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COLABORADORAS
Alejandra Decap Contreras
María Gálvez Vásquez
Francisca González Vargas
Ameley Hume Concha
Javiera Ibarra Muñoz
María Angélica Muñoz Berríos
Krasna Vukasovic Herrero
EDICIÓN Y SELECCIÓN
Catalina Muñoz Fuentes
Vicente Serrano Muñoz
Incisión #2
Primera edición.
Santiago de Chile, noviembre 2018.
Leucocarbo Ediciones
leucocarboediciones@gmail.com
@leucocarboediciones
Incisión #2
Prólogo
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taciones a la reflexión y la práctica.
editores
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Javiera Ibarra Muñoz
Santiago, 1993. Activista feminista, artista plástica y ta-
tuadora. Su trabajo explora cruces entre el arte visual y la
escritura. En 2017 expone Nosotras no servimos para ser
hombre nuevo, su principal obra hasta la fecha. Declara
como fundamental, dentro de sus intereses e inquietu-
des, el hacerse cargo del contexto social en que habita,
ocupando la escritura y lo visual como plataforma para la
problematización política.
15 de marzo 2018
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1 de marzo 2018
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19 de octubre 2017
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S/F
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Alejandra Decap Contreras
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La muerte de Polinices
Antígona llora
la muerte de su hermano
de tanto rajarse el alma
ya estaba endurecida
como diamante
Antígona se mancha
con la sangre de su hermano
llora la muerte indigna
en manos de su propia carne
y roba su cuerpo
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en su grito
está su hermano muerto
para darle honor
se robó su cuerpo
por suerte
el corazón no puede
desgarrarse de verdad
Antígona se ahorca
porque morir es mejor
que vivir en un mundo de muerte
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Sín título
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Diavolo Berritiago
En la voltereta de Lastarria
en la miseria de una cuneta
Ahí
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Amapola y escarcha
caen de a
pedazos
los cometas
rocas voladoras
que chocan
al sonido del reloj
El invierno llegó
y en sus trenzas traía
un almácigo escarchado
de hielo tierra anís
En la espalda llevaba
Relámpagos azules
La comodidad completa
de sus días grises
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Viene a arreglar mi jardín
el monstruo del laberinto
Con lluvia mata-pajaritos
Opiáceos y vaporosos
Nuestros muertos
nos soplan la nuca
con sus cuentos
donde se tomaban
hasta el cielo
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León de plata
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Francisca González Vargas
La calma y la claridad
que necesito se encuentran en las profundidades del
mar.
Quietas,
como tesoro esperando –o no-
ser encontrado por alguien.
Quiero bailar y explorar las aguas,
escribir notas ilustradas sobre la vida submarina.
Quiero que la sal duerma mi cuerpo sobre la arena,
y que mantarras lo cobijen.
¡Ahí!
justo sobre el silencio y la serenidad.
…
Y yo aquí, caminando el concreto,
esquivando el dolor, lo complejo.
No nadando.
No en el mar,
ni siquiera pronta a estarlo
Mis branquias lo saben,
-tosen resecas-
Mis corales descascaran, sobreviven.
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II.
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III.
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VI.
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IX.
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X.
Viernes 23.
Ayer en la tarde llovió,
llovió todo el día en realidad.
Hoy miro la cordillera y cuesta.
El esmog ya la hizo desaparecer.
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XIII.
Sigan avanzando,
destruyan y devoren todo a su paso.
Incluyéndome/incluyéndonos,
total,
en la ciudad están demasiado ocupados
como para notar su verde y sigiloso andar.
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XV.
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XIX.
Aquí,
no hay nada que reclamarle a los insectos
que te persiguen y acompañan;
estás en su clima.
Hacen lo que deben/saben hacer.
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María Angélica Muñoz Berríos
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Ruidos que se hacen claros. Cosas que caen, se
estrellan. Luego, un grito. Suplica. Otro grito, fuerte, ron-
co. Llanto ahogado, largo. Risa ronca. No entendía enton-
ces por qué me parecían truenos; no entiendo ahora por
qué tiemblo después de un relámpago.
Tu pantalla parece nueva, plagada de colores ní-
tidos, pero mantiene la sensación de huída que me ofre-
cía la otra.
A un país lejano se fue un barco fuerte, y llevó,
gracias a una reina generosa, a un grupito de hombres
para ofrecerles tesoros que quizás imaginaban distintos.
No se qué faltó en mi Carabela desteñida, quizás la rei-
na generosa. No, no faltó la reina… era ella. La reina se
sentaba junto a mí mientras a su hija la golpeaban en la
habitación de enfrente. La reina me ofrecía el dorso de su
mano; sin palabras, me ofrecía la única posesión que le
quedaba. Lo que faltó fue un barco fuerte, grande. Un he-
róico lanchón, que cogiera este cuarteto de indocumen-
tados. Ese nunca llegó a estas costas y nos mantuvimos en
nuestro maldito puerto sin príncipe por años.
Te asusto. Crees que lloro. Insertas un cassette,
delegas en Mozart mi consuelo.
¡Qué tipo!, siempre consigue penetrarme. Cuan-
do tiemblo al mirar desde un avión, o cuando en la carre-
tera la velocidad sube demasiado. Siempre está dispuesto
a dialogar conmigo.
Comienza a acariciar mi oído con esa fórmula
inconfundible. Acude a mí como un bastón que guía este
sopor. Imposible no intentar repetir compases conocidos.
Allegro, andante, adaggio, no importa, la Júpiter se ave-
cina completa, internándose en mi piel, inyectándome
imágenes pletóricas de sensaciones. Relaja. Excita. Tras-
lada, como esa bicicleta verde.
Me lleva. Subimos pendientes, lenta, suavemen-
te, sintiendo todo el tiempo la frescura de la noche en la
cara. Pedalea más rápido. El movimiento se hace fuer-
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te. Tocamos la cima. Nos lanzamos, la caída es libre. Se
mezclan sus cabellos con los míos, reímos embriagados.
La blusa de seda produce ondulaciones en un tono rosa
perfecto, armónico. El viento se cuela entre los dedos.
Dibujo síncopas en el aire, giramos envueltos en un de-
licioso remolino. Recorremos ondulantes todo el espacio
que atrapan las paredes de tu dormitorio. Así por mucho
rato, hasta que comenzamos el descenso. Poco a poco nos
detenemos, lentamente vuelven a los hombros las mechas
doradas. La última frase de la sinfonía indica que debo
bajar. Me deposita en tu almohada.
Dejo la cómoda posición en que estaba. Me dis-
pongo al regreso. Se me nota menos. Camino en línea
recta. Me siento. Me paro en un pie. Coordino. No inten-
to saber si resulto coherente: sé la respuesta. Esta noche
tengo otra y bendita visión de la cordura.
Retorno a mi mundo.
Aprieto el séptimo número del citófono, digo lo
necesario, subo escalones alternando los pies, introduzco
la llave precisa, quito mi ropa, apago la luz… en posición
fetal pellizco mis pies toda la noche.
Nadie, nunca, se entera de este viaje.
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Cantante
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potona, no tiene mucha teta, pero se las arregla: se las
rellena con algodón debajo del sostén para que se le
suban, pero linda, una vez dijo un curao que tenía carita
de virgen y todos se rieron, a mí me dio harta rabia
porque era cierto, aunque ahora se deba pintar más
que antes sigue siendo la mejorcita. La hora que es y mi
Pablito… allí está la 344. Ojalá que vaya hoy día, el viejo
parece buena onda, necesito que me escuche una, una
sola canción. Con suerte me saca hoy mismo de ahí.
Bastaron tres minutos para cambiar su aspecto
provinciano. Se paró en tacones, calzó una minifalda
estrecha y un peto luminoso que apretaba sus escasos
pechos. Delineó sus ojos pardos y liberó su pelo de la
apretada trenza. Estaba lista.
La Rucia, que por lealtad a su amiga había acep-
tado hasta quitarse el corpiño rojo que llevaba puesto, ya
terminaba de bailar.
Jorge Guerrero la presentaba entre comentarios
que pretendían ser graciosos y terminaban siendo vul-
gares. Le entregó el micrófono mientras le decía cerca de
su oído, con ese aliento a acetona::
—Suerte, mijita.
Sentado en una de las mesas cercanas al esce-
nario, un señor de pelo cano, que por la postura erguida
y la calidad de su ropa, anunciaba ser extraño al sitio,
bebía el único whisky pedido esa noche. El viejo estaba
allí.
No percibió nada más. El humo de la sala
dibujaba huellas azuladas en la densa atmósfera del
lugar. Mas era ella y la música que ahora comenzaba a
sonar. Cantó. El bolero era el de siempre, pero esa noche
sonaba distinto. Matizó como nunca. Subió lenta y se-
gura por las escalas, hizo sentir a cuantos allí estaban el
mensaje, sufrido, con alma. No veía a nadie, no escuchó
los errores del trompetista, no permitió que los piro-
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pos se interpusieran entre su voz y su oído. De pronto,
su pecho se aprieta, duele, con ese dolor que pesa, que
aprieta los pulmones y que en esta ocasión se hace más
profundo. Sintió un sudor extraño recorrer su cuerpo;
su brazo izquierdo, el que sostenía el micrófono, comen-
zó a pesarle y por unos segundos creyó que se le caería,
pero siguió y siguió hasta terminar. Un ritardando lento,
sentido, una octava más abajo de su tono, le sirvieron
para hacerlos volver poco a poco al miserable sitio que
todos compartían.
Todos aplaudieron, tal vez como nunca lo
habían hecho. Algunos se pusieron de pie para corres-
ponder a la entrega. Sintió que alguien la confundía en
un abrazo cálido, poco acostumbrada al desinterés que
se desprende del gesto: era el señor de la primera mesa.
La noche, su peor y mejor noche terminaba.
— Quiero saber de Pablito Fuentes.
—¿El niño atropellado ayer?
— Sí, ese mismo.
— Recuperándose, señora.
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María Gálvez Vásquez, María Morales
Lusvenia no escuchaba
el taconeo de sus zapatos
Ni conocía el azul del cielo
ni los montes colorados,
No conocía tampoco
su reflejo en el espejo,
Y el cuello tenía torcido
De tanto mirar hacia abajo.
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De pronto sobre el agua
Su reflejo advirtió
Y fue tanta la sorpresa
Que hacia el cielo miró.
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¡Los mounstruos lluviosos!
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Esta publicación terminó de imprimirse en noviembre de
2018, en Santiago de Chile.
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