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Edgar Straehle
(publicado en
https://conversacionsobrehistoria.info/2019/10/26/la-autoridad-no-la-
verdad-hace-la-ley-hobbes-y-la-soberania-moderna-del-estado/ )
Más que otro poder, la autoridad era y fue durante mucho tiempo un poder otro:
un poder cualitativamente distinto en muchos aspectos a la potestas. Cuando menos a
nivel ideal, la autoridad se sostenía sobre factores como el prestigio, el respeto, la
ascendencia, la ejemplaridad, la confianza, la influencia, la deferencia, la sabiduría, el
consentimiento o, en suma, un reconocimiento que no podía ser forzado o impuesto y
que, por ello, debía ser concedido u otorgado. Es decir, reposaba sobre factores que
excluían la imposición o la violencia (se hablará incluso de una auctoritas suadendi o
suasoria) y en los que importaba e incluso primaba el papel del otro (como aún sucede
cuando reconocemos a alguien como una autoridad moral o una en un tema específico).
De ahí, por ejemplo, que todavía el mismo Augusto se hiciera reconocer como tal por el
Senado. La idealización de su auctoritas se plasmó en las propagandísticas Res gestae
en las que describió tal acontecimiento con estas palabras.
Durante mis consulados sexto y séptimo, tras haber acabado la guerra civil, siendo
dueño de todas las cosas, gracias al acuerdo de todo el mundo, pasó el gobierno del
Estado a la jurisdicción del Senado y del pueblo romanos, cediendo mi poder. En virtud
de ese acto meritorio fui llamado, por decisión del Senado, Augusto, y fueron revestidas
públicamente con laureles las jambas de mi casa y se colocó la corona cívica sobre mi
puerta y se puso en la curia Julia un escudo de oro, que me otorgaron el Senado y el
pueblo romanos por mi valor y mi clemencia, por mi sentido de la justicia y del deber
religioso, como atestigua la inscripción que hay en el propio escudo. Después de aquel
momento, gocé de una autoridad superior a todos, mas nunca tuve poderes más amplios
que el resto de los que fueron colegas míos en las magistraturas.
El caso es que un poder ideal debía ser un poder revestido de auctoritas, pues en
caso contrario podía quedar desprestigiado o desautorizado; podía ser considerado
como arbitrario o tiránico, como un poder desnudo y solamente sustentado sobre sí
mismo o sobre otros resortes como la violencia o la coacción. La existencia de la
autoridad, al menos fácticamente, servía para evidenciar o defender la limitación o
posible revocabilidad de todo poder. De ahí que apareciera como una instancia exterior
al poder y, consiguientemente, de manera implícita declaraba que éste no podía ser
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absoluto, autosubsistente o completo. Según esta percepción, el poder no podía
depender exclusivamente de sí mismo, pues necesitaba el concurso de una instancia
externa (a menudo moral, espiritual o trascendente) para poder ser reconocido y ser
visto como legítimo. Es decir, lo que implícitamente señalaba la autoridad era la
impotencia relativa del poder.
Esta perspectiva también se concretó por escrito en textos célebres que siguieron
al Imperio romano, como la epístola Duo sunt enviada al emperador bizantino Anastasio
I (491-518) en la que el Papa Gelasio I (492-496) bosquejó la doctrina de las dos
espadas, la temporal (potestas) y la espiritual (auctoritas), o en expresiones como la
muy difundida de San Isidoro de Sevilla (560-636), quien en verdad la atribuyó a los
antiguos, de “rex eris si rectes facies; si non facias, non eris” (“serás rey si obras
rectamente; si no, no lo serás”). Para él, todo auténtico regir debía ser sinónimo de un
regir rectamente en donde detectaba un poco casual lazo etimológico. Si bien por unos
cauces distintos a los romanos , el conflicto entre la potestas y la auctoritas siguió muy
presente a lo largo de la Edad Media.
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fragilizarlo y minarlo. En muchos casos, aparecía de facto como una forma de
limitación del poder e incluso como una instancia desde la que organizar los
movimientos de resistencia o el contrapoder (algo que hemos analizado aquí). Como ha
explorado el historiador Edward Peters, fue un uso explotado en repetidas ocasiones por
la misma Iglesia y que contribuyó a la deposición de reyes no solamente por
comportarse como un rex iniquus o un rex tyrannus, quienes por ejemplo podían ser
asimismo excomulgados o anatemizados, sino también (como fue el caso de Sancho II
de Portugal) por conducirse como un rex inutilis.
el soberano que violaba el derecho se veía privado de las bases legales que sustentaban
su poder y sus súbditos quedaban liberados del juramento prestado. Los súbditos
estaban obligados también a defender la ley, incluso contra el rey que la infligiera. La
obligación de observar la ley no partía de un acuerdo sino de la concepción de la fuerza
universal del derecho al que todos estaban sometidos.
Además, esta cuestión también entroncaba con las teorías del tiranicidio, como
la desarrollada tempranamente por Juan de Salisbury (1120-1180) en el Policraticus o
las realizadas por los jesuitas españoles Juan de Mariana (1536-1624) o Francisco
Suárez (1548-1617) poco antes de Thomas Hobbes (1588-1679), algo que este pensador
tuvo muy en cuenta a la hora de elaborar sus reflexiones, y que fueron especialmente
criticadas a raíz del magnicidio de Enrique IV de Francia en 1610 (razón por la que se
quemarán en este país el De Rege de Mariana y la Defensio Fidei de Suárez). Todavía
un escritor más tardío como John Milton (1608-1674) defenderá el ajusticiamiento del
rey en el contexto de la Revolución Inglesa y hablará incluso de un Right to depose a
Tyrant King en su texto El título de reyes y magistrados. En este mismo libro apuntó
que
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Cuando el pueblo, o cualquier parte de él, se levanta en armas contra el rey y su
autoridad como ejecutor de la ley en cualquier asunto civil o eclesiástico establecido, no
diré que se trata de rebelión si lo que ha sido ordenado (…) es ilegal, y si los súbditos
han buscado primero todas las formas debidas para remediarlo (y nadie está obligado
por la ley a más), sino que diré que es una renuncia absoluta tanto a la supremacía como
a la lealtad, que equivale, en una palabra, a una total y efectiva deposición del rey, y al
establecimiento de otra autoridad suprema por encima de ellos.
Hobbes y la autoridad
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guerra de tratar al discrepante como a un enemigo (en verdad, Hobbes sí que admitió
cierta resistencia pero no propiamente política sino más bien de carácter privado y
debido al irrenunciable derecho de protegerse a sí mismos por la propia fuerza).
Para Bodin y Hobbes, o bien el poder era único, indivisible y absoluto o bien,
propiamente hablando, no era digno de ser llamado poder. En otras palabras, o el poder
era soberano o no era poder, y naturalmente eso afectará a su comprensión de la
autoridad. Además, eso ayuda a explicar que el autor británico cargase las tintas contra
el ideal polibiano-ciceroniano de constitución mixta tan citado y reivindicado en
aquellos tiempos, ya que por el hecho de predicar la división del gobierno lo
consideraba como una incitación al caos y un sinónimo de la anarquía. Para Hobbes, la
construcción del Leviatán se justifica por su persistente obsesión en la seguridad sin la
cual no veía factible ningún proyecto político duradero.
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admite controversia: es una ley del reino y no debe ser objeto de discusión”. En un texto
mucho más temprano como The Elements of Law (equívocamente traducido al
castellano como Elementos del derecho) ya señaló que el poder soberano no estaba
sujeto a ninguna autoridad eclesiástica salvo la del mismo Cristo.
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a cabo por el Estado, mientras que el soberano no es retratado más que como un simple
actor de las voluntades de los firmantes (y por tanto alguien que, en la medida en que
no es el origen de la acción, no debe poder ser juzgado por los súbditos). Como escribe
Thomas Hobbes en el Leviatán,
como cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del
soberano instituido, resulta que cualquier cosa que el soberano haga no puede constituir
injuria para ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de
ellos. En efecto, quien hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna
contra aquel por cuya autorización actúa.
La soberanía aparece así como una suerte de fusión entre poder y autoridad y el
Estado se convierte al mismo tiempo en la sede única y a la vez conjunta del poder y de
la autoridad. Oficialmente, según Hobbes no hay ni puede haber ninguna autoridad
fuera del Estado y con ello se afirma que no puede haber una institución alternativa que
pueda desautorizarlo. Reformulando la célebre sentencia de Max Weber, podríamos
decir que el Estado pasa a reivindicar en lo sucesivo no solo el monopolio de la
violencia legítima sino también el de la autoridad legítima. En Hobbes, toda clase de
poder, simplemente por estar en el poder, debe ser reconocida como autoridad y
viceversa, la única autoridad es por definición el poder soberano. Lógicamente, se trata
de algo incompatible con la clásica interpretación de la autoridad. Ésta ya no se
consigue, se obtiene o se merece, sino que se posee como si fuera una propiedad privada
y exclusiva del Estado.
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valoración sólo se diferencia por el hecho de que una es realizada por boca de sus
partidarios y la otra por la de sus detractores. Por la misma razón, afirmó que hay
exactamente la misma libertad en una ciudad republicana como la de Lucca que en la de
Constantinopla, en aquel entonces paradigma del despotismo. Para Hobbes, lo único
que puede deslegitimar a un gobierno es que no sea capaz de garantizar la seguridad de
sus súbditos, razón por la que no importará que para lograr semejante objetivo se
convierta en un tipo de gobierno despótico o injusto. Nada podría estar más lejos de la
tradición de pensamiento que apelaba a la sentencia de San Isidoro de Sevilla citada más
arriba.
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el poder estatal se adueñó de la función jurídica, la monopolizó y la convirtió en un
instrumentum regni. Como conclusión llega a apuntar que “el drama del mundo
moderno consistirá en la absorción de todo el derecho por la ley”. O lo que en este caso
es lo mismo: la absorción de todo derecho por el Estado.
Para Hobbes toda ley, por el hecho de provenir del Estado y cumplir con los
protocolos formales establecidos , tiene que ser reconocida automáticamente como justa
y debe ser obedecida por el conjunto de la población. Al respecto también señaló por
ejemplo que “donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay
justicia” (en otras palabras, donde no hay Estado, no hay justicia) y que “no entiendo
por buena ley una ley justa, ya que ninguna ley puede ser injusta”. Por eso, la autoridad
de la ley ya no se funda preferentemente en un reconocimiento, en una sabiduría o en
una pretensión de justicia sino en la voluntad del poder soberano del Estado. De ahí
también por ejemplo lo que escribe Hobbes en el Diálogo entre un filósofo y un jurista,
obra en la que discute las tesis de Edward Coke (1554-1638) y con ello del Common
Law. En su opinión, la razón del rey (y no la de los jueces) es el anima legis, la summa
lex o la summa ratio.
A partir de este momento la autoridad, entendida más bien como lo que más
adelante recibirá el nombre de autoritarismo, pudo confundirse o identificarse con
mayor facilidad con el poder. Lógicamente, no se tratará de un proceso ni mucho menos
lineal, directo ni inmediato. A nivel práctico, tampoco uno fiel a un modelo hobbesiano
en el que el rol de la religión es completamente desplazado. De hecho, el concepto de
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soberanía tendrá más fortuna en su recorrido por el continente europeo, gracias también
al gran eco de la obra de Rousseau, que en los territorios anglosajones, pese a que la
influencia del autor del Leviatán en John Locke no sea tampoco desdeñable. En la
célebre Enciclopedia de d’Alembert y Diderot, por ejemplo, se dedicó un largo artículo
específico al hobbisme.
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imprescriptible e inalienable. Ahora bien, al mismo tiempo se apunta en el último
artículo que “cuando el gobierno viola los derechos del pueblo la insurrección es para el
pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más
indispensable de sus deberes”. Del derecho se pasa así al deber de resistencia. En un
caso extraño, el ideal de soberanía perduró a su modo, pero también fue empleado para
sostener aquello contra lo que Hobbes luchó. De todos modos, y pese a que el derecho
de resistencia haya sido también afirmado en textos como la Ley Fundamental de
Alemania de 1949 (en verdad en un añadido de 1968), en la Constitución griega de
1974 (en el artículo 120 se llega a plantear la resistencia como deber) o en la Carta de
los Derechos y Libertades Fundamentales de Chequia y de Eslovaquia de 1991, su
presencia en los documentos constitucionales en vigor no deja de ser minoritaria.
no es otra cosa que el alma de una nación o ciudad; por lo tanto, lo que había de razón
en el debate de una república, sacado de manifiesto por los resultados, ha de ser virtud;
y siendo el poder soberano alma de una ciudad o nación, su virtud ha de ser derecho.
Pero el gobierno cuyo derecho es virtud y cuya virtud es derecho, es el mismo cuya
soberanía es autoridad y cuya autoridad es soberanía”.
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supuesto que la ciudad de Lucca era mucho más libre que la de Constantinopla. En lo
que constituye un aspecto insuficientemente estudiado, se puede considerar que
Harrington fue un autor que realizó un ejercicio de pensamiento contrario al efectuado
por Hobbes. No solo se propuso mantener la disociación entre poder y autoridad, sino
que, posiblemente debido a la impronta de la tradición clásica y de un pensador como
Maquiavelo, se esforzó por dar mayor visibilidad y presencia a la autoridad en su
concepción de la república.
Ahora bien, con el transcurso del tiempo este tipo de voces fueron cayendo en el
olvido, la autoridad pasó a ser vista cada vez más como algo propio del Estado y la
noción de soberanía se consolidó como una expresión habitual del lenguaje político e
incluso revolucionario. La “democratización” de la soberanía, de hecho, pasó a ser
entendida no desde una disociación de sus componentes internos sino sobre todo a partir
de la limitación de su poder (para lo cual, se hablará por lo general de separación de
poderes o de contrapoderes, como si no se pudiera salir del paradigma del poder) o del
cambio o ampliación de su sujeto. Del monarca soberano individual se pasó a ideales
como los de la soberanía nacional o la popular, sin que por ello se cuestionara la noción
de poder que persistía detrás la soberanía, y así aparece todavía en muchas de las
constituciones actuales. De ahí que, aunque se haya intentado pensar más allá o en
contra de Hobbes, sigamos en buena parte siendo herederos de sus categorías de
pensamiento. Y eso no solo afecta al actual concepto de soberanía, sino también a esos
otros que le acompañan e incluso apuntalan; es decir, la autoridad, la libertad, la ley, el
derecho y, con todo ello, la misma noción de Estado en su acepción moderna.
(Este texto recoge otras investigaciones realizadas por el mismo autor y que se han
plasmado en textos como “The Problem of Sovereignty: Reading Hobbes through the
Eyes of Hannah Arendt”, Hobbes Studies, nº 32, 2019, pp. 71-91, “Thomas Hobbes and
the Secularization of Authority”, en Anna Tomaszewska y Hasse Hämäläinen (editores),
The Sources of Secularism: Enlightenment and Beyond, Palgrave MacMillan, Londres,
2017, pp. 101-120 y “Sentido común, poder y libertad. Una lectura de Hobbes desde la
filosofía de Arendt”, Pensamiento y Cultura, nº 18 (2), 2016, pp. 111-135).
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