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Nuevos principios:

Un medicamento o tratamiento cualquiera es mera ayuda: ayuda al cuerpo a sanar


las consecuencias de las ideas, pero de nada sirve si no cambian éstas, con sus
correspondientes sentimientos.

Sueño sanador, como se buscaba en los templos de Asclepio.

Donde 'síntomas-cosas con sus ideas': Que las ideas que hacen el síntoma no pueden
ser las que hacen la cosa, el cuerpo, se hace evidente con sólo razonar un poco. Si
fueran (por así decir) ideas del hígado las que hacen que se formen piedras en la
vesícula; o ideas de cualquier órgano o tejido las que conducen a su deformación o
disfunción, si eso fuese así, sin más, ello significaría que vamos montados en un
organismo absolutamente incomprensible, y sabemos que no es así. Faltan otras
ideas distintas de ésas para la aparición del síntoma. Hay en el síntoma, en la
enfermedad, algo como una lucha entre dos clases de ideas: las del cuerpo y todo eso
que lo forma, que tienden a nutrirlo, mantenerlo, adaptarlo a las circunstancias, por
así decir, físicas (que tienen detrás, a su vez, sus propias ideas, incluidas las que se
hacen de ese cuerpo) ; y las de arriba, las de la persona, que tienen una conexión
lógica con las distintas partes del cuerpo, y perturban el funcionamiento de las
primeras más o menos en la misma medida en que engendran sentimientos, que son
lo que la persona percibe de todo esto; la información que tiene el enfermo de su
propio malestar, antes incluso del dolor físico.
De la misma manera que no hay cosa sin su idea, no hay síntoma (cosa
enferma) sin ese entrecruzamiento de ideas de dos órdenes: las de las cosas, y las de
la persona.
En el animal enfermo se produce algo parecido, con la diferencia de que los
animales no son tan proclives a la generación de ideas; y es lógico que sean más
enfermos los animales cuanto más se adaptan a la vida con el humano, puesto que
eso significa añadir a sus vidas todo un cúmulo de ideas que son las que van a entrar
en conflicto con su bienestar y, así, con el funcionamiento de sus cuerpos.
Por eso decía Sócrates en el Cármides que “es absurdo pensar que pueda
sanarse cualquier parte de un cuerpo sin someter al alma a los razonamientos buenos
que precisa.”**
En realidad, la presencia de la idea en la cosa o el suceso implica que toda la
realidad es psicosomática en el sentido literal del término, pero la industria médica
ha conseguido relegar el psicosomatismo a un significado tan nimio que no vale la
pena seguir usando esa palabra: de ahí la necesidad de hablar de 'biosomatismo', que
tiene además la ventaja de reconocer que mis ideas, las que desencadenan mi
enfermedad, provienen también de la vida, de todo eso que nos pasa, a mí o a mis
queridos.
Que no es el dios, sino la conciencia muy humana (malamente controlada oor el
humano) quien hace los síntomas es algo que se echa de ver por la naturaleza
chapucera de éstos : el dios no hace chapuzas, igual que no juega a los dados. Todo
eso son maneras de ser demasiado humanas. La conciencia es algo así como el
órgano que el dios ha dejado en nosotros para que orientemos nuestras vidas hacia lo
bueno, pero los juicios que de ella salen están determinados por la sociedad en su
evolución. El enfoque biosomático no consiste en indagar qué es la conciencia, si
ésta es individual o colectiva, personal o social, o en qué medida está compuesta de
uno y otro factor, y no parece fácil decidir esas dudas sin mirar al caso concreto. Lo
que sí está claro es que por esos juicios, su nacimiento o superación por
pensamiento, palabra, obra y omisión, es por donde pasa la aparición y desaparición
de las enfermedades, tanto las propias como las de quienes, por su cercanía al
enfermo, reflejen en sus propias almas, vidas o cuerpos los males de aquél.

La medicina, como mucha ciencia, es irracional desde el momento en que desconoce


esa relación entre las cosas y las ideas (palabras), y más aún la génesis de las cosas
con sus nombres y a espaldas nuestras.

La medicina busca y habla de causas, pero la enfermedad sólo tiene razones. Éstas
son razonamientos o pensamientos equivocados, demasiado a menudo interesados,
del enfermo, con sus dichos, actos u omisiones correspondientes.
El pensamiento ha demostrado ya varias veces que no hay causa (Nagarjuna,
Agustín).

Los microbios no son nada (Claude Bernard). El dinero es todo.


(Versión para curiosos y descreídos de su tiempo)

Principios del biosomatismo

Se trata en este testo de intentar definir unos principios referentes a cómo se ven la
enfermedad y la salud desde fuera de la ciencia médica, a partir de la esperiencia
de un profano cualquiera y de los casos que ése ha podido ir encontrándose.
Si hubiera que encabezar estos principios, como se estila, con una sentencia
ilustre, elegiría la de Agustín García Calvo (a quien llamamos en lo sucesivo
“Agustín” sin más), el más egregio y de los menos leídos, cuando dijo: “Conciencia
es la enfermedad.”
Pero aún más decía el evangelio al señalar aquello de: “No lo que entra por
la boca, sino lo que sale de ella; eso es lo que contamina al humano”, dando lugar,
ya en aquel entonces, a escándalo de los fariseos (ciegos guías de ciegos, todos
derechos al hoyo, en anticipación preclara de los modernos ensayos de 'doble ciego'
con que los laboratorios venden a diestro y siniestro sus cosas, y caen médicos y
pacientes juntos en la escabechina), y aclaraba poco después que eso que sale por
la boca, del corazón sale (evangelio según San Mateo, 15:11 y ss.).
Parece que el sometimiento de las sociedades modernas al factor económico,
que es el propio sometimiento de sus gobiernos a los poderes de hecho, no augura
que principios como éstos vayan a ser tenidos en cuenta desde centros o
instituciones con capacidad para hacer cambios útiles a partir de ellos, o de otros
principios análogos.
Sin embargo, como ya han demostrado su utilidad para la supervivencia de
unos cuantos, es posible que su difusión, en especial entre médicos u otros
interesados en la medicina o sanidad, sirva para algo.
Y distinta puede ser, además, la situación en otros territorios (vienen a la
mente las naciones de Rusia y China), donde está claro que el Estado no se ha
convertido aún en representante de la banca y sus imitadores, y, por lo tanto,
puede tener en cuenta principios como éstos o, sin más, anteponer la salud de los
ciudadanos a los intereses de multinacionales y financiadores.
Se añaden en cursiva, para mayor precisión, algunos comentarios
aclaratorios de los principios, o indicadores de otros argumentos que los
sustentan, y se subraya al final su carácter no escluyente: hay seguramente más
principios, y puede que sobre alguno.
Resumiendo en pocas palabras todo esto (que ya es un resumen de lo que
decía en La medicina consciente), la enfermedad en general, y la situación de la
medicina científica contemporánea en particular, son la mejor demostración que
tienen los humanos, pues es demostración en carne propia, del carácter lógico
(que también quiere decir 'metafísico') de la realidad en general, y de la
constitución humana, en particular. Es, por tanto, el materialismo ateo dominante
el factor que más determina la mala suerte de la medicina que padecemos.
Apelan estos principios, de forma implícita, a la conciencia de los médicos:
la íntima relación existente entre el bien de los enfermos y sus queridos, su salud y
el bien o salud general de la sociedad en su conjunto autoriza a todo profesional
de la salud a invocar la objeción de conciencia contra cualesquiera normas
(deontológicas, administrativa su otras) que le impidan o prohíban aplicar estos
principios u otros análogos.
Conciencias de los médicos que son, sin duda, de las más castigadas por la
situación presente de la medicina, determinada por el materialismo y el interés
económico reinantes; así lo dejan ver numerosos estudios sobre la singular
inclinación de los médicos a caer en ansiedad, depresión y suicidio, superando en
esto a las demás profesiones. 1 Esta querencia de los médicos por el suicidio tiene
algo de suicidio de toda la sociedad.
Pero apelan, sobre todo, a las conciencias de todos los que, sin saber nada
de medicina, tienen siempre a su alcance la posibilidad de descubrir cómo sus
cuerpos, y sus propias vidas, están reaccionando en todo momento a lo que ellos
mismo sienten como bien o mal, y reflejándolo con todo eso que llaman 'síntomas',
o sus sanaciones.
La medicina sin palabras no puede durar mucho tiempo, porque sus
estragos son ya demasiado evidentes.
El biosomatismo no se presenta ni como medicina ni como terapia natural
alguna, sino como alternativa de sentido común y complemento necesario de una y
otras.
Y será necesario este complemento cuanto más falte el sentido común, que
es también sensibilidad, a la hora de apreciar lo que pasa cuando se siente uno
enfermo o lo que debe pasar para salir de ese estado.
Y como seguro que lo que aquí se dice puede mejorarse mucho, invito a
quienquiera a enviar sus comentarios, sugerencias, otros principios o las críticas
que consideren oportunas. De todo ello deberíamos ser capaces de sacar algún
fruto.

Eduardo Guzmán

1 Véase, en emedicine.medscape.com, el artículo Physician Suicide, de Louise B. Andrew y Barry E. Brenner,


actualizado a 18 de agosto de 2018, con las fuentes en él citadas.
Algo como 'ley biosomática':

Casi todo el bien y el mal que pasa por tu conciencia se vuelve, en el acto, bien o mal
de tu alma, cuerpo y vida según lo que hagas o dejes de hacer con ello.

Principios:

Las cosas o sucesos (lo visible, aunque sólo sea al microscopio, lo palpable) tienen
sus raíces, o razones de ser, en ideas, y existen y se producen en función de algún
bien.

Esta relación entre las cosas y las ideas, que es la que esplica la existencia
tanto de filosofías como de religiones, consiste en fe, y la fe se sustenta en juicios de
bien porque toda la realidad recibe su sentido del bien o amor. El hecho de que el
bien, pese a la dificultad de verlo separado de su contrario, es lo que sustenta, en
último término, la realidad constituye el punto de unión entre la ética y la salud o
sanación.
La realidad no sólo es lógica, como han visto sin dudar cuantos se han parado
a mirar en serio la relación entre las cosas y las ideas, sino también ética. La ética (o
moral cuando rige como norma de la sociedad o comunidad entera) no es un asunto
privativo del humano, sino que es inseparable de la constitución de las cosas y del
mundo a nuestro alcance.
No hay cosas 'malas' que duren mucho (“no hay mal que cien años dure”, dice
el refranero).
Pero en la duración de las cosas malas se refleja la imperfección cordial del
sistema: hay una tolerancia del mal, que es la misma que tenemos que tener todos
con los que nos rodean para convivir y buscar el bien. La compasión no es un lujo
budista.
La misma 'maldad' que le lleva a uno a cortar las hierbas que se comen el
alimento de sus hortalizas y agotan el tempero de la tierra que les ha sido asignada es
la que lleva a otros a querer castigar al que, por las calles, pone en peligro la salud de
sus hijos, por ejemplo.
Vivimos metidos en este juego del bien y el mal, que no hemos organizado
nosotros y tiene mayor alcance y vigencia de lo que se deja ver a la conciencia de los
modernos.
El hombre es el animal que puede ser consciente de estas relaciones, no sólo
en sí mismo, en su vida personal o sociedad, sino en el mundo en general. Toda la
ciencia, o conocimiento de la realidad, se basa en la detección de estas relaciones
entre las ideas, las cosas y el bien o mal (también llamado 'amor').
El amor es el bien en función del cual existe lo que sea.
Tómese a un dirigente americano, como Henry Kissinger, que mantuvo
durante años la matanza de vietnamitas desde el cielo, desde los aviones que
obedientes y valientes pilotos, cumpliendo con su deber, manejaban sobre las aldeas
y selvas de la lejana tierra de Vietnam: ¿cómo y por qué sobrevivió tantos años a esa
maldad evidente? Porque no tenía conciencia, es decir, estaba loco.
(Esta psicopatología de los dirigentes es signo inconfundible del fin del
régimen del dinero absurdo.)
Todas las cosas tienen conciencia, es decir, se mantienen en su ser por algo
que no es esclusivo de ellas, y esa conciencia sirve al amor.
Los síntomas son cosas y sucesos.

Mírese cualquier síntoma (al azúcar alto, la hipertensión, la gota que duele en
el dedo gordo del pie o en otros sitios, el bultito ése que se nota en el pecho, o en
cualquier otro órgano, etc. etc.), y párese quien quiera entender algo de esto a fijarse
en cuándo apareció, qué había pasado, cuál era el sentimiento que dominaba en el
enfermo antes de la aparición; qué ha hecho, después, con ese sentimiento, cómo lo
ha atendido, ignorado o resuelto. Este examen conduce a entender la enfermedad, en
vez de dejarla, junto con el cuerpo, en manos de una medicina que no habla con el
enfermo porque no puede o quiere meterse en su vida y, sin embargo, pretende
sanarle.
Como el síntoma es inconfundiblemente malo, hay en el enfermo una idea que
se ha impuesto a un sentimiento (que, a su vez, nace de otra idea): así se hace y
mantiene la enfermedad.
Y véase bien esto: el síntoma nace porque el cuerpo no soporta esa idea que le
impone el enfermo, y puede ser muy bien que el enfermo esté obedeciendo a una
idea (por ejemplo, a un deber social) que es la que impone a su cuerpo, aunque el
sentimiento, que nace de lo propia y específicamente suyo, le dice que no, y termina
reflejándose en el síntoma.
Esto que parece tan contradictorio es la constitución humana: somos
biscabezudos, como lo decía Heráclito de Éfeso.
La pretensión de la medicina científica dirigida a cambiar la cosa (el síntoma)
sin llegar a la idea (juicio) que la sostiene es el error que ya denunciaba Sócrates en
el Cármides.
Y sin embargo, el sentido común de los enfermos, unido al sufrimiento que les
viene tanto de la enfermedad como de la medicina (la tradicional amargura de los
fármacos, los 'amargos'), les fuerzan muchas veces a buscar la resolución de sus
males por otra vía; a reconocer la parte que a ellos mismos les toca en el nacimiento
de esos males, y terminan así por razonar o actuar como es preciso para sanar. Así se
producen casi todas las curaciones que se suelen atribuir a los tratamientos médicos,
todas ellas tan misteriosas como el llamado efecto placebo.
Es como si hubiera tres niveles de lenguaje (lo que ordena, lo que actúa por
detrás de lo material):

– la conciencia
– lo inconsciente (que, a veces, toma la lengua consciente y habla desde ella)
– y algo como una lengua orgánica, que se entrevé en el paso ADN-ARN-
proteínas, donde lo que ve y describe la genética es ya resultado de la acción de esa
lengua

La conciencia sabe el mal y lo juzga. El enfermo resuelve o perdona o, de lo


contrario, lo inconsciente le habla (sueños y sentimientos, siempre relacionados) y, a
falta de solución: lo inconsciente es escuchado por esa otra lengua orgánica (que
implica también 'conciencia'), la cual se espresa en los síntomas. Así se esplica la
relación lógica existente entre los síntomas y el mal de la vida que los ha
engendrado. Esta especie de comunicación es la que hace que los síntomas sean
lógicos vistos desde nuestra lengua humana, que no es la de nuestros órganos.
El orden de las cosas (realidad, naturaleza) consiste en relaciones de unas cosas
con otras, y esas relaciones se hacen, renuevan y deshacen por juicios de bien y
mal, que están íntimamente vinculados al movimiento incesante de las ideas que
están dirigiendo la realidad.

Por más filosofías, psicologías o actitudes personales que pretendan


suspender o suprimir el juicio, éste vuelve por sí solo, en cada uno y en la sociedad
entera, revelando que eso no lo hemos establecido los humanos ni termina de ser
cosa nuestra.
El hecho de que los griegos no usaran el mismo lenguaje del evangelio no nos
impide reconocer, tanto en sus tragedias como en su pensamiento transmitido, la
presencia de la justicia como fuerza dominante y determinante de las vidas o
destinos, primero los humanos.
“Primero los humanos”, y ello se debe a que en nuestra especie, como más
cercana a esa fuente del movimiento de las ideas (lo que se puede llamar “el dios”),
la sensibilidad de cualquiera le permite percibir la acción lógica y amorosa de eso
que ha sorprendido y admirado a los más sensibles de todas las edades.
Y primero los humanos, también, porque la singular constitución que nos ha
sido dada (ese “estamos mal hechos” que repetía Agustín) consiste en un esceso de
capacidad en una dirección (la del cielo) que, por no haber sido conscientes de las
obligaciones que ello implicaba, conduce una y otra vez a una protesta, a un fallo,
en la otra dirección (la de la tierra, la de los cuerpos), y a una constante búsqueda de
nuevas formulaciones, que nos convierte sin duda en el bicho más mudable de la
creación.
Ya Darwin constataba la altísima variabilidad genética de las especies
domesticadas o cultivadas, frente a las salvajes, tan estables.
“Más desdichado es el que comete la injusticia que el que la padece”, enseña
Sócrates en el Gorgias, y esa enseñanza sola bastaría para perpetuar su obra, que
sigue viva como una especie de evangelio laico.
Es verdad que los vietnamitas muertos, o sus queridos, no han recibido en
vida compensación alguna por el mal que padecieron, y que algunos de sus asesinos
del otro bando, como del suyo propio, siguieron engordando a costa de la estupidez
general, pero hay buenas razones para confiar en que el juego no termina ahí.
Esta manera de hablar, que suena ahora un poco salvaje debido al provisional
triunfo del materialismo ateo en las conciencias modernas, es la precisa para dar
sentido a la vida, por más que se lo hayan quitado unos cuantos desesperados al
servicio del dinero.
Evangelio laico, lo que puede espigarse en los diálogos de Platón acerca del
pensamiento, las palabras y las obras de Sócrates, donde se ve sin dificultad la
misma sensatez del nazareno
El juicio está pasando dentro y fuera de nosotros en todo momento, y sus
consecuencias (síntomas, accidentes, encuentros fortuitos para bien o para mal,
etc... todo eso que el antiguo sensible, ajeno ya por sensatez a los dioses deformados
y aprovechados por los sacerdotes y sus jefes, no podía dejar de percibir en el hado,
tan presente en Virgilio, por ejemplo) son incesantes: hace falta estar ciegos para no
ver todas esas consecuencias de una justicia felizmente inhumana, y la medicina
moderna o científica se ha impuesto, de la mano no tan invisible del dinero, a base
de preservar esa ceguera, a lo que contribuyeron mucho, en Occidente, la Santa
Madre Iglesia y todos sus imitadores; y por el mismo éxito material de Occidente,
esa ceguera sigue aún estendida y estendiéndose, como una enorme mancha de
estupidez, sobre las luces de los humanos del mundo entero. 2

2 Que no parezca esto anticlericalismo de bando, de partido: léase, por lo menos, eso que contaba ** Yallop
en In God's Name (En el nombre de Dios, hay versión castellana, y debería haberla en muchos otros idiomas), donde
se ve bastante bien cómo una parte muy activa de la jerarquía católica cambió hace decenios las esperanzas del cielo
por las realidades del Vaticano convertido en un paraíso fiscal más, de los muchos que tienen a su servicio la banca y
sus cómplices
Los juicios de bien engendran sentimientos placenteros, y los de mal, sentimientos
dolorosos, y así se fomentan o reprimen los sucesos o relaciones que engendran
unos y otros sentimientos.

Relacionar el juicio con el sentimiento, y el sentimiento con la enfermedad y el


accidente, es el principio de esto que se ha venido a llamar 'biosomatismo'. Da la
impresión de que todo ello no es más que una sensibilidad que ha ido volviéndose
rara conforme avanzaba la especie en conocimientos (ciencia) y, a la vez, en su
materialismo, que consiste justamente en perder de vista estas relaciones que de
distintas maneras siguen vigentes entre los pueblos más atrasados o menos
desarrollados de la Tierra.
La especie ha consentido, en su evolución y progreso, que se pusieran al frente
de ella, a dirigir y determinar la suerte de casi todos, hombres caracterizados por su
eficacia material; por su capacidad para manejar las ideas y los intereses humanos;
por su escasa sensibilidad biosomática, que viene a ser sensibilidad sin más.
Y no se duda aquí de la inteligencia de esos dirigentes (no me refiero ya casi a
los gobernantes, que en este Fin de Régimen no son casi nunca más que
representantes de los otros), sino que se afirma que hay dos grandes maneras de
entender la inteligencia: una, la que dice que es esto que vemos triunfar por doquier:
capacidad para ponerse por encima de los demás, para manejar la realidad, para
salirse con la suya, para vencer al enemigo; así Platón alababa en el buen gobernante,
el que quería para su República, las cualidades del buen perro pastor; pero hay otra
manera de entender la inteligencia, y es la que remite (como enseñaba un día
Agustín) a la propia etimología de la palabra, que alude a algo como atrapar (del
latín 'lego') lo que está entre ('inter') las cosas, lo que no son cosas, que es a lo que se
quiere referir una y otra vez el biosomatismo.
Y la huida del juicio y la conciencia, la desbandada de los humanos hacia el
mundo 'más allá del bien y del mal' que creía haber encontrado un muerto prematuro,
ha contribuido decisivamente a la pérdida de esa inteligencia que se confunde con la
misma sensibilidad.
En esa idiotez senil y muerte temprana de Nietschze se ve muy bien a qué
conduce la superación del juicio, la supuesta capacidad para renunciar a ese
mecanismo que ni es nuestro ni está en nuestra mano alterar.
El crecimiento del realismo va de la mano del aumento de la escala de las
matanzas, y las vistas durante el siglo veinte, las que se siguen alimentando a
distintas escalas en la aldea global con el fin de mantener la fe en las armas (cuando
ya son casi sólo un negocio más), dan buena idea de lo que puede ser una nueva
escabechina mundial.
En esos dos sucesos relacionados (el influyente o popular filósofo que se cree
dios y Dios, y las élites de distintas tribus humanas resolviendo sus diferencias
interesadas a base de matar grandes números de población bajo su mando) se ve
cómo la conciencia individual conduce a la condena y muerte de uno, y lo que
sustituye y anula a la conciencia de la tribu (sus jefes), a la matanza y el sufrimiento
de muchos que, de alguna manera, para sufrir ese destino, tienen que haber
colaborado en su realización: no hay inocencia en los buenecitos.
Cuando el sentimiento doloroso no logra producir el bien que persigue, aparece
el síntoma o dolor en el cuerpo, o se produce el accidente, como una exigencia
de atender el juicio y sentimiento que no han sido atendidos.

La función del juicio, que persigue el bien y origina el sentimiento, consiste en


orientar o dirigir la acción hacia el amor, y es enteramente razonable que la
inatención del sentimiento engendre una reacción sobre la realidad, que será,
primero, la del cuerpo o alma regidos por la conciencia donde se ha gestado el juicio
de que se trate.
Es maravilla comprobar, cuando se produce un accidente, el estado de la
conciencia de sus responsables o víctimas.
Acaso la maldad general o malicia humana sin más (la que ven Homero en su
Ilíada, y Agustín al presentárnosla) esplique la indiferencia con que el dios trata a los
humanos a la hora de la masacre colectiva: el Dao trata a los humanos como perros
de paja, decía el autor del libro del Dao; y parece ser que eran esos perros que se
quemaban en los sacrificios religiosos de la China antigua, cuando ya habían dejado
de utilizar a los propios animales con ese fin.
Pero, si dejamos de lado esos casos de accidentes colectivos tan difíciles de
conciliar con la idea de un dios bueno, volvamos a esa maravilla que es comprobar,
en cualquier caso de accidente individual, que hay algo muy vivo en la conciencia
del accidentado; algo que, por vías mucho más sutiles que las supuestas 'vías
moleculares' que utilizan los malos brujos modernos, llama el accidente.
Algo que actúa en los dos sentidos del amor (el bien y el mal), puesto que lo
mismo trae el encuentro felicísimo a quien lo desea y merece, que el accidente a
quien carga su organismo con el peso del mal.
Por qué a veces la reacción al juicio y su encadenado sentimiento se produce
fuera del cuerpo, otras veces en el alma, y otras en cualquier órgano o tejido, son
asuntos de difícil deslinde, y el estado actual del biosomatismo no permite hablar
con seguridad de lo que va determinando que se produzca una u otra alternativa.
Si la medicina y sus jefes, en lugar de perseguir al Dr. Dyrk Hamer, hubiesen
prestado un poco de atención a sus teorías y esperiencias, habrían podido comprobar
que, al lado de sus exageraciones, había en ellas una buena dosis de sentido común.
Una enfermedad consiste en juicios 3 del enfermo sobre males sufridos, cometidos
o temidos por él mismo o por sus más queridos. 4

Esta definición necesariamente ha de convivir (incluso en este testo) con la


corriente, demasiado arraigada, según la cual los síntomas (lo físico, lo palpable)
son la enfermedad.
Éste es el más asequible y comprobable sentido del dicho de Yeshua, el
protagonista de los evangelios: “No juzguéis para no ser juzgados”.
Ese 'no juzgar' que se propone ahí no puede ser absoluto ni absolutista,
porque somos conscientes de que distinguir el bien del mal, lo bueno de lo malo,
es casi lo mismo que vivir: no se puede salir totalmente del juicio, y ése
desdichado filósofo moderno que pretendió situarse más allá del bien y del mal, y
dijo haberse convertido en dios, es, con su temprana muerte, un buen ejemplo de
esa misma imposibilidad. No sólo juzgaba él, sin que juzgaba demasiado; estaba,
en realidad, más allá de lo razonable.
Hay, por tanto, que darse cuenta de que el que llamó a los fariseos sepulcros
blanqueados, y ciegos guías de ciegos, también juzgaba, y de que el ámbito a que
se refiere ese valioso consejo es más el personal o de los sentimientos.
Por noticias de Hamer y constataciones de la vida, sabemos, además, que los
corazones pueden fallar justamente de alegría, al poco de recibirse la buena
noticia. E incluso que la noticia que parece a casi todos buena, vista desde fuera,
puede ser mala vista desde dentro del corazón que falla al recibirla, como en el
brillante relato de Kate Chopin The Story of an Hour.
Y además, el fallo del corazón después de la buena noticia no desmiente que
la enfermedad proviene de juicios de mal, porque esa enorme alegría que, a veces,
llega a romper los corazones nace, a su vez, de anteriores sufrimientos, juicios, en
cuya desaparición consiste justamente la alegría desbordada.
Hay que abandonar el materialismo, que persigue el colesterol (en beneficio
de la industria del azúcar) 5 o el azúcar (en beneficio de los ganaderos) en los
organismos afectados, aunque no parece igual de fácil ser engañados por el
colesterol, puesto que no lo vemos, que por el azúcar que tiene muchas formas
visibles, conocidas y deseadas por muchos de nosotros.
[Es evidente que somos casi omnívoros, pero en la eficacia de las dietas
bajas en carbohidratos para combatir la diabetes de que habla convincentemente
el Dr. Eric Westman (entre muchos otros) veo una especie de abandono de la
civilización, en su parte alimentaria, como si la protesta o queja del cuerpo contra
la norma humana se dirigiese contra ese primer artificio de nuestras dietas que
proviene del arranque de la agricultura en el neolítico.]
Ha habido una reducción incesante del ámbito del psicosomatismo, paralela a
la postergación de la psicología moderna respecto a la medicina, en cuyo seno
nació, y todo ello ha sido parte del proceso de imposición de la medicina industrial
basada en el poder del dinero.

3 Se entiende por 'juicio' la frase (pensamiento, ideas) referente al bien o el mal.


4 Por 'queridos' o 'seres queridos' hay que entender algo como 'cercanos' (lo que era 'prójimos'), en el sentido de la
cercanía al corazón y dentro de él.
5 Véase, con las fuentes que en él se citan, el artículo de Teguayco Pinto en eldiario.es La industria azucarera pagó a
científico para culpar a la grasa de los infartos, enlace: https://www.eldiario.es/sociedad/azucares_anadidos-
alimentacion-salud_0_558544934.html, de 13 de septiembre de 2016; vídeo de Jimmy More sobre X. Keys.**
Decir que el juicio es la enfermedad es lo mismo que decir “conciencia es la
enfermedad”, en palabras de Agustín García Calvo.
Y hay que entender y tener presente que la conciencia no está nunca del todo
bajo nuestro control: todas las técnicas meditativas se estrellan contra esta realidad
humana, y es porque somos, en parte decisiva, irreales.
Relacionado con esto ha de estar el hecho de que el neurólogo ** Eccles,
premiado con el Nóbel en 1963 por **sinapsis, reconociese que el alma (o mente)
está fuera del cerebro: es la ciencia la que ha visto estas cosas que mucho antes
fueron vistas por el sentido común.
De forma parecida, la lingüística contemporánea señala muchos datos que
muestran el funcionamiento del lenguaje (lo que piensa) de forma colectiva e
independiente de nosotros: ahí es donde podemos ver sin dificultad una 'sede'
metafísica (o, para el que no le guste eso, sencillamente: inmaterial) de la
conciencia, que tiene que estar en el reino de lo inconsciente desde la perspectiva
de mí, del yo, de cada quisqui.
Cómo de ese mal inmaterial, metafísico, se pasa al mal del cuerpo, de las
células, eso es algo que, por lo que parece, no nos es dado conocer: tiene sus
límites el conocimiento, y acaso hace ya mucho que los humanos saben demasiado.
Y en el Cármides de Platón, de tan necesaria lectura para cualquiera que quiera ver,
sin demasiadas zambullidas platonistas, qué pensaba Sócrates acerca de la salud y
la enfermedad, aparece ese maestro del racionalismo sensato, por un lado,
señalando de varias maneras hacia la necesidad de razonar para salir de cualquier
enfermedad, y por otro, advirtiendo contra el sinsentido de la mucha ciencia, que es
esceso de racionalidad: **.
Se pueden amontonar las referencias a momentos de la historia de la Cultura
en los que se ha dicho con claridad, de distintas maneras, eso de que “los males del
cuerpo son figura y reflejo de los males del alma”, como lo formulaba Blaise
Pascal en el siglo XVII, pero no son los argumentos de autoridad los que pueden
desengañar a quienes más deben ser desengañados, que son todos aquéllos que se
dedican, más o menos incoscientes de lo que hacen, a administrar la medicina
científica o materialista a sus pacientes.
Ejemplo de este 'paradigma' de la ciencia materialista que sigue ciega a la
dependencia de la vida de algo más fuerte y menos tangible que ella es una frase
que saco de un reciente testo de introducción a la epigenética, firmado por un
investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas español. Dice así:
“en la célula todo es automático”. 6 Nada más lejos de la realidad, no digamos de la
verdad.
Y se podría alegar que poco tiene que ver la conciencia de nadie con la
presencia en tu aldea del virus del Ébola o el bacilo de Koch, pero la lectura de
testimonios de los sanados después de esas infecciones sí da pistas acerca de lo que
abre y cierra la puerta a los microbios patógenos: son demasiadas veces
testimonios de fe religiosa, y la inmunología contemporánea (v. artículo
colombiano**; otras fuentes) alude una y otra vez al 'estrés', una palabra que oculta
mucho más de lo que dice, como fuente de la inmunodepresión.
En la más afamada infección de nuestra era (el SIDA y su misterioso y
polémico virus), 7 hay que estar ciego para no ver la decisiva importancia que ha
tenido el factor 'conciencia' en la selección de los llamados grupos de riesgo y,
6 La epigenética, de Carlos Romá Mateo, 2016, CSIC y Los Libros de la Catarata (p. 30).
luego, una vez producido el discutible diagnóstico con su condena de muerte
implícita o espresa, en el progreso de la enfermedad; esto es lo que me ha llevado a
ver en el SIDA un caso de magia negra de la Ciencia, y no debemos pasar por alto
que el funcionamiento de esas técnicas o artes en tribus menos desarrolladas hace
ya mucho que ha sido comprobado científicamente (v. Cannon, autor que citaba
como autoridad de su tiempo Gregorio Marañón, **carpeta BIOSOMA). No se
trata, aquí, de acusar al establishment científico de haber colaborado, con la
invención del SIDA, en los planes de despoblación de la élite estadounidense, sino
de contribuir a que se entienda hasta qué punto y en cuántos casos puede verse la
presencia del juicio en el centro de la enfermedad. Las evasivas o salidas por la
tangente de agentes clave de este desaguisado como son Luc Montaigner 8 o Robert
Gallo nada ayudan a disipar las fundadas sospechas de conspiración, y se
confunden en ellas la sensación de malicia y la de mera idiotez de los implicados,
incapaces de rectificar sus errores aún a costa de millones de muertes prematuras.
La involucración del Estado, ávido de protegernos para justificarse ante los
administrados conforme crece entre los más despiertos de éstos la conciencia de la
inutilidad, cuando no la peligrosidad, de tantos poderes públicos, vuelve a
dificultar la rectificación: no hay nada más que reconocer la ignorancia y chapuza
científicas, sino también el aprovechamiento que de ellas hace el Estado, con la
complicidad imprescindible de los que usan los altavoces previa desconexión de
sus corazones, a saber, los periodistas.
La sugerencia que en este testo se quiere hacer llegar a quienes, más o menos
habituados a moverse en el llamado 'paradigma científico', no hayan por eso
perdido la sensibilidad que una y otra vez pone en duda sus fundamentos, es que el
bien y el mal es uno (no uno de los cuerpos, otro de las almas, y otro de las
tempestades, sino eso: uno) y su acción está demostrando una y otra vez la
constitución de la realidad (clarísimamente, de la de los humanos) desde fuera de
ella. Y que la enfermedad y la salud son, justamente, el suceso que con más nitidez
revela a los humanos (no sé en qué medida también a los demás) esta circunstancia.
Pensaba Max Planck que había 'algo'** que mantenía juntas las partículas de
los átomos, una vez se convenció de que no eran sólidos, y desde entonces son
muchos los físicos cuánticos que han podido hacer observaciones similares: no en
vano era ese campo de la física subatómica espacio predilecto de las observaciones
de Agustín García Calvo en sus últimos años.
El bien y el mal, que son siempre grados de amor, son el factor que, a través
de lo lógico (las ideas), está ordenando y desordenando (es decir, rigiendo) todo
eso que llamamos 'físico', y tenemos, por lo menos, tres caminos por los que llegar
a esta conclusión: a) el conocimiento de nosotros mismos, con especial atención a
nuestros propios sentimientos, enfermedades y accidentes; b) el diálogo con los
demás sobre esos mismos asuntos, y c) el recuerdo de lo que sobre ello han dejado
dicho 'los pocos sabios que en el mundo han sido'. 9
7 Cuestionado en su eficacia por Peter H. Duesberg (v. Inventing the AIDS Virus, Regnery Publishing Inc., 1996) , y
en su misma existencia, con sólidas razones científicas que no he visto rebatidas, por Helena Papadopoulos (**.
8 V. el prólogo de Kary B. Mullis (premio Nóbel de química en 1993) al libro de Peter Duesberg citado en la nota
precedente, donde cuenta cómo a su pregunta dirigida a Montaigner acerca de dónde estaba “el artículo original
(entiéndase: primero) donde alguien demostrase que el VIH causa el SIDA”, la respuesta del prestigioso inventor
francés fue “pirárselas a toda prisa para saludar a un conocido al otro lado de la sala”; o la sonrisa con que acepta la
tesis del entrevistador en el vídeo ** (v. perth group), cuando éste le dice que si está de acuerdo en que un enfermo de
SIDA se puede curar si **.
9 V. Metafísica real, **.
La enfermedad del cuerpo son juicios somatizados, y la del alma, juicios más o menos
ocultos.

Cuál sea la razón por la cual la enfermedad aparece (o se queda) en lo inmaterial,


en el pensamiento o corazón de uno, en lugar de reflejarse en sus órganos o tejidos, es
asunto que no sé yo contestar. Saben, sin embargo, los psicólogos más enterados que
el gran obstáculo o enemigo del progreso de una psicoterapia cualquiera suele ser la
mentira (palabra cuya raíz es la misma de 'mente')**, y parece que la enfermedad
mental consiste en un grado de engaño que viene a engañar al mismo sujeto; algo así
como si éste perdiese el hilo de los razonamientos que le han llevado a estar donde
está. Pero el asunto es lo bastante complejo como para dejar yo aquí este intento de
razonar lo que desde hace poco más de cien años ha pasado a constituir un campo de
la ciencia. Habrá ocasiones.
Me permito, nada más, dejar constancia de eso que varias veces recordaba Fritz
Pearls atribuyéndolo a Freud: que una persona está sana cuando no padece ni culpa ni
ansiedad, que son, una y otra, sendas formas del juicio.
No hay enfermedad sin sentimientos que la precedan y acompañen, y son el enfermo,
o sus seres queridos, quienes pueden conocer esos sentimientos y los juicios o males
que originan, alimentan y mantienen los síntomas o accidentes ('mantener' los
accidentes quiere decir producirlos o padecerlos de forma reiterada).

Esta observación, que está al alcance de cualquiera, es la que más fácilmente


conduce al desengaño de la medicina sin palabras (o industrial, inconsciente). Al
camino de ida hacia la enfermedad que han marcado unos sentimientos corresponde
un camino de vuelta hacia la salud que, otra vez, casi siempre tiene que pasar por unos
sentimientos, razonamientos y acciones tanto sobre ellos como sobre los juicios de los
que nacen.
Lo normal, si 'normal' no quisiera decir algo como 'propio de los humanos en
particular', sería que casi todos fuésemos conscientes de esta relación entre los
sentimientos y las enfermedades. Pero parece que no es así: la contemporánea
morbilidad de las poblaciones más desarrolladas, que más bien debería calificarse de
epidemia cotidiana o normalizada, lo que revela es que los humanos han dejado,
progresivamente, de atender a sus sentimientos.
Hay una correspondencia entre este progreso de la conciencia, de la
información, y esa pérdida de sensibilidad, atención o respuesta a los sentimientos.
Y un dato fundamental a este respecto es que, de la misma manera que la
ciencia no ha logrado dar cuenta científica de la conciencia, tampoco ha podido darla
nunca de la fuente de los sentimientos, y ello porque son lo mismo: el sentimiento es
la consecuencia práctica, palpable o sensible, del juicio.
Como el homo cientificus, que parece ser algo así como un mono en esceso
amoroso que ha derivado esa amorosidad problemática en un esceso de razón, 10 se
cree que vive más allá del bien y del mal, lo que hace a diario es despreciar los
sentimientos, tanto propios como ajenos, y así nos va.
Pero ello no puede dejar de hacerse en convivencia con los propios
sentimientos, y el permanente aumento del saber, tanto de cada uno como de la ciencia
que sabe por y para todos, crea una contradicción cada vez mayor con los
sentimientos, lo que esplica la epidemia reinante y normalizada. 11
La enfermedad podría definirse también como la consecuencia de la
insensibilidad o inatención al sentimiento.

10 Véanse las analogías que entre la sociedad humana y la de los primates ha señalado Van der Valen después de mucho
tiempo observando la sociedad de los chimpancés del zoo de Arnhem (Países Bajos).**
11 Se normaliza la epidemia porque es enormemente rentable. Es este servicio de la enfermedad al dinero el que hace
que ante este estado de cosas no se orden un estado de alarma mundial; no se reúnan los jefes de Estado y de gobierno
con su tropel de asesores para ver qué hacemos, que están tomando pastillas hasta los perros, señora, como acostumbran
hacerlo al menor signo de recesión económica, etc. Todo esto es normal porque es rentable. La alarma, cuando se crea y
fomenta, es para acrecentar el negocio, por ejemplo, para fomentar la sustitución de las formas tradicionales de hacer
frente a la enfermedad que perviven en muchos lugares menos desarrollados por la medicina industrial que financia las
ONGs y se comercializa a través de la fachada neutral de la ONU y su Organización Mundial de la Salud, cuyos
programas de vacunación en distintos países del mundo (Nicaragua, Kenia, Filipinas) han sido denunciados en varias
ocasiones por ocultar esterilizaciones masivas de la población (véase la mucha información recopilada sobre las
relaciones entre los programas de despoblación, los de vacunación y las esterilizaciones masivas, así como acerca de las
relaciones en ese marco entre grandes fundaciones privadas, ONGs y la ONU, en Seeds of Destruction—The Hidden
Agenda of Genetic Manipulation, de William F. Engdahl, Global Research, Centre for Research on Globalization, 2007;
hay edición española citada en globalresearch.ca, con el título: Semillas de destrucción: La agenda escondida de las
manipulaciones genéticas).
Hay estados que promueven la enfermedad, como el estrés o el sinsentido
(aburrimiento, malvivir, etc.) cotidianos, que tienen sus razones de ser y son
inseparables tanto de los juicios y sentimientos que los preceden y acompañan como
de los que, a su vez, engendran.

El aburrimiento y el estrés que se ven por doquier, y en especial en torno a los


enfermos, son ya por sí solos 'males' bien visibles. Por ello, porque tienen detrás otros
juicios que están determinando ese malvivir, ya tienen algo de enfermedades.
Son como dolencias que, debido a la debilidad que acarrean, en virtud de alguna
nueva vuelta de tuerca lógica o prueba (pues estas cosas las provoca el alma en busca
de bienestar), degeneran o saltan a la condición de males ya más visibles en el cuerpo
o, cuando éste es relativamente más fuerte que el alma (acaso cuando tiene más de lo
propio del alma acumulado en sus partes), en el alma.
La medicina inconsciente ha visto y ve a diario el estrés en el origen de muchas
enfermedades, reconociéndolo en la fuente de la depresión o supresión inmunitaria,
pero de poco le sirve ese reconocimiento, porque 'estrés' significa, en el caso de cada
estresado, juicios y problemas distintos de los que no habla o no suele querer hablar el
médico, y la única manera de solucionar todo eso empieza por hablar de ello, por
razonar atendiendo a los sentimientos que de todos esos juicios nacen.
A ese aburrimiento cotidiano mal disimulado en las parejas, el que deja ver un
poeta (Ramón de Campoamor) en un momento de esplicitud, al decir:

“Sin el amor que encanta,


la soledad del ermitaño espanta;
pero es más espantosa todavía
la soledad de dos en compañía.” **

parece que alude Yeshua al decir 'muertos' cuando, invitando al amigo a seguirle y
desentenderse del entierro de su padre, le dice:

“Tú vente conmigo, y deja que los muertos entierren a sus muertos”
(Mt 8:22),

pues se reconoce en esa 'mortandá', que no puede tomarse en sentido literal, lo opuesto
del amor que alimenta y sostiene la vida.

Y en esa condición de 'más espantosa todavía' que reconoce el poeta en la


soledad de dos juntos es donde se reconoce la fuerza que está llamando hacia algo
como una enfermedá, pues si en la soledá de uno cualquiera hay dolor, a ese dolor se
añade, en la soledá de dos juntos, la conciencia de que eso no está bien o no debe ser
así.

Los síntomas, como los accidentes, no son la enfermedad sino el efecto sobre el
cuerpo de juicios de mal que interfieren con los juicios de bien en que descansa la
realidad, el cuerpo de que se trate. Por eso desaparecen cuando lo hace el juicio de
mal que los provoca, y no pueden desparecer mientras siga vigente ese juicio, porque
un síntoma es como un accidente cotidiano.
En la medida en que la habitual cronificación de las enfermedades, que consiste
en paliar los síntomas transitoriamente (hasta la próxima dosis), no tiene una
esplicación maléfica (lo que ahora se suele llamar 'conspiratoria'), hay que buscar en el
alma del enfermo la raíz de la enfermedad a la que nunca llega el fármaco, y
precisamente en esa parte del alma que queda 'libre' cuando dormimos y lo está
también, en menor medida, durante la vigilia.
Esta condición del síntoma como “accidente cotidiano” se comprueba al sentirlo,
o notarlo aparecer, manifestarse, juntamente con un juicio o de la mano de éste. Sólo el
enfermo, claro está, puede hacer esa comprobación.
Es como si las frases o juicios hechos en la lengua humana (nuestro
pensamiento), cuando, bien por su peso o gravedá, o por su reiteración (que se
convierte en esa misma gravedá), pasan a reproducirse o espresarse en esas capas del
alma que la psicología ha reconocido como 'inconscientes', empezasen a interferir con
la otra lengua que necesariamente hay entre nuestros órganos y tejidos (la materia, que
no puede ser material nada más), interferencia que parece como una búsqueda o intento
de espresión, en esa dirección 'orgánica', de lo que no encuentra salida aquí afuera, por
la boca y la lengua humanas, en el mundo donde las relaciones están estropeadas por
las razones que sean.
Pero esta tentativa de describir la relación entre nuestros juicios y nuestros
desarreglos orgánicos o síntomas es puramente especulativa o imaginativa, porque no
nos está dado conocer ese paso de lo inmaterial a lo material. Quizás la certidumbre
con que Agustín ha visto muchas veces que “las cosas hablan” forma parte del sustento
de este punto de vista; aunque éste es inseparable de las visiones de otros autores que
enlazan, todas ellas, con la maravilla lógica que se conserva en los evangelios. Hablaba
su santo tocayo muchos siglos antes que él de la imposibilidad para los humanos de
entender ese contacto del dios con la carne.** (Pascal)
Hay una relación necesaria entre esos distintos niveles de almas o juicios que es
algo así como la armonía entre nuestras vidas y las de nuestros cuerpos y almas, cuya
rotura se manifiesta en esa interferencia lógica que se reconoce en el síntoma.
Bienestar significa, lo primero, que uno mismo juzga que está bien, al margen de
lo que piense otro cualquiera, y por ello solamente el enfermo puede conocer su mal,
del cual sólo le llega noticia cierta a otro por la vía de hablar con él, por mucho ojo
clínico, esperiencia, etc. que ese otro posea.
Y prueba de esta incapacidad de los demás para juzgarle a uno es la
contemporánea psicopatía de los poderosos: la gente se deja gobernar por enfermos
mentales solamente porque no puede hablar con ellos.
El accidente se suele producir por la interferencia de un juicio en la atención, que
es también conciencia.

Sólo una observación cuidadosa de los accidentes, junto con la comunicación


con los accidentados (que se ha hecho, en ocasiones, en el ámbito de los accidentes
de trabajo), pueden confirmar a cualquiera este dato: el accidente no puede ser
accidental si 'accidental' significa 'sin razón'.

Atender (al tráfico el conductor, a sus fogones el cocinero, a los filos de sus
herramientas el artesano, etc.) quiere decir “hacer frases”, en la medida en que todas
esas operaciones han sido aprendidas a través de los significados de las distintas
palabras (semántica) y de las relaciones entre ellas (sintaxis) en la lengua del
operario de que se trate. Y con esas frases de las operaciones que sean (el mero andar,
hasta que se tropieza) interfiere, de pronto, lo único que con una frase o pensamiento
puede interferir, que es otra frase o pensamiento, aunque éste, el que se impone
provocando la caída, el corte o el tropiezo, puede imponerse porque es de otra
naturaleza más esencial, más relacionada con lo que importa en la vida: se trata del
juicio, tradicionalmente llamado 'juicio de valor', es decir, de bien y mal, o dicho de
otro modo: de amor. Eso es lo que interfiere en la atención por obra de algo, que
llamamos aquí 'amor', que vive su vida a través de la nuestra desde dentro de la
conciencia de cada uno de nosotros, e interfiere justamente llamando la atención (que
es también conciencia) y apartándola de esas otra operaciones relativamente
secundarias: lo esencial es el bienestar del alma, y así nos lo demuestra ella en cada
accidente, como en cada enfermedad.
Todo esto puede parecer especulación, teoría, filosofía o, dicho más a la pata la
llana, monsergas, pero sospecho que esos juicios, poco conscientes, no vendrán
nunca de quienquiera que se haya acercado a un accidentado, o causante de un
accidente, con alguna curiosidá que vaya siquiera un poco más allá de la mecánica
material del suceso o sus consecuencias físicas, que sólo dan para una esplicación
ingenua de los accidentes.
Y lo poco de sensato que he podido ver de esas otras investigaciones de los
accidentes en el ámbito laboral ha sido la aparición del tupido velo del 'estrés' de los
trabajadores involucrados en los accidentes, estrés que unas veces se relaciona con
las condiciones de los mismos puestos de trabajo, y otras, con circunstancias
familiares, personales o sentimentales de los afectados. En todo caso, no puede un
sistema, ya sea de seguros o penal o indemnizatorio civil, que está necesitado de
atribuir la responsabilidá a uno o unos concretos, con sus nombres y apellidos, so
pena de declarar al azar o el caos (desorden amontonado de responsabilidades así
confundidas) como responsables ya libres y liberadores de toda responsabilidad,
aceptar que la decisión de provocar el accidente en la persona o las carnes de uno o,
a su través, de muchos, pueda venir de algo como el amor que hace, gobierna y
deshace las cosas de éstas y otras muchas maneras. Y así el juicio humano, con toda
su justicia, tiene que despreciar el mejor de los juicios que dentro del humano puede
hacerse, de manera que unos y otros sigan creyéndose justos o justamente
condenados.
Algo parecido sucede en ese gran caso de 'accidente colectivo' que es la
guerra, donde, al margen de lo fácil que resulta, en la modernidad ya sumisa al dinero
más absurdo, reconocer el juicio del ánimo de lucro o la rentabilidá como móvil de
las acciones o palabras más determinantes de la guerra (combinadas, en la medida
necesaria o conveniente, con otros juicios más personales o dignificadores, como las
ofensas cruzadas entre franceses y alemanes poco antes de desencadenarse la guerra
franco-prusiana, que son las maneras que usa el dinero reinante para ocultar su mano
invisible), a lo más que se llega cuando el historiador no quiere asignar
responsabilidades es a la confusión o (como hace Clark en su obra Sleepwalkers**
referente a la génesis de la primera guerra mundial, convenientemente disimuladora
de las fuerzas del dinero, al atribuir la responsabilidad a algo como el sonambulismo
de muchos dirigentes políticos): hay un sonambulismo más general entre los que
intentan esplicar los grandes casos de la historia moderna sin hablar del dinero, y aún
más claro, entre quienes no dejan ver a los propios vencedores el mal que llevan a
cuestas, y lo que cuesta ese mal al conjunto de la sociedad.
Los juicios de bien y mal en que se sustenta el orden o desorden de los cuerpos
(síntomas, defectos, accidentes) se hacen y deshacen en las conciencias que los
dirigen.

No quiere esto decir que la conciencia sea sólo órgano (cosa) ni lugar ni
juicios, sino algo como todo eso a la vez. Parece que la conciencia es algo como la
'sede' del amor dentro de la cosa, de la que nacen los sentimientos que quieren regirla
para bien, y eso implica que es lenguaje (intangible) y materia a la vez o, alternativa
e instantáneamente, juicio impalpable y reflejo material de ese juicio en el órgano
(neuronas del corazón, por ejemplo) que tiene por función, por un lado, hacia arriba,
llamar la atención de la parte del alma que decide en ese cuerpo, y por otro, hacia
abajo, espresar el resultado de esa llamada de atención en esos otros niveles del alma
o lenguaje que son lo inconsciente y, a través de éste, lo orgánico.
“Las ideas pesan”, solía recordar Agustín; y algunas, desde luego, más que
otras.
Hace ya mucho que la física moderna ha detectado el influjo de la conciencia
(en forma de observación, que es atención) en el comportamiento de las partículas
(por ejemplo, en el esperimento llamado de la doble rendija, de hace ya cerca de cien
años), pero la medicina, que lo vería mucho más fácilmente con sólo escuchar un
poco a sus enfermos, sigue sin darle importancia.
** v. M. Planck; Heisenberg y N. Bohr; Polanyi; Sheldrake?; Eccles y
Popper...
Lo inconsciente busca hacerse consciente a esa parte del alma que rige en la
vida (la conciencia realista, o referente a la vida, de cada cosa), y se hace así
consciente cada vez que uno tiene oportunidad de conocerlo. Casos típicos de este
suceso son los sueños, los lapsus, la risa o el llanto tan propia y lógicamente
humanos, como que espresan la misma contradicción de que habla la enfermedad o
el accidente (no hay risa verdadera que no venga de reírse de uno mismo, decía un
día Agustín), y si el sicoanálisis tuvo su arranque en la atención prestada por Charcot
(a través de él, por Freud y otros) a las múltiples manifestaciones somáticas de lo que
se llamaba 'histeria', la contemporánea superabundancia relativa (en relación con la
histeria y la historia a la vez) de enfermedades de toda índole lo que deja ver, a quien
quiera que la observe con curiosidad y desde fuera de los límites que el materialismo
ha fijado a la ciencia médica, es que por regla general tanto las enfermedades como
los accidentes (como, en definitiva, todo bien o mal material) tienen su origen en
juicios inconscientes de los que queda más o menos contenido en la conciencia de
los enfermos (como que muchas veces habrán pasado a lo inconsciente por represión,
desprecio o deseo de olvido desde ella), juicios que, inesplicablemente, se convierten
en orgánicos o somáticos al espresarse en la forma de síntomas, o en nuevas frases
ya incomprendidas en el caso de la auténtica enfermedá mental (de la cual un caso
especial es la locura de los mandamases en esta sociedad enferma del Fin del
Régimen, a quienes en rigor habría que llamar “los que se creen que mandan”), así
como en la forma de accidentes o mutaciones genéticas que aparecen en la
descendencia como nuevos síntomas, a veces ya trágicos o condenados a desaparecer
en los mismos hospitales.
Todo este desorden sólo es tal de manera relativa (en relación al supuesto
'orden' de la realidad humana, que es la sociedad), y solamente se vuelve escesivo o
preocupante por obra de otros juicios que se añaden a los que han engendrado las
propias enfermedades: así, cuando la sociedá a la que nace uno con determinadas
consecuencias genéticas, que lógicamente son frutos y espresiones de la conciencia
de sus progenitores, castiga con el consabido menosprecio o, directamente, maltrato
a los que padecen esos males relativos, sin sacar la enseñanza que en ellos late; o
cuando se considera bueno que la investigación farmacológica y, en consecuencia, la
medicina se rijan por el juicio del bien y el mal para los amos del dinero, según lo
entienden los dedicados a amontonar dinero, es decir, por la rentabilidad o el ánimo
de lucro, con la lógica imposición de esos juicios sobre la sociedad en su conjunto,
consolidando así el engaño a la gente en cuanto al sentido de todos esos sucesos
lógicos y cayendo ellos mismos, los que han impuesto el materialismo en la vida y
en la medicina, en manos de esos mismos médicos que se creen que saben lo que
hacen. Así, una vez convertida la enfermedad (la vida misma en demasiados casos)
en negocio, dejan de mirarse (nunca, del todo, de verse) las relaciones entre las vidas
individuales y todos esos 'fallos' del sistema, accidentes o síntomas, y esto que se ha
llamado 'biosomatismo' no es otra cosa que un intento de llamar la atención sobre
este despiste muy generalizado (nunca a 'todos', claro), tan rentable como trágico:
mueren hoy día muchos humanos (no interesan las cifras, pues no se suman las almas
ni por tanto las muertes, por más que en ese sumarnos como números consista la
democracia del dinero) como consecuencia del predominio del ánimo de lucro, que
es sin duda ajeno a casi todos los médicos, en la medicina inconsciente.
De no ser porque existen estos profesionales del conocimiento (científicos)
que dan la esplicación materialista (causal o estadística, lo mismo da) de las
enfermedades y esos otros sucesos análogos a ellas, la gente seguiría mirando por su
salud con la inteligencia de sus antepasados o la de otros pueblos más atrasados,
menos supuestamente racionales o científicos, es decir: miraría a sus vidas por ver de
conservarlas pero no a toda costa (que será a costa de otras vidas), sino teniendo en
cuenta algunas enseñanzas, que habrán llegado por distintos caminos a los distintos
pueblos, útiles para que ese conservar la vida tenga un sentido común o colectivo,
pues es la vida, incluso la individual, siempre colectiva. Pero el olvido artificial (es
decir: premeditado, dirigido desde arriba) de esas enseñanzas, presentes en las
religiones, unido al relativo esfuerzo que implica ese mirar uno mismo por su salud
conduce, casi siempre, a aceptar la esplicación y el tratamiento médicos, que dejan a
la persona a salvo, o sea, exenta de toda responsabilidá, a costa de su propio cuerpo
que resulta sajado, mutilado o atormentado, como en los testimonios antiguos de la
medicina bárbara y ya superada. De ahí “lo escondido de la enfermedá”, como lo
veía Von Weizsäcker, en un caso claro de inteligencia médica contemporánea.**
Ese aparente desorden de los cuerpos (síntomas, defectos, accidentes) no es
mayor del que representa, en la sociedad, la existencia de policía o prisiones, por
ejemplo, esos servicios a que aludía un día Agustín llamándolos “la guardería para
mayores”, y de los cuales Antonio Machado, en su Juan de Mairena, consideraba
que, tal como están las cosas (y, en este sentido, no han cambiado gran cosa), por
ahora, “mejor que siga habiendo guardia civil”. Mejor que siga habiendo
enfermedades, puede decirse, ya que análogo sentido de permitir la vida colectiva es
el que tienen unos buenos servicios de orden y este mecanismo de generación
enfermedades y accidentes por la obra de las conciencias, y por eso también es
enteramente lógica la aparición de muchos síntomas físicos precisamente en la
población carcelaria, en la cual, a los juicios y errores que llevan a la gente a esos
lugares, se tienen que sumar los derivados de las circunstancias de la misma vida en
prisión. Demasiadas veces, esta acumulación de enjuiciamientos (sociales, propios,
judiciales) tiene que sumir en la confusión a quienes la padecen, ofuscando el
entendimiento de las vidas, con consecuencias que no pueden ser buenas ni para los
que castigan (o sus amigos y parientes) ni para los así castigados.
Y, por lo tanto, este desorden relativo (que es tal sólo en la medida en que no
se mira en serio, no se entiende) es, por sí solo, el mejor servicio de orden que puede
tener una sociedad humana: la vigilancia de la conducta (incluidos los silencios, las
omisiones) desde dentro de cada uno, y ello no por algo como ese superego
freudiano que es mero reflejo o introyección de las normas familiares o sociales,
sino, para los ya conscientes de lo que es eso, los capaces de distinguir de dónde
vienen sus propios sentimientos (lo que sería una población moderna bien
entendida), por una conciencia verdaderamente ligada a la vida común que vivimos.
En la sanación, bien entendida, se tendrá que ver muchas veces la liberación de ese
superego y su acción sobre la conciencia superficial o realista de uno, y su paso a
regirse por la conciencia del bien sin más, es decir, por el corazón.
Y la suma de todos esos responsables de las ordenaciones (desde los
progenitores sumisos al orden dictado por el dinero, hasta los enseñantes de las
distintas enseñanzas, o los distintos poderes o autoridades, públicos o privados-
empresariales, todos ellos en buena medida infiltrados o determinados por ese mismo
dinero) tiene la principal consecuencia de privar a la sociedad, a muchos, de la
conciencia de ser y estar ahí todos esos males para su propio bien.
Idealmente, en la propuesta de Yeshua, la diferencia entre la obra de ese
superego, hecho de normas humanas, y la de una conciencia libre de ellas será
análoga a la que hay entre los mandamientos, resumen de la ley, y la síntesis de ellos
que recuerda Yeshua a sus paisanos: amarás al dios sobre todas las cosas, y al
próximo ('prójimo' no significa sino la traición en la traducción) como a ti mismo.
La enfermedad (entendida aquí como 'síntomas') es un desorden de las cosas que
refleja el desorden de las ideas que las sustentan, y no se puede reordenar los
átomos sin deshacer los juicios que provocan y mantienen ese otro desorden de los
cuerpos.
En su obra más conocida, Pascal, pensando el cristianismo mucho después de
Yeshua, y demostrando así la vigencia intemporal de aquella lógica maravillosa,
recordaba a San Agustín para hablar de ese abismo insalvable que hay entre la
conciencia o el pensamiento humanos y la acción del misterio, que aquí se ve en
forma de lenguas necesariamente desconocidas, sobre los cuerpos: **
Este mismo abismo es al que aluden los físicos cuánticos cuando se paran a
señalar la inexistencia de relación entre sus leyes y la vida; no hay esplicación
científica (que hoy sería numérica, probabilística) posible de la vida porque en los
números falta la conciencia del bien y el mal.
El hecho de que la biología, o la genética, pudiendo como pueden esplicar
tantas cosas de lo que se ve en los cuerpos (llegando, a veces, a esplicar las propias
inclinaciones de las almas) no tengan esplicación alguna para lo que son las formas
de esos mismos cuerpos, las que serían justamente más identificables con la propia
esencia (forma o idea) de lo que es cada cosa; esa gran laguna de la biología con su
genética casi desentrañada pone de manifiesto la grave carencia o falta de
perspectiva que se denuncia aquí: a la ciencia materialista le falta lo principal, que
ya no es materia pero pesa y mucho sobre ella, porque no tiene sentido cosa alguna
sin un bienestar que la justifique, o dicho de otro modo: no hay diferencia entre esa
justicia (o ética o moral) y la realización física de lo real.
De la misma manera que esos cuerpos, incluso los que la ciencia no considera
'vivos', tienen sus inclinaciones o formas de buscar el bienestar, la coherencia dentro
de ellos mismos (en la conciencia que los rige, en la persona de cada humano) con
ese principio, que es coherencia también con lo que ven y sienten del bienestar o
malestar de los demás y su sentido, es lo determinante o dominante, lo primero,
sobre su propio bienestar o malestar en la forma de sentimientos (los cuales oscilan
entre esos dos polos inmateriales), y luego y a la vez, sobre cuanto de físico o
material hay en ellos, que en realidad sólo pueden ser otras cosas, con sus
conciencias, ordenadas en cada cuerpo al servicio de ese bien, que se resume en la
palabra 'amor': esos dos niveles que ve la ciencia dentro de los cuerpos, que me
parecen ser el celular o molecular y el de las partículas, no se esplican sin ese otro
sentido colectivo de la vida, que es lo que se espresa y manifiesta en la conciencia
de cada uno, desde la cual revierten, por así decir, sobre los mismos cuerpos, las
consecuencias de la manera en que son atendidos, comprendidos y perdonados los
juicios.**complicadillo? Confuso?
Ese abismo o desconexión que Werner Heisenberg o Niels Bohr ven entre la
vida y las partículas subatómicas (citas**), esa imposibilidad de estrapolar las leyes
o el saber de los átomos y sus partículas (supuestamente muertos) a la vida, donde
rige manifiestamente el amor que nos relaciona, con más o menos armonía, y
reproduce; esa imposibilidad es enteramente razonable (¡a ver quién inventa algo
mejor!): no lo es pensar que los vivos estuvieran aquí para que haya en su interior
electrones dando vueltas o envueltos en nubes u orbitales; ni que ninguno de ellos se
pueda descomponer en partes cualesquiera sin que la vida, fuera de él, sea afectada
para bien o para mal (las aseguradoras de vida saben que aumenta el riesgo de
muerte alrededor de todo muerto reciente). Y tiene sentido que sean los juicios de la
conciencia esterna de la cosa, la que la relaciona con las demás, los que interfieran
en la lengua orgánica, inferior o de las partes (siempre incompletas, siempre llenas
de algo que no ocupa espacio alguno) de la misma cosa; pues llevan ellas en su
centro una especie de sede de ese bien común (social primero, pero universal por su
sentido profundo y misterioso) que habla sin parar, a cada paso, a la conciencia más
superficial (a la persona, modernamente llamada ego o conciencia sin más, en grave
confusión) haciéndole sentir hacia dónde debe tender su acción, omisión, palabra o
silencio, ahí afuera en la vida de los cuerpos, que no es la de las partículas pero sí
está sentimental y moralmente conectada con éstas, para estar conformes con ese
bien universal, y es la desatención de esos sentimientos, la cual es lógica y
especialmente fácil entre los humanos (cuanto más desarrollados o ideantes, mejor),
la que produce esa reacción desde el centro verdadero de la cosa, que no puede ser
su conciencia superficial, espresándose ahora (es decir, después de haber fallado la
acción del sentimiento) por el cuerpo, como se ve en enfermedades o accidentes, en
este último caso el de los accidentes, poniendo, a la vez, en evidencia ese carácter
colectivo, social y hasta universal del esos juicios, que relacionan unas especies con
otras (como ese escarabajo que se presentó en casa de Jung), o hasta meras cosas
con personas, para dejar ver su acción. De esto último doy cuenta en
Sincronicidades (véase 8 de enero de 2018). Manda la vida, cuyo sentido es el amor,
y al servicio de eso están las partículas subatómicas y todo lo que con ellas se monta
para organizar ese juego al que los humanos privan de mucha de su gracia.

[ANALOGÍA COSA-SOCIEDAD; toda cosa funciona así: Una comunidá o


sociedad suele tener también sus directores (gobierno, mandamases detrás del
gobierno) que reciben información (análoga a los sentimientos en un cuerpo) sobre
el bien y el mal de las partes (ciudadanos, súbditos) de la sociedad; pueden hacer
más o menos caso de esa información que les viene de abajo, pero está claro que la
cohesión (salud) y duración de esa sociedad y forma de gobierno va a depender de la
medida en la cual esos dirigentes hagan caso, atiendan a los sentimientos que les
vienen de abajo. **engaño, TV y medios, etc.]
La primera vía para ayudar a un enfermo a deshacer o cambiar esos juicios (lo que
sería 'sanar') consiste en hablar con él, en especial para escucharle, acerca de sus
sentimientos.

Hace falta una revalorización fundamental de la palabra, y por tanto de la


psicología, que no debe admitir su postergación respecto a la medicina. La acción
directa sobre los cuerpos debe limitarse a lo razonable, que es también lo necesario o
útil. Es en las almas donde echa sus raíces la enfermedad, y quien no crea en su
existencia debe prestar atención a la lingüística contemporánea, empezando por la
obra de Agustín García Calvo, quien llamó un día “sucios sustitutos” a todos los
intentos de sanar que partiesen de una fuente que no fuera la verdad.
La inteligencia que descubre la bioquímica nada puede contra la conciencia
del enfermo porque ésta es la misma que la otra (inteligencia) pero, además, está
situada en el lugar indicado para actuar como lo hace sobre su cuerpo o alma, que no
es ni el laboratorio ni la sangre o las tripas donde se vierten sus productos. No
gobiernan los átomos otros átomos.
Señal inconfundible de la locura de nuestro tiempo es esa postergación de los
psicólogos respecto de los médicos, o esa casi irrelevancia de la psicología en la
formación de éstos. Se cifra la 'evolución' humana en el desarrollo de su cerebro, y a
la vez, se coloca al psicólogo en posición secundaria.
Quienquiera averiguar qué le pasa cuando aparece en su cuerpo un síntoma
físico, y cómo sanar eso, debe empezar por mirar hacia su interior, que es lo mismo
que mirar hacia su propia vida; y si no se siente capaz de poner orden ahí, deberá
hablar con quien crea que puede hacerlo más libremente, con más verdad, que se
reduce a la espresión de los sentimientos; eso, y la coherencia con lo que así se dice
y entiende, suele bastar para devolver la salud.
Y lo que no se sana así hablando con el amigo, o el desconocido, puede
sanarse en el psicólogo, que es quien debe de haber estudiado y practicado y
esperimentado cómo se hacen esos diálogos fructíferos, básicamente dirigidos a que
hable quien busca esa ayuda, a escuchar.
La acción sanadora de lo bueno, de la inteligencia del enfermo y su coherencia
con ella, es tan rápida como lo permiten, de un lado, el propio enfermo (de él
depende) y, de otro, los ritmos de lo que tiene que suceder dentro del cuerpo para
que éste vuelva a la salud (por ejemplo, hay unos tiempos en la acción del sistema
inmunitario, que se reflejan en unas duraciones mínimas de las infecciones).
La irracionalidad de los humanos, tan manifiesta en sus guerras como en sus
enfermedades, es su mismo esceso de racionalidad, que les capacita para hablar,
pensar, decidir y actuar, todo ello, en contra de sus propios sentimientos.

Más que a la lamentación de San Pablo (o de cualquiera) por cómo, queriendo


el bien, elegía sin embargo hacer el mal (lo cual podía, en su caso, tener un sentido
diametralmente opuesto a lo que aquí se dice, pues nadie puede, desde fuera del caso,
del corazón de que se trate, saber qué es el bien y qué el mal en cada caso), en la
génesis de la enfermedad se trata más bien de cómo, luego, se desprecian los
sentimientos a que dan lugar, una y otra vez, incesantes contradicciones como ésa.
Se entiende aquí por ‘esceso de racionalidad’ ese mal propiamente humano de
ser capaces de vivir contra sus sentimientos, pues en no padecerlo parece que estriba la
inocencia relativa de los animales, que son dominables justamente por cómo se atienen
a ellos. Todo lo cual entendemos nosotros porque corresponden los sentimientos a
ideas, y es en ellas donde se concreta la superioridad humana, que consiste en una
apertura al sinfín de su aparato razonador, regalada por el dios.
Y a diferencia de las que Pascal llamaba “razones del corazón”, las que todos
(más o menos) compartimos, esas otras razones de la cabeza que nos abren la incierta
puerta de la infinitud son, muchas veces, cuestionables, y en la medida en que se suman
o amontonan en el montón de los conocimientos o ciencias, cada vez se alejan más del
‘común de los mortales’, es decir, de los muchos que siguen dando un papel
preponderante a sus sentimientos en el rumbo de sus vidas; y no es difícil comprobar
que entre los propios científicos cada vez son menos los capaces de dar razón
medianamente fundada no sólo de muchas 'especialidades' muy vinculadas a la suya,
sino sobre todo de los fundamentos de esa especialidad propia que parecen conocer.
De la misma manera que el esceso de racionalidad individual (menos atención a
sentimientos y más a conocimientos, causas, cálculos o intereses) conduce a una
reacción dentro de uno (lo que se llama 'enfermedad'), que tiene un sentido amoroso o
colectivo, ese mismo esceso, a nivel social o de la especie entera, pone en peligro la
salud y la vida misma de la especie.
Como, además, sabemos que la vida ha asistido a la desaparición de muchas
especies, no deberíamos vivir como si la humana fuese inmortal, no porque nos pueda
importar esa desaparición de todos nosotros, pues cada cual le daría a ese suceso un
significado según su creencia o gusto personal, sino porque convive la conciencia de
esa posibilidad con la más atrayente conciencia de la capacidá humana para hacer la
Tierra Cielo, o cosa parecida, y eso nos hace responsables de pensar y actuar en esta
otra dirección, a la que apuntaba y sigue apuntando el Padrenuestro.
En el humano, el instinto es la racionalidad, como ha sido visto a menudo, pero
eso convive con otros instintos, que son también juicios y fuentes de contradicción y
desorden.
Acaso lo más grave de este predominio de las razones cerebrales sobre las del
corazón es la facilidá con que los jefes, desde sus medios, imponen a la mayoría los
juicios que les convienen para llevar adelante sus intereses: sólo mediante el
desprecio general de los sentimientos y su desplazamiento por esas razones de los
jefes razonadas a los demás se puede conseguir, en la modernidad, que las naciones
entren en guerra unas con otras, y el lavado de cerebro es, hoy en día, el primer
ingrediente de la instrucción de las tropas que han de ejecutar esos desaguisados.
Es característica del humano su especial autorreferencia, que le lleva a juzgarse
constantemente a sí mismo, y de ahí le viene también su especial capacidad para
enfermar.

De las dos cabezas que Heráclito atribuye al humano, parece que una de ellas, la
del cálculo y la lengua sin fin, predomina mucho sobre la otra, la del sentimiento (que,
en rigor, no parece ya estar en cabeza alguna), la cual no deja de juzgar, incansable
como es, lo que vamos haciendo con la primera, la cual sí se cansa.
Esa autorreferencia, que es la misma autoconciencia de que se habla mucho
desde Hegel, es consecuencia inevitable de nuestra constitución: la habitual dirección
de la vida de cada uno por la más humana de nuestras razones (la que suele
identificarse modernamente con el lado izquierdo del cerebro), implica
instantáneamente una reacción-juicio procedente de la otra, del corazón (más que del
lado derecho del cerebro, el cual más parece auxiliar que juez del izquierdo), y esa
reacción incesante es lo que se ve y denomina con esos conceptos de filósofos o
psicólogos.
Habrá menos autorreferencia cuanta menor sea la contradicción entre la cabeza
y el corazón, cuanto más (por seguir un razonamiento de Agustín en su Contra el
tiempo) natura sea ley para razón, y no al revés.
Pero nada tiene de malo este mecanismo del juicio incesante de los corazones
humanos sobre sus vidas y haciendas, que es el que los enferma, pues, por un lado, eso
es lo que hace y mantiene el orden de la vida a nuestro alrededor (una cierta justicia,
como a ** le gustaba recordarles a sus contemporáneos) y, por otro, basta con que se
den cuenta de esa contradicción y acepten vivir un poco más conforme a sus
corazones para que mejoren la salud individual, la de las sociedades humanas y la de
la Tierra en que vive todo eso. Esto es lo que aquí se intenta, que sin duda se ha hecho
mucho mejor otras veces.
La singular capacidad del humano para calcular el tiempo real, que es inseparable
de su especial racionalidad, le permite aplazar la acción o palabra razonable a
pesar de sus mismos sentimientos, que le instan a hacerla o decirla ya.

Cuenta Erich Fromm que los campanarios de las iglesias de Alemania no empezaron a
dar los cuartos de hora hasta el siglo XVII, y eso significa que, para la gente, no había
hasta hace relativamente poco posibilidad de hacer los cálculos de tiempo con esta
precisión y programación moderna de las vidas.
Hay una imposición del tiempo desde arriba, social, como se ve en el reproche
que hacía San Pablo a los gálatas, en su labor de animación y moralización de los
cristianos antiguos, de haberse sometido al calendario oficial o romano; así, después de
recordarles su filiación 'adoptiva' del Padre (alejándose de la radical filiación sin más
que enseñara su maestro), les dice así en Gálatas 4:8 y ss.): “Pero entonces, no
conociendo a Dios [parece que este paso de 'el dios' a 'Dios' se da ya en San Pablo, sin
salir del griego], servisteis a los que, por naturaleza, no son dioses; ahora, en cambio,
conociendo a Dios o, más bien, habiendo sido conocidos por Dios, ¿cómo os volvéis de
nuevo a los elementos débiles y pobres (o a los “rudimentos impotentes y miserables”,
como lo traducen Bover y O'Callaghan), a los que de nuevo queréis servir otra vez?
Observáis los días, los meses, las estaciones y los años. Temo que me haya esforzado
en vano por vosotros.” Lo cual indica, por un lado, que el apóstol ve en esa observancia
del calendario la misma renuncia a seguir al dios descubierto, y por otro, que parte del
corte con la sociedad que fue el cristianismo primitivo consistió en concebir la vida sin
tan siquiera usar el calendario de los demás, con lo que eso tiene de ruptura con las
muchas ordenaciones, singularmente la del trabajo, que se montan con base en el
tiempo y su cálculo.
Y es que la misma conciencia del tiempo es la que impide una y otra vez hacer el
bien (o lo bueno) cuando se puede, que sólo puede ser ahora, y ello, unido a la
conciencia de la muerte, parece que a muchos les puede animar a dejar, no ya para otro
día, sino para otra vida, lo que saben que pueden hacer para vivir mejor. Así colabora el
humano con su propia enfermedá y muerte.
Tawara Machi,12 tiene un poema (tanka) que espresa bien esta relación del
tiempo con la condición humana:

“Comienza la mañana del lunes


para que pueda verte
el viernes a las seis.”

Donde se ve cómo lo que importa (verse) está sometido al orden laboral o


semanal, y el poema nace de ese desajuste entre el sentimiento y el cálculo del que
venimos hablando, el mismo que muchas veces desencadena la enfermedá o el
accidente.
El mismo conflicto entre la sin-tiempo libido (que era primero simple 'amor' en
Freud) y el aplazador yo (la persona) que veía Freud en el origen de las neurosis
(Lección XXI de sus Lecciones introductorias al psicoanálisis).

12 Aniversario de la ensalada, traducción de Kayoko Takagi y Arturo Pérez Martínez, Verbum (2009).
Los juicios tienen efectos en las conciencias ligadas entre sí por relaciones de amor
(de forma muy visible, entre padres e hijos, incluso los aún no nacidos), y en
consecuencia, también en los cuerpos así relacionados, en forma de accidentes y
síntomas.

Esta es otra observación que difícilmente se hará fuera de la familia: sólo la


madre conoce los sucesos, juicios y sentimientos que pueden haber precedido al
nacimiento de su cría enferma o a la enfermedad de su niño. Es en la intimidad donde
vive la información que perturba la vida.
En el marco de la relación terapéutica, será por tanto el amor sentido por el
médico o terapeuta lo que dé lugar a la aparición de los síntomas del paciente en quien
quiere su salud.
Más frecuente o cotidianamente, los niños, incluso los aún no nacidos (y
especialmente éstos) reflejan en sus cuerpos las dolencias de las almas y vidas de sus
progenitores, o, más en general, de aquéllos de quienes dependen.
Hay toda una teratología buena que hacer (acaso en la línea de la intentada por
Kaspar Friedrich Wolff) en torno a esos seres que no llegan a ver la luz del día en las
clínicas del aborto, o sencillamente en las maternidades modernas, por no reunir las
condiciones consideradas mínimas para esa salida a la luz, ya sea por los médicos, por
sus padres o por la ley. Porque esas deformaciones tienen que obedecer a malestares,
creencias, errores, conflictos, obsesiones, rencores, etc., en definitiva, a males del
alma de quienes los engendran y están, por eso, íntima y misteriosamente unidos a
ellos. El estudio de esos casos dolorosos, que consistiría fundamentalmente en
mantener una mera conversación de sentido común y sinceridad con los progenitores,
serviría para ver, de forma tristemente elocuente y clara, la acción del amor, que es
lógica, entre nosotros.
Esta acción de los juicios en los cuerpos, no ya de los propios juzgadores, sino
de sus queridos (y la máxima dependencia amorosa se da ahí, dentro del seno
materno), es enteramente consecuente con la acción que entre esas distintas pero
unidas almas existe, en la cual consiste la misma vida; quien haya entendido o
comprobado cómo un sentimiento (en caso más agudo: emoción) se ha reflejado en un
síntoma físico, por ejemplo, sólo tendrá que fijarse en cómo la participación de unos
en los estados anímicos de los otros tiene que dar lugar a fenómenos análogos: el
despido del padre puede enfermar al hijo, en la medida en que éste participa en el
dolor del primero; el suspenso del hijo puede dar lugar al síntoma en el cuerpo de la
madre, en la medida en que su 'fracaso escolar, como lo llaman, es también vivido por
ella como fracaso propio; la mala fortuna amorosa del hijo o nieto aparece en el
cuerpo de la madre o abuela que anhela verlo querer y querido.
Hay, por esto, demasiadas veces, un esceso de dependencia sentimental (por así
llamarlo) en las relaciones familiares, del que se habla a continuación.
Las relaciones afectivas y familiares son claves tanto de la génesis como de la
superación de la enfermedad, como lo han detectado muchas veces tanto la
psicología como la mejor medicina.

Esta relación entre lo más querido y la enfermedad es lógica, en cuanto que


los juicios más pesados, más graves, han de salir de esas relaciones más
importantes, en la medida en que en ellas han organizado los humanos el amor, que
parece ser el sentido de todo juicio, ética o moral.
Esta imbricación lógica, física y amorosa de las relaciones familiares y las
enfermedades es lo mismo que dificulta la comunicación de las almas que devuelve,
con la sensatez, la salud a los cuerpos y a las propias almas en las que también se
espresa la enfermedad.
Y es difícil esa comunicación porque la familia, en cualquiera de sus muchas
formas, suele estar sobrevalorada (social e individualmente, afectiva e idealmente),
y como ese valor supremo de la familia está ligado al mismo mecanismo del amor
que nos hace y deshace; como en la hechura de toda cosa es preciso que haya algo
de amor, pues de lo contrario no se hace ni pervive; unos y otras padecen las
contradicciones familiares (veía Agustín en La familia: idea y sentimientos una
discordia entre la idea que de ella se hacen y los sentimientos que les engendra) y no
pueden, muchas veces, dejar de sentir las relaciones familiares como amorosas,
aunque hayan dejado de serlo hace ya mucho o por muchas razones: las ideas
familiares son especialmente pesadas, especialmente aptas para dar el salto de lo
ideal a lo palpable en que consiste ese 'peso'.
Esto vuelve a poner de manifiesto cómo el bien y el mal de los cuerpos es, en
realidad, el de la vida que sus personas llevan, tal como es sentida dentro de ellos:
nada tan claro como la relación, fácilmente comprobable, entre el cáncer de mama y
los afectos más íntimos de las mujeres, que suelen dirigirse hacia sus crías, su pareja
o sus progenitores. El caso de Hamer, inspirador de mucho de esta perspectiva, con
el hijo muerto de un tiro desencadenando el cáncer de mama en la madre y testículo
en el padre, es demasiado elocuente para ser casualidá, o dicho de otra manera: es
casualidá bien significativa. De ese mal tiene que salir todavía mucho bien.
Tan buena puede ser la reconciliación entre los familiares (a reconciliarse los
hermanos instaba Yashua antes de acudir a hacer la ofrenda al templo) como la
superación de la dependencia familiar (otro momento esencial del discurso de
Yeshua, que no suele apreciarse pese a lo claro que se ve en los evagelios): la
familia es o se vuelve demasiadas veces un círculo de afectos escesivamente
estrecho para nutrir o sostener a esos corazones, y su vinculación al patrimonio o a
la mera economía, y la de ésta a la necesidad y consiguiente dependencia de los que
nada tienen (los hijos), a menudo coloca a las relaciones familiares en contradicción
con el amor.
Por eso se leen en el evangelio cosas como ésta: “Quien ama al padre o a la
madre más que a mí no es digno de mí; y quien ama al hijo o a la hija más que a mí no
es digno de mí; y quien no toma su cruz y me sigue no es digno de mí.” 13

Una vez que se adquiere conciencia de la íntima vinculación entre la relación


familiar y la enfermedad, los familiares eligen, necesariamente, entre convivir
13 Mt 10:37-38.
superando las rigideces hereditarias de la familia (lo que ésta tiene de institución
establecida en la Prehistoria), lo que equivale a convertir esos amores familiares en
algo más parecido a la amistad, o apartarse unos de otros, como a menudo pasa,
eligiendo vivir bien frente a lo que puede llamarse 'vivir como es debido', y a esta
disolución de las rigideces familiares estamos asistiendo ahora.
En la medida necesaria, debe fomentarse la vida en comunidades basadas en la
simpatía y el apoyo mutuos, como forma de vida más rica en afectos y estable que la
familiar, acorde además con las mejores propuestas religiosas conocidas.

Las llamadas a retribalizar la vida humana que ha hecho Claudio Naranjo, sin
llegar al amor de los perros (puesto que no lo somos), son un ejemplo bueno, y raro,
laico y reciente, de cómo puede superarse esa discordia privatísima que demasiado a
menudo late en la familia y se refleja una y otra vez en la enfermedad.
El modelo de los monasterios dúplices o mistos del cristianismo primitivo (con
sus equivalentes en otras religiones, como el budismo) constituye una referencia
mucho más sólida y prometedora que las modernas comunas ateas.
La relajación de los lazos familiares y su sustitución por lazos de amistad tiene, a
la vez, el principal efecto de liberar a los así unidos o relacionados de la fuerte
dependencia económica que la familia nuclear, la del fin del régimen, impone a unos y
otros: a los hijos, de sus progenitores, y a éstos, del mercado y sus leyes, la primera de
las cuales es que muchos necesiten el dinero que se deja inventar a unos pocos. El
malestar que los trabajadores o parados derivan de su esplotación o miseria es otro
tanto malestar en sus casas y dureza para con sus parejas y crías. Nada de eso puede
darse en comunidades unidas por la simpatía de los amigos, más o menos fijadas en
lugares determinados (alrededor de donde haya alguna huerta o animales bien
cuidados), o sueltas en la forma de redes más o menos amplias facilitadas por la
telecomunicación moderna.
Da la impresión de que de las muchas comunidades que se fundaron hacia finales
de la década de 1960, principalmente en Estados Unidos, son las vinculadas por el
budismo o el cristianismo las que mejor han sobrevivido al tiempo y sus destrozos.
Esa parece ser la alternativa a la familia para los que no nacen en tribus fuertes (como
las entrevistas entre los naxi o los mosuo en el sur de China; o por Malinowski en el
Pacífico occidental; u otras de las que hablan los antropólogos, donde los lazos
comunales, que también son de sangre, son más fuertes que los que sí se reconocen
como lazos de sangre, dominantes en la familia judeocristiana o romana en que se
basa la occidental estendida por el mundo como modelo más o menos obligatorio.
En la historia de Occidente, el malentendido del cristianismo (comúnmente
identificado con la defensa de la familia) ha sido el que más ha contribuido a detener
el progreso social. La falsificación del cristianismo para su eficacia o éxito social ha
consistido, lo primero, en identificarlo con el mismo patriarcalismo contra el cual
fueron organizadas las primeras asambleas cristianas.
Yeshua llama 'padre' al dios y, al hacerlo, le quita el poder sobre las almas al
padre de cada casa, al que lo tenía: nada más lejos del cristianismo que la familia
judeo-cristiana, que es la misma que utiliza el régimen del dinero para dividir y reinar
entre unos y otras: ya están divididos por ella antes de empezar el capital a hacer sus
negocios. Por eso arrancaba (y sigue arrancando; v. Lc 11:2) el Padrenuestro diciendo:

“Padre, que tu nombre sea sagrado”

Además, el 'próximo' cristiano, a quien Yeshua recuerda el deber de amar, no es


necesariamente un familiar en ese sentido egoísta de la familia tradicional.
La distinción entre 'prójimo' y 'próximo' que hace la lengua española deja ver la
traición que muchas veces hace la traducción, pues ni el original griego (que sólo dice
πλησίος, cercano) ni el latino de su primera y principal traducción (proximus) hacen
esa distinción, que conduce a los fieles a creerse que hay dos maneras de ser próximos
o cercanos: una, la normal, la que viven ellos cada día; otra, la ideal, la que propone
Yeshua y es ya más rara o difícil de alcanzar. Así se ve cómo la iglesia, que los fieles
muy pronto dejaron de poder reconocer como 'asamblea' (eso significaba ἐκκλησία),
ha alejado más que acercar el reino a quienes, sin embargo, no dejaban de pedirlo en el
Padrenuestro.
Ejemplo de este uso que hace Yeshua de 'próximo' está en el sermón de la
montaña (v. Mateo 5:43 y ss.):

“Oísteis que fue dicho: “Amarás a tu próximo y odiarás a tu enemigo.” 44 Pero yo os


digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen; 45 para que os hagáis
hijos de vuestro padre, que está en los Cielos, ya que hace salir su sol sobre malos y
buenos y llueve sobre justos e injustos. 46 Pues si amáis a los que os aman, ¿qué
recompensa tendréis? ¿No hacen eso mismo también los recaudadores? 47 Y si
solamente abrazáis a vuestros hermanos, ¿en qué hacéis más que ellos? ¿No hacen eso
mismo también los paganos? 48 Sed, pues, vosotros perfectos, como perfecto es
vuestro padre celestial.

Yeshua reconoce en el poder del padre de familia (hoy, en Occidente, compartido


por ambos progenitores) el mismo poder que impide la venida de ese reino que
alcanza, cuando menos, a entrever en sus seguidores, cuando les dice cosas como:
“Vosotros sois la sal de la Tierra” (Mt 5:13); o “el reino de los Cielos está dentro de
vosotros”(Lc 17:21).
Las enfermedades que se ven a menudo (en las mamas y otros órganos
lógicamente vinculados a los sucesos determinantes, acciones nuestras), no ya entre
las hembras de los humanos, sino entre los animales cuya leche y cuyas crías
consumimos reflejan esos malos tratos de una forma innecesaria, porque si en el
humano la idea (familia) puede llegar a prevalecer durante la vida entera sobre el
sentimiento (dependerá de la inteligencia de cada uno el decidir seguir o no
conviviendo con el sentimiento doloroso), sin embargo, una crianza más inteligente o
sensible de esos animales debería permitirnos apartar las crías que consumimos, y
retirar la leche a las madres, en medida y con cuidado de esperar a que se relajen en
esa 'familias' más sensatas, menos rigidizadas por ideas, las intensas relaciones de
dependencia que existen, por así decir, naturalmente en la más tierna infancia de las
crías (las mismas que hacen que la cría humana enferme, casi indefectiblemente,
cuando es separada de su madre antes de tiempo); lo cual no debe de ser tan difícil de
lograr en esos rebaños precisamente porque entre ellos no reina esa otra o segunda
capa de ideas (la segunda cabeza de los hombres y sus leyes) que se imponen sobre los
sentimientos obligando a su espresión en forma de síntomas, como ahora suele pasar.
Y esas enfermedades de los animales domesticados son las que han hecho creer a
muchos que la enfermedad, así en general, es algo natural, cuando la verdá es que
abunda relativamente la enfermedad entre los domesticados (y muy poquito en
comparación con su abundancia entre los domesticadores) como consecuencia de esa
misma domesticación, que es humanización o sumisión a las ideas tóxicas sustentadas
en la racionalidad propiamente humana o cerebral. Los animales, que sí son
racionales, no padecen sin embargo este esceso de racionalidá del que viene todo el
poder y la miseria de los humanos.
Las enfermedades se cronifican debido a que los tratamientos médicos solamente se
orientan hacia los síntomas, acostumbrando al enfermo a malvivir con ellos, en lugar
de cortar sus raíces, relacionadas con juicios y sentimientos, y con las situaciones de
hecho de las que nacen esos juicios y sentimientos que preceden y acompañan a los
síntomas.

Es muy distinta la idea de sanar de quien se cría y educa en el materialismo más


o menos inconsciente, más o menos entusiasmado con los éxitos o la eficacia técnica
(material) de esa manera de ver el mundo, de la que tiene cualquiera que, desde sus
propias carnes, o muy cerca de ellas, haya tenido la suerte, que es desgracia, de ver o
entender cómo nacen, se mantienen y se deshacen las enfermedades.
No es razonable pensar en una conspiración de los médicos contemporáneos
contra la humanidad en general; la conspiración es otra y mayor, aún más antigua: es
una especie de conspiración del humano contra sí mismo que le lleva, por un lado, a
buscar y utilizar el conocimiento para alcanzar y apuntalar una posición de ventaja
relativa sobre sus congéneres, divididos como están en familias (que son también
patrimonios) desde la prehistoria; y, por otro, a aceptar ese mismo conocimiento como
esplicación de sus males, esplicación ésta (medicina científica respetabilísima) que no
se mete en su vida y deja incólume a la persona.
A esa condición habitual en la historia, de la que el propio relato histórico, como
el literario, no puede menos de dejar muchos vislumbres, se suma con fuerza decisiva,
en la Edad Moderna, el ascenso del dinero a fuerza dominante, con el paralelo progreso
del ateísmo y el materialismo (en el pensamiento, estos sucesos se sitúan en torno a la
Reforma Protestante, en el siglo XVI, y a la obra de Descartes, ya en el XVII; y en
cuanto al progreso del dinero, hacia finales de ese siglo XVII, con la toma del poder en
Inglaterra por la banca privada, previa la victoria de Guillermo de Orange y sus
partidarios sobre Jacobo II y los suyos, poco después seguida de la fundación del
Banco de Inglaterra, entidad privada de fachada pública, que concentraba la
financiación de ese Estado y empezaba su absurdo endeudamiento a la moderna).
Es esta doble fuerza del materialismo intelectual (o filosófico) y el material o
monetario la que impulsa la evolución de la medicina hacia este gran negocio que
consiste en tener a medio mundo tomando pastillas a diario para el resto de su vida.
Y todas las maravillas o sincronicidades que jalonan el moderno progreso de las
técnicas y los conocimientos médicos, como los descubrimientos de la microbiología y
bacteriología (Virchow y Semmelweis, contradictorios), la mucha eficacia en la
contención de las enfermedades infecciosas, mezclada con los avances de la higiene;
todo ese progreso no debe impedir ver que se ha producido un ingente aumento del
número de enfermedades, es decir: el ascenso al rango de enfermedades (objeto de la
medicina) de sucesos o circunstancias que antes se quedaban entre las ‘vidas y
miserias’ de todos ésos que ahora son enfermos (evolución del número de
enfermedades, dicc. Merck **); y lo que suele decirse en el sentido de que eso también
es progreso, o sea, que ahora tenemos la suerte de ser diagnosticados y, así, tratados de
todos esos síntomas que antaño ni siquiera teníamos por males (estaban nuestros
antepasados enfermos, pero no lo sabían), hay que contestar, agradecidos, que, salvo
locura, quien no sabe que está enfermo, sencillamente, no lo está.
Se pierde de vista ante el progreso de los conocimientos (ciencia) que, en el
fondo, como todas las relaciones entre las cosas son sostenidas por el amor, es decir, se
basan en lo bueno, en consecuencia, todo conocimiento lo es del bien y el mal. Dicho
de otra manera, aunque parezca exagerado: la física es ética.
El físico de partículas que consigue determinar lo que pasa cuando chocan, por
ejemplo, dos electrones (pongamos por caso: que aparece un fotón), lo que está viendo
es bueno; la criminología, o ciencia de cómo se delinque, tiene por objeto el bien,
puesto que el crimen, como la enfermedad o su accidente, tiende al bien (que unas
veces será la detención y el aprendizaje del delincuente, otras, el castigo de su víctima,
otras –como en el caso de los grandes fraudes financieros-- enseñarnos a muchos qué
clase de ‘sistema económico’ hemos creado o consentido, para su superación, etc.).
Esto es lo que quiere decir el proverbio “no hay mal que por bien no venga”.
Y es mal ejemplo ése de la criminología porque lo que muestra es eso: que bajo
el mal hay siempre algo bueno, lo que sólo se podrá demostrar en el caso del bien
cuando éste es escesivo, como recordaban los griegos con su “nada en demasía”, o, más
habitualmente, cuando uno se lo cree y así, creído, empieza a hacer el tonto y a llamar
el mal compensatorio. Todo esto es de sentido común.
Pero no lo es tanto tener presente que todo conocimiento de la realidad es, en el
fondo, saber de bien y mal, el que funda la maldición humana según el Génesis, y el
preferido por Sócrates cuando ve nacer la ciencia.
De la misma manera que la vida humana está organizada con base en juicios de
bien y mal, así lo están también (aunque de forma más razonable, más sensitiva, por
exenta de la segunda capa de ideas específicamente humanas) las vidas de las demás
cosas, las que forman el objeto de la ciencia; al escudriñar y desentrañar esas
relaciones, el científico lo que está conociendo son esos otros juicios de bien y mal que
ahí rigen.
La física es ética, y lo debe ser también la medicina, una y otra en el doble
sentido de dedicarse a desentrañar o averiguar qué juicios de bien y mal están rigiendo
entre las cosas (o en los síntomas como cosas que son), y en el de no tener sentido
conocimiento ni ejercicio de profesión algunos si no es al servicio de un bien; y en esta
falta de sentido incurren demasiado a menudo la ciencia y la medicina contemporáneas
por la imposición sobre ellas, y aceptación por los científicos, de un falso bien superior
que las determina y condiciona, el dinero, en cuya fuerza estriban buena parte de los
maleficios de la medicina inconsciente.
El perdón dado o recibido, al suprimir el juicio y los consiguientes sentimientos, es
curativo o sanador.

Nunca se insistirá lo bastante en la relación entre el perdón y la salud que tan


claramente dejan ver tanto los evangelios como sus mejores realizaciones históricas.
Como la enfermedá es conciencia (Agustín), el juicio se hace él solo dentro de
uno, y la relación del perdón con la sanación es igual de misteriosa que la que hay
entre el juicio y el síntoma: nada de raro tiene que la sanación venga del perdón para
quien sabe que el juicio precedió a la enfermedá.
El mal juzgado como tal no sólo ha de ser uno cometido por el enfermo o sus
queridos, sino que puede ser sólo temido o padecido, y por eso no es el perdón el
único mecanismo de sanación lógico (que es a la vez físico y ético o moral, porque esa
palabra recorre al instante los tres planos citados), aunque sí es principal.
Cuando es uno mismo quien, conscientemente, juzga, ya no es la conciencia la
que lo hace ella sola (se ven aquí los dos sentidos de conciencia'): no es ése el juicio
que nos importa, sino el que se hace 'solo' por debajo de nosotros, el que 'oímos'
silenciosamente, aunque no lo queramos: el juicio de la conciencia que vive y actúa en
lo inconsciente, que situamos en el corazón, lleno de neuronas según la ciencia
contemporánea.
La dimensión social, incluso 'de clase', que ha sido vista en la conciencia no
cambia su naturaleza: es ajena a nuestro mando, y atribuirla a la clase o la sociedad
entera no altera esa libertad respecto de cada uno. Y tiene siempre la conciencia, por
encima de su componente social o de clase, una 'dimensión' que va más allá de todo
eso. Por eso se han producido muchos cambios en los valores colectivos que
determinan la acción de las conciencias, que es primeramente individual, y por eso
hay tantas diferencias entre los valores que rigen en las distintas sociedades, que no
llegan a dar noticia de sociedá alguna sin valores.
Es esa libertad de la conciencia, que no deja de escucharnos, la que permite, si
no identificarla, al menos, vincularla al dios o amor, como si se tratara de una forma de
estar él en nosotros, hablándonos de lo que a él le importa. El mismo que habla por
refranes o revelaciones, de sabiduría o religiosas, para que seamos capaces de rehacer
los valores que rigen en las sociedades, deshaciendo los errores prehistóricos que
todavía aquejan al esperimento humano.

En la invitación de Yeshua a seguir perdonando sin fin (“no siete veces, sino
setenta veces siete”) se ve el intento de llevar a nuestras relaciones la misma actitud
que tiene el dios con los vivos, pues el juego del bien y el mal a través de las
conciencias (corazones) se hace con esa paciencia que parece infinita. Ese amar a los
demás como a uno mismo implica, por definición, el perdón, pues eso mismo ha tenido
que pasar dentro de cada uno para seguir con vida (la relación entre culpa y enfermedad
es un lugar común de la psicología).

Las ideas de 'perdonar' y 'sanar' se confunden en el primer cristianismo, y aún


antes de él. 14
14 Así se ve por las dos traducciones al griego que recibe el hebreo de Isaías 6:10 **comprobar (ָ‫ וו רפָ֥רפָ֥פא‬, “y sean sanados”,
según el dicciconario de concordancias de Strong que se utiliza en biblehub.com) en Mt 13:15 (ἰάσομαι αὐτούς; “los
sane”, conforme a la Biblia de los Setenta) y Mc 4:12 (ἀφεθῇ ἀυτοῖς; “les sea perdonado”), y todo ese pasaje del libro
del profeta Isaías contiene una clara revelación del sentido superador de la contradicción constitutiva humana que tiene
la religión bien entendida, como se ve por la alusión al “corazón” como el órgano con el que “entender”.
Tendrá el perdón que jugar el papel más grande que alcancen a darle los
interesados. Sin dejar de ver, por ello, que puede que uno sienta que no debe pedirlo ya,
que ya ha sido perdonado, pues todo esceso de peticiones de perdón parece contener
algo de nueva culpabilización, de nuevo error del juicio, que será el que hay que
corregir.

En cuanto a los ensalmos o frases, más o menos recitadas o --incluso-- cantadas


por uno solo en dirección (idealmente) a lo que escucha, a la manera de los aludidos en
el Cármides de Platón, decir que no son en absoluto incompatibles con la
comunicación feliz y el perdón entre unos humanos y otros, pues salta a la vista que la
gran morbilidad de los contemporáneos les ha venido, en gran parte, de la desaparición
dirigida e interesada de la fe (que les permitía hablar al dios) y de esos representantes
que tenía aquella religión en los confesionarios (la institución más salutífera de la
sociedad cristiana 'anticuada' o 'superada', con independencia del valor, mayor o menor,
que le quedara como consecuencia de la general decadencia de las iglesias).

Porque, para muchos, la resistencia contra el cambio de chip, o de actitud mental,


que exige reconocer que hay algo que 'oye' nuestras frases o, incluso, nuestros
pensamientos (como se desprende, por lo menos, del reconocimiento por la lingüística
del cambio de los idiomas por entrada en ellos de errores cometidos por sus hablantes
al hablar), puede que debilite la eficacia de la oración en proporción a esa 'poca fe' que
podemos llamar 'confianza insuficiente': en hacer algo con poca confianza hay ya una
contradicción, una mentira, y esa entrada de la mentira en la oración la convierte en
algo muy contradictorio.

La indiferencia ante el bien y el mal, el juicio y el perdón propia de mucha de la


moderna psicología no logra ocultar la vigencia de esta 'justicia' (como la llamaba
Thomas Carlyle hacia mediados del s. XIX): el perdón ha pasado a llamarse
'aceptación', y la culpa, 'error', lo cual era en verdad su primer significado.
El enfermo debe, si puede, hacerse responsable de su sanación, como de su vida, y
una medicina que le quita esa responsabilidad, juntamente con los síntomas, pone
en peligro su salud y su vida.

Las poblaciones modernas, educadas para la sumisión a la autoridad en la


empresa y el Estado, apabulladas bajo el peso de unos conocimientos siempre
crecientes, han terminado por creerse que hay quien sabe todo eso que pasa en sus
cuerpos, y aceptan el maltrato e, incluso, la muerte a manos de una medicina que les
ha ido privando de la misma sensibilidad, que es la que le está diciendo a cada uno,
en todo momento, de dónde le vienen el bien y el mal, y, por tanto, la salud y la
enfermedad de sus cuerpos y almas.
Hay, muchas veces, una elusión de la responsabilidad por parte del enfermo al
buscar que sea otro quien le devuelva su salud perdida.
La inconciencia sobre la génesis del accidente pone, a menudo, a la persona en
distinta posición en ese caso: no se trata ahí de eludir la responsabilidad.
Esa sensibilidá perdida es conciencia de la relación entre el cuerpo y el alma
(cuyo fin se desconoce) , y en el mayor alcance de esa conciencia se cifra la mejor
vida que nos es ofrecida.
La labor del médico o terapeuta debe consistir en hacer conscientes a enfermos
y accidentados de la relación inseparable que suele haber entre sus conciencias
(sus juicios y sentimientos) y sus enfermedades y accidentes, así como en
ayudarles a razonar sus juicios y sentimientos, y actuar en consecuencia.

Para ello, las esperiencias cristianas del examen de conciencia y la oración,


como las de la psicología, son modelos de referencia muy valiosos. Es el enfermo
quien tiene que espabilar, y el sanador (quienquiera que asuma esa función) sólo
puede ayudarle a hacerlo más rápidamente.
No se pretende aquí hacer repaso alguno al amplísimo campo de la
psicología moderna, arte que está llamada a recuperar un lugar central en la
atención a los enfermos en general (no limitada, como suele estarlo, a los enfermos
mentales o anímicos), aunque sí se pueden señalar algunas contradicciones:
– la psicología ve en la mentira del paciente el límite de sus posibilidades
(Freud y Jung)
– hay una manera de hablar el psicólogo que consiste más bien en
escuchar (Carl Rogers)
– es la palabra del paciente y su coherencia con ella, más que la del
terapeuta, la que produce el efecto terapéutico,
– No se escapa a la mejor medicina (Von Weizsäcker) la relación entre
mentira y enfermedad
– Necesita el sanador tener conciencia de la unidá (lógica, moral y física)
del mal, para no enfrentarse al paciente en papel de nuevo juez: puede también, así,
el psicólogo empeorar los síntomas sin quererlo, como a menudo hace el
diagnóstico médico al engendrar o acrecentar el miedo
Hay que animar al enfermo a confiar en el misterio y descubrir la eficacia
sanadora de la oración y la confesión.

“Estás para la salud”, (**cita) le decía San Agustín a su dios en el entusiasmo


de sus Confesiones, que nacieron en gran medida, como su propia conversión al
cristianismo en ellas relatada, de la certeza sentida y vivida por él de haber sido la
fe clave de su sanación bien física y palpable.
Yeshua dio un salto lógico y misterioso a la vez, al introducir el perdón como
la frase más poderosa para la reconstitución de la realidad (las relaciones) 15 rota por
la discordia humana en forma de conflictos o enfermedades. El perdón es lógico
porque el juicio es un error contra la lógica, un olvido de lo más esencial de ella,
que nos dice que lo que cambia se hace otro, y su fin es la salud, individual y social.
El perdón es lo que está haciendo el dios con todos en todo momento, pues, como lo
dice Yeshua, “el único bueno es el dios” (Mc 10:18).
Yeshua muere demostrando en sus carnes la lógica del perdón, pues lo hace
pidiéndolo para quienes le matan, precisamente, “porque no saben lo que hacen” (Lc
23:34). Si aquellos legionarios hubieran sido conscientes de a quién estaban matando,
algún relato de su destrucción nos habría llegado. Por eso hay que fomentar la
conciencia entre todos los encargados de ejecutar las órdenes de los jefes, en especial
las más directamente dirigidas a administrar la muerte en nombre del bien común o
interés colectivo (soldados, policías, etc.)

Hay algo como 'grados' de fe (de la misma manera que los meditadores más
avezados alcanzan grados más intensos de eficacia en su labor, o, en el lenguaje de una
santa, mercedes más altas), y unos y otras deben ser conscientes, una vez se vayan
decidiendo a hablar en dirección al misterio, de que de esos grados de fe que vayan
alcanzando con la mirada o la voz asiduas en esa dirección depende la eficacia de sus
oraciones, y con ella, entre otras cosas, su propia salud y la de los demás. Hacemos la
realidá nuestra y la de nuestro alrededor colectivamente en función de dónde y con qué
intenciones concentramos nuestro pensamiento, lo que se hace en especial con las
frases conscientes.

15 Véase cómo, ya en el siglo XXI, Agustín, en un examen riguroso de la realidá partiendo de la lógica y la física
contemporáneas, prefiere la noción de 'relaciones' a la de 'cosas' para referirse a “lo que hay” (Qué es lo que pasa, p.
**, ed. Lucina, 2006**).
Sorprende que las muchas veces que la psicología ha demostrado la acción de
la palabra sobre los cuerpos, sanándolos, no haya conducido aún a recuperar la
oración para la gente alejada de ella por las mismas iglesias y el materialismo
reinante en la modernidad.

La mentira como barrera contra la sanación ha sido reconocida sin duda por los
psicólogos más célebres (los únicos que hemos podido leer un poco), y esa sentencia
de Agustín que habla de la verdad como única fuente de la salud (así, en general, la
salud, no solamente la salud mental) está diciendo eso mismo del revés (pues decir la
verdad para sanarse no puede ser otra cosa que salir de alguna mentira), y sacándolo
del ámbito interesadamente reducido de la consulta del psicólogo, para traerlo de
vuelta al sentido común (donde estuvo siempre, antes de que el dinero determinase la
acción de la ciencia y ésta se metiese a enredar en los cuerpos de los humanos), o sea,
a la gente y, donde y cuando sean precisos, sus sanadores.

Entre algunas pobres histéricas de finales del siglo XIX vieron Freud, Breuer y
otros ataques histéricos y convulsiones epileptoides, diagnosticadas como epilepsia sin
más, vómitos persistentes y anorexia, perturbaciones de la vista y alucinaciones
visuales, tics, jaquecas, dolores de estómago, tartamudeos, etc. y si ellos mismos no
hubieran estado ya metidos de lleno en el materialismo moderno (la obra de Freud es
un buen ejemplo de esto, y quien dude de ello, para salir de esas dudas, no tiene más
que esforzarse un poco por entender el meollo de su discordia con Jung), habrían
podido comprobar cómo esos males que, en muchos casos, estaban ya más en los
cuerpos que en las almas, se seguían convirtiendo (“síntomas de conversión” se
llamaban todos ésos) en síntomas corporales correspondientes a otras dolencias bien
conocidas de sus colegas médicos: no hay esa separación entre los cuerpos y las almas
que se ha consolidado con el contemporáneo corte entre psicología y medicina, y lo que
dejan ver esos casos de la histeria que dieron nacimiento al psicoanálisis, y
cualesquiera otros ejemplos del llamado 'psicosomatismo', es esa interrelación en
momentos o casos en que se hace más visible o patente, pero “la naturaleza gusta de
esconderse”, como decía Heráclito anticipando un uso moderno de la palabra
“naturaleza” (decía él 'φύσις'), y demasiadas veces está velada al humano la acción en
su cuerpo, alma y vida de algo que no es humano ni tampoco, en rigor, puede llamarse
real o natural, algo que no es pretensión, vanidá ni despiste llamarlo 'sobrenatural'.

La enfermedá es como una bofetada del más allá, como uno de esos casos de
'instant karma' que se ven en los vídeos de youtube, sólo que la reacción, oportunísima,
que en esas colecciones de vídeos se muestra tiene lugar en la carne, el alma o la vida
del enfermo. Sólo hace falta pararse con un poco de atención para descubrir en los
síntomas de cualquier enfermedad esa reacción que de forma tan chocante, hasta dar la
risa, se muestra en esos vídeos, cuya función hoy en la sociedá debe de estar más
relacionada con volver a traer esta conciencia al sentido común que con esa aparente
dosis de entretenimiento que se supone reparten, y así se da la circunstancia de haber
descubierto uno esos vídeos pocos minutos antes de sentarse a escribir estas líneas,
cuando tenía intención de hacerlo acompañado por alguna música. Pero nadie puede
hacer esa parada atenta si el enfermo no quiere hacerla, y de poco o nada servirá que
uno cualquiera, más o menos cercano, se dé cuenta de cuál es el origen de una
enfermedá de otro si este último no quiere escuchar semejantes razones o hacer el
esfuerzo que, a través de su cuerpo, le está pidiendo algo más fuerte que todos nosotros,
algo verdaderamente análogo a un móvil perpetuo.
El amor, que aparece en psicología bajo el nombre de 'transferencia' con eficacia
sanadora determinante, es otra clave esencial de la sanación.

Y como, de un lado, los psicólogos están de acuerdo en que la transferencia, o


enamoramiento de la paciente hacia su psicólogo, es curativa, y de otro, sabemos que
lo que sana, en las consultas psicológicas y en las otras, es la verdá, hay que pararse a
ver cómo muchas veces la verdá ésa va a fluir o dejarse oír con más facilidá, con la
facilidá precisa para el cuerpo y el alma del enfermo, justamente sólo a cambio del
amor o por él. Es ahí donde se vencen las resistencias que pone la persona al mundo, a
los demás: se miente igual con la acción u omisión que con la palabra o el silencio,
cada vez que uno desconoce eso que por adentro le dice que “no” y actúa, habla o deja
de hacerlo a despecho o a pesar de ese “no”.
Y que sana o cura el amor, tanto el que el enfermo pueda encontrar en
cualquiera, como el que alcance a ofrecerle el médico o terapeuta o sanador, o el
amigo sin más, eso quiere decir también que muchas veces será la enfermedá puro
desamor. Esto que se ve por doquier en la literatura (el 'llamado mal de amores') es
algo más general, más cotidiano: hay un efecto del desamor sobre las vidas que
conduce a la enfermedá, acaso por debilitamiento del sistema inmunitario (las
defensas) que facilita la entrada a los patógenos que no pueden, en cambio, atacar un
organismo en paz, es decir, relativamente amoroso.
La sanación es siempre el milagro de la conversión del bien moral en físico, y los
milagros no se esplican: se esperimentan, se viven. Hay que superar la falsa creencia
en la separación de estos dos planos, que son dos para la lengua pero no para el
sentimiento.

En el Protágoras de Platón sale Sócrates diciendo: “el que comete la injusticia


es más desgraciado (κακοδαιμονέστερος) que el que la padece,” [**cita] donde la
desgracia, consecuencia de esa injusticia, alude, como la propia palabra ya indica, 16
a algo que desde ahí afuera, sin dejar de estar aquí adentro, retribuye el bien y el mal
en el lugar y tiempo que le viene en gana, lugar y tiempo que no hay razón alguna
para considerar limitados ni a la estensión del llamado 'universo' que nos toca
conocer a cada uno, ni tampoco al insignificante intervalo de nuestras vidas
individuales. El Cielo y el Infierno, o las metempsicosis o ruedas del samsara de
otras escuelas o creencias, son enteramente lógicos, y mucho más sorprendente que
esas formulaciones fundamentalmente simbólicas parece la creencia,
interesadamente esparcida entre muchos contemporáneos, en constituir la muerte una
desaparición sin sentido, cosa que sólo se ha visto en circos, crisis bancarias y otros
escenarios de práctica del ilusionismo.

En esa conversión del bien moral en físico (y hay que tener por implícita la
opuesta: la del mal) creía Wilhelm Leibniz, el que en el siglo XVII fuera, con
independencia de Newton, descubridor (digo esto para animar a los más científicos o
modernos de los descreídos) del cálculo infinitesimal, quien era, a decir de Antonio
Machado, filósofo del porvenir; pues afirmaba que “todo bien moral se vuelve
físico”. 17

Esta transformación de lo moral (juicios) en físico (cosas) es una maravilla de


aparición constante en los cuentos tradicionales, que parecen espresar la verdá de
cómo pasan las cosas mejor que los relatos científicos (que pueden dar cuenta de
influjos impredecibles e incomputables como son éstos) o históricos (que suelen
desconocer la acción del misterio en la suerte de las naciones o los grandes hombres
de la historia), y autores como Tolstói, muy consciente de las enseñanzas del
evangelio, dejan ver ese mismo principio en muchos de sus cuentos. Pero A. Toinbee
** sí veía una justicia en el centro del devenir de las naicones

No ser conscientes de la unidad íntima y misteriosa de estos dos planos es uno


de los principales errores de los que proviene la morbilidad de las poblaciones
modernas, las cuales han sido apartadas de la fe que tuvieran antes de caer en la fe en
el dinero y el materialismo de una ciencia que ni pueden entender ni se entiende a sí
misma porque no mira a su propio lenguaje, cuyas condiciones (indefinición de toda
palabra o idea, entes lingüísticos ideales de carácter irrealizable, etc.) desmienten y,
así, deben relativizar la exagerada importancia que, con fines interesados, se suele
atribuir a muchos conocimientos.
16 Tanto la griega, al hablar de un δαίμων, que es divinidad, como la española 'des-gracia' que la traduce, la cual alude
a eso mismo que los cristianos llamaban “la gracia de Dios”; y el budista, antiguo o moderno, debe saber que hay
acción (y algo, por tanto, que hace) en el karma del que tanto se habla en su mundo, y en ello pueden él y el cristiano
libre (no eclesial, no paulino) empezar a ver la disolución de la diferencia que los divide, desune y, así, debilita.
17 Nouveaux essais sur l'entendement humain (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano), libro II, capítulo
XXVIII, par. 4.
Entender que la enfermedá y la sanación son justamente la espresión más clara
y palpable de esta ley o justicia, a través de nuestras conciencias insumisas a la
persona y voluntad del enfermo, está al alcance de cualquiera y debe servir para
desengañar cuanto antes a mucha gente de la posibilidá de sanarse por medios
mecánicos, a despecho de esa conciencia.
En muchos casos, la sanación exige un cambio (distinto de 'cambiar para seguir
igual') en el entorno vital o situación de hecho del enfermo (familia, vivienda,
relaciones, trabajo, etc.), y hacer entender la bondad y eficacia de ese cambio forma
parte de la responsabilidad de quien se proponga ayudarle a sanar.

Lo que importa, para la sanación, es que ese cambio salga de dentro del enfermo,
de su necesidá de sentirse bien para vivir bien, no del uso de estímulo esterno alguno (a
la manera de los psicólogos conductistas, Skinner**) que, si bien puede resultar a corto
plazo, no produce el cambio interior que puede servir de base a una mejor vida o (lo
que es lo mismo) salud.
Sanar a otro consiste en hacerle ver y entender la relación entre su vida y su
enfermedá, porque lo que se sana es la inconciencia sobre esa relación en que vivimos
perdidos muchos modernos.
La dificultad más importante que se opone a esta función del sanador proviene
del carácter cuasisagrado de las relaciones familiares (decía Hegel de la familia que es
'ley divina', y ese malentendido lo sustenta su confusión con el amor sentido), que no
ha impedido a la psicología ver en ellas la fuente principal de los trastornos mentales.
A escala social, mientras se mantengan, de un lado, esa rigidez de las relaciones
familiares y, de otro, abusos como el actual régimen del dinero, con sus muchas e
inevitables ramificaciones, con la consiguiente dependencia de gran parte de la
población de las falsas necesidades que por él se crean sin cesar, no es razonable
esperar una reducción significativa de la enfermedá, por ser ésta mera espresión de esos
otros males.
Las esperiencias hechas en la India, 18 indiscutiblemente valiosas a nivel
individual, en las vidas de todos los presos que tengan la fortuna, en ese u otros países,
de descubrir ese camino hacia la conciencia, no deben llevar a perder de vista que dejan
intacto el mecanismo de la injusticia social que llena las prisiones, y la teoría del
granito de arena no es consuelo para quien entiende la falsedá del tiempo: no hay
gradualismo bueno ni radicalismo malo a la hora de preferir el bien y hacer lo necesario
para traerlo. Han pasado ya demasiados siglos o barbaridades, individuales y
colectivas, desde que el Buda o Yeshua dejaron sus enseñanzas para que debamos
confiar en 'poco a poco' alguno. Uno, personalmente, puede admitir su fracaso y
esperar días mejores o más luminosos para hacer lo que debe, pero la sociedá entera no
tiene razón alguna para imponerse e imponer esa espera, que no es más que un negocio
criminal contra los más saqueados y despistados. Encerrar a unos cuantos millones de
descontentos en la red de las prisiones para que los cuatro pícaros que provocan la
mayor parte de ese descontento puedan seguir presos en su red de dinero intangible es
una estupidez colectiva cuyas graves consecuencias no puede dejar de ver cualquier
observador honesto.
Y una diferencia visible entre ese planteamiento, más a lo budista, que consiste
en decir algo como “cámbiate tú mismo, que ya cambiarán los demás”, y el otro, más
cristiano, que consiste en hablar claro contra la injusticia, es esa especie de fe en el
tiempo inexistente que el primero implica y alimenta.

18 Véase el vídeo Doing Time Doing Vipassana en youtube (https://youtu.be/WkxSyv5R1sg).


Hay que superar la creencia en la necesidad de disponer de conocimiento científico
alguno para ayudar a un enfermo a sanar: el arte de sanar tiene más que ver con el
sentido común que con la ciencia.

¿Qué quiere decir el hecho de que los animales (cuanto más alejados del
humano, mejor) sepan mantener su salud mucho mejor que los sabios humanos?
Hay un sentido común que lo es en el sentido de que no se queda en los
humanos, sino que sale de nuestra especie o lengua y llega a todo cuanto nos rodea.
Prueba de ello es esa primera 'sincronicidad' (primera sólo en recibir ese nombre, pues
el caso ha de ser eterno) sucedida en la casa o consulta de Carl Gustav Jung,
consistente en la aparición de un escarabajo dorado (scarabea aurata) en la misma
ventana que los iluminaba poco después de que su paciente le relatara un sueño en que
le había sido regalado ese mismo bicho. Esta colaboración de las especies en el
sentido de la vida (la sanación de aquella mujer, la difusión de ese suceso) es de
carácter maravilloso, y pararse a ver cómo milagros análogos a ése están sucediendo
en nuestras vidas una y otra vez, y a entender el significado que tienen todos esos
sucesos o coincidencias aparentemente casuales, es empezar a entender el mismo
mecanismo de la enfermedá, y es algo que no tiene mucho que ver con la ciencia.
Lo que nos enferma lo hace desde algo común que persigue el bien de todos y es,
por definición, libre (más parecido a decisiones colectivas), lo que implica que no está
sujeto a ley científica alguna.
El miedo colabora con la enfermedad, y por ello parte esencial de la sanación debe
consistir en vencer todo miedo, empezando por el miedo a la propia enfermedad y a
la muerte.

El miedo es juicio de mal futuro, fe mala o falta de la confianza necesaria, y


crea justamente eso mismo que se teme (hasta la muerte), de la misma manera que
la fe buena o confianza (que se estropea o imposibilita cuando se lleva a estremos
como el Credo) produce su anhelo y, más generalmente, igual que la realidad de
cada cosa o persona se sostiene por la fe buena.
Hay un miedo colectivo, fomentado desde arriba y desde siempre por el poder
para justificar su presencia y costes, que es fuente de la dominación también en el
caso de la medicina, la cual contribuye a fomentarlo inconscientemente: desde los
diagnósticos, hasta la prevención o la contemporánea predicción, pasando por la
documentación que firman los enfermos para dejarse operar y soportar tratamientos
que, demasiadas veces, son sólo malos tratos, demasiados aspectos de la medicina
vigente contribuyen a alimentar el miedo que, a su vez, sostiene y empuja la
enfermedad.
Muchas veces, una vez que uno ha salido del engaño, error o malestar
(sentimientos derivados de juicios de mal cometido, padecido o temido) que
engendró su enfermedá, queda el síntoma en su cuerpo alimentado únicamente por
el miedo al propio síntoma, a cómo vaya eso a evolucionar en el futuro, y es
entonces cuando la acción de la medicina, al suprimir esa manifestación (ya sólo del
miedo, en círculo vicioso) que es el síntoma, sana al enfermo; pero no son
conscientes ni él ni su cirujano de que lo único que había que sanar ya era ese
miedo.
“Yo lo que quiero es que me quiten eso”, decía una que deseaba operarse,
aunque no sufría molestia sensible alguna derivada de “eso” y seguramente habría
terminado notando síntomas físicos ahí mismo o en cualquier otro sitio de no
haberse operado.
El dolor, físico y/o moral, suele formar parte de la sanación, y esto debe saberlo todo
enfermo para que no se convierta en otra fuente de miedo.

Cuando el dolor carece de importancia, no significa gran cosa, y cuando es


importante, es significativo (como lo dejan ver las lenguas modernas al dar a
“significativo” ese valor de “importante”), lo que quiere decir que está diciéndole algo
a quien lo padece.
Todas las cosas hablan, y los síntomas y sus dolores son maneras especialmente
elocuentes de hablar, que pueden equipararse a esas formas más estremas del habla que
son los gritos. Más aún, podría decirse que tienen el carácter de gritos silenciados,
siendo más o menos graves en función de la mayor o menor gravedá de eso que no se
ha espresado.
De ahí la relación entre la palabra y la sanación (fusión de planos lógico, físico y
moral), que ha sido constatada muchas veces, en especial, por psicólogos y
psicoterapeutas: a la lengua que, dirigida por el amor, nos habla mediante los síntomas,
le basta a menudo con la palabra del enfermo para darse por contenta y dejar de insistir
con el progreso de los síntomas.
El enfermo debe y suele ser capaz de determinar que situación de su vida
(relaciones) es la que está en el origen de su dolor, porque hay una relación o conexión,
por sucesión, entre esa situación que afecta a sus relaciones y la aparición de dolor.
Y no sólo hay el dolor como síntoma de enfermedad, sino también el dolor como
sanación o síntoma de ella: la mera acción de la palabra, dirigida al dios o misterio,
pidiendo sanación para esta o aquella parte del cuerpo, acompañada de un examen de
conciencia, perdón, etc., puede provocar dolores, más o menos intensos, que son
resultado o concomitantes de actos de sanación desencadenados por esas palabras.
Tanto las mutaciones genéticas como su espresión dependen de las conciencias
involucradas.

Los genes no están fuera de la realidad, sostenida por el bien y la fe de los entes
reales, y la teoría corriente y académica según la cual las mutaciones se producen al
azar (que sería como decir 'irracionalmente' o 'sin razón', pero también, curiosamente, 'a
la buena de Dios', 'como Dios quiera') parece indicar que la Ciencia se ha agarrado a
esa palabra e idea, azar, para no hablar ni de conciencia ni de dios.
Para que el gen mutado surta efecto en el cuerpo tiene que espresarse, y al hablar
de la espresión de los genes 'erróneos' mutados, la genética la esplica, además de por
azar y espontaneidad, por factores ambientales y estrés. Entre los factores ambientales
se deja sistemáticamente fuera el primer factor en el ambiente humano, que es el amor
o desamor, singularmente problemático en la única especie que se distingue por su
altísima morbilidad. Tan problemático es el amor humano que ha sido reconocido como
'guerra' por gente muy lúcida.
El estrés, del que se habla para no hablar de situaciones o sucesos que han
engendrado determinados juicios y sentimientos, se sitúa en el límite entre la medicina
y la psicología (o la religión), límite que la primera no puede rebasar sin dar entrada al
psicólogo o a las prácticas espirituales que la psicología vino y viene a reemplazar
conforme las poblaciones progresan en ateísmo.
La prevención consiste en vivir bien, no en buscar desequilibrios en los cuerpos para
someter a la gente a la medicina, y el diagnóstico más importante es el que hace uno
mismo acerca de su propia vida.

Y “vivir bien” tiene que ver, principalísimamente, con el amor.


Hay una estrecha relación entre el régimen matrimonial y familiar (o sus
equivalentes) y la singular morbilidad de la especie humana entre todas las demás, en el
sentido de que ese régimen impone a muchos humanos un cierto grado de
inmunodepresión, o inclinación a la enfermedad.
En todo caso, esa debilidad o morbilidá debe ser detectable, lo primero de todo,
en las almas y sus contradicciones, entre las cuales destaca la amorosa.
Otras circunstancias, como el régimen alimentario impuesto por la industria,
parecen favorecer también la morbilidá, que será la de los menos adaptados (desde sus
genes) a esa alimentación.
Haber dejado que la competencia entre empresas, bajo el principio del ánimo de
lucro o rentabilidá, se encargue de determinar la marcha de asuntos como la enseñanza,
la alimentación o la medicina, por no hablar de las armas, es un absurdo que no podía
menos de conducir a los grados de malvivir humano que se ven por todas partes.
Lo que demuestra la desnaturalización de la alimentación, lo primero la humana,
desde poco después de la Segunda Guerra Mundial es el puro efecto de la
transformación de los animales en mercancías y la entrada del gran dinero en ese
sector. Claro que antes, o de siempre (en la historia), ya se vendían los alimentos, pero
lo que pasa entonces, hacia los años cuarenta del siglo pasado, es que el gran dinero,
acrecentado por las acumulaciones procedentes de la guerra, asalta el sector alimentario
junto con todos los sectores básicos o esenciales de la economía, y desde ese momento
los humanos empiezan, por así decir, a comer dinero: la mercancía es también moneda,
en cuanto que compra dinero, y como ella, está sujeta a la ley de su depreciación
clásica: la moneda mala desplaza o espulsa a la buena. Esto no podía suceder en un
mercado alimentario de muchos productores más o menos débiles, pero nada puede
impedirlo cuando la producción de alimentos cae en manos de las grandes
multinacionales, que desplazaron sin dificultad a los pequeños productores de corte
tradicional. Así, el azúcar estiende su presencia en la dieta; se demonizan las grasas
saturadas; se potencia la proporción ocupada por los hidratos de carbono, y se culpa al
colesterol malo (adhesivo reparador de las paredes celulares producido por el hígado)
de la arteriosclerosis y enfermedades cardiovasculares.
Esta conversión del alimento en dinero, de la mano del fármaco, hace
irremediable su desvalorización por la misma ley de la moneda, antes citada, y ello es
posible por la patente incapacidad de la administración pública para regular o
inspeccionar eficazmente cualquiera de esos sectores que, junto con el propio sector del
dinero, son eficazmente regulados y regidos por éste. Y hoy todavía, en 2018, unos
quince años después de publicarse el estudio MONICA de la OMS, en cuyo fárrago
estadístico-histórico se esconde el dato elocuente de la inexistencia de correlación
entre el nivel de colesterol y el riesgo de enfermedad cardiovascular, y dos años
después de que la OMS prohibiese la venta de bebidas azucaradas en sus instalaciones,
sigue boyante el negocio de las estatinas y otros fármacos reductores del colesterol, y
se sigue envenenando a los críos y despistados con azúcares refinados en incontables
alimentos, chucherías, etc. Por lo menos ya sabemos, gracias a gente como los doctores
Atkins y Westman, que el que quiera adelgazar y librarse de la dependencia de la
insulina tiene que dejar el azúcar, reducir mucho los hidratos, y volver a comer con
confianza las malditas grasas saturadas de toda la vida.
La enfermedá humana, su morbilidá y patología colectiva, se puede resumir en el
reconocimiento de tres grandes clases de enfermos no declarados:
– Los humanos irresponsables (los que en otros sitio he llamado 'buenecitos'),
que consienten en ser 'administrados' hasta la muerte.
– Los amontonadores de ceros.
– Los gobernantes resignados a representar, aparentemente, a los buenecitos y,
en realidá, a los amontonadores de ceros.

Las contradicciones que implican esas tres condiciones, que se suman todas ellas
a la reglamentación del amor, son otras tantas fuentes de juicios de mal que no pueden
dejar de reflejarse en enfermedades.
Todo vicio es enfermedad y, como tal, desencadena síntomas y accidentes, o unos y
otros, y lleva su cortejo de sentimientos no suficientemente razonados.

Y que la enfermedá pasa por la conciencia se deja ver claramente por la escasa
incidencia de enfermedades entre los que caen en vicios como las drogas fuertes, cuyos
cuerpos o células pueden deteriorarse mucho antes de que se manifieste ninguna
enfermedá en ellos, y eso es porque el vicio consiste justamente en impedir la acción de
la conciencia. Tan pronto como los adictos se retiran de las drogas y conforme lo hacen,
suelen esperimentar numerosos síntomas.
Los recursos y capacidades de la medicina moderna en las áreas de urgencias,
traumatología, cuidados paliativos, psiconeuroinmunología o cirujía no invasiva, sin
escluir otros, son enteramente compatibles con la aplicación de estos principios.

Esta lista de principios no pretende ser exhaustiva.


Estadística y sanación

El problema de recuperar la salud tiene más que ver con la verdad que con la
realidad, y los resultados estadísticos que imponen los laboratorios a Estados y
consumidores por igual no tienen nada que ver con la verdad. Y sí mucho con la
realidad de realidades, que en este mundo es el dinero.
No hay posibilidad ninguna de que el resultado estadístico (lo que dicen que
pasa, en promedio, en esos ensayos clínicos que supuestamente conducen a la
autorización del fármaco y su uso por los médicos) se repita en ninguno de los casos
en que se utilice el fármaco.
Enfermo, enfermito, apúntatelo bien: por más que te digan que el 99 por
ciento de los humanos (no digamos de las ratas o las moscas triponas o
megalogaster) que han probado la zurrapa de la multinacional de turno se han
curado, ese uno por ciento de probabilidades de fracaso tiene, paradójicamente, una
probabilidad mucho más alta de ser tu desdichado caso justamente proporcional a
la medida en la cual no quieras mirar a tu vida y tu implicación personal en la
gestación y el mantenimiento de tus síntomas: espabila, hermano.
Y sobre cómo se hacen e imponen a las autoridades reguladoras de este fin de
régimen esas pruebas estadísticas, te recomiendo la lectura del libro del médico
danés Peter C. Götzsche titulado en español Medicamentos que matan y crimen
organizado.

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