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CICLO C

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO


Jr 33,14-16: 1 Ts 3.12-4,2: Lc 21,25-28.34-36
1. «Estad siempre despiertos» y orad. El Año Litúrgico comienza en el
evangelio con una visión anticipada del retorno de Cristo. Con ello se nos enseña
algo inhabitual: a ver la Navidad (su primera venida) y el juicio final (su segunda
venida) como dos momentos que se implican mutuamente. La Escritura nos dice
constantemente que con la encarnación de Cristo comienza la etapa final: Dios
pronuncia su última palabra (Hb 1,2); sólo queda esperar a que los hombres
quieran escucharla o no. La última palabra que en Navidad viene a la tierra,
«para que muchos caigan y se levanten» (Lc 2,34), es «más tajante que espada de
doble filo... Juzga los deseos e intenciones del corazón... Nada se oculta; todo
está patente y descubierto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas»
(Hb 4, 12s). La Palabra encarnada de Dios es crisis, división: viene para la
salvación del mundo; pero «el que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene
quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Jn
12,47s). Lo que consideramos como un gran intervalo de tiempo entre Navidad y
el juicio final no es más que el plazo que se nos da para la decisión. Algunos
dirán sí, pero parece como si en este plazo que se nos deja Para la decisión el no
fuera en aumento. Es significativo que cuando se produce la primera petición de
información sobre el Mesías deseado por toda la Antigua Alianza, «Jerusalén
entera» (Mt 2,3) se sobresalte que tres días después de Navidad tengamos que
conmemorar la matanza de los inocentes. La muerte de Jesús se decide ya al
comienzo de su vida pública (Mc 3,6). El vino al mundo no para traer paz, sino
espada (Mt 10,34). Navidad no es la fiesta de la lindeza, sino de la impotencia
del amor de Dios, que sólo demostrará su superpotencia con la muerte del Hijo.
En este tiempo de nuestra prueba hemos de estar permanentemente «despiertos»,
vigilantes, «en oracion».

2. «Señor-nuestra-justicia». Ciertamente la Antigua Alianza anheló —así en


la primera lectura— los días en los que Dios cumpliría su promesa de salvación a
Israel. El vástago prometido de la casa de David será, en el sentido de la justicia
de la alianza de Dios, un vástago legítimo que «hará justicia». Y esta justicia
divina de la alianza en modo alguno ha de medirse según el concepto de la
justicia humana; la justicia de Dios se identifica más bien con la rectitud
(«rectitudo») de toda acción salvífica de Dios, que a su vez se identifica con su
fidelidad a la alianza pactada. Esto no excluye sino que incluye el que Dios tenga
que castigar la infidelidad de los hombres para, en su aparente desolación,
hacerles comprender lo que realmente significan la alianza y la justicia (cfr. Lv
26,34s.40s).

3. «Santos e irreprensibles cuando Jesús nuestro Señor vuelva». Por eso la


vida cristiana será —según la segunda lectura— una vida dócil a las
«exhortaciones» de la Iglesia, una existencia en la espera del Señor que ha de
venir, una vida que recibe su norma del futuro. En primer lugar se menciona el
mandamiento del amor, un amor que ha de practicarse no sólo con los demás
cristianos sino que ha de extenderse a «todos», para que de este modo la Iglesia,
más allá de sus propias fronteras, pueda brillar con el único mensaje que puede
llegar al fondo del corazón de los hombres y convencerlos. Pero para eso se
precisa, en segundo lugar, una «fortaleza interior» que debemos pedir a Dios,
porque sólo esa fortaleza puede ayudarnos para que nuestro amor siga siendo
realmente cristiano y no se disuelva en un humanismo vago. El día que
comparezcamos ante el tribunal de Cristo, nuestra santidad ha de ser tan
«irreprensible» que nos permita asociarnos a la multitud de sus santos (de su
«pueblo santo»), que vendrán y nos juzgarán con él (Ap 20,4-6; 1 Co 6,2).
SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO Ba 5,1-9; Flp 1,4-6.8-11; Lc3,1-6
1. «Preparad el camino del Señor». El evangelio de hoy, con sus detallados
datos históricos y cronológicos sobre el momento en que, con la aparición del
Bautista, ha comenzado el acontecimiento decisivo de la salvación, se muestra
seriamente decidido a situar este acontecimiento en el marco de la historia del
mundo. No se trata de imágenes, de símbolos, de arquetipos, sino de hechos que
se pueden datar con exactitud. El primer hecho es que la palabra de Dios vino
sobre Juan: el Bautista es llamado y enviado como el último de los profetas,
cerrando con ello la serie de las misiones proféticas anteriores tanto mediante su
existencia como mediante su tarea, que corresponde a la gran promesa de Isaías
y, según se nos dice, la «cumple». Su misión personal, que no es mera repetición
de palabras antiguas, se distingue por su bautismo. Los simples llamamientos de
los profetas anteriores quedan aquí, al final del tiempo de la promesa, superados
mediante un acción que afecta a todo el pueblo. Cuando se sumerge en el agua
del bautismo, «el que se convierte» testimonia, con su inmersión-emersión, que
en lo sucesivo quiere ser otro, vivir como un ser purificado, convertir su camino
torcido en un camino recto. En Juan Bautista toda la Antigua Alianza reconoce
que ella no es más que un preludio de lo decisivo, que viene ahora.

2. «Ponte en pie, Jerusalén». la primera lectura muestra que las antiguas


Promesas de un nuevo tiempo de salvación (a la vuelta del exilio) anuncian
ciertamente algo glorioso, pero que esto no se realiza inmediatamente. El retorno
de Babilonia fúe todo menos una marcha triunfal. La gloria prometida era una
promesa que debía cumplirse más tarde y de un modo totalmente distinto a como
las imágenes proféticas permitían espetar. La verdadera gloria que aquí se
anuncia a Jerusalén es la venida de Cristo proclamada por el Bautista; pero esta
gloria tampoco será un esplendor terreno, sino exactamente lo que el evangelio
de Juan designará como la gloria visible Para el que cree: la vida, la muerte y la
resurrección de Cristo. Este es en el fondo el camino recto —«yo soy el
camino»— por el que Dios viene a nosotros el Dios que ciertamente, como se
dice al final de la lectura, en su «misericordia» (que se consumará en la cruz) trae
consigo su «justicia» de la alianza El profeta Baruc invita a Jerusalén a «ponerse
en pie» y a «mirar hacia oriente» para ver venir esta gloria sobre sí.
3. «Que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena, la lleva
adelante». La segunda lectura nos traslada a la Nueva Alianza. No se puede
decir sin más que con la venida de Jesús hayamos llegado a la meta, pues él es
«el camino nuevo y vivo» (Hb 10,20). El sigue siendo también para la Iglesia
peregrina «el pre-cursor», el que «precede» (Hb 6,20), y ningún cristiano puede
permitirse el lujo de descansar prematuramente: «Temamos, no sea que, estando
aún en vigor la promesa de entrar en su descanso (de Dios), alguno de vosotros
crea que ha perdido la oportunidad» (Hb 4,1). La carta de Pablo a los Filipenses
habla constantemente de este «estar en camino», ciertamente ahora ya con una
mayor «confianza» que en la Antigua Alianza: porque Cristo «ha inaugurado una
empresa buena», y si nosotros permanecemos en su camino, creciendo en
«penetración y sensibilidad», él «la llevará adelante» hasta el día de su venida
última y definitiva. «El camino del Señor» prometido en Isaías, el camino que es
necesario preparar y que fue anunciado con tanta seriedad como apremio por el
Bautista, se ha convertido ahora en el «Camino» que es el Señor mismo, que está
siempre dispuesto a llevarnos consigo a través de él.

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

So 3,14-18a: Flp 4,4-7; Lc3,1O-18

1. «¿Entonces, qué hacemos?». EI evangelio presenta la enseñanza del


Bautista a los que quieren comenzar una nueva vida (dos versículos antes Juan
llama «camada de víboras» a los que se creen justos Y han venido a verle por
pura curiosidad). En las respuestas que Juan da a los que están realmente
dispuestos a hacer penitencia —entre otros, los publicanos y los militares,
despreciados por los judíos—, se muestra que el mandamiento radical del amor
de Jesús estaba ya perfectamente preparado en la Antigua Alianza y podía ser
algo evidente para toda conciencia no corrompida. Se trata de compartir
solidariamente los propios bienes con el prójimo que no tiene lo suficiente para
vestirse y alimentarse; de practicar la justicia en la recaudación de los impuestos
y otras tasas; de ser moderado —algo que para los militares puede resultar difícil
— en el ejercicio del poder (ni robo, ni corrupción, ni extorsión, ni exigencias
desorbitadas). Lo que Juan exige a oyentes se puede justificar a partir de los
profetas, por eso él no debe ser confundido con el Mesías que ha de venir. Este
Mesías, ante el que el Bautista se humilla, trae un instrumento de purificación
totalmente distinto: el Espíritu Santo, que nos mostrará nuestros pecados desde
Dios y que puede quemarlos con su fuego. Es el mismo Espíritu que nos colocará
también ante la decisión definitiva entre el si y el no, el trigo y la paja. Con estas
advertencias el Bautista se sitúa, como «el más grande entre los nacidos de
mujer» (Lc 7,28), al final del periodo de preparación, contemplando ya
plenamente el nuevo comienzo; y quizá es precisamente su profunda humildad lo
que le permite cruzar la frontera como «amigo del esposo» (Jn 3,29), quien
recibe y asume su bautismo dotándole de un contenido nuevo.

2. «No temas, Sión». La primera lectura, en la que se invita a Israel a


regocijarse, habla ciertamente del presente, pero al mismo tiempo remite al
futuro: «Aquel día dirán a Jerusalén». Esto significa que ya desde ahora puede el
hombre alegrarse por lo que sucederá en el futuro. Y no a medias, fluctuando
entre el gozo y el temor, sino con una alegría plena que se basa en el propio gozo
de Dios: «El Señor se goza y se complace en ti..., se alegra con júbilo como en
día de fiesta». El Adviento no es para nosotros los creyentes un tiempo de
fluctuación, de vacilación entre el temor y la esperanza, pues la venida del
Salvador que se nos ha prometido es cosa cierra. La fiesta comenzará con
seguridad. A nosotros se nos exige solamente que «no desfallezcan nuestras
manos», en la incredulidad o la desconfianza, preguntándonos si Dios mantendrá
su promesa o no. Esto vale tanto para su primera como para su segunda venida.

3. «El Señor está cerca». En la segunda lectura, ya en el Nuevo Testamento,


esta gozosa esperanza se acrecienta y se llega incluso a decir: «Nada os
preocupe». Ciertamente aquí no se recomienda la Pura despreocupación, sino la
«alegría en el Señor», la única que proporciona esa «paz» que «sobrepasa todo
juicio» y nos impide pensar que nuestra esperanza pudiera ser vana. Pero la
visión anticipada del Señor, que está a punto de llegar, exige también su
verificación en el amor fraterno de la comunidad, cuya «mesura» y bondad debe
darse a conocer a todo el mundo, también a los que no son cristianos. La alegría
Por la venida del Señor debe ser apostólica. Este abandono plenamente confiado
de las preocupaciones mundanas para ponerse en manos de Dios (como exige el
sermón de la montaña), es cristiano sólo si va unido a la oración que implora el
pan cotidiano y da gracias a Dios por los dones recibidos.

CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

Mi 5,1-4a (5,2-Sa); Hb 10,5-lO; Lc 1,3 9-45

1. «¡Bendito el fruto de tu vientre!». En el evangelio de hoy se narra, como


última preparación para la Navidad, la visita de María, que lleva ya a su Hijo en
su vientre, a su prima Isabel. No es María la que ha revelado a Isabel que se
encuentra encinta —ni siquiera se lo ha dicho a José—, sino el Espíritu Santo,
que es el que hace «saltar de alegría» al hijo que Isabel lleva en su seno. Un
milagroso ensamblaje, operado por el propio Dios, entre la Antigua y la Nueva
Alianza. Aunque después, en un principio, el Bautista no sabrá quién es el que
viene detrás de él y está por delante de él (Jn 1,33: «yo no lo conocía»), Juan es
ya desde ahora santificado y elegido como precursor por el que está por delante
de él. Por extensión podemos decir: visto desde el cumplimiento, desde Cristo,
todo el Antiguo Testamento está destinado a ser precursor, de modo que sólo
adquiere su pleno sentido si se interpreta en función de Cristo. Un indicador sólo
tiene sentido si existe el lugar al que remite. Esto vale también porque los
hombres en la Antigua Alianza sólo tenían una ligera idea de lo que esperaban
como salvación en el futuro. Isabel, por el contrario, llena junto con su hijo del
Espíritu Santo, sabe perfectamente en qué consiste esa salvación, y por eso
puede saludar a la mujer que tiene ante sí como a la representante de la fe
perfecta, en virtud de la cual Dios ha podido cumplir su promesa anunciada
desde antiguo. En la Nueva Alianza algunos hombres pueden tener una vocación
tardía, reconocer sólo tardíamente una elección que se ha producido ya desde
mucho tiempo antes, por lo que pueden haber sido elegidos y «llamados» «desde
el seno materno» (Jr 1,5; Is 49,1; Ga 1,15).

2. « Tú, Belén de Efrata». La sorprendente profecía de Miqueas en la


primera lectura presagia, desde el punto de vista histórico salvífico, mucho más
de lo que el propio profeta podía sospechar. El profeta se remite, en tiempos de
inclemencia (SaMaría había sucumbido), a los orígenes de David, que había
salido antiguamente de Belén, de la estirpe de los efrateos. Y según la promesa
será de Belén de donde saldrá el pastor de Israel que, cuando pase el tiempo del
destierro, instaurará un reino de paz que se extenderá hasta los confines de la
tierra. Isaías había hablado de la virgen que daría a luz al «Dios-con-nosotros»;
aquí la madre del Mesías es designada simplemente como «la madre que dé a
luz». El profeta se remonta hasta David, pero el origen («desde lo antiguo, de
tiempo inmemorial») de Jesús es la eternidad, y su definitivo reino de paz
superará ampliamente las expectativas de Israel. Quizá el cumplimiento que tiene
lugar en María y en su Hijo remite a la Antigua Alianza sólo para superarla con
creces.

3. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad». Ahora, en la segunda


lectura, se desvelan el espíritu y la misión del Mesías que viene al mundo. Su
tarea es pura obediencia, ya el inicio de su misión lo es. Esta obediencia no
realizará actos litúrgicos externos; su propio cuerpo, creado por Dios para este
fin, será objeto de la obediencia sacrificial. El antiguo sacrificio externo en la
alianza del hombre con Dios es abolido para hacer del hombre mismo un
sacrificio total. Y este sacrificio es válido «una vez para siempre», consuma la
alianza y nos santifica a todos. La Nueva Alianza remite una vez más a la
Antigua, pero la referencia es puramente formal: se asume el concepto de
sacrificio veterotestamentario, pero su sentido se transforma totalmente: se pasa
de lo ineficaz a lo infinitamente eficaz.

NATIVIDAD DEL SEÑOR


Ver ciclo A
DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD SAGRADA FAMILIA: JESUS,
MARÍA Y JOSE

1 5 1,20-22.24-28; lJn 3,1-2.21-24; Lc2,41-52

«Sin que lo supieran sus padres». La Sagrada Familia, tal y como nos la
presenta el evangelio de hoy, es una familia dolorosamente desgarrada, más allá
de todos los sufrimientos de las familias terrenales, pero al mismo tiempo es un
ejemplo para todas ellas. El padre reconoce como suyo al Hijo enviado por el
Espíritu; tiene que hacerlo para obedecer a Dios y hacer de su Hijo un
descendiente de la estirpe de David. La madre, a la que se predice que una
espada le traspasará el alma, ha cedido desde siempre su Hijo al Padre divino. Y
el Hijo reconoce a esta Padre divino de un modo tan espontáneo y natural que no
dice nada de ello a sus padres, que no lo comprenderían. Para esta familia Dios y
la obediencia a Dios constituye su centro y su principio de unidad, un vinculo
que ciertamente la mantiene más estrechamente unida que los vínculos carnales
entre madre e hijo. Hasta ahora el Hijo había sido obediente a sus padres, y lo
volverá a ser después; pero la obediencia al Padre eterno predomina ahora sobre
la obediencia terrena, aunque esto sea incomprensible para sus padres de la tierra
y les depare la angustia de una búsqueda inútil y la congoja más profunda todavía
del «¿No sabíais... ?». Dieu premier servi (Juana de Arco).

2. «Cedo el niño al Señor». En la primera lectura Ana cede al Señor a su hijo


Samuel, el hijo que Dios le había concedido a petición suya: una escena
ciertamente emotiva que parece un anticipo de la Sagrada Familia. Que una
mujer quiera ser madre para ofrecer a Dios el hijo de sus entrañas, es en la
Antigua Alianza algo muy especial y preludia ya el sacrificio de María. Y se
convierte con ello en el modelo para todas las familias cristianas que están
dispuestas a ceder uno o varios hijos al Señor, si Dios así lo quiere. Ana es
consciente (más que muchas madres) de que debe su fecundidad al Señor y
confiere a este su agradecimiento la forma de la restitución. No solamente deja ir
a su hijo, sino que ella misma sube con él al templo para devolvérselo al Señor.
No para librarse de él, sino porque ve en él algo valioso, seguramente muy
querido para ella, con lo que puede ofrecer un don agradable a Dios.

3. «Llamarnos hijos de Dios, pues lo somos». En la segunda lectura el


espíritu de la familia cristiana se atribuye al ser hijos de Dios de todos sus
miembros. Todos deben a Dios su existencia, y deben también la fecundidad
humana a la eterna fecundidad del Dios trinitario. Al igual que en este Dios hay
un orden de las procesiones (del padre procede el Hijo, y de ambos el Espíritu
Santo), pero todas las personas tienen la misma esencia y la misma dignidad, así
también puede haber en la familia terrena un orden hecho a esta imagen, que
hace que el hijo proceda de los padres, aunque el hijo tenga la misma dignidad
que ellos. Y el orden de anterioridad y posterioridad no impide en la familia
humana, imagen de la Trinidad, la unidad del amor, tal y como la que reina en el
Dios trinitario y mantiene unidas a todas las personas divinas en la misma
esencia. Si los que se pertenecen mutuamente en la tierra obedecen al Dios del
amor, Dios les da siempre de nuevo este amor; basta con pedírselo: «Cuanto
pidamos a Dios, lo recibiremos de El, porque guardamos sus mandamientos y
hacemos lo que le agrada».

1 DE ENERO
OCTAVA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
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SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD


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6 DE ENERO
EPIFANÍA DEL SEÑOR
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DOMINGO DESPUÉS DEL 6 DE ENERO


BAUTISMO DEL SEÑOR

Is 40,1-5.9-11; Tt 2,11-14; 3,4-7; Lc 3,15.21-22

1. «En un bautismo general, Jesús también se bautizó». Que Jesús se deje


bautizar con el pueblo que quiere la conversión y la purificación de sus pecados
es un gesto que contiene en si algo profundamente misterioso, es como si
quisiera, ya en su primer acto público, manifestar su solidaridad con todos los
pecadores. Más tarde acogerá a los suyos en su Iglesia con el bautismo cristiano,
mediante la humillación de una inmersión en el agua como elemento de muerte y
regeneración; Jesús no quiere imponer a los suyos nada que él mismo no haya
hecho. Y si el bautismo ha de ser realmente un ser sepultado con él en su muerte
y un resucitar con él a una nueva vida imperecedera—como lo describirá Pablo
(Rm 6)—, entonces este primer bautismo es ya para él una obligación anticipada
de cara a su Propia pasión y resurrección: todo lo que acontece entre el bautismo
y la cruz está encuadrado por un sentido y un acontecimiento unitario. El
bautismo del Jordán es para Jesús un bautismo «con Espíritu Santo», el de la
cruz será un bautismo «de fuego»; el primero es solidaridad con los pecadores
que han de purificarse, el segundo será la extinción a sangre y fuego de todo el
pecado del mundo. Sobre este acontecimiento del bautismo de Jesús, aparece el
cielo abierto y Dios se da a conocer como trinitario: el Padre que envía confirma
a su «Hijo, el amado, el predilecto», que cumple por libre amor la voluntad
trinitaria de salvación; el Espíritu Santo aparece en forma de paloma entre el
Padre, en el cielo, y el Hijo que ora en la tierra: transmitiendo al Hijo la voluntad
de Padre y llevando al Padre la oración del Hijo. Todo entre el bautismo y la
cruz-resurrección corresponderá a esta forma aquí visible de la decisión salvífica
del Dios unitrino.

2. «Mirad: aquí está vuestro Dios». En la primera lectura se anuncia a


Jerusalén, y a través de ella a toda la humanidad, el consuelo de que el tiempo de
la salvación ha comenzado ya. El Salvador viene por una parte en «gloria» y
«con fuerza», pues la obra redentora de Jesús vencerá y dominará toda la historia
del mundo; pero por otra parte viene con la solicitud de un pastor que lleva en
brazos a sus corderos y cuida de las ovejas madres: esta unidad de poder y
cuidado amoroso le muestra como el Dios encarnado, hecho hombre; sólo Dios
reúne estos dos atributos en una unidad perfecta.

3. «Así somos herederos de la vida eterna». La segunda lectura se sitúa allí


donde se ha realizado ya la obra salvífica de Jesús («él se entrego por nosotros»)
y donde el bautismo cristiano, «el baño del segundo nacimiento», nos permite
participar en el primer bautismo (de agua) y en el último bautismo (de sangre) de
Jesús («tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!»:
Lc 12,50). De nuevo aparece el cielo abierto sobre los cristianos bautizados, y
Dios revela todo su «Amor al hombre». La gracia del padre «ha aparecido para
traer la salvación a todos los hombres»; no en razón de nuestras obras de justicia,
sino en virtud de su «misericordia». El propio Jesús es llamado «Salvador» y al
mismo tiempo «nuestro gran Dios»; y el bautismo opera la renovación «por el
Espíritu Santo, derramado copiosamente sobre nosotros por medio de
Jesucristo», para nuestra justificación y santificación, que nos hace dignos de
obtener la vida eterna esperada. El milagro de la teofanía en el bautismo de Jesús
se continúa en su Iglesia en todos los tiempos.

SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1s62,1-5; 1 Col2,4-11;Jn2,1-11

1. «En Caná manifestó su gloria». La liturgia de la Iglesia ve en la festividad


de la Epifanía una triple manifestación de la gloria de Dios en Jesús: ante los
Magos, en la teofanía del Jordán (que se celebró el domingo pasado) y en el
primer milagro de Jesús en Caná, donde Jesús «manifestó su gloria». Una pobre
pareja de novios celebra su boda; Jesús, su Madre y sus discípulos están también
invitados la boda; pero en medio del banquete los novios se quedan sin vano.
María, imagen ya de la Iglesia que ora e intercede, se dirige al Hijo: algo
ciertamente extraño, pues todavía no le ha visto hacer ningún milagro externo
Pero a María le basta con saber que su Hijo lleva dentro, interiormente un
misterioso poder. Jesús, consciente de que el Único milagro que el Padre le
encargará será la cruz, no quiere verse obligado a ejercer el papel de taumaturgo,
papel que el pueblo insaciable le impondrá a partir de ahora. Entonces interviene
la Madre, cuyas palabras, hermosas donde las haya, dejan todo en manos del
Hijo a la vez que instan a los servidores a obedecerle:
«Haced lo que él os diga». En realidad, aunque nadie lo advierta, aquí brilla ya
en todo su esplendor la gloria de María. Jesús no se resiste no puede resistirse:
las palabras de la Madre le llegan al corazón Porque son muy familiares a lo que
él lleva dentro, en lo más íntimo de sí mismo. En el evangelio no se nos dice si se
notó la transformación de lo inútil en algo precioso, si Jesús fue ovacionado
como taumaturgo, algo que él siempre procuró evitar. Se nos dice simplemente
que «creció la fe de sus discípulos en él»; esto constituye el único éxito que él
valora como tal. Muchos de los milagros que realizará después, aunque él
siempre mandó no decir nada a nadie, serán pregonados con cierto
sensacionalismo y dificultarán no poco su verdadera misión.

2. «Como la alegría que encuentra el marido con su esposa». La primera


lectura, que compara la alegría de Dios por el pueblo convertido y purificado con
la alegría que experimenta el marido con su esposa, remite ciertamente al
evangelio, donde Jesús, con su milagro en la boda de Caná, bendice el
matrimonio humano y lo eleva a la categoría de imagen de una alegría nupcial
totalmente distinta. «Como un joven se casa con su novia», así hace Dios con su
pueblo; el amor erótico no es un símbolo rebajado o lejano del amor que Dios
siente por la tierra que El llama ahora la «Desposada», «mi favorita». El amor
natural, conocido por el hombre, debe ser para él un punto de partida para
barruntar cuánto le ama Dios. De este modo la unión carnal del hombre y la
mujer será una imagen insuficiente para representar la intimidad de la unión entre
Cristo y nosotros en la Eucaristía.

3. «En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común». La segunda


lectura nos lleva en otra dirección: el milagro de Caná fue un milagro realizado
simplemente para gozo y utilidad de algunos. Pero ahora, en la Iglesia, el Espíritu
Santo dispensa un don de gracia a cada creyente «para el bien común». Estos
carismas se pueden comparar, pues son dones sobrenaturales, con el poder de
hacer milagros espirituales, aunque vistos desde fuera sean insignificantes. Pablo
enumera en esta lista también los dones extraordinarios, mientras que en otras
series (Rm 12) habla de carismas mucho más modestos. Cuando Jesús dice con
una imagen que la fe puede mover montañas, se refiere a su fuerza espiritual, que
ciertamente puede «mover», trasladar grandes pesos en el corazón de los
hombres: no mediante técnicas psicológicas sino en virtud del poder divino del
que todo verdadero creyente participa. Muchos santos han hecho también
milagros materiales, pero los milagros espirituales que han realizado son mucho
más grandes y importantes.

TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ne 8,2-4a.5-6.8-10; 1 Co 12,12-31a; Lc 1,1-4; 4,14-2 1

1. «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios». Este «hoy» de la lectura


solemne de la ley a cargo de Esdras ante todo el pueblo reunido en asamblea
(primera lectura) es un preludio veterotestamentario del «hoy» que pronuncia
Jesús en el evangelio. Esta solemne lectura de la ley en tiempos de Esdras se
describe de forma impresionante, añadiéndose algunas explicaciones al respecto;
el pueblo está visiblemente emocionado: se inclina y se postra rostro en tierra en
señal de adoración; llora porque desconocía lo que acaba de escuchar, pero se le
invita a regocijarse y a celebrar un banquete porque su acogida de la palabra de
Dios hace que este episodio sea un acontecimiento gozoso: «Pues el gozo del
Señor es vuestra fortaleza». Por eso nos extraña tanto más que un «hoy» mucho
más importante salido de la boca de Jesús (en el evangelio) provoque entre sus
oyentes reacciones totalmente diversas.

2. «Hoy se cumple esta Escritura». En el evangelio de hoy escuchamos


solamente la parte introductoria de la escena, cuando Jesús, en la sinagoga de
Nazaret, el pueblo donde se había criado, lee también la Escritura y pronuncia
unas palabras incomprensibles y blasfemas para sus oyentes: que hoy se ha
cumplido la profecía de Isaías, que «el Espíritu del Señor está sobre mí, que me
ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la
libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar la libertad a los oprimidos». Jesús
aplica estas palabras a su persona: sale de la oscuridad de sus años de juventud y
aparece ante todos sus conocidos con una luz nueva e inaudita, asumiendo
precisamente el papel del Mesías. En el evangelio del próximo domingo se
cuenta cómo fue acogido esto por los oyentes: no con lagrimas y júbilo, sino con
indignación. Pero nosotros nos detenemos aquí y nos admiramos de dos cosas:
del coraje de Jesús para asumir su misión, y de su humildad al designar su
actividad como pura obediencia al «Espíritu del Señor» que está sobre él. Ambas
cosas unidas se caracterizan su convicción más profunda y muestran su
singularidad: su misión es el cumplimiento de todas las promesas más excelsas
de Dios, pero él la lleva a cabo como el verdadero «Siervo de Yahvé », en el
espíritu del Siervo de Yahvé proclamado en el pasaje de Isaías.
3. «Todos hemos bebido de un solo Espíritu». Pero, ¿que significa para
nosotros el hoy? Algo completamente distinto de lo que significaba para el
antiguo pueblo de Israel. La segunda lectura lo describe: el pueblo antiguo era un
pueblo que lloraba y se regocijaba ante la ley. Pero nosotros somos un cuerpo,
asumido en el hoy de Cristo. Los judíos no eran miembros de un cuerpo, sino
individuos dentro de la comunidad del pueblo; nosotros somos los unos para los
otros miembros dentro del cuerpo de Cristo. Pablo describe esto detallada mente.
Ya no hay individuos, sino sólo órganos, cada uno de los cuales actúa para el
todo vivo del organismo. El todo, Cristo solo, es lo indivisible, in-divid-uum.
Nuestra diferencia no existe para nosotros, sino para todos los demás que junto
con nosotros forman lo indivisible. Y esto no fisiológicamente, sino éticamente:
en el siempre-hoy de Cristo nosotros vivimos para él y los unos para los otros.
Por eso cada uno tiene una tarea personal, insustituible, pero no para sí mismo,
sino para el todo vivo; una tarea que cada cual debe cumplir en el Espíritu del
todo, que es el que le ha conferido su singularidad. Y como todos «han bebido de
un solo Espíritu», todo el que posee el Espíritu ha de vivir también fuera de sí
mismo, en el amor a los otros, en los otros. Este es el hoy que resulta del hoy
plenificador de Cristo.

CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO Jr 1,4-5.17-19; 1 Co 12,3


1-13,13; Lc4,21-30

1. «No les tengas miedo». Hoy se trata del valor del enviado por Dios a los
recalcitrantes, o sea: a los que se escandalizan. La primera lectura muestra toda
la dureza de la situación de un hombre que debe representar y soportar la dureza
de la resistencia de los hombres contra Dios. Por eso el propio Dios es
inexorable con él: no debe tener miedo a nadie —ni a «reyes, príncipes o
sacerdotes», ni a la «gente del campo»—, si no el mismo Dios le meterá miedo
de todos ellos. Debe representar la oposición de Dios contra todos los que se
oponen a El; y esta oposición de Dios es tan fuerte que el que la representa será
como una «muralla de bronce» inexpugnable, pero por eso mismo ha de
endurecer «su rostro como pedernal»(Is 50,7). «Yo estoy contigo», le dice Dios:
por eso no podrán vencerte.
Peto lo que una misión semejante le cuesta al hombre débil quedará claro en las
pruebas exteriores e interiores experimentadas por Jeremías.

2. «Ningún profeta es bien mirado en su tierra». Jesús adopta en el


evangelio la actitud del profeta; comienza provocando abiertamente a sus
oyentes: les ha dicho que él es el cumplimiento de toda profecía; para evitar toda
eventual adulación por sus «palabras de gracia», Jesús declara enseguida que su
lenguaje profético no sería reconocido «en su tierra»; pues la gente dice ya: «¿No
es éste el hijo de José?»; es decir: ¿qué puede decirnos de nuevo? Entonces Jesús
suministra las pruebas: el profeta Elias sólo pudo hacer su milagro en un
territorio extranjero, y su discipulo Eliseo sólo pudo curar a un leproso sirio. Esta
provocación de Jesús a sus parientes y paisanos tal vez nos parezca una
imprudencia. ¿No habría sido preferible que Jesús hubiera comenzado
diciéndoles cosas que ellos pudieran soportar y digerir para pasar después poco a
poco a cosas más difíciles? ¿No fue el propio Jesús culpable de que sus paisanos
se pusieran «furiosos» y lo empujaran fuera del pueblo con la intención de
matarlo? Pero también posteriormente la predicación cristiana imitará la técnica
de Jesús; Pedro dirá a los judíos en su discurso del templo: «Rechazasteis al
santo, al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida».
La prudencia diplomática llega muy pronto a un punto muerto, y entonces sólo el
salto hacia la verdad ayuda a progresar. Pablo puede citar a poetas paganos ante
los sabios de Atenas, pero enseguida, bruscamente, debe hablar de Jesús, de la
resurrección de los muertos y del juicio. Ninguna «inculturación» puede obviar
estas verdades.

3. «Inmaduro es nuestro saber». Entre el texto de Jeremías (primera lectura)


y el evangelio aparece como segunda lectura el himno a la caridad: el «camino
mejor», el único que conduce a la meta. Todo lo demás, incluso nuestro saber
más profundo y nuestra ética más heroica («repartir en limosnas todo lo que
tengo y aun dejarme quemar vivo»), no basta. Cuando Dios provoca a los
hombres, primero por medio de sus profetas y finalmente por medio de Cristo y
de la Iglesia, está realizando únicamente una obra de su amor. Y a todos los que
se les confía la tarea de vivir y proclamar ante el mundo este amor de Dios de
una manera provocativa, deben hacerlo por amor y con amor; de lo contrario no
son mensajeros de Dios y hablan no en nombre de Dios, sino sólo en nombre
propio, llevados de su desprecio de sus semejantes, de sus errores, de su cultura
del bienestar, de su abuso del poder y de la naturaleza. Estos motivos no llegan al
nivel de la predicación cristiana. El amor «no se irrita, no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia». Nuestros hermanos tienen que percibir el amor de
Dios que actúa en nosotros incluso en las palabras más duras que hayamos de
pronunciar en nombre de Dios.

QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 6,1-2a.3-8; 1 Co 15,1-11;Lc 5,1-11

1. «Aquí estoy, mándame». Todos los textos hablan hoy de eleccion.


Ciertamente se nos presentan grandes personajes, pero como ejemplos para otros
menos vistosos: pues todo creyente es un elegido de Dios para una tarea
concreta. En la primera lectura aparece la elección más solemne de la Antigua
Alianza: la visión de Isaías, que contempla al Señor sentado sobre un trono alto y
excelso, con la orla de su manto llenando el templo humeante y rodeado por el
canto de alabanza de los serafines, debe hacerle retroceder de puro miedo: «¡Ay
de mí, estoy perdido!». En realidad la misión comienza siempre con la
experiencia de la distancia absoluta, de la indignidad total. Después un serafín
enviado por Dios vuela hacia el asustado profeta con un ascua en la mano, con la
que toca sus labios temblorosos y los purifica: «Está perdonado tu pecado». No
te obstines en tu indignidad. Y entonces interviene Dios, no para transmitir una
orden sino para hacer una pregunta: «¿A quién mandaré? ¿Quién irá por mí?».
Ahora ya no hay más reflexión sobre la dignidad o indignidad del elegido, sino
que simplemente se contesta: Dios tiene necesidad de alguien; por eso: «Aquí
estoy, mándame».

2. «Desde ahora, serás pescador de hombres». Exactamente lo mismo


sucede en el evangelio con la elección de Pedro. La única diferencia es que aquí
la visión de la omnipotencia, de la absoluta superioridad de Jesús, está precedida
de un acto de obediencia del hombre que ha oído ya la predicación de Jesús y ha
quedado impresionado por ella de lo que le dice su experiencia de pescador
obedece la orden de echar las redes para pescar. Pero entonces se repite la
experiencia de la distancia insuperable: en Isaías: «¡Ay de mí, estoy perdido!»; en
el caso de Pedro: «Apártate de mi, Señor, que soy un pecador». Ninguna misión
auténtica puede renunciar a la experiencia de la distancia entre yo y Dios —y la
misión procede de Dios—. Sólo en este vacío de la distancia da Jesús a Pedro la
misión de ser pescador de hombres. Y esto eliminando el miedo, que sólo seria
un obstáculo para el cumplimiento de la misma. El «no temas» se repite en todas
las misiones, incluso en la de María, que se siente ante Dios como la humilde
«esclava» antes de proclamar que el Señor «ha hecho obras grandes por mí». La
misión de ser pescador de hombres es para Pedro tan desproporcionada con
respecto a su yo, que el miedo no tendría ya ningún sentido. Aquí sólo cabe
obedecer en silencio: «Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo
siguieron».

3. «Por último, como un aborto, se me apareció también a mí». Y ahora, en


la segunda lectura, aparece Pablo, quien como perseguidor de la Iglesia tiene
razones más que sobradas para subrayar el hiato entre su persona y su misión:
«Soy el menor de los apóstoles, y no soy digno de llamarme apóstol». Su misión
era, más que otras, un acto de violencia de Dios: cerca de Damasco, de repente,
un relámpago lo envolvió con su resplandor y cayó a tierra, quedándose ciego,
pues, al igual que Isaías, había contemplado al Señor en su gloria celeste y hubo
de ser llevado hasta la ciudad de la mano, como un ciego. La misión en este caso
no se da personalmente (para humillación del enviado), sino de manera brusca y
por medio de otro: «Entra en la ciudad y allí te dirán lo que tienes que hacer». Y
más brusco es aún lo que se dice al mediador, Ananías: «Yo le enseñaré lo que
tiene que sufrir por mi nombre». Semejantes humillaciones acompañarán a Pablo
a lo largo de toda su trayectoria misionera: será tratado como «la basura del
mundo, como el desecho de la humanidad» (1 Co 4,13). Y como si esto no fuera
suficiente, se añade un castigo especial de Dios: las bofetadas del emisario de
Satanás «para que no tenga soberbia» (2 Co 12,7s.); el apóstol pedirá tres veces
al Señor verse libre de él, pero se le contestará: «Te basta con mí gracia».
Cuando Pablo afirma en la segunda lectura haber trabajado más que todos, debe
añadir enseguida: «No he sido yo, sino la gracia de Dios

SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jr 17,5-8; 1 Co 15,12.16-20; Lc 6,17.20-26

1. «Dichosos los pobres». En el evangelio de hoy aparecen cuatro


bienaventuranzas (bendiciones) y cuatro maldiciones. ¿Qué significa «dichoso»?
Ciertamente no «feliz» en el sentido que los hombres dan a esta palabra. No se
trata de una invitación a que cada cual marche por su camino con tranquilidad y
buen humor. No significa realmente nada que pertenezca al hombre, que el
hombre sienta y experimente, sino algo en Dios que concierne a este hombre.
Jesús hablará en este contexto de «recompensa», aunque esto a su vez no es más
que una imagen; se trata del valor que este hombre tiene para Dios y en Dios, de
algo intemporal en Dios que se manifestará al hombre a su debido tiempo. Y
análogamente para las maldiciones. Los pobres a los que pertenece el reino de
Dios, es decir, los pobres de Yahvé, como los llamaba la Antigua Alianza,
muestran que a su pobreza corresponde una posesión en Dios: Dios los posee, y
por eso mismo ellos poseen a Dios. Lo mismo puede decirse de los que tienen
hambre y de los que lloran, y también de los que son odiados por causa de
Cristo: éstos son amados por el Padre en Cristo, que también fue odiado y
perseguido por los hombres por causa del Padre. Si los pobres han de ser
considerados como pobres en Dios, entonces también los ricos han de ser
considerados como ricos sin Dios, ricos para si mismos, saciados y sonrientes,
alabados por los hombres; éstos no tienen tesoro en el cielo, y por eso todo
cuanto poseen no es más que apariencia pasajera. Los Salmos repiten esto
continuamente, las parábolas de Jesús (del rico epulón y del pobre Lázaro, del
labrador avariento) también. Los pobres son en último término realmente pobres,
aquellos que no poseen nada, y.no ricos a escondidas que acumulan un capital en
el cielo. Dios no es un banco; el abandono en manos de Dios no es una compañía
de seguros. Es en el propio abandono, en la entrega confiada donde se encuentra
la dicha.

2. «Maldito el hombre... Bendito el hombre». La Antigua Alianza conoce ya


todo esto suficientemente, como lo demuestra la primera lectura. El hombre
bendito es el que pone su confianza en el Señor, el que extiende sus raíces hacia
la «corriente» de Dios o, como dice Agustín, tiene sus raíces en el cielo y desde
allí crece hacia la tierra. Este simple abandono confiado en manos del Señor le
basta para ser «dichoso» (bienaventurado) en el sentido de Jesús y para, en
cualquier adversidad terrestre que se le pueda presentar, por amarga que sea, no
tener que inquietarse por la sequía. A este hombre se contrapone el hombre que
«confía en el hombre», en lo humano y lo terreno, y que por eso «aparta su
corazón del Señor»: aquí tenemos el comentario de lo que significa la maldición
de Jesús a los ricos y epulones. La sencilla antítesis del profeta, repetida en el
salmo responsorial, divide a los hombres, prescindiendo de todas las sutilezas
psicológicas, en dos campos: o viven por Dios y para Dios, o bien pretenden
vivir para si mismos y por sí mismos. También en el juicio de Jesús sólo hay dos
clases de hombres: las ovejas y las cabras.

3. La segunda lectura divide también a los hombres en dos categorías: los


que creen en la resurrección de Cristo y en la nuestra, y los que la niegan. Si
Cristo no ha resucitado, entonces «vuestra fe no tiene sentido», los muertos «se
han perdido» y «somos los hombres más desgraciados» del mundo; los que no
creen en ella al menos han puesto su confianza en bienes terrenos reales, y no en
un Dios del más allá que no existe. Su vida está de alguna manera llena: de
relaciones humanas gratificantes, de placeres de todo tipo, de autosatisfacción.
Pero esto es al menos algo, mientras que la fe en la resurrección es jugárselo
todo a una carta, una apuesta total en la que el apostante finalmente pierde.

Todos los textos de la celebración de hoy exigen de nosotros una decisión última,
definitiva: ¿nos bastamos a nosotros mismos o nos debemos permanentemente a
nuestro Creador y Redentor? No existe una tercera vía, no hay solución
intermedia.

SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 S26,2.7-9.12-13.22-23; 1 Co 15,45-49; Lc 6,27-3 8

Los textos de la celebración de hoy hablan de la magnanimidad. Ya los filósofos


y los moralistas paganos conocían y admiraban esta virtud; en el Antiguo
Testamento la magnanimidad recibe un fundamento más profundo; con Cristo se
convierte, como amor a los enemigos, en la imitación del propio Dios.
1. «David cogió la lanza y el jarro de agua». David (según la primera
lectura) tenía la ocasión de matar a su enemigo Saúl mientras éste dormía, y su
compañero Abisai así se lo aconseja, de acuerdo con la lógica de la guerra. Pero
David no lo hace, sin duda por magnanimidad, aunque la razón que da para no
hacerlo es la siguiente: «No se puede atentar impunemente contra el Ungido del
Señor». El temor ante el que ha sido consagrado a Dios le lleva a ser magnánimo,
una magnanimidad que David no practica con otros enemigos. En efecto, cuando
está a punto de morir, ordena a su hijo Salomón que practique la venganza contra
sus enemigos.

2. «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo». Jesús va mucho


más lejos: «Amad a vuestros enemigos,... orad por los que os injurian». Ya no se
trata de actos externos de magnanimidad, sino de una actitud del corazón
expresamente asimilada a los sentimientos del propio Dios, «que es bueno con
los malvados y desagradecidos». Y lo es no en virtud de una bondad superior al
mundo que reposa en sí misma, como lo demuestra la entrega de su Hijo por los
pecadores, por los «enemigos» (Rm 5,10). Jesús se eleva expresamente de la
magnanimidad humana limitada (que ama a los que aman, da para después
recibir, etc.) a la magnanimidad divina absoluta, que dispensa su amor a los que
ahora le odian y desprecian. Jesús puede permirirse esta elevación porque él
mismo es el don de Dios a todos sus enemigos, un don de amor no calculador
que ahora convierte a todos los que han sido colmados con él en «ungidos del
Señor». Lo que Saúl era para David, lo es ahora cualquier hombre para nosotros,
pues todo hombre ha sido ungido por la muerte expiadora de Jesús. Y con ello la
magnanimidad pasa de ser una virtud humana admirada (eso era en la filosofía
pagana) a convertirse en algo natural y cotidiano desde el punto de vista
cristiano, porque el cristiano sabe que él mismo es un producto de la
magnanimidad divina. Y todo hombre lo es también, por lo que no tengo
necesidad de demostrarle que soy más magnánimo que él, sino que simplemente
le recuerdo con mi acción que todos nos debemos a la magnanimidad divina.

3. «Igual que el celestial son los hombres celestiales». En la segunda lectura


a la actitud y la virtud terrenas se contraponen una vez más la actitud y la virtud
celestes. El hombre, que procede de abajo, de la naturaleza, por más que se
considere a sí mismo como la flor suprema del cosmos, sigue siendo un ser
«terreno» en el que están encarnadas las normas que rigen en la naturaleza: el
amor bien entendido comienza por uno mismo. Como los recursos del mundo son
limitados, una justa distribución, en la que yo recibo lo mío, es el primer
mandamiento (cfr. Ap 6,5b-6). Pero el primer Adán ha sido superado por el
segundo Adán, el celeste. Este, que viene del Dios infinito, no conoce los limites
y las normas de la finitud: puede darse a si mismo y repartir el amor celeste de
una manera ilimitada, y legar a sus «descendientes», los cristianos, que están
hechos a su imagen, el mismo don.

PRIMER DOMINGO DE CUARESMA

Dt 26,4-10; Rm 10,8-13; Lc 4,1-13

El relato de las tentaciones de Jesús, que se lee siempre el primer domingo de


Cuaresma, aparece esta vez asociado con dos confesiones de fe, en el Antiguo y
en el Nuevo Testamento respectivamente. Por eso en la escena de las tentaciones
la confesión de fe de Jesús aparece también en el centro.

1. «El Señor nos dio esta tierra». La ofrenda de las primicias aparece
asociada en la primera lectura a una antigua confesión de fe de Israel, la cual
narra en apretado resumen la acción salvífica de Dios: el arameo errante y sin
patria debe ser Jacob, que había servido en Aram, en casa de Labán; venia del
extranjero y se estableció en Egipto, una tierra aún más extranjera. Sólo la salida
de Egipto merced a la fuerza de Yahvé y la tierra que Este dio al pueblo
proporcionaron a Israel el bienestar y la vida sedentaria. Por eso las primicias de
los frutos del suelo pertenecen a Dios. La confesión es aquí reconocimiento. Los
dones que se traen en la cesta no son más que la imagen simbólica de la actitud
interior de fe.

2. «Durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto». La


actividad pública de Jesús comienza también, según el relato del evangelio de
hoy, con un vagar sin patria por el desierto, y aquí resuenan más fuertemente los
cuarenta años que Israel anduvo errante por el desierto Fue éste un tiempo de
prueba y a menudo de verdadera tentación, a la que el pueblo sucumbió más de
una vez. Fue también un tiempo de ejercicio solitario de su relación con Dios, del
mismo modo que los confesores, los apóstoles y los santos cristianos con
frecuencia sólo han comenzado su misión entre los hombres después de años de
desierto y de estar con Dios a solas. Que durante este tiempo su fe se forjara
definitivamente, muestra que han seguido el camino de su Señor, que también
ayunó en el desierto y se vio sometido a las tentaciones relativas a su misión
mesiánica. En modo alguno debemos poner en cuestión o subestimar la
profundidad de estas tentaciones de Jesús. El, que tomó sobre si nuestro pecado,
quiso también conocer nuestras tentaciones, su maligno y engañoso poder de
seducción. «Eva se dio cuenta de que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable
porque daba inteligencia» (Gn 3,6). A Jesús, que no había probado bocado
durante cuarenta días, un pan al alcance de la mano debió parecerle apetecible; la
posesión de este mundo que él debía llevar al Padre, deseable, y el milagro que
se le propuso, muy útil para afirmar su posición ante el pueblo. Todo esto era tan
plausible. ¿Por qué elegir un camino tan complicado de renuncia? Los tres
versículos de la Escritura con los que Jesús replica y se opone al diablo, no son
fórmulas aprendidas de memoria, sino respuestas amarga y trabajosamente
conseguidas. Se las puede llamar, en un sentido más elevado, una confesión de fe
existencial.

3. «La fe del corazón y la profesión de los labios». Esta confesión (en la


segunda lectura) no quiere decir que eso sea algo subjetivamente fácil: la palabra
(de la fe que la Iglesia anuncia) «está cerca: en los labios y en el corazón» del
creyente, porque esa palabra es en el fondo el mismo Cristo; pero es una palabra
que el propio creyente ha de pronunciar y nadie puede pronunciar por él. Y esto
de nuevo no como una fórmula aprendida de memoria, de todos conocida y
sacada de la liturgia de la comunidad, sino como una afirmación que implica
estar dispuesto a sacar las consecuencias para la propia vida: «Jesús es el Señor
(Kyrios)» y «Dios lo resucitó» de entre los muertos. Las dos cosas se implican
mutuamente: como el resucitado, Jesús es también el Kyrios que reina sobre el
mundo entero, por tanto también sobre mí, sobre mi corazón, sobre mi vida; por
ello también es el Kyrios «de todos, generosO con todos los que lo invocan», ya
sean judíos o griegos, chinos o indios. La confesión de fe en este Señor, la
entrega de sí que en ella se expresa, proporciona «justicia y salvación», y no otra
cosa que podamos imaginar como instrumento de salvación o como mérito.

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

Gn 15,5-12.17-18; Flp 3,1 7-4,1; Lc 9,28b-36

1. «Hablaban de su muerte». Esta lectura del relato de la transfiguración


según Lucas es la única que nos dice algo sobre el contenido de la conversación
del Señor transfigurado con Moisés y Elias: hablaban de la muerte de Jesús; por
tanto del acontecimiento capital de la redención del mundo. En función de esto
hay que interpretar toda la escena. Jesús se muestra transfigurado ante sus
discípulos, porque ya les había anunciado su muerte. La voz del Padre que viene
del cielo, y designa al Hijo como el escogido, alude también a su acto redentor
en la cruz. Y cuando al final los discípulos ven de nuevo a Jesús solo, saben
cuánta plenitud de misterio se oculta en su simple figura, pues todo esto: su
relación con toda la Antigua Alianza, su relación permanente con el Padre y el
Espíritu, que en forma de nube ha cubierto también con su sombra a los
discípulos, representantes de la futura Iglesia, se encuentra incluido en él. Su
transfiguración no es una anticipación de la resurrección —en la que su cuerpo
será transformado de cara a Dios—, sino, por el contrario, la presencia del Dios
trinitario y de toda la historia de la salvación en su cuerpo predestinado a la cruz.
En este cuerpo de Jesús queda definitivamente sellada la alianza entre Dios y la
humanidad.

2. « Un terror intenso y oscuro cayó sobre él». En el monte de la


transfiguración los discípulos primero se caen de sueño y después tienen miedo.
Es eso lo que sucede cuando Dios se acerca tanto al hombre. La primera lectura
se remonta a la primera conclusión de la alianza, que se realiza en una primitiva
ceremonia entre Dios y el patriarca Abrahán. La promesa del Señor se había
producido anteriormente, al igual que en el evangelio la predicción de la cruz
había precedido a la transfiguración. La confirmación de esta promesa de Dios se
produce en una ceremonia arcaica (atestiguada también en otros pueblos), pero lo
esencial aquí es el sueño profundo que invade a Abrahán y el terror (intenso y
oscuro), signos ambos de lo numinoso del acontecimiento, el cual, al igual que la
transfiguración de Señor, remite esencialmente al cumplimiento de la promesa de
Dios: la donación de la tierra y la amplitud del reino. Estos dos acontecimientos
no están cerrados en si mismos, sino que remiten al pasado y al futuro.

3. «Somos ciudadanos del cielo». La segunda lectura pone toda la existencia


humana en esta provisionalidad, que ahora, como la transfiguración, remite al
futuro. El que está instalado en lo carnal es un «enemigo de la cruz de Cristo».
Pero el que sigue a Cristo, lo aguarda del cielo, del que el cristiano es ya
ciudadano por adelantado. Y el cielo no es un lugar sin mundo, sino el lugar
donde nuestra «condición humilde» se transformará «según el modelo de su
condición gloriosa», y donde el mundo del Creador recibirá su forma última y
definitiva como mundo del Redentor. Aquí nosotros estamos definitivamente
integrados en la alianza corporal entre Dios y la creación en Jesucristo, que
encarna en sí mismo esta alianza entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra.

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

Ex3,l-8a.l0,13-l5; 1 Co l0,l-6.l0-12;Lcl3,l-9

1. «A ver si da fruto». En el evangelio de hoy abundan las advertencias. Se


cuenta a Jesús que Pilato ha mandado matar a unos galileos y que dieciocho
hombres han muerto aplastados por una torre. Para él todos los demás, en la
medida en que pecan, están igualmente amenazados. Después el propio Jesús
cuenta la parábola de la higuera que no da fruto. Habría que cortarla, pues ocupa
terreno en balde y es un parásito. Pero merced a la súplica del viñador, se
concede al árbol una última oportunidad: «A ver si da fruto. Si no, el año que
viene la cortarás». Los primeros acontecimientos deberían interpretarse ya en
este sentido: es a cada uno de nosotros al que amenaza la espada de Pilato, a
cada uno de nosotros puede aplastarnos la torre. Aquí no se maldice a la higuera
estéril, sino que se pone a prueba hasta el extremo la paciencia del propierario;
que se cave a su alrededor y se eche estiércol, es una gracia
—última— que el árbol no ha merecido. Una gracia que se le otorga y que no
produce frutos automáticamente, sino que él, el hombre simbolizado por el árbol,
debe hacer fructificar colaborando con esa gracia.

2. «Todo esto fue escrito para escarmiento nuestro». En la segunda lectura


se ofrece un resumen de las gracias otorgadas al pueblo de Israel en el desierto:
travesía del mar Rojo, alimento venido del cielo, agua salida de la roca, que
según la leyenda camina con el pueblo y cuya agua vivificante es un preludio de
Cristo. Pero de nuevo toda la descripción debe servirnos de advertencia: el
pueblo era ingrato, añoraba las delicias de Egipto, se entregaba a la lujuria,
murmuraba contra Dios. Y por eso la mayoría de ellos, por castigo divino, no
llegó a la rneta, a la tierra prometida por Dios. La Iglesia, que es a quien se dirige
la advertencia, no puede dormirse en los laureles, pensando que disfruta de una
seguridad mayor que la de la Sinagoga y que al final todo terminará bien. Quizá
precisamente por estar más colmada de gracia está también más en peligro.
Nadie termina cayendo en peores extravíos que aquellos que estaban
predestinados por Dios para convertirse en camino para otros y son infieles a su
vocación. Los predestinados a una mayor santidad pueden converrirse en los
apóstatas más consumados y peligrosos, y arrastrar consigo en su caída a partes
enteras de la Iglesia: «Un tercio de las aguas se convirtió en ajenjo» (Ap 8,11).

3. «Yo soy». En la primera lectura se describe el milagro de la zarza que arde


sin consumirse y la elección de Moisés para anunciar al pueblo este nombre de
Dios: «Yo soy», como el nombre del Salvador. ¿Qué puede significar esto en el
contexto de hoy sino que las advertencias que se dirigen al hombre, y que
ciertamente pueden cumplir-se, nunca ponen en cuestión la fidelidad de Dios, que
camina con nosotros? Así pues, sería un error concluir que la paciencia de Dios
con el hombre que no da fruto puede llegar algún día a agotarse, y que entonces
al amor divino le sucedería la justicia divina. Los atributos de Dios no son finitos.
Pero el hombre sí es finito en su tiempo y sólo puede dar fruto en el curso de su
existencia limitada. La advertencia que se le dirige no indica que la paciencia de
Dios se haya agotado, sino que sus propias posibilidades, que son limitadas,
tienen un fin. Dios no puede pagar un salario a cambio de una vida estéril, como
muestra claramente la suerte que corre el empleado negligente y holgazán en la
parábola de los talentos.

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

Jos 5,9a.10-12;2CoS,17-21;Lc 15,1-3.11-32

1. «El padre se le echó al cuello y se puso a besarlo». La parábola del hijo


pródigo es quizá la más emotiva y sublime de todas las parábolas de Jesús en el
evangelio. El destino y la esencia de los dos hijos sirve únicamente para revelar
el corazón del padre. Nunca describió Jesús al Padre celeste de una manera más
viva, clara e impresionante que aquí. Lo admirable comienza ya con el primer
gesto del padre, que accede al ruego de su hijo menor y le da la parte de la
herencia que le correspon de. Para nosotros esta parte de la herencia divina es
nuestra existencia, nuestra libertad, nuestra razón y nuestra libertad personal:
bienes supremos que sólo Dios puede habernos dado. Que nosotros derrochemos
toda esta fortuna y nos perdamos en la miseria, y que esta miseria nos haga
recapacitar y entrar en razón, no es interesante en el fondo; lo que sí es realmente
interesante es la actitud del padre, que ha esperado a su hijo y lo ve venir desde
lejos, su compasión, su calurosa y desmesurada acogida del hijo perdido, al que
manda poner el mejor traje después de cubrirlo de besos y antes celebrar un
banquete en su honor. Ni siquiera tiene una palabra dura para el hermano terco y
celoso: lo que le dice no es para apaciguarlo, sino la pura verdad: el que
persevera al lado de Dios, disfruta de todo lo que Dios tiene: todo lo de Dios es
también suyo. La glorificación del Padre por parte de Jesús tiene la particularidad
de que él mismo no aparece en su descripción de la reconciliación de Dios con el
hombre pecador. El no es aquí más que la palabra que narra la reconciliación o
más bien un estar reconciliado-desde siempre; que él es esta palabra mediante la
que Dios opera esta su eterna reconciliación con el mundo, se silencia.

2. «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados». Jesús, la
palabra del Padre, ha glorificado al Padre hasta la cruz. En su predicación no
quiere revelar nada más que el amor del Padre, que «amó tanto al mundo que
entregó a su Hijo único». Sólo la Iglesia creyente ha comprendido que Jesús, en
todas sus palabras, y especialmente en su pasión, reveló su propio amor junto
con el del Padre. Esto estaba ya implícito en su pretensión, que superaba la de
los profetas, en sus bienaventuranzas, que él sólo podía proclamar dando ejemplo
de ellas en su total prodigalidad a los hombres. Pero sólo la Iglesia primitiva lo
ha formulado claramente, y de una manera totalmente central en estas palabras
de la segunda lectura: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros
pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios». El
Padre no nos ha reconciliado con El al margen del Hijo, sino «por medio de él»,
«en él»; y la Iglesia instituida por Cristo ha recibido de Dios el encargo de
anunciar este «mensaje de la reconciliación». Su incómoda cercanía no permite
ningún cómodo desplazamiento del acontecimiento hacia lo intemporal o el
pasado lejano; nos recuerda que somos «una nueva creación» y que hemos de
comportarnos, ahora, en consonancia con ella.

3. «Cesó el mand». La primera lectura es familiar sólo para pocos. En ella se


cuenta que los israelitas, tras su peregrinación por el desierto, llegaron a la tierra
prometida y allí, después de mucho tiempo, pudieron celebrar la comida pascual,
para la que dispusieron de los productos de la tierra. Desde entonces la comida
celeste, el maná, dejó de caer. Dios ha vuelto a situar al pueblo en lo cotidiano;
ya no se requieren las gracias sobrenaturales: el pueblo debe reconocer en los
bienes terrestres, como anteriormente la había reconocido en los celestes, la
providencia del Dios bueno. Los israelitas no debían habituarse a la tierra
prometida como si les perteneciera, porque les ha sido dada por Dios, que sigue
siendo el propietario de la misma. Lo cotidiano no está menos lleno de la gracia
de Dios que los tiempos extraordinarios.

QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

Is 43,16-21; Flp 3,8-14;Jn 8,1-11

1. «Tampoco yo te condeno». Curiosamente todos los textos de la misa de


hoy remiten al futuro, a la salvación de Dios que crea algo nuevo y hacia la que
nos dirigimos. Y esto precisamente como introducción a la semana de pasión.
Pero justamente aquí se realiza lo nuevo, la salvación definitiva; y toda nuestra
vida consistirá en dirigirnos hacia esta acción de Dios.
El evangelio nos muestra a pecadores que, en presencia de Jesús, se permiten
acusar a una mujer pecadora. Jesús, que aparece escrihiendo en el suelo, está
como ausente. Sólo dos veces rompe su silencio: la primera vez para reunir a
acusadores y acusada en la comunidad de la culpa; y la segunda para —como
nadie puede ya condenar a otro— pronunciar su perdón. Ante su mudo
sufrimiento por todos, toda acusación deberá enmudecer también, pues «Dios
nos encerró a todos en desobediencia», no para castigarnos, como querrían los
acusadores, sino «para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). El que nadie
pueda condenar a la pecadora pública se debe no sólo y no tanto a las primeras
palabras de Jesús cuanto y sobre todo a las segundas; él ha sufrido por todos
para conseguir el perdón del cielo para todos nosotros, y por esta razón ya nadie
puede condenar a otro ante Dios.

2. «Olvidándome de lo que queda atrás». Pablo, en la segunda lectura, está


totalmente subyugado por este perdón de Dios otorgado mediante la pasión y
resurrección de Cristo. Comparado con esta verdad, nada tiene ya valor: todo es
abandonado como «basura» para ganar el acontecimiento de la pasión y
resurrección de Cristo. El apóstol sabe que esto, que ya ha sucedido, es nuestro
verdadero futuro, hacia el que nos dirigimos directamente, sin mirar a derecha o
izquierda, mirando siempre hacia delante, con los ojos puestos sólo en la «mera».
Porque esta meta está ya presente —el hombre ha sido ya «alcanzado» por
Cristo»—, sigue corriendo como si aún no la hubiera conseguido (Pablo subraya
esto dos veces). El cristiano no mira hacia atrás, sino siempre hacia lo que está
por delante: toda su existencia recibe su sentido de esta carrera. Si corremos al
encuentro de Cristo, todo mirar atrás, hacia una falta del pasado, para afligirse
por ella, sólo puede hacernos daño, pues la falta está ya perdonada.

3. « Mirad que realizo algo nuevo». Ya el Antiguo Testamento había hecho


de este mirar hacia delante un mandamiento: «No recordéis lo de antaño»
(primera lectura). En Israel era una costumbre profundamente arraigada recordar
el comienzo de la salvación, la salida de Egipto: ciertamente pensando que este
hacer memoria del comienzo podía fortalecer la fe en el Dios que camina
actualmente con el pueblo. Pero Dios no quiere que Israel permanezca cautivo de
este recuerdo del pasado, sobre todo no ahora, pues eso significaría pensar en el
tiempo del exilio: el Señor promete algo nuevo, y es ciertamente algo que «ya
está brotando», cuya presencia se puede «notar», al igual que en la Nueva
Alianza el Espíritu Santo que se otorga a los creyentes será una «prenda» de la
vida eterna. De este modo Dios traza una camino para Israel, a través del
desierto, hacia la vida eterna; y para nosotros, que estamos redimidos, traza un
camino que conduce a la bienaventuranza eterna.

DOMINGO DE RAMOS

1s50,4-7; Flp2,6-11; Lc22,14-23,56


Para la primera y segunda lectura ver ciclo A o B. De la pasión según san Lucas
destacamos tres acentos fundamentales característicos de su versión.

1. El testamento. La institución de la Eucaristía, que también en los otros


sinópticos constituye el preludio de la pasión, aparece aquí acompañada de una
amplia declaración de Jesús que parece un testamento. Así a los discípulos se les
confía la tarea de asumir la responsabilidad de velar por la venida del reino de
Dios: «Yo os transmito el Reino»; pero esta tarea sólo puede ser asumida con el
espíritu genuino de la autoridad de Jesús, que se distingue de todo ejercicio de
poder mundano: el primero entre vosotros «pórtese como el menor», y el propio
Jesús (que, aunque no lo diga, es el primero) está «en medio de vosotros como el
que sirve». Pedro será el primero según el ministerio, pero sólo podrá ser el que
sirve, el que «da firmeza a sus hermanos», cuando Jesús haya pedido por él, que
le negará tres veces. Lo que será en verdad el servicio de Jesús, se expresa con
palabras del profeta Isaías: «Fue contado con los malhechores», y ahora sus
enemigos tienen sobre él «el poder de las tinieblas». En la fuerza y la confianza
su pasión no habría sido un sufrimiento completo, por eso Lucas describe de una
manera tan realista la angustia del monte de los Olivos.

2. Participación. Jesús sufre solo; los discípulos, representados por Pedro,


no le acompañan. Los judíos, Pilato y Herodes se comportan como en los otros
relatos. Pero únicamente en el relato de Lucas aparece un ángel en el monte de
los Olivos para animar a Jesús. Sólo puede tratarse de una confortación para
mantenerse firme en la extrema debilidad, para soportar lo insoportable: tener
que beber el cáliz de la ira de Dios contra el pecado. En el viacrucis lo siguen
mujeres que lloran por él, pero Jesús las rechaza aludiendo a la suerte próxima e
ineluctable de Jerusalén, que «no ha querido» (Lc 13,34) y por eso queda
«abandonada» a su destino. Otra cosa es la acción de Simón de Cirene: aquí se
trata de llevar la cruz al menos externamente, pero con las fuerzas de un hombre
normal, que ciertamente son muy distintas de las del que ha sido flagelado casi
hasta la muerte. Y finalmente otro hombre, uno de los malhechores crucificados
con él, se vuelve hacia Jesús para dirigirle una auténtica súplica. Este sabe algo
de la participación, está «en el mismo suplicio», pero distingue muy bien entre su
sufrimiento, totalmente merecido, y el sufrimiento totalmente distinto «del que no
ha faltado en nada». Aquí algo de la gracia divina del sufrimiento de la cruz
puede fluir ya hacia un recipiente preparado. Y sigue fluyendo tras la muerte de
Jesús: el centurión es tocado por la gracia, e incluso se dice que «toda la
muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que
ocurría, se volvían dándose golpes de pecho».

3. Palabras de salvación. Mientras que Mateo y Marcos sólo refieren el


grito del abandono («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), las
palabras que Lucas pone en boca de Jesús en la cruz son de otro tenor. Son como
la traducción en palabras pronunciadas de lo que el Verbo de Dios opera y siente
esencialmente en su pasión. Primero la súplica al Padre: «Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen». Los judíos están ciegos, no reconocen a su
Mesías; los paganos hacen lo que repiten miles de veces por imperativos
profesionales: crucificar a un presunto malhechor por orden de la autoridad
militar. Nadie sabe quién es Jesús en realidad. La súplica de Jesús quiere
disculpar a los culpables y encuentra razones para ello. Las palabras dirigidas al
buen ladrón son una parte de la gracia del perdón merecido mediante la cruz. Las
palabras pronunciadas inmediatamente antes de morir: «Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu», sustituyen al grito del abandono (en Mt y Mc): aunque
el Hijo ya no siente al Padre y no percibe el calor de sus manos, Jesús no tiene
ningún otro sitio donde reclinar su cabeza, donde recostarse en el momento de
morir. En las palabras de Jesús en la cruz, Lucas hace irradiar visiblemente algo
de la gracia que Jesús adquiere para nosotros con su pasión.

JUEVES SANTO
Ver ciclo A

VIERNES SANTO
Ver ciclo A
DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCION
DEL SEÑOR

VIGILIA PASCUAL

Para las lecturas ver ciclo A; evangelio Lc 24,1-12

1. «Recordaron sus palabras». Las mujeres, que van al sepulcro de


madrugada con sus aromas, encuentran corrida la piedra; entran dentro del
sepulcro pero no encuentran el cadáver que buscan. Están «desconcertadas»
porque lo que allí encuentran no tiene para ellas ningún sentido, ni humano ni
sobrenatural. Lo mismo le ocurrirá a Pedro cuando acuda al sepulcro tras oír lo
que cuentan las mujeres. Todo ello muestra cuán inconcebibles seguían siendo
para todos, incluso para los más dispuestos y receptivos, las palabras de Jesús a
propósito de su resurrección al tercer día. En el hombre no existe una
predisposición —y tampoco en ninguna religión— para comprender un
acontecimiento semejante, que se produce en medio del curso normal de la
historia, en la que los difuntos están definitivamente muertos. Por eso las mujeres
necesitan que se les recuerde de un modo sobrenatural la predicción de Jesús,
«estando todavía en Galilea», de que «tenía que ser entregado en manos de
pecadores [ser crucificado] y al tercer día resucitar». Para las mujeres es como si
oyeran estas palabras por primera vez. Las palabras otrora incomprensibles se
tornan ahora evidentes ante la tumba vacía y la memoria explícita que los ángeles
hacen de ellas. Lo que anteriormente no había sido comprendido es transformado
por los ángeles en un presentimiento que facilita ahora la comprensión.

2. «Un delirio». No conocemos el tenor del relato de las mujeres a los


discípulos; no sabemos si también ellos recordaron las palabras de Jesús sobre su
resurrección. Pero aunque lo hicieran, esto no es suficiente para despertar la fe en
los discípulos. Simplemente en la experiencia humana no se da ningún caso que
haga verosímil, ni siquiera de lejos, semejante acontecimiento. Puede haber
alucinaciones, pero demuestran lo contrario. Puede darse todo tipo de
experimentos espiritistas con ciertas materializaciones, pero nunca algo que se
asemeje a las apariciones que se narran posteriormente. Se puede creer en la
transmigración de las almas, pero entonces no aparece la misma persona (y
menos con sus heridas), con su recuerdo preciso de lo que era y es. Por eso la
resurrección sólo puede ser «un delirio». ¡Para cuántos lo ha seguido siendo
hasta hoy!

3. «Admirándose de lo sucedido». Al final del evangelio de hoy se informa


que Pedro se levantó y acudió corriendo al sepulcro. Este final del relato es
diferente de todo lo anterior. Aquí no aparece ningún ángel. En nuestro evangelio
tampoco aparece el sudario enrollado aparte del que se habla en el evangelio de
Juan; Pedro sólo ve las vendas por el suelo. ¿Por qué alguien las ha quitado del
cadáver? ¿Para qué podía querer alguien un cadáver? Algún sentido debe tener
este cúmulo de cosas incomprensibles. Justamente en esta constatación el
pensamiento se para como un reloj. «Admiración», quizá incluso «reflexión».
Muchos pueden alcanzar este estadio si leen la totalidad de los relatos sobre la
resurrección. Desde él, un camino conduce hasta la fe, si el Señor concede la
gracia de ser visto y adorado con los ojos del Espíritu.

MISA DEL DIA


Ver ciclo A

SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

Hch5,12-16;Ap 1,9-lla.12-13.17-19;Jn20,19-31

1. «Para que, creyendo, tengáis vida». El Señor se había designado ya


durante su vida como «la resurrección y la vida», y demuestra la verdad de sus
palabras en su evangelio. En su aparición a los discípulos se muestra como
alguien indudablemente vivo —un espíritu no habría pronunciado el saludo de
paz ni les habría mostrado las heridas con tanta naturalidad— sobre todo por el
hecho de que confiere a su joven Iglesia el don pascual del perdón de los
pecados. Pues con él los discípulos y sus sucesores pueden hacer comprensible al
mundo del mejor modo posible la vitalidad de Jesús. Muchísimas personas a las
que les han sido perdonados sus pecados, han tenido la experiencia de haber
participado en una resurrección de entre los muertos, de haber poseído una nueva
vitalidad. Para esto no es necesario ningún contacto corporal, como el que exige
el incrédulo Tomás; la experiencia espiritual de un perdón sacramental de los
pecados, cuando éste se recibe con auténtico arrepentimiento y propósito de
enmienda, puede ser más profunda que la que los sentidos pueden ofrecer. «La
vida [de Jesús] es la luz de los hombres» (Jn 1,4): no solamente el bautismo, sino
también los demás sacramentos pueden ser llamados (como en la Iglesia antigua)
photismos, iluminación. Dispensar vida y dar luz a una existencia oscura, es en la
Iglesia. una misma y única acción.

2. «Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos». La gran
visión inaugural del Apocalipsis, en la segunda lectura, confirma esto totalmente,
pues el Señor eterno se aparece al discípulo amado como el que ha dejado la
muerte tras de sí para vivir eternamente. No sólo la ha superado como una
desgracia, sino que la posee ahora en su poder viviente: «Yo soy el que vive, y
tengo las llaves de la muerte y del infierno». La muerte que amenaza la vida ya
no es un poder que amenace y limite la vitalidad de Jesús, más bien ha quedado
integrada en el ámbito del poder de su vida: «La muerte ha sido absorbida» en la
victoria de la vida (1 Co 15,54). La vitalidad con que se aparece al vidente es tan
imponente que éste «cae a sus pies como muerto», pero es enseguida levantado
por la vida, que pone su mano sobre él, lo conforta y lo pertrecha para su misión.
Por muy grande que sea la violencia con la que los poderes de la muerte puedan
manifestarse en la historia del mundo, como muestra todo el Apocalipsis, éstos
nada pueden contra la vitalidad del «Cordero que parecía degollado»; al final «la
muerte y el abismo son arrojados al lago de fuego», son reducidos
definitivamente a la impotencia y abandonados a una autodestrucción eterna.

3. «Y todos se curaban». La primera lectura, en la que se informa sobre los


milagros vivificantes de la Iglesia primitiva, especialmente sobre los realizados
por Pedro, muestra que Jesús hace partícipe a su Iglesia de su poder de
resurrección y de vida. Se producen curaciones tanto espirituales como
corporales: crecía el número de los «hombres y mujeres» que se adherían a la fe;
la gente sacaba a la calle a los enfermos y «todos se curaban»: bastaba con que la
sombra de Pedro cayera sobre ellos al pasar. Los apóstoles no se jactan de los
milagros que hacen; Pablo alude sólo de pasada a los realizados por él (2 Co
12,12), pues para él es mucho más importante la fuerza vital espiritual de la
palabra de Dios anunciada por la Iglesia. No es la fuerza Vital de apóstol la que
es eficaz, al contrario: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte»; entonces
manifiesta el Señor a través del apóstol su «fuerza divina»: pues «la fuerza se
realiza en la debilidad» (2 Co 12,9s; 13,4).
TERCER DOMINGO DE PASCUA

Hch 5,27b-32.40b-41; Ap 5,11-14;Jn 21,1-19

1. «Te llevará a donde no quieras». El evangelio de la aparición del Señor en


la orilla del lago de Tiberíades termina con la investidura de Pedro en su
ministerio de pastor. Todo lo anterior es preparación: primero la pesca
malograda; luego la pesca milagrosa, tras la que Pedro se arroja al agua para
llegar nadando hasta el Señor y mantenerse a su lado sobre la roca de la
eternidad, mientras el resto de la Iglesia les trae su cosecha, su pesca; después es
Pedro solo el que arrastra hasta la orilla la red repleta de peces. Y finalmente se
le plantea a Pedro la cuestión decisiva: «¿Me amas más que éstos?». Tú, que me
negaste tres veces, ¿me amas más que este discípulo amado, que tuvo el valor de
permanecer junto a mí al pie de la cruz? Pedro, que es consciente de su culpa
cuando el Señor le repite tres veces la misma pregunta, pronuncia un primer sí
lleno de arrepentimiento, pues en modo alguno puede decir no, y toma prestada
de Juan la fuerza para ello (en la comunión de los santos). Sin la confesión de
este amor más grande, el Buen Pastor, que da su vida por sus ovejas, no podría
confiar a Pedro la tarea de apacentar su rebaño. Pues el ministerio que Jesús ha
recibido del Padre es idéntico a la entrega amorosa de su vida por sus ovejas. Y
para que esta unidad de ministerio y amor, absolutamente necesaria para el
ministerio conferido por Jesús, quede definitivamente sellada, se predice a Pedro
su crucifixión, el don de la perfecta imitación de Cristo. Desde entonces la cruz
permanecerá ligada al papado, aun cuando habrá papas indignos; pero cuanto
más en serio se tome un papa su ministerio, tanto más sentirá sobre sus espaldas
el peso de la cruz.

2. « Ultraje por el nombre de Jesús». La Iglesia terrestre da ejemplo de esto


desde el principio. La debilidad de Pedro, que motivó la triple negación de
antaño, ha desaparecido, y ahora los apóstoles, con Pedro a la cabeza, se atreven
a replicar ante el sanedrín: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».
La prohibición de hablar en nombre de Jesús no les impresiona, no están ni
atemorizados ni abatidos; no buscan un compromiso diplomático, sino que salen
«contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús». En las
partes perseguidas de la Iglesia hay, cuando permanecen firmes, un tipo muy
especial de alegría espiritual que otras partes que viven en paz no conocen. La
experiencia lo confirma.

3. «Digno es el Cordero degollado». También la Iglesia celeste, en su


adoración del Cordero divino, toma parte en la unidad, vivida primero por Cristo
e imitada después por la Iglesia terrestre, de ministerio y amor, de misión y
oprobio, de vitalidad e inmolación. Para Juan (en la segunda lectura) esto es
simplemente la gloria como unidad de cruz y resurrección. Ante esta unidad
indisoluble, representada por el Cordero degollado que vive por los siglos de los
siglos, se inclinan «todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la
tierra y en el mar». Pues en esta unidad se manifiesta el misterio del amor divino
en toda su profundidad.

CUARTO DOMINGO DE PASCUA

Hch 13,14.43b-52;Ap 7,9.14b-17;Jn 10,27-30

1. «Yo les doy la vida eterna». El evangelio del Buen Pastor contiene una
promesa que supera toda medida; incluso se podría decir que supera toda
previsión. A las ovejas de Jesús, a las que él conoce y que le siguen, se les
asegura por tres veces su definitiva pertenencia a él y al Padre. Y esto porque
ellas ya ahora han recibido por anticipado «vida eterna». Porque lo que Jesús nos
da aquí abajo con su vida, su pasión, su resurrección, su Iglesia y sus
sacramentos, es ya vida eterna. El que la recibe y no la rechaza, jamás puede ya
«perecer», nadie puede ya «arrebatarlo de mi mano»; más aún: nadie puede
arrebatarlo e la mano del Padre, del que Jesús dice que es más que él (porque es
su Origen), y sin embargo que él, el Hijo, es uno con este Padre más grande Las
ovejas, que están amparadas en esta unidad entre el Padre el Hijo, poseen la vida
eterna; ningún poder terreno, ni siquiera la muerte, puede hacerles nada. Sin
embargo, aquí no se promete el cielo todo el mundo, sino a aquellos que
«escuchan mi voz» y «siguen» l pastor: una pequeñísima condición “sine qua
non” para una consecuencia infinita, inmensamente grande. Conviene recordar
aquí las palabras de san Pablo: «Una tribulación pasajera y liviana produce un
inmenso e incalculable tesoro de gloria» (2 Co 4,17).

2. «Los que estaban destinados a la vida eterna». En la primera lectura se


muestra que el hombre no se salva automáticamente. Hay que aceptar la palabra
de Dios y de la Iglesia. Los judíos, a los que Pablo y Bernabé predican la palabra
de Dios, están celosos por el gran éxito de su predicación, se burlan de ellos y
responden con insultos a sus palabras, por lo que los apóstoles les dicen: «Como
no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los
gentiles». y explican a los judíos que estaba ya previsto desde siempre que de
Israel debía salir una luz que llegara «hasta el extremo de la tierra», que este
viraje hacia los paganos se produce por tanto en el espíritu del verdadero Israel.
El pueblo de Israel no debía querer poseer la salvación para él solo, pues ésta
estaba destinada para todos los hombres: desear la salvación de una manera
egoísta significa autoexcluirse del cielo. Pero también de los gentiles se dice:
«Los que estaban destinados a la vida eterna, creyeron», no en el sentido de una
predestinación limitada —semejante predestinación no existe—, sino en el
sentido de que también los gentiles deben aceptar personalmente la fe y vivir
conforme a ella.
3. «El Cordero será su pastor». Finalmente —en la segunda lectura— se nos
ofrece una visión del cielo, donde se cumple la promesa que el Señor hace en el
evangelio y donde todos los que lo han seguido en la tierra como «sus ovejas»
aparecen como una muchedumbre inmensa de todos los pueblos delante del
Cordero, su pastor, porque han sido rescatados por la sangre de su cruz y ahora
son apacentados Y conducidos por él «hacia fuentes de aguas vivas». La vida que
se les promete no es un estancamiento, sino algo que fluye eternamente; por eso
los que pertenecen al Señor «ya no pasarán hambre ni sed».

QUINTO DOMINGO DE PASCUA

Hch 14,21b-27; Ap 21,1-5 a; Jn 13,3 1-33a.34-35

1. «Me queda poco de estar con vosotros». El evangelio de hoy anuncia ya


la ascensión del Señor, el tiempo en el que Jesús ya no estará presente
visiblemente en su Iglesia. Pero Jesús enseña ya a sus discípulos cómo deberán
comportarse entonces para que él permanezca a su lado de un modo invisible,
pero eficaz y vivo. Esta enseñanza es tan breve como clara: «Que os améis unos
a otros como yo os he amado». Es lo que Jesús llama «un mandamiento nuevo»,
porque aunque en el Antiguo Testamento había muchos mandamientos, éste aún
no podía haber sido formulado porque Jesús todavía no se había presentado
como modelo del amor al prójimo. Ahora basta con mirarle a él para conocer y
guardar el único mandamiento que nos da y que vale por todos. Ciertamente este
mandamiento exige todo de nosotros: al igual que Jesús da su vida por nosotros,
sus amigos, así también nosotros debemos poner toda nuestra vida al servicio del
prójimo, que debe ser nuestro amigo. Pero este mandamiento nuevo y que vale
por todos es también, como quintaesencia del cristianismo, el que le garantiza su
permanencia: ésta será «la señal por la que conocerán que sois discípulos míos».
Ésta y solamente ésta. Ninguna otra peculiaridad de la Iglesia puede convencer al
mundo de la verdad y de la necesidad de la persona y de la doctrina de Cristo. El
amor vivido y repartido por los cristianos será la demostración de todas las
doctrinas, de todos los dogmas y de todas las normas morales de la Iglesia de
Cristo.

2. «Hay que pasar mucho». La primera lectura muestra que precisamente es


este mandamiento nuevo de Jesús el que hace que la Iglesia que predica el
evangelio tenga que «pasar mucho». Los hombres no están preparados para esto:
porque buscan por lo general su propio Interés espiritual o material, conocen
ciertamente también algo que semeja al amor, pero que en la mayoría de los
casos lleva en sí la marca del egoísmo y por eso mismo está rodeado de
limitaciones y reservas. Pablo había tenido ocasión de constatarlo, en el viaje
apostólico del que acaba de regresar, especialmente entre los judíos, que, para
mantener sus fronteras, le habían cerrado la puerta. A su regreso puede contar
que, por el contrario, «Dios había abierto a los gentiles la puerta de la fe». La
apertura de la puerta, la renuncia a la delimitación del amor, se describe aquí
como una acción de la gracia divina, sin la que el hombre no tiene ninguna
posibilidad de superar su limitación. Pero debe salir realmente de sí mismo a
través de la puerta abierta para él.

3. «Acamparé entre ellos». La segunda lectura muestra cómo el


mandamiento nuevo que el Señor nos dejó produce su efecto allí donde un día
determinará nuestra existencia. Si en el evangelio el amor mutuo es el testamento
del Señor, al que le queda ya poco de estar con sus discípulos, y que mediante el
amor permanece en su Iglesia de forma invisible, esta presencia se hace ahora
visible. La ciudad santa, que desciende del cielo a la tierra, no es más que la
manifestación visible de este eterno estar de Dios con el hombre: «Esta es la
morada de Dios con los hombres». Los hombres no realizarán jamás por sí
mismos esta convivencia, nunca conseguirán el paraíso en la tierra. Al igual que
el amor desinteresado es ya un regalo que Dios nos hace, así también la
manifestación definitiva de este amor mostrará que Dios y el hombre están
unidos en él, del mismo modo que ya en Cristo la divinidad y la humanidad
formaban una unidad, como él demostró con su amor: «Como yo os he amado».

SEXTO DOMINGO DE PASCUA

Hch 15,1-2.6.22-29; Ap 21, 10-14.22-23;Jn 14,23-29

1. «Mi paz os doy». En el evangelio, que remite de nuevo a su salida de este


mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su joven Iglesia una palabra: la paz. Se
trata expresamente de la paz que proviene de él, que es la única auténtica y
duradera, pues una paz como la da el mundo por lo general no es más que un
armisticio precario o incluso una guerra fría. Los discípulos poseen el arquetipo
de la verdadera paz en Dios mismo: el que guarda la palabra de Jesús por amor,
ése es amado por el Padre. El Padre viene junto con el Hijo al creyente para
hacer morada en él, y el Espíritu Santo le aclara en su corazón todo lo que Jesús
ha hecho y dicho, toda la verdad que Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la
paz verdadera e indestructible. En esta paz los discípulos deben dejar marchar a
su amado Señor con alegría, porque no hay más alegría que el amor trinitario, y
éste se debe desear a cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.

2. «Hemos decidido por unanimidad». La Iglesia tiene que ser un ejemplo de


paz en el mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior ciertos problemas que
provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la guía del Espíritu Santo,
en la oración y en la obediencia a sus designios. El problema quizá más grave se
le planteó a la Iglesia (como muestra la primera lectura) ya en vida de los
apóstoles: la convivencia pacífica entre el pueblo elegido, que poseía una
revelación divina milenaria, y los paganos que empezaban a incorporarse a la
Iglesia, que no aportaban nada de su tradición. Conseguir una convivencia
verdaderamente pacífica exigía renuncias por ambas partes, y las largas
deliberaciones de los apóstoles debían conducir necesariamente a exigir estas
renuncias: los paganos no tenían necesidad de seguir importantes costumbres
judías, por ejemplo la circuncisión; pero en contrapartida debían hacer algunas
concesiones a los judíos en lo referente a ciertos usos alimentarios y a los
matrimonios entre parientes. Estos compromisos, que quizá hoy pueden
parecernos sobremanera extraños, eran entonces de palpitante actualidad, y
debemos tomar ejemplo de ellos para todo aquello a lo que nosotros hemos de
renunciar necesariamente aquí y ahora para que entre las diversas tendencias de
la Iglesia reine la verdadera paz de Cristo, y no nos contentemos con un simple
armisticio. Nunca un partido tendrá toda la razón y el otro ninguna. Hay que
escucharse mutuamente en la paz de Cristo, sopesar las razones de la parte
contraria, no absolutizar las propias. Esto puede exigir verdaderas renuncias hoy
como ayer, pero solamente si aceptamos estas renuncias se nos dará la paz de
Cristo.

3. «Los nombres de las doce tribus de Israel... los nombres de los doce
apóstoles del Cordero». La figura de la definitiva «ciudad de la paz», de la
Jerusalén celeste, confirma en la segunda lectura la paz traída por Dios entre el
Antiguo Testamento de los judíos y el Nuevo Testamento de los cristianos, la
curación de la peor herida que ha desgarrado al pueblo de Dios desde los
tiempos de Jesús. Mientras las puertas llevan grabados los nombres de las doce
tribus de Israel, los cimientos llevan escritos «los nombres de los apóstoles del
Cordero», y el número de los que aparecen delante del trono de Dios es de
veinticuatro. Quizá esta escisión que se produjo con motivo de la venida de Jesús
no se supere del todo hasta el final de los tiempos, pero nosotros debemos
intentar superarla ya dentro de la historia en la medida de lo Posible. Aunque la
unidad en la fe no sea del todo realizable, la unidad en el amor es siempre
posible.

ASCENSION DEL SEÑOR

Hch 1,1-11; Hb 9,24-28; 10,19-23; Lc24,46-53

1. «Mientras los bendecía, se separó de ellos». Lucas nos cuenta hoy, al


final de su evangelio y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, la ascensión
del Señor: en el evangelio con una mirada retrospectiva que conduce al mismo
tiempo a la misión en el futuro; y en los Hechos de los Apóstoles, eliminando las
falsas concepciones para hacer sitio a la futura misión de la Iglesia. En el
evangelio el Señor remite a la quintaesencia de la Sagrada Escritura: la pasión y
la resurrección del Mesías, y esto es lo que se anunciará de ahora en adelante a
todos los pueblos. Los discípulos han sido y siguen siendo los testigos oculares
de esta quintaesencia de toda la revelación, y esta gracia única («¡Dichosos los
ojos que ven lo que vosotros veis!») los convierte en los «testigos» privilegiados.
Pero el testigo principal es el propio Dios, su Espíritu Santo, que conferirá a sus
palabras humanas «la fuerza de lo alto». Los discípulos han de esperar a este
Espíritu de Dios, de modo que su misión exigirá una obediencia permanente al
Espíritu Santo. La ascensión de Jesús hacia el Padre está precedida de una
bendición final que envuelve a todo el futuro de la Iglesia, una bendición cuya
eficacia durará siempre y bajo la que hemos de poner toda nuestra actividad.

2. «Mis testigos hasta los confines del mundo». La primera lectura, el


comienzo de los Hechos de los Apóstoles, elimina las limitadas expectativas de
los discípulos, que siguen esperando todavía la restauración del reino de Israel, y
amplia expresamente el campo misionero de la Iglesia, que parte de Jerusalén,
pasa por Judea y el país herético de SaMaría, y llega hasta los confines de la
tierra. La reconciliación operada por Dios en Cristo afecta al mundo entero,
todos los pueblos han de conocerla. Los apóstoles no hacen propaganda de una
religión determinada, sino que anuncian un acontecimiento divino que concierne
a todos desde el principio, que de hecho ya les ha afectado, lo sepan o no. Pero
todos deben conocerlo, pues entonces podrán poner su vida bajo esta nueva luz
que le da sentido y ordenarla en consecuencia. La universalidad de la verdad de
Cristo exige que su verdad objetiva sea afirmada también subjetivamente por los
hombres. Afirmada o negada, rechazada: lo que es también una forma de ser
conocida.

3. « Un camino nuevo y vivo a través de la cortina». La segunda lectura subraya


el carácter único y definitivo del acontecimiento de Cristo. Si este acontecimiento
fuera repetible, no tendría una validez universal. La Antigua Alianza estaba bajo
el signo de la repetición, porque la ofrenda de la sangre de los animales no podía
producir una expiación definitiva ante Dios; pero la autoinmolación de Jesús fue
tan irrepetible y suficiente que en virtud de ella podemos entrar en el santuario de
Dios a través de la cortina, que anteriormente era siempre un elemento
separador: lo que parecía separarnos de Dios, nuestra carne mortal, se ha
convertido precisamente, con la ascensión de Cristo, en lo que ha penetrado
hasta el Padre, ha purificado nuestra «mala conciencia» y nos ha dado «la firme
esperanza que profesamos» en la «fidelidad» de Dios, ahora definitivamente
demostrada.

SÉPTIMO DOMINGO DE PASCUA

Hch 7,55-60; Ap 22,12-14.16-17.20; Jn 17,20-26

1. «Este es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo... y


contemplen mi gloria». Estamos a la espera del Espíritu divino de Pentecostés.
Todos los textos hablan hoy de una existencia en tránsito. En ella vivimos
siempre, y no sólo en el momento de la muerte: «En toda ocasión y por todas
partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de
Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,11). En el evangelio de hoy Jesús
termina su oración sacerdotal al Padre con la perspectiva de entrar en su gloria,
pero sin abandonar a los suyos, sino llevándolos consigo a esta gloria. Aquí le
oímos decir: «Padre, éste es mi deseo...». Los discípulos deben poder seguirle en
su tránsito a Dios, pues Jesús les ha traído la buena noticia del amor de Dios y
ellos la han acogido. Por eso ya en la tierra han sido introducidos en el amor
trinitario, y el deseo de Jesús de que lo sigan coincide con el del Padre, que ha
enviado al Hijo al mundo con este fin. En el trasfondo de este único deseo del
Padre y del Hijo aparece el Espíritu Santo, que culmina en los creyentes la obra
introductoria realizada por Jesús. La tarea de Jesús se ha cumplido ya en este
Espíritu Santo, y ahora el Espíritu de Dios, el vínculo entre el Padre y el Hijo, ha
de completar el vínculo entre el cielo y la tierra. De este modo el mundo, si se
abre al Espíritu, puede reconocer que el amor eterno del Padre al Hijo incluye ya
el amor a los hombres: «Que el mundo sepa que Tú me has enviado y los has
amado como me has amado a mí».

2. «Señor Jesús. recibe mi espíritu». La primera lectura nos muestra al


primer mártir cristiano, Esteban, en el mismo tránsito. Esteban ha pronunciado su
gran confesión de fe y al final ve ya, «lleno del Espíritu Santo», «la gloria de
Dios (del Padre) y a Jesús de pie a la derecha de Dios». Su tránsito es, como el
de Jesús, un testimonio de sangre. Ha seguido tan perfectamente a Jesús que se
apropia de sus palabras en la cruz: «Recibe mi espíritu», «no les tengas en cuenta
este pecado». Por eso su muerte se convierte no sólo en testimonio, sino también
en sustitución vicaria. Esta sólo puede producirse dentro de la imitación del
Señor, que ha exhalado ya su Espíritu sobre Iglesia.

3. «El Espíritu y la novia dicen. ¡ Ven!». Finalmente, en la segunda lectura,


vemos a toda la Iglesia en el tránsito. Tanto más cuanto que el Señor le ha
prometido su próxima venida y ha aumentado en ella el deseo del árbol de la vida
y de la gloria de la ciudad eterna. Pero este deseo hace exclamar a la Iglesia
junto con el Espíritu Santo el «¡Ven!» e invitar a todos los hombres a sumarse a
este grito. Estamos a la espera de la fiesta de Pentecostés, pero la esperamos ya
en el Espíritu Santo; estamos esperando la llegada del Espíritu, implorando su luz
y su fuego purificador para poder llamar junto con él al Esposo con mayor
ansiedad, con una nostalgia más profunda. El Espíritu grita en nosotros mejor de
lo que nosotros mismos podemos hacerlo, y el cielo oye este grito del Espíritu
desde la tierra, pues «su intercesión por los santos es según Dios» (Rm 8,27).

PENTECOSTES
Hch 2,1-11; Rm 8,8-17;Jn 14,15-16.23b-26

1. «Se llenaron todos del Espíritu Santo». El Espíritu Santo es la persona


más misteriosa en Dios, por lo que puede manifestarse de múltiples formas:
como viento recio y fuego, tal y como lo presenta la primera lectura, en la que se
narra el acontecimiento de Pentecostés pero también de una forma enteramente
suave, silenciosa e interior, como se lo describe en la segunda lectura, donde de
lo que se trata es de dejarse guiar por su voz y su moción interior. Sea cual sea la
forma en que se nos comunique, el Espíritu Santo es siempre el intérprete de
Cristo, quien nos lo envía para que comprendamos el significado de su persona,
de su palabra, de su vida y de su pasión en su verdadera profundidad.
La llegada del Espíritu como un viento recio nos muestra su libertad: «El viento
sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va»
(Jn 3,8). y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan
encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que
empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo
puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores
tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido, como de un viento
recio, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos
comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este
mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que
estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.

2. «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios». Con esto estamos ya en
la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en
las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento
impetuoso por el que debemos «dejarnos llevar» si queremos ser hijos de Dios;
pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos
de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este «espíritu
de esclavitud» Pablo lo llama «carne»,, es decir, una manera de entender buscar y
codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes, que nos
fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en nosotros, nos
damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo terreno en
modo alguno es una fatalidad: «Estamos en deuda, pero no con la carne para
vivir carnalmente», sino que podemos ya, como hombres espirituales, ser dueños
de nuestros instintos. Pero esto no por un desprecio orgulloso de la carne, sino
porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser hijos de Dios.
Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de nosotros hombres
espirituales orgullosos o arrogantes, sino que hace resonar en nosotros el grito
del Hijo: «¡Abba! (Padre).

3. «El Espíritu Santo será quien os lo enseñe todo». El evangelio explica


esta paradoja: el Espíritu se nos envía para introducirnos en la verdad completa
de Cristo, que nos revela al Padre. Es el Espíritu del amor entre el Padre y el
Hijo, y nos introduce en este amor. Al comunicarse a nosotros, nos comunica el
amor trinitario, y para nosotros criaturas el acceso a este amor es el Hijo como
revelador del Padre. De este modo el Espíritu acrecienta en nosotros el recuerdo
y profundiza la inteligencia de todo lo que Jesús nos ha comunicado de Dios
mediante su vida y su enseñanza.

SANTÍSIMA TRINIDAD

Pr 8,22-3 1; Rm 5,1-5;Jn 16,12-1 5

1. «Os guiará hasta la verdad plena». En el evangelio de hoy Jesús promete


a sus discípulos el Espíritu Santo, que los guiará hasta le verdad completa. Esta
totalidad es el misterio íntimo de Dios, su esencia, una esencia que sólo El
conoce: porque al igual que únicamente el espíritu del hombre conoce la
intimidad del hombre, así también, y mucho más aún, la intimidad de Dios nadie
la conoce, si El mismo no nos la da a conocer y no nos hace partícipes de ella (1
Co 2,10-16). Esta autoapertura de Dios es entonces también «la verdad plena»,
pues tras la verdad de Dios o más allá de ella no puede haber ninguna otra
verdad, y toda verdad contenida en el mundo creado no es sino un reflejo y una
imitación de la verdad divina. Pero la verdad íntima de Dios es que Dios en
cuanto origen y Padre se comunica ya desde siempre total e incondicionalmente a
su «Palabra» o «Expresión» O «Impronta», que es «engendrada» en esta entrega
total; se trata de un acto del amor más original al que sólo se puede corresponder
con un amor recíproco igualmente total e incondicional. Pero cuanto mas
incondicional sea el amor, tanto más fecundo será: un simple «yo-tú» eterno se
agotaría en sí mismo si el encuentro no fuera al mismo tiempo la producción de
un fruto que (al igual que el niño es el fruto del encuentro de sus padres)
testimonia el encuentro eterno del Padre y el Hijo. Los seres finitos, incluso
cuando se aman, engendran y dan a luz en el amor, son seres yuxtapuestos; pero
el ser infinito, que es Dios, sólo puede ser único: los que se aman en El sólo
pueden existir el uno en el otro. Cuando el Hijo se hace hombre, no puede
revelarnos otra cosa que el amor del Padre y su amor al Padre, y el amor de
ambos por nosotros. Pero nosotros sólo podemos comprender este misterio y
participar interiormente en él, si el Espíritu, que es a la vez la reciprocidad y el
fruto de este amor, se derrama sobre nosotros. Este Espíritu no puede añadir
nada más ni nada nuevo, pero su enseñanza es tan ilimitada como el Propio amor
divino. Si la revelación del Hijo ha «dado a conocer» (Jn 1,18) el amor divino
«hasta el extremo» (Jn 13,1), y este extremo se alcanza con la muerte y
resurrección, lo que comunique el Espíritu será tan ilimitado como lo que ha
enseñado el Hijo.

2. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el


Espíritu Santo». La segunda lectura subraya esta verdad una vez más. Con su
pasión y muerte, Jesús ha realizado finalmente el amor de Dios hacia nosotros y
por nosotros, amor que no puede ser sino su propio amor trinitario, pues Dios no
nos ama de una forma distinta a como se ama en sí mismo. El que nosotros, que
hemos tenido «acceso» a este amor, seamos confortados en las tribulaciones y
perseveremos en la paciencia, con la esperanza de participar en este amor, es
decir: el que el sufrimiento en este mundo no nos aleje de Dios sino que nos
acerque a El, y esto se convierta en nosotros en certeza, se lo debemos al
Espíritu del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones. Merced
a este Espíritu, nosotros mismos quedamos incluidos en la corriente eternamente
fluyente del amor divino.

3. « Yo estaba junto a él, como aprendiz; yo era su encanto cotidiano». Esto


vale para los cristianos. Pero el misterio trinitario de Dios está desde el principio
impreso en toda su creación, como se indica en la Primera lectura. Ya antes de
las aguas primordiales existía esta Sabiduría de Dios, que aquí es designada
como su hijo (aprendiz, su encanto cotidiano) y que en otros pasajes le ayuda a
proyectar la creación; una Sabiduría que en la Antigua Alianza puede simbolizar
tanto al Hijo como al Espíritu, algo divino y a la vez distinto del Creador paterno
de modo que todas las criaturas llevan impresa una huella de la entrega y de la
fecundidad divinas. Cristo y el Espíritu Santo enviado por él no son simplemente
la revelación de un misterio extraño y totalmente nuevo, sino al mismo tiempo
también el desvelamiento para la criatura de su de su propio ser y de su sentido
último.

SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Gn 14,18-20; 1 Co 11,23-26; Lc 9,11b-17

1. «Jesús alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre los panes y


los partió». El misterio de la festividad de hoy, como el de todas las grandes
solemnidades que siguen a Pentecostés y a la Santísima Trinidad, es un misterio
trinitario. El evangelio lo representa primero en la imagen de la multiplicación de
los panes. Esta no es un truco de magia; para realizarla, Jesús levanta primero los
ojos al cielo, en una oración de petición y acción de gracias (eucharistia) a un
tiempo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado» (Jn 11,41), pues su
autoprodigalidad en los panes será un signo de cómo el amor del Padre entrega
total e incondicionalmente su Hijo al mundo; después bendice el pan, pues el
Padre ha confiado todo al Hijo, incluso el poder de pronunciar la bendición del
cielo; y finalmente lo parte, gesto que alude tanto a su quebrantamiento en la
pasión como a la infinita multiplicación de sus dones que el Espíritu Santo realiza
en todas las celebraciones eucarísticas, y con ello se hace visible simbólicamente
que el amor trinitario se hace presente en el don eucarístico de Jesús.
2. « Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros». En las lacónicas
palabras de la institución de la Eucaristía, que se recogen en la segunda lectura,
se encuentra oculta la inagotable plenitud del don del amor divino. Es como si se
levantara una piedra y surgiera una fuente que jamás se agota. Pablo refiere aquí
únicamente lo que ha oído a los primeros discípulos, pues en este punto no osaría
añadir nada de su propia cosecha. El contexto de la acción de Jesús, en «la noche
en que iba a ser entregado», es esencial; en último término es el Padre quien lo
entrega: en la cruz por los hombres y en la Eucaristía, igualmente por nosotros.
Por eso Jesús pronuncia la oración de acción de gracias: porque el Padre hace
esto, porque él mismo puede hacerlo con El porque el Espíritu Santo lo realizará
continuamente en el futuro. Jesús no sólo distribuye el pan partido que es él
mismo, sino que da a los que lo reciben, como supremo cumplimiento del don, la
orden y el poder de repetirlo ellos mismos en el futuro. No al margen de su
entrega, de su sacrificio, sino «en memoria suya», para que así su don nunca sea
algo puramente pasado, algo que se recuerda sin más, sino que siga siendo un
presente siempre nuevo por el que se dan gracias al Padre elevando los ojos
hacia El, y en nombre del Hijo y con la fuerza del Espíritu Santo se parte y se
come el pan. La partición del pan eucarístico es inseparable del desgarramiento
de la vida de Jesús en la cruz: por eso toda celebración eucarística es
«proclamación de la muerte del Señor» por nosotros. Pablo no necesita
mencionar la resurrección, pues ésta está contenida como algo evidente en el
hecho de que la muerte de antaño sólo puede hacerse presente si esa muerte era
ya una obra de la vida del amor supremo.

3. «Melquisedec ofreció pan y vino». El gesto del rey de Salem en la primera


lectura es un arquetipo sumamente significativo para judíos y cristianos. Pues
antes de que se instituyera en Israel el ritual de los sacrificios, el ofrecimiento de
plantas y animales, existió ya esta sencilla ofrenda de pan y vino por parte de un
rey de Salem, que no era aún la Jerusalén que llegaría a ser después.
Melquisedec es un misterioso rey-sacerdote que (según la carta a los Hebreos)
preludia ya, más allá del sacerdocio pasajero de Leví, el sacerdocio de Jesús. Lo
primigenio (alfa) remite a menudo más claramente a lo definitivo (omega) que los
estadios intermedios, de los que no hace falta ser conscientes.

SAGRADO CORAZON DE JESUS

Ez 34,11-16; Rm 5,5b-11; Lc 15,3-7

1. «Va tras la descarriada, hasta que la encuentra». En esta solemnidad del


Sagrado Corazón de Jesús no se habla expresamente en ningún texto del
corazón, pero si de esa forma especial de amor que solemos asociar con la idea
de corazón. El evangelio lo muestra en toda su paradoja. Un buen pastor se
preocupa de todo su rebaño por igual; por eso, ¿cómo puede comprenderse que
el pastor del evangelio deje las noventa y nueve ovejas en el campo (en el
desierto) y se preocupe sólo de la oveja descarriada? Está claro: aquí no se
miden las consecuencias, no se calcula, no se piensa en el riesgo que supone
dejar a la mayoría de las ovejas sin protección; únicamente se tiene ante los ojos
el peligro que amenaza a una de ellas, como si sólo importara ésta. No se tienen
en cuenta otras posibilidades. Para Dios no es indiferente si algunas personas se
pierden, aunque se salve el grueso de la humanidad. Un corazón humano, que
aquí se convierte en receptáculo del amor divino, no piensa así, sino que para él
es importante cada hombre en particular, pues todo hombre es un destinatario
irremplazable de su amor. Los cristianos que celebran la festividad del Sagrado
Corazón de Jesús no sospechan por lo general cuánto ama Dios a cada hombre.
Tanto que algunos santos han llegado a decir que Cristo habría muerto también
en la cruz si sólo hubiera tenido que salvar a una única persona. La idea nos
parece un tanto descabellada, pero saca su justificación de la parábola de la
oveja perdida. Y con no menos énfasis que la preocupación por la oveja
descarriada se describe la alegría que se produce cuando se la encuentra. En todo
caso se puede decir con seguridad que cada una de las noventa y nueve ovejas es
amada por el Buen Pastor de la misma manera: todas ellas son los pecadores por
los que Jesús muere en la cruz, no como masa anónima, sino como personas
irrepetibles.

2. «Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores». La


segunda lectura abunda en lo que acabamos de decir. La oveja descarriada de la
parábola es en realidad la persona que se aleja de Dios, la que lo rechaza y le es
hostil. El amor del Buen Pastor no se basa por tanto en una reciprocidad es un
amor que sólo mediante su entrega plena y perfecta busca engendrar
reciprocidad, correspondencia. La oveja salvada, cuando vuelve a casa sobre los
hombros de su dueño, comienza a saber cuán preciosa es para el pastor y cuánto
le debe. Pero la parábola no se pronunció con la intención de suscitar esta
reciprocidad: el amor de Dios es «sin porqué». Y la segunda lectura tampoco
habla propiamente del amor con el que ahora se debería corresponder a los
desvelos del Buen Pastor, sino solamente de la certeza de que ahora estamos a
salvo al amparo del amor divino, de que hemos obtenido la «reconciliación». Que
esta certeza nos obliga a cada uno de nosotros a dar una respuesta de amor, o
que más bien la produce espontáneamente en nosotros, podrá inferirlo todo el
que realice lo que hemos dicho.

3. « Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas». El texto


veterotestamentario de la primera lectura traslada el amor del corazón de Jesús al
corazón de Dios. Dios quiere «buscar personalmente a sus ovejas» quiere
sacarlas de los lugares «donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la
oscuridad». Esto nos muestra una última cosa: que el corazón humano de Jesús,
al que nosotros atribuimos este amor personal único, no es el arquetipo —como
si el amor de Dios sólo hubiera obtenido esta cualidad cuando llegó el momento
de la encarnación—, sino que ese corazón es más bien simplemente la expresión
comprensible para nosotros del amor inconcebible que el Dios eterno
experimenta desde siempre por sus criaturas.

OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Si 2 7,4-7 (5-8); 1 Co 15,54-5 8; Lc 6,3 9-45

1. «Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca». Conviene partir de esta
sentencia final para reflexionar sobre el evangelio de hoy (que contiene además
otras sentencias). La relación entre lo que pensamos interiormente y lo que
expresamos, entre el corazón y la palabra, es normalmente una relación de
correspondencia. En Dios el Verbo, su Palabra encarnada, es la expresión exacta
del que habla, del Padre. En los seres infrahumanos, su forma externa revela su
esencia: sí un animal ladra, se sabe que es un perro. En los hombres, que pueden
mentir, hay que andar con más cuidado y examinar detenidamente su conducta: a
la larga será no una palabra sino todo su comportamiento lo que revele su actitud
interior. Al igual que el árbol se conoce por su fruto, así también el hombre se
conoce por todo su comportamiento. Jesús nos da dos indicaciones al respecto:
ante todo el hombre que ha de juzgar a otro debe ser alguien que ve
espiritualmente, no un ciego o alguien que cree o no cree ciegamente. Después,
antes de intentar enmendar el equívoco en otro, debe examinar si entre lo que
siente su corazón y lo que dice su boca hay una auténtica correspondencia.
Conviene primero ajustarse a la medida de Cristo, que es la verdad toral y
definitiva de su Padre; y tras haberse apropiado realmente de esta medida, se
estará más cerca de la forma correcta de ser veraz. Las indicaciones de Jesús
para juzgar a los hombres se mueven entre la prudencia humana práctica y su
propia comprensión divino-humana de la verdad.

2. «En su reflexión se ven las vilezas del hombre» (texto de la primera


lectura según la Biblia de Jerusalén). El texto del Antiguo Testamento establece
la misma proporción entre las convicciones de un hombre y su expresión. (En el
texto no se trata de probar a un hombre, sino del criterio válido para probarlo).
Del mismo modo que Jesús quiere que se juzgue al corazón según lo que habla la
boca (como se conoce al árbol por su fruto), así también el sabio recomienda ya
no elogiar a nadie antes de haber escuchado su palabra como prueba de su
corazón. Como los hombres pueden mentir y disimular, hay que observar en cada
persona si realmente se da una correspondencia entre su corazón y su boca.

3. «Trabajar siempre por el Señor, sin reservas». Si se quiere insertar la


segunda lectura en este contexto, hay que tener presente la recomendación de
Pablo de que el cristiano tiene que trabajar siempre —lo que también puede
incluir nuestro juicio sobre los hombres y las relaciones humanas— «sin
reservas», según el criterio con el que Jesús juzga las cosas de este mundo. El las
valora a la luz de la verdad eterna, donde lo perecedero ha recibido su forma
final definitiva e imperecedera. Si se nos dice que «el día del juicio los hombres
darán cuenta de toda palabra falsa que hayan pronunciado» (Mt 12,36), entonces
no sólo Jesús sino también su discípulo puede distinguir ya en la tierra entre un
discurso fecundo y un discurso estéril. El Señor «no dejará sin recompensa esta
fatiga». Ciertamente hay discursos que sólo conciernen a los asuntos temporales,
pero también éstos deben ser pronunciados con una responsabilidad definitiva.

NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R 8,41-43; Ga 1,1-2.6-10; Lc 7,1-10

1. «No soy yo quién para que entres bajo mi techo». Resulta ciertamente
impresionante la manera como el centurión pagano del evangelio transmite a
Jesús su ruego de que cure a su criado enfermo. El se siente indigno de
presentarse personalmente ante el Señor y envía a unos amigos judíos para que lo
recomienden a Jesús. Y cuando Jesús se acerca, el centurión tampoco sale de su
casa, sino que envía de nuevo a otros amigos, que deben informar a Jesús de la
gran fe de que hace gala el centurión, quien está convencido de que, al igual que
le obedecen a él los soldados que tiene bajo su disciplina, así también el poder de
la enfermedad está sometido a Jesús. Esta confianza, expresada desde una doble
distancia, «admira» a Jesús, pues se diferencia claramente del comportamiento de
los judíos, quienes le exigen signos o malinterpretan muy a menudo los milagros
que hace con habladurías sensacionalistas. La verdadera fe no se limita a Israel,
se la puede encontrar fuera del pueblo elegido en una forma aún más pura (así
también en el caso de la mujer cananea). El antiguo Israel sabia ya de la
existencia de paganos sabios y piadosos que eran hombres modélicos (Ez 14,14;
28,3).

2. «Haz lo que te pide el extranjero». Este acento universalista resuena ya en


la oración de Salomón en el templo (primera lectura). El rey de Israel amplía su
oración por el pueblo incluyendo también a los extranjeros, que, viniendo de
lejos, rezarán en esta casa de Dios; que Dios se digne escucharlos: «Así te
conocerán y te temerán todos los pueblos de la tierra». Aunque en la Antigua
Alianza este aspecto no es frecuente, en la Iglesia de Cristo no sólo está
permitido sino que está incluso expresamente prescrito: la Iglesia debe hacer
«oraciones, plegarias, súplicas, acciones de gracias por todos los hombres, por
los reyes y por todos los que están en el mando» (1 Tm 2,2). Pues la voluntad
salvífica de Dios es universal y manifiesta desde la encarnación de su Palabra,
que tiene poder «sobre toda carne» (Jn 17,2).
3. «No hay otro evangelio». De ahí, en la segunda lectura, la sorpresa de
Pablo de que los Gálatas hayan abandonado «tan pronto» el evangelio de la
«gracia de Jesucristo», que está pensado para todos los hombres, para entregarse
a una religión particular llena de prácticas «sin eficacia ni contenido» (Ga 4,9)
que jamás podrían justificar al hombre ante Dios, aunque se cumpliera «la ley
entera» con todas y cada una de sus prescripciones. Esto sería «neutralizar el
escándalo de la cruz» (Ga 5,1 1), que ha revelado el amor de Dios a todos los
hombres y nos impone un solo mandamiento, el del amor, por el cual, si es
auténtico, queda cumplida de paso «la ley entera» (Ga 5,14). El mandamiento del
amor es el único universal porque es simplemente la respuesta al acontecimiento
de la cruz, y con ello, como «amor al prójimo», es también el único medio de
salvación universal capaz de traer la paz de Dios al mundo dividido.

DÉCIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R 17,1 7-24; Ga 1,11-19; Lc 7,11-17

1. «Que vuelva al niño la respiración». La resurrección del niño operada por


Elías en la primera lectura se diferencia de la que realiza Jesús en el evangelio en
la persona del hijo de la viuda de Nain. La viuda veterotestamentaria hace
amargos reproches al profeta: le dice que ha venido a su casa para avivar el
recuerdo de sus culpas, a causa de las cuales (se sobrentiende) habría muerto su
hijo. En el fondo Elías pide primero a Dios que devuelva la fe a la mujer, se echa
después tres veces sobre el cadáver de niño y finalmente se lo entrega vivo a su
madre, quien acto seguido confiesa su fe.

2. «Al verla, le dio lástima». La resurrección operada por Jesús en el


evangelio está motivada únicamente por su compasión. Nadie le pide que haga
semejante cosa (como tampoco en los otros casos de resurrecciones que se
narran en el evangelio), y para la realización del milagro no precisa ni de una
oración especial de súplica ni de una especie de transmisión de la vida (como el
ritual de echarse tres veces sobre el cadáver que realiza el profeta en la primera
lectura), sino únicamente del mayestático gesto que hace que se detenga el
cortejo fúnebre y ordena levantarse al muerto. Jesús se muestra aquí (como en el
caso de la hija muerta de Jairo y en la tumba de Lázaro) como el Señor de la vida
y de la muerte. Por eso para él la resurrección de un muerto no es más difícil que
la curación de un enfermo, y precisamente por eso puede ordenar de una vez a
los discípulos que envía a la misión: «Resucitad muertos, limpiad leprosos» (Mt
10,8). Para él tanto lo segundo como lo primero es sólo un signo de lo decisivo:
la resurrección y la liberación del hombre de la muerte espiritual del pecado,
como muestra el episodio de Mc 2,1-12, donde al paralítico primero se le
perdonan sus pecado y después se produce la curación: «¿Qué es más fácil:
decirle al paralítico “tus pecados quedan perdonados” o decirle “levántate, coge
la camilla y echa a andar”?». Como Jesús, por su muerte en la cruz, tiene el
poder de perdonar los pecados, posee también el poder («más fácil») de curar
físicamente a los enfermos y de resucitar corporalmente a los muertos.
3. «Pero cuando Dios se dignó revelar a su Hijo en mí». La segunda lectura
confirma en la conversión de Pablo el poder superior del Señor glorificado para
operar una resurrección espiritual, que aparece como un acontecimiento mucho
más poderoso en sus efectos que toda resurrección física a una vida física. La
soberanía del Señor glorificado que se aparece a Pablo es mucho más elevada
que su gesto terreno ante el ataúd del hijo de la viuda de Naín. Pues aquí toda
una existencia es transformada en su contrario espiritual. La conducta pasada de
Pablo era la de una existencia fanáticamente militante, que defendía con celo
extremo las «tradiciones de los antepasados» y por eso perseguía con sana la
novedad de la predicación de Jesús; pero esa existencia es desposeída ahora de
toda esa tradición nacional para anunciar un evangelio que no ha recibido ni
aprendido de ningún hombre, sino «por revelación de Jesucristo». Y sin embargo,
esa expropiación para ponerse al servicio de una verdad extraña es precisamente
para lo que Pablo había sido «escogido desde el seno de su madre», algo que
marco mucho mas profundamente su personalidad que todo lo que había
aprendido de la tradición. La violenta expropiación que se produce cerca de
Damasco es en realidad un retorno a la vocación más originaria. Esto muestra
una vez más que para Jesús la muerte física puede ser un simple episodio (la
llama dos veces «sueño»: Mt 9,24; Jn 11,11). El mismo es «la vida», indivisa, y
no una síntesis de vida y muerte.

UNDÉCIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

2S 12,7-10.13; Ga 2,16.19-21; Lc 7,36-8,3

1. «He pecado contra el Señor». El pecado de David, del que informa la


primera lectura, es grande: abrasado por la concupiscencia, para conseguir a una
mujer, se ha convertido en un asesino. Su pecado es más grave porque David ha
sido agraciado por Dios con esplendidez.
Ha sido ungido como rey de Israel, su enemigo ha sido sometido y las mujeres
de éste han caído en sus brazos. Pero éstas no le bastaban, quería acostarse con
otra, con la mujer de Unas el hitita. Se le impone un castigo: la espada no se
apartará de su casa, y también el hijo de Bersabé morirá. Sólo entonces se llena
de compunción y confiesa su pecado; y tras esta confesión, se le perdona su
culpa.

2. Muy distinto es el perdón del que se habla en el evangelio. A la pecadora


que importuna en el convite del fariseo, se le perdonan sus muchos pecados
porque tiene mucho amor. ¡Qué declaración mas misteriosa! Ciertamente con el
«mucho amor» no se está pensando en sus pecados eróticos. Y sin embargo,
aunque la prostituta era una amante extraviada y pecaminosa, era y es una mujer
de alguna manera amable y amada, no instalada en su propia justicia, y en su
amor aún impuro encontrará la gracia divina del perdón un punto de contacto
para impulsarla a este maravilloso testimonio de arrepentimiento. «Los
publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios»
(Mt 21,31). No es que el amor de la prostituta haya movido a la misericordia de
Dios a perdonarla, para que ella pueda después demostrar al Señor un amor
grande y puro. Pero el concurso de la gracia siempre preveniente y del principio
de un amor auténtico en la mujer constituye un todo que no debemos intentar
disociar. En el escaso amor del que se cree justo, el amor divino que perdona
sólo puede arraigar difícil e insuficientemente. La parábola que Jesús cuenta a su
anfitrión fariseo (la del prestamista que tenía dos deudores: uno que le debía
quinientos y otro cincuenta denarios), es y seguirá siendo paradójica: pues en
realidad el fariseo debe mucho más a Dios que la pecadora. La parábola se
pronuncia desde el horizonte espiritual del fariseo.
Pero quizá se pueda establecer un nexo con la historia de David, pues el
gravísimo pecado de éste tampoco procede en último término de un corazón
malvado y obstinado, sino de un amor extraviado por el pecado. Por eso se
hunde enseguida cuando se le acusa, se arrepiente y confiesa su culpa.

3. «El hombre no se justifica por cumplir la ley». La enseñanza de Pablo en


la segunda lectura puede entenderse como una explicación del evangelio. Pablo
es un fariseo y un pecador que ha sido perdonado. Pero Jesús le ha convencido
de su pecado («¿por qué me persigues?»), y su falso celo ha sido transformado
por la gracia en un celo autentico. Por eso está «muerto para la ley, porque la ley
me ha dado muerte»; con su perseverancia en el camino de la ley (que produce el
pecado: Rm 7) ha llegado a su fin; no por sus propias luces sino por la gracia del
que se le ha revelado como el Crucificado —por la ley, pero Crucificado por mi
— y lo ha crucificado con él. Crucificado en el amor a Cristo, un amor que —
Pablo lo sabe bien— es la única causa de mi conversión a la pura entrega. Ahora
ya no están frente a frente mi yo y la ley que yo debo guardar, sino el Cristo que
me ama y mi fe (es decir, mi entrega) en él, o mejor: esta relación ha quedado
superada porque el Señor, que me ha tomado consigo, a mí y a mi pecado, me
posee en sí, de manera que ya no vivo en mí mismo, sino en él; o mejor aún: «Es
Cristo quien vive en mí».

DUODÉCIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Za 12,10-li; 13,1; Ga 3,26-29; Lc 9,18-24

1. «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho». La escena del evangelio
de hoy constituye un punto culminante en los sinópticos: es como la línea
divisoria de las aguas en la vida de Jesús. Hasta ahora, conforme al encargo del
Padre, Jesús ha actuado mesiánicamente; ha suscitado, sobre todo entre sus
discípulos, un presentimiento sobre la esencia de su persona. Dada la
importancia del cambio que se produce en esta escena, Lucas la sitúa en el
contexto de una oración de Jesús a solas. Al plantear la cuestión de su identidad,
Jesús aprovecha la ocasión para desvelar lo central de su misión. Las ideas de la
gente al respecto son tan vagas e imperfectas que él no puede seguir callando; la
afirmación de Pedro: tú eres «el Mesías de Dios», es correcta, aunque la idea que
Pedro tiene del Mesías es todavía enteramente veterorestamentaría y está
determinada por la mentalidad de la época, según la cual el Mesías debe ser el
liberador de Israel. De ahíla prohibición terminante de difundir este título, y de
ahí también —mucho más profundamente— la clara exposición de la verdadera
misión del Mesías: ser desechado, morir, resucitar. Y para que todo esto no sea
percibido como un acontecimiento incomprensible, en cierto modo mitológico, se
saca enseguida la consecuencia para todo el que quiera ser su discípulo: que
«cargue con su cruz cada día y se venga conmigo»; eso es seguir al Mesías. La fe
exigida incluye la acción que implica: seguir a Jesús no por una especie de
ganancia ventajosa, sino mediante la pérdida incondicional: «El que pierda su
vida por mi causa...».

2. «Harán llanto como llanto por el hijo único». Ciertamente la primera


lectura (del profeta Zacarías), por su proximidad a la cruz de Cristo, seguirá
estando siempre rodeada de misterio y nunca podrá explicarse del todo. Quizá ni
siquiera el propio profeta sabe quién es este «hijo único», por el que se entona un
lamento tan grande como el luto de los sirios paganos por su dios Hadad-Rimón,
que muere y resucita; del que se dice que los mismos que se lamentan lo han
matado, «traspasado». Además este gran llanto está suscitado por «un espíritu de
gracia y de clemencia» que es derramado por Dios, y con motivo de tan gran
lamentación se alumbrará en la ciudad santa «un manantial contra los pecados e
impurezas». ¿Tuvo realmente el profeta un presentimiento de que todo esto
sucedería: el Hijo de Dios traspasado, el manantial (que en último término brota
de él mismo) y el espíritu de oración que por la muerte del traspasado se derrama
sobre el pueblo? Resulta casi obligado suponer que aquí aparece un oscuro
barrunto de lo que se dice claramente en el evangelio: el Mesías tendrá que
padecer mucho y morir, y el espíritu de oración y purificación hará posible una
compasión interior.

3. «Hijos de Dios en Cristo Jesús». La segunda lectura cierra el abismo que


parece abrirse entre el destino del Mesías traspasado y el llamamiento a seguirle
que se hace en el evangelio a hombres completamente normales. Si éstos
«pierden su vida por mi causa», entran en la esfera del que padece
originariamente y por sustitución vicaria, se convierten en «Hijos de Dios» en él,
no en el sentido de los misterios paganos de Hadad-Rirmón, sino en el sentido
que Pablo desvela cuando muestra cómo el creyente por el bautismo «se reviste
de Cristo». Se sobrentiende que no se trata de algo externo como el vestido, que
permanece fuera del cuerpo, sino de una realidad dentro de la cual el hombre se
pierde. Por eso los cristianos no llevan cada uno su vestido personal, sino el
vestido de Cristo, el Cristo vivo que acoge a todos en si para que todos sean
«uno» en él y puedan así participar interiormente en su destino único («cargar
con su cruz cada día»).

DÉCIMOTERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1 R 19,16b.19-21; Ga 5,1-13.18; Lc 9,5 1-62

1. «Ve y vuelve». Hoy se trata de la llamada al seguimiento, y en la primera


lectura aparece un modelo veterotestamentario ya muy radical que será superado
una vez más por Jesús. El profeta Elías echa su manto sobre Eliseo, mientras éste
ata con su yunta, para significar que lo ha elegido para ser su discípulo. Elías
acepta que Eliseo vaya a despedirse de sus padres, y el gesto de sacrificar los
bueyes de su yunta para invitar a comer a su gente muestra que Eliseo ha
decidido ponerse al servicio del profeta. «Luego se levantó, marchó tras Elias y
se puso a sus órdenes». No se trata de un servicio puramente humano, sino que,
al ser Elías un hombre de Dios, es ya un servicio a Dios.
Para la Antigua Alianza esto es una obediencia grandiosa a una llamada de Dios
transmitida por el profeta.

2. «Deja que los muertos entierren a sus muertos». Pero la exigencia de Jesús
va aún más lejos. En el evangelio tres hombres se ofrecen a Jesús para seguirle.
Al primero lo remite a su propio destino y ejemplo: Jesús ya no tiene casa propia.
Ni siquiera la casa en la que ha crecido, la casa de su madre, cuenta ya. No mira
atrás. Es más pobre en esto que los animales, vive en una inseguridad total. No
posee más que su misión. Y al comienzo del evangelio se dice a dónde conduce
esta misión: a su «ascensión» se dice literalmente: ¿a la cruz? ¿Al cielo? Lucas
deja abierta la cuestión. Es típico que no se le reciba en la aldea de SaMaría
donde quería alojarse. Por eso no es necesario mandar bajar fuego del cielo. Es
normal que «los suyos no lo reciban» (Jn 1,1 1). El segundo hombre quiere
primero ir a enterrar a sus padres, y el Señor de la vida le contesta: «Deja que los
muertos entierren a sus muertos». Los muertos son los mortales que se entierran
unos a otros; Jesús está por encima de la vida y de la muerte, muere y resucita
«para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14,9). El tercer hombre quiere
despedirse de su familia. Aquí Jesús va más lejos que Elias. Para el llamado a
seguir a Jesús de un modo radical no hay componenda que valga entre familia y
decisión por el reino. La decisión exigida es indivisible e inmediata. A partir de
su norma se regulará la relación con la familia y con los demás hombres.

3. « Vuestra vocación es la libertad». La libertad de la que se habla en la


segunda lectura es la libertad para la que «Cristo nos ha liberado», y no otra. No
una libertad individualista, pues la libertad cristiana consistirá en el servicio al
prójimo: «Sed esclavos unos de otros por amor». Tampoco se trata del libertinaje,
pues entre los deseos de la carne y la libertad que nos da el Espíritu que nos guía
hay una contradicción directa, un antagonismo total. Que el hombre tenga que
luchar contra sí mismo y contra sus pasiones para conservar su verdadera
libertad, nada dice contra la libertad que le ha sido dada; también Cristo tuvo que
luchar en sus «tentaciones» (Lc 4,1-12). No se puede ser libre para hacer al
mismo tiempo dos cosas contradictorias, sino que para ser libre hay que superar
la contradicción en uno mismo. La libertad de Cristo es hacer siempre la
voluntad del Padre, y seguir a Jesús en esto nos «hace libres» verdaderamente
(Jn 8,31-32). La libertad a la que Cristo nos llama es su propia libertad, a través
de la cual participamos en la libertad intradivina, trinitaria, absoluta.

DÉCIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Is 66,10-14c; Ga 6,14-18; Lc 10,1-12.17-20

1. «Como corderos en medio de lobos». En el gran discurso misional del


evangelio, Jesús envía a sus discípulos «como corderos en medio de lobos». La
imagen es terrible. Humanamente considerado, semejante envío podría parecer
irresponsable. Jesús puede decir algo semejante únicamente porque él mismo ha
sido enviado por el Padre como el «Cordero» en medio de los hombres, que se
comportan como lobos con respecto a él, para que así se consiga el triunfo del
«Cordero como degollado» que le hace digno y capaz de soltar todos los sellos
de la historia del mundo (Ap 5). Jesús ha venido a los hombres completamente
indefenso; su única arma era su misión, la cual, mientras duró, le protegió contra
el ataque de sus enemigos, aunque a veces tuvo que librarse de ellos a escape.
Jesús desarma primero completamente a los que tienen que anunciar su mensaje:
a los «pocos obreros»; éstos en primer lugar deben desear la paz: no importa que
ésta sea aceptada o no; y si esa paz no es aceptada, en modo alguno hay que
tratar de imponerla por la fuerza, sino que hay que marcharse a otro sitio. Pero
tanto a los que los acogen como a los que los rechazan, sus mensajeros deben
anunciarles que el reino de Dios está cerca, para que la gente pueda prepararse
convenientemente, pues el tiempo apremia. No deben alegrarse o entristecerse
por el éxito o el fracaso; el éxito no está incluido en la misión; el verdadero éxito
se encuentra únicamente en el Señor de las misiones, que mediante su cruz ha
expulsado a Satanás del cielo. El Cordero de Dios solo «ha vencido»: «ha
vencido el león de la tribu de Judá», en cuyo honor se entonan grandes cantos de
alabanza en el cielo (Ap 5,5.9ss). Unicamente en él, y no en sí mismos, tienen los
enviados «potestad para pisotear... todo el ejército del enemigo». Esta certeza
debe bastarles a los enviados como consuelo.

2. «Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús». En la segunda lectura el


apóstol habla en nombre de la Iglesia de Cristo. La indefensión de Jesús y de sus
discípulos se ha transformado ahora en su estar crucificados, en el que la
aparente derrota se mostrará como la verdadera victoria. El mundo
aparentemente victorioso está crucificado, es decir, está muerto y es inofensivo,
mientras que el apóstol «está crucificado para el mundo», ha hecho inofensivo lo
que es mundano en él. Y estas dos cosas en virtud de la cruz de Cristo, que es lo
único de lo que Pablo se gloría. Que lleve «en su cuerpo las marcas de Jesús», es
sólo el signo de su seguimiento estricto, un seguimiento en el que Pablo es
ciertamente consciente de la distancia que le separa del Señor («¿Ha muerto
Pablo en la cruz por vosotros?»: 1 Co 1,13). Sólo a partir de la cruz de Cristo
puede Pablo, en nombre de la Iglesia (del «Israel de Dios»), prometer «paz y
misericordia» a todos los que «se ajustan a esta norma»: que la victoria sobre el
mundo se encuentra únicamente en la cruz de Jesús y en sus efectos sobre la
Iglesia y sobre el mundo.

3. «Como a un niño a quien su madre consuela». En esta «norma» se


encuentra toda la riqueza de la Iglesia, que es la madre que nos alimenta y de
cuyas ubres abundantes, como dice la primera lectura, debemos mamar hasta
saciarnos. La Iglesia no tiene más consuelo para sus hijos que el que le ha sido
dado por Dios: que en la cruz de Jesús el amor de Dios se ha convertido en algo
definitivamente tangible para el mundo; que sólo a partir de ella puede hacerse
derivar hacia la Iglesia, y a través de ella hacia el mundo, «la paz como un
torrente en crecida».

DÉCIMOQUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Dt 30,10-14; Col 1,15-20; Lc 10,25-37

1. «Anda, haz tú lo mismo». La parábola del buen samaritano es


aparentemente una historia en la que Jesús no aparece. Y sin embargo lleva
claramente su marca; nadie más que él podía contarla en estos términos: que los
que debían practicar la misericordia, el sacerdote y el levita, se muestren
indiferentes y pasen de largo, y que sea precisamente el extranjero el que tenga
compasión del malherido «medio muerto», lo cure, le vende las heridas, lo cuide
y, tras su marcha, siga preocupándose de él. Sólo Jesús puede contar esto así,
pero no por sus sentimientos humanitarios, sino porque lo que hace el extranjero
con el malherido, él mismo lo ha hecho por todos más allá de toda medida. El
samaritano es un pseudónimo de Jesús, y cuando se dice al letrado: «Haz tú los
mismo», se le está invitando a imitar a Cristo. Un humanista habría hecho algo a
medio camino entre la omisión descarada de los dos primeros y la maravillosa
obra de misericordia del tercero: quizá se habría dirigido a un puesto de guardia
de los samaritanos, habría dado su informe y después habría proseguido su
camino. En la sobreabundancia de la obra de misericordia se encuentra el sello
de Cristo, algo que remite a la respuesta que Jesús había dado cuando se le
preguntó qué hay que hacer para heredar la vida eterna: «Amarás con todo tu
corazón», no sólo a Dios, sino también al prójimo.

2. «Por él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres». Jesús, que se
oculta tras el extranjero de la parábola del evangelio, es en la segunda lectura «el
primogénito» en el que «se mantiene» toda la creación. Sin este primogénito, sin
este arquetipo, no habría creación alguna. La creación sólo existe porque «en él
quiso Dios que residiera toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todos los
seres», eliminar todas las disonancias existentes en el mundo, hacer coincidir a
todos los contrarios que pugnan entre sí en su paz, lograda «por la sangre de su
cruz». También la injusticia social de la que se habla en la parábola, que un
hombre esté malherido en medio del camino, que las clases altas de la sociedad,
los acomodados espiritual y corporalmente, pasen de largo sin hacer nada,
también esto es expiado y reconciliado en la obra del Buen Samaritano, que ha
derramado su sangre por el mundo. Por lo demás, no conviene olvidar las
palabras del final: «Anda, haz tú lo mismo». Pero antes de esta acción, está la
obra universal de reconciliación realizada por Jesús, y antes de ésta, su elección
como fundamento y arquetipo de la creación entera. La cadena entre estos tres
eslabones es irrompible.

3. «El mandamiento está muy cerca de ti». Es precisamente esto lo que


inculca ya la Antigua Alianza en la primera lectura, suprimiendo la aparente
distancia entre Dios con su mandamiento y el hombre, que debe escucharlo y
cumplirlo. La disculpa es tan fácil: el mandamiento del cielo es demasiado
elevado, no es aplicable en la vida cotidiana, está demasiado lejos, más allá del
mar, sólo pueden ponerlo en práctica los emigrantes y algunos ascetas especiales.
No, porque todas las cosas tienen en Cristo su consistencia, el mandamiento está
muy cerca de ti: tu conciencia puede percibirlo, está en tu espíritu, puedes
comprenderlo, meditarlo, aplicarlo. Si el Logos es el arquetipo de todos los seres,
entonces tú eres su imagen, llevas su impronta en ti. El humanismo no niega la
posibilidad de poseer esta ley primordial y de obedecer su imperativo;
únicamente no ve que el hombre no es más que expresión y no el sello mismo, y
que hay que mirar a este último para saber hasta dónde llega el deber del amor.

DÉCIMOSEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Gn l8,1-l0a; Col 1,24-28; Lc 10,38-42

1. «No pases de largo junto a tu siervo». La hospitalidad es una ley suprema


en los pueblos sencillos, y Abrahán la practica de la manera más generosa y
solemne con los tres caminantes extranjeros, como se narra en la primera lectura.
Prepara un banquete para ellos, como si barruntara que en estos extranjeros le
visitaba un poder suprarerrenal. Aunque son tres, Abrahán les habla en singular.
Dios se le aparece en una pluralidad para él incomprensible (posteriormente,
cuando Dios va a Sodoma, se habla de dos ángeles: Gn 19,1). El comportamiento
de Abrahán con respecto a Dios es aquí el preludio de la promesa divina de que
Sara tendrá un hijo antes de un año.

2. En el evangelio la cosa cambia: «Sólo una cosa es necesaria». Aquí no es


la solícita hospitalidad de Marta lo que está en primer lugar, sino la palabra de
Dios que sale de la boca de Jesús. Ninguna acción que pueda realizar el hombre
para agradar a Dios merece el don de esta palabra; ésta es dada gratuitamente a
María porque esta abierta a ella y puede escucharla. Sería absurdo invertir este
sentido evidente del relato y atribuir a la criticada Marta una perfección superior
porque sabe estar «in actione contemplativa». El hombre no puede actuar
correctamente, si antes no ha escuchado la palabra de Dios; eso es precisamente
lo que se puede reconocer incluso en el episodio de Abrahán en el encinar de
Mambré, pues la historia había comenzado con la escucha obediente de la
palabra de Dios. Ya en la Antigua Alianza todo comienza con el «Escucha,
Israel». La acción debe después corresponder a esa escucha; a ninguna
ortopraxis le está permitido imaginar que puede sustituir a la ortodoxia o
producirla a partir de si misma. La praxis de María se demostrará como la
correcta en el último convite de Betania, cuan do unge a Jesús para su sepultura;
su acción será defendida por el Señor contra todos los ataques y propuesta como
modelo para toda la historia de la Iglesia.

3. « Cristo es para vosotros la esperanza de la gloria». También en la


Iglesia la palabra de la predicación debe preceder a la praxis, como muestra la
segunda lectura. «¿Cómo van a creer si no oyen hablar de él?, y ¿cómo van a oír
sin alguien que proclame?» (Rm 10,14). La obra suprema de Dios, la entrega de
su Hijo por nosotros, es la quintaesencia de la palabra que nos dirige. Y percibir
la palabra de este Hijo como acción de Dios significa entrar en esa acción. Por
eso el apóstol puede atreverse a escribir estas palabras: «Así completo en mi
carne [lo que falta a] los dolores de Cristo». En la medida en que Cristo como
cabeza ha sufrido por todo su cuerpo, a este sufrimiento no le falta nada; pero en
la medida en que Cristo es «cabeza y cuerpo», el cuerpo debe participar en la
pasión de Cristo. La «comunión en Cristo», en la que el apóstol quiere introducir
mediante su predicación a todos los hombres, incluidos los paganos, exige algo
más que la distancia entre el que habla y el que escucha, exige la acción común.

DECIMOSÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Gn 1 8,20-32; Col 2,12-14; Lc 11,1-1 3

1. «¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?». La intercesión de


Abrahán por los justos de Sodoma, tal y como se cuenta en la primera lectura, es
el primer gran ejemplo y el modelo permanente de toda oración de petición. Es
insistente y humilde a la vez. Cada vez va un poco más lejos: desde los cincuenta
inocentes que bastarían para impedir la destrucción de la ciudad, hasta cuarenta y
cinco, cuarenta, treinta, veinte, diez. Semejante descripción sólo puede
entenderse —aunque al final la súplica no pueda ser escuchada, pues ni siquiera
hay diez justos en Sodoma— como un estímulo del todo singular para animar al
creyente a penetrar en el corazón de Dios hasta que la compasión que hay en él
comience a brotar. Ejemplos posteriores, sobre todo cuando Dios escucha las
súplicas de Moisés, lo confirman. Cuando Dios se compromete en una alianza
con los hombres, quiere comportarse como un amigo y no como un déspota;
quiere dejarse determinar, humanamente se puede decir que quiere que el hombre
le haga «cambiar de opinión», como las oraciones de súplica
veterotestamentarias mitigan muy a menudo la ira de Yahvé. El hombre que está
en alianza con Dios tiene poder sobre su corazón.

2. «Perdónanos nuestros pecados». En el evangelio Jesús se dirige a Dios


con la seguridad del que sabe que el Padre le «escucha siempre» (Jn 11,42). Y,
como está en oración, sus discípulos le piden que les enseñe a orar. Jesús les
enseña su propia oración, el Padrenuestro, y además les cuenta la parábola del
hombre que despierta a su amigo a medianoche para pedirle que le preste tres
panes. En la parábola el hombre tiene que insistir hasta llegar a ser importuno
para obtener lo que desea. Con Dios en realidad sobra la indiscreción, pero se
exige la constancia en la oración, en la búsqueda: hay que llamar a la puerta para
que Dios Padre abra a sus criaturas. Dios no duerme, esta siempre dispuesto a
«dar su Espíritu Santo a los que se lo piden», pero no arroja sus preciosos dones
a los que no los desean o sólo los demandan con tibieza y negligencia. Lo que
Dios da es su propio amor inflamado, y éste sólo puede ser recibido por aquellos
que tienen verdadera hambre de él. Pedir a Dios cosas que por su esencia El no
puede dar (un «escorpión», una «serpiente») es un sinsentido; pero toda oración
que es según su voluntad y sus sentimientos, El la escucha, incluso
infaliblemente, incluso inmediatamente, aunque no lo advirtamos en nuestro
tiempo pasajero. «Cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que os la han
concedido, y la obtendréis» (Mc 11,24). «Si le pedimos algo según su voluntad,
nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que
tenemos conseguido lo que le hayamos pedido» (1 Jn 5,14s).

3. «Dios os dio vida en Cristo». La segunda lectura nos indica la condición


para esta esperanza casi temeraria. Esta condición es que hayamos sido
sepultados junto con Cristo en el bautismo y hayamos resucitado con él en
Pascua mediante la fe en la fuerza de Dios. De este modo entre Dios, el Señor de
la alianza, y nosotros, sus socios, se establece una relación directa e inmediata
que elimina todos los impedimentos —nuestros pecados, los pagarés de nuestra
deuda y las acusaciones que pesan sobre nosotros—. La cruz de Cristo quita
todo esto de en medio; ella es la que ha «derribado el muro separador del odio»,
la que ha traído «la paz» (Ef 2,14-16).

DÉCIMOCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Qo 1,2; 2,21-23; Col 3,1-5.9-11; Lc 12,13-21

1. «Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Jesús distingue en el evangelio
entre ser y tener. El ser es la vida y la existencia del hombre, el tener son las
posesiones grandes o pequeñas que le permiten seguir viviendo. La advertencia
de Jesús consiste simplemente en que el hombre no debe convertir el medio en el
fin, ni identificar el significado de su ser con el aumento de sus medios. Lo
absurdo de esta identificación salta a la vista cuando se considera no sólo la
muerte del hombre, sino que éste debe responder de su vida ante Dios. Aunque
esto no está todavía claro en el paralelo vererotestamenrario, y aunque Jesús
plantea la pregunta: «Lo que has acumulado (cuando mueras), ¿de quién será?»,
esta cuestión no constituye el centro para él, sino esta otra: «No amontonéis
tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen... Amontonad tesoros
en el cielo» (Mt 6,19s). Por tanto sabemos que ante Dios lo importante no será la
cantidad del tener sino la calidad del ser (cfr. 1 Co 3,1 1-15). Esto se hace
evidenre sobre todo mediante la palabrita «sí». El que quiere tener, amontona
riquezas «para sí»; el que tiene un ser de gran valor, renuncia a este «para sí» y
piensa en su ser junto a Dios. Dios es el tesoro. «Donde está tu tesoro, allí está tu
corazón» (Mt 6,21). Si Dios es nuestro tesoro, entonces debemos estar
íntimamente convencidos de que la riqueza infinita de Dios consiste en su
entrega y autoenajenación, es decir, en lo contrario de la voluntad de tener.

2. «Todo es vaciedad». Qoheler nos hace comprender ya en la primera


lectura lo absurdo que es que los bienes que un hombre ha conseguido con su
habilidad y acierto puedan ser heredados a su muerte por un holgazán. De este
modo en el esfuerzo permanente por los bienes pasajeros hay como una especie
de contradicción que se renueva en cada generación siguiente, mostrando así
claramente la vanidad de toda voluntad terrena de tener.

3. La segunda lectura saca la conclusión general: «Aspirad a los bienes de


arriba, no a los de la tierra». Pero lo celeste no son los tesoros, los méritos o las
recompensas que nosotros hemos acumulado en el cielo, sino simplemente
«Cristo». El es «nuestra vida», la verdad de nuestro ser, pues todo lo que somos
en Dios y para Dios se lo debemos sólo a él, lo somos precisamente en él, «en
quien están encerrados todos los tesoros» (Col 2,3). «Dejaos construir» sobre él,
nos aconseja el apóstol (ibid. 7), aunque con ello el sentido esencial de nuestra
vida permanezca oculto para los ojos del mundo. Debemos «dar muerte» a todas
las formas de la voluntad de tener enumeradas por el apóstol, y que no son sino
diversas variantes de la concupiscencia, por mor del ser en Cristo; y esta muerte
es en verdad un nacimiento: un «revestirnos de una nueva condición», un llegar a
ser hombres nuevos. En esta nueva condición desaparecen las divisiones que
limitan el ser del hombre en la tierra («esclavos o libres»), mientras que todo lo
valioso que tenemos en nuestra singularidad (Pablo lo llama carisma) contribuye
a la formación de la plenitud definitiva de Cristo (Ef 4,1 1-16).

DÉCIMONOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Sb 18,6-9; Hb 11,1-2.8-19; Lc 12,32-48

Todos los textos de esta celebración nos exigen vivir en tensión, en movimiento
(éxodo), desinstalados, en estado de peregrinación; en una palabra: vivir en vela,
en vela en razón de la fe, en razón de la promesa de Dios, en razón de las
cuentas que habremos de rendir pronto.

1. «La fe es seguridad de lo que se espera». La segunda lectura llama a esta


existencia desinstalada simplemente «fe». La fe se apoya en una palabra recibida
de Dios que anuncia una realidad invisible y futura.
Esto se muestra en la existencia de Israel, que comienza con el éxodo de Abrahán
y se continúa a través de los siglos; esta fe puede ser sometida a duras pruebas,
como cuando se exige a Abrahán que sacrifique a su hijo, como demuestra
también el hecho de que todos los representantes de la Antigua Alianza
«murieron sin haber recibido la tierra prometida». Estos aprendieron casi más
drásticamente que los cristianos lo que significa vivir «como huéspedes y
peregrinos en la tierra», y buscar una patria que está más allá de toda su
existencia perecedera. Porque en el destino de Jesús y en la recepción del
Espíritu Santo los cristianos no solamente «han visto y saludado de lejos» la
patria celeste, sino que, como dice Juan, «han oído, visto y palpado la Palabra
que es la vida eterna», y según Pablo han recibido el Espíritu Santo como arras,
como prenda o garantía de lo que esperan, por lo que pueden y deben ir al
encuentro del cumplimiento de la promesa con mayor seguridad, y por ello
también con mayor responsabilidad.

2. «La noche de la liberación se les anunció de antemano». La primera


lectura muestra que ya en la Antigua Alianza la fe no estaba desprovista de toda
garantía: hubo anuncios que se cumplieron, como el de la noche de la comida
pascual o la promesa de Dios al rey David, como la predicción de los profetas
sobre el exilio y su duración. Todo hombre atento recibe tales signos: Dios le
muestra así que está en el buen camino; si exige de él la fe, Dios no le deja en la
incertidumbre, aunque a veces sea sometido a una dura prueba como Abrahán o
algunos profetas, pues en último término su fe no puede apoyarse sobre signos y
milagros, sino sobre la fidelidad de Dios, que mantiene su palabra de un modo
inquebrantable.

3. «Al que mucho se le dio, mucho se le exigird». En el evangelio aparecen


múltiples variantes de la exigencia dirigida a los cristianos de vivir siempre
preparados, en vela. Y esto tanto más cuanto mayores sean los dones y tareas que
Dios les ha dado y encomendado. Las tareas encomendadas por Dios se cumplen
de la mejor manera cuando el criado no pierde de vista que en cualquier
momento puede ser llamado a rendir cuentas; por tanto, cuando cada uno de sus
momentos temporales es inmediatamente vivido y configurado de cara a la
eternidad. Si el cristiano olvida esta inmediatez, olvida también el contenido de
su tarea terrena y de la justicia que ésta implica («empieza a pegarles a los mozos
y a las muchachas»); ahora queda claro que el cristiano no practicará esta
justicia, si no es capaz de mirar más allá del mundo para poner sus ojos en las
exigencias de la justicia eterna, que no es una mera «idea», sino el Señor viviente
cuya aparición espera toda la historia del mundo.

VIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Jr 38,4-6.8-10; Hb 12,1-4; Lc 12,49-5 3

1. «No paz, sino división». El fuego que según el evangelio Jesús ha venido a
prender en el mundo, es el fuego del amor divino que debe alcanzar a los
hombres. A partir de la cruz, su terrible bautismo, comenzará a arder. Pero no
todos se dejaran inflamar por la exigencia absoluta e incondicional de este fuego,
de manera que aquel amor, que querría y podría conducir a los hombres a la
unidad, los divide a causa de su resistencia. Más clara e inexorablemente que
antes de Cristo, la humanidad entera se dividirá en dos reinos, bloques o Estados,
lo que Agustín designa como la «ciudad de Dios», dominada por el amor, y la
«ciudad de este mundo», dominada por la concupiscencia. Jesús muestra que la
división rompe los vínculos familiares más íntimos y, según la descripción de
Pablo, a menudo atraviesa incluso los corazones de los hombres, donde la carne
lucha contra el espíritu (Ga 5,17), y el «hombre desgraciado» «no hace lo que
quiere, sino lo que (en el fondo) detesta» (Rm 7,15). Pero esto no es para Jesús
ni para Pablo una trágica fatalidad, sino una lucha que ha de mantenerse hasta la
victoria final: porque el amor y el odio no son dos principios igualmente eternos
(como pensaban los maniqueos), sino porque nosotros podemos «vencer al mal a
fuerza de bien» (Rm 12,21), para lo cual se nos da la fuerza de la gracia de Dios.

2. «Jeremías se hundió en el lodo». La lucha es dura, porque el «reino de


este mundo» está lleno de crueldad. La guerra, la tortura y las múltiples formas
de crueldad han reinado en el mundo desde siempre, y parece como si hubieran
aumentado más aún a raíz de la aparición de Cristo, el «príncipe de la paz».
Jesús divide y agrava las oposiciones. Lo que le sucede a Jeremías en la primera
lectura no es más que un ejemplo de las innumerables atrocidades que se
cometenen el mundo, a veces también en nombre de la religión. El profeta es
sometido a semejante tortura, que según las intenciones de sus autores debería
haberlo matado, a causa de la palabra de Dios que se oponía al ciego deseo de
guerra de Israel. Los hombres piadosos piden a Dios en los salmos con bastante
frecuencia que los libre del lodo en el que se encuentran hundidos (Sal 40,3;
69,15) y Job se compara a sí mismo con este lodo (10,9; 13,12 etc.). Pablo dice
que ha sido relegado al último lugar y considerado como «la basura del mundo»
(1 Co 4,9.13).

3. «Sin miedo a la ignominia». En esta «pelea» de la que habla también la


segunda lectura, y de la que el cristiano siente la tentacion de retirarse, sólo
importa una cosa: tener «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe»,
recordando «al que soportó la oposición de los pecadores». Innumerables
hombres, «una nube ingente de espectadores», de testigos de la fe, han hecho
esto antes que nosotros y han sido puestos a prueba, a menudo más duramente,
llegando incluso a derramar su «sangre». Jesús ha tomado sobre sí
abundantemente la ignominia del mundo, todo su viacrucis estuvo acompañado
del escarnio y del desprecio. Fue precisamente a través de este fango de la
ignominia como él llegó a sentarse «a la derecha del Padre». El que conrempla
este ejemplo se avergonzará de permanecer tan lejos de él en lo que a la
ignominia se refiere.

VIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

1s 66,18-21; Hb 12,5-7.11-13; Lc 13,22-30

1. «De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas». La profecía del final del
libro de Isaías (primera lectura) dice al pueblo de Israel con toda claridad que
Dios llamará también a hombres de países lejanos, que «nunca oyeron su fama»,
y de entre ellos escogerá a algunos como sacerdotes y servidores particulares.
Para Israel es una tarea sumamente difícil saberse el pueblo elegido y a la vez
tener que relativizarse hasta el punto de tener que admitir esto: la misma elección
afectará a otros cuando llegue el momento, un momento que sólo Dios conoce.
Estos otros, que en general eran considerados por Israel como enemigos de Dios,
son ahora llamados por Dios «vuestros hermanos». Los sacrificios que ellos
ofrecerán en el templo del Señor no están manchados ni carecen de valor (como
los sacrificios paganos), pues traen ofrendas «en vasijas puras». ¿Cómo se
comportará Israel con respecto a esta promesa?

2. «No sé quiénes sois». El evangelio da respuesta a esta cuestión, pues se


dirige ante todo a ese Israel que no quiere admitir la ampliación anunciada por el
profeta. Que desconocidos «de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur»,
vengan «a sentarse a la mesa en el reino de Dios» con los patriarcas de Israel, es
algo tan insoportable para los interlocutores de Jesús que éstos, con «rechinar de
dientes», pasan a convertirse en «últimos», aun que eran los «primeros», e
incluso ya no se les permite entrar. Tienen que reconocer que se comportaron
como auténticos «malvados» cuando se empecinaron en su presunta prerrogativa
mientras comían y bebían con Jesús y éste «enseñaba en sus plazas». Las duras
palabras que oyen por boca de Jesús son palabras de advertencia, de aviso, pero
sólo pueden provenir de su amor. Y aunque al final se les dice que serán «los
últimos», conviene no olvidar que este último puesto (como confirman muchas
profecías: Ez 16,63) es ciertamente el lugar de la vergüenza, pero no el de la
desesperación. Hay una esperanza para todo Israel (Rm 11,26).

3. «El Señor reprende a los que ama». La segunda lectura, que habla de la
reprensión de Dios, de la corrección que procede del amor, se dirige ciertamente
primero a los cristianos. Estos deben sentirse igualmente interpelados por las
advertencias del evangelio. Pues también ellos pueden, como los judíos, alardear
de su elección y de sus presuntas prerrogativas, y por eso precisamente pueden
quedarse fuera y ser relegados al último puesto. Por ello han de recordar que no
deben entender la corrección simplemente como un castigo en su vida, sino como
un necesario instrumento pedagógico que quiere conferir a su fe y a su vida
relajadas un nuevo vigor cristiano. Pero también el Israel posrcrisriano debería
recordar estas palabras a propósito de la corrección, que ya le fueron dichas en la
Escritura de la Antigua Alianza (Pr 3,11-12). Si es verdad que los dones y las
llamadas de Dios son irrevocables (Rm 11,29), entonces la larga pasión de Israel
no puede ser más que un acontecimiento histórico dentro de su elección.

VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Si 3,17-18.20.28-29; Hb 12, l8-l9.22-24a; Lc 14,1.7-14

1. «En el último puesto». Se podría decir que el evangelio de hoy trata de la


humildad. Pero es difícil definir la humildad como virtud. En realidad no se debe
aspirar a ella, porque entonces se querría ser algo; no se la puede ejercitar,
pqrque entonces se querría llegar a algo. Los que la poseen no pueden ni saber ni
constatar que la tienen. Simplemente se puede decir negativamente: el hombre no
debe pretender nada para sí mismo. Por eso no debe ponerse por propia iniciativa
en el primer puesto, donde se le ve, se le considera y se le aprecia y agasaja
sobremanera; tampoco debe calcular a quiénes debe invitar a comer para que le
inviten después a él. Si se pone en el último puesto, no es para ser tenido por
humilde, y si se le dice que suba más arriba, no se alegra por él, sino porque ve la
benevolencia de su anfitrión. No se valora a sí mismo, porque no le interesa el
rango que ocupa entre los hombres. Y si el Señor le dice que su actitud se verá
recompensada «cuando resuciten los justos», probablemente para él esto sólo
significará que se le promete que estará cerca de Dios. Pues sólo esto le
preocupa: que Dios está infinitamente por encima de él en bondad, poder y
majestad.

2. Os habéis acercado a la «ciudad del Dios vivo». La segunda lectura le


asegura que pertenece ya a la «ciudad del Dios vivo», donde habitan
innumerables ángeles, primogénitos, justos, por encima de los cuales se eleva
Dios, el «juez de todos», y «Jesús, el mediador de la Nueva Alianza». Se alegra
de pertenecer a esta ciudad y comprende que es una gracia de Dios poder estar
en tan grata compañía, poder vivir en una sociedad congregada en torno a Dios.
No se pregunta si es digno o indigno de pertenecer a ella, al igual que un niño
tampoco se pregunta si es digno o no de participar en un banquete de adultos;
simplemente goza con las cosas buenas que se le ofrecen y con la compañía de
que disfruta. Es en esto un modelo para nosotros, hijos de Dios, a los que les ha
tocado en suerte algo tan hermoso. Naturalmente, sin haberlo «merecido»: pues
¿en virtud de qué hubiéramos podido «merecerlo»? Pero nos encontramos muy
bien en semejante compañía y no tenemos necesidad de sentirnos «forasteros» en
ella.

3. «Los humildes glorifican al Dios vivo». Esto lo sabe ya el antiguo sabio


(texto de la primera lectura según la Biblia de Zurich). Dios es honrado
solamente por aquellos que no se dan importancia; porque tampoco Dios se da
importancia: simplemente es el que es, el Señor, el Poderoso. Es El el que
distribuye todas las cosas buenas, todos los dones, y el hombre no debe
comporrarse ante El como el «magnánimo» que reparte sus dones. El hombre
humilde puede haber recibido muchos bienes, puede incluso ser considerado
como una persona importante por los demás hombres; pero él sabe que todo lo
que tiene se lo debe al único que de verdad es «Magnánimo». Es todo oídos para
la sabiduría de Dios, pues goza con ella y se olvida de sí mismo.

VIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Sb 9,13-1 9; Flm 9b-1 0.12-1 7; Lc 14,25-3 3

1. «El que no renuncia a todos sus bienes...». Esto es lo que Jesús exige en
el evangelio cuando alguien quiere ser discípulo suyo. Bienes en este contexto
son también las relaciones con los demás hombres, incluidos los parientes y la
propia familia. Y Jesús utiliza la palabra «odiar», un término ciertamente duro
que adquiere toda su significación allí donde algún semejante impide la relación
inmediata del discípulo con el maestro o la pone en cuestión. Jesús exige, por ser
el representante de Dios Padre en la tierra, aquel amor indiviso que la ley antigua
reclamaba para Dios: «con todo el corazón, con todas las fuerzas». Nada puede
competir con Dios, y Jesús es la visibilidad del Padre. El que ha renunciado a
todo por Dios está más allá de todo cálculo. El hombre tiene que deliberar y
calcular sólo mientras aspira a un compromiso. Si fija la mirada en este
compromiso, no terminará su construcción, no ganará su guerra. Jesús plantea
esta escandalosa exigencia a una gran multitud de gente que le sigue
externamente: ¿pero quién en esta gran masa está dispuesto a cargar con su cruz
detrás de Jesús? (Los romanos habían crucificado a miles de judíos revoltosos,
todo el mundo podía entender lo que significaba la cruz: disponibilidad para una
muerte ignominiosa en la desnudez más completa). Jesús había renunciado a
todo: a sus parientes, a su madre; no tiene dónde reclinar la cabeza. El mismo
tendrá que «llevar a cuestas su cruz» (Jn 19,17). Sólo el aue lo ha dejado todo
puede —en la misión recibida de Dios— recibirlo, «con persecuciones» (Mc
10,30).

2. «Me harás este favor con toda libertad». En la segunda lectura Pablo
intenta educar a su hermano Filemón en este desprendimiento, en esta renuncia a
todo lo propio, un desasimiento que no sólo es compatible con el amor puro, sino
que coincide con él. Cuando le remite al esclavo fugitivo, Pablo hace saber a
Filemón que le hubiera gustado retenerlo a su servicio, pero que deja que sea él,
Filemón, el que tome la decisión; le desliga de su propiedad (el esclavo
pertenecía a Filemón), pero también de todo cálculo (pues no gana nada si se lo
devuelve a Pablo). E incluso le expropia aún más profundamente, al enviar a
Onésimo no como esclavo sino como hermano querido, pues en eso es en lo que
se ha convertido para Pablo; por eso «cuánto más ha de quererlo» Filemón, y
esto tanto «como hombre» (pues el esclavo se ha convertido para Filemón
mediante el amor de Pablo en un semejante, en un hermano) como «según el
Señor», que es el desasimiento por excelencia, superior a todo deseo de poseer.

3. «Se salvardn con la sabiduría». El mandamiento de Jesús sobre la


perfecta expropiación —con vistas a la pura disponibilidad para Dios— no es
algo que pueda conseguir el hombre con su esfuerzo, es una sabiduría (en la
primera lectura) que viene dada de lo alto. El que piensa con categorías
puramente intramundanas, tiene que preocuparse de muchas cosas, porque las
cosas terrenales son muy precarias; y esta preocupación le impide divisar el
panorama de la despreocupación celeste. Su obligación de calcular no le permite
hacerse una idea de los «planes de Dios», que se fundamentan siempre en la
entrega generosa y no en cálculos o razonamientos. Sólo «la sabiduría» puede
«salvar» al hombre de esta preocupación que le impide toda visión de las cosas
del cielo.

VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Ex 32,7-11.13-14; 1 Tm 1,12-1 7; Lc l5,1-32

1. «Pero Dios tuvo compasión de mí». Todos los textos hablan hoy de la
misericordia de Dios. La misericordia es ya en la Antigua Alianza el atributo de
Dios que da acceso a lo más íntimo de su corazón. En la segunda lectura Pablo
se muestra como un puro producto de la misericordia divina, diciendo dos veces:
«Dios tuvo compasión de mi», y esto para que «pudiera ser modelo de todos los
que creerán en él»: «Se fió de mi y me confió este ministerio. Eso que yo antes
era un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y esto por una obcecación que
Dios con su potente luz transformó en una ceguera benigna, para que después
«se le cayeran de los ojos una especie de escamas». Pablo, para poner de relieve
la total paradoja de la misericordia de Dios, se pone en el último lugar: se
designa como «el primero de los pecadores», para que aparezca en él «toda la
paciencia» de Cristo, y se convierte así en objeto de demostración de la
misericordia de Dios en beneficio de la Iglesia por los siglos de los siglos.

2. «Y busca con cuidado». El evangelio de hoy cuenta las tres parábolas de


la misericordia divina. Dios no es simplemente el Padre bueno que perdona
cuando un pecador se arrepiente y vuelve a casa, sino que «busca al que se ha
perdido hasta que lo encuentra». Así en la parábola de la oveja y de la dracma
perdidas. En la tercera parábola el padre no espera en casa al hijo pródigo, sino
que corre a su encuentro, se le echa al cuello y se pone a besarlo. Que Dios
busque al que se ha perdido, no quiere decir que no sepa dónde se encuentra
éste, indica simplemente que busca los caminos —si alguno de ellos es el
adecuado— en los que el pecador puede encontrar el camino de vuelta. Tal es el
esfuerzo de Dios, que se manifiesta en último término en el riesgo supremo de
entregar a su Hijo por el mundo perdido. Cuando el Hijo desciende a la más
profunda derelicción del pecador, hasta la pérdida del Padre, se está realizando el
esfuerzo más penoso de Dios a la búsqueda del hombre perdido. «La prueba de
que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros» (Rm 5,8).

3. Apelación al corazón de Dios. La primera lectura, en la que Moisés


impide que se encienda la ira de Dios contra su pueblo y, por así decirlo, trata de
hacerle cambiar de opinión, parece contradecir en principio lo dicho hasta ahora.
Pero en el fondo no es así. Aunque la ira de Dios está más que justificada,
Moisés apela a los sentimientos más profundos de Dios, a su fidelidad a los
patriarcas y por tanto también al pueblo, lo que hace que Dios, más allá de su
indignación, reconsidere su actitud en lo más íntimo de su corazón. Moisés
anhela a lo más divino que hay en Dios. Este corazón de Dios tampoco dejará de
latir cuando tenga que experimentar que el pueblo prácticamente ha roto la
alianza y tenga que enviarlo al exilio. Ningún destierro de Israel puede ser
definitivo. «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a si
mismo» (2 Tm 2,13).
VIGÉSIMO QUINTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Am 8,4-7; 1 Tm 2, l-8;Lc l6, 1-13

1. «Comprcíis por dinero al pobre». En la primera lectura se aborda el tema


del «Mamón injusto» —que se continúa en el evangelio— de una manera que
toda la injusticia se sitúa no en el dinero mismo, sino en el uso que los opresores
hacen de él. No se trata sólo de ciertas manipulaciones sin escrúpulos en la vida
económica («disminuís la medida, aumentáis el precio»), sino del fraude
manifiesto («usáis balanzas con trampa»), y esto unido a una valoración del
pobre como pura mercancía («compráis al misero por un par de sandalias»). Todo
esto es un atentado contra el mismo centro de la alianza con Dios, que no sólo
condena la mentira y el robo, sino que exige amar al prójimo como uno se ama a
si mismo. En el pensamiento del mundo de fuera de la alianza muchos de estos
hábitos pueden ser considerados «normales» (aunque también en él los hombres
de Estado se hayan preocupado siempre de promover la justicia para todos), y
Jesús puede en el evangelio servirse de estos comportamientos « normales»,
calificados de «astutos», para su enseñanza.

2. «Los hijos de este mundo son mds astutos que los hijos de la luz». El
administrador del evangelio, que ha derrochado los bienes de su rico señor y al
que éste le pide cuentas de su gestión, elige la estafa como salida «astuta» a su
comprometida situación. Para él ésa es la forma de salir del atolladero en el
último momento. Su calculada astucia consiste en que, cuando se produzca el
despido anunciado, espera encontrar acogida en casa de los deudores a los que
ha perdonado parte de lo que éstos debían su amo. Cristo (el «amo» del versículo
5) no alaba la estafa, sino la astucia, que en el ámbito mundano (en los usos de la
economía mundial) supera muy a menudo la astucia de los cristianos, incluso
cuando se trata de su ser o no ser. Los cristianos deberían tomar alguna
precaución para que en su día los «reciban en las moradas eternas», al menos dar
limosna, repartir su dinero entre los necesitados, en vez de esperar como
holgazanes a que llegue el juicio y se produzca el eventual despido.
Las últimas cuatro sentencias de Jesús sobre Mamón (versículos 10-13) exigen
formalidad en las cuestiones monetarias también en la Iglesia (el dinero confiado
a la Iglesia para las buenas obras debe administrarse concienzudamente), y
finalmente una clara decisión: Dios y el dinero son dos amos que no comparten
su soberanía, por lo que nadie puede pretender servir a los dos a la vez.

3. «Dios quiere que todos los hombres se salven». La segunda lectura


ensancha la perspectiva: la Iglesia debe orar también por el gran ámbito no-
cristiano, pues Dios ha incluido también a ese ámbito en su plan de salvación.
Ella no puede dedicarse a la política, a la economía y a las cuestiones sociales,
pero debe hacer todo lo que esté en su mano para que la igual dignidad de todos
los hombres, proclamada inequívocamente por Cristo, sea reconocida en todos
estos ámbitos. Como el plan divino de salvación incluye a todos los hombres, la
Iglesia debe, más allá de su ámbito propio, preocuparse de toda la humanidad.
Pablo se denomina aquí «maestro de los paganos»: esto significa no sólo que
pretende convertir a algunos de ellos a la fe, sino que quiere que las normas
auténticamente humanas que resplandecen en la Nueva Alianza sean reconocidas
también más allá de las fronteras de la Iglesia.

VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Am 6,la.4-7; 1 Tm 6,11-16; Lc 16,19-3 1

1. «Tumbados sobre las camas». De nuevo la primera lectura de Amós es


importante para comprender el evangelio. No solamente se echan pestes contra
las posesiones y las riquezas, sino contra lo que éstas producen en el hombre con
harta frecuencia: sibaritismo, holgazanería, borrachera de bienestar sin tener para
nada en cuenta la situación del país (Israel estaba entonces seriamente
amenazado, pero «no os doléis de los desastres de José»). Esta
«despreocupación» egoísta y esta falsa «autoseguridad» son condenadas por el
profeta: «Se acabó la orgía de los disolutos», «irán al destierro» los primeros.

2. «Se murió también el rico y lo enterraron». El evangelio subraya ante


todo la enorme fosa que se abre entre la opulencia de la vida del rico y la miseria
del pobre, que está «echado en el portal», con lo que ve lo que ocurre dentro de
la casa del epulón, sin que nadie se preocupe de sus llagas, excepto los perros
sucios y vagabundos que se acercan a lamérselas. Jesús muestra solamente esto,
y por eso no debemos tratar de matizar teológicamente la parábola en ningún
sentido (por ejemplo, en los detalles de la concepción del más allá).
Externamente, esta imagen no parece ir más allá de la de los profetas; pero Jesús,
que definió mucho más concretamente el mandamiento del amor al prójimo, lleva
el alcance del escandaloso contraste entre pobre y rico mucho más lejos que la
Antigua Alianza: en el más allá esa fosa se convierte en un abismo definitivo —
en un «abismo inmenso que nadie puede cruzar»— entre el consuelo en el seno
de Abrahán y los tormentos provocados por las llamas del infierno. Ese abismo
es también infranqueable para Abrahán, y la petición que le hace el epulón de que
mande al pobre Lázaro a casa de su padre para advertir a sus cinco hermanos, no
tiene ningún sentido, porque si no escuchan a Moisés y a los profetas, ¡cómo van
a hacer caso de un pobre hombre! Esta sencilla parábola no es más que una
concreción de unas palabras de Jesús que quizá nos resulten difíciles de
entender: «Dichosos los pobres. ¡Ay de vosotros, los ricos!» (Lc 6,20.24).

3. «Conquista la vida eterna». La segunda lectura ensancha de nuevo la


perspectiva. Hay dos actitudes radicalmente opuestas; ahora se trata de adoptar
la única correcta, la que salva. Timoteo, el discipulo de Pablo, ha tomado ya su
decisión, y esto públicamente, «ante muchos testigos», exactamente lo mismo
que hizo Jesús cuando tomó su decisión y dio testimonio de ella ante Pilato y
todo el pueblo. Lo que importa de ahora en adelante es perseverar en la elección
que se ha hecho y «conquistar la vida eterna» por anticipado, aun cuando esta
perseverancia exige un combate permanente, «el buen combate de la fe», que
debe llevarse a cabo «sin mancha ni reproche» como encargo de Cristo y de la
Iglesia. Pero «conquistar la vida eterna» no quiere decir tratar de aferrar o
apresar a Dios; la conclusión doxológica es aquí importante: Dios, «que habita en
una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver», sólo puede ser
adorado, nunca aferrado o conquistado por el hombre. Decidirse por El, dar
testimonio de El, significa por el contrario que se ha sido aferrado por él y que se
cumple su encargo.

VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ha 1,2-3; 2,2-4; 2 Tm 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10

1. «¿Por qué me haces ver desgracias?». Para el profeta de la primera


lectura la situación del mundo ya no puede soportarse más: ¡violencia, ultraje,
opresión por todas partes! No comprende que Dios pueda ser aquí un mero
espectador. El hombre por si solo no puede remediar la situación del mundo,
Dios debería intervenir o al menos ayudar a mejorar las relaciones sociales. La
respuesta de Dios es ciertamente de un tenor claramente veterotestamentario: ten
paciencia, pronto llegará la salvación mesiánica: «Ha de llegar sin retrasarse». En
lo esencial ésta será también la respuesta neotestamentaria, por ejemplo en el
Apocalipsis, donde el hombre ya no puede resistir más en la lucha contra los
poderes infernales y diabólicos y grita a Dios: «¡Ven!», y el Señor responde: «Sí,
voy a llegar en seguida» (Ap 22,17.20). Pero hay una diferencia: en la Nueva
Alianza el cristiano no solamente espera («espera, porque ha de llegar»), sino
que lucha junto con el Cordero y cabalga con él en medio de la batalla (Ap
19,14), donde sucumbir aparéntemente con el Cordero puede ser ya una forma de
triunfo.

2. «Dios no nos ha dado un espíritu cobarde». La segunda lectura alude a


esto. El elegido debe acordarse del Espíritu que le ha sido conferido con la
imposición de manos. Debe «avivar» en si el fuego que quizá sólo arde
tímidamente, porque es un «Espíritu de energía, amor y buen juicio». En estas
tres palabras podemos ver tres realidades que se implican mutuamente: la fuerza
se encuentra precisamente en el amor, que no es extático, sino sensato y prudente
para luchar contra los poderes antidivinos; esta fuerza del amor es el arma del
cristiano. Esto se inculca una vez más: hay que trabajar por el Evangelio según
las fuerzas que nos ha conferido el Espíritu, hay que «permanecer» en el «amor»
que se nos ha dado, y todo ello conforme al ejemplo de los santos, que incluso en
prisión tuvieron fuerza para sufrir por el Evangelio; éste precisamente puede ser
el «buen combate» (2 Tm 4,7), el más fecundo, porque se libra junto con el
Cordero.

3. «Prepdrame de cenar». El evangelio lo aclara aún más: creer no es


sentarse a esperar hasta que venga el Señor y nos sirva con su gracia, sino que la
fe obtiene su inconcebible eficacia (arrancar el árbol de raíz y trasplantarlo al
mar) en el servicio al Señor, que se ha convertido en el servidor de todos
nosotros y que no puede soportar que nos dejemos servir por él sin hacer
nosotros nada (sola fides), sino que considera como algo natural que sirvamos
junto con él; y esto significa en realidad que hay servirle «porque donde estoy
yo, allí estará también mi servidor» (Jn 12,26), y esto sin llegar a pensar
orgullosamente que mi servicio será sumamente útil para el Señor (sin mi el
Señor no podría hacer nada), sino justamente al contrario: en la humildad del que
sabe que sin Jesús «no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Como él ha hecho ya todo
por nosotros, la única manera de valorarnos correctamente a nosotros mismos es
la que el propio Señor nos recomendó: «Somos unos pobres siervos, hemos
hecho lo que teníamos que hacer».

VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

2 R 5,14-1 7; 2 Tm 2,8-13; Lc 17,11-19

1. «¿Dónde están los otros nueve?». Diez leprosos son curados por el Señor
en el evangelio mientras van de camino a presentarse a los sacerdotes por orden
de Jesús. Los sacerdotes tenían la obligación de declarar impuros a los leprosos
(Lv 13,11-12), pero también la de constatar su eventual curación y anular el
veredicto de impureza (ibid. 16). Está claro que es únicamente Jesús el que opera
el milagro, que se produce mientras los leprosos van a presentarse a los
sacerdotes. Pero para los judíos enfermos el rito litúrgico prescrito en la ley es
tan decisivo que atribuyen toda la gracia de la curación a la ceremonia prescrita.
Exactamente igual que algunos cristianos, que consideran que «practicar» es el
auténtico centro de la religión y olvidan completamente la gracia recibida de
Dios, que es el punto de partida y la meta de la «marcha de la Iglesia». El fin
desaparece en el medio, que a menudo apenas tiene ya algo que ver con lo
genuinamente cristiano y que es pura costumbre, mera tradición rutinaria. Tendrá
que ser un «extranjero» (un samaritano), es decir, alguien no familiarizado con la
tradición, el que perciba la gracia como tal mientras va de camino hacia la
«autoridad sanitaria» y vuelva a dar las gracias al lugar adecuado.

2. «Acepta un presente de tu servidor». En el paralelo veterotestamentario de


la primera lectura se describe anteriormente (cfr. versículos 1-13) el enfado de
Naamán el sirio, que se niega a obedecer la orden de Eliseo de bañarse siete
veces en el Jordán para curarse de la lepra. ¿Es que no hay ríos suficientes en
nuestra tierra? Sus siervos tienen que aconsejarle que obedezca al profeta. El
sirio obedece finalmente y queda curado: no propiamente por su fe, sino en virtud
de su obediencia. El agraciado se llena entonces de admiración y rebosa gratitud
por todas partes. Quiere mostrarse agradecido con regalos, pero el profeta no
acepta nada, está simplemente de «servicio». Entonces se produce la segunda
curación del sirio, ésta totalmente interior: se llena nuevamente de admiración,
pero esta vez no por el poder que el profeta tiene de hacer milagros, sino por la
fuerza del propio Dios. En lo sucesivo quiere adorar exclusivamente a este Dios,
sobre la misma tierra del país que pertenece a este Dios y que se lleva consigo.
Se precisa una distancia con respecto a los hábitos religiosos para experimentar
lo que es un milagro y demostrar la gratitud que se debe a Dios por él. Jesús lo
había dicho ya claramente en su discurso programático de Nazaret (Lc 4,25-27).

3. «Mi evangelio, por el que sufro». La segunda lectura muestra que el


verdadero cristianismo, tras su degeneración espiritualmente mortífera en mera
tradición, tiene la forma vivificante’ del martirio, que es una confesión de fe (no
necesariamente cruenta) mediante el sufrimiento. Aquí se sufre «por los
elegidos», para que éstos, a pesar de su indolencia, «alcancen su salvación» en
Cristo y la «gloria eterna». No podemos contentarnos simplemente con el último
versículo de este pequeño himno que cierra la lectura: «Si somos infieles, él
permanece fiel» —esta idea, justa por lo demás, puede convertirse en una
cómoda poltrona—, sino que hay que tomar igualmente en serio el versículo
anterior: «Si lo negamos, también él nos negará». Si tratamos a Dios como si
fuera una especie de autómata religioso, El se encargará de demostrarnos que no
es eso, sino que es el Dios libre, vivo, y también la Palabra eterna, que se
manifiesta libremente y no está encadenada, cuando nosotros, por el contrario,
«llevamos cadenas como malhechores». Sólo «si morimos con él, viviremos con
él».

VIGÉSIMO NOVENO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ex 1 7,8-13; 2 Tm 3,14-4,2; Lc 18,1-8

1. «Fijaos en lo que dice el juez injusto». A menudo, como ocurre en el


evangelio de hoy, Jesús toma como punto de partida en sus parábolas situaciones
inmorales tal y como las que se dan en el mundo —aquí el juez injusto, en otros
lugares el administrador astuto, el hijo pródigo, el rico necio, el rico epulón, los
obreros de la viña—, lo que le permite, a partir de situaciones familiares para sus
oyentes, elevarse hacia las leyes del reino de los cielos. El punto de comparación
es aquí (como en la parábola del amigo importuno que llama a media noche) la
insistencia de la súplica importuna, que no injusta. Si esto hacen los malos...,
¿qué no hará el Dios bueno? Jesús quiere hacérnoslo comprender claramente:
Dios quiere hacerse de rogar, quiere incluso dejarse importunar por el hombre. Si
Dios da libertad al hombre y hace incluso un pacto con él, entonces no solamente
respeta su libertad, sino que incluso se ha unido a su partner en la alianza, sin
perder por ello su libertad divina: dará siempre al que pide lo que sea mejor para
él: «Cosas buenas» (Mt 7,11), el «Espíritu Santo» (Lc 11,12). El que pide algo a
Dios en el Espíritu de Cristo es infaliblemente escuchado (Jn 14,13-14). Y el
evangelio añade: «sin tardar»; Dios no escucha luego, más tarde, sino que
escucha y corresponde en seguida con lo que mejor corresponde a la demanda.
Pero la oración de petición presupone la fe, y aquí el evangelio termina con unas
palabras que dan que pensar: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará
esta fe en la tierra?» Esta pregunta va dirigida a nosotros, que escuchamos aquí y
ahora, y no a otros.

2. «Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel». La imagen de las


manos levantadas de Moisés durante la batalla con Amalec es sumamente
elocuente en la primera lectura. Mientras Josué ataca, Moisés reza y al mismo
tiempo hace penitencia, pues es ciertamente pesado y doloroso tener durante
tantas horas las manos levantadas hacia Dios. Así está hecha la cristiandad: unos
combaten fuera mientras otros —en el convento o en la soledad de su «cuarto»—
rezan por los que luchan. Pero la imagen va aún más lejos: como a Moisés le
pesaban las manos, Aarón y Jur tuvieron que sostener sus brazos hasta la puesta
del sol, hasta que Israel venció finalmente en. la batalla. Las manos levantadas de
los orantes y contemplativos en la Iglesia deben ser sostenidas al igual que las de
Moisés, porque sin oración la Iglesia no puede vencer, no en los combates del
siglo, sino en las luchas espirituales que se le exigen. Todos nosotros debemos
orar y ayudar a los demás a perseverar en la oración, y a no poner su confianza
en la actividad externa, si es que queremos que la Iglesia no sea derrotada en los
duros combates de nuestro tiempo.

3. «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo». La Palabra de la


que habla la segunda lectura no es la palabra de la pura acción, de la batalla de
Josué, sino exactamente la palabra de la oración de petición, de las manos en alto
de Moisés. «Permanece en lo que has aprendido», es decir, en lo que conoces de
la «Sagrada Escritura», que en ningún sitio recomienda la pura ortopraxis. Sólo
cuando «el hombre de Dios» es instruido por la «Escritura inspirada por Dios»,
está «perfectamente equipado para toda obra buena», y la primera «obra buena»
es la oración, que debe recomendarse a los cristianos «con toda comprensión y
pedagogía».

TRIGÉSIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Si 35,15b-17.20-22a; 2 Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-1 4

1. « Ten compasión de este pecador». La parábola de los dos hombres que


subieron al templo a orar, el fariseo y el publicano, nos muestra cuál es la oración
que realmente llega a Dios. Ya el lugar que ocupa cada uno de ellos en el templo
muestra la diferencia. Uno se pone «erguido» en la parte delantera, como si el
templo le perteneciera, el otro en cambio se queda «atrás» sin atreverse siquiera
a levantar la mirada, como si hubiese traspasado el umbral de una casa que no es
la suya. El primero ora «junto así» (aquí traducido y suavizado con la expresión
«en su interior»): en el fondo no reza a Dios, sino que se hace a si mismo una
enumeración de sus muchas virtudes, presumiendo que si él mismo las ve, Dios
no podrá dejar de verlas, de tenerlas en cuenta y de admirarlas. Y hace esto
distinguiéndose precisamente de « los demás hombres», que no han alcanzado su
presunto grado de perfección. Transita por un camino que conduce directamente
al encuentro de sí mismo, pero ése es precisamente el camino que lleva a la
pérdida de Dios. El publicano, por el contrario, no encuentra en sí más que
pecado, un vacío de Dios que en su oración de súplica («ten compasión de este
pecador») se convierte en una vacio para Dios. El hombre que tiene como meta
última su propia perfección, jamás encontrará a Dios; pero el que tiene la
humildad de dejar que la perfección de Dios actúe en su propio vacio —no
pasivamente, sino trabajando con los talentos que se le han concedido— será
siempre un «justificado» para Dios.

2. «El Señor escucha las suplicas del pobre y del oprimido..., sus penas
consiguen su favor». La primera lectura lo confirma: «El grito del pobre alcanza
las nubes». El pobre en este caso no es el que no tiene dinero, sino el que sabe
que es pobre en virtud, que no corresponde a lo que Dios quiere de él. Pero de
nuevo este vacio no basta, sino que más bien se precisa: el pobre que sirve a
Dios «consigue el favor del Señor». Se trata de un servicio en la humildad del
«siervo pobre», pero no de la espera ociosa del «empleado negligente y
holgazán» que esconde bajo tierra su talento. Es el servicio que se presta
sabiendo que se trabaja con el talento regalado por Dios, y que se confía para
que realmente produzca frutos para el Señor. A este pobre Dios le hará «justicia»
como «juez justo» que es.

3. «El me libró de la boca del león». La segunda lectura muestra a Pablo en


prisión y ante los tribunales. El es el pobre que no tiene ya ninguna perspectiva
terrena, porque su muerte es inminente, y que sin embargo «ha combatido bien su
combate», no sólo cuando era libre, sino también ahora, en su pobreza actual,
pues todos le han abandonado. Pero su autodefensa ante el tribunal se convierte
precisamente en su último y decisivo «anuncio», el mensaje que oirán «todos los
gentiles». Al dar gloria sólo a Dios (como el publicano del templo), el Señor le
«salvará y le llevará a su reino del cielo». El publicano que sube al templo a orar
queda «justificado», Pablo recibe la «corona de la justicia», y ciertamente, como
él mismo repitió incansablemente, no de su propia justicia, sino de la justicia de
Dios.

TRIGÉSIMO PRIMER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Sb 11,23-12,2; 2 Ts 1,11-2,2; Lc 19,1-10

1. «A todos perdonas, porque son tuyos». La maravillosa afirmación de la


primera lectura es que Dios ama todo lo que ha creado, pues si no, no lo habría
creado. Muchos hombres, incluso muchos cristianos, no quieren creer esto
debido a los males innumerables que existen en el mundo. Pero la prueba que el
libro de la Sabiduría aporta para sostener su afirmación es tan simple y clara que
no se la puede rechazar sin negar a Dios o acusarlo de contradicción interna.
«Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado
alguna cosa, no la habrías creado». Ciertamente existe el pecado, que debe ser
necesariamente castigado, pero como el pecador también pertenece a Dios, no es
castigado según la pura justicia, sino que es «perdonado» y castigado de manera
que puede reconocer en ello al mismo tiempo una exhortación a la conversión. La
admirable sabiduría de este libro veterotestamentario se encuentra en la
declaración de que Dios ama a todos los seres y por eso sólo castiga a los
pecadores por amor y para propiciar su conversión al amor.

2. «No perdáis fácilmente la cabeza». Parece como si la segunda lectura


quisiera recordar la enseñanza de la primera. Dios, que «corrige poco a poco a
los pecadores», nos da tiempo para cumplir todos «los buenos deseos y la tarea
de la fe». Por eso no hay que «alarmarse» por el anuncio del fin inminente del
mundo, aunque esto se asegure mediante «supuestas» revelaciones o profecías,
sino que hay que proseguir con tranquilidad y sin pánico alguno la tarea cristiana.
El Señor no es solamente el que viene hacia nosotros desde el futuro como una
amenaza («como un ladrón en medio de la noche»), sino también el que nos
acompaña constantemente en nuestro camino hacia el cielo, nos ilumina con su
presencia (como a los discípulos de Emaús) y nos libra de todo miedo que
pudiera haber suscitado en nosotros.

3. «Zaqueo, baja en seguida». El evangelio nos presenta una escena del todo
singular: un hombre rico que se sube a una higuera para ver a Jesús. Zaqueo es
considerado como un gran pecador, pues no en vano es «jefe de publicanos»;
pero es precisamente en su casa donde Jesús quiere hospedarse. Y Jesús sabe
que allí donde va, lleva consigo su gracia: «Hoy ha sido la salvación de esta
casa». Y esto «porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que
estaba perdido». Jesús entra en casa de Zaqueo porque allí hay algo que salvar.
Es decir, no porque allí se practiquen las buenas obras y haya que
recompensarlas, sino porque «también este hombre es un hijo de Abrahán» que
no está excluido de la fidelidad y del amor de Dios. Por eso resulta ocioso tratar
de dilucidar si, cuando Zaqueo asegura que «da la mitad de sus bienes a los
pobres», se está refiriendo a algo anterior o es una consecuencia de la gracia que
le ha sido manifestada ahora. El evangelista no está interesado en eso, sino
únicamente en la salvación que Jesús trae a esta casa. Es bueno saber que Jesús
entra también en las casas de los ricos cuando debe llevarles la salvación
cristiana. La bienaventuranza de los pobres no debe interpretarse
sociológicamente, sino teológicamente. Hay pobres que son ricos en el espíritu
(de codicia) y hay ricos que son pobres en el espíritu (y que «ayudan con sus
bienes»: Lc 8,3).

TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

2 M 7,1-2.7a.9-14; 2 Ts 2,16-3,5; Lc 20,27-38

1. «Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios
mismo nos resucitard». El martirio de los siete hermanos del que se informa en la
primera lectura, contiene también el primer testimonio seguro de la fe en la
resurrección. Los hermanos son cruelmente torturados —son azotados sin
piedad, se les arranca la lengua, la piel y las extremidades—, pero, ante el
asombro de los que los torturan, ellos soportan todo esto aludiendo a la
resurrección, en la que esperan recuperar su integridad corporal. Dios les ha
dado una «esperanza» que nadie puede quitarles, mientras que los miembros que
han recibido del cielo y que les han sido arrancados, podrán recuperarlos en el
más allá. Se nos presenta aquí un ideal ciertamente heroico que nos muestra
concretamente lo que Pablo quiere decir con estas palabras: «Una tribulación
pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria» (2 Co
4,17), algo que en modo alguno vale sólo para el martirio cruento, sino para todo
tipo de tribulación terrenal que, por muy pesada que sea, es ligera como una
pluma en comparación con lo prometido.

2. «Dios no es un Dios de muertos». Por eso puede Jesús en el evangelio


liquidar de un plumazo la estúpida casuística de los saduceos a propósito de la
mujer casada siete veces. La resurrección de los muertos será sin duda una
resurrección corporal, pero como los que sean juzgados dignos de la vida futura
ya no morirán, el matrimonio y la pocreación tampoco tendrán ya ningún sentido
en ella —lo que en modo alguno quiere decir que no se podrá ya distinguir entre
hombre y mujer—; los transfigurados en Dios poseerán una forma totalmente
distinta de fecundidad. Pues la fecundidad pertenece a la imagen de Dios en el
hombre, pero esta fecundidad no tendrá ya nada que ver con la mortalidad, sino
con la vitalidad que participa de la fecundidad viviente de Dios. Si Dios es
presentado como Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, es decir como Dios de
vivos, entonces los que viven en Dios son también fecundos con Dios: en la
tierra en su pueblo temporal, en el cielo con este mismo pueblo, de una manera
que sólo Dios y sus ángeles conocen.

3. «Hermanos, rezad por nosotros». En la segunda lectura se nos promete —


como a los hermanos mártires de la primera— «consuelo permanente y una gran
esperanza»; pero se nos promete además, ya en la tierra, un a comprensión de la
fecundidad espiritual. Esta procede de Cristo y la Antigua Alianza todavía no la
conoce. Los hombres que «esperan» firmemente la vuelta de Cristo y la
resurrección, los hombres cuyo corazón ama a Dios y reciben de Dios «la fuerza
para toda clase de palabras y de obras buenas», pueden ya desde ahora mediante
su oración de intercesión participar en la fecundidad de Dios; el apóstol cuenta
con esta oración «para que la palabra de Dios siga su avance glorioso» y poder
así poner coto al poder «de los hombres perversos y malvados». La oración
cristiana es como una esclusa abierta por la que las aguas de la gracia celeste
pueden derramarse sobre el mundo.

TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Ml 3, 19-20b (4, 1-2a); 2 Ts 3,7-12; Lc 21,5 -1 9

Aquí tenemos la visión de Jesús sobre la historia del mundo que vendrá después
de él. Mientras que la primera lectura ve por adelantado la última fase de la
historia —separando a los malvados, que serán quemados como paja, de los
justos, que brillarán como el sol—, Jesús en el evangelio ve la constantes
teológicas dentro de la historia. La predicción de la destrucción del templo no es
más que un preludio. Mientras está en pie, el templo es la casa del Padre que
debe conservarse limpia para la oración. Pero Jesús no se ata a templos de
piedra; tampoco a las catedrales o a los magníficos templos barrocos —ni al
cuidado y conservación de los mismos—, sino sólo al «templo de su cuerpo»,
que será la Iglesia, sobre cuyo destino se predicen tres cosas:

1. «Muchos vendrán usando mi nombre...; no vayáis tras ellos». Pablo habló


de la inevitabilidad de los cismas, todos los cuales ciertamente «vendrán en mi
nombre». Jesús condenó irremisiblemente a todos aquellos por los que viene el
escándalo (Mt 18,7); y sin embargo los cismas son inevitables: así «destacarán
también los hombres de calidad» (1 Co 11,19). El que suplicó al Padre por la
unidad de los cristianos no podía prever nada más doloroso. ¿Son irremediables
los cismas? Casi automáticamente vienen a la mente estas palabras: «Nadie echa
un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado» (Mt 9,16). Aquí se
recomienda sólo una cosa: «No vayáis tras ellos».

2. Después viene la previsión de «guerras y levantamientos de pueblo


contra pueblo y reino contra reino», Esto no es un empréstito del lenguaje
apocalíptico que hoy ya no habría que tomar en serio, es más bien la
consecuencia de que Jesús no viniera a traer la paz terrena sino la espada y la
división hasta en lo más íntimo de las relaciones familiares (Mt 10,34). Lo que su
doctrina suscita en la historia, es precisamente la aparición de las bestias
apocalípticas. Y cuanto más aumentan los instrumentos del poder terrestre, tanto
más absolutas llegan a ser las oposiciones. Esto es bastante paradójico, porque
Jesús declaró bienaventurados a los débiles y a los que trabajan por la paz; pero
justamente su presencia hace que las olas de la historia del mundo se enfurezcan
cada vez más. La doctrina y la persona de Jesús fueron ya intolerables para sus
contemporáneos; «¡Fuera, fuera! ¡Crucificalo!». A su pretensión de ser la Verdad
(«se ha declarado hijo de Dios»: Jn 19,7), la historia del mundo responderá de
una manera cada vez más violenta.

3. Por eso la persecución no será un episodio ocasional sino un «existencial»


para la Iglesia de Cristo y para cada uno de los cristianos. En este punto Jesús es
formal (versículos 12-17). «Os» perseguirán a vosotros, los representantes de la
Iglesia, y por tanto a toda la Iglesia. Como lugares en los que los cristianos deben
dar testimonio (ma rtyrion) se mencionan las sinagogas y los tribunales paganos.
Se anuncian arrestos, cárceles, traiciones y odios por todas partes, incluso por
parre de la propia familia; en cambio, sólo «matarán a algunos» de estos
mártires, lo que ha de tenerse presente para el concepto de martirio. (También en
el Apocalipsis aparece más o menos lo mismo: se exige dar testimonio con el
compromiso de la propia vida, lo que a veces implica ponerla en peligro, pero no
necesariamente el testimonio de sangre).
¿Qué debe hacer el cristiano? Pablo da en la segunda lectura una respuesta
lacónica: trabajar. Y trabajar como él. Tanto en la Iglesia como «en el mundo»
Pablo ha trabajado «día y noche»: «Nadie me dio de balde el pan que comí». Al
cristiano se le exige un compromiso en la Iglesia y en el mundo; visto desde la
providencia de Dios: «Ni un cabello de vuestra cabeza se perderá» (Lc 21,18).

JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

2 S 5,1-3; Col 1,12-20; Lc 23,35-43

1. «Este es el Rey de los judíos». El letrero colocado sobre la cabeza del


Crucificado: «Este es el Rey de los judíos», ha sido formulado por Pilato como
provocación a los judíos; los soldados que lo leen se burlan de él, al igual que las
«autoridades» del pueblo, diciendo: «Si eres tú el Rey de los judíos, sálvate a ti
mismo». Pero en el evangelio de Lucas hay al menos uno que toma en serio este
letrero, uno de los dos malhechores crucificados con Jesús, quien se dirige a él
en estos términos: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». La inscripción
colocada sobre la cruz indica que el reino de Dios tradicional se entiende aquí
por primera vez como un reino de Cristo, y que el antiguo «Dios es rey» de los
salmos se trasforma ahora en «Cristo es rey». Poco importa cómo el buen ladrón
se imagina este reinado de Jesús; en todo caso parece claro que piensa que este
Rey puede ayudarle a él, un pobre agonizante. Se trata del primer barrunto de la
soberanía regia de Jesús sobre el mundo entero.

2. «Ungieron a David como rey de Israel». La primera lectura recuerda


brevemente que David como rey es el antepasado de Jesús; David había sido ya
ungido por Samuel cuando no era más que un joven pastor y en una época en que
todavía reinaba Saúl; aquí es reconocido oficialmente por todas las tribus de
Israel como el pastor de todo el pueblo. Es una imagen anticipada de lo que
sucede en la cruz: Jesús era desde el principio el Ungido (Mesías), pero en la
cruz es proclamado Rey oficialmente (en las tres lenguas del mundo según Juan).

3. « Todo se mantiene en él... Por la sangre de su cruz». La segunda lectura


amplía el presentimiento del buen ladrón hasta lo ilimitado, sin abandonar el
centro de esta realeza de Jesús, su cruz. La creación entera está sometida a él
como Rey, porque sin él ella simplemente no existiría. Toda ella «se mantiene»
en él. El Padre ha concebido el mundo desde un principio de modo que debe
llegar a convertirse en el «reino de su Hijo querido», y esto por así decirlo no a
partir de sí mismo, sino expresamente de modo que por Jesús «sean
reconciliados todos los seres» y todos recibamos por él «la redención, el perdón
de los pecados», y de modo que esta «paz» entre todos los seres, los del cielo y
los de la tierra, sólo debe fundarse en «la sangre de su cruz». Sólo en esta
entrega suprema, bajo las burlas de judíos y paganos y la huida y la negación
cobardes de los cristianos, se manifestó en el Hijo todo el amor de Dios al
mundo, de tal manera que este amor divino en la figura del Hijo puede obtener
ahora la soberanía sobre todas las cosas.

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