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OPINIÓN NUEVA SOCIEDAD

ENERO 2020

Los militares antes del golpe


RADIOGRAFÍA DE LAS FUERZAS
ARMADAS EN BOLIVIA
Agostina Dasso

La posición de los militares en Bolivia ha sido cambiante.


¿Qué rol tuvieron antes de la llegada de Evo al poder y cuál
adquirieron durante su mandato? ¿Qué pasó con las Fuerzas
Armadas que, durante los gobiernos del MAS, incorporaron
la wiphala a sus uniformes y modificaron su clásico lema
«Subordinación y constancia. ¡Viva Bolivia!» por el
revolucionario «Patria o muerte. ¡Venceremos!».
El rol de los militares es un elemento clave para esclarecer el tipo de golpe que se llevó
adelante en Bolivia. El éxodo del poder de Evo Morales no fue ni es el resultado de un plan del
poder militar para derrocarlo. La renuncia se motiva, en primer lugar, por un levantamiento
masivo de sectores urbanos y de clase media que paralizó al país. La maniobra de Morales para
desconocer el referéndum del 2016 y las irregularidades del proceso electoral del 20 de octubre
pasado decantaron en una movilización social radicalizada y en un motín policial. El 10 de
noviembre, el jefe del mando militar, Williams Kaliman, envió una carta donde le «sugirió» a
Morales que dimitiera a modo de evitar, o al menos apaciguar, la violencia que se desataba en
las calles. Acorde a la sucesión de los hechos, la renuncia se produjo inmediatamente después
de este pedido, permitiendo inferir que resulta efecto y desenlace de la sugerencia de las
Fuerzas Armadas.

Para buena parte de la sociedad boliviana y miembros de la comunidad internacional lo que


sucede en Bolivia es producto de una «revolución popular». Pero la situación es, a todas luces,
más compleja que la que se expresa en el binomio «revolución-golpe». Si el concepto es lo que
se hace de él, una misma situación y una misma realidad pueden derivar en una atribución de
clasificaciones diferentes con significados claramente antagónicos. En este contexto se hace
necesario analizar las relaciones entre civiles y militares más allá de la coyuntura.

Estado es Patria

Tras las dictaduras de Hugo Banzer (1971-1978) y Luis García Meza (1980-1981), el modelo
burocrático-autoritario boliviano comenzó a agotarse. Las prácticas represivas, el desprestigio
de las cúpulas militares y la fragmentación corporativa, condujeron al ocaso de la Junta Militar
que entregó el poder en 1982. La post-transición democrática obligó a las Fuerzas Armadas a
mostrar una imagen institucionalista y de respeto a la Constitución. Sin embargo, esta imagen
no estuvo acompañada de una clase política dirigente que asumiera una conducción civil
adecuada y limitó al proceso de democratización boliviano a un «pacto de coexistencia
pragmática civil-militar», en palabras del militar y sociólogo Juan Ramón Quintana.

En 1985, en el marco de un contexto político conocido como Pacto por la Democracia, el


General de brigada César López cuestionó abiertamente la Doctrina de Seguridad Nacional que
comprometía a los militares a la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo y la subversión.
Antes de la llegada de Morales al poder, las filas armadas comenzaron a reconocer que las
amenazas a la seguridad boliviana estaban interpeladas por la pobreza, la corrupción, la
desigualdad y la debilidad de las instituciones. Para 1985, la doctrina había cambiado. El
enemigo de Bolivia había pasado a ser la injusticia social.

Devenidos los años democráticos, las Fuerzas Armadas viraron su foco a mantener el orden
interno y conservar cierta autonomía para tutelar la institucionalidad y la democracia boliviana
bajo el principio de «Estado es Patria». Dos momentos críticos precedieron al triunfo electoral
de Evo Morales en 2006. En el año 2003 se produjo el llamado «Octubre Negro». Se trató de
una violenta represión de los militares frente a la insurrección popular que llevó al
enjuiciamiento del entonces presidente Sánchez de Lozada y el Alto Mando militar. En 2005, el
desplazamiento de Carlos Mesa del gobierno a partir de una poderosa insurrección popular que
exigía la nacionalización del gas, volvió a mostrar a las Fuerzas Armadas en el centro de la
escena. Este último evento dividió a los militares entre un mando más tradicionalista y los
sectores ligados al Movimiento al Socialismo (MAS), la base operativa y política de Evo.
Cuando Morales asumió la presidencia, buena parte de los militares jóvenes respondían
directamente a él. La llegada de Evo en 2006 encaminó un proyecto para recuperar la tradición
nacionalista declarando a las Fuerzas Armadas «socialistas, antiimperialistas y anticapitalistas»
y convirtiéndolas en una pieza central de su proyecto político.

«Patria o muerte. ¡Venceremos!»

La incorporación de un paradigma de «seguridad integral» como parte del proceso de cambio


encarado por Evo Morales condujo a un aumento de las funciones de las Fuerzas Armadas.
Para el primer Ministro de Defensa de la era evista, Walker San Miguel, la visión clásica de
seguridad ya no se acomodaba al proyecto boliviano, sino que estaba siendo reemplazada por
una visión multidimensional que hacía foco en la integración y el desarrollo.

A diferencia de otros países de la región, la política de defensa boliviana compromete


explícitamente a los militares en tareas de seguridad tanto externa como interna. Es la propia
Constitución vigente desde 2009 la que le asigna a las Fuerzas Armadas la misión de «defender
y conservar la independencia, seguridad y estabilidad del Estado, su honor y su soberanía;
asegurar el imperio de la Constitución, garantizar la estabilidad del gobierno legalmente
constituido y participar en el desarrollo integral del país» (artículo 244). Se entiende, entonces,
que la extensión del rol de las Fuerzas Armadas (más allá del que tienen tradicionalmente) les
permite abarcar aspectos internos relacionados a la estabilidad política y el desarrollo. El Plan
Nacional de Desarrollo decretado en 2007 reafirma un rol donde la política de defensa tiene «el
objeto de restablecer y fortalecer las capacidades institucionales».
En 2010, el documento «Bases para la Discusión de la Doctrina de Seguridad y Defensa del
Estado Plurinacional de Bolivia» fijó entre sus objetivos la «seguridad y defensa integral», es
decir, la protección del territorio y su población, así como la defensa de sus recursos naturales
de carácter estratégico ante amenazas de índole externa e interna. Otro elemento de gran
acercamiento de Evo a las Fuerzas Armadas fue la reivindicación marítima de la soberanía,
objetivo destacado en la Política de Defensa del Estado. Desde ese momento, el proceso de
modernización y equipamiento de la institución castrense comenzó a crecer de manera
exponencial. El presupuesto, directamente relacionado con el PIB, se mantuvo entre el 1,5% y
el 1,9% entre 2008 y 2018.

La transformación no solo fue constitucional, sino que también atrajo medidas simbólicas: la
incorporación de la Wiphala a los uniformes y el nuevo lema «Patria o muerte. ¡Venceremos!».
A esto se sumó un mayor financiamiento, el otorgamiento de cargos civiles en la
administración pública nacional y la creación de la Escuela Antiimperialista. Además, para
mantener su relación libre de rivalidades, Evo reconoció públicamente que los militares no
habían sido las culpables de los cruentos actos de la dictadura, justificándolos con el argumento
según el cual se habían limitado a obedecer órdenes civiles e imperialistas.

Es una trampa

La gran expansión de la misión de los militares en Bolivia ha llevado al involucramiento en


políticas sociales, la retención de una importante cuota de poder y un alto nivel de autonomía
para la planificación presupuestaria, el diseño de planes y el control del gasto, debilitando la
supervisión civil de las actividades militares. La identificación de las Fuerzas Armadas con
estas medidas también permitió la protección de los intereses de la institución y la
relegitimación del rol castrense.

No es curioso que un país con déficits estructurales, una burocracia debilitada y un Estado que
no alcanza a colmar las necesidades sociales en todo el territorio, emplee sus Fuerzas Armadas
para cubrir sus necesidades institucionales. Sin embargo, la lógica del MAS ha consistido en un
estilo de liderazgo personalista y el otorgamiento de autonomía y poder a cambio de lealtad y
apoyo político. En un continente de instituciones y partidos políticos débiles, este tipo de
relación puede resultar peligrosa. Se genera una situación de gran dependencia que deteriora la
calidad de la institucionalización del control civil y limita a los gobiernos a la contención del
poder militar. El rol del Ministerio de Defensa es prueba de esta pasividad: un ministerio que es
menos relevante que el Comando Conjunto Militar y que tampoco somete jerárquicamente al
comandante en jefe de las Fuerzas Armadas (depende del presidente y ejerce un poder paralelo
al Ministro de Defensa). Ante la ausencia de una burocracia especializada, la planificación y la
gestión han quedado en las manos de los propios militares.

Fue el proyecto político de Evo el que llevó a los uniformados a alcanzar altos niveles de
relevancia, pero terminó condicionando aquella dimensión política y democrática donde hizo
más transformaciones. Al fin y al cabo, la necesidad de evitar rivalidades, la construcción de
relaciones personales cercanas, la pobre implementación de mecanismos efectivos de
supervisión y la limitación a la contención, se sumaron al exabrupto legal y constitucional de
quien construyó este esquema y lo condujeron directamente hacia una trampa.

Cuando el gobierno de facto tomó el poder, las Fuerzas Armadas se volvieron corresponsables
más por omisión que por acción. Su involucramiento ha sido posterior, tutelando la transición -
cuanto menos peligrosa- del gobierno interino. Mientras tanto, Bolivia y su democracia
interrumpida agonizan.

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