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Realidad y fantasía de Elías Valdés

Juan Antonio Canel Cabrera


Índice

A. Elías Valdés, maestro de la sencillez

B. Del periodismo a la literatura

1. Se trae en la sangre

2. Vena de escritor

C. Los encuentros con Elías Valdés

3. La originalidad es copia de la vida

4. La experiencia periodística

D. La madre oralidad

5. El estilo

E. ¿Usté, regionalista?

6. Lo que dicen

F. Tizubín y compañía

7. Las vicisitudes

8. Hay amores que calan hondo

9. Los tragos

G. La más querida

10. ¿Sobre qué escribir?

H. Los ríos, las mujeres desnudas y el deseo

I. Los premios y reconocimientos

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-A-

Elías Valdés, maestro de la sencillez

No es un secreto que la sencillez, en los ámbitos en los cuales se manifieste, constituye


una joya humana; por eso, rara. Por fortuna ni Alí Babá y sus cuarenta muchachones
podrían robarla. Está a la vista de todos y puede ser usada de la manera más
democrática que se conozca; pero son rara avis quienes la lucen. Solo los virtuosos, los
que tienen piedra; o dicho de manera más vegetal: los que tienen madera pueden
acuacharse con ella. Sin embargo, llegar a la sencillez no es tan sencillo. Implica
sabiduría. En la actualidad, por ejemplo, si yo digo círculo, de inmediato se capta la
idea de redondez. Pero eso es ahora. Esa sencillez con la cual me expreso es el resumen
de un largo proceso que partió desde antes de Euclides y su geometría; de una paciente
lucubración teórica y práctica hasta llegar a una palabra que encierra todo el sentido
teórico y práctico de la redondez. Esa sabiduría, que primero rozó el territorio filosófico,
luego el científico hasta diluirse en sabiduría popular es lo que nos hace, ahora, hasta al
más ignorante entender qué se quiere decir con el vocablo «círculo». Y así, todos los
conocimientos, complicados en un principio, han cabalgado muchos trechos difíciles
hasta que el conocimiento y la cultura permitieron que anden a pie en el llano territorio
de la sencillez. Es decir, la sencillez es un fruto paciente que comienza su recorrido en lo
complicado y, gracias a la paciencia generosa de los sabios o entendidos, llega un día a
convertirse en conocimiento común. Dicho en otras palabras, lo complicado tiene que
pasar por el filtro de la sabiduría para convertirse en lo sencillo.

En la jungla literaria, que es donde más se practica el destrozo, el ninguneo, la


envidia, las patadas, zancadillas y demás ejercicios emparentados con la trifulca es,
quizá, donde menos se encuentra esa joya. Otra vez raro, ¿verdad?

Para los incrédulos debo rendir, aunque tarde, mi informe condensado sobre el
hallazgo de un hombre sencillo; mejor dicho, maestro y tatascán de la sencillez. Se trata
del chiquimulteco Elías Valdés, para más señas nacido en San José la Arada hace

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ochenta y seis años. A pesar de toda la vida que ha pasado sobre él, parece un simpático
muchachón; travieso, dotado de un sentido del humor con el cual condimenta cualquier
escrito o conversación. No puedo dejar de añadir lo que dice Lin Yutang, en su libro La
importancia de vivir: «La sencillez es, pues, paradójicamente, el signo externo y el
símbolo de la profundidad del pensamiento. Me parece que la sencillez es lo más difícil
de lograr en el estudio y la literatura. Muy difícil es la claridad de pensamiento, y, sin
embargo, sólo cuando el pensamiento se hace claro resulta posible la sencillez».

Desde hace mucho tiempo, después de leer su novela Tizubín, sentí la curiosidad
de conocer a ese escritor en el cual encontré maestría, amenidad, y la truculencia
ponzoñosa de metérsele a uno hasta el tuétano, sobre todo con sus novelas.

Después de Tizubín, el difunto poeta José Luis Villatoro, un año antes de morir, me
dijo: «Leé a este autor; te va a encantar.» El libro que me obsequió fue: La obsesión de
Pilarcita. No sé por qué razón no lo leí de inmediato sino años después; pero cuando lo
hice, Elías Valdés arremetió con la estocada final de mi admiración por su obra.

Solo me faltaba conocerlo en persona. El día llegó. El 27 de septiembre de 2015,


junto a Carlos René García Escobar y Dennis Escobar Galicia, padeciendo la más
espantosa cruda, al estilo de la que cantó Antonio Aguilar, llegamos a su casa. Luego de
darnos un apretón de manos, lo primero que pronunció fue este grito: «¡pónganle más
agua al caldo!» No obstante, de inmediato, al advertir nuestras estocadas a dragón,
reconsideró lo dicho y, de la manera más piadosa, indicó: «mejor vayan corriendito a
traer unas cervecitas. ¿O quieren mejor un traguito?»

Y, bueno, la conversación, entre divertida y anecdótica, comenzó.

Nos contó que sus inicios literarios ocurrieron a eso de los 14 o 15 años. Lo hizo
escribiendo cartas de amor y poemas con las aviesas intenciones de conseguir favores
femeninos. Luego comenzó a afilar la pluma en el Correo de Occidente, de Xela; en
Nuestro Diario, no el actual sino el que inauguró Federico Hernández De León, en la

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capirucha. Casi no dejamos que soltara la plática y lo incitábamos para que siguiera.
Solo lo dejábamos para que, en breves intervalos, le diera buchazos a su traguito.

Todas las preguntas que le hicimos las respondió con la espontaneidad de un


muchachito de siete años.

Cantineador, aventurero y hombre que no desmaya ante las adversidades


entendimos que, sobre todo, fue un hombre hecho para el gozo. Y su deleite
fundamental fue la literatura; sobre todo la novela. Por eso nos asustó cuando dijo que
ya no estaba escribiendo, que la artritis lo estaba jodiendo un poco y que ya le dolían los
dedos al teclear en su máquina de escribir. Y que le tenía pánico a la computadora. Que
el último libro que escribió fue Las semillas de la iguana.

Nosotros le sugerimos que consiguiera una secretaria patoja, de entre treinta y


cuarenta, para que lo ayudara en esos menesteres pero, después de esbozar una sonrisa
pícara y dejar que miles de pensamientos pasaran en gran «carrediada» por su cabeza,
solo dijo: «ya no estoy para esas babosadas.» Y, luego, confesó: «lo único que quiero es
vivir tranquilo, en paz; recibir a los amigos, como ustedes, que vienen a visitarme y
pasarla alegre.»

Carlos René García Escobar, Dennis Escobar y yo viajamos a San José la Arada
para participar en el III Encuentro Literario de Chiquimula, esa vez dedicado a José
Israel Pérez, pero desde que salimos de la capirucha nos llenó de entusiasmo la idea de
conversar con Elías Valdés. Al llegar constatamos el aprecio y cariño que le tienen. En
San José La Arada existe una calle que lleva su nombre; en la mera Chiquimula,
también la 13 avenida, que va de la 2ª. a la 4ª. calle “A”, de la zona 1 y que pasa a un
costado de su casa se llama Elías Valdés. Además, la Universidad de San Carlos, el 21
de septiembre de 1994, lo reconoció como Emeritissimum. Ha recibido muchos
homenajes y se han hecho dos tesis de grado: una de Leonora Preciliana García
Martínez de Muralles, Raíces al viento, una novela del Regionalismo y otra de Georgina
Marisol Rodríguez Medina de Reyes, dedicada a su obra El pez murió en silencio; tal

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novela es una obra preciosa y, quizá, la única novela que toca el tema del mar en
Guatemala. En esta obra, a la sencillez le suma un lenguaje precioso que la dota de la
poesía que surge del corazón del pueblo y la vuelve entrañable. A pesar de su volumen,
la leí en dos noches. También leí la novela Todo un hombre. Disfruté, Viaje a la infancia y
viví una intensa eroticidad con la novela ¡Ah, las cosas de mi tío Corleo! Y al momento de
escribir este libro tengo la satisfacción de haber leído todas sus novelas publicadas.

El Centro Pen, capítulo Guatemala ha propuesto tres veces a Elías Valdez para que
le sea otorgado el Premio Miguel Ángel Asturias, que lo tiene por demás merecido; sin
embargo, quizá porque no lo han leído, o por ese tradicional ninguneo que se le tiene a
la literatura escrita en los departamentos, no se lo han concedido. A mí, en lo personal,
me parece una injusticia que no se le haya otorgado. Pero, como se dice en los barrios:
«así son la vida» y «en todos los lugares se cuecen habas».

Este libro es un homenaje a una trayectoria periodística y literaria ejemplar; a lo


largo de sus páginas intentaré algo difícil en extremo: adentrarme en su obra y en su
persona; columpiarme en esas dos lindes. Conocer al ser humano que fue capaz de
escribir obras literarias extraordinarias. Ojalá lo logre.

Y bueno, mi esperanza es que, cuando terminen de leer este libraco, corran a


conseguir los libros de Elías Valdés y se entreguen, de lleno, al gozo de su palabra. A
eso, nomás, aspira esta obra.

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-B-

Del periodismo a la literatura

Hay un camino, o atajo, que muchos de los grandes escritores han escogido para llegar
a la literatura: el periodismo; ya lo dijo Gabriel García Márquez, «es el mejor oficio del
mundo» pero creo que se le olvidó completarlo de esta manera: «es el mejor oficio del
mundo y, en muchos casos, necesario para ser escritor». Algo así como el seminario
para el cura, el cuartel para el cuque, o el Gobierno para el ladrón. Ejemplos
guatemaltecos de escritores destacados que escogieron esa ruta, abundan. Comenzando
por José Milla, que también fue el padre de la novela guatemalteca; Enrique Gómez
Carrillo, Luis Cardoza y Aragón, y el mero tatascán de todos Miguel Ángel Asturias,
que tomó del periodismo las herramientas para llevar la palabra a su máximo
hedonismo. Leamos lo que dice Elías Valdés respecto a este aspecto. «Suele afirmarse
que el periodismo subyuga al escritor. Que le destruye su creatividad. En parte es
verdad. Pero en muchos casos ha sido un paso fructífero. El contacto constante con el
hombre de la calle —sus tristezas y alegrías, sus problemas y esperanzas—, son un rico
filón de vivencias, las que el escritor recrea en su narrativa. (…) Y quien trae en la
sangre la inquietud periodística, no tan fácil puede renunciar»1.

Como diría Miguel Ángel Asturias, «es el caso de hablar» de Elías Valdés quien,
por medio del periodismo, hizo su entrada triunfal al mundo de la literatura cuando
apenas tenía 15 años. Muchos escritores han hablado de manera extraordinaria sobre
cómo el periodismo es la mejor escuela del escritor, entre ellos García Márquez y Vargas
Llosa; por tal razón no hablaré de las entrañas del periodismo sino, de manera muy
breve, sobre cómo esa actividad fue determinante en la vida del escritor chiquimulteco
Elías Valdés Sandoval.

1
Valdés, Elías, Rasgos y Matices, segunda edición, Imprenta Club, Jocotán, Chiquimula, 2007, Pág. 3.

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Como no podía escapar al común de las personas en la edad juvenil, Elías Valdés
comenzó redactando cartas de amor y poemas para las enamoradas. Luego, cuando
tuvo catorce años escribió su primera novela y el primer cuento, que años más tarde fue
premiado. Con esa experiencia previa, que luego él nos contará sobre ella, al llegar a los
quince años, en el fragor de la adolescencia, se lanzó al periodismo alentado por la
experiencia de las lecturas en El Imparcial, El Liberal Progresista, y la pasión por las
palabras que había encontrado como lector de novelas. Fue así como se estrenó
haciendo un periodiquito artesanal, con copias al carbón en el cual experimentó que el
mundo, su mundo, podía condensarse por escrito. Así surgió el periodiquito Aurora,
con treinta copias al carbón y tecleado por él mismo. Más adelante él nos contará con
detalle sobre su experiencia de periodista adolescente. Pero, a la par de esos primeros
escritos, a sus dieciséis años ya era un lector por cuyas manos habían pasado Julio
Verne, Dumas, Vargas Vila y otros novelistas que comenzaron, también, a cimentar su
cultura y el gusto por la literatura. En ese ámbito, a los diecisiete años, el 14 de julio de
1948, comenzó a abrírsele la puerta de la literatura ya que, siendo estudiante del INVO,
ganó el primero y segundo lugar en el Certamen Nacional de Cuento, convocado para
celebrar el día del Estudiante Normalista de Chiquimula. Esos premios fueron
determinantes para reafirmar su naciente vocación por el periodismo y la literatura.
Como él mismo dice en su libro Rasgos y Matices: «Ya vibraba en mí la naciente llamita
de la inquietud literaria. Me emocionaba mucho leer los trabajos de los paisanos, a la
par de poetas y escritores de renombre. Artículos de Quico Girón, estampas de
Fernando Valdés Díaz, poemas de Mundo Zea Ruano, comentarios de Miguel Ángel
Vásquez…»

De las cartas de amor pasó, cuando se iba a graduar de bachiller, a escribir no solo
su tesis sobre Rafael Landívar sino la de dos compañeros más, gracias a la facilidad que
ya tenía para redactar.

Sus trabajos primarios y artesanales en el periodismo, sin que él se lo imaginara


entonces, le dieron las vivencias necesarias acerca de la vida común y también compleja

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de los humanos; le enseñaron a desarrollar su espíritu de observación que, pronto, le
serían tan útiles para dar el siguiente paso escritural: sensaciones, olores, sabores,
costumbres, hábitos y familiaridad con los más diversos ambientes y situaciones.

Sus primeros pasos periodísticos fueron una fuente maravillosa, primero para
escribir sus estampas que cobijó en la sección «Rasgos y Matices», en la página cultural
de los días jueves del Diario de Centro América. Eso cambió de manera radical su actitud,
pues no era lo mismo publicar de manera artesanal su semanario, a verlo impreso en un
diario que existía desde 1880. Y, segundo, porque intuyó el poder de seducción que
tuvo en sus lectores y que, a la postre, lo dotó de su estilo tan personal y ameno de
contar y narrar.

Pronto, después de las experiencias como redactor de cartas de amor y de haber


ganado el Certamen Nacional de Cuento, en 1950, cuando había cumplido diecinueve
años, fue reportero del Correo de Occidente de Quetzaltenango, del cual llegó a ser jefe de
Redacción. También fue jefe de Redacción de Nuestro Diario y del semanario La Tribuna.
Pero sobre sus primeros, segundos y terceros pasos periodísticos y literarios, será él
quien tomará la palabra. Yo, aquí meto clutch para que sea él quien ponga la velocidad y
acelere.

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-1-

Se trae en la sangre

Respecto a su pregunta, Juan Antonio, yo creo que eso de escribir se trae en la sangre.
Como que a uno le pican los dedos por tomar la pluma o la máquina. Según el dicho
popular, «el que nació para tamal, del cielo le caen las hojas». Pero, también, se necesita
un empujoncito; siempre es necesaria esa fuerza motora; a mí me la dieron a los catorce
años de edad; fue una señora de quien no diré su nombre porque creo que aún viven
sus hijos y, no vaya a ser, los lastime. Llegó a vivir a la vecindad de la casa donde yo
residía con mis padres y hermanos. Un año alquiló pero fue suficiente para que a mí me
llenara de un entusiasta espíritu literario. De ella recibí consejos, libros y amor. La
conocí viuda porque a su esposo lo mataron en una riña de cantina. Allí quedó tendido
con una cuchillada en el corazón.

Al quedarse viuda tuvo que enfrentarse a la vida ella sola; velar por sus hijos,
sacarlos adelante. En esas circunstancias dejó la casa donde vivió con su esposo y se
vino a vivir con sus hijos a mi vecindad. Allá dejó abandonados los recuerdos de los
malos tratos, las borracheras y la vida dura que le aguantó a él. Se vino para acá, al
Barrio El Teatro, con su máquina de coser, unos deseos poderosos de no dejarse vencer
y darles estudios a sus hijos. En ese entonces, el barrio El Teatro era donde terminaba la
ciudad de Chiquimula. Las calles eran empedradas, aunque la calle donde vivía todavía
era de pura tierra suelta; la empedraron después; las del centro de la ciudad sí estaban
todas empedradas. Las casas, todas de un solo nivel; solo dos había que tenían unas
especies de altillos de madera; tenían los patios grandes, generalmente el primer patio
se utilizaba para jardín, el segundo para árboles frutales y para tener aves de corral;
incluso, en algunas temporadas el ordeño de vacas se hacía aquí en la ciudad. Todas las
tardes mi papá traía las vacas de las vegas; tenía alrededor de 8 o 10 vacas que pasaban
toda la noche en el segundo patio y allí las ordeñaban; la gente llegaba tempranito, 6-5
de la mañana, a tomar leche al pie de la vaca o a comprar leche para el desayuno. Por

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esa época aprendí a ordeñar, a uncir bueyes, a arar con arado jalado por animales y
después con tractor John Deere, de disco. Monté a caballo y corrí caballos en pelo en mi
juventud… pero me estoy apartando del recuerdo de mi vecina.

Ella confeccionaba vestidos de mujer y camisas de hombre para ganarse los


centavos. Era originaria de Antón Bran, allí cerca de La Reforma, departamento de
Zacapa. Tenía una hija muy bonita. Muchos creían que yo llegaba por la patoja, pero no.
Yo llegaba por la señora.

Me hice amigo de sus hijos, especialmente del mediano. Ese hijo suyo fue el
pretexto que yo encontré para llegar a su casa y verla casi a diario; allí jugaba con los
dos: en el patio con él; con ella, dentro de mi corazón. Aunque, la mayoría de las veces,
debo confesar, llegaba cuando ninguno de los hijos estaba y me iba de su casa cuando
presentía que ellos iban a llegar. Fue una atracción inmensa la que yo sentí por tal
señora que era bastante mayor que yo; como le dije, yo andaba por los catorce años y
ella en los veintinueve-treinta.

En su casa comencé a sentir las primeras sacudidas hormonales. No se imagina la


excitación que yo mantenía al estar en su casa. Ella lo sabía y me llenaba de ternura,
pero nunca llegamos a fundirnos carnalmente, aunque lo deseábamos. ¡Dios guarde! Ya
había decrecido un poco, aunque debió ser bella (su hija salió muy hermosa; al punto
que fue novia del INVO); quizá la vida dura se encargó de quitarle, poco a poco, los
adornos naturales a su cuerpo; sin embargo, por medio de sus miradas y ternura
entendí que ella me amaba y eso me hacía verla hermosa.

Al nomás llegar a su casa volcaba toda su atención en mí. Dejaba que viera los
recortes que hacía de las páginas de El Liberal Progresista y de El Imparcial y muchas
veces me leyó poemas de los que estaban pegados con primor y esmero en un álbum
que ella confeccionó. Ella tenía muchos libros de poemas; de los cuales siempre tomaba
alguno para leer en voz alta y que yo escuchara la lectura. A veces los poemas me
parecían declaraciones de amor. Yo sentí que eso era maravilloso, que ese era mi

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mundo; por supuesto, me volvía caudalosa la sangre y acezante la respiración. Luego,
cuando regresaba a mi casa lo hacía acompañado de un libro que ella me prestaba e
incitaba a leerlo.

En ese año la literatura se volvió pasión en mí. Me volví un lector apasionado.


Recuerdo que por ese tiempo yo me iba a meter a una biblioteca que tenía el nombre del
profesor Ernesto Ruperto Lara; estaba en la escuela Macario A. Rivas, en la cuarta calle entre 8ª.
y 9ª. avenidas. Allí me gustaba ir a leer; recibían en esa biblioteca el Diario de Centroamérica, del
cual yo leía todos sus artículos.

El encanto de mi vecina llegó todavía más lejos al sugerirme que escribiera y


darme instrucciones que me fueron muy útiles. Fue así como, quitándole las grapas a
un cuaderno, me quedaron hojas sueltas que comencé a llenar. ¿Qué escribía en ese
cuaderno, me pregunta? Escribí una novela con la vida de ella, en cierto modo
siguiendo los modelos de las novelas que yo había leído. No llegué a ponerle nombre a
la novela, pero recuerdo el argumento, que era muy sencillo: se refería más que todo a
la vida de la señora, que vivió en una aldea y tuvo un romance con el que fue su
marido; al marido lo mataron en un pleito de cantina de barrio, le metieron un navajazo
a la altura del corazón. Eso era todo. Por ese tiempo yo tenía una maquinita de escribir
y en ella tecleaba la novelita. Cada vez que llegaba a su casa me pedía que leyera lo
escrito. Con la emoción de ella por escuchar y con la mía de leer, creo que
sublimábamos toda la pasión que no encontraba cauce, juicio ni sosiego en nosotros. Sin
embargo, debíamos ser discretos para no despertar sospechas en sus hijos ni en mi casa.
Tan así que un pañuelo bordado con mi nombre, que ella me regaló, lo guardé con tanto
celo para que no lo vieran en mi casa que, después, no lo encontré; a saber qué se hizo.

Muchas veces, llegar a su casa constituía un placer olfativo porque ella hacía
pasteles que los vecinos le encargaban. Esos olores eran afrodisiacos para mí. No era
como los que hoy se encuentran en las pastelerías, no; eran sencillos, solo cubiertos de
turrón, sin adornos, pero a mí me parecían los más hermosos y deliciosos; además del

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pastel encargado, hacía otro más pequeño y siempre me guardaba un pedazo que
satisfacía mi hambre amorosa y mi paladar enamorado.

Recuerdo la casa en donde vivía, que era muy parecida a la mía: patio grande,
corredor en ele (o en siete, como le llamaban), techo de tejas de dos aguas, sin cielo falso
y piso de ladrillo de barro. ¡Ah!, cómo recuerdo aquellas tardes de lluvia cuando el olor
a tierra mojada hacía que yo me extasiara viéndola.

En algunas oportunidades, al llegar, oler la canela que le daba su toque aromático


al manjar de leche que ella preparaba me llenaba de placer. Y más, cuando me servía un
poco.

Ella fue muy buena conmigo y se preocupaba por mi bienestar con mucho esmero.
Recuerdo una vez que me subí a cortar jocotes a un árbol y la rama en la que me
encontraba se quebró; caí de manera estrepitosa al suelo y, en el trayecto del somatón,
una saliente del árbol rasgó mi pantalón, que era nuevo. Al verlo, me preocupé; sabía la
regañada que me daría mi mamá cuando observara la rotura. Pero opté por pasar
primero donde la señora de mis amores. Al verme, dijo: «¿qué le pasó?» Luego de
contarle, me hizo pasar a su cuarto y me dijo que me quitara el pantalón. Me quedé en
calzoncillo y con un nerviosismo de la chingada. Allí esperé un rato que sentí como
siglos mientras ella, en su máquina de coser, chapuceaba mi pantalón.

Años después, a mis 18 años, exactamente el 15 de junio de 1949, gané el concurso


literario del Instituto Normal Mixto Centroamericano con el cuento El anatema de niá
Luteria que escribí guiado por ella, cuando tenía catorce años. El nombre del cuento ella
se lo puso. Fue la primera lectora que tuve. Luego que gané el certamen con ese cuento,
fue publicado por la revista literaria de Diario de la Mañana, que dirigía Roberto Girón
Lemus; mi cuento apareció acompañado con ilustraciones del español Matamoros
Llopis; fue emocionante verlo destacado en la portada.

Ese primer empujón que ella me dio para escribir fue mágico porque, a partir de
entonces, ya como periodista, o como escritor, no paré de hacerlo. Tan así que a los 14-

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15 años hice un periodiquito que llamé Aurora; fue muy artesanal, yo mismo lo tecleaba
y distribuía; lo mecanografiaba con varias copias al carbón hasta sacar 30 ejemplares;
luego, las copias las llevaba personalmente a la Biblioteca Ernesto Lara, que estaba en el
interior de la Escuela Macario Rivas; entregaba un ejemplar a la Municipalidad, uno al
alcalde, al jefe político, a las autoridades, a la Dirección del INVO, a las Direcciones de
escuelas y colegios. Los textos los elaboraba todas las noches hasta las dos o tres de la
mañana.

Los artículos yo los hacía todos. Pero a veces los calzaba con nombres de amigos,
de vecinos; claro, con permiso de ellos; les decía:

—Mirá vos fíjate que estoy haciendo un periódico, ¿no te enojás si pongo tu
nombre?

—Ponelo, hombre; no tengás pena —me respondían.

Ese detalle de firmar los artículos con los nombres de otras personas, según mi
parecer, le daba un carácter abierto y ablandaba la actitud del lector.

También, recuerdo muy bien que hacía editoriales en ese periodiquito; como el
que escribí criticando duro a la fábrica de confites La Grecia, que sacó un certamen en
donde aparecía el mapa de Guatemala sin Belice. En ese tiempo nos enseñaban que
«Belice es nuestro». Nos decían que Belice era de Guatemala. Y con esas enseñanzas
metidas en la cabeza, hice ese editorial. Pasó inadvertida mi voz.

Del semanario Aurora, así mecanografiado y con copias al carbón publiqué, si no


recuerdo mal, ocho números. A partir del segundo número el papel me lo regaló un
barbero de nombre Enrique, ya no recuerdo su apellido. Después de esa etapa pasó a
ser impreso; por lo menos el titular (logotipo). Don Salomón Prado, el buen maestro,
tenía una imprenta, que se llamaba Oriental; él tuvo el detalle de imprimir el titular en
no me acuerdo cuántas hojas que, después, utilizaba para escribir mi material; antes, el
titular yo lo hacía a mano. Con el impulso que seguí y el placer que conseguía al

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escribirlo, después lo saqué en el Centro Editorial de El Imparcial, en la Unión
Tipográfica; ya su aspecto fue más formal, pero no me quedó ningún ejemplar. Uno de
los factores que también creo que influyó en mi ánimo, para hacer ese periodismo
inicial, fue el momento histórico que se vivía; acabábamos de salir de la negra noche de
la dictadura y nos encontrábamos en el amanecer esplendoroso de la libertad
conquistada con la Revolución del 44. Fue un momento muy especial en nuestra
historia; y una verdadera lástima que se truncara.

Me gustó bastante el ejercicio de hacer el periodiquito Aurora; fue un aprendizaje


rudo porque me enfrenté a un mundo que solo intuía sin racionalizarlo mucho. Lo hice
porque, ya entonces sentía la necesidad de escribir, de expresarme, de compartir mis
jóvenes ideas. Fue la semilla que germinó en mi mente y que, años después, a mis
veintiún años, lo convertí en el semanario impreso Aurora, en Quetzaltenango. Lo fundé
y fui su director, después que dejé el Correo de Occidente.

Con la aviada que tomé con el empujón de la señora de mis amores y la práctica
de realizar mi periodiquito artesanal, el 14 de julio de 1950, siendo todavía estudiante
del INVO, gané dos premios; el primero y el segundo, en el Concurso de Cuento a nivel
nacional, con motivo de celebrarse el día del Estudiante Normalista de Chiquimula. En
realidad no fueron cuentos sino estampas las que escribí. Estos premios me dieron la
enorme satisfacción de verlos publicado en el Diario de Centroamérica. El primer lugar lo
gané con Elección de la reina estudiantil que, en el Diario de Centroamérica, con acierto le
pusieron como pre título: estampa normalista. El segundo lugar lo obtuve con La
juventud normalista y el día del estudiante. Así que, con esos estímulos comenzó mi labor
como escritor; de ahí en adelante ya nadie me paró.

Como recuerdo de esa señora inolvidable, debo decir que al concluir un año de
vivir como vecina mía, se fue. Pasó como esos aires frescos que a la orilla de un río
fluyen repartiendo brisa para mitigar el calor. Antes de partir se despidió de mí; fue
muy triste y emocionante, a la vez; luego de las palabras me dio un beso en la frente que

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sacudió mi interior. Un año vivió en mi vecindad, pero me marcó para toda la vida y
supo hacerse inolvidable. Le perdí el rastro y solo mucho después me enteré que un hijo
suyo se hizo militar. Nada más supe de ella. Un año vivió como vecina; luego, se quedó
como inquilina de mis recuerdos y, como dicen los muchachos, no le cobro alquiler. Ella
tuvo buena parte de culpa de que yo sea escritor. Sí, ella tuvo mucha culpa en eso.

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Vena de escritor

Al principio, cuando la literatura me comenzó a interesar, mi deseo era convertirme en


escritor. Por eso, cuando la primera vez en mi vida alguien me llamó escritor sentí una
emoción enorme. Eso ocurrió a mis diecinueve años. Macrino Blanco Bueso, autor del
Himno a Chiquimula, en una cartulina en la que se encontraba impresa la letra de dicha
pieza, me la dedicó con estas palabras: «Para mi querido amigo, el escritor Elías Valdés,
porque supo comprender mi doloroso anhelo de escribir este himno». Eso sucedió el 11
de agosto de 1950, a mis diecinueve años. La dedicatoria en la que se me nombraba
escritor la leí una vez; la volví a leer y se quedó rebotando en mi mente como pelota de
pin pong, que va y viene; repetí la lectura no sé cuántas veces porque sentirme escritor,
y que me llamaran de esa manera, me llenaba de mucho orgullo. Fue como llegar a la
tierra prometida. Macrino Blanco Bueso, antes de reconocerme como escritor, en la
ocasión en que gané un certamen literario, del cual él fue uno de los jurados, me dijo:
«Los del jurado calificador leímos a conciencia los trabajos y, por unanimidad, te dimos
el premio. Yo noto que tenés vena de escritor».

Macrino Blanco Bueso (1923-1996) fue mi profesor en el INVO. Hombre culto muy
preocupado por darnos la mejor formación a sus alumnos. Además de excelente
maestro, fue poeta y periodista. También ocupó el cargo de alcalde de la ciudad de
Chiquimula a partir de 1947. Él fue un excelente incitador para que leyéramos. Fue un
ser muy generoso.

Cuando Macrino me dedicó el Himno a Chiquimula, ya hacía unos dos años que yo
me había asumido como escritor; creo que fue a los diecisiete años, siendo estudiante
del INVO, cuando comencé a enviar por correo al Diario de Centro América mis
colaboraciones. Y me las publicaban en mi columna que se llamó “Rasgos y Matices”.
Las remitía por correo, que en ese entonces era muy eficiente. El director era don
Ricardo Barrios Galindo. Esas experiencias de ver mis trabajos impresos y publicados

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en el Diario de Centro América y ser llamado escritor, fueron señeras y me marcaron de
manera indeleble.

También fue muy importante la publicación de Los Treinta y Tres, un periódico que
hacíamos cuando estábamos en segundo año de secundaria, en el INVO; fue un
periódico estudiantil que se llamó así porque quienes lo hacíamos éramos 33; por
coincidencia, en esos días estudiábamos el capítulo de los 33 patriotas uruguayos que,
apoyados por Argentina, invadieron Uruguay; fue así como Uruguay, respecto a Brasil,
se independizó. Eso también influyó para que le pusiéramos ese nombre a nuestra
publicación. Nuestro periódico era de mucha crítica para los maestros y desde el primer
número levantó polvo y algunas ronchas; entonces los catedráticos, incapaces de
argumentar contra nuestros señalamientos, nos atacaron diciendo que era un pasquín.
Aunque no fue esa la causa directa para que concluyera, sí influyó; no obstante, el fin de
Los Treinta y Tres, lo determinó el factor económico. Resulta que con el pago de los
anuncios que insertábamos en el periódico alcanzaba para costearlo, pero hubo una
ocasión en la que no alcanzó. Resulta que los muchachos salieron a cobrar el dinero de
los anuncios y el comercio pagó; pero a los compañeros Tito Monroy y Mario Vásquez
(La Burra), ya con el dinero en la bolsa, les dio una sed terrible. Ambos se miraron y,
con ese lenguaje visual tan expresivo, estuvieron de acuerdo en aplacar de una vez por
todas esa sed. Fue entonces que decidieron ir rumbo a la cervecería de don René
Braghiroli; ese fue el último hálito de nuestro periódico estudiantil. Allí murió.

Los Treinta y Tres es uno de los recuerdos más hermosos que conservo del INVO y
que me dio una visión más clara de lo que yo quería respecto a un periódico; algo que
fuera útil y aportara a la sociedad conciencia sobre lo que sucedía. Eso lo puede ver
usted en los números de Aurora, que hice después y dirigí en Quetzaltenango.

El fogueo que tuve con mi semanario Aurora, con Los Treinta y Tres, con las
publicaciones de mis “Rasgos y Matices”, que aparecían todas las semanas en el Diario
de Centro América me dieron, como se estila decir, mano para escribir. Sentí que esa tarea

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me era fácil y que, sobre todo, la disfrutaba. Y no hay nada como hacer lo que a uno le
gusta.

Aunque tuve a los catorce años la experiencia de escribir narrativa, gracias a la


señora que me animó a hacerlo, todavía me hacía falta prepararme para saltar del
periodismo a la literatura. Ese impulso lo logré siguiendo el trabajo como periodista y,
sobre todo, leyendo bastante. Todavía debía ejercitar mi imaginación con la fantasía de
otros; con la experiencia de compartir con muchos compañeros y algunos paisanos que
además de periodistas habían descollado también como escritores; sobre todo como
poetas.

En ese devenir de imaginar mis propios relatos, una de las compañeras necesarias
que tuve fue mi hamaca. Allí nacieron la mayoría de mis libros; pero de eso le contaré
más adelante.

Otros elementos importantes en mi formación como escritor fueron los momentos


políticos que me tocaron vivir, sobre todo, en mi adolescencia. Creo que en la mayoría
de mis libros hay ese aliento revolucionario que se concretó en octubre de 1944: justicia,
democracia, respeto a la persona humana, promoción de la cultura, la educación y el
desarrollo. Yo estaba por cumplir catorce años.

Fui simpatizante acérrimo de la revolución de octubre, y sigo siéndolo porque me


parece que sí fue revolución; salimos de una dictadura horrible, negra, criminal,
enemiga del progreso y la cultura, como fue la de Ubico. Esa dictadura aunque la viví
como niño, me di cuenta que fue la negación de la libertad. Al llegar la revolución, me
convertí en un gran admirador, y sigo siéndolo, de Juan José Arévalo.

Cuando tenía quince años, participé pegando propaganda de Arévalo; por allí
tenía yo una fotografía a colores de Arévalo; enorme el afiche. En esa época escribía mi
periódico a máquina. Con mi hermano salíamos a pegar propaganda de Arévalo a las
calles; recuerdo que también lo hicimos en el zaguán de la casa y, en tiempos de Ponce,
llegó la policía a ordenar que la limpiáramos; que la laváramos. En mi novela Viaje a la

19
infancia mimetizo esa experiencia, se la voy a leer: «Pero el peor recuerdo que tengo de
mi niñez, es de cuando tocaron fuerte el zaguán de la casa. Parecía que lo iban a botar.
Los porrazos sonaban como si los estuvieran dando con una piedra. Y cuando mi mamá
abrió, asustada de escuchar tan apremiantes toquidos, se topó con que eran dos policías
que llegaban a ordenar que de inmediato se rasparan dos fotografías que habían pegado
con engrudo en las láminas del zaguán. Eran del candidato Arévalo… Y no se fueron
hasta que vieron que nosotros, puros patojos, ya habíamos terminado de quitar la
propaganda ofensiva para el gobierno despótico de Ponce Vaides…

»Desde entonces me caen mal los policías. Pero esa vez fuimos necios. Al día
siguiente pegamos muchas fotografías del candidato blanco. Prácticamente
empapelamos el zaguán y las otras puertas de la calle. Por fortuna, ya no volvieron. De
seguro andaban por otros rumbos de la ciudad tratando de boicotear la campaña del
candidato popular».

De esas experiencias revolucionarias de patojo, tampoco se me olvida que fui a


Shorolaguá tres días, siendo estudiante, como miembro de una mesa receptora de votos;
durante esos tres días se realizó la elección: viernes, sábado y domingo. En unos
caballitos secos, con los costillares bien marcados, nos llevaron a Shorolaguá. Estando
allí, bajo una ceiba, a la orilla de una quebrada que no tenía agua, pusieron la mesita
receptora. Esos tres días los pasé deá huevo porque nos daban caldo de gallina, y tenía
una hamaca a mi disposición. Todos votaron por Arévalo, todos, todos. Talvez sacaría
un voto Adrián Recinos, quizá.

De los momentos históricos previos a que triunfara la revolución, recuerdo una


anécdota simpática que nos sucedió con mi hermano Tito. Federico Ponce Vaides, que
lo dejó Ubico para que continuara en el poder, nombró como jefe político de
Chiquimula a Serapio Cuyún. Él y sus acompañantes vinieron en unos helicópteros que
aterrizaron en el campo de aviación, que así le decíamos nosotros al lugar donde está
ahora la Terminal. Espontáneamente, el pueblo de Chiquimula manifestó su desagrado

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por Cuyún. Y se armó una gran manifestación para protestar contra su nombramiento.
Mi hermano Tito, que era tres años mayor que yo, hizo un cartel grande, pero grande
grande, con dos pedazos de papel manila que decía «No queremos a Cuyún». (el «No»
era enorme). Enseguida, Tito me dijo: «vamos a desfilar». Y fuimos. «No queremos a
Cuyún». Íbamos a pie en la 6ta. avenida junto al montón de maestros, alumnos y casi
todo el pueblo de Chiquimula. «No queremos a Cuyún». Nos turnábamos con Tito para
llevar el cartelón. En una de esas, cuando yo lo llevaba, no me di cuenta de lo que hizo
el aire. Después, al pasarle el cartel a Tito, nos dimos cuenta de lo sucedido. Sin que yo
sintiera, el aire había hecho volar el pedazo superior de cartel, precisamente, donde
decía «No». Entonces nos percatamos que a saber desde dónde yo venía fungiendo
como contrario al resto de manifestantes. El cartel que yo portaba, por la travesura del
aire, decía: «queremos a Cuyún». Cuando nos dimos cuenta dijimos: «¡Puta, se nos voló
el papel!» Entonces nosotros también salimos volados de la manifestación; no fuera que
otros se dieran cuenta y nos cayera camorra.

Siempre me pareció a mí, el gobierno de Arévalo, para repetir lo que todos dicen,
uno de los mejores gobiernos que ha tenido Guatemala. En realidad fue un despertar
hacia las inquietudes artísticas, literarias, deportivas y de toda índole. Me gustaba
mucho a mí leer los periódicos, las revistas que se publicaban entonces sobre ese cambio
notorio que hubo.

Yo viví poco la dictadura de Ubico porque, la verdad, fui niño y adolescente


cuando se dio, pero a través de las lecturas me di cuenta de cómo fue ese gobierno, y el
régimen autoritario. Cuando cayó Ubico y luego de que Ponce Vaides también,
comenzaron los cambios. No fueron cambios para seguir igual sino, por el contrario,
para mejorar la situación no solo de un grupo sino de todos los guatemaltecos. Me
gustó mucho a mí ver como proliferó el arte y la cultura por todas partes de Guatemala;
fue como un despertar después de un largo letargo.

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Se ha hablado mucho, sobre todo por parte de los ancianos, los viejitos, que añoran
el gobierno de Ubico por el orden que había, por el respeto. No es cosa de decir que el
gobierno de Ubico en todo sentido fue malo; tuvo también sus cositas buenas y es de
honradez reconocerlo; sobre todo supo mantener el orden y el respeto, aunque fuera a
puro chicotazo. Antes, en ese tiempo, me cuentan a mí que uno podía andar por las
calles a altas horas de la noche; las mujeres podían hacer mandados a la farmacia o a la
tienda y, en lugar de correr peligro y pasarles algo, la policía las cuidaba; no solo a las
mujeres sino a todas las personas. Si pasaba por una casa que se les olvidó cerrar la
puerta, el policía tocaba y decía: cierren la puerta, está abierta.

Respecto a la situación actual, tengo una anécdota que me contó un amigo que le
ocurrió hace poco. Él maneja un camión y va a repartir materiales a diversas partes de la
República; una noche, allá en Huehuetenango, como a las diez de la noche, dijo:
«bueno, ya es muy noche para irme de regreso, me voy a quedar a dormir aquí, en la
cabina del camión y, mañana, cuando amanezca, me voy». Venían dos hombres en la
acera. Él los paró y les dijo: «señores, fíjense que esto y esto me sucede, no he dormido y
no quiero iniciar mi viaje de regreso a la capital sino que voy a dormir aquí en la cabina
del camión y me voy mañana temprano». Ellos le respondieron: «no tenga pena». Él les
preguntó: «¿no hay mucho delincuente aquí? ¿Será necesario buscar quién me cuide?»
La respuesta que obtuvo fue esta: «Mire, le dijeron ellos; aquí no hay delincuentes; aquí
los delincuentes son los policías».

Retomando la plática sobre la Revolución de Octubre, recuerdo muy bien que


había mucho entusiasmo, gran animación; los patojos nos sentíamos deseosos de invitar
a los jóvenes intelectuales de Guatemala, de compartir con una generación de
estudiantes universitarios inquietos, progresistas; sobre todo porque se notaba en ellos
el deseo de superación.

La verdad es que cuando entró Árbenz a la presidencia yo admiré los cuatro


puntos cardinales de su programa de gobierno: Reforma Agraria, carretera al Atlántico,

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Puerto Santo Tomás de Castilla y la construcción de la hidroeléctrica Jurún Marinalá.
Con la realización de estos cuatro puntos, él pretendía sacar a Guatemala de la casi
feudalidad en que vivía y ubicarla en un contexto de capitalismo moderno. El asunto
está en que eran programas de gobierno progresistas porque ciertamente la ruta al
Atlántico le quitaba la hegemonía del transporte al ferrocarril, que controlaban los
gringos; Jurún Marinalá, la hidroeléctrica, para no depender solo de la empresa
Eléctrica de Guatemala que estaba en manos de los gringos; y la reforma agraria que
pretendía democratizar en acceso a la tierra en Guatemala, pero afectaba también
intereses gringos.

Yo estuve en el Congreso de la República como cronista parlamentario de Nuestro


Diario cuando se discutía la Reforma Agraria; fui testigo de cuando se aprobó el Decreto
900. Recuerdo muy bien que había una mesita especial como estrado en donde
estábamos los periodistas. De los cronistas que llegábamos al Congreso recuerdo a
Mario Ribas Montes, de El Imparcial; de La Hora recuerdo Mario Rivas Ramírez y a
Chicuco Quiñónez, que ya era viejito; también a Lorenzo Montúfar Navas, Miguel
Ángel Vásquez y otros, por el Diario de Centro América. Por La Hora estaba también Neco
Galicia, que publicaba una sección que se llamaba “Cámara de Galicia”. Era una sección
especial de párrafo corto pero muy ingeniosa. Entonces, cuando fue aprobado el Decreto
900, todos los periodistas estuvimos de acuerdo; sin embargo, como vimos después, la
aplicación fue muy mala.

Con esa ley, a líderes campesinos e indígenas se les fue la mano. Aquí en
Chiquimula hubo casos en donde campesinos dueños de una parcela de media
manzana la vieron invadida por los quienes no tenían nada. Esas posesiones pequeñas,
en vez de invadirlas, era necesario respetarlas porque en general eran parcelas
heredadas. Abusivamente destruían los cercos de los vecinos, no esperaron que se
aplicara formalmente la Reforma Agraria.

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Yo siempre he creído y sostengo que la Reforma Agraria de Árbenz es la mejor
reforma agraria que se ha dictado desde esa época hasta la fecha; no se lastimaba o se
afectaba a los latifundios sino que el Gobierno pagaba a los dueños de las tierras
expropiadas el valor de acuerdo con su declaración de impuestos.

Pero la Reforma Agraria tuvo sus bemoles. Aquí, durante el gobierno de Árbenz,
por ayudar a los campesinos, les trajeron sementales Cebú Brahman ¿y qué hacían?; en
vez de formar su hato de ganado con un buen semental, lo mataban y se comían la
carne. Comían un día pero, al siguiente, ya no tenían nada. No fue general pero en
muchos casos así sucedió.

Si se hubiera aplicado la Ley de Reforma Agraria de Árbenz, tal como está la letra y
el espíritu del Decreto 900, hubiera sido lo mejor.

Otro aspecto en el cual falló la Reforma Agraria fue en no haber promovido la


organización de los campesinos en cooperativas, porque la cooperativa permite que la
unión haga la fuerza; un campesino no puede comprar un tractor para arar su tierra,
pero treinta campesinos sí tienen la capacidad para comprar un tractor; además, en la
cooperativa los bancos pueden dar créditos; la cuestión en la cooperativa es: «hoy te
aramos a vos tu tierra; más tarde aramos la del otro»; todo en comunidad. Una especie
de los kibutz de Israel que les ha dado muy buen resultado.

Fuera de la cooperativa, el campesino solo hace cultivos de subsistencia; cultiva su


maíz, cuelga las mazorcas en la cocina y ya tiene maíz par seis meses. Cultiva frijol para
seis meses; después se queda sin nada. No hay sistema de solidaridad, no hay sistema
de nada; por eso lo mejor es el sistema cooperativo.

Yo soy un gran defensor del cooperativismo. Desde que leí los primeros artículos
sobre el cooperativismo, me impactó y me gustó mucho. Me impactó una frase de la
doctora Ana O'Neil, catedrática de la Universidad de Puerto Rico, que dice: «La imagen
del cooperativista es la de un hombre con una mano en el bolsillo y la otra en el
corazón». Por eso son fundamentales los principios que sustentan al cooperativismo,

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entre los cuales está la venta al contado y la educación constante. El cooperativismo no
trata de compararse con la iniciativa privada, el cooperativismo no es capitalismo, es
distinto; el cooperativista recibe en devolución lo que pagó de más de un producto, de
acuerdo a su patrocinio.

En una tienda cooperativa uno compra todos los productos durante el año y le
llevan el récord de compras; al final del año le dicen: «usted compró 600 quetzales;
deducidos los gastos de administración, de publicidad, el 10% para formación, el otro
porcentaje para esto y esto, hay un excedente que usted pagó y eso se le devuelve».
Existe el sistema, como especie de diferido: el primer año no se devuelven los
excedentes sino sirve para capitalizar; el segundo año tampoco se devuelven los
excedentes sino que sirven para capital de la cooperativa; pero el tercer año de labores
se devuelven los excedentes del primer año; entonces ya hay un capital formado.

En Puerto Rico existen cooperativas hasta de personas que van al cine; hay
cooperativas de funerarias, no digamos cooperativas de consumo agrícola o consumo
de productos diarios del hogar.

Uno de los principios que se ha superado en una cooperativa agrícola es el de la


venta estrictamente al contado. En la agricultura se puede decir que, prácticamente, se
agregó otro principio: venta al crédito para el agricultor porque su cosecha es una
garantía del crédito que se le dio; ese crédito consiste en lo que el agricultor adquiere en
la tienda de la cooperativa; por ejemplo, se le dan semillas, fertilizantes, insecticidas,
fungicidas, etc. Pero al terminar la cosecha, paga todo esto. Se lleva ese récord.

La Cooperativa CASVACHI, cuando yo fui gerente fue catalogada como la


Cooperativa Modelo de Guatemala por el Departamento Nacional de Cooperativas que
estaba a cargo de don Félix Gándara Girón. La declararon Cooperativa Modelo por los
estrictos controles administrativos y por la forma como conduje a la cooperativa. La
recibí recién creada y la levanté; la tomé con poco capital y la entregué con bastante. En
mi período de 6 años compramos la gasolinera Shell CASVACHI, que está allá en la 8a.

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avenida; allí se puso la tienda de productos agropecuarios y se compró ese predio de
más de una manzana; lo compré yo, pero no para mí sino para la cooperativa. En aquel
tiempo no costó mucho; costó 12,000 quetzales pero, ¿quién tenía 12000 quetzales antes?
Pude haber dicho: «lo voy a comprar para mí». ¡Babosadas! Lo compré para la
cooperativa. Y ahí está el predio. Y tuvimos la oportunidad de haber engrandecido más
a la CASVACHI, porque pudimos haber comprado 2 fincas en la costa norte; en los
Amates, Izabal; allí nos vendían unas fincas que se llamaban Alsacia y Lorena; dos
fincas de don Byron Zadik, que colindan con la frontera de Honduras. Yo fui con los
directivos a visitar esas fincas y eran preciosas para haberlas comprado; la Cooperativa
no tenía dinero para para hacer el negocio, pero el Banco del Agro nos daba el crédito.
Yo les decía: «comprando esa finca, con diez manzanas que vendamos, sacamos el valor
de las fincas y nos quedan gratis», pero me botaron el proyecto. No sé por qué hubo
socios que no quisieron; hicieron asamblea general y dijeron que no, que no se
compraran; entonces, siempre con la idea de comprar y engrandecer a la CASVACHI,
pensamos en negociar dos fincas que estaban situadas en Fray Bartolomé de las Casas;
una se llamaba El Malcotal y la otra La Ceiba. Fui a verlas con los directivos, iban
algunos socios; recorrimos esas fincas que estaban preciosas para trabajarlas en la
cooperativa; no tenía problemas con campesinos; es decir no había conflictos de
invasiones ni nada; no, no las quisieron comprar, esta es hora que la cooperativa si no
las hubiera podido trabajar las hubiera vendido y hubiera hecho un gran capital.

La CASVACHI, no me pesa decirlo, cuando yo salí se vino abajo su


administración, a pesar de que nombraron a un perito contador; hizo tonteras con los
libros de controles; con manchones, con borrones, ahhh. Yo llevaba un control tan
tremendo que, año con año, hacía un cuadro enorme con los nombres de los socios, con
su patrocinio, con su venta de tomate, con sus compras; todo el detalle, con el 10% para
la cooperativa, todo, y lo que le correspondía entregarle a cada uno. Y hacía los cheques
para todos.

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Creo que me extendí mucho sobre el tema de las cooperativas y lo importante que
hubiera sido que las implementaran en la Reforma Agraria de Árbenz. Además, me salí
del tema acerca de que eso de escribir se trae en la sangre…

¿Qué le parece si nos tomamos una cervecita, con jugo V8?

27
-C-

Los encuentros con Elías Valdés

La primera vez que visité a Elías Valdés fue el 27 de septiembre de 2015, luego de que
en San José la Arada asistí, junto a Carlos René García Escobar y Dennis Escobar Galicia,
a un encuentro literario dedicado a José Israel Pérez Posadas. Al concluir el encuentro,
como teníamos planeado, nos enrumbamos hacia Chiquimula para visitar a Elías
Valdés Sandoval. Lo llamamos por teléfono para ver si nos podía recibir y, sin pensarlo,
nos dijo «vénganse». Tenía mucha curiosidad por conocerlo porque había leído dos de
sus libros que me encantaron: Tizubín y La obsesión de Pilarcita. Como ya conté, al llegar
a su casa nos recibió de manera efusiva. En la conversación que tuvimos en su casa, me
encantó lo campechano de Elías y la sencillez con que se prodigó como conversador y
anfitrión.

Comenzamos a platicar a las 10 de la mañana y concluimos a las 3 de la tarde;


tuvimos oportunidad de componer teóricamente el mundo, de hablar de literatura, de
anécdotas, contar chistas, hacer bromas y, claro, pelar a los enemigos. A eso del medio
día nos invitó a almorzar fuera de su casa y le dimos fin a la charla solo porque
teníamos que regresar de Chiquimula a Guatemala y algo que no me gusta es viajar de
noche. No obstante, a lo largo de la conversación sostenida, a cada rato Elías nos repetía
la invitación para que en diciembre, con motivo de celebrar su cumpleaños, no
fuésemos a faltar. Por supuesto, los tres dimos nuestra palabra de estar presentes.

Cuando nos despedimos, nos dijo: «Ai’ se llevan esto». Nos dio a cada uno una
caja de cartón que contenía todas sus obras.

En el camino de regreso, entre cervezas y más chanza, nos prometimos no faltar a


la fiesta de cumpleaños de Elías.

Por mi parte me dediqué a leer sus obras. Mi fascinación por el escritor


chiquimulteco, lejos de disminuir, aumentó. Entonces comenzó a rondarme la idea de

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hacer un pequeño trabajo sobre su vida y su obra, sobre todo la novelística. Lo primero
que hice fue escribir un artículo que publiqué en la revista de la APG y que, con algunas
modificaciones, constituye el capítulo A de este librito.

El 12 de diciembre de 2015, si no recuerdo mal, regresé a Chiquimula junto a


Carlos René García y Dennis Escobar Galicia a la fiesta de cumpleaños de Elías Valdés.
Solo fuimos a dejar nuestras maletas al hotel y, a eso de las diez de la mañana,
decidimos ir a su casa a saludarlo y a manifestarle que estaríamos presente en la fiesta
de la noche. Insistimos en retirarnos y volver hasta el momento de la fiesta, pero él nos
dijo «¿Qué van a ir a hacer a estas horas?, pasen adelante, hay chicharrón con yuca y
traguito». Nosotros no queríamos embucharnos de licor porque queríamos estar en
forma para la noche. Al final nos quedamos y nos pusimos a hablar de literatura y
periodismo; a tratar de que Elías nos contara anécdotas de su vida. Como la vez
anterior, la pasamos de maravilla entre charla, risa, chicharrón con yuca y tragos. En la
plática, le externé que me gustaría a hacer un trabajo sobre su vida y obra. Yo pensaba
en algo breve que condensara todo lo que se ha escrito sobre él y en mis apreciaciones.
Sin embargo, sin darme tiempo a explicarle en qué consistiría mi tarea, me dijo: «¿Y por
qué no se viene un tiempo a Chiquimula a hacer ese libro?» Cuando pronunció la
palabra «libro» me asustó y por poco echo la reculada. No obstante, en el fondo me
gustó la idea. Pero solo se quedó flotando. Ya no volvimos a hablar de eso durante el
día.

Por la noche, cuando llegamos, todo estaba dispuesto para una fiesta de gran
vuelo. La casa estaba llena de gente y el ambiente era de alegría. Las mesas dispuestas
con elegancia y el bullicio fraterno hizo más acogedor el lugar. Allí encontré a varios
escritores y a gente vinculada con la literatura. Una de las modalidades de esa fiesta es
que a los invitados se les pide que lleven uno o más libros. Luego se juntan las obras y, a
mitad de la fiesta esos libros se reparten entre los asistentes, de tal manera que cada
quien reciba uno distinto al que llevó.

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Antes no había estado en una fiesta como esa; no fue bacanal solo porque no hubo
orgías ni música de cítaras y arpas, pero abundó la alegría, la comida, los tragos, la
conversación amena y el espíritu festivo. Toda la familia de Elías participó en
atendernos de manera extraordinaria. A todo esto, yo pensé que después de los tragos
que nos tomamos por la mañana y el medio día, Elías iba a estar de bajón o no iba a
aguantar la velada. ¡Qué va! Andaba como que fuera muchachito; como si nada, y
compartiendo con todos los comensales.

Al despedirnos y retirarnos, nos dijo: «Ai’ se vienen a desayunar mañana».

El 15 de julio de 2016, otra vez con Carlos René García y Dennis Escobar viajamos
a Esquipulas al «Primer Congreso Trinacional de Escritores, Periodistas y Poetas», en el
marco del «XI Festival Trinacional»; esta vez se unió al grupo Karla Olaskoaga.
Llegamos por la tarde a Esquipulas. Al día siguiente, el grueso de actividades se realizó
en el parque recreativo Chatún, propiedad de la cooperativa COOSAJO R.L. Por cierto,
esta cooperativa patrocinó todo y puso esmero en atendernos de lo mejor. Además,
patrocinó los Juegos Florales de la localidad y ha mostrado especial sensibilidad para
financiar la actividad cultural esquipulteca. Ojalá en Guatemala hubiesen más
cooperativas como esa.

El 16 de julio de 2016, después de concluir las actividades del Congreso, nos


despedimos de Karla, que viajó a Guatemala. Nosotros, prestos y veloces, en una
cantinita de Esquipulas pasamos a echarnos, como se estila decir, el night cup.
Enseguida nos fuimos para Chiquimula, donde pasamos la noche. Al día siguiente, nos
apersonamos por la mañana a la casa de Elías y, otra vez, la pasamos de maravilla. Esta
vez, al calor de la plática y los tragos. Elías me preguntó: «¿Bueno usté, cuándo se va a
venir a Chiquimula? Entonces, le respondí, sin pensarlo: «para la fiesta de agosto».

La fiesta patronal de Chiquimula, dedicada a la Virgen del Tránsito se celebra,


igual que en la ciudad de Guatemala se realiza, el 15 de agosto, la fiesta de la Virgen de

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la Asunción. En realidad comienza una semana antes de esa fecha y concluye una
semana después.

Llegué a Chiquimula el 13 de agosto y pasé una semana en ese lugar. Durante esos
días, nos reunimos a diario con Elías y conversamos todas las mañanas. Tomé muchos
apuntes y disfruté de la conversación con él acerca de muchos temas; en especial de su
vida y sus libros. Debo decir que muchos de los datos y anécdotas que aquí se
muestran, aparecen en sus libros; especialmente en Así escribí el libro yo fui un rehén del
M-19, Viñetas de mi barrio, Flores de chacté, Cuentos y anécdotas, Entre la vida y la muerte, Las
semillas de la iguana también, en las tesis: Raíces al viento, una novela del Regionalismo, de
Leonora Preciliana García Martínez de Muralles, El tema ambiental en la obra El pez murió
en silencio del escritor Elías Valdés Sandoval, de Georgina Marisol de Rodríguez Medina de
Reyes, además, en artículos periodísticos aparecidos en revistas y periódicos
guatemaltecos y en otros documentos que obtuve gracias a la generosidad de Elías
Valdés Sandoval.

En principio, no me puse plazo para concluirlo; sin embargo, cuando me iba a


despedir de él, me preguntó: «¿para cuándo lo piensa terminar?» Como no tengo la
rapidez de él para escribir, me concreté a responderle: «pues… todavía no sé…» No me
dejó terminar mi respuesta y acotó: «termínelo en noviembre, así da tiempo de
publicarlo y lo entregamos el 17 de diciembre de este año, cuando celebremos mi
cumpleaños». Y, pues, muestra de que cumplí es el libro que usted tiene en sus manos.

31
-3-

La originalidad es copia de la vida

En literatura es muy difícil publicar algo que sea invención total; que esté desconectado
de la realidad y la experiencia del escritor; todo, en algún modo, lo conecta con esta
vida: naturaleza, seres humanos, cosas, olores, música, comidas, paisajes, lecturas,
oralidad, etc. El mismo idioma con toda la cultura que encierra y que es la herramienta
primaria del escritor, qué lejos está de ser propiedad particular de él. En ese sentido,
para mí, la infancia y juventud tuvieron una importancia capital para mi oficio de
escritor, aunque nunca fui consciente de eso, hasta que ya de adulto caí en eso de
reflexionar sobre el oficio de escritor. Fueron unas etapas en las cuales las experiencias
que tuve se quedaron tan grabadas en mí, que a la hora de escribir las uso con mucha
familiaridad y naturalidad.

Todo ese mundo narrado en mis libros comenzó a llegar a mi memoria desde
cuando ni siquiera sabía hablar. Mi mamá me contaba que cuando yo tenía uno o dos
años, la patoja que me cuidaba se sentaba a la puerta de la casa, conmigo en brazos, y
allí veía pasar las partidas de ganado. Pasaban lotes de veinte, veinticinco, treinta
animales repartidos con sus arrieros. Ese ganado lo traían de Honduras; según el relato
de mi madre, lo llevaban, generalmente, a las montañas de Cobán, Alta Verapaz, a
engordarlos, a que crecieran; eran novillos, pequeños, no muy gordos, con cachos largos
y gruesos. Allí, creo, en la inconsciencia de mi infancia, comencé a familiarizarme con
ese mundo animal y agrario que después, de alguna manera, transmigró a mis libros.

En mi mundo infantil, también hubo experiencias y vivencias entrañables: los


juegos, los primeros cantineos inocentes, las maestras. ¿Ah, las maestras! Recuerdo, por
ejemplo, con mucho afecto a mi maestra de primer grado de primaria, en la escuela
Abraham A. Cerezo; fue una señorita muy bonita, linda, de nombre Haydée Cuéllar,
como de diecinueve años, de ojos azules, rubia… me enamoré de ella. Imagínese como

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la guardo en mi corazón que, en mi libro Flores de Chacté, le dedico unos versitos; le voy
a leer algunos:

«Era una muchacha alabastrina:

bonita, delgada y juncal,

de pelo como de elote tierno.

Sus ojos de cielo,

y su voz melodiosa de cenzonte

en la entrada de invierno.

Ella escribía las vocales

en el negro pizarrón.

yo las dibujaba en mi pizarrita

de marco de madera

con suave pizarrín de leche.

Un día dibujé en mi pizarra una muñeca.

Era de cara redonda como pomela,

de la que salían las largas, torcidas

y delgadas canillas como si fueran chiriviscos.

Le hice largas pestañas volteadas

y boca chiquita.

Cuando le dije a mi maestra

33
que era ella,

soltó una sonora carcajada

y me preguntó:

—¿De veras así soy yo?

No me turbé ni me dio vergüenza,

pero atiné a contestarle:

—Mañana voy a hacerla

más bonita».

¡Ah, mi maestra linda!, Haydée Cuéllar, muchacha recién salida del INSO. Yo solo
deseaba agradarla; por eso, todos los días le llevaba algún obsequio: jocotes, naranjas,
bananos, dulcitos y otras cosas que pasaba comprando al mercado. Ella los aceptaba con
gusto. Me quiso mucho. A veces me sentaba en su silla y eso, a los demás compañeros,
los hacía mortificarse por la envidia, los celos. Me quiso tanto la seño Haydée que a
medio año hizo que me promovieran a segundo grado. Pero, por fortuna, en segundo
no di bola y tuve que regresar a primero, otra vez con la seño Haydée Cuéllar. Esa
poderosa atracción que sentí por mi maestra no fue, lo que suele decirse: un amor
pícaro. Creo que no.

«Casi siempre ocurre que el niño

se enamora de su primera maestra.

Es un amor puro, limpio, un amor

como el que se tiene por la madre».

No como ahora, que hay más picardía y los ischocos solo andan viéndole las
piernas o buscando el mejor ángulo para verle el calzón a la maestra. No es que esté

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contra la picardía infantil, yo creo que es hasta necesaria; lo que pasa es que cada época
tiene su propia manera de manifestarla en la niñez. En mis tiempos, por ejemplo, en los
que la pornografía no había penetrado en el medio, nuestras picardías eran de otra
índole. Pero recordando a mi maestra; ahora que lo pienso bien, yo digo que sí tenía
picardía; lo que pasó fue que era muy tímido y además muy patojo. Lo bonito de la
literatura es que uno puede sacar esa timidez sin ningún temor y mimetizarla. Por
ejemplo, evoqué a mi maestra en un pasajito de mi novela Viaje a la infancia. Cambié su
verdadero nombre y en lo escrito quiero dar la sensación de que ya no soy tan niño. En
la novela digo que la maestra nos instruía sobre no mentir y nos animaba a decir
siempre la verdad; entonces, «En plena clase, en presencia de todos, relaté que había
tenido un sueño muy bonito. Ya algunos habían contado sus problemitas y habían
pedido consejo. La seño Ivonne me dijo:
»—Cuéntalo sin pena, si es verdad que soñaste lo que quieres contar.
»Nunca en la clase hubo tanto interés y expectación. Mis compañeros guardaron
inusitado silencio.
»Entonces me sentí animado y conté que había soñado que estaba en un bosque
desconocido, donde habían árboles altos, verdes, y soplaba mucho viento, y había una
corriente de agua como un riachuelo. El agua corría rumorosa por entre piedras
grandes, redondas. En la orilla había una mujer muy linda, desnuda. Completamente
desnuda. Le vi sus piernas, sus chichitas y su cosa negra... Yo estaba desnudo también,
porque iba a bañarme. La mujer era joven, bonita, de pelo largo. Ella me llamó con
señas y luego yo estaba a su lado. Me abrazó y me besó en la boca. Yo sentí dulce el
beso. Luego rodamos juntos sobre la fina arena. La muchacha llevaba la iniciativa. Yo
estaba boca arriba. Ella encima moviéndose, jadeante, dando chillidos como si se
quejara de algún dolor. Seño Ivonne, dije, me da pena seguir contando…
»Mis compañeros gritaban: “¡que siga, seño! ¿Qué siga, que siga!”
»La seño Ivonne insistió: “Termina de contar tu sueño!...
»—Seño Ivonne: usted nos ha dicho que no digamos mentiras, dije. Y agregué:
seño Ivonne, la muchacha de mi sueño era usted. ¡La vi bien en mi sueño! Seño Ivonne:

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¿puede uno escoger lo que quiere soñar? ¿Es malo que yo haya soñado lo que acabo de
contar?
»La seño Ivonne se puso roja de la cara. Y muy nerviosa.
»Hubo gritos y carcajadas. Yo estaba muy confundido.
»No sé si estaba furiosa, pero le temblaba la voz cuando me gritó, señalando la
puerta con la mano derecha:
»—¡Fuera de aquí! ¡Malcriado! ¡Pervertido! ¡Ahorita mismo voy con el director a
pedirle que te expulsen de la escuela! ¿Eres un majadero!»
¡Ah, mi maestra!, ¿ah, la literatura!
Y siguiendo con el tema de la picardía infantil de antes, en una entrevista que tuve
con Marlon Colindres, de miChiquimula.com conté una anécdota respecto a ese tema; se
la leeré haciéndole unos pocos cambios: «En la época de mi niñez, uno casi siempre
trataba de colarse a las distintas actividades, ya sea del circo o deportivas. Sucedió que
un día 15 de agosto, la municipalidad montó un partido de futbol, con representantes
de Puerto Barrios y la selección de Chiquimula, integrada por dos equipos famosos: El
Sandino y El Porvenir.
»Los niños siempre tratábamos de colarnos de cualquier manera y la más fácil era
ayudándole a los músicos que iban adelante del desfile; antes de ese partido se realizaba
un desfile que iniciaba su recorrido desde el frente de la municipalidad, en el que
participaban ambos equipos, los cuales realizaban la caminata ya uniformados,
encabezados por la banda de música. Ya para llegar al estadio, los niños acudíamos a
ayudarle a los músicos a llevar los implementos; entonces yo cargué un tambor grande,
porque ya no había otro implemento, pues a otros muchachos les dieron otros, como
clarinetes, saxofones, y otro tipo de implementos que no pesaban, pero a mí me tocó
llevar el tamborón y por varias cuadras.

»Recuerdo que pesaba bastante… cuando llegué a la puerta tuve que lanzar al aire
el tamborón porque me di cuenta que la entrada al partido ¡era gratis!, entonces me di
cuenta de ¡la gran jodida que llevé!» Como puede darse cuenta, Juan Antonio, fue una

36
picardía de balde. Ahora, si le parece, hagamos una picardía de adulto: echémonos un
trago.

Mientras usted sirve, ya que hablamos de mi infancia y juventud, se me vienen a


la memoria tantos recuerdos felices que, estoy seguro, después incidieron para moldear
mis características como escritor.

San José La Arada, el lugar donde nací fue un terruño fundamental para mí, a
pesar que allí viví poco. Más o menos a los dos meses de edad, mis papás se trasladaron
a una finquita que se llamaba Miramundo, en el camino antiguo de Chiquimula a San
José la Arada, cerca de donde está el panteón de la Arada, donde fue la batalla que se
libró el 2 de febrero de 1851, cuando por poco Guatemala pierde su soberanía; allí viví
con mis padres hasta la edad de un año, año y medio, más o menos. Luego de esa etapa,
nos trasladamos a Chiquimula. Por ese entonces, mi papá iba a la finca de mi abuelo; a
la que le decían La Xun; tenía ganado, cañaveral y la molienda era hidráulica. Esa etapa
fue muy hermosa para mí porque tuve mucha libertad y aspiré de lleno ese mundo
rural noble y rudo.

Cuando nos vinimos a vivir a Chiquimula la relación con mi abuelo disminuyó de


manera considerable. Lo miraba solo cuando me enviaban a hacer algún mandado a la
casa de él; lo miraba también cuando se celebraba el último día de la molienda. En esas
oportunidades regalaba toda la miel que se producía durante el día; salían nueve
peroles. Recuerdo que la molienda de mi abuelo era hidráulica, no era movida por
bueyes. Era el único trapiche hidráulico en toda la región. Esas festividades
contrastaban con la rudeza del trabajo en la finca y permitían que la alegría y confianza
afloraran en todos. A mí me encantaba eso. Era como dar gracias a la vida por los
beneficios recibidos; algo así como la celebración de la cosecha.

A mi abuelo solo lo tuve cerca cuando enfermó y cayó en cama; ese tiempo con mi
hermano José Israel (Tito), nos fuimos a cuidarlo.

37
Quizá uno de los vínculos más fuertes que tuve en mi niñez, además de mi madre,
fue con mi abuela. De patojo la visitaba casi todos los días. Recuerde que en ese tiempo
existía el tren. Yo me encaramaba en el que iba a San José por la mañana, y me venía en
el de la tarde. Ese trayecto de Chiquimula a San José, en tren, es inolvidable; mi vista se
enriqueció de paisajes y de la lentitud del tren que a uno lo hacía sentir que toda la vida
debía llevarse con tranquilidad; que esa parsimonia era para que uno aprendiera a ver
todas las cosas con profundidad; todo eso me fascinaba y a partir de allí fue que, creo,
desarrollé mi espíritu de observación de toda esa ruralidad que me circundaba. Por eso
aprendí a montar caballo desde los siete años, a arar, ordeñar, a tirar con honda, a cazar
conejos, etc.

En San José la Arada, mi abuela Pilar Morales Salguero tenía una tienda que era la
delicia de los patojos. Ella era una señora muy querida en el pueblo. La tienda estaba
bastante surtida; tenía de todos los artículos que consumían los vecinos. Allí nos
reuníamos en la casona de ella alrededor de quince o veinte nietos suyos; jugábamos,
hacíamos travesuras, le robábamos cositas de la tienda: los varones, hules para hacer
hondas; los niños, dulces. Allí vendía canillas de leche, colochos de guayaba, melcochas,
botellitas de miel, dulce de coco y muchas dulzuras más; nunca puso reparo en que
nosotros nos bombeáramos los dulces; también se hacía de la vista gorda cuando le
metíamos gavetazos.

Mi abuela Pilar tenía una pequeña marimba y cuando nos reuníamos todos los
nietos, mandaba a llamar a los marimbistas y nos poníamos a bailar en la sala de la casa.
Era alegrísimo. Los que ya sabíamos bailar nos dábamos la grande y los más pequeños,
de vernos, aprendían a menear el esqueleto.

La generosidad de mi abuela y la alegría que experimentaba todo el día jugando


con mis amigos y primos eran los puntos de atracción más importantes cuando llegaba
por la mañana a San José la Arada, que siempre ha sido un pueblo acogedor, amigable y
limpio. Por eso, cuando el 19 de marzo de 1994 me declararon hijo predilecto de San

38
José la Arada y el 19 de marzo de 2011, cuando la Municipalidad de San José, a petición
de la Asociación Hijos Ausentes Josefinos, decidió ponerle mi nombre a una calle de San
José, me sentí muy honrado porque mis paisanos me hicieron posible que el hermoso
pueblo de San José la Arada cupiera completito en mi corazón. ¡Imagínese las
emociones que experimenté!

Por todo eso que uno vive con intensidad, y luego trata de volverlo fantasía
original a través de la literatura, en el fondo creo que es solo una copia imperfecta de la
vida.

39
-4-

La experiencia periodística

¿El periodismo, dice? Pues, picado como andaba yo por escribir, tuve la suerte que al
terminar mis estudios en el INVO, poco antes de cumplir veinte años, Edmundo Zea
Ruano me recomendó con José Alfredo Palmieri, quien me llevó al Correo de Occidente,
de Quetzaltenango; allí me dio el puesto de reportero en ese periódico que él había
fundado. Pronto, accidentalmente, me quedé de jefe de redacción, porque Guillermo
Leiva, quien ocupaba el puesto y era exilado hondureño, regresó a Honduras con su
familia.

Recuerdo que la década del 50 dio una excelente generación de periodistas


chiquimultecos: Roberto Girón Lemus, Edmundo Zea Ruano, Miguel Ángel Vázquez,
Rigoberto Cabrera, Macrino Blanco Bueso, etc.

El Correo de Occidente era un periódico hecho con tipos sueltos; los cajistas, con sus
componedores y tipómetros armaban con rapidez las líneas. ¡No teníamos ni linotipo y
sacábamos un periódico de 12 páginas! De esos tiempos recuerdo una anécdota
simpática: José Alfredo Palmieri llegó de la capital a eso del mediodía de un sábado; el
periódico salía a las cuatro. Me preguntó si tenía alguna nota fuerte para la primera
página. Como no había nada, me dijo que pusiera el siguiente titular: «Invasión negra a
Xelajú». Yo me pregunté de qué iba a ser eso, y cuando leí el texto, le dije que no me
parecía correcto titular de esa manera… pero él era el director. La nota trataba sobre el
asfaltado entre Totonicapán y Quetzaltenango. La invasión era negra, por el petróleo
del asfalto. Cuando los patojos voceadores salieron con el periódico a la calle, se vendió
como pan caliente, tuvieron que imprimir más ejemplares… pero al día siguiente no se
vendió ni uno.

Del Correo de Occidente pasé a fundar el semanario Aurora, siempre en


Quetzaltenango. Yo estaba contento en el Correo de Occidente, pero las cosas allí no

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andaban bien; el periódico tenía suficientes ingresos, pero como los asuntos de
publicidad y de otros aspectos los manejaba Palmieri desde su oficina en la capital,
resulta que él absorbía la mayoría de esos fondos y, por tal razón, el Correo de Occidente
comenzó a flaquear en su economía. Dentro del periódico se rumoraba que pronto iba a
desaparecer y, en uno de sus editoriales, Palmieri insinuó su pronta desaparición. Fue
entonces cuando a mí, ante la inminencia de quedarme sin trabajo, se me ocurrió la idea
de fundar el semanario Aurora que, como ve, aquí conservo empastados todos los
números que alcancé a publicar. El primer número apareció el domingo 3 de agosto de
1952; para entonces tenía veintiún años de edad.

La experiencia periodística que tuve en Quetzaltenango fue muy alentadora y de


mucho aprendizaje; también de bohemia, de recuerdos gratos. Viene a mi memoria, con
especial aprecio de esa época, el poeta Víctor Villagrán Amaya, quien fue un gran
conversador, una persona dotada de un humor festivo, pero a veces cáustico. A
propósito, recuerdo una anécdota de lo más simpática que protagonizó este poeta en el
Correo de Occidente. Un día que estábamos en plena faena, preparando la edición del
periódico, a eso del medio día llegó Víctor; andaba contento y se había echado algunos
tragos; estando allí, llegó José Alfredo Palmieri. Entró con abrigo y, sobre una mesa,
colocó su maletín; era precioso, de piel de cocodrilo. Al verlo, Villagrán, antes que
Palmieri entrara a su oficina le dijo en doble sentido y con todo el tono de la ironía:
«¡Tenés tu buen cuero de cocodrilo, verdá Palmieri!» Palmieri se quedó echando rayos y
Villagrán se fue a seguir la farra.

Con mis compañeros de la casa de huéspedes Osmán René Tobías y Romeo de


León Velásquez, salíamos todos los sábados a pasear. Íbamos a una cantina, no sé si
todavía existe, que se llamaba El Conejo; por un callejón que está por el teatro Roma; ya
no me recuerdo muy bien. También íbamos a la feria de Salcajá; allí tomábamos caldo
de frutas, íbamos a Almolonga y a muchos lugares aledaños a Quetzaltenango.
También, en esa bohemia y salidas a diversos lugares, tuve mucho aprendizaje al

41
observar la alegría de la gente, sus tradiciones, y también las diversas maneras de tomar
y preparar los traguitos.

El periodismo, a pesar de todas lo hermoso que tiene, para mí fue en aquellos


tiempos muy absorbente, obstáculo para otras realizaciones; por ejemplo, en
Quetzaltenango, no pude concluir mis estudios de Derecho en la Universidad; y en la
capital, mientras trabajaba en Nuestro Diario, comencé a estudiar en la Escuela Centro
Americana de Periodismo; el horario de clases era de cinco de la tarde a nueve de la
noche; sin embargo, de repente, José Calderón Salazar, que era el director, decidió sacar
el periódico en la mañana (en ese entonces todos los periódicos salían por la tarde),
entonces ya no me quedó tiempo para asistir a la U porque, a las 8 y 10 de la noche,
todavía estábamos en la redacción echando punta. Allí, en la Escuela Centro Americana
de Periodismo el director era Flavio Herrera; tuve, entre los profesores que recuerdo al
escritor y político peruano Andrés Tomsen Escurra. Estuve poco, pero aprendí mucho.

No obstante, de José Calderón Salazar tengo muy gratos recuerdos. Aprendí


mucho de él; me enseñó bastante, pero cuando salí de Nuestro Diario, le perdí la pista.
Hasta años después, tuve algunos encuentros por correspondencia con él. Dos cartas
conservo todavía, que las escribió, como puede ver, ya bastante mal porque su firma
está toda temblorosa. Para darle un baño a mi memoria quisiera leérselas; ¿puedo?...
Gracias:

«México, 19 de noviembre de 1991.

»Recordado y querido amigo:

»Recibí la carta del viejo compañero Enrique Figueroa en la que me dice


su deseo de que le escriba, lo que con gusto hago.

»Le doy las gracias porque se acuerde de mí. Hace 12 años me


encuentro aquí con mi familia. Motivo: como corresponsal del EXCELSIOR.

42
»En Guatemala siempre comuniqué la verdad, lo que disgustó al
entonces presidente Lucas quien me expulsó del país. Nos vinimos y desde
entonces soy del cuerpo de redactores internacionales en Excelsior.

»Quiero contarle que registrando viejos papeles que dejó mi padre, José
Calderón Valdés, consta que todos los Valdés de Chiquilum somos parientes
por Valdés.

»¿A qués se dedica ahora?

»Le cuento que en México he publicado los siguientes libros: Agua de


regreso (agotada), Óscar Compañero, Aquellas Guateviejas fue editado por
editorial Praxis de México, lo mismo que Oscar Compañero. En cuanto a Todo
es gracia fue editado en Guatemala por Editorial Edinter que lo distribuye.

»Cuénteme de su vida y trabajos. ¿Abandonó el periodismo? Es ahora


en todo el Mundo una profesión peligrosa cuando se escribe la verdad.

»Ahora he reanudado mis colaboraciones en Prensa Libre, dos veces a la


semana.

»Ojalá reanudemos nuestras relaciones amistosas y que nos escribamos


seguido. Me encanta recibir cartas de los amigos. ¿Ha leído “El coronel no
tiene quién le escriba, de García Márquez? Es lo que me pasa a mi: deseo
cartas y más cartas de los amigos.

»Sepa que lo recuerdo con cariño y admiración.

»Su amigo y compañero que lo quiere.

»José Calderón Salazar»

Y esta otra:

«México, 29 de febrero de 1992

»Inolvidable Elías Valdés. Recibí sus letras con gran alegría para mi
corazón. Es usted inolvidable para mi. Es de los pocos, demasiado pocos
amigos que tengo en Guatemala.

43
»Conocí y traté bastante a un venerable anciano, muerto ya, llamado
José Liberato Valdés, nacido en Chiquimula según me contó. Don Liberato,
siempre fino y bondadoso conmigo. Fue mi pariente. Quiero que me cuente
si fue familiar suyo. Era bondadoso y vivía en la pobreza más dolorosa, en
una pieza que alquilaba frente a la mía en la zona 11.

»Por favor, Elías, no me llame maestro. Soy un periodista mediano y si


algo he hecho en la vida es bien poco de lo que Dios esperaba de mi.

»Inolvidables aquellos días de Nuestro Diario cuando usted fue


siempre mi puntual colaborador.

»Bien, Elías, aquí termino estas letras, esperando que Dios lo anime
para seguir adelante con sus obras.

»Yo fui de la APG, pero como no pagué mis cuotas desde que vine a
México supongo que se me eliminó, lo cual me dolerá en el alma. Cuénteme
de eso y diga a los directivos de la APG que en espíritu me siento apegista.

»Aquí termino estas letras. Dios lo tenga de su mano hoy, mañana y


siempre.

»Su compañero y amigo

»José Calderón S. »

En el periodismo conocí a muchas personas generosas, de quienes aprendí mucho,


tanto como periodistas como en su calidad humana. Entre los muchos, recuerdo con
especial afecto a don Ricardo Barrios Galindo quien fue el primero en publicar mis
trabajos, en el Diario de Centro América. Personalmente no nos conocíamos; yo le
mandaba por correo mis trabajos y él me los publicaba. Antes el correo era eficiente.

Cuando me fui a Guatemala, ya pensando en trabajar en un periódico, lo primero


que hice fue visitar el Diario de Centro América. Allí estaba don Ricardo Barrios Galindo;

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era un viejón, gordo, canoso… Allí estaban tres paisanos trabajando; eran Fernando
Valdés Días, Miguel Ángel Vásquez y Edmundo Zea Ruano; eran reporteros. Primero,
platiqué con los paisanos, que ya eran conocidos. Ellos me dijeron: «Allá está don
Ricardo». Él estaba en una esquina, escribiendo en su máquina. Entonces, a instancias
de los paisanos, fui a saludarlo. Cuando él me vio, me dijo: «Yo creí que usted era
mayor, pero es puro patojo». Yo tenía, creo, 20 años.

Por esa época, como usted menciona, Juan Antonio, en la Revista Entre Broma y
Broma Alfredo Juárez Aranda, que era quien escribía de cabo a rabo la revista y hacía los
dibujos, en su sección “Biografía Mínima”, escribió muy a su estilo la biografía satírica
de don Ricardo que, según usted me dijo, la tiene en su casa; así que, por vida suya, le
ruego que la incluya:

«Vida, Pasión y Muerte del Poeta Ricardo Barrios Galindo

»Aquel trocito de carne morena dotado de cabeza, pancita y pies, no vino al


mundo en alas de la Cigüeña como tanto poeta pedestre que anda por ahí de
consonantes y salchichas. No. El poeta Barrios Galindo hizo su feliz aterrizaje a bordo
de un enorme pájaro zahareño de grandes ojos amarillos y de corvo y afilado pico. Algo
así como el pájaro Martínez Nolasco y que era nada menos que el Buho de Minerva,
según la opinión de los versados en cetrería.

»Aún se encontraba dentro del embalaje de la casa remitente cuando comenzó a


cantar no recordamos si el aria de “Lucía de Lamemour” o el trío de los Panchos con
acompañamiento de los Tres Diamantes. El hecho fué tan sorprendente que le erizaron
los pelos a la comadrona, no obstante que usaba una peluca casi tan oxigenada como la
que usa el señor presidente del organismo judicial cuando se pone la toga.

»Este trascendental acontecimiento dió margen para que las comadres de


vecindad echaran a rodar la especie de que aquel chiquillo, si Dios le daba vida y salud,
llegaría a ser con el tiempo un barítono napolitano, un bailador de tangos argentinos o
un estoqueador español de reses mansas…

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»Y las alegres comadres de Berlín no se equivocaron en sus vaticinios porque
mucho antes de que le saliera la muela del juicio, ya era un poeta hecho y derecho,
inspirado como un médium espírita cuando se encuentra en trance y florido de toda
clase de adjetivos como un tamagás envuelto en hojas de plátano por las propias
expertas manos de Alvaro Hugo Salguero.

»Los primeros versos de su adolescencia que se conservan (en alcohol de noventa


grados, precisamente), son aquellos que dicen:

» “Animas somos

»del cielo venimos,

»limosna pedimos

»para las ánimas.

»Si no nos la dan,

»puertas y ventanas

»nos la pagarán…”

»Estos primorosos endecasílabos, que fueron recitados por Bertia Singerman en la


antigua Placita del Colón, provocaron un entusiasmo desbordante que la pobre Bertita
estuvo a punto de ser linchada por las señoras de la plaza. Animado por este primer
éxito literario el poeta Barrios Galindo escribió aquel primoroso soneto que dice:

» “No me mueve, mi Dios para quererte,

» “aquello” que me tienes prometido,

»¡El ave canta aunque la rama cruja

»Como que sabe lo son sus alas…!”

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»A partir de aquel momento Ricardito quedó consagrado como el mejor poeta de
España y América. Y “El Diario de Centro-América”, que es algo así como el mercado
negro de la literatura, lo acaparó para sí, y allí lo tienen rempujando sonetos, baladas,
odas y no odas…

»No sería de extrañar que un día de tantos Ricardito le rompiera la lira en la


cabeza al Chatío Ovalle para lanzarse como candidato a la alcaldía, tal cual lo hicieron
González Juárez y el Cura Lisa Ralde. Porque, generalmente, en eso vienen a parar los
grandes poetas y los grandes apóstoles de la vida natural.

»Ahora Ricardo Barrios Galindo se encuentra gozando de excelente salud, pesa


casi doscientas libras, usa chaleco de fantasía y siente horror por las mieles de purga y
por los malos hombres de la reacción»2.

Otro periodista que recuerdo con afecto es a Roberto Girón Lemus. Como le conté,
mi cuento El anatema de niá Luteria fue publicado en la revista literaria del Diario de la
Mañana que era un periódico de Guatemala; lo dirigía Roberto Girón Lemus. También
fue Girón Lemus quien me compró mi tesis de bachillerato; me pagó 30.oo quetzales
que, en aquel tiempo, calculo que serían como 300.oo de ahora. A Girón Lemus lo
asesinaron. Fue muy valiente, muy bueno; un buen periodista. Fue el único que en el
plebiscito para confirmar a Castillo Armas como presidente de la República sin
necesidad de elección dijo «NO». En ese entonces había un terrorismo bruto que ¡quién
se atrevía a decir que no quería que confirmaran en la presidencia a Castillo Armas!
Casi todos dijeron «Sí». Él fue el único que dijo: «No; yo no estoy de acuerdo», a pesar
del enorme riesgo para su vida que eso implicaba. Dije yo: «Este está firmando su
sentencia de muerte; pero no; lo respetaron por fortuna». A Girón Lemus lo mataron
después; no fue la guerrilla; a él lo mandó matar Mario Sandoval Alarcón.

2
Este texto, que por indicación Elías Valdez reproduzco, está contenido en: Revista entre broma y broma, No. 15,
III época, Guatemala, sábado 5 de enero de 1952, Pág. 7.

47
También guardo un grato recuerdo de Virgilio Rodríguez Macal, quien fuera
director de Nuestro Diario. A pesar de que no me relacioné mucho con él, ya que como
reportero yo casi solo en la calle me mantenía, sí le tuve mucho aprecio. Era un escritor
campechano, amable, de buenos sentimientos; no era egoísta y tenía el don de estrechar
la amistad; a mí me quiso mucho él. Recuerdo una vez que estábamos en Nuestro Diario
cuando, de repente, entró y desenrolló el cuero de un leopardo, ya curtido: «miren —
nos dijo—, este yo lo cacé». Y se lo creímos porque él conocía bien la selva; conocía la
vida de los chicleros, madereros, estaba tan familiarizado con El mundo del misterio verde;
salía también a cazar lagartos para vender los cueros. En medio de la poca relación que
tuve con él, sí tuve la oportunidad de echarme los tragos y compartir gratos momentos;
recuerdo una vez que celebramos el cumpleaños de su madrastra; don Virgilio
Rodríguez Beteta, su padre, organizó la fiesta. Fue una ocasión memorable que se
celebró a lo grande. Pusieron una gran mesa, estilo buffet; había bastante comida y
traguito. Allí estaba Virgilito, que así le decía ella; también Antonio García Urrea,
Antonio Hernández, que era fotógrafo; Celso Álvarez, Julio Drago Palomo y otros
compañeros. La pasamos muy contentos y tuve la oportunidad de constatar que no solo
en el trabajo, sino también en la vida cotidiana, era un ser campechano y muy
interesante. Para mi casamiento también estuvo presente y se echó los buenos tragos.
De ese día tengo una foto memorable en la que está Zoila, Rodríguez Macal y yo. Por
cierto, vea, tiene ojos de que ya le calaron los tragos y además, le tiene puesto el brazo a
mi mujer en el hombro.

La lista de periodistas que recuerdo como maestros y compañeros es larga; sobre


cada uno podría contar anécdotas que fueron gratas, enseñanzas que recibí, momentos
en los cuales compartí alegrías, tristezas y otras emociones que hicieron de mi época
periodística algo perdurable en mi memoria.

Hablando de recuerdos gratos, mire, aquí tengo a mano, una cartulina impresa
que, a propósito de mi casamiento, me dieron mis compañeros, cuando estaba en

48
Nuestro Diario. En ese entonces, el director era Virgilio Rodríguez Macal. Si me permite,
se la voy a leer; dice así:

«Querido Elías:

»Hemos vivido contigo días felices y días amargos, hemos estado en el ajetreo de
la máquina y la tinta, o en la noticia que se va, dejándonos sabor agridulce en la boca,
hemos visto en ti al compañero fiel, mesurado en la censura y amplio en el elogio, por
esto deseamos que el cambio de vida social que experimentas, no haga más que
afianzarte en tus ideales, colocarte en la postura que anhelas y que tus empeños
lograrán.

»Continúa, ahora en compañía de tu esposa, a quien sabemos mujer virtuosa y


ejemplar, en la senda que te trazaste y que el matrimonio te ayudará a seguir».

Lo firman, Virgilio Rodríguez Macal, José B. Dávila, Carlos García Urrea, Antonio
Ortíz, Guillermo Herrera B. José Lara Toruño, Adolfo Barrios, Raquel de Barrientos,
Zoila Mirón L., Hilda Herrera Ovalle, María Paz, Raúl González Palomo, Raúl San
Germán, Enrique Figueroa, Francisco G. de la Roca G. J. Miguel Cano, J. Antonio García
Urrea, Rafael López Molina, Julio Drago P., Antonio Hernández, Ricardo Urquizú,
Celso Álvarez R.

Me parece raro que no firme la cartulina Rosita Jáuregui; ella me quiso mucho; fue
una excelente compañera.

De mi época como periodista no nos alcanzaría una semana para hablar sobre ella.
Creo que dedicarme al periodismo en esa época fue de lo mejor que me pudo haber
pasado y de las mejores decisiones que tomé en mi vida. Aunque hubo sinsabores, el
balance de esa experiencia es muy positivo. No solo como ser humano sino como
almacén de herramientas para, después, desempeñarme como escritor.

49
-D-

La madre oralidad

A lo largo de los libros de Elías Valdés hay un factor muy importante que contribuye
con fuerza a darles ese carácter de sencillez del cual ya hablé: la oralidad; tanto la
funcional (herramienta para la narración), como la subjetiva: la que subyace como alma
de las tramas, anécdotas y características de los personajes; además, como elemento
vinculante entre todos los hilos de sus libros y que crea el necesario ámbito de
intimidad para relacionarse con el lector. A veces, no parece que el escritor narrara para
todos sus lectores sino para cada uno en particular. Es tan eficaz, que logra crear un
ámbito de complicidad entre él y el lector.

La oralidad que alimenta su literatura, Elías Valdés la utiliza como gancho para
mantener atrapado al lector; es una argucia poderosa que airea sus historias.

La oralidad es un elemento que quedó con cierto rezago en la novela moderna; en


cierto sentido para privilegiar recursos como el monólogo interior, el soliloquio, el
trasloque temporal, el uso reiterativo del llamado flashback, recurso demasiado usado
para romper la linealidad de la narración, proveer de nuevos puntos de vista, etc.
También la introspección en los personajes, el flujo de conciencia, la in media res, y otras
técnicas que, asimiladas en los distintos ismos que se han producido a partir de que la
novela moderna se inauguró, surgieron luego de agotarse el romanticismo y el
modernismo. Todo eso, y más, en buena medida ha contribuido a darle a muchas
novelas modernas un barniz de artificialidad. Quizá por eso, para darle un toque de
más de veracidad a sus ficciones, Elías no ha desdeñado ese recurso inmenso que es la
oralidad.

Pero ¿qué misterio es ese que hace de la oralidad una herramienta eficaz para
insuflar de amenidad una narración?

50
Los griegos y las culturas ágrafas que los precedieron, lo sabían muy bien. En
general, para nosotros, que nacimos dentro de una cultura escritural, nos resulta difícil
entenderlo. Para eso es preciso tener en cuenta que «La sociedad humana se formó
primero con la ayuda del lenguaje oral; aprendió a leer en una etapa muy posterior de
su historia y al principio sólo ciertos grupos podían hacerlo. El homo sapiens existe desde
hace 30 mil y 50 mil años. El escrito más antiguo data de apenas hace 6 mil años» 3.
Dicho en otras palabras, la escritura es joven comparada con la oralidad que constituyó
durante tantos siglos el único vehículo de comunicación, la oralidad fue el cohesionador
cultural»4.

La fuerza oral que subyace en las novelas de Elías Valdés uno la puede sentir,
sobre todo, en la ausencia de adornos retóricos, en el modo directo de plantear las
diversas situaciones y en la concisión de los hechos; como «la literatura griega se
distingue por la omisión de todo aquello que no es esencial en el plan de conjunto, y se
funda en el vigor y buena distribución de las partes»5. En tal sentido, «Verdades de una
suma agudeza y situaciones de verdadera trascendencia resultan expresadas de modo
tan directo que, al pronto, nos desconciertan hasta parecernos casi infantiles. Pronto
advertimos que ello es efecto del afán por decir lo esencial y nada más que lo esencial.
Hablando en términos generales, al griego le disgusta la escritura excesivamente
refinada, y, a pesar de su sutileza y su vigor innegables, su prosa parece evitar cuanto
no responda a su inmediato propósito informativo»6.

Un aspecto en el que debo ser muy puntual es en cuanto a que, al referirme a la


oralidad que insufla la narrativa de Elías Valdés; no debe entenderse, de ninguna
manera, como una transcripción de la oralidad, no; la oralidad juega el papel de
inspiradora; de, en cierta manera, mimetizarse en la escritura; manteniendo el vigor de
la oralidad pero adaptándose con creatividad a un medio que, en cierta manera, le es

3
Ong, Walter J., Oralidad y escritura /Tecnologías de la palabra, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, Pág.
12.
4
Ídem, Pág. 12.
5
Bowra, C. M., La literatura griega, Fondo de Cultura Económica, México, Cuarta edición, 1958, Pág. 10.
6
Ídem. Pág. 11.

51
hostil o constituye su antípoda: la escritura; de esa manera no hay traición de medios
sino una interacción entre oralidad y escritura.

A alguien que no ha conversado durante horas y días con Elías Valdés le resultará
difícil descubrir, a ciencia cierta, las raíces de la oralidad que nutren el árbol de su
prosa. Sin embargo, para mí fue un privilegio que Elías Valdés Sandoval me dispensara
tantas horas de conversación para acercarme de mejor manera a su obra; eso me
permitió atisbar su fuerza creadora que emerge con potencia de las fuentes orales en las
que abrevó anécdotas, historias, personajes, ambientes para mimetizarlas en una
realidad literaria vigorosa, y de un lumbre artístico que ha iluminado con fuerza la
literatura guatemalteca.

Elías Valdés Sandoval asimiló la oralidad con tal fuerza que le permitió utilizar su
nobleza primitiva, sobre todo, en sus novelas. De paso, parece que la misma oralidad lo
hubiera dotado de la sabiduría necesaria para adaptarla al sofisticado formato de la
escritura. En ese sentido, parece como si Elías hubiese transmigrado hacia la época oral
primitiva «de las culturas orales primarias, aquellas que no conocen la escritura en
ninguna forma, aprenden mucho, poseen y practican gran sabiduría, pero no
“estudian”.

»Aprenden por medio del entrenamiento —acompañando a cazadores


experimentados, por ejemplo—; por discipulado, que es una especie de aprendizaje;
escuchando; por repetición de lo que oyen; mediante el dominio de los proverbios y de
las maneras de combinarlos y reunirlos; por asimilación de otros elementos formularios;
por participación en una especie de memoria corporativa; y no mediante el estudio en
sentido estricto»7. Por algo, también, Vargas Llosa dice que «los verdaderos escritores
aprenden por sí mismos».

Me ha pasado a mí que, leyendo a Elías Valdés, me siento como si, en realidad,


alguien de manera física me estuviera contando las historias. Alguien que, mediante

7
Ong, Walter, Op. Cit. Pág. 18.

52
recursos orales, no deja que mi atención decaiga y espera que el narrador nunca
concluya. Esa fuerza oral que subyace en la narrativa de Elías también trae aparejada
ese recurso, indispensable en una buena novela: el suspenso. Cada momento novelístico
de Elías nos emponzoña con el ¿qué vendrá después? Es decir, nos hace que
formulemos preguntas y exijamos respuestas que solo podremos conseguir siguiendo la
lectura, manteniendo la atención sin decaer y haciéndonos, a la vez, cómplices de su
narración, amigos o enemigos de los personajes y, sobre todo, anticipándonos
mentalmente para formular expectativas. Recordemos que la etimología de la palabra
suspenso viene del latín y significa «colgar». En otras palabras, cuando uno comienza a
leer una novela de Elías Valdés Sandoval, es casi imposible que uno suelte su lectura.
Así de poderosa es su narrativa.

Y, bueno, como decíamos en nuestras declamaciones escueleras: «he dicho».

53
-5-

El estilo

Es cierto, todos tenemos un estilo; es como el distintivo de la personalidad de cada


quién. Hasta para caminar tenemos un estilo que nos distingue de los demás. No puedo
definir con exactitud mi estilo; lo que sí es cierto es que trato de escribir con sencillez, no
busco rebuscar las palabras ni soy un explorador de metáforas. Cuando me siento a
escribir me dejo ir, escribo rápido, sin detenerme; usted puede verlo, Juan Antonio, en
las copias al carbón que tengo de mis trabajos; casi no hay correcciones posteriores a
mano; creo que esa manera de hacerlo es, en cierta medida, algo que heredé del
periodismo. Cuando se acerca la hora del cierre y hay que llenar espacios, no queda
mucho tiempo para pensar mucho ni para cuidar detalles; solo hasta que el material
está publicado uno puede darse cuenta de algunos errores; de que en tal lugar del texto
hubiera quedado mejor otra palabra, etc. Entonces, ese ejercicio de escribir rápido y
luego autocriticarse, creo, le va dando a uno la mano para redactar lo más limpio
posible. Y de allí, creo, deviene mi estilo sencillo. Es algo, repito, por lo que estoy en
deuda con el periodismo. Por eso es que, como usted mismo reconoció, mi estilo no es
rebuscado; está despojado de adornos y, en todo caso, a lo que trato de adaptarme es al
habla y modo de actuar de los personajes, según la caracterización que les he dado y las
circunstancias en las que se desenvuelven. En otras palabras, que fondo y forma se
correspondan; que haya coherencia entre los personajes y el ambiente o ámbito en el
cual ocurren las acciones. Es cierto que esa forma de escribir a veces provoque que a
uno se le vaya alguna incoherencia, como que de repente el lenguaje de un personaje se
aleje un poquito y no corresponda al perfil que tiene en la novela; son descuidos. Por lo
general siempre he tratado que la armazón de la novela sea coherente en sus distintos
elementos. Las incoherencias, en lo personal, sobre todo cuando son muy evidentes me
parece que le restan credibilidad a lo escrito; es como si en medio de la selva, alejado de
toda la civilización, a alguien se le ocurriera construir un edificio de treinta pisos. El

54
asunto es para imaginarlo, soñarlo, etc., pero como proyecto real no tiene coherencia
con el medio selvático. O yendo más al ámbito de lo novelesco, sería como si a un
campesino ataviado de caites, sombrero de paja, ropa sudada y sucia, mascando chicle
con la boca abierta, se le situara presente en el acto de entrega del Premio Nobel. Algo
así.

Por lo que respecta a algunas incoherencias que he detectado en mis novelas, en


algunos casos, en las ediciones siguientes a las primeras, he corregido esos desajustes;
como repito, cuando me he dado cuenta. De eso, más adelante, le daré algunos detalles
más. De momento, tomémonos una cervecita.

Y, ya que lo pregunta, debo decirle que la sencillez de mi estilo también se funda


en que me mantengo muy alejado del recurso de intelectualizar mis novelas, al estilo de
Alejo Carpentier o de Borges, por ejemplo; yo acudo a las emociones; salgo a la busca
literaria de la complicidad del lector; me dirijo más a su intuición. Eso, a la vez que le
permite indagar mentalmente sobre lo que deviene, me ayuda a dotar de suspenso la
narración. En tal sentido, de algo estoy seguro: una novela sin suspenso, por lo general,
es aburrida. Sin suspenso no hay expectativa. El suspenso, me parece, crea en el lector la
necesidad de seguir leyendo; es uno de los ganchos principales que yo he buscado para
que el lector mantenga su fidelidad en la lectura hasta concluir el libro. Pero ese
suspenso siempre tiene como amarre la coherencia interna de la novela.

Algo que también reconozco deberle al periodismo es esa inclinación que tengo
por las frases cortas. Talvez eso, pienso, le da ritmo y agilidad a la lectura. Creo que yo
no podría hacer lo que algunos maestros de la literatura han hecho al escribir párrafos y
oraciones enormes y, a veces, sin puntuación. Por ejemplo, en El otoño del patriarca, de
García Márquez, solo el primer párrafo abarca más de treinta páginas; eso a mí, como
lector, me cansa; como escritor me desesperaría. Por eso me gustan mucho las frases
cortas; me agrada bastante el diálogo; pienso que es un recurso eficacísimo para airear

55
la narración. Entonces, prefiero el uso sencillo de las frases cortas y la economía de
metáforas. No digo que lo que otros hacen sea malo, no; solo que no es mi estilo.

Por otro lado, dicen que mi estilo es regionalista o neo regionalista. Yo no me


siento regionalista ni metido en otra corriente literaria, por más que a Leonora
Preciliana García Martínez de Muralles se lo haya dicho, en la entrevista que me hizo;
quizá lo hice un poco presionado por la temática que ella había desarrollado en su tesis;
le dije, respecto a Raíces al viento: «La ubicaría dentro de las obras sociológicas, pero
muy regionalista, pues tiene bastante expresión popular, aunque a veces su temática
varía, tiene bastantes costumbres y el modo de vivir de la gente del campo de oriente».

Cuando uno escribe no piensa en adscribirse a una corriente literaria. Uno solo
piensa en darle rienda suelta a la imaginación pero, ¿de dónde viene la imaginación?;
yo creo que uno no puede tener imaginación literaria hasta que ha vivido. Quizá por
eso, porque sobre todo mis novelas están ambientadas en ámbitos que viví, en especial
de mi infancia y juventud, los personajes tienen esa marcada influencia del oriente
guatemalteco, hasta en la manera de hablar; específicamente de Chiquimula y lugares
aledaños. Aunque eso se rompe un poco en mi novela El pez murió en silencio.

En general, la mayoría de insumos para mis novelas han sido vivenciales y no


librescos. No es que lo que uno ha leído no influya, sobre todo en la técnica. En lo que
respecta a mi producción, creo que los insumos vivenciales contribuyen a darle mayor
veracidad a la narración, lo cual es algo que yo busco afanoso al escribir.

Es cierto que he vivido en otras partes de Guatemala, pero las primeras etapas de
mi vida fueron fundamentales a la hora de escribir mis libros. Mi niñez y juventud son
una especie de fantasmas amigos que siempre me acompañan; no sólo de manera
literaria sino, también, en la vida cotidiana. Me resulta muy agradable que, a mis años,
mi niñez, adolescencia y juventud me acompañen de manera muy viva en mis
recuerdos. Creo no estar muy alejado al decir que todos mis libros tienen retazos de
esos períodos de mi vida que se camuflan o mimetizan de las más variadas maneras.

56
Lo de calificarme como un escritor regionalista, como lo ha hecho Leonora
Preciliana García Martínez de Muralles, en su tesis de grado Raíces al viento, una novela
del regionalismo, y también como neo regionalista por Georgina Marisol Rodríguez
Medina de Reyes en su tesis El tema ambiental en la obra “El pez murió en silencio” del
escritor Elías Valdés, quizá se deba, también, a una especie de ósmosis que muchos
escritores contemporáneos tuvimos; recuerde que en los años en los cuales escribí mis
primeras novelas, sobre todo Tizubín y Raíces al viento, en el ambiente literario flotaba
ese aliento de la novela regionalista que pegó con fuerza, porai por los años treinta del
siglo pasado. El modernismo se había agotado; los nuevos derroteros sociales y
políticos, de alguna manera, lo empujaban a uno a hablar de circunstancias y personajes
concretos; no de personajes ideales ni ambientes paradisíacos. Era una especie de
rompimiento con los finales felices para ajustarlos a la realidad que muchas veces es
desgraciada y compleja.

Otro aspecto que también creo que no debo dejar de lado es que cuando escribí
Tizubín, por ejemplo, yo había leído Doña Bárbara, de Gallegos, La vorágine, de José
Eustasio Rivera, María, de Jorge Isaacs y otras grandes obras de autores que
determinaron ese movimiento literario en América Latina. En tal sentido, ya que usted
me lo pregunta, puedo decirle que las influencias más directas que recibí como escritor
vinieron, en primer lugar, de las varias lecturas que hice de Don Quijote, esa obra del
Renacimiento que con cada lectura crece; luego, los clásicos latinoamericanos de antes,
Doña Bárbara, y La Vorágine, que ya le mencioné; Amalia, de José Mármol, Don Segundo
Sombra, de Ricardo Güiraldes. También tuve la experiencia de leer a Vargas Vila, que en
aquel entonces era un autor prohibido. Y de la literatura europea, Los miserables, de
Víctor Hugo, los libros de aventuras de Julio Verne como De la tierra a la luna, Veinte mil
leguas de viaje submarino, las obras de Salgari,. etc. De los guatemaltecos, a José Batres
Montúfar, Virgilio Rodríguez Macal, Flavio Herrera, Gómez Carrillo; por cierto, como
paréntesis, Carrillo no era su verdadero apellido; sino Tible, pero Marroquín Rojas lo
molestaba; le decía Comes-tible, y a él no le gustó; por eso, quizá, usó los apellidos del

57
papá y se puso Gómez Carrillo, también porque es más sonoro. Antes de concluir con
eso de las influencias, quiero mencionarle a un escritor que me gustó mucho y, creo,
alguna influencia he de tener de él; se trata del escritor salvadoreño Arturo Ambrogi, a
quien han calificado como escritor criollista. Tiene un libro hermoso que, leído en mi
juventud y pasado tanto tiempo, todavía lo recuerdo: El libro del Trópico.

En cuanto a cómo me han clasificado como escritor, lo central, lo que ha dado pie a
que me encasillen como regionalista o neo regionalista se debe también, creo, a que en
casi toda mi obra, lo que más me interesa es poner en el centro a personajes y
circunstancias propias, nuestras, mías y dejar de tender, como el modernismo, hacia el
cosmopolitismo. Viendo después mis obras, creo que eso fue fundamental, aunque en el
fondo no tuviera plena conciencia de que con tales aspectos forjara mi trabajo literario.
Lo que me interesaba, creo, fue la cotidianidad concreta y no una imaginaria o supra
realista; los problemas nuestros encarnados por mis personajes. Pero de lo que sí estoy
seguro es que al escribir sobre los personajes, problemas, ámbitos y circunstancias
propias no escogí situarme en una posición estética concreta sino, solo, utilizando las
formas tradicionales de narrar, darles una personalidad objetiva al lenguaje,
costumbres, y aun denuncia de los problemas cotidianos que me ha tocado ver y vivir.
Solamente. Pero ya ve usted, es manía de críticos encasillarlo a uno.

Por otra parte, aunque quizá le suene trasnochado, Juan Antonio, yo pienso que
uno al escribir debe aspirar a divertir y a enseñar. Es algo que me ha conducido a lo
largo de mis libros; lo pongo en boca del abuelo Venche, en mi novela La colina de las
torcazas: «A mi modo de entender, toda novela además de deleitar debe contener un
trasfondo moral y educativo, o un mensaje social o político». Eso, sin que la novela se
vuelva panfletaria. En tal sentido, como le manifesté a Leonora Preciliana García
Martínez de Muralles, en la entrevista que incluyó en su tesis de graduación, me parece
que «las cosas pueden decirse, pero no hay necesidad de decir vulgaridades ni
obscenidades. Creo que la literatura siempre, como en el concepto antiguo debe recrear,
educar y llevar un mensaje moralista, cívico, de defensa de los altos valores humanos».

58
En tal sentido, al escribir, trato de atenerme al consejo que el amigo intruso le da a
Cervantes cuando este se encontraba escribiendo el prólogo de Don Quijote: «… procurar
que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y
período sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzares y fuere posible, vuestra intención;
dando a entender vuestros conceptos sin intrincarlos y oscurecerlos.

»Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño
la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la
desprecie, ni el prudente deje de alabarla».

Y respecto a eso que le dije que soy un escritor que no se detiene mucho sino que
me dejo ir, ha sido, casi siempre, parte de mi rutina. La novela Tizubín, por ejemplo, la
escribí en un mes. Tenía, en ese entonces, 33 años de edad. Nomás me enteré de las
bases para el certamen de Escuintla, que publicaron en El Imparcial, me dije: «yo voy a
escribir una novela». Tenía un poco más de un mes para hacerla y poder entregarla. Así
que me puse manos a la obra. No paré hasta que la terminé. Al concluirla, la empaqué
y, de madrugada, me fui a Escuintla a entregarla. Fue un viaje agotador porque ese
mismo día, por la tarde estaba de regreso en Chiquimula. El libro Yo fui un rehén del M-
19, lo hice en un mes y diez días, del 17 de mayo al 27 de junio de 1980. La primera
edición de ese libro, que se editó en Colombia, no apareció con mi nombre como autor;
Aquiles Pinto Flores, de manera abusiva, pasando sobre mi autoría y nuestra amistad,
lo publicó con el suyo. Pobre Aquiles, el bochorno por el que después tuvo que pasar
fue terrible; sin embargo él se lo buscó por abusivo, prepotente y engreído.

Volviendo al tema de mi manera rápida de escribir, el riesgo es que uno meta la


pata, como pude constatar cuando se publicó, diez años después de escrita mi novela
Tizubín. Se me fueron varios errores, hijos de esa manera, al chilazo, de escribir. De
algunos, no solo yo me di cuenta; también otros lectores atentos. Por mencionar un
ejemplo, ya que tengo a mano el artículo que el doctor Epaminondas Quintana escribió
en noviembre de 1974 y El Imparcial lo publicó en su edición del 21 de enero de 1975, en
su escrito señala los siguientes errores:

59
«1.- Si “Tizubín” llevaba en la mano el machete homicida (imposible creer que en
el momento crucial del rescate de la amada lleváralo al cinto). ¿Cómo pudo aprehender
súbitamente el revólver del seductor y víctima del disparo?

»2.- Si cuando, ya preso, lo conducían con las manos atadas por detrás, ¿cómo
podía escribir?

»3.- Hay además en boca del protagonista términos lingüísticos demasiado


refinados que no son aceptables en la expresión cotidiana de un campesino, apenas
culto».

Hay otros que, en las ediciones posteriores, corregí.

¡Ah, mire!, aquí hay otro errorcito que César Brañas anota, referido a lo que le dije
hace un momentito: «El hecho de que el relato esté fraguado en primera persona, con
las facilidades y alicientes que esa forma comporta, no excluye el riesgo de que el autor
se sustituya demasiado evidentemente, en este caso a un campesino sin letras, las
sutilezas y honduras de su pensamiento. El fluir de la narración, sin embargo, hace
olvidar este pequeño escollo»8.

Otro libro que escribí muy de prisa, como le acabo de mencionar, presionado por
Aquiles Pinto Flores quien, después, lo publicó con su nombre, fue Yo fui rehén del M-19,
aunque yo le había puesto: Yo fui un rehén del M-19, es decir, le quitó el artículo
indeterminado «un»; él tenía mucho apuro en verlo publicado y no revisó el original
que yo escribí. Pero de ese libro no le voy a enumerar los errores, porque fueron
bastantes. Además, por todos los problemas que surgieron, es un tema sobre el cual
prefiero hablar poco. De repente, más adelantito, le cuento algunos detalles que,
además, usted ya los sabe porque muchos de ellos están en mi libro Así escribí Yo fui
rehén del M-19.

8
Brañas, César, en El Imparcial, 29 de agosto de 1974.

60
Respecto a El pez murió en silencio, lo escribí en cuatro meses. Yo no fui pescador,
pero sí llegué a conocer, de manera indirecta, a través del cine, revistas, libros, películas,
personas, etc. la manera de ser de ellos; al final creo que el relato resulta verosímil…

Una de mis últimos relatos, Todo un hombre, lo escribí en un mes. Muchos dicen
que el personaje central es autobiográfico… En tal sentido, es inevitable que un libro
siempre contenga aspectos autobiográficos que el autor a veces no tiene conciencia
plena de ello; tenga en cuenta que el escritor no es un ser mecánico sino se nutre de su
experiencia de vida como almacén de «herramientas» literarias. En el libro que sí soy
consciente que hay mucha carga autobiográfica es en La obsesión de Pilarcita; al leerla me
siento encarnado en la niña que cuenta la novela en primera persona, la muchacha
curiosa que hacía preguntas. Fuera de la novela, pienso que quizá me haya convertido
en novelista porque soy muy curioso; en ese sentido, tengo características de mi niñez
que la adolescencia y adultez no lograron arrancarme.

Pero volvamos. Esa mi forma de escribir rápido, como le repito, quizá sea una
herencia del periodismo; de esa febrilidad por escribir el reportaje antes de la hora de
cierre y para que no perdiera actualidad. Además, como por lo general siempre se me
iba el sueño en la madrugada, en lugar de quedarme dando vueltas en la cama, me
levantaba. Todavía lo hago. En la madrugada, con toda la tranquilidad del mundo me
dedicaba a escribir todas las cosas que había pensado el día anterior y en la noche sobre
lo que estaba escribiendo; les daba rienda suelta a mis dedos; imagínese, trabajar de dos
de la madrugada hasta las nueve de la mañana, más o menos, me daba siete horas para
escribir sin descanso; por eso fue que avanzaba rápido. Además, siempre tuve en cuenta
que, al igual que un deportista se levanta para hacer sus ejercicios, al escritor no le debe
pesar levantarse temprano. La disciplina es el mejor hábito que puede adoptar un
escritor… y a esas horas nunca me sentía solo, me parecía que estaba hablando con los
personajes creados, de tú a tú, o de vos a vos, o de usted a usted. Fueron parte de una
fantasía que siempre me emocionó y disfruté. Ahora que ya me cuesta escribir a
máquina porque los dedos me duelen al pulsar las teclas, recuerdo emocionado esos

61
momentos que viví mientras les daba vida a los personajes; mientras creaba escenarios
para que ellos se desenvolvieran de manera novelística. Al escribir, mi vida se me venía
como un río sobre mi memoria que refrescaba y fertilizaba mi imaginación.

La única novela que me llevó entre ocho o nueve años escribirla fue Raíces al viento.
Me tomó todo ese tiempo porque cuando comencé a trabajarla, yo laboraba en la
CASVACHI (Cooperativa Agrícola de Servicios Varios “Chiquimula” R. L.); entonces,
después de diez, doce, quince horas de trabajo, regresaba a la casa molido por el
cansancio. Aun así, trabajaba un poco en la noche la novela. Y a veces, también le
arrancaba horas al sueño, en la madrugada. En la CASVACHI comencé a trabajar el 2 de
enero de 1970; trabajé durante 6 años, hasta fines de 1975. Quiero extenderme un poco
para decirle, Juan Antonio, que la experiencia en la CASVACHI para mí, como escritor,
fue fundamental; como ya le conté, por la CASVACHI guardo un recuerdo entrañable.

Para responder a su pregunta de por qué me retiré de la Cooperativa, pues… fue


algo que no tenía planificado. La verdad es que para todos fue una gran sorpresa. Una
tarde, Carlos Orellana Cordón, uno de los fundadores y principales socios de la
CASVACHI, públicamente me gritó y me pidió la renuncia. Todos quedamos
espantados al ver y escuchar su actuación porque, pocos días antes, precisamente él
presentó una iniciativa a la Asamblea General, la cual fue aprobada, para que se me
rindiera un homenaje en reconocimiento a la eficiente labor que yo venía desarrollando
y también porque mantenía buenas relaciones con todos los socios. Con posteridad, a él
le llamaron mucho la atención los demás socios por la renuncia que me había pedido,
pero como mi renuncia era irrevocable ya no había manera de retirarla.

Con el correr de los días, nos dimos cuenta que Carlitos estaba sufriendo
problemas mentales derivados de un trauma que comenzó en Río Hondo; allí él y su
familia atendían una tienda. Y fue allí donde vio cuando le dieron muerte a su padre a
balazos; entonces, eso lo conmocionó y le causó muchos problemas en su salud; como
consecuencia resultó con ese problema mental.

62
Muchos de los socios me dijeron que retirara la renuncia, pero como era
irrevocable no quise pasar encima del procedimiento y no la quise retirar.

Unos días después del problema en la CASVACHI, Carlos Orellana llegó a mi casa
para que lo disculpara. Me regaló un crucifijo de plata y luego me abrazó. Pero como le
dije, ya había colocado mi renuncia con carácter irrevocable; ya nada se podía hacer.
Pero creo que ya me extendí más de lo debido…

Volviendo a Raíces al viento, ahora que usted me pregunta sobre la preferencia que
tengo acerca de mis libros, es una obra a la cual le tengo un cariño especial, quizá
porque me llevó tanto tiempo hacerla, pensarla, reflexionarla, imaginarla; sin embargo,
no ha tenido la suerte de Tizubín y las otras novelas. Eso de los gustos siempre es un
misterio. Hay libros que agradan de inmediato y luego, pasados los años, se exilian en
el olvido. En cambio, hay otros que solo con los años llegan a gustar. Es algo a lo que
todos los escritores estamos sujetos y que es tan difícil de entender. A veces, ni la fama
del momento de un escritor hace que un libro permanezca rondando el gusto de la
gente. Claro, para confirmar la regla, siempre hay libros inmortales.

63
-E-

¿Usté, regionalista?

Respecto a que a usted lo han catalogado como regionalista o neo regionalista, Elías, a
mí me ha causado cierta desazón. Entiendo que clasificar es una manera de ordenar
para facilitar la ubicación de conceptos y características; sin embargo, hay
clasificaciones que, a la vez que ordenan, identifican en cierta manera un hecho estético,
y ubican un hecho literario, cosa que no ocurre con la denominación regionalista. ¿Qué
quiero decir con eso? Que si bien el regionalismo es una corriente literaria en América
Latina, y tiene exponentes de peso mundial, a mí me parece que conceptualmente lleva
una carga peyorativa. Algo así como un deslinde entre la metrópoli y lo que no
constituye la metrópoli; entre lo principal y lo accesorio. Quiero poner un ejemplo que
usted ha vivido en carne propia. A pesar de todos los honores que se le han conferido a
lo largo de su vida, hay una que la metrópoli le ha negado hasta el momento en que
estas líneas cobran vida: concederle el Premio Nacional de Literatura «Miguel Ángel
Asturias». A pesar de ser un premio instituido para honrar la vida de una persona
guatemalteca dedicada a la literatura, se lo han otorgado solo a personas que tienen una
vinculación directa con la élite literaria que tiene sus feudos u obedece a los patrones de
los medios de comunicación metropolitanos; y estos, a la vez, inciden directamente en el
Ministerio de Cultura, que es el ente designado para concederlo. A veces también, para
esto del premio, ha funcionado la tarea de hacer lobby. Quiero decir que, aunque con
honrosas excepciones, la concesión del premio, en última instancia, no corresponde al
espíritu con el cual fue creado sino a circunstancias políticas.

Volviendo a la denominación regionalista, me parece que tal denominación no


explica, por sí misma, la estética de las obras encerradas en ese cerco; por tal razón, ese
cierto desdén de la literatura de élite por la llamada regionalista, no es más que un
pretexto para orillar o segregar a quienes no se ocupan de la urbe. Es decir, no se califica
el hecho estético sino se margina a una literatura que, aun demostrando sus altos

64
valores como obras de arte, tienen como asunto lo rural. Recuerdo que, en 1985, Marco
Augusto Quiroa, a quien por escribir sobre algunos temas rurales, alguien dijo que sus
cuentos eran criollistas; entonces él respondió:

«Mis cuentos que tienen como tema problemas de tipo rural están estructurados
con una técnica moderna, o sea, yo siento que mis influencias están más cerca de
Faulkner o Steinbeck...»9 Es decir, califican a la obra por la temática y no por su contexto
estético. Lo mismo pasa con Elías Valdés; si bien los temas de algunos de sus libros se
basan en asuntos rurales, están escritos con técnicas narrativas modernas que, según mi
parecer, lo deslindan estéticamente de ser encasillado como un regionalista o neo
regionalista.

Por otro lado, la literatura no es un espejo de la realidad; por el contrario, su


objetividad no consiste en reflejarla sino en aspirar al logro de obras de arte; la realidad,
aunque pueda considerarse una obra de arte, no es esa su objetividad; esta reside en
responder a la necesidad humana de desarrollarse de acuerdo a un contexto especial
que está saturado de circunstancias, cultura, etc. Además, la literatura, en general, no
busca la realidad objetiva sino, salir de ella, olvidarse de ella para que el olvido se
convierta en la realidad imaginaria, la realidad literaria, la ficción. Otra realidad.

Usando un ejemplo similar al que pone Pedro Laín Entralgo, en su prólogo al libro
Los relatos más bellos del mundo, la literatura actúa en el ser humano de tal manera que si
alguien llega a su casa, agobiado por los problemas y situaciones de la cotidianidad,
toma un relato, novela, cuento, etc. y lo que lee logra interesarle, de pronto olvidará su
propia realidad; esa persona se convertirá en alguien distinta que, de inmediato se
vuelve ajena a su realidad cotidiana y se sumerge en la realidad literaria en la cual, sin
ser parte de ella, la vive con intensidad, con atención e incluso con pasión. Es así como,
según ese autor, se logra la «Primera de las funciones que la literatura de ficción cumple
en la vida de quien entregadamente lee: la evasión. La novela o el cuento nos hacen salir

9
Marco Augusto Quiroa, en entrevista entre Marco Augusto Quiroa y Marco Vinicio Mejía (¿Quién es el mejor
cuentista de Guatemala?), en Tzolkin, 21 de noviembre de 1985.

65
de nuestra realidad cotidiana, nos proyectan hacia un mundo radicalmente distinto de
aquel en que vivíamos. Y esto, ¿por qué nos complace? Porque toda costumbre, hasta
las más gratas, llevan en su seno adarmes o quintales de hastío. Porque el hombre
necesita siempre “ser algo más”»10.

En fin, lo literario, por muy real que pueda parecer, solo se justifica en la
imaginación del autor y en la seducción del lector por la obra; es decir, citando a
Wolfang Kayser, «las bellas letras producen su propia objetividad».

Y bien, baste esta pequeña disquisición para referirme a la calificación que se ha


hecho de Elías Valdés como escritor regionalista, o neo regionalista. Mi interés en este
trabajo no es ahondar en ese asunto sino solo reflexionar sobre la sencillez literaria y
humana de Elías Valdés. Es preciso, pues, que él continúe hablando.

10
Selecciones del Reader’s Digest, Los relatos más bellos del mundo, España, 1969, Pág. 8.

66
-6-

Lo que dicen

Sobre mis obras se han hecho tres tesis universitarias: una, de Leonora Preciliana García
Martínez de Muralles, Raíces al Viento, una novela del Regionalismo, que apareció en 1997;
la segunda, de Luz Castro de Figueroa, basada en la novela Tizubín, en 1998; la tercera
de Georgina Marisol Rodríguez Medina de Reyes, El tema ambiental en la obra “El pez
murió en silencio”, en 2003. De tales tesis conozco y tengo, la primera y la tercera. La
segunda no sé si, al fin, fue publicada porque, según tengo entendido, la autora falleció.
No tengo claro si logró graduarse. En términos generales, como ya platicamos, me han
etiquetado como un escritor regionalista, o neo regionalista. No tengo conciencia clara
de si lo soy, o no, aunque algunos de mis libros reúnen las características que le asignan
a dichas corrientes literarias y usted, en cierto sentido, discrepe de esa clasificación.
Pero a esas clasificaciones nunca les he dado mayor importancia. Cuando escribí no
pensé en ser esto o lo otro; solo en expresarme; en satisfacer esa necesidad de escribir;
de darle cuerpo a las fantasías que bullían en mi mente. Si no lo hubiera hecho, quizá
hubiera vivido atormentado, rodeado por la incapacidad de darle cuerpo a todos esos
seres, lugares y circunstancias que no me dejaban en paz mientras los pensaba.

En general, creo que el escritor pocas veces se plantea afiliarse a una corriente
literaria; es el tiempo, los críticos y estudiosos de la literatura quienes se encargan de
poner las etiquetas que, al fin y al cabo, al autor poco le importan. Creo que en el fondo,
esas son tareas de museo que pueden resultar divertidas.

67
-F-

Tizubín

Sobre Tizubín César Brañas dijo, de manera lapidaria: «Lo calificamos sin vacilación
como un regalo literario de las tierras nororientales. (…) Tizubín es un relato novelesco
limpio al máximo y cuyas incidencias dramáticas no pierden por eso relieve ni fuerza.
Su prosa es cuidada, abundante sin rebuscamientos su léxico, dibujados sus personajes,
movida su acción y con la virtud de dar a conocer sin recargos la vida del campo en la
región nororiental en sus distintas facetas, de las más sencillas y candorosas a las más
apasionadas»11. En las opiniones, me parece, también existe ese asunto de las jerarquías;
así que si esa tuvo César Brañas acerca de Tizubín, por algo fue. Debo recordar que para
un escritor, en aquellos lejanos tiempos, era consagratorio aparecer en las páginas
culturales de El Imparcial, y más si César Brañas hablaba de manera elogiosa sobre una
obra. César Brañas era una especie de santón literario que supo darle a las páginas
culturales de ese diario su toque personal que aspiraba a la excelencia.

Tizubín es la novela que, hasta la fecha, más comentarios ha merecido. Los más
importantes escritores de aquella época la comentaron. Todavía, de vez en cuando,
alguien la comenta o recuerda en los periódicos. Cuando la escribí me propuse ganar el
premio de novela en Escuintla, pero no que tuviera tanto éxito. Por eso, quizá, estuvo
guardada 10 años sin publicarse. Tizubín ha sido una novela suertuda. No sé si sea mi
mejor novela, pero sí la que más satisfacciones me ha dado. Es misterioso porque fue,
quizá, la que menos problemas me dio para escribirla. Sin un plan concreto, solo con
una idea general, me puse a escribirla y fluyó de manera fácil y febril. La escribí cuando
tenía 33 años.

Por lo anterior, siempre le quedaré agradecido a Cesar Brañas por haberle puesto
como título al artículo que le dedicó a mi novela: “Tizubín, regalo literario de la región

11
Brañas, César, Op. Cit.

68
nororiental”. Su comentario fue un gran empujón para mi tarea literaria; además, hizo
que otros escritores y comentaristas le pusieran atención y la comentaran de manera
elogiosa.

69
-7-

Las vicisitudes

¿Qué por qué esperé diez años para publicar Tizubín? La pregunta que usted me hace,
Juan Antonio, tiene varias respuestas. Le voy a contar algunas. Ser escritor en un pueblo
en el cual la gente casi no lee es, me parece, la primera gran desventaja de nuestro
oficio. No es como el panadero, cuyo producto tiene demanda diaria y cobra por lo que
vende, sea en el pueblo, en la ciudad o en la aldea. Aquí, no solo pocos son los que leen
y, encima, uno tiene que regalar los libros. ¿Qué ventaja va a ser esa para un escritor? El
trabajo del escritor se admira, pero no se remunera. Además, el oficio de escritor es uno
de los que más constancia requiere. El panadero hace su pan, y ya; queda satisfecho y
remunerado con la venta. En cambio, el escritor, para poder hacerlo, a la par que debe
prepararse, leer bastante, ejercitarse y ser disciplinado, tiene necesidades básicas que
satisfacer. Peor si uno es casado y tiene hijos; no se puede dedicar de lleno solo a la
literatura; ¿de dónde saldría para que comieran los ischocos?

Escribir es un oficio que se debe compartir con actividades y tiempo que le


provean medios para poder subsistir. En mi caso, ya casado pasé unas pobrezas de la
gran diabla. Yo me matrimonié con Zoila el 4 de julio de 1955; tenía 24 años de edad. Y
ya viviendo con ella, hubo veces en que me las vi a palitos. Hubo una vez que no
teníamos ni para el desayuno, no tenía para comprar un pan, estábamos muy pobres;
ese día, Zoilita me dijo:

—Elías, ¿qué vamos a desayunar?

—¿Por qué? —le respondí.

—No tengo ni un centavo, ni para comprar un huevo.

Antes un huevo costaba un centavo; la docena de huevos valía diez; cinco el litro
de leche. Por suerte, una vecina me prestó dos quetzales para salir del apuro. No fue la

70
única vez que me prestaron dinero para aliviar la pobreza, pero esa vez era tanta la
angustia que sentí, que se me volvió inolvidable.

Por esos días, para colmo, me cortaron la energía eléctrica por falta de pago. Claro
que, después, todos esos momentos, emociones, penurias y demás situaciones de la
vida son insumos para el escritor pero, mientras tanto ¿de qué jodidos vive?

Un escritor, no solo se nutre de las vivencias propias y ajenas; es un oficio en el


cual, primero, se debe aprender la técnica. No es así nomás. Y sobre todo, leer mucho.
Como usted refiere que dijo Faulkner: el novelista debe tener «99% de talento, 99% de
disciplina, 99% de trabajo». Es decir, tener el tiempo completo para pensar y escribir.
Eso desalienta a muchos escritores. A esos tres elementos que menciona Faulkner, yo le
añadiría pasión. Ese es un factor muy importante cuando un escritor no se puede
dedicar a tiempo completo a escribir, crear y pensar. Es como la palanca que lo ayuda a
uno a buscar todos los resquicios de la vida para sacarles tiempo para escribir. La
consigna debe ser: escribir a como dé lugar. Por eso, el escritor que no tiene pasión por
la literatura se desalienta ante las dificultades y pocos estímulos que la sociedad le
muestra.

De las experiencias trágicas de la vida, hay una que me conmocionó bastante y que
me hizo reflexionar sobre mi devenir. El protagonista fue Carlos Humberto, el cume de
mis hermanos; el más pequeño. Fue para marzo de 1961. Llegó conmigo a tratar de
convencerme de viajar en moto a la ciudad de Guatemala para la feria de primavera, de
Ydígoras. Desde el principio le dije que no deseaba ir; le argumenté que viajar en moto
era muy cansado.

—Vamos, hombre, no quiero irme solo. Vamos a la feria, yo te llevo —me decía.

—No me animo a ir en moto hasta Guatemala.

Como vio que no me iba a convencer para viajar, entonces fue con Flavio Peña, un
buen amigo suyo. Este aceptó ir. Y se fueron. Total, llegaron a Guatemala y fueron a

71
disfrutar de la feria. Concluidas las actividades, llegaron donde mi hermana Chomita, la
Gerónima, que vivía en la capital a despedirse; ella los rogó para que pasaran la noche en
Guatemala y que hicieran el viaje por la madrugada. Pero no le hicieron caso. Flavio influyó

para venirse al decirle a Carlos Humberto:

—Vos, yo quiero regresar a Chiquimula hoy mismo porque mañana tengo


examen.

Debo decir que Flavio era muy buen estudiante. Total, entre las diez y las once de
la noche se subieron a la moto y emprendieron el regreso. Pasaron Sanarate y El
Progreso pero, en El Rancho, fueron arrollados por un camión. Los hizo pedazos. El
camión, que se metió al carril donde venían Carlos Humberto y Flavio, volcó. Era casi la
media noche del 22 de marzo de 1961 cuando Carlos Humberto y Flavio murieron.

Carlitos, mi hermano, era un muchacho delgado, alto; podría decir que bien
parecido; estaba próximo a graduarse de bachiller.

La muerte de los dos jóvenes fue algo que conmovió a la sociedad chiquimulteca
porque eran muy apreciados. El entierro fue multitudinario. Pocas veces habíamos visto
aquí en Chiquimula un entierro tan numeroso. La muerte del cume, Carlitos, le
ocasionó graves problemas de salud a mi mamá; incluso se nos decía que ese había sido
el origen de su diabetes; eso la afectó mucho.

Mi hermano murió joven, como de veinte años; había nacido el 3 de diciembre de


1941.

Imagínese, Juan Antonio, si yo hubiese viajado, quizá habría muerto y no


estuviera contando el cuento. Pero no, aquí estoy todavía, viviendo extras. Como dicen
los muchachos: ya le di vuelta al aspidómetro.

Y bueno esas son parte de las experiencias y dificultades con las que cualquier
persona se enfrenta en la vida pero, para un escritor, constituyen vivencias invaluables

72
quizá porque uno es más sensible y mira no solo la superficie de los asuntos sino
husmea y juega a intuir todo lo que subyace y que no todos los mortales logran ver.

Por otro lado, como ya le comenté, qué desaliento para un escritor no poder vivir
de su obra; de su trabajo literario. Pero, ¿quién lo manda a uno meterse a esto, pues?

73
-8-

Hay amores que calan hondo

Pienso que toda la vida es para el amor: la infancia, la juventud, la adultez y la vejez. Y
en cada etapa, hay amores que calan hondo; en la niñez, por ejemplo, el amor a la
madre es muy profundo; en la adolescencia, el despertar hormonal, lo convierte a uno
en persona sin muchas exigencias; es como las abejas que van de flor en flor probando
todas las mieles hasta saciarse. Luego, el trabajo lo hace a uno ver hacia el futuro y
pensar en el amor de una mujer con quien compartir la vida y los hijos. En esa etapa fue
cuando, en una excursión que hice a Iztapa, me encontré con Zoilita, la que después fue
mi esposa.

Por ese tiempo yo vivía en la capital, en una casa de huéspedes, en la catorce calle
y séptima avenida, a media cuadra de la Policía Nacional cuya dueña era Bernarda
Dighero a quién, en confianza, llamábamos Nayita. Pues ella, para una semana santa,
organizó una excursión a Iztapa a la cual fuimos casi todos los huéspedes. Usted sabe
que a mí siempre me encantó la playa.

Todo estuvo muy alegre.

Nosotros íbamos con la ilusión de ver mujeres en calzoneta y a ver si cachábamos


una. Por su parte, Zoilita, que también estaba en Iztapa, como parte de un grupo de
excursionistas, estaba sola, a la orilla de la playa viendo como sus compañeras se
bañaban; ella, muy recatadita, despertó mi curiosidad. Me pareció la más decentita
porque estaba sentadita, a la orilla de la arena, viendo que todos se estaban bañando
alegres y ella solita allí. Me le acerqué y le ofrecí un reloj; hasta la fecha se lo debo y a
veces me lo reclama. Allí fue, para mí, el flechazo certero del amor. En mi libro Flores de
Chacté, tengo un poema “A la orilla del mar” dedicado a ese momento y a Zoilita; se lo
voy a leer pa’ que vea cómo fue el asunto:

«Te conocí una remota Semana Santa

74
en la orilla del mar.

Fue una mañana cálida y luminosa,

de mucho sol y viento salitroso.

Me senté a tu lado, fervoroso,

sobre la tibia arena.

Todos se bañaban en la reventazón,

gritaban jugueteando

con las incesantes olas del mar.

Recuerdo que fuimos, cogidos de la mano,

a la bocabarra.

Ante nosotros

los llamados cangrejitos «caballeros»

corrían como arañas temerosas.

De alegría o de hambre

las ágiles gaviotas chillaban sin cesar.

Al retornar del jubiloso recorrido

nos sentamos tranquilos

a ver el mar embravecido.

Contemplamos el horizonte azul

plomizo y el cielo despejado.

75
Tronaba la reventazón enrulada.

La mañana era limpia.

El aire tibio y salobre.

Te contemplé embelesado.

Me sentí feliz, de veras muy feliz,

cuando me sonreíste.

Ese día te ofrecí mi corazón

sediento de amor.

Me sentí dichoso, rebosante de gozo,

al ver brillar

tus ojos color de miel.

A la hora de almorzar

nos reunimos todos en torno

a la mesa improvisada sobre la arena.

No olvido que alguien grabó

para siempre la escena juvenil

con su camarita de cajón.

Ese lejano día sentí en mi corazón

el clásico flechazo,

el que unió nuestras vidas

76
de manera indisoluble.

Tengo en mi casa una brillante

caracola nacarada.

Cada vez que deseo rememorar

aquél dichoso día,

me la llevo al oído y escucho

el fragor tormentoso del mar.

Como en una pantalla mental

viene a mí con nostalgia

el recuerdo de aquellos momentos

que cambiaron para siempre el curso

de mi vida.

No 1o olvidaré nunca:

tú, yo, el sol, la arena y el mar

en las playas de Iztapa.

Era Semana Santa».

Ese día, le pedí la dirección de la casa de su abuelita, donde vivía y, pues, como
usted ve, todavía está conmigo. Como le dije, yo vivía en la 14 calle y séptima avenida,
en la ciudad de Guatemala, pero después de conocer a Zoilita me pasé a vivir al Barrio
El Gallito, para estar cerca de ella, que vivía en el callejón Moreno, atracito del Teatro
Popular. Lo que uno hace por una mujer, ¿verdad? Imagínese el trecho que a partir de

entonces tuve que recorrer cuando salía del chance; lo cuento en Entre la vida y la muerte:

77
«Me iba a pie, de madrugada, desde la 10ª. calle y 9ª. avenida, zona 1, hasta un callejón
cercano al Teatro Popular, donde residía. Fueron dos meses de caminar por calles
desoladas. Por fortuna nunca me asaltaron».

Cuando la conocí, a la orilla del mar sentada y sin bañarse, ella estaba allí, no
porque no quisiera hacerlo sino porque, según me enteré después, la calzoneta que
llevaba no era de su tamaño; por tal razón no pudo ponérsela y, en consecuencia, no se
pudo meter al mar. Si hubiera estado en calzoneta y bañándose, de plano, no la hubiera
conocido. Así que, aunque sea de carambola, haber conocido a Zoilita se lo debo a una
calzoneta que no era de su medida.

78
-9-

Los tragos

Tiene razón, Juan Antonio, las cantinas y todo lo que tiene qué ver con el trago
proporcionan vivencias que todo escritor debería tener. En esos ámbitos, como que la
personalidad de quienes toman se desinhibe y ensancha; en general, el cuerpo se relaja
y la lengua se agiliza. Ahora hasta dicen que el trago es uno de las mejores medicinas
para curar el estrés. Pienso que tienen razón. Si no hubiese conocido ese ámbito, de
seguro no hubiese podido tratarlo, por ejemplo, en Raíces al viento, etc.

En mi caso, mi primera borrachera fue cuando salí de sexto grado; pero no fue
guaro sino chicha la que bebí. Recuerdo que con un grupo de 4 o 6 amigos, no estoy
seguro de la cantidad, por el camino que va a Zacapa, por allí por el templo Minerva,
en un bordito divisamos un rancho. Picados por la curiosidad y la sed, subimos la
veredita hacia arriba para ver si allí nos podían regalar agua o vender algún refresco.
Nos dijeron que solo tenían chicha. Nos miramos a los ojos y todos asentimos en
beberla. ¡Qué rica la sentimos al principio!, ¡puro fresquito! Tomamos en guacal de
morro, no en vaso; nos aquerenciamos con el lugar y la bebida y la pasamos risa y risa,
contando anécdotas de nuestros años de estudiantes de la primaria y va chicha y chicha;
total, nos embolamos; fue una borrachera espantosa. Cuando comenzamos el regreso, e
íbamos por el Templo de Minerva, casi todos vomitamos. Estábamos re bolos; me sentí
rodeado por un círculo formado por caballos que daban vueltas alrededor mío; iban
despotricados, pero en círculo, fue horrible. Toda la gente se nos quedaba viendo con
curiosidad; por fortuna, ya estaba oscuro. Esa fue mi primera bolencia, pero no me
gustó; la detesté. Después tomaba trago, pero nunca fui un bolo consuetudinario, de
esos que abandona el chance y se dedica a la parranda; no. Fui, lo que se dice, un
bebedor social. A la edad de 18 hasta los 35-40 sí tomé un poco más. Creo que el
ambiente periodístico en el cual me desenvolví contribuyó a que los tragos arreciaran.

79
En Xela, por ejemplo, que fue el lugar en el que primero me desempeñé como
periodista remunerado, comencé a echarme los tragos los fines de semana.

Yo creo que los tragos deben servir para compartir, para estar alegres y para
relajarse un poco de las penas y faenas diarias. Aunque siempre hay gente que, como
suele decirse, tienen mal trago. A esos bolos hay que huirles, como a la peste.

Los tragos, mejor si son inesperados, sin planearlos, como si se tratar de una
bendición de Dios. Hace unos días, pensando en mil babosadas recordé una de esas
experiencias muy agradables cuando los tragos llegan de romplón.

Si quiere nos echamos una cervecita, ahorita que el calor está fuerte; ¿quiere con
vaso o sin vaso?

Otra función que cumplen los tragos, como experiencia para un escritor, es que
son un laboratorio precioso para conocer al ser humano de manera más profunda. Tiene
razón el dicho que dice que «los bolos y los niños dicen la verdad». Con los tragos uno
mete pita y saca cordel.

El que bebe, por lo general cuando está entonado, hasta siente gusto en contar sus
intimidades. Los tragos desinhiben y le confieren al bebedor un ámbito de libertad total
que, aunque se reduzca a la borrachera, no deja de ser esencial para el ser humano.

Y, bueno, digamos ¡salud!

80
-G-

La más querida

Cuando le pregunté a Elías Valdés sobre cuál de sus novelas era la que más estimaba, lo
puse en un verdadero aprieto. Me dijo que a los libros, como a los hijos, el autor los
quiere por parejo. Eso, desde mi punto de vista podría decir que es retórico; en la
práctica uno siempre quiere más a uno que a otro. Eso puede deberse a que uno es más
cariñoso, más gracioso, más avispado, etc. Usted, ante mi pregunta, se lamentaba que a
Raíces al viento no le hubiesen dado la misma relevancia que a Tizubín.

Ahora que usted me hace la pregunta sobre mi preferencia por sus libros, le diré
con franqueza que a mí la novela suya que más me gustado es Tizubín; es paradójico
porque fue su primera novela publicada; podría decirse que fue la que hizo con menos
experiencia de todas sus novelas publicadas; sin embargo, desde la eufonía del título, la
trama, la confección del personaje, la tensión que mantiene al lector sin decaer hasta el
final, me hizo pensar, cuando terminé de leerla, en una novela que fue estructurada con
sumo detalle, aunque en la realidad no haya sucedido así. Además, denota a un escritor
seguro y con mucho conocimiento del oficio. «Raíces al viento —dice usted— no sé por
qué no ha merecido la atención que, según mi opinión, merece; es de las mejores
novelas que tengo y no le han hecho mucho cuco. Con Raíces al viento, ya con la
experiencia que tenía, además, tuve la ventaja de escribirla en un largo tiempo; eso me
dio también la posibilidad de tener un plan mental globalizado acerca de la trama, los
personajes, el ambiente y el hilo conductor que debía llevar. También me permitió
pensarla mejor. Con las demás novelas, no hubo esa preocupación inicial por tener un
plan estructurado; siempre me rondaban las ideas sobre lo que quería conseguir con
cada novela pero, en general no hacía planes. Me sentaba a escribir y allí mismo iban
surgiendo las novelas. Solo con El pez murió en silencio sucedió lo contrario. Esa sí la
planifiqué con detenimiento; sin embargo, como puede ver, la trama también es muy
sencilla: Me dije: voy a escribir la historia de un joven que es mal estudiante, que se va

81
de la casa porque no puede ganar el grado, llega a la capital, se sube a una camioneta y
se va al puerto San José y luego las experiencias que tiene en el puerto hasta llegar al
enamoramiento y desborde de la pasión. Así puede resumirse; sin embargo, cada etapa
de la novela la planifiqué con mucho detalle y esmero; sobre todo el lenguaje que, siento
yo, tuve la oportunidad de tratarlo de manera más esmerada que en las otras novelas».

Volviendo al tema, en lo personal las que más me gustan, después de Tizubín, son,
en el orden de mis preferencias El pez murió en silencio, La obsesión de Pilarcita, ¡Ah, las
cosas de mi tío Corleo!, Raíces al viento, y Todo un hombre que, entre todas, me parece una
de las de construcción más sencilla y que usted logra sostenerla solo a base de
emociones y de un hilo anecdótico muy delgado, lo cual me parece una proeza.

Es tan sencilla que en este párrafo la resumiré: un día que Rubén, el personaje
central, llega a ver a los tapiscadores, el caporal le pide que vaya a llenar los tecomates
al ojo de agua. Al abrir la puerta de alambre de púas se escapó un garañón retinto y,
tras él, un novillo. Cuando regresó, su papá lo regañó y le dijo que uno debía ser
responsable de sus actos. Total, Rubén se ve impelido a ir en busca de los animales.
Después de algún tiempo, pasadas mil peripecias, disfrutado de una experiencia sexual
intensa, cuando todos creían que había muerto y concluían con los nueve días de rezos
por su muerte, Rubén aparece. Enseguida, al verlo, el padre se le acerca y le pregunta
por los dos animales. Cuando Rubén le responde que los trajo de vuelta consigo, el
padre exclama: «—¡Hijo, ya eres todo un hombre!» Y finaliza la novela.

Otra novela que tiene una economía anecdótica sorprendente es La colina de las
torcazas, que constituye un elogio a la figura del abuelo. También puede resumirse en
un párrafo:

A la casa del abuelo Venche llega un día su hija Carelia junto a su hijo Betiño.
Carelia le dice al abuelo que partirá a Estados Unidos con el ánimo de trabajar y que si,
durante su ausencia, Betiño puede quedarse a vivir con él. El abuelo Venche asiente y
Betiño se queda en El Refugio, que así se llama el lugar. Parte de la propiedad del

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abuelo Venche es un lugar que ellos llaman la colina de las torcazas, porque allí, anidan
esas aves. Carelia, cada mes envía carta y un poco de dinero. Durante la ausencia, la
otra hija de Venche, Palmerinda, llega a visitarlo y le insinúa que debe repartir en vida
los terrenos que posee. A tal grado que ella misma contrata a un agrimensor para que
mida los terrenos. También sucede que los patronos de Carelia, en Estados Unidos,
Isaac y Genoveva Siles, deciden visitar al abuelo Venche. Ellos son negros y sabiendo
que el abuelo Venche vive de manera muy humilde, deciden venir a esa humildad.
Isaac, quería tener la experiencia que su tatarabuelo tuvo en la construcción del canal de
Panamá, agobiado por fiebres palúdicas, serpientes venenosas y la lluvia imparable.
Total que los Siles quedan encantados con el abuelo Venche y con Betiño, pero tienen
que regresar a Estados Unidos. No Obstante, Isaac le ofrece al abuelo Venche hacerlo
socio en la comercialización de un invento que se le ocurrió allí en El Refugio: el Doro-
bidé, que no es otra cosa que una taza de porcelana que combina las funciones de
inodoro y bidé. Como parte de las ganancias obtenidas con las ventas de Doro-bidés,
cada cierto tiempo le envían dinero al abuelo Venche. Poco tiempo después, regresa
Carelia. Al año de haber regresado Carelia, muere el abuelo Venche. Al poco tiempo los
Siles visitan de nuevo El Refugio y en esa estancia le ofrecen a Betiño estudiar en
Estados Unidos. Viajaría junto a Carelia. Termina la novela evocando el lugar que
formó parte de la propiedad del abuelo Venche: «Es bellísimo el panorama. Cuando
llegamos a la colina, muchísimas palomas alzan el vuelo. Confirmamos entonces el por
qué de justo el nombre: “La colina de las torcazas”».

De tan poco, anecdóticamente, sacar una novela apasionante como Tizubín, El pez
murió en silencio, Todo un hombre, ¡Ah, las cosas de mi tío Corleo!, me parece, es una hazaña.
Respecto a Todo un hombre, es magia verbal que de un argumento que puede resumirse
a cabalidad en 10 líneas, Elías haya construido una novela de 155 páginas en las cuales
mantiene al lector en vilo y con la necesidad de llegar pronto al final pero, al mismo
tiempo, con el deseo que no termine. Para eso se necesita talento y una sólida cultura
literaria. Algo así como lo que Elías cuenta en su libro Entre la vida y la muerte acerca de

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que José Calderón Salazar, que era capaz de hablar toda la tarde acerca de un granito de
sal, o hacer un buen artículo.

Y de 23 líneas en las que se puede contar el argumento de La colina de las torcazas,


surge una novela de 188 páginas. Creo que es la que más carga edificante tiene de todas
cuantas ha escrito; además, un elogio vehemente y cariñoso de la figura del abuelo y de
la devoción del autor por los relatos de la Biblia.

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-10-

¿Sobre qué escribir?

Respecto a las novelas, que usted me pregunta, pienso que siempre hay cierta
inclinación. Cuando se es recién nacido, que aún no desarrolla una conciencia personal,
uno busca el calorcito, los abrazos y la chiche. Ni se ríe, aunque muchos digan que tan
graciosito, que tan bonito, que tiene la risa de su mamá y los gestos de su papá;
babosadas. Los adultos saben que todo eso es mentira, pero disfrutan el engaño. Con la
edad, los ischocos van desarrollando ciertas inclinaciones; a unos les gusta jugar
trompo, a otros correr hasta el cansancio, a quienes encaramarse en los árboles… ¡uhh!,
pa’ que tanto. A mí, desde los catorce años, después de haber sido patojo retozón y
travieso, me entró por leer cuentos y novelas; y, luego, todo lo que pobló mi mente fue
escribir. Al principio no fue un deseo de crear o imaginar sino, solo comunicarme,
compartir, contarles a los demás… No tuve conciencia sobre qué escribir; yo solo quería
hacerlo; por eso, como le conté, a esa edad hice una novela, escribí un cuento, produje
un periodiquito, escribí anécdotas, etc. Yo creo que de allí viene que me haya gustado
tanto la hamaca; allí hacía mis siestas, pero, también allí leía y todavía lo hago; por las
tardes y la madrugada, la hamaca ha sido como mi taller literario. Me acomodo y,
luego, como que se acto fuera mágico, comienzo a pensar una y mil babosadas. A veces
ni duermo por estar entretenido con tanto pensamiento. Es muy divertido y placentero.
Entonces, a mí me pasa que, como cuando uno ha llevado mucha carga en la espalda o
en los hombros, me voy a descansar de tanto peso. Ese descanso para mí consiste en ir a
donde está mi máquina de escribir; allí descargo todo eso que el silencio y el vaivén de
la hamaca me echan a cuestas. Le comencé a encontrar placer y cariño a esa tarea desde
patojo; me libera de pesos y, al concluir, me siento muy ligero; listo para las otras tareas
cotidianas. Yo digo que esa señora que le conté, de quien me enamoré a los catorce
años, tuvo que ver en mis pensamientos para que yo obrara de esa manera; si no, ¿cómo
explicarlo? Es un misterio que, ojalá, nadie logre descifrar. Si alguien lo hace, se zurraría

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en todo. Se acabaría el encanto. Por eso, cuando el sultán Shariar, ¿se acuerda? casi
encuentra el misterio de Scherezade para mantenerlo encantado, se olvida del
pensamiento de matarla y se enamora de ella, que le da tres hijos y, sin darse cuenta se
encontró educado de acuerdo a los principios de Scherezade, quien tuvo el tino de no
darle la oportunidad de que los conociera de manera consciente; por eso sus relatos lo
adormecían con placidez y le hacían sentir al día siguiente la necesidad de seguir
escuchándola y de mantenerla sin decapitar.

La historia cubre de mil y una leyendas la verdad sobre Las mil y una noches. Unas
dicen que son una recopilación de los relatos de muchos países, que intervinieron
bastantes personas para construir ese monumento literario, que una persona jamás
podría tener esa imaginación tan desbordada por más que en ello le fuera la vida, etc.
No importa, los relatos están allí y su misterio sigue intacto. Los seguimos disfrutando y
creemos, a pies juntillas, en Alí Babá, en Simbad el Marino, Aladino y la lámpara
mágica y en tantas historias que, al leerlas, nos parece que recién hubiesen aparecido.

Ese misterio de narrar, que comenzó cuando el ser humano aprendió a hablar,
cuando aún no conocía la escritura y que los antiguos griegos, encarnados en el también
misterioso Homero, llevaron a la sublimidad, se ha enriquecido de manera maravillosa;
ninguna de las culturas que aparecieron a lo largo de la historia ha sido capaz de
quitarle su encanto. Siempre necesitamos que nos cuenten, que nos digan, que nos
narren. Contar historias, me parece, ha sido una de las herencias más maravillosas que
hemos recibido de nuestros ancestros. Cuántos siglos han pasado desde que los
humanos aprendieron a contar y no nos hemos agotado de escuchar relatos. Siempre
estamos ávidos de oírlos, de leerlos, de contarlos, de imaginarlos. ¡Qué misterio, por la
gran diabla! Mire todo lo que me alargué antes de contestar su pregunta…

El niño al nacer, solo sabe pedir. Pide chiche, pide que lo cambien, que lo arropen,
que lo arrullen. Son sus necesidades esenciales; sin embargo, a medida que las satisface,
aprende a explorar, aprende a maravillarse y a encontrar placer. La satisfacción

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primaria le enseña que hay otras circunstancias para explorar. Al llegar la niñez uno
aprende a indagar otros territorios físicos y mentales, pero siempre hay un lugar en el
cual se reúne; generalmente una esquina en la que uno, encuclillado, se congrega a
platicar, a contar, y a encantarse con la palabra. Para mí, como cuento en mi libro Entre
la vida y la muerte, «Siempre he considerado que la esquina de la 5ª. calle y 10ª. avenida
del barrio El Teatro, de Chiquimula, fue la más bonita en las décadas del 30 y del 40,
donde viví mi niñez y adolescencia. (…)

»Allí, en esa esquina, “Moy” Luna nos contaba cuentos tristes hasta hacernos
llorar…»

Desde mi infancia comencé a sentir un placer inenarrable por escuchar historias. Me


gustaba estar con las personas adultas y con los trabajadores que estaban en mi casa,
ordeñando, cuidando animales y, mientras esas actividades sucedían, reírme de las
anécdotas o entristecerme por las penas contadas. Al crecer, comencé a mezclarme con
ellos de manera directa y a tener relación con campesinos y gente de la más variada
índole, que siempre tuvieron historias que contar. Y luego, cuando conocí las cantinas y
el trabajo rudo del campo, a escuchar los relatos de los bolos y campesinos; las
lamentaciones, alegrías y todo lo que la vida les había proveído para contar. ¡Uff!,
pienso que con todo lo que la vida provee, todos deberíamos ser contadores de cuentos,
de historias, de novelas, de anécdotas. Pero eso, claro está, a unos nos seduce más que a
otros. Yo creo que si alguien, por ejemplo a los nueve años, me hubiera impulsado, con
todas las vivencias que la vida cotidiana me había proveído, a esa edad hubiera
comenzado a escribir. No fue así; ese empujón lo recibí, como ya le conté, a los catorce
años.

Otra veta muy apreciada para escuchar historias y anécdotas, la encontré en la


CASVACHI, la inolvidable Cooperativa Agrícola de Servicios Varios “Chiquimula”.
Allí tuve una intensa relación con campesinos, cooperativistas y gente dedicada al
trabajo rudo. Compartí mucho con ellos y, a veces, les daba jalón y, en el camino,

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escuchaba muchas anécdotas, historias; adquiría mucho conocimiento sobre ellos. Entre
las muchas que tuve con ellos, recuerdo que en 1957, el viernes 27 de julio, para ser
exactos, nos sucedió una aventura que solo podía darse en ámbito de confianza y
solidaridad. Como puede darse cuenta, por la fecha que le mencioné, fue un día
después que, en el Palacio Nacional, le volaron plomo a Castillo Armas. Resulta que ese
día, al terminar la jornada en el corte de tomate, nos fuimos a echar unos tragos porque
era temprano; fuimos con la promesa que, luego, les daría jalón a mis dos aleros,
campesinos ellos, que vivían en la aldea San Esteban. Por cierto a esa aldea le tengo
mucho cariño y la menciono en varias de mis novelas.

Mi papá recién me había regalado un picop celeste, nuevito. Total, íbamos en el


camino contando charadas, chistes, bromas y, sobre todo, oyendo las gracejadas que
uno de ellos, Agustín Ramos, contaba. El otro campesino, Héctor Álvarez, y yo, solo
escuchábamos y reíamos. Tin, que así le decíamos a Agustín, era un hombre entrado en
años, pero era pícaro y travieso; hombre muy vivido; tan así que decía que él era tan
viejo que hasta había chineado a su mamá.

Después de algunos tragos, emprendí el viaje hacia San Esteban. Esa carretera, de
tierra, era un largo teclado de marimba. Íbamos brinco y brinco, pero como estábamos
entonados, ni asunto le pusimos al camino. De repente, la llanta izquierda de adelante
del picopito, de plano, hizo contacto violento con alguna piedra y estalló; era de esas
llantas que les llaman tubulares, porque no tienen tubo. La pura llanta había que inflar.
Total que volcamos; caímos a la cuneta, como si fuéramos panqueques en sartén
caliente. Después del cachimbazo, el picop llantas arriba y nosotros patas arriba;
salimos por el lado derecho de la cabina. Solo Yeto se golpeó el brazo porque lo prensó
la puerta, entonces yo... «¡Ya me llevó la chingada!...» el picop quedó apachado de la
lodera izquierda. ¡Ay Dios, era nuevito!; entonces me afligí porque pensé que mi papá
se iba a poner como la chingada y me iba a regañar.

—¿Que qué se me ocurrió, pregunta usted?

88
Nada; solo me di cuenta que de balde nos echamos los tragos porque el efecto se
nos había ido.

Entonces, como pudimos, comenzamos a buscarle modo al picop para darle


vuelta; por fortuna, caminantes que iban por allí nos ayudaron y logramos ponerlo en
su posición normal. Mi temor era porque, según me dijeron Tin y Yeto, a esa hora
pasaban camionetas por el lugar y, en ellas casi siempre iban policías. En aquellos
tiempos, con lo prepotentes que eran los guardias y con lo caldeado que estaba el
ambiente político, en algún lío nos podían meter. Así que a mis compas, luego de
cambiar llanta, les dije:

―¿Me acompañan, muchá?

―¿A dónde?

—A reparar el picop…

―… ¿Hasta dónde?

―Hasta Guate.

―Por la chingada ―dijo Tin. Pero qué chingados; vamos.

Ambos se miraron la ropa, como preguntándome si así se iban a ir. Estaban con
camisas blancas percudidas y pantalones cortos de manta. Esa ropa estaba re sudada y
asquerosa.

—No tengan pena, muchá; en el camino les voy a comprar ropa.

Entonces, arranqué el picop pero, como no tenía suficiente dinero para ir a


Guatemala a reparar el picop, primero pasé a Asunción Mita en busca de mi cuñado
Aníbal Medina. Le conté lo que me había pasado y le pedí que me prestara dinero; de al
pelo se portó Anibal porque me facilitó setecientos quetzales. Con el pisto dentro de la
bolsa, allí en Mita, les compré ropa a los muchachos y luego nos fuimos a Guatemala. A

89
medio camino nos paró una patrulla militar. Me preguntaron que por qué llevaba
golpeado el brazo derecho el campesino; le metí párrafo diciéndole que estábamos
arreglando un cerco de alambre y se lastimó; pero no había pena, no hubo ningún
problema. Tres patrullas más nos detuvieron y las tres pasamos. Al llegar a la capital
busqué un taller para la reparación del picop; conseguí uno, allá por La Palmita, por
San Pedrito, fue en una entrada por donde está el parquecito, casi enfrente.

—No tenga pena —me dijo el del taller—, el picop se lo vamos a dejar nítido,
como que nada le hubiera pasado.

—Está bien. ¿Y cuándo me lo entregan?

—En tres días se lo entregamos.

Entonces, allí en la capital no me acuerdo cómo fue que localicé a un amigo que se
llamaba, o se llama, Jorge Berganza. Nos encontramos y después de los saludos de rigor
y de contarle lo de mi picop, me dijo:

—Mirá vos. En lo que te reparan el picop, y aprovechando que es fin de semana, si


querés vamos a echar un colazo al puerto. Yo tengo un amigo que tiene un carro y nos
lo puede prestar.

Tin y Yeto, que no conocían el mar se pusieron contentos cuando oyeron la


propuesta de Jorge; así que nos fuimos los cuatro. Jorge Berganza manejando y yo a la
par de él, atrás Tin y Yeto.

De Guatemala nos fuimos a pasear a Iztapa. Tin y Yeto no conocían el mar. Se


emocionaron, sobre todo Agustín, al verlo y exclamó:

—¡Ala, qué aguajal! y nosotros allá deseando un poco para regar el tomatal...

Jorge Berganza era un muchacho travieso y juguetón. Ya instalados en Iztapa,


nos tomamos los traguitos. Entre trago y trago nos metíamos al mar. Nos dimos gusto
gusto jugando en la reventazón, sobre todo Tin, que era simpático; era un campesino

90
que aparentaba más edad de la que tenía. Nos reíamos con ganas de oír sus gracias; nos
divirtió ver que una ola le pegó una buena revolcada. Total, todos contentos,
echándonos los tragos.

Al regresar a Guatemala, me entregaron el picop. Para celebrar que quedó muy


bien hecho el trabajo, nos fuimos a una cantina que se llama o llamaba Nereidas; allá
por la once avenida. Cuando entramos, una patojona se me acercó.

—Hola, ¿me invitás a un vinito?

—Tá' bien —le dije—, pedilo.

La muchacha se quedó sentada a la par mía, cusqueándome.

Tin y Yeto, no sé por qué se fueron a sentar aparte, en otra mesa; entonces le dije a
la patoja:

—Mirá, yo no soy finquero, el dueño de la finca es aquel que está allá. Se llama
Agustín Ramos; él es el dueño de la finca. Yo solo soy el administrador.

Inmediatamente me abandonó la patojona y se fue con Tin; ni lenta ni perezosa


diunavez se le sentó en las piernas. Agustín llevándole el rumbo y nosotros gozando de
verlo.

—Mirá —me decía Jorge Berganza—, mirá cómo están Tin y la muchacha; bien
amelcochados. Agustín era pícaro y travieso el baboso; ya estaba entrado en años, pero
no lograba mantener las manos en sosiego. Pero a la hora en que la patojona estaba
haciendo los trámites con Tin para llevárselo al cuarto, éste se puso retrechero y me hizo
señas para que, mejor, nos fuéramos. Así fue como ella, vestida con sus minúsculas
ropas, se quedó echándole pestes a Tin. Entonces comenzamos a joder a Tin y, con esas
jodarria, logramos mantenerlo en sosiego.

Cuando llegué a la casa estaban afligidos porque no les avisé que me había ido a
Guatemala.

91
—Bueno vos ¿qué te habías hecho? Dicen que tuviste un accidente.

—¿Accidente yo? No —les dije—, yo no tuve nada.

—Vamos a ver.

Y se pusieron a revisar el picop. Nítido. No tenía nada. Le echaron pintura a toda la


cabina. Ellos creían que iban a ver el picop chocado.

Y así como esa aventura con Tin y Yeto, hubo infinidad. En general, con los
campesinos encontré alegría, solidaridad y mucha calidez humana.

¡Ah, la CASVACHI! Creo que si no hubiera pasado por allí, quizá no habría escrito
Raíces al viento. Muchos de los elementos de la novela están inspirados en circunstancias
que se dieron en la cooperativa. La novela la fui redactando conforme las vivencias se
iban dando. Quizá por esa relación directa e intensa que tuve con agricultores,
campesinos, dueños de finca, etc., y con mis constantes viajes, me dio la oportunidad de
pensar mejor a los personajes; creo que es en la novela en la que mejor están delineados
y marcados los caracteres y condiciones culturales y, sobre todo, económicas. Al escribir
Raíces al viento yo me imaginaba que los personajes eran personas que en realidad
vivían; o sea que en realidad existían y que me eran muy cercanos y, en cierta manera,
familiares. Esa novela, a diferencia de Tizubín, la escribí sin pretensión alguna de
presentarla a algún concurso; no. La escribí por puro placer.

En esos tiempos que estuve en la CASVACHI hacíamos muchos viajes para


conseguir y comprar fertilizantes; íbamos a Metapán a contratar fertilizantes con
Enrique Figueroa, que era distribuidor de FERTICA; por cierto que la mayor parte del
fertilizante a él se lo comprábamos. Pero también hicimos viajes, con la CASVACHI; yo
como gerente acompañando a los directivos a ver si conseguíamos o comprábamos
fertilizantes a Honduras. Fuimos a Nuevo Ocotepeque; de allí nos lanzamos a San
Pedro Sula, después ... Por cierto, Nuevo Ocotepe es el lugar que inspiró el ámbito en el
cual se desarrolla casi toda la novela Raíces al viento. En Nueva Ocotepeque, un señor

92
nos contó cómo fue el deslave de un invierno copioso: del cerro, que destruyó la ciudad
de Ocotepeque solo quedaron escombros; el río arrasó con todo; por tal razón,
construyeron la Nueva Ocotepeque; eso, mimetizando la realidad, está allí en Raíces al
viento pero no se llama Nueva Ocotepeque el lugar; se llama Orostepeque, y al río le
puse Shorón. Ese relato tiene muchas cosas importantes, también de la vida cotidiana
que yo viví y capté en esa etapa de mi vida, por ejemplo a un periodista que comenta y
critica determinadas actividades del gobierno le dan una gran paliza y los lectores, en
vez de decir: «pobre aquel, miren cómo lo trató el Gobierno, cómo lo golpeó, cómo lo
torturó»; en vez de condolerse de él ... comentan: «bueno estuvo, por haberse metido a
babosadas, para qué tiene que hacerlo, ya sabe cómo está la situación de fea, por qué
....» eso está en la novela; es parte de las circunstancias históricas que me sucedieron y
me tocó vivir.

En general, casi todas mis novelas, aparte del placer que me ha dado escribirlas, son
un homenaje a la vida, a pesar de las penas, momentos desagradables y circunstancias
adversas que a uno le ha tocado vivir. Esas situaciones, después son motivos de
nostalgia, de alegría por haberlas superado y proporcionan gozo al recordarlas. La vida,
para mí, ha sido como la bodega de anécdotas, tramas, argumentos, personajes, ámbitos
y escenarios de mis libros. Así como le conté cómo comencé a imaginar Raíces al viento,
así también, de manera parecida, han surgido las otras novelas.

Respondiendo a la pregunta que me hace, también El pez murió en silencio está


inspirada en momentos de mi vida que me tocó compartir con otras personas. Creo que
es la novela que planifiqué mejor. Y, vea usted, la trama de la novela es muy sencilla.
Me dije: voy a escribir la historia de un joven que es mal estudiante, que se va de la casa
porque no puede ganar el grado, llega a la capital, se sube a una camioneta y se va al
puerto San José. En esa novela hay un pasaje autobiográfico que a mí me ocurrió en el
puerto de Champerico pero yo digo que fue en el Puerto de San José; el personaje, que
es pura invención, me parece que sí logré darle ese grado de verosimilitud porque
muchos de mis amigos, en charlas y convivios, dicen que es un reflejo de mi persona y

93
que yo, de plano, me relacioné con esa familia de pescadores; sin embargo, salvo
algunos detalles que le estoy contando, todo es pura imaginación; muchos de mis
amigos dicen que yo fui pescador, pero no. Yo no fui pescador. Solo de butes y
cangrejitos. Toda lo anecdótico sobre pescadores y el mar lo aprendí por los libros, la
televisión y las historias que he oído. Yo he visto en la televisión cuando están pescando
atún. El atún es grande, grandote; he visto en la televisión que lo rehunden y el atún
salta y brinca ... todas esas cosas son las que me sirvieron para hacer creíble el relato; yo
no viví con esa familia. Fue pura imaginación.

Lo mismo que la Floresmila es imaginación. Cuando menciono yo que fui a


bañarme con la Floresmila a un riachuelo y llego donde hay una cascada, esa anécdota
sí me ocurrió a mí; yo la viví pero no allá en Champerico ni en el puerto de San José; eso
lo viví aquí con una muchacha medio campesina que me enamoré de ella y ella
inmediatamente me tomó caulas; de esa cuenta me iba todas las tardes a pasar la noche
con ella. A veces los domingos, como a las 9 o 10 de la mañana, me decía «vamos a
bañarnos». Algo desganado por el trajín de la noche, le respondía «ta´bueno». Nos
íbamos a bañar casi en la montaña; caminábamos por un senderito y llegábamos a un
riachuelo que tenía una cascada como de dos metros y medio. Allí nos bañábamos los
dos; solitos los dos. Como que fuéramos Adán y Eva «sin ninguna malicia (ja, ja, ja,)
Porque la malicia se me había ido en toda la noche que pasé con ella, ni modo. Ella me
bañaba, me restregaba, «no, hombre, no, no estés cuquéandome...»

Fue una época de mucha pobreza cuando conviví con ella; hubo una oportunidad
en la cual tuve que prestarle a un amigo dos quetzales para echarle gasolina a un
picopito viejo que tenía para poder irme para allá; no tenía ni para echarle gasolina...
pero... Cuando lo recuerdo parece que fuera novela.

La mamá de ella me quería mucho; se llamaba Lola, el papá se llamaba don ... Doña
Lola era evangélica. La muchacha se llamaba Domitila, Oiga que nombre tan bonito:

94
Domitila. Ya había tenido marido, pero se había dejado con él, y ella estaba como
manda el señor.

Como pasaba mucho tiempo con ellos, estando allí doña Lola a veces me decía:
«Léame un poco la Biblia» Entonces nos sentábamos en el pretil y me ponía a leerle en
las tardes... al oír las palabras que yo le leía, ella parecía transportarse hacia alguna
región remota. Al recordar eso, me parece como que fuera novela romántica.

En fin, temas para escribir los hay a montones; de todo se puede hacer una novela o
un relato; de una uña encarnada, de una borrachera, de un accidente, ¡ufff, pa’ que
tanto! Hasta de la cervecita que nos vamos a tomar ahorita se puede hacer un relato.

95
-H-

Los ríos, las mujeres desnudas y el deseo

Los muchachos urbanos de la actualidad es muy difícil que tengan la encantadora


experiencia de ir a un río y, a cierta distancia, escondidos entre los matorrales observar
cuando las muchachas se bañan desnudas. Creo que en la adolescencia no existe nada
igual para estimular la imaginación como ver mujeres con poca ropa o sin ninguna en el
río. Para ellas también, saberse observadas en su desnuedez debe ser algo sumamente
erótico. Solo de recordarlo se me eriza la piel y se me alborota la fantasía. Sin embargo,
ese asunto cada vez se les hace más difícil a los adolescentes de hoy. Para comenzar, la
mayoría de los ríos en las ciudades guatemaltecas ha difunteado. Y los que han logrado
subsistir, ya no son ríos cristalinos sino de aguas negras.

El mismo Motagua, en el cual todavía tuve la oportunidad de bañarme hace


muchísimos años, después de que durante la guerra se convirtió en botadero de
cadáveres de quienes el Gobierno consideraba enemigos, luego se volvió una asquerosa
corriente lechosa. Los valientes que aún se atreven a meterse en esas aguas a bañarse,
tienen que hacerlo con la precaución de esquivar la mierda que flota festiva. Pero antes
fue algo distinto. Los ríos eran una de las más apreciadas fuentes de esparcimiento en
las ciudades. Recuerdo al río El Naranjo (con sus cristalinas aguas, sus pequeñas
cascadas y sus pozas); era uno de los puntos preferidos para mi diversión durante mi
infancia; con regularidad le pedía a mi papá que me llevase a pasear al barranco de la
Betania, porque allí, en el fondo, corría con su cristalina majestad. Sin embargo, allá por
los años 70, el río comenzó a ser un medio para tirar los desechos de las nuevas
colonias; en especial de Villa Linda. El río terminó en cloaca apestosa.

En los tiempos de la juventud de Elías Valdés, pudo gozar de los ríos


chiquimultecos y de las zonas aledañas. Las impresiones que tuvo sobre esos elementos
de la naturaleza fueron profundas e imperecederas; en casi todas sus novelas los
menciona. Desde Tizubín. Tuvieron tal encanto que los ubica como ámbitos para los

96
preámbulos de las escenas sexuales de varias de sus novelas y aun como sitios para la
actividad sexual; ¡ah, el sexo! ese elemento tan importante, quizá indispensable en la
novela moderna.

Mario Vargas Llosa, en La orgía perpetua, dice que «El sexo está en la base de lo que
ocurre, es, junto con el dinero, la clave de los conflictos, y la vida sexual y la económica
se confunden en una trama tan íntima que no se puede entender la una sin la otra». Y
añade: «El sexo ocupa un lugar central en la novela porque lo ocupa en la vida…» No
obstante, el sexo que a mí me gusta leer en una novela no es el explícito y el descarnado,
no; es el sexo llevado a obra de arte; el que si bien es capaz de excitarme, su magia no
reside tanto en sí mismo cuanto en su capacidad de asombrarme por las palabras que lo
narran o lo sugieren y no por la descripción detallada. Para eso mejor lo hago. Creo que
allí está la clave, diferenciar entre narrar y describir. Quizá por eso no aguanté a
terminar de leer Las ciento veinte jornadas de Sodoma o la escuela de libertinaje, del Marqués
de Sade. Donde sí gocé el sexo novelístico fue en El amante de lady Chatterley de David
Herbert Lawrence y en Madame Bovary de Gustav Flaubert. En ambas, las escenas
sexuales más sublimes suceden en el bosque.

Pero volvamos a los ríos y las mujeres que son aristas muy importantes en las
novelas de Elías Valdés. Las incluye, como dije, desde su primera novela, Tizubín.

Para que vean que no es paja lo que les digo, les copio lo que nos narra en Tizubín:
«Una tarde, yendo rumbo al chatún12 acompañando a dos cazadores de venado, vi a la
Julia bañándose en el río, junto con otras muchachas.

»No lo creía. No podía ser ella. Tan grande, tan hermosa, tan galana. Mientras
llenaba mi tecomate en el ojo de agua, lancé una mirada furtiva hacia ella. Su cabello
suelto, abundante, le caía sobre la espalda. Sus senos, crecidos, rechonchos, temblaban
bajo el camisón mojado y transparente. Ella me vio y disimuló mi presencia, como

12
«Chatún: Terreno pedregoso y reseco, de vegetación baja».

97
avergonzada. Las otras muchachas reían alegres y jugaban alborozadas lanzándose
guacaladas de agua… Pero…»13.

Juliá fue la patoja de quien Tizubín se enamoró primero y por la cual se


desencadenaron todas las vicisitudes que después le tocaron vivir y mantenerse
huyendo. Más adelante, como fugitivo de la justicia, Tizubín llega a la finca La Ceiba;
allí se enamora de Vila. Narra otras escenas eróticas que las utiliza como anzuelo para
que el suspenso de la novela no decrezca y que suceden en el río; no me resisto y
comparto una de ellas:

«Allí está la Vila. Sola. A mi alcance. Me escondo entre el monte, como tigre presto
a caer de un salto sobre el arisco venado…

»Contuve la respiración. La Vila buscó con ambas manos la punta del listón
rosado que tenía en la cabeza y deshizo el nudo. Se soltó el pelo. Abundante, largo, cayó
sobre la amplia espalda morena. Hizo un rápido movimiento de cabeza, sacudiéndolo
para uno y otro lado. Y seguía cantando…

»La Vila se quita las ropas y las pone a un lado, haciendo un montoncito. Mira
para todos lados, para cerciorarse si no hay alguien acechándola. Y luego, se quita la
falda floreada. Veo su pantorrilla rolliza, gruesa, hermosa. Luego se desliza entre el
agua, encogiendo los hombros.

»—¡Ay… está fría! —exclamó.

»Yo no pierdo ni uno solo de sus movimientos. La vi pararse y alargar la mano


para alcanzar el paxte y el jabón. ¡Qué hermosa la muchacha! Me pareció más linda que
nunca. Sus dientes blancos, parejos, como trocitos de carne de coco sazón. Sus grandes
ojos, brillantes, atractivos. Y sus formas exquisitas, en plena madurez. Me gusta la Vila.
Pienso que ha de ser mía a cualquier precio…

13
Valdés, Elías, Tizubín, Imprenta Club, Jocotán, Chiquimula, Guatemala, 2006, Pág. 30.

98
»La Vila se baña. Se pasa la mano con el paxte por el cuello, bajo el cabello mojado.
Luego por la ancha espalda, hasta donde el brazo alcanza. Veo la manchita negra de sus
axilas. Me estremezco. Permanezco estático, en plena tensión, con los potros del deseo a
punto de romper las bridas tilintes. La Vila se pone a jugar con el agua. Chapotea como
niña traviesa. Luego se tiende, boca abajo, dejando al descubierto la espalda y las bolas
temblonas de sus nalgas vibrantes, morenas…

»Un sudor frío me corre por el cuerpo. Mi respiración es fuerte, sofocada. Temo
que me vea y se asuste. Me agazapo más al pie del guarumo florecido. Allí a pocos
pasos, está la Vila…»14

Elías Valdés, en sus novelas narra lo sexual con suma exquisitez y delicadeza, aun
si la manera de practicarlo es ruda. Es algo que los lectores deben agradecerle. Hasta en
La colina de las torcazas, que creo es la única que no contiene ninguna escena de sexo, lo
sexual lo muestra con delicadeza y en el entorno de un río: «No estaban las niñas pero sí
la jovencita de gentil físico. Sus senos, erectos como guacalitos acanelados. No mostró
vergüenza ni yo dí muestras de disfrutar su inocencia». También, el autor tiene el tino
adecuado para incluir las escenas; intuye el momento novelístico preciso para que el
sexo, además de gratificar, expanda el interés del lector por asirse a la narración. Tiene
la dosis exacta, sin saturarla ni hacerla pornográfica. En Tizubín, por ejemplo, la primera
escena erótica la ubica en el capítulo IV; allí deja clavada la atención del lector. Luego,
para airear el ámbito de la persecución y la huida, en el capítulo X, nos muestra la
escena que recién acabo de transcribirles. Esos dos momentos eróticos tienen la enorme
virtud novelística de crear los momentos de suspenso necesarios para que el lector se
mantenga atrapado en la lectura.

Hay algunos autores que, aunque el sexo está narrado muy bien, casi toda la
novela está tan poblada de ese elemento que uno llega a saturarse y a veces dan ganas

14
Valdés, Elías, Tizubín, 4ta. edición, Imprenta Club, Jocotán, Chiquimula, Guatemala, 2006, Págs. 84-85.

99
de dejar la lectura; me sucedió eso, por ejemplo, con Las edades de Lulú, de Almudena
Grandes.

La fijación de Elías Valdés por ubicar lo sexual en el entorno de un río comienza,


como mencioné, desde su primera novela.

En la novela ¡Ah, las cosas de mi tío Corleo! La novela más erótica de Elías Valdés,
todo el suspenso novelístico, que es básicamente sexual, lo lleva in crescendo: desde la
simpatía, pasando por la atracción, las insinuaciones, el flirteo, el lenguaje en doble
sentido, la gestualidad lasciva, hasta la consumación del acto sexual. No obstante, el
suspenso no decae después de la primera consumación. Sigue y el lector espera a cada
vuelta de página llenarse de eroticidad. Aun cuando, al final de la novela, lo sexual
debe suspenderse, por la partida del adolescente que llenó de furor sexual a Roselia (la
mujer del tío Corleo), en la despedida, que es el final de la novela, el autor se asegura de
que lo sexual continúe en la mente del lector después de leer la última línea del libro.
Que se imagine que ellos jamás dejarán de copularse; que encontrarán la forma de
encontrarse y hacerlo, de manera mental y física; de mantenerse incendiados de pasión
y orgasmos que solo se suspenderán de manera momentánea para lograr más ímpetu.
Realmente el libro es una delicia y nos hace pensar y sentir una luna de miel eterna.
Como debe ser.

También en esta novela el río se convierte en un escenario sexual. El tío Corleo,


Roselia y el sobrino adolescente llegan al río; para ese entonces, el torbellino sexual y
secreto corría entre Roselia y el adolescente. El muchacho tenía, por lo que se deduce de
la novela, unos catorce años y Roselia andaba por los 32 años. Pues bien:

«Bajamos una pendiente muy pronunciada y llegamos al río. Nos Acomodamos


bajo la sombra de un frondoso capulín. Estaba saturado de frutitas verdes, amarillas y
rosadas. De las ramas gachas cortamos muchas futas maduras.

100
»En cuanto llegamos, mi tío se desvistió y metió al agua. Igual cosa hicimos
Roselia y yo. El agua, fría y cristalina, acarició nuestros cuerpos. Roselia me cogió de
una mano y me llevó a una parte más honda.

(…)

»Mi tío cogió un machete y nos dijo:

»—Voy por un poco de leña.

»Se metió a una huertecita a través de los hilos de alambre. Desde donde
estábamos se divisaban las grandes hojas del bananal.

»Roselia y yo nos escondimos detrás de una enorme piedra. Así desnudos, como
estábamos, nos fundimos en fuerte abrazo. Ella llevaba la iniciativa de besarme, con
tanto frenesí, que me pareció exagerado.

»Nos amamos frenéticamente sobre un banco de fina arena humedecida. Con


facilidad llegaba ella al orgasmo. Digo así por sus quejidos y los apretones que me daba.

»—Parecemos conejos, rápidos y nerviosos —le dije.

»—Quisiera tenerte a mi lado todo el tiempo, día y noche —dijo Roselia—, en una
cama grande de suaves muelles.

»—¿No le basta como lo hacemos? —le pregunté.

»—Podría ser mucho mejor —dijo—. Volvamos al agua, puede venir él»15.

Otra novela en la cual el río es fundamental para el desarrollo argumental es Todo


un hombre; en este libro Elías Valdés nos muestra una manera ruda de práctica sexual,
pero que es congruente con el ambiente campesino que viven hombres y mujeres. Sin
embargo, aunque ve a Linda y sus hermanas en el río, allí solo se da una atracción

15
Valdés, Elías, ¡Ah, la cosas de mi tío Corleo!, IMAGRAF G & N, Villa de Santiago Jocotán, Chiquimula,
Guatemala, 201, Págs. 177, 178, 179.

101
efímera. Luego sucede que Rubén, el personaje, tras luchar de manera infructuosa para
capturar al caballo Lucero y al novillo, que después llamó Campeón, queda exangüe,
herido y con el cuerpo que no le responde. Dos muchachos, Rodrigo y Daniel, hacen
una camilla y lo llevan a su casa. Ya en la casa se da cuenta que una de las muchachas
que vio en el río estaba a la par de la cama: Linda. Doña Juliana, la mamá de Linda, se
acercó también. Al verlo, hizo un gesto de desaliento:

«Ella es mi mamá —dijo—, se llama Juliana.

»Oía, como en sordina, el canto de gallos y lejano mugir de las vacas del corral. A
medianoche llegó a verme Linda. Me hice el dormido. Me quitó la chamarra. Estaba
muy oscuro. Había silencio. Sólo se oía el chirrear de mil grillos incansables.

»Tiene usté el sueño pesado —dijo.

»No contesté. Linda tenía una voz dulce y suave. Era como un afable susurro.

»—Yo soy enfermera. Desde niña me ha gustado cuidar enfermos. Es un oficio


sacrificado pero muy noble.

»Yo mantenía silencio. Ni siquiera me movía.

»¿Me está oyendo —me preguntó—. Si me entiende lo que le digo, por favor
parpadee.

»Así lo hice. Abrí y cerré los ojos como muestra de que sí la oía y entendía lo que
me decía.

»—¿Le gusta que lo acaricien? —me preguntó.

»Respondí con la señal convenida.

»—¡Ah, qué bueno! Yo estaba apenada porque pensé que podía molestarse.

»—¿Quiere mis caricias?

102
»Varias veces parpadeé. ¿A quién no le gusta que lo mimen?, pensé.

»Linda comenzó a palparme con mucha delicadeza. Eran las caricias jamás
imaginadas. Mi sexo entre sus manos liberó en mí el deseo más intenso. Era para mí un
juego íntimo, increíblemente delicioso. Estuvo presta a recibir en un trapo, no sé si
toalla o pañuelo, la copiosa descarga…»16

También lo sensual y el río aparecen en su novela Agua sucia:

«Se acusó a Beteta de haberse llevado a un grupo de alumnas al río, con el pretexto
de investigar algunas plantas. Que allá, antes del almuerzo, les había dado licor y
cuando se bañaban las había manoseado… Beteta explicó qe su propósito era enseñarles
a nadar. Admitió que habían jugado al pescadito liso, y cuando le preguntaron en qué
consistía ese juego, explicó que las muchachas se ponían en fila, con las piernas abiertas
y él pasaba nadando, procurando no tocarlas»17.

Y bien, podía continuar mencionando otros episodios sobre los ríos, las mujeres
desnudas y el deseo en las novelas de Elías Valdés pero temo que, si lo hago,
especialmente los jóvenes podrían tener problemas hormonales que ameritasen su
inmediata satisfacción; así que me excuso de continuar; así dejo este capitulín.

16
Valdés, Elías, Todo un hombre, IMAGRAF G & N, Jocotán, Chiquimula, Guatemala, 2009, Págs. 30-31.
17
Valdés, Elías, Agua sucia, segunda edición, Imprenta Club, Jocotenango, Chiquimula, Guatemala, 2005, Pág. 44.

103
-I-

Los premios y reconocimientos

Una vida como la de Elías Valdés Sandoval, tan intensa y tan fecunda, solo puede ser
objeto de reconocimientos y aprecio. Por intensa, los reconocimientos le vienen no solo
de la literatura y el periodismo sino de muchos ámbitos más: futbolístico, cooperativo,
humanitario, agrícola, etc. Su influencia y generosidad se han sentido; por eso, una
avenida en Chiquimula, como ya mencioné, lleva su nombre; otra en San José la Arada.
Se le concedió la Muta de Oro y el Collar Chortí. Bibliotecas llevan su nombre. Lo ha
reconocido como hombre de singular valía la APG; dos tesis se han publicado teniendo
como tema de investigación dos de sus novelas. Y, quizá, el más alto es haber sido
declarado Emeritissimum por la Universidad de San Carlos de Guatemala.

A continuación haré un recorrido cronológico de los premios y reconocimientos


con los cuales se ha distinguido a Elías Valdés Sandoval.

La lista comienza a los 17 años cuando, el 14 de julio de 1948, siendo alumno del
INVO, gana el primero y segundo lugares en el concurso que se organizó a nivel
nacional para celebrar el día del Estudiante Normalista de Chiquimula. Al año
siguiente, el 15 de junio de 1949, con su cuento El anatema de niá Luteria, el Instituto
Normal Mixto Centroamericano, de Jalapa, le otorga mención honorífica.

En 1950, la Sociedad de Obreros El Porvenir, de Chiquimula, le otorga Diploma y


Medalla de Oro por haber obtenido el primer lugar en el certamen convocado por la
organización, en celebración del 1º. de mayo. A los pocos días, 14 de julio de 1950, la
Directiva encargada de los festejos del Día del Estudiante Chiquimulteco, le otorga el
Primero y Segundo lugares del Concurso Literario en Prosa.

En 1964, con su novela Tizubín, gana el primer lugar en el Concurso Nacional de


Escuintla, organizado con motivo de la feria de ese lugar.

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El 9 de junio de 1966, El Concejo Municipal de Chiquimula le otorga Diploma de
Reconocimiento por su valiosa labor desarrollada para la consecución y funcionamiento
de la Casa de la Cultura de Oriente.

En 1974 obtiene el segundo lugar en el concurso literario estudiantil, a nivel


nacional, otorgado por el Instituto Centroamericano de Jalapa.

En cuento, también en 1974, obtiene el primer lugar en el concurso organizado por


la Sociedad de Obreros El Porvenir.

En noviembre de 1974, la Asociación de Periodistas de Guatemala le otorga


Diploma de Honor por la publicación de su libro Tizubín.

La Asociación de Estudiantes del INVO lo declara Hijo Notable de Chiquimula,


en 1982.

La Casa de la Cultura de Oriente, en 1985, lo declara Hijo Ilustre de Chiquimula.

El 29 de junio de 1993 recibe, de parte de la Municipalidad y el Comité Pro-


Mejoramiento de Chiquimula (COPROMECHI), la Muta de Oro, y el collar de Oro
Chortí, preseas con las cuales se le reconoce como hijo destacado de Chiquimula.

Los Juegos Florales promovidos por el Círculo Literario de la Casa de la Cultura


de Oriente, en Agosto de 1993, llevaron el nombre de Elías Valdés Sandoval.

«El 14 de septiembre de 1993, con motivo de las fiestas de Independencia recibió


tres homenajes: El del Instituto Experimental “Dr. David Guerra Guzmán, de la
Organización Alius y Radio Perla de Oriente declarándolo “Ciudadano prócer de
Chiquimula” y de la zona militar número 8 con entregas de diplomas y plaquetas.18»

El 19 de marzo de 1994, mero día de san José, por medio de Acuerdo Municipal
especial, se le declaró Hijo Predilecto de San José la Arada, su pueblo natal.

18
Rodríguez Medina de Reyes, Georgina Marisol, El tema ambiental en la obra El pez murió en silencio del escritor
Elías Valdés Sandoval, Universidad de San Carlos de Guatemala, Guatemala, 2003

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El alcalde de Chiquimula, Rolando Arturo Aquino Guerra, el 14 de abril de 1994,
inauguró la Avenida Elías Valdés Sandoval, que corresponde a la 13 avenida entre 2ª. y
4ª. calles.

Fue declarado Hijo Ilustre de Chiquimula por el programa radial Chiquimula


D´Visión, conducido por Víctor Hugo Valdés Cardona.

La biblioteca del Instituto Normal para Varones de Oriente es bautizada con el


nombre de Elías Valdés Sandoval el 13 de septiembre de 1994.

El 21 de septiembre de 1994, la Facultad de Humanidades de la Universidad de


San Carlos de Guatemala, lo distingue confiriéndole el diploma Emeritissimum.

La Asociación de Periodistas de Guatemala, en diciembre de 1994, le otorga el


Diploma Accésit al Quetzal de Oro APG, 1992, por su novela Agua Sucia.

«El 6 de enero de 1995, el club social femenino “Chiquimula 3680” le rindió


homenaje, entregándole diploma de honor al mérito, con motivo de celebrar dicha
asociación sus 15 años de fructífera labor»19.

El Grupo Cultural ABC, le otorga Diploma de Reconocimiento por su libro La


obsesión de Pilarcita, el 26 de febrero de 1998.

El 13 de septiembre de 2003, el INVO le otorga la Orden Instituto Normal para


Varones de Oriente.

Una calle de San José la Arada es denominada con el nombre de Elías Valdés
Sandoval, el 19 de marzo de 2011.

La Universidad de San Carlos de Guatemala, el 12 de octubre de 2012, le extiende


reconocimiento «Por engrandecer el nombre de nuestra Chiquimula “La Maestra
Eterna” a través de su legado literario y servir de ejemplo a la juventud nororiental».

19 19
Rodríguez Medina de Reyes, Georgina Marisol, Op. Cit.

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La APG, por el cumplimiento del sagrado deber de defender la Libertad de
Emisión del Pensamiento, al ejercer ese derecho como ciudadano y profesional del
periodismo responsable y digno durrante 63 años, le otorga diploma de reconocimiento
el 30 de noviembre de 2012.

El Grupo de Escritores Chiquimultecos Portalibros, el 14 de diciembre de 2013, le


otorga diploma de reconocimiento por su fecunda producción literaria, el fomento de
las buenas relaciones humanas en la sociedad chiquimulteca y constituirse en fecundo
promotor de nuestra digna cultura.

El Grupo de Escritores Chiquimultecos Portalibros, el 13 de diciembre de 2014,


reconoce a Elías Valdés Sandoval como «Embajador Emérito» de la digna cultura
nacional.

Hay muchos homenajes y reconocimientos que dejo, como se dice, en el tintero.


Creo que con esto basta para tener una perspectiva amplia de la valía del escritor Elías
Valdés Sandoval.

Y, bueno, aquí concluyo este humilde homenaje que añado a los muchos que Elías
Valdés Sandoval, de manera muy merecida, ha recibido. Espero que él y los lectores
sean benévolos; que perdonen las deficiencias, olvidos, y otras carencias de este trabajo.

¿Nos tomamos un traguito, Elías?

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