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LEONARDO BOFF

JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN
DEL HOMBRE
(Selección)

Sumario
III.7. El seguimiento de Jesús como forma de actualizar su liberación
IV. JESUCRISTO, LIBERADOR DE LA CONDICIÓN HUMANA
1 El Reino de Dios implica una revolución en el modo de pensar y actuar
2. El Reino de Dios supone evolución del mundo de la persona
3. Conclusión: significado teológico de las actitudes del Jesús histórico
V. JESÚS, UN HOMBRE DE EQUlLlBRIO, FANTASÍA CREADORA Y ORIGINALIDAD
1. Jesús, hombre de extraordinario equilibrio y sentido común:
2. Jesús, hombre de singular fantasía creadora
3. La originalidad de Jesús
4. Conclusión: significado teológico del comportamiento de Jesús
IX. 2. - Jesús es el punto omega de la historia, el Mesías, el hijo de David
esperado, el Hijo de Dios
X. JESÚS, EL HOMBRE QUE ES DIOS
5.- Jesús: el hombre Dios y el Dios hombre
6. La impecabilidad de Jesús
7. Todos estamos destinados a ser imagen y semejanza de Cristo
XI - ¿DONDE ENCONTRAMOS HOY A CRISTO RESUCITADO?
1. El cristianismo no vive de una nostalgia, celebra una presencia
2. Comprender el mundo partiendo de su futuro ya manifestado
3. ¿Cómo esta hoy presente Cristo resucitado?
4. Conclusión: el orgullo de los cristianos
XII - ¿CÓMO LLAMAREMOS HOY A JESÚS?
1. En Cristología no basta conocer lo que otros ya conocieron
3. Elementos de una Cristología en lenguaje secular
4. Conclusión: Cristo, memoria y conciencia critica de la humanidad
XIII – SALVACIÓN EN JESUCRISTO Y PROCESO DE LIBERACIÓN
3. El Reino de Dios como revolución global y estructural del viejo mundo
8. La fe cristiana no es ideología, sino fuente de ideologías funcionales
XIV - JESUCRISTO Y EL CRISTIANISMO: REFLEXIONES SOBRE LA ESENCIA DE
LO CRISTIANO
1. El cristianismo es tan vasto como el mundo
2. La plena hominización del hombre supone la hominización de Dios
3. La estructura crística y el misterio del Dios Trino
4. El cristianismo, respuesta responsable a una propuesta
5. El catolicismo es la articulación institucional más perfecta del cristianismo
6. Jesucristo, "todo en todas las cosas»
7. Conclusión: la esperanza y el futuro de Cristo Jesús
PASIÓN DE CRISTO Y SUFRIMIENTO HUMANO
III - ¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE?
1. Actitud de Jesús ante su muerte violenta
2. Cómo imaginó Jesús su propio fin
3. Intento de reconstrucción de la trayectoria del Jesús histórico
4. El significado trascendente de la muerte de Jesús
La muerte de Cristo en la reflexión teológica de Pablo
VI - PRINCIPALES INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE CRISTO EN LA
TRADICIÓN TEOLÓGICA: SU CADUCIDAD Y SU ACTUALIDAD
1. ¿Qué es propiamente redentor en Jesucristo: el comienzo (la encarnación)
o el fin (la muerte)?
2. Problemática y aporías de las concepciones de la redención
3. El modelo del sacrificio expiatorio: muerto, por el pecado de su pueblo
4. El modelo de la redención y el rescate: triturado por nuestras iniquidades
5. El modelo de la satisfacción sustitutivo: «Gracias a sus padecimientos
hemos sido sanados»
6. Cristo libera en solidaridad universal con todos los hombres
VII - LA CRUZ Y LA MUERTE EN LA TEOLOGÍA ACTUAL
1. Un interrogante siempre abierto...
2. Teologías modernas de la cruz
3. Convergencias y divergencias entre las diferentes posturas
4. La cruz, muerte de todos los sistemas
RELECTURA DE LA RESURRECCIÓN EN LA ANTROPOLOGÍA ACTUAL
7. La muerte como acontecimiento biológico y personal
8. La muerte como escisión
9. La muerte como decisión
10. La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.

III.7. El seguimiento de Jesús como forma de actualizar su


liberación

La vida humana bajo el signo del retraso de la venida del reino escatológico
como plenitud tiene una estructura pascual que se traduce en el seguimiento de
Jesús, muerto y resucitado.

Este seguimiento incluye, ante todo, anunciar la utopía del reino como
sentido feliz y pleno del mundo que Dios ofrece a todos. En segundo lugar
implica traducir la utopía en praxis encaminada a cambiar este mundo en el
plano personal, social y cósmico. La utopía no es una ideología, sino que da
origen a ideologías funcionales para orientar las prácticas liberadoras. El
seguimiento de Jesús no es mera imitación, sino que supone darse cuenta de la
diferencia existente entre la situación de Jesús, con su horizonte apocalíptico de
irrupción inminente del reino, y la nuestra, en la que la historia tiene futuro y la
parusía se ha retardado. Las tácticas para organizar el amor y la justicia en la
sociedad dependen de estas diferencias. Es cierto que, tanto para Jesús como
para nosotros, Dios es futuro, y su reino no ha llegado totalmente. Pero cambia
la manera de asumir la historia. El no nos impuso un modelo concreto, sino una
forma peculiar de hacerse presente en la realidad concreta, forma que está
inevitablemente vinculada a la pequeñez de cada situación: opción por los
marginados, renuncia a la voluntad de poder como dominación, solidaridad con
todo lo que apunta a una convivencia más participada, fraterna y abierta al
Padre, etc.

En tercer lugar, la liberación de Dios se traduce en un proceso de liberación


que implica lucha y conflictos asumidos y comprendidos a la luz del doloroso
camino de Jesús. Esta liberación debe entenderse como un amor que ha de
sacrificarse muchas veces; como una esperanza escatológica que debe pasar por
esperanzas políticas; como una fe que debe avanzar tanteando, pues el hecho
de ser cristianos no nos da la clave para descifrar los problemas políticos o
económicos. La cruz y la resurrección son paradigmas de la existencia cristiana.

Seguir a Jesús es pro-seguir su obra, per-seguir su causa y con-seguir su


plenitud.

Esta visión -con los límites de toda visión- quiere ponerse al servicio de la
causa de liberación política, social, económica y religiosa de nuestros pueblos
oprimidos. Se trata de una contribución teórica que intenta iluminar y enriquecer
una praxis, ya existente, de fe liberadora.

En nuestra situación de tercer mundo dependiente, la fe cristológica,


pensada y vivida de forma histórica, nos orienta hacia una opción ideológica de
liberación, hacia un cierto tipo de análisis y hacia un compromiso preciso.
Creemos que, en nuestro contexto, leer el evangelio y seguir a Jesús de una
forma no liberadora es darle la vuelta o interpretarlo continuamente de forma
ideológica, en sentido peyorativo.

Sobre el reino de Dios se puede predicar de muchas maneras. Es posible


anunciarlo como el otro mundo que Dios nos está preparando y que llegará
después de esta vida; también cabe identificarlo con la Iglesia, representante y
continuadora de Jesús, con su culto, sus dogmas, sus instituciones y
sacramentos. Estas dos maneras dejan de lado el compromiso y la. tarea de
construir un mundo más justo y participado y alienan al cristiano frente a los
interrogantes de la opresión de millones de hermanos. Pero también podemos
anunciarlo como la utopía de un mundo reconciliado en plenitud, que se anticipa,
prepara y empieza ya en la historia, mediante el compromiso de los hombres de
buena voluntad. Creemos que esta última interpretación traduce, tanto en el
plano histórico como en el teológico, la ipsissima intentio Jesu. La función de la
cristología es elaborar y formar una opción cristiana en la sociedad.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981 (Págs. 35-36)
CAUSAS DEL ATEISMO

Dios se hace Jesús, débil e impotente en el mundo. Con eso resuelve el


problema del dolor y del mal, que constituían la permanente piedra de
argumentación para todo el ateísmo. El Dios que el ateísmo, en nombre del mal
de este mundo, pone en tela de juicio es el Dios todopoderoso, infinito, creador
del cielo y de la tierra, Padre y Señor cósmico. En Jesucristo, Dios mismo asume
el mal y el absurdo. Se identifica con el problema y lo resuelve, no en teoría,
sino por la vida y por el amor. Por eso sólo ese Dios es el Dios de la experiencia
cristiana. No es ya un eterno e infinito solitario, sino alguien dentro de nosotros
y solidario con nuestro dolor y nuestra angustia por la ausencia y ocultamiento
de Dios en el mundo.

................

Lo que los evangelios quieren anunciar es la presencia de una nueva


realidad y, por ello, de una nueva esperanza en el corazón de la historia: Jesús
resucitado, vencedor de la muerte, del pecado y de todo lo que aliena al
hombre. No quieren anunciar primordialmente una doctrina nueva y una nueva
interpretación de las relaciones del hombre para con Dios. Lo que quieren
mostrar es la realidad de un hombre a partir del cual cada ser humano puede
tener esperanza acerca de su situación delante de Dios y del futuro que le está
reservado: vida plena en comunión con la vida de Dios; la carne tiene un futuro:
la divinización; y la muerte, con lo que significa, no volverá a darse. Ese hecho
histórico asume un carácter universal y eterno, porque representa la anticipación
del futuro dentro del tiempo.

EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981, pág. 56-57

ASUMIÓ NUESTROS ANHELOS MÁS PROFUNDOS

La encarnación de Dios no significa sólo que Dios se hizo hombre. Quiere


decir mucho más: que participa realmente de nuestra condición humana y
asume nuestros anhelos más profundos. Habla nuestro lenguaje y, al utilizar el
concepto de reino de Dios, muy marcado por contenidos ideológicos, intenta
vaciarlo y darle un nuevo sentido de total liberación y absoluta esperanza. Ese
nuevo contenido lo muestra con signos y comportamientos típicos. El reino de
Dios que predica no es ya una utopía irrealizable, pues «nada hay imposible para
Dios» (Lc 1,37), sino que en Jesús se ha convertido en una realidad incipiente
dentro de este mundo. Con él comienza una «gran alegría para todos» (Lc 2,10)
porque ahora sabemos que, con el nuevo orden que Jesús ha traído, será verdad
lo que el Apocalipsis nos promete: la aparición del nuevo cielo y de la nueva
tierra (Ap 21,1-4). Con él ya podemos oír, en un eco lejano pero seguro,
aquellas palabras «fieles y verdaderas»: «Mira que hago un mundo nuevo...
Hecho está» (Ap 21,5).

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 93 s.
IV. JESUCRISTO, LIBERADOR DE LA CONDICIÓN
HUMANA
En la religión judía de tiempos de Jesús todo estaba prescrito y
determinado: primero, las relaciones con Dios; después, las relaciones entre los
hombres. La conciencia se sentía oprimida por un fardo insoportable de
prescripciones legales. Jesús formula una impresionante protesta contra
semejante esclavización del hombre en nombre de la ley. En este capítulo se
muestra cuál es la actitud fundamental de Jesús: libertad frente a la ley, pero
sólo para el bien y no para el libertinaje. La ley tiene únicamente una función
humana de orden, de crear posibilidades de armonía y comprensión entre los
hombres. Por eso las normas del Sermón de la Montaña presuponen el amor, el
hombre nuevo y liberado para cosas mayores. El tema de la predicación de
Cristo no fue él mismo ni la Iglesia, sino el reino de Dios. El reino de Dios
expresa la total liberación de la realidad humana y cósmica, utopía inscrita en el
corazón del hombre. Es la situación nueva del viejo mundo, totalmente lleno de
Dios y reconciliado consigo mismo. En una palabra: se podría decir que el reino
de Dios significa una revolución total, global y estructural del viejo orden llevada
a cabo por Dios y solamente por Dios. Por eso, el reino es reino de Dios en
sentido objetivo y subjetivo. Cristo se entiende a sí mismo no sólo como un
predicador y profeta de esta novedad (evangelio), sino como un elemento de la
nueva situación transformada. Él es el hombre nuevo, el reino ya presente,
aunque bajo una apariencia de debilidad. Adherirse a Cristo es condición
indispensable para participar en el nuevo orden introducido por Dios (Lc 12, 8-
9). Para que se realice esa transformación liberadora del pecado, de sus
consecuencias personales y cósmicas y de todos los demás elementos alienantes
sentidos y sufridos en la creación, Cristo formula dos exigencias fundamentales:
conversión de la persona y reestructuración de todo su mundo.

1 EL REINO DE DIOS IMPLICA UNA REVOLUCIÓN EN EL MODO DE


PENSAR Y ACTUAR

El reino de Dios afecta primero a las personas. A ellas se les exige la


conversión. Conversión significa mudar el modo de pensar y actuar en el sentido
de Dios, y esto supone una revolución interior. Por eso Jesús comienza
predicando: «Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2;
4,17). Convertirse no consiste en ejercicios piadosos, sino en un nuevo modo de
existir ante Dios y ante la novedad anunciada por Jesús. La conversión implica
siempre una división: «Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os lo
aseguro, he venido a traer la división, porque desde ahora habrá cinco en una
casa y estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres ... » (Le 12,51-52).
Sin embargo, esta transformación en el modo de pensar y de actuar no quiere
ser sádíca: intenta llevar al hombre a una crisis y a que se decida por el nuevo
orden que ya está en medio de nosotros, esto es, Jesucristo mismo (Lc 17,21). A
Jesús no le interesa principalmente si el hombre observó estrictamente todas las
leyes, si pagó el diezmo de todas las cosas y si observó todas las prescripciones
legales de la religión y de la sociedad. A él le interesa, en primer lugar, si el
hombre está dispuesto a vender sus bienes para adquirir el campo del tesoro
escondido, si está dispuesto a enajenar todo para comprar la perla preciosa (Mt
13,45-46), si para entrar en el nuevo orden tiene el valor de abandonar familia y
fortuna (Mt 10,37), arriesgar su propia vida (Lc 17,33), arrancarse un ojo y
cortarse una mano (Mc 9,43 y Mt 5,29). Ese no al orden vigente no significa
ascetismo, sino una pronta actitud para responder a las exigencias de Jesús.
Ahora, pues, urge abrirse a Dios. Esa exigencia va tan lejos que Jesús amenaza
con las siguientes palabras: «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo
modo» (Lc 13,3-5). El diluvio es inminente y ésta es la última hora (Mt 24,37-
39; 7,24-27). El hacha está colocada en la raíz del árbol, y si no da frutos, será
cortado (Lc 13,9). En breve, el dueño de casa cerrará la puerta y los retrasados
habrán de oír estas palabras: "No sé de dónde sois» (Lc 13,25b), ya es tarde (Mt
25,11). Por eso, al hombre que comprendió esta situación de crisis radical se le
llama prudente (Mt 7,24; 24,45; 25,2.4.8.9; Lc 12,42) porque toma una
decisión en favor del reino capaz de soportar y vencer todas las tentaciones (Mt
7,24-25). El convite es para todos. La mayoría, sin embargo, se encuentra de tal
forma atareada con sus quehaceres que desecha la invitación para la fiesta
nupcial (Lc 14,16-24). Principalmente los ricos se ven rechazados (Mc 10,25: cf.
Mt 23,24). La puerta es estrecha y no todos tienen la fuerza suficiente ni luchan
para entrar por ella (cf. Lc 13,24). La necesidad de conversión exige, a veces,
ruptura de los lazos naturales más elementales del amor para con los familiares
muertos que van a ser enterrados (Lc 9,59ss; Mt 8,21ss). Quien se ha decidido
por la novedad de Jesús sólo mira hacia adelante. El pasado quedó atrás (cf. Lc
9,62). Hay cierto carácter de intimidación en la invitación de Jesús. Un ágraphon
transmitido por el evangelio apócrifo de Tomás es considerado por los buenos
exegetas como auténtico de Jesús; dice perentoriamente: «Quien está cerca de
mí está cerca del fuego; quien está lejos de mí está lejos del reino». La opción
por Jesús no puede quedar a medio camino, como el constructor de una torre
que comenzó a levantarla y después dejó su obra incompleta o como el rey que
partió con aire triunfal para la guerra y, frente a la fuerza del enemigo, tuvo que
retroceder y pactar con él (Lc 14,28-32). Urge reflexionar antes de aceptar el
convite. Decir «¡Señor, Señor!» no basta. Hay que hacer lo que él dice (Lc 6,46).
De lo contrario, su última situación es peor que la primera (Mt 12,43-45b; Lc
11,24-26). La conversión misma es como el traje nupcial, como la cabeza
perfumada y el rostro acicalado (Mt 6,17), como la música y la danza (Lc 15,25),
como la alegría del hijo que regresa a la casa paterna (Lc 15,32; 15,7),
semejante a la satisfacción que se tiene al encontrar el dinero perdido (Lc 15,8-
10). Y todo eso comienza a surgir en el hombre desde el momento en que se
hace pequeño (Mt 18,3). La frase: «Si no os cambiáis y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3; cf. Mc 10, 15; Lc 18,17) no tiende a
exaltar la inocencia natural de éstos.

Cristo no es un sentimental romántico. El punto de comparación reside en


otro lugar: así como el niño depende totalmente de la ayuda de los padres y
nada puede por sí solo, así debe hacer el hombre ante las exigencias del reino.
San Juan hace decir claramente a Jesús: "El que no nace de lo alto no puede ver
el reino de Dios» (Jn 3,3). Se exige un nuevo modo de pensar y actuar. Esto
queda más claro aún si consideramos la actitud de Jesús ante ese modo de
pensar y actuar.

a) Jesucristo, liberador de la conciencia oprimida


En la religión judía, en tiempos del Nuevo Testamento, todo estaba
prescrito y determinado: primero, las relaciones para con Dios; luego, las
relaciones entre los hombres. Todo era sancionado como voluntad de Dios
expresada en los libros santos de la ley. Esta se llegó a absolutizar de tal
manera que, en algunos círculos teológicos, se enseñaba que el propio Dios en
los cielos se ocupaba en su estudio varias horas al día. La conciencia se sentía
oprimida por un fardo insoportable de prescripciones legales (cf. Mt 23,4). Jesús
levanta una impresionante protesta contra semejante esclavitud del hombre en
nombre de la ley. «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre
para el sábado» (Me 2,27). Sin embargo, en el Antiguo Testamento se dice
claramente: «No añadiréis nada a lo que yo os mando, ni quitaréis nada de lo
que yo os ordeno, al guardar los mandamientos de Yahvé, vuestro Dios» (Dt
4,2). Jesús se toma la libertad de modificar varias prescripciones de la ley
mosaica: la pena de muerte para los adúlteros sorprendidos en flagrante delito
(Jn 8,11). la poligamia (Mc 10,9), la observancia del sábado (Mc 2,27),
considerado como símbolo del pueblo escogido (Ez 20,12), las prescripciones
acerca de la pureza legal (Mc 7,15) y otras. Jesús se comporta con libertad
soberana frente a las leyes. Si auxilian al hombre, aumentan o posibilitan el
amor, él las acepta. Si, por el contrario, legitiman la esclavitud, las repudia y
exige su quebrantamiento 1. No es la ley la que salva, sino el amor: ése es el
resumen de la predicación de Jesús.

Jesús desteologiza la concepción de la ley: la voluntad de Dios no se


encuentra sólo en las prescripciones legales y en los libros santos, sino que se
manifiesta principalmente en los signos de los tiempos (Lc 12,54-57). El amor
que él predica y exige debe ser incondicional para amigos y enemigos (Mt 5,44).
Sin embargo, si Cristo libera al hombre de las leyes, no lo entrega al libertinaje o
a la irresponsabilidad. Al contrario, crea lazos y ataduras más fuertes aún que
los de la ley. El amor debe unir a todos los hombres entre sí. En el aparato
crítico del Evangelio de Lucas (6,5 del Codex D) se cuenta la siguiente anécdota,
que revela claramente la actitud de Jesús frente a la ley: Jesús encuentra un
sábado a un hombre trabajando en el campo y le dice: «Amigo, si sabes lo que
haces, eres dichoso, pero si no lo sabes, eres un maldito y un transgresor de la
ley». ¿Qué quiere decir Jesús? ¿Quiere abolir definitivamente las fiestas
sagradas y el sábado? Lo que afirma, y en ello vemos su libertad e
inconformismo («Habéis oído también que se dijo a los antepasados... Pues yo
os digo», Mt 5,21ss), viene a ser lo siguiente: <Hombre, si sabes por qué
trabajas en sábado, como yo curé en día prohibido la mano seca a un hombre
(Mc 3,1), a una mujer encorvada (Lc 13,10) y a un hidrópico (Lc 14), si sabes
trabajar en sábado para auxiliar a alguien y sabes que para los hijos de Dios la
ley del amor está por encima de todas las leyes, entonces serás feliz. Pero si no
lo sabes y, por frivolidad, capricho y placer, profanas el día santo, serás maldito
y trasgresor de la ley». Aquí vemos la actitud fundamental de Jesús: libertad sí,
frente a la ley. Pero sólo para el bien y no para el libertinaje. Cristo no está
contra nada. Está a favor del amor, de la espontaneidad y de la libertad. Para
defender valores positivos tiene que estar a veces en contra de la ley.
Parafraseando a Rom 14,23, podemos decir: Todo lo que no viene del amor es
pecado. En otra ocasión asistimos a la misma preocupación de Jesús por liberar
al hombre de las convenciones y los prejuicios sociales. En el tiempo y en la
patria de Jesús, el varón gozaba del privilegio de poseer varias mujeres y poder
separarse de ellas. La ley de Moisés decía: «Cuando un hombre toma a una
mujer y se casa con ella, si resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos,
porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio
y la despedirá de su casa» (Dt 24,1). En la jurisprudencia de la época eran
motivos suficientes para que una mujer no agradara al hombre: no ser hermosa,
no saber cocinar, no tener hijos, etc. Jesucristo se alza contra tal situación y dice
taxativamente: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Me 10,9). Estas
palabras revelan el espíritu decidido de Jesús contra la anarquía legalizada. En el
reino de Dios debe reinar la libertad y la igualdad fraterna. Jesús la conquistó en
él. Pablo, que comprende pronto y profundamente la novedad de Jesús, escribe
a los Gálatas: "Para ser libres nos libertó Dios. Manteneos, pues, firmes y no os
dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de! la esclavitud. Pero no toméis de esa
libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a
los otros. Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo concepto: Amarás ti
tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,1.13-14).

b) El comportamiento del hombre nuevo:

La conversión que Jesús pide y la liberación que nos conquistó son para el
amor sin discriminación. Hacer del amor la norma de vida y de conducta moral
es algo dificilísimo para el hombre. Es más fácil vivir dentro de la ley y de unas
prescripciones que todo lo prevén y determinan. Difícil es crear para cada
momento una norma inspirada en el amor. El amor no conoce límites. Exige
fantasía creadora. Sólo existe en el dar y ponerse al servicio de los otros. Y sólo
dando se tiene. Esa es la «ley» de Cristo: que nos amemos los unos a los otros
como Dios nos ha amado. Ese es el único comportamiento del hombre nuevo,
libre y liberado por Cristo e invitado a participar del nuevo orden. Ese amor se
expresa en fórmulas radicales, como las del Sermón de la Montaña: no sólo el
que mata, sino también el que irrita a su hermano es reo de juicio (Mt 5,22) ;
comete adulterio aquel que desea una mujer en su corazón (Mt 5,28) ; no se
debe jurar de ninguna forma; sea vuestra palabra: sí, sí; no, no (Mt 5,34-37) ;
no resistas a los malos; si alguien te abofetea en la mejilla derecha, ponle
también la otra; y al que lucha contigo para quitarte el vestido, dale también el
manto (Mt 5,39-40), etc.

¿Es posible, con estas normas, organizar la vida y la sociedad? Ya Juliano el


Apóstata veía aquí un argumento para rechazar in toto el cristianismo: es
simplemente impracticable para el individuo, para la familia y para la sociedad.
Algunos piensan que las exigencias del Sermón de la Montaña quieren demostrar
la imposibilidad del hombre para hacer el bien. Tienden a llevar a éste,
desesperado y convencido de su pecado, al Cristo que cumplió todos los
preceptos por nosotros, y así nos redimió. Otros dicen: el Sermón de la Montaña
predica únicamente una moral de la buena intención interior. Dios no mira tanto
lo que hacemos cuanto cómo lo hacemos. Un tercer grupo opina de la siguiente
forma: las exigencias de Jesús deben ser entendidas dentro de la situación
histórica. Jesús predica la próxima aparición del reino de Dios. El tiempo urge y
es corto. Es el momento de la opción final, la hora veinticinco. En ese pequeño
intervalo hasta el establecimiento del nuevo orden debemos arriesgar todo y
prepararnos. Existen leyes de excepción. Es una moral del tiempo que falta
hasta que aparezcan el nuevo cielo y la nueva tierra. Estas tres soluciones
encierran algo de cierto. Pero no atinan con lo esencial, porque dan por supuesto
que el Sermón de la Montaña es una ley. Cristo no vino a traer una ley más
radical y severa, no predicó un fariseísmo más perfeccionado. Predicó el
evangelio que significa una prometedora noticia: no es la ley la que salva, sino el
amor. La ley posee sólo una función humana de orden, de crear las posibilidades
de armonía y comprensión entre los hombres. El amor que salva supera todas
las leyes y convierte todas las normas en absurdas. El amor que Cristo exige
supera ampliamente la justicia. La justicia, en la definición clásica, consiste en
dar a cada uno lo que es suyo. Lo suyo, lo de cada uno, supone evidentemente
un sistema social previamente dado. En la sociedad esclavizante, dar a cada uno
lo que es suyo consiste en dar al esclavo lo que es suyo y al señor lo que es
suyo; en la sociedad burguesa, dar al patrón lo que es suyo y al operario lo que
es suyo; en el sistema neocapitalista, dar al magnate lo que es suyo y al
proletario lo que es suyo. Cristo, con su predicación en el Sermón de la Montaña,
rompe ese círculo. La justicia que él predica no supone la consagración y
legitimación de un statu quo social, levantado sobre la discriminación entre los
hombres. El anuncia una igualdad fundamental: todos son dignos de amor.
¿Quién es mi prójimo?, he ahí una pregunta equivocada que no debe hacerse.
Todos son prójimo de cada uno. Todos son hijos del mismo Padre y por eso
todos son hermanos. De ahí que la predicación del amor universal represente
una crisis permanente para cualquier sistema social y eclesiástico. Cristo anuncia
un principio que pone en jaque todo el fetichismo y la subordinación
deshumanizante de cualquier sistema, social o religioso. Por eso, las normas del
Sermón de la Montaña presuponen el amor, el hombre nuevo, liberado para
cosas mayores: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (/Mt/05/20).

Originariamente, el Sermón de la Montaña tenía carácter escatológico:


Cristo predica el fin inminente. Para eso exige una conversión total en el sentido
del amor. En la redacción actual de Mateo, las palabras de Jesús están situadas
dentro de un contexto de Iglesia para la que el fin del mundo está en un futuro
indeterminado. No obstante, dentro de esta nueva situación, se conservó lo
esencial de la predicación de Jesús. Su mensaje no es de ley, sino de evangelio y
de amor. El Sermón de la Montaña, en su formulación actual, quiere ser un
catecismo de comportamiento del discípulo de Jesús, de aquel que ya abrazó la
buena nueva y procura regirse según la novedad que Cristo ha traído: la filiación
divina.

2. EL REINO DE DIOS SUPONE EVOLUCIÓN DEL MUNDO DE LA PERSONA

La predicación de Jesús sobre el reino de Dios no se dirige sólo a las


personas exigiéndoles conversión. Se dirige también al mundo de las personas
como liberación del legalismo, de las convenciones sin fundamento, del
autoritarismo y de las fuerzas y potencias que subyugan al hombre. Veamos
cómo se comporta Cristo frente a los mentores del orden vigente de su tiempo.
Los mentores del orden religioso y social son, para el pueblo sencillo, no los
romanos de Cesarea, junto al mar, o de Jerusalén, ni el sumo sacerdote en el
templo, ni, en un plano más inmediato, los gobernantes colocados por las
fuerzas romanas de ocupación, como Herodes, Filipo, Arquelao o Poncio Pilato.
Los que distribuyen la justicia, solucionan los casos y cuidan del orden público,
son concretamente los escribas y fariseos. Los escribas son rabinos, teólogos
que estudian cuidadosamente la Escritura y la ley mosaica, principalmente las
tradiciones religiosas del pueblo. Los fariseos constituyen un grupo de laicos
muy fervorosos y piadosos.
Observan todo al pie de la letra y cuidan que el pueblo también observe
todo estrictamente. Viven esparcidos por todo Israel, mandan en las sinagogas,
poseen enorme influencia sobre el pueblo y tienen para cada caso una solución
deducida más o menos justamente de las tradiciones religiosas del pasado y de
los comentarios de la ley mosaica (halaká). Todo lo realizan en función del orden
vigente «para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5). No son malos. Al contrario,
pagan todos los impuestos (Mt 23,23), buscan los primeros lugares en la
sinagoga (Mt 23,6), son tan fervorosos de su sistema que recorren el mundo
para conquistar un solo adepto (Mt 23,15) ; no son como los demás hombres:
«rapaces., injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano» (Lc 18,11) ;
observan los ayunos y pagan el diezmo de todo lo que poseen (Lc 18,12) ;
aprecian de tal forma la religión que edifican monumentos sagrados (Mt 23,29).
Pero, pese a su perfección, poseen un defecto capital denunciado por Jesús:
«descuidáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe» (Mt
23,23). «Esto es lo que había que practicar -comenta él-, aunque sin descuidar
aquello» (Mt 23,23). Ellos dicen y no hacen. Atan pesadas cargas de preceptos y
leyes y las ponen en los hombros de los otros, mientras que ellos ni con un dedo
quieren moverlas (Mt 23,3-4).

Para entrar en el reino de Dios no basta hacer lo que la ley ordena. El


presente orden de cosas no puede salvar al hombre de su alienación
fundamental. Es un orden en el desorden. Urge una mudanza de vida y una
transformación en los fundamentos de la vieja situación. Por eso los marginados
del orden vigente están más próximos al reino de Dios que los otros. Jesús se
siente especialmente llamado para ellos (Mt 9,13). Rompe con las convenciones
sociales de la época. Sabemos cómo se respetaba estrictamente la división de
clases sociales entre ricos y pobres, prójimos y no prójimos, sacerdotes del
templo y levitas de los pueblos, fariseos, saduceos y recaudadores de impuestos.
Los que practicaban las profesiones despreciables eran evitados y maldecidos,
como los pastores, los médicos, los sastres, los barberos, los carniceros y
principalmente los publicanos (recaudadores de impuestos), considerados como
colaboradores de los romanos.

¿Cómo se comporta Jesús frente a esta estratificación social?


Soberanamente. No se ata a las convenciones religiosas, como lavarse las
manos antes de comer, de entrar en casa y tantas otras. No respeta la división
de clases. Habla con todos. Busca contacto con los marginados, los pobres y
despreciados. A los que se escandalizan les grita: «No he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores. Los sanos no precisan médico» (Mt 11,19).
Conversa con una prostituta, acoge a gentiles (Me 7,24-30), come con un gran
ladrón, Zaqueo; acepta en su compañía un usurero que después lo traiciona,
Judas Iscariote; tres ex guerrilleros se convierten en discípulos suyos y permite
que las mujeres lo acompañen en sus viajes, algo inaudito para un rabino de su
tiempo. Los piadosos comentan: «Ahí tenéis a un comilón y un borracho, amigo
de los publicanos y pecadores» (Mt 11,19). Seculariza el principio de autoridad.
Las autoridades constituidas no son sin más representantes de Dios: «Lo del
César devolvédselo al César y lo de Dios a Dios» (Mt 22,21). Al rey Herodes, que
lo expulsa de Galilea, le manda decir: «Id a decir a ese zorro que yo expulso
demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo» (Lc
13,32). La autoridad es una mera función de servicio: «Sabéis que los jefes de
las naciones las gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen
con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar
a ser grande entre vosotros sea vuestro servidor» (Mt 20,25). No tiene ningún
apego a las convenciones sociales: «Los últimos serán los primeros y los
primeros los últimos» (Me 10,31) y «los publicanos y las rameras os adelantarán
en el reino de Dios» (/Mt/21/31). ¿Por qué? Por su situación de marginados del
sistema sociorreligioso judío son más aptos para oír y seguir el mensaje de
Jesús. No tienen nada que perder, pues nada tienen, o nada son socialmente.
Sólo deben esperar. El fariseo, no. Vive asentado en el sistema que creó para sí:
es rico, tiene fama, tiene religión y está seguro de que Dios se halla de su lado.
Triste ilusión. La parábola del fariseo cumplidor fiel de la ley y orgulloso y del
publicano arrepentido y humilde nos enseña otra cosa (LC 18,9-14). El fariseo
no quiere escuchar a Jesús, porque su mensaje le es incómodo, le obliga a
desinstalarse, le exige una conversión que hace abandonar el suelo seguro y
firme de la ley y se rige por el amor universal que supera todas las leyes (Mt
5,43-48). No en vano los fariseos murmuran (LC 15,2) y hacen mofa de Jesús
(Le 16,14), calumniándolo como poseso (Mt 12,24; Jn 8,48.52), concertándole
entrevistas fraudulentas (Mt 22,15-22; Jn 7,38-8,11) intentan apresarlo (Mt
21,45ss; Jn 7,30.32.44) e incluso matarlo (Mc 3,6; Jn 5,18; 8,59; 10,33),
recogen material de acusación contra él (Mt 12,10; 21,23-27) y, por fin, están
entre los que lo condenan a muerte. Pero Jesús no se deja intimidar. Predica la
conversión individual y social, porque el fin último es inminente, "el tiempo se ha
cumplido y el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15; Mt 4,17).

3. CONCLUSIÓN: SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE LAS ACTITUDES DEL


JESÚS HISTÓRICO

La figura de Jesús que surge de estos logia y relatos breves es la de un


hombre libre de prejuicios con los ojos abiertos a lo esencial, volcado a los otros,
principalmente a los más abandonados física y moralmente. Así nos enseña que
el orden establecido no puede redimir la alienación fundamental del hombre.
Este mundo, tal como está, no puede ser el lugar del reino de Dios (1 Cor
15,50). Necesita una reestructuración en sus mismos fundamentos. Lo que salva
es el amor, la aceptación desinteresada del otro y la total apertura a Dios. Aquí
no hay ya amigos y enemigos, prójimos y no prójimos. Hay sólo hermanos.
Cristo intentó con todas sus fuerzas crear las condiciones para la irrupción del
reino de Dios, como total transfiguración de la existencia humana y del cosmos.

Independientemente del éxito o fracaso (el éxito no es ningún criterio para


el cristianismo), el comportamiento de Jesús de ,Nazaret tiene una gran
significación para nuestra existencia cristiana. Es verdad que ya no vive entre
nosotros el Jesús histórico, sino el Cristo resucitado, que está más allá de la
historia. No obstante, es válido hacernos semejante reflexión porque el Cristo
resucitado es el mismo que el Jesús histórico de Nazaret, totalmente
transfigurado, elevado a la derecha de Dios, en el momento culminante de la
historia y ahora presente en medio de nosotros como Espíritu (2 Cor 3,17). El
trajo una situación nueva. Utilizando las palabras de Carlos Mesters:

«No nos cabe juzgar a los otros, definiéndolos como buenos o malos, fieles
o infieles, pues la distinción entre buenos y malos desaparece si eres bueno para
los demás. Si existen malos, entonces examina tu conciencia: has cerrado el
corazón y no has ayudado al otro a crecer. La miseria del mundo nunca es
disculpa ni motivo de fuga, sino acusación contra ti. No eres tú quien debe
juzgar la miseria, sino que es ésta la que te juzga, y juzga tu sistema y te hace
ver tus defectos (cf. Mt 7,1.5).

La distinción entre prójimo y no prójimo ya no existe. Depende ahora de


cada uno. Si te aproximas, el otro será tu prójimo. De lo contrario, no lo será.
Todo va a depender de tu generosidad y apertura. La regla de oro es: haz a los
demás lo que quieres que hagan contigo (Mt 7,12). La distinción entre lo puro y
lo impuro no existe fuera del hombre: sólo depende de él, de las intenciones de
su corazón, donde está la raíz de sus acciones. Sobre este particular no existe ya
el apoyo de las muletas de la ley. El hombre tiene que purificar su interior, y
todo lo de fuera será igualmente puro (Lc 11,41) ... La distinción entre obras de
piedad y obras profanas ya no existe, porque la manera de practicar las obras de
piedad no debe distinguirse de la manera de practicar las demás obras (Mt 6,17-
18). La distinción verdadera es la que el hombre establece en su conciencia,
confrontada con Dios (Mt 6,4.6.18). La visión clara y jurídica de la ley ha
desaparecido. La ley ofrece un objetivo claro, expresado en el Sermón de la
Montaña, objetivo de entrega total que va a exigir generosidad, responsabilidad,
creatividad e iniciativa por parte del hombre. Jesús permite que se observen
aquellas tradiciones, en tanto no perjudiquen, sino que favorezcan el objetivo
principal (Mt 5, 19-20; 23,23). La participación en el culto ya no da al hombre
garantías de estar a bien con Dios. La garantía está en la actitud interior que
procura adorar a Dios en "espíritu y en verdad'. Esa actitud es más importante
que la forma exterior y es ella la que juzga y testimonia la validez de las formas
exteriores del culto» (Carlos Mesters, Jesús e o povo, 171-172).

Los discípulos deben seguir las actitudes de Jesús. Tales actitudes


inauguran en el mundo un nuevo tipo de hombre y de humanismo que nosotros
juzgamos como el más perfecto que jamás haya surgido, con capacidad para
asimilar valores nuevos y extraños sin traicionar su esencia. El cristiano no
pertenece a ninguna familia, sino a la familia de todo el mundo. Todos son sus
hermanos. Como decía el autor de la Carta a Diogneto (¿Panteno? hacia el año
190) : «Obedecen a las leyes establecidas, pero su vida supera la perfección de
la ley... Toda la tierra extranjera es para ellos una patria y toda patria una tierra
extranjera». Están en este mundo, trabajan en él, ayudan a construir y también
a dirigir. Sin embargo, no ponen en él sus últimas esperanzas. Quien, como
Jesús, soñó con el reino de los cielos no se contenta con este mundo tal como
es. Se siente, frente a este mundo lleno de ambigüedades, como un
«parroquiano», en el sentido primitivo y fuerte que esa palabra tenía para
Clemente Romano (+97) o Ireneo (+202) ; esto es, se siente extranjero en
camino hacia una patria más humana y feliz. Por algún tiempo debe vivir aquí,
aunque sabe que desde que apareció Jesús, el hombre puede soñar con un
nuevo cielo y una nueva tierra.

Jesús devolvió al hombre a sí mismo superando profundas alienaciones que


se habían incrustado en él y en su historia; en las cuestiones importantes de la
vida nada puede sustituir al hombre, ni la ley, ni las tradiciones, ni la religión. El
debe decidirse de dentro hacia fuera, frente a Dios y frente al otro. Para ello
necesita creatividad y libertad. La seguridad no viene de la observancia
minuciosa de las leyes y de su adhesión estricta a las estructuras sociales y
religiosas, sino del vigor de su decisión interior y de la autonomía responsable de
quien sabe lo que quiere y para qué vive. No sin razón, ·Celso, el eminente
filósofo pagano del siglo III, veía a los cristianos como hombres sin patria y sin
raíces, que se oponían a las instituciones divinas del Imperio. Por su modo de
vivir, decía este filósofo, los cristianos levantaron un grito de rebelión (phoné
stáseos). No porque ellos estuvieran contra los paganos y los idólatras, sino que
estaban a favor del amor indiscriminado a paganos y cristianos, a bárbaros y a
romanos y desenmascaraban la ideología imperial que hacía del emperador un
dios, y de las estructuras del vasto imperio, algo divino. Como decía el Kerigma
Petri, los cristianos formaban el tertium genus, un tercer género de hombres,
diferente del de los romanos (primer género) y del de los bárbaros (segundo) y
formado por ambos indiscriminadamente. Lo que cuenta ahora no son las
categorías exteriores y las etiquetas que los hombres pueden colgar y descolgar,
sino lo que se revela en el corazón, lo que abre a Dios y al otro. Aquí se decide
quién es bueno o malo. divino o diabólico, religioso o arreligioso. El nuevo
comportamiento de los cristianos provocó, sin violencia, un tipo de revolución
social y cultural en el Imperio romano que sustenta nuestra civilización
occidental, hoy vastamente secularizada y olvidada de su principio genético.
Todo esto entró en el mundo a causa del comportamiento de Jesús, que sacudió
al hombre en sus raíces, poniendo el principio «esperanza» y haciéndole soñar
con el reino, que no es un mundo totalmente distinto de éste, sino éste mismo.,
totalmente nuevo y renovado.

....................

1. Mt 5,17-19 no puede considerarse como una objeción: «No creáis


que he venido a suprimir la ley o los profetas. No he venido a derogar,
sino a dar cumplimiento». Tanto la exégesis católica como la
protestante han mostrado que no se trata de un logion del Jesús
histórico, sino de una construcción de la comunidad primitiva,
especialmente de Mateo, preocupada por los antinomistas que
comenzaron a surgir en las comunidades (tal vez por influjo de la
teología de Pablo sobre Cristo como fin de la ley: Rom 10,4 y Gál 3).
Para la teología de Mateo, la ley y los profetas son medios para conocer
la voluntad de Dios. Sin embargo, están sometidos a la crítica de Jesús,
quien vino a revelar y manifestar, de forma definitiva, la voluntad de
Dios. Para Mateo, la ley vale solamente si sirve al amor.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 95-109

V. JESÚS, UN HOMBRE DE EQUlLlBRIO, FANTASÍA


CREADORA Y ORIGINALIDAD

Antes de atribuir títulos divinos a Jesús, los evangelios nos permiten que
hablemos humanamente de él; como nos dice el NT, con él «apareció la bondad
y el amor de Dios a los hombres». No pinta el mundo ni peor ni mejor de lo que
es. No moraliza. Con extraordinario equilibrio encara la realidad, posee la
capacidad de ver y colocar todas las cosas en su sitio. A ese equilibrio agrega la
capacidad de ver al hombre mayor y más rico que su contexto cultural concreto.
Y todo es porque en él se reveló lo que hay de más divino en el hombre y lo que
hay de más humano en Dios.

El mensaje de Jesús supone la radical y total liberación de todos los


elementos alienantes que se dan en la condición humana. Jesús mismo se
presenta como el hombre nuevo, de la nueva creación reconciliada consigo y con
Dios. Sus palabras y actitudes revelan a alguien liberado de las complicaciones
que los hombres y la historia del pecado crearon. Ve con ojos perspicaces las
realidades más complejas y simples y va a lo esencial de las cosas. Sabe decirlas
breve, concisa y exactamente. Manifiesta un extraordinario equilibrio que
sorprende a todos los que están a su alrededor. Tal vez ese hecho haya dado
origen a la cristología, esto es, a la tentativa de la fe de descifrar el origen de la
originalidad de Jesús y de responder a la pregunta: ¿Quién eres tú, Jesús de
Nazaret?

1. JESÚS, HOMBRE DE EXTRAORDINARIO EQUILIBRIO Y SENTIDO


COMÚN:

Tener equilibrio es un atributo de los grandes hombres. Decimos que


alguien lo posee cuando para cada situación tiene la palabra adecuada, el
comportamiento acertado y da de inmediato con el punto exacto de las cosas. El
sentido común está ligado a la sabiduría concreta de la vida; es saber distinguir
lo esencial de lo secundario. la capacidad de ver y colocar todas las cosas en su
debido lugar. El equilibrio se sitúa siempre en el lado opuesto de la exageración.
Por eso, el loco o el genio, que en muchos puntos se aproximan, en este aspecto
se distinguen fundamentalmente. El genio radicaliza el equilibrio. El loco
radicaliza la exageración. Jesús, como los testimonios evangélicos nos lo
presentan, se manifiesta como un genio de equilibrio y sentido común. Una
serenidad incomparable rodea todo lo que hace o dice. Dios, el hombre, la
sociedad y la naturaleza están ahí en una inmediatez extraordinaria. No hace
teología, ni apela a principios superiores de moral, ni se pierde en una casuística
minuciosa y sin corazón. Pero sus palabras y comportamientos inciden
plenamente en lo concreto, en el mismo corazón de la realidad y llevan a una
decisión ante Dios. Sus determinaciones son incisivas y directas: «¡Reconcíliate
con tu hermano!» (Mt 5,24b);¡ «¡no perjurarás!» (Mt 5,34); «no resistáis al mal;
antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra»
(Mt 5,39); «amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan» (Mt
5,44); «cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la
derecha» (Mt 6,3).

a) Jesús, un profeta y maestro diferente

El estilo de Jesús nos hace pensar en los grandes profetas. Efectivamente,


él surge como uno de ellos (Mc 8,28; Mt 21,11.46). No obstante, no es como un
profeta del Antiguo Testamento, que precisa de un llamamiento divino y de una
legitimación por parte de Dios. Jesús no reclama para sí ninguna visión de
misterios celestiales a los cuales sólo él tiene acceso. Ni pretende comunicar
verdades ocultas y para nosotros incomprensibles. Habla, predica, discute y
reúne en torno a sí discípulos, como un rabino de su tiempo. Y, sin embargo, la
diferencia entre uno de aquellos y Jesús es como la del cielo a la tierra. El rabino
es un intérprete de la Sagrada Escritura; en ella lee la voluntad de Dios. La
doctrina de Jesús no es solamente una explicación de los textos sagrados. Lee la
voluntad de Dios también fuera de la Escritura: en la creación, en la historia y en
la situación concreta. En su compañía acepta gente que un rabino rechazaría
indefectiblemente: pecadores, publicanos, niños y mujeres. Extrae su doctrina
de las experiencias comunes que todos hacen y pueden controlar. Sus oyentes lo
comprenden en seguida. No se las exigen otros presupuestos que los del sentido
común y la sana razón. Por ejemplo: que una ciudad sobre el monte no puede
permanecer oculta (Mt 5,14); que cada día tiene bastante con sus inquietudes
(Mt 6,34); que no debemos jurar nunca, ni por nuestra propia cabeza, porque
nadie puede por sí mismo hacer que un cabello se torne negro o blanco (Mt
5,36); que nadie puede aumentar en un milímetro la medida de su vida (Mt
6,27); que el hombre vale mucho más que las aves de los cielos (Mt 6,26); que
el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2,27).

b) Jesús no quiere decir cosas nuevas a toda costa

Como es evidente, Jesús nunca apela a una autoridad superior, venida de


fuera para reforzar su propia autoridad y doctrina. Cuanto dice posee una
evidencia interna. Lo que le interesa es decir no cosas esotéricas e
incomprensibles, ni cosas nuevas porque sí, sino cosas racionales que los
hombres puedan entender y vivir. Como puede observarse, Cristo no vino a
traer una nueva moral, distinta de la que los hombres ya tenían. Clarificó lo que
los hombres sabían o debían haber sabido y que, a causa de su alienación, no
llegaron a ver, comprender y formular. Basta que consideremos, a título de
ejemplo, la regla de oro de la caridad (Mt 7,12; Lc 6,31): «Todo cuanto queráis
que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros». De Tales de Mileto
(660 a. C.) se cuenta que, habiéndole preguntado por la regla máxima del buen
vivir, respondió: «No hagas aquello que de malo encuentras en los otros». En
Pitacos (580 a. C.) hallamos esta fórmula: «Lo que aborreces en los otros no lo
hagas tú mismo». Isócrates (40 a. C.) proclama la misma verdad en forma
positiva: «Trata a los otros así como quieras ser tratado». Confucio (551/470 a.
C.), interrogado por un discípulo acerca de si existe una norma que pueda ser
seguida durante toda la vida, dijo: «El amor al prójimo. Lo que no deseas para ti
no lo hagas a los otros». En la epopeya nacional de la India, el Mahabharata
entre (400 a. C. a 40 d. C.), se encuentra la siguiente verdad: «Aprende la suma
de la ley, y cuando la hubieres aprendido piensa en ella: lo que odias no lo
hagas a nadie». En el Antiguo Testamento se lee: «No hagas a nadie lo que no
quieras que te hagan» (Tb 4,15). En los tiempos del rey Herodes llegó un
pagano hasta el célebre rabino Hillel, maestro de san Pablo, y le dijo: «Acéptame
en el judaísmo con la condición de que me digas toda la ley, mientras
permanezco sobre un solo pie». A lo que Hillel respondió: «No hagas a los otros
lo que no quieras que te hagan a ti. En ello se resume toda la ley. Todo lo demás
es comentario. Ve y aprende». Cristo nunca leyó a Tales de Mileto, ni a Pitacos,
ni menos a Confucio y el Mahabharata. Con su formulación positiva excede
infinitamente la negativa, porque no coloca ningún límite a la apertura y
preocupación por el dolor y por la alegría de los otros. Cristo se afilia a los
grandes hombres que se preocuparon por la humanitas. «La epifanía de la
humanidad de Dios culmina con el reconocimiento por Jesús de Nazaret de la
regla de oro de la caridad humana» (E. Stauffer). Cristo no quiere expresar a
toda costa algo nuevo, sino algo viejísimo como el hombre; no original, sino que
vale para todos; no cosas sorprendentes, sino cosas que alguien comprende por
sí mismo, cuando tiene los ojos abiertos y un poco de sentido común. Con
mucha razón ponderaba san Agustín: «La sustancia de aquello que hoy la gente
llama cristianismo ya estaba presente en los antiguos y no faltó desde los inicios
del género humano hasta que Cristo vivió en carne. Desde entonces, la
verdadera religión, que ya existía. comenzó a llamarse religión cristianas
(Retractationes 1, 12, 3).

c) Jesús quiere que le entendamos

Unos cuantos ejemplos, entre otros, nos muestran evidentemente el buen


sentido común de Jesús y su apelación a la sana razón humana. Manda amar a
los enemigos. ¿Por qué? Porque si hiciéramos el bien solamente a los que nos lo
hacen, ¿qué recompensa tendríamos? También los pecadores hacen lo mismo
(Lc 6,33). Prohíbe al hombre tener más de una mujer? ¿Por qué? Porque en el
principio no fue así. Dios creó una pareja, Adán y Eva (Mc 10,6). No basta decir
únicamente: No matarás o no adulterarás. Ya la ira y el mirar codicioso son
pecado. ¿Por qué? Porque no basta combatir las consecuencias; primero hay que
eliminar las causas (Mt 5, 22.28). No es el hombre para el sábado, sino el
sábado para el hombre. ¿Por qué? Porque si un animal, en sábado, cae en un
pozo, nos apresuramos a sacarlo. Pero el hombre es más que un animal (Mt
12,11-12). Debemos confiar en la providencia paterna de Dios. ¿Por qué? Porque
Dios cuida de los lirios del campo, de las aves del cielo y de cada cabello de la
cabeza. «¡Valéis más que muchos pajarillos!» (Mt 10,31). «Si, pues, vosotros,
siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro
Padre, que esta en los cielos, dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt
7,11). Es pecado, dice la ley, andar con los pecadores, porque nos hacen
impuros. Cristo no se crea complicaciones. Usa la sana razón y argumenta: «Los
sanos no precisan médico, sino los enfermos; ni yo he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores» (Mt 2, 1?). No es lo que entra en el hombre lo que
hace de él un impuro sino lo que sale de él. ¿Por qué? «... Todo lo que entra de
fuera en el hombre no puede hacerle impuro, pues no entra en su corazón, sino
en el vientre y va a parar al excusado... Lo que sale del hombre, eso es lo que
hace impuro al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las
malas intenciones: fornicaciones, robos, etc.» (Mc 7,18-22). Ese uso de la sana
razón en Jesús es para nosotros, aún hoy, teológicamente fundamental, pues
nos muestra que Cristo quiere que entendamos las cosas. ¡No exige una
sumisión ciega a la ley!.

d) Jesús no pinta el mundo ni peor ni mejor de lo que es

La mirada de Jesús sobre la realidad es penetrante y carece de prejuicios.


Va directa al meollo del problema. Sus parábolas muestran que él conoce toda la
realidad de la vida, buena y mala. No pinta el mundo ni peor ni mejor de lo que
es, para luego moralizar. Su primera toma de posición no es de censura, sino de
comprensión. No canta la naturaleza en lo que tiene de numinoso como Teilhard
de Chardin o el mismo Francisco de Asís, sino que la ve en su sencillez de
creación. Habla del sol y de la lluvia (Mt 5,45), del arrebol y del viento sur (Lc
12,54 55) del relámpago, que sale del Oriente y brilla hasta el Occidente (Mt
24,27); de los pájaros, que no siembran ni siegan, ni recogen en graneros (Mt
6,26); de la belleza de los lirios del campo y de la hierba, que hoy existe y
mañana es arrojada al fuego (Mt 6,30); de la higuera, cuyas hojas al brotar
anuncian la proximidad del verano (13,28); de la cosecha (Mc 4,3ss.26ss; Mt
13,24ss), de la polilla y de la herrumbre (Mt 6,19), de los perros que lamen las
heridas (Lc 16,21), de los buitres que comen cadáveres (Mt 24,28). Habla de los
espinos y los abrojos, conoce el gesto del sembrador (Lc 12,16-21), se refiere a
la ampliación de un negocio (Lc 12, 16-21) y sabe cómo se construye una casa
(Mt 7,24-27). Conoce cómo hace el pan la mujer (Mt 13,33), con qué
preocupación el pastor sale en busca de la oveja perdida (Lc 15ss), cómo trabaja
el campesino (Mc 4,3), descansa y duerme (Mc 4,26ss), cómo el patrón exige
cuentas a los empleados (Mt 25,14ss), cómo éstos pueden ser azotados (Lc
12,47-48), cómo los desocupados viven sentados en la plaza a la espera de
trabajo (Mt 20,1ss), cómo los niños juegan a las bodas en las plazas y no
quieren danzar, o cómo unos cantan cantos fúnebres y los demás no quieren
acompañarlos (Lc 7,32), sabe de la alegría de la madre al nacer su criatura (Jn
16,21), cómo los poderosos de la tierra esclavizan a los otros (Mt 20,25), cómo
es la obediencia entre los soldados (Mt 8,9). Jesús se sirve de ejemplos
penetrantes. Toma la vida tal como es. Sabe sacar una lección del gerente de la
firma que roba astutamente a la empresa (Lc 16,1 12), se refiere con
naturalidad al rey que entra en guerra (Lc 14,31-33), conoce las envidias que se
tienen los hombres (Lc 15,28) y él mismo se compara con un asaltante (Mc
3,27). Hay una parábola considerada auténtica de Jesús y transmitida en el
evangelio apócrifo de Tomás, que muestra claramente el sentido profundo y real
de Cristo: «El reino del Padre es semejante a un hombre que quiso matar a un
señor importante. En su casa desenvainó la espada y con ella traspasó la pared.
Quería saber si su mano era suficientemente fuerte. Después mató al señor
importante». Con eso quiso enseñar que Dios, al comenzar una cosa, la lleva
siempre hasta el fin, a semejanza de ese asesino. De todo lo dicho queda claro
que Jesús es un hombre de extraordinario sentido común. ¿De dónde le viene
esto? Responder a esa pregunta es ya hacer cristología.

e) En Jesús aparece todo lo auténticamente humano

Los evangelios son testigos de la vida absolutamente normal de Jesús. Es


un hombre que tiene sentimientos profundos. Conoce la afectividad natural que
profesamos a los niños y los abraza, les impone las manos y los bendice (Mc
10,13-16). Se impresiona con la generosidad del joven rico: «fijando en él la
mirada, Jesús le amó» (Mc 10,21). Se sorprende ante la fe de un pagano (Lc
7,9) y la sabiduría del escriba (Mc 12,34). Se admira de la incredulidad de sus
compatriotas de Nazaret (Mc 6,6). Al asistir al entierro del hijo único de una
viuda, «se siente conmovido» y la consuela diciendo: «No llores» (Lc 7,13).
Siente compasión por el pueblo hambriento errante como ovejas sin pastor (Mc
6,34). Si se indigna con la falta de fe del pueblo (Mc 9,18), se embelesa con la
apertura de los sencillos, hasta hacer una oración agradecida al Padre (Mt
11,25-26). Siente la ingratitud de los nueve leprosos curados (Lc 17,17-18) y
airado, increpa a las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún por no haber
hecho penitencia (Mt 11,20-24). Se entristece con la ceguera de los fariseos,
«mirándolos con ira» (Mc 3,5). Usa de la violencia física contra los profanadores
del templo (Jn 2s15-17). Se queja de la ignorancia de los discípulos (Mc 7,18).
Se desahoga contra Felipe y le dice: «¿Tanto tiempo estoy con vosotros, y no
me conoces, Felipe?» (Jn 14,9). Le ocurre lo mismo con los fariseos: «dando un
profundo suspiro» (Mc 8,12): «¿Por qué esta generación pide una señal?» (Mc
8,12). Se pone nervioso ante el espíritu de venganza de los apóstoles (Lc 9,55)
y ante las insinuaciones de Pedro: «Retírate, Satanás» (Mc 8,33). Pero se alegra
con ellos al regresar de la misión. Se preocupa para que nada les falte: «Cuando
os envié sin bolsa, sin alforjas y sin sandalias, ¿os faltó algo? Y ellos
respondieron: Nada» (Lc 22,35). No quiere que lo llamen maestro, sino amigo
(Lc 12,4-7; Jn 15,13-15). Todo lo suyo les pertenece también a ellos (Jn 17,22).
La amistad es una nota característica de Jesús, porque ser amigo es una «forma
de amar». El amó a todos hasta el fin. Las parábolas demuestran que conocía el
fenómeno de la amistad: con los amigos la gente se reúne para festejar (Lc
15,6.9.29) y celebrar banquetes (Lc 14,12-14); al amigo la gente recurre hasta
la inoportunidad (Lc 11,5-8); hay amigos inconstantes que lo traicionan (Lc 21 y
16); la amistad puede ser vivida hasta por dos rufianes como Pilato y Herodes
(Lc 13,12). El comportamiento de Jesús con los apóstoles, sus milagros, su
actuación en las bodas de Caná, la multiplicación de los panes revelan la amistad
de Jesús. Esta es la relación de Jesús con Lázaro: «Señor, aquel a quien tú
quieres está enfermo... Lázaro, nuestro amigo, duerme; pero voy a
despertarlo», dijo Jesús (Jn 11,11). Cuando Jesús llora la muerte del amigo,
todos comentan: «¡Mirad cómo le quería!» (Jn 11,36). En Betania, con Marta y
María, se sentía en casa (Mt 21-17) y le gusta volver allí (Le 11,38.42; Jn
11,17). Para muchos de nosotros, hombres, la amistad con mujeres es un tabú.
En tiempos de Cristo lo era mucho más. La mujer no podía aparecer en público
junto al marido. Mucho menos junto a un predicador ambulante, como era
Jesús. No obstante, conocemos la amistad de Jesús con algunas mujeres que lo
seguían y cuidaban de él y de sus discípulos (Lc 8,3). Conocemos los nombres
de algunas: María Magdalena, Juana, mujer de Cusa, funcionario de Herodes;
Susana y otras. Junto a la cruz está una mujer. Son ellas las que lo entierran y
van a llorar en el sepulcro al Señor muerto (Mc 16,1-4). Mujeres son también las
que ven al resucitado. Jesús rompe un tabú social al dejarse ungir por una mujer
de mala vida (Mc 14,3-9; Lc 7,37ss) y conversa con otra, hereje (Jn 4,7ss).
Aristóteles decía que entre la divinidad y el hombre, a causa de la diferencia de
naturaleza, no sería posible la amistad. Este filósofo no podía imaginar el
nacimiento de Dios en la carne acogedora y caliente de los hombres. En Jesús
aparece todo lo que es auténticamente humano: ira y alegría, bondad y dureza,
amistad e indignación. En él se dan, con fuerza innata, la vitalidad y
espontaneidad de todas las dimensiones humanas. Jesús participa de todos los
sentimientos y condicionamientos humanos: hambre (Mt 4,2; Mc 11,12), sed (Jn
4,7; 19,28), cansancio (Jn 4,6; Mc 4,37ss), frío y calor, vida insegura y sin techo
(Lc 9,58; cf. Jn 11,53-54; 12,36), lágrimas (Lc 19,41; Jn 11, 35), tristeza y
temor (Mt 26,37), tentaciones (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13; Hb 4,15; 5,2.7-10). Su
mente puede sumergirse en un abismo tan terrible que le haga exclamar: «Mi
alma está triste hasta la muerte» (Mt 26,38); vive el pavor y la angustia de la
muerte violenta (Lc 22,44). Por eso, el buen pastor de almas, autor de la
epístola a los Hebreos, comentaba: «Puede compadecerse de nuestras
flaquezas, porque fue probado en todo igual que nosotros, excepto en el
pecado» (Heb 4,15).

2. JESÚS, HOMBRE DE SINGULAR FANTASÍA CREADORA

Hablar de fantasía creadora en Jesús puede parecer extraño. La Iglesia y los


teólogos no acostumbran expresarse así. No obstante, debemos decir que
existen muchos modos de hablar sobre Jesús, y el mismo Nuevo Testamento es
testigo de ello. ¿Quién sabe si para nosotros esa categoría -fantasía- nos puede
revelar la originalidad y el misterio de Cristo? Muchos entienden mal la fantasía y
piensan que es sinónimo de sueño, de fuga desvanecedora de la realidad, ilusión
pasajera. Fantasía significa algo más profundo: es una forma de libertad; nace
del choque con la realidad y el orden vigente; surge del inconformismo frente a
una situación dada y establecida; es la capacidad de ver al hombre mayor y más
rico que lo que el contexto cultural y concreto permite; tiene el coraje de pensar
y decir cosas nuevas y andar por caminos aún no hollados, pero llenos de
sentido humano. Así entendida, la fantasía era una de las cualidades
fundamentales de Jesús. Tal vez en la historia de la humanidad no haya habido
persona alguna que tuviese una fantasía más rica que la suya.

a) Jesús, hombre que se atreve a decir «yo»

Como ya hemos visto, Jesús no acepta lisa y llanamente las tradiciones


judías, las leyes, los ritos sagrados y el orden establecido de entonces. Marcos
afirma, al principio de su evangelio, que Cristo enseñaba «una doctrina nueva»
(Mc 1,27). No repite las enseñanzas del Antiguo Testamento. Por eso se atreve a
levantarse y exclamar: «Habéis oído también que se dijo a los antepasados
-pensaba en la ley, en Moisés y en los profetas- pero yo os digo». Jesús dice
«yo». No se apoya en otras autoridades venidas de fuera. Lo nuevo que predica
no es algo que los hombres desconozcan, sino lo que el sentido común manda y
que las complicaciones religiosas, morales y culturales creadas por los hombres
habían destruido. Cristo vino a descubrir la novedad de lo más antiguo y
originario del ser humano, hecho a imagen y semejanza del Padre. No pregunta
por el orden -que frecuentemente es orden en el desorden-, sino que deja reinar
la fantasía creadora. Así desconcierta a los instalados que se preguntan: ¿Quién
es ése? ¿No es el carpintero, hijo de María? (Mc 6,3a; Mt 13,53-58; Lc 4,16 30;
Jn 6,42). Anda con gente marginada, acepta en su compañía a personas
dudosas, como dos o tres guerrilleros: Simón el Cananeo, Judas Iscariote, Pedro
hijo de Jonás, provoca un cambio en el marco social y religioso diciendo que los
últimos serán los primeros (Mc 10,31); los humildes, maestros (Mt 5,5); y que
los publicanos y las prostitutas entrarán más fácilmente en el reino de los cielos
que los piadosos escribas y fariseos (Mt 21,23). No discrimina a nadie, ni a los
heréticos y cismáticos samaritanos (Lc 10,29-37; Jn 4,442), ni a personas de
mala reputación, como una prostituta (Lc 7,36-40), ni a los marginados
(enfermos, leprosos, pobres), ni a los ricos, cuyas casas frecuenta; pero les
dice: «Vosotros sois infelices, porque ya tenéis vuestro consuelo» (Lc 6,24). No
rechaza los convites de sus opositores más encarnizados, los fariseos; sin
embargo, con toda libertad les repite siete veces: «Ay de vosotros, fariseos
hipócritas y ciegos» (Mt 23,13-37).

b) Jesús nunca utilizó la palabra «obediencia»

Jesús relativiza el orden establecido, liberando al hombre preso en sus


tentáculos. La sujeción al orden se llama comúnmente obediencia. La
predicación y las exigencias de Cristo no presuponen un orden establecido
(establishment). Por el contrario, a causa de su fantasía creadora y
espontaneidad, éste es puesto en jaque. La palabra obediencia (y derivados) que
aparece 87 veces en el Nuevo Testamento, nunca fue usada por Cristo, según
podemos comprobar(1). Eso no quiere decir que Cristo no haya expresado sus
duras exigencias. Obediencia para él no es cumplimiento de órdenes, sino la
firme decisión de aceptar lo que Dios exige en cada situación concreta. No
siempre la voluntad de Dios se manifiesta en la ley. Con más frecuencia esa
voluntad de Dios se hace presente en las circunstancias concretas; allí, la
conciencia queda sorprendida por una propuesta que exige una respuesta
responsable. La gran dificultad que Jesús encontraba en sus disputas con los
teólogos y maestros de su tiempo consistió exactamente en que lo que Dios
quiere de nosotros no puede resolverse con un simple recurso a la Escritura.
Debemos consultar los signos de los tiempos y lo imprevisto de la situación (Lc
12,54-57). Era una apelación clara a la espontaneidad, a la libertad y al uso de
nuestra fantasía creadora. Obediencia es tener los ojos abiertos a la situación;
consiste en decidirse y arriesgarse en la aventura de responder a Dios que habla
hoy y ahora. El Sermón de la Montaña, que no quiere ser ley, es una invitación
dirigida a todos para que tengan una conciencia extremadamente clara y una
capacidad ilimitada de comprender, simpatizar, sintonizar y amar a los hombres,
con sus limitaciones y realizaciones.

c) Jesús no tiene esquemas prefabricados

Jesús mismo es el mejor ejemplo de ese modo de existir, resumido en una


frase del Evangelio de Juan: «Al que venga a mí no lo echaré afuera» (Jn 6,37).
Acoge a todo el mundo: a los pecadores. con quienes come (Lc 15,2; Mt 9,10-
11); a los pequeños (Mc 10, 13-16); a la vieja encorvada (Lc 13,10-17), al ciego
mendigo a la vera del camino (Mc 10,46-52), a la mujer que se avergüenza de
su menstruación (Mc 5,21-34), a un conocido teólogo (Jn 3,1ss). No tiene
tiempo para comer (Mc 3,20; 6,31) y se duerme profundamente, vencido por el
cansancio (Mc 4,38). Su palabra puede ser dura en la invectiva contra el
aparentar (Mt 3,7; 23,1-39; Jn 9,44), pero puede ser también de comprensión y
perdón (Jn 8,10-11). En su modo de hablar y actuar, en el trato que tiene con
las distintas clases sociales nunca encuadra a las personas en esquemas
prefabricados. Respeta a cada cual en su originalidad: al fariseo como fariseo, al
escriba como escriba, al pecador como pecador, al enfermo como enfermo. Su
reacción es siempre sorprendente: para cada uno tiene la palabra exacta o el
gesto correspondiente. Bien dice Juan: «No tenía necesidad de que se le
informara acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre» (Jn
2,25). Sin que nadie se lo diga, sabe del pecado del paralítico (Mc 2,5); del
estado de la hija de Jairo (Mc 5,39); de la mujer que sufría flujo de sangre (Mc
5,29ss); del hombre poseído por el demonio (Mc 1,23ss; 5,1ss); de los
pensamientos íntimos de sus opositores (Mc 2,8; 3,5). Es seguramente un
carismático sin comparación en la historia. Muestra una dignidad impresionante,
Desenmascara preguntas capciosas (Mc 12,14ss) y da respuestas
sorprendentes. Puede hacer abrir la boca a sus adversarios, pero también
cerrarla (Mt 22, 23). Los evangelios refieren muchas veces que Cristo callaba.
Escuchar al pueblo y sentir sus problemas es una forma de amarlo.

d) ¿Fue Jesús un liberal?

Esta pregunta se la hacía, tiempo ha, uno de los mayores exegetas de la


actualidad, y respondía: «Jesús fue un liberal». En esto no se debe ceder un
ápice, aunque las Iglesias y los piadosos protesten y sostengan que es
blasfemia. Jesús fue un liberal, porque en nombre de Dios y la fuerza del Espíritu
Santo interpretó y midió a Moisés, la Escritura y la Dogmática a partir del amor,
y con eso «permitía a los piadosos que siguieran siendo humanos y razonables»
(E. Kasemann). En apoyo de esta verdad baste recordar el siguiente episodio,
que revela a maravilla la liberalidad y la apertura de Jesús: «Juan le dijo:
Maestro hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y no viene
con nosotros: nosotros tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros.
Pero Jesús contestó: No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro
invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. El que no está
contra nosotros, está con nosotros:* (Mc 9,38-40; Le 9,49-50). Cristo no es
sectario, como lo fueron muchos de sus discípulos a lo largo de la historia. Jesús
vino para ser y vivir a Cristo, no para predicar a Cristo, o anunciarse a sí mismo.
Por eso siente realizada su misión donde ve hombres que lo siguen y practican,
aunque sin referencia explícita a su nombre, lo que él quiso y proclamó Y es
evidente que la felicidad del hombre sólo puede ser encontrada si se abre al otro
y al Gran Otro (Dios) (Lc 10,25-37; Mc 12, 28-31; Mt 22,34-40). Hay un pecado
radicalmente mortal: el pecado contra el espíritu humanitario. En la parábola de
los cristianos anónimos (Mt 25,31-46), el Juez Eterno no pregunta a ninguno por
los cánones de la dogmática ni si en la vida de cada hombre hubo o no una
referencia explícita al misterio de Cristo. Pregunta si han hecho algo en favor de
los necesitados. Esto decide todo. Señor, ¿cuando te vimos hambriento o
sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel y no te asistimos? El les
responderá: «En verdad os digo que lo que dejasteis de hacer con uno de estos
más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo» (Mt 25,44-45). El
sacramento del hermano es absolutamente necesario para la salvación. Quien lo
niegue, niega la causa de Cristo, aun cuando lo tenga siempre en sus labios y
oficialmente lo confiese. La fantasía postula creatividad, espontaneidad y
libertad. Es exactamente lo que Cristo exige cuando nos propone un ideal como
el del Sermón de la Montaña. Aquí no cabe hablar de leyes, sino del amor que
supera todas las leyes. La invitación de Cristo: «Sed perfectos como es Perfecto
vuestro Padre celestial» (Mt 5,48), derribó todas las barreras posibles de la
fantasía religiosa, levantadas por las religiones, las culturas y las situaciones
existenciales.

3. LA ORIGINALIDAD DE JESÚS

Al hablar de la originalidad de Jesús, debemos antes aclarar un equívoco.


Original no es una persona que dice pura y simplemente algo nuevo. Ni original
es sinónimo de extraño. Original viene de origen. Quien está cerca del origen y
de lo originario, y por su vida, palabras y obras lleva a los otros al origen y a lo
originario de sí mismos, ése puede ser llamado, con propiedad, original. En ese
sentido, Cristo fue original. No porque descubra cosas nuevas, sino porque dice
las cosas con absoluta inmediatez y soberanía. Todo lo que dice y hace es
diáfano, cristalino y evidente. Los hombres lo perciben al punto. En contacto con
Jesús, cada uno se encuentra consigo mismo y con lo que de mejor hay en él:
cada cual es llevado a lo originario. La confrontación con lo originario genera una
crisis: obliga a decidirse y convertirse o a instalarse en lo derivado, secundario,
en la situación vigente. El sentido común es la captación de lo originario en el
hombre, que la gente conoce, pero no sabe formular y fijar en imágenes. Cristo
supo verbalizar lo originario o la sana razón de forma genial, como hemos visto.
Por eso resuelve todos los conflictos y coloca «y» donde la mayoría pone «o». El
autor de la carta a los Efesios dice muy bien que Cristo derribó el muro que
separaba a los paganos de los judíos e «hizo de los dos un solo hombre nuevo»
(Ef 3,14.15). Derribó todos los muros: los de lo sagrado y lo profano, los de las
convenciones, legalismos y divisiones entre los hombres y entre los sexos, los de
los hombres con Dios, porque ahora todos tienen acceso a él y pueden decir
«Abbá, Padre» (Ef 3,18; Gál 4,6; Rom 8,15). Todos son hermanos e hijos del
mismo Padre. La originalidad de Jesús consiste, pues, en poder alcanzar esa
profundidad humana que concierne indistintamente a todos los hombres. De ahí
que no funde una escuela más, ni elabore un nuevo ritual de oración, ni
prescriba una supermoral. Pero alcanza una dimensión y abre un horizonte que
obliga a revolucionar todo, a revisar todo y convertirse. ¿De dónde le viene a
Cristo el ser tan original, soberano, el mostrarse con tanta autoridad? Para
responder a esta pregunta surgió y sigue surgiendo la cristología. Antes de dar
títulos divinos a Jesús, los mismos evangelios nos permiten hablar
humanamente de él. La fe nos dice que en Cristo «aparece la bondad y el amor
de Dios a los hombres» (Tt 3,4). ¿Cómo lo descubrimos? ¿No es acaso en su
extraordinario sentido común, en su singular fantasía creadora y en su
inigualable originalidad?

4. CONCLUSIÓN: SIGNIFICADO TEOLÓGICO DEL COMPORTAMIENTO DE


JESÚS

El interés por las actitudes y el comportamiento del Jesús histórico parte del
presupuesto de que en él se reveló lo que hay de más divino en el hombre y lo
que hay de más humano en Dios. Lo que apareció y se expresó en Jesús debe
emerger y expresarse también en sus seguidores: la total apertura a Dios y a los
otros, el amor indiscriminado y sin límites, el espíritu crítico frente a la situación
vigente social y religiosa, porque ésta no encarna pura y simplemente la
voluntad de Dios, el cultivo de la fantasía creadora que en nombre del amor y de
la libertad de los hijos de Dios pone en tela de juicio las estructuras culturales, la
primacía del hombre-persona sobre las cosas que son del hombre y para el
hombre. El cristiano debe ser un hombre libre y liberado. Esto no quiere decir
que sea un anarquista y sin ley. Entiende la ley de modo diferente: como dice
san Pablo, «él no está ya bajo la ley» (/Rm/06/15), sino que está bajo la «ley de
Cristo» (1 Cor 9,21), que le permite -«siendo totalmente libre» (1 Cor 9,19)-
vivir ya con los que están bajo la ley, ya con los que están fuera de la ley, para
ganar a ambos (1 Cor 9,19-23). Como se ve, aquí se realiza la ley al servicio del
amor. «Para que gocemos de esta libertad, Cristo nos hizo libres... y jamás nos
debemos dejar sujetar de nuevo al yugo de la servidumbre» (Gál 5,1). Todo eso
lo vemos realizado, de modo ejemplar, por Jesús de Nazaret con una
espontaneidad que no encuentra quizá semejanza en la historia de las religiones.
Se desteologiza la religión, y la voluntad de Dios habrá que buscarla no sólo en
los Libros Santos, sino principalmente en la vida diaria; se desmitologiza el
lenguaje religioso usando expresiones de las experiencias comunes a todos; se
desritualiza la piedad, insistiendo en que el hombre está siempre delante de Dios
y no solamente cuando va al templo a rezar; se emancipa el mensaje de Dios de
su relación con una comunidad religiosa determinada, dirigiéndolo a cada
hombre de buena voluntad (cf. Mc 9,38-40; Jn 10,16); por fin, se secularizan los
medios de salvación, haciendo del sacramento del otro (Mt 25,31-46) el
elemento determinante para entrar en el reino de Dios. Cristo no vino, sin
embargo, a hacer más cómoda la vida de los hombres. Todo lo contrario. En
palabras del Gran Inquisidor de ·Dostoievski: «En vez de dominar la conciencia,
viniste a profundizarla más; en vez de cercenar la libertad de los hombres,
viniste a ampliarles el horizonte. Tu deseo era liberar al hombre para el amor.
Libre debe seguirte, sentirse atraído y preso por ti. En lugar de obedecer las
duras leyes del pasado, debe el hombre, a partir de ahora, con el corazón libre,
decidir lo que es bueno y lo que es malo, teniendo tu ejemplo ante sus ojos».
Intentar vivir semejante proyecto de vida es seguir a Cristo, con la riqueza que
esta palabra -seguir e imitar a Cristo- encierra en el Nuevo Testamento.
Seguimiento significa liberación y experiencia de novedad de vida redimida y
reconciliada, pero también puede incluir, como en Cristo, persecución y muerte.

Recordemos, en fin, las palabras de Dostoiewski, al regresar de la casa de


los muertos, su condena a trabajos forzados en Siberia: «A veces Dios me envía
instantes de paz; en estos instantes, amo y siento que soy amado; en uno de
esos momentos compuse para mí mismo un credo, donde todo es claro y
sagrado. Es un credo muy simple. Helo aquí: Creo que no existe nada más bello,
más profundo, más atrayente, más viril y más perfecto que Cristo; y me lo digo
a mí mismo, con un amor más celoso que cuanto existe o puede existir. Y si
alguien me probara que Cristo está fuera de la verdad y que ésta no se halla en
él, prefiero permanecer con Cristo a permanecer con la verdad»
(Correspondance I (Paris 1961) 157, en carta a la baronesa von Wizine).

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981.Págs. 110-125

IX. 2. - JESÚS ES EL PUNTO OMEGA DE LA HISTORIA,


EL MESÍAS, EL HIJO DE DAVID ESPERADO, EL HIJO DE
DIOS
La resurrección muestra que, con Cristo, la historia llega a su punto
Omega, porque la muerte ha sido vencida y el hombre totalmente realizado e
insertado en la esfera divina. Por eso, él es el Mesías y, como Mesías, de la
familia real de David. Con las genealogías de Jesús tanto Mateo (1,1-17) como
Lucas (3,23-38) quieren probar que Jesús, y nadie más que Jesús, surgió cuando
la historia había llegado a su punto Z; que él ocupa en la genealogía davídica el
lugar exacto que corresponde al Mesías y que se inserta en esa genealogía, de
tal forma que se cumple la profecía de Isaías (7-14) -de ser hijo de una virgen-
al recibir el nombre y con ello su inclusión genealógica de su padre adoptivo
José.
Según Esdras 14,11-12, desde Adán se esperaba al Mesías, Salvador de
todos los hombres para el final de la undécima semana del mundo. Once
semanas del mundo son 77 días del mundo. Lucas construye la genealogía de
Jesús desde Adán, mostrando que el mismo Jesús apareció en la historia cuando
se cumplieron los 77 días del mundo, cada día con un antepasado de Jesús. Por
eso, la genealogía contiene, desde Adán hasta José, 77 antepasados. La historia
llegó a su punto Omega cuando Jesús nació en Belén. Se trata de una
genealogía artificialmente construida, como se ve, comparándola con la de
Mateo. Además, hay muchos espacios vacíos entre una generación y otra.
Mateo utiliza un procedimiento semejante para probar que Jesús es hijo de
David y el Mesías esperado. Al sustituir las consonantes del nombre David (las
vocales no cuentan en hebreo) por sus respectivos números resulta el número
14 (D = 4, V = 6, D = 4; total: 14). Mateo elaboró la genealogía de Jesús de
modo que resultaran, como él mismo lo dice expresamente (1,17), tres veces 14
generaciones. El número 14 es el doble de 7, número que para la Biblia
simboliza la plenitud del plan de Dios o la totalidad de la historia. Las 14
generaciones, desde Abrahán hasta David, muestran el vértice de la historia
judía: las 14 generaciones de David hasta la deportación a Babilonia revelan el
punto más bajo de la historia santa; y las 14 generaciones desde el cautiverio
babilónico hasta Cristo evidencian el definitivo punto culminante de la historia de
la salvación, que jamás conocerá ocaso, porque en él surgió el Mesías. A
diferencia de Lucas, Mateo incluye en la genealogía de Jesús cuatro mujeres,
todas ellas de mala fama: dos prostitutas, Tamar (Gn 38,1-30) y Rahab (Jos 2;
6,17.22ss) ; una adúltera, Betsabé, mujer de Urías (2 Sm 11,3; 1 Cr 3,5), y una
moabita pagana, Rut (Rut 4,12ss). Mateo quiere insinuar así que Cristo asumió
los altibajos de la historia y tomó también sobre sí las ignominias humanas.
Cristo es el último miembro de la genealogía, exactamente aquel con quien la
historia llega a su punto Z, completando tres veces 14 generaciones. Por tanto,
sólo él puede ser el Mesías prometido y esperado.
(ID. Pág. 181-182)

X.5.- JESÚS: EL HOMBRE DIOS Y EL DIOS HOMBRE

La mayoría de los intentos de esclarecer la divinidad y la humanidad de


Jesús parten del análisis de la naturaleza humana o divina, o bien del significado
de la persona. Nosotros intentaremos un camino inverso: procuraremos
entender al hombre y a Dios a partir de Jesús mismo. En Jesús se reveló el
hombre en su máxima radicalidad y también quién es el Dios humano. No es,
pues, el análisis abstracto de la humanidad y de la divinidad lo que permite
esclarecer el misterio de Jesús de Nazaret, que fascinó a los apóstoles hasta el
punto de llamarlo Dios. Por el contrario, es la cristología la que permite elaborar
una antropología.

Del testimonio de los evangelios y de lo que hemos dicho sobre el


extraordinario equilibrio, la fantasía creadora y originalidad de Jesús resulta que
su vida fue una existencia totalmente orientada y vivida para los otros y para el
gran Otro (Dios). Jesús estaba absolutamente abierto a los demás, no
discriminaba a nadie y abrazaba a todos en su amor ilimitado, en especial a los
descalificados religiosa y socialmente (Mc 2,1517). El amor a los enemigos que
él predicó (Mt 5,43) lo vivió personalmente, perdonando a los que lo clavaron en
la cruz (Lc 23,34-46). No poseía esquemas prefabricados, ni moralizaba, ni
censuraba a los que venían a él: «Al que venga a mí no lo echaré fuera»
(/Jn/06/37). Liberal ante la ley, era riguroso en exigir un amor que ata a los
hombres con lazos más liberadores que los de la ley. Su muerte no fue
solamente consecuencia de su fidelidad a la misión liberadora que el Padre le
confió; fue también fidelidad a los hombres, a los que amó hasta el fin (Jn 13,1)

Jesús estaba vacío de sí mismo. Por eso podía ser completamente colmado
por los otros, a quienes recibía y escuchaba tal como se presentaban. Daba igual
que fueran mujeres o niños, publicanos o pecadores, una prostituta o un
teólogo, tres ex guerrilleros (convertidos después en sus discípulos) o unos
piadosos como los fariseos. Jesús fue un hombre que se entendió siempre a
partir de los otros: su ser fue continuamente «un ser para los demás>.
Particularmente con el gran Otro, Dios, él cultivó una relación de extrema
intimidad. Llama a Dios Abbá, Padre, en un lenguaje que se asemeja a la
confianza y a la entrega segura de un niño (Mc 14,36; cf. Rom 8,15; Gál 4,6). El
mismo se siente su hijo (Mt 11,27; Mc 12,6; 13,52). Su relación íntima con el
Padre no manifiesta indicio alguno de complejo de Edipo: es transparente y
diáfana. Invoca a Dios como Padre, no se siente como un hijo pródigo que
regresa y se arroja arrepentido en los brazos paternos. Jesús jamás pide perdón
ni alguna gracia para sí.

Suplica liberación del dolor y de la muerte (Mc 14,36 par.; Mc 15, 34.37; Jn
11,41-42), pero no quiere realizar su voluntad, sino la del Padre (Mc 14,36). Su
última palabra es de serena entrega: «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu" (Lc 23,46). Encuentra el sentido de su vida solamente a partir de Dios,
para quien está absolutamente abierto. San Juan, legítimamente, hace decir a
Jesús: "Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: ... porque no busco mi voluntad,
sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 5,30). Su intimidad con el Padre era
tan profunda que en el mismo Juan encontramos las siguientes palabras: «Yo y
el Padre somos uno».

Porque se abrió y se entregó a Dios con absoluta confianza -y eso


constituye su modo típico de existir, que es el existir de la fe-, Jesús, como
enseñó el Concilio de Calcedonia, no poseía la hipóstasis, la subsistencia, el
permanecer en sí mismo y para sí mismo. Estaba absolutamente vacío de sí
mismo y completamente colmado de la realidad del Otro, de Dios Padre. Se
realizaba radicalmente en el Otro, no siendo nada para sí, sino todo para los
otros y para Dios. Fue en la vida y en la muerte, la simiente de trigo que muere
para dar vida, el que pierde su vida para ganarla (cf. Mt 10,39). La falta de
personalidad humana (hipóstasis o subsistencia) no constituye imperfección en
Jesús, sino su máxima perfección. El vaciarse significa crear espacio interior para
ser llenado por la realidad del otro. Saliendo de sí, el hombre queda más
profundamente en sí mismo; dando, recibe y posee su ser. Jesús fue hombre por
excelencia, el ecce homo, porque su radical humanidad fue conquistada no por la
autárquica y ontocrática afirmación del yo, sino por la entrega y comunicación
de su yo a los otros y para los otros, especialmente para Dios, hasta identificarse
con los otros y con Dios. El modo de ser de Jesús como «ser para los demás"
nos permite descubrir cuál es el verdadero ser y existir del hombre. La
existencia del hombre sólo adquiere sentido cuando se entiende como una total
apertura y como un nudo de relaciones que se orienta en una múltiple dirección:
hacia el mundo, hacia el otro y hacia Dios". Su vivir verdadero es un «vivir con».
Por eso, solamente a través del tú llega el yo a ser lo que es. El yo es un eco del
tú y, en su última profundidad, una resonancia del tú divino.

Cuanto más se relaciona el hombre y sale de sí, más crece en sí mismo y


llega a ser hombre. Cuanto más está en el otro, más está en sí mismo y se torna
yo. Cuanto más estaba Jesús en Dios, más estaba Dios en él. Cuanto más el
hombre-Jesús estaba en Dios, más se divinizaba. Cuanto más estaba Dios en
Jesús, más se humanizaba. Jesús-hombre estaba de tal manera en Dios, que se
identificó con él. Dios estaba en tal medida en Jesús-hombre, que se identificó
con él; Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios. Si alguien
acepta en la fe que Jesús fue el hombre que puede relacionarse y estar en Dios
hasta sentirse de hecho su Hijo -en ello reside la identidad personal de Jesús con
el Hijo eterno-, y si alguien acepta en la fe que Dios en tal puede vaciarse de sí
mismo (cf. Flp 2,7) hasta llenar la total apertura de Jesús, hasta hacerse hombre
él mismo, ése acepta y profesa lo que nosotros los cristianos profesamos y
aceptarnos como la encarnación: la unidad inconfundible e inmutable, indivisible
e inseparable de Dios y del hombre en uno y el mismo Jesucristo, siendo Dios
siempre Dios y el hombre radicalmente hombre.

Jesús fue la criatura que Dios quiso y creó para que pudiera existir
totalmente en Dios y que, cuanto más unida estuviera a Dios, más se hiciera ella
misma; esto es, hombre. De ese modo, Jesús es verdaderamente hombre y
también verdaderamente Dios. Pero también podemos decir lo contrario: así
como la criatura Jesús es más ella misma cuanto más está en Dios, de forma
análoga Dios es tanto más él mismo cuanto más está en Jesús y asume su
realidad.

Es evidente que, en Jesús, Dios y el hombre constituyen una unidad. Ante


Jesús, el creyente está frente a Dios y al ecce homo en fundamental inmediatez.
Jesús-hombre no es el receptáculo exterior de Dios, como el vaso frágil que
recibe la esencia preciosa, Dios. Jesús-hombre es Dios mismo cuando entra en el
mundo y cuando él mismo se hace historia: «Y la palabra se hizo carne y puso
su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Dios conoce un hacerse sin perder nada de
su ser. Cuando él se hace y se convierte en devenir e historia, surge el que
nosotros llamamos Jesucristo, Verbo encarnado. La mayoría de los cristianos no
se ha acostumbrado aún a esta idea. El Dios experimentado y vivido por el
cristianismo no es sólo el Dios trascendente, infinito, llamado ser o nada, sino el
Dios que se hizo pequeño, que se hizo historia, mendigó amor, se vació hasta la
aniquilación (cf. Flp 2,7), conoció la nostalgia, la alegría de la amistad, la tristeza
de la separación, la esperanza y la fe ardientes; un Dios que sólo podía ser así
siendo realmente el infinito, amor absoluto y autocomunicación, que creó el
cosmos y la historia para posibilitar su entrada en ellos. De aquí se deduce que
la creación debe ser pensada a partir de Cristo. El fue el primer pensamiento de
Dios, el que encierra dentro de sí al propio cosmos.

La total apertura de Jesús a los otros y al gran Otro no se reveló solamente


en el tiempo de su existencia terrestre, donde «él pasó haciendo el bien» (Hch
10,38). La resurrección manifestó toda la profundidad de la comunión y apertura
de Jesús. El Jesús terrestre, antes de la resurrección, estaba sujeto a las
coordenadas del espacio y del tiempo, a las limitaciones del cuerpo carnal. Pero
por la resurrección surgió el hombre nuevo, no ya carnal, sino pneumático, para
quien el cuerpo no es límite, sino total presencia cósmica y comunión con la
totalidad de la realidad. El Cristo resucitado la ocupa toda, llevando a cabo, en
grado máximo, su ser en los otros y para los otros. La encarnación no debe ser
pensada solamente a la luz del Jesús de Nazaret sárquico, participante de
nuestras limitaciones y fragilidades, sino que debe ser contemplada a la luz de la
resurrección, en la que se reveló, en su total evidencia y transparencia, lo que se
escondía en Jesús de Nazaret: la universal y máxima apertura a toda la realidad
cósmica, humana y divina, hasta el punto de que Pablo puede decir de Jesús
resucitado que es «todo en todas las cosas» (Col 3,11).
6. LA IMPECABILIDAD DE JESÚS

Estas reflexiones nos invitan a entender dinámicamente la encarnación.


Esta no se agotó en la concepción del Verbo en el seno de la Virgen. Ahí irrumpió
para desarrollarse a medida que la vida crecía y se manifestaba. Debemos
considerar seriamente el testimonio de Lucas: Jesús «iba creciendo en saber, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (/Lc/02/52). Dios no asumió
la humanidad en abstracto, sino que fue un hombre concreto, individualizado e
históricamente condicionado, Jesús de Nazaret. Si este hombre es histórico y
conoce un desarrollo, unas etapas con características y perfección propias,
entonces nada más natural que comprender la encarnación en forma dinámica.
Existe un verdadero proceso de encarnación. Dios iba asumiendo la naturaleza
humana concreta de Jesús a medida que ésta se iba manifestando y
desarrollando. Inversamente, también es verdad que la naturaleza humana de
Jesús iba revelando la divinidad a medida que crecía y maduraba. En cada fase
de su vida, Jesús revelaba a Dios bajo un aspecto nuevo porque cada fase
presentaba su desarrollo correspondiente. Jesús-niño revelaba a Dios dentro de
las posibilidades de perfección que caben a un niño.

Como niño, estaba abierto a Dios y a los otros en la forma perfecta y plena
que un niño puede realizar. Como adolescente, concretó la perfección del
adolescente y así revelaba la divinidad en el modo posible a este período de la
vida. Lo mismo puede decirse de las demás etapas de la vida de Jesús,
especialmente de su fase adulta, atestiguada ya por los evangelios. Como
dijimos antes, en ella aparece el hombre en su pleno vigor humano, de
soberanía, de fantasía creadora, de originalidad, de compromiso decidido por su
causa, de total apertura a cualquiera que se aproxime a él, de coraje viril en la
confrontación polémica con sus adversarios ideológicos (fariseos, escribas y
saduceos) y de madura relación para con Dios. Los altibajos naturales de la vida
humana le servían también como formas de perfeccionarse, acrisolarse y
sumergirse con más profundidad en la percepción de lo que es el hombre y de lo
que Dios significa.

Las tentaciones referidas en los evangelios nos permiten afirmar que Jesús
pasó también por las distintas crisis que marcan las diferentes fases de la vida
humana. Como toda crisis, las tentaciones significaron un paso doloroso, pero
purificador, de un nivel de vida a otro con nuevas posibilidades de comprender y
vivir la vida en su integridad. En los relatos evangélicos jamás se percibe
ninguna queja de Jesús sobre las amarguras de la existencia. Nunca se pregunta
por qué existe el mal al lado de un Dios que es Padre y Amor. Para Jesús es
claro: el mal no está para ser comprendido, sino para ser combatido y vencido
por el amor.

Jesús era continuamente beneficiario de la gracia de Dios que lo hacía en


cada etapa de su vida, dentro de las posibilidades que la situación permitía,
perfecto ante Dios y los hombres. Descubría, con extrema sensibilidad, la
propuesta de Dios. Y al mismo tiempo que recibía la gracia, correspondía con
una respuesta adecuada. En él, la propuesta de Dios y la respuesta humana
llegaron a una perfecta correspondencia. Cuanto más se le comunicaba Dios,
más se entregaba Jesús a él. En la cruz se dio la máxima entrega de Jesús,
hasta aniquilarse y perder su vida en favor de Dios y de los hombres. Pero allí se
realizó también la máxima comunicación de Dios. Y esta comunicación divina se
llama resurrección. Por tanto, podemos decir que la resurrección de Jesús se dio
en el momento mismo de su muerte, aunque no se manifestara hasta tres días
después, con la asunción del cuerpo carnal de Jesús transformado ahora en
cuerpo espiritual. Con la resurrección termina y se completa el proceso de la
encarnación. Aquí, materia y espíritu, hombre y Dios, llegan a una unidad
indivisible y a una cabal interpretación. Sólo a partir de la resurrección podemos,
en alguna medida, representarnos lo que significa realmente hominización de
Dios y divinización del hombre en una unidad inconfundible e indivisible.

Partiendo de tales reflexiones podemos situar y comprender lo que significa


la impecabilidad de Jesús. Los textos neotestamentarios atestiguan la fe de la
Iglesia primitiva en que Jesús, aunque vivió en nuestra carne mortal (Gál 3,13;
4,4; 2 Cor 5,21; Rom 8,3; 1 Pe 2,22) y fue probado como nosotros (Heb 4,15;
cf. 7,26; 9,14), no tuvo pecado (2 Cor 5,21; 1 Jn 3.5; Jn 8,46; cf. 14,30). Fue
en todo igual a nosotros, excepto en el pecado. Asumió la condición humana,
marcada por la alienación fundamental que es el pecado (Jn 1,14). Pablo dice
muy bien que Jesús nació de mujer, bajo la ley (Gál 4,4), hecho por nosotros
pecado (2 Cor 5,21). En Rom 8,3 lo explícita diciendo: "Dios, habiendo enviado a
su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado y en orden al pecado,
condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en
nosotros». No obstante, él no tuvo pecado. Es un hecho. La tradición de los dos
primeros siglos argumentaba, como Pablo, que la impecabilidad de Cristo
provenía no de una cualidad especial de su naturaleza, sino de su íntima e
ininterrumpida unión con Dios. Sólo a partir de Agustín se comienza a
argumentar, a la luz de la concepción virginal de Jesús, que no sólo no pecó,
sino que tampoco podía pecar porque desde el primer momento, por obra y
gracia del Espíritu, fue concebido sin pecado. Además, la unión hipostática,
según la cual la persona divina del Verbo es sujeto de los actos humanos de
Jesús, excluye cualquier sombra de imperfección y pecado.

Pero entonces, ¿cómo explicar las tentaciones reales de Jesús? ¿Cómo se


han de entender su fe y su esperanza? ¿Qué significa su condición de homo
viator y su crecimiento en gracia y sabiduría? Una cristología que parte de la
humanidad de Jesús, en la que se va vislumbrando su divinidad, nos podrá
iluminar el valor permanente de la verdad tradicional acerca de la impecabilidad
de Jesús. La impecabilidad es la forma negativa de expresar la unión de Jesús
con Dios y de Dios con Jesús. Jesús fue un hombre continuamente centrado en
Dios. Santidad es la cualidad de quien está en Dios, unido a él y penetrado por
él. Pecado es lo contrario: es cerrarse en sí mismo hasta excluir a Dios, centrar
el yo en sí mismo, incapacidad de amar sin egoísmo. Dado que Jesús estaba
vacío de sí y totalmente centrado en Dios, no tenía pecado. En cuanto
permanecía en esta actitud fundamental, no sólo no peco, sino que tampoco
pudo pecar. La impecabilidad de Jesús, por tanto, no consiste en la pureza de
sus actitudes éticas, en la rectitud de sus actos individuales, sino en la situación
fundamental de su unión con él. Si el pecado original en el hombre consiste en la
esquizofrenia de su ser histórico tal como se encuentra, que lo incapacita para
amar, para descentrarse radicalmente de sí mismo y lo distorsiona
ontológicamente, hasta en sus últimos repliegues biológicos, impidiéndole
colocarse en una posición reverente ante Dios, entonces debemos decir que
Jesús estuvo totalmente libre del pecado original. Se encontraba siempre en una
posición recta ante Dios. Asumió nuestra condición humana, marcada por el
pecado; pero por gracia y obra del Espíritu Santo, le faltaba el núcleo
degenerador de todos los actos humanos. Decir que asumió la condición humana
pecadora significa que asumió la historia del pecado humano.

El hombre es un nudo de relaciones en todas direcciones, pero un nudo


enredado tanto en su vida consciente como en su inconsciente personal y
colectivo. Y eso tiene su historia. Jesús, aunque sin pecado, asumió todo eso y,
dentro de su vida, por su amor, por su comportamiento, ante los hombres y
Dios, fue superando la historia del pecado en su propia carne (cf. Rom 8,3), fue
desatando el nudo de relaciones dentro de cada etapa de la vida humana, hasta
poder relacionarse adecuadamente con el mundo, con el otro y con Dios. La
resurrección representa la definitiva liberación de la estructura pecaminosa de la
existencia humana y la realización cabal de las posibilidades de relación del yo
personal con la totalidad de la realidad. Jesús redimió al hombre desde dentro,
venció las tentaciones, las alienaciones y los estigmas que el pecado, en su
historia, dejó en la naturaleza humana. Por eso, él es para nosotros un ejemplo
y el prototipo-arquetipo del verdadero hombre que cada cual debe ser y todavía
no es.

Según la sicología de los complejos de C. G. Jung, cada hombre resume en


sí y lleva en su inconsciente toda la historia de las experiencias logradas y
frustradas que la psique humana ha realizado desde sus orígenes más primitivos
animales y cósmicos.

Cada cual, a su modo, es la totalidad. Admitida la racionalidad de esta


hipótesis, ella podrá iluminar la realidad recóndita y profunda de la encarnación.
El Verbo, al hominizarse, asumió toda esta realidad contenida en la psique
humana, personal y colectiva, positiva y negativa, abrazando así toda la
humanidad. Desde dentro fue desenmascarando las tendencias negativas que
crearon una anti-historia y una verdadera segunda naturaleza humana, fue
activando los arquetipos de positividad y especialmente el arquetipo de
mismidad (el arquetipo de Dios) y haciendo aparecer al hombre realmente a
imagen y semejanza de Dios. Jesús abarca así toda la humanidad, asumiéndola
a fin de liberarla para sí mismo y para Dios.

7. TODOS ESTAMOS DESTINADOS A SER IMAGEN Y SEMEJANZA DE


CRISTO

Lo que acabamos de decir y profesar en la fe sobre Jesús a partir de Jesús


mismo posee una enorme importancia para nosotros los hombres. Si Jesús es
verdadero hombre, consustancial a nosotros, como aseveró la formulación
dogmática de Calcedonia, entonces lo que se afirma de él debe afirmarse
también, en alguna medida, de cada hombre. A partir de Jesús, el más perfecto
de todos los hombres, podemos entrever quiénes y cómo somos nosotros
mismos. Como Jesús, todo hombre se encuentra en una situación de apertura a
la totalidad de la realidad. El hombre no está abierto solamente al mundo o a la
cultura. Está abierto al Infinito, que él entrevé en la experiencia del amor, de la
felicidad, de la esperanza, del sentir, del querer y conocer que anhela por
eternidad y totalidad. El hombre no quiere sólo esto y aquello: lo quiere todo. No
quiere sólo conocer a Dios; desea ardientemente poseerlo, gozarlo y ser poseído
por él.
El hombre es capaz de infinito, rezaba una fórmula clásica de los
pensadores medievales, especialmente entre los franciscanos. Jesús realizó de
forma absoluta y cabal esta capacidad humana, hasta poder identificarse con el
Infinito. La encarnación significa la realización exhaustiva y total de una
posibilidad que Dios colocó, por la creación, en la existencia humana. Esta es la
tesis fundamental del más sagaz y sutil de todos los teólogos medievales, el
franciscano Juan Duns Escoto (+ 1308). El hombre puede, por amor, abrirse de
tal modo a Dios y a los otros que se vacíe totalmente de sí mismo y se llene, en
la misma proporción, de la realidad de los otros y de Dios. Eso se dio
exactamente en Jesucristo. Nosotros, hermanos de Jesús, hemos recibido de
Dios y de él el mismo desafío: abrirnos cada vez más a todo y a todos para
poder ser, a semejanza de Cristo, colmados de la comunicación divina y
humana. En nuestra alienación y pecado, realizamos de modo deficiente la
relación que Jesús de Nazaret concretó de forma exhaustiva y absoluta en su
vida terrestre y pneumática. El hombre que cada uno es debe ser interpretado
no tanto a la luz de su pasado biológico cuanto a la luz de su futuro. Este futuro
se manifestó en Jesús encarnado y resucitado. El futuro de cada hombre está no
en la tierra, sino en la muerte y en el más allá de la muerte, en el poder realizar
la capacidad de infinito que Dios infundió en su ser. Sólo entonces realizará en
plenitud la imagen y semejanza de Cristo, que marca toda su existencia. La
encarnación, por tanto, encierra un mensaje concerniente no sólo a Jesucristo,
sino también a la naturaleza, al destino de cada hombre. Por ella sabemos
quiénes somos de hecho y a qué estamos destinados, quién es Dios, que en
Jesucristo nos vino al encuentro con una imagen semejante a la nuestra para —
respetando nuestra alteridad— asumirnos y colmarnos con su divina realidad.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE.


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 207-216

XI - ¿DONDE ENCONTRAMOS HOY A CRISTO


RESUCITADO?

La resurrección abrió una nueva dimensión y descubrió un nuevo horizonte en la


comprensión de la realidad. En Cristo se manifestó la meta hacia la cual se
dirigen el hombre y el propio cosmos: total realización y plenitud cósmico-
humano-divina. En él, glorificado en su realidad material, descubrimos el destino
futuro del hombre y de la materia. El está presente en la realidad cósmica, en la
realidad humana, personal y colectiva, de manera anónima o patente,
culminando en la Iglesia católica, sacramento primordial de la presencia del
Señor. El sentido de ser cristiano es intentar constantemente reproducir de
nuevo, dentro de la vida, lo que apareció en su máxima intensidad y se hizo
fenómeno histórico en Jesús-Verbo encarnado-resucitado.

1. EL CRISTIANISMO NO VIVE DE UNA NOSTALGIA, CELEBRA UNA


PRESENCIA
El cristianismo no se presentó al mundo como una religión que vive de la
nostalgia de un hecho feliz del pasado, sino que surgió como anuncio y
celebración de la alegría de una presencia, la de Cristo resucitado. Desde la
resurrección, Jesús de Nazaret, muerto y sepultado, no vive sólo a través de su
recuerdo y de su mensaje liberador de la conciencia oprimida. El mismo está
presente y vive una forma de vida que supera las limitaciones de nuestro
mundo, marcado por la muerte, y realiza en sí todas sus posibilidades en todas
las dimensiones. De ahí que resurrección no sea sinónimo de reanimación de un
cadáver, como fue el caso de Lázaro (Jn 11) o el de la hija de Jairo, que
necesitaron comer (Mc 5,45) y, por fin, murieron nuevamente. La resurrección
debe entenderse como la total y exhaustiva realización de la realidad humana en
sus relaciones con Dios, con el otro y con el cosmos. La resurrección es, pues, la
escatologización del hombre que ya alcanzó el fin del proceso evolutivo y quedó
inserto en la realidad divina. Con la resurrección, Cristo no dejó este mundo,
sino que lo penetró en profundidad y ahora está presente en toda la realidad, del
mismo modo como Dios está presente en todas las cosas: «Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (/Mt/28/20). La fe cristiana vive
de esta presencia y desarrolla una óptica que le permite ver toda la realidad
penetrada por los resplandores de la resurrección. El mundo se ha hecho, por la
resurrección de Cristo, diáfano y transparente.

2. COMPRENDER EL MUNDO PARTIENDO DE SU FUTURO YA


MANIFESTADO

La resurrección abrió una nueva dimensión y descubrió un nuevo horizonte


en la comprensión de la realidad. En Cristo se manifestó la meta hacia que
caminan el hombre y el propio cosmos: total realización, plenitud cósmico-
humano-divina. Los dinamismos ascendentes de la realidad encontraron en el
resucitado su punto de convergencia (cf. Ef 1,10). Con él se inició la nueva
creación futura (2 Cor 4,6). El es el nuevo Adán y la nueva humanidad (Rom
5,14; 1 Cor 15,21.45; cf. Col 1,15.18), el punto Z y el fin ya alcanzado (Ap
1,17; 21,6). A partir de este fin conseguido, se puede ver el sentido de todo el
proceso de la creación y de la liberación. Por eso, en la comprensión cristiana del
mundo, no sólo el comienzo y el pasado son determinantes para descubrir el
sentido de la evolución y de la totalidad, sino especialmente el futuro, que,
manifestado en la resurrección, adquiere una particularísima función
esclarecedora y heurística. En Jesús, glorificado en su realidad material,
descubrimos el destino futuro del hombre y de la materia. Debido a esto,
Jesucristo transfigurado posee un valor cognoscitivo y antropológico inestimable
y absoluto. El provocó una revolución en la interpretación de la realidad. Ya no
podemos contentarnos con analizar el mundo a partir de la creación in illo
tempore, sino que debemos comprenderlo a partir de la escatología del futuro
presente en Jesús resucitado. En él se realizó, en el tiempo, lo que para nosotros
sólo se dará al fin de los tiempos. El es la meta anticipada. A partir del fin,
debemos entender el comienzo. El plan de Dios sólo se hace transparente y
comprensible si se considera a partir de su realización y de su término. Entonces
se verá que, para alcanzar la meta final, el comienzo (la creación del mundo) y
el medio (la creación del hombre) eran etapas de un plan más vasto que llegó a
la culminación en Jesús resucitado. A partir de estas reflexiones podremos
comprender mejor la realidad de la presencia de Cristo en el mundo de hoy y
también intentar articular algunas modalidades de la misma.
3. ¿COMO ESTA HOY PRESENTE CRISTO RESUCITADO?

Hay varias modalidades de presencia de Cristo dentro de la realidad que


vivimos. Existe la realidad cósmica, humana, personal y colectiva; la realidad de
la evolución sicosocial, de la Iglesia como comunidad de los fieles, de los
sacramentos, etc. Y a estos modos de ser corresponden modos de presencia de
Cristo resucitado, dentro y a través de ellos. Analizaremos aquí brevemente las
articulaciones más generales:

a) El Cristo cósmico: «la historia está grávida de Cristo»

La encarnación, que no es un mito, sino un hecho histórico percibido por la


fe, significa que Jesús se insertó en la humanidad. Por ser hombre-cuerpo, Jesús
asume una parte vital de materia. Por esta razón se relaciona con nuestro
mundo en cosmogénesis.

Jesús-hombre es el resultado de un largo proceso de evolución cósmica.


Como cuerpo-espíritu, Jesús de Nazaret era también un nudo de relaciones para
con la totalidad de la realidad humana y cósmica que lo rodeaba. Sin embargo,
vivió -para usar el lenguaje semita de la Escritura- de forma sárquica- limitado
por el espacio en Galilea, en Palestina, y por el tiempo, dentro de la cultura
judía, bajo la dominación de los romanos, en una sociedad sacral, agraria y de
relaciones primarias, dentro de una comprensión precientífica del mundo, sujeto
a las fragilidades humanas del dolor y de la muerte, limitado (en cuanto al
conocimiento y a la interrelación) a las posibilidades que la época ofrecía. La
presencia de Cristo en este mundo, en cuanto que vivió la condición sárquica
(sarx = carne, condición humana frágil), se movía necesariamente dentro de las
limitaciones propias de nuestra condición terrestre. La resurrección, no obstante,
realizó la total apertura del hombre-Jesús a las proporciones de Dios-Jesús. Por
la glorificación y transfiguración de su condición sárquica, no abandonó el mundo
y el cuerpo: los asumió plena y profundamente. Su capacidad de comunión y
comunicación con la materia del mundo fue totalmente realizada, de modo que
no está presente sólo en el espacio y en el tiempo palestinense, sino en la
totalidad del espacio y del tiempo. El homo absconditus (el hombre escondido),
en Jesús fue, por la resurrección, transformado en homo revelatus (hombre
totalmente revelado). Pablo expresa esta verdad diciendo que el Cristo
resucitado vive ahora en forma de Espíritu (cf. 2 Cor 3,17; 1 Cor 6,17; 15,45; 2
Cor 3,18; Rom 8,9), y su cuerpo sárquico fue transformado en cuerpo
pneumático-espiritual (cf. 1 Cor 15, 44).

Al decir que Cristo glorificado es Espíritu, Pablo no piensa todavía en el


Espíritu en términos de la tercera persona de la Santísima Trinidad, sino que
quiere expresar el modo de existencia de Jesús resucitado y así revelar las
reales dimensiones de la novedad de la resurrección: Cristo superó todas las
limitaciones del espacio y del tiempo terrestres y ya vive en la esfera divina de
plenitud y total presencia en todas las cosas . Así como el Espíritu ocupa todo el
universo (Sal 139,7; Gn 1,2), así también lo ocupa el Resucitado. La
resurrección hizo patente lo que estaba oculto: que Cristo Espíritu actuaba en el
mundo desde el comienzo (Gn 1, 2): era la fuerza creadora en la naturaleza (Jn
37,10; cf. Gn 2,7) y en el hombre (Gn 2,7; Sal 104,30; Jn 27,3) ; era el poder
de Dios, creador de las funciones espirituales de sabiduría, inteligencia, sentido
artístico y habilidad (Ex 31,3; 35,31; Is 11,2) ; era el que, como Espíritu,
suscitaba una fuerza corporal extraordinaria (Jue 14,6.19; 15,14),
desencadenaba la palabra entusiasta (1 Cr 12,19; 2 Cr 15,1; 20,14) y
especialmente la palabra profética (2 S 23,2; y 1 R 22,24; Ez 61,1; 11,5; Zac
7,12; Miq 3,8; Neh 9,30) y dirigía y conducía todo a la salvación (Ez 32,15; Sal
143,10; Neh 9,20; Ez 63,11.14). El que actuaba así antes latentemente se
manifiesta ahora de forma evidente, como una explosión inimaginable, por la
resurrección. Por eso, la resurrección reveló la dimensión cósmica de Cristo,
colmando el mundo y la historia humana desde sus comienzos. Se entiende así
por qué Pablo no se interesa tanto por el Cristo según la carne (limitado y frágil:
Cristo katá sárka), sino casi exclusivamente por el Cristo según el Espíritu
(Cristo katá pneuma, abierto a las dimensiones de Dios y de toda la realidad: 2
Cor 5,16). Al reflexionar sobre las dimensiones cósmicas del hecho de la
resurrección y ver en él la meta del plan de Dios sobre el mundo y el hombre,
los autores del Nuevo Testamento elaboraron los primeros elementos de una
cristología trascendental y cósmica. Si la resurrección había mostrado el fin de
los caminos de Dios y manifestado plenamente la acción del Espíritu iniciada con
la creación, podían decir que todo había caminado hacia Cristo como hacia su
punto de convergencia (Ef 1,10) ; él constituye la plenitud de los tiempos (Gal
4,4) y la plenitud de todas las cosas (Ef 1,22-23; 4,10; Col 2,9-10; 1,19) ; todo
fue creado para él y por él (Col 1,16; 1 Cor 8,6; Heb 1,2.10; Jn 1,13; Ap 3,14),
y en él todas las cosas tienen su existencia y consistencia (Col 1,17-18). Tales
afirmaciones, de extrema gravedad teológica, sólo son posibles y comprensibles
si admitimos, con el Nuevo Testamento, que Jesús resucitado reveló en sí el fin
anticipado del mundo y el sentido radical de toda la creación. Si Cristo es el fin y
punto Omega, el comienzo de todo está en función de él, y por su causa todo ha
sido hecho. Entonces el primer hombre no fue Adán, sino Cristo. Dios, al crear a
Adán, tuvo a Cristo en su pensamiento. Cristo se constituye como el mediador
de todas las cosas. Pero eso sólo fue revelado y manifestado a la conciencia de
la fe por el acontecimiento de la resurrección, cuando se hizo patente lo que
estaba oculto en Jesús de Nazaret.

Los sinópticos expresan esta fe mostrando, por la genealogía de Jesús, que


hacia él había caminado toda la historia desde Abrahán (Mt 1-17) o, mejor
dicho, desde Adán (Lc 3,23-38). Juan dará un paso más y dirá que la propia
historia del mundo material depende de él, porque «sin él no se hizo nada de
cuanto existe» (Jn 1,3). Juan usa una palabra que, para sus oyentes, tenía una
función mediadora, reveladora y salvífica de orden cósmico: Logos. Anuncia que
Jesús es el Logos (palabra, sentido) y dice a los destinatarios de su evangelio
que el sentido secreto que abarca todo el universo y se esconde en cada ser y en
cada hecho no permaneció como una idea abstracta, sino que, cierto día, se hizo
carne y puso su tienda entre nosotros (Jn 1,14). Quien, como Jesús, introdujo la
nueva creación tuvo también que colaborar en la vieja. Por eso fue y es creado
como el primero y el último (Ap 1,17), el comienzo y el fin; creación y
consumación deben corresponderse: «he aquí que hago tanto lo primero como lo
último». La cristología cósmica, como especulación y fe, quiere
fundamentalmente profesar que Cristo es el comienzo, el medio y el fin de los
caminos de Dios y la medida de todas las cosas. En la epístola a los Efesios se
dice que la totalidad del cosmos está en él resumida y colocada como debajo de
una sola cabeza (1,10). En este sentido, el ágraphon (palabras de Cristo no
contenidas en los evangelios) del logion 77 del evangelio apócrifo de Tomás
expresa bien la fe de la comunidad primitiva que es también la nuestra. Allí
habla Cristo resucitado: «Yo soy la luz que está sobre todas las cosas. Yo soy el
universo. El universo salió de mí y retornó hacia mí. Corta un pedazo de leña y
yo estoy allí dentro; levanta una piedra y yo estoy debajo de ella». Aquí se
profesa la ubicuidad cósmica del Resucitado. Los sentidos no sienten y los ojos
no pueden captar el corazón de las cosas. La fe nos abre un acceso iluminador a
la intimidad última del mundo, hasta donde él se revela como templo de Dios y
del Cristo cósmico transfigurado. El Señor no está lejos de nosotros; los
elementos materiales son sacramentos que nos colocan en comunión con él,
pues ellos, en lo más íntimo de su ser, pertenecen a la propia realidad de Cristo.
Con otras categorías lo expresa también Mateo, cuando pone las siguientes
palabras en boca del Resucitado: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo» (28,20). Y Agustín, con su típico realismo, comentaba: «La
historia está grávida de Cristo».

b) Cristo y el cosmos

Un lector moderno, al cabo de estas reflexiones, podría preguntarse: ¿No


será que toda esta reflexión sobre el Cristo cósmico obedece a una concepción
tolomeica del cosmos, para la cual la tierra o nuestro sistema solar es todavía el
centro de todo? Las ciencias modernas nos hablan de las dimensiones indefinidas
de nuestro universo. Los sistemas cerrados dependen de nuestro punto de vista.
La realidad de los espacios siderales, poblados de millones y millones de
galaxias, nos obliga a pensar en sistemas abiertos, donde nada prácticamente es
a priori imposible. Esto no deja de reflejarse en nuestras afirmaciones religiosas,
tanto más cuanto éstas se presentan a menudo con carácter dogmático, infalible
e irreformable. ¿No habrá otros seres espirituales en otros planetas de otros
sistemas?. ¿Cuál será su relación con Jesús de Nazaret y con Cristo resucitado?
¿Necesitarán también ellos de redención? Y si no la necesitaran, ¿cómo
deberíamos representar la función de la encarnación de Dios? ¿También a ellos
se habría comunicado el Verbo u otra persona divina en forma encarnada?
¿Podremos seguir hablando de una unidad en el plan divino de la creación, de la
redención y de la consumación? Quizá alguien diga que estas preguntas son
ociosas y sin sentido porque no poseemos las condiciones necesarias para
responderlas adecuadamente. Creemos que nadie tiene derecho a limitar la
capacidad humana de preguntar y discutir especialmente en el campo religioso,
donde tocamos deslumbrados el misterio absoluto de Dios, que jamás puede ser
aprehendido por ninguna definición ni armonizado dentro de un sistema de
comprensión. Este problema preocupó ya al joven Paul Claudel, a Teilhard de
Chardin y al gran escritor y teólogo laico austríaco Reinhold Schneider, que
convirtió tales cuestiones en un drama personal de su vejez. Desesperado, se
preguntaba: «Si reconocemos los signos de Cristo en la historia, ¿podremos
reconocerlos también en el cosmos? Es osadía invocar al cosmos como
testimonio de Jesucristo. El Señor vivió y anduvo por el estrecho camino de los
hombres. Como Sócrates, buscó solamente al hombre y respondió a su
existencia ofreciéndole una oportunidad personal; el enigma que el cosmos
abre... eso no lo percibió». Teilhard respondía al problema introduciendo una
reflexión nueva, exhaustiva, de su meditación sobre el proceso de complejidad-
conciencia de la curva evolutiva: existe la infinita grandeza de los espacios
siderales; frente a ella el hombre parece realmente una magnitud despreciable,
perdido como un átomo errante por los infinitos espacios vacíos. Existe de igual
modo la infinita pequeñez del macrocosmos, que se comporta probablemente de
acuerdo con la misma estructura del macrocosmos. Pero existe además otra
grandeza, la infinita complejidad de la conciencia humana que sabe que existe,
que se da cuenta de su pequeñez y de que eso exactamente es lo que constituye
su grandeza. Es pequeña y cuantitativamente despreciable. Pero posee una
cualidad nueva que la hace mayor y más noble que todas las grandezas físicas y
matemáticas imaginables: puede pensar y, especialmente, puede amar. Un
único acto de amor, señalaba excelentemente Pascal, vale más que el universo
físico entero. En esta cualidad nueva de la autoconciencia el cosmos llega a la
máxima unidad y convergencia. Por eso, en el hombre se da el sentido de la
totalidad. Y Teilhard deducía la siguiente conclusión: el mundo no puede tener
dos cabezas; sólo Cristo puede ser el centro, su motor, su Alfa y Omega".

Dentro de semejante perspectiva teilhardiana podemos profundizar su


intuición y preguntar de qué manera Cristo podrá estar presente y colmar el
cosmos todo. La siguiente reflexión nos podrá aportar, quizá, alguna luz: la
totalidad de la realidad, que percibimos y que nuestros instrumentos de
indagación nos revelan cada vez mejor, no se presenta caótica, sino
profundamente armoniosa. Hay una unidad radical que trasciende y vincula a
todos los seres entre sí. Las cosas no están desordenadas, unas en medio o por
encima de las otras. El mundo es fundamentalmente un cosmos, como la genial
intuición de los griegos lo percibió muy bien. ¿Qué es lo que hace del mundo una
unidad y una totalidad? ¿Cuál es el principio que une a los seres en el ser y en
una estructura invisible de totalización? Este problema trasciende los límites de
las ciencias que estudian campos específicos de la realidad y exige una reflexión
de orden metafísico que se pregunta por el todo en cuanto todo. Entonces, ¿qué
es lo que hace de todas las cosas, aun de las más distintas en el cosmos, un
todo? Leibniz, que también vio el problema, respondió proponiendo la teoría del
vínculo sustancial que comprende todo, uniendo un ser con otro. Para él, como
para M. Blondel, que tomó la teoría de Leibniz, Cristo resucitado sería el vínculo
sustancial, el «amante supremo que atrae y une por arriba, peldaño por
peldaño, la jerarquía total de los seres distintos y consolidados... Es aquel sin el
cual todo lo que se hizo volvería a la nada». Evidentemente, un Cristo concebido
de este modo no puede ser representado como un hombre cósmico, preso
dentro de nuestras categorías y coordenadas espacio-temporales. Es el Cristo
resucitado que superó estas limitaciones y ahora está presente no de manera
física, sino pneumática. Es decir, está presente en el corazón de las cosas, en la
realidad transfísica que forma una unidad con todos los seres y que puede ser
comparada con la presencia y ubicuidad del Espíritu (Pneuma) divino, que ocupa
todo, constituye el meollo más profundo de cada ser, sin eliminar su alteridad
creacional. Como resulta evidente, se trata aquí de una especulación metafísica
cuya representación en categorías de imaginación debe ser evitada para que no
se formen innecesariamente mitos y monstruos.

Pero, en cualquier caso, cabe preguntar si existen otros seres racionales en


el cosmos. A la fe no le repugna su existencia. Por el contrario, en razón de la
inmensidad inimaginable del universo y del fracaso de la humanidad para ser el
sacerdote cósmico por el cual se da gloria a Dios, es posible postular que haya
otros seres espirituales que desempeñen esta función sacerdotal mejor que el
hombre. Como veremos más adelante, si decimos que la encarnación del Logos
eterno pertenece al orden de la creación, querida por Dios para ser exactamente
el receptáculo de su entrada en ella, entonces podremos decir que, si el Logos
eterno que ocupa toda la realidad apareció en nuestra carne, asumiendo las
coordenadas evolutivas de nuestro sistema galáxico, nada impide que este
mismo Logos eterno haya aparecido y asumido las condiciones espirituales y
evolutivas de otros seres en otros sistemas. Ya Tomás de Aquino reflexionaba:
«Por el hecho de la encarnación, en nada disminuyó el poder del Padre y del
Hijo. Por consiguiente, parece que, después de la encarnación, el Hijo puede
asumir otra naturaleza humana ... " (S. Th. III, 3, 7 sed contra; III Sent. dist. 1,
2, S). De esta manera realizaría la misión para la que fue destinado desde toda
la eternidad: asumir y divinizar la creación. El modo de redención, tal como se
realizó aquí en la tierra, sería sólo una forma concreta entre otras tantas, por las
que el Verbo de Dios se relaciona con la creación. Nada impide que hayan podido
encarnarse las otras personas divinas. El misterio del Dios Trino es tan profundo
e inagotable que jamás puede reducirse a una concreción como la que se realizó
dentro de nuestro sistema galáxico y terrestre.

La Biblia habla únicamente de la historia de la salvación humana. No


especula sobre otras posibilidades, porque en el tiempo en que fue redactada
estos problemas eran simplemente inexistentes. Nosotros, en cambio, nos
enfrentamos hoy con tales cuestiones y hay que agotar las posibles respuestas
dentro de un horizonte más amplio, a partir del propio misterio de Dios y de su
relación para con la creación. Intentando responder a la pregunta formulada
anteriormente -¿interesa Jesús solamente a la tierra o a todo el cosmos?-
diríamos hipotéticamente que Jesús, por ser un hombre como nosotros y
además es el Logos que asumió nuestra condición, interesa solamente a nuestra
historia. Pero Jesús de Nazaret no es solamente un hombre: forma una unidad
inconfundible e indivisible con el Logos eterno de Dios, segunda persona de la
Santísima Trinidad. En este sentido interesa a la totalidad de la realidad. EI
Logos, que comprende todo y que puede haber asumido en otros sistemas otras
condiciones diversas de las nuestras, aquí se llamó Jesús de Nazaret. Por la
resurrección, proyectó la realidad Jesús a las dimensiones de todo el cosmos.
Pero debemos hacer todavía una restricción. Es cierto que el cosmos permite
otras dimensiones y consecuentemente otra relación con Dios y con su
comunicación por el Verbo, diferente de la realizada por Jesús de Nazaret. Sin
embargo, para nosotros, ésa fue la forma con que Dios nos brindó su gracia;
para eso nos creó, redimió y glorificó en Jesucristo. Y el hecho de que éste no
sea el único modo absoluto de comunicación de Dios con su creación no
disminuye en nada su valor para nosotros. Lo que debemos hacer es
mantenernos abiertos a las infinitas posibilidades del misterio de Dios, para que,
tanteando, podamos vislumbrarlas y, vislumbrándolas, podamos cantarlas y
celebrarlas.

e) El hombre, principal sacramento de Cristo

Si todo fue creado por, para y en Cristo de forma que todo posee rasgos del
rostro de Cristo, quiere decir de modo muy especial que el hombre es hermano
suyo por la humanidad. El hombre no es sólo imagen y semejanza de Dios (Gn
1,26); es también imagen y semejanza de Cristo (Rom 8,29; Col 3,10).
Primeramente, Cristo es la imagen de Dios por excelencia (2 Cor 4,4; Jn 6,15;
Col 1,15; Flp 2,6; Col 3,9-10; Ef 4,24; Rom 8,29; 1 Cor 15,49; 2 Cor 3,18) ; el
hombre lo es después en cuanto que fue pensado y creado en él y por él. Así lo
afirmaron especialmente Tertuliano y Orígenes. Por el simple hecho de la
creación, el hombre queda constituido en imagen y semejanza de Cristo. La
encarnación y la resurrección revelaron con mayor profundidad esta grandeza.
Cada hombre es de hecho hermano de Jesús y, de alguna forma, participa de su
realidad. La resurrección perpetúa y profundiza la participación de Cristo en cada
hombre. El, como glorificado, presente en cada ser y en cada hombre, está
actuando y haciendo fermentar el bien, la humanidad, la fraternidad, la
comunión y el amor en todos los hombres y en cada uno, donde quiera que esté.
Pero ¿en qué sentido podemos decir que cada hombre es el lugar donde
encontramos a Dios y a Jesucristo? El prójimo, cuando es amado, aceptado
como es en su grandeza y en su pequeñez, revela una trascendencia palpable.
Nadie se deja definir, nadie puede ser encuadrado dentro de una situación. Ese
algo más que escapa continuamente, que es el misterio íntimo de cada persona,
constituye su trascendencia.

El otro es el lugar donde yo percibo la trascendencia y también la presencia


viva y concreta de la trascendencia. A esta trascendencia la llamamos Dios. Dios
no está lejos del hombre, es su máxima profundidad. En Jesús, Dios apareció de
forma concreta, asumiendo nuestra condición humana. Por eso, cada hombre
recuerda al hombre que fue Jesús. Aceptar al pobre como pobre es aceptar a
Jesús pobre. El se esconde detrás de cada rostro humano. La fe nos manda
mirar con profundidad el rostro del hermano, amarlo, darle de comer, de beber,
vestirlo y visitarlo en la cárcel, porque visitándolo, vistiéndolo, dándole de beber
y de comer, estamos hospedando y sirviendo al propio Cristo. Por eso, el
hombre es la mayor aparición no sólo de Dios, sino también de Cristo resucitado
en medio del mundo. Quien rechaza a su hermano, rechaza al propio Cristo,
porque quien repele la imagen y semejanza de Dios y de Cristo repele al propio
Dios y al propio Cristo (cf. Gn 9,6; Mt 25,42-43). Sin el sacramento del
hermano, ninguno podrá salvarse. De esta manera se evidencia la identidad del
amor al prójimo con el amor a Dios 1. El hombre encierra en sí también esta
posibilidad realizada en Cristo, y eso funda en él su radical dignidad y última
sacralidad, sólo penetrada por Dios mismo (Ap 2,27). Solamente por la fe
sabemos que el Señor está presente en cada hombre. Con nuestra propia
resurrección, que será semejante, veremos y gozaremos y amaremos,
amaremos y entenderemos nuestra fraternidad con Jesucristo encarnado y
resucitado (cf. 1 Jn 3,2).

d) Presencia de Cristo en los cristianos anónimos

Jesús resucitado está presente y actúa de modo especial en aquellos que,


en el vasto ámbito de la historia y de la vida, llevan su causa adelante.
Independientemente de la coloración ideológica y de la adhesión a alguna
religión o credo cristiano, siempre que el hombre busca el bien, la justicia, el
amor humanitario, la solidaridad, la comunión y el entendimiento entre los
hombres, siempre que se empeña en superar su propio egoísmo, en hacer este
mundo más humano y fraterno y se abre a una trascendencia que da sentido a
su vida, ahí podemos decir, con toda certeza, que el Resucitado está presente
porque sigue adelante la causa, por la que él vivió, sufrió, fue procesado y
también ejecutado. «El que no está contra nosotros, está con nosotros" (Mc
9,40; Lc 9,50), dijo también el Jesús histórico derribando así las barreras
sectarias que dividen a los hombres y que impiden considerar hermanos a
quienes no se adhieren al propio credo. Todos los que se asocian a la causa de
Jesús están hermanados con él, y él actúa en ellos para que haya en este mundo
mayor apertura al otro y mayor lugar humano para Dios. Cristo no vino a fundar
una religión nueva: vino a traer un hombre nuevo (Ef 2,15) que no se define por
los criterios establecidos en la sociedad (Gál 3,28), sino por su entrega a la
causa del amor, que es la causa de Cristo. Como Espíritu, Jesús resucitado actúa
donde quiere. En la plenitud de su realidad humana y divina, trasciende todas
las posibles barreras opuestas a su acción, de lo sacro y de lo profano, del
mundo y de la Iglesia, del espacio y del tiempo. Alcanza a todos, especialmente
a los que luchan en sus vidas por aquello por lo que el propio Jesús luchó y
murió, aun cuando no hagan una referencia explícita a él y a su significado
salvífico universal. De ahí que puedan ser llamados cristianos anónimos o
implícitos.

e) Presencia de Cristo en los cristianos explícitos

Cristo resucitado está presente de manera más profunda en quienes se han


propuesto seguirlo e imitarlo por la fe, por el amor, por la adhesión explícita y
evidente a su divina realidad y significación absoluta para nuestra exigencia ante
Dios. En una palabra: Cristo está presente de forma cualificada en los cristianos.
Cristiano es fundamentalmente la persona que se decide a imitar y seguir a
Cristo. El bautismo es el símbolo de tal propósito. Por su parte, el sentido de la
imitación de Cristo es en sí sencillo: intentar comportarse en la propia situación
existencial como Cristo se comportó en la suya. De esta manera, el esclavo
ultrajado sufrirá como Cristo, que, al ser insultado, no replicó con insultos, y al
ser atormentado, no amenazó (1 Pe 2,23). Imitar a Cristo no es copiar o
remedar sus gestos; consiste en poseer la misma actitud y el mismo espíritu de
Jesús, encarnándolo en la situación concreta, que es diferente de la de Jesús;
imitar es «tener entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (Flp
2,5), ser como él, abnegado, sentir con los otros e identificarse con ellos,
perseverar en el amor y en la fe, en la bondad del corazón humano hasta el fin
y, en función de eso, no tener miedo a criticar y discutir una situación religiosa o
social que no humanice al hombre, que no le libere para el otro y para Dios; es
tener el coraje de ser liberal y, al mismo tiempo, mantener el equilibrio; usar
fantasía creadora y ser fiel a las leyes que ayudan al clima de amor y de
comprensión humana, a semejanza de Cristo. Una forma más radical de la
imitación es seguir a Jesús. En la época de su vida terrestre, seguirlo significaba
andar con él, ayudarlo a anunciar la buena nueva de que el mundo tiene un
futuro totalmente reconciliado con Dios, con el hombre y consigo mismo (Mc
1,17; 3,4-15; 6.,7.13; Lc 9,1-6; 10,1-20) y participar de su destino, incluso con
riesgo de la propia vida y de muerte violenta (Mc 8,34; Mt 16,24; Lc 9,23;
14,27). Después de la resurrección, cuando ya no se podía hablar de seguir a
Cristo, porque en ese momento había pasado a ser celestial, de visible a
invisible, se interpretó la expresión o se le dio un nuevo significado: seguir a
Cristo y ser su discípulo (Hch 11,26), supone unirse a él por la fe, por la
esperanza, por el amor, por el Espíritu (1 Cor 6,17), por los sacramentos (Rom
6,3ss; 1 Cor 11,17-30) y así estar en él y formar con él un cuerpo (1 Cor 12,27;
Rom 12,5). Esto es lo que se llamó ser cristiano. Este seguir a Jesús no debe ser
reducido a una categoría moral; unidos así profundamente a Cristo resucitado, él
está en nosotros, nos incluye en su nueva realidad de tal forma que, dentro del
viejo hombre marcado por la ambigüedad pecado-gracia, justicia-injusticia,
comienza a crecer el hombre nuevo (2 Cor 5,17; Ef 2,15; 4,22-24) que con la
muerte terminará en la resurrección (1 Cor 6,14; 2 Cor 5,8; Flp 1,20-23). En
todos los cristianos sinceros, aun en aquellos que no se hallan en comunión
plena con la Iglesia católica, está el Resucitado presente; por eso,
«merecidamente son reconocidos como hijos de la Iglesia, como hermanos en el
Señor».
f) La Iglesia católica, sacramento primordial de la presencia del Señor

Cristo resucitado, que llena todo el cosmos, que se halla presente en cada
hombre, que se manifiesta por la fe en todos los que llevan su causa adelante y
que constituye un fenómeno en los cristianos explícitos, alcanza el mayor grado
de concreción histórica en el católico que está en posesión del Espíritu Santo (cf.
Lumen gentium n. 14). La Iglesia, comunidad de los fieles, forma el cuerpo de
Cristo resucitado. Ella es cuerpo, no a semejanza del cuerpo sárquico (carnal) de
Jesús, sino de su cuerpo pneumático (resucitado) . Este cuerpo, por tanto, no
está limitado a un determinado espacio, sino que, ya liberado, se relaciona con
la totalidad. La Iglesia local, donde se oye la palabra de Dios, donde la
comunidad se reúne para celebrar la presencia del Resucitado en la mesa
eucarística, y donde vive el vínculo del amor, de la fe, de la esperanza, de la
caridad y de la comunión con la jerarquía, da forma concreta al Señor presente.
Por ser pneumático, el cuerpo del Señor no se restringe solamente a la Iglesia,
pero en ella se hace presente de forma única: «Yo soy Jesús, a quien tú
persigues», dijo el Resucitado a Saulo, que perseguía a los cristianos para
matarlos (Hch 9,2).

En el magisterio infalible, en los sacramentos y en el anuncio y gobierno


ortodoxos, Cristo resucitado se hace presente sin ninguna ambigüedad: es él
quien bautiza, consagra y perdona; es él quien enseña cuando la Iglesia, de
forma solemne e infalible, establece, en asuntos de fe y moral, orientaciones
para toda la Iglesia universal; es él quien gobierna cuando la Iglesia, en asuntos
de su catolicidad y colegialidad con el papa, toma decisiones que atañen a todo
el pueblo de Dios. La Iglesia se constituye de esta manera en el sacramento
primordial de la presencia del Señor resucitado. En la palabra, especialmente en
la oración y meditación de sus misterios, el Señor está presente, como él lo
prometió (Mt 18,20) ; «en la liturgia, Dios habla a su pueblo, Cristo continúa
anunciando su evangelio», comentaba excelentemente la Constitución Litúrgica
del Vaticano II (n. 33). De hecho, los actos litúrgicos, gestos, palabras y objetos
sagrados asumen un carácter simbólico: simbolizan el encuentro del Resucitado
con sus fieles y lo hacen mistéricamente presente en el viejo mundo. En ellos, y
a través de ellos, Cristo se comunica y el hombre experimenta su proximidad.
No obstante, en la eucaristía es donde el Señor resucitado adquiere el máximo
grado de densidad y de presencia; la transustanciación del pan y del vino
localizan al Resucitado bajo especies totalmente circunscritas: aquí está él, en la
totalidad de su misterio y en la realidad de su transfiguración. El pan y el vino
exhiben y contienen, bajo la frágil realidad material, al Señor mismo, en el pleno
realismo de su humanidad transfigurada, entregándose a todos, como siempre lo
hiciera en su existencia sárquica y ahora, de forma cabal, en su existencia
pneumática. El tornar y comer su cuerpo y sangre significan el sentido radical de
su entrega: incluirnos en su propia vida, entrando en la nuestra, porque «la
participación en el cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino
transformarnos en aquello que recibimos» (Lumen gentium. 26).

Comiendo el cuerpo de Cristo en la eucaristía, el pueblo de Dios se torna


también cuerpo de Cristo. La presencia eucarística no constituye un fin en sí,
sino que es el medio por el que Cristo quiere vivir en la intimidad de los suyos.
La eucaristía celebra la entrega y auto comunicación del Señor: «Este es mi
cuerpo (yo) que he entregado por vosotros... Este es el cáliz de mi sangre (vida)
que he derramado por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los
pecados». Quien recibe la eucaristía debe vivir de la entrega y de la apertura a
los otros. La eucaristía es una llamada a la reciprocidad, vivida también fuera del
sacramento, dentro de la vida, a fin de que el católico sea transparencia y
sacramento de la presencia del Resucitado en el mundo.

4. CONCLUSIÓN: EL ORGULLO DE LOS CRISTIANOS

El Señor transfigurado, presente en todos los hombres, destina a los


cristianos y a los católicos a una misión: ser imagen y signo de él en el mundo.
Muchas veces, por nuestro modo de ser y de actuar, nos convertimos en
contrasigno del Señor y de su causa; en vez de ser un syn-bolon de Cristo (signo
que habla y lleva hacia Cristo), nos transformamos en dia-bolon (signo que
separa y divide). Otras veces, las Iglesias sucumben a la tentación y, en lugar
de representar a Cristo, lo sustituyen. En vez de llevar a los hombres a Cristo,
los atraen solamente a sí mismas. En ocasiones no se crea el silencio suficiente
para que su voz se haga oír. A las Iglesias se aplican, sobre todo, las palabras de
Juan Bautista: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Todos
los cristianos deberían vivir en sí el sentido de la taza: su orgullo está en la
bebida, su humildad en el servir, como escribía en su diario íntimo Dag
Hammarskjóld en 1954.

El sentido de ser cristiano es intentar reproducir constantemente en su vida


lo que hizo Jesucristo: crear espacio, para que él, a través de nuestra existencia
y comportamiento, pueda aparecer e invitar a los hombres. Cada cristiano y la
Iglesia toda deberían comportarse como el amigo del novio: «El que tiene a la
novia es el novio, pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra
mucho con la voz del novio» (Jn 3,29). ¿Podemos decir con Juan: "Este gozo se
tornó mío y fue completo?» (ibíd.). «No es el aceite, no es el aire, sino el punto
de combustión, el punto de claridad que hace nacer la luz. Tú eres únicamente la
lente en el haz de luz. Puedes sólo recibir, dar y poseer la luz, como hace la
lente. Si luchas por ti mismo y por tus derechos impides que el aceite y el aire se
encuentren en la llama; robas la transparencia de la lente. La santidad debe
apagarse para que pueda nacer, debe apagarse para que pueda concentrarse y
ser irradiada» (Dag Hammarskjóld).

La resurrección de Cristo trajo una óptica nueva en la visión del mundo.


Sólo por la fe descubrimos lo recóndito de las cosas, el punto donde se
relacionan con Dios y con el Cristo cósmico, que ahora, resucitado, ha penetrado
en el corazón de la materia y de toda la creación. En la situación terrestre, como
viajeros y tanteadores de las realidades definitivas, poco experimentamos de
todo eso. Pero nos consolamos con las palabras de Pedro: «A quien amáis sin
haberlo visto; en quien creéis, aunque de momento no lo veáis, rebosando de
alegría inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las
almas» (1 Pe 1,8).

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD MADRID 1981. Pág. 217-234
XII - ¿CÓMO LLAMAREMOS HOY A JESÚS?

1. EN CRISTOLOGÍA NO BASTA CONOCER LO QUE OTROS YA


CONOCIERON

a) La fe en Cristo no radica en el arcaísmo de las fórmulas

La figura de Jesús nos llega cargada y rodeada de tantos títulos y


declaraciones dogmáticas que para el hombre común resulta casi inaccesible. Su
atracción y luminosidad, su vigor creativo y el desafío que Cristo significa están
encuadrados dentro de un tipo de comprensión que tiende, cuando no se capta
el sentido de las fórmulas, a empañar su originalidad, a esconder su faz humana
y a relegarlo dentro de la historia para hipostasiarlo como un semidiós al margen
de nuestro mundo. La fe debe liberar la figura de Jesús de los obstáculos que lo
atan y lo disminuyen. Por eso, tener fe no significa proclamar a Jesús como
Mesías, Señor, Hijo de David, Hijo de Dios, etc., sin preocuparse por saber lo
que estos nombres quieren decir para nuestra vida. Para quien no es judío,
como nosotros, ¿qué significa en realidad Mesías, hijo de David, león de la tribu
de Judá? La fe en Cristo no se reduce al arcaísmo de las fórmulas, por muy
venerables que sean, ni a un arqueologismo bíblico. Creer en Jesús, como acto
existencial y modo de vivir, es confrontar la totalidad de mi vida personal, social,
eclesial, cultural y global con la realidad de Jesús. La fe se realiza en el
encuentro con la vida y sus problemas, que es preciso interrogar y discutir a la
luz de Cristo y su mensaje. Por otra parte, nosotros interrogamos a Cristo,
vamos a él con nuestras preocupaciones y buscamos en él una respuesta para la
condición humana. En este diálogo se alimenta la fe, y Cristo se inserta dentro
del contexto general de la existencia. Tener fe significa ser capaces de oír su
voz, que habla dentro de nuestra situación.

Todo encuentro verdadero con Cristo lleva a una crisis, que actúa como un
crisol purificador y acrisolador (crisol y acrisolar provienen de la palabra crisis,
que en sánscrito significa purificar y en griego llevar a una decisión), porque en
él encontramos un tipo de profundidad humana que nos da qué pensar; en la
vida de Jesús, sus palabras y actos se nos revelan palpablemente como las
estructuras patentes originarias del ser humano en su relación con el Absoluto, y
nos traen a la memoria lo que cada hombre debe ser ante los otros, ante Dios y
ante el mundo. Esta norma, que brota del contacto con Cristo, adquiere una
doble función: primero, la función propiamente crítica, que juzga nuestra
situación, en la medida en que no se armoniza con Cristo y nos hace sentir la
distancia y la inmensidad del camino que todavía nos queda por recorrer;
segundo, la función acrisoladora y salvadora, en cuanto que el punto de
referencia absoluto que descubrimos en Cristo nos confiere un impulso nuevo,
nos posibilita la oportunidad de una conversión y nos da la seguridad de que con
él podemos alcanzar la meta. En este sentido, Cristo es la permanente crisis de
la existencia humana. Pero crisis en el sentido de crisol que purifica, acrisola y
salva.

(·BOFF-LEONARDO. Pág. 237 s.)


3. ELEMENTOS DE UNA CRISTOLOGÍA

EN LENGUAJE SECULAR

a) Cristo como punto Omega de la evolución, el «homo revelatus» y el


futuro presente

A pesar de las dificultades todavía no resueltas, nuestra actual concepción


del mundo es evolucionista. Se afirma que este mundo es fruto de un largo
proceso en el que las formas imperfectas fueron evolucionando hacia formas
cada vez más perfectas, hasta alcanzar el presente estadio de ascensión.
Mirando hacia atrás, detectamos un sentido en la evolución de la realidad.

Por más oscura que se presente la explicación de fenómenos aislados,


donde parece prevalecer el acaso y el absurdo, no podemos negar que la
totalidad global se orientó de acuerdo con una (sentido latente); de hecho, la
cosmogénesis desembocó en la biogénesis; de la biogénesis surgió la
antropogénesis, y de la antropogénesis -para la fe cristiana- irrumpió la
cristogénesis. La realidad que nos rodea no es un caos, sino un cosmos
(armonía). Cuanto más avanza, más se complica; cuanto más se complica, más
se unifica, y cuanto más se unifica, más se conciencia. El espíritu es, en este
sentido, no un epifenómeno de la materia, sino su máxima realización y
concentración en sí misma. Constituye la prehistoria del espíritu.

En esta perspectiva, el hombre no surge como un error de cálculo o un ser


abortivo de la evolución, sino como su sentido más pleno, como el punto donde
el proceso global toma conciencia de sí mismo y pasa a ser dueño de su destino.
La comunidad primitiva vio en Jesús la máxima revelación de la humanidad,
hasta el punto de que ésta revela totalmente el misterio más profundo e íntimo
que encierra: Dios; Cristo es, pues, para nuestra visión evolucionista, el punto
Omega, el vértice donde el proceso todo, en un ser personal, logró alcanzar su
meta y así extrapolarse a la esfera divina. En él, Dios es todo en todas las cosas
(cf. 1 Cor 15,28), y Cristo es el centro entre Dios y la creación. El hombre
querido por Dios y que es radicalmente su imagen y semejanza (Gn 1,26) no es
tanto el primer hombre que derivó del animal, sino el hombre escatológico que
irrumpe en Dios al final de todo el proceso evolutivo-creacional. Encarnado y
resucitado, Cristo se presenta con las características del hombre postrero. El
hombre latente en el proceso ascensional se hizo patente: es el homo revelatus.
Es el futuro ya anticipado en el presente, el fin ya manifestado en el medio y el
camino. Cristo asume así un carácter determinante de impulsor, integrador,
orientador y guía para quienes todavía están en la penosa y lenta ascensión
hacia Dios. Cristo es un absoluto dentro de la historia.

Esto implica, en primer lugar, que él es el absoluto, porque realiza las


esperanzas mesiánicas del corazón humano. El hombre vive de un principio
esperanza que lo hace soñar con una total liberación. Muchos aparecieron y
ayudaron al hombre a caminar hacia Dios, en la dimensión religiosa, cultural,
política, psicológica, etc., pero nadie consiguió mostrar al hombre una radical
liberación de todos los elementos alienantes, desde el pecado hasta la muerte.
Con la resurrección, esto se hizo patente en la figura de Jesús. En él se dio un
novum cualitativo con lo cual se encendió una esperanza inextinguible: nuestro
futuro es el presente de Jesús. El es el primogénito entre muchos hermanos
(Rom 8,29; Col 18). En este sentido, Cristo es un absoluto dentro de la historia.
Ese su carácter no lo consigue a costa de otros predecesores o seguidores, como
Buda, Confucio. Sócrates, Gandhi, Luther King y otros, sino dando forma plena y
radical a lo que ellos vivieron y llevaron adelante. Por otra parte, afirmamos que
Cristo es un absoluto dentro de la historia, porque realiza de forma exhaustiva
los dinamismos de esa historia. El implica que Cristo, por ser lo que es, está
también fuera de nuestro tipo de historia. La superó y fundó otra historia donde
las ambigüedades del proceso histórico, de pecado-gracia, de integración-
alienación, fueron superadas. Con él se inaugura nuevo ser, polarizado sólo en lo
positivo, en el amor, en la gracia, en la comunión total.

Como absoluto dentro y fuera de la historia, es crisis permanente para toda


Gestalt y todos los símbolos reales del Absoluto y de liberación total en la
historia. Así, Cristo se transformó en una medida con que se pueden medir todas
las cosas sin rebajarlas ni degradarlas. La grandeza de Cristo no se conquista
empequeñeciendo a los otros, sino exactamente viendo la realidad de Cristo
realizada en la real grandeza de las grandes figuras y personalidades liberadoras
de la historia humana.

b) Cristo, conciliación de los opuestos, medio divino y síntesis de la


experiencia humana

La creciente unificación del mundo a través de todos los canales de


comunicación está creando en los hombres una conciencia planetaria, ecuménica
y solidaria en la búsqueda de un nuevo humanismo. El encuentro de las culturas
y de las distintas interpretaciones del mundo, occidentales y orientales, genera
una crisis de todos los humanismos tradicionales: el clásico grecoromano, el
cristiano, el renacentista, el técnico y el marxista. De esta fermentación y de la
confrontación de los distintos horizontes y modelos nacerá una nueva
comprensión del hombre y de su función en el universo. En este proceso,
Jesucristo podrá ser un factor determinante porque su Gestalt es la
reconciliación de los opuestos humanos y también divinos. Primeramente se
presenta como mediador entre Dios y el hombre, en el sentido de que realiza el
deseo fundamental del hombre por experimentar lo inexperimentable e inefable
en una manifestación concreta. Como mediador, no es una tercera realidad,
formada del hombre y de Dios. Eso haría de Cristo un semidiós y un semihombre
y no representaría ni a Dios ni al propio hombre. Para poder representar a Dios
ante los hombres y a los hombres ante Dios deberá ser totalmente Dios y
plenamente hombre. Ya dijimos al exponer el sentido de la encarnación que
Jesús-hombre manifiesta y representa a Dios en la radicalidad de la existencia
humana, centrada no en sí misma, sino en Dios.

Cuanto más hombre es él, más revela a Dios. Así puede representar a Dios
y al hombre sin alienarse de Dios ni del hombre. Quien consigue ser tan
profundamente humano como Jesús, hasta manifestar en sí mismo
simultáneamente a Dios, da sentido a la historia humana y será erigido como
Gestali del verdadero y fundamental ser humano. Cristo configura también la
conciliación de los opuestos humanos. La historia humana es ambigua, hecha de
paz y de guerra, de amor y de odio, de liberación y opresión. Cristo asumió esta
condición humana y la reconcilió.

Perseguido, discutido, rechazado, preso, torturado y asesinado, no pagó


con la misma moneda: amó al perseguidor y redimió al torturador asumiéndolo
ante Dios: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Le 23,34). No
sufrió simplemente la cruz. La asumió como forma de amor y de fidelidad a los
hombres. De esta manera venció la alienación y la escisión entre ellos con un
vigor que es el vigor del ser nuevo revelado en él.

La cruz es el símbolo de la reconciliación de los opuestos: señal del odio


humano y del amor de Dios. Creó así una situación nueva en la humanidad, un
«medio divino", un mundo reconciliado dentro del mundo divino, con un
dinamismo y una actuación histórica que nos alcanza a nosotros hoy y perdurará
para siempre.

Desde que por la fe, por el seguimiento, por la esperanza, por el amor y por
los sacramentos nos hacemos partícipes de este foco conciliador y reconciliador,
también nos hacemos nueva criatura y experimentamos la fuerza del mundo
futuro. La juventud hippy lo dice con su lenguaje característico: Jesús es una
experiencia tremenda. Detrás de esta expresión se articula una vivencia
típicamente cristiana que hace a Cristo ser lo que es: el conciliador de los
opuestos existenciales y el integrador de las distintas dimensiones de la vida
humana en la búsqueda de sentido y luz para el camino. Es éste también el
contenido humano que se esconde detrás de las fórmulas clásicas de la
cristología del Hijo del hombre, del Siervo doliente y del Mesías rechazado.

e) Cristo, crítico, reformador, revolucionario y liberador

El mundo de los últimos tres siglos se caracteriza por su gran movilidad


social. La mentalidad científica y las posibilidades de la técnica han transformado
al mundo circundante, natural y social. Las formas de convivencia se suceden
unas a otras. Las ideologías legitimadoras de un status social y religioso se ven
sometidas a crítica rigurosa. Si no se consigue derrumbarlas, son al menos
desenmascaradas. El hombre de hoy se define mucho más en función del futuro
que a partir de su pasado. En función del futuro elabora nuevos modelos de
dominación científica del mundo, proyecta nuevas formas de organización social
y política y crea incluso utopías en nombre de las cuales critica las situaciones
sociológicamente dadas. Así surgen reformadores, críticos y revolucionarios.
Para no pocos, Cristo es considerado y seguido como un crítico y un liberador,
un reformador y un revolucionario. Hasta cierto punto, esto es una gran verdad.
Pero no debemos confundir los términos. Cristo no se define por ir en contra de
nada: no es un plañidero. Está a favor del amor, de la justicia, de la
reconciliación, de la esperanza y de la total realización del sentido de la
existencia humana en Dios.

Si está en contra de algo es porque primero se define a favor. Predica, en


términos actuales, una auténtica revolución global y estructural: el reino de
Dios, que no es liberación del yugo romano, ni grito de rebelión de los pobres
contra los latifundistas judíos, sino total y completa liberación de todo lo que
aliena al hombre, desde las enfermedades y la muerte hasta, especialmente, el
pecado.
El reino de Dios no puede ser reducido y privatizado a una dimensión del
mundo. Su totalidad global debe ser transformada en el sentido de Dios. Desde
ese preciso sentido, que excluye la violencia, Cristo puede ser llamado crítico y
revolucionario. En nombre de este reino critica el legalismo, la dureza de la
religión y la estratificación sociorreligiosa de su tiempo, que discriminaba a las
personas en puras e impuras, profesiones malditas, prójimo y no prójimo, etc.

Conviene dejar bien claro lo que significa ser revolucionario y reformador.


Reformador es aquel que quiere mejorar su mundo social y religioso. El
reformador no busca crear algo absolutamente nuevo. Acepta el mundo y la
forma social y religiosa que tiene ante sí e intenta elevarla. En este sentido,
Jesús fue también un reformador. Nació en el judaísmo, se adaptó a los ritos y
costumbres de su pueblo. Pero intentó mejorar el sistema de valores religiosos.
Sus exigencias fueron duras: radicalizó el mandamiento de no matar, exigiendo
erradicar la causa de la muerte, que es el odio; radicalizó el mandamiento de no
desear la mujer del prójimo, postulando el cuidado con los ojos; profundizó el
amor al prójimo, ordenando amar también a los enemigos. Como es evidente,
Cristo fue, en este sentido, un reformador. Pero fue más allá. No sólo repitió el
pasado, perfeccionándolo, sino que dijo cosas nuevas (Mc 1,27). Y en eso fue un
gran revolucionario, quizá el mayor de la historia. El revolucionario, a diferencia
del reformador, no quiere únicamente mejorar una situación. Busca introducir
algo nuevo y cambiar las reglas del juego religioso y social. Cristo predica el
reino de Dios, que no beneficia a esta o aquella parcela del mundo, sino que es
una transformación global de las estructuras de este viejo mundo, la novedad y
la jovialidad de Dios reinando sobre todas las cosas. Ser cristiano es ser nueva
criatura (2 Cor 5,17), y el reino de Dios, en la interpretación del Apocalipsis, es
el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21,1), «donde no habrá muerte, ni llanto, ni
gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado» (21,4).

Cuando Cristo predica y promete esta buena nueva para el hombre, anuncia
una auténtica revolución. Pero sólo en ese sentido puede ser llamado
revolucionario, no en el sentido emocional e ideológico de revolucionario,
violento o rebelde frente a la estructura político-social. Tal vez la expresión más
adecuada sería «liberador de la conciencia oprimida por el pecado y por toda
suerte de alienaciones», «liberador de la triste condición humana en sus
relaciones con el mundo, con el otro y con Dios».

d) Jesucristo, arquetipo de la más perfecta individualización

Uno de los deseos fundamentales del hombre es conseguir una creciente


integración de todos los dinamismos de su vida consciente, subconsciente e
inconsciente. El hombre es un nudo de relaciones en todas las direcciones.
Constituye un proceso doloroso, no siempre libre de conflictos y de dramas
existenciales, la integración de todos los impulsos de la vida humana. El viaje
más largo y peligroso que el hombre hace no es hacia la luna o hacia los otros
astros, sino hacia el interior de sí mismo, en busca de un centro que todo lo
atraiga, polarice y armonice. Esta incesante búsqueda la denominamos, en el
lenguaje de la sicología de los complejos de C. G. Jung, proceso de
individualización. Este proceso se realiza en la capacidad humana de poder
acercarse cada vez más al símbolo o arquetipo de Dios -Selbst-Self- que se
constituye en el centro de las energías psíquicas del hombre. El arquetipo de
Dios es el responsable de la armonía, integración y asimilación del yo consciente
con sus dinamismos y principalmente del yo inconsciente, formado por la
poderosa e insondable masa hereditaria de las experiencias de nuestros
primitivos antepasados (vegetales, animales, humanos), del pueblo, de la
nación, del clan, de la familia y de otras diferenciaciones de orden histórico
colectivo e individual. Cuanto más consigue el hombre crear un núcleo interior
integrador y asimilador, más se individualiza y personaliza. La religión que adora
al Dios divino y no simplemente al Ser Infinito, necesario al sistema metafísico,
desempeña un factor decisivo en este proceso. Personas de extraordinaria
integración, como los místicos, los grandes fundadores de religiones y otras
personalidades de admirable humanidad, se constituyen en arquetipos y
símbolos del Selbst. Jesucristo, tal como se presenta en los evangelios y tal
como lo confiesa la comunidad de fe, se manifiesta como la actualización más
perfecta y acabada del Selbst (arquetipo de Dios). Surge como la etapa más
consumada en el proceso de individualización hasta identificarse, y no sólo
aproximarse, al arquetipo Selbst (Dios).

Cristo asume así un significado trascendente para la humanidad: el hombre


que somos cada uno de nosotros, experimentado como un misterio, el hombre
que supera infinitamente al hombre y que se siente como un haz ilimitado de
posibilidades, y que al mismo tiempo se experimenta limitado y presto en las
estrecheces de los condicionamientos históricos, ahora, con Jesús muerto y
resucitado, percibe que él no es una posibilidad asintótica y un anhelo jamás
realizado de total integración, sino que tal integración se dio al menos en un
hombre, brillante y diáfano como la luz de la primera mañana de la creación.
Porque somos solidarios unos de otros, tenemos la esperanza de que la realidad
presente de Cristo se torne también realidad de cada hombre, abriéndose al
Absoluto: ahora él va delante de nosotros como camino, luz, símbolo y arquetipo
del ser más integrado y perfecto que irrumpió en el mundo hasta sumergirse en
el propio misterio recóndito de Dios e identificarse con él.

e) Jesucristo, nuestro hermano mayor

La absoluta integración de Jesús consigo mismo y con Dios (encarnación)


no se realizó en una vida espectacular, sino en los altibajos de la vida diaria. Por
la encarnación Dios asumió la totalidad de nuestra precaria condición humana,
con sus angustias y esperanzas, con sus limitaciones (muerte de Dios) y sus
anhelos de infinito. Ese es el gran significado teológico de los años oscuros de la
infancia y adolescencia de Jesús; él es un hombre como todos los hombres de
Nazaret, no un superhéroe, ni un santo que llame la atención; solidario con la
mentalidad popular, participa del destino de una nación subyugada por las
fuerzas de ocupación extranjeras. No dejó nada escrito. Literariamente, se
pierde en la masa anónima de los sinnombre. Por la encarnación, Dios se humilló
tanto que se escondió al aparecer aquí en la tierra. Por eso, la Navidad es la
fiesta de la secularización. Dios no teme la materia ni la ambigüedad y pequeñez
de la condición humana. Dios se revela precisamente en esa humanidad y no a
pesar de ella. Cualquier situación humana es suficientemente buena para que el
hombre se sumerja en sí mismo, madure y encuentre a Dios. Cristo es nuestro
hermano porque participa del anonimato de casi todos los hombres y asume la
situación humana, idéntica para todos: la vida merece ser vivida tal como es,
cotidiana, monótona como el trabajo de cada día, que exige convivir con los
demás, escucharlos, comprenderlos y amarlos. El es nuestro hermano mayor, ya
que dentro de esta vida humana, asumida en lo que tiene de oscuridad y
publicidad, vivió tan humanamente que pudo revelar a Dios, y por su muerte y
resurrección llevar a plenitud todos los dinamismos de que somos capaces.
Como decía un conocido teólogo: «El cristianismo no anuncia la muerte de Dios,
sino la humanidad de Dios». Y ése es el gran significado de la vida terrestre de
Jesús de Nazaret.

f) Jesús, Dios de los hombres y Dios con nosotros

Lo expuesto anteriormente ha dejado en claro la falsedad de la alternativa


«Dios o el hombre». También es falsa la alternativa «Jesús o Dios». Dios se
revela en la humanidad de Jesús. La encarnación puede considerarse como la
realización exhaustiva y radical de una posibilidad humana. Jesús, Dios-hombre,
se manifiesta como el Dios de los hombres y Dios con nosotros.

A partir de esta comprensión debemos desmitizar nuestro concepto común


de Dios, que nos impide ver a Cristo como "hombre revelador del Dios de los
hombres» en su humanidad. Dios no es un rival del hombre ni el hombre lo es
de Dios. En Jesucristo descubrimos una imagen de Dios desconocida por el
Antiguo Testamento: un Dios que puede hacerse otro, puede salirnos al
encuentro en la debilidad de una criatura, puede sufrir, sabe lo que significa ser
tentado, sufrir decepciones, llorar la muerte de un amigo, ocuparse de los
hombres insignificantes que no poseen en este mundo ninguna oportunidad y
anunciarles la novedad total de la liberación de Dios. Es evidente que Dios no
está lejos del hombre, no es extraño al misterio del hombre; por el contrario, el
hombre implica siempre a Dios como el supremo e inefable misterio que
envuelve la existencia humana, que cuando se siente no se deja influir por
ningún concepto o símbolo, y cuando es revelado en su máxima manifestación
en la humanidad de Jesús, no se deja agotar por ningún nombre o título de
grandeza. Ese es el Dios humano que revela la divinidad del hombre y la
humanidad de Dios.

A causa de Jesucristo, Dios-hombre, ya no se podrá concebir al hombre sin


implicar en él a Dios y en concreto nosotros los hombres no podremos pensar a
Dios sin relacionarlo con el hombre. El camino hacia Dios pasa por el hombre y
el camino hacia el hombre pasa por Dios. Las religiones del mundo
experimentaron a Dios, como fascinosum y tremendum, en la naturaleza, en el
poder de las fuerzas cósmicas, en las montañas, en el sol, en las fuentes, etc.

El Antiguo Testamento descubrió a Dios, en la historia. El cristianismo ha


visto a Dios en el hombre. En Jesús se hizo evidente que el hombre no es
solamente el lugar donde Dios se manifiesta, sino también un modo de ser del
propio Dios. El hombre puede ser una articulación de la historia de Dios. Esto se
hizo realidad en Jesús de Nazaret. Las consecuencias de tal concepción son de
extrema gravedad teológica: la vocación del hombre es la divinización.

El hombre, para hacerse hombre, necesita salir de sí mismo y que Dios se


hominice. El hombre puede ser articulación de la historia de Dios únicamente en
la libertad, en la entrega y apertura espontánea del hombre a Dios. La libertad
produce ruptura, superación de la necesidad cósmica y de la lógica matemática y
la inauguración de lo imprevisto, de lo espontáneo, de lo creativo. Se ha hecho
presente el misterio indescifrable. Con la libertad todo es posible: lo divino y lo
demoníaco; la divinización del hombre y la absoluta frustración humana como
consecuencia del cerrarse a la autocomunicación amorosa de Dios. Con Jesús
percibimos la indescifrable profundidad humana, que llega a implicar el misterio
de Dios y sorprendemos también la proximidad de Dios hasta identificarse con el
hombre. Bien lo expresaba Clemente de Alejandría (+ 211 o 215) : «Si
encuentras realmente a tu hermano, habrás encontrado también a Dios»
(Stromata 1, 19).

4. CONCLUSIÓN: CRISTO, MEMORIA Y CONCIENCIA CRITICA DE LA


HUMANIDAD

La cristología, antes y hoy, intenta responder a la pregunta de quién es


Jesús. Preguntar «¿quién eres tú?» es preguntar por un misterio. Las personas
no se dejan definir y encuadrar dentro de ninguna situación. Preguntar «¿quién
eres tú, Jesucristo, para nosotros hoy?» significa confrontar nuestra existencia
con la suya y sentir el desafío de su persona, de su mensaje y la significación
que se deduce de su comportamiento. Sentirse interpelado por Cristo hoy es
ponerse en el camino de la fe, que comprende quién es Jesús, no tanto dándole
títulos nuevos y nombres diferentes, cuanto intentando vivir como él vivió: salir
de sí mismo, buscar el centro del hombre no en uno mismo, sino fuera de sí, en
el otro y en Dios, tener el coraje de luchar en la brecha en lugar de los otros, de
ser un Cristo-arlequín o el Cristo-idiota de Dostoiewski, que nunca abandona a
los hombres, prefiere a los marginados, sabe soportar y aprende a perdonar, es
revolucionario, pero jamás discrimina y aparece donde el hombre está, que es
burlado y amado, considerado loco, pero que manifiesta una sabiduría
arrolladora. Cristo supo colocar un y donde nosotros solemos colocar una o y así
logró reconciliar los opuestos y ser el mediador de los hombres y de todas las
cosas. Es la permanente e incómoda imagen de lo que deberíamos ser y no
somos, la conciencia crítica de la humanidad, que jamás debe contentarse con lo
que es y conquista, sino que debe caminar hacia la reconciliación y alcanzar un
grado de humanidad que manifieste la armonía insondable de Dios, todo en
todos (cf. 1 Cor 15,28). Mientras esto no acontezca, Cristo, como decía Pascal,
seguirá siendo injuriado, seguirá agonizando y muriendo por cada uno de
nosotros (cf. Pensamientos). En este sentido podemos recitar el siguiente pasaje
de un credo para el tiempo secular:

Creo en Jesucristo
quien como hombre solo nada podía realizar.
También nosotros nos sentimos así.
Que luchó para que todo cambiara
y fue por eso ejecutado.
Ese es un criterio para comprobar
cuán esclerotizada está nuestra inteligencia,
cuán sofocada nuestra imaginación,
desorientado nuestro esfuerzo,
porque no vivimos como él vivió.
Y hasta tememos cada día
que su muerte haya sido en vano,
porque lo enterramos en nuestros templos
y traicionamos su revolución,
medrosos y sumisos ante los poderosos del mundo.
Y olvidamos que resucita en nuestras vidas,
para que nos liberemos
de prejuicios y prepotencias,
del miedo y del odio,
y llevemos adelante su revolución hacia el reino.

BOFF-LEONARDO. Pág. 242-253

XIII – SALVACIÓN EN JESUCRISTO Y PROCESO DE


LIBERACIÓN
3. EL REINO DE DIOS COMO REVOLUCIÓN GLOBAL Y ESTRUCTURAL DEL
VIEJO MUNDO

«Reino de Dios» (malkuta yahweh en el dialecto arameo de Jesús) es la


expresión que designa lo utópico del corazón humano: la total liberación de
todos los elementos que alienan y estigmatizan este mundo, como sufrimiento,
dolor, hambre, injusticia, división y muerte, no sólo para el hombre, sino para
toda la creación.

«Reino de Dios» es la expresión que designa el señorío absoluto de Dios


sobre este mundo siniestro y oprimido por fuerzas diabólicas. Dios va a salir de
su silencio milenario para proclamar: Yo soy el sentido y el futuro último del
mundo. Yo soy la liberación total de todo mal y la liberación absoluta para el
bien. Con la expresión «reino de Dios», Jesús articula un dato radical de la
existencia humana, su principio «esperanza» y su dimensión utópica. Y promete
que ya no será utopía, objeto de ansiosa expectación (cf. Lc 3,15), sino topía,
objeto de alegría para todo el pueblo (cf. Lc 2,9). Por eso, sus primeras palabras
de anuncio son: «Ha terminado el período de espera. El reino de Dios está cerca.
Cambiad de vida. Y creed en esta alegre noticia» (Mc 1,14).

El reino de Dios no es tan sólo una realidad espiritual, como luego


pensarían algunos cristianos, sino una revolución global de las estructuras del
mundo viejo. De ahí que él se presente como «buena noticia para los pobres, luz
para los ciegos, andar para los cojos, oído para los sordos, libertad para los
encarcelados, liberación para los oprimidos, perdón para los pecadores y vida
para los muertos» (cf. Lc 4,18-12; Mt 11,3-5). Como se ve, el reino de Dios no
quiere ser otro mundo, sino este mundo viejo transformado en nuevo, un orden
nuevo de todas las cosas de este mundo. ¿No han soñado todos los hombres, en
el sueño y en la vigilia, ayer, hoy y siempre, con semejante utopía? ¿No soñó
todo el Antiguo Testamento, al principio, con una tierra que manaba leche y miel
y al fin con un nuevo cielo y una nueva tierra (cf. Is 65,17; 66,22)? La liberación
de Egipto, ¿no era preludio de una liberación última y definitiva (Is ll,llss; Mt
2,13ss)? Una reconciliación total, ¿no incluye también el cosmos con sus
animales y sus fuerzas (ls 11)? El amor de Dios para con los hombres, figurado
en el amor de la madre hacia su pequeño (ls 49,15; 66,13), en el amor del
padre hacia su hijo (Os 11,1) y en el amor entre marido y mujer (Os 2,19), ¿no
es promesa de un amor futuro más profundo, en virtud del cual Dios morará en
medio de los suyos, será su rey (cf. Mal 3; Sof 3,14) y, en fin, será todo en
todas las cosas (1 Cor 15,28) ? El reino de Dios que Cristo desea será una
realización de esa esperanza: «Lo que es imposible para los hombres es posible
para Dios» (Me 10,27) a través de Jesucristo. La apocalíptico, con su pintoresca
visión del mundo, no se propone más que dar testimonio del eterno optimismo
que es la esencia secreta de toda religión: Dios se apiadará de este mundo
infeliz, revelará su total sentido y su radical perfectibilidad, la cual será hecha
realidad por Dios mismo.

Al afirmar que el reino de Dios articula lo utópico del hombre no queremos


entender el reino como mera prolongación orgánica del mundo presente tal
como se encuentra en la historia. El reino de Dios no evoluciona, sino que
irrumpe. Si fuera evolución de las posibilidades del presente, no sobrepasaría
jamás la situación del presente, que es siempre ambigua, en la que crecen
juntos el trigo y la cizaña. El reino de Dios, por el contrario. significa
exactamente una revolución de las estructuras de este mundo, de suerte que el
mundo subsistirá para ser teatro de la gloria de Dios. Por eso el reino es la
presencia del futuro dentro del presente.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL


HOMBRE EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 257 s.

8. LA FE CRISTIANA NO ES IDEOLOGÍA, SINO FUENTE DE IDEOLOGÍAS


FUNCIONALES

Para mantenerse puro en su carácter cristiano, el proceso de liberación


implica la aceptación, en su praxis, de la experiencia pascual. En otros términos:
habrá de morir a sus propios modelos y a sus propias conquistas. Por un lado,
debe abrazarlos con todo empeño, porque constituyen el reino de Dios presente
en las ambigüedades de la historia; por otro, debe morir a ellos, porque no son
toda la liberación ni todo el reino. Con su muerte crea la posibilidad de
resurrección de otras concreciones mediadoras del reino y así «prepara la
materia del reino de los cielos» al tiempo que realiza «un esbozo del siglo
venidero» (Gaudium et spes, nn. 38, 39).

Al asegurarnos que el futuro del mundo está garantizado por la liberación


plena del Resucitado, la fe no nos da, como ilusoriamente han creído muchos
cristianos, la clave para descifrar todos los enigmas políticos y sociales. El
cristiano, como los demás hombres, no está dispensado de buscar, tantear y
luchar por la conquista del poder sin afán de dominio; ha de soportar la
represión sin espíritu de venganza y reconocer que el cristianismo, precisamente
por no ser una ideología, no le ofrece un modelo concreto de acción liberadora,
válido para todo y siempre.

El evangelio invita a la fantasía creadora a elaborar ideologías nacidas no de


una magnitud a priori, sino del análisis y de los desafíos de una situación, en
función de un proyecto liberador. Ante esto, el cristiano, en su fe, no debe temer
asumir una decisión concreta con los riesgos de fracaso que implica, decisión
que puede ser la venida históricamente mediatizada del reino. Por ello puede,
día tras día, suplicar ardientemente: «Venga a nosotros tu reino». Ni la fe ni la
Iglesia pueden saber de antemano cuál será la configuración concreta de tal
decisión. Lo que ellas pueden hacer es estar atentas a las llamadas de la
situación y descubrir en ella cuál es la encarnación que el reino escatológico
intenta asumir: sea a través de una arriesgada toma de poder, sea a través de
una colaboración crítica con los modelos vigentes, sea mediante la inmersión en
una situación de catacumbas o sea a través de una serie de acciones profético-
liberadoras, capaces de despertar la conciencia adormecida. De todas estas
formas, llenas de incertidumbres y ambigüedades, puede realizarse la auténtica
sustancia cristiana o también su perversión en caso de cerrarse narcisistamente
en su propia seguridad.

BOFF-LEONARDO. Pág. 266 s.

XIV - JESUCRISTO Y EL CRISTIANISMO

REFLEXIONES SOBRE LA ESENCIA DE LO CRISTIANO

Jesucristo no es una estrella errante en la historia del mundo. Representa la


culminación de los dinamismos que Dios puso en la creación y, especialmente,
en el hombre. Estos dinamismos fundan un cristianismo antes de Cristo y fuera
de la profesión de fe explícita en Jesucristo. Cristiano no es simplemente quien
profesa con los labios a Cristo, sino quien, hoy como ayer, vive la estructura y el
comportamiento que Cristo vivió: amor, perdón, apertura total a Dios, etc. Las
Religiones que lo enseñan y lo viven son formas concretas que el cristianismo
universal puede asumir. La Iglesia católica se presenta institucionalmente como
la mejor articulación histórica del cristianismo. Mientras los hombres y el mundo
no hayan alcanzado la plenitud en Dios, Cristo continúa esperando y teniendo un
futuro.

Al término de nuestras reflexiones cristológicas, se impone una reflexión de


orden más universal' acerca del cristianismo y de algunas de sus estructuras
fundamentales. Cristianismo viene de Cristo. Cristo no es originalmente un
nombre propio de persona, sino un título. Con el título Cristo, atribuido a Jesús
de Nazaret crucificado y resucitado, la comunidad primitiva expresaba su fe de
que en ese hombre se habían realizado las expectativas radicales del corazón
humano, expectativas de liberación de la ambigua condición humana y cósmica
y de inmediatez con Dios. El es el ecce homo, el hombre nuevo y ejemplar que
reveló en su máxima profundidad lo que es y lo que puede el hombre: abrirse a
Dios de tal forma que llegue a identificarse con él. La encarnación designa
exactamente la absoluta y exhaustiva realización de esa posibilidad contenida en
el horizonte de la realidad humana, conectada por primera vez en Jesús de
Nazaret. Su historia personal reveló un modo de ser hombre, una forma de
comportarse, de hablar, de relacionarse con Dios y con los otros que rompía los
criterios comunes de interpretación religiosa. Su profunda humanidad dejó
vislumbrar estructuras antropológicas de una limpidez y transparencia para lo
divino que superaban todo lo que hasta entonces había surgido en la historia
religiosa de la humanidad. Tan humano como Jesús sólo podía ser Dios mismo.
En consecuencia, Jesús de Nazaret fue llamado con razón Cristo. En él se basa y
se comprende el cristianismo. Por tanto, en la base del cristianismo está
Jesucristo. Y en la base de Jesucristo hay una vivencia, un comportamiento, un
modo de ser hombre, una estructura que, vivida radicalmente por Jesús de
Nazaret, hizo que él fuese designado como Cristo. Existe una estructura crística
dentro de la realidad humana que se manifestó de forma absoluta y exhaustiva
en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.

1. EL CRISTIANISMO ES TAN VASTO COMO EL MUNDO

La estructura crística es anterior al Jesús histórico de Nazaret. Preexistía en


la historia de la humanidad. Siempre que el hombre se abre a Dios y al otro,
siempre que se da un verdadero amor y superación del egoísmo, cuando el
hombre busca la justicia, la solidaridad, la reconciliación y el perdón, se da el
verdadero cristianismo y emerge, dentro de la historia humana, la estructura
crística. Así, pues, el cristianismo puede existir antes del cristianismo; pero
también puede haber cristianismo fuera de los límites cristianos. Esto es, el
cristianismo se realiza no sólo donde se profesa explícitamente y se vive
ortodoxamente, sino que surge también siempre que el hombre dice un sí al
bien, a la verdad y al amor. Antes de Cristo el cristianismo era anónimo e
implícito. No poseía todavía un nombre, aunque existiese y fuese vivido por los
hombres. Pero con Jesucristo recibió un nombre. Jesús lo vivió con tal
profundidad y absolutez que, por antonomasia, pasó a llamarse Cristo. El hecho
de que al principio el cristianismo no se llamara así no significa que no existiera.
Existía, pero escondido, anónimo y latente. Con Jesús llegó a su máxima
evidencia, explicitación y revelación.

La tierra siempre fue redonda, aun antes de que Magallanes lo demostrara.


América del Sur no comenzó a existir con su descubrimiento por Cristóbal Colón.
Ya existía antes, aunque no fuese explícitamente conocida. Así sucede con el
cristianismo y con Cristo. Cristo nos reveló la existencia del cristianismo dentro
de la realidad humana. Por eso dio el nombre al cristianismo, como Américo
Vespucio, el segundo descubridor de América, dio su nombre al continente
descubierto. San Agustín, que comprendió muy bien esta realidad, podía
afirmar: «La sustancia de lo que hoy nosotros llamamos cristianismo existía ya
en los antiguos y estaba presente desde los orígenes de la humanidad.
Finalmente, cuando Cristo apareció en carne, lo que siempre existió comenzó a
llamarse religión cristiana» (Retr. 1, 12, 3). Podemos, pues, asegurar que el
cristianismo es tan vasto como el mundo humano. Pudo realizarse antes de
Cristo y puede realizarse todavía hoy fuera de los límites «cristianos», donde la
palabra cristianismo no es empleada ni conocida. Más aún: el cristianismo puede
encontrarse incluso donde, por una conciencia errónea, se le persigue y
combate. Por eso, cristianismo no es simplemente una visión del mundo más
perfecta, ni una religión más sublime, ni menos aún una ideología. Cristianismo
es la vivencia concreta y consecuente de esa estructura crística que Jesús de
Nazaret vivió como total apertura al otro y al gran Otro: amor indiscriminado,
fidelidad inexorable a la voz de la conciencia y superación de lo que amarra al
hombre a su propio egoísmo. Con razón decía el primer gran filósofo cristiano,
Justino (t 167): «Todos los que viven conforme al Logos son cristianos. Así,
entre los griegos, Sócrates, Heráclito y otros, y entre los no griegos, Abrahán,
Ananías, Azarías, Elías y muchos otros cuyos nombres y obras sería prolijo citar"
(Apología I, 46). El cristianismo puede articularse tanto en lo sagrado como en lo
profano, tanto en esta cultura como en otra, tanto antes como hoy o mañana.

Jesús, en su humanidad, vivió con tal radicalidad la estructura crística que


debe ser considerado como el mejor fruto de la evolución humana, como el
nuevo Adán, en expresión del apóstol Pablo (1 Cor 15,45) ; como aquel hombre
que ha alcanzado ya la meta del proceso de humanización del hombre. Por eso,
el verdadero cristiano no es simplemente quien se afilia a la religión cristiana,
sino quien vive y realiza en la vida, evidentemente en cuanto estamos en la
historia de forma deficiente y aproximada, lo que Cristo vivió, por lo que fue
apresado, condenado y ejecutado. Ratzinger lo expresaba con gran precisión:
«No es verdadero cristiano el miembro confesional del partido, sino quien se
hace realmente humano por su vivencia cristiana. No quien observa de manera
servil un sistema de normas y de leyes únicamente con miras a sí mismo, sino
quien se hace libre para la simple bondad humana» 2. Ser cristiano es vivir la
vida humana con la profundidad y radicalidad con que se abre y comulga con el
misterio de Dios. Ser cristiano y católico no significa necesariamente ser bueno,
verdadero y justo. En cambio, el bueno, verdadero y justo ese es cristiano y
católico.

2. LA PLENA HOMINIZACIÓN DEL HOMBRE SUPONE LA


HOMINIZACIÓN DE DIOS

¿Podemos concretar más qué es la estructura crística? Una posibilidad de la


existencia humana. El hombre, a diferencia del animal, se define como el ser
abierto a la totalidad de la realidad, como un nudo de relaciones orientado en
todas las direcciones. Se realiza sólo en el caso de mantenerse siempre abierto y
en comunión permanente con la realidad global. Estando en el otro es como está
dentro de sí mismo. Saliendo de sí es como llega a sí., Sólo existiendo (saliendo
de sí = ex) vuelve a sí mismo. El yo no existe si no es creado y alimentado por
un tú. Para tener, el hombre ha de dar. Por eso debe trascenderse siempre a sí
mismo. Por su pensamiento penetra en el horizonte infinito del ser. Cuanto más
se abre al ser, es más capaz de escuchar y de ser hombre. Dar no significa
únicamente trascenderse a sí mismo y salir de sí; es también capacidad de
recibir el don del otro. Amando y dejándose amar por los otros, el hombre
descubre su verdadera profundidad y su misterio. Cuanto más el hombre se
oriente al infinito y al otro, mayor posibilidad tiene de humanizarse, es decir, de
realizar su ser hombre. El hombre más perfecto, completo, definitivo y acabado
es el que puede identificarse y ser uno con el Infinito.

Jesús de Nazaret fue el ser humano que realizó esta posibilidad humana
hasta el extremo y logró llegar a la meta de la hominización. Porque estuvo tan
abierto a Dios hasta ser totalmente colmado por él, que debe ser llamado Dios
encarnado. Así han de entenderse las palabras de J. Ratzinger: «La completa
hominización del hombre supone la hominización de Dios» 3. El hombre, para
ser verdaderamente él mismo, debe poder realizar las posibilidades inscritas en
su naturaleza, especialmente la de ser uno con Dios. Cuando el hombre llega a
tal comunión con Dios, formando con él una unidad sin confusión, sin división y
sin mutación, entonces alcanza su punto máximo de hominización. Cuando esto
se verifica, Dios se humaniza, el hombre se diviniza y surge en la historia
Jesucristo. De ahí que podamos completar el pensamiento de Ratzinger diciendo
que la completa hominización del hombre implica su divinización. Por tanto, el
hombre se supera infinitamente no por la aniquilación de su ser, sino por la
completa realización de la ilimitada capacidad de comunión con Dios de que está
dotada su naturaleza. El término de la antropogénesis reside en la cristogénesis;
esto es, en la inefable unidad de Dios y del hombre en un solo ser, Jesucristo.

El cristianismo se concreta en el mundo siempre que los hombres, a


semejanza de Cristo, se abren a la totalidad de la realidad y especialmente «al
supremo e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, donde tenemos
origen hacia el que caminamos 4, Dios. Esta apertura, como veremos luego,
puede recibir las más variadas articulaciones en lo sagrado y en lo profano. Lo
decisivo no es una determinada articulación, sino que dicha apertura acontezca y
se mantenga continuamente susceptible de un indefinido perfeccionamiento. Lo
que en Jesús de Nazaret se realizó de forma absoluta e irreversible se debe
realizar en la medida propia de cada uno, en toda persona humana. Donde
triunfa la estructura crística allí se vigoriza y se realiza la hominización. Donde
muere por cerrarse el hombre en sí mismo, allí también se obstaculiza y detiene
el crecimiento hominizador del hombre. Esa apertura al otro es tan determinante
que de ella depende la salvación o la absoluta frustración humana. En la llamada
parábola de los cristianos anónimos (/Mt/25/31-46), el juez divino medirá a
todos los hombres por la capacidad que tuvieron de amar a sus semejantes.
Aquel que recibió al peregrino, vistió al desnudo, alimentó al hambriento y sació
al sediento, acogió no solamente a un hombre, sino también, de incógnito, al
propio Dios. Lo que se quiere decir es que la unión en el amor y la apertura a un
tú humano implica en su última radicalidad una apertura al tú absoluto y divino.
Dios está siempre presente dondequiera que haya amor, solidaridad, unión y
crecimiento verdaderamente humanos. Se salva no aquel que se afilió a la
confesión cristiana, sino quien vivió la estructura crística; no el que exclama
¡Señor, Señor! y quien construye toda una comprensión del mundo, sino el que
actúa de acuerdo con la realidad crística. Para esto poco valen los modelos y las
etiquetas cristianas. Lo que cuenta es la vivencia concreta y consecuente de una
realidad y de un tipo de comportamiento que Jesús de Nazaret tematizó,
radicalizó e hizo ejemplar. En esto consiste fundamentalmente el cristianismo.

3. LA ESTRUCTURA CRÍSTICA Y EL MISTERIO DEL DIOS TRINO

Si la estructura crística consiste esencialmente en dar y en saber recibir el


don del otro, quiere decir que tal estructura está en íntima relación con el propio
misterio de Dios. La esencia de Dios, si podemos utilizar semejante lenguaje
humano, se realiza en el amor, en el dar y en el saber recibir: «Dios es amor» (1
Jn 4,8.16). Dios sólo existe comunicándose y subsistiendo como Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Dios es Padre porque se autocomunica y se da. Tal comunicación
se llama Hijo. El Hijo, a su vez, se da y sale totalmente de sí y se entrega al
Padre, que lo recibe plenamente. Este mutuo amor y entrega del Padre al Hijo se
llama Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. El Padre no existe sin el
Hijo, ni el Hijo sin el Padre, ni el Espíritu Santo sin el Padre y el Hijo. En la total,
completa y absoluta entrega de uno al otro es como Dios Trino, eternamente,
realiza su ser infinito. La estructura contenida en la creación, especialmente en
la realidad humana, alcanzó su máxima potencia en Jesús de Nazaret, que fue
creado en analogía con la propia estructura del misterio de Dios Trino. Ya a
través de Jesucristo, esta estructura se reveló de forma explícita, a la conciencia
humana, no tanto por palabras cuanto en la medida en que vivió su ser humano
en diáfana, límpida y completa apertura y entrega a Dios y a los hombres.

Sólo a partir de Jesucristo llegaron la revelación y la teología al


conocimiento del Dios Trino y Uno. Jesús no sólo se reveló como el hijo de Dios
encarnado, sino que reveló también el carácter filial de todo hombre (Rom 8,14).

4. EL CRISTIANISMO, RESPUESTA RESPONSABLE A UNA PROPUESTA

Si quisiéramos explicar con otras palabras la estructura crística, podríamos


decir que consiste en una respuesta dada con responsabilidad a una propuesta
divina. Dios se entrega también al hombre, le formula una propuesta de
comunión con él, de amor y de unión. A esa propuesta divina, el hombre tiene
que dar una respuesta. La reciprocidad exige pagar con amor el amor recibido.
Esta exigencia interna surge no por parte del que se da y ama, sino por parte del
que se deja amar y es amado. Aceptar la propuesta de amor del otro es ya dar
amor y una respuesta. De ahí que saber recibir sea una de las formas de dar,
quizá la más original, porque crea la atmósfera indispensable para el encuentro,
para el diálogo y para el crecimiento del amor.

La propuesta de Dios surge dentro de la conciencia humana, lugar donde


Dios habla a cada persona. Cuando la conciencia se siente responsable y
desafiada a salir de sí, a aceptar al otro, a asumir una tarea, ahí está Dios
formulando una propuesta. La propuesta puede surgir dentro de la vida, en los
signos de los tiempos y en las exigencias de la situación concreta. Siempre que
somos impulsados a crecer, a amar, a salir de nosotros mismos, a abrirnos a los
otros y a Dios, a asumir una responsabilidad ante nuestra conciencia y ante los
otros, ahí se da una propuesta que exige una respuesta con fidelidad.

También, en el caso de que el hombre se abra y ame, se da la concreción


de la estructura crística. La historia humana puede considerarse como la historia
del éxito o del fracaso de la estructura crística; puede analizarse como la
respuesta feliz o desgraciada que los hombres, dentro de los condicionamientos
históricos y sociales propios de cada época, han dado a la propuesta de Dios,
esto es, hasta qué punto han creado estructuras que faciliten y realicen los
valores fundamentales del amor, de la fraternidad, de la comprensión entre los
hombres y de la apertura consciente a Dios. De ahí que toda la vasta dimensión
de la historia humana pueda considerarse como historia de la salvación y de la
perdición. La experiencia nos enseña que la respuesta humana jamás consigue
agotar la propuesta divina. Es más, toda respuesta está marcada siempre por
una ambigüedad fundamental: es simultáneamente historia de la apertura de la
cerrazón del hombre, de la respuesta positiva y de la respuesta negativa a la
propuesta divina. La historia de la salvación humana es un vasto campo
sembrado donde, al mismo tiempo, crecen la cizaña y el trigo.

La historia del Antiguo Testamento y del Nuevo se presenta como ejemplo


de que todo un pueblo, a lo largo de más de dos mil años, en un ascenso cada
vez mayor, fue dando una respuesta positiva a la propuesta divina. Pero en
alguien se llegó a una perfecta adecuación entre propuesta de Dios y respuesta
humana. Alguien estuvo abierto a Dios en proporción a su inefable
comunicación. Jesús de Nazaret fue quien realizó de forma absoluta la estructura
crística hasta hacer que su respuesta se identificara con la propuesta. Como ya
hemos visto, exactamente en esa unión inmutable, indivisible e inconfundible
consiste la encarnación de Dios y la subsistencia del hombre y de Dios en el
único y mismo Jesucristo. En este sentido, Jesús de Nazaret es el mejor don de
los hombres a Dios y, al mismo tiempo, el más excelso don de Dios a los
hombres. El aparece así como el sacramento del encuentro entre Dios y la
humanidad, como el foco donde todo, creación y Creador, alcanzan la unidad y
así se logra la meta final de la historia de la creación.

5. EL CATOLICISMO ES LA ARTICULACIÓN INSTITUCIONAL MÁS


PERFECTA DEL CRISTIANISMO

Si el cristianismo consiste fundamentalmente en la respuesta responsable a


la propuesta divina, comprobamos que la respuesta humana se puede articular
históricamente, de muchas formas. En su respuesta, el hombre asume su
cultura, su historia, su comprensión del mundo, su pasado; en fin, todo su
mundo. Las Religiones del mundo, antes y hoy, a pesar de una serie de
elementos cuestionables y hasta, desde el punto de vista cristiano, condenables,
representan en sí la respuesta y la reacción religiosa de los hombres frente a la
propuesta y la acción de Dios. Las Religiones pueden y deben ser consideradas
como articulaciones de la estructura crística y concretan en alguna medida la
propia Iglesia de Cristo. En este sentido no existen Religiones naturales. Todas
ellas se originan de una reacción frente a la acción salvífica de Dios, que se
dirige y se ofrece a todos indiscriminadamente.

La diversificación de las Religiones reside en la diversidad de las culturas,


de las visiones del mundo que marcan la respuesta a la propuesta de Dios, pero
la propuesta trasciende todas las respuestas y está dirigida igualmente a todos y
a cada uno. De ahí que se pueda decir que las Religiones son caminos ordinarios
por los cuales el hombre se dirige a Dios y también experimenta y recibe de él la
salvación. Las Religiones, dado que son respuestas humanas a la propuesta
divina, pueden contener errores e interpretar de modo inadecuado la propuesta
de Dios. Cuando decimos que las Religiones articulan y concretan, cada una a su
modo, la estructura crística, no queremos legitimar todo lo que en ellas existe.
La religión debe mantenerse abierta, criticarse a sí misma y crecer en una
respuesta cada vez más adecuada a la propuesta de Dios. El propio Antiguo
Testamento nos da un ejemplo: partiendo de formas primitivas de religiosidad y
de representaciones demasiado antropomórficas e incluso demoníacas de Dios,
se fue elevando a formas cada vez más puras, hasta llegar a la concepción de un
Dios trascendente, revelador y creador de todo.

La Iglesia católica apostólica romana, por su estrecha e ininterrumpida


unión con Jesucristo, a quien predica, conserva y vive en sus sacramentos y
ministerios, y por quien se deja continuamente criticar, puede y debe ser
considerada como la más excelente articulación institucional del cristianismo. En
ella se ha logrado la más límpida interpretación del misterio de Dios, del hombre
y de su mutua interpenetración. En ella se encuentra la totalidad de los medios
de salvación. Aunque ella misma se sepa pecadora y peregrina, todavía lejos de
la casa paterna, está convencida de llevar a Cristo y su causa adelante, sin error
sustancial. No agota la estructura crística, ni se identifica pura y simplemente
con el cristianismo, pero es su objetivación y concreción institucional más
perfecta y acabadas de tal forma que en ella se realiza, en germen, el propio
reino de Dios y se viven los primeros frutos de la nueva tierra y del nuevo cielo.

No se niega, sin embargo, el valor religioso y salvífico de las demás


Religiones, por más que éstas, en la confrontación con la Iglesia, aparezcan
deficientes. Conservan, sin duda, su legitimidad, pero deben dejarse interrogar
por la Iglesia, para que se abran y crezcan a una apertura cada vez más
adecuada a la propuesta de Dios manifestada en Jesucristo. A su vez, la Iglesia
no debe envanecerse de sí misma, sino mostrarse abierta al Dios que se revela y
manifiesta en las Religiones, y aprender de ellas las facetas y dimensiones de la
experiencia religiosa que estén mejor tematizadas en esas Religiones que dentro
de la propia Iglesia, como el valor de la mística en la India, el desprendimiento
interior en el budismo, el culto a la palabra de Dios en el protestantismo, etc.
Sólo entonces será verdaderamente católica, es decir, universal, pues sabrá ver
y acatar la realidad de Dios y de Cristo fuera de su articulación y fuera de los
límites sociológicos de su propia realidad.

6. JESUCRISTO, "TODO EN TODAS LAS COSAS»

Si la estructura crística es un dato de la historia y una estructura


antropológica que debe realizarse en cada hombre para que éste se salve, y que
fue exhaustivamente concretada por Jesús de Nazaret, entonces podemos lanzar
una última pregunta: ¿Dónde tiene su origen? ¿Cuál es su último y trascendente
fundamento? Esta pregunta fue formulada por la teología tradicional en otros
términos: ¿Cuál es el motivo de la encarnación: la redención del pecado de los
hombres o la perfección y glorificación del cosmos? Durante siglos, tomistas
dominicos y escotistas franciscanos disputaron reñidamente. Los tomistas
respondían, citando frases de la Escritura y la fórmula del credo "por nuestra
salvación descendió de los cielos y fue concebido por el Espíritu Santo», que la
encarnación se debe al pecado del hombre. Los franciscanos respondían, con
textos tomados de las epístolas a los Efesios y Colosenses, que Cristo se habría
encarnado aun al margen del pecado, porque todo fue hecho para él y por él. Sin
Cristo faltaría algo a la creación, y el hombre jamás llegaría a su completa
hominización.

La afirmación de que la humanidad esperaba al Salvador debe entenderse


ontológicamente, y no cronológicamente. Es decir, el hombre ansía ser cada vez
más él mismo y realizarse por completo. Anhela, por tanto, su divinización. No
sólo antes de Cristo, sino también después de él. La dinámica misma de la
creación converge y llega en el hombre a una decisiva culminación. Lo que Cristo
realizó deberá realizarse también en sus hermanos.

De las reflexiones efectuadas hasta aquí, nos parece que nuestra posición
es clara. Cristo no es un ser aparte dentro de la historia de la humanidad, sino
que es su sentido y culminación. Es aquel ser que, por primera vez, llegó al
término del camino para darnos esperanza y certeza de que también estamos
destinados a ser lo que él fue y que, si vivimos lo que él vivió, llegaremos
también allí. La excelencia de Cristo no es una casualidad histórica ni un mero
suceso antropológico. Desde la eternidad fue predestinado por Dios para ser
quien amara a Dios en forma divina fuera de Dios y se convirtiera en el hombre
que realizase todas las capacidades contenidas en su naturaleza humana,
especialmente la de ser uno con Dios. Jesús, Verbo encarnado, está en una
relación única con el plan de Dios. Constituye un momento del propio misterio de
Dios. El plan divino, en cuanto podemos deducir de la propia revelación y de la
reflexión teológica, está orientado a la gloria de Dios que se realiza haciendo
participar de su vida, de su amor y de su propio misterio a toda la creación. La
gloria de Dios consiste también en la gloria de las criaturas. Toda la creación
está inserta en el propio misterio íntimo de Dios Trino. No es algo exterior a
Dios, sino uno de los momentos de su completa manifestación. Dios se comunica
totalmente y engendra al Hijo, y en el Hijo los infinitos semejantes al Hijo. El
Hijo, o el Verbo, es el Pensamiento eterno, infinito y consustancial de Dios
Padre. Toda la creación son los pensamientos de Dios que pueden ser creados y
realizados dando origen a la creación de la nada. En cuanto pensamientos de
Dios, son engendrados en el mismo acto de generación del Hijo y, porque son
producidos activamente por Dios en el Hijo, reflejan al Hijo y son su imagen y
semejanza. La más perfecta imagen y semejanza del Hijo eterno es la naturaleza
humana de Cristo. Ya en el seno de la Santísima Trinidad, todas las cosas llevan
en su ser íntimo marcas y signos del Hijo. Para que la naturaleza humana de
Cristo sea realmente la más perfecta imagen y semejanza del Hijo y pueda tener
y rendir gloria a Dios «fuera» de Dios, Dios decretó su unión con la persona
eterna del Hijo. Dios quiso que Jesús de Nazaret pudiera vivir con tal intensidad
y profundidad su humanidad que se hiciera uno con Dios y fuera
simultáneamente Dios y hombre. Si todas las cosas fueron creadas por Dios en
el Hijo y este Hijo se encarnó, entonces todo refleja al Hijo eterno encarnado.

La estructura crística posee un origen trinitario. Todas las cosas están


abiertas a un crecimiento indefinido, porque el ser de Dios es amor,
comunicación e infinita apertura. Y la comunicación total de Dios se llama Hijo o
Verbo. De ahí que todo en la creación posea la estructura del Hijo, porque todo
se comunica, está en relación hacia fuera y realiza su ser, autoentregándose. El
Hijo está siempre actuando en el mundo, desde el primer momento de la
creación: después actúa de forma más densa cuando se encarna en Jesús de
Nazaret y, por fin, amplía su acción a las dimensiones del cosmos por su
resurrección. Así, Cristo, como dice Pablo, «es todo en todas las cosas»
(/Col/03/11). La estructura crística que recorría toda la realidad asumió forma
concreta en Jesús de Nazaret porque él, desde toda la eternidad, fue pensado y
querido como el ser focal en que se daría por primera vez la total manifestación
de Dios dentro de la creación. Esta manifestación significa la acabada
interpenetración de Dios y del hombre, la unidad inconfundible e indivisible y la
meta de la creación, ahora inserta dentro del propio misterio trinitario. Jesucristo
se constituye así en paradigma y ejemplo de lo que acontecerá con todos los
hombres y con la totalidad de la creación. En él vemos el futuro realizado. La
historia y el proceso evolutivo cósmico pueden asumir un carácter ambiguo y
quizá dramático. En Jesucristo se nos revela que el fin será feliz y que ya está
garantizado por Dios en nuestro favor. Por eso, Jesucristo logra para toda la
realidad pasada, presente y futura un valor que interpreta, determina y elucida.
Por él es evidente que el cosmos, y particularmente el hombre, no podrán llegar
jamás a sí mismos y a la completa perfección si no son divinizados y asumidos
por Dios. Cristo es el penúltimo paso en ese inmenso proceso. En él se realizó
ejemplarmente lo que se hará con toda la realidad: conservando la alteridad de
cada ser, Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 15,28).

7. CONCLUSIÓN: LA ESPERANZA Y EL FUTURO DE CRISTO JESÚS


Mientras no se realice el «panteísmo cristiano» de "Dios todo en todas las
cosas» (1 Cor 15,28), Jesucristo seguirá siendo esperanza y poseyendo un
futuro. Sus hermanos y la patria humana (el cosmos) todavía no han sido
transfigurados como él. Están en camino, viviendo la ambigüedad con que se
manifiesta el reino de Dios en este mundo: en la flaqueza, en la ignominia, en el
sufrimiento y en las persecuciones. Jesús no es únicamente un individuo, sino
una persona. Y como persona convive, posee su cuerpo místico, con el cual es
solidario. Jesús resucitado, aunque realice en su vida el reino de Dios, espera
que lo que se concretó y comenzó con él llegue a un feliz término. Así como los
santos del cielo, según el libro del Apocalipsis (6,11), tienen que esperar «hasta
que se complete el número de sus compañeros y de sus hermanos», así también
espera Jesús por los suyos. Glorificado junto a Dios, «vive siempre para
interceder por los hombres» (Heb 7,25), por su salvación y por la transformación
del cosmos. Así, Jesús resucitado vive todavía una esperanza. Sigue esperando
el crecimiento de su reino entre los hombres, porque su reino no comienza a
existir más allá de la muerte, sino que se inicia en este mundo siempre que se
instaure la justicia, se vigorice el amor y se abra un horizonte nuevo para la
captación de la palabra y de la revelación de Dios dentro de la vida.

Jesús sigue esperando que la revolución que él inició, y que busca la


comprensión entre los hombres y Dios, el amor indiscriminado para con todos y
la continua apertura al futuro donde Dios viene con su reino definitivo, penetre
más y más en las estructuras del pensar, del actuar y del planificar humanos13.
Sigue esperando que el semblante del hombre futuro, velado en el hombre
presente, se manifieste cada vez más. Jesús continúa esperando que la
promissio (promesa) divina de un futuro feliz para el hombre y para el cosmos
se transforme en una missio (misión) humana de esperanza, alegría y vivencia,
entre los absurdos existenciales, del sentido radical de la vida.

Hasta tanto esto no irrumpa del todo, Jesús sigue esperando. Por eso existe
aún un futuro para el Resucitado. De hecho ya vino, pero para nosotros es el
que ha de venir. El futuro de Cristo no reside únicamente en su parusía y la total
apocalipsis (revelación) de su divina y humana realidad. El futuro de Cristo
realiza algo más, aún no plenamente concluido y terminado: la resurrección de
los muertos, sus hermanos, la reconciliación de todas las cosas consigo mismas
y con Dios y la transfiguración del cosmos. San Juan pudo decir: "Aún no se ha
manifestado lo que seremos» (1 Jn 3,2). Aún no se han oído las palabras: «el
mundo viejo ha pasado... Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21,4.5). Todo
eso es también futuro para Cristo. El futuro será el futuro de Jesucristo: lo que
ya aconteció con él acontecerá análogamente con sus hermanos y con las demás
realidades.

El fin del mundo no debe, por tanto, ser representado como una catástrofe
cósmica, sino como consumación y consecución del fin como meta y plenitud. Lo
que ya está fermentando dentro de la creación será totalmente realizado, lo que
está latente se convertirá en total evidencia y tendencia. Entonces aparecerá la
«patria y el hogar de la identidad» (E. Bloch) de todo con todo y con Dios, sin
caer en una identificación de homogeneidad. La situación de éxodo, que es
permanente en el proceso evolutivo, se convertirá en una situación de casa
paterna con Dios: "Ya no habrá noche; no tienen necesidad de luz de lámpara, ni
de luz del sol, porque el Señor Dios los ilumina y reinarán por los siglos de los
siglos» (Ap 22,5). Entonces se dará verdadera génesis14: estallará el hombre y
el mundo que Dios, realmente y de forma definitiva, quiso y amó. A través de
Jesucristo obtenemos esta esperanza y también esta certeza, porque «todas las
promesas hechas por Dios han tenido en él su sí y su amén» (cf. 2 Cor 1,20).

Puesto que estamos en camino, tenemos el rostro vuelto hacia el futuro,


hacia el Señor que viene, repitiendo las palabras de infinita nostalgia que rezaba
la Iglesia primitiva: «¡Venga tu gracia y pase este mundo! Amén. ¡Hosanna a la
casa de David! ¡Si alguien es santo, aproxímese! ¡Si alguien no lo es, haga,
penitencia! ¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús! ¡Amén!»

LEONARDO Boff JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 268-282

PASIÓN DE CRISTO Y SUFRIMIENTO HUMANO

III - ¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE?

1. Actitud de Jesús ante su muerte violenta

..............

b) Indicios de una toma de conciencia progresiva

..............

9. Las ultimas palabras de Jesús en la cruz tienen todas las características


de ser auténticas (Mc 15,34; Mt 27,46). Se nos han conservado en su forma
hebrea: lamma sabaktaní. Si nos atenemos a Lucas y Juan, nos daremos cuenta
de que estas palabras no encajaban bien con sus cristologías. La divinidad de
Jesús constituía un dato adquirido y, en Juan, era el tema que articulaba todo su
Evangelio. Por esto se comprende que Lc 23,46 las sustituya por otras, tomadas
también, como las de Mateo y Marcos, de un salmo (Lucas cita Sal 31,6; Mc y
Mt, Sal 22,2) : «Padre, en tus manos pongo mi espíritu».

Jn 16,32 puede interpretarse como un intento de evitar malentendidos


sobre el aparente abandono de Jesús en la cruz: «¿Ahora creéis? ¡Cuando se
acerca la hora, o cuando ya ha llegado, de que os disperséis cada uno por su
lado dejándome solo! Aunque yo no estoy solo, está conmigo el Padre».

Estas últimas palabras de Jesús deben tomarse muy en serio. Es cierto que
están tomadas del comienzo de un salmo (22,2) que refleja la profunda aflicción
del Justo doliente y, al mismo tiempo, el consuelo que encuentra junto a Dios,
hasta el punto de que termina con una bendición sobre todo el mundo; pero
nada nos indica que Jesús las pronunciara en el horizonte de ese salmo. El texto
habla del último y profundo grito de Jesús, que brota del infierno de
experimentar la ausencia divina. El Padre al que Jesús estaba unido por la
vivencia de su intimidad filial, el Padre cuya bondad infinita había él anunciado,
el Padre cuyo reino había proclamado y anticipado en su praxis liberadora, lo
abandona ahora. No lo decimos nosotros, sino el mismo Jesús. Sin embargo, él
no abandona al Padre. En el más abismal vacío del alma humana, sin poder
apoyarse en algún título personal como su fidelidad, la lucha sostenida por la
causa de Dios contra la situación de su tiempo o los peligros afrontados y el
humillante proceso difamatorio y la pena capital, no hay nada que Jesús pueda
presentar ante Dios. A pesar de que la tierra se hunde bajo sus pies, sigue
confiando en el Padre, y dice, tal vez sin entenderlo del todo y, por ello, gritando
(Mc 15,34; «con voz fuerte>: Lc 23,46) : «Dios mío, Dios mío ... ».

Nos encontramos ante la suprema tentación soportada por Jesús; podemos


formularla así: ¿Todo mi compromiso ha sido en vano? ¿No va a venir el reino?
¿Habrá sido todo una pura ilusión? ¿Carecerá de sentido último el drama
humano? ¿Es que no soy realmente el Mesías? Han caído por tierra las ideas que
Jesús, verdadero hombre, se había formado. Jesús se encuentra desnudo,
desarmado, absolutamente vacío ante el misterio. ¿Cómo se comporta? ¿Se ase
a una idea que le sirva de consuelo, garantía y seguridad última? No, Jesús se
entrega al Misterio verdaderamente sin nombre. El será su única esperanza y
seguridad. No se apoya en nada que no sea Dios. La absoluta esperanza y
confianza de Jesús sólo se entiende sobre el trasfondo de su absoluta
desesperación. Donde abundó la desesperación, pudo sobreabundar la
esperanza. Porque la esperanza fue infinita y sólo en el infinito tenía su apoyo,
infinita fue también la desesperación. La grandeza de Jesús, está en haber
podido soportar y vivir semejante tentación. Ninguna muerte tiene que ser
soledad absoluta. Lo es cuando está centrada en el propio yo. La muerte
constituye una ocasión para entregarse a alguien mayor. Una entrega total. Si
en Jesús se hubiera conservado algo, una última certeza, la seguridad de su
conciencia mesiánica, no podría haber sido absoluta la entrega. Habría tenido un
apoyo en sí mismo. Habría sido para sí mismo y ya no totalmente para Dios.
Porque se vació por completo, pudo ser colmado plenamente. Es lo que
llamamos resurrección.

A nuestro juicio, la cristología y el tema de la conciencia mesiánica de Jesús


y de su trayectoria concreta deben estudiarse a partir de Mc 12,34. Aquí se
decide si aceptamos o no, si tomamos en serio o no, el hecho radical de la
encarnación de Dios como humanización fundamental de Dios, como absoluto
vaciamiento divino, en la línea de Flp 2, incluso de los atributos divinos. En la
encarnación, Dios se hizo realmente otro. Por eso se puede afirmar
teológicamente que la verdadera y real humanidad de Jesús es la propia
divinidad presente y no sólo el instrumento de una divinidad que se sitúa a una
distancia inalcanzable y fuera de la historia. La palabra se hizo hombre y levantó
su tienda entre nosotros (Jn 1,14), en las sombras mortales de nuestra vida.

2. Cómo imaginó Jesús su propio fin

Esta cuestión suele formularse así: ¿cómo interpretó Jesús su muerte?


Como hemos visto, ninguno de los textos comentados goza de suficiente
autenticidad jesuánica como para introducirnos en la conciencia y ciencia previa
de Jesús acerca de su próxima muerte. Creemos que sólo en lo alto de la cruz
advirtió Jesús que su fin era realmente inminente y que podía morir. Entonces,
dando un gran grito, manifiesta su profundo desamparo, su decepción -si se nos
permite hablar así- y se entrega a Dios. El texto de Lc 23,46: «Padre, en tus
manos pongo mi espíritu», expresa perfectamente la última disposición interior
de Jesús de absoluta entrega, sin ninguna otra consideración. ¿Qué esperaba,
pues, Jesús? Para elaborar una imagen (con la vaguedad e imprecisión de toda
imagen) debemos tener en cuenta los siguientes puntos:

1. Jesús predicó el reino de Dios y no se predicó él mismo. El reino


constituye la palabra-esperanza, la realidad del mundo y del hombre, pecadora y
caduca, transfigurada, reconciliada y sanada en su misma raíz por la venida de
Dios. El reino no es el otro mundo, sino este mundo, pero ya bajo el pleno
señorío de Dios, donde Yahvé se hace presente eliminando todo lo que es
adverso, maligno, mortal, antidivino y antihumano. Esta esperanza, que arranca
del fondo utópico más profundo del corazón y de la historia, constituye el
objetivo de la predicación de Jesús.

2. El reino está próximo (Mc 1,15; Mt 3,17), ya «en medio de vosotros» (Lc
17,21). Tal es la segunda novedad de Jesús. No se limita a anunciar una utopía:
proclama que lo utópico se está haciendo tópico. Hay alguien que es más fuerte
que el fuerte y que ha decidido intervenir y poner fin al carácter siniestro y
rebelde del mundo (cf. Mc 3,27). La tónica de la predicación de Jesús, sus duras
exigencias y la llamada a la conversión se sitúan en el horizonte de la próxima
irrupción del reino, que ya está actuando en el mundo y que pronto se
manifestará totalmente.

3. Jesús se considera no sólo mensajero de la buena nueva (Mc 1,15), sino


también portador y realizador de la misma: «Si yo echo los demonios con el
dedo de Dios, señal que el reinado de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20),
dice Jesús en un logion que figura entre los más auténticos de los evangelios. Se
siente tan identificado con el reino, que la pertenencia al mismo exige adherirse
a su persona (Lc 12,8-9). La naturaleza concreta del reino se revela en la praxis
de Jesús como preexistencia -o vida en favor de los demás- libre y liberadora
que desencadena un proceso de liberación y provoca un conflicto con la cerrazón
social y personal de los protagonistas de la historia de su tiempo.

4. El Jesús histórico se movió en la misma atmósfera cultural que sus


contemporáneos. Adoptó uno de los sistemas vigentes en su época, el de la
apocalíptica, con su código y sus claves que llevaba consigo, especialmente la
del reino de Dios y la inminente intervención divina. Muchos textos
indiscutiblemente jesuánicos son tributarios de la mentalidad apocalíptica del
tiempo (cf. Lc 22,29-30; Mt 19,28; Mc 13,30; 10,23).

En este contexto, queremos citar dos pasajes de capital importancia para


mostrar la conciencia de Jesús. Los dos están enmarcados en el relato de la
última cena que el Señor celebró entre nosotros: Mc 14,25: «Os aseguro que ya
no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba, pero nuevo,
en el reino de Dios».

El otro es de Lucas, y se encuentra también en un contexto eucarístico (Lc


22,15.19-29): «¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta Pascua antes de mi
Pasión! Porque os digo que nunca más la comeré hasta que tenga su
cumplimiento el reinado de Dios.... y cogiendo una copa dio gracias y dijo:
Tomad, repartidla entre vosotros; porque os digo que desde ahora no beberé
más del fruto de la vid hasta que llegue el reinado de Dios... Yo os confiero la
realeza como mi Padre me la confirió a mí. Cuando yo sea rey comeréis y
beberéis a mi mesa, y os sentaréis en tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel».

Ya hemos dicho que la última cena tiene un marcado sentido escatológico.


Simboliza y anticipa la gran cena de Dios en el nuevo orden de cosas (el reino).
Como veremos más adelante, el pan y el vino no simbolizan en aquel momento
el cuerpo y la sangre de Cristo que serían sacrificados (esto lo descubrirá la
comunidad primitiva una vez que haya vivido la muerte y resurrección de Jesús),
sino simplemente la cena. En la cena judía, el pan y el vino representaban el
banquete celestial. Por eso Jesús dice: "Yo os entrego el reino (cena celestial) ...
para que comáis y bebáis». El pan y el vino simbolizaban la cena en el reino.

Estos textos de Marcos y de Lucas no tienen ninguna conexión orgánica con


la vida de la Iglesia, sino sólo con Jesús. Y es sorprendente que se nos hayan
conservado sin ninguna interpretación teológica de la comunidad primitiva. Todo
ello permite concluir, con bastante seguridad, que la mentalidad escatológica de
Jesús tiene un fondo histórico que los primeros teólogos cristianos respetan en
parte.

Mediante el código apocalíptico se tradujo, con bastante éxito, lo utópico y


la dimensión totalizadora y universal de la liberación. Lo que realmente importa
es esa liberación, no los instrumentos lingüísticos, imaginativos y culturales en
que se transmitió. Por tanto, según estos textos, Jesús vivió la efervescencia de
la inminente irrupción del reino. Luego fue advirtiendo que lo que llegaba no era
el reino, sino su muerte. Tal fue el motivo de su grito en la cruz y la razón de su
total entrega a Dios. Vio cómo se desmoronaban todas sus ideas sobre el reino y
su propia actuación en función del mismo. Sin embargo, fue más fuerte que las
ideas. No sucumbió con ellas, sino que se mantuvo fiel a Dios. 5. En el sistema
apocalíptico había un tema muy importante : el de la gran tentación. De ella nos
hablan los pasajes apocalípticos del NT y del Apocalipsis de Juan. Según este
tema, al final,de los tiempos, cuando el reino está ya para irrumpir, tiene lugar
la última confrontación entre el Mesías y sus enemigos. La gran tentación es
obra del mismo demonio. Hay que armarse contra ella para no sucumbir, pues,
si Dios no lo impide, hasta los buenos pueden caer. El Mesías es perseguido y se
ve en una situación apurada. Pero, en el instante crucial, Dios interviene, lo
libera e inaugura el reino.

K. G. Kuhn ha mostrado que esta concepción constituye el telón de fondo


de la tentación de Jesús en Getsemaní. Sería erróneo interpretar la tentación
como una duda interior o una incertidumbre de Jesús ante su fin: nos hallamos
más bien ante la toma de conciencia de que va a comenzar inmediatamente la
gran tentación, con sus amenazas y peligros de caer. En el padrenuestro, la
expresión «no nos dejes caer en tentación» debe entenderse también en este
sentido apocalíptico: «no nos dejes caer» al final de los tiempos, cuando se
juegue la última baza y se decida todo.

En este contexto encajan perfectamente unas palabras del mismo Jesús:


"Tengo que ser sumergido en las aguas y no veo la hora de que esto se cumpla»
(LC 12,50). El contexto es la pregunta de Jesús a Santiago y Juan: «¿Podéis
beber el cáliz que yo beberé?» (Mt 20,22; MC 10,38). Una vez más nos
encontramos en el horizonte de la gran tentación. Pero lo importante para Jesús
era permanecer fiel al Padre. «No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres
tú» (MC 14,36 par.).

¿Esperaba Jesús la muerte? Por las maquinaciones de los judíos y los


conflictos que se urdían contra él, debió de colegir la posibilidad de un desenlace
fatal. Pero parece que esto no le creó un problema grave. Siguió predicando con
la misma autoridad y con las mismas invectivas, como si no pasase nada. Sabía
que estaba en las manos del Padre, al que se sentía siempre íntimamente unido
y cuya voluntad procuraba cumplir constantemente. El Padre lo salvaría de todos
los peligros. Mientras tanto, tenía delante la gran tentación, terrible y espantosa,
ante la que muchos iban a desfallecer y en la que el Mesías debía pasar por
pruebas tremendas. Por eso teme y suplica al Padre. Pero cuando se encuentra
ya colgado en la cruz sabe que se acerca la muerte. Abandona la idea de la gran
tentación. Cae en la cuenta de que el Padre quiere su muerte. El postrer grito
revela su última gran crisis. Pero la frase de Lucas: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), y la de Juan (Jn 19,30) : «Todo está
consumado», muestran que Jesús se entrega al Padre no con resignación, sino
con libertad.

3. Intento de reconstrucción de la trayectoria del Jesús histórico

Los textos neotestamentarios, como hemos visto en las reflexiones


anteriores, nos han llegado tan interpretados teológicamente que ya no es
posible reconstruir a través de ellos el camino histórico de Jesús. El Jesús
histórico sólo nos es accesible a través del Cristo de nuestra fe. En otras
palabras: entre el Jesús de la historia y nosotros se interponen las
interpretaciones interesadas de los primeros cristianos. Esta situación es objetiva
y, en conjunto, insuperable. La fe no necesita apoyarse en la construcción de un
sistema histórico. Le basta saber que las interpretaciones de las que es heredera
se apoyan en una base histórica: Jesús vivió, predicó, significó la presencia
escatológica de Dios entre los hombres, levantó protestas, fue procesado y
ejecutado, y los apóstoles dieron testimonio de que lo habían visto resucitado a
la vida divina y eterna. Los detalles históricos de las etapas de este camino
tienen su importancia para la fe, pero no son decisivos. La comunidad de fe se
interesa por esos detalles y los estudia críticamente, pero no condiciona su plena
adhesión a Cristo a la opinión de los historiadores ni a las últimas hipótesis
teológicas de los pensadores cristianos. Esto no quiere decir que tales hipótesis
sean indiferentes. De ordinario, son ellas las que alimentan la fe concreta, la
actualizan y la hacen viva en el mundo.

Pero la fe no depende de ellas en su constitución, sino sólo en su


despliegue, en la forma de dar razón de su esperanza y de tomar conciencia de
las estructuras racionales de su adhesión libre. Por consiguiente, todos los
intentos de reconstruir la trayectoria histórica de Jesús tienen un valor precario,
hipotético y transitorio.

Lo mismo ocurre con la nuestra. Cada generación hará este intento de


acuerdo con su situación existencial y en consonancia con la interpretación de
los textos del NT. Toda fe vive concretamente de tales representaciones. El
problema no está en hacerlas o no: las hacemos siempre. Lo importante es
cómo las hacemos. Ese cómo refleja nuestro modo de vivir, nuestros anhelos y
nuestra situación en la sociedad y en el mundo. Por eso hay tantas
interpretaciones del itinerario de Jesús como maneras de plasmar en la historia
la fe cristiana. Pero ninguna puede ni debe hurtarse de la confrontación con los
textos del Nuevo Testamento; todas deben someterse a ellos y aceptarlos como
instancia crítica de nuestras interpretaciones y nuestras vidas.

Ninguna interpretación que esquive esta tarea crítica podrá aspirar a un


reconocimiento comunitario y eclesial. Sin olvidar las limitaciones indicadas,
vamos a describir rápidamente lo que a nuestro juicio fue el itinerario histórico
de Jesús de Nazaret.

1. Jesús es originario de Nazaret, en Galilea. Su familia pertenece a los


piadosos de Israel, observantes de la ley y de las sagradas tradiciones. Gracias a
ella, Jesús se inicia en la gran experiencia de Dios. El hecho de que Jesús llegara
a ser lo que fue y lo que nos es dado conocer no se debe sólo al designio del
Misterio, sino también a su familia. Dios no hace superfluas las mediaciones,
sino que las utiliza para grandeza de la misma historia. Las familias religiosas
judías daban gran importancia a la lectura y meditación de los libros sagrados.
Tal lectura no era solamente un ejercicio piadoso, sino una verdadera escuela de
vida. Enseñaba a interpretar la vida y la historia a la luz de Dios. Con ayuda de
la palabra de Dios se intentaba comprender no sólo el pasado, sino también el
presente.

2. Debemos suponer (no tenemos documentos históricos para ello, pero la


historia no está solamente hecha de textos literarios, sino que el ritmo de la vida
constituye la fuente principal del conocimiento histórico) que en tal ambiente
aprendió Jesús a interpretar teológicamente los signos de su época. Era un
tiempo de opresión política y religiosa. Hacía siglos que los extranjeros
dominaban su tierra, circunstancia que contrastaba con las promesas divinas de
la soberanía de Israel y del reino absoluto de Yahvé. El pueblo vivía sojuzgado
por una interpretación mezquina de la ley y de la voluntad de Dios. La soberanía
de Jesús frente a la ley y las tradiciones no cayó como un rayo del cielo:
respondía a toda una forma de ser que Jesús había comenzado a adquirir en el
seno de su familia y gracias a la educación que había recibido en ella. Una
profunda experiencia de Dios (al que llama Abba: papá), íntima, cálida,
espontánea, sin inquietudes, llena la vida del joven Jesús de Nazaret.

3. El ambiente cultural de su tiempo, exacerbado por la presencia de tantas


contradicciones internas, políticas y religiosas, estaba determinado por la
apocalíptica. Esta tenía como telón de fondo la experiencia de la decadencia,
maldad y rebeldía del mundo presente, dominado por las fuerzas diabólicas
hostiles a Dios. Los romanos, la paganización, el legalismo y los compromisos de
los herodianos son simples actores y escenas de un drama cuyo verdadero
agente es el Maligno. Pero Dios ha resuelto intervenir y poner fin a todo esto. El
Hijo del hombre va a venir sobre las nubes. Traerá el juicio de Dios, exaltará a
los justos, castigará a los malos e inaugurará el nuevo orden de cosas. Este
nuevo orden recibe un nombre que encierra una esperanza infinita y una
auténtica expectación para todo el pueblo (Lc 3,15): reino de Dios. Hay que
prepararse para su llegada. Es urgente convertirse para el juicio y para la
salvación. Como hombre de su tiempo, Jesús comparte estas esperanzas
fundamentales.

Hermenéuticamente, la apocalíptica constituye un sistema que articula lo


utópico del hombre. Su atrevido código, especialmente los signos del fin y su
escenificacíón, está al servicio de una gran esperanza y alegría: el Señor vendrá
y vencerá. Traduce el incontenible optimismo, núcleo de toda religión, pues ésta
genera siempre esperanza de salvación y reconciliación.

4. En su edad adulta, Jesús de Nazaret se sintió interpelado por la


predicación de Juan, centrada en el juicio inminente de Dios y en la urgencia de
la conversión como preparación para él. No podemos afirmar que Jesús fuera
discípulo de Juan; pero tampoco hay razones para negarlo. Es probable que Juan
tuviera un círculo de discípulos que le seguían y colaboraban con él en el
bautismo de penitencia (Mc 2,18; Mt 11,1-2; Jn 1,35; 3,22). Según el Evangelio
de Juan, también Jesús llegó a bautizar (3, 22-36; cf 4,1-2), pero no sabemos si
independientemente de Juan Bautista o como colaborador suyo. Lo que sí es
seguro es que discípulos de Jesús lo habían sido antes de Juan (Jn 1,35-51).
También es seguro que Jesús aceptó y apoyó el mensaje central del Bautista:
hay que hacer penitencia. Esto supone dos cosas: que Israel entero y todos los
hombres son culpables ante Dios sirve para recibir el don salvífico de Dios, pues
él viene. Jesús considera el mensaje de Juan como «venido del cielo" (Lc 20, 4).

5. Con ocasión de su bautismo por Juan (el relato actual teología y contiene
retroproyecciones de la gloria del Resucitado), Jesús tuvo una experiencia
profética definitiva. Vio claro que la historia de la salvación estaba vinculada a él.
Con él se decidirá todo. A partir de entonces sigue su propio camino, que ya no
vuelve a coincidir con el de Juan. El Bautista predica el juicio; Jesús, el evangelio
de la salvación y la alegría. El primero es un asceta rígido; al segundo, en
cambio, se le acusa de comilón y de bebedor y de andar con malas compañías,
como publicanos y pecadores. La parábola del niño que toca la flauta en la plaza
quiere concretar la diferencia entre Jesús y Juan, señalando que cada uno de
ellos actúa de acuerdo con su mensaje central de juicio riguroso de Dios (Juan) o
buena nueva de salvación (Jesús) (Mt 11,16-19; Lc 7,31.35).

6. El gozoso mensaje de Jesús puede resumiese así: a) el reino ansiado por


todos está cerca; b) hay que acogerlo mediante la fe en esa buena nueva y
mediante la conversión; c) porque su irrupción es inminente; d) y viene para la
salvación de los hombres, especialmente de los pecadores; e) porque Dios es
Padre de infinita bondad y ama indistintamente a todos, incluso a los malos e
ingratos, con predilección por los pobres, los débiles, los pequeños y los
pecadores; i) todo está condicionado a la adhesión a Jesús, que es quien
anuncia, realiza y anticipa el reino, el perdón y la salvación.

7. Jesús transmite ese mensaje de liberación con su palabra libre y sus


acciones liberadoras. Parábolas basadas en la vida diaria y máximas sapienciales
y fácilmente inteligibles caracterizan el modo de comunicación de Jesús. Sin
embargo, la principal forma de anunciar qué significa el reino inminente es la
praxis de Jesús. Jesús libera mediante actos simbólicos y milagrosos. El sentido
último de tales actos no es tanto revelar el poder divino de Jesús cuanto
concretar qué es, en la dura realidad de la historia y de la vida oprimida, el reino
de Dios en acción. Libera sobre todo relativizando y desmitificando las leyes y las
tradiciones, que se han anquilosado, impiden que la vida sea humana e
incapacitan al pueblo para escuchar la palabra viva de Dios. El impulso de su
praxis no se dirige a algunos aspectos de la vida, como el culto o la piedad ritual
y devocional, sino a la totalidad de la existencia, entendida como servicio a los
otros en el amor. Estar siempre en presencia de Dios y no sólo cuando se ora o
se hacen sacrificios: tal es la exigencia fundamental de Jesús. Con el mismo
espíritu con que amamos a Dios debemos amar también a los otros. Esto no es
moralizar la existencia, sino originar un nuevo tipo de vida. Es un problema de
ontología y no de moral. La moral es consecuencia o reflejo de la ontología.

8. El mensaje y la praxis de Jesús («Todo lo hizo bien»: Mc 7,37) tienen


como soporte su profunda experiencia de Dios. El Dios de Jesús no es el de la
Torá, inflexible y distante, sino el Dios Padre de infinita bondad, siervo de toda
criatura humana lleno de benevolencia amorosa para todos, especialmente para
los ingratos y los malos (Lc 6,35b). Ante este Dios, Jesús se sitúa como criatura;
por eso le dirige oraciones y súplicas. Pero también se siente íntimamente unido
a él, hasta el punto de considerarse y llamarse Hijo. Es consciente de que Dios
actúa a través de él. Su reinado se manifiesta en su acción y en su vida. Comer
con los pecadores, acercarse a los impuros y marginados no es simple
humanitarismo, sino la manera de concretar el amor de Dios y su perdón
ilimitado a todos los que vivían con mala conciencia y se consideraban perdidos.
Frecuentando su compañía, Jesús les da la certeza de que Dios está con ellos,
los acoge y perdona. Este amor de Dios que vive Jesús permite comprender la
paradoja de su existencia: de un lado, liberal frente a la ley, las tradiciones y los
hábitos sociales y religiosos de la época; de otro, extremista y radical en lo
ético, como aparece en el Sermón de la Montaña. Esta paradoja se esclarece a la
luz de la experiencia del Dios de amor y bondad. Al amor no se le pueden poner
límites. Sería destruirlo. Es exigente: debe amar todo y a todos. Por este amor
acepta Jesús entrar en conflicto con la ley y las tradiciones, que lo obstaculizan o
lo amordazan. El no está contra nada, ni contra la ley ni contra la piedad farisea.
Su oposición nace de un proyecto nuevo sobre la existencia, entendida a la luz
de una nueva experiencia de Dios. A partir de esa experiencia somete todo lo
demás a una crítica que purifica y acrisola.

9. El reino no viene por arte de magia. Es propuesta y exige una respuesta


libre por parte del hombre. Por eso, el reino es histórico y se estructura de forma
personal, aunque no se reduzca a la esfera personal. Dios no fuerza el reino,
pues es un Dios no de violencia, sino de amor y libertad. De ahí que Jesús
predique la urgencia de la conversión con el mismo énfasis con que anuncia la
buena nueva del reino. Las dos magnitudes son inseparables. La conversión, por
su parte, no es sólo condición necesaria para el reino, sino que es ya el propio
reino realizándose en la vida de las personas.

10. La predicación de Jesús causó impacto y convocó a las masas por su


novedad y alegría. Sin embargo, por exigir un cambio de manera de pensar y
vivir, terminó por provocar en el pueblo y en sus seguidores una profunda crisis
que lentamente se fue convirtiendo en fracaso. Lo advierte el propio Jesús
cuando dice: «¡Dichoso el que no se escandalice de mí!» (Lc 7,18-23; Mt 11,6).
Poco a poco se van apartando las masas; después lo harán los discípulos; por
último, hasta los apóstoles están a punto de abandonarlo (cf. Jn 6,67). Al final
se produce la llamada crisis de Galilea (Mc 9,27ss; Lc 9,37). Jesús se da cuenta
de que están tratando seriamente de quitarle la vida. Lc 9,51 dice que Jesús
«endureció el rostro», es decir, tomó la firme resolución de ir a Jerusalén.
«Jesús les llevaba la delantera; los discípulos no salían de su asombro, y los que
le seguían iban con miedo", comenta Mc 10,32. Allí, en Jerusalén, en el templo,
era donde debía irrumpir el reino según creía una corriente apocalíptica.

11. Jesús asume y asimila la crisis y la progresiva soledad. Es objeto de


graves acusaciones: lo acusan de falso profeta (Mt 27,62-64; Jn 7,12), de loco
(Mc 3,24), de impostor (Mt 27,63), de subversivo (Lc 23,2.14), de poseso (Mc
3,22; Jn 7,20), de hereje (jn 8,48) y de cosas parecidas. Jesús se consuela
pensando que «sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa, desprecian a
un profeta> (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44). Es de suponer que estas crisis
llevarán a Jesús a modificar la idea que tenía de sí mismo. No se quedó
impasible considerando con altivez los hechos históricos. Al principio se
consideraba el heraldo y el profeta escatológico de Dios: anunciaba la salvación
y predicaba la conversión. Al encontrar resistencia y darse cuenta de que
estaban tramando contra él un final dramático, no modificó su comportamiento
fundamental. Continuó predicando con el mismo coraje y confiando en la
capacidad humana de adhesión y conversión. Pero comenzó a considerarse como
el Justo doliente, cuyas características habían sido trazadas por la teología del
Antiguo Testamento y de la apocalíptica. El Justo, fiel a Dios y a la ley, es
perseguido, humillado y puede ser condenado a muerte; pero Dios lo exaltará.
Esta figura del Justo y Profeta doliente armoniza perfectamente con la atmósfera
apocalíptico en que se mueve Jesús.

La muerte del Justo como expiación por los pecados de los otros era un
tema de la teología rabínica y no de la apocalíptica. Según los rabinos, el mártir
no tenía que ser necesariamente justo (2 Ad 7,32), pues, aun no siéndolo, podía
expiar por los pecados de los otros (4 Ad 6,28; 17,22). Incluso un criminal
condenado a muerte podía expiar aceptando libremente la muerte. No parece
que Jesús se considerara Siervo doliente (contra las tesis de 0. Cullmann y J.
Jeremías). Según F. Hahn y, sobre todo, W. Popkes, Jesús se habría entregado,
pero sin hacer referencia expresa al himno del Siervo de Is 53 y sin tener
conciencia explícita de ser el Siervo doliente.

Es muy probable que el Jesús histórico se considerara el Profeta y el Justo


doliente (L. Ruppert). Pero esa conciencia se fue articulando progresivamente a
lo largo de su vida, a medida que fue descubriendo la oposición e interpretando
y asimilando esa situación.

12. Como tónica general, los evangelios dejan muy claro que Jesús se
orientaba en todo a partir de Dios y no a partir de las circunstancias. Su vida era
una acción originaria y no una reacción ante las posturas de los que estaban a
su alrededor. Estaba dispuesto a hacer siempre la voluntad del Padre, al que se
sentía unido. Pero esa voluntad de Dios no era una especie de película que
estuviera grabada en la mente de Jesús, reflejara todo y permitiera conocerla de
antemano. Si Jesús hubiera tenido conciencia previa de todo, su predicación, su
insistencia en la conversión y todo su compromiso habrían sido un «como si»,
una simple ficción. Su misma muerte no habría sido sino teatro. Jesús era viator,
como todos los hombres. Pero, como profeta escatológico y justo, tenía una
inaudita sensibilidad para lo divino y para la voluntad concreta de Dios. Sin
embargo, no la conocía a priorI. La buscaba con fidelidad y plena pureza interior.
Se encontraba con ella a cada paso en su vida de profeta ambulante, en la
convivencia con los suyos, en las disputas con los fariseos, en los encuentros con
la gente, en la oración y en la meditación, donde descubría a Dios tanto en los
lirios del campo como en la lectura de la Palabra. Jesús no podía saber a priori
cuál era la voluntad de Dios en cada momento. Lo descubría asumiendo la
historia, con todo lo que tiene de imprevisible, fortuito y casual. La intensidad de
la búsqueda y la íntima unión con Dios le permitían siempre captar la voluntad
divina, tanto en la alegría de los apóstoles al volver de su primera predicación
(Mc 6,30-31; Mt 14,22) como al huir de los que le querían prender y matar (Lc
4,30; Jn 8,59; 10,39) o incluso en lo alto de la cruz, ante la muerte inminente.
No le debió de resultar fácil aceptar la voluntad de Dios, que probablemente
echó por tierra sus ideas sobre el reino (Lc 22,15-29; Mc 14,25), como se refleja
en la tentación de Getsemaní. Pero lo importante era escuchar y obedecer
plenamente, hasta la muerte, la voluntad divina. Así como toda su existencia era
una pro-existencia, un ser para los demás, así también los sufrimientos que
soportó deben considerarse asumidos delante de Dios como exigencia de la
causa que representaba y por fidelidad a todos los hombres en función de los
cuales era profeta.

13. Al fracasar en Galilea, donde había vivido y actuado, Jesús se dirige a


Jerusalén. Allí espera la irrupción completa y la victoria de su causa. Entra con
los suyos en la ciudad y se dirige al templo: allí debe manifestarse el reino. Mc
11,11 dice que «entró en Jerusalén y, cuando llegó al templo, miró todo
detenidamente a su alrededor. Como era ya tarde, salió con los Doce para
Betania». Creemos que éste es un texto decisivo. Supone un corte en el
contexto general y constituye un grave problema exegético. Sin embargo,
resulta inteligible si lo consideramos a la luz de la conciencia que Jesús tiene de
ser el Profeta y el Justo de Nazaret. Entra en el templo, mira detenidamente
todo lo que le rodea. El reino puede irrumpir en cualquier instante, por cualquier
rincón. Pero no sucede nada... Jesús sale y se dirige a Betania, donde están sus
amigos Lázaro, Marta y María.

Al día siguiente regresa. Los evangelios narran la purificación del templo.


¿Qué significado puede tener? ¿Sólo el espíritu riguroso de Jesús? Creemos que
el hecho se sitúa en su perspectiva de la inminente venida del reino. El reino no
se inaugura en el templo, porque el santuario está impuro y es indigno de Dios.
Hay que purificarlo. Así se dará la condición necesaria para que Dios se
manifieste en su gloria a todos e inaugure su señorío sobre todas las cosas. En
la versión de Marcos, el relato de la purificación, concluye casi con las mismas
palabras del texto anterior. "Y cuando atardeció salieron fuera de la ciudad» (Mc
11,19).

Una vez más ha caído por tierra una convicción de Jesús. Este proceso
interior de destrucción y reconstrucción, de muerte y de resurrección, constituye
la trama permanente de la vida humana. También de la de Jesús. El hombre vive
interpretando e interpreta viviendo. Se va creando una imagen del mundo.
Librarse de ella continuamente para abrirse a Dios y a su novedad diaria
constituye la tarea de la fe. Jesús era, por excelencia, un hombre de fe y de
esperanza. Si la fe no consiste sólo en una adhesión a las verdades y a los
hechos salvíficos, sino que significa fundamentalmente un modo de vivir
entregándose siempre a Dios y viviendo de él, entonces Jesús fue el creyente
por excelencia. En este sentido, dice la carta a los Hebreos (12,2) que Jesús es
archegós y teleiotés de la fe (el que comienza, termina y hace perfecta la fe). En
otras palabras: Jesús creyó de tal manera y de forma tan perfecta que se
constituyó en el principio que nutre toda fe. Y ello porque creyó como lo hicieron
los grandes modelos del Antiguo Testamento, cuya apología se hace en el largo
e incomparable capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Por eso se le llama pistós
(Heb 3,2, el que tiene fe; cf. Heb 2,13; 2,17; 5,8, donde se habla de la
obediencia que él aprendió 'y que es sinónimo de fe). La fe inspiró
constantemente la vida de Jesús. A su luz descubrió en los acontecimientos de
su vida la voluntad concreta de Dios y trató de cumplirla.

14. En Getsemaní vivió los preludios de la gran tentación, la escatológica.


Vio claramente que se acercaba el gran momento en el que se iba a decidir todo,
y lo temió. «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mc 14,34). «Voy a orar» (Mc
14,32). Pide que se aparte «aquella hora" (Mc 14,35). «¡Abba! ¡Padre!»: todo es
posible para ti. Aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo
que quieres tú (Mc 14,36). Aquí reaparecen las expresiones técnicas «aquella
hora» y el «cáliz». Jesús sale fortalecido de la tentación. Se entrega
confiadamente al designio secreto de Dios. Confía en que Dios lo librará por mal
que se presente la situación.

15. Todo el relato de la pasión se halla bajo el signo de la entrega: Judas lo


entrega al sanedrín (Mc 14,10.42) ; el sanedrín, a Pilato (Mc 15,1.10) ; Pilato, a
los soldados (Mc 15,15) ; éstos, a la cruz (Mc 15,25) ; por último, el mismo Dios
lo entrega a su propia suerte, dejándolo morir con un grito de abandono en los
labios (Mc 14,34). Jesús se mantiene sereno y dueño de sí mismo durante el
proceso, como destacan los evangelistas. No es estoicismo, sino confianza en la
entrega absoluta a Dios. Sigue el camino del Misterio, sea cual fuere.

16. ¿Qué sentido dio Jesús a su propia muerte? El mismo que dio a su vida.
Entendió la vida no como un bien que se nos da para que lo vivamos y
disfrutemos, sino como un servicio a los otros. La diaconía constituye un rasgo
característico de Jesús. Marcos lo resume perfectamente: «Todo lo hizo bien,
hizo oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Por eso escribe
acertadamente un teólogo moderno: «La investigación neotestamentaria actual
puede decir con toda probabilidad que Jesús no interpretó su muerte como
sacrificio expiatorio, ni como expiación, ni como rescate. Su propósito no era
redimir a los hombres precisamente mediante su muerte. En la mente de Jesús,
la redención de los hombres dependía de la aceptación de su Dios y del modo de
vivir para los otros de acuerdo con lo que él predicaba y vivía. Para Jesús, la
salvación y la redención no dependían de su futura muerte, sino de que cada
cual se dejase penetrar por el Dios, bueno para todos, que él revelaba. Eso debía
llevar a los hombres a un comportamiento justo con el prójimo y hacerlos libres
y liberados. En una palabra: la redención vendría mediante el amor que se
traduce en obras y que nace de una fe confiada en Dios (Gál 5,4) » 6.

La redención, pues, no depende de un punto matemático de la vida de


Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es redentora. Su muerte lo es en la
medida en que forma parte de su vida. Jesús aceptó su muerte lo mismo que
aceptó todas las cosas venidas de Dios. La muerte posee sin duda un sentido
antropológico cualitativo eminente porque significa la culminación de la vida; por
eso debemos decir que representó para Jesús el culmen de su proexistencia, de
su ser para los otros. Con toda intensidad y libertad, Jesús vivió la muerte como
entrega a Dios y a los hombres, a los que amó hasta el fin (cf. Jn 17,1). En este
sentido preciso, la muerte significa la culminación del servicio de Jesús, como lo
fue toda su vida. Y tiene tal plenitud humana que posee un valor en sí misma.
Pero ese valor no agota el valor y la intención salvífica de Jesús.

4. El significado trascendente de la muerte de Jesús

Si los motivos que llevaron a Jesús al proceso y a la muerte fueron triviales,


motivos de seguridad, de egoísmo y de anquilosamiento de un sistema, su
muerte, en cambio, no fue nada trivial. Refleja toda la grandeza de Jesús, que
hace de su propia opresión un camino de liberación. A partir de un cierto
momento (la crisis de Galilea), Jesús cuenta con una conspiración contra su
vida. Se entera de la muerte de Juan Bautista (Mc 6,14-29).

Conoce muy bien el destino reservado a todos los profetas (Mt 23,37; Lc
13, 33-34; Hch 2,23) y cree que se halla en esa misma línea. Por eso va
ingenuamente a la muerte. Lo cual no significa que la busque y la quiera. Los
evangelios atestiguan que se escondía (cf. Jn 11, 57; 12,36; 18,2; Lc 21,37) y
evitaba a los fariseos, que lo asediaban constantemente (Mc 7,24; 8,13; cf. Mt
12,15; 14,13). Pero, como todo hombre justo, estaba dispuesto a sacrificar su
vida, si era necesario, para dar testimonio de su verdad (cf. Jn 18,37), aunque,
dada su mentalidad apocalíptica, esperaba ser liberado por Dios. Jesús buscaba
la conversión de los judíos. Ni siquiera cuando se sintió solo y aislado cayó en la
resignación y pactó con la situación para sobrevivir. Fue fiel a su verdad hasta el
fin, aunque esto implicase el mayor peligro. Peligro que abraza y acepta
libremente, no como una fatalidad histórica, sino con una libertad que pone en
riesgo la propia vida para dar testimonio de su mensaje. «Nadie me quita la
vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). La muerte no es castigo, sino
testimonio; no es fatalidad, sino libertad. No teme la muerte ni actúa por temor
a ella. Vive y actúa a pesar de la muerte, aunque ésta se le vaya a exigir,
porque la fuerza y la inspiración de su vida y de su actuación no están en el
miedo a la muerte, sino en el compromiso con la voluntad del Padre, descubierta
en los hechos concretos de la vida, y con su mensaje de liberación para los
hermanos.

El profeta y el justo, como Jesús, muriendo por la justicia y la verdad,


denuncian el mal de este mundo y ponen en jaque los sistemas cerrados que
pretenden monopolizar la verdad y el bien. Este cerrarse y querer tener el
monopolio constituyen el pecado del mundo. Cristo murió por causa de este
pecado trivial y estructural. Su reacción se salió del esquema de sus enemigos.

Víctima de la opresión y la violencia, no empleó la violencia y la opresión


para imponerse. «El odio puede matar, pero no puede definir el sentido que da a
su muerte el que muere» 7. Cristo definió este sentido en términos de amor,
donación, sacrificio libre por sus verdugos y por todos los hombres. El profeta de
Nazaret que muere es a la vez el Hijo de Dios, cosa que la fe sólo vio con
claridad después de la resurrección. Siendo Hijo de Dios, no hizo uso de su
poder divino, capaz de modificar todas las situaciones.

Jesús no dio testimonio del poder como dominación, pues este aspecto
constituye el carácter diabólico del mismo y origina la opresión y los obstáculos a
la comunión. Jesús atestigua el verdadero poder de Dios que es el amor. Ese
amor es el que libera, hace solidarios a los hombres y los abre al auténtico
proceso de liberación. Excluye toda violencia y opresión, incluso para imponerse.
Su eficacia no es la de la violencia, que modifica las situaciones eliminando a los
hombres: esta aparente eficacia no consigue romper la espiral de la opresión. El
amor tiene una energía propia, que ni se ve ni se percibe inmediatamente, pero
que da el coraje de entregar la propia vida en sacrificio y la certeza de que el
futuro está en manos del derecho, la justicia, el amor y la fraternidad y no del
lado de la opresión, la venganza y la injusticia.

No es de extrañar que, como demuestran una experiencia multisecular y la


historia reciente, los verdugos de los profetas y de los justos sean tanto más
violentos cuanto más presienten su derrota. La iniquidad de la injusticia hace
insolidarios a los malos y divide a los verdugos. Dios no hace nada si el hombre,
en su libertad, no lo quiere. El reino es un proceso en el que el hombre tiene que
participar. Si se niega, seguirá siendo llamado a adherirse, pero no por la
violencia, sino por el amor sacrificado: «Cuando sea levantado de la tierra
atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

La muerte de Cristo, independientemente de la luz que sobre ella proyecta


la resurrección, tiene un sentido que está en consonancia con la vida que él
llevó. Todos los que, como Jesús, exigen mayor justicia, más amor, más
derechos para los oprimidos y más libertad para Dios, deben contar con la
oposición y con el riesgo de ser eliminados. Se vence a la muerte cuando no se
hace de ella un espantajo que amedrenta al hombre y le impide vivir y
proclamar la verdad. El hombre justo y el verdadero profeta la aceptan y la
integran en su proyecto. Pueden y deben contar con ella. La grandeza de Jesús
estuvo en no capitular ante la oposición y la condena. Ni siquiera al sentirse
abandonado por el Dios al que siempre había servido, se entrega a la
resignación. Perdona y continúa creyendo y esperando. En el paroxismo del
fracaso, se pone en manos del Padre misterioso, en quien reside el sentido
último y absoluto de la muerte del inocente. En el culmen de la desesperación y
del abandono se revela la plenitud de la confianza y de la entrega al Padre. Jesús
no encuentra ningún apoyo en sí mismo ni en su obra. Sólo se apoya en Dios y
sólo en él puede poner su esperanza. Una esperanza así trasciende los límites de
la propia muerte. Es la obra perfecta de la liberación: Jesús se libera totalmente
de sí mismo para ser enteramente de Dios. Si, como dice Bonhoeffer, Sócrates
nos liberó de morir con su serenidad y soberanía, Cristo hizo mucho más: nos
liberó de la muerte. Su agonía rozó los límites de la desesperación, pero su
entrega en favor de los hombres y de Dios fue tan ilimitada y total que venció el
imperio de la muerte. Eso es lo que significa la resurrección, que irrumpe en el
corazón mismo del aniquilamiento.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981(Págs. 346-363)

4. La muerte de Cristo en la reflexión teológica de Pablo

c) La muerte de Cristo nos liberó de la maldición inherente al


incumplimiento de la ley.
En la carta a los Gálatas, Pablo se enfrenta a un grupo de cristianos que
quiere conservar la tradición judía junto con la novedad del cristianismo. Desea
seguir observando la ley mosaica que, en su opinión, nos hace justos ante Dios.
Pablo, que ha sido fariseo y sabe por experiencia qué significa vivir bajo la ley,
desencadena una rigurosa batalla teológica contra la contaminación legalista del
cristianismo. El que hace depender su salvación de la observancia de la ley, está
perdido. Nunca llega a cumplirla de forma que pueda sentirse seguro. Siempre
está en deuda; por eso cae bajo la losa del pecado y la maldición (3,23; 4,3;
3,22; 2,17; 3,10).

Dios nos liberó de esa maldición haciendo que Jesús naciera bajo la
condición del pecado y la maldición (Gál 4,4; 3,13). El mismo se hizo maldición
para que nosotros fuésemos bendición. No nos salvan nuestras obras, que se
quedan siempre por debajo de las exigencias de la ley. Lo que nos salva es la fe
en Jesucristo, que asumió nuestra situación y nos liberó (Gál 5,1). El hombre
puede tener seguridad en Dios, no en sus propias obras. Pero esto no significa
que la fe nos dispense de las obras. Las obras siguen a la fe: son consecuencia
de ella y de la entrega confiada al Dios que nos aceptó y liberó en Jesucristo. Por
eso recalca Pablo que somos justificados por la fe en Jesucristo sin las obras de
la ley (2,16).

Esta fe en Dios por Jesucristo nos libera realmente para un verdadero


trabajo en el mundo. No necesitamos acumular obras de piedad con el fin de
salvarnos. Las obras no son suficientes. Si estamos salvados por la fe, podemos
dedicar nuestras fuerzas a amar a los otros, a construir un mundo más fraterno,
con la fuerza de la fe y la salvación que se nos ha regalado. Por eso dice Pablo
que la libertad para que hemos sido liberados (5,1) no debe llevarnos a la
anarquía, sino a servir a los demás (5,13) y a realizar buenas obras de
fraternidad, de alegría, de misericordia (5,6). Con su muerte, Cristo nos libró de
la preocupación neurótica de acumular obras piadosas para salvar el alma, lo
cual nos ataba las manos y nos hacía farisaicamente piadosos. Ahora, libres,
podemos usar nuestras manos para el servicio del amor. Esto constituye una
dimensión nueva del cristianismo; libera para la construcción del mundo y no
para una piedad meramente cultual y centrada exclusivamente en la salvación
del alma. La piedad, la oración y la religión son manifestaciones del amor de
Dios ya recibido y de la salvación ya comunicada. Tienen una estructura de
acción de gracias y de libertad frente a las preocupaciones.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL


HOMBRE EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981 (Pág. 382 s.)

VI - PRINCIPALES INTERPRETACIONES DE LA MUERTE


DE CRISTO EN LA TRADICIÓN TEOLÓGICA:
SU CADUCIDAD Y SU ACTUALIDAD
Hemos visto la interpretación que Jesús dio a su muerte y los ensayos de
interpretación de la Iglesia primitiva. Ahora vamos a analizar las principales
imágenes de que se ha servido la tradición de la fe para hacer comprensible,
significativa y actual la muerte salvífica de Jesús.

Todas las interpretaciones, por dispares que puedan parecer, quieren


traducir la fe profunda y la esperanza de que, gracias a Dios, fuimos liberados
por nuestro Señor Jesucristo (cf. Rom 7, 25). Constituyen una respuesta al
interrogante más fundamental de la existencia humana.

¿Cómo hacer creíble y aceptable tan gozosa respuesta? Las imágenes y


representaciones que la piedad, la liturgia y la teología emplean para expresar la
liberación de Jesucristo, ¿resaltan o, por el contrario, ocultan hoy para nosotros
el aspecto verdaderamente liberador de la vida, muerte y resurrección de Cristo?
Decimos que Cristo nos redimió con su sangre, expió satisfactoriamente con su
muerte nuestros pecados y ofreció su propia vida como sacrificio para la
redención de todos. Pero ¿qué significa realmente todo eso? ¿Comprendemos lo
que decimos? ¿Podemos de verdad pensar que Dios estaba airado y que se
apaciguó con la muerte de su Hijo? ¿Puede alguien sustituir a otro, morir en su
lugar y continuar el hombre con su pecado? ¿Quién tiene que cambiar: Dios o el
hombre? ¿Debe Dios cambiar su ira en bondad o es el hombre el que ha de
convertirse de pecador en justo? Confesamos que Cristo nos liberó del pecado, y
nosotros continuamos pecando. Decimos que nos libró de la muerte, y seguimos
muriendo. Que nos reconcilió con Dios, y permanecemos en su enemistad. ¿Cuál
es el sentido concreto y verdadero de la liberación de la muerte, del pecado y de
la enemistad? El vocabulario empleado para expresar la liberación de Jesucristo
refleja situaciones sociales muy concretas, lleva consigo intereses ideológicos y
articula las tendencias de una época. Así, una mentalidad marcadamente jurídica
hablará en términos jurídicos y comerciales de rescate, de redención de los
derechos de dominio que Satán tenía sobre el pecador, de satisfacción, de
mérito, de sustitución penal, etc. Una mentalidad cultual se expresará en
términos de sacrificio, mientras otra preocupada con la dimensión social y
cultural de la alienación humana predicará la liberación de Jesucristo.

¿En qué sentido entendemos que la muerte de Cristo formaba parte del
plan salvífico del Padre? ¿Formaban parte de ese plan el rechazo de los judíos, la
traición de Judas y la condena por parte de los romanos? En realidad, ellos no
eran marionetas al servicio de un plan trazado a priori o de un drama
suprahistórico. Fueron agentes concretos y responsables de sus decisiones. La
muerte de Cristo -como hemos visto detalladamente- fue humana, es decir,
consecuencia de una vida y de una condenación provocada por actitudes
históricas tomadas por Jesús de Nazaret. No basta repetir servilmente las
fórmulas antiguas y sagradas. Tenemos que intentar comprenderlas para captar
la realidad que quieren traducir. Esa realidad salvífica puede y debe expresarse
de muchas maneras; siempre fue así en el pasado y lo es también en el
presente. Cuando hoy hablamos de liberación significamos con esa expresión
toda una tendencia y una encarnación concreta de nuestra fe, de la misma
manera que cuando san Anselmo se expresaba en términos de satisfacción
vicaria reflejaba, tal vez sin tener conciencia de ello, una sensibilidad propia de
su mundo feudal: la ofensa hecha al soberano supremo no puede ser reparada
por un vasallo inferior. Nosotros tenemos una aguda sensibilidad para la
dimensión social y estructural de la esclavitud y de la alienación humana. ¿Cómo
y en qué sentido es Cristo liberador «también» de esta antirrealidad? Nuestras
reflexiones se van a centrar en desmontar. Se trata de someter a un análisis
crítico tres representaciones comunes de la acción salvífica de Cristo: la del
sacrificio, la de la redención y la de la satisfacción.

Hablamos de desmontar y no de destruir. Los tres modelos referidos son


construcciones teológicas que pretenden recoger, dentro de un determinado
tiempo y espacio cultural, el significado salvífico de Jesucristo. Desmontar
significa ver la casa a través del plano con que se construyó, rehacer el proceso
de construcción, mostrando la temporalidad y, eventualmente, la caducidad del
material utilizado y destacando el valor permanente de su significado y su
intención. No hace falta explicar el sentido positivo que damos a la palabra
«crítica»: es la capacidad de discernir el valor, el alcance y las limitaciones de
una afirmación determinada.

1. ¿Qué es propiamente redentor en Jesucristo: el comienzo (la


encarnación) o el fin (la muerte)?

En la tradición teológica y en los textos litúrgicos aún vigentes se nota una


limitación en el modo concreto de concebir la redención. Esta se centra en dos
puntos matemáticos: o en el comienzo de la vida de Cristo (la encarnación) o en
el fin (la pasión y la muerte en cruz). El mismo credo adoptó esta estructuración
abstracta: pasa inmediatamente de la encarnación a la muerte y resurrección.
Pone entre paréntesis la vida terrena de Jesucristo y el valor salvífico de sus
palabras, actitudes, acciones y reacciones.

La teología influida por la mentalidad griega ve en la encarnación de Dios el


punto decisivo de la redención. Según la metafísica griega, Dios es sinónimo de
vida, de perfección y de inmortalidad. La creación, por no ser Dios, es
necesariamente decadente, imperfecta y mortal. Esto obedece a la estructura
ontológica del ser creado. Constituye una fatalidad, no un pecado. Redimir
significa elevar el mundo a la esfera de lo divino. De esta manera el hombre,
juntamente con el Cosmos, es divinizado y liberado del lastre de su limitación
interna. «Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios», dirá
lapidariamente san Atanasio 1. Con la encarnación entra en el mundo la
redención, porque el Dios inmortal e infinito se encuentra en Jesucristo con la
criatura mortal y finita. La constitución de este punto matemático de la
encarnación es suficiente para que toda la creación quede afectada y redimida.
No interesa tanto el hombre concreto Jesús de Nazaret, su itinerario personal, el
conflicto que provocó con la situación religiosa y política de su tiempo, cuanto la
humanidad universal representada por él. El agente de la redención es Dios. El
es quien se autocomunica a la creación, elevándola y divinizándola. Se hace
abstracción de lo histórico en Jesús de Nazaret. La encarnación se considera
estéticamente, como el primer momento de la concepción virginal de Jesús,
Dios-hombre. Ahí radica todo. No se tiene en cuenta el aspecto dinámico e
histórico del crecimiento de Jesús, sus palabras, las diversas fases de su vida,
sus decisiones, tensiones y encuentros, que, a medida que iban surgiendo, eran
asumidos por Dios y realizaban la acción salvífica.

En esta perspectiva, la redención actual se efectúa al margen de la


historicidad concreta del hombre. No se trata de plasmar la redención en una
praxis humana más fraterna, justa y equitativa, sino de participar
subjetivamente en un acontecimiento objetivo que sucedió en el pasado y se
actualiza en la Iglesia, prolongación de la encarnación del Verbo, mediante los
sacramentos y el culto, que, a su vez, divinizan al hombre.

Otro tipo de teología, influido por la mentalidad ético-jurídica de los


romanos, pone en la pasión y muerte de Cristo el punto decisivo de la redención.
Para el pensamiento romano, el mundo es imperfecto no sólo por el hecho
ontológico de la creación, sino, sobre todo, por la presencia del pecado y del
abuso de la libertad humana. El hombre ha ofendido a Dios y ha violado el recto
orden de la naturaleza. Debe reparar el mal causado. De ahí la necesidad del
mérito, el sacrificio, la conversión y la reconciliación. Sólo así queda restablecido
el orden original y se alcanza la paz. Dios viene al encuentro del hombre: envía
a su propio Hijo para que repare vicariamente con su muerte la ofensa infinita
perpetrada por el hombre. Cristo vino para morir y reparar. La encarnación y la
vida de Jesús sólo tienen valor en cuanto preparan y anticipan su muerte. El
protagonista no es tanto Dios cuanto el hombre Jesús, que con su acción repara
el mal causado. No se trata de introducir algo nuevo con la divinización, sino de
restaurar el orden primitivo, justo y santo.

2. Problemática y aporías de las concepciones de la redención

Los dos modelos anteriores corren el riesgo de escindir esquizofrénicamente


la encarnación y la muerte poniendo en una o en otra el valor redentor de Cristo.
En realidad se vacía de contenido la vida concreta de Jesús de Nazaret, y la
redención adopta un carácter extremadamente abstracto. ¿Acaso no fue
liberadora toda la vida de Jesús? ¿No mostró él qué es la redención en su forma
de vivir, en el modo de comportarse ante las más variadas situaciones y en la
manera de afrontar la muerte? Todo esto falta en los dos modelos abstractos, el
encarnatorio y el estaurológico (staurás=cruz).

El comienzo y el fin son considerados como magnitudes independientes y


subsistentes en sí mismas. No se establece entre ellas la relación que representa
la trayectoria histórica de Jesús de Nazaret. La muerte de cruz no es una
necesidad metafísica: es la consecuencia de un conflicto y el desenlace de una
condena judicial y, por tanto, de la decisión y del ejercicio de la libertad humana.

Además, ambas concepciones sitúan la redención en el pasado. No la


relacionan con las mediaciones del presente. Pero cabe preguntar: ¿qué relación
hay entre la redención de Jesucristo y la liberación del pecado social, la
liberación de las injusticias estructurales, la lucha contra el hambre y la miseria
humana? Estos dos modelos no permiten dar una respuesta coherente. Sin
embargo, las preguntas son teológicamente válidas y de palpitante actualidad.

El verdadero significado de la redención y la liberación de Jesucristo


debemos buscarlo no en modelos abstractos y formales que escinden la unidad
de su existencia, sino en la reflexión sobre el itinerario concreto que, paso a
paso, siguió Jesús de Nazaret: en su vida, en su actuación, en sus exigencias, en
los conflictos que provocó, en su muerte y en su resurrección. La redención es
fundamentalmente una praxis y un proceso histórico que se verifica (se hace
verdadero) en el choque con una situación. Jesús comenzó ya a redimir con el
comportamiento nuevo que exigió e introdujo en el mundo que encontró.
La encarnación implica la entrada de Dios en un mundo caracterizado
religiosa y culturalmente y, al mismo tiempo, la transfiguración de ese mundo. El
no lo asumió pacíficamente ni sacralizó todo lo que encontró. Lo asumió
críticamente purificándolo, exigiendo la conversión, el cambio, una nueva
orientación y la liberación.

No queremos olvidar las implicaciones ontológicas del camino redentor de


Cristo, que pueden formularse así: ¿por qué fue precisamente Jesús de Nazaret
y no otro cualquiera quien consiguió liberar a los hombres? ¿Por qué sólo él fue
capaz de vivir una vida tan perfecta y transparente, tan divina y humana que
significó la redención y la vida verdadera buscada siempre por los hombres? El
logró todo eso no porque fuera un genio en materia de humanidad y religiosidad,
ni como mero fruto de su esfuerzo, sino porque el mismo Dios estaba encarnado
en él y en él se hacía presente como liberación y reconciliación del mundo. Pero
esta afirmación ontológica sólo es verdadera si aparece como explicación última
de la historia concreta que Jesús vivió, soportó, sufrió y superó, tal como
describen los evangelios. En esa vida, que incluye también la muerte y la
resurrección, se manifestó la salvación y la redención: no abstractamente en
puntos matemáticos o en formulaciones, sino en una serie de gestos y actos
enmarcados en la unidad coherente de una existencia entregada por completo a
los otros y a Dios. Pero de este tema hemos hablado ya ampliamente.

Este empobrecimiento en la forma de interpretar la fe en la acción


liberadora de Cristo no se da sólo en el punto de partida (encarnación o cruz),
sino también en la articulación de las imágenes empleadas para expresar y
comunicar el valor universal y definitivo de la acción salvadora. Estamos
pensando, particularmente, en tres imágenes muy frecuentes en la piedad y la
teología: el sacrificio expiatorio, la redención-rescate y la satisfacción sustitutiva.

Estos tres modelos se apoyan sobre un pilar común: el pecado,


contemplado en tres perspectivas diferentes. Este pecado, en lo que respecta a
Dios, es una ofensa que exige reparación y satisfacción condigna; en lo que
respecta al hombre, reclama un castigo por la trasgresión y exige un sacrificio
expiatorio; en lo que afecta a la relación entre Dios y el hombre, significa la
ruptura de esa relación y la caída del hombre bajo el dominio de Satán, lo cual
exige una redención y el precio de un rescate.

En las tres maneras de interpretar la salvación de Jesucristo, el hombre


aparece incapaz de reparar su pecado. No puede satisfacer a la justicia divina
ultrajada. Permanece en la injusticia. La liberación consiste precisamente en que
Jesucristo sustituye al hombre y realiza lo que éste debería hacer y que no
puede realizar por sí mismo de forma satisfactoria. Según esta teología, la
misericordia divina se manifiesta en que el Padre envía a su propio Hijo para
que, en lugar del hombre, satisfaga plenamente a la justicia de Dios ofendida,
reciba el castigo por el pecado, la muerte, pague el rescate debido a Satán y,
así, libere al hombre. Todo esto se realiza mediante la muerte expiatoria,
satisfactoria, redentora. ¿Quién quiso la muerte de Cristo? Esa teología
responderá que la quiso el Padre como forma de expiar el pecado y de
restablecer su justicia violada. Como puede verse, aquí predomina una
concepción jurídica y formal del pecado, la justicia y la relación entre Dios y el
hombre.
Los términos expiación, reparación, satisfacción, rescate, mérito, más que
comunicar la gozosa novedad de la liberación de Jesucristo, la ocultan. Se
elimina violentamente el elemento histórico de la vida de Jesús. La muerte no
aparece como una consecuencia de su vida, sino como un hecho preestablecido
independientemente de las decisiones de los hombres, del rechazo de los judíos,
de la traición de Judas y de la condenación por parte de Pilato. ¿Puede Dios
encontrar alegría y satisfacción en la violenta y sanguinaria muerte de cruz?

La inteligencia de la fe tiene que desmontar esas imágenes para


salvaguardar el carácter verdaderamente liberador de la vida, muerte y
resurrección de Jesús. En toda esta soteriología falta por completo la
resurrección. Según ella no habría sido preciso que Cristo resucitara. Habría
podido redimirnos con el simple hecho de sufrir, derramar su sangre y morir en
la cruz. No podemos ocultar las peligrosas limitaciones de este modo de
interpretar el significado salvífico de Jesucristo.

Además, estos tres modelos suscitan algunas cuestiones que deben


responderse adecuadamente para no dar la sensación de que nos hallamos ante
unas imágenes mitológicas y arcaicas, cosa que comprometería el contenido
histórico-fáctico de la liberación de Jesucristo. ¿Qué significa el carácter
sustitutivo de la muerte de Jesús? ¿Puede alguien sustituir a un ser libre sin
recibir de él una delegación? ¿Cómo hay que concebir la mediación de Jesucristo
con respecto a los hombres que vivieron antes o después que él y con respecto a
los que nunca oyeron hablar del evangelio ni de la redención? El sufrimiento, la
pena y la muerte de un inocente, ¿eximen de culpa y de castigo al criminal que
causó ese sufrimiento, esa pena y esa muerte? ¿A partir de qué horizonte se
hace comprensible el carácter representativo universal de la obra de Cristo?
¿Qué experiencia nos permite comprender y aceptar mediante la fe la mediación
salvadora y liberadora de Cristo para todos los hombres? Tales preguntas exigen
una aclaración. Antes de desmontar y analizar críticamente esas imágenes para
mostrar sus aspectos caducados y su validez permanente, conviene aludir a su
carácter simbólico y mítico. Decir, por ejemplo, que la redención es el resultado
de una lucha de Cristo con el demonio, o un rescate pagado a Dios por la ofensa
hecha a él, etc., son evidentemente formas de hablar sobre realidades
trascendentes que se dan en una esfera inaccesible para el sentido histórico.
Hubo épocas en que este lenguaje no se consideraba mítico y simbólico, sino
narrativo y explicativo de la realidad. Se creía en la existencia de una lucha
entre Cristo y Satán y en el pago real de un rescate. Para nosotros, hijos de la
modernidad y de la ciencia del lenguaje, el mito está desmitificado; pero no
pierde su función; se ha elevado a la categoría de símbolo, de soporte semántico
de la revelación de realidades que sólo pueden expresarse simbólicamente como
Dios y su redención, el pecado y el perdón, etc. Como acertadamente dice Paul
Ricoeur, el mito conserva siempre su función simbólica, es decir, "su poder de
descubrir y revelar los lazos del hombre con lo sagrado». Estos lazos deberán
aparecer en nuestro análisis, pues de lo contrario perderíamos la ligazón con el
pasado y su lenguaje.

3. El modelo del sacrificio expiatorio: muerto, por el pecado de su


pueblo

Siguiendo la carta a los Hebreos, la tradición interpretó la muerte de Cristo


como un sacrificio expiatorio por nuestras iniquidades. «Aunque no había
cometido crímenes ni hubo engaño en su boca" (Is 53,9), Jesús "fue castigado
por nuestros crímenes> (ls 53,9) y «muerto por el pecado de su pueblo» (Is
53,8), y «entregó su vida como sacrificio expiatorio» (ls 53,10). El modelo está
tomado de la experiencia ritual y cultual de los sacrificios de los templos. Con los
sacrificios, los hombres creían que, además de honrar a Dios, aplacaban su ira
provocada por la maldad humana. Así, Dios volvía a ser bueno y amable. Ningún
sacrificio humano humano conseguía por sí mismo apaciguar definitivamente la
ira divina. La encarnación hizo posible un sacrificio perfecto e inmaculado que
pudiera complacer plenamente a Dios. Jesús aceptó libremente ser sacrificado
representando a todos los hombres ante Dios para conquistar el perdón divino
total. En cierto modo, la ira divina se desahogó y aplacó plenamente con la
muerte violenta de Jesús en la cruz. Jesús soportó todo como expiación y castigo
por el pecado del mundo.

a) Sus limitaciones.

Mientras hubo una base sociológica para los sacrificios cruentos y


expiatorios, como en la cultura romana y judía, este modelo fue perfectamente
comprensible. Al desaparecer tal experiencia, el modelo comenzó a resultar
problemático, y hubo que comenzar a desmontarlo y reinterpretarlo. Jesús,
situándose en la tradición profética, no pone el acento en los sacrificios y
holocaustos (cf. Mc 7,7; 12,33; Heb 10,5-8), sino en la bondad y la misericordia,
en la justicia y la humildad. Dios no quiere las cosas del hombre, sino
simplemente al hombre: quiere su corazón y su amor.

El aspecto vindicativo y cruento del sacrificio no se compagina con la


imagen de Dios Padre que Jesucristo nos reveló. Dios no es un Dios airado, sino
alguien que ama a los malos e ingratos (Lc 6,25). Es amor y perdón. No espera
a los sacrificios para otorgar su perdón, sino que se anticipa al hombre y rebasa
con su benevolencia todo lo que éste puede hacer o desear. El auténtico
sacrificio consiste en abrirse a Dios y entregarse a él filialmente.

Cada hombre es sacrificio en la medida que se entrega y acepta la finitud


de la existencia, se sacrifica, se desgasta y empeña su ser, su tiempo y sus
energías en la búsqueda de una vida más liberada para el otro y para Dios. Cada
uno es sacrificio en la medida en que acoge la muerte dentro de su vida. La
muerte no es el último átomo de la vida: es la misma estructura de la existencia,
que es mortal y que, por eso,.en la medida en que vive, va muriendo lentamente
hasta acabar de morir y de vivir. Acoger la muerte dentro de la vida es aceptar
la caducidad de la existencia, no como una fatalidad biológica, sino como una
oportunidad de dar libremente la vida que nos va siendo arrancada. Yo debo
evitar que se me esfume la vida por el desgaste biológico. Co una libertad que
acepta el límite infranqueable, puedo entregarla y consagrarla a Dios y a los
otros. El último instante de la vida mortal no hace más que completar y
formalizar la estructura que marcó toda la historia personal: me transporta a la
riqueza del Otro como expresión de amor consciente. Esa actitud constituye el
verdadero sacrificio cristiano, como dice san Pablo: «Por la misericordia de Dios,
os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos (expresión hebrea para
designar la vida) como hostia viva, santa y agradable a Dios, como vuestro culto
espiritual» (acorde con la nueva realidad del Espíritu traída por Cristo)
(/Rm/12/01).
b) Su valor permanente.

La idea de sacrificio está profundamente enraizada en la existencia humana.


Sacrificio, como aún se dice en el lenguaje popular, es la donación costosa y
difícil de sí mismo. «Generalmente, el mal, el sufrimiento, el pecado, la inercia,
la costumbre, muchos de los elementos que nos rodean (económicos, sociales,
culturales, políticos) tienden a sofocar el brote de vida cuyas infinitas
potencialidades percibimos. Por el sacrificio actualizarnos el paso de la vida en
nosotros y en el mundo. Mantenemos su tensión. Este sacrificio es la expresión
del amor». Lo trágico del sacrificio fue que se identificó con los gestos y los
objetos sacrificiales, los cuales dejaron de ser expresión de la conversión
profunda del hombre a Dios. Esta conversión es la que constituye el verdadero
sacrificio, en cuanto entrega incondicional a Dios, que se exterioriza en los
gestos y en los objetos ofrecidos.

Como decía san Agustín, el sacrificio visible es el sacramento, el signo


visible del sacrificio invisible 2. Sin esta actitud interior de conversión el sacrificio
exterior es algo vacío.

La vida humana posee, ontológicamente, una estructura sacrificial. En otras


palabras: está estructurado de tal forma que sólo es verdaderamente humana
cuando se abre a la comunión, se auto-entrega, muere en sí misma y se realiza
en el otro. Únicamente cuando se da esta entrega puede salvar el sacrificio. San
Juan lo dice magistralmente: «Quien tiene apego a la propia existencia, la
pierde; quien se entrega, se conserva para la vida eterna" (Jn 12,24-25). Dios
reclama siempre ese sacrificio, no porque lo exija su justicia ni porque él deba
ser aplacado, sino porque lo necesita el propio hombre, que sólo puede vivir y
subsistir humanamente entregándose al Otro y despojándose de sí mismo para
dejarse llenar de la gracia de Dios. En este sentido, Cristo fue el sacrificio por
excelencia, pues realizó de forma radical el «ser para los otros». No sólo fue
sacrificio su muerte, sino toda su vida, ya que toda ella fue entrega. Si
consideramos únicamente el aspecto cruento de su muerte, a la manera de los
sacrificios antiguos, perdemos la especificidad del sacrificio de Cristo. El habría
sido sacrificio aunque no hubiera sido inmolado ni hubiera derramado su sangre.
El sacrificio no consiste en esto, sino en la entrega total de la vida y la muerte.
Esta entrega puede adoptar históricamente el aspecto de muerte violenta y
derramamiento de sangre. Pero no es la sangre «en sí» ni la muerte violenta "en
sí» lo que construye el sacrificio. Ambas son manifestación y plasmación del
sacrificio interior en cuanto proyecto de vivir dejándose guiar por Dios, y
sometiéndose incondicionalmente al designio del Misterio.

Si la vida humana se estructura como sacrificio, podemos decir que en


Cristo esa vida se manifestó de forma definitiva y escatológica. Por eso es él el
sacrificio perfecto y la salvación presente. La salvación es la plena hominización.
Y hominizarse por completo es salir totalmente de sí mismo y abandonarse
radicalmente a Dios, hasta el punto de ser uno con él. El sacrificio representa,
paradigmáticamente esa dimensión y, por ello, realiza la plena hominización y la
salvación del hombre. Jesucristo cumplió todo eso e invita a los hombres, con los
que es solidario ontológicamente, a hacer lo mismo. En la medida en que lo
hacemos, nos salvamos.
Por consiguiente, el modelo de sacrificio, purificado de sus adherencias
míticas y paganas, conserva una riqueza permanente y válida todavía.

4. El modelo de la redención y el rescate:


triturado por nuestras iniquidades

Esta forma de concebir la salvación de Jesucristo está relacionada con la


antigua esclavitud. Se pagaba un determinado precio para librar al esclavo: era
el rescate. Así quedaba redimido (redimir proviene de los términos latinos
emere, comprar, y redimere, comprar y liberar mediante un precio) el esclavo.
La muerte de Cristo fue el precio que Dios exigió y que fue pagado para rescatar
a los hombres prisioneros de Satán. Estábamos tan sometidos al dominio de lo
demoníaco, de lo alienante y del cautiverio que no podíamos librarnos por
nosotros mismos. Para la Biblia, que refleja una cultura nomádica, la redención
consiste también en la liberación del hombre de la falta de agua y de pastos.
Significa el éxodo de una situación de carencia a otra de abundancia. Para el
pueblo de Israel, que tenía también la experiencia de un verdadero cautiverio en
Egipto, la redención es asimismo la salida liberadora de una situación de
esclavitud a otra de libertad. La redención está ligada a categorías espaciales y
locales: paso de un lugar a otro.

Cuando Israel se hace sedentario, traslada el esquema al plano temporal.


Dios redimirá al pueblo llevándolo del tiempo provisional a un tiempo definitivo,
en el horizonte del futuro y de lo escatológico. La redención es peregrinar a
través de la historia en un proceso permanente de superación y liberación de los
mecanismos de opresión que acompañan siempre a la vida. En esta perspectiva,
Cristo aparece como el que ya ha llegado al término y, por tanto, se ha liberado
de todo el peso del pasado alienante de la historia. Es el punto Omega y, como
tal, hace que converjan en él todas las líneas ascendentes. De esta forma es el
redentor del mundo.

a) Sus limitaciones.

El modelo del cautiverio y del rescate quiere revelar la gravedad de la


perdición humana. No éramos dueños de nosotros mismos, sino que estábamos
dominados por algo que no nos dejaba existir auténticamente. Las limitaciones
de este modelo radican en que en la redención y en el precio pagado por ella
intervienen sólo Dios y el demonio. El hombre es un espectador interesado, pero
no un participante. Se desarrolla un drama salvífico suprahistórico. Y una
redención tan extrínseca a la vida no puede ser experimentada. El hombre
necesita combatir y ofrecer su propia vida. No nos sentimos manipulados por
Dios ni por el demonio porque advertimos que conservamos nuestra libertad y el
sentido definitivo de nuestras decisiones. Pero vivimos la experiencia de una
libertad cautiva y de unas opciones ambiguas.

b) Su valor permanente.

A pesar de estas limitaciones intrínsecas, la imagen de la redención y el


rescate posee un valor permanente. El hombre no tiene, ni siquiera en el ámbito
cristiano, la experiencia de una liberación total. La liberación se realiza en el
marco de una profunda percepción del cautiverio en que se encuentra la
humanidad. Nos sentimos constantemente esclavizados por sistemas opresivos,
sociales o religiosos. Estos sistemas no son algo impersonal: se encarnan en
personas civiles y religiosas, generalmente llenas de buena voluntad, pero
demasiado ingenuas para percibir que el mal se halla en el mismo corazón del
sistema y no fuera de él, encuentra apoyo y estímulo en ciertas ideologías que
intentan hacer plausible y razonable la iniquidad inherente al sistema, y le sirven
de soporte los ideales propuestos por todos los medios de comunicación. Cristo
nos liberó realmente de este cautiverio; a partir de una nueva experiencia de
Dios y de una nueva praxis humana, se mostró un hombre libre, liberado y
liberador. Con su muerte violenta sufrió y pagó el precio de esta libertad que
reclamó para sí en nombre de Dios. Nunca se dejó dominar por el statu quo
social y religioso, alienador y alienante.

Pero tampoco fue un reaccionario que orientara su acción como re-acción


contra el mundo que lo rodeaba. Actuó a partir de una nueva experiencia de
Dios y de los hombres. Su acción provocó en el judaísmo oficial una reacción que
lo llevó a la muerte. Cristo soportó con hombría y fidelidad, sin compromisos ni
tergiversaciones, una muerte que no buscó, sino que le fue impuesta. Tal actitud
conserva hoy un valor provocativo indiscutible. Puede despertar la conciencia
adormecida y lleva a reiniciar el proceso de liberación contra todos los
conformismos y contra el cinismo que los regímenes de esclavitud social y
religiosa parecen provocar. Cristo no dijo "yo soy el orden establecido y la
tradición», sino "yo soy la verdad». En nombre de esta verdad supo morir y
liberar a los hombres para que dejaran de temer a la muerte, puesto que él la
había vencido en la resurrección.

5. El modelo de la satisfacción sustitutivo:


«Gracias a sus padecimientos hemos sido sanados»

En el horizonte de una visión jurídica se emplearon categorías tomadas del


derecho romano -satisfactio-, para expresar la acción redentora de Cristo. El
modelo de la satisfacción sustitutiva, introducido por Tertuliano y desarrollado
por san Agustín, encontró en san Anselmo su formulación clásica en el libro Cur
Deus homo? (¿Por qué se hizo Dios hombre?). La preocupación de san Anselmo,
en el que se advierte una fuerte tendencia al racionalismo, latente en toda la
Escolástica, se centra en encontrar una razón necesaria que permita justificar la
encarnación de Dios de forma aceptable para un infiel. Su argumentación es la
siguiente: por el pecado, el hombre viola el recto orden de la creación y ofende a
Dios, autor de este orden universal. La justicia divina exige que tal orden sea
restablecido y reparado, para lo cual se necesita una satisfacción condigna. La
ofensa es infinita porque afecta a Dios, que es infinito. Por tanto, también la
satisfacción debe ser infinita; pero el hombre finito no puede reparar
infinitamente. Su situación es desesperada.

Anselmo descubre una salida absolutamente racional: el hombre debe a


Dios una satisfacción infinita. Sólo Dios puede realizar una satisfacción infinita.
Por tanto, es necesario que Dios se haga hombre para poder reparar
infinitamente. El Hombre-Dios realiza lo que debía hacer la humanidad: la
reparación; el Dios-Hombre presta lo que falta a la reparación humana: su
carácter de infinitud. En el Hombre-Dios, por tanto, se da la reparación (hombre)
condignamente infinita (Dios). La encarnación es necesaria por una lógica
irrefutable.
Sin embargo, lo que realmente repara la ofensa no es la encarnación y la
vida de Cristo. Estas no son más que los presupuestos que posibilitan la
verdadera reparación condigna en la muerte cruenta de la cruz. La cruz expía,
repara la ofensa y restablece el recto orden del universo. Dios, llega a decir
Anselmo, encuentra hermosa la muerte de cruz porque a través de ella se aplaca
su justicia 3.

a) Sus limitaciones.

Esta forma de concebir la liberación de Jesucristo refleja con gran claridad


el substrato sociológico de una determinada época. El Dios de san Anselmo tiene
muy poco que ver con el Dios Padre de Jesucristo. Encarna la figura de un señor
feudal absoluto, dueño de la vida y de la muerte de sus vasallos. Aparece con los
rasgos de un juez cruel y sanguinario empeñado en cobrar, hasta el último
céntimo, las deudas relativas a la justicia. En tiempos de Anselmo imperaba en
este campo una crueldad feroz. Tal contexto sociológico se reflejó en el texto
teológico de san Anselmo y contribuyó, desgraciadamente, a elaborar la imagen
de un Dios cruel, sanguinario y vengativo, presente todavía en la mente de
muchas personas piadosas, pero torturadas y esclavizadas.

Se impone al propio Dios un atroz mecanismo de violación-reparación que


le prescribe lo que debe hacer necesariamente. ¿Es ése el Dios que la
experiencia de Jesús nos enseña a amar confiadamente? ¿Es ése el Dios del hijo
pródigo, que sabe perdonar? ¿El de la oveja perdida, que deja las noventa y
nueve en el aprisco y sale a buscar la que se había marchado? Si Dios encuentra
hermosa la muerte, ¿por qué prohibió matar? (Ex 20,13; Gn 9,6). ¿Cómo puede
estar airado el Dios que prohíbe hasta airarse? (M' t 5,21).

b) Su valor permanente.

San Anselmo sistematiza, en un lenguaje jurídico, una de las líneas de la


idea de satisfacción, dentro siempre de su entorno cultural, marcado por el
feudalismo. Pero descuidó la dimensión ontológica, que, debidamente
desarrollada, resulta adecuada para traducir la salvación alcanzada por
Jesucristo. Este nivel ontológico aparece cuando preguntamos en qué consiste
fundamentalmente la salvación humana. En síntesis podemos responder: en que
el hombre sea cada vez más él mismo. Si consigue esto, el ser humano se
realizará plenamente y se salvará. Aquí comienza el drama de la existencia: el
hombre se siente incapaz de encontrar su plena identidad, se siente perdido;
está en deuda consigo mismo; no satisface las exigencias que experimenta en su
interior; se sabe no «satis-fecho» (no hecho suficiente), y su postura no es
satisfactoria.

¿Cómo debe ser el hombre para ser totalmente él mismo y, por tanto, para
estar salvado y redimido? Debe poder actualizar la inagotable apertura que él
mismo es. Su drama histórico consiste en estar cerrado sobre sí mismo. Por eso
vive en una condición humana decadente, llamada pecado. Cristo fue aquel a
quien Dios concedió abrirse a lo Absoluto de forma que pudiera identificarse con
él. Estaba abierto a todos y a todo. No tenía pecado, es decir, no se replegaba
sobre sí mismo. Sólo él pudo cumplir las exigencias de la apertura ontológica del
hombre. Por eso Dios pudo ser también completamente transparente en él (cf.
Jn 14,20). Era la imagen de Dios invisible en forma corporal (Col 1,15; 2 Cor
4,4).

Dios se encarnó en Jesús de Nazaret no sólo para divinizar al hombre, sino


también para hominizarlo y humanizarlo, quitándole la carga de inhumanidad
proveniente de su pecado histórico. En Jesús apareció el hombre realmente
salvo y redimido. Solamente él puede, con la fuerza del Espíritu, realizar el
orden de la naturaleza humana. Por eso fue constituido Salvador nuestro, si
participamos de él y llevamos a cabo la apertura total que él, en la esperanza,
posibilitó para todos. Jesús mostró que esto no es una utopía antropológica, sino
un acontecimiento histórico de la gracia. Recogiendo la preocupación de san
Anselmo sobre la necesidad de la encarnación, podemos afirmar que, para que el
hombre pudiera ser realmente hombre, Dios debía encarnarse, es decir, debía
entrar por la apertura infinita del hombre de forma que lo llevara a la plenitud. Y
el hombre tenía que poder situarse ante el Infinito de forma que pudiera
realizarse en el único ámbito en que se puede efectivamente realizar: en Dios.
Cuando sucede esto, se convierten en acontecimiento la encarnación de Dios y la
divinización del hombre. El hombre está salvado. Satisface lo que constituye la
llamada más profunda de su ser y la razón de su existencia: vivir en comunión
con Dios.

Cristo salvador nos invita a vivir lo que él realizó. Estamos redimidos y


«satis-fechos" en la medida en que nos empeñamos en la «satis-facción» de
nuestra vocación fundamental. El demostró que la búsqueda incansable de
nuestra definitiva identidad (que implica a Dios) no es un sinsentido (mito de
Sísifo y Prometeo), sino que consigue su objetivo, y el hombre tiene la
posibilidad de llegar a ser lo que debe ser.

Contemplada en esta dimensión ontológica, la idea de satisfacción puede


ser considerada como un instrumento fecundo para expresar la liberación de
Jesucristo. Por esas posibilidades latentes, ha llegado a ser una de las
concepciones más populares. Nos sentimos solidarios de Jesús en el dolor y en la
búsqueda; nos sentimos solidarios de quien, en nombre de todos, respondió
satisfactoriamente al llamamiento de acercarse a Dios. Y no sólo eso: también
nos sentimos solidarios en el anhelo del encuentro y en la certeza de la llegada.

A través de todas estas imágenes intentamos captar la riqueza salvífica que


siempre las trasciende. No podemos aferrarnos a ninguna de ellas. Debemos
recorrerlas, desmontarlas, superarlas, asumirlas purificadas, elaborar otras y
articularlas en el horizonte de una experiencia de fe encarnada en una situación
concreta.

Todavía no hemos abordado un problema, espinoso pero importante, al que


ya hemos aludido: ¿cómo interpretar el carácter universal de la liberación de
Cristo o, dicho de otro modo, en qué medida es él solidario con nosotros, y su
realidad salvífica afecta a nuestra realidad salvándola y liberándola?

6. Cristo libera en solidaridad universal con todos los hombres

Jesucristo no es el salvador de todos los hombres por puro voluntarismo


divino, es decir, simplemente porque Dios lo quiso así. Hay una razón más
honda, que puede ser objeto de experiencia y control. Experimentamos la
profunda solidaridad que existe entre todos los hombres. Nadie está solo. La
unidad de la humanidad sólo se explica adecuadamente en el horizonte de esta
solidaridad universal de origen y de destino. Todos somos solidarios en la
convivencia del mismo cosmos material: solidarios en el mismo proceso
biológico. Todos compartimos la misma historia humana de éxitos y de fracasos
de amor y de odio, de divisiones violentas y de anhelo de fraternidad universal,
la historia de las relaciones con una realidad trascendente llamada Dios. Gracias
a esta radical y ontológica solidaridad todos somos responsables de la salvación
y la perdición de los demás. «El mandamiento del amor al prójimo no se nos ha
dado para que, en la esfera social y en la privada, nos soportemos y llevemos
una vida más agradable, sino que proclama la obligación de que cada uno se
preocupe de la salvación de los otros y de la posibilidad de tal salvación».

Al venir al mundo nos ligamos solidariamente a la situación que


encontramos. Tal situación penetra hasta lo más íntimo de nuestro ser;
participamos de su pecado y de su gracia, del espíritu del tiempo, de sus
problemas y anhelos. Y si la situación influye en nosotros y nos marca, también
nosotros influimos y contribuimos a crear el mundo circundante, no sólo en el
plano de las relaciones humanas y en el de la cultura, sino también con nuestra
postura ante Dios, bien como apertura y acogida, o bien como cerrazón y
rechazo.

Lo específico de ser del hombre-espíritu, a diferencia del de las cosas,


consiste en que nunca está yuxtapuesto, sino siempre dentro de todo aquello
con lo que se relaciona. Ser hombre-espíritu es poder ser, de alguna manera,
todas las cosas, porque la relación con ellas mediante el conocimiento y el amor,
establece una comunión y participación en el destino de lo conocido y amado.
Nadie puede sustituir a nadie, porque el hombre no es algo intercambiable, sino
una singularidad personal, única e irrepetible, histórica y libre; pero sí es
posible, en razón de la solidaridad universal, ponerse al servicio del otro, unir el
propio destino al destino de los demás y participar en el drama de la existencia
de todos. Por eso, cuando uno se eleva, eleva solidariamente a todos. Cuando
uno se hunde en el abismo de la negación de su humanidad, arrastra consigo a
todos. De esta forma somos solidarios con los sabios, los santos y los místicos
de todos los tiempos, a través de los cuales se ha mediatizado la salvación y el
misterio autocomunicado de Dios. Pero también somos siempre solidarios con los
criminales y los malhechores de todos los siglos, que han corrompido y
contaminado la atmósfera salvífica humana.

Ahora bien, Jesucristo y su acción liberadora se sitúan dentro de esta


solidaridad universal y ontológica, como advirtió muy pronto la teología de la
Iglesia primitiva al elaborar las genealogías de Jesucristo como jalones de la
historia de Israel (Mt 1,1-17), de la historia del mundo (Lc 3,23-38) y de la
historia íntima de Dios (Jn 1,1-14). En la concreción de su trayectoria personal,
Jesús de Nazaret pudo, por obra y gracia del Misterio, acoger a Dios y ser
acogido por él de forma que ambos constituyeron una unidad sin confusión y sin
distinción, una unidad concreta y no abstracta que se manifestó y realizó en la
vida diaria del artesano de Nazaret, del profeta ambulante de Galilea, en el
mensaje que proclamó, en las polémicas que provocó, en el conflicto mortal que
soportó, en la cruz y en la resurrección. En ese itinerario histórico del judío Jesús
de Nazaret se dio la máxima autocomunicación de Dios y la suprema revelación
de la apertura del hombre. Ese punto culminante de la historia humana es
irreversible y escatológico, es decir, representa el punto de llegada del proceso
humano orientado hacia Dios. En él se realizó la unidad entre Dios y el hombre
sin que ninguna de las partes perdiera su identidad. Ese punto Omega significa a
la vez la máxima hominización y la plenitud de la salvación y la liberación del
hombre.

La fe proclama a Jesús de Nazaret liberador y salvador universal porque se


hizo ontológicamente solidario con nuestra historia, porque en él y por él
participamos de ese punto Omega y de esa situación de salvación. En él se
manifestaron y encontraron su máxima realización las estructuras antropológicas
más radicales, de las que brotan los anhelos de unidad, reconciliación,
fraternidad, liberación y relación inmediata con el Misterio que circunda nuestra
existencia. Ahí reside el sentido concreto y profundo de su resurrección. La
llegada de Cristo al término final afecta en la raíz de su ser a todos los hombres,
incluidos los que no tienen conciencia de ello y los que rechazan la proclamación
de esa buena noticia. Al afectarlos por la solidaridad en la misma humanidad
hace posible su redención y su liberación, les anima en su lucha por salir de
todos los exilios y estimula las fuerzas que van sacudiendo toda suerte de
servidumbres. Ya hemos visto cómo estas afirmaciones se hicieron historia en la
vida de Jesús de Nazaret. Porque existió la historia de la liberación, hemos hecho
las afirmaciones que acabamos de articular. Tales afirmaciones sólo tienen
sentido cuando las confrontamos constantemente con la matriz de la que
emanaron. Así esperamos que dejen de parecer ideologías o consuelos innocuos
ante las esperanzas frustradas.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 386-404

1. San Atanasio, De Incarnatione Verbi, 54.


2. San Agustín, De civitate Dei, 1.X, § 5.
3. San Anselmo, Cur Deus homo, 1, 14.

VII - LA CRUZ Y LA MUERTE EN LA TEOLOGÍA ACTUAL

Las reflexiones histórico-sistemáticas que acabamos de hacer han planteado


ya los principales problemas implicados en la cruz y la muerte de Cristo. En esta
parte intentaremos estructurarlos de forma más sistemática, situándolos en el
marco de la viva discusión de los últimos años.

1. Un interrogante siempre abierto...

Al contemplar la historia descubrimos la cruel presencia de la


antihumanidad, las inmensas proporciones del mal, el sufrimiento, la violencia y
el crimen. Lo que plantea graves problemas no es la violencia física y cósmica
que puede causar víctimas, como las catástrofes marítimas, los huracanes, el
fuego, los terremotos, la degeneración biológica, etc. Lo verdaderamente
problemático es la presencia del mal causado e infligido violentamente por el
hombre contra el hombre o por unos grupos humanos contra otros. Hay un
exceso de agresividad en las sociedades modernas y en la actividad del hombre,
y tal exceso constituye un desafío para la reflexión antropológica.

Hay un mal y un dolor que son el precio de todo crecimiento. Ese mal y ese
dolor tienen un relativo sentido en vista del bien, deseado y logrado. Pero hay
un mal y un dolor que son fruto de la imbecilidad humana y del odio
desmesurado de su corazón. Se trata de un mal y un dolor causados
voluntariamente. Existe toda una historia del mal: la pasión de este mundo,
encarnada en ideologías, estructuras y dinamismos sociales que generan
violencia humillaciones, asesinatos colectivos. Hay males y muertes que aunque
violentos, pueden ser contemplados con cierta complacencia: las personas
sufren por el mal que han hecho en el mundo. Su sufrimiento tiene un sentido
de compensación y justo castigo por lo que desearon a los otros, que ahora se
vuelve contra ellos mismos. Pero hay también males y muertes que afectan a
quienes buscaron en el mundo el amor, a quienes se empezaron en alumbrar un
mundo más humano, tuvieron que anunciar y denunciar, vivieron un proyecto de
reconciliación y soñaron con un mundo en que fuera más fácil ser hermano del
otro y donde el amor resultara menos costoso. Y murieron violentamente,
víctimas de sociedades cerradas y de ideologías acordes con los privilegios de
grupos egoístas. Murieron como inocentes, víctimas del odio que pretendían
superar. Ya lo dice con infinita tristeza, a la vez que con profunda esperanza, el
autor de la carta a los Hebreos: «Por la fe, muchos tuvieron que sufrir el ultraje
de los azotes e incluso de cadenas y cárceles. Fueron apedreados, aserrados,
quemados, murieron a filo de espada. Andaban errantes, cubiertos de pieles de
ovejas o de cabras, pasando necesidad, apuros y malos tratos: el mundo no se
los merecía.

Andaban por despoblados, por los montes, por cuevas y oquedades del
suelo. Pero de todos estos que por la fe recibieron la aprobación de Dios,
ninguno alcanzó la promesa (de un mundo mejor)» (Heb 11,36-39). Murieron y
los mataron. Sus muertes parecen absurdas y sin sentido. ¿Quién podrá dar
sentido «a la sangre de los profetas derramada desde el comienzo del mundo?»
(cf. Lc 11,50). ¿Qué sentido tiene el asesinato de tantos hombres anónimos,
campesinos y obreros, que lucharon por una vida más digna y más humana para
sí y para otros y fueron exterminados por la prepotencia de los poderosos?
¿Quién los resucitará? El Señor nos dice que "se pedirá cuenta de la sangre de
los profetas muertos» (Lc 11,50) ; pero ¿cuándo? ¿Hay alguna salida para tanta
existencia humana triturada?

En este contexto se sitúa el sentido de la muerte y la cruz de Jesucristo. Los


factores del problema son

- el que causa la muerte y la inflige (agresor)


- el que la soporta y la sufre (crucificado) Cruz
- el que la soporta y la sufre por los otros (sacrificio)
- Dios, que permite que se inflija y se soporte la cruz
- Dios, que acepta y sufre la cruz y muere en ella

La fe cristiana presenta a Jesucristo muerto, crucificado y resucitado como aquel


que afrontó todos los graves problemas que plantean la realidad del mal como
pecado, y la cruz como misterio de la pasión de la historia; sufrió la violencia de
su tiempo; soportó la cruz y en ella murió libremente; la aceptó como sacrificio
por los demás; todo esto se inserta en el plan de Dios, que respeta la libertad y
la historia de los hombres; finalmente, quien moría era el mismo Hijo de Dios,
de suerte que podemos afirmar que Dios muere en la cruz. Este proceso, vivido
y sufrido por quien era Hijo del hombre e Hijo de Dios, liberó al mundo del
absurdo de la cruz y de la muerte; transformó la cruz y la muerte en una
posibilidad de redención y de encuentro con Dios. Tal es nuestra fe cristiana.
Antes de abordar brevemente los distintos puntos, vamos a examinar algunas
tendencias modernas.

2. Teologías modernas de la cruz

La cruz ha estado siempre presente en la fe, en la piedad y en la teología


del cristianismo. Sin ella, el anuncio de la resurrección constituiría una esperanza
sin contenido: quien resucitó fue el Crucificado. Sin embargo, no siempre se han
sacado todas las consecuencias de lo que está latente en la cruz y en la muerte
de Cristo. Un intento moderno de repensar radicalmente la fe a la luz de la cruz
ha sido llevado a cabo por Jürgen Moltmann en el campo protestante, y por Hans
Urs von Balthasar en el católico. Pero estos ensayos no son los únicos. La
experiencia del dolor del mundo ha provocado otras formas de entender la cruz
que intentan dar sentido al sinsentido a la luz de la pasión.

a) Jesucristo, el Dios crucificado.

J. Moltmann parte de una tesis profundamente enraizada en la tradición


luterana: sólo es verdadera teología cristiana la que se hace a la sombra del
Crucificado y a partir de la cruz. En la cruz se encuentra la identidad cristiana.
¿Quién puede amar el dolor y el sufrimiento? Y sin embargo, el cristiano sigue y
anuncia a un crucificado. Por no poner la cruz en el centro del cristianismo, la
Iglesia ha intentado encontrar su identidad en los ritos, en los dogmas y en las
tradiciones. El problema de la identidad se plantea también en el plano de la
praxis: lo que caracteriza al cristiano no es el hecho de comprometerse en la
construcción de un mundo mejor, como hacen hoy otros muchos bajo la bandera
de otras ideologías e inspiraciones; aunque un día lográsemos una sociedad sin
clases, proyecto de casi todos los movimientos liberadores modernos, el
cristiano conservaría su identidad, porque tal identidad se encuentra en la cruz,
locura para los sabios, escándalo para los piadosos e incomodidad para los
poderosos. El verticalismo de la oración y el horizontalismo del amor, que insiste
en la transformación del mundo, sucumben ante la cruz, donde todo queda en
tela de juicio: el Dios que calla ante el grito orante de Jesús y el Dios que se
muestra impotente ante el empeño de su Hijo, que pasó por el mundo haciendo
el bien y transformando las relaciones humanas. La teología de la cruz crucifica
lo cristiano.

Pone en entredicho todos nuestros modelos y concepciones del hombre, de


Dios y de la sociedad. Obliga al cristiano a poseer una identidad que no puede
proyectarse en un modelo político ni religioso ni en el esquema de un futuro
inmanente a la historia. Destruye todo eso y deja al hombre desnudo, como el
Crucificado en la cruz.

Partiendo de esta perspectiva, Moltmann procura situar la muerte de Jesús.


¿En qué sentido revela la cruz su más profunda identidad, que es también la
identidad cristiana? Moltmann analiza el proceso de Jesús, que fue condenado
como blasfemo y seductor mesiánico. Su muerte es consecuencia de una vida
coherente. Sin embargo, no basta decir que murió como un profeta o un mártir.

Eso es verdad, pero no es la última verdad que descubra la identidad. ¿En


qué reside? En que el mismo Dios (además de los judíos y los romanos) rechaza
a Jesús. Dios rechaza a su Hijo. El grito de abandono y desesperación en la cruz
manifiesta el rechazo por parte del Padre. Jesús sufrió la absoluta ausencia de
Dios, se sumergió en los tormentos del infierno. La muerte de Jesús significa el
fin absoluto de su causa y el fracaso total de su mensaje. Aquí está lo peculiar
de la muerte de Jesús, lo que diferencia su cruz de todas las demás cruces de la
historia.

Esta interpretación de la cruz destruye todos nuestros conceptos de Dios.


Dios no es ya el Dios que posee el ser en plenitud y nos defiende contra todos
los que nos quieren arrebatar el ser. Es un Dios que aniquila. Se manifiesta en
su contrario: su gracia, en los pecadores; su justicia, en los malos; su divinidad,
en un crucificado. Se revela en la impotencia y no en el poder. El Dios de
Jesucristo es, pues, un Dios que destruye y hace idolátricas todas las imágenes
humanas de Dios. Por eso Moltmann, en la línea de Barth, rechaza todo tipo de
religión, sea cristiana o pagana. Las religiones no pasan por el tamiz de la cruz.
Quedan pulverizadas. ¿Quién muere en la cruz? Jesús, el Hijo de Dios. Por tanto,
la cruz y la muerte guardan una relación estrecha con Dios. La muerte afecta al
mismo. De ahí el título del libro, sin coma entre las palabras, Dios crucificado.
Dios es el sujeto y el objeto: crucifica y es crucificado. Crucifica porque maldice
al Hijo y lo rechaza. Este muere como un Dios abandonado. Dios sufre la muerte
del Hijo en el dolor de su amor. Así, pues, en Jesús, Dios es crucificado y muere.
La muerte de Cristo, Hijo de Dios, realiza una posibilidad de Dios: la de morir y
ser crucificado. Si Dios no muriese no sería mayor que el hombre, que puede
morir. En la cruz se revela la Santísima Trinidad: el Padre que rechaza, el Hijo
que es abandonado y el Espíritu como fuerza con que todo se realiza y se
mantiene en la unidad.

Así, Dios asume la pasión del mundo, que se convierte en algo no exterior,
sino interior con respecto a él. Pero no debemos pensar, añade Moltmann, que la
muerte y los motivos que a ella llevan, como el odio y la violencia, quedan
eternizados por pertenecer a Dios. Dios está en proceso. Es vulnerable y
mutable, justamente puede sufrir y amar. Al final, cuando el mismo Dios llegue a
su identidad y el Hijo entregue el reino al Padre, entonces Dios será todo en
todas las cosas, y el mal y la muerte dejarán de existir. Dios habrá superado el
rechazar, matar, crucificar y ser crucificado... Será Dios en su gloria.

b) Dios dice no al sufrimiento.

En su libro Contra la reconciliación de Dios con la miseria. Crítica del teísmo


cristiano y del ateísmo, U. Hedinger inicia una línea de reflexión totalmente
diferente de la de Moltmann. El sufrimiento no se acepta, se combate. Tal es la
tesis fundamental de Hedinger.

Cualquier justificación del sufrimiento que incluya a Dios, agrava el


problema en lugar de solucionarlo. La solución teísta afirma que Dios Padre
omnipotente se mantiene infinitamente alejado del dolor. La solución dialéctica,
que afirma la simultaneidad y la alternancia de la vida y de la muerte, neutraliza
teóricamente el mal; pero no tiene en cuenta el mal-odio, el mal-crimen, que no
queda asumido en una síntesis superior. Se da una no identidad en el proceso
dialéctico y un mal totalmente absurdo. El ateísmo cristiano de muchos teólogos,
según el cual Jesús crucificado ocupa el lugar de Dios y soporta con los hombres
el dolor, tampoco supone una respuesta válida, pues perpetúa el mal en vez de
eliminarlo.

No hay justificación para el mal. El reino es la felicidad y no la integración


del mal. La espiritualidad de la cruz magnifica el dolor y frena las fuerzas que
combaten el mal en el mundo. El mundo sólo será liberado y perfecto en la
escatología. Hasta entonces, mientras la creación esté en proceso, persistirá el
mal, que es el "todavía no». El pecado consiste en negarse a crecer, a
desarrollarse, a superar las imperfecciones, en no querer colaborar con Dios
para que la creación no sea sólo obra suya, sino también fruto del esfuerzo
humano. Hedinger prefiere un dualismo antes que atribuir el mal a Dios.
Sublimar el dolor y el mal, como hace Moltmann, es una crueldad. El sufrimiento
no puede ser el dato central de la historia del amor. No lo es en la experiencia
humana ni en la experiencia que tenemos de Dios. Al contrario, Dios es amor y
no castigo ni rebelión de Dios contra Dios: Deus contra Deum. ¿Cómo pueden
ser momentos del amor de Dios matar y rechazar? Jamás vemos en la
destrucción del otro una manifestación del amor. La muerte de Cristo es un
asesinato político. Jesús no necesitaba morir en la cruz para manifestar el amor
de Dios Padre. Su muerte es fruto de una vida de fidelidad a Dios.

Por eso, no se puede concluir que Dios sea autor del mal y del bien, del
abandono y del amor. El rechazo del Hijo por el Padre significaría un Dios sin
amor. Cuando afirmamos que Dios sufre con nosotros y sufrió en Jesucristo,
queremos decir que Dios es solidario con los que sufren y sufre también para
librarnos del sufrimiento introduciendo una forma de amor que permite asumir el
dolor y la muerte. No porque descubra en ella un valor, sino para hacerla
imposible desde dentro. El hecho de que la creación se halle en camino hacia su
identidad y, por tanto, el mal no haya sido vencido aún por completo significa
que también Dios está en camino. Cuando irrumpa la creación en Dios, entonces
llegará él a su plenitud.

c) Posibilidad de encontrar un sentido en el sinsentido del sufrimiento.

El libro Leiden (sufrimiento), del que es autora la ilustre teóloga protestante


D. Sölle, constituye una acerba polémica, especialmente contra Moltmann. Para
Sölle, el sufrimiento no tiene sentido, aunque podamos dárselo. Hay un
sufrimiento que podemos superar y otro ante el que nos sentimos impotentes.
Ante un dolor profundo, cualquier palabra resulta vacía y cualquier expresión se
convierte en engaño. Sólo cabe callar y asistir a un misterio inefable. Ni aunque
Dios interviniera e hiciera suspender el martirio de un niño inocente tendríamos
una respuesta. Sólo podemos acercarnos al dolor que podemos calmar o del que
podemos aprender. Tienen sentido el dolor y la muerte que asumimos en
nuestra lucha contra el dolor y la muerte en el mundo. El cristiano no es un
estoico: no contempla impasible el desfile de los males de este mundo. Se rebela
positivamente y trata de superarlos.
¿Qué relación tiene el dolor con Dios? Sölle dice acertadamente que Dios no
envía el dolor como un castigo ni como prueba de obediencia, pues de otro modo
sería un Dios arbitrario. Dios no atormenta ni quiere el dolor. No es un sádico.
Quiere que luchemos contra el dolor. El dolor que nace de la lucha es el único
dolor digno y querido por Dios. No porque ame el dolor, sino porque quiere
nuestro esfuerzo. Aquí aparecen las duras críticas contra Moltmann, sobre las
que volveremos más adelante. También Sólle rechaza el intento de conciliar a
Dios con la miseria. "Quien no llora, no tiene necesidad de la utopía; pero el que
se limita a llorar, se encuentra con un Dios mudo». El hombre debe asumir el
desafío del dolor para generar amor y aceptar las cosas con amor, aunque
produzcan dolor.

d) "Memoria passionis».

El itinerario de J. B. Metz avanza en un proceso ininterrumpido. De una


teología antropológico-existencialista (Antropocentrismo cristiano, 1962) pasa a
una teología de la secularización (Teología del mundo, 1965- 1966), para
desembocar en la teología política (1967ss). A partir de 1969 habla de la
memoria passionis y propugna un nuevo método de hacer teología, la teología
narrativa, como correctivo de la teología argumentativa (1972ss). El contenido
de la fe cristiana no puede articularse únicamente en una perspectiva
concordista y argumentativa; tampoco con un método dialéctico que difumine
los problemas y las contradicciones de orden histórico y social. Subsiste siempre
una dialéctica negativa que no puede asumirse en una síntesis superadora. En
otras palabras: hay un mal que no puede transformarse en bien. Es pura
iniquidad y maldad. La historia de los que han sido asesinados y condenados
injustamente no puede rehacerse. Ellos siguen constituyendo en la historia una
continua denuncia contra el homo emancipator, contra el hombre que pretende
progresar en línea recta y sin sacrificio. Aquí se sitúa la memoria passionis, el
recuerdo peligroso y subversivo de los humillados y ofendidos, de los que fueron
vendidos; y ese recuerdo puede suscitar peligrosas visiones, dar pie a nuevos
movimientos liberadores...

La vida de Jesús se narra dentro de una memoria así. No se argumenta. Se


cuenta su historia. Esta historia rompe todas las totalidades que quieren insertar
el mal, el dolor, el pecado en un mecanismo superior y asignarles una función.
Hay una negatividad que no se deja encuadrar porque no tiene sentido. Pero
puede tener futuro. Esto es lo que se reveló en Jesús resucitado. Un crucificado,
muerto absurdamente, resucita y responde así al enigma de la historia; todos los
asesinados desde el comienzo del mundo viven como Jesús. Así, la memoria
passionis se transforma en memoria resurrectionis. Este futuro muestra que el
sentido no es patrimonio exclusivo de los vencedores y los poderosos. En la
resurrección aparece otro sentido: el futuro de los que fueron massa damnata,
los olvidados y borrados de la historia. Así, la Iglesia, que une las dos memorias,
no es una comunidad argumentativa, sino una comunidad que narra y actualiza
recuerdos: una memoria viva. El evangelio está vivo en su vida. Pero la Iglesia
debe saber contar y narrar, recordar y rememorar de manera que desenmascare
las ideologías totalitarias. El pensamiento argumentativo no carece de función:
sirve de apologética para defender la narración y actualizarla continuamente.

e) La cruz como escándalo.


Hans Urs von Balthasar se niega a trascender mediante la razón el
escándalo que ha significado la cruz para todo el pensamiento humano. La cruz
es escándalo. Y es cruz en la medida en que permanece como escándalo.
Cuando se la intelectualiza, deja de ser cruz, pasa a significar otra cosa y pierde
todo su carácter de escándalo.

Según Balthasar, la misma encarnación tiene ya un carácter "pasional», es


decir, está orientada a la pasión. La encarnación significa que Dios asume la
totalidad de la experiencia humana, incluida la experiencia del pecado y del
infierno. Cristo asumió todo esto a lo largo de su vida y en la muerte; pasó por
la experiencia universal del abandono de Dios, y bajó al infierno para sentirse
absolutamente condenado. De ahí que la pasión de este mundo se transforme en
pasión de Jesucristo. Esta kénosis implica un cambio en la imagen de Dios
inspirada en la concepción estática griega del Deus immovens.

OLa tradición hace dos afirmaciones fundamentales: la máxima kénosis en


la cruz es gloria (según Juan, la muerte es elevación en dos sentidos: elevado a
la cruz y elevado a la gloria); por la encarnación, Dios no sólo redimió al mundo,
sino que reveló su más íntima profundidad. Por tanto, la encarnación afectó a
Dios, pues él se reveló. Esta revelación implica que debemos pensar el mundo y
la encarnación intratrinitariamente y no sólo como obras ad extra. Si admitimos
esto, debemos concluir que, al encarnarse Dios, la Santísima Trinidad asume el
dolor y la muerte. Cuando muere en la cruz, Dios sigue siendo Dios, y la muerte
es una forma de Dios. La omnipotencia divina consiste en poder soportar todo,
no en poder todo. La inmutabilidad de Dios reside en su capacidad de cambiar
totalmente. En otras palabras: lo inmutable de Dios es que él sea siempre
mudable y se halle siempre en proceso.

Hay una verdad teológica que se sitúa entre la pura inmutabilidad de Dios
-la encarnación no será sino algo exterior a Dios- y la total mutabilidad de Dios
-la autoconciencia de Jesús quedaría totalmente alienada dentro de la conciencia
humana- esa verdad es la siguiente: el cordero inmolado desde el comienzo del
mundo (cf. Ap 13,8; 5,6.9.12). Concretamente: hay que situar el camino de
Jesús en el plan eterno de Dios, plan que abarca todo: dolor, muerte, cruz; todo
esto pertenece al Hijo eterno, que lo asume al encarnarse.

Debemos, pues, cambiar la imagen de Dios ensanchando los horizontes de


la comprensión de lo que llamamos mundo e historia. No debemos situar el
mundo y la historia fuera de Dios, sino dentro del proceso trinitario. Así se
entiende que Dios pueda cambiar. El cambio del mundo no es sino la forma
mundana del cambio de Dios.

Debemos buscar a Dios sub contrario,. La presencia divina adquiere su


mayor intensidad donde Dios parece no estar, en el lugar del que parece
haberse retirado. Esa lógica contradice la lógica de la razón, pero es la lógica de
la cruz. Esta lógica de la cruz es escándalo para la razón, pero es preciso
mantenerla, porque sólo así tenemos un acceso a Dios que de otro modo no
tendríamos. La razón busca la causa del dolor, las razones del mal. La cruz no
busca causa alguna: el dolor es un lugar privilegiado de la presencia divina.
Donde la razón veía ausencia de Dios, la lógica de la cruz descubre la plena
revelación divina. Partiendo de estas premisas, Balthasar polemiza rudamente
contra toda filosofía que intente hacer de la cruz un principio de intelección
universal. La cruz no es nada de eso, debe mantenerse como tal, como una
tiniebla frente a la luz de la razón y la sabiduría de este mundo. La cesura
existente entre la lógica de la cruz y la luz de la razón sólo se supera mediante
la resurrección como realidad escatológica. Ahí aparece que la vida presente en
la cruz se revela del todo. La resurrección no es obra de la luz de la razón, sino
de las tinieblas de la muerte; por eso es el Crucificado quien resucita, no Apolo,
ni Júpiter, ni el hombre glorioso que pasa a una gloria mayor. Resucita el
abandonado, el rechazado. Esto demuestra que en medio de ese abandono y
rechazo hay una vida diferente y plenamente divina: la resurrección, que
representa la unidad del mismo proceso trinitario.

Interpretada teológicamente, la cruz afecta no sólo al Hijo, sino también a


las tres personas divinas: al Padre como agente principal, al Hijo como aquel que
experimenta solidariamente con los hombres qué significa decir no a Dios sin
haberlo hecho nunca (Heb 4,15), y al Espíritu Santo como reconciliación de todo,
del Padre con el Hijo y de la creación con Dios.

f) La cruz como crimen.

En el horizonte de la teología de la liberación, las reflexiones sobre el


significado histórico y salvífico de la cruz se centran principalmente en la
dimensión «encarnatoria» de la salvación. «La teología de la cruz debe ser
histórica; hay que ver la cruz no como un designio arbitrario de Dios, sino como
consecuencia de la opción primigenia de Dios: la encarnación. La cruz es
consecuencia de una encarnación enmarcada en un mundo de pecado que se
revela como poder contra el Dios de Jesús». CZ/A: La cruz debe interpretarse
como solidaridad de un Dios que asume el dolor humano, no para eternizarlo,
sino para suprimirlo. La forma de acabar con él no es la fuerza y la dominación,
sino el amor. Cristo predicó y vivió esta nueva dimensión. Fue rechazado por el
«mundo», estructurado para el mantenimiento de su propio poder. Cayó víctima
de esta fuerza, pero no desistió de su proyecto de amor. La cruz es símbolo del
poder humano y símbolo de la fidelidad y el amor de Jesús. El amor es más
fuerte que la muerte, ante la cual sucumbe el poder. Por eso triunfó la cruz-
lealtad, la cruz- amor. Eso es la resurrección: una vida más fuerte que la vida-
poder, que la «vida-bios», que la «vida-ego». La cruz no puede ser proyectada
sobre Dios. Pero ¿de qué cruz se trata? ¿De la cruz del amor? Esta sí puede
proyectarse sobre Dios; pero no surge como consecuencia de la cruz-odio. La
cruz no es por sí misma símbolo de amor y de encuentro: es una forma de
suplicio y un medio con que el hombre da rienda suelta a su poder vengador. De
ahí que no se pueda proyectar esa cruz sobre Dios, so pena de renunciar a
cualquier comprensión de Dios.

El Dios que muere y rechaza a su propio Hijo sólo es comprensible en el


marco de una teología del amor. El rechazo sustituye y representa a los
pecadores del mundo. No es rechazado por ser Hijo, sino por haberse hecho el
pecado del mundo sin cometer pecado alguno.

El empeño de la fe y del cristianismo organizado como fuerza histórica


consiste en hacer cada vez más imposible el odio que engendra la cruz, no como
violencia que todo lo impone, sino como amor y reconciliación que a todos
conquista.
3. Convergencias y divergencias entre las diferentes posturas

a) Un Dios que no sufre no libera del sufrimiento.

Todas estas interpretaciones teológicas son realmente eso:


interpretaciones. Tal vez la forma más teológica de hablar de los problemas
humanos radicales como el sufrimiento, la muerte, el amor, la vida sea el
lenguaje simbólico y mítico. Tal lenguaje no explica mucho, pero «hace pensar»
y ofrece una salida que no es una fórmula ni la conclusión de un argumento, sino
un caminar juntos, un solidarizarse, un llorar juntos y juntos consolarse. Esto
supone el paso de un Dios estático, apático (que no sufre) a un Dios vivo,
patético (que tiene pathos y puede sufrir). En esto coinciden todos los autores.
Como afirma Bonhoeffer, un Dios que no sufre no puede liberarnos. Pero el
problema reside en cómo entender el sufrimiento de Dios. ¿Cómo hablar sobre
él?

b) Un Dios muere. ¿De qué Dios se trata?

¿Se puede incorporar el sufrimiento y aproximar la muerte a Dios hasta


conseguir que Dios pase a ser sujeto y no sólo objeto del sufrimiento y del dolor
causados por otros (Dios activo: produce el dolor en el mundo; Dios pasivo:
sufre el dolor del mundo, se solidariza con él) ? Aquí comienza el gran problema.
Cuando se hace indiscriminadamente a Dios sujeto de la muerte (Dios muere y
causa la muerte), se cae en un discurso teológico profundamente y ambiguo y
primitivo. En el de Moltmann se advierte una grave falta de rigor teológico. Dios
es epifánico, aparece como dolor y muerte. El lenguaje describe un fenómeno
como describe otros de la experiencia cotidiana. De ahí el desenfado con que
habla "de la rebelión de Dios contra Dios», «desunión en Dios», «enemistad
entre Dios y Dios», «Dios que rechaza y está contra Dios», «Dios mismo
abandonado de Dios», «abandono de Jesús en la cruz como acto positivo y
exclusivo del Padre que rechaza y se irrita contra el Hijo» ... Nos encontramos
ante una forma de hablar primitiva, mítica en el sentido peyorativo de que está
articulada dentro de una conciencia objetivante. No es un discurso teológico
consciente de la ambigüedad y del carácter analógico de nuestras afirmaciones
sobre Dios. Todo esto falta, ingenuamente. en uno de los más prestigiosos
teólogos del momento.

e) ¿Crucifica Dios a su Hijo?

La tesis más difícil de Moltmann, y en buena parte de Balthasar, es que el


Padre sacrifica al Hijo en la cruz. El Padre hace lo que no llegó a hacer Abrahán.
Este intentó sacrificar a su hijo Isaac. El Padre fue más lejos: mató al Hijo.
Moltmann se queda fascinado ante tal acto, pues estamos en presencia de una
teología radical de la cruz. Ya no es como en la teoría freudiana: el Hijo el que
mata al Padre, sino que es el Padre el que mata al Hijo.

Tanto Moltmann como Balthasar hacen esa afirmación para resaltar la cruz
como escándalo. Aquí no se sabe ya si la cruz es escándalo frente a una
comprensión humana (religiosa de los judíos o filosófica de los griegos) o debe
ser un escándalo tan absoluto que lo sea también para Dios. Parece que se
afirma todo para romper con cualquier posibilidad de que funcione el logos. No
hay ningún control ni cabe apelar a ninguna instancia. Es un hecho bruto. Nos
hallamos ante el dogmatismo más radical. Tal dogmatismo está a un paso del
ateísmo. El fideísmo y el ateísmo tienen la misma estructura. Así se explica que
no haya nada que permita soslayar un ateísmo total o reducir el cristianismo a
un dogmatismo fanático que se afirma como pura voluntad de poder. Presentar
la realidad de la cruz como liberación y crítica de todos los proyectos liberadores
es la forma de universalizar una esclavitud. Se libera haciendo a todos esclavos
de un concepto tiránico de Dios, absurdo, sin ninguna instancia de racionalidad
ni de luz, como total oscuridad y arbitrariedad, pues él resolvió en su eterno
arbitrio instaurar la cruz por la cruz, el sacrificio del cordero por pura
determinación.

Si tales afirmaciones se hacen para mantener vivo el escándalo, se corre el


peligro de pasar a formas aún más escandalosas contra todo buen sentido y
contra toda medida. Se dice que quien muere es el hijo de Dios; por tanto, la
muerte tiene que ver con Dios, es Dios quien muere. Correcto, pero no in recto,
sino únicamente in obliquo. Dios no muere in recto porque la muerte es algo
inherente a la condición humana. Dios no aniquiló al hombre cuando lo asumió,
sino que lo hizo in confuse. Por tanto, respeta el modo de ser propio del hombre;
pero, a causa de su íntima unión, podemos decir in obliquo (en sentido
traslaticio) que Dios muere. Aún más: Jesús sonrió, comió, digirió los alimentos
que tomó. sintió las necesidades humanas del hambre, la sed, el sueño, etc. En
la lógica de Moltmann podríamos hacer de todo esto un problema trinitario: ¿qué
significa que Dios tiene que hacer las necesidades fisiológicas? ¿Cómo se inserta
esto en el proceso trinitario? Así acabaríamos por transformar la fe trinitaria y
cristológica en un capítulo de la mitología antigua y en una parte de la
pornografía moderna. El lenguaje pierde su rigor y degenera en un puro
mecanismo para deducir fórmulas interpretadas materialmente. Creemos que
cuando la fe dice, con la reverencia del silencio místico, que Jesús es Dios, dice
todo lo que se puede decir.

Después sólo cabe el silencio, porque lo que se añade es vacío, superfluo o


redundante. Por eso no podemos construir y continuar hablando sobre esta
realidad. La teología y la fe únicamente pueden mostrar que cuando decimos
«Jesús es Dios» no estamos afirmando algo contradictorio. No se puede tomar a
Dios como una instancia fija, estable y sacar de ella deducciones, porque ese
Dios no sería ya el de la fórmula «Jesús es Dios", sino un ídolo, cualquier cosa
de la que se pueden deducir otras. Además de la labor apologética de demostrar
la no contradicción, la teología puede elaborar no un sistema basado en la
combinación Dios-hombre, pero sí una ética: ¿cómo caminar con Jesús, que
también es Dios? ¿Cómo seguirle para acercarnos cada vez más a él? La teología
occidental optó por una vía sistemática que la llevó a las contradicciones
insolubles y falsas con que se debate hoy. No elaboró una ética ni una política.
Por eso degeneró en una pura abstracción doctrinal y dejó la ética y la
organización de la vida a los principios paganos de la Ética a Nicómaco o a los
imperativos de la razón de Estado o de la Iglesia institución.

En la perspectiva de Moltmann, la pasión se reduce a una única causalidad:


la de Dios Padre. No se toma en serio la causalidad de los adversarios que, con
su cerrazón, fueron la causa de la muerte histórica de Jesús. Todo esto se
subsume en Dios. ¿Es verdad, pregunta Sölle, que el Padre es la causa del
sufrimiento de Jesús? No; Jesús padeció libremente por amor al mundo, a la
sociedad y a los desgraciados y por amor al Absoluto. La humanización del dolor
del mundo no consiste en que también el Hijo haya sufrido, sino en cómo sufrió.
Si sufre como todos, si asume el dolor por el dolor, porque el dolor es de Dios,
pues también él lo padece, entonces no hay posibilidad de superarlo. El
sufrimiento será eterno. Estaremos irreparablemente perdidos y entregados a su
dinamismo deshumanizador. En esta concepción, la experiencia del dolor carece
de esperanza.

Hay un sorprendente paralelismo entre la teología que descarga toda la


violencia sobre Dios y la tenebrosa visión del nazismo. Sölle cita unas frases de
Himmler, con ocasión de su visita a Poznam (Polonia), campo de concentración y
liquidación de prisioneros. Himmler dice a sus subordinados: "La mayoría de
vosotros sabe qué significa que se amontonen cien, quinientos, mil cadáveres en
el mismo lugar. Haber aguantado eso, con las excepciones propias de la
debilidad humana, y haber mantenido la corrección os ha endurecido. He aquí
una página gloriosa de nuestra historia que nadie había escrito hasta ahora y
nadie escribirá jamás».

El equívoco de esta teología, que proyecta sin matices el dolor y la cruz


sobre el mismo Dios, radica en presentar al Padre como asesino de Jesús. La ira
divina no se sacia con el castigo de los hijos, hermanos de Jesús, sino que
alcanza al Unigénito. El parricidio adquiere así una dimensión sacral y teologal.
Esta visión macabra no puede tener ninguna legitimidad cristiana porque
destruye toda la novedad del evangelio y lo convierte en instrumento para
sacramentalizar la iniquidad del mundo. Y no' hemos sido bautizados, muertos y
resucitados en Jesucristo para eso.

Si Dios se calla ante el dolor es porque él mismo padece y hace suya la


causa de los martirizados y de los que sufren (cf. Mt 25,31). El dolor no le es
ajeno; pero si lo asumió no fue para eternizarlo y dejarnos sin esperanza, sino
porque quiere poner fin a todas las cruces de la historia.

El cristianismo comenzó siendo una religión de esclavos, proletarios y


marginados, pero no para perpetuar esta situación, sino para superarla. Es una
moral que subvierte las relaciones de señor-esclavo.

¿Para qué sirve el dolor? ¿Para transformar y cambiar el mundo? Entonces


tiene sentido y es una tristeza según Dios, para decirlo en términos paulinos (2
Cor 7,8-10). ¿Para la aniquilación y la esclerosis? Entonces es tristeza según el
mundo y no sirve para nada, excepto para cavar el propio infierno de quien
comete el mal (cf. 2 Cor 7,8.10).

El problema del mal no es un problema de teodicea, sino de ética. El mal, lo


mismo que su fuerza y su superación, se comprende no especulando sobre él,
sino asumiendo una praxis de combate para generar el bien, el amor y la
liberación de las cruces de este mundo.

d) Dios doliente: ¿cómo sufre Dios?

Decir que Dios es amor es afirmar su vulnerabilidad. En otras palabras:


Dios ama y puede ser correspondido o rechazado. Al polo Dios-amor debe
responder otro polo, que pueda entablar con él un diálogo amoroso. El amor sólo
se da en la libertad y en el encuentro de dos libertades. La historia de la
salvación muestra la capacidad del hombre para rechazar el amor. Dios no
contempla esto con indiferencia. Sufre cuando se rechaza su amor. Sin embargo,
el amor no quiere el sufrimiento.

Busca la felicidad. Porque quiere hasta el extremo la felicidad del otro,


continúa amándolo incluso cuando éste se niega a amar. Asume su dolor porque
le ama y quiere compartirlo con él. Este es el sufrimiento de Dios, fruto del amor
y de su infinita capacidad de solidaridad. Con razón dice Moltmann que «la
Trinidad es completamente en sí misma y está completa en sí misma. Pero está
abierta al mundo y al hombre y es imperfecta en su ser de amor en el mismo
grado en que el amante no quiere ser perfecto sin la participación del amado».

Sin embargo, no debemos atribuir a Dios los mecanismos que generan el


dolor, la cruz, la división y el odio entre los hombres. En una palabra: no
podemos unir a Dios y a la cruz hasta situar la cruz en la identidad divina. Si
fuera así, estaríamos perdidos. Si el mismo Dios sufre en su esencia, si Dios
odia, si Dios crucifica, nos quedamos sin salvación. Porque él sería a la vez
bueno y malo, y nosotros estaríamos sometidos a la eterna alternancia del bien
y el mal. ¿Cómo hablar de una redención si Dios mismo debe redimirse?

No obstante, la cruz afecta a Dios porque significa una violación de su


proyecto histórico de amor y vulnera el derecho divino. Significa rebelión,
constitución del reino del hombre sin Dios. Si Dios está por encima de la cruz-
odio, si no entra en el mecanismo de la cruz-crimen, entonces puede
transformar la cruz en amor y hacerla bendición.

Pero si Dios fuera cruz, la redención de Jesús y su solidaridad con los


crucificados del mundo no significaría nada. Para sufrir, Dios tiene que asumir
algo diferente de él. Lo diferente de Dios, lo totalmente diferente de Dios, es la
situación de no Dios, de negación de Dios, la situación de cruz-crimen. Si
hubiera cruz en Dios, con la encarnación se encarnaría también ella y Dios no
asumiría nada. Sólo revelaría lo que es: cruz y dolor. Sería él mismo proyectado
en el mundo. Pero Dios no es cruz y, por eso, puede asumirla como algo nuevo
para él. Y esto es una ganancia incluso para él. La asume por solidaridad con los
que sufren, no para sublimarla y perpetuarla, sino para solidarizarse con los que
padecen en la cruz, para transformarla en señal de bendición y de amor
paciente. El móvil es, pues, el amor.

Este es el sentido de Dios en la cruz, de las afirmaciones del Dios doliente y


de la teología patética. En esta perspectiva adquieren una dimensión divina la
pobreza, la sentencia, el ultraje y el sufrimiento. No para adormecer la
conciencia en la lucha contra la pasión del mundo, sino para afirmar que sólo en
solidaridad con los crucificados se puede luchar contra la cruz, sólo
identificándose con los atribulados de la vida se puede liberar efectivamente de
las tribulaciones. Y éste fue el camino de Jesús, la senda del Dios encarnado.

4. La cruz, muerte de todos los sistemas

La cruz no puede constituir el principio vertebrador de un sistema teológico,


como ocurre en Moltmann y Balthasar. La cruz es la muerte de todos los
sistemas porque no se deja encuadrar en nada. Rompe todos los lazos. Es el
símbolo de una negación total. Es pecado y rechazo de Dios; por eso es fruto de
la libertad. La mayoría de los sistemas citados apenas hablan de la libertad
humana, capaz de rechazar a Dios y crear el infierno. La cruz nació del rechazo
del reino. Como pecado, es totalmente absurda. Carece de toda inteligibilidad.
Por eso no puede constituir un eslabón de un sistema lógico y coherente. Rompe
todo porque rompe con Dios, el Logos absoluto. Pero si la cruz es absurda, más
absurdo aún es que Dios la haya asumido. Aquí está el hecho verdadero y
decisivo. Aun siendo absurda, la cruz no constituye un límite para Dios. Dios es
tan grande, se halla tan por encima de cualquier negación posible, que puede
asumir el absurdo, no para divinizarlo ni para perpetuarlo, sino para revelar las
dimensiones de su gloria, que van más allá de cualquier luz que venga del logos
humano y de cualquier oscuridad que venga del corazón. Dios asume la cruz por
amor a los crucificados, en solidaridad con todos los que sufren la cruz. Les dice:
la cruz, aunque absurda, puede ser el camino para una gran liberación con tal
que tú la aceptes con libertad y amor. Entonces liberarás la cruz de su absurdo y
te liberarás a ti mismo. Eres y te haces más grande que la cruz, porque la
libertad y el amor son mayores que todos los absurdos y más fuertes que la
muerte. Porque puedes hacer de ellos un sendero que te acerque a mí.

La cruz entra así en la historia del amor, de lo que el amor puede en cuanto
capacidad de solidaridad. La cruz es el lugar en que se revela la forma más
sublime del amor y se muestra su esencia. Esa esencia radica en poder estar en
el otro en cuanto otro, en el totalmente otro. El totalmente otro de mí es el
enemigo. Amar al enemigo (cruz), poder estar en él, asumirlo: ésa es la obra del
amor. Aquí está su esencia. La cruz asumida realiza totalmente al hombre
porque le ofrece la ocasión de amar de una forma más sublime. La cruz no es
amor ni fruto del amor. Es el lugar donde aparece lo que puede el amor. La cruz
es odio destruido por el amor que asume la cruz-odio. Entonces libera.

A pesar de todo, la cruz-odio es un misterio inaccesible a la razón


discursiva, pero verificable en la praxis humana. No hay ningún argumento
lógico que justifique la negación del hombre por otro hombre ni de Dios por el
hombre. Sin embargo, esto sucede. Por tanto, no es posible sistematizar la cruz
en una concepción coherente del mundo y de Dios. Desgarra todo. Por eso es el
símbolo de nuestra finitud y el límite de nuestra razón. La cruz crucifica a la
razón y también a la teología como reflexión sistemática sobre Dios y las cosas
divinas. Amar esta fragilidad, entenderla como forma de mostrar un acceso
diferente a Dios asumiendo la cruz en el amor: tal es la gran oportunidad y el
gran reto que la cruz lanza a nuestra libertad.

La cruz no está ahí para que la comprendamos, sino para que la aceptemos
y sigamos el camino del Hijo del hombre, que la abrazó y por ella nos redimió.

LEONARDO BOFF JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág. 405-422
RELECTURA DE LA RESURRECCIÓN EN LA
ANTROPOLOGÍA ACTUAL

7. La muerte como acontecimiento biológico y personal

A la luz de esta concepción unitaria del hombre cuerpo-alma, ¿qué significa


la muerte? La definición clásica de muerte como separación del alma y del
cuerpo se caracteriza por una grave indigencia antropológica, pues presenta la
muerte como algo que afecta solamente a la «corporalidad humana» y deja al
«alma» completamente intacta. Esta descripción considera la muerte como un
hecho biológico: cuando las energías biológicas del hombre llegan al punto cero,
entonces sobreviene la muerte. Esta concepción sugiere también que la muerte
es algo que sobreviene extrínsecamente a la vida: ambas, muerte y vida, se
oponen; no existe entre ellas ninguna interrelación. Por ello, en la definición
clásica, la muerte es un acontecimiento que aparece sólo al final de la vida
biológica. Por el contrario, en la visión antropológica que hemos expuesto la
muerte surge no como un simple hecho biológico, sino como un fenómeno
específicamente humano. La muerte afecta a la totalidad del hombre y no
únicamente a su cuerpo. Si el cuerpo es afectado y constituye una parte esencial
del alma, entonces también el alma queda envuelta en el círculo de la muerte.
Además, la muerte humana no es algo que llegue como un ladrón al final de la
vida: está presente en la existencia del hombre, en cada momento y siempre, a
partir del instante en que el hombre aparece en el mundo 55. Las fuerzas se van
gastando, y el hombre va muriendo a plazos, hasta acabar de morir. La vida
humana es esencialmente mortal o, como dice san Agustín, en el hombre hay
una muerte vital 56.

La muerte no existe. Lo que existe es el hombre moribundo, como un ser


para la muerte. Esta no viene desde fuera, sino que crece y madura en la vida
del hombre mortal. De esta forma, la experiencia de la vida coincide con la
experiencia de la muerte. Prepararse para la muerte significa prepararse para la
vida verdadera, auténtica y plena. De ahí se sigue que la escatología no está
aislada de la vida y proyectada hacia un futuro distante, sino que es un
acontecimiento de cada instante de la vida mortal. La muerte acontece
continuamente, y cada instante puede ser el último.

8. La muerte como escisión

El último instante de la muerte vital o de la vida mortal tiene carácter de


ruptura, pero no entre el alma y el cuerpo (porque éstos no son dos cosas que
puedan separarse, sino únicamente dos principios metafísicos). La ruptura se da
entre un tipo de corporalidad limitado, biológico, restringido a un pedazo de
mundo, esto es, al cuerpo, y otro tipo de corporalidad y relación con la materia
ilimitado, abierto y pancósmico. Con la muerte, el hombre-alma no pierde su
corporalidad, pues ésta le es esencial, sino que adquiere otro tipo de
corporalidad más perfeccionada y universal. El hombre-cuerpo, como nudo de
relaciones con la totalidad del universo, puede ahora, al fin, por vez primera en
la muerte, realizar la totalidad, que ya en la situación terrestre podía vislumbrar
y sentir parcialmente. El hombre-alma, por la muerte, es introducido en la
unidad radical del mundo; no deja la materia, ni puede dejarla, porque el
espíritu humano se relaciona esencialmente con ella. Por el contrario, la penetra
mucho más profundamente en una relación cósmica total, baja al corazón de la
tierra (Mt 12,40). La muerte es semejante al nacimiento. Al nacer, la nueva
creatura abandona la matriz que la alimentaba, pero que poco a poco se había
hecho sofocante. Pasa por la crisis más penosa de su vida fetal, a cuyo término
irrumpe en un mundo nuevo y en una nueva relación con él.

Es empujada por todos lados, apretada, casi sofocada y arrojada fuera, sin
saber que después de este paso la espera el aire libre, el espacio, la luz y el
amor 57. Al morir, el hombre atraviesa una crisis biológica semejante a la del
nacimiento. Se debilita, va perdiendo el aire, agoniza y es como arrancado del
cuerpo. No experimenta aún cómo va a irrumpir en horizontes más amplios que
le hacen comulgar, de forma esencial, profunda y perfecta, con la totalidad de
ese mundo. La placenta del recién nacido en la muerte no está ya constituida
por los estrechos límites del hombre-cuerpo, sino por la globalidad del universo
total.

La escisión asume aún otro aspecto: marca el término de la vida terrestre


del hombre, no sólo en su sentido cronológico, sino principalmente humano. La
muerte establece un término al proceso de personalización dentro de las
coordenadas de este mundo biológico y espacio-temporal. La teología dirá que el
último instante de la vida y la muerte inauguran el fin del status vitae
peregrinantis y el encuentro personal con Dios.

Si la muerte significa un perfeccionamiento del hombre debido a su relación


más íntima con el universo, entonces posibilita también la plenitud del conocer,
del amor, de la conciencia. Como ha señalado M. Blondel, nuestra voluntad, en
su dinamismo interior, no se agota ni se satisface plenamente en ningún acto
concreto: no quiere simplemente esto o aquello, sino la totalidad. La muerte
significa el nacimiento del verdadero y pleno querer. El hombre conquista por fin
su libertad, desinhibido de los condicionamientos exteriores, de la propia carga
arquetípica inconsciente, del superego social, de las propias neurosis y
mecanismos represivos. La personalidad, con todo lo que ella construyó en su
vida terrestre, puede ejercer su voluntad en el vastísimo campo operacional del
universo.

J. Marechal y H. Bergson descubren la misma estructura del querer en el


conocer, en el sentir y en el recordar. En el hombre reina un dinamismo
insaciable que le lleva a no agotar jamás su capacidad de conocer, sentir y
recordar. Ningún acto concreto resulta adecuado al impulso interior. La muerte
abre la posibilidad a la total reflexión y a la inmersión en el horizonte infinito del
ser. La sensibilidad humana, en una vida terrestre limitada por la selección
natural de los objetos sensibles, se libera al fin de estas trabas y puede abrirse a
una capacidad inimaginable de perfecciones. La muerte es el momento de la
intuición profunda del corazón del universo y de la presencia total en el mundo y
en la vida.

G. Marcel ha llamado la atención sobre el dinamismo inmanente del amor


humano, que se define como donación y entrega, de tal suerte que sólo en el
amor se posee lo que se da. En la condición terrestre, el amor nunca puede ser
donación total debido a la autoconservación congénita del ser viador. La muerte
implica la total entrega de nuestro modo terrestre de existencia. Este hecho
permite a la persona entregarse completamente con la más pura libertad. En la
muerte, el hombre entra en comunión radical con toda la realidad de la materia.

Los filósofos E. Bloch y G. Marcel han analizado en especial la dimensión


«esperanza» en el hombre, que no debe ser confundida con la virtud: esta
dimensión es un verdadero principio en el hombre que da cuenta del
extraordinario dinamismo de su acción en la historia, de su capacidad utópica y
de su orientación hacia el futuro. Aparece como verdadero no lo que es, sino lo
que vendrá. El hombre no es nunca una síntesis completa. Su futuro, que vive
como dimensión, no puede ser manipulado ni totalmente agotado en un acto
concreto; sin embargo, pertenece a la misma esencia humana. La muerte creará
la posibilidad de que el ser y el será se conviertan en un plano es, en un futuro
realizado. La muerte como escisión se revela principalmente en el momento en
que la curva de la vida biológica se cruza con la curva de la vida personal. La
primera está constituida por el hombre exterior, que nace, crece, llega a la
madurez, envejece y va muriendo biológicamente cada momento hasta acabar
de morir. La otra curva está constituida por el hombre interior: a medida que va
envejeciendo biológicamente, crece en él un núcleo interior y personal: la
personalidad. La enfermedad, las frustraciones y las demás energías del hombre
exterior pueden servir de trampolín para un mayor crecimiento y madurez de la
personalidad. En sentido inverso a la curva biológica que va decreciendo, la
curva de la personalidad va creciendo y abriéndose cada vez más a la libertad, al
amor y a la integración hasta acabar de nacer. La muerte llega cuando ambas
curvas se cruzan y cortan.

El desarrollo pleno del hombre interior (personalidad) exige la muerte del


hombre exterior (vida biológica) para poder seguir desarrollándose. Por eso la
muerte, para los santos y los hombres de gran individualización de la
personalidad, es como una hermana, como el paso necesario a otro nivel de vida
personal y libre de mayor plenitud. Como para los antiguos cristianos, la muerte
surge entonces como el vere dies natalis, como el verdadero día del nacimiento
en el que el hombre realiza plenamente su ser auténtico para siempre. En el
decurso de la vida, los actos de nuestra libertad personal tienen un carácter
preparatorio y nos educan para la verdadera libertad. «Muriendo -decía Franklin-
acabamos de nacer»63.

9. La muerte como decisión

Si el momento de la muerte constituye, por excelencia, el instante en que el


hombre llega a una completa madurez espiritual y en el que la inteligencia, la
voluntad, el sentir, la libertad pueden ser ejercidos sin traba alguna y en
conformidad con su dinamismo natural, entonces se da por primera vez la
posibilidad de una decisión totalmente libre que expresa la totalidad del hombre
ante Dios, ante Cristo, ante los demás hombres y el universo. El momento de la
muerte rompe con todos los determinismos; el verdadero ser del hombre escoge
las relaciones con la totalidad que lo constituirán como personalidad abierta a
todos los seres. Inmerso en el espacio y en el tiempo terrestre, el hombre era
incapaz de expresarse totalmente en un acto definitivo. Todas sus decisiones
eran verdaderas, pero precarias y mudables. Debido a su ambigüedad
constitutiva, ninguna de ellas podía surgir con un carácter definitivo que
implicase por sí solo el cielo o el infierno. En la muerte (ni antes ni después), es
decir, en el momento del paso del hombre terrestre al hombre pancósmico, libre
de todos los condicionamientos exteriores, en la posesión plena de sí como
historia personal y con todas sus capacidades y relaciones, se da una decisión
radical que implica el destino eterno del hombre. En ese momento de total
conciencia y lucidez, el hombre conoce lo que significan Dios, Cristo y su
autocomunicación, cuál sea el destino del hombre, sus relaciones de apertura a
la totalidad de los seres.

Entonces es cuando, conforme con la personalidad que él se forjó a lo largo


de su vida, totalizando todas las decisiones tomadas, puede decidirse por la
apertura total que implica salvación o por el cerrarse sobre sí mismo que excluye
la comunión con Dios, con Cristo y con la totalidad de la creación.

La muerte es un penetrar en el corazón de la materia y de la unidad del


cosmos. En ella tiene lugar un encuentro personal con Dios y con Cristo
resucitado, que llena todo con su presencia, el Cristo cósmico. Ahora, en la
mejor oportunidad, puede el hombre decidirse de la mejor forma, totalmente
libre de coacciones exteriores y definitiva. En ese encuentro con Dios y con la
totalidad se da el juicio y también el purgatorio como proceso de purificación
radical. Delante de Dios y de Cristo, el hombre descubre su ambigüedad, pasa
por una última crisis cuyo desenlace es un acto de total entrega y amor o de
cerrazón y opción por una historia sin otros y sin nadie. Esta decisión produce
una escisión definitiva entre el tiempo y la eternidad, y el hombre pasa de la
vida terrestre a la vida de comunión íntima y facial con Dios o de total
frustración de su personalidad, llamada también infierno.

10. La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.

Hasta aquí hemos visto que la muerte pertenece al mismo contexto de la


vida terrestre. Esta es siempre vida mortal o muerte vital. Mucho antes de que
en la evolución surgiera el hombre mortal, ya se consumían las plantas y morían
los animales. Este dato tiene su importancia, porque la Biblia y la teología
presentan la muerte como consecuencia del pecado del hombre. Pablo dice
claramente que «la muerte entró en el mundo a través del pecado» (/Rm/05/12;
Gn 3). El segundo Concilio de Orange (529) y después el de Trento (1546) lo
subrayan con igual claridad: la muerte es el precio del pecado (DS 372 y 1511).
¿Cómo se ha de entender esto ?

Al parecer, la sentencia bíblica y conciliar se opone a lo que hemos


expuesto hasta aquí. Pero una reflexión más atenta sobre el sentido de esta
afirmación nos hará comprender la validez (de las dos posturas, la que afirma
que la muerte es un fenómeno natural y la que sostiene que la muerte es
consecuencia del pecado. La teología clásica, sobre todo a partir de san Agustín,
ha enseñado siempre que la muerte es un fenómeno natural por cuanto la vida
biológica va desgastándose hasta que el hombre termina sus días. No cabe decir
que el hombre no puede morir (non posse mori). Constitutivamente es un ser
mortal. No obstante, en virtud de su orientación originaria hacia Dios y en su
primera situación, el hombre primitivo (Adán) estaba destinado a la
inmortalidad. El podía no morir (posse non mori). «Cuando la fe nos enseña esto
-como bien dice K. Rahner en su célebre ensayo sobre el Sentido teológico de la
muerte- no nos dice que el hombre paradisíaco, de no haber pecado, habría
prolongado indefinidamente la vida terrena. Podemos decir, sin ningún reparo,
que el hombre habría terminado su vida temporal. Habría permanecido en su
forma corporal, pero su vida habría llegado a un punto de consunción y de plena
madurez partiendo de dentro... Adán habría tenido una cierta muerte». Lo cual
quiere decir que habría una escisión entre la vida terrestre y la vida celeste,
entre el tiempo y la eternidad. Habría un paso y, por tanto, muerte en el sentido
antes explicado. Pero tal muerte estaría integrada en la vida. Debido a la
armonía total del hombre, no sería sentida como pérdida, ni vivida como un
asalto, ni sufrida como un despojamiento. Sería un paso natural, como natural
es el paso del niño del seno materno al mundo, de la infancia a la edad adulta.
Alcanzada la madurez interior y agotadas las posibilidades para el hombre
cuerpo-espíritu en el mundo terrestre, la muerte lo introduciría en el mundo
celeste. Adán habría muerto como el pequeño príncipe de Antoine de Saint-
Exupéry, sin dolor, sin angustia y sin soledad.

Sin embargo, debido al pecado original que afecta a todos los hombres, y
debido también al pecado personal, la muerte ha perdido su armonía con la vida.
Se siente como un elemento que aliena y roba la existencia. Es miedo, angustia
y soledad. La muerte concreta e histórica, tal como es vivida (vivir la muerte y
morir la vida son sinónimos), es fruto del pecado. De una parte, es natural como
término de la vida. De otra, en la forma alienante en que se sufre, es antinatural
y dramática.

La muerte implica una última soledad. Por eso el hombre la teme y huye de
ella, como huye del vacío. Simboliza y sella nuestra situación de pecado, que es
soledad del hombre que ha roto su comunión con Dios y con los otros. Cristo
asumió esta última soledad humana. La fe nos dice que él descendió a los
infiernos, esto es, pasó los umbrales del vacío radical existencial, para que
ningún mortal pudiese en lo sucesivo sentirse solo.

El hombre puede integrar la muerte en la vida, abrazándola como total


despojo y último acto de amor, como entrega confiada. El santo y el místico,
como la historia demuestra, pueden integrar paradisíacamente la muerte en el
contexto de la vida y no ver en ella una usurpadora de la vida, sino a la hermana
que nos libera y nos introduce en la casa de la vida y del amor. Entonces el
hombre aparece libre y liberado, como un Francisco de Asís. La muerte no le
hará ningún mal porque es el paso para una vida más plena.

LEONARDO Boff JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN DEL HOMBRE


EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981.Pág. 520-527

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