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, le mandé una carta donde me quejaba amargamente

por la actitud hostil de sus subalternos y le pedía

explicaciones por la suspensión del programa. Al día

siguiente recibí un telefonazo de Gerardo Alcántara, el

vicepresidente administrativo, que me invitaba a comer

en el Suntory. Según Alcántara, el retiro de mi

programa había sido una estupidez de Mijangos, el

vicepresidente de producción, que en ausencia del jefe

hacía y deshacía como si fuera el dueño de la empresa.

Don Gabriel no me tenía en su lista negra, es más,

apreciaba tanto mi trabajo que le había ordenado

ofrecerme un cont
Indignado, le mandé una carta donde me quejaba

amargamente por la actitud hostil de sus subalternos y

le pedía explicaciones por la suspensión del programa.

Al día siguiente recibí un telefonazo de Gerardo

Alcántara, el vicepresidente administrativo, que me

invitaba a comer en el Suntory. Según Alcántara, el

retiro de mi programa había sido una estupidez de

Mijangos, el vicepresidente de producción, que en

ausencia del jefe hacía y deshacía como si fuera el

dueño de la empresa. Don Gabriel no me tenía en su

lista negra, es más, apreciaba tanto mi trabajo que le

había ordenado ofrecerme un contrato de exclusividad

por tres años, con 100 mil dólares de sueldo mensual.


—Pero si me quiere tanto, ¿por qué me sacó del aire?

—pregunté con recelo. —Eso es cosa de él, ya sabes

que don Gabriel es un excéntrico —sonrió Alcántara—

— ¿Pero a ti qué te importa? Brincos dieran muchos

por cobrar ese dineral sin hacer nada. El júbilo de

Raquel cuando le enseñé mi nuevo contrato me

convenció de que Alcántara tenía razón: allá don

Gabriel si quería tirar su dinero. ¿De qué me quejaba si

en ninguna parte ganaría tanto por estar rascándome

la barriga? Hice girar el globo terráqueo y pedí a

Raquel que señalara un país con los ojos cerrados. Por

culpa de su índice recorrimos la India en un tour de

tres semanas, con escalas en Bombay, Calcuta y Delhi.


Me deprimió el contraste entre los fastuosos hoteles

para extranjeros, decorados como el Taj Mahal, y el

hedor de las calles atestadas de vendedores, donde los

niños dormían a la intemperie en medio de las ratas.

De vuelta en México, fatigados por el viaje, nos fuimos

a descansar a nuestra casa de Cocoyoc. Llevaba dos

días echado en una tumbona, leyendo los diarios entre

cerveza y cerveza, cuando empecé a sentir la sangre

viscosa, como si me estuviera pudriendo en vida.

Vámonos a México, ya no aguanto el calor, le dije a

Raquel. Ella prefirió quedarse toda la semana con los

niños y tuve que volver solo en busca de distracciones.

Tras una larga parranda con mi compadre Nazario —


que siempre ha sido un actor segundón, pero tiene un

harem de modelos que ya quisiéramos muchos

famosos—, desperté con una cruda abismal y

comprendí que debía trabajar en algo. En cuanto mi

representante comenzó a moverse, recibí ofertas para

hacer cine, teatro y una temporada

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