Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Donde 'síntomas-cosas con sus ideas': Que las ideas que hacen el síntoma no pueden
ser las que hacen la cosa, el cuerpo, se hace evidente con sólo razonar un poco. Si
fueran (por así decir) ideas del hígado las que hacen que se formen piedras en la
vesícula; o ideas de cualquier órgano o tejido las que conducen a su deformación o
disfunción, si eso fuese así, sin más, ello significaría que vamos montados en un
organismo absolutamente incomprensible, y sabemos que no es así. Faltan otras
ideas distintas de ésas para la aparición del síntoma. Hay en el síntoma, en la
enfermedad, algo como una lucha entre dos clases de ideas: las del cuerpo y todo eso
que lo forma, que tienden a nutrirlo, mantenerlo, adaptarlo a las circunstancias, por
así decir, físicas (que tienen detrás, a su vez, sus propias ideas, incluidas las que se
hacen de ese cuerpo) ; y las de arriba, las de la persona, que tienen una conexión
lógica con las distintas partes del cuerpo, y perturban el funcionamiento de las
primeras más o menos en la misma medida en que engendran sentimientos, que son
lo que la persona percibe de todo esto; la información que tiene el enfermo de su
propio malestar, antes incluso del dolor físico.
De la misma manera que no hay cosa sin su idea, no hay síntoma (cosa
enferma) sin ese entrecruzamiento de ideas de dos órdenes: las de las cosas, y las de
la persona.
En el animal enfermo se produce algo parecido, con la diferencia de que los
animales no son tan proclives a la generación de ideas; y es lógico que sean más
enfermos los animales cuanto más se adaptan a la vida con el humano, puesto que
eso significa añadir a sus vidas todo un cúmulo de ideas que son las que van a entrar
en conflicto con su bienestar y, así, con el funcionamiento de sus cuerpos.
Por eso decía Sócrates en el Cármides que “es absurdo pensar que pueda
sanarse cualquier parte de un cuerpo sin someter al alma a los razonamientos buenos
que precisa.”**
En realidad, la presencia de la idea en la cosa o el suceso implica que toda la
realidad es psicosomática en el sentido literal del término, pero la industria médica
ha conseguido relegar el psicosomatismo a un significado tan nimio que no vale la
pena seguir usando esa palabra: de ahí la necesidad de hablar de 'biosomatismo', que
tiene además la ventaja de reconocer que mis ideas, las que desencadenan mi
enfermedad, provienen también de la vida, de todo eso que nos pasa, a mí o a mis
queridos.
Que no es el dios, sino la conciencia muy humana (malamente controlada oor el
humano) quien hace los síntomas es algo que se echa de ver por la naturaleza
chapucera de éstos : el dios no hace chapuzas, igual que no juega a los dados. Todo
eso son maneras de ser demasiado humanas. La conciencia es algo así como el
órgano que el dios ha dejado en nosotros para que orientemos nuestras vidas hacia lo
bueno, pero los juicios que de ella salen están determinados por la sociedad en su
evolución. El enfoque biosomático no consiste en indagar qué es la conciencia, si
ésta es individual o colectiva, personal o social, o en qué medida está compuesta de
uno y otro factor, y no parece fácil decidir esas dudas sin mirar al caso concreto. Lo
que sí está claro es que por esos juicios, su nacimiento o superación por
pensamiento, palabra, obra y omisión, es por donde pasa la aparición y desaparición
de las enfermedades, tanto las propias como las de quienes, por su cercanía al
enfermo, reflejen en sus propias almas, vidas o cuerpos los males de aquél.
La medicina busca y habla de causas, pero la enfermedad sólo tiene razones. Éstas
son razonamientos o pensamientos equivocados, demasiado a menudo interesados,
del enfermo, con sus dichos, actos u omisiones correspondientes.
El pensamiento ha demostrado ya varias veces que no hay causa (Nagarjuna,
Agustín).
Se trata en este testo de intentar definir unos principios referentes a cómo se ven la
enfermedad y la salud desde fuera de la ciencia médica, a partir de la esperiencia
de un profano cualquiera y de los casos que ése ha podido ir encontrándose.
Si hubiera que encabezar estos principios, como se estila, con una sentencia
ilustre, elegiría la de Agustín García Calvo (a quien llamamos en lo sucesivo
“Agustín” sin más), el más egregio y de los menos leídos, cuando dijo: “Conciencia
es la enfermedad.”
Pero aún más decía el evangelio al señalar aquello de: “No lo que entra por
la boca, sino lo que sale de ella; eso es lo que contamina al humano”, dando lugar,
ya en aquel entonces, a escándalo de los fariseos (ciegos guías de ciegos, todos
derechos al hoyo, en anticipación preclara de los modernos ensayos de 'doble ciego'
con que los laboratorios venden a diestro y siniestro sus cosas, y caen médicos y
pacientes juntos en la escabechina), y aclaraba poco después que eso que sale por
la boca, del corazón sale (evangelio según San Mateo, 15:11 y ss.).
Parece que el sometimiento de las sociedades modernas al factor económico,
que es el propio sometimiento de sus gobiernos a los poderes de hecho, no augura
que principios como éstos vayan a ser tenidos en cuenta desde centros o
instituciones con capacidad para hacer cambios útiles a partir de ellos, o de otros
principios análogos.
Sin embargo, como ya han demostrado su utilidad para la supervivencia de
unos cuantos, es posible que su difusión, en especial entre médicos u otros
interesados en la medicina o sanidad, sirva para algo.
Y distinta puede ser, además, la situación en otros territorios (vienen a la
mente las naciones de Rusia y China), donde está claro que el Estado no se ha
convertido aún en representante de la banca y sus imitadores, y, por lo tanto,
puede tener en cuenta principios como éstos o, sin más, anteponer la salud de los
ciudadanos a los intereses de multinacionales y financiadores.
Se añaden en cursiva, para mayor precisión, algunos comentarios
aclaratorios de los principios, o indicadores de otros argumentos que los
sustentan, y se subraya al final su carácter no escluyente: hay seguramente más
principios, y puede que sobre alguno.
Resumiendo en pocas palabras todo esto (que ya es un resumen de lo que
decía en La medicina consciente), la enfermedad en general, y la situación de la
medicina científica contemporánea en particular, son la mejor demostración que
tienen los humanos, pues es demostración en carne propia, del carácter lógico
(que también quiere decir 'metafísico') de la realidad en general, y de la
constitución humana, en particular. Es, por tanto, el materialismo ateo dominante
el factor que más determina la mala suerte de la medicina que padecemos.
Apelan estos principios, de forma implícita, a la conciencia de los médicos:
la íntima relación existente entre el bien de los enfermos y sus queridos, su salud y
el bien o salud general de la sociedad en su conjunto autoriza a todo profesional
de la salud a invocar la objeción de conciencia contra cualesquiera normas
(deontológicas, administrativa su otras) que le impidan o prohíban aplicar estos
principios u otros análogos.
Conciencias de los médicos que son, sin duda, de las más castigadas por la
situación presente de la medicina, determinada por el materialismo y el interés
económico reinantes; así lo dejan ver numerosos estudios sobre la singular
inclinación de los médicos a caer en ansiedad, depresión y suicidio, superando en
esto a las demás profesiones. 1 Esta querencia de los médicos por el suicidio tiene
algo de suicidio de toda la sociedad.
Pero apelan, sobre todo, a las conciencias de todos los que, sin saber nada
de medicina, tienen siempre a su alcance la posibilidad de descubrir cómo sus
cuerpos, y sus propias vidas, están reaccionando en todo momento a lo que ellos
mismo sienten como bien o mal, y reflejándolo con todo eso que llaman 'síntomas',
o sus sanaciones.
La medicina sin palabras no puede durar mucho tiempo, porque sus
estragos son ya demasiado evidentes.
El biosomatismo no se presenta ni como medicina ni como terapia natural
alguna, sino como alternativa de sentido común y complemento necesario de una y
otras.
Y será necesario este complemento cuanto más falte el sentido común, que
es también sensibilidad, a la hora de apreciar lo que pasa cuando se siente uno
enfermo o lo que debe pasar para salir de ese estado.
Y como seguro que lo que aquí se dice puede mejorarse mucho, invito a
quienquiera a enviar sus comentarios, sugerencias, otros principios o las críticas
que consideren oportunas. De todo ello deberíamos ser capaces de sacar algún
fruto.
Eduardo Guzmán
Casi todo el bien y el mal que pasa por tu conciencia se vuelve, en el acto, bien o mal
de tu alma, cuerpo y vida según lo que hagas o dejes de hacer con ello.
Principios:
Las cosas o sucesos (lo visible, aunque sólo sea al microscopio, lo palpable) tienen
sus raíces, o razones de ser, en ideas, y existen y se producen en función de algún
bien.
Esta relación entre las cosas y las ideas, que es la que esplica la existencia
tanto de filosofías como de religiones, consiste en fe, y la fe se sustenta en juicios de
bien porque toda la realidad recibe su sentido del bien o amor. El hecho de que el
bien, pese a la dificultad de verlo separado de su contrario, es lo que sustenta, en
último término, la realidad constituye el punto de unión entre la ética y la salud o
sanación.
La realidad no sólo es lógica, como han visto sin dudar cuantos se han parado
a mirar en serio la relación entre las cosas y las ideas, sino también ética. La ética (o
moral cuando rige como norma de la sociedad o comunidad entera) no es un asunto
privativo del humano, sino que es inseparable de la constitución de las cosas y del
mundo a nuestro alcance.
No hay cosas 'malas' que duren mucho (“no hay mal que cien años dure”, dice
el refranero).
Pero en la duración de las cosas malas se refleja la imperfección cordial del
sistema: hay una tolerancia del mal, que es la misma que tenemos que tener todos
con los que nos rodean para convivir y buscar el bien. La compasión no es un lujo
budista.
La misma 'maldad' que le lleva a uno a cortar las hierbas que se comen el
alimento de sus hortalizas y agotan el tempero de la tierra que les ha sido asignada es
la que lleva a otros a querer castigar al que, por las calles, pone en peligro la salud de
sus hijos, por ejemplo.
Vivimos metidos en este juego del bien y el mal, que no hemos organizado
nosotros y tiene mayor alcance y vigencia de lo que se deja ver a la conciencia de los
modernos.
El hombre es el animal que puede ser consciente de estas relaciones, no sólo
en sí mismo, en su vida personal o sociedad, sino en el mundo en general. Toda la
ciencia, o conocimiento de la realidad, se basa en la detección de estas relaciones
entre las ideas, las cosas y el bien o mal (también llamado 'amor').
El amor es el bien en función del cual existe lo que sea.
Tómese a un dirigente americano, como Henry Kissinger, que mantuvo
durante años la matanza de vietnamitas desde el cielo, desde los aviones que
obedientes y valientes pilotos, cumpliendo con su deber, manejaban sobre las aldeas
y selvas de la lejana tierra de Vietnam: ¿cómo y por qué sobrevivió tantos años a esa
maldad evidente? Porque no tenía conciencia, es decir, estaba loco.
(Esta psicopatología de los dirigentes es signo inconfundible del fin del
régimen del dinero absurdo.)
Todas las cosas tienen conciencia, es decir, se mantienen en su ser por algo
que no es esclusivo de ellas, y esa conciencia sirve al amor.
Los síntomas son cosas y sucesos.
Mírese cualquier síntoma (al azúcar alto, la hipertensión, la gota que duele en
el dedo gordo del pie o en otros sitios, el bultito ése que se nota en el pecho, o en
cualquier otro órgano, etc. etc.), y párese quien quiera entender algo de esto a fijarse
en cuándo apareció, qué había pasado, cuál era el sentimiento que dominaba en el
enfermo antes de la aparición; qué ha hecho, después, con ese sentimiento, cómo lo
ha atendido, ignorado o resuelto. Este examen conduce a entender la enfermedad, en
vez de dejarla, junto con el cuerpo, en manos de una medicina que no habla con el
enfermo porque no puede o quiere meterse en su vida y, sin embargo, pretende
sanarle.
Como el síntoma es inconfundiblemente malo, hay en el enfermo una idea que
se ha impuesto a un sentimiento (que, a su vez, nace de otra idea): así se hace y
mantiene la enfermedad.
Y véase bien esto: el síntoma nace porque el cuerpo no soporta esa idea que le
impone el enfermo, y puede ser muy bien que el enfermo esté obedeciendo a una
idea (por ejemplo, a un deber social) que es la que impone a su cuerpo, aunque el
sentimiento, que nace de lo propia y específicamente suyo, le dice que no, y termina
reflejándose en el síntoma.
Esto que parece tan contradictorio es la constitución humana: somos
biscabezudos, como lo decía Heráclito de Éfeso.
La pretensión de la medicina científica dirigida a cambiar la cosa (el síntoma)
sin llegar a la idea (juicio) que la sostiene es el error que ya denunciaba Sócrates en
el Cármides.
Y sin embargo, el sentido común de los enfermos, unido al sufrimiento que les
viene tanto de la enfermedad como de la medicina (la tradicional amargura de los
fármacos, los 'amargos'), les fuerzan muchas veces a buscar la resolución de sus
males por otra vía; a reconocer la parte que a ellos mismos les toca en el nacimiento
de esos males, y terminan así por razonar o actuar como es preciso para sanar. Así se
producen casi todas las curaciones que se suelen atribuir a los tratamientos médicos,
todas ellas tan misteriosas como el llamado efecto placebo.
Es como si hubiera tres niveles de lenguaje (lo que ordena, lo que actúa por
detrás de lo material):
– la conciencia
– lo inconsciente (que, a veces, toma la lengua consciente y habla desde ella)
– y algo como una lengua orgánica, que se entrevé en el paso ADN-ARN-
proteínas, donde lo que ve y describe la genética es ya resultado de la acción de esa
lengua
2 Que no parezca esto anticlericalismo de bando, de partido: léase, por lo menos, eso que contaba ** Yallop
en In God's Name (En el nombre de Dios, hay versión castellana, y debería haberla en muchos otros idiomas), donde
se ve bastante bien cómo una parte muy activa de la jerarquía católica cambió hace decenios las esperanzas del cielo
por las realidades del Vaticano convertido en un paraíso fiscal más, de los muchos que tienen a su servicio la banca y
sus cómplices
Los juicios de bien engendran sentimientos placenteros, y los de mal, sentimientos
dolorosos, y así se fomentan o reprimen los sucesos o relaciones que engendran
unos y otros sentimientos.
10 Véanse las analogías que entre la sociedad humana y la de los primates ha señalado Van der Valen después de mucho
tiempo observando la sociedad de los chimpancés del zoo de Arnhem (Países Bajos).**
11 Se normaliza la epidemia porque es enormemente rentable. Es este servicio de la enfermedad al dinero el que hace
que ante este estado de cosas no se orden un estado de alarma mundial; no se reúnan los jefes de Estado y de gobierno
con su tropel de asesores para ver qué hacemos, que están tomando pastillas hasta los perros, señora, como acostumbran
hacerlo al menor signo de recesión económica, etc. Todo esto es normal porque es rentable. La alarma, cuando se crea y
fomenta, es para acrecentar el negocio, por ejemplo, para fomentar la sustitución de las formas tradicionales de hacer
frente a la enfermedad que perviven en muchos lugares menos desarrollados por la medicina industrial que financia las
ONGs y se comercializa a través de la fachada neutral de la ONU y su Organización Mundial de la Salud, cuyos
programas de vacunación en distintos países del mundo (Nicaragua, Kenia, Filipinas) han sido denunciados en varias
ocasiones por ocultar esterilizaciones masivas de la población (véase la mucha información recopilada sobre las
relaciones entre los programas de despoblación, los de vacunación y las esterilizaciones masivas, así como acerca de las
relaciones en ese marco entre grandes fundaciones privadas, ONGs y la ONU, en Seeds of Destruction—The Hidden
Agenda of Genetic Manipulation, de William F. Engdahl, Global Research, Centre for Research on Globalization, 2007;
hay edición española citada en globalresearch.ca, con el título: Semillas de destrucción: La agenda escondida de las
manipulaciones genéticas).
Hay estados que promueven la enfermedad, como el estrés o el sinsentido
(aburrimiento, malvivir, etc.) cotidianos, que tienen sus razones de ser y son
inseparables tanto de los juicios y sentimientos que los preceden y acompañan como
de los que, a su vez, engendran.
parece que alude Yeshua al decir 'muertos' cuando, invitando al amigo a seguirle y
desentenderse del entierro de su padre, le dice:
“Tú vente conmigo, y deja que los muertos entierren a sus muertos”
(Mt 8:22),
pues se reconoce en esa 'mortandá', que no puede tomarse en sentido literal, lo opuesto
del amor que alimenta y sostiene la vida.
Los síntomas, como los accidentes, no son la enfermedad sino el efecto sobre el
cuerpo de juicios de mal que interfieren con los juicios de bien en que descansa la
realidad, el cuerpo de que se trate. Por eso desaparecen cuando lo hace el juicio de
mal que los provoca, y no pueden desparecer mientras siga vigente ese juicio, porque
un síntoma es como un accidente cotidiano.
En la medida en que la habitual cronificación de las enfermedades, que consiste
en paliar los síntomas transitoriamente (hasta la próxima dosis), no tiene una
esplicación maléfica (lo que ahora se suele llamar 'conspiratoria'), hay que buscar en el
alma del enfermo la raíz de la enfermedad a la que nunca llega el fármaco, y
precisamente en esa parte del alma que queda 'libre' cuando dormimos y lo está
también, en menor medida, durante la vigilia.
Esta condición del síntoma como “accidente cotidiano” se comprueba al sentirlo,
o notarlo aparecer, manifestarse, juntamente con un juicio o de la mano de éste. Sólo el
enfermo, claro está, puede hacer esa comprobación.
Es como si las frases o juicios hechos en la lengua humana (nuestro
pensamiento), cuando, bien por su peso o gravedá, o por su reiteración (que se
convierte en esa misma gravedá), pasan a reproducirse o espresarse en esas capas del
alma que la psicología ha reconocido como 'inconscientes', empezasen a interferir con
la otra lengua que necesariamente hay entre nuestros órganos y tejidos (la materia, que
no puede ser material nada más), interferencia que parece como una búsqueda o intento
de espresión, en esa dirección 'orgánica', de lo que no encuentra salida aquí afuera, por
la boca y la lengua humanas, en el mundo donde las relaciones están estropeadas por
las razones que sean.
Pero esta tentativa de describir la relación entre nuestros juicios y nuestros
desarreglos orgánicos o síntomas es puramente especulativa o imaginativa, porque no
nos está dado conocer ese paso de lo inmaterial a lo material. Quizás la certidumbre
con que Agustín ha visto muchas veces que “las cosas hablan” forma parte del sustento
de este punto de vista; aunque éste es inseparable de las visiones de otros autores que
enlazan, todas ellas, con la maravilla lógica que se conserva en los evangelios. Hablaba
su santo tocayo muchos siglos antes que él de la imposibilidad para los humanos de
entender ese contacto del dios con la carne.** (Pascal)
Hay una relación necesaria entre esos distintos niveles de almas o juicios que es
algo así como la armonía entre nuestras vidas y las de nuestros cuerpos y almas, cuya
rotura se manifiesta en esa interferencia lógica que se reconoce en el síntoma.
Bienestar significa, lo primero, que uno mismo juzga que está bien, al margen de
lo que piense otro cualquiera, y por ello solamente el enfermo puede conocer su mal,
del cual sólo le llega noticia cierta a otro por la vía de hablar con él, por mucho ojo
clínico, esperiencia, etc. que ese otro posea.
Y prueba de esta incapacidad de los demás para juzgarle a uno es la
contemporánea psicopatía de los poderosos: la gente se deja gobernar por enfermos
mentales solamente porque no puede hablar con ellos.
El accidente se suele producir por la interferencia de un juicio en la atención, que
es también conciencia.
Atender (al tráfico el conductor, a sus fogones el cocinero, a los filos de sus
herramientas el artesano, etc.) quiere decir “hacer frases”, en la medida en que todas
esas operaciones han sido aprendidas a través de los significados de las distintas
palabras (semántica) y de las relaciones entre ellas (sintaxis) en la lengua del
operario de que se trate. Y con esas frases de las operaciones que sean (el mero andar,
hasta que se tropieza) interfiere, de pronto, lo único que con una frase o pensamiento
puede interferir, que es otra frase o pensamiento, aunque éste, el que se impone
provocando la caída, el corte o el tropiezo, puede imponerse porque es de otra
naturaleza más esencial, más relacionada con lo que importa en la vida: se trata del
juicio, tradicionalmente llamado 'juicio de valor', es decir, de bien y mal, o dicho de
otro modo: de amor. Eso es lo que interfiere en la atención por obra de algo, que
llamamos aquí 'amor', que vive su vida a través de la nuestra desde dentro de la
conciencia de cada uno de nosotros, e interfiere justamente llamando la atención (que
es también conciencia) y apartándola de esas otra operaciones relativamente
secundarias: lo esencial es el bienestar del alma, y así nos lo demuestra ella en cada
accidente, como en cada enfermedad.
Todo esto puede parecer especulación, teoría, filosofía o, dicho más a la pata la
llana, monsergas, pero sospecho que esos juicios, poco conscientes, no vendrán
nunca de quienquiera que se haya acercado a un accidentado, o causante de un
accidente, con alguna curiosidá que vaya siquiera un poco más allá de la mecánica
material del suceso o sus consecuencias físicas, que sólo dan para una esplicación
ingenua de los accidentes.
Y lo poco de sensato que he podido ver de esas otras investigaciones de los
accidentes en el ámbito laboral ha sido la aparición del tupido velo del 'estrés' de los
trabajadores involucrados en los accidentes, estrés que unas veces se relaciona con
las condiciones de los mismos puestos de trabajo, y otras, con circunstancias
familiares, personales o sentimentales de los afectados. En todo caso, no puede un
sistema, ya sea de seguros o penal o indemnizatorio civil, que está necesitado de
atribuir la responsabilidá a uno o unos concretos, con sus nombres y apellidos, so
pena de declarar al azar o el caos (desorden amontonado de responsabilidades así
confundidas) como responsables ya libres y liberadores de toda responsabilidad,
aceptar que la decisión de provocar el accidente en la persona o las carnes de uno o,
a su través, de muchos, pueda venir de algo como el amor que hace, gobierna y
deshace las cosas de éstas y otras muchas maneras. Y así el juicio humano, con toda
su justicia, tiene que despreciar el mejor de los juicios que dentro del humano puede
hacerse, de manera que unos y otros sigan creyéndose justos o justamente
condenados.
Algo parecido sucede en ese gran caso de 'accidente colectivo' que es la
guerra, donde, al margen de lo fácil que resulta, en la modernidad ya sumisa al dinero
más absurdo, reconocer el juicio del ánimo de lucro o la rentabilidá como móvil de
las acciones o palabras más determinantes de la guerra (combinadas, en la medida
necesaria o conveniente, con otros juicios más personales o dignificadores, como las
ofensas cruzadas entre franceses y alemanes poco antes de desencadenarse la guerra
franco-prusiana, que son las maneras que usa el dinero reinante para ocultar su mano
invisible), a lo más que se llega cuando el historiador no quiere asignar
responsabilidades es a la confusión o (como hace Clark en su obra Sleepwalkers**
referente a la génesis de la primera guerra mundial, convenientemente disimuladora
de las fuerzas del dinero, al atribuir la responsabilidad a algo como el sonambulismo
de muchos dirigentes políticos): hay un sonambulismo más general entre los que
intentan esplicar los grandes casos de la historia moderna sin hablar del dinero, y aún
más claro, entre quienes no dejan ver a los propios vencedores el mal que llevan a
cuestas, y lo que cuesta ese mal al conjunto de la sociedad.
Los juicios de bien y mal en que se sustenta el orden o desorden de los cuerpos
(síntomas, defectos, accidentes) se hacen y deshacen en las conciencias que los
dirigen.
No quiere esto decir que la conciencia sea sólo órgano (cosa) ni lugar ni
juicios, sino algo como todo eso a la vez. Parece que la conciencia es algo como la
'sede' del amor dentro de la cosa, de la que nacen los sentimientos que quieren regirla
para bien, y eso implica que es lenguaje (intangible) y materia a la vez o, alternativa
e instantáneamente, juicio impalpable y reflejo material de ese juicio en el órgano
(neuronas del corazón, por ejemplo) que tiene por función, por un lado, hacia arriba,
llamar la atención de la parte del alma que decide en ese cuerpo, y por otro, hacia
abajo, espresar el resultado de esa llamada de atención en esos otros niveles del alma
o lenguaje que son lo inconsciente y, a través de éste, lo orgánico.
“Las ideas pesan”, solía recordar Agustín; y algunas, desde luego, más que
otras.
Hace ya mucho que la física moderna ha detectado el influjo de la conciencia
(en forma de observación, que es atención) en el comportamiento de las partículas
(por ejemplo, en el esperimento llamado de la doble rendija, de hace ya cerca de cien
años), pero la medicina, que lo vería mucho más fácilmente con sólo escuchar un
poco a sus enfermos, sigue sin darle importancia.
** v. M. Planck; Heisenberg y N. Bohr; Polanyi; Sheldrake?; Eccles y
Popper...
Lo inconsciente busca hacerse consciente a esa parte del alma que rige en la
vida (la conciencia realista, o referente a la vida, de cada cosa), y se hace así
consciente cada vez que uno tiene oportunidad de conocerlo. Casos típicos de este
suceso son los sueños, los lapsus, la risa o el llanto tan propia y lógicamente
humanos, como que espresan la misma contradicción de que habla la enfermedad o
el accidente (no hay risa verdadera que no venga de reírse de uno mismo, decía un
día Agustín), y si el sicoanálisis tuvo su arranque en la atención prestada por Charcot
(a través de él, por Freud y otros) a las múltiples manifestaciones somáticas de lo que
se llamaba 'histeria', la contemporánea superabundancia relativa (en relación con la
histeria y la historia a la vez) de enfermedades de toda índole lo que deja ver, a quien
quiera que la observe con curiosidad y desde fuera de los límites que el materialismo
ha fijado a la ciencia médica, es que por regla general tanto las enfermedades como
los accidentes (como, en definitiva, todo bien o mal material) tienen su origen en
juicios inconscientes de los que queda más o menos contenido en la conciencia de
los enfermos (como que muchas veces habrán pasado a lo inconsciente por represión,
desprecio o deseo de olvido desde ella), juicios que, inesplicablemente, se convierten
en orgánicos o somáticos al espresarse en la forma de síntomas, o en nuevas frases
ya incomprendidas en el caso de la auténtica enfermedá mental (de la cual un caso
especial es la locura de los mandamases en esta sociedad enferma del Fin del
Régimen, a quienes en rigor habría que llamar “los que se creen que mandan”), así
como en la forma de accidentes o mutaciones genéticas que aparecen en la
descendencia como nuevos síntomas, a veces ya trágicos o condenados a desaparecer
en los mismos hospitales.
Todo este desorden sólo es tal de manera relativa (en relación al supuesto
'orden' de la realidad humana, que es la sociedad), y solamente se vuelve escesivo o
preocupante por obra de otros juicios que se añaden a los que han engendrado las
propias enfermedades: así, cuando la sociedá a la que nace uno con determinadas
consecuencias genéticas, que lógicamente son frutos y espresiones de la conciencia
de sus progenitores, castiga con el consabido menosprecio o, directamente, maltrato
a los que padecen esos males relativos, sin sacar la enseñanza que en ellos late; o
cuando se considera bueno que la investigación farmacológica y, en consecuencia, la
medicina se rijan por el juicio del bien y el mal para los amos del dinero, según lo
entienden los dedicados a amontonar dinero, es decir, por la rentabilidad o el ánimo
de lucro, con la lógica imposición de esos juicios sobre la sociedad en su conjunto,
consolidando así el engaño a la gente en cuanto al sentido de todos esos sucesos
lógicos y cayendo ellos mismos, los que han impuesto el materialismo en la vida y
en la medicina, en manos de esos mismos médicos que se creen que saben lo que
hacen. Así, una vez convertida la enfermedad (la vida misma en demasiados casos)
en negocio, dejan de mirarse (nunca, del todo, de verse) las relaciones entre las vidas
individuales y todos esos 'fallos' del sistema, accidentes o síntomas, y esto que se ha
llamado 'biosomatismo' no es otra cosa que un intento de llamar la atención sobre
este despiste muy generalizado (nunca a 'todos', claro), tan rentable como trágico:
mueren hoy día muchos humanos (no interesan las cifras, pues no se suman las almas
ni por tanto las muertes, por más que en ese sumarnos como números consista la
democracia del dinero) como consecuencia del predominio del ánimo de lucro, que
es sin duda ajeno a casi todos los médicos, en la medicina inconsciente.
De no ser porque existen estos profesionales del conocimiento (científicos)
que dan la esplicación materialista (causal o estadística, lo mismo da) de las
enfermedades y esos otros sucesos análogos a ellas, la gente seguiría mirando por su
salud con la inteligencia de sus antepasados o la de otros pueblos más atrasados,
menos supuestamente racionales o científicos, es decir: miraría a sus vidas por ver de
conservarlas pero no a toda costa (que será a costa de otras vidas), sino teniendo en
cuenta algunas enseñanzas, que habrán llegado por distintos caminos a los distintos
pueblos, útiles para que ese conservar la vida tenga un sentido común o colectivo,
pues es la vida, incluso la individual, siempre colectiva. Pero el olvido artificial (es
decir: premeditado, dirigido desde arriba) de esas enseñanzas, presentes en las
religiones, unido al relativo esfuerzo que implica ese mirar uno mismo por su salud
conduce, casi siempre, a aceptar la esplicación y el tratamiento médicos, que dejan a
la persona a salvo, o sea, exenta de toda responsabilidá, a costa de su propio cuerpo
que resulta sajado, mutilado o atormentado, como en los testimonios antiguos de la
medicina bárbara y ya superada. De ahí “lo escondido de la enfermedá”, como lo
veía Von Weizsäcker, en un caso claro de inteligencia médica contemporánea.**
Ese aparente desorden de los cuerpos (síntomas, defectos, accidentes) no es
mayor del que representa, en la sociedad, la existencia de policía o prisiones, por
ejemplo, esos servicios a que aludía un día Agustín llamándolos “la guardería para
mayores”, y de los cuales Antonio Machado, en su Juan de Mairena, consideraba
que, tal como están las cosas (y, en este sentido, no han cambiado gran cosa), por
ahora, “mejor que siga habiendo guardia civil”. Mejor que siga habiendo
enfermedades, puede decirse, ya que análogo sentido de permitir la vida colectiva es
el que tienen unos buenos servicios de orden y este mecanismo de generación
enfermedades y accidentes por la obra de las conciencias, y por eso también es
enteramente lógica la aparición de muchos síntomas físicos precisamente en la
población carcelaria, en la cual, a los juicios y errores que llevan a la gente a esos
lugares, se tienen que sumar los derivados de las circunstancias de la misma vida en
prisión. Demasiadas veces, esta acumulación de enjuiciamientos (sociales, propios,
judiciales) tiene que sumir en la confusión a quienes la padecen, ofuscando el
entendimiento de las vidas, con consecuencias que no pueden ser buenas ni para los
que castigan (o sus amigos y parientes) ni para los así castigados.
Y, por lo tanto, este desorden relativo (que es tal sólo en la medida en que no
se mira en serio, no se entiende) es, por sí solo, el mejor servicio de orden que puede
tener una sociedad humana: la vigilancia de la conducta (incluidos los silencios, las
omisiones) desde dentro de cada uno, y ello no por algo como ese superego
freudiano que es mero reflejo o introyección de las normas familiares o sociales,
sino, para los ya conscientes de lo que es eso, los capaces de distinguir de dónde
vienen sus propios sentimientos (lo que sería una población moderna bien
entendida), por una conciencia verdaderamente ligada a la vida común que vivimos.
En la sanación, bien entendida, se tendrá que ver muchas veces la liberación de ese
superego y su acción sobre la conciencia superficial o realista de uno, y su paso a
regirse por la conciencia del bien sin más, es decir, por el corazón.
Y la suma de todos esos responsables de las ordenaciones (desde los
progenitores sumisos al orden dictado por el dinero, hasta los enseñantes de las
distintas enseñanzas, o los distintos poderes o autoridades, públicos o privados-
empresariales, todos ellos en buena medida infiltrados o determinados por ese mismo
dinero) tiene la principal consecuencia de privar a la sociedad, a muchos, de la
conciencia de ser y estar ahí todos esos males para su propio bien.
Idealmente, en la propuesta de Yeshua, la diferencia entre la obra de ese
superego, hecho de normas humanas, y la de una conciencia libre de ellas será
análoga a la que hay entre los mandamientos, resumen de la ley, y la síntesis de ellos
que recuerda Yeshua a sus paisanos: amarás al dios sobre todas las cosas, y al
próximo ('prójimo' no significa sino la traición en la traducción) como a ti mismo.
La enfermedad (entendida aquí como 'síntomas') es un desorden de las cosas que
refleja el desorden de las ideas que las sustentan, y no se puede reordenar los
átomos sin deshacer los juicios que provocan y mantienen ese otro desorden de los
cuerpos.
En su obra más conocida, Pascal, pensando el cristianismo mucho después de
Yeshua, y demostrando así la vigencia intemporal de aquella lógica maravillosa,
recordaba a San Agustín para hablar de ese abismo insalvable que hay entre la
conciencia o el pensamiento humanos y la acción del misterio, que aquí se ve en
forma de lenguas necesariamente desconocidas, sobre los cuerpos: **
Este mismo abismo es al que aluden los físicos cuánticos cuando se paran a
señalar la inexistencia de relación entre sus leyes y la vida; no hay esplicación
científica (que hoy sería numérica, probabilística) posible de la vida porque en los
números falta la conciencia del bien y el mal.
El hecho de que la biología, o la genética, pudiendo como pueden esplicar
tantas cosas de lo que se ve en los cuerpos (llegando, a veces, a esplicar las propias
inclinaciones de las almas) no tengan esplicación alguna para lo que son las formas
de esos mismos cuerpos, las que serían justamente más identificables con la propia
esencia (forma o idea) de lo que es cada cosa; esa gran laguna de la biología con su
genética casi desentrañada pone de manifiesto la grave carencia o falta de
perspectiva que se denuncia aquí: a la ciencia materialista le falta lo principal, que
ya no es materia pero pesa y mucho sobre ella, porque no tiene sentido cosa alguna
sin un bienestar que la justifique, o dicho de otro modo: no hay diferencia entre esa
justicia (o ética o moral) y la realización física de lo real.
De la misma manera que esos cuerpos, incluso los que la ciencia no considera
'vivos', tienen sus inclinaciones o formas de buscar el bienestar, la coherencia dentro
de ellos mismos (en la conciencia que los rige, en la persona de cada humano) con
ese principio, que es coherencia también con lo que ven y sienten del bienestar o
malestar de los demás y su sentido, es lo determinante o dominante, lo primero,
sobre su propio bienestar o malestar en la forma de sentimientos (los cuales oscilan
entre esos dos polos inmateriales), y luego y a la vez, sobre cuanto de físico o
material hay en ellos, que en realidad sólo pueden ser otras cosas, con sus
conciencias, ordenadas en cada cuerpo al servicio de ese bien, que se resume en la
palabra 'amor': esos dos niveles que ve la ciencia dentro de los cuerpos, que me
parecen ser el celular o molecular y el de las partículas, no se esplican sin ese otro
sentido colectivo de la vida, que es lo que se espresa y manifiesta en la conciencia
de cada uno, desde la cual revierten, por así decir, sobre los mismos cuerpos, las
consecuencias de la manera en que son atendidos, comprendidos y perdonados los
juicios.**complicadillo? Confuso?
Ese abismo o desconexión que Werner Heisenberg o Niels Bohr ven entre la
vida y las partículas subatómicas (citas**), esa imposibilidad de estrapolar las leyes
o el saber de los átomos y sus partículas (supuestamente muertos) a la vida, donde
rige manifiestamente el amor que nos relaciona, con más o menos armonía, y
reproduce; esa imposibilidad es enteramente razonable (¡a ver quién inventa algo
mejor!): no lo es pensar que los vivos estuvieran aquí para que haya en su interior
electrones dando vueltas o envueltos en nubes u orbitales; ni que ninguno de ellos se
pueda descomponer en partes cualesquiera sin que la vida, fuera de él, sea afectada
para bien o para mal (las aseguradoras de vida saben que aumenta el riesgo de
muerte alrededor de todo muerto reciente). Y tiene sentido que sean los juicios de la
conciencia esterna de la cosa, la que la relaciona con las demás, los que interfieran
en la lengua orgánica, inferior o de las partes (siempre incompletas, siempre llenas
de algo que no ocupa espacio alguno) de la misma cosa; pues llevan ellas en su
centro una especie de sede de ese bien común (social primero, pero universal por su
sentido profundo y misterioso) que habla sin parar, a cada paso, a la conciencia más
superficial (a la persona, modernamente llamada ego o conciencia sin más, en grave
confusión) haciéndole sentir hacia dónde debe tender su acción, omisión, palabra o
silencio, ahí afuera en la vida de los cuerpos, que no es la de las partículas pero sí
está sentimental y moralmente conectada con éstas, para estar conformes con ese
bien universal, y es la desatención de esos sentimientos, la cual es lógica y
especialmente fácil entre los humanos (cuanto más desarrollados o ideantes, mejor),
la que produce esa reacción desde el centro verdadero de la cosa, que no puede ser
su conciencia superficial, espresándose ahora (es decir, después de haber fallado la
acción del sentimiento) por el cuerpo, como se ve en enfermedades o accidentes, en
este último caso el de los accidentes, poniendo, a la vez, en evidencia ese carácter
colectivo, social y hasta universal del esos juicios, que relacionan unas especies con
otras (como ese escarabajo que se presentó en casa de Jung), o hasta meras cosas
con personas, para dejar ver su acción. De esto último doy cuenta en
Sincronicidades (véase 8 de enero de 2018). Manda la vida, cuyo sentido es el amor,
y al servicio de eso están las partículas subatómicas y todo lo que con ellas se monta
para organizar ese juego al que los humanos privan de mucha de su gracia.
De las dos cabezas que Heráclito atribuye al humano, parece que una de ellas, la
del cálculo y la lengua sin fin, predomina mucho sobre la otra, la del sentimiento (que,
en rigor, no parece ya estar en cabeza alguna), la cual no deja de juzgar, incansable
como es, lo que vamos haciendo con la primera, la cual sí se cansa.
Esa autorreferencia, que es la misma autoconciencia de que se habla mucho
desde Hegel, es consecuencia inevitable de nuestra constitución: la habitual dirección
de la vida de cada uno por la más humana de nuestras razones (la que suele
identificarse modernamente con el lado izquierdo del cerebro), implica
instantáneamente una reacción-juicio procedente de la otra, del corazón (más que del
lado derecho del cerebro, el cual más parece auxiliar que juez del izquierdo), y esa
reacción incesante es lo que se ve y denomina con esos conceptos de filósofos o
psicólogos.
Habrá menos autorreferencia cuanta menor sea la contradicción entre la cabeza
y el corazón, cuanto más (por seguir un razonamiento de Agustín en su Contra el
tiempo) natura sea ley para razón, y no al revés.
Pero nada tiene de malo este mecanismo del juicio incesante de los corazones
humanos sobre sus vidas y haciendas, que es el que los enferma, pues, por un lado, eso
es lo que hace y mantiene el orden de la vida a nuestro alrededor (una cierta justicia,
como a ** le gustaba recordarles a sus contemporáneos) y, por otro, basta con que se
den cuenta de esa contradicción y acepten vivir un poco más conforme a sus
corazones para que mejoren la salud individual, la de las sociedades humanas y la de
la Tierra en que vive todo eso. Esto es lo que aquí se intenta, que sin duda se ha hecho
mucho mejor otras veces.
La singular capacidad del humano para calcular el tiempo real, que es inseparable
de su especial racionalidad, le permite aplazar la acción o palabra razonable a
pesar de sus mismos sentimientos, que le instan a hacerla o decirla ya.
Cuenta Erich Fromm que los campanarios de las iglesias de Alemania no empezaron a
dar los cuartos de hora hasta el siglo XVII, y eso significa que, para la gente, no había
hasta hace relativamente poco posibilidad de hacer los cálculos de tiempo con esta
precisión y programación moderna de las vidas.
Hay una imposición del tiempo desde arriba, social, como se ve en el reproche
que hacía San Pablo a los gálatas, en su labor de animación y moralización de los
cristianos antiguos, de haberse sometido al calendario oficial o romano; así, después de
recordarles su filiación 'adoptiva' del Padre (alejándose de la radical filiación sin más
que enseñara su maestro), les dice así en Gálatas 4:8 y ss.): “Pero entonces, no
conociendo a Dios [parece que este paso de 'el dios' a 'Dios' se da ya en San Pablo, sin
salir del griego], servisteis a los que, por naturaleza, no son dioses; ahora, en cambio,
conociendo a Dios o, más bien, habiendo sido conocidos por Dios, ¿cómo os volvéis de
nuevo a los elementos débiles y pobres (o a los “rudimentos impotentes y miserables”,
como lo traducen Bover y O'Callaghan), a los que de nuevo queréis servir otra vez?
Observáis los días, los meses, las estaciones y los años. Temo que me haya esforzado
en vano por vosotros.” Lo cual indica, por un lado, que el apóstol ve en esa observancia
del calendario la misma renuncia a seguir al dios descubierto, y por otro, que parte del
corte con la sociedad que fue el cristianismo primitivo consistió en concebir la vida sin
tan siquiera usar el calendario de los demás, con lo que eso tiene de ruptura con las
muchas ordenaciones, singularmente la del trabajo, que se montan con base en el
tiempo y su cálculo.
Y es que la misma conciencia del tiempo es la que impide una y otra vez hacer el
bien (o lo bueno) cuando se puede, que sólo puede ser ahora, y ello, unido a la
conciencia de la muerte, parece que a muchos les puede animar a dejar, no ya para otro
día, sino para otra vida, lo que saben que pueden hacer para vivir mejor. Así colabora el
humano con su propia enfermedá y muerte.
Tawara Machi,12 tiene un poema (tanka) que espresa bien esta relación del
tiempo con la condición humana:
12 Aniversario de la ensalada, traducción de Kayoko Takagi y Arturo Pérez Martínez, Verbum (2009).
Los juicios tienen efectos en las conciencias ligadas entre sí por relaciones de amor
(de forma muy visible, entre padres e hijos, incluso los aún no nacidos), y en
consecuencia, también en los cuerpos así relacionados, en forma de accidentes y
síntomas.
Las llamadas a retribalizar la vida humana que ha hecho Claudio Naranjo, sin
llegar al amor de los perros (puesto que no lo somos), son un ejemplo bueno, y raro,
laico y reciente, de cómo puede superarse esa discordia privatísima que demasiado a
menudo late en la familia y se refleja una y otra vez en la enfermedad.
El modelo de los monasterios dúplices o mistos del cristianismo primitivo (con
sus equivalentes en otras religiones, como el budismo) constituye una referencia
mucho más sólida y prometedora que las modernas comunas ateas.
La relajación de los lazos familiares y su sustitución por lazos de amistad tiene, a
la vez, el principal efecto de liberar a los así unidos o relacionados de la fuerte
dependencia económica que la familia nuclear, la del fin del régimen, impone a unos y
otros: a los hijos, de sus progenitores, y a éstos, del mercado y sus leyes, la primera de
las cuales es que muchos necesiten el dinero que se deja inventar a unos pocos. El
malestar que los trabajadores o parados derivan de su esplotación o miseria es otro
tanto malestar en sus casas y dureza para con sus parejas y crías. Nada de eso puede
darse en comunidades unidas por la simpatía de los amigos, más o menos fijadas en
lugares determinados (alrededor de donde haya alguna huerta o animales bien
cuidados), o sueltas en la forma de redes más o menos amplias facilitadas por la
telecomunicación moderna.
Da la impresión de que de las muchas comunidades que se fundaron hacia finales
de la década de 1960, principalmente en Estados Unidos, son las vinculadas por el
budismo o el cristianismo las que mejor han sobrevivido al tiempo y sus destrozos.
Esa parece ser la alternativa a la familia para los que no nacen en tribus fuertes (como
las entrevistas entre los naxi o los mosuo en el sur de China; o por Malinowski en el
Pacífico occidental; u otras de las que hablan los antropólogos, donde los lazos
comunales, que también son de sangre, son más fuertes que los que sí se reconocen
como lazos de sangre, dominantes en la familia judeocristiana o romana en que se
basa la occidental estendida por el mundo como modelo más o menos obligatorio.
En la historia de Occidente, el malentendido del cristianismo (comúnmente
identificado con la defensa de la familia) ha sido el que más ha contribuido a detener
el progreso social. La falsificación del cristianismo para su eficacia o éxito social ha
consistido, lo primero, en identificarlo con el mismo patriarcalismo contra el cual
fueron organizadas las primeras asambleas cristianas.
Yeshua llama 'padre' al dios y, al hacerlo, le quita el poder sobre las almas al
padre de cada casa, al que lo tenía: nada más lejos del cristianismo que la familia
judeo-cristiana, que es la misma que utiliza el régimen del dinero para dividir y reinar
entre unos y otras: ya están divididos por ella antes de empezar el capital a hacer sus
negocios. Por eso arrancaba (y sigue arrancando; v. Lc 11:2) el Padrenuestro diciendo:
En la invitación de Yeshua a seguir perdonando sin fin (“no siete veces, sino
setenta veces siete”) se ve el intento de llevar a nuestras relaciones la misma actitud
que tiene el dios con los vivos, pues el juego del bien y el mal a través de las
conciencias (corazones) se hace con esa paciencia que parece infinita. Ese amar a los
demás como a uno mismo implica, por definición, el perdón, pues eso mismo ha tenido
que pasar dentro de cada uno para seguir con vida (la relación entre culpa y enfermedad
es un lugar común de la psicología).
Hay algo como 'grados' de fe (de la misma manera que los meditadores más
avezados alcanzan grados más intensos de eficacia en su labor, o, en el lenguaje de una
santa, mercedes más altas), y unos y otras deben ser conscientes, una vez se vayan
decidiendo a hablar en dirección al misterio, de que de esos grados de fe que vayan
alcanzando con la mirada o la voz asiduas en esa dirección depende la eficacia de sus
oraciones, y con ella, entre otras cosas, su propia salud y la de los demás. Hacemos la
realidá nuestra y la de nuestro alrededor colectivamente en función de dónde y con qué
intenciones concentramos nuestro pensamiento, lo que se hace en especial con las
frases conscientes.
15 Véase cómo, ya en el siglo XXI, Agustín, en un examen riguroso de la realidá partiendo de la lógica y la física
contemporáneas, prefiere la noción de 'relaciones' a la de 'cosas' para referirse a “lo que hay” (Qué es lo que pasa, p.
**, ed. Lucina, 2006**).
Sorprende que las muchas veces que la psicología ha demostrado la acción de
la palabra sobre los cuerpos, sanándolos, no haya conducido aún a recuperar la
oración para la gente alejada de ella por las mismas iglesias y el materialismo
reinante en la modernidad.
La mentira como barrera contra la sanación ha sido reconocida sin duda por los
psicólogos más célebres (los únicos que hemos podido leer un poco), y esa sentencia
de Agustín que habla de la verdad como única fuente de la salud (así, en general, la
salud, no solamente la salud mental) está diciendo eso mismo del revés (pues decir la
verdad para sanarse no puede ser otra cosa que salir de alguna mentira), y sacándolo
del ámbito interesadamente reducido de la consulta del psicólogo, para traerlo de
vuelta al sentido común (donde estuvo siempre, antes de que el dinero determinase la
acción de la ciencia y ésta se metiese a enredar en los cuerpos de los humanos), o sea,
a la gente y, donde y cuando sean precisos, sus sanadores.
Entre algunas pobres histéricas de finales del siglo XIX vieron Freud, Breuer y
otros ataques histéricos y convulsiones epileptoides, diagnosticadas como epilepsia sin
más, vómitos persistentes y anorexia, perturbaciones de la vista y alucinaciones
visuales, tics, jaquecas, dolores de estómago, tartamudeos, etc. y si ellos mismos no
hubieran estado ya metidos de lleno en el materialismo moderno (la obra de Freud es
un buen ejemplo de esto, y quien dude de ello, para salir de esas dudas, no tiene más
que esforzarse un poco por entender el meollo de su discordia con Jung), habrían
podido comprobar cómo esos males que, en muchos casos, estaban ya más en los
cuerpos que en las almas, se seguían convirtiendo (“síntomas de conversión” se
llamaban todos ésos) en síntomas corporales correspondientes a otras dolencias bien
conocidas de sus colegas médicos: no hay esa separación entre los cuerpos y las almas
que se ha consolidado con el contemporáneo corte entre psicología y medicina, y lo que
dejan ver esos casos de la histeria que dieron nacimiento al psicoanálisis, y
cualesquiera otros ejemplos del llamado 'psicosomatismo', es esa interrelación en
momentos o casos en que se hace más visible o patente, pero “la naturaleza gusta de
esconderse”, como decía Heráclito anticipando un uso moderno de la palabra
“naturaleza” (decía él 'φύσις'), y demasiadas veces está velada al humano la acción en
su cuerpo, alma y vida de algo que no es humano ni tampoco, en rigor, puede llamarse
real o natural, algo que no es pretensión, vanidá ni despiste llamarlo 'sobrenatural'.
La enfermedá es como una bofetada del más allá, como uno de esos casos de
'instant karma' que se ven en los vídeos de youtube, sólo que la reacción, oportunísima,
que en esas colecciones de vídeos se muestra tiene lugar en la carne, el alma o la vida
del enfermo. Sólo hace falta pararse con un poco de atención para descubrir en los
síntomas de cualquier enfermedad esa reacción que de forma tan chocante, hasta dar la
risa, se muestra en esos vídeos, cuya función hoy en la sociedá debe de estar más
relacionada con volver a traer esta conciencia al sentido común que con esa aparente
dosis de entretenimiento que se supone reparten, y así se da la circunstancia de haber
descubierto uno esos vídeos pocos minutos antes de sentarse a escribir estas líneas,
cuando tenía intención de hacerlo acompañado por alguna música. Pero nadie puede
hacer esa parada atenta si el enfermo no quiere hacerla, y de poco o nada servirá que
uno cualquiera, más o menos cercano, se dé cuenta de cuál es el origen de una
enfermedá de otro si este último no quiere escuchar semejantes razones o hacer el
esfuerzo que, a través de su cuerpo, le está pidiendo algo más fuerte que todos nosotros,
algo verdaderamente análogo a un móvil perpetuo.
El amor, que aparece en psicología bajo el nombre de 'transferencia' con eficacia
sanadora determinante, es otra clave esencial de la sanación.
En esa conversión del bien moral en físico (y hay que tener por implícita la
opuesta: la del mal) creía Wilhelm Leibniz, el que en el siglo XVII fuera, con
independencia de Newton, descubridor (digo esto para animar a los más científicos o
modernos de los descreídos) del cálculo infinitesimal, quien era, a decir de Antonio
Machado, filósofo del porvenir; pues afirmaba que “todo bien moral se vuelve
físico”. 17
Lo que importa, para la sanación, es que ese cambio salga de dentro del enfermo,
de su necesidá de sentirse bien para vivir bien, no del uso de estímulo esterno alguno (a
la manera de los psicólogos conductistas, Skinner**) que, si bien puede resultar a corto
plazo, no produce el cambio interior que puede servir de base a una mejor vida o (lo
que es lo mismo) salud.
Sanar a otro consiste en hacerle ver y entender la relación entre su vida y su
enfermedá, porque lo que se sana es la inconciencia sobre esa relación en que vivimos
perdidos muchos modernos.
La dificultad más importante que se opone a esta función del sanador proviene
del carácter cuasisagrado de las relaciones familiares (decía Hegel de la familia que es
'ley divina', y ese malentendido lo sustenta su confusión con el amor sentido), que no
ha impedido a la psicología ver en ellas la fuente principal de los trastornos mentales.
A escala social, mientras se mantengan, de un lado, esa rigidez de las relaciones
familiares y, de otro, abusos como el actual régimen del dinero, con sus muchas e
inevitables ramificaciones, con la consiguiente dependencia de gran parte de la
población de las falsas necesidades que por él se crean sin cesar, no es razonable
esperar una reducción significativa de la enfermedá, por ser ésta mera espresión de esos
otros males.
Las esperiencias hechas en la India, 18 indiscutiblemente valiosas a nivel
individual, en las vidas de todos los presos que tengan la fortuna, en ese u otros países,
de descubrir ese camino hacia la conciencia, no deben llevar a perder de vista que dejan
intacto el mecanismo de la injusticia social que llena las prisiones, y la teoría del
granito de arena no es consuelo para quien entiende la falsedá del tiempo: no hay
gradualismo bueno ni radicalismo malo a la hora de preferir el bien y hacer lo necesario
para traerlo. Han pasado ya demasiados siglos o barbaridades, individuales y
colectivas, desde que el Buda o Yeshua dejaron sus enseñanzas para que debamos
confiar en 'poco a poco' alguno. Uno, personalmente, puede admitir su fracaso y
esperar días mejores o más luminosos para hacer lo que debe, pero la sociedá entera no
tiene razón alguna para imponerse e imponer esa espera, que no es más que un negocio
criminal contra los más saqueados y despistados. Encerrar a unos cuantos millones de
descontentos en la red de las prisiones para que los cuatro pícaros que provocan la
mayor parte de ese descontento puedan seguir presos en su red de dinero intangible es
una estupidez colectiva cuyas graves consecuencias no puede dejar de ver cualquier
observador honesto.
Y una diferencia visible entre ese planteamiento, más a lo budista, que consiste
en decir algo como “cámbiate tú mismo, que ya cambiarán los demás”, y el otro, más
cristiano, que consiste en hablar claro contra la injusticia, es esa especie de fe en el
tiempo inexistente que el primero implica y alimenta.
¿Qué quiere decir el hecho de que los animales (cuanto más alejados del
humano, mejor) sepan mantener su salud mucho mejor que los sabios humanos?
Hay un sentido común que lo es en el sentido de que no se queda en los
humanos, sino que sale de nuestra especie o lengua y llega a todo cuanto nos rodea.
Prueba de ello es esa primera 'sincronicidad' (primera sólo en recibir ese nombre, pues
el caso ha de ser eterno) sucedida en la casa o consulta de Carl Gustav Jung,
consistente en la aparición de un escarabajo dorado (scarabea aurata) en la misma
ventana que los iluminaba poco después de que su paciente le relatara un sueño en que
le había sido regalado ese mismo bicho. Esta colaboración de las especies en el
sentido de la vida (la sanación de aquella mujer, la difusión de ese suceso) es de
carácter maravilloso, y pararse a ver cómo milagros análogos a ése están sucediendo
en nuestras vidas una y otra vez, y a entender el significado que tienen todos esos
sucesos o coincidencias aparentemente casuales, es empezar a entender el mismo
mecanismo de la enfermedá, y es algo que no tiene mucho que ver con la ciencia.
Lo que nos enferma lo hace desde algo común que persigue el bien de todos y es,
por definición, libre (más parecido a decisiones colectivas), lo que implica que no está
sujeto a ley científica alguna.
El miedo colabora con la enfermedad, y por ello parte esencial de la sanación debe
consistir en vencer todo miedo, empezando por el miedo a la propia enfermedad y a
la muerte.
Los genes no están fuera de la realidad, sostenida por el bien y la fe de los entes
reales, y la teoría corriente y académica según la cual las mutaciones se producen al
azar (que sería como decir 'irracionalmente' o 'sin razón', pero también, curiosamente, 'a
la buena de Dios', 'como Dios quiera') parece indicar que la Ciencia se ha agarrado a
esa palabra e idea, azar, para no hablar ni de conciencia ni de dios.
Para que el gen mutado surta efecto en el cuerpo tiene que espresarse, y al hablar
de la espresión de los genes 'erróneos' mutados, la genética la esplica, además de por
azar y espontaneidad, por factores ambientales y estrés. Entre los factores ambientales
se deja sistemáticamente fuera el primer factor en el ambiente humano, que es el amor
o desamor, singularmente problemático en la única especie que se distingue por su
altísima morbilidad. Tan problemático es el amor humano que ha sido reconocido como
'guerra' por gente muy lúcida.
El estrés, del que se habla para no hablar de situaciones o sucesos que han
engendrado determinados juicios y sentimientos, se sitúa en el límite entre la medicina
y la psicología (o la religión), límite que la primera no puede rebasar sin dar entrada al
psicólogo o a las prácticas espirituales que la psicología vino y viene a reemplazar
conforme las poblaciones progresan en ateísmo.
La prevención consiste en vivir bien, no en buscar desequilibrios en los cuerpos para
someter a la gente a la medicina, y el diagnóstico más importante es el que hace uno
mismo acerca de su propia vida.
Las contradicciones que implican esas tres condiciones, que se suman todas ellas
a la reglamentación del amor, son otras tantas fuentes de juicios de mal que no pueden
dejar de reflejarse en enfermedades.
Todo vicio es enfermedad y, como tal, desencadena síntomas y accidentes, o unos y
otros, y lleva su cortejo de sentimientos no suficientemente razonados.
Y que la enfermedá pasa por la conciencia se deja ver claramente por la escasa
incidencia de enfermedades entre los que caen en vicios como las drogas fuertes, cuyos
cuerpos o células pueden deteriorarse mucho antes de que se manifieste ninguna
enfermedá en ellos, y eso es porque el vicio consiste justamente en impedir la acción de
la conciencia. Tan pronto como los adictos se retiran de las drogas y conforme lo hacen,
suelen esperimentar numerosos síntomas.
Los recursos y capacidades de la medicina moderna en las áreas de urgencias,
traumatología, cuidados paliativos, psiconeuroinmunología o cirujía no invasiva, sin
escluir otros, son enteramente compatibles con la aplicación de estos principios.
El problema de recuperar la salud tiene más que ver con la verdad que con la
realidad, y los resultados estadísticos que imponen los laboratorios a Estados y
consumidores por igual no tienen nada que ver con la verdad. Y sí mucho con la
realidad de realidades, que en este mundo es el dinero.
No hay posibilidad ninguna de que el resultado estadístico (lo que dicen que
pasa, en promedio, en esos ensayos clínicos que supuestamente conducen a la
autorización del fármaco y su uso por los médicos) se repita en ninguno de los casos
en que se utilice el fármaco.
Enfermo, enfermito, apúntatelo bien: por más que te digan que el 99 por
ciento de los humanos (no digamos de las ratas o las moscas triponas o
megalogaster) que han probado la zurrapa de la multinacional de turno se han
curado, ese uno por ciento de probabilidades de fracaso tiene, paradójicamente, una
probabilidad mucho más alta de ser tu desdichado caso justamente proporcional a
la medida en la cual no quieras mirar a tu vida y tu implicación personal en la
gestación y el mantenimiento de tus síntomas: espabila, hermano.
Y sobre cómo se hacen e imponen a las autoridades reguladoras de este fin de
régimen esas pruebas estadísticas, te recomiendo la lectura del libro del médico
danés Peter C. Götzsche titulado en español Medicamentos que matan y crimen
organizado.