotes católicos indios. Al mismo tiempo, el Inca y los kurakas
restaurarían el orden en este mundo.
La noticia del retorno del Inca obligó a todos los runas a decidir si éste era el
Inca que ellos esperaban. Si lo era, todos tenían el deber de seguirle y matar a los
españoles, pues había llegado el tiempo del cataclismo o Pacha Kuti, y la era de
los españoles había llegado a su fin. Si, por el contrario, era un falso Inca, había
que darle muerte, así como a sus seguidores, porque la era de los españoles con­
tinuaría aún. En ambos casos, el camino a seguir constituía un deber religioso.
Ya que dar muerte a los españoles durante el retorno del Inca era un deber
religioso, también había que matar a españoles reales o ficticios durante cada
levantamiento. Esto implicaba que 'todos1sabían cómo reconocer a un español.
En la práctica, los pobladores de cada aldea o ciudad sabían quién era un español
o un ñak'aq. Por lo menos al iniciarse el movimiento era fácil identificar a los
españoles locales. Sin embargo, cuando las tropas ingresaban a un territorio
donde no conocían a la gente, la falta de criterios habrá resultado notoria.
Naturalmente, cualquier persona de cabellos claros, que hablara español, se
vistiera y portara a la usanza española, tenía que ser un español. Por otro lado,
el de lengua quechua y tez oscura, miembro de una comunidad indígena y
seguidor del Inca, no podía ser español. No obstante, la identificación de los que
se situaban entre ambos extremos dependía de las condiciones y conflictos
locales. Sin duda, el número de personas reconocidas como españoles habrá
aumentado rápidamente una vez iniciado el reparto del botín, tal como siempre
sucede durante la construcción de un mundo nuevo y moral. Un estudio detalla­
do de la transformación de los valores morales durante el levantamiento nos
ayudaría a comprender cómo se identificaba a un español antes de matarlo. En
todo caso, los buenos cristianos andinos debían matara los españoles y contribuir
así a la moralización del mundo.
Hidalgo Lehucde sostenía (1983) que el Inca y Jesús eran dos figuras opues­
tas, pues el uno se relacionaba con la vida y el otro con la muerte. El seguir al Inca
implicaba rechazar el cristianismo. Yo no creo que la cosa haya sido tan simple.
Jesús era el señor del mundo subterráneo, de los muertos y de la noche, pero al
mismo tiempo era también el señor del cambio y del comienzo. Al igual que Pacha
Kamaq, Jesús era el señor del principio y del final. A ojos de sus seguidores, el
¿POR QUE MATAR A LOS ESPAÑOLES? 185

retomo del Inca fue posible porque Jesús lo permitió. La guerra entre el Inca y sus
enemigos era una guerra entre cristianos que se acusaban unos a otros de herejía
y rebelión. Naturalmente queda aún por investigar el peso real de las creencias
y de los dogmas católicos en la religión andina del siglo XVIII. Sin duda se trataba
de creencias católicas, ¿pero hasta qué punto resultaban importantes? ¿Será que
los elementos cristianos constituían simplemente una serie de cul tos especializa­
dos que se relacionaban con el mundo subterráneo? ¿O tal vez habrán estado
presentes también en otros aspectos de la religión andina?

Cuadro A: el mundo antes de los españoles

Wiraquchan (a) - Pacha Mama


Dios Padre - la Virgen

Hanaq Pacha (b) Kay Pacha Hurin Pacha


(Mundo superior) (Este mundo) (Mundo inferior)
Inti-killa Inka (c)-Quya Pacha Kamaq-Mama, Jesús
(sol-luna) (Inca-su mujer) (Jesús-madre tierra)
Chaska lllapa, Amaru Santiago
(Venus) (Trueno-serpiente)
Quyllurkuna Urqukuna Santukuna
(estrellas) (montañas) (Santos)
Kamaqinkuna (d) Wiraqucha Runa Wiraqucha Kuna
kurakakuna (ancestros humanos)
("prototipos") (fundadores de
linajes, caciques)
? Willaqkuna Padrekuna
(sacerdotes andinos) (curas Católicos)
? Runakuna Wiraqucha Kuna
(indios) (españoles)

(a) : No tengo una idea dara sobre si Wiraqucha Qhapaq, rey de España, correspondía a Dios
Padre o a Jesús-Pacha Kamaq. Tal vez era sólo un rey de ancestros humanos en el mundo inferior.
He preferido omitirlo del diagrama. Los seres femeninos, contrapartes de cada ser masculino, sólo
aparecen cuando resulta necesario. Hay estrellas, santos y montañas femeninas. La composidón de
la familia lllapa (Chaska, Santiago, Amaru, etc) es poco conodda.
(b) : El Pacha tiene otras secciones, y también es factible subdividirla más. Supongo que Lima,
Buenos Aires, Paititi y Africa, al igual que España, forman parte del Hurin Pacha al que también
pertenecen la noche y los muertos.
(c) : 1lay rezos del siglo XVI, que mendonan a Runa Kamaq, o alma del hombre, garante del
orden en la sodedad humana. Lo he identificado con el Inca, debido a la oposidón entre éste y Pacha
Kamaq-Jesús.
(d) : Cada ser del Kay Pacha tiene un prototipo en el délo, que posiblemente se identifica con una
estrellas o una consteladón.
Cuadro B: el mundo de los españoles

Dios Padre - la Virgen


Wiraquchan - Pacha Mama

Hanaq Pacha Kay Pacha Hurin Pacha


Inti - killa ¿Jesús-Pacha Mama? Jesús-Pacha Mama
¿Inka-Quya?
Chaska Santiago Santiago
Illapa, Amaru ¿Illapa-Amaru?
Quyllurkuna Santukuna Santukuna
Urqukuna ¿Urqukuna?
Kamaqinkuna Puka kunka Wiraquchakuna
(españoles en el Perú)
Kurakakuna
? padrekuna padrekuna
willaqkuna
? Runakuna Wiraquchakuna

Nota: El subrayado indica a los miembros de la jerarquía del Kay Pacha que existen pero han
perdido su lugar allí. Los signos de interrogación señalan a los representantes del Kay Pacha que
probablemente han sido transferidos al Hurin Pacha.

Cuadro C: el mundo después de retorno del Inca

Dios Padre - la Virgen


Wiraquchan - Pacha Mama

Hanaq Pacha Kay Pacha Hurin Pacha

Inti-killa Inka-quya Jcsú-Pacha Mama


Chaska Illapa-Amaru Santiago
Quyllurkuna Urqukuna Santukuna
Kamaqinkuna Kurakakuna Wiraquchakuna
? willaqkuna, padrekuna padrekuna
? Runakuna Wiraquchakuna
___ 7
Buscando Un Inca (*)

A lberto Flo res G a l in d o

Pontificia Universidad Católica del Perú

"Hablar de revoluciones, imaginar revoluciones, situarse mentalmente


en el seno de una revolución, es hacerse un poco dueño del mundo "
Alejo Carpentier

de los comprometidos, en el Cusco, el año 1805, se


,

P
o r l a d e l a c ió n d e u n o

puso brusco fin a una conspiración. Como otras que se sucederán en las ciu­
dades latinoamericanas de esos años, tenía como finalidad asaltar el cuartel, po­
sesionarse de la plaza e iniciar un proceso que culminaría con la expulsión de los
españoles. El relato historiográfico convencional nos dice que entre los protago­
nistas figuraban el mineralogista Gabriel Aguilar, un miembro de la Audiencia,
Manuel Ubalde, además de un abogado, tres sacerdotes, un regidor, un comisa­
rio de indios nobles y un personaje de la aristocracia indígena. En términos
étnicos se trataba de algunos indios liderados por varios criollos (o mestizos).
Quienes concibieron y alentaron con más entusiasmo el proyecto -es decir
Aguilar y Ubalde-, pertenecían a las clases medias provincianas de la época,
ese sector social que buscará un rol protagónico tiempo después, durante la
revolución cusqueña de 1814. Hasta aquí parece que nos encontramos ante un
acontecimiento que se inscribe de manera natural en la lucha por la independen­
cia. Pero ocurre que los conspiradores no pensaban en establecer un régimen
republicano, sino que lejos de cualquier proyección futura, querían restaurar
un orden anterior: eran monárquicos y buscaban a un Inca como rey.
La vuelta al pasado inspiraba una revolución. Quedaría, sin embargo, como
tantos otros proyectos abortados. En la mañana del 5 de diciembre de 1805,
Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde fueron ahorcados en la Plaza Mayor del
Cusco1. Esa lectura heterodoxa de la tradición2 que ellos habían realizado, sería
comprendida todavía en 1823, cuando el Congreso del Perú reivindicó la memo­
ria de estos "insurgentes" proclamándolos "beneméritos de la Patria". Transcu­
rren algunos años más, y en una tradición que Ricardo Palma dedica a esos
acontecimientos, no sabe cómo denominar a sus protagonistas, y duda entre
los calificativos de "loco o patriota": estaban contra los españoles pero siguiendo

(*) Esta ponencia es parte de una investigación realizada conjuntamente con Manuel Burga.
1. Vicuña Mackenna, Benjamín. La revolución de la independencia del Perú, Lima, Gardlaso,
1924; pp. 68 y ss. Biblioteca Nacional de Lima. Sala de Investigaciones (en adelante B.N.) D 120.
"Expediente relativo al juicio seguido a los conspiradores Aguilar y Ubalde". Lima, 1805, 19 ff.
2. La idea de la "heterodoxia de 1? tradición" procede de uno de los artículos de Mariátegui
que fueron publicados bajo el título Peruanicemos el Perú. Este autor advirtió el potencial transforma­
dor que podía estar contenido en ei pasado peruano, rescató de esta manera una palabra que come
"tradición" pertenecía al vocabulario de las clases dominantes.
i
concepciones al parecer descabelladas (Palma 1953: 838). Desde esta versión,
la historia tradicional les ha deparado el trato de hermanos menores de los
precursores, personajes inciertos que penden entre la realidad y la ficción,
"utópicos" en el sentido vulgar de la palabra: individuos que albergan ideas im­
posibles3.
Este desconcierto de los historiadores reúne algún fundamento. Aguilar
tenía seis años en 1780 y Ubalde catorce. Debió formar parte de los recuerdos
infantiles o adolescentes de ambos la "gran rebelión" de Túpac Amaru con su
secuela de violencia y destrucción. No podían ignorar que en nombre de la
vuelta del Inca, en los escenarios del sur andino, se habían saqueado haciendas
y obrajes, destruido iglesias, pasado por las armas a cuantos se calificaban
como puka kunka y que esa revolución política se había transformado rápidamen­
te en un conflicto étnico. Personajes como Aguilar y Ubalde hubieran podido
estar entre las eventuales víctimas de esos desmanes. Podrían haber sido, por
ejemplo, algunos de esos niños (españolitos o mestizos) que en Tapacarí fueron
arrojados desde las torres de las iglesias. Hay testimonios suficientes como
para estar seguros que ellos no ignoraban estos sucesos. Incluso, en el caso de
tener éxito, imaginaron algunas precauciones: apresar a todos los españoles
con celeridad y embarcarlos rumbo a España y evitar así cualquier masacre.
Al margen de la ingenuidad, la referencia nos muestra que eran conscientes
del riesgo que corrían. Aparentemente Aguilar y Ubalde ilustrarían esa idea
sartreana de medir la evidencia de una idea por el desagrado que causa45.
Pero podría ser que sin negar la violencia desplegada durante 1780, los
historiadores hayan exagerado su impacto en los hombres de esa época. Luis
Durand cree ver una prolongación de la utopía tupamarista todavía en el Cusco
de 18053. Además, esos sucesos estarían mostrando que la vuelta del Inca no
es una preocupación exclusiva de la población indígena. En efecto, el incario
como alternativa a la opresión colonial parece que resultó de la aproximación
entre esos mundos aparentemente infranqueables que habían sido la república
de indios y la república de españoles. Un hecho biológico evidente: incremento
de los mestizos a medida que transcurre el siglo (22% de la población). La
cultura andina, de la represión y la clandestinidad, pasa a la tolerancia y los
ámbitos públicos: fiestas y procesiones en las que se exhiben imágenes de los
incas; temas similares en los keros, los lienzos y al parecer hasta en los murales.
Reinstaurar el imperio incaico parece constituirse en un principio de identidad.
Esta utopía no sería un producto exclusivo del sector indígena: habría compren­
dido a otros sectores sociales.
La aproximación entre las dos repúblicas siguió diversos caminos. A veces
son los criollos y mestizos que optan por expresarse en quechua y componen

3. Una bibliografía bastante completa sobre el tema se puede encontrar en el resumen que
realizó José Agustín de la Puente del proceso seguido a Aguilar y Ubalde. Cfr. La causa de la
emancipación del Perú. Lima, Instituto Riva Agüero, 1960, pp. 495-525.
4. "...me vi llevado a,pensar sistemáticamente contra mí mismo hasta el punto de medir la
evidencia de una idea por el desagrado que me causaba" (Sartre 1968: 162).
5. Luis Durand tiene en preparación un libro sobre la historia del Cusco entre las revoluciones
de 1780 y 1814. Por el momento puede consultarse Durand 1983.
BUSCANDO UN INCA i»y

yaravíes como Mariano Melgar o dramas con personajes incaicos al estilo del
Ollantay. En otras ocasiones, es el indio quien "emplea elementos europeos
para expresarse mejor" (Argucdas 1952:140). Pero este proceso de convergencia
será interrumpido por los conflictos sociales que se desencadenan entre 1780
y 1824. Terminadas las guerras de la independencia en el país, las divisiones
y contraposiciones étnicas y sociales, primarán sobre las tradiciones comunes.
La utopía andina en el siglo XIX se convertirá en utopía campesina y quedará
confinada en los medios rurales. Aguilar y Ubalde se ubican a medio camino:
en el centro mismo de un período de transición.
Podríamos ilustrar de varias maneras esta transición. El tema de los incas
va desapareciendo paulatinamente del discurso político criollo. Los símbolos
andinos quedarán postergados en los emblemas patriotas. La aristocracia indí­
gena desaparece del escenario político. Se ha insistido lo suficiente en lo que
respecta a las prohibiciones que establecieron los europeos después de la derrota
de Túpac Amaru (vestimenta, lengua, títulos nobiliarios, pintura); habría que
añadir los elementos espontáneos que se hicieron presentes en esa creciente
divergencia entre las dos repúblicas. Los indios de los pueblos de Huancavelica
habían incorporado las corridas de toros entre sus expresiones culturales. En
1791 un bando pretende prohibir, sin éxito, esa "inhumana costumbre", de
manera que, en 1807 se reitera el veto contra una práctica de la "gentilidad"
(B.N. C3351, 1791 y D142, 1807). Se regresa a la represión y la clandestinidad
¿Quiénes fueron nuestros personajes? Sus biografías nos pueden ayudar a
entender los derroteros urbanos de la utopía andina. Hasta aquí, siguiendo a
otros historiadores, hemos indicado tres rasgos: provincianos, clase media,
criollos. Los dos primeros resultan -como seguiremos viendo-bastante eviden­
tes. El tercero, está rodeado de imprecisiones. El vocablo criollo no existe en la
terminología oficial, que para fines censales o tributarios sólo distingue entre
españoles, indios, mestizos, negros y castas. Criollo es para muchos limeños un
calificativo denigrante, aunque escritores como Viscardo y Guzmán, afectado
por el exilio europeo, quieren rescatar ese término y en ciudades de provincias
como Cusco, parece adquirir connotación positiva, contrapuesto a adjetivos
peyorativos como "chapetón" o "gordo". Frente a Ubalde o Aguilar, cualquier
empadronador colonial se hubiera planteado la alternativa español o mestizo;
en justicia los hubiera ubicado en la segunda categoría. Genealógicamente sólo
tenemos referencias confiables sobre Ubalde, que parecen obedecer a una de
las siete combinaciones posibles que originaban a los mestizos: español-mestiza.
Culturalmente, como veremos, se elaboraron una amalgama de concepciones
europeas e indígenas, ¿mestizos? Podemos llegar a esta conclusión si admitimos
-siguiendo a Dionisio Farfán (1818), George Kubler (1958) y Pablo Macera
(1977)- que, al comenzar el siglo XIX en el mestizo, lo blanco predominaba
sobre lo indio. (Macera 1977: II: 444 y ss.).
Ubalde había nacido en Arequipa y sabemos con precisión gracias a Luis
Durand, que fue un 27 de mayo de 1766. Su familia poseía por la rama materna
algunas tierras en Majes, las que quizá permitieron solventar una educación
que desde temprano corre a cargo de una tía monja. Esta tía, en todo momento,
buscó dirigir su vocación hacia la iglesia y los claustros, y aunque no tendría
éxito, sí conseguiría desarrollar en su sobrino una gran inquietud religiosa:
1?U M .U K h S

conocimiento de la Biblia y lectura de vida de santos. Pero no se trata sólo del


encuentro con un misticismo interior. Parece que aquí se origina también una
intensa preocupación por los "desvalidos". Encontramos los primeros rastros
del Deuteronomio, ese libro exhortante y pro fótico. El tema de los pobres parece
realizarse al principio de una manera más ejemplar que real, en la figura de
los esclavos. Digo ésto porque la población negra era escasa en el sur andino.
De Arequipa Ubalde pasó al Cusco, donde se iniciaría en los estudios de
la jurisprudencia. Lleva consigo una carta de su tía, que le acompañará casi
hasta el cadalso. En ella lo incita a mantenerse fiel a la inspiración mística de
su infancia. De esos años mantiene igualmente su preocupación por la lectura
y tenemos algunas evidencias de sus incursiones en el pensamiento ilustrado.
Al parecer llegó a sus manos El Evangelio en triunfo de Olavide. Estos nuevos
intereses encontrarían un ambiente propicio en las bibliotecas de los intelectua­
les limeños. Terminados sus estudios, ejerció la abogacía en la capital. De allí,
en 1805, a los treintainueve años, pasaría al Cusco en calidad de funcionario
suplente de la Audiencia. Pocos años antes, se había establecido ese tribunal
de justicia. En él, ocuparía el cargo de teniente asesor mientras durara la licencia
del titular, José de Reyes, quien se encontraba de viaje por España (Cornejo
1955: 152). De la capital regresaba a la provincia y aunque con retardo, iniciaba
su progresión en la burocracia colonial. Podía tener algún futuro. Sin embargo,
quedó trunco ya que en ese año se encontraría con Aguilar.
Evidentemente el teniente asesor de la Audiencia era un hombre de una
cultura más que mediana en los medios letrados de la colonia. Pero las lecturas
no habían erradicado de su mentalidad la obsesión por los sueños, que se
emparentaba con ese misticismo de la infancia. Si el encuentro con Aguilar
resultó trastocante para su vida, fue entre otras cosas porque anduvo anunciado
o confundido con un sueño: el encuentro de dos águilas, una viniendo desde
el mar y otra desde las cordilleras, ambas con sus alas desplegadas (Vicuña
1924: 70). Para personajes como Ubalde los sueños no estaban destinados al
olvido, ni se le ocurría que podrían ser el lenguaje de un mundo interior; se
trataba de "revelaciones nocturnas", claves para el futuro. Está de por medio
la concepción de que exista algo similar a un destino.
Estas concepciones las encontramos con mayor nitidez en Gabriel Aguilar.
Más joven, había nacido alrededor de 1774, en Huánuco. Sabemos que realizó
estudios de mineralogista, aunque el campo de sus preocupaciones intelectuales
era tan heterogéneo como vasto (cosmografía, artes mecánicas, filosofía experi­
mental). Sin embargo, a diferencia de Ubalde, le interesó más viajar que leer.
Estuvo en la montaña, llegó al Marañón, visitó Chachapoyas. Podríamos pensar
que nos encontramos entre un personaje equiparable a esos viajeros europeos
que recorren por entonces América. Pero el motivo de sus viajes no es el
conocimiento de la naturaleza o el encuentro con otros hombres, sino la búsque­
da de una especie de definición interior. A los nueve años tuvo un sueño (una
revelación) donde el Señor lo designaba como uno de los elegidos (Conato
1976: 28). En otras palabras: un ungido. Se siente llamado para un designio
superior. En busca de otros signos, viendo y escuchando cualquier mensaje,
recorre el país y es así como llega a Linría. El convento de los Descalzos (de
padres franciscanos) será un punto importante en su itinerario: allí contempla
BUSCANDO UN INCA 191

la imagen de un Cristo crucificado que años después creerá reencontrar en el


Cusco.
Pensó volverse franciscano pero cambió los hábitos por la condición de
peregrino: "...Dios ordenaba que siguiese adelante con su Cruz, abandonando
a sus Padres, hacienda y comodidad" (ibid: 87). De Lima parte a la sierra
central, donde otro punto importante de su itinerario será la iglesia de Jauja,
en la que aparte de una imagen del Señor de la Agonía, encuentra a otros dos
franciscanos. Años después decidirá quedarse en el Cusco a causa de una
imagen de Cristo que contempla en la iglesia de San Francisco de esa ciudad.
En sus confesiones aparece además una relación entre la pobreza y los francisca­
nos. Señalamos estos hechos recordando la vinculación que en otrosd lugares
se ha dado entre esa orden y el milenarismo.
No nos adelantemos. Antes de que decidiera establecerse en el Cusco,
Aguilar recorrió el sur andino, llegando a Potosí y Mendoza. En dirección a
Buenos Aires, sigue la ruta inversa de El Lazarillo de ciegos caminantes, ese relato
de Carrió de la Bandera donde se describe el itinerario desde el puerto sureño
hasta Lima. En esc camino de arrieros, el peregrino sufrirá una transformación
decisiva. Los pamperos lo confunden con un emisario de Túpac Amaru, le
piden noticias sobre los acontecimientos del Cusco y de esta manera surgen
invitaciones a que "se hiciese caudillo de una mutación política" (ibid: 47).
Ocurre que este caminante se parece a otros que por entonces recorren los
senderos andinos. El historiador Lorenzo Huertas (1978: 10), por ejemplo, ha
reconstruido el itinerario del indígena Diego Jaquica, rebelde tupamarista en
1780, apresado y trasladado a Lima; consiguiendo fugar en lea desde donde
recorrerá todos los pueblos en dirección al Cusco, hablando de los incas y los
nobles indígenas. En una sociedad oral como la de entonces, estos personajes
encontraban fácilmente oyentes. Los tambos, las hosterías, las chinganas, espar­
cidas por esas dilatadas rutas, crearon el ambiente para conversaciones que
fácilmente derivaban en temas políticos (Eguiguren 1935: 20). En ocasiones el
público podía influir en el caminante. Esos pamperos, con sus preguntas sobre
los tupamaristas, sin premeditarlo, ayudaron a que Aguilar descubriera en
medio de su misticismo, un derrotero más terrenal.
Aguilar viaja a España. Se habla de un presunto milagro que evita un
naufragio. También de sus posibles contactos con autoridades españolas o
supuestas conspiraciones con los ingleses. Desilusionado de la corte, regresará
al Perú a proseguir una caminata que termina en el Cusco. Ha seguido en
cierta manera el camino inverso de un predecesor: ese alumno de los jesuítas,
Juan Santos Atahualpa, que abandona el Cusco y remontando los ríos de la
selva encuentra la región del Gran Pajonal. Aguilar llega al Cusco buscando a
una mujer indígena, campesina, con la cual, si quiere ser fiel a los designios
divinos, debe casarse. Siempre fue un hombre tenso y atormentado. Abandona
sus proyectos intelectuales y posterga su búsqueda de minas, en función de
encontrar su presunto destino. En unas décimas escritas poco antes de morir
alcanzó a definirse de esta manera: "Aquel Gabriel que vivió/en un continuo
penar" (Mendiburu 1872-90: 181).
Algunos testimonios indican que ya Aguilar habría conocido a Ubalde en
Lima "se conocían ambos..." dice Mendiburu (ibid: 176). Lo cierto es que en
la ciudad imperial (este calificativo tendría un contenido concreto en el siglo
XVIII, cuando los incas no eran todavía un recuerdo lejano), desarrollan una
amistad que deriva en largos diálogos. Las revelaciones divinas, los sueños,
los viajes, los libros, la preocupación por los pobres y el sufrimiento, las expe­
riencias de uno y otro comienzan a germinar una idea: cambiar esa sociedad
para establecer un nuevo orden, mejor dicho; el verdadero orden. Estas cuestio­
nes aparecerán repetidas veces en el proceso a que ambos fueron sometidos6.
Al poco tiempo de estar preso, Aguilar tuvo una visión, que transmitió ensegui­
da a Ubalde, según la cual "saldría sentencia de muerte". Frente a este inminente
desenlace decide contar "todas sus revelaciones"7, hablar ante sus jueces y no
ocultar sus verdaderos propósitos. Gracias a ésto quizá podríamos entender
un poco mejor ese siglo XVIII andino, si reabrimos el proceso que les siguieron
para preguntarles por las fuentes de sus concepciones y poruña cuestión central
en cualquier rebelión: los criterios que legitimaban el poder y la insurrección.
Veremos que esa utopía andina de la que fueron partícipes ambos conspirado­
res, andaba a caballo entre la historia oral y la historia escrita, lo racional y lo
imaginario de esa sociedad.
El rechazo al orden colonial, para Aguilar y Ubalde, se sustenta en dos
argumentos complementarios. De un lado, la noción de los "justos títulos" para
gobernar América, y del otro la tiranía del Rey. En el primero, podemos ver
las huellas en el siglo XVIII de una temática iniciada tiempo atrás, en el lejano
siglo XVI, y dentro de la propia república de españoles: la prédica de Las Casas
sobre la justificación de la conquista. En el segundo, la fuente es explícita: Santo
Tomás. Los súbditos tienen derecho a sublevarse. Incluso pueden ajusticiar al
Rey.
El historiador Guillermo Lohmann Villena ha seguido, con la erudición
que lo caracteriza, esa estela de influencia lascasiana que a través de los siglos
llega a personajes de la intelectualidad virreinal como Miguel Fcijóo de Sosa
(1718-1791), Baquíjano y Carrillo (1748-1798), Riva Agüero (1783-1858) o Vidau-
rre (1773-1841). La Destrucción de las Indias figura en los inventarios de tres
bibliotecas limeñas del siglo XVIII. Las Casas resulta así un autor citado y
comentado, particularmente, por los críticos del orden colonial (Lohmann 1974).
Aguilar y Ubalde invitaban a luchar en favor de una monarquía incaica.
Dos fuentes, a su vez, parecen nutrir esta propuesta: el cristianismo y el mundo
andino. Las dos se realizan y se confunden con ciertos textos, la experiencia
viajera de ambos protagonistas y sus sueños. La escritura, como veremos con­
más precisión páginas adelante, no está distanciada de la transmisión oral, así
como lo real tampoco está claramente delimitado de lo imaginario. Las mentali-

6. El proceso de Aguilar y Ubalde, que hemos venido citando, ha sido editado por Carlos
Ponce, en La Paz, basándose en una transcripción del manuscrito que se conservaba en el Archivo
General de la Nación, en Buenos Aires. Ambos reos, durante el proceso, hablan con una claridad
poco usual, que nace del convencimiento en la corrección de sus ideas. Refieren todo, hasta sus sue­
ños.
7. Revista del Archivo Histórico del Cuzco, Cusco, 1950, No. 1, p. 234.
BUSCANDO UN INCA 193

dados de esos hombres no comparten las divisiones y fronteras que nosotros te­
nemos.
El cristianismo significa, aparte de lo indicado sóbrela pobreza y los francis­
canos, la lectura del Dcuteronomio, los pasajes de la Biblia dedicados a la
interpretación de los sueños y, luego, la epístola a los Corintios y el Evangelio
de San Juan. Las citas más precisas provienen de estas dos últimas referencias.
En San Juan la idea que rescata Ubalde es que "el verbo eterno ilumina a todo
hombre que viene a este Mundo" (Conato 1976: 58; San Juan 1: 1-18). Justifica
así sus sueños y revelaciones. Al fin y al cabo, ellos han tenido acceso a supuestos
designios divinos al margen de la Iglesia. El entusiasmo que tienen por las
sagradas escrituras no parece prolongarse en una defensa de la institución
(...los curas mudan curatos con la facilidad que se abandona una camisa inservi­
ble y sucia"). Pudiendo entrar en alguna orden, estando tentados por esa
posibilidad, a la postre prefirieron permanecer en el mundo. La opción encuen­
tra fundamento precisamente en la epístola a los Corintios, donde San Pablo
se refiere a la caridad: "todo lo cree por su misma sinceridad" (Conato 1976:
181; Corintios 13: 17). El amor colocado por encima de la fe como camino de
salvación. Se trata de una lectura de las escrituras; quizá poco ortodoxa, lectura
al fin: hemos podido cotejar las citas del proceso con los textos originales. No
sabemos quiénes otros comparten estas concepciones o en qué predicadores
podrían haber encontrado aliento. Unicamente podemos indicar que tiempo
antes, Túpac Amaru también había recurrido con frecuencia a imágenes bíblicas
en sus proclamas: comparar la situación del Perú con la opresión del pueblo
de Israel.
Del encuentro entre estas lecturas y los sueños deriva esa concepción provi-
dencialista y mesiánica de Aguilar. Ninguno de ellos piensa su biografía como
producto del libre albedrío. Por el contrario, ambos se sienten llamados, escogi­
dos, designados. Realizan una misión. Al principio se piensa que Aguilar podría
ser el monarca. Pero luego descubren -cuestión evidente- que para ser un Inca
hace falta descender de otro: en una sociedad estamental son derechos que se
heredan. Entonces comenzará la busca febril de un descendiente del Túpac
Amaru I, confundido con Felipe Túpac Amaru, pero no cabe la menor duda
que se trata del personaje ajusticiado por Toledo en la Plaza Mayor del Cusco
un día de 1572. Ese mismo personaje con cuyo recuerdo prácticamente termina
los Comentarios Reales del Inca Garcilaso: "Así acabó este inca, legítimo heredero
de aquel imperio por línea recta de varón desde el primer inca Manco Cápac hasta él"
(Libro octavo, capítulo XIX). La legitimidad en ese tiempo, no era sólo un
problema de designación divina. Era también un problema de ascendientes y
genealogía. Se quiere restablecer un orden entregando el poder a su legítimo
detentador: el Rey que fue usurpado. En esta empresa Aguilar y Ubalde son
simples profetas. Es así como las formas cristianas (lecturas, referencias, concep­
ciones) envuelven proyectos andinos.
Una insurrección no se decide por argumentos tácticos. Para Aguilar y
Ubalde no importan nociones como correlación de fuerzas, enemigos y aliados.
Ellos no razonan políticamente; El sentido que tienen del tiempo es otro: funcio­
na por períodos y etapas. En 1805 ocurre que hay más de un signo que indica
que "ha llegado el tiempo". Otra fórmula evangélica que podemos encontrar
repetidamente en San Marcos, San Lucas y San Juan: "Bienaventurado el que
lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía, y los que observan las
cosas en ella escritas, pues el tiempo está próximo" (Apocalipsis, 1: 3). ¿Qué
tiempo? Es el tiempo de los indios, mientras llega a su fin el de los españoles.
La sociedad, como ellos la piensan, responde a un esquema dual donde a veces
se contraponen europeos y americanos, pero otras veces, indios y hombres de
cara blanca. Obviamente Aguilar y Ubalde se creían más próximos de los indios,
aunque aquí contraviniendo sus concepciones, más que un problema de naci­
miento se trató de una opción.
¿Aguilar y Ubalde fueron personajes excepcionales? Las declaraciones no
parecen sorprender a sus jueces, salvo en lo que se refiere a los sueños y a
ciertas profecías, considerados como coartadas para atenuar el inevitable casti­
go. Por otra parte, durante ese año de 1805, Aguilar ha conversado no sólo
con Ubalde, sino que lo ha hecho con cuantos se ha encontrado en la ciudad
del Cusco y en los pueblos cercanos. No nos debe sorprender que la conspiración
fuera fácilmente develada, en la medida en que carecía de esc requisito indispen­
sable que es el secreto. Prescindieron de él, convencidos de que sus posibilidades
de éxito estaban por encima de cualquier voluntad. Además, pareciera que
encontraron fácilmente audiencia para sus profecías. Pablo Inca Roca, un indio
noble encausado, refiere un encuentro con Aguilar que tuvo lugar el mes de
junio, probablemente en la parroquia de San Sebastián: "...llamó al que declara
y le dijo que el Rey de España se había mudado y que estábamos sin Rey; que
había llegado el tiempo que los incas reinasen y que como era de casta india,
se había de coronar, haciendo degollar ante todas cosas a todos los europeos"
(Conato 1976: 170).
El Perú del siglo XVI11 parece recorrido por una atmósfera de "fin del
mundo" (Barclay y Santos 1983:26 y ss)8. El Inca era esperado. Diversos testimo­
nios avalan la existencia del llamado ciclo mítico de Inkarrí durante esc siglo:
pinturas representando al Inca degollado circulan en Arequipa y Cusco, repre­
sentaciones teatrales, inspiradas en el encuentro de Cajamarca se ejecutan en
el norte del país. Juan Santos Atahualpa desde la selva, predica que la cabeza
del Inca está en España. Para entonces la memoria colectiva había fusionado
en un mismo personaje a Atahualpa con Túpac Amaru I: la muerte se escenifica
en Cajamarca pero con los rasgos que según Garcilaso rodearon al ajusticiamien­
to del último inca de Vilcabamba en el Cusco. En la imaginación andina, la
conquista termina recién en 1572 (González y Rivera 1982). Dos siglos después
se espera que el Inca vuelva en cualquier momento. Aguilar cree que no hacen
falta mayores preparativos porque es suficiente invocar el nombre del Inca
para que acudan los campesinos. Esta es la idea central que vertebra sus concep­
ciones.
Es probable, como lo han señalado Federica Barclay y Fernando Santos,
que la espera del Inca esté asociada a los transtornos físicos que soportó el
Perú del siglo XVIII: lluvias e inundaciones en el sur andino, devastador terre­
moto en Lima el año 1746. Pero también es cierto que el proceso debe ser

8. Ver también los aportes anteriores de Juan Ossio y Franklin Pease.


u n

ubicado en el interior de todo un renacimiento cultural indígena, que trasciende


al mundo campesino, llega a las ciudades y a los intelectuales. Un factor decisivo
para ello serían precisamente esos indios nobles. Los criollos del Cusco, por
lo menos hasta 1780, admitían el quechua en sus tertulias, adquirían pinturas
con motivos indígenas, toleraban el consumo de coca. La conspiración de Agui-
lar y Ubalde debe ser pensada en el interior de este ciclo pero, como ya indica­
mos, aparece cuando está llegando a su fin y las tendencias socio-culturales
predominantes, se están invirtiendo. Hay un componente anacrónico en estos
personajes. Criollos como Aguilar y Ubalde habían sido buscados con poco
éxito por Túpac Amaru II veinticinco años atrás.
La vuelta del Inca debe ser rastreada en la memoria colectiva del siglo
XVIII: emerge una consciencia histórica en las poblaciones vencidas. Pero,
dejando a un lado los mecanismos orales, hay un autor que alienta esta esperan­
za: el Inca Garcilaso de la Vega, varias veces mencionado durante el proceso.
Diversos historiadores -John Rowe, José Durand, Miguel Maticorena- han
subrayado el papel subversivo desempeñado por Garcilaso. Ese libro de historia
renacentista que fue los Comentarios Reales, termina siendo leído como un panfle­
to por personajes como Túpac Amaru, que ven toda una denuncia en la compa­
ración entre los Incas y Roma, las críticas a Toledo o la velada sugerencia en
favor de la reconstrucción de un imperio justo y equitativo. Garcilaso convierte
el Tahuantinsuyo, es innegable, en una verdadera edad de oro; el Inca pensó
que el pasado podía desempeñar una función moralizadora al ofrecer modelos
al presente: su concepción histórica está contagiada de utopía en el más estricto
sentido europeo de la palabra. Fue un historiador platónico. En el siglo XVIII,
la elite indígena que tenía fácil acceso al español y la imprenta, entiende este
mensaje medular del libro y lo traslada oralmente a otros sectores sociales.
Sabemos que una obra de Garcilaso acompañaba a Túpac Amaru en sus viajes.
Pero quizá el papel detonante de Garcilaso radica en otro aspecto de su
obra, más atribuido que real: el rol de profeta. Aguilar y Ubalde se referían a
los pronósticos de Garcilaso, quien habría anunciado el fin del tiempo de los
españoles, relevados por los ingleses. Hasta se sospecha que existe una flota
inglesa anclada frente a las costas de Arica. Las frecuentres guerras entre España
e Inglaterra, para personajes que no ignoraban los acontecimientos mundiales,
podría servir de sustento a esta profecía.
Cualquier lector contemporáneo de los Comentarios Reales no encontraría
en sus páginas nada que permita fundamentar esta profecía. Aparentemente
estaríamos ante otra invención de la cultura oral. Pero esta apreciación no sería
muy exacta. John Rowe ha demostrado que la edición utilizada por Túpac
Amaru y la aristocracia indígena diciochesca, es la que se hizo en Madrid el
año 1723, bajo la dirección de Gonzales de Barcia, contando con un prólogo
especial elaborado por don Gabriel de Cárdenas en el que se menciona una
supuesta profecía de Walter Raleigh sobre la restauración del imperio incaico
por obra de los ingleses (Rowe 1954)9. La mención fue hecha al paso y con
ironía, pero ese prólogo estaba demasiado vinculado con lo que en la práctica

9. Este texto es indispensable para cualquiera que se ocupe de estos temas.


196 MORES

era el epílogo del libro: ese pasaje, que ya recordamos, donde se refiere a la
muerte de Túpac Amaru I. Los lectores terminarían relacionando el principio
con el fin. Cada cual lee lo que le interesa. Debemos añadir que Raleigh fue
autor de una History of the V\¡orld, escrita por los mismos años en que Garcilaso
componía su obra, donde invitaba a sus lectores ingleses a luchar contra España
y comparaba a este país con las potencias más opresivas en la historia de la hu­
manidad.
La edición utilizada por Aguilar y Ubalde pudo ser la de 1723, pero es
imprescindible recordar que en 1800-1801 se hizo una nueva edición en Madrid,
con una nota introductoria en la que el editor decía: "confieso que no puede
menos de causarme mucha admiración que obras de esta naturaleza, buscadas
por los sabios de la nación, apetecidas de todo curioso, elogiadas, traducidas
y publicadas diferentes veces por los extranjeros, enemigos jurados de la gloria
de España, lleguen a escasearse...".
Garcilaso, en su dimensión profetica, tuvo una compañía inesperada: Santa
Rosa de Lima. Todavía circula en el Perú una supuesta profecía de esta santa
sobre el fin de Lima, arrasada por el mar, cuyo embate llegaría hasta más allá
de la Plaza de Armas, casi justo donde comenzaba el barrio de indios de la
ciudad. Durante el terremoto de 1746, "...se esparció en toda la ciudad el rumor
falso, que llegaba ya el mar a sus contornos", desatándose verdadero pánico
entre los sobrevivientes (Terremotos 1863: 45-46). En el proceso no se alude a
este tema, aunque Santa Rosa aparece diciendo que "...habría que volver el
Reyno a los mismos indios" (Conato 1976:117; Catanzaro 1964; Vargas Ugarte
1959)10. Originalmente este personaje pertenece al santoral católico español:
una devoción limeña destinada a exaltar la flagelación, la penitencia y la reclu­
sión interior. Pero con el tiempo fue incorporada al mundo campesino. La
toponimia, con diversos pueblos andinos que recogen el nombre de la santa,
es un testimonio de este proceso11. Aunque había fallecido un 24 de agosto de
1617, poco a poco, la fecha fue trasladada al 30 de agosto que -premeditación
o azar- coincide con la muerte de Túpac Amaru I. Esta fecha ha sido escogida,
a su vez, para celebrar la fiesta principal en muchas localidades de la sierra.
Todo esto debe ser leído únicamente como hipótesis o hilos que podrían ayudar
a desenredar esa madeja intrincada que es la cultura popular mestiza durante
la colonia.
Garcilaso de la Vega no fue la única lectura andina que influyó a Aguilar
y a Ubalde. Este, en su biblioteca, disponía de un libro, muy apreciado, que
se esfuerza tanto en hacer leer y circular entre sus amigos como en conservar:
se titula El llanto de los indios (Conato 1976: 32). Ignoramos quién fue su autor;
por otras referencias suponemos que era una obra de formato pequeño y pocas
páginas, en la que se denunciaba la injusticia y la opresión. Habría que ubicarlo
junto con otros libritos similares con títulos como reclamaciones o lamentos
de indios, verdadera literatura indigenista de "bolsillo", efímera y difícil de

10. El Congreso de Tucumán (1816) tuvo una imagen de Santa Rosa en su sala de sesiones
y el ejército libertador fue puesto bajo la advocación de esta misma santa.
11. El nombre de Santa Rosa aparece en lugares tan diferentes como Jaén, Chiclayo, Ayaviri,
Melgar, Huánuco, etc. (Tarazona 1946).
BUSCANDO UN INCA 197

conservar, pero de una eficacia propagandística hasta ahora poco valorada por
los historiadores, con la excepción de Eguiguren para quien llegaron a ser como
"catecismo populares...escuchados con reconocimiento y coraje..." (Eguiguren
1967, 3: 112). Se trata de una producción equidistante al Mercurio Peruano y la
cultura oral y por lo tanto difícil de ubicar en los repositorios bibliográficos.
Probablemente elaborada por esas capas medias provincianas.
Hemos dejado para el final otra vertiente en las concepciones de Aguilar
y Ubaldc: la cultura europea de la época. En la biblioteca de Ubalde figuran
Tácito, Peralta, Campomanes y en el juicio menciona de manera particular el
estudio sobre los incas del abate Rcynal. Pero curiosamente éste aparece como
autor de "predicciones políticas" y vinculado a Garcilaso. Los Comentarios se
convierten en un libro panflctario precisamente por la lectura anticolonial que
realizan algunos ilustrados como Marmontel. Entre 1609 y 1800, totales o parcia­
les, se habían realizado diecisiete ediciones de esa obra: diez en francés, dos
en inglés, una en alemán y cuatro en español (Tauro 1965). Su postrera fama,
de Europa llegó al Perú.
Fue el encuentro con Aguilar y su temperamento profético el factor que
revitalizó estas lecturas de Ubalde: "trajo a la memoria cuanto pudo de los
muchos libros místicos que leyó de muchacho y en edad provecta, para volver
a analizar el mérito de don Gabriel". Y aunque Aguilar no disponía de un
volumen equivalente de lecturas, tampoco estaba al margen de la cultura euro­
pea. Sin omitir su viaje a ese continente, el historiador boliviano, Carlos Ponce
lo ubica acompañando a Humboldt en su recorrido por el Perú.
No ignoraban a Europa, pero como en el caso de Túpac Amaru encontraron
un sustento más sólido en el pensamiento tradicional cristiano o en los produc­
tos culturales del mundo andino, que en la Ilustración. La revolución que
imaginan Aguilar y Ubalde, de manera más evidente que la de 1780, no estaba
en principio destinada a cuestionar "las bases de la sociedad del Antiguo
Régimen, estratificada, vertical y jerárquica" (Maticorena 1981: 8). El Rey y la
Monarquía eran principios inconmovibles, "...el Rey es en quien reside una
potestad temporal suprema y dada por Dios" (Conato 1976: 173). De lo que se
trataba era de cambiar una dinastía (la de los Borboncs) por otra (descendientes
de los Incas). Realizar este cambio era una manera de ejecutar los designios
divinos: "...Dios quería hacer en el Perú una grande novedad" (Conato 1976:61).
La idea del Rey es entonces separable de la persona de Carlos IV. Para
llegar a esta conclusión fue importante la observación de la escena europea: el
fin de una dinastía en Francia y el reconocimiento del nuevo monarca por el
Papa, es decir, ese Napoleón Bonaparte, "legítimo Soberano", verdadera encar­
nación del demonio para la élite colonial, pero un personaje al parecer positivo
para Ubalde (Conato 1976:176). Hay algunas evidencias que muestran la proxi­
midad con la que se seguían los acontecimientos europeos. Por lo menos desde
1791, en el sur peruano ya se conocía la "Declaración de los Derechos del
Hombre" (Declaración 1955: 76).
Lo medular en la visión que de las cosas tenían Aguilar y Ubalde es su
anclaje en la utopía andinar el regreso del Inca y la restauración de una monar­
quía incaica. Esta visión es efectivamente utópica porque implica una alternativa
al orden colonial, imaginaria y total, disruptiva frente a la situación vigente,
pero a diferencia de las utopías europeas, los hombres andinos no diseñan su
sociedad ideal en el futuro o en un lugar lejano, sino en el pasado. Entonces,
más que una creación original, se trata de una peculiar lectura de la historia.
La ciudad ideal ha existido: fue y será el país de los Incas. Para describirla no
hace falta una obra que explique cómo serían sus casas y calles, sus hábitos y
costumbres porque éstos todavía se conservan en la vida cotidiana (costumbres
de la aristocracia indígena) o en las tradiciones orales. Garcilaso viene a ser
un sustento para esta memoria colectiva. Se explica, entonces, que la utopía
andina no recurriera a un arquitecto del futuro y lo sustituyera por un historia­
dor. La utopía andina es como el yaraví o las décimas, una creación, un producto
nuevo. No se trata de una prolongación, de estructuras mentales andinas;
tampoco de la importación mecánica de categorías occidentales. Como ocurre
en otras expresiones de esa misma cultura popular (retablos por ejemplo), del
encuentro entre formas occidentales y contenidos andinos, resulta algo diferente
a sus patrones originales (Stastny 1981).
Señaladas todas las diferencias posibles entre la utopía andina y las utopías
europeas, habría que admitir sin embargo que hay coincidencias y paralelismos
en el tiempo. Como lo ha indicado Bronislaw Baczko, "...el siglo de las Luces
es un período «caliente» en la historia de las utopías en la misma condición
que el Renacimiento o la primera mitad del siglo XIX" (Baczko 1978). Se debió
entablar un curioso contrapunto entre el mundo andino y Europa cuyo rastreo
sería tema de otro ensayo: el entusiasmo por lo incaico de los ilustrados euro­
peos y los debates sobre la calidad del hombre americano pudieron llegar a
lugares tan lejanos como Arequipa, Cusco o Huánuco. Los incas se convirtieron
en personajes familiares para la literatura francesa ilustrada. Para los utopistas,
como señala Raúl Porras, el Tawantinsuyo fue "...el modelo de una sociedad
feliz bajo un régimen paternal y comunista" (Porras 1968: 160). La idea del
"hon sauvage" encontró un escenario adecuado en América. Las fuentes para
estas concepciones fueron también Las Casas y Garcilaso.
Toda la pasión puesta por Gabriel Aguilar y Juan Manuel Ubalde en la
empresa común quedó demostrada en la entereza con la que marcharon hasta
la horca. Hemos anotado algunas explicaciones de su fracaso: excesiva confianza
en la providencia, descuido del secreto necesario, traición de uno de los implica­
dos. Habría que añadir otra circunstancia más: la escasa vinculación que ellos
mantenían con los indios. No la buscan, porque están convencidos que basta
sólo el nombre del Inca (haber encontrado un legítimo descendiente) para que
estalle la sublevación. Pero, del proceso puede colegirse que tampoco era fácil
que realizaran este encuentro anhelado. Aguilar transforma su juvenil búsqueda
de la salvación individual, en una obra colectiva que parece confundirse con
ese designio divino de encontrar una mujer entre las indias. No obstante estos
propósitos, entre los implicados no figura ningún "indio del común". Daría la
impresión que la mayoría de ellos ignoraban los sueños de los conspiradores.
No se infiere que el día del ajusticiamiento asistiera un "gran concurso de
gente". Los indios del Cusco no aparecen entre aquellas personas con las que
conversan repetidas veces-Aguilar o Ubalde. Estos intelectuales mestizos de
provincias, que sin ser indios rechazan el orden establecido, encaman un rasgo
de la intelectualidad peruana de entonces y ahora: su débil anclaje social.

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