Вы находитесь на странице: 1из 4

Política y Tiempo

Pablo Da Silveira
Capítulo 8
Jürgen Habermas: el ciudadano bajo amenaza
(fragmento)

UNA VISIÓN APOCALÍPTICA


La teoría habermasiana de los años ochenta reúne dos características que
ayudan a entender su enorme impacto: tiene el aliento de una gran síntesis
histórica (lo que sigue resultando atractivo para un buen número de
lectores) y se hace cargo de algunos fenómenos muy inquietantes a los
que estamos expuestos los hombres y mujeres de este cambio de siglo,
como las dificultades para entender el debate económico, la opacidad de
las grandes burocracias estatales o la alta especialización que requieren
las tareas de gobierno. Habermas nos proporciona una interpretación
comprensible de estos fenómenos y nos propone un camino para enfrentar
sus aspectos más amenazadores. Nada de esto, sin embargo, es suficiente
para que nos declaremos convencidos por sus argumentos. El diagnóstico
habermasiano es sin duda sugerente, pero la imagen de la realidad que nos
ofrece es parcial y decididamente tremendista. No se trata de negarnos a
admitir que tenemos problemas. Por cierto que los tenemos, y
relativamente serios. Pero los problemas que en realidad enfrentamos no
se parecen demasiado a los que Habermas nos describe. Esta insuficiencia
de su interpretación surge de algunas flaquezas que aparecen con mucha
regularidad en las páginas de la Teoría de la acción comunicativa. En
primer lugar, Habermas se apoya en una descripción excesivamente
esquemática de lo que llama "sistemas autonomizados", porque reduce de
modo injustificado la economía al dinero y la política al poder. En
segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, Habermas ofrece una
descripción demasiado simplista de las relaciones entre las lógicas
sistémicas y las prácticas comunicativas. El resultado de ambas flaquezas
es que Habermas nos presenta un ciudadano patéticamente indefenso ante
las amenazas que lo acosan, y, lo que es peor, terriblemente dependiente
del esclarecimiento que pueda proporcionarle el crítico social.
Empecemos por considerar el modo en que la Teoría de la acción
comunicativa habla del poder. Cuando Habermas introduce este tema, lo
hace para referirse en términos muy clásicos al concepto de poder
político. Las sociedades tradicionales, dice, se dan formas de
organización que siguen muy de cerca las estructuras del parentesco. Pero
algunas de ellas rompen con esas prácticas ancestrales y construyen un
orden de nuevo tipo que cristaliza en una organización a la que llamamos
Estado. "Con el Estado adquiere forma directamente institucional una
organización que asegura la capacidad de acción del colectivo como un
todo. La sociedad en su totalidad puede ser entendida como una
organización. La pertenencia social al colectivo es interpretada con la
ayuda de la ficción de una adquisición básicamente contingente del
carácter de 'socio', en este caso, del carácter de miembro de un Estado."
Cuando Habermas se expresa de este modo, está siguiendo muy de cerca
las ideas de Hegel sobre el proceso de constitución de la asociación
política. Por eso se preocupa por distinguir entre la institucionalidad
creada y el orden social previo, al tiempo que enfatiza el carácter
contractual del nuevo vínculo. Al seguir a Hegel en este punto, Habermas
reproduce lo que venía diciendo desde siempre la corriente principal de la
filosofía política: el orden social y el orden político no son la misma cosa,
porque la creación del Estado introduce una nueva forma de dominio
fundada en la capacidad "de imponer decisiones sobre la base de normas
vinculantes". Pero hay un momento en el que no sólo el tono sino también
el tema de discusión cambian de manera radical. Súbitamente Habermas
deja de hablar del poder estatal como principio de organización política y
pasa a hablar de la administración estatal como paradigma de
organización burocrática. Es la administración la que efectivamente
influye sobre la vida social, pero sus acciones no se justifican mediante
argumentos de legitimización política sino en términos de eficacia
sistémica. Esto explica por qué la administración se vuelve opaca para
quienes la miran desde el mundo de la vida: su lógica no es la de la
legitimidad discursiva, sino la de la eficacia en el uso del poder. Una vez
que Habermas ha dado este paso, el lenguaje que utiliza ya no es el de
Hegel sino el de Max Weber: la progresiva burocratización del
funcionamiento del Estado es descrita como un proceso de debilitamiento
de las responsabilidades. El ejercicio del poder en estas condiciones ya no
consiste en obtener el consentimiento de los ciudadanos, sino en aplicar
"una influencia estratégica generalizada sobre las decisiones de los otros
participantes en la interacción, en un movimiento de elusión y rodeo de
los procesos de formación lingüística del consenso". Por cierto, Habermas
no pierde de vista que el poder político sigue exigiendo algún tipo de
legitimación pública. En esto consiste, según él, su superioridad frente al
dinero. Pero aun así hay algo muy importante que ha cambiado. En el
"momento hegeliano" de la argumentación, lo que requería
fundamentación era la empresa política en su conjunto, es decir, el
abandono de las formas tradicionales de organización social por un nuevo
tipo de orden capaz de reestructurar los vínculos. Ahora, en cambio, se
trata de la justificación que un sistema autonomizado debe realizar frente
al mundo de la vida para poder seguir operando según su propia lógica. El
primero era un problema político; el segundo ya no lo es. No estamos ante
el intento de legitimación interna de una práctica que debe reclutar
permanentemente la adhesión de los participantes, sino ante la
justificación externa de un mecanismo que funciona como una "caja
negra". Una buena prueba de ello es que casi todo lo que dice Habermas a
propósito del poder político puede ser igualmente dicho acerca del poder
dentro de una organización empresarial, es decir, de una forma no política
de poder. La insuficiencia de este enfoque no tiene que ver con la
burocracia sino con la política. No se trata de que la descripción
habermasiana no se ajuste al funcionamiento real de las organizaciones
burocráticas. Se trata de que difícilmente podrá dar cuenta del conjunto de
la vida política por el camino de reducirla a esa lógica. Y no hay que
olvidar que la constitución de la asociación política era el punto de partida
de su análisis. Habermas empezó preguntándose cómo podía sostenerse el
orden político en su conjunto y terminó hablando, sin reducir sus
pretensiones analíticas, de la lógica burocrática. Ciertamente, en las
páginas finales de la Teoría de la acción comunicativa vuelve a hablar de
la importancia de lo público, pero este retorno no es suficiente para cubrir
la distancia que él mismo ha abierto. Si la política sólo necesita
justificarse como sistema burocratizado y no como impulso civilizatorio,
las posibilidades de control por parte de los ciudadanos son muy escasas.
La opinión pública sólo puede moverse dentro de los límites cada vez más
reducidos de las prácticas discursivas, mientras que la lógica del poder
burocratizado se coloca permanentemente fuera de ellos. El análisis de
Habermas debería conducir así a un pronóstico catastrofista sobre el
futuro de la política como actividad capaz de reclutar la adhesión de los
ciudadanos. Una reducción similar se produce a propósito del dinero. De
manera aun más cruda que en el caso del poder, Habermas lo presenta
como un mero "código especial", un "medio de comunicación
deslingüistizado" por medio del cual "se canalizan los flujos de
información que gobiernan el comportamiento". Pero, sin que esto sea
estrictamente falso, olvida que al mismo tiempo se trata de una institución
integrada a una forma de actividad extremadamente compleja. Habermas
parece creer que lo único que hace falta para que el dinero pueda operar
es que se produzca una coincidencia de hecho entre los diferentes agentes:
todos ellos han de proponerse el intercambio de bienes, deben perseguir
intereses económicos y deben evaluar su éxito o fracaso según un criterio
de rentabilidad. Por cierto, también hace falta algún tipo de sustento
institucional. Pero para esto alcanza con "las instituciones de derecho
privado que son la propiedad y el contrato", ya que, a diferencia de lo que
ocurre con el poder, el dinero no necesita legitimarse políticamente sino
que le alcanza con "quedar jurídicamente normado". Es sobre la base de
estos supuestos que Habermas describe el dinero como un "medio de
control" particularmente amenazador. Liberado de toda necesidad de
justificación y de toda forma de control ciudadano, el dinero se
autonomiza como sistema, se desvincula de la acción comunicativa y se
levanta "muy por encima del horizonte del mundo de la vida",
volviéndose opaco e inmanejable para los individuos. El diagnóstico es
sin duda preocupante. Pero, ¿está razonablemente fundado? Hay buenos
motivos para tener dudas al respecto. La imagen del dinero como un
código que sólo necesita quedar "jurídicamente normado" no se
compadece con mucho de lo que sabemos acerca de su comportamiento.
Por ejemplo, hay monedas que existen desde el punto de vista jurídico
pero que apenas consiguen funcionar por la sencilla razón de que no
inspiran confianza. Las condiciones formales exigidas por Habermas se
cumplen, pero por alguna razón la moneda no se sostiene. Más aun, la
experiencia histórica muestra que lo que ha devuelto la confianza en
ciertas monedas no ha sido un conjunto de medidas económicas en
sentido estricto, sino un conjunto de medidas políticas en sentido amplio.
Un buen ejemplo al respecto (para no salir del contexto alemán en el que
se mueve Habermas) es el de la hiperinflación que castigó a la República
de Weimar entre las dos guerras mundiales. Todo esto sugiere que el
dinero no se limita a funcionar como un código altamente formalizado
que trasmite informaciones entre un emisor y un receptor interesados en
realizar intercambios. El dinero también puede emplearse para transmitir
opiniones sobre el estado de la propia institución monetaria (la inflación
es nuevamente un ejemplo), o puede usarse para plantear interrogantes u
objeciones a quienes toman las decisiones políticas (como en el caso de
los traspasos masivos a otras divisas o la fuga de capitales). Habermas no
parece haber tenido en cuenta ninguna de estas posibilidades porque no
parece haber percibido que el dinero forma parte de un entramado
institucional muy complejo. Suponer que la actividad económica se
reduce a hacer circular dinero es una simplificación inaceptable. El menor
esfuerzo analítico revela que se trata de un "juego" altamente
institucionalizado donde se debe empezar por definir quiénes serán
considerados "jugadores" (las figuras del productor, del inversor y del
consumidor, tan abstractas como la del ciudadano), cuáles serán las
"jugadas" que se considerarán aceptables (el papel, por ejemplo, de las
leyes antimonopólicas) y cuáles serán los límites establecidos a lo que se
puede ganar y se puede perder (la prohibición, por ejemplo, de la
esclavitud por deudas). Ninguno de estos parámetros está definido a priori
ni responde exclusivamente a una lógica sistémica. Más bien al contrario,
los límites del mercado quedan definidos por nuestras decisiones,
normativamente fundadas, respecto al tipo de sociedad en la que
queremos vivir. El no haber percibido este punto sería un problema menor
si sólo indicara que el análisis habermasiano peca de excesiva
generalidad. Pero en realidad revela algo más importante. Al igual que en
el caso del poder, el análisis del dinero como sistema autonomizado corta
casi todos los vínculos entre la lógica sistémica y la racionalidad de los
actores. Sólo queda en pie el proceso de constreñimiento del mundo de la
vida y una capacidad de resistencia discursiva que parece condenada a
lamentar males inevitables. Es por eso que, al cabo del análisis, los
actores habermasianos aparecen dolorosamente huérfanos de alternativas.

Вам также может понравиться