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Platicaba con Víctor, un filarmónico de unos cuarenta años, amigo, sobre los
numerosos avatares que tiene la vida de un músico. Él se desempeñaba entonces
como contrabajista de una orquesta. Ahí la llevamos –dijo- con la agrupación de
don Francisco trabajamos bien, no me quejo. Sale para el chivo.
–Lo tengo tan presente –me respondió-. Le relataré el pasaje más inhumano que
he vivido andando en estos menesteres.
La banda de Pepe, a la que como les dije pertenecía, escaló posiciones hasta
convertirse en la más famosa de la ciudad. Tocábamos en todo tipo de eventos:
quince años, bautizos, bodas… y teníamos clientes billetudos de lo más variado:
agricultores, comerciantes y… narcos. Trabajarles a estos últimos tenía sus
atractivos: bien pagados, con guapas edecanes para atendernos, comidas
deliciosas y vinos finos para hacer más llevadero el trabajo… pero también tenía
sus inconvenientes. Uno de ellos eran las tocadas maratónicas que exigían. Para
enfrentarlas, casi todos mis compañeros aprendieron a entrarle a la coca para
poder aguantar las tiradas de 20 horas que demandaban los alegres patrones. Yo
no lo hice. Trataba de cumplirle a mi viejo en sus recomendaciones: mi hijo es
trabajador, es artista, y hasta músico de banda, más no vicioso.
Como Pepe, mi patrón, tenía más grande el olfato de comerciante que el oído de
músico, vio clarito dónde estaba el dinero en abundancia: en los capos de la
droga. Así que resolvió que su banda se especializaría en el repertorio de estos
señores: se fueron a dormir valses, chotises y mazurkas (géneros que nos habían
distinguido con la clientela refinada) y se montaron corridos sin cuento a cual más
vulgar y mitotero. Yo me discipliné con el cambio de rumbo y reencaucé mi talento
musical a hacer filigranas y acrobacias sin cuento en la tuba. Convencí al
respetable: había logrado la conversión de fino a corriente sin daño de mi prestigio
de virtuoso.
Una tarde me dijo Pepe: la semana entrante le trabajaremos a don Chapo, que se
dedica a ya sabes qué. Es su cumpleaños. Le contesté que ya me estaban
cansando los maratones de música. De seguro la tocada iría más allá de un día
entero y yo ya no quería hacer esos sacrificios. Le dije: -Por la amistad que
tenemos, Pepe, acepta que Mariano, a quien le doy clases y suena bien la tuba,
me sustituya-.
–Víctor –me dijo- anoche pasé las de Caín: como sabes, ayer se mató uno de mis
músicos por andar en la carretera borracho, el que tocaba la tuba. No estoy de luto
y encamado por dos razones: tenía compromiso con quien ya sabes para tocar en
su fiesta, y porque Pepe, tu jefe, que estuvo anoche en el velorio del chamaco
pendejo, me dijo que tú estarías alternando con nosotros en la fiesta de don
Chapo y que siendo así, y debiéndole tú tantos favores, no le faltaría quien tocara
la tuba. Tuve un amago de infarto.
Le cumplí. Durante tres días con sus noches salté de la banda al norteño y
viceversa, sin soltar la tuba. A media jornada se me floreó la boca. Quedándole
mal a mi padre me metí medio kilo de coca para aguantar. Con el mucho dinero
que me obsequió don Chapo agarré unas putas y un grupo de amigos piojos del
barrio y me fui de parranda a Mazatlán, donde entre hotel, bebidas y música gasté
hasta el último centavo. A la semana regresé a casa lleno aún de alegría pendeja
y… de arrepentimiento. Mi padre, que había fallecido hacía poco, reprobaba desde
el cielo. Mi señora aguantó vara porque es fina, pero merecido tenía yo que me
matara a patadas. Ser virtuoso de la tuba tiene sus bemoles.
A Pepe, que desde entonces dejó de ser mi jefe, le fue mejor, de momento. Don
Chapo le pagó cuádruple el servicio: ¡Qué regalo me diste Pepe, el mejor tubero
del mundo tocando para mí las 24 horas de cada uno de los tres días! Agéndame
para la semana que entra, que se casa mi hija.
Pepe no llegó a los buñuelos, como se dice. La semana siguiente se presentó con
don Chapo sin mí, y el capo le cumplió.