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Educar en libertad y para la libertad es una tarea comprometedora, difícil, exigente y complicada.
Los grandes pedagogos han señalado que éste debe ser un objetivo principal de la educación.
Pero la práctica educativa está lejos de alcanzarlo. ¿Por qué? Porque tenemos miedo a la libertad;
porque vivir en libertad supone asumir la autenticidad como valor humano fundamental; supone
también aceptar la autodeterminación, la disensión, la diversidad, la pluralidad, la independencia...
y ello no resulta siempre “agradable”. Los educadores tenemos la tendencia de imponer a nuestros
educandos no sólo conductas determinadas que consideramos adecuadas, de acuerdo al modelo
de ser humano que pretendemos inculcar, sino que impedimos que el educando reflexione y decida
sobre su modo personal de ver y entender la realidad que le rodea. Seguimos anclados en el
conductismo pedagógico y/o adoctrinamiento pedagógico que no forma, sino que “instruye” a los
seres humanos.
La sociedad, de múltiples maneras, condiciona a las personas. La actuación, las ideas y los
pensamientos de unos son constantemente tamizados por la crítica de los otros. Muchas personas
viven con una fe ciega, sin saber el por qué de las cosas y sometidos a una sumisión constante.
Se enseña a obedecer sin espíritu critico, sin libertad y mucho menos sin compromiso voluntario.
El ser humano debe poder ejercer su capacidad de razonar y de elegir, sin otro límite que su
propia conciencia, respetando, eso sí, las decisiones de los demás y teniendo siempre en cuenta
el bien común de la sociedad. Lamentablemente, una actitud frecuente en nuestra sociedad es la
de aparentar. La actuación de las personas está sometida al criterio de los otros, al qué dirán, y es
difícil encontrar a alguien que actúe pensando por sí mismo, con independencia de los demás. No
podemos encubrir la realidad con formas artificiales, como sucede con frecuencia. Cuando una
sociedad vive de la apariencia, está sometida a la manipulación de quien detenta el poder, sea
éste político, económico, social o religioso.
Yo no debo parecerme a... yo debo ser yo mismo. Esto no quiere decir que desconozcamos el
buen ejemplo y las virtudes de los otros; simplemente quiere decir que yo debo ser único, porque
cada ser humano es único e irrepetible (biológica, psíquica y espiritualmente). Y esto no está en
contradicción con la necesidad que tiene todo ser humano de vivir en sociedad; más bien refuerza
esa realidad: en la medida en que las personas sepan respetarse y aceptarse, siendo divergentes y
distintos, en esa misma medida lograrán una sociedad realmente justa y libre.
La cultura actual ha concedido a la libertad un valor muy principal. A la vez, se busca la tolerancia
como base necesaria para una convivencia pacífica, como un bien deseable para una sociedad
pluralista que evita el fanatismo. Sin embargo, la historia reciente está demostrando que toda esa
sensibilidad no ha logrado acabar con muchas formas de violencia e intolerancia -personal y social-
que todos abominamos. Es más, asistimos en nuestra propia sociedad a un recrudecimiento de la
violencia y la intolerancia, que también se pone de manifiesto en las escuelas.
Nuestra realidad social presenta perfiles contradictorios: por una parte, parece que se considera a
la libertad como el valor supremo y, por contra, se huye de la auténtica libertad, la libertad íntima e
interior, que es dominio de sí, señorío sobre los propios actos. Algunos
identifican libertad con instinto, espontaneidad, independencia… Son los mismos que piensan que
uno es libre si no es responsable de nada, si puede hacer impunemente todo lo que le apetece,
olvidando que el autodominio, la templanza, el señorío sobre las apetencias es condición y raíz de
libertad.
Otro contraste significativo es la extensión de una cultura que hace compatible una solidaridad
intermitente (frecuentes llamamientos a la solidaridad para acallar la conciencia, conciertos
benéficos, programas de TV especiales para recaudar fondos para países o grupos sociales
damnificados) con la exaltación del yo a través de un egoísmo brutal, propio de una cultura
individualista, egocéntrica e inmadura. ¿No estaremos asistiendo a unos comportamientos
políticamente correctos -y bien vistos- que maquillen una crisis moral de fondo? ¿Se está poniendo
de moda una ética de cosmética?
EDUCACIÓN Y LIBERTAD
La libertad de cada persona, hecho diferencial en el que se fundamenta la dignidad del hombre y
su superioridad sobre los seres que carecen de razón, se impone como el dato previo y
fundamental de cualquier programa de educación en la familia y en la escuela.
La dignidad de la persona implica la libertad, pero no como mera posibilidad de optar entre cosas
más o menos interesantes, sino como capacidad de decidir por sí mismo lo que se ha de hacer
para ser lo que se quiere ser: somos verdaderamente libres cuando nos adueñamos de nuestras
propias decisiones, cuando afianzamos nuestra independencia, cuando nuestra voluntad se
enfrenta, si es preciso, a la fuerza del ambiente.
“responde al intento de estimular a un sujeto para que vaya perfeccionando su capacidad de dirigir
su propia vida, o, dicho de otro modo, desarrollar su capacidad de hacer efectiva la libertad
personal, participando, con sus características peculiares, en la vida comunitaria”
Un proceso, en definitiva, que permite a cada hijo o alumno formular su proyecto personal de vida y
le ayuda a fortalecer su voluntad de modo que sea capaz de llevarlo a término, al tiempo que
desarrolla su capacidad de amar.
Padres y profesores han de estar prevenidos contra los reduccionismos que empequeñecen la
educación, como adoctrinar en vez de enseñar o sólo instruir, en vez de educar. Educar no consiste
en meter a presión al alumno o hijo en un molde, sino en un proceso que tiene su punto de
referencia en la verdad, que la persona ha de ir descubriendo por sí misma, hasta tomar la decisión
de vivir conforme con la verdad hallada.
En efecto, la verdad condiciona y hace posible a un tiempo el ejercicio de la libertad, de modo que
quienes intentan liberarse de espaldas a la verdad, encadenan su libertad y empobrecen su propio
yo. No son libres quienes están sometidos a sus instintos y carecen del señorío interior para
dominar sus impulsos primarios, ni aquellos que se muestran incapaces de superar la parcialidad
La persona educada en la libertad es aquella capaz de rechazar las respuestas fáciles y preferidas,
y no porque sea persona obstinada, o por querer ser original, sino porque conoce otras respuestas
de más digna consideración, porque busca la verdad y conoce el para qué de la libertad, su
finalidad y su sentido, ya que la libertad ni es un valor absoluto, ni tiene razón de ser en sí misma:
es un medio, un bien fundamental, que me permite conseguir otros bienes. Por eso, la libertad se
justifica por su sentido teleológico, esto es, por su necesaria relación al bien que se pretende
conseguir como fin de la acción.
El padre o el profesor que desean educar en y para la libertad no sermonea, sino que observa y
escucha al hijo o alumno con interés para conocer lo que despierta su curiosidad, sus intereses,
sus pasiones, sus anhelos. Se coloca en el lugar del otro y se esfuerza por comprender sus puntos
de vista, aunque esté una generación más allá; en definitiva, mantiene la juventud de espíritu que
le permite aprender de quienes está enseñando.
No han de suplantar la voluntad del hijo limitándose a señalarle qué debe hacer, sino ayudarle a
tomar sus propias decisiones, a actuar con libertad personal, poniéndole frente a sus
responsabilidades. Si la relación padres-hijos (o profesores-alumnos) se limitase a un trato
superficial estereotipado, quizá lograría que el hijo aceptara externamente sus consejos -por
quedar bien, o para librarse de su insistencia-, pero habría perdido la ocasión de educar, de
ayudarle a conocerse, a hacer suyos unos criterios de conducta y a vivirlos con libertad personal.
Las manifestaciones prácticas de la educación en y para la libertad serán diversas según las
edades y la madurez del educando, pero siempre cuenta con su protagonismo: padres y profesores
aconsejan y orientan, avivando la autonomía del alumno, de modo que no se refugie en la falsa
seguridad que le ofrece una dependencia pasiva. Con esa actitud, ayudan con hechos al alumno a
reflexionar sobre las exigencias del don de la libertad, y a entender que sólo tiene una vida
coherente quien actúa con referencia a la verdad, aunque a veces las alternativas que la verdad
ofrece contrarían las propias apetencias.
La educación es algo muy amplio, que abarca todas las dimensiones de la persona, y que -al
menos en sus primeras etapas- exige desarrollarse dentro de un marco de coherencia. Si en las
edades escolares se reciben habitualmente en la escuela mensajes educativos difícilmente
conciliables con los recibidos en la familia, el resultado suele ser una educación con abundantes
contradicciones internas. En edades posteriores, hay una mayor capacidad de hacer una síntesis
personal entre mensajes y criterios contradictorios, pero en edades tempranas el resultado suele
El principal medio para educar la libertad lo constituye la misma convivencia familiar y escolar.
Cuando hay auténtica convivencia familiar -o escolar-, los niños y jóvenes aprenden a asumir
distintos papeles y adquieren habilidades de relación, comprensión, apertura y comunicación.
Hablar con los hijos supone darse a conocer y conocer, y ese conocimiento engendra y aumenta el
amor; supone expresar las propias emociones y enseñarles a expresar las suyas; supone enseñar
a resolver los problemas dialogando y un largo etcétera de efectos positivos.
Las ocasiones en que se puede razonar con ellos sobre estos temas se presentan abundantes en
la vida normal, y es cuestión de atención al otro, para no dejarlas pasar. Se pueden aprovechar de
forma muy eficaz, sin caer en una tediosa y continua reiteración. Se trata de coger al vuelo, con
naturalidad, esas ocasiones que surgen en la familia o en la clase ante una noticia en la televisión
o la prensa; o con motivo de algún acontecimiento familiar, o de cualquier sucedido, grande o
pequeño; aprovechando esas frecuentes preguntas que, si hay confianza, surgen con fluidez;
sabiendo hacer una sencilla reflexión, en el momento oportuno, sobre el sentido de estas
cuestiones, de las que en tanto depende una acertada educación.