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Marcel es uno de los autores más conocidos e influyentes de la corriente personalista cristiana del
siglo XX. A lo largo de su vida se dedicó al teatro ―como dramaturgo y crítico― , a la música, y
desde luego, a la filosofía. Se entiende que todos estos campos de la vida cultural hayan influido
profundamente en su vida y en sus escritos filosóficos. Hilo común a lo largo de su reflexión es la
búsqueda del ser, del misterio ontológico. Y en medio de esa búsqueda, de esa ‘filosofía concreta’,
Marcel nos ofrece un desarrollo de diversas vivencias antropológicas de notable riqueza: la
esperanza, el amor, la fidelidad, la encarnación, la técnica… Y, aunque sostenga que la labor del
filósofo debe dirigir su mirada penetrante hacia la sociedad, se entiende que se trata siempre de
una reflexión hecha sobre los hombres uno a uno, sobre las personas que componen la sociedad,
sin reducirse a ella. Por eso no es de sorprender que la existencia y el actuar de Dios, del Dios de
los cristianos, se encuentre en la base de esta sabrosa reflexión filosófica.
Índice
1. Vida y escritos
8. Una cripto-teología?
1. Vida y escritos
Gabriel Marcel nació en París el 7 de diciembre del año 1889. Estudió en el Liceo Carnot y en la
Universidad de la Sorbonne, donde cayó bajo la influencia del idealismo crítico de León Brunschvig
y del espiritualismo de Henri Bergson. Luego enseñó en algunos liceos clásicos, y más tarde se
dedicó al periodismo y a la crítica literaria. Entre otras cosas, fue crítico literario de «Les Nouvelles
Littéraires». También fue autor de muchas obras de teatro y algunas composiciones musicales
[Chenu 1948, Cañas 1998: 157-264]. De origen hebreo, creció agnóstico, aunque más tarde ―en
el año 1929―, se convirtió al catolicismo.
Entre sus obras filosóficas principales, todas escritas en francés, se cuentan las siguientes: Diario
metafísico, escrito entre los años 1913 y 1922, y publicado en el 1927 (el mismo año en que fue
publicado Ser y tiempo de Heidegger), en el que Marcel documenta su descubrimiento del sentido
de la existencia. De 1935 es Ser y tener, en la que Marcel desarrolla el tema de la existencia
humana en el contexto de la distinción que le hizo famoso entre “problema” y “misterio”; esta obra
fue precedida por una obra breve de importancia fundamental llamada Posiciones y
aproximaciones concretas al misterio ontológico publicada en el año 1933. En 1940 publica De la
negación a la invocación. Sobre la esperanza humana —otro tema muy de Marcel— aparecerá en
1944 un volumen rico y compacto, Homo viator., seguido un año más tarde por Para un
prolegómeno de una metafísica de la esperanza. A inicios de los años cincuenta dará a la imprenta
un volumen amplio, fruto de las Gifford Lectures: El misterio del ser (1951).
En el año 1953, Roger Troisfontaines escribió una extensa obra resumiendo las enseñanzas de
Marcel hasta esa fecha, con un título muy acertado: De l’Existence a l’Être. La philosophie de G.
Marcel. Como se puede ver en la bibliografía que se recoge al final de la voz, ya en vida de Gabriel
Marcel han abundado los estudios y ensayos sobre su pensamiento. Esa tendencia ha continuado
después de su muerte, que tuvo lugar en París el 8 de octubre del 1973.
Al inicio de su camino filosófico, Marcel se interesó por el idealismo de cuño alemán (Schelling) y
anglo-americano (Coleridge, Bradley y Royce). En el 1910 preparó una tesis intitulada «L’influence
de Schelling sur les idées métaphysiques de Coleridge». En el 1913 hizo un estudio sobre Josiah
Royce con el título «La métaphysique de Royce». Más tarde, en parte debido a la influencia de
Henri Bergson [Ríos Vicente 2005], el pensamiento de Marcel se desplazó hacia lo que se podría
llamar la “filosofía concreta”: la filosofía de la existencia. Se interesó particularmente por el tema de
la “encarnación”, no en el sentido teológico sino filosófico de esta palabra, es decir, la condición
intrínsecamente corpórea del hombre [Riva 1985]. Esta prioridad dada a lo concreto le llevó en
muchas de sus obras a un análisis fenomenológico pormenorizado de la vida humana, sobre todo
de la interioridad del hombre. Lo mismo puede decirse de sus obras de teatro. Por otro lado, quiso
evitar que fuese aplicado a su obra el apelativo “existencialista”, pues consideraba la palabra
“existencialismo” un “vocablo horrible” [Troisfontaines 1953: 2,145-148]. A pesar de ello, aunque no
lo haya leído hasta tarde, su dependencia de un autor como Kierkegaard es clara [Grene 1952,
Kierkegaard et ma pensée].
Para el hombre, afirma nuestro autor, el ser nunca es algo puramente objetivo, un espectáculo,
realidad sin vida, externa, perteneciente a lo que él llama el ámbito del “problema”. En efecto, el
problema es lo que el hombre puede objetivar, determinar, distinguir netamente de su propia
subjetividad, dominar, y al final, transformar. El “problema” expresa el dominio del hombre sobre las
cosas. Pero más que un problema ―dice Marcel― el ser es un “misterio”, en el que el yo del
hombre queda plenamente involucrado y comprometido [Anderson 1975, Bespaloff 1968, Dec
1982, Gallagher 1966, Keen 1984, Konickal 1992, Lazzaro 1973, Miccoli 1973, Miceli 1965,
O’Callaghan 2006, Ostermann 1954, Peccorini 1959, Prini 1950, Russo 1993, Urabayen 2001]. Por
esta razón el hombre no puede representar, ni demostrar, ni tampoco delinear el ser, sino
sencillamente reconocerlo en la intuición de una trascendencia que la propia existencia encuentra y
con la que se vincula. Definido negativamente, el ser es «aquello que no se deja disolver por la
dialéctica de la experiencia» [Journal Métaphysique, 181].
Con este planteamiento, nuestro autor quiere superar la distinción típicamente cartesiana entre el
sujeto capaz de conocimiento por un lado, y el sujeto vital, objetivado biológicamente en el cuerpo,
por otro, es decir, entre la res cogitans y la res extensa. Dicho con otras palabras, el hombre puede
abrirse al misterio del ser recuperando su propia intimidad, dentro de la relación vital con el propio
cuerpo (es el tercer momento estructural de la filosofía marceliana) descubriéndose y viviendo
como un ser esencialmente encarnado. Yo tengo mi cuerpo como una realidad externa y objetiva, y
al mismo tiempo soy mi cuerpo, diría Marcel, porque mi existencia concreta es inseparable de él
[Flores-González 2005].
Marcel habla de los approches concrètes du mystère ontologique, de “los caminos concretos de
acercamiento hacia el misterio del ser”. La descripción marceliana de estas vías al ser abre el
campo para toda una antropología. Son cuatro: el amor, la fidelidad, la esperanza y la
disponibilidad. Hay que tener en cuenta que no se trata aquí de un mero discurso moralístico, que
allana o esquiva el áspero camino de la reflexión filosófica. Por estos caminos, dice Marcel, el
hombre toma contacto con la realidad más alta, con el misterio más profundo: el alma, la comunión
entre los hombres, y en fin de cuentas, Dios. Con énfasis programática, escribe en el diario Être et
avoir, «se da la necesidad de restituir a la experiencia humana todo su peso ontológico» [Être et
avoir, 82].
En primer lugar el amor es camino más fundamental hacia el descubrimiento del ser. Bien conocida
es la declaración de Marcel: «el amor quiere decir: “tu no deberás morir”» [de la obra de teatro La
mort de demain].
Pero esto se manifiesta especialmente mediante la fidelidad, tema al que Marcel ha dedicado un
notable esfuerzo de reflexión [Notes sur la fidélité; Fidélité créatrice; Aperçus phénomenologiques
sur la fidélité; Troisfontaines 1953: 2,361-388]. En la fidelidad Marcel percibe la permanencia de las
cosas, el hecho que la realidad no depende de la subjetividad humana [Être et avoir, 99]. La
fidelidad contribuye en modo decisivo al encuentro con el ser en tres modos. Primero porque sin la
fidelidad el hombre no tendría ninguna unidad en sí mismo, pues sería una pantalla sin más en la
que se reflejan los momentos sucesivos de los procesos de la propia vida. Segundo, se puede
hacer justicia al ser de otra persona solamente por medio de la fidelidad. Pues la fidelidad es «el
acto de la persona total que toma responsabilidad por el otro» [Keen 1984: 111]. Y en tercer lugar,
en ella se obtiene la seguridad que los vínculos humanos de amor y de compromiso pueden llegar
a ser significativos para siempre. En efecto, la fidelidad es como «el reconocimiento de algo como
permanente» [Être et avoir, 74]. Por su radicación en el ser, que es vida, se puede pensar en el
idea de una “fidelidad creativa”, que nos permite ir más allá de las apariencias.
Otro camino concreto al ser es la esperanza, central en el pensamiento de Marcel. Es por medio de
la esperanza que el hombre puede abrirse a una realidad que todavía no posee, una realidad que
se puede recibir sólo por gracia, por donación [González 1964, O’Callaghan 1989a, Pasqua 1985,
Plourde 1975, Randall 1992, Rogel 1975]. Nuestro autor habla —nada menos— que de una
metafísica de la esperanza, porque ésta se hace posible no en base a los recursos que están a
disposición del hombre, sino que hace referencia a lo que es real, siempre externo al hombre y
nunca a su disposición arbitraria. En pocas palabras, dice, «la esperanza es quizás el tejido del
que está hecha el alma» [Être et avoir, 61].
Finalmente, se accede al ser por medio de una categoría importante que Marcel llama la
disponibilidad. Mientras el idealista se confronta con la realidad con prejuicios a priori, el realista es
abierto, o disponible, a lo que la realidad le ofrece, lo que le quiere decir. Por esto decía que «el
pensamiento está ordenado al ser como el ojo a la luz» [Être et avoir, 51].
De lo dicho, Marcel saca varias consecuencias. Primero, que no debemos referir los contenidos de
nuestra existencia concreta (las ideas, los hábitos, los sentimientos) únicamente a la realidad
objetiva, sin vivificarlos continuamente por medio de la creatividad humana. Luego, no debemos
considerar el mundo objetivo como posesión nuestra, lo que nos podría llevar a optar por la ciencia
y la técnica como si fuesen capaces de situar y determinar enteramente nuestras decisiones. Y lo
mismo: hay que evitar la tendencia a degradar a las demás personas al nivel de “cosas”, con las
que se tiene un trato meramente impersonal.
De hecho, Marcel reflexiona mucho sobre el tema de la técnica, en especial por la relación
ambivalente que el hombre tiene con ella [Russo 1995]. Por un lado insiste sobre el sentido y valor
de la técnica. «Cada técnica en sí misma es buena por el hecho que encarna una cierta fuerza
auténtica de la razón y también porque introduce en medio del aparente desorden de las cosas un
principio de inteligibilidad» [Les hommes contre l’humain, 46-47]. Valoriza en particular la exactitud
requerida por la técnica y la satisfacción auténtica que puede producir en la vida del hombre.
Además, para Marcel, la técnica tiene siempre una finalidad formativa para el carácter humano.
Por otro lado, sucede fácil y frecuentemente que los hombres abusan del poder que les viene dado
por la técnica. Y esta tendencia debe ser moderada por un modo de obrar que Marcel llama “meta-
técnica”. En la sociedad actual (Marcel se refiere a los años ’30 y ’40) este modo de obrar, sin
embargo, fácilmente queda desacreditado. Frecuentemente el hombre llega a ser prisionero de la
técnica —de su propia técnica— si no se muestra capaz de dominarla y subordinarla a su propia
naturaleza. Esta tendencia puede tener consecuencias éticas desastrosas para el hombre, cuya
dignidad espiritual queda vaciada y distorsionada. En muchos casos el hombre tiende a
representar el mundo, y por ende a sí mismo, a la luz de las técnicas más avanzadas. Por lo tanto
no logra dar una imagen correcta de sí mismo. Se encuentra obligado a renunciar al “conócete a ti
mismo” socrático.
Como ejemplo de este fenómeno, Marcel menciona la invasión del cerebro humano con lo que se
llamaba en aquel entonces el “suero de la verdad”, una inyección con que al hombre se le obligaba
a decir la verdad. «No es pura casualidad», escribe Marcel, «que procedimientos de este género
hayan sido puestos por obra, con un apresuramiento y una perseverancia incomparables, por
regímenes totalitarios de los que no basta decir que no se preocupan de la verdad, sino más bien
que la verdad es para ellos el enemigo número uno, porque a la luz de la verdad, las pretensiones
inconfesables que les mueven se revelan por lo que son» [Les hommes contre l’humain, 112].
Fruto inevitable de este proceso es la desacralización de la vida humana, pues ésta ha sido
despojada de una dignidad sagrada conferida divinamente, cuyo lugar ha sido ocupado por el
antropocentrismo práctico. El hombre se siente siempre más dispuesto a manipular la vida, la
propia y la de otros. La vida es considerada siempre más como algo que no tiene ningún valor
intrínseco y que se puede suprimir como se apaga una luz eléctrica. Matar a otra persona no es
considerado siempre como un crimen, sino algo que puede ser legítimo.
Marcel se pregunta cómo será posible luchar contra esa “ley de la gravedad” que tira al hombre
hacia los excesos de la tecnocracia. Insiste sobre la necesidad de reaccionar contra la disociación
entre lo vital y lo espiritual del hombre, fruto del moderno racionalismo exsangüe. Esto se consigue
con una reflexión más profunda sobre la noción de la vida a la luz de un elevado pensamiento
religioso, al redescubrimiento de lo sagrado, no como remedio evasivo a la deshumanización de la
vida actual, sino más bien como conversión sincera y profunda a la gracia. Es la gracia lo que
explica y aclara toda la realidad, sin que esta conversión, añade Marcel, tenga necesariamente
connotaciones confesionales. Sólo así el hombre podrá superar la desesperación que resulta
inevitablemente de la vida vivida con criterios basados en la cantidad, la eficiencia, el pragmatismo,
la pura tecnología, es decir, en el “tener” por encima del “ser”.
A lo largo de toda la vida y obras, Marcel se concentra en el ser, comprendido ―como hemos
visto― en el contexto antropológico más amplio posible. Sin embargo, todo ello encuentra su
fundamento en la relación primordial con el Ser Absoluto, Dios. Con palabras de Kenneth
Gallagher, «su descenso en la intersubjetividad coincide con su ascenso hacia la trascendencia»
[Gallagher 1966: 126]. «Cada relación humana de tipo existencial», decía Leonardo Verga
hablando de Marcel, «encuentra su autenticidad y su seguridad en el vínculo de fe con Dios»
[Verga 1980: 241]. De hecho, los cuatro caminos que llevan al hombre a la realidad y al ser (el
amor, la fidelidad, la esperanza, la disponibilidad), encuentran su grado máximo de realización en
la relación con Dios. Concretamente, la fidelidad alcanza su sumo grado de incondicionalidad
cuando se expresa como fe en Dios [Keen 1984: 112], mientras la fidelidad hacia las creaturas no
puede nunca ser incondicional [Homo Viator, 176]. Y al mismo modo que el vínculo existencial con
la realidad no la crea sino que la descubre, la relación existencial con Dios no da consistencia a
Dios, sino que lo descubre en su revelación.
Es más: el horizonte trascendente de la búsqueda marceliana del ser es en el fondo el Dios de los
cristianos. En efecto, Marcel dice que una metafísica de la esperanza «no puede no ser cristiana»
[La Structure de l’Espérance, 78]. El vínculo entre el mundo (el ser) y Dios (el Ser Absoluto) es tan
estrecho que Marcel pudo decir que su convicción más íntima, la más irremovible, «es que Dios no
quiere absolutamente ser amado por nosotros en contra de lo creado, sino glorificado a través de
lo creado y partiendo de ello» [Être et avoir, 113].
8. Una cripto-teología?
A veces se puede tener la impresión que el discurso sobre el ser en Marcel coincide con la
teología, con el discurso sobre Dios [Sweeney 2006]. En el fondo del primero se encontraría el
segundo. Algunos autores han señalado una cierta falta di rigor filosófico en el pensamiento de
nuestro autor, tildándolo de “místico”, irracional, fideísta, subjetivista, etc. Fritz Heinemann llama a
Marcel “empirista misterioso” [Heinemann 1954]; Étienne Gilson considera que su pensamiento es
una especie de “misticismo especulativo” [Gilson 1947: 252], James Collins dice que su obra es
sólo un “drama prefilosófico” [Collins 1959]; Marjorie Grene considera que la filosofía de Marcel es
una especie de sermón malo sobre el Dios del Amor, o bien una imitación ambivalente de la loca
dialéctica de Kierkegaard [Grene 1952]. Al respecto se pueden ver los estudios críticos de
Battaglia, Morando, Di Corte, Stefanini, Sciacca y Rebollo Peña que se recogen en la bibliografía.
De todas formas, no parece lícito afirmar que en Marcel se confunde el ser en general con el ser de
Dios. Por un lado, los estudiosos de Marcel concuerdan sobre el hecho que no hay sombra de
panteísmo en su pensamiento [Troisfontaines 1953: 2,289; Möller 1960: 277]. Con todo, el hombre
es homo viator, en movimiento hacia Dios. Por otro lado, Marcel presenta a Dios más bien como el
director de una sinfonía, la de todos los seres [Mystère de l’Être, 2,188]. Por ello, tanto el creyente
como el no creyente pueden buscar la verdad sinceramente, encontrando en el ser algo sólido, rico
y último. «El lenguaje ontológico ofrece la base sobre la que el creyente y el no creyente puedan
comunicar y testimoniar entre sí, porque los dos participan en la misma sinfonía del ser» [Keen
1984: 117]. Además, el hecho que Marcel haya querido acercarse a Dios y al ser por medio de
distintas categorías intersubjetivas —el amor, la fidelidad, etc.— debe ser considerado un valor
notable de su pensamiento. Muchos otros autores del siglo xx han intentado, con más o menos
éxito, acercarse al ser por medio de “dos modos de conocimiento”, uno más objetivo, abstracto,
otro más intuitivo, concreto, entre ellos, Bergson, Scheler y Maritain, y en el siglo XIX, Dilthey.
Como ellos, Marcel quiere afirmar el carácter originario de la experiencia humana en toda su
amplitud, precisamente porque toca la profundidad y la riqueza de lo real.
Marcel se ha dado cuenta que el papel crítico del filósofo en la sociedad ha sufrido un fuerte
disminución a partir del siglo XIX. Y se pregunta por qué. En el mejor de los casos —observa— el
filósofo puede llegar a ser profesor de filosofía para profesores de filosofía. En las actuales
circunstancias, el filósofo fácilmente pierde la capacidad de meditar, la libertad de pensamiento, la
virginidad de espíritu. Cae o bien en una visión utilitarista de la vida, o bien acaba retirándose de la
vida, alejándose de la realidad, encarcelado en su propio pensamiento. Hablando de algunos de
sus colegas, dice Marcel: «¿cómo no espantarse ante el carácter estrecho y abstruso de sus
investigaciones?» [Les hommes contre l’humain, 81]. Por esta razón, no se puede concebir al
filósofo como alguien que esté todo orientado hacia una reflexión especulativa y abstracta siempre
más absoluta y definitiva. «Mi obra filosófica se presenta enteramente como una lucha obstinada,
sin tregua, contra el espíritu de abstracción» [Les hommes contre l’humain, 7].
Marcel sugiere que el filósofo debe pensar, por así decirlo, “hacia los demás”, hacia la humanidad.
Para esto tiene que reconocer que el hombre —cada hombre— es un ser portador de luz. El
filósofo debe dejarse penetrar por esta luz, para dar testimonio a favor de los hombres y para
contribuir a mejorar la vida de todos. Sin desconectar de la realidad concreta de la vida, el filósofo
debe proponer ante una sociedad en decadencia una flexible y eficaz reflexión sobre el sujeto
responsable. No tiene por qué buscar a toda costa el consenso del vasto público, transformando su
labor en un producto mediático cada vez más dominado por los empresarios de la comunicación.
Igualmente impropio para el filósofo es la tendencia, o bien a tomar posición sobre cuestiones y
problemáticas que desconoce, o bien a quitar peso específico a las cuestiones particulares de tipo
científico, político o social, en nombre de unos principios filosóficos artificialmente absolutos. «El
primer quehacer del filósofo», dice, «consiste en pronunciarse claramente respecto a los límites de
los conocimientos propios y reconocer que hay campos en que su incompetencia es absoluta» [Les
hommes contre l’humain, 84].
Marcel se muestra crítico de todo esfuerzo por catalogar con una precisión pretendidamente
definitiva las categorías del pensamiento, también de su propio pensamiento. Quería que su
reflexión, más que un contenido, fuese una vía que cada uno pueda seguir libremente, un método
que cada uno aplica con originalidad a la gran riqueza de la vida. Se trata de una indagación
continua y casi infantil, llevada a cabo con una curiosidad impaciente y universal, libre de todo
utilitarismo, al mismo tiempo realista y responsable. Constituye para Marcel, por decirlo de algún
modo, su vocación, el proyecto de su vida.
Sin duda, la posición del filósofo en la sociedad es difícil, pues vive de algún modo «en el mundo
sin ser de este mundo» [Les hommes contre l’humain, 92] parafraseando un texto del Evangelio
[Juan 17,14-16]. Pero es esta convicción de no pertenecer del todo a este mundo lo que le permite
al filósofo contribuir a hacer que sea un mundo más humano, sin excluir ni la técnica ni el espíritu.
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(editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica on line, URL:
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Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar, o generar una obra derivada a partir de esta
obra.
Para Marcel el ser es: “aquello que se resiste a un análisis exhaustivo sobre los datos de la
experiencia y que tratara de reducirlos progresivamente a elementos cada vez más desprovistos de
valor intrínseco o significativo (como lo hace Freud)”. Dice también que “es posible una filosofía
que se niegue a tener en cuento la exigencia ontológica: y justamente hacia esta abstención es
hacia donde ha tendido el pensamiento moderno en su conjunto”.
Dos actitudes:
Actitud Agnóstica (se niega a creer lo que ignora)
Sentido negativo para Marcel.
Una comodidad de la inteligencia: “La cuestión no se planteará”.
Exigencia Ontológica
Se apoya en una teoría positiva del pensamiento.
Comprometerse en un laberinto de problemas: ¿el ser es?, ¿qué es el ser?, ¿puedo estar
seguro de quien soy?
En contra de Descartes: “A mi me parece que el “yo soy” se presenta como un todo
indivisible”.
“Lo que define al hombre son sus exigencias”.
Lo propio del ser (hombre) es la necesidad de trascender.
No es entender el cosmos, si no entender nuestro papel en él.
El hombre puede unirse a lo real a través de diferentes experiencias de participación:
“Cuanto más tienda a desaparecer el sentido de lo ontológico en una persona, más ilimitadas le
resultarán sus pretensiones, incluso hasta de alcanzar una especie de poder cósmico, porque cada
vez será menos capaz de interrogarse sobre los títulos que pueda tener para ejercer el poder”.
Gabriel Marcel, pensador cristiano contemporáneo a Heidegger, comienza sus ensayos filosóficos
a partir de la observación de la vida cotidiana. Se pregunta:
“¿Cómo puede ser la vida o la realidad interior, por ejemplo, de cualquier empleado del metro?: el
hombre que abre y cierra las puertas, o el que pica los billetes. Hay que reconocer que, en él y
fuera de él a la vez, todo concurre para determinar la identificación entre este hombre y sus
funciones.”
Acota Marcel que no sólo le interesan las funciones desempeñadas en el trabajo, sino la
manera en cómo se afectan las funciones vitales (dormir, comer, etc.) para poder desempeñar
dichas funciones laborales. Una especie de baremo. Como se dá lo anterior, es necesario que
el Hombre Funciones se someta a verificaciones periódicas, similar a una máquina. La muerte es
vista como el desecho, lo inutilizable, lo puesta fuera de uso.
El mundo roto
Ante la monotonía de actividades que dictan nuestro día a día, comenzamos a replicar y creer que
en la vida se realizan tareas en dependencia de la función que se hace: ser hijo, ser padre,
cónyuge, ciudadano, descansar una vez al año, etc., y las tareas asignadas socialmente a dichos
roles.
Persona Funcional
“En mundo centrado en la idea de función, la vida está expuesta a la desesperación, desemboca
en la desesperación”.
Ante lo hueco del mundo → Desesperación → Ante la desesperación → Ciertos poderes secreto
que la vida no está en condiciones de pensar, ni de reconocer.
Mundo roto → Lleno de problemas → no hace lugar al Misterio, como el nacimiento, el amor, la
muerte…