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El desamor, la cursilería y esa extraña viscosidad rosa

Es tarde de taller y en mi cabeza van cobrando cuerpo las ideas. ¿Qué hacer
cuándo alguien te sorprende en plena calle con un manojo de poemas bajo el
brazo, y mientras escapas tratando de perderte entre la multitud, escuchas algo
así como: Esa mujer partió mi corazón en dos, con su boca de rosa y sus caderas de
guitarra? Y luego parafraseando a Wichy Nogueras, ese mismo alguien vocea:
"Dígame poeta, ¿acaso no son los versos de amor más bellos de este tiempo?"
¿Qué hacer cuándo es febrero y buscas entre las postales aquella que te permita
sorprender a la persona amada sin una cursilería demasiado evidente? Uno de
mis talleristas pide la palabra: "Profe, lo que sucede es que el Amor es cursi, lo
queramos o no, uno siempre termina diciendo Te amo". Hago un silencio breve y
trato de acertar los invisibles hilos de la conversación, esos que me asisten en las
sesiones de taller.

Si una nota amatoria (no encuentro otro calificativo inmediato) pretende


impresionar al receptor de nuestros afectos, y ese ser celebra el detalle, sin
reparar en el texto ―una especie de Frankestain, con ojos de Gutierre de Cetina,
lágrimas a lo Miguel Matamoros, labios nerudianos, la nostalgia de Benedetti y
la furiosa determinación de la Avellaneda, además de una pizca de lo más
trillado de la tradición romántica insular, extraído de un tomo de chismográfos
en desuso―, si en la otra orilla se conmueve, si el no se qué emotivo lo paraliza
un instante (a lo Nervo), entonces la nota original ha cumplido su función, y el
redactor debe sentirse por lo menos satisfecho. Hago una pausa para respirar
luego de la subordinada, y prosigo: La contrariedad radica en querer
transformar la nota en literatura, en visualizarla en letra impresa, y en ignorar
la vastísima historia que le antecede.

Mis alumnos me observan como solo se mira a un tigre. Hay textos que
chorrean una especie de viscosidad rosa, apunto, y recuerdo con horror mi
primer poema publicado en la revista Somos jóvenes, en el cada vez más lejano
año 2000. Otro brazo se levanta: "Es que la poesía de amor se ha caído del tren
de la literatura cubana contemporánea". Froto mis manos y pido a la librera que
nos asiste que suba en cinco grados la potencia del Split. Hace frío. Lo que
acontece es que lo que popularmente conocemos como poesía de amor, en
realidad nunca lo ha sido. Vuelvo a la carga y advierto en sus ojos la silueta del
tigre. Me consuelo con la idea borgeana del animal hecho para el amor. Localizo
algunos libros en mi bolso y los ubico a modo de trinchera: Poesías de amor
hispanoamericanas, con selección y prólogo de Mario Benedetti; Cantar al amor,
aquel singular volumen que publicara en 1990 Pueblo y Educación, como
lectura extraclase para estudiantes de octavo grado; La pasión de los poetas, del
argentino Jorge Boccanera; y un texto con el sello de la española Tusquets
Editores, Completamente viernes, del profesor granadino Luis García Montero.
Hubiese querido tener a mano el último cuaderno de versos de Antonio Gala,
pero me fue imposible.

Como el oficial al mando de una batería de obuses, siento que puedo demoler
los conceptos erróneos que en torno a la poesía de amor se han ido alzando como
bastiones en la mentalidad del cubano. Leo poemas seleccionados
esmeradamente, como si estuviese conformando una antología, me detengo en
ciertas cúspides en erupción: Quiero hacer contigo/ lo que la primavera hace con los
cerezos, Neruda ocupa el espacio total de la librería y nos oprime; acuéstate sobre
mi corazón, escribe Gabriela Mistral en carta a Manuel Magallanes, quien
responde en versos Y por mi ser entero pasó un temblor sagrado/ como si en ti,
desnuda, se me mostrase Dios. Las pieles de mis alumnos se llenan de ronchas
diminutas, esta ocasión no es por el Split, es la poesía, la poesía… Estoy resuelto
a no detenerme por ahora. Matamos lo que amamos. Lo demás/ no ha estado vivo
nunca, es el poema de Rosario Castellanos antes de morir electrocutada
mientras caminaba descalza por el piso húmedo. Huidobro llega a ocupar el
asiento de un tallerista ausente: Te pregunto otra vez/ ¿Irías a ser muda que Dios te
dio esos ojos? El silencio puede cortarse mientras Gonzalo Rojas se pregunta:
¿Qué se ama cuando se ama? William Ospina percibe el temblor, la sustancia
vertiendo sobre el peligroso filo del poema, y escribe: en mis labios ya están
invisibles tus labios.

Una sensación de cristalería quebrada se percibe en los ojos que me encierran


dentro de un círculo. Uno no es uno, sino su amor; Dulce María Loynaz asesta un
golpe mortal, y comprendo que debo practicar la misericordia. Voy a dejar de
leer, pero antes, subrayo la sentencia de García Montero, si el amor como todo es
cuestión de palabras/ acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma. Los obuses
destruyen el último vestigio de muralla y avanzo con la infantería.

Quisiera realizar una pausa larga, inspirar otra bocanada de aire y concluir con
una frase determinante: Esto es poesía de amor. Pero no lo hago. Prefiero
retomar uno de los textos ya citados, aunque se trate de un nuevo ejercicio del
dedo en la llaga. En el prólogo a la edición príncipe de Poesías de amor
hispanoamericanas, Benedetti reconoce: la presente selección incluye poemas a los que
resulta difícil rescatar de una peligrosa vecindad con la cursilería. La breve pieza de
apenas dos párrafos es de una esplendidez inusual, sobre todo para los
acostumbrados (a fuerza de múltiples encontronazos) a la lectura de prólogos
extensos. El avance de las tropas de infantería fractura los cráneos de mis
alumnos reduciéndolos a una especie de ceniza blanquecina. Vuelve el silencio
a dejarse definir, hasta que una adolescente de grandes ojos negros, sin alzar su
brazo, plantea: "Lo que sucede es que en realidad la poesía de amor no existe".
Es un criterio lanzazo. Quedamos atónitos demandando una explicación
puntual. La adolescente se reacomoda en el asiento y se esfuerza por esclarecer
su propuesta. "Lo que denominamos poesía de amor en realidad es poesía de
desamor. No es el amor quien canta, no es el espíritu correspondido quien se
auxilia de la página en blanco; el ser que encuentra unos brazos oportunos no
precisa de la escritura, ama, y amar en nuestro tiempo requiere tanto esfuerzo
que no hay espacio para la germinación del poema". ¿Avispada la joven, no?
Casi de inmediato recordé un parlamento que había leído en la novela La otra
cara de la vida del escritor sudcoreano Lee Seung-u, texto que por ventura puedo
citar a continuación: La gente que es completamente feliz no siente el impulso de
escribir una sola línea. Solo aquellos que han despertado a la infelicidad se sumergen en
el impulso de escribir. Entonces toman la pluma y se anestesian contra la infeliz
realidad. Los lectores, por su parte, leen para conseguir esa anestesia. Agudo.

Estuve tentado a preguntarle a la muchacha si había leído a Lee Seung-u pero la


compleja localización de la novela me hizo renunciar a esa interrogante. "Si
profe, son los despechados, los solitarios, los no correspondidos, son esos y no
otros los que escriben poesía de amor. Entonces tal calificativo es a todas luces
incorrecto. Hasta la cursilería ingresa en la parcela del desamor". Como
diapositivas atraviesan mi memoria: pasarás por mi vida sin saber que pasaste
(Buesa); puedo escribir los versos más tristes esta noche (Neruda); ¡yo estoy triste y tú
estás muerta! (Zenea); ¡pero flores tan bellas nunca pueden durar! (Nervo); ¡Y el irá
con otra por la eternidad! (Mistral); tú, que nunca serás del todo mío (Alfonsina); ¿Y
si llegaras tarde,/ y encontraras (tan solo)/ las cenizas heladas de la espera? (Ballagas);
Y acaso sin estar enamorada/ me desordeno amor me desordeno (Carilda)… La lista
amenaza con convertirse en interminable.

"Ya ve usted, la poesía de amor no existe". Me duele un poco la cabeza. Como


de costumbre hago una sugerencia de lectura, en este caso la selección Cantar
del mal de amores (Ediciones Sed Belleza, 2010), y cuando voy a dar por
concluida la sesión cruje la puerta de la librería, y entra un hombre agitado:
"Oiga disculpe la tardanza, pero es que trabajo hasta las cinco y media; mire
estas libretas están llenas de versos de amor, no, no son míos, son de la vecina
de enfrente, ella tenía pena y por eso se los traje, por eso y porque es una
lástima que no se publiquen, porque están requetebuenos". Con la
meticulosidad de quien manipula material radioactivo guardo los cuadernos en
mi bolso. Quiero alejarme de la librería rápidamente, pero una sustancia viscosa
se adhiere a la suela de mis zapatos. No me demoro en el graffiti pintarrajeado
en el muro a mi derecha, he leído antes sus mensajes, le temo específicamente a
uno: Yo no tengo más patria que tus ojos.

Moisés Mayán (Holguín, 1983)

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