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Lenguajes y materialidades: Trayectorias cruzadas
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Lenguajes y materialidades: Trayectorias cruzadas

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Este volumen busca introducir una serie de reflexiones y problemas referidos a las trayectorias e intersecciones entre lenguajes y materialidades. Las diversas narrativas que componen los textos aquí́ agrupados constituyen la evidencia de que las agotadas categorías del pensamiento moderno se han tornado insuficientes para dar cuenta de la complejidad de los fenómenos que aquejan la vida contemporánea.
LanguageEspañol
PublisherRIL editores
Release dateJul 26, 2023
ISBN9789560110640
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    Lenguajes y materialidades - Pedro Moscoso-Flores

    Pedro Moscoso-Flores • Antonia Viu

    (editores)

    Lenguajes y materialidades

    Trayectorias cruzadas

    Lenguajes y materialidades.

    Trayectorias cruzadas

    Primera edición: abril de 2020

    © Pedro Moscoso-Flores, Antonia Viu (editores), 2020

    Registro de Propiedad Intelectual

    Nº 2020-A-1992

    © RIL® editores, 2020

    Sede Santiago:

    Los Leones 2258

    cp 7511055 Providencia

    Santiago de Chile

    (56) 22 22 38 100

    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    Sede Valparaíso:

    Cochrane 639, of. 92

    cp 2361801 Valparaíso

    (56) 32 274 6203

    valparaiso@rileditores.com

    Sede España:

    europa@rileditores.com • Barcelona

    Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

    Impreso en Chile • Printed in Chile

    ISBN 978-956-01-0758-9

    Derechos reservados.

    Introducción

    En el comienzo había… ¿una caja?

    Permítasenos la libertad de comenzar por un desvío. Recordemos por un momento el antiguo mito griego legado por Hesíodo en sus Teogonías y Trabajos y días: el de la famosa caja de Pandora. Como habrán tenido la posibilidad de leer o escuchar alguna vez, este famoso relato cuenta la historia de una caja —originalmente un ánfora—, que fue instrumento de la venganza de Zeus contra Prometeo por haber entregado el fuego a los hombres. La curiosidad de Pandora, mujer del hermano de Prometeo, la lleva a abrirla desafiando las advertencias y desencadenando con ello la liberación de todos los males sobre la humanidad, que hasta ese momento había vivido de manera relativamente feliz y placentera.

    Más allá de todos los nutridos análisis e interpretaciones que comporta este famoso mito en y para la historia del pensamiento occidental, nos interesa constatar un par de cuestiones. En primer lugar, el hecho de que existe una cierta indistinción entre la figura de Pandora —como eje del mal de la humanidad— y el recipiente que ella decide abrir, dejando la impresión de que entre ambas existe una suerte de complicidad tácita. En otras palabras, no queda del todo claro cuál es la raíz del mal: si ella misma o la caja en que se esconde el misterio de aquellas cosas que, solo después de abiertas, hacen su aparición material desastrosa. Aun cuando no podemos responder de manera certera a esta interrogante, lo que sí parece quedar claro es que hay en esta escena una acción que media la relación —un vínculo inextricable— entre Pandora y la caja. En segundo lugar, llama la atención el hecho de que los contenidos de la caja no se precisan del todo ni tampoco cómo estos, una vez liberados, se esparcen y atraviesan las almas humanas: se habla de los males —enfermedad, tristeza, pobreza, locura, hambruna, crimen—, pero también de la esperanza. Respecto de este segundo punto, nos interesa puntualizar que estos contenidos comprenden un potencial expansivo ilimitado que desborda el límite asegurado por el objeto que los contiene. En otras palabras, nos servimos de este famoso mito para consignar una tensión inicial —inclusive prehumana— entre los objetos y las cosas que ellos contienen.

    Sobre estos dos elementos clave nos interesa introducir las reflexiones que componen este libro. El primero podríamos consignarlo como una interrogante referida a los modos en que se hace posible concebir los vínculos entre lo humano y lo no humano; vínculos que, aparentemente, dependen de acciones que definen o delimitan a los actores implicados dentro de un esquema de relaciones. En el caso de nuestra referencia inicial, el personaje de Pandora es, esencialmente, un límite o un continente del mal detrás de la apariencia del bien, aun cuando dicha disposición ontológica no pueda emerger sino por medio de una acción —que en este caso refiere a desanudar los hilos de la caja o ánfora y abrirla—. Solo después de esta escena es posible avizorar el destino que aguarda y, a la vez, delimita lo propiamente humano, alejado de lo divino. La segunda cuestión nos pone frente al problema del impacto ex post facto de las fuerzas materiales, con capacidad de afectar dentro de un mundo humanamente definido. En este caso constituyen fuerzas abstractas del mal, sin sujeto específico, que permean y redefinen a la humanidad.

    Esta lectura nos permite suponer que existe un vínculo inseparable entre los elementos que constituyen el mundo de los objetos y los seres humanos. Es más, podríamos colegir a partir de estas ricas «imágenes míticas» que lo humano cumple un rol subsidiario de lo no humano, es decir, constituye un operador de una mediación para la activación de fuerzas que superan lo humano y que, al mismo tiempo, lo atraviesan. En esta línea, ¿no habría sido más sencillo que el dios Zeus depositara todos sus designios vengativos directamente —sin rodeos— sobre el mundo de los hombres y mujeres, destapando el objeto en un sitio cualquiera, a la manera de una caja radioactiva? Parece ser que la respuesta es negativa, ya que era necesario que se estableciera algún tipo de pacto previo y vinculante, haciendo a la humanidad protagonista y responsable de su propia debacle. Esto se ve refrendado en el hecho de que Epimeteo, hermano de Prometeo y esposo de Pandora, debió ceder ante el regalo divino, a pesar de su inicial rechazo, aceptando definitivamente a Pandora en matrimonio.

    Pero volvamos sobre la cuestión de la caja misma. Inmediatamente se nos viene a la mente una serie de razonables preguntas: ¿qué es una caja?, ¿de qué está hecha?, ¿cuánto mide?, ¿cuáles son sus propiedades (sub)atómicas?, ¿para qué sirve? Estas y otras tantas interrogantes, muy modernas no cabe duda, nos podrían servir para comenzar a esbozar un análisis tendiente a delimitar su condición de objeto desde una perspectiva convencional: conocemos y confiamos en una serie de categorías abstractas que nos permiten describir y darle un significado general y compartido al objeto en cuestión. No obstante, para hacer este ejercicio habremos de reconocer que dicha capacidad de cartografiar nuestra caja depende de una serie de anclajes conceptuales que se encuentran a la base de esta operación. Sabemos que las cajas tienen distintas dimensiones, medidas, profundidades y que, en general, comportan la utilidad de guardar cosas. Pero intentando ir un poco más allá, ¿podemos dar cuenta de las especificidades de cada una de las cajas que existen en el mundo? O bien, cuando invitamos a imaginarnos una caja, ¿podemos estar seguros de que todos estamos recurriendo a la misma imagen en nuestra mente? Pareciera ser que no, aun cuando, reconocemos, esto no constituye un impedimento para hablar y representar el objeto en cuestión.

    Intentando forzar un poco más la discusión, y en atención a lo que nos interesa resaltar en estas páginas, nos preguntamos si es posible pensar este libro —el que actualmente el lector tiene en sus manos— como una caja: ¿acaso no es cierto que los libros también poseen una materialidad, unas dimensiones, propiedades (sub)atómicas y sirven para guardar cosas, en este caso, palabras? Podríamos, incluso, apelar a la terminología editorial y consignar que una de las partes del proceso de construcción de un libro consiste, precisamente, en delimitar su «caja». Algunos dirán que el libro no es una caja, ya que no nos sirve para guardar objetos con volumen, a menos, claro está, que el interior del libro se encuentre cóncavo, de modo que este pierde su carácter esencial —el de juntar y anudar palabras, desarrollar y argumentar proposiciones y expresar pensamientos—, transformándose en otra cosa: una «caja-cofre», un lugar para guardar documentos importantes o asuntos de valor. Después de todo, ¿qué mejor lugar para guardar secretos que al interior de un libro?

    Un elemento a considerar en esta relación analógica entre «cajas» y «libros», o de libros mutantes devenidos cajas, es la articulación aparentemente paradójica entre la imaginación y las capacidades empíricas que ambos objetos ofrecen; en este caso, podemos consignar sin mayores dudas que ambos portan la capacidad, y cobran su funcionalidad, a partir de su disposición a abrirse. Al igual que en la caja de Pandora, los libros y las cajas son portadores de una proyección entre un adentro y un afuera. Tal y como señala Bachelard:

    El cofre, sobre todo el cofrecillo, del que uno se apropia con más entero dominio, son objetos que se abren. Cuando el cofrecillo se cierra vuelve a la comunidad de los objetos; ocupa su lugar en el espacio exterior; pero ¡se abre! […] Lo de fuera queda borrado de una vez y todo es novedad, sorpresa, desconocido. Lo de fuera ya no significa nada. E incluso, suprema paradoja, las dimensiones del volumen ya no tienen sentido porque acaba de abrirse otra dimensión: la dimensión de intimidad¹.

    No obstante, y sin perder de vista lo que intentamos consignar en estas páginas, más que enfocarnos en la determinación interior-exterior, creemos posible invertir el orden de la ecuación a partir de la pregunta de si este nuevo objeto híbrido no contiene, en tanto presencia espacial con una potencia de apertura propia que remite a un fondo inasible —desfondado—, un impacto o una fuerza a la vez material e imaginativa que tensiona y amenaza los principios metafísicos que aglutinan y mantienen unidos los objetos mismos, y, a su vez, de aquellos elementos que componen los paisajes en que se inscriben. En otras palabras, la cuestión del abrirse nos propone una relación deseante con las cosas que introduce el problema de las intensidades afectivas: tal y como Pandora no fue capaz de resistir su impulso de abrir la caja, estaríamos tentados a pensar que dicha disposición de urgencia vendría ya inscrita en estos objetos, en tanto portadores de una temporalidad particular que nos conmociona. Pensemos, por ejemplo, en el efecto que nos podría provocar la recepción de una caja con un mensaje en que se indique explícitamente la imposibilidad de abrirla hasta una fecha futura. En este sentido, tal vez los objetos nos proponen una intensidad emplazada en torno a modos de vinculación con ellos que en ningún caso podrían ser comprendidos exclusivamente desde una perspectiva subjetiva. O bien, podrían ser comprendidos como elementos que tributan hacia la construcción de subjetividades históricamente determinadas².

    Desde esta perspectiva, podemos también considerar el impacto de las relaciones de exterioridad entre elementos que componen una totalidad determinada. Si insistimos en nuestro ejemplo, tal vez la presencia de una caja camaleónica, disimulada como libro, provoca un impacto sobre la totalidad de la biblioteca, en razón de los principios inmateriales que la mantienen unida, transformando todo el resto de los libros y obras en cómplices de nuestro actor principal. Esto, asumiendo que la biblioteca hoy puede pensarse tal y como propone Morey, siguiendo el trazado arqueológico de Foucault; esto es, fuera del lugar impuesto por el ideario ilustrado según el cual se aseguraba la unidad y organización del conocimiento en torno a su función clasificatoria —aquella que se ordena por títulos, disciplinas, volúmenes y órdenes alfabéticos—, vinculada a determinadas prácticas canónicas de lectura con todo lo que estas traen aparejadas: la búsqueda a través del uso de ficheros y catálogos dentro un espacio interior, el desarrollo de una mecánica temporal, kinestésica y rítmica vinculada al tipo y cantidad de movimientos manuales que requieren los libros para ser descifrados, y el proceso de acostumbramiento del nervio óptico producto de determinadas condiciones de luminosidad —en general lúgubres— dispuestas en torno a la conservación de las obras. De modo que si la biblioteca misma se encuentra afecta a una serie de mutaciones vertiginosas, obligada por las nuevas condiciones archivísticas de nuestra época histórica, entonces se convierte en un espacio que contiene una serie múltiple —casi infinita— de enunciados, entendiendo por ello lo que surge cuando «consideramos de un texto la materialidad de lo que dice y solo la materialidad de lo que dice, sin presuponer que detrás de eso que se dice hay un sujeto que lo enuncia, por un lado, y sin presuponer tampoco que frente a eso que se dice hay un mundo de objetos al que se refiere»³.

    Esta idea posibilita una apertura hacia algo distinto a lo que los tradicionales modelos de comprensión de la relación entre el mundo humano y los objetos no humanos nos ofrecen, y que resulta del todo relevante en un libro que —como este— intenta superar las tradicionales divisiones disciplinarias. De modo que si nos resistimos a la tentación de agrupar mediante operaciones archivísticas —por ejemplo, amontonando los libros de acuerdo a su contenido literario—, podríamos tal vez, frente a este gesto menor⁴, encontrarnos frente a una caja de Pandora en relación con las reflexiones múltiples que desde ahí pueden surgir. Remitámonos, a modo de ejemplo, a la famosa sátira La batalla de los libros⁵ de Jonathan Swift. En ella existen dos «gestos» que nos llaman la atención. El primero —llamémoslo performativo— consiste en la acción perlocutiva que inaugura el relato, advirtiéndonos sobre la necesidad de enfocarnos en la materialidad de los enunciados que componen el texto: «Debo advertir al lector que se guarde de aplicar a las personas lo que aquí se da a entender de los libros en el sentido más literal. Así, cuando se menciona a Virgilio, no hemos de ver la persona del poeta llamado con ese nombre sino ciertas hojas de papel, encuadernadas en cuero, que contienen impresas las obras del susodicho poeta, y lo mismo vale decir del resto» [él mismo incluido]⁶. El segundo gesto refiere al plano sustancial del relato. Vemos cómo la guerra, con sus motivos profundamente antropológicos, en este caso se desplaza hacia la cuestión de la espacialidad, de posición y, en definitiva, de las relaciones posibles en torno a las condiciones materiales con que se interfieren, unos a otros, los libros:

    Yo creo que en las bibliotecas ocurre lo que en los demás cementerios, de los cuales algunos filósofos afirman que cierto espíritu, que ellos llama Brutum hominis, está suspenso sobre el monumento hasta que el cuerpo se corrompe y se convierte en polvo y gusanos, se deshace o desvanece y queda en nada. Por esto podríamos decir que un espíritu inquieto ronda cada libro hasta que el polvo o los gusanos se han adueñado del mismo, lo que a algunos puede sucederle en pocos días y a otros tras haber transcurrido largo tiempo. Y este es el porqué los libros de controversia, por ser más frecuentados que los demás por los espíritus más turbulentos, han estado siempre encerrados en lugar separado del resto y, por miedo a las mutuas violencias que puedan surgir entre estos libros, nuestros antepasados juzgaron prudente forzar estos últimos libros a la paz inmovilizándolos por medio de fuertes cadenas de hierro⁷.

    Lo interesante de estos movimientos inscritos en la escritura misma es que, de formas diferentes, provocan una i(nte)rrupción de las reglas semánticas que resguardan la continuidad de la narrativa. Estos cambios de escala se nos presentan como diferenciales que nos obligan a preguntarnos por los distintos niveles que componen las formas de enunciación de un relato, pero que eventualmente pueden aplicarse para implementar una analítica respecto de los modos en que se compone la realidad que percibimos. En este sentido, el libro, entendido como un conjunto de enunciados sin unas reglas de asociación a priori, contiene una potencia virtual referida a sus posibilidades de conjugar diversos elementos ubicados en distintos planos de la realidad (la de los lectores, pero también la de las páginas manchadas con tinta, los contenidos, los significados, las instrucciones, las distintas secciones, las voces de los autores citados, etc.). En otras palabras, este enfoque nos permite comprender que un libro —este u otro—, en tanto cuerpo material sin agente, se constituye en torno a una potencia relacional —de afectar y ser afectado por otros cuerpos—. Enfatizamos la dimensión relacional, entendiendo que su fuerza no se encuentra dada por una visión del objeto en sí, como una interioridad a priori que busca formas de exteriorización transparente de su sustancia metafísica, o de la cosa en sí, sino en relación con las formas de enactment o de corporeización que se producen en el momento en que los cuerpos entran en contacto, de la misma manera que le ocurre a Pandora al tomar contacto con la caja. De este modo, se hace posible introducir un análisis problemático respecto a las formas de adaptación y de resistencia de cuerpos que se encuentran co-implicados en razón de sus zonas liminales de contacto, lo que a su vez nos permite preguntarnos por las implicancias éticas, estéticas y políticas de estos cuerpos humanos y no humanos congregados en torno a determinados espacios y tiempos específicos.

    ***

    Como su título indica, el presente volumen busca introducir una serie de reflexiones y problemas referidos a las trayectorias e intersecciones entre lenguajes y materialidades. Esto constituye un desafío importante, puesto que dichas categorías, si bien han sido profusamente definidas y problematizadas desde tiempos remotos por grandes corrientes del pensamiento, parecen traer consigo determinados códigos de precomprensión. Esta relación podría, en efecto, retrotraerse a una disputa ontológica fundante, concerniente a los modos de comprensión del vínculo entre seres humanos y el mundo, desde la distinción binomial entre idealismo y materialismo. Desde la óptica de dicho binarismo como principio articulador del pensamiento, se han erigido otra serie de divisiones categoriales dentro del devenir histórico del pensamiento occidental: «mente-cuerpo», «espíritu-materia» y «sujeto-objeto». A pesar de todos los avatares e intermitencias vinculadas a la lucha por la primacía hegemónica de alguna de ellas por sobre las otras como principios legítimos desde donde cartografiar la realidad, es la dimensión lingüística la que, a partir del siglo XX, emerge como un enclave epistémico y metodológico orientado a comprender e interpretar los problemas que aquejan la vida humana⁸. No obstante, a pesar de los profundos cambios que introduce esta cosmovisión lingüística con sus diversas variantes —pragmática, analítica, hermenéutica—, y sus discusiones internas referidas grosso modo a la delimitación respecto del lugar que le compete al lenguaje como parte integral de los procesos de construcción de experiencia, sostenemos que estos desarrollos conceptuales aún parecen seguir anclados a la herencia de un pensamiento que encuentra sus raíces en principios profundamente antropológicos. En otras palabras, subsiste en ellos una concepción del ser humano que, en tanto sujeto que vive, trabaja y habla, se encuentra llamado a comprender y organizar la totalidad de los fenómenos que lo rodean, levantando así modelos, sistemas de ordenamiento y clasificación que le permiten interpretar la realidad circundante con la finalidad de intervenir sobre ella. De este modo, si bien el desplazamiento epistémico crítico postmetafísico asociado al «giro lingüístico» ha permitido repensar críticamente la reificada relación entre sujetos y objetos legada por el mecanicismo cartesiano, parece no haber sido capaz de sacar de la situación de menoscabo a todos aquellos elementos no humanos —orgánicos e inorgánicos, vivos e inertes— que conforman el mundo, persistiendo estos últimos como entidades que cobran su valor conforme a sus posibilidades de subordinarse a lo humano.

    Sobre esta serie de disputas históricas complejas y variopintas, llenas de ismos, es que la propuesta de este volumen cobra forma. Como primer elemento, nos atrevemos a afirmar con relativa seguridad que las diversas narrativas que componen los textos aquí agrupados constituyen la evidencia de que las agotadas categorías del pensamiento moderno se han tornado insuficientes para dar cuenta de la complejidad de los fenómenos que aquejan la vida contemporánea. Y, en esta misma línea, la valía crítica de este libro proyecta su potencia en torno a una preocupación metodológica con tintes experimentales, que busca a través del acto de escritura forzar los límites del pensamiento heredados en torno a aquello que ha venido organizando históricamente las posibles relaciones entre lenguajes y materialidades.

    Lo dicho requiere un par de aclaraciones. En primer lugar, consignar que entre lenguajes y materialidades opera una función que permite ponerlos en determinadas posiciones de relación. Esta región implícita, intersticial —la del y—, contiene una serie de elementos invisibles a la vez que exteriores a ellos, otorgándole no obstante una determinada posibilidad de enunciación. Esta constatación supone, en segundo lugar, reconocer que esta región intermedia puede efectivamente ser propuesta como objeto de estudio. En este sentido, centrarse en los elementos que posibilitan dicha relación, más que en las categorías mismas, implica asumir que los fundamentos planteados en torno a tales conceptos y sus condiciones estructurantes internas son de algún modo limitados —o al menos estrechos—, y de ningún modo naturales. Por ende, diremos que el principio tácito que sostiene el approach metodológico en este libro gira en torno a la consigna de que tanto los lenguajes como las materialidades, como objetos de estudio en relación, comparten una dimensión semiótica y una dimensión material que los atraviesa, permitiendo ponerlos en un mismo plano de análisis.

    Si esto es posible, entonces parece necesario tomar distancia de los planteamientos que trabajan dichas categorías como objetos de estudio claros y distinguibles, a saber, con características sustanciales y/o estructurales independientes a priori. Y, con ello, surge un serio escollo en torno a las limitaciones que nos impone nuestro propio lenguaje a la hora de intentar enunciar la potencia de la posible relación tácita que nos hemos propuesto relevar. Frente a esta situación de (de)limitación, tal vez sería posible ofrecer un ejercicio orientado, más que a encontrar ese tercer término totalizante —dialéctico, sintético e instituyente— que nos permita reorganizar armónicamente el dilema, a intentar sostener la tensión propia de nuestra entrada tangencial al problema por medio de la alusión a una operación centrada en problematizar los diferenciales posibles en torno a los conceptos.

    Pensemos, como un ejercicio que nos permite situar lo señalado, en el análisis respecto a la confusión entre «cosas»⁹ y «objetos»¹⁰ que nos propone Remo Bodei, retomando una discusión que se retrotrae a la ontología fundamental de Heidegger y al estructuralismo lingüístico lacaniano. En este caso, el filósofo italiano nos introduce a una reflexión sobre el lugar de las cosas evocando una imagen de A la búsqueda del tiempo perdido de Proust, para mostrarnos de qué manera nuestros procesos perceptivos se encuentran sujetos a operaciones socioculturales de habituación que, si bien nos permiten orientarnos y aferrarnos al mundo, seleccionan y recortan las cosas encadenándolas metodológicamente a las condiciones de nuestra conciencia individual. No obstante, al hacer esta operación —diremos, de transformar las cosas en objetos—, prescindimos sin darnos cuenta de la posibilidad de entablar relaciones alusivas a los múltiples significados simbólicos y afectivos que emergen al tomar contacto con las cosas:

    Privilegiar la cosa con respecto al sujeto humano sirve […] para mostrar al sujeto su propio envés, en su lado más oculto y menos frecuentado. Investidos de afectos, conceptos y símbolos que individuos, sociedad e historia proyectan, los objetos se convierten en cosas, y se distinguen de las mercaderías en cuanto simples valores de uso e intercambio, o expresiones de status symbol¹¹.

    Este desplazamiento semántico nos propone una posibilidad diferente de entrada al problema respecto de la relación entre el mundo humano y no humano. No obstante, ¿cómo evitamos caer en una discusión ontológica que nos ponga nuevamente frente a la cuestión de la esencia de las cosas en relación con sus idealidades inteligibles?; o bien, ¿cómo no transformar el significante «cosa» en un elemento más dentro de una cadena lingüística, encerrándolo dentro de ella? Sin la pretensión de dar una respuesta definitiva a estas preguntas, sí nos interesa recalcar el hecho de que esta relación objeto-cosa se sostiene en función de su no intercambiabilidad; y, además, se resiste a ser pensada como una relación de extremos en torno a una determinada cosmovisión del conocimiento —como es el caso de la relación entre sujeto-objeto—. Se produce, más bien, un entrecruzamiento entre ambos elementos, cuya posibilidad de diferenciación aparece sostenida solamente si consideramos la presencia de una subjetividad implícita, a saber, aquella encargada de efectuar la acción de «transformación» de cosas en objetos. A pesar de esto, queda claro que dicho proceso subjetivo —llamémosle de objetivación— no reposa sobre las capacidades de una voluntad racional consciente —ni inconsciente—, sino en una contractualidad implícita que poco tiene que ver con las capacidades individuales. Frente a esta constatación se habilita la pregunta por el posible rol que las cosas pueden llegar a cumplir, no solo en cuanto a los modos de composición de los objetos, sino además respecto al impacto en la modulación de los sujetos-de-la-percepción que presuntamente se encuentran llamados a captar la realidad fenomenológica presente en los objetos.

    Siguiendo esta trama, sería posible proponer que la cosa remite a una noción portadora de una cierta indeterminación, y, en tanto indeterminada, atraviesa y anuda los sujetos —lingüísticos— y los objetos —materiales— que componen, en el contexto de la modernidad, los principios de contacto entre lo humano y lo no humano. Esto, muy en la línea de lo que el teórico cultural Bill Brown¹², siguiendo a autores como Whitehead, James y Bergson, puntualiza como el carácter relacional que compone la coseidad de los sujetos y objetos —tanto en sus formas físicas como metafísicas—, haciendo posible así pensar sus conectividades en términos no jerárquicos sino más bien de intensidades de afectación. Si esto es así, entonces los sujetos no son los únicos que pueden proponer relaciones de utilidad y valor a los objetos, sino que estos últimos pueden establecer sus propias demandas sobre los humanos. O, en su envés, lo que la cosa —en tanto bisagra— anuncia es, precisamente, la posibilidad de comprender el esquema sujeto-objeto como una relación de dominación orientada a mermar las potencias de afectación entre las cosas que componen el mundo.

    Es posible que los académicos hayan girado su atención hacia el mundo de los objetos ya que su objeto más preciado, el planeta Tierra, parece estar muriendo, y este se ha convertido en un objeto global (ha sido producido como un objeto) dentro de los discursos políticos y legales internacionales […] Sospecho que esto se encuentra a la base de una preocupación por la «desmaterialización» del mundo, la proliferación de nuevos objetos con agencia, y el reconocimiento de que nuestro objeto más familiar, el planeta, se nos ha vuelto ominoso. Estos cambios dejan claro que, aquellos que han dejado fuera los objetos de la imaginación ética (de algún modo convencidos [de] que «existen fuerzas conspirativas» en contra del compromiso con las cosas), parecen determinados a volver obsoletas a las humanidades¹³.

    Con lo anterior en mente, nos parece pertinente enunciar un marco de base que considere los componentes asociados a lo humano pero que, al mismo tiempo, permita desplazar la reflexión más allá de los marcos referenciales antropocéntricos; ello, por medio de una perspectiva que se abra a las posibles imbricaciones con elementos que han quedado tradicionalmente marginados del campo de estudio de las humanidades, por considerarse secundarios o subsidiarios a la experiencia humana. En esta línea, una serie de propuestas surgidas durante las últimas décadas del siglo pasado, provenientes del campo de la historia, la filosofía, la sociología, la literatura, la antropología, los estudios culturales y visuales, se han ocupado de desarrollar aparatos críticos orientados a crear herramientas teórico-prácticas orientadas a reformular las bases epistemológicas de los modelos tradicionales de construcción de saberes, abriendo la escena a una ontología crítica¹⁴ que busca relevar la necesidad de visibilizar los componentes éticos, estéticos y políticos propios de la diversidad de fenómenos asociados a la vida social con todas sus singularidades y multiplicidades.

    Dentro de este contexto, los trabajos desarrollados durante las últimas décadas en torno a la corriente de estudio conocida como Nuevos Materialismos¹⁵ nos parecen una referencia útil. Este campo, caracterizado por su diversidad disciplinar y de objetos de estudio, se ha ido abriendo paso como una apuesta alternativa a las insuficiencias mostradas por las disciplinas humanistas para dar una respuesta clara a las profundas crisis provocadas por la celeridad de los cambios sociales, políticos, económicos, culturales y ambientales. A pesar de que se torna difícil situar todos estos abordajes bajo un mismo paradigma, ellos poseen algunos supuestos básicos que nos gustaría dejar consignados.

    En primer lugar, el fuerte énfasis que cobra la dimensión interdisciplinar de estos estudios en torno a la revalorización y reconceptualización de lo material, alejándose así de las matrices materialistas clásicas, específicamente del materialismo histórico marxista. Para estos, la concepción de la materia —o materialización— se encuentra vinculada a una condición posthumana que, si bien no elimina el lugar de la agencia humana, sí la desplaza de su centralidad proponiendo una perspectiva que reconoce la agencialidad de las cosas en términos de sus condiciones procedimentales, complejas y plurales, y entendiendo que lo humano y lo no humano pueden analizarse en términos de sus contactos y cruces contingentes. En otras palabras, desde esta perspectiva se reconoce una condición activa y vibrátil de la materia, cuya potencia está vinculada a las capacidades que tienen de ensamblarse dentro de determinados escenarios situados. Uno de los elementos que aparecen como clave en torno a estas propuestas dice relación con la necesidad de revalorizar la condición de base relacional y procesual de los fenómenos socioculturales, políticos y económicos, alejándose de una mirada concentrada en función de regímenes privados y/o individualistas.

    En segundo lugar, estas aproximaciones abren un cuestionamiento crítico a las concepciones imperantes —y sus habituales tratamientos— de lo social. Frente a la tradición científico-social de corte positivista que ha dispuesto lo social como una entidad abstracta con valor universal, es decir, como un concepto sostenido en torno a una estabilidad derivada de su tratamiento como objeto de estudio con propiedades estructurales, estos estudios proponen una serie de engranajes conceptuales tendientes a romper con estos modelos de aproximación, reconduciendo las lecturas hacia las formas en que confluyen y se generan interacciones entre agentes sociales en contextos sociohistóricos situados. Tal es el caso, por ejemplo, de la noción de «ensamblaje» que propone Bruno Latour a partir de su teoría del actor-red (TAR), desde la cual se asume que las acciones en torno a lo social no son nunca simples ni lineales sino todo lo contrario: implican la influencia de múltiples agentes activos y factores, produciendo localizaciones, dislocaciones y posibilidades múltiples de asociatividad¹⁶.

    En una línea similar encontramos el trabajo de DeLanda, quien busca elucidar una ontología de las formas sociales que prescinda o, más bien, tensione las concepciones que tenemos de ellas¹⁷. Para ello recompone genealógicamente la tradición sociológica, mostrando los modos en que los estudios sobre lo social se han erigido en torno a una concepción organísmica, agrupando lo social en torno a la metáfora funcionalista de un cuerpo unido, compuesto de partes organizadas alrededor de elementos que permiten comprenderla desde un ideario integrado, dejando fuera de esta organización la dimensión conflictiva en la constitución de lo social. Tomando la reflexión deleuziana respecto a nociones tales como relaciones de exterioridad, (des)territorialización, codificación y planos de inmanencia, DeLanda nos propone una visión de lo social en torno a ensamblajes que comportan tanto una dimensión material como una dimensión expresiva; expresión cuya delimitación permite introducir un modelo analítico multicausal, rompiendo de esta forma con los esquemas deterministas de los análisis sociológicos tradicionales.

    Otra noción clave dentro de esta área de estudios es la de «entrelazamientos» (entanglements), sugiriendo a partir de ella una metodología orientada a analizar los vínculos entre lo social y lo natural. Esta visión emerge como pertinente toda vez que habilita una analítica de los vasos comunicantes entre sistemas de saberes que tienden a situarse como excluyentes, ya no desde el esquema de la analogía semiológica sino en términos de sus condiciones diferenciales¹⁸. Según esta posición, se posibilita la introducción de un giro metodológico desde/hacia lo social en torno a estrategias de construcción de colectivos, dejando de lado las nociones abstractas respecto a lo social.

    Un tercer elemento posible de encontrar en las regiones intersticiales de estas corrientes de estudio es el énfasis puesto a la condición sensoafectiva de la experiencia o, en otros términos —como ya señalamos anteriormente—, la condición de afectación que invoca una relectura del lugar que ocupan los cuerpos, muy en las cercanías de la reflexión que plantea Deleuze siguiendo a Spinoza¹⁹. En este sentido, la capacidad de afectar y ser afectado tendría que ver con la posibilidad de aproximarse al pensamiento de una forma alternativa, intensiva, poniendo énfasis en la dimensión relacional, abierta, procesual, de construcción permanente de la experiencia. En palabras de Massumi, «pensar la transversalidad de los afectos requiere que repensemos las categorías de manera que las incluyan en el acontecimiento, juntas»²⁰. En otras palabras, los afectos no pueden ser reducidos a una condición únicamente simbólico-lingüística de la experiencia humana, sino que han de ser sopesados en términos de intensidades que atraviesan la materialidad, tanto de los cuerpos humanos como no humanos²¹.

    Como ya insinuamos, el punto de vista hasta aquí presentado propone una serie de problemas para aquellos enfoques centrados en la problemática de la subjetividad. Esto es así, ya que dichos estudios aún parecen girar en torno a un marco conceptual, metodológico y ético-político que prioriza el poder del lenguaje, limitando inevitablemente el campo de estudio de los fenómenos materiales y sus potencias relacionales. No obstante, es clara la influencia que muchos de estos estudios asignan a pensadores provenientes del campo de la filosofía continental, aun cuando algunos de ellos han ocupado una posición liminal respecto de los teóricos del lenguaje. Lo anterior es especialmente claro en el caso del vitalismo de Gilles Deleuze, quien retoma los postulados de pensadores como Henri Bergson para articular un pensamiento filosófico en torno a la diferencia. Esto, a ojos de Braidotti, posibilita la entrada a un esquema de análisis centrado en procesos que comprenden el cuerpo como superficie de inscripción de intensidades afectivas múltiples en interacción, asunto que a la postre ha permitido la apertura a un campo de estudios sostenido en una visión no esencialista de los mismos.

    Aun así, el riesgo de las corrientes o estudios contemporáneos centrados en las materialidades reside en proponer una visión «reduccionista del materialismo, restringiendo la materialidad a materia o materia en movimiento»²². Esto implica, según Beetz, que se reactualice el binomio material-inmaterial, omitiendo de este modo otras formas de materialidad imposibles de clasificar dentro de una condición «sólida» o «dada». En forma análoga, Grosz se pregunta por las operaciones que deben realizar las corrientes materialistas para resolver la dificultad que propone articular un materialismo con conceptos, procesos y marcos referenciales cuya proveniencia es otra que la materialidad²³.

    Nuestra propuesta consiste en considerar que la apertura al diálogo entre este campo de estudios heterogéneos y los desarrollos teórico-críticos contemporáneos, permite resituar metodológicamente el lugar que cobran las condiciones materiales alrededor de los procesos de construcción de subjetividad. Esto implica, retomando el trazado inicial, centrarse no solo en la materialidad de los objetos sino en las condiciones de materialización que se producen entre la materialidad y los procesos de significación²⁴. Lo dicho es coherente con la definición que Balibar propone para referirse a una «materialidad sin materia», considerando al sujeto como «un efecto de condiciones materiales, relaciones, procesos y prácticas. La relación entre la materialidad y el sujeto así como también los mecanismos a partir de los que el sujeto se constituye en esta relación»²⁵.

    ***

    Los textos reunidos en este volumen pueden pensarse como artefactos con el poder expansivo ilimitado que al inicio de esta introducción atribuíamos a las fuerzas contenidas en la caja de Pandora, aunque sin la carga atávica de lo letal con que las lecturas del mito las han revestido a través de los siglos. El orden que le hemos dado, por lo tanto, no pretende confinarlos a una categoría, sino solo proponer un recorrido, un ensamblaje abierto hacia otras trayectorias desde el que es posible volver, cruzar y virar en nuevas direcciones, y que deliberadamente opta por el fragmento en lugar de la síntesis.

    En el primer eje propuesto, «Un problema de dimensiones: desplazamientos y cambios de escala», nos interesa pensar cómo la discusión actual sobre los límites de lo humano impone necesariamente una reflexión acerca del cambio de las escalas y de los horizontes en juego. Se trata de cambios que suponen desnaturalizar las miradas y soluciones convencionales para advertir lo fluido, lo deseante, lo mutable donde solo veíamos intervalos, series, límites; el llamado es entonces a desplazar la atención de aquello que podemos dominar a lo que nos excede, nos desborda o nos

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