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Seminario de espiritualidad. IV. 24.

La Vida en Cristo 163

Tema 24. La Vida en Cristo


II. Jesucristo en la vida espiritual a la luz del NT

Quien consulta los libros neotestamentarios no tarda en convencerse de que su punto focal, el centro de su
interés, el objeto primario de su anuncio no es una doctrina o una moral, sino una persona: Jesucristo. Desde las
cartas de san Pablo, que lo nombran 900 veces, hasta los evangelios, que relatan su vida histórica, y al
Apocalipsis, que lo celebra con culto igual que el tributado a Dios (5,13), todo gira en torno a Cristo, centro y
cumplimiento del plan salvífico.

Pero el lector del NT se percata también de que la imagen de Cristo delineada por los testimonios escriturísticos
está muy diversificada, tanto en los aspectos acentuados o descuidados (misterio pascual, ministerio terreno,
concepción virginal, preexistencia), como en los medios expresivos (narraciones, títulos, fórmulas de fe, himnos
litúrgicos, figuraciones simbólicas). Este pluralismo se explica no sólo por la personalidad de cada uno de los
escritores y por la situación espiritual de las comunidades, sino también debido a la amplitud del misterio de
Jesucristo, que ninguna definición puede delimitar, y sólo resulta accesible a través de la multiplicidad de
testimonios.

Si queremos recuperar la presencia y la función de Cristo en la vida espiritual del cristiano, parece indispensable
delinear al menos los caminos recorridos por las primeras comunidades para profundizar vitalmente el misterio
de Cristo (1), discernir los puntos básicos de la cristología bíblica (2) y enuclear, por fin, las actitudes asumidas
por los cristianos en respuesta a la aparición de Cristo en la historia salvífica (3).

1. A LA BÚSQUEDA DE JESUCRISTO EN EL NT - El encuentro con Jesucristo se lleva a cabo en la Iglesia de


los primeros tiempos mediante dos procedimientos, que dieron origen a la "cristología desde abajo" y a la
"cristología desde arriba".

a) "Cristología desde abajo". El primer procedimiento comienza por Jesús de Nazaret con todas sus vicisitudes
terrenas para terminar en la fe en Cristo Señor. La trayectoria seguida por los testigos de la vida de Jesús se
expresa de modo plástico en el prólogo de 1 Jn, donde, contra las tendencias gnósticas, se afirma el contacto
real con Cristo como punto de partida del anuncio cristiano: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo
que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos,
acerca del Verbo de la vida, sí, la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella y os
anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado; os anunciamos lo que hemos
visto y oído para que estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1,1-3). En este fragmento, los verbos sensoriales
(oír, ver, tocar) indican una experiencia espiritual que va más allá de los datos fenoménicos y capta su profundo
significado; el contacto directo de los testigos sigue siendo, pues, fundamental y sostiene el edificio de la fe (cf Le
1,2).

Los discursos de los Hechos de los Apóstoles, y en forma más extensa los evangelios, presentan este esquema:
ministerio terreno de Jesús de Nazaret por medio de los milagros, prodigios y signos; su crucifixión por obra de
los hombres; su resurrección por intervención de Dios; proclamación de fe por parte de los testigos: "Dios hizo
Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (He 2,36; cf 2,14-39; 3,13-26; 10,36-43; 13,17-
41). Está claro en este esquema el paso del Jesús de Nazaret, en su individualidad histórica y en su camino
entre los hombres, al Cristo glorificado y hecho señor, salvador y dador del Espíritu. Continuando este camino, se
descubre la concepción virginal de Jesús (Mt 1,18-20; Lc 1,34-35), su preexistencia y su relación con el cosmos
(Jn 1,1-18).
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b) "Cristología desde arriba". El procedimiento seguido por Pablo, profundamente marcado y transformado por la
aparición de Cristo en el camino de Damasco, es diverso. A sus ojos lo que destaca es la imagen del Señor,
constituido Hijo de Dios en poder (Rom 1,4), vivo, glorificado y penetrante como fuerza personal en su vida (Gál
1,15; 2 Cor 3,12).

Esta concentración en el Cristo pascual y en su presencia viva en la Iglesia le impide a Pablo valorar el Jesús
terreno, con sus prodigios y enseñanzas. El hecho de la resurrección arroja luz sobre la muerte de Jesús, que es
parte esencial del kerigma: "Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras... y resucitó al tercer día
según las Escrituras" (1 Cor 15,3-4). Para Pablo, pues, "lo decisivo es sólo la obra salvífica de la cruz y la
resurrección, mediante las cuales Cristo ha alcanzado esa posición de dominador sobre los poderes enemigos
de Dios y de Señor sobre su comunidad. Da la impresión de que le falta interés por la actuación terrena de
Jesús, por su doctrina y predicación, por sus obras y milagros" . Es más, Pablo distingue y opone los dos modos
de ser de Cristo, "según la carne" y "según el espíritu" (Rom 1,3-4), significando así la existencia frágil y mortal
de Jesús en contraste con la condición inmortal y vivificante del Señor glorificado. Aun invitando a los cristianos a
tener "los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús" (Flp 2,5), la vida de Jesús permanece casi enteramente
fuera de la óptica paulina; en compensación, Pablo dirige su mirada contemplativa hacia el misterio de Cristo
resucitado, fuente de vida para cuantos se unen a él mediante la fe y los sacramentos (Rom 10,9; Tit 3,5).

Punto de convergencia del procedimiento desde abajo y desde arriba sigue siendo Jesucristo proclamado
"Señor", título que expresa su estado glorioso y "presupone en quien lo lleva un grado igual al de Dios"; desde
este centro, la reflexión se extiende hacia nuevas metas, iluminando lo que Cristo hizo por nosotros durante su
vida terrena y lo que él lleva a cabo por la humanidad hasta su vuelta definitiva cuando Dios sea todo en todos (1
Cor 15,28).

2. JESUCRISTO, FORMA VITAL DE LA EXISTENCIA CRISTIANA - La imagen de Jesucristo delineada por los
autores del NT acentúa uno u otro aspecto, según una perspectiva teológica diferente: hijo de Dios e hijo del
hombre (Marcos), Mesías davídico y Señor presente en la comunidad (Mateo), centro de la historia de la
salvación (Lucas), Logos encarnado y portador de vida (Juan), Cristo glorificado viviente en la Iglesia (Hechos),
testigo fiel y señor de los reyes de la tierra (Apocalipsis), sumo sacerdote (Carta a los Hebreos), etc.. Pero sobre
todo en Juan y Pablo encontramos elaborada en perspectiva mística la unidad existente en Cristo y la comunidad
y el influjo salvífico del primero sobre la segunda.

a) "Cristo en nosotros" según Pablo. "La cristología paulina, que todo lo enfoca desde la cruz y resurrección de
Cristo, tiene, pues, una fuerte orientación soteriológica... Constituye la respuesta al problema de la comprensión
existencial y de la salvación del hombre". Para Pablo, en efecto, la cruz tiene valor de expiación vicaria por los
pecados (Gál 3,13; 2 Cor 5,14-21) y la resurrección es explosión de vida para todos aquellos que por el bautismo
han sido insertados en Cristo (1 Cor 15,45; Rom 8,9-11). Este es el misterio escondido en otro tiempo a los
hombres, pero revelado luego en el Espíritu (Ef 3,3-10; Col 1,26-27), y que permite a Pablo definir la vida
cristiana como "estar en Cristo" o "Cristo en nosotros". Según Deissmann, la fórmula "en Cristo", que se halla
164 veces en Pablo, indica la comunión más íntima que se pueda pensar con el Cristo glorioso: los cristianos
están en Cristo como en un ambiente que los penetra y vivifica. Hoy los exegetas se orientan hacia una
concepción más personal que local, estar en Cristo es entrar en íntima comunión con él, ser incorporados a él,
participando en los misterios de su muerte y resurrección (Rom 6,4). Los "bautizados en Cristo " (Gál 3,27),
inmersos y envueltos totalmente en él, son atraídos por Cristo a su vida personal: él vive y obra en ellos, se ha
convertido en su misma vida (Gál 2,20; Flp 1,21; Col 3,3). Más aún, los cristianos están en tan íntima relación
con Cristo que forman con él "un solo ser" (Rom 6,5; Gál 3,28). Es la doctrina paulina de nuestra incorporación a
Cristo: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros cada uno por su parte" (1 Cor 12,27; cf Rom 12,4-5; Ef
5,30). Unidos a Cristo en el bautismo, somos liberados del hombre viejo, del cuerpo de muerte y del pecado
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(Rom 6,6-11; Gál 5,24), e insertados en la vida resucitada del Señor: resucitados y vivificados con Cristo (Col
2,11-12).

La unión mística con Cristo no es sólo una relación objetiva de dimensión ontológica, sino también una relación
operativa y moral. "Cristo, con el que es unificado el bautizado, es no sólo el dispensador de fuerzas celestiales,
sino al mismo tiempo un modelo moral. Su muerte, en la que el cristiano ha sido sepultado, es suprema acción
moral, acontecida por obediencia al Padre celestial (Flp 2,8)... Por eso la comunión mística con Cristo llegó a su
plena actuación sólo cuando se convirtió también en una relación religioso-moral; para expresarnos
paradójicamente: de la comunión de existencia, recibida como don en el bautismo, debe brotar una comunión
ética de vida.
Asi se comprende que Pablo insista en incitar al cristiano a hacerse lo que es, es decir, a llevar una vida según la
nueva situación determinada por la incorporación a Cristo. Formula una serie de imperativos que derivan del ser
en Cristo:

Indicativos Imperativos
Nuestro hombre viejo es crucificado con él,
Despojaos del hombre viejo, con sus
es destruido el cuerpo del pecado (Rom 6,6;
acciones (Col 3,9; Ef 4,22).
2 Cor 5,14-17).
Los bautizados se han revestido de Cristo
Vestíos del Señor Jesucristo (Rom 13,14).
(Gál 3,27).
Cristo habita en vosotros (Rom 8,10; Gál Que Cristo pueda habitar en vuestros
2,20; Flp 1,21; Col 1,27). corazones (Ef 4,17).
Transformaos en el entendimiento (Rom
Somos transformados en su imagen (2 Cor
12,2) y revestíos del hombre nuevo creado
3,18).
según Dios (Ef 4,24).

La vida moral es vida de imitación de Cristo para ser conformes a su imagen (Rom 8,29; Col 3,12-15). Se trata
de traducir en la existencia los sentimientos de Cristo (Col 3,2; Flp 2,5), viviendo como Cristo hombre nuevo y
primicia de la creación (1 Cor 15,20-22), como amados por Dios, elegidos y consagrados (Col 3,10-15); sobre
todo, amando como Cristo amó (Ef 5,1-2).

La madurez espiritual consiste en alcanzar la edad perfecta de Cristo, su perfección celestial (Ef 4,13),
caminando por la senda de la verdad y del amor.

El ser en Cristo aparece como un estadio transitorio de la vida mística. No es un modo de ser perfecto, pues se
caracteriza por un estado de lucha entre el hombre viejo y el hombre nuevo (Col 3,9; Ef 4,22; Rom 6,13). El
creyente sigue en la carne, que distancia de Dios: "Mientras habitamos en el cuerpo, caminamos lejos del Señor"
(2 Cor 5,6). Estar en Cristo es un estar dinámicamente lanzados hacia una comunión con Cristo más perfecta,
que Pablo designa con la expresión: estar con Cristo, habitar con el Señor (Flp 1.23; 2 Cor 5,8). Pasar al existir
celestial es con mucho para Pablo lo mejor: estar con Cristo es la expansión mística de la amistad.

El hombre nuevo estará plenamente realizado cuando Cristo "transforme nuestro cuerpo, lleno de miserias,
conforme a su cuerpo glorioso" (Flp 3,21). Entonces, vencida la muerte y revestidos de inmortalidad, se podrá
exclamar: "Gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 15,57).
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b) Cristo, "hijo de Dios" y vida del mundo según Juan. Con el IV evangelio la escatología se transforma, más aún
que en Pablo, en una mística donde "toda la vida de Jesús es, en el sentido más pleno, una revelación de su
gloria.

Lo que generalmente se atribuye a la obra de Cristo, realizada en la Iglesia después de la resurrección, se


anticipa a las palabras y a las obras que llevó a cabo mientras estaba en la tierra. Por medio de éstas, de igual
modo que por medio de la muerte y de la resurrección, llevó él la vida y la luz al mundo".

Cómo puede Jesús proclamarse vida para la humanidad, sólo se comprende si con Juan se ve en él al "hijo de
Dios" (1,49; 3,18; 5,25; 10,36; 11,4-27; 19,7; 20,31) o más simplemente "el Hijo" (unas 19 veces) y "el unigénito"
(1,14.18; 3,16.18). "El Cristo joánico —afirma R. Schnackenburg— sólo puede entenderse teniendo en cuenta
que estaba anteriormente junto al Padre, que viene de Dios y habla de Dios ". Por el hecho de ser Jesús el Hijo,
existe una unión perfecta con el Padre: unión en el obrar, en el querer y en el ser (5,17; 10,38; 14,10-11). Desde
la eternidad posee él la vida, la gloria y el amor, adquiridos en la fuente originaria, que es el Padre (5,26; 1,14;
17,24).

La vida de Cristo se configura como una venida del Hijo de Dios al mundo para volver de nuevo al Padre
(3,13.31; 6,62; 13,1; 16,28), después de haber cumplido su misión de salvación, de revelación y de donación de
la vida.

Si a primera vista el evangelio de Juan da la impresión de un cuadro constructivo y nada trágico, no ignora, sin
embargo, la situación de fragilidad, de pecado y de muerte en que se halla el mundo (3,5; 8,34.36; 5,24). "La
presencia de Jesús es como la luz en la noche, la ayuda inesperada en la necesidad, el pan en la carestía, la
resurrección y la vida en la muerte. Por diversos que sean, todos los `signos' del evangelio joánico convergen
hacia esta revelación: en un mundo sometido al poder de las tinieblas y de la muerte, la salvación se presenta en
la persona de Cristo (3,17; 12,46)" ". Jesús es el salvador (4,42), que con su sacrificio redentor quita el pecado
del mundo (1,29), libera a los hombres de la malvada potencia diabólica (8,44; 13,2) y reúne a los hijos de Dios
dispersos (11,52).

La salvación del mundo, condenado a la muerte, se realiza con la comunicación de la vida: "He venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia " (10,10). Al tener la vida en sí mismo desde la eternidad (1,4); más aún,
siendo él mismo vida y resurrección (11,25), Jesús puede prometer la vida eterna(11,25-26). Pero tal vida no es
sólo un bien futuro; el creyente ya la posee desde ahora: "El que escucha mis palabras y cree en el que me ha
enviado, tiene vida eterna, y no es condenado, sino que ha pasado de la muerte a la vida" (5,24). Se trata de un
nacimiento de lo alto, que introduce en la filiación divina (1.12; 1 Jn 3,1) mediante la fe, los sacramentos del
bautismo y de la eucaristía y el amor a los hermanos (3,3-16; 6,35-48; 1 Jn 3,14) [Hijos de Dios).

Al dar a los hombres necesitados de redención la vida divina perdida, Jesús se convierte en la manifestación
perfecta de Dios y de su amor. El es la luz que brilla en las tinieblas (1,9; 8,12; 9,5), el revelador del Padre (1,18;
14,9) y de su gloria (1,14). Además de camino y vida, Jesús es verdad (14,6), que no puede ser comprendida
sino mediante el Espíritu (16,13-15), cuya misión es introducir en el conocimiento de la verdad, es decir, en una
experiencia vital que abarca a todo el hombre: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a aquel que has enviado, Jesucristo " (17,3).

3. ACTITUDES VITALES FRENTE A JESUCRISTO - El encuentro con Jesucristo provoca en los creyentes una
toma de postura y una respuesta vital proporcionada a la conciencia que cada uno adquiere acerca de la persona
y la función del mismo Jesucristo en la historia de la salvación. Como las cristologías, también las actitudes
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vitales frente a Cristo presentan una grande variedad, ya sea en sí misma, ya en su expresión. Podemos, no
obstante, reagruparlas en algunos núcleos- particularmente acentuados.

a) Creer en Jesucristo. La fe constituye el primer paso para llegar a Jesucristo y vivir su misterio; es el principio y
el corazón de la existencia cristiana. Implica tener por verdadero y reconocer que Jesús de Nazaret es "el Cristo,
el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16); el enviado de Dios, que con su vida, muerte y resurrección trae a los hombres los
dones del perdón, de la justicia y del Espíritu de santificación (He 2,36; 10,40-42; Rom 1,4; 2 Cor 5,19); el Señor
y el único mediador, en cuyo nombre se puede hallar salvación (1 Cor 12,3; 1 Tim 2,5-6; He 4,12). A esto tiende
la predicación apostólica y los escritos evangélicos: a suscitar, purificar y confirmar la fe en Jesucristo, Hijo de
Dios, para que creyendo se tenga la vida en su nombre (Jn 20,31).

La fe implica una actitud de apertura y de acogida, o sea, de conversión y de disponibilidad —como la de los
niños (Mc 1,15; 10,15)—, sin la cual se corre el riesgo, como tantos contemporáneos de Jesús, de no recibirlo
(Jn 1,11). Pero, sobre todo en Juan, "creer en Jesús" (35 veces) exige el empeño fundamental y decisivo, de
alcance escatológico. con el cual el hombre decide su destino, por la luz o por las tinieblas, por la vida o por la
muerte: "Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna; quien se niega a creer en el Hijo no verá la vida; la ira de Dios
pesa sobre él" (Jn 3,36). Creer es un movimiento de adhesión a la persona de Jesús, que incluye ruptura con las
tinieblas, la mentira y el pecado (Jn 8,21-24; 9,41; 15,22; 16,8-11), opción fundamental por Cristo y por la vida (Jn
5,24), y hacerse discípulo (Jn 8.31; 15,8) según el ideal del discípulo que Jesús amaba, caracterizado por
intimidad amante, fidelidad, acogida y perspicacia espiritual (Jn 13,23-25; 19,26-27; 20,8). A la fe, entendida
como don total de sí, podemos reducir otras actitudes, como el amor a Cristo (Jn 14,15-28) y la obediencia a sus
mandamientos, centrados en la caridad fraterna (Jn 3,23; 13,34; 1 Jn 1,7; 3,17; 4,7-8).

b) Celebrar a Jesucristo. La fe en Jesucristo se expresa muy pronto en las primeras comunidades cristianas en
fórmulas de fe, como respuesta a las fórmulas kerigmáticas. Al anuncio de Jesús crucificado y glorificado sigue la
confesión: "Jesucristo es el Señor" (Rom 10,9; 1 Cor 8,6; 12,3; Col 2,6; Flp 2,11), que es el primer credo
cristiano.

Sobre todo en el contexto de las celebraciones litúrgicas surgen aclamaciones, doxologías e himnos que
proclaman a Cristo e intuyen aspectos todavía inéditos de su misterio. Estos cantos y respuestas no son
súplicas, sino alabanzas cristologizadas, en cuanto elevadas a Dios "en nombre de Cristo, en Cristo o por medio
de Cristo" (Rom 1,8; Flp 4,20; Ef 1,3; 3,21; Heb 13,15; 1 Pe 4,11), o en cuanto son actos de homenaje y de
reconocimiento de la persona y de la obra de Cristo. En esta segunda categoría deben incluirse los tres himnos,
de notable dimensión y de altísimo valor espiritual, que celebran a Cristo como cabeza del universo (Col 1,15-
20), su humillación y su exaltación (Flp 2,5-11), su papel actual en la creación y en la salvación (Jn 1,16).

Pero, dado que el cristiano es alguien "que invoca el nombre de Jesús" (He 2,21; 9,14; Rom 10,13; 1 Cor 1,2) y
debe, como toda criatura, doblar la rodilla ante él (Flp 2,10), surge la necesidad de dirigirle oraciones: Esteban
pide a Jesús recibir su espíritu (He 7,59) y Pablo se dirige a Jesús para ser liberado del aguijón de la carne (2
Cor 12,8). Otras veces es la comunidad la que ora: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20; cf 1 Cor 16,22), o la corte
celestial, que canta a Cristo, cordero inmolado (Ap 5,9-10; 15,3-4).

La celebración de Cristo tiene su punto culminante en la eucaristía, que hace entrar en comunión con la sangre y
el cuerpo de Cristo (1 Cor 10,16). La cena eucarística hace anamnesis de Jesús, puesto que se la celebra por
obediencia al mandato del Señor: "Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11,24; Lc 22,19). Según estudios
recientes", recordar y conmemorar no significan un volver puramente mental al pasado, sino traer el pasado al
presente como fuerza salvífica; la evocación de un acontecimiento pasado se vuelve proclamación de un misterio
salvífico realizado: "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que
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venga" (1 Cor 11,26). En el memorial eucarístico se recuerda ante todo la muerte del Señor, esto es, el acto
redentor de que se benefician todos los participantes del banquete eucarístico. Pero es significativo que, "desde
el principio y conscientemente, la anamnesis de esta muerte no se celebrara el día en que tuvo lugar, es decir, el
viernes, sino el domingo (He 20,7). Es que no es posible, en el terreno neotestamentario, conmemorar la muerte
de Jesús sin conmemorar también su resurrección o sin conmemorar su muerte a la luz de su resurrección" ",
Mediante la actualización del misterio pascual se entra en contacto salvífico con la persona de Cristo: "Quien
come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él" (Jn 6,56). Por consiguiente, se establece una comunión y
una unidad fraterna entre todos aquellos a quienes la cena eucarística une con Cristo: "Porque no hay más que
un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan" (1 Cor 10,17).

c) Vivir en Jesucristo. De la doctrina paulina acerca de la incorporación a Cristo (1 Cor 1,30; Gál 3,27), se sigue
que los cristianos deben considerarse introducidos en el ámbito de su soberanía personal como en un nuevo
espacio vital donde se opera la salvación religiosa: "Los fieles son transportados, mediante el bautismo, de la
región de pecado y de muerte del primer hombre a la región de justicia y de vida del segundo. De tal imagen
originariamente local es posible hacer derivar toda la fecundidad de la fórmula en Christo Jesou y de las fórmulas
paralelas"

La unidad excepcional de los fieles con Cristo se comprende mejor con la noción de "personalidad corporativa",
que implica una íntima comunidad de destino entre los miembros y el personaje fundador de la estirpe". Cristo es
personalidad corporativa en cuanto cabeza de fila y representante de la humanidad (Mc 10,45; Gál 2,20; Rom
4,25; 5,8), que en él está contenida, unificada y salvada (Gál 3,28; Rom 12,4; 1 Cor 12,12; Ef 2,16). El cristiano
debe tomar conciencia de la situación que deriva de su unión con Cristo y vivir en consecuencia: el que está en
Cristo es un elegido y llamado por Dios (Rom 8,28-33; Col 3,12; 1 Tes 1,4; 1 Cor 1,9.27), es un hombre libre del
poder del pecado y del mundo (Rom 8,2.38-39), es una nueva creación (Gál 6,15; 2 Cor 5,17).

La tarea fundamental del cristiano consiste ahora en "estar en el Señor" (F1p 4,1; 1 Tes 3,8), acogiendo la acción
salvítica de Dios con fe, esperanza y caridad (Gál 1,9; 5,5-6).

En el vocabulario joánico encontramos una fórmula análoga de inmanencia: "vivir en Jesús" (cf Jn 6,56; 15,4-7; 1
Jn 2,6.24.28; 3,6.24). Mediante la eucaristía recibida con fe (Jn 6,56), "el discípulo es en algún modo sustraído a
sí mismo y descentrado. Su morada y su centro están ahora en Jesús". En realidad, sólo permaneciendo unido a
él, como el sarmiento a la vid, puede el cristiano producir frutos y agradar a Dios (Jn 15,4-8). Permanecer en
Cristo no es algo inactivo, sino dinámico: "El que afirma que permanece en él, debe conducirse como él se
condujo" (1 Jn 2,6). Mediante una vida de fidelidad al anuncio inicial, de alejamiento del pecado y de observancia
de los mandamientos de Dios, nos confirmamos en Cristo y adquirimos seguridad para el día de la parusía (1 Jn
2,24.28; 3,6.24).

El dinamismo de la vida cristiana y el camino en el Señor (Col 1,6) los expresa Pablo con la invitación a "crecer"
progresivamente en Cristo: "Viviendo según la verdad en la caridad, crezcamos en el amor de todas las cosas
hacia el que es la cabeza, Cristo" (Ef 4,15). El ministerio pastoral de Pablo va dirigido precisamente a conducir a
la perfección cristiana, a hacer alcanzar el "estado de hombre perfecto, en la medida que conviene a la plena
madurez de Cristo" (Ef 4,13), a "hacer a cada uno perfecto en Cristo" (Col 1,28). A causa de la presencia de
Cristo glorificado en los fieles (Jn 6,56; 14,23; Rom 8,10; 2 Cor 13,5), la perfección es proporcional al crecimiento
de Cristo en la vida cristiana (Gál 4,19; Ef 4,13) y alcanza su cima cuando el yo carnal es suplantado por Cristo:
"Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí" (Gál 2,20; cf Flp 1,21).

En orden a esta identificación con Cristo, es necesario sintonizar con él, seguirlo [>Seguimiento], imitarlo en su
comportamiento y asumirlo como modelo inspirador de vida. Pablo exhorta a tener "los mismos sentimientos que
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tuvo Cristo Jesús" (Flp 2,5), a caminar en la caridad a ejemplo de Cristo (Ef 5,2) y hacerse imitadores suyos
como él lo es de Cristo (1 Cor 11,1). Jesús mismo invita a sus discípulos a seguirlo renegando de sí mismos (Mt
16,24), en el servicio humilde del prójimo (Jn 13,14-15), en el camino de la luz, que lleva a la vida: "Yo soy la luz
del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8,12). Este simbolismo
elocuente indica que el seguimiento no ha de entenderse en sentido literal, sino como un unirse espiritualmente a
Jesús, "que ha venido del mundo celestial de la luz y de la vida a este cosmos oscuro de muerte y que llevará
allá arriba a todos los que se le unan. Seguirlo significa, pues, definitivamente, subir detrás de él y con él al
mundo celestial"".

Estas perspectivas bíblicas acerca del misterio de Cristo son fundamentales; a ellas hay que referirse si
queremos vivir una espiritualidad en que la figura de Jesús conserve el relieve que le ha atribuido la revelación
neotestamentaria.

III. Para un encuentro vivo con Cristo en nuestro tiempo

Después de la aproximación bíblica, que ha desvelado a nuestra mirada las insondables riquezas del misterio de
Cristo (Ef 3,8), ¿podemos limitarnos a las imágenes que de él se vehiculan en la actual cultura occidental? Si
querernos ser fieles al kerigma de los primeros testigos, debemos poner en cuestión las diversas elaboraciones
culturales de la figura de Cristo, porque fácilmente resultan unilaterales e insuficientes en orden a un encuentro
vivo con el verdadero Jesús del NT. No obstante, el encuentro con el Cristo bíblico no debe hacernos olvidar el
actual horizonte de comprensión, que nos empuja a descubrir un rostro de Jesús significativo para el hombre de
hoy (1). Es justo, por fin, que nos preguntemos cómo intentar una experiencia de Cristo en nuestro tiempo,
análoga a la realizada por los primeros cristianos en los diversos siglos y que caracterice indeleblemente todo el
ámbito del camino espiritual (2).

1. RECUPERACIÓN E INSERCIÓN DEL CRISTO DE I,A REVELACIÓN EN LA VIDA ESPIRITUAL DE HOY - Si


toda cultura o subcultura tiene derecho a encarnar de un modo conforme con ella la figura de Cristo
[>Espiritualidad contemporánea II], sin embargo no se le permite contentarse con un Cristo recortado para propio
uso y consumo. En el pasado nos hemos fijado tal vez en un Jesús intimista y devocional, o bien, en palabras de
Renán, lo hemos cantado como el "personaje eminente que, con su audaz iniciativa y con el amor que supo
inspirar, creó el objeto y estableció el punto de partida para la fe futura de la humanidad" ''Hoy se piensa en Jesús
más bien según los módulos secular e idealizador, que concuerdan en remitirse a él como al prototipo del
hombre en el compromiso de liberación o bien en la irradiación de la amistad, de la sonrisa y de la fraternidad. El
acento sobre la dimensión humana de Cristo, después de un considerable período de desenfoque monofisita de
su figura, es de lo más oportuno para devolverle ese atractivo y esa carga de humanidad que caracterizó su vida
terrena y que lo hace cercano a nuestra generación. Con íntimo júbilo se da cuenta el cristiano de que para
muchos jóvenes Jesús es una presencia amiga y un modelo de comportamiento; que muchos hombres de
nuestro tiempo aceptan y hacen propios los valores y la causa de Jesús, y que no pocas personas de diferentes
áreas culturales suscriben el testimonio de Gandhi: "Jesús ocupa en mi corazón el puesto de un gran maestro de
la humanidad que ha influido notablemente en mi vida". Aun conservando los aspectos positivos del "fenómeno
Jesús", la verificación que deriva de la confrontación con la revelación bíblica orienta a reconocer algunas
dimensiones esenciales, en consonancia con las actuales exigencias, de la figura de Jesucristo:

a) Jesucristo, el determinante absoluto. El hecho de que por muchos contemporáneos nuestros sea considerado
Jesús en su humanidad (a condición, claro, de que al mismo tiempo no se ponga entre paréntesis todo lo demás:
"No puedo, no debo, ni quiero llamarte hijo de Dios, sino hijo del hombre" —canta De André—) como modelo de
vida extremamente provocante con su sentido de libertad, su coherencia y su capacidad de amar, no debe
estimarse negativamente; la aproximación a Jesús partiendo de su realidad histórica y de su dimensión humana
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es legítima y corresponde tanto al camino de los primeros discípulos como al pensamiento predominantemente
histórico del hombre de hoy.

El encuentro con Jesús de Nazaret en su humanidad ejemplar y en su mensaje es altamente benéfico para
nuestro tiempo, porque hace salir a la figura de Cristo de la nebulosa de la indeterminación y de las sutilezas
teológicas y la vuelve interpelante por una total disponibilidad hacia el hombre y sus auténticos valores.

El error se introduciría, como hemos dicho, cuando la humanidad de Jesús cesara de representar un trampolín
de lanzamiento hacia el reconocimiento de la dimensión única y trascendente del mismo Jesús, o sea, de su
misterio. La reducción de Cristo a la esfera intramundana le atribuiría calificaciones humanas excepcionales, que
harían de él uno de los guías morales de la humanidad al estilo de Sócrates, Confucio, Buda o Mahoma; Cristo
sería uno de tantos, pero no el salvador del mundo.

El hecho discriminante y caracterizador que confiere a Jesucristo un significado único es el acontecimiento de su


resurrección, atestiguada no por una comunidad entusiasta y acrílica, sino por testigos que con la máxima
convicción y claridad tuvieron la experiencia de Jesús vivo, que se les mostró con una presencia inequívoca,
fuente de una nueva comprensión de Jesús mismo y de la existencia humana.

A la luz de la resurrección, los discípulos de Jesús comprenden que él tenía razón; que sus palabras y su causa
eran verdaderas, puesto que Dios al resucitarlo se declara en favor suyo: "Jesús, el abandonado de Dios, vive
con Dios. Se le ha dado una vida nueva. El es el vencedor. Su mensaje, su comportamiento y su persona son
justificados. Su camino es el camino justo... Su persona tiene con ello una significación definitiva y única para
todos aquellos que confían en él por la fe: Jesús es el Cristo de Dios, su enviado y su consagrado, la revelación
definitiva de Dios, su Palabra hecha carne ". Si "sin la pascua, Jesús no es más que una víctima inocente, un
exaltado fracasado, motivo y razón no ya de esperanzas, sino de escepticismo y de resignación" (W. Kasper),
con el acontecimiento de la resurrección se convierte en el Hijo de Dios glorificado a la derecha del Padre y en el
mediador necesario de la salvación (Rom 8,34; Mc 16,19; He 4,12; 1 Tim 2,5).

Esta realidad la tradujeron los primeros cristianos en la fórmula "Jesucristo es el Señor" (Flp 2,11): "Por tanto, el
reino actual de Cristo, inaugurado por su resurrección y su elevación a la derecha de Dios, es lo que constituye el
centro de la fe del cristianismo primitivo. La afirmación de que Cristo reina desde ahora sobre el universo entero,
que se le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, tal es el núcleo histórico y dogmático de la confesión
cristiana..." Esta proclamación de fe supone un salto cualitativo respecto a las referencias humanísticas a Jesús,
porque reconoce en él al "Dios con nosotros" (Mt 1,23), al autor de la vida, al salvador necesario, el valor decisivo
y unificante de la existencia humana (He 3,15; 5,31; Heb 2,10.12; Gál 2,20): "Lo particular, lo propio y primigenio
del cristianismo es considerar a este Jesús como últimamente decisivo, determinante y normativo para el hombre
en todas sus distintas dimensiones. Justamente esto es lo que se ha expresado desde el principio con el título de
`Cristo'. No en vano este título, también desde el principio, se ha fusionado, formando un único nombre propio,
con el nombre de Jesús"

Es, por ende, indispensable para el hombre de hoy seguir la senda de los primeros cristianos: del Jesús de la
historia al Cristo de la fe, reconociendo en Jesucristo el centro del plan salvífico de Dios. Una mera "jesusología "
es insuficiente para explicar la relevancia única de Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios, en el corazón
de la historia.

b) Jesucristo, el viviente en la Iglesia. Es sintomático del actual impacto de Cristo el eslogan "Jesús sí, Iglesia
no"; indica una adhesión a Jesús de Nazaret prescindiendo del anuncio eclesial o incluso en posición polémica
con la Iglesia institucionalizada, considerada como pantalla más que como transparencia de su fundador.
Seminario de espiritualidad. IV. 24. La Vida en Cristo 171

Indudablemente, la Iglesia se reconoce pecadora y necesitada de continua reforma; a veces, en sus hijos y en
sus ordenamientos, más bien ha ocultado que revelado el verdadero rostro de Cristo; por ello se puede, con
Teilhard de Chardin, sentir la urgencia de "salvar a Cristo de las manos de la burocracia eclesiástica, a fin de que
el mundo se salve". Pero, como el mismo autor, hay que sentir la "necesidad del Cristo de la Iglesia" y "aceptarlo
tal como la Iglesia lo presenta46, a pesar de los limites de tal anuncio.

En realidad, la aproximación a Cristo no puede eludir la referencia a la Iglesia, ya sea porque la fe en él está
permanentemente ligada al testimonio apostólico, transmitido y actualizado en la comunidad eclesial, ya porque
Cristo es inseparable de su Iglesia.

De la Sagrada Escritura se deduce de modo palmario que Jesús no es sólo nuestro hermano y maestro de vida,
sino también principio de nuestra justificación y cabeza de la Iglesia. En su vida terrena se rodea de un círculo de
discípulos, entre los cuales se encuentran los "doce", y declara que el Padre se ha complacido en dar el reino a
este "pequeño rebaño" (Lc 12,32). A ellos, llamados alguna vez "mi Iglesia" (Mt 16,18), Jesús les revela los
misterios del reino (Mt 13,10-17); a esta Iglesia le da responsables dotados de amplios poderes (Mt 16,18-19;
18,18) y con el encargo especial de enseñar, bautizar, perdonar los pecados y perpetuar la cena pascual (Mt
28,19; Jn 20,23; Lc 22,20). El se identifica con ellos: "Quien os escucha a vosotros a mí me escucha, quien os
desprecia a vosotros me desprecia a mí" (Lc 10,16), y les garantiza su presencia perenne: "Y sabed que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Jesús ruega por la unidad de sus discípulos (Jn
17,20-21) y muere para reunir a los hijos de Dios dispersos (Jn 11,52).

Reflexionando sobre las primeras comunidades cristianas y en continuidad con el pensamiento de Cristo y de los
apóstoles (He 5,11; 8,3), Pablo describe a la Iglesia como pueblo de Dios (Rom 9,25-26: 2 Cor 6,16), cuerpo de
Cristo (Col 1,22-24; 1 Cor 12,12-27; Rom 12,5: Ef 1.22-23) y templo del Espíritu Santo (2 Cor 6,16; Ef 2,22). En
relación con Cristo, la Iglesia es definida como "su cuerpo" (Ef 1,23), colmado de las riquezas de la vida divina;
correlativamente Cristo es presentado como "la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia" (Col 1,18). De aquí se
sigue una indisoluble relación entre Cristo y la Iglesia: Cristo está presente en la Iglesia, de modo particular,
porque derrama sobre ella vida y salvación en el Espíritu y forma un todo único con ella; por su parte, la Iglesia
es la incorporación de la presencia de Cristo en el mundo y, por tanto. es inseparable de él. A nadie, pues, le está
permitido disociar a Cristo de su Iglesia; sino que más bien los cristianos "bautizados en un solo Espíritu para
formar un solo cuerpo" (1 Cor 12,13), deben conservar "la unidad en el Espíritu por medio del vínculo de la paz"
(Ef 4,3). Resumiendo: la existencia de los cristianos es esencialmente comunitaria y ha de vivirse en la Iglesia.

A esta luz se comprende que muchos cristianos a la pregunta: "¿Por qué permanecer en la Iglesia?", sepan ver
en el plan de Dios y en la historia las razones para permanecer en ella. H. U. von Balthasar responde que sigue
en la Iglesia actual porque en ella se descubre aún el rostro de la antigua catholica, con sus dones de gracia y
sus humillaciones; porque "ella sola, como Iglesia de los apóstoles... puede darme el pan y el vino de la vida ";
porque "ella es la Iglesia de los santos ", los cuales demuestran la posibilidad de la plenitud cristiana; en lugar de
detenerse en una crítica exhibicionista, "me toca a mí, a nosotros —termina von Balthasar- proceder de modo
que la Iglesia corresponda mejor a su verdadera naturaleza". También para H. Küng es necesario permanecer en
la Iglesia, porque "las alternativas —otra Iglesia sin Iglesia— no convencen: las evasiones llevan al aislamiento
del individuo o a una nueva institucionalización; pero, sobre todo, "porque la causa de Jesucristo convence y
porque, pese a los fracasos y en medio de ellos, la comunidad eclesial ha seguido —y debe seguir— al servicio
de la causa de Jesucristo".

Puesto que Jesús es fundador y cabeza de la Iglesia, no debemos aislar al primero de la segunda, sino vivir
nuestra relación de fe, de amor y de vida con Cristo en la comunidad de los hermanos, convertida en la más
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manifiesta mediación histórica del Resucitado y "como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1).

c) Jesucristo, el significante plenario. No es sólo un Cristo envuelto en la gloria de la resurrección y constituido


cabeza de la Iglesia lo que encontramos en los libros neotestamentarios. Si se recurre a ellos partiendo de la
existencia humana global con sus problemas, exigencias y expectativas, se descubra que Jesús condensa en su
persona tal riqueza de significados, que escucha los deseos humanos más profundos y ofrece un amplio abanico
de estímulos, interpelaciones e inspiraciones.

Indudablemente aquí se da pie a interpretaciones diversas, a veces fundadas y en algunos casos extravagantes.
Las cristologías modernas presentan a Jesús como "el nuevo ser" (Tillich), "el centro de la historia de la
salvación" (Cullmann), "el abandonado del Padre" (Pannenberg). el "ser-para-los-otros" (Bonhoeffer), "el rostro
humano de Dios" (Robinson); pero existen también tentativas de actualizar a Cristo en calidad de revolucionario
político o de reformador social, con evidente extrapolación de la imagen bíblica. Basta un mínimo conocimiento
del evangelio para llegar a la conclusión de "que un fusil en las manos del Redentor del mundo no sería un
sacramento apropiado"". Pero, aparte de estas exageraciones, es legítimo verificar cómo y en qué medida Jesús
es significativo para el hombre de hoy y para la solución de sus problemas individuales y sociales.

Quien se acerca con ánimo bien dispuesto a los textos del NT descubre con gozo que Jesús de Nazaret no
ofrece respuestas parciales para resolver cuestiones contingentes, sino perspectivas que abarcan toda la vida en
sus dimensiones de fondo y le confieren un significado global. Tales perspectivas pueden ser formuladas así:

• Por medio de Jesús el hombre descubre el auténtico rostro de Dios. El deseo de penetrar la inaccesibilidad de
Dios y de conocerlo de modo auténtico recibe de Cristo la respuesta definitiva: "A Dios nadie lo vio jamás; el Dios
unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer" (Jn 1,18). Jesús hace penetrar en los
secretos de la vida íntima divina, revelando que Dios no es un solitario, sino donación en plenitud y comunión de
amor entre Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Dios de Jesucristo es un Dios que ama sin discriminaciones y
perdona a los hijos desbandados. "Frente a un Dios sometido y encerrado en el ordenamiento minucioso de la
ley... inquilino exclusivo de las dependencias del templo y a merced de las prescripciones rituales, Jesús abre
unas ventanas que orientan a un nuevo horizonte: él ha venido a anunciar... a un Dios que es cercano y familiar y
que es invocado por el hombre con una confianza ilimitada (Abba), que sale al encuentro de cualquiera en el
amor y en la fraternidad..."50. El Dios de Jesucristo es un Dios que interviene en la historia enviando a su Hijo
entre los hombres para inaugurar el reino de los cielos y resucitándolo de entre los muertos, después de haberlo
sostenido con poder en su itinerario terreno. El Dios de Jesucristo es un Dios de futuro, que juzga por el amor a
los hermanos más pequeños y prepara a sus hijos un reino eterno. Con este Dios, que ama y lo puede todo, la
vida adquiere el punto más firme de referencia y se hace un camino hacia los brazos de un Padre.

• En Jesús el hombre recorre la trayectoria de su supremo destino. "Jesús de Nazaret no expone un tratado sobre
lo que es el hombre. Con su modo de tratarlo, con la revelación de sus relaciones con Dios, con el ideal que
señala para las relaciones de los hombres entre sí, manifiesta lo que el hombre es a los ojos de Dios; lo cual,
según la perspectiva bíblica, es lo único que vale plenamente cuando se trata de definir lo que es el hombre en
sí". Jesús subraya el valor del hombre y su puesto central en los ordenamientos humanos: Dios se preocupa,
cuida de los hombres (Lc 12,22-34), los escucha independientemente de su bondad o malicia (Mt 5,43-48),
quiere que no sean instrumentalizados, sino que toda ley vaya en favor suyo (Mc 2,23-28; 7,1-23). Jesús, no
obstante, no cierra los ojos ante la condición humana; conoce las miserias del hombre, sus enfermedades,
opresiones y culpas, su destino de muerte; se inclina sobre él y le ofrece comprensión, curación, perdón e
inmortalidad. Está a favor de la vida y del desarrollo del hombre, y a los materialistas de su tiempo les dice que el
verdadero Dios es el Dios de los vivos (Mt 22,30). Pero es, sobre todo, en la vida de Jesús donde el hombre
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recorre la trayectoria de la salvación definitiva; una vida de amor y servicio, que pasa a través de la crisis y la
muerte, y llega a la glorificación final en el reino eterno. En Jesús el corazón humano se abre a un horizonte de
inmortal esperanza.

• Con Jesús el hombre asume compromisos de solidaridad y de liberación. El recuerdo de Jesús obra siempre
como crisol purificador; es un "recuerdo subversivo" (J. B. Metz), porque evoca la historia de un marginado que
por la acción de Dios se libra de la muerte y vence definitivamente a las fuerzas del mal. Toda la vida de Jesús
constituye un grito de libertad y un compromiso de liberación (Le 4,16-30); él es el "libertador" y el "hombre
solidario" que proclama la igualdad de los hijos de Dios, rechaza toda discriminación, emancipa la conciencia
oprimida por el peso de las prescripciones legales, sana a los enfermos, perdona los pecados, convierte a los
pecadores sacándolos del nido de su egoísmo y promete liberación de la muerte. Entabla una lucha diaria contra
la religión confinada en el culto y abre a una actitud de amor concreto e incómodo en lo relativo al próximo
necesitado. Disfruta estando "en malas compañías" y trata con los publicanos, prostitutas, samaritanos y
leprosos para demostrar que todos los hombres son destinatarios de la salvación liberadora. Esta realidad, que
supera la imagen de un Jesús reducido a pura interioridad y cerrado en una piedad individualista, representa
para los cristianos un elemento de perenne crítica y provocación: "La crítica de la Iglesia desde dentro es Jesús
mismo. El es la crítica de su noverdad, ya que es el origen de su verdad... Para decidir si en una sociedad
dividida, opresora y alienante, la Iglesia se vuelve o no alienante, dividida y cómplice de la opresión de otros
hombres, el criterio primero y último consiste en aclarar si Jesús le resulta extraño o si, en cambio, es el Señor
quien determina y especifica su existencia y estructura". Jesucristo, en lucha contra la hipocresía y
comprometiéndose incansablemente por el hombre, se convierte en desafio y apelación a comprometerse con él
para liberar al mundo de todas las miserias e injusticias y establecer en él la fraternidad y la paz.

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