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El baile de lxs que sobran

Hipótesis y preguntas desde la rebelión popular en Chile


Hernán Ouviña1 y Henry Renna2

El viernes 18 de octubre miles de estudiantes de toda la capital realizaron una jornada


masiva de evasión en el Metro de Santiago, ante una nueva intentona de los gobiernos
neoliberales por despojar y privatizar lo común, en esta ocasión expresada en una nueva
alza de pasajes impuesto por el gobierno de Sebastián Piñera. Esa jornada de
insubordinación colectiva, de forma aparente, comenzó como un repudio activo contra el
aumento de 30 pesos en el costo de este medio de transporte público3, pero con el correr
de los días y de manera más profunda devino en desacato contra treinta años de
neoliberalismo recargado. Asistimos a una oleada de desobediencia contra el “exitoso”
modelo chileno, ayer denominado por gobiernos de la Concertación como el “jaguar
latinoamericano” y hoy por el gobierno de Piñera como el “oasis de América latina”4.

La reacción a este cuestionamiento no fue de escucha ni diálogo; por el contrario:


declaración de estado de emergencia, militares en las calles, toque de queda, restricción
de libertades, tres mil detenidos, casi mil heridos y lesionados, varios de ellos de extrema
gravedad producto de disparos con armas de fuego5, muchos a quema ropa, 23 muertos,
decenas de acusaciones de violaciones a los derechos humanos por apremios ilegítimos,
secuestros en la vía pública, vejámenes en procedimientos policiales, violaciones y
sesiones de torturas en estaciones de Metro y cuarteles policiales.

Se torna urgente, por tanto, analizar lo ocurrido más allá de las lecturas superficiales que
circulan en los medios hegemónicos. En tal sentido, lo que siguen son algunas hipótesis
y un cúmulo de interrogantes, escritos al fragor de este proceso de insubordinación que
emerge como punto de quiebre y momento constitutivo en la historia reciente de Chile e
incluso de Nuestra América.

Una revuelta espontánea gestada por la juventud popular que devino -por
multiplicación e irradiación- en el baile de lxs que sobran.

1
Politólogo y doctor en Ciencias Sociales. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA e
investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC-UBA). Como educador
popular, ha participado de diversas iniciativas pedagógico-políticas y coordinado talleres de formación
junto a movimientos sociales y sindicatos de base de Argentina y América Latina. Es autor de los libros
Zapatismo para principiantes y Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política.
2
Politólogo y maestrante en Pensamiento Complejo-Multiversidad Edgar Morin. Es educador popular y
colabora con diferentes movimientos sociales y populares en Chile y la región. Es autor del libro Notas
sobre el ejercicio y construcción de autonomías.
3
Esta alza no es aislada, sino se registran más de veinte aumentos de este tipo desde la inauguración del
Metro hace 12 años, ubicándolo como uno de los más caros de todo el continente (U$D 1,17). Se calcula
que quienes cobran un salario mínimo destinan al menos el 13% de sus ingresos al transporte público.
4
No es ocioso mencionar que un 70% de la población gana menos de 770 dólares al mes, y 11 millones de
chilenos (de los 18 que tiene el país) tienen deudas, por lo que podemos imaginarnos lo que implicó para
una familia dicho incremento en términos del costo de vida, más aun teniendo en cuenta que este es uno de
los pocos bienes y servicios que (en una economía neoliberalizada hasta el paroxismo) no puede pagarse
con tarjeta ni de forma diferida, sino que golpea de manera directa al bolsillo de los sectores populares.
5
Cabe señalar que noticas en la prensa alertaron del uso de armamento militar de alto impacto, no permitido
ni en las normas de la OTAN para acción militar en las ciudades.
Nuevamente, al igual que en el 2006 y 2011, la revuelta en sus comienzos fue dinamizada
por el movimiento de estudiantes secundarios, pero con una distinción. Más allá de la
categoría estudiantil, lo que marcó el origen de la revuelta y su devenir, fue el rol de una
o en realidad de unas juventudes, de carácter popular, que involucra y a la vez excede a
las y los estudiantes, como sujeto polimorfo y más amplio que el de los ciclos precedentes.
Éste, sin más coordinación que cadenas de wasap, convocatorias en liceos y escuelas de
boca en boca y un uso contra hegemónico de las redes sociales, convocó a la realización
de una original modalidad de lucha (la evasión masiva), a través de una consigna de
protesta y agitación transversal: “¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!”.

Interesa resaltar este carácter diverso del sujeto político popular juvenil que dinamiza los
orígenes de la revuelta, precisamente porque la reproducción radical del estallido en los
días siguientes se explica, en parte, por dicha transversalidad al sentir del pueblo. Su
llamado por cual no esperó abarcar primero todo el sector educativo (cual mancha de
aceite) y luego al campo social, sino irradió e interpeló con una velocidad inusitada al
grueso de las clases populares (tipo archipiélago). Así es como sin ánimo alguno de
centralización, dirigismo ni lógicas vanguardistas, las diferentes estaciones de Metro (una
extensa red por donde circulan casi 3 millones de personas a diario) oficiaron de manera
entrelazada de puntos de condensación de la protesta, dando rienda suelta a la
experimentación política y la creatividad desde abajo en cada uno de estos “nodos”.

La evasión masiva, combinada con la brutal represión sufrida por las y los jóvenes el día
viernes 18 de octubre en estos diferentes puntos de la ciudad, abonó a una conexión casi
inmediata con la interseccionalidad material de buena parte de las formas de explotación,
endeudamiento, precariedad y enajenación que sufren las clases subalternas en territorio
chileno, oficiando de práctica antagonista con capacidad articuladora de las luchas en y
por lo común. Este “sistema de dominación múltiple” que disgrega y fractura sujetos/as
y luchas ante el grito de protesta se visualizó, al fin, en el imaginario colectivo, como uno
sólo.

Por ello, si bien puede ser definida como una revuelta de carácter espontáneo, es preciso
leerla en tanto conjunción de proceso y acontecimiento, es decir, de tramas subterráneas
y apuestas cotidianas que fueron horadando cada vez más la hegemonía neoliberal vigente
en Chile, hasta decantar en un estallido tan masivo como inesperado que reventó la
burbuja del mito de una sociedad falsamente inclusiva y democrática.

Esta irrupción tuvo como antesala, y al mismo tiempo emparentó diversas resistencias:
lucha de las mujeres contra el sistema patriarcal y en defensa de la soberanía sobre los
cuerpos/territorios, que se expresó meses anteriores en ocupaciones de universidades para
hacer visible la violencia y la precariedad de la vida que afecta de manera más aguda a
las mujeres y disidencias; las resistencias contra el extractivismo, la privatización de los
bienes comunes, la contaminación socio-ambiental y la acumulación por despojo en
campos y ciudades; la histórica lucha de la nación-pueblo mapuche por territorio,
autodeterminación y fin a la militarización del Wellmapu, las iniciativas y propuestas de
vida digna basadas en la recuperación de derechos sociales como “NO+AFP”, la lucha
social mediante acciones callejeras, tomas de liceos y novedosos repertorios de acción
colectiva en contra de la mercantilización de la educación que no cesa, y las variadas
expresiones de poder popular, prefiguración y autogobierno desarrollada por el
movimientos de pobladores/as que desde rincones de las periferias rebeldes de la ciudad
neoliberal cultiva una vida otra.
En conjunto, todas estas luchas abonaron -de forma subterránea y más allá de sus posibles
matices- a la erosión del sentido común neoliberal que tuvo como contracara una pérdida
del miedo, y que trocó en estado de ánimo disconforme e insumiso a nivel societal. De
igual manera, el ¡Fin del lucro! que ya había sido escuchado como principal grito de
protesta y exigencia popular en 2011, se actualizó esta semana a partir de un clima de
hartazgo generalizado que equivalió a un estruendoso ¡Ya Basta! similar al lanzado por
el zapatismo décadas atrás desde la Selva Lacandona.

Así, la revuelta habilitó un “secreto compromiso de encuentro” entre estas apuestas


colectivas de lucha precedentes y una espontaneidad de masas que irrumpió en las calles
operando por multiplicación y a través de irradiación, consiguiendo conectar el memorial
de agravios históricos con el descontento actual cada vez mayor con respecto al orden
neoliberal; logró unir a todos y todas en el “baile de los que sobran”, diría la mítica
canción de la banda musical Los Prisioneros6.

Lo que se vivencia en las calles en estos momentos, no es entonces un movimiento social,


sino una sociedad en movimiento, hastiada de precariedad, endeudamiento y
mercantilización de la vida, de autoritarismo y desigualdad tanto en un plano socio-
económico como político-institucional.

Un estado de emergencia decretado por el mal gobierno y un emerger de los pueblos


más allá del Estado.

Luego de una larga jornada de evasiones masivas, movilizaciones multitudinarias,


barricadas, incendios y cacerolazos en numerosos puntos de la Región Metropolitana, esa
misma noche del viernes 18 de octubre el presidente Sebastián Piñera anunció
públicamente ante los medios de prensa la declaración del estado de emergencia.

El día sábado las calles amanecieron con cientos de militares distribuidos en puntos
estratégicos de la ciudad y pertrechados para la guerra. La imagen nos retrotrajo a los
peores momentos de la dictadura pinochetista, y puso en evidencia los vasos
comunicantes entre aquel terrorismo de Estado ejercido de manera prolongada durante 15
años, y el actual estado de miedo y sometimientos de nuestros cuerpos -a veces menos
visible y hoy abierto- que se reinstala a punta de fusil en pleno siglo XXI.

Pero este intento de atemorizar a quienes el día anterior habían salido a las calles al “baile
de lxs sobran” disfrutando del ritmo de la protesta radical, al son de una solidaridad
masiva con la intrépida juventud protagonista de las evasiones, lejos de cerrar la fiesta,
generó un mayor nivel de bronca y desacato que se irradió a otras latitudes y territorios
de Chile.

Al estado de emergencia impuesto por el Estado, el pueblo, los pueblos, respondieron con
un emerger más allá del Estado. Un insurgir colectivo, una potencia plebeya que con
extrema osadía hizo de la conquista de las calles un laboratorio de experimentación
política, que fue lentamente prefigurando modos de vidas propios (en sus tiempos,
territorialidades y sentidos), reapropiándose de lo público (en sus usos sociales más allá

6
https://www.youtube.com/watch?v=X-YAnmsbnKM
del Estado y del Mercado) y reconstruyendo lo común (desde abajo) a partir de diversas
y complementarias modalidades de desborde y ruptura del orden neoliberal.

Desde esta perspectiva, entendemos que el ataque a ciertos edificios y bienes públicos,
contrario a lo que se escucha, no es un ataque a “lo público” como aquella vincularidad
que nos constituye en tanto pueblos en coexistencia. Más bien, es un ataque contra
determinados símbolos materiales que hacen parte de un Estado refractario a los intereses
y necesidades populares.

Si en el ciclo anterior de revuelta la idea de ¡Fin al lucro! puso en el centro la lucha contra
el mercado, la revuelta actual agrega a la batalla contra la mercantilización de la vida, un
ataque directo a la estatalidad. De cierto modo, el estallido identificó, lo que muchas y
muchas alertaron en los últimos años: aunque el neoliberalismo nos vendió una idea de
mercados libres, el Estado nunca se fue (tal como presume y vocifera cierto progresismo
vernáculo), todo lo contrario, intensificó su intervención, pero no como dispositivo de
bienestar sino cual maquinaria de guerra e instancia mediadora al servicio del capital,
engranaje de acumulación, garante de desigualdad y principal promotor del orden
burgués.

Sin poder vaticinar el devenir de esta emergencia, lo que sí es evidente es que se detonó
-seguramente sin un pronto retorno- un cuestionamiento radical de todo lo instituido y
una impugnación de las lógicas mercantiles y estatales que parecían hasta ahora
inconmovibles. El estado de emergencia, instaurado en Santiago primero y a los pocos
días extendido a más de la mitad de las regiones del país, en realidad no es sino la
expresión de un Estado en emergencia, que ante la pérdida de legitimidad social acude a
la violencia más descarnada para sostenerse.

En esta línea, el segundo paso del gobierno, como respuesta a este emerger insumiso y
destituyente, fue dictar la tarde del sábado 19 de octubre toque de queda total en las
provincias de Santiago y de Chacabuco, además de las comunas de Puente Alto y San
Bernardo7. La apelación a las Fuerzas Armadas por parte del gobierno, lejos de
interpretarse como una fortaleza del régimen político, pone en evidencia su precariedad
hegemónica y el progresivo debilitamiento de los mecanismos de sometimiento
ideológico que supieron apuntalar a este sistema de dominación tan intrincado. La
desobediencia al toque de queda de cientos de miles de personas denotó aún más el
resquebrajamiento del consenso neoliberal, y con el transcurrir de los días se fue
desencadenando una crisis total del régimen. El millón y medio de personas en la última
concentración masiva el viernes 25 de octubre en Santiago viene a reafirmar dicha crisis
sistémica.

Reconfigurar “lo común” en la revuelta: una temporalidad y espacialidad otra y


propia.

Durante esta semana de desacato e insubordinación, en las calles de Chile se ha


vivenciado un claro enfrentamiento con el orden político, y al mismo tiempo se vislumbra
embrionariamente una reinvención de la política. Uno de sus rasgos más sugerentes de

7
Vale la pena recordar que el último toque de queda establecido fue en el terremoto de 2010 en la ciudad
de Concepción, luego de que se reportaran numerosos saqueos a supermercados y tiendas, y que dicha
medida no se decretaba en la provincia de Santiago desde 1986, tras el frustrado atentado contra Augusto
Pinochet.
esa reinvención que apareció en la revuelta es otra temporalidad, acelerada en su
irradiación a contramano de todo lo previsible y a la vez calma e intensa en su vivencia,
más similar a los pueblos indígenas que a la velocidad y liquidez capitalista.

Observamos una suerte de política in-mediata, en dos sentidos: de un lado por una
ausencia de mediaciones (sean éstas las instituciones estatales, las organizaciones
partidarias e incluso los movimientos sociales hasta ahora existentes) y de otro, como una
autoafirmación en el “aquí y ahora” tanto de soluciones como de experimentaciones, que
reniega de la paciencia indolente propia del tiempo gubernamental y mercantil. En ese
tiempo propio, hay una ruptura y desavenencia visceral con respecto al dispositivo de la
espera como tempografía disciplinaria. Y, además, hay una prefiguración de un tiempo
“muy otro” en el presente de lucha, más denso e irreductible a los parámetros homogéneos
y lineales de las manecillas del reloj. Las largas jornadas de concentraciones masivas, que
se extendieron por muchas horas, son el mejor ejemplo de la restitución de un tiempo
propio, de recuperar esa armonía temporal en los pueblos y los cuerpos, que se viola
diariamente desde la velocidad vertiginosa de los flujos capitalistas en los modos de vida
actual.

Esa otra temporalidad, tiene como complemento necesario otra espacialidad de acción
social y política, otras formas de habitar lo político a partir de una co-laboración, es decir,
un trabajo en común sustraído de la semántica y de las modalidades de intervención
propias del orden liberal-burgués.

La ocupación de plazas y parques, de calles y andenes del metro, de balcones y esquinas,


es también una recreación de una territorialidad con sentido propio que dotó a la protesta
de una identidad no estatal, popular y comunitaria, cooperativa y autónoma. Ello
condensó en la trama urbana la insumisión y el descontento a través de acciones directas,
no sectoriales ni corporativas, sino con capacidad de concitar intereses comunes,
amalgamar transversalmente medios y fines en un solo haz, y recomponer vínculos
intersubjetivos, identidades colectivas, modos de vida y prácticas desmercantilizadoras a
escala masiva.

Así es como con el transcurrir de los días de protesta, esta temporalidad y espacialidad
contrahegemónica se ramifica y comienza a rearmar procesos de hermanamiento desde
abajo8, que habilitan la deliberación pública a partir de la cooperación y la confianza
mutua, reconfigurada por una pluralidad de expresiones organizativas. En los últimos
días, las asambleas populares, ciudadanas y comunitarias empezaron a proliferar en
muchísimos territorios, junto a la constitución de múltiples y simultáneas zonas
temporalmente autónomas, que cortocircuitaron el orden socio-político asentado en la
hegemonía neoliberal.

Una subjetividad antagonista se está dando cita allí, conjugada con una actitud
carnavalesca y festiva, de protesta e indignación, de expansión de los deseos y los afectos,
que en grado cada vez mayor asumió al cuidado mutuo y la reciprocidad entre pares como
columna vertebral del trastocamiento de toda normalidad. Quizás algo muy básico, pero
radicalmente revolucionario en Chile, fue que en esos espacios-tiempos otros se recuperó
el saludo, el mirarse a los ojos, mostrar nuestros cuerpos, hablar de política, caminar con
la cabeza en alto, cuestionar a los medios que llegaban a cubrir, denunciar la injusticia.
8
Uno de los buenos ejemplos fue en diferentes ciudades del país marchas donde convergieron las barras
bravas de distintos clubes de fútbol.
Lo que podría haber sido sólo una evasión individual de sujetos/as descontentos/as por
no acceder a los bienes y servicios de la sociedad neoliberal, mutó en una evasión
colectiva desde lo común, un rehuir de la mercantilización de la vida.

Más que violencia, (auto)defensa y recuperación de la vida, frente a la violencia


sistemática de un Estado y una sociedad neoliberal.

Durante todos estos días, los medios hegemónicos chilenos -pero también los de otros
países de la región- bombardearon a sus audiencias con imágenes de la “violencia” y el
“vandalismo” ejercido por manifestantes en las protestas callejeras. No renegamos de esta
arista tan molesta para el progresismo bien pensante, ni escamoteamos el necesario debate
alrededor de ella, pero creemos que el discurso mediático rasca donde no pica, en la
medida en que de manera simétrica invisibiliza lo sustancial del proceso en curso en las
calles de Chile.

Los saqueos de grandes cadenas de supermercados no apuntaron jamás a vulnerar la vida,


todo lo contrario, en su defensa cuestionan su cruda y perversa mercantilización y
precariedad. Lo que subyace a estas acciones directas es una comunalidad, una
impugnación a la lógica de endeudamiento, despojo, especulación financiera y
deshumanización, que subsume todos los derechos sociales en dinero y hace de la vida
misma mero valor de cambio.

Entonces, que no sorprenda que frente a un sistema de muerte que no da de comer ni de


amar, se ejercite desde la indignación y la impaciencia una reapropiación de lo común (en
su connotación más diversa e integral), que en algunos casos involucra formas de
contraviolencia, las cuales -además de expresar un repudio en acto de ciertas instituciones
que encarnan o simbolizan la dominación del Estado, el patriarcado del salario y la
violencia del dinero- aspiran a resguardar la vida y apuntan a la satisfacción directa e
inmediata de necesidades y deseos, sin acudir para ello a la brutal irracionalidad de la
forma-mercancía (que sólo se puede obtener en función del poder adquisitivo que se tenga
en el bolsillo o la tarjeta de crédito). Es decir, ejercieron por sus manos, lejos de la moral
de lo correcto, lo que la sociedad neoliberal les pidió durante los últimos treinta años: una
sensación de éxito e “integración” medida de acuerdo a los bienes de consumo que posee9.

El valor de uso del tiempo enajenado y el valor de uso de los productos se revitalizaron
en cada saqueo concretado, molinete saltado o avenida tomada, a partir de una
transgresión de la propiedad privada, un cuestionamiento de las gramáticas del poder
estatal y una suspensión de la mediación del dinero que -desfetichización mediante- trocó
en recuperación colectiva de lo que el orden capitalista pretende ofrecer como bien de
consumo comprable y vendible, pero que en rigor fue expropiado previamente como
producto y riqueza social a la clase trabajadora, a través de una sistemática e invisible
política de despojo y confiscación10. De ahí que, en términos históricos, antes que saqueo,
sea viva re-apropiación.

9
Esto no es nuevo, sino que ya fue develado el 2010 tras el terremoto. La población como “acto reflejo” de
un inconsciente neoliberalizado ante el riesgo de desabastecimiento, acudió en masa a los grandes centros
comerciales y cadenas de supermercados a apropiarse de diferentes bienes de consumo, algunos básicos y
otros no.
10
Si ejercitamos una memoria de mediana y larga duración, la verdadera violencia y saqueo colectivo
fundante del actual orden neoliberal, tiene sus raíces más profundas en la mal llamada “pacificación de la
En paralelo, la declaración por parte de Sebastián Piñera de que “estamos en guerra contra
un enemigo muy poderoso”, no debería leerse como un mero exabrupto ni una torpeza
discursiva. Es la explicitación de un estado de guerra constante -a veces masivo y visible
como ahora, otras más subrepticio y selectivo como en el caso de las comunidades
mapuches, las mujeres, migrantes y las juventudes populares- que asume nuevas y
múltiples formas, así como métodos no convencionales de exterminio y disciplinamiento.
Esto es lo que el zapatismo ha denominado como “Cuarta Guerra Mundial”, en la medida
en que ya no implica la confrontación entre dos ejércitos regulares en un territorio
determinado, sino que involucra cada vez más a los Estados en alianza con tramas
informales y sutiles de ejercicio de la represión, que en conjunto atentan contra la vida
cotidiana de las poblaciones civiles y comunidades autoorganizadas.

Precisamente, ese “enemigo poderoso” al que alude Piñera no es otro que el “enemigo
interno” al que las dictaduras militares intentaron diezmar décadas atrás, es decir, el
pueblo, o mejor aún, los pueblos movilizados, aquí y ahora, devenidos sujetxs políticxs y
que hoy denuncian las diversas y complementarias formas de violencia estatal-
mercantiles, a la par que ejercitan una (auto)defensa de la vida en ese inmenso campo de
batalla a cielo abierto que es el cuerpo-territorio chileno.

Lo sustancial de este proceso en curso remite por tanto a la dinámica de manifestación


colectiva, deliberación pública, desnaturalización e impugnación de la trama de
relaciones de dominio, y sostenibilidad en el tiempo de una multitud movilizada que se
ha hastiado, dejando atrás el sentido de la inevitabilidad, la cultura del desvinculo y el
miedo paralizador que supo introyectar la hegemonía neoliberal en gran parte de la
población.

A este orden político y socio-económico aún en pie, cada vez menos legítimo y asentado
en última instancia en el monopolio de la violencia que ostenta, pero vulnerado en su fibra
más íntima desde la subjetividad insurgente y con potencialidad emancipatoria que se
respira en las calles, aluden precisamente las pintadas que expresan “¡lo perdimos todo,
hasta el miedo!”, “¡Tengo más rabia que plata pal pan!” y “¡abajo el Estado!”, como
interpelaciones estampadas creativamente en algunas estaciones de Metro y paredones, a
modo de grito de protesta contra el alza del precio del transporte público, pero sobre todo
en defensa de la vida digna y lo común.

Algunas preguntas-generadoras para un final abierto

Araucanía” (equivalente a la “conquista del desierto” en lo que hoy es Argentina), eufemismos que aluden
a la acumulación originaria y el genocidio que, de un lado y el otro de la cordillera, sentó las bases de las
sociedades capitalistas contemporáneas. De ahí en más, se configura en ambos territorios un Estado racista
y monocultural, burgués y terrateniente, blindado a los intereses populares y comunitarios. Este Estado ha
sido el que en realidad ejercitó una violencia ofensiva al extremo contra esas otredades peligrosas a los ojos
del poder, en tanto resultaron ajenas y refractarias a la “civilización occidental y cristiana”, y que en el caso
de Chile, tras un prolongado e inestable derrotero histórico (que incluyó numerosas masacres militares
contra los pueblos indígenas y las clases subalternas), agudizó su faceta coercitiva en la larga noche criminal
de la dictadura pinochetista, que formalmente se prolonga del 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de
1990, pero que continúa durante los años de invariante democracia tutelada que llegan hasta el presente,
con la aplicación de un terror selectivo y más difuso pero no por ello menos efectivo.
Lo que acontece en estos días en territorio chileno tiene ciertas características específicas
y rasgos de excepcionalidad que sería necio negar. No obstante, al mismo tiempo es
preciso leer esta insubordinación en el marco de un proceso más amplio de relaciones de
fuerzas que -en grados e intensidad variable- se desenvuelve a nivel continental e incluso
global.

La insurrección permanente desplegada en Haití desde hace por lo menos dos años,
sumada al levantamiento indígena y popular acontecido semanas atrás en Ecuador, así
como otras movilizaciones y acciones disruptivas que se vivencian en diferentes
realidades de la región, dan cuenta de una misma vocación antagonista y destituyente,
que rechaza de cuajo los planes de ajuste y las intentonas privatistas que pretenden
imponer las clases dominantes y el imperialismo como salida a una crisis orgánica del
capital que aún no pudo ser superada.

Tal como mencionamos anteriormente, estas rebeliones se solventan en una temporalidad


“muy otra” y en espacialidades rehabitadas por lo común, no reductibles por tanto a los
formatos y dinámicas de funcionamiento de la democracia representativa burguesa ni al
individualismo neoliberal. Por ello no cabe encorsetarlas dentro de la camisa de fuerza de
las experiencias de los progresismos latinoamericanos, ni tampoco asimilarlas a un mero
“descontento ciudadano”; más bien se emparentan con un desborde que emerge más allá
del Estado y el mercado, que precisamente viene no solamente a confrontar con las
derechas enquistadas en el poder (como la que encabeza Sebastián Piñera), sino también
a evidenciar las flaquezas y ambigüedades de los gobiernos y plataformas electorales de
centro-izquierda, que se apresuraron a pregonar el entierro del neoliberalismo, de manera
simétrica al tiempo que tardaron en darse cuenta que estaban velando al muerto
equivocado.

En todos estos años, la retórica anti-neoliberal y democratizadora propagandizada por


estas coaliciones y regímenes, tuvo en los hechos como contracara la persistencia de un
capitalismo extractivista multiplicador de zonas de sacrificio, precariedad laboral,
represión policial, femicidios, despojo de bienes naturales y vulneración de derechos
colectivos; así como una subjetividad asentada en el endeudamiento y el consumismo
acrítico, y una institucionalidad estatal burocrática y a contramano de la participación
popular, todas ellas enemigas del buen vivir, los entramados comunitarios y el
protagonismo desde abajo.

En función de este diagnóstico provisional, y al calor de lo que parece que ser un cambio
de coyuntura sumamente imprevisible a escala continental -pero sin duda venturoso por
las posibilidades que abre como certera impugnación del neoliberalismo-, compartimos
algunas preguntas-generadoras que surgen a partir del panorama inédito que se vive
actualmente en la región. Recuperamos en ellas el espíritu del pedagogo y educador
popular Paulo Freire, quien nos convoca a cuestionar aquello que resulta obvio o
previsible, y asumir que no existen respuestas definitivas ni estáticas desde el pensar
crítico, ya que siempre implican desafíos y enorme creatividad por parte de los pueblos:

¿La revuelta en territorio chileno es síntoma de proyectos progresistas inconclusos del


ciclo anterior? ¿O es resultado de -y respuesta a- la liviandad de los mismos?

¿Son acaso estas rebeliones la antesala de una nueva fase de probable ascenso de
gobiernos progresistas reformateados? ¿O más bien expresan una crítica teórico-
práctica a las limitaciones inherentes de estos procesos, que exige una reinvención
radical de la forma, los medios y el fondo del proyecto emancipatorio?

¿Podemos leer esta revuelta como inconformidad ciudadana espontánea y transitoria?


¿O es pertinente interpretarla desde su antagonismo teniendo nuevamente como
horizonte al socialismo?

¿Es apropiado buscar canalizar dicho emerger más allá del Estado a través de
mecanismos institucionales? ¿un plebiscito con miras a una asamblea constituyente?
¿acaso una elección anticipada como necesario recambio de las élites políticas?

¿O resultaría más adecuado profundizar y fortalecer ese poder propio y alternativo,


comunitario y popular, que permita vehiculizar la revuelta en más auto-organización y
más lucha socio-política? ¿consejos locales, espacios mancomunales de articulación por
abajo, asambleas populares?

No deseamos presentar una dicotomía entre un devenir de las luchas “dentro” o “fuera”
del Estado, porque sabemos que el horizonte revolucionario requiera tal vez de ambas
(aunque por cierto la experiencia histórica demuestre que estas temporalidades y lógicas
tienden a ser discordantes), pero sí al menos nos interesa convidar y problematizar una
serie de interrogantes adicionales, complementarios con los precedentes:

¿Qué aprendimos del ciclo de luchas anterior? ¿La traducción electoral -en gobiernos
locales y el Congreso- de los movimientos sociales, territoriales y estudiantiles, obtuvo
los resultados esperados? ¿Qué obstáculos, limitaciones y taras implican este tipo de
modalidades de participación/presencia en la institucionalidad del Estado? ¿Qué
interpelación/cuestionamiento hace esta revuelta a dicho esfuerzo?

¿En qué medida la rebelión popular que se vive en estos días en las calles de Chile es
parte de un proceso de reanudamiento de las luchas emancipatorias impulsadas desde
abajo a nivel continental?

Más allá de las posibles respuestas, que sin duda serán producto del propio andar colectivo
como pueblos desde lo que Freire enunció como inédito viable, hoy resulta más claro que
nunca que quienes aspiramos a superar la barbarie que expresan el capitalismo, el
patriarcado y la colonialidad en esta fase tan cruel y represiva como apocalíptica por la
que transitamos, no tenemos garantía alguna de triunfo. La nuestra es una apuesta frágil
y sin certidumbre alguna, y en ella se nos juega tanto la posibilidad de edificar una
sociedad radicalmente distinta a la actual, como la supervivencia de la humanidad y del
planeta tierra en su conjunto. Por eso resulta urgente reinstalar en el seno mismo de estos
procesos de lucha e insubordinación que circundan a la región, los debates estratégicos
que necesitamos darnos desde el diálogo fraterno, la discusión colectiva y la escucha
mutua.

En este marco, volver a situar al socialismo como alternativa civilizatoria no es sólo una
opción entre tantas, sino una necesidad histórica acuciante balbuceada al pie de un
desfiladero y a pasos nomás del abismo. Frente al declive y las limitaciones evidentes de
los proyectos progresistas en nuestro continente, y ante una violenta contraofensiva
general de las derechas, las clases dominantes y el imperialismo por superar esta crisis,
sobre la base de una agudización de la xenofobia, la militarización de los territorios, el
despojo de los bienes comunes, la precariedad de la vida y la superexplotación del trabajo,
no cabe sino redoblar los esfuerzos por la construcción de un horizonte de carácter
socialista.

Eso sí: será un socialismo en el que quepan muchos socialismos. Del poder popular y el
buen vivir, comunitario, feminista, autogestionario, descolonizado, migrante, ecologista,
plurinacional e internacionalista, tan multicolor y variopinto como la Whipala. Mientras
tanto, tal como arenga una de las tantas banderas flameadas en las calles de Santiago,
seguiremos luchando hasta que valga la pena vivir.

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