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SAN SALVADOR – Joaquín Sabina constituye una interrogante muy seria para los moralistas:
¿cómo es posible que un hombre como él, que ha hecho y deshecho, amado, traicionado y vivido
en excesos totales, un hombre que tiró bombas molotov contra bancos, que llegó a fumar como
locomotora, bebió whisky como el más acérrimo irlandés y que además cantó para los Beatles (!)
… cómo es posible que éste llegara a viejo con tan buena y grande reputación, en tan buen estado
físico y con tanto éxito profesional y personal?
La respuesta absoluta a esta pregunta, debe estar muy escondida en alguno de los más entrañables
andurriales de la Calle Melancolía.
En su última producción, sin embargo, Sabina va dejando el mismo rastro de migajas que ha dejado
en todos sus discos anteriores, y que nos dice mucho sobre la fórmula inexacta de sus logros como
cantautor.
Lo primero que hay que reconocer es que Sabina sigue componiendo. Y esto a pesar de las
incontables cifras que lleva grabadas en su cuentakilómetros, o a pesar de encontrarse en “un
estado repugnante de felicidad doméstica” en medio de su seno familiar, como le confesó en una
entrevista a Iñaki Gabilondo. Su nueva producción, después de cuatro años de sigilo, se titula
Vinagre y Rosas, y en ella encontramos al Sabina de siempre, quizás con la melancolía más
marcada en sus escamas cada vez más longevas, pero aún así capaz de sorprendernos con sus
insospechadas cabriolas lingüísticas y musicales.
Lo segundo que hay que notar es que en este álbum Sabina ha sucumbido de nuevo a su vicio de
compartir los micrófonos. Y esta vez no lo hace ni con Silvio Rodríguez o Chavela Vargas,
tampoco con Pablo Milanés, Fito Páez, Ana Belén, Manu Chao, Alejandro Sanz, Rocio Durcal, ni
mucho menos con su estimado Joan Manuel Serrat (y aquí nombramos solo algunos de sus
colaboradores). Hoy le toca al grupo madrileño Pereza inyectar un aire fresco a la producción de
Sabina, y lo hace en dos canciones: “Tiramisú de limón” y “Embustera”. Las dos son en sí muy
buenas canciones y proveen una interesante sensación de variedad al conjunto, no obstante, para
los sabinistas de corazón quizás estas no cuenten entre las mejores.
Otro dato interesante es que, como en ocasiones anteriores, Sabina se escapó de su entorno para
encerrarse a escribir canciones. Esta vez lo hizo con el novelista y poeta Benjamín Prado, y juntos
se fueron a Praga a componer los títulos del disco: el uno para escapar de su abrumador paraíso
familiar, el otro para huir de los fantasmas de una relación sentimental recién terminada.
De esta condición nacen canciones como “Cristales de Bohemia” que nos recuerda mucho a sus
cavilaciones sobre ser “Tan joven y tan viejo”, un tema que ha venido inquietando al cantautor
español desde hace más de una década. Y aunque, como nos dice en la genial “Viudita de
Clicquot”: “con sesenta que importa la talla de mis Calvin Klein”, se percibe un espectro de
pesadumbre flotando sobre la mayoría de sus canciones.
No obstante, algunas de ellas nos muestran al aguerrido iconoclasta que conocemos; y en
canciones como “Agua pasada” o “Nombres impropios” encontramos ese molde de “canciones en
el límite” que narran más del desamor que del amor.
Por último, también encontramos al Sabina que no le tiene miedo a experimentar. Esto queda claro
con “Vinagre y rosas” canción que trata de muchas maneras el motivo circense y que llama al
recuerdo a otros experimentos anteriores como “El caso de la rubia platino” – en la que a Sabina
se le ocurrió la insólita idea de encapsular una novela negra policíaca en una canción. Pero esto no
quiere decir que en este último disco Sabina no deje de hablar, como siempre, de él. O bueno, más
bien a transformar su vida en canciones, que no es lo mismo que hablar de su vida. Porque al
traspasar las puertas del arte toda vida se transforma en algo nuevo, algo afuera del que la vive.
En resumen Vinagre y rosas es un muy buen disco, aunque quizás en éste Sabina no ha logrado
reinventarse como lo ha hecho en otras producciones anteriores. Uno se pregunta si al fin la edad
va “lastrando las alas” del “genio de Úbeda”, pero conociendo a Joaquín Sabina, es de saberse que
cualquier presunción puede ser fácilmente desmentida con su siguiente producción.
Como simple admirador uno no puede hacer más que limitarse a poner uno que otro de sus discos
cuando el silencio aturde, y luego su voz arrugada y carrasposa llena el espacio para transportarlo a
uno a esa dimensión de los felices, los desesperados y los suicidas, donde es posible perderse en
“pañuelos de amargura” y ponerse el pelaje de “perro de nadie ladrando a las puertas del cielo”. Y
en estos momentos, en lo que uno menos piensa es en las acusaciones de los moralistas.
Javier Kafie es salvadoreño, especialista en estudios intermediales, colaborador de ContraPunto