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JESUCRISTO Y LA LIBERACIÓN
DEL HOMBRE
(Selección)
Sumario
III.7. El seguimiento de Jesús como forma de actualizar su liberación
IV. JESUCRISTO, LIBERADOR DE LA CONDICIÓN HUMANA
1 El Reino de Dios implica una revolución en el modo de pensar y actuar
2. El Reino de Dios supone evolución del mundo de la persona
3. Conclusión: significado teológico de las actitudes del Jesús histórico
V. JESÚS, UN HOMBRE DE EQUlLlBRIO, FANTASÍA CREADORA Y ORIGINALIDAD
1. Jesús, hombre de extraordinario equilibrio y sentido común:
2. Jesús, hombre de singular fantasía creadora
3. La originalidad de Jesús
4. Conclusión: significado teológico del comportamiento de Jesús
IX. 2. - Jesús es el punto omega de la historia, el Mesías, el hijo de David
esperado, el Hijo de Dios
X. JESÚS, EL HOMBRE QUE ES DIOS
5.- Jesús: el hombre Dios y el Dios hombre
6. La impecabilidad de Jesús
7. Todos estamos destinados a ser imagen y semejanza de Cristo
XI - ¿DONDE ENCONTRAMOS HOY A CRISTO RESUCITADO?
1. El cristianismo no vive de una nostalgia, celebra una presencia
2. Comprender el mundo partiendo de su futuro ya manifestado
3. ¿Cómo esta hoy presente Cristo resucitado?
4. Conclusión: el orgullo de los cristianos
XII - ¿CÓMO LLAMAREMOS HOY A JESÚS?
1. En Cristología no basta conocer lo que otros ya conocieron
3. Elementos de una Cristología en lenguaje secular
4. Conclusión: Cristo, memoria y conciencia critica de la humanidad
XIII – SALVACIÓN EN JESUCRISTO Y PROCESO DE LIBERACIÓN
3. El Reino de Dios como revolución global y estructural del viejo mundo
8. La fe cristiana no es ideología, sino fuente de ideologías funcionales
XIV - JESUCRISTO Y EL CRISTIANISMO: REFLEXIONES SOBRE LA ESENCIA DE
LO CRISTIANO
1. El cristianismo es tan vasto como el mundo
2. La plena hominización del hombre supone la hominización de Dios
3. La estructura crística y el misterio del Dios Trino
4. El cristianismo, respuesta responsable a una propuesta
5. El catolicismo es la articulación institucional más perfecta del cristianismo
6. Jesucristo, "todo en todas las cosas»
7. Conclusión: la esperanza y el futuro de Cristo Jesús
PASIÓN DE CRISTO Y SUFRIMIENTO HUMANO
III - ¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE?
1. Actitud de Jesús ante su muerte violenta
2. Cómo imaginó Jesús su propio fin
3. Intento de reconstrucción de la trayectoria del Jesús histórico
4. El significado trascendente de la muerte de Jesús
La muerte de Cristo en la reflexión teológica de Pablo
VI - PRINCIPALES INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE CRISTO EN LA
TRADICIÓN TEOLÓGICA: SU CADUCIDAD Y SU ACTUALIDAD
1. ¿Qué es propiamente redentor en Jesucristo: el comienzo (la encarnación)
o el fin (la muerte)?
2. Problemática y aporías de las concepciones de la redención
3. El modelo del sacrificio expiatorio: muerto, por el pecado de su pueblo
4. El modelo de la redención y el rescate: triturado por nuestras iniquidades
5. El modelo de la satisfacción sustitutivo: «Gracias a sus padecimientos
hemos sido sanados»
6. Cristo libera en solidaridad universal con todos los hombres
VII - LA CRUZ Y LA MUERTE EN LA TEOLOGÍA ACTUAL
1. Un interrogante siempre abierto...
2. Teologías modernas de la cruz
3. Convergencias y divergencias entre las diferentes posturas
4. La cruz, muerte de todos los sistemas
RELECTURA DE LA RESURRECCIÓN EN LA ANTROPOLOGÍA ACTUAL
7. La muerte como acontecimiento biológico y personal
8. La muerte como escisión
9. La muerte como decisión
10. La muerte, fenómeno natural y consecuencia del pecado.
La vida humana bajo el signo del retraso de la venida del reino escatológico
como plenitud tiene una estructura pascual que se traduce en el seguimiento de
Jesús, muerto y resucitado.
Este seguimiento incluye, ante todo, anunciar la utopía del reino como
sentido feliz y pleno del mundo que Dios ofrece a todos. En segundo lugar
implica traducir la utopía en praxis encaminada a cambiar este mundo en el
plano personal, social y cósmico. La utopía no es una ideología, sino que da
origen a ideologías funcionales para orientar las prácticas liberadoras. El
seguimiento de Jesús no es mera imitación, sino que supone darse cuenta de la
diferencia existente entre la situación de Jesús, con su horizonte apocalíptico de
irrupción inminente del reino, y la nuestra, en la que la historia tiene futuro y la
parusía se ha retardado. Las tácticas para organizar el amor y la justicia en la
sociedad dependen de estas diferencias. Es cierto que, tanto para Jesús como
para nosotros, Dios es futuro, y su reino no ha llegado totalmente. Pero cambia
la manera de asumir la historia. El no nos impuso un modelo concreto, sino una
forma peculiar de hacerse presente en la realidad concreta, forma que está
inevitablemente vinculada a la pequeñez de cada situación: opción por los
marginados, renuncia a la voluntad de poder como dominación, solidaridad con
todo lo que apunta a una convivencia más participada, fraterna y abierta al
Padre, etc.
Esta visión -con los límites de toda visión- quiere ponerse al servicio de la
causa de liberación política, social, económica y religiosa de nuestros pueblos
oprimidos. Se trata de una contribución teórica que intenta iluminar y enriquecer
una praxis, ya existente, de fe liberadora.
................
La conversión que Jesús pide y la liberación que nos conquistó son para el
amor sin discriminación. Hacer del amor la norma de vida y de conducta moral
es algo dificilísimo para el hombre. Es más fácil vivir dentro de la ley y de unas
prescripciones que todo lo prevén y determinan. Difícil es crear para cada
momento una norma inspirada en el amor. El amor no conoce límites. Exige
fantasía creadora. Sólo existe en el dar y ponerse al servicio de los otros. Y sólo
dando se tiene. Esa es la «ley» de Cristo: que nos amemos los unos a los otros
como Dios nos ha amado. Ese es el único comportamiento del hombre nuevo,
libre y liberado por Cristo e invitado a participar del nuevo orden. Ese amor se
expresa en fórmulas radicales, como las del Sermón de la Montaña: no sólo el
que mata, sino también el que irrita a su hermano es reo de juicio (Mt 5,22) ;
comete adulterio aquel que desea una mujer en su corazón (Mt 5,28) ; no se
debe jurar de ninguna forma; sea vuestra palabra: sí, sí; no, no (Mt 5,34-37) ;
no resistas a los malos; si alguien te abofetea en la mejilla derecha, ponle
también la otra; y al que lucha contigo para quitarte el vestido, dale también el
manto (Mt 5,39-40), etc.
«No nos cabe juzgar a los otros, definiéndolos como buenos o malos, fieles
o infieles, pues la distinción entre buenos y malos desaparece si eres bueno para
los demás. Si existen malos, entonces examina tu conciencia: has cerrado el
corazón y no has ayudado al otro a crecer. La miseria del mundo nunca es
disculpa ni motivo de fuga, sino acusación contra ti. No eres tú quien debe
juzgar la miseria, sino que es ésta la que te juzga, y juzga tu sistema y te hace
ver tus defectos (cf. Mt 7,1.5).
....................
Antes de atribuir títulos divinos a Jesús, los evangelios nos permiten que
hablemos humanamente de él; como nos dice el NT, con él «apareció la bondad
y el amor de Dios a los hombres». No pinta el mundo ni peor ni mejor de lo que
es. No moraliza. Con extraordinario equilibrio encara la realidad, posee la
capacidad de ver y colocar todas las cosas en su sitio. A ese equilibrio agrega la
capacidad de ver al hombre mayor y más rico que su contexto cultural concreto.
Y todo es porque en él se reveló lo que hay de más divino en el hombre y lo que
hay de más humano en Dios.
3. LA ORIGINALIDAD DE JESÚS
El interés por las actitudes y el comportamiento del Jesús histórico parte del
presupuesto de que en él se reveló lo que hay de más divino en el hombre y lo
que hay de más humano en Dios. Lo que apareció y se expresó en Jesús debe
emerger y expresarse también en sus seguidores: la total apertura a Dios y a los
otros, el amor indiscriminado y sin límites, el espíritu crítico frente a la situación
vigente social y religiosa, porque ésta no encarna pura y simplemente la
voluntad de Dios, el cultivo de la fantasía creadora que en nombre del amor y de
la libertad de los hijos de Dios pone en tela de juicio las estructuras culturales, la
primacía del hombre-persona sobre las cosas que son del hombre y para el
hombre. El cristiano debe ser un hombre libre y liberado. Esto no quiere decir
que sea un anarquista y sin ley. Entiende la ley de modo diferente: como dice
san Pablo, «él no está ya bajo la ley» (/Rm/06/15), sino que está bajo la «ley de
Cristo» (1 Cor 9,21), que le permite -«siendo totalmente libre» (1 Cor 9,19)-
vivir ya con los que están bajo la ley, ya con los que están fuera de la ley, para
ganar a ambos (1 Cor 9,19-23). Como se ve, aquí se realiza la ley al servicio del
amor. «Para que gocemos de esta libertad, Cristo nos hizo libres... y jamás nos
debemos dejar sujetar de nuevo al yugo de la servidumbre» (Gál 5,1). Todo eso
lo vemos realizado, de modo ejemplar, por Jesús de Nazaret con una
espontaneidad que no encuentra quizá semejanza en la historia de las religiones.
Se desteologiza la religión, y la voluntad de Dios habrá que buscarla no sólo en
los Libros Santos, sino principalmente en la vida diaria; se desmitologiza el
lenguaje religioso usando expresiones de las experiencias comunes a todos; se
desritualiza la piedad, insistiendo en que el hombre está siempre delante de Dios
y no solamente cuando va al templo a rezar; se emancipa el mensaje de Dios de
su relación con una comunidad religiosa determinada, dirigiéndolo a cada
hombre de buena voluntad (cf. Mc 9,38-40; Jn 10,16); por fin, se secularizan los
medios de salvación, haciendo del sacramento del otro (Mt 25,31-46) el
elemento determinante para entrar en el reino de Dios. Cristo no vino, sin
embargo, a hacer más cómoda la vida de los hombres. Todo lo contrario. En
palabras del Gran Inquisidor de ·Dostoievski: «En vez de dominar la conciencia,
viniste a profundizarla más; en vez de cercenar la libertad de los hombres,
viniste a ampliarles el horizonte. Tu deseo era liberar al hombre para el amor.
Libre debe seguirte, sentirse atraído y preso por ti. En lugar de obedecer las
duras leyes del pasado, debe el hombre, a partir de ahora, con el corazón libre,
decidir lo que es bueno y lo que es malo, teniendo tu ejemplo ante sus ojos».
Intentar vivir semejante proyecto de vida es seguir a Cristo, con la riqueza que
esta palabra -seguir e imitar a Cristo- encierra en el Nuevo Testamento.
Seguimiento significa liberación y experiencia de novedad de vida redimida y
reconciliada, pero también puede incluir, como en Cristo, persecución y muerte.
Jesús estaba vacío de sí mismo. Por eso podía ser completamente colmado
por los otros, a quienes recibía y escuchaba tal como se presentaban. Daba igual
que fueran mujeres o niños, publicanos o pecadores, una prostituta o un
teólogo, tres ex guerrilleros (convertidos después en sus discípulos) o unos
piadosos como los fariseos. Jesús fue un hombre que se entendió siempre a
partir de los otros: su ser fue continuamente «un ser para los demás>.
Particularmente con el gran Otro, Dios, él cultivó una relación de extrema
intimidad. Llama a Dios Abbá, Padre, en un lenguaje que se asemeja a la
confianza y a la entrega segura de un niño (Mc 14,36; cf. Rom 8,15; Gál 4,6). El
mismo se siente su hijo (Mt 11,27; Mc 12,6; 13,52). Su relación íntima con el
Padre no manifiesta indicio alguno de complejo de Edipo: es transparente y
diáfana. Invoca a Dios como Padre, no se siente como un hijo pródigo que
regresa y se arroja arrepentido en los brazos paternos. Jesús jamás pide perdón
ni alguna gracia para sí.
Suplica liberación del dolor y de la muerte (Mc 14,36 par.; Mc 15, 34.37; Jn
11,41-42), pero no quiere realizar su voluntad, sino la del Padre (Mc 14,36). Su
última palabra es de serena entrega: «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu" (Lc 23,46). Encuentra el sentido de su vida solamente a partir de Dios,
para quien está absolutamente abierto. San Juan, legítimamente, hace decir a
Jesús: "Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: ... porque no busco mi voluntad,
sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 5,30). Su intimidad con el Padre era
tan profunda que en el mismo Juan encontramos las siguientes palabras: «Yo y
el Padre somos uno».
Jesús fue la criatura que Dios quiso y creó para que pudiera existir
totalmente en Dios y que, cuanto más unida estuviera a Dios, más se hiciera ella
misma; esto es, hombre. De ese modo, Jesús es verdaderamente hombre y
también verdaderamente Dios. Pero también podemos decir lo contrario: así
como la criatura Jesús es más ella misma cuanto más está en Dios, de forma
análoga Dios es tanto más él mismo cuanto más está en Jesús y asume su
realidad.
Como niño, estaba abierto a Dios y a los otros en la forma perfecta y plena
que un niño puede realizar. Como adolescente, concretó la perfección del
adolescente y así revelaba la divinidad en el modo posible a este período de la
vida. Lo mismo puede decirse de las demás etapas de la vida de Jesús,
especialmente de su fase adulta, atestiguada ya por los evangelios. Como
dijimos antes, en ella aparece el hombre en su pleno vigor humano, de
soberanía, de fantasía creadora, de originalidad, de compromiso decidido por su
causa, de total apertura a cualquiera que se aproxime a él, de coraje viril en la
confrontación polémica con sus adversarios ideológicos (fariseos, escribas y
saduceos) y de madura relación para con Dios. Los altibajos naturales de la vida
humana le servían también como formas de perfeccionarse, acrisolarse y
sumergirse con más profundidad en la percepción de lo que es el hombre y de lo
que Dios significa.
Las tentaciones referidas en los evangelios nos permiten afirmar que Jesús
pasó también por las distintas crisis que marcan las diferentes fases de la vida
humana. Como toda crisis, las tentaciones significaron un paso doloroso, pero
purificador, de un nivel de vida a otro con nuevas posibilidades de comprender y
vivir la vida en su integridad. En los relatos evangélicos jamás se percibe
ninguna queja de Jesús sobre las amarguras de la existencia. Nunca se pregunta
por qué existe el mal al lado de un Dios que es Padre y Amor. Para Jesús es
claro: el mal no está para ser comprendido, sino para ser combatido y vencido
por el amor.
b) Cristo y el cosmos
Si todo fue creado por, para y en Cristo de forma que todo posee rasgos del
rostro de Cristo, quiere decir de modo muy especial que el hombre es hermano
suyo por la humanidad. El hombre no es sólo imagen y semejanza de Dios (Gn
1,26); es también imagen y semejanza de Cristo (Rom 8,29; Col 3,10).
Primeramente, Cristo es la imagen de Dios por excelencia (2 Cor 4,4; Jn 6,15;
Col 1,15; Flp 2,6; Col 3,9-10; Ef 4,24; Rom 8,29; 1 Cor 15,49; 2 Cor 3,18) ; el
hombre lo es después en cuanto que fue pensado y creado en él y por él. Así lo
afirmaron especialmente Tertuliano y Orígenes. Por el simple hecho de la
creación, el hombre queda constituido en imagen y semejanza de Cristo. La
encarnación y la resurrección revelaron con mayor profundidad esta grandeza.
Cada hombre es de hecho hermano de Jesús y, de alguna forma, participa de su
realidad. La resurrección perpetúa y profundiza la participación de Cristo en cada
hombre. El, como glorificado, presente en cada ser y en cada hombre, está
actuando y haciendo fermentar el bien, la humanidad, la fraternidad, la
comunión y el amor en todos los hombres y en cada uno, donde quiera que esté.
Pero ¿en qué sentido podemos decir que cada hombre es el lugar donde
encontramos a Dios y a Jesucristo? El prójimo, cuando es amado, aceptado
como es en su grandeza y en su pequeñez, revela una trascendencia palpable.
Nadie se deja definir, nadie puede ser encuadrado dentro de una situación. Ese
algo más que escapa continuamente, que es el misterio íntimo de cada persona,
constituye su trascendencia.
Cristo resucitado, que llena todo el cosmos, que se halla presente en cada
hombre, que se manifiesta por la fe en todos los que llevan su causa adelante y
que constituye un fenómeno en los cristianos explícitos, alcanza el mayor grado
de concreción histórica en el católico que está en posesión del Espíritu Santo (cf.
Lumen gentium n. 14). La Iglesia, comunidad de los fieles, forma el cuerpo de
Cristo resucitado. Ella es cuerpo, no a semejanza del cuerpo sárquico (carnal) de
Jesús, sino de su cuerpo pneumático (resucitado) . Este cuerpo, por tanto, no
está limitado a un determinado espacio, sino que, ya liberado, se relaciona con
la totalidad. La Iglesia local, donde se oye la palabra de Dios, donde la
comunidad se reúne para celebrar la presencia del Resucitado en la mesa
eucarística, y donde vive el vínculo del amor, de la fe, de la esperanza, de la
caridad y de la comunión con la jerarquía, da forma concreta al Señor presente.
Por ser pneumático, el cuerpo del Señor no se restringe solamente a la Iglesia,
pero en ella se hace presente de forma única: «Yo soy Jesús, a quien tú
persigues», dijo el Resucitado a Saulo, que perseguía a los cristianos para
matarlos (Hch 9,2).
Todo encuentro verdadero con Cristo lleva a una crisis, que actúa como un
crisol purificador y acrisolador (crisol y acrisolar provienen de la palabra crisis,
que en sánscrito significa purificar y en griego llevar a una decisión), porque en
él encontramos un tipo de profundidad humana que nos da qué pensar; en la
vida de Jesús, sus palabras y actos se nos revelan palpablemente como las
estructuras patentes originarias del ser humano en su relación con el Absoluto, y
nos traen a la memoria lo que cada hombre debe ser ante los otros, ante Dios y
ante el mundo. Esta norma, que brota del contacto con Cristo, adquiere una
doble función: primero, la función propiamente crítica, que juzga nuestra
situación, en la medida en que no se armoniza con Cristo y nos hace sentir la
distancia y la inmensidad del camino que todavía nos queda por recorrer;
segundo, la función acrisoladora y salvadora, en cuanto que el punto de
referencia absoluto que descubrimos en Cristo nos confiere un impulso nuevo,
nos posibilita la oportunidad de una conversión y nos da la seguridad de que con
él podemos alcanzar la meta. En este sentido, Cristo es la permanente crisis de
la existencia humana. Pero crisis en el sentido de crisol que purifica, acrisola y
salva.
EN LENGUAJE SECULAR
Cuanto más hombre es él, más revela a Dios. Así puede representar a Dios
y al hombre sin alienarse de Dios ni del hombre. Quien consigue ser tan
profundamente humano como Jesús, hasta manifestar en sí mismo
simultáneamente a Dios, da sentido a la historia humana y será erigido como
Gestali del verdadero y fundamental ser humano. Cristo configura también la
conciliación de los opuestos humanos. La historia humana es ambigua, hecha de
paz y de guerra, de amor y de odio, de liberación y opresión. Cristo asumió esta
condición humana y la reconcilió.
Desde que por la fe, por el seguimiento, por la esperanza, por el amor y por
los sacramentos nos hacemos partícipes de este foco conciliador y reconciliador,
también nos hacemos nueva criatura y experimentamos la fuerza del mundo
futuro. La juventud hippy lo dice con su lenguaje característico: Jesús es una
experiencia tremenda. Detrás de esta expresión se articula una vivencia
típicamente cristiana que hace a Cristo ser lo que es: el conciliador de los
opuestos existenciales y el integrador de las distintas dimensiones de la vida
humana en la búsqueda de sentido y luz para el camino. Es éste también el
contenido humano que se esconde detrás de las fórmulas clásicas de la
cristología del Hijo del hombre, del Siervo doliente y del Mesías rechazado.
Cuando Cristo predica y promete esta buena nueva para el hombre, anuncia
una auténtica revolución. Pero sólo en ese sentido puede ser llamado
revolucionario, no en el sentido emocional e ideológico de revolucionario,
violento o rebelde frente a la estructura político-social. Tal vez la expresión más
adecuada sería «liberador de la conciencia oprimida por el pecado y por toda
suerte de alienaciones», «liberador de la triste condición humana en sus
relaciones con el mundo, con el otro y con Dios».
Creo en Jesucristo
quien como hombre solo nada podía realizar.
También nosotros nos sentimos así.
Que luchó para que todo cambiara
y fue por eso ejecutado.
Ese es un criterio para comprobar
cuán esclerotizada está nuestra inteligencia,
cuán sofocada nuestra imaginación,
desorientado nuestro esfuerzo,
porque no vivimos como él vivió.
Y hasta tememos cada día
que su muerte haya sido en vano,
porque lo enterramos en nuestros templos
y traicionamos su revolución,
medrosos y sumisos ante los poderosos del mundo.
Y olvidamos que resucita en nuestras vidas,
para que nos liberemos
de prejuicios y prepotencias,
del miedo y del odio,
y llevemos adelante su revolución hacia el reino.
Jesús de Nazaret fue el ser humano que realizó esta posibilidad humana
hasta el extremo y logró llegar a la meta de la hominización. Porque estuvo tan
abierto a Dios hasta ser totalmente colmado por él, que debe ser llamado Dios
encarnado. Así han de entenderse las palabras de J. Ratzinger: «La completa
hominización del hombre supone la hominización de Dios» 3. El hombre, para
ser verdaderamente él mismo, debe poder realizar las posibilidades inscritas en
su naturaleza, especialmente la de ser uno con Dios. Cuando el hombre llega a
tal comunión con Dios, formando con él una unidad sin confusión, sin división y
sin mutación, entonces alcanza su punto máximo de hominización. Cuando esto
se verifica, Dios se humaniza, el hombre se diviniza y surge en la historia
Jesucristo. De ahí que podamos completar el pensamiento de Ratzinger diciendo
que la completa hominización del hombre implica su divinización. Por tanto, el
hombre se supera infinitamente no por la aniquilación de su ser, sino por la
completa realización de la ilimitada capacidad de comunión con Dios de que está
dotada su naturaleza. El término de la antropogénesis reside en la cristogénesis;
esto es, en la inefable unidad de Dios y del hombre en un solo ser, Jesucristo.
De las reflexiones efectuadas hasta aquí, nos parece que nuestra posición
es clara. Cristo no es un ser aparte dentro de la historia de la humanidad, sino
que es su sentido y culminación. Es aquel ser que, por primera vez, llegó al
término del camino para darnos esperanza y certeza de que también estamos
destinados a ser lo que él fue y que, si vivimos lo que él vivió, llegaremos
también allí. La excelencia de Cristo no es una casualidad histórica ni un mero
suceso antropológico. Desde la eternidad fue predestinado por Dios para ser
quien amara a Dios en forma divina fuera de Dios y se convirtiera en el hombre
que realizase todas las capacidades contenidas en su naturaleza humana,
especialmente la de ser uno con Dios. Jesús, Verbo encarnado, está en una
relación única con el plan de Dios. Constituye un momento del propio misterio de
Dios. El plan divino, en cuanto podemos deducir de la propia revelación y de la
reflexión teológica, está orientado a la gloria de Dios que se realiza haciendo
participar de su vida, de su amor y de su propio misterio a toda la creación. La
gloria de Dios consiste también en la gloria de las criaturas. Toda la creación
está inserta en el propio misterio íntimo de Dios Trino. No es algo exterior a
Dios, sino uno de los momentos de su completa manifestación. Dios se comunica
totalmente y engendra al Hijo, y en el Hijo los infinitos semejantes al Hijo. El
Hijo, o el Verbo, es el Pensamiento eterno, infinito y consustancial de Dios
Padre. Toda la creación son los pensamientos de Dios que pueden ser creados y
realizados dando origen a la creación de la nada. En cuanto pensamientos de
Dios, son engendrados en el mismo acto de generación del Hijo y, porque son
producidos activamente por Dios en el Hijo, reflejan al Hijo y son su imagen y
semejanza. La más perfecta imagen y semejanza del Hijo eterno es la naturaleza
humana de Cristo. Ya en el seno de la Santísima Trinidad, todas las cosas llevan
en su ser íntimo marcas y signos del Hijo. Para que la naturaleza humana de
Cristo sea realmente la más perfecta imagen y semejanza del Hijo y pueda tener
y rendir gloria a Dios «fuera» de Dios, Dios decretó su unión con la persona
eterna del Hijo. Dios quiso que Jesús de Nazaret pudiera vivir con tal intensidad
y profundidad su humanidad que se hiciera uno con Dios y fuera
simultáneamente Dios y hombre. Si todas las cosas fueron creadas por Dios en
el Hijo y este Hijo se encarnó, entonces todo refleja al Hijo eterno encarnado.
Hasta tanto esto no irrumpa del todo, Jesús sigue esperando. Por eso existe
aún un futuro para el Resucitado. De hecho ya vino, pero para nosotros es el
que ha de venir. El futuro de Cristo no reside únicamente en su parusía y la total
apocalipsis (revelación) de su divina y humana realidad. El futuro de Cristo
realiza algo más, aún no plenamente concluido y terminado: la resurrección de
los muertos, sus hermanos, la reconciliación de todas las cosas consigo mismas
y con Dios y la transfiguración del cosmos. San Juan pudo decir: "Aún no se ha
manifestado lo que seremos» (1 Jn 3,2). Aún no se han oído las palabras: «el
mundo viejo ha pasado... Mira que hago un mundo nuevo» (Ap 21,4.5). Todo
eso es también futuro para Cristo. El futuro será el futuro de Jesucristo: lo que
ya aconteció con él acontecerá análogamente con sus hermanos y con las demás
realidades.
El fin del mundo no debe, por tanto, ser representado como una catástrofe
cósmica, sino como consumación y consecución del fin como meta y plenitud. Lo
que ya está fermentando dentro de la creación será totalmente realizado, lo que
está latente se convertirá en total evidencia y tendencia. Entonces aparecerá la
«patria y el hogar de la identidad» (E. Bloch) de todo con todo y con Dios, sin
caer en una identificación de homogeneidad. La situación de éxodo, que es
permanente en el proceso evolutivo, se convertirá en una situación de casa
paterna con Dios: "Ya no habrá noche; no tienen necesidad de luz de lámpara, ni
de luz del sol, porque el Señor Dios los ilumina y reinarán por los siglos de los
siglos» (Ap 22,5). Entonces se dará verdadera génesis14: estallará el hombre y
el mundo que Dios, realmente y de forma definitiva, quiso y amó. A través de
Jesucristo obtenemos esta esperanza y también esta certeza, porque «todas las
promesas hechas por Dios han tenido en él su sí y su amén» (cf. 2 Cor 1,20).
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Estas últimas palabras de Jesús deben tomarse muy en serio. Es cierto que
están tomadas del comienzo de un salmo (22,2) que refleja la profunda aflicción
del Justo doliente y, al mismo tiempo, el consuelo que encuentra junto a Dios,
hasta el punto de que termina con una bendición sobre todo el mundo; pero
nada nos indica que Jesús las pronunciara en el horizonte de ese salmo. El texto
habla del último y profundo grito de Jesús, que brota del infierno de
experimentar la ausencia divina. El Padre al que Jesús estaba unido por la
vivencia de su intimidad filial, el Padre cuya bondad infinita había él anunciado,
el Padre cuyo reino había proclamado y anticipado en su praxis liberadora, lo
abandona ahora. No lo decimos nosotros, sino el mismo Jesús. Sin embargo, él
no abandona al Padre. En el más abismal vacío del alma humana, sin poder
apoyarse en algún título personal como su fidelidad, la lucha sostenida por la
causa de Dios contra la situación de su tiempo o los peligros afrontados y el
humillante proceso difamatorio y la pena capital, no hay nada que Jesús pueda
presentar ante Dios. A pesar de que la tierra se hunde bajo sus pies, sigue
confiando en el Padre, y dice, tal vez sin entenderlo del todo y, por ello, gritando
(Mc 15,34; «con voz fuerte>: Lc 23,46) : «Dios mío, Dios mío ... ».
2. El reino está próximo (Mc 1,15; Mt 3,17), ya «en medio de vosotros» (Lc
17,21). Tal es la segunda novedad de Jesús. No se limita a anunciar una utopía:
proclama que lo utópico se está haciendo tópico. Hay alguien que es más fuerte
que el fuerte y que ha decidido intervenir y poner fin al carácter siniestro y
rebelde del mundo (cf. Mc 3,27). La tónica de la predicación de Jesús, sus duras
exigencias y la llamada a la conversión se sitúan en el horizonte de la próxima
irrupción del reino, que ya está actuando en el mundo y que pronto se
manifestará totalmente.
5. Con ocasión de su bautismo por Juan (el relato actual teología y contiene
retroproyecciones de la gloria del Resucitado), Jesús tuvo una experiencia
profética definitiva. Vio claro que la historia de la salvación estaba vinculada a él.
Con él se decidirá todo. A partir de entonces sigue su propio camino, que ya no
vuelve a coincidir con el de Juan. El Bautista predica el juicio; Jesús, el evangelio
de la salvación y la alegría. El primero es un asceta rígido; al segundo, en
cambio, se le acusa de comilón y de bebedor y de andar con malas compañías,
como publicanos y pecadores. La parábola del niño que toca la flauta en la plaza
quiere concretar la diferencia entre Jesús y Juan, señalando que cada uno de
ellos actúa de acuerdo con su mensaje central de juicio riguroso de Dios (Juan) o
buena nueva de salvación (Jesús) (Mt 11,16-19; Lc 7,31.35).
La muerte del Justo como expiación por los pecados de los otros era un
tema de la teología rabínica y no de la apocalíptica. Según los rabinos, el mártir
no tenía que ser necesariamente justo (2 Ad 7,32), pues, aun no siéndolo, podía
expiar por los pecados de los otros (4 Ad 6,28; 17,22). Incluso un criminal
condenado a muerte podía expiar aceptando libremente la muerte. No parece
que Jesús se considerara Siervo doliente (contra las tesis de 0. Cullmann y J.
Jeremías). Según F. Hahn y, sobre todo, W. Popkes, Jesús se habría entregado,
pero sin hacer referencia expresa al himno del Siervo de Is 53 y sin tener
conciencia explícita de ser el Siervo doliente.
12. Como tónica general, los evangelios dejan muy claro que Jesús se
orientaba en todo a partir de Dios y no a partir de las circunstancias. Su vida era
una acción originaria y no una reacción ante las posturas de los que estaban a
su alrededor. Estaba dispuesto a hacer siempre la voluntad del Padre, al que se
sentía unido. Pero esa voluntad de Dios no era una especie de película que
estuviera grabada en la mente de Jesús, reflejara todo y permitiera conocerla de
antemano. Si Jesús hubiera tenido conciencia previa de todo, su predicación, su
insistencia en la conversión y todo su compromiso habrían sido un «como si»,
una simple ficción. Su misma muerte no habría sido sino teatro. Jesús era viator,
como todos los hombres. Pero, como profeta escatológico y justo, tenía una
inaudita sensibilidad para lo divino y para la voluntad concreta de Dios. Sin
embargo, no la conocía a priorI. La buscaba con fidelidad y plena pureza interior.
Se encontraba con ella a cada paso en su vida de profeta ambulante, en la
convivencia con los suyos, en las disputas con los fariseos, en los encuentros con
la gente, en la oración y en la meditación, donde descubría a Dios tanto en los
lirios del campo como en la lectura de la Palabra. Jesús no podía saber a priori
cuál era la voluntad de Dios en cada momento. Lo descubría asumiendo la
historia, con todo lo que tiene de imprevisible, fortuito y casual. La intensidad de
la búsqueda y la íntima unión con Dios le permitían siempre captar la voluntad
divina, tanto en la alegría de los apóstoles al volver de su primera predicación
(Mc 6,30-31; Mt 14,22) como al huir de los que le querían prender y matar (Lc
4,30; Jn 8,59; 10,39) o incluso en lo alto de la cruz, ante la muerte inminente.
No le debió de resultar fácil aceptar la voluntad de Dios, que probablemente
echó por tierra sus ideas sobre el reino (Lc 22,15-29; Mc 14,25), como se refleja
en la tentación de Getsemaní. Pero lo importante era escuchar y obedecer
plenamente, hasta la muerte, la voluntad divina. Así como toda su existencia era
una pro-existencia, un ser para los demás, así también los sufrimientos que
soportó deben considerarse asumidos delante de Dios como exigencia de la
causa que representaba y por fidelidad a todos los hombres en función de los
cuales era profeta.
Una vez más ha caído por tierra una convicción de Jesús. Este proceso
interior de destrucción y reconstrucción, de muerte y de resurrección, constituye
la trama permanente de la vida humana. También de la de Jesús. El hombre vive
interpretando e interpreta viviendo. Se va creando una imagen del mundo.
Librarse de ella continuamente para abrirse a Dios y a su novedad diaria
constituye la tarea de la fe. Jesús era, por excelencia, un hombre de fe y de
esperanza. Si la fe no consiste sólo en una adhesión a las verdades y a los
hechos salvíficos, sino que significa fundamentalmente un modo de vivir
entregándose siempre a Dios y viviendo de él, entonces Jesús fue el creyente
por excelencia. En este sentido, dice la carta a los Hebreos (12,2) que Jesús es
archegós y teleiotés de la fe (el que comienza, termina y hace perfecta la fe). En
otras palabras: Jesús creyó de tal manera y de forma tan perfecta que se
constituyó en el principio que nutre toda fe. Y ello porque creyó como lo hicieron
los grandes modelos del Antiguo Testamento, cuya apología se hace en el largo
e incomparable capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Por eso se le llama pistós
(Heb 3,2, el que tiene fe; cf. Heb 2,13; 2,17; 5,8, donde se habla de la
obediencia que él aprendió 'y que es sinónimo de fe). La fe inspiró
constantemente la vida de Jesús. A su luz descubrió en los acontecimientos de
su vida la voluntad concreta de Dios y trató de cumplirla.
16. ¿Qué sentido dio Jesús a su propia muerte? El mismo que dio a su vida.
Entendió la vida no como un bien que se nos da para que lo vivamos y
disfrutemos, sino como un servicio a los otros. La diaconía constituye un rasgo
característico de Jesús. Marcos lo resume perfectamente: «Todo lo hizo bien,
hizo oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7,37). Por eso escribe
acertadamente un teólogo moderno: «La investigación neotestamentaria actual
puede decir con toda probabilidad que Jesús no interpretó su muerte como
sacrificio expiatorio, ni como expiación, ni como rescate. Su propósito no era
redimir a los hombres precisamente mediante su muerte. En la mente de Jesús,
la redención de los hombres dependía de la aceptación de su Dios y del modo de
vivir para los otros de acuerdo con lo que él predicaba y vivía. Para Jesús, la
salvación y la redención no dependían de su futura muerte, sino de que cada
cual se dejase penetrar por el Dios, bueno para todos, que él revelaba. Eso debía
llevar a los hombres a un comportamiento justo con el prójimo y hacerlos libres
y liberados. En una palabra: la redención vendría mediante el amor que se
traduce en obras y que nace de una fe confiada en Dios (Gál 5,4) » 6.
Conoce muy bien el destino reservado a todos los profetas (Mt 23,37; Lc
13, 33-34; Hch 2,23) y cree que se halla en esa misma línea. Por eso va
ingenuamente a la muerte. Lo cual no significa que la busque y la quiera. Los
evangelios atestiguan que se escondía (cf. Jn 11, 57; 12,36; 18,2; Lc 21,37) y
evitaba a los fariseos, que lo asediaban constantemente (Mc 7,24; 8,13; cf. Mt
12,15; 14,13). Pero, como todo hombre justo, estaba dispuesto a sacrificar su
vida, si era necesario, para dar testimonio de su verdad (cf. Jn 18,37), aunque,
dada su mentalidad apocalíptica, esperaba ser liberado por Dios. Jesús buscaba
la conversión de los judíos. Ni siquiera cuando se sintió solo y aislado cayó en la
resignación y pactó con la situación para sobrevivir. Fue fiel a su verdad hasta el
fin, aunque esto implicase el mayor peligro. Peligro que abraza y acepta
libremente, no como una fatalidad histórica, sino con una libertad que pone en
riesgo la propia vida para dar testimonio de su mensaje. «Nadie me quita la
vida, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). La muerte no es castigo, sino
testimonio; no es fatalidad, sino libertad. No teme la muerte ni actúa por temor
a ella. Vive y actúa a pesar de la muerte, aunque ésta se le vaya a exigir,
porque la fuerza y la inspiración de su vida y de su actuación no están en el
miedo a la muerte, sino en el compromiso con la voluntad del Padre, descubierta
en los hechos concretos de la vida, y con su mensaje de liberación para los
hermanos.
Jesús no dio testimonio del poder como dominación, pues este aspecto
constituye el carácter diabólico del mismo y origina la opresión y los obstáculos a
la comunión. Jesús atestigua el verdadero poder de Dios que es el amor. Ese
amor es el que libera, hace solidarios a los hombres y los abre al auténtico
proceso de liberación. Excluye toda violencia y opresión, incluso para imponerse.
Su eficacia no es la de la violencia, que modifica las situaciones eliminando a los
hombres: esta aparente eficacia no consigue romper la espiral de la opresión. El
amor tiene una energía propia, que ni se ve ni se percibe inmediatamente, pero
que da el coraje de entregar la propia vida en sacrificio y la certeza de que el
futuro está en manos del derecho, la justicia, el amor y la fraternidad y no del
lado de la opresión, la venganza y la injusticia.
Dios nos liberó de esa maldición haciendo que Jesús naciera bajo la
condición del pecado y la maldición (Gál 4,4; 3,13). El mismo se hizo maldición
para que nosotros fuésemos bendición. No nos salvan nuestras obras, que se
quedan siempre por debajo de las exigencias de la ley. Lo que nos salva es la fe
en Jesucristo, que asumió nuestra situación y nos liberó (Gál 5,1). El hombre
puede tener seguridad en Dios, no en sus propias obras. Pero esto no significa
que la fe nos dispense de las obras. Las obras siguen a la fe: son consecuencia
de ella y de la entrega confiada al Dios que nos aceptó y liberó en Jesucristo. Por
eso recalca Pablo que somos justificados por la fe en Jesucristo sin las obras de
la ley (2,16).
¿En qué sentido entendemos que la muerte de Cristo formaba parte del
plan salvífico del Padre? ¿Formaban parte de ese plan el rechazo de los judíos, la
traición de Judas y la condena por parte de los romanos? En realidad, ellos no
eran marionetas al servicio de un plan trazado a priori o de un drama
suprahistórico. Fueron agentes concretos y responsables de sus decisiones. La
muerte de Cristo -como hemos visto detalladamente- fue humana, es decir,
consecuencia de una vida y de una condenación provocada por actitudes
históricas tomadas por Jesús de Nazaret. No basta repetir servilmente las
fórmulas antiguas y sagradas. Tenemos que intentar comprenderlas para captar
la realidad que quieren traducir. Esa realidad salvífica puede y debe expresarse
de muchas maneras; siempre fue así en el pasado y lo es también en el
presente. Cuando hoy hablamos de liberación significamos con esa expresión
toda una tendencia y una encarnación concreta de nuestra fe, de la misma
manera que cuando san Anselmo se expresaba en términos de satisfacción
vicaria reflejaba, tal vez sin tener conciencia de ello, una sensibilidad propia de
su mundo feudal: la ofensa hecha al soberano supremo no puede ser reparada
por un vasallo inferior. Nosotros tenemos una aguda sensibilidad para la
dimensión social y estructural de la esclavitud y de la alienación humana. ¿Cómo
y en qué sentido es Cristo liberador «también» de esta antirrealidad? Nuestras
reflexiones se van a centrar en desmontar. Se trata de someter a un análisis
crítico tres representaciones comunes de la acción salvífica de Cristo: la del
sacrificio, la de la redención y la de la satisfacción.
a) Sus limitaciones.
a) Sus limitaciones.
b) Su valor permanente.
a) Sus limitaciones.
b) Su valor permanente.
¿Cómo debe ser el hombre para ser totalmente él mismo y, por tanto, para
estar salvado y redimido? Debe poder actualizar la inagotable apertura que él
mismo es. Su drama histórico consiste en estar cerrado sobre sí mismo. Por eso
vive en una condición humana decadente, llamada pecado. Cristo fue aquel a
quien Dios concedió abrirse a lo Absoluto de forma que pudiera identificarse con
él. Estaba abierto a todos y a todo. No tenía pecado, es decir, no se replegaba
sobre sí mismo. Sólo él pudo cumplir las exigencias de la apertura ontológica del
hombre. Por eso Dios pudo ser también completamente transparente en él (cf.
Jn 14,20). Era la imagen de Dios invisible en forma corporal (Col 1,15; 2 Cor
4,4).
Hay un mal y un dolor que son el precio de todo crecimiento. Ese mal y ese
dolor tienen un relativo sentido en vista del bien, deseado y logrado. Pero hay
un mal y un dolor que son fruto de la imbecilidad humana y del odio
desmesurado de su corazón. Se trata de un mal y un dolor causados
voluntariamente. Existe toda una historia del mal: la pasión de este mundo,
encarnada en ideologías, estructuras y dinamismos sociales que generan
violencia humillaciones, asesinatos colectivos. Hay males y muertes que aunque
violentos, pueden ser contemplados con cierta complacencia: las personas
sufren por el mal que han hecho en el mundo. Su sufrimiento tiene un sentido
de compensación y justo castigo por lo que desearon a los otros, que ahora se
vuelve contra ellos mismos. Pero hay también males y muertes que afectan a
quienes buscaron en el mundo el amor, a quienes se empezaron en alumbrar un
mundo más humano, tuvieron que anunciar y denunciar, vivieron un proyecto de
reconciliación y soñaron con un mundo en que fuera más fácil ser hermano del
otro y donde el amor resultara menos costoso. Y murieron violentamente,
víctimas de sociedades cerradas y de ideologías acordes con los privilegios de
grupos egoístas. Murieron como inocentes, víctimas del odio que pretendían
superar. Ya lo dice con infinita tristeza, a la vez que con profunda esperanza, el
autor de la carta a los Hebreos: «Por la fe, muchos tuvieron que sufrir el ultraje
de los azotes e incluso de cadenas y cárceles. Fueron apedreados, aserrados,
quemados, murieron a filo de espada. Andaban errantes, cubiertos de pieles de
ovejas o de cabras, pasando necesidad, apuros y malos tratos: el mundo no se
los merecía.
Andaban por despoblados, por los montes, por cuevas y oquedades del
suelo. Pero de todos estos que por la fe recibieron la aprobación de Dios,
ninguno alcanzó la promesa (de un mundo mejor)» (Heb 11,36-39). Murieron y
los mataron. Sus muertes parecen absurdas y sin sentido. ¿Quién podrá dar
sentido «a la sangre de los profetas derramada desde el comienzo del mundo?»
(cf. Lc 11,50). ¿Qué sentido tiene el asesinato de tantos hombres anónimos,
campesinos y obreros, que lucharon por una vida más digna y más humana para
sí y para otros y fueron exterminados por la prepotencia de los poderosos?
¿Quién los resucitará? El Señor nos dice que "se pedirá cuenta de la sangre de
los profetas muertos» (Lc 11,50) ; pero ¿cuándo? ¿Hay alguna salida para tanta
existencia humana triturada?
Así, Dios asume la pasión del mundo, que se convierte en algo no exterior,
sino interior con respecto a él. Pero no debemos pensar, añade Moltmann, que la
muerte y los motivos que a ella llevan, como el odio y la violencia, quedan
eternizados por pertenecer a Dios. Dios está en proceso. Es vulnerable y
mutable, justamente puede sufrir y amar. Al final, cuando el mismo Dios llegue a
su identidad y el Hijo entregue el reino al Padre, entonces Dios será todo en
todas las cosas, y el mal y la muerte dejarán de existir. Dios habrá superado el
rechazar, matar, crucificar y ser crucificado... Será Dios en su gloria.
Por eso, no se puede concluir que Dios sea autor del mal y del bien, del
abandono y del amor. El rechazo del Hijo por el Padre significaría un Dios sin
amor. Cuando afirmamos que Dios sufre con nosotros y sufrió en Jesucristo,
queremos decir que Dios es solidario con los que sufren y sufre también para
librarnos del sufrimiento introduciendo una forma de amor que permite asumir el
dolor y la muerte. No porque descubra en ella un valor, sino para hacerla
imposible desde dentro. El hecho de que la creación se halle en camino hacia su
identidad y, por tanto, el mal no haya sido vencido aún por completo significa
que también Dios está en camino. Cuando irrumpa la creación en Dios, entonces
llegará él a su plenitud.
d) "Memoria passionis».
Hay una verdad teológica que se sitúa entre la pura inmutabilidad de Dios
-la encarnación no será sino algo exterior a Dios- y la total mutabilidad de Dios
-la autoconciencia de Jesús quedaría totalmente alienada dentro de la conciencia
humana- esa verdad es la siguiente: el cordero inmolado desde el comienzo del
mundo (cf. Ap 13,8; 5,6.9.12). Concretamente: hay que situar el camino de
Jesús en el plan eterno de Dios, plan que abarca todo: dolor, muerte, cruz; todo
esto pertenece al Hijo eterno, que lo asume al encarnarse.
Tanto Moltmann como Balthasar hacen esa afirmación para resaltar la cruz
como escándalo. Aquí no se sabe ya si la cruz es escándalo frente a una
comprensión humana (religiosa de los judíos o filosófica de los griegos) o debe
ser un escándalo tan absoluto que lo sea también para Dios. Parece que se
afirma todo para romper con cualquier posibilidad de que funcione el logos. No
hay ningún control ni cabe apelar a ninguna instancia. Es un hecho bruto. Nos
hallamos ante el dogmatismo más radical. Tal dogmatismo está a un paso del
ateísmo. El fideísmo y el ateísmo tienen la misma estructura. Así se explica que
no haya nada que permita soslayar un ateísmo total o reducir el cristianismo a
un dogmatismo fanático que se afirma como pura voluntad de poder. Presentar
la realidad de la cruz como liberación y crítica de todos los proyectos liberadores
es la forma de universalizar una esclavitud. Se libera haciendo a todos esclavos
de un concepto tiránico de Dios, absurdo, sin ninguna instancia de racionalidad
ni de luz, como total oscuridad y arbitrariedad, pues él resolvió en su eterno
arbitrio instaurar la cruz por la cruz, el sacrificio del cordero por pura
determinación.
La cruz entra así en la historia del amor, de lo que el amor puede en cuanto
capacidad de solidaridad. La cruz es el lugar en que se revela la forma más
sublime del amor y se muestra su esencia. Esa esencia radica en poder estar en
el otro en cuanto otro, en el totalmente otro. El totalmente otro de mí es el
enemigo. Amar al enemigo (cruz), poder estar en él, asumirlo: ésa es la obra del
amor. Aquí está su esencia. La cruz asumida realiza totalmente al hombre
porque le ofrece la ocasión de amar de una forma más sublime. La cruz no es
amor ni fruto del amor. Es el lugar donde aparece lo que puede el amor. La cruz
es odio destruido por el amor que asume la cruz-odio. Entonces libera.
La cruz no está ahí para que la comprendamos, sino para que la aceptemos
y sigamos el camino del Hijo del hombre, que la abrazó y por ella nos redimió.
Es empujada por todos lados, apretada, casi sofocada y arrojada fuera, sin
saber que después de este paso la espera el aire libre, el espacio, la luz y el
amor 57. Al morir, el hombre atraviesa una crisis biológica semejante a la del
nacimiento. Se debilita, va perdiendo el aire, agoniza y es como arrancado del
cuerpo. No experimenta aún cómo va a irrumpir en horizontes más amplios que
le hacen comulgar, de forma esencial, profunda y perfecta, con la totalidad de
ese mundo. La placenta del recién nacido en la muerte no está ya constituida
por los estrechos límites del hombre-cuerpo, sino por la globalidad del universo
total.
Sin embargo, debido al pecado original que afecta a todos los hombres, y
debido también al pecado personal, la muerte ha perdido su armonía con la vida.
Se siente como un elemento que aliena y roba la existencia. Es miedo, angustia
y soledad. La muerte concreta e histórica, tal como es vivida (vivir la muerte y
morir la vida son sinónimos), es fruto del pecado. De una parte, es natural como
término de la vida. De otra, en la forma alienante en que se sufre, es antinatural
y dramática.
La muerte implica una última soledad. Por eso el hombre la teme y huye de
ella, como huye del vacío. Simboliza y sella nuestra situación de pecado, que es
soledad del hombre que ha roto su comunión con Dios y con los otros. Cristo
asumió esta última soledad humana. La fe nos dice que él descendió a los
infiernos, esto es, pasó los umbrales del vacío radical existencial, para que
ningún mortal pudiese en lo sucesivo sentirse solo.