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«Sin que lo supieran sus padres». La Sagrada Familia, tal y como nos la
presenta el evangelio de hoy, es una familia dolorosamente desgarrada, más allá
de todos los sufrimientos de las familias terrenales, pero al mismo tiempo es un
ejemplo para todas ellas. El padre reconoce como suyo al Hijo enviado por el
Espíritu; tiene que hacerlo para obedecer a Dios y hacer de su Hijo un
descendiente de la estirpe de David. La madre, a la que se predice que una
espada le traspasará el alma, ha cedido desde siempre su Hijo al Padre divino. Y
el Hijo reconoce a esta Padre divino de un modo tan espontáneo y natural que no
dice nada de ello a sus padres, que no lo comprenderían. Para esta familia Dios y
la obediencia a Dios constituye su centro y su principio de unidad, un vinculo
que ciertamente la mantiene más estrechamente unida que los vínculos carnales
entre madre e hijo. Hasta ahora el Hijo había sido obediente a sus padres, y lo
volverá a ser después; pero la obediencia al Padre eterno predomina ahora sobre
la obediencia terrena, aunque esto sea incomprensible para sus padres de la tierra
y les depare la angustia de una búsqueda inútil y la congoja más profunda todavía
del «¿No sabíais... ?». Dieu premier servi (Juana de Arco).
1 DE ENERO
OCTAVA DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
Ver ciclo A
6 DE ENERO
EPIFANÍA DEL SEÑOR
Ver ciclo A
1s62,1-5; 1 Col2,4-11;Jn2,1-11
1. «No les tengas miedo». Hoy se trata del valor del enviado por Dios a los
recalcitrantes, o sea: a los que se escandalizan. La primera lectura muestra toda
la dureza de la situación de un hombre que debe representar y soportar la dureza
de la resistencia de los hombres contra Dios. Por eso el propio Dios es
inexorable con él: no debe tener miedo a nadie —ni a «reyes, príncipes o
sacerdotes», ni a la «gente del campo»—, si no el mismo Dios le meterá miedo
de todos ellos. Debe representar la oposición de Dios contra todos los que se
oponen a El; y esta oposición de Dios es tan fuerte que el que la representa será
como una «muralla de bronce» inexpugnable, pero por eso mismo ha de
endurecer «su rostro como pedernal»(Is 50,7). «Yo estoy contigo», le dice Dios:
por eso no podrán vencerte.
Peto lo que una misión semejante le cuesta al hombre débil quedará claro en las
pruebas exteriores e interiores experimentadas por Jeremías.
Todos los textos de la celebración de hoy exigen de nosotros una decisión última,
definitiva: ¿nos bastamos a nosotros mismos o nos debemos permanentemente a
nuestro Creador y Redentor? No existe una tercera vía, no hay solución
intermedia.
1. «El Señor nos dio esta tierra». La ofrenda de las primicias aparece
asociada en la primera lectura a una antigua confesión de fe de Israel, la cual
narra en apretado resumen la acción salvífica de Dios: el arameo errante y sin
patria debe ser Jacob, que había servido en Aram, en casa de Labán; venia del
extranjero y se estableció en Egipto, una tierra aún más extranjera. Sólo la salida
de Egipto merced a la fuerza de Yahvé y la tierra que Este dio al pueblo
proporcionaron a Israel el bienestar y la vida sedentaria. Por eso las primicias de
los frutos del suelo pertenecen a Dios. La confesión es aquí reconocimiento. Los
dones que se traen en la cesta no son más que la imagen simbólica de la actitud
interior de fe.
Ex3,l-8a.l0,13-l5; 1 Co l0,l-6.l0-12;Lcl3,l-9
2. «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados». Jesús, la
palabra del Padre, ha glorificado al Padre hasta la cruz. En su predicación no
quiere revelar nada más que el amor del Padre, que «amó tanto al mundo que
entregó a su Hijo único». Sólo la Iglesia creyente ha comprendido que Jesús, en
todas sus palabras, y especialmente en su pasión, reveló su propio amor junto
con el del Padre. Esto estaba ya implícito en su pretensión, que superaba la de
los profetas, en sus bienaventuranzas, que él sólo podía proclamar dando ejemplo
de ellas en su total prodigalidad a los hombres. Pero sólo la Iglesia primitiva lo
ha formulado claramente, y de una manera totalmente central en estas palabras
de la segunda lectura: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros
pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios». El
Padre no nos ha reconciliado con El al margen del Hijo, sino «por medio de él»,
«en él»; y la Iglesia instituida por Cristo ha recibido de Dios el encargo de
anunciar este «mensaje de la reconciliación». Su incómoda cercanía no permite
ningún cómodo desplazamiento del acontecimiento hacia lo intemporal o el
pasado lejano; nos recuerda que somos «una nueva creación» y que hemos de
comportarnos, ahora, en consonancia con ella.
DOMINGO DE RAMOS
JUEVES SANTO
Ver ciclo A
VIERNES SANTO
Ver ciclo A
DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCION
DEL SEÑOR
VIGILIA PASCUAL
Hch5,12-16;Ap 1,9-lla.12-13.17-19;Jn20,19-31
2. «Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos». La gran
visión inaugural del Apocalipsis, en la segunda lectura, confirma esto totalmente,
pues el Señor eterno se aparece al discípulo amado como el que ha dejado la
muerte tras de sí para vivir eternamente. No sólo la ha superado como una
desgracia, sino que la posee ahora en su poder viviente: «Yo soy el que vive, y
tengo las llaves de la muerte y del infierno». La muerte que amenaza la vida ya
no es un poder que amenace y limite la vitalidad de Jesús, más bien ha quedado
integrada en el ámbito del poder de su vida: «La muerte ha sido absorbida» en la
victoria de la vida (1 Co 15,54). La vitalidad con que se aparece al vidente es tan
imponente que éste «cae a sus pies como muerto», pero es enseguida levantado
por la vida, que pone su mano sobre él, lo conforta y lo pertrecha para su misión.
Por muy grande que sea la violencia con la que los poderes de la muerte puedan
manifestarse en la historia del mundo, como muestra todo el Apocalipsis, éstos
nada pueden contra la vitalidad del «Cordero que parecía degollado»; al final «la
muerte y el abismo son arrojados al lago de fuego», son reducidos
definitivamente a la impotencia y abandonados a una autodestrucción eterna.
1. «Yo les doy la vida eterna». El evangelio del Buen Pastor contiene una
promesa que supera toda medida; incluso se podría decir que supera toda
previsión. A las ovejas de Jesús, a las que él conoce y que le siguen, se les
asegura por tres veces su definitiva pertenencia a él y al Padre. Y esto porque
ellas ya ahora han recibido por anticipado «vida eterna». Porque lo que Jesús nos
da aquí abajo con su vida, su pasión, su resurrección, su Iglesia y sus
sacramentos, es ya vida eterna. El que la recibe y no la rechaza, jamás puede ya
«perecer», nadie puede ya «arrebatarlo de mi mano»; más aún: nadie puede
arrebatarlo e la mano del Padre, del que Jesús dice que es más que él (porque es
su Origen), y sin embargo que él, el Hijo, es uno con este Padre más grande Las
ovejas, que están amparadas en esta unidad entre el Padre el Hijo, poseen la vida
eterna; ningún poder terreno, ni siquiera la muerte, puede hacerles nada. Sin
embargo, aquí no se promete el cielo todo el mundo, sino a aquellos que
«escuchan mi voz» y «siguen» l pastor: una pequeñísima condición “sine qua
non” para una consecuencia infinita, inmensamente grande. Conviene recordar
aquí las palabras de san Pablo: «Una tribulación pasajera y liviana produce un
inmenso e incalculable tesoro de gloria» (2 Co 4,17).
3. «Los nombres de las doce tribus de Israel... los nombres de los doce
apóstoles del Cordero». La figura de la definitiva «ciudad de la paz», de la
Jerusalén celeste, confirma en la segunda lectura la paz traída por Dios entre el
Antiguo Testamento de los judíos y el Nuevo Testamento de los cristianos, la
curación de la peor herida que ha desgarrado al pueblo de Dios desde los
tiempos de Jesús. Mientras las puertas llevan grabados los nombres de las doce
tribus de Israel, los cimientos llevan escritos «los nombres de los apóstoles del
Cordero», y el número de los que aparecen delante del trono de Dios es de
veinticuatro. Quizá esta escisión que se produjo con motivo de la venida de Jesús
no se supere del todo hasta el final de los tiempos, pero nosotros debemos
intentar superarla ya dentro de la historia en la medida de lo Posible. Aunque la
unidad en la fe no sea del todo realizable, la unidad en el amor es siempre
posible.
PENTECOSTES
Hch 2,1-11; Rm 8,8-17;Jn 14,15-16.23b-26
2. «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios». Con esto estamos ya en
la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en
las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento
impetuoso por el que debemos «dejarnos llevar» si queremos ser hijos de Dios;
pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos
de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este «espíritu
de esclavitud» Pablo lo llama «carne»,, es decir, una manera de entender buscar y
codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes, que nos
fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en nosotros, nos
damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo terreno en
modo alguno es una fatalidad: «Estamos en deuda, pero no con la carne para
vivir carnalmente», sino que podemos ya, como hombres espirituales, ser dueños
de nuestros instintos. Pero esto no por un desprecio orgulloso de la carne, sino
porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser hijos de Dios.
Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de nosotros hombres
espirituales orgullosos o arrogantes, sino que hace resonar en nosotros el grito
del Hijo: «¡Abba! (Padre).
SANTÍSIMA TRINIDAD
1. «Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca». Conviene partir de esta
sentencia final para reflexionar sobre el evangelio de hoy (que contiene además
otras sentencias). La relación entre lo que pensamos interiormente y lo que
expresamos, entre el corazón y la palabra, es normalmente una relación de
correspondencia. En Dios el Verbo, su Palabra encarnada, es la expresión exacta
del que habla, del Padre. En los seres infrahumanos, su forma externa revela su
esencia: sí un animal ladra, se sabe que es un perro. En los hombres, que pueden
mentir, hay que andar con más cuidado y examinar detenidamente su conducta: a
la larga será no una palabra sino todo su comportamiento lo que revele su actitud
interior. Al igual que el árbol se conoce por su fruto, así también el hombre se
conoce por todo su comportamiento. Jesús nos da dos indicaciones al respecto:
ante todo el hombre que ha de juzgar a otro debe ser alguien que ve
espiritualmente, no un ciego o alguien que cree o no cree ciegamente. Después,
antes de intentar enmendar el equívoco en otro, debe examinar si entre lo que
siente su corazón y lo que dice su boca hay una auténtica correspondencia.
Conviene primero ajustarse a la medida de Cristo, que es la verdad toral y
definitiva de su Padre; y tras haberse apropiado realmente de esta medida, se
estará más cerca de la forma correcta de ser veraz. Las indicaciones de Jesús
para juzgar a los hombres se mueven entre la prudencia humana práctica y su
propia comprensión divino-humana de la verdad.
1. «No soy yo quién para que entres bajo mi techo». Resulta ciertamente
impresionante la manera como el centurión pagano del evangelio transmite a
Jesús su ruego de que cure a su criado enfermo. El se siente indigno de
presentarse personalmente ante el Señor y envía a unos amigos judíos para que lo
recomienden a Jesús. Y cuando Jesús se acerca, el centurión tampoco sale de su
casa, sino que envía de nuevo a otros amigos, que deben informar a Jesús de la
gran fe de que hace gala el centurión, quien está convencido de que, al igual que
le obedecen a él los soldados que tiene bajo su disciplina, así también el poder de
la enfermedad está sometido a Jesús. Esta confianza, expresada desde una doble
distancia, «admira» a Jesús, pues se diferencia claramente del comportamiento de
los judíos, quienes le exigen signos o malinterpretan muy a menudo los milagros
que hace con habladurías sensacionalistas. La verdadera fe no se limita a Israel,
se la puede encontrar fuera del pueblo elegido en una forma aún más pura (así
también en el caso de la mujer cananea). El antiguo Israel sabia ya de la
existencia de paganos sabios y piadosos que eran hombres modélicos (Ez 14,14;
28,3).
1. «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho». La escena del evangelio
de hoy constituye un punto culminante en los sinópticos: es como la línea
divisoria de las aguas en la vida de Jesús. Hasta ahora, conforme al encargo del
Padre, Jesús ha actuado mesiánicamente; ha suscitado, sobre todo entre sus
discípulos, un presentimiento sobre la esencia de su persona. Dada la
importancia del cambio que se produce en esta escena, Lucas la sitúa en el
contexto de una oración de Jesús a solas. Al plantear la cuestión de su identidad,
Jesús aprovecha la ocasión para desvelar lo central de su misión. Las ideas de la
gente al respecto son tan vagas e imperfectas que él no puede seguir callando; la
afirmación de Pedro: tú eres «el Mesías de Dios», es correcta, aunque la idea que
Pedro tiene del Mesías es todavía enteramente veterorestamentaría y está
determinada por la mentalidad de la época, según la cual el Mesías debe ser el
liberador de Israel. De ahíla prohibición terminante de difundir este título, y de
ahí también —mucho más profundamente— la clara exposición de la verdadera
misión del Mesías: ser desechado, morir, resucitar. Y para que todo esto no sea
percibido como un acontecimiento incomprensible, en cierto modo mitológico, se
saca enseguida la consecuencia para todo el que quiera ser su discípulo: que
«cargue con su cruz cada día y se venga conmigo»; eso es seguir al Mesías. La fe
exigida incluye la acción que implica: seguir a Jesús no por una especie de
ganancia ventajosa, sino mediante la pérdida incondicional: «El que pierda su
vida por mi causa...».
2. «Deja que los muertos entierren a sus muertos». Pero la exigencia de Jesús
va aún más lejos. En el evangelio tres hombres se ofrecen a Jesús para seguirle.
Al primero lo remite a su propio destino y ejemplo: Jesús ya no tiene casa propia.
Ni siquiera la casa en la que ha crecido, la casa de su madre, cuenta ya. No mira
atrás. Es más pobre en esto que los animales, vive en una inseguridad total. No
posee más que su misión. Y al comienzo del evangelio se dice a dónde conduce
esta misión: a su «ascensión» se dice literalmente: ¿a la cruz? ¿Al cielo? Lucas
deja abierta la cuestión. Es típico que no se le reciba en la aldea de SaMaría
donde quería alojarse. Por eso no es necesario mandar bajar fuego del cielo. Es
normal que «los suyos no lo reciban» (Jn 1,1 1). El segundo hombre quiere
primero ir a enterrar a sus padres, y el Señor de la vida le contesta: «Deja que los
muertos entierren a sus muertos». Los muertos son los mortales que se entierran
unos a otros; Jesús está por encima de la vida y de la muerte, muere y resucita
«para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14,9). El tercer hombre quiere
despedirse de su familia. Aquí Jesús va más lejos que Elias. Para el llamado a
seguir a Jesús de un modo radical no hay componenda que valga entre familia y
decisión por el reino. La decisión exigida es indivisible e inmediata. A partir de
su norma se regulará la relación con la familia y con los demás hombres.
2. «Por él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres». Jesús, que se
oculta tras el extranjero de la parábola del evangelio, es en la segunda lectura «el
primogénito» en el que «se mantiene» toda la creación. Sin este primogénito, sin
este arquetipo, no habría creación alguna. La creación sólo existe porque «en él
quiso Dios que residiera toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todos los
seres», eliminar todas las disonancias existentes en el mundo, hacer coincidir a
todos los contrarios que pugnan entre sí en su paz, lograda «por la sangre de su
cruz». También la injusticia social de la que se habla en la parábola, que un
hombre esté malherido en medio del camino, que las clases altas de la sociedad,
los acomodados espiritual y corporalmente, pasen de largo sin hacer nada,
también esto es expiado y reconciliado en la obra del Buen Samaritano, que ha
derramado su sangre por el mundo. Por lo demás, no conviene olvidar las
palabras del final: «Anda, haz tú lo mismo». Pero antes de esta acción, está la
obra universal de reconciliación realizada por Jesús, y antes de ésta, su elección
como fundamento y arquetipo de la creación entera. La cadena entre estos tres
eslabones es irrompible.
1. «Lo que has acumulado, ¿de quién será?». Jesús distingue en el evangelio
entre ser y tener. El ser es la vida y la existencia del hombre, el tener son las
posesiones grandes o pequeñas que le permiten seguir viviendo. La advertencia
de Jesús consiste simplemente en que el hombre no debe convertir el medio en el
fin, ni identificar el significado de su ser con el aumento de sus medios. Lo
absurdo de esta identificación salta a la vista cuando se considera no sólo la
muerte del hombre, sino que éste debe responder de su vida ante Dios. Aunque
esto no está todavía claro en el paralelo vererotestamenrario, y aunque Jesús
plantea la pregunta: «Lo que has acumulado (cuando mueras), ¿de quién será?»,
esta cuestión no constituye el centro para él, sino esta otra: «No amontonéis
tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen... Amontonad tesoros
en el cielo» (Mt 6,19s). Por tanto sabemos que ante Dios lo importante no será la
cantidad del tener sino la calidad del ser (cfr. 1 Co 3,1 1-15). Esto se hace
evidenre sobre todo mediante la palabrita «sí». El que quiere tener, amontona
riquezas «para sí»; el que tiene un ser de gran valor, renuncia a este «para sí» y
piensa en su ser junto a Dios. Dios es el tesoro. «Donde está tu tesoro, allí está tu
corazón» (Mt 6,21). Si Dios es nuestro tesoro, entonces debemos estar
íntimamente convencidos de que la riqueza infinita de Dios consiste en su
entrega y autoenajenación, es decir, en lo contrario de la voluntad de tener.
Todos los textos de esta celebración nos exigen vivir en tensión, en movimiento
(éxodo), desinstalados, en estado de peregrinación; en una palabra: vivir en vela,
en vela en razón de la fe, en razón de la promesa de Dios, en razón de las
cuentas que habremos de rendir pronto.
1. «No paz, sino división». El fuego que según el evangelio Jesús ha venido a
prender en el mundo, es el fuego del amor divino que debe alcanzar a los
hombres. A partir de la cruz, su terrible bautismo, comenzará a arder. Pero no
todos se dejaran inflamar por la exigencia absoluta e incondicional de este fuego,
de manera que aquel amor, que querría y podría conducir a los hombres a la
unidad, los divide a causa de su resistencia. Más clara e inexorablemente que
antes de Cristo, la humanidad entera se dividirá en dos reinos, bloques o Estados,
lo que Agustín designa como la «ciudad de Dios», dominada por el amor, y la
«ciudad de este mundo», dominada por la concupiscencia. Jesús muestra que la
división rompe los vínculos familiares más íntimos y, según la descripción de
Pablo, a menudo atraviesa incluso los corazones de los hombres, donde la carne
lucha contra el espíritu (Ga 5,17), y el «hombre desgraciado» «no hace lo que
quiere, sino lo que (en el fondo) detesta» (Rm 7,15). Pero esto no es para Jesús
ni para Pablo una trágica fatalidad, sino una lucha que ha de mantenerse hasta la
victoria final: porque el amor y el odio no son dos principios igualmente eternos
(como pensaban los maniqueos), sino porque nosotros podemos «vencer al mal a
fuerza de bien» (Rm 12,21), para lo cual se nos da la fuerza de la gracia de Dios.
1. «De entre ellos escogeré sacerdotes y levitas». La profecía del final del
libro de Isaías (primera lectura) dice al pueblo de Israel con toda claridad que
Dios llamará también a hombres de países lejanos, que «nunca oyeron su fama»,
y de entre ellos escogerá a algunos como sacerdotes y servidores particulares.
Para Israel es una tarea sumamente difícil saberse el pueblo elegido y a la vez
tener que relativizarse hasta el punto de tener que admitir esto: la misma elección
afectará a otros cuando llegue el momento, un momento que sólo Dios conoce.
Estos otros, que en general eran considerados por Israel como enemigos de Dios,
son ahora llamados por Dios «vuestros hermanos». Los sacrificios que ellos
ofrecerán en el templo del Señor no están manchados ni carecen de valor (como
los sacrificios paganos), pues traen ofrendas «en vasijas puras». ¿Cómo se
comportará Israel con respecto a esta promesa?
3. «El Señor reprende a los que ama». La segunda lectura, que habla de la
reprensión de Dios, de la corrección que procede del amor, se dirige ciertamente
primero a los cristianos. Estos deben sentirse igualmente interpelados por las
advertencias del evangelio. Pues también ellos pueden, como los judíos, alardear
de su elección y de sus presuntas prerrogativas, y por eso precisamente pueden
quedarse fuera y ser relegados al último puesto. Por ello han de recordar que no
deben entender la corrección simplemente como un castigo en su vida, sino como
un necesario instrumento pedagógico que quiere conferir a su fe y a su vida
relajadas un nuevo vigor cristiano. Pero también el Israel posrcrisriano debería
recordar estas palabras a propósito de la corrección, que ya le fueron dichas en la
Escritura de la Antigua Alianza (Pr 3,11-12). Si es verdad que los dones y las
llamadas de Dios son irrevocables (Rm 11,29), entonces la larga pasión de Israel
no puede ser más que un acontecimiento histórico dentro de su elección.
1. «El que no renuncia a todos sus bienes...». Esto es lo que Jesús exige en
el evangelio cuando alguien quiere ser discípulo suyo. Bienes en este contexto
son también las relaciones con los demás hombres, incluidos los parientes y la
propia familia. Y Jesús utiliza la palabra «odiar», un término ciertamente duro
que adquiere toda su significación allí donde algún semejante impide la relación
inmediata del discípulo con el maestro o la pone en cuestión. Jesús exige, por ser
el representante de Dios Padre en la tierra, aquel amor indiviso que la ley antigua
reclamaba para Dios: «con todo el corazón, con todas las fuerzas». Nada puede
competir con Dios, y Jesús es la visibilidad del Padre. El que ha renunciado a
todo por Dios está más allá de todo cálculo. El hombre tiene que deliberar y
calcular sólo mientras aspira a un compromiso. Si fija la mirada en este
compromiso, no terminará su construcción, no ganará su guerra. Jesús plantea
esta escandalosa exigencia a una gran multitud de gente que le sigue
externamente: ¿pero quién en esta gran masa está dispuesto a cargar con su cruz
detrás de Jesús? (Los romanos habían crucificado a miles de judíos revoltosos,
todo el mundo podía entender lo que significaba la cruz: disponibilidad para una
muerte ignominiosa en la desnudez más completa). Jesús había renunciado a
todo: a sus parientes, a su madre; no tiene dónde reclinar la cabeza. El mismo
tendrá que «llevar a cuestas su cruz» (Jn 19,17). Sólo el aue lo ha dejado todo
puede —en la misión recibida de Dios— recibirlo, «con persecuciones» (Mc
10,30).
2. «Me harás este favor con toda libertad». En la segunda lectura Pablo
intenta educar a su hermano Filemón en este desprendimiento, en esta renuncia a
todo lo propio, un desasimiento que no sólo es compatible con el amor puro, sino
que coincide con él. Cuando le remite al esclavo fugitivo, Pablo hace saber a
Filemón que le hubiera gustado retenerlo a su servicio, pero que deja que sea él,
Filemón, el que tome la decisión; le desliga de su propiedad (el esclavo
pertenecía a Filemón), pero también de todo cálculo (pues no gana nada si se lo
devuelve a Pablo). E incluso le expropia aún más profundamente, al enviar a
Onésimo no como esclavo sino como hermano querido, pues en eso es en lo que
se ha convertido para Pablo; por eso «cuánto más ha de quererlo» Filemón, y
esto tanto «como hombre» (pues el esclavo se ha convertido para Filemón
mediante el amor de Pablo en un semejante, en un hermano) como «según el
Señor», que es el desasimiento por excelencia, superior a todo deseo de poseer.
1. «Pero Dios tuvo compasión de mí». Todos los textos hablan hoy de la
misericordia de Dios. La misericordia es ya en la Antigua Alianza el atributo de
Dios que da acceso a lo más íntimo de su corazón. En la segunda lectura Pablo
se muestra como un puro producto de la misericordia divina, diciendo dos veces:
«Dios tuvo compasión de mi», y esto para que «pudiera ser modelo de todos los
que creerán en él»: «Se fió de mi y me confió este ministerio. Eso que yo antes
era un blasfemo, un perseguidor y un violento». Y esto por una obcecación que
Dios con su potente luz transformó en una ceguera benigna, para que después
«se le cayeran de los ojos una especie de escamas». Pablo, para poner de relieve
la total paradoja de la misericordia de Dios, se pone en el último lugar: se
designa como «el primero de los pecadores», para que aparezca en él «toda la
paciencia» de Cristo, y se convierte así en objeto de demostración de la
misericordia de Dios en beneficio de la Iglesia por los siglos de los siglos.
2. «Los hijos de este mundo son mds astutos que los hijos de la luz». El
administrador del evangelio, que ha derrochado los bienes de su rico señor y al
que éste le pide cuentas de su gestión, elige la estafa como salida «astuta» a su
comprometida situación. Para él ésa es la forma de salir del atolladero en el
último momento. Su calculada astucia consiste en que, cuando se produzca el
despido anunciado, espera encontrar acogida en casa de los deudores a los que
ha perdonado parte de lo que éstos debían su amo. Cristo (el «amo» del versículo
5) no alaba la estafa, sino la astucia, que en el ámbito mundano (en los usos de la
economía mundial) supera muy a menudo la astucia de los cristianos, incluso
cuando se trata de su ser o no ser. Los cristianos deberían tomar alguna
precaución para que en su día los «reciban en las moradas eternas», al menos dar
limosna, repartir su dinero entre los necesitados, en vez de esperar como
holgazanes a que llegue el juicio y se produzca el eventual despido.
Las últimas cuatro sentencias de Jesús sobre Mamón (versículos 10-13) exigen
formalidad en las cuestiones monetarias también en la Iglesia (el dinero confiado
a la Iglesia para las buenas obras debe administrarse concienzudamente), y
finalmente una clara decisión: Dios y el dinero son dos amos que no comparten
su soberanía, por lo que nadie puede pretender servir a los dos a la vez.
1. «¿Dónde están los otros nueve?». Diez leprosos son curados por el Señor
en el evangelio mientras van de camino a presentarse a los sacerdotes por orden
de Jesús. Los sacerdotes tenían la obligación de declarar impuros a los leprosos
(Lv 13,11-12), pero también la de constatar su eventual curación y anular el
veredicto de impureza (ibid. 16). Está claro que es únicamente Jesús el que opera
el milagro, que se produce mientras los leprosos van a presentarse a los
sacerdotes. Pero para los judíos enfermos el rito litúrgico prescrito en la ley es
tan decisivo que atribuyen toda la gracia de la curación a la ceremonia prescrita.
Exactamente igual que algunos cristianos, que consideran que «practicar» es el
auténtico centro de la religión y olvidan completamente la gracia recibida de
Dios, que es el punto de partida y la meta de la «marcha de la Iglesia». El fin
desaparece en el medio, que a menudo apenas tiene ya algo que ver con lo
genuinamente cristiano y que es pura costumbre, mera tradición rutinaria. Tendrá
que ser un «extranjero» (un samaritano), es decir, alguien no familiarizado con la
tradición, el que perciba la gracia como tal mientras va de camino hacia la
«autoridad sanitaria» y vuelva a dar las gracias al lugar adecuado.
2. «El Señor escucha las suplicas del pobre y del oprimido..., sus penas
consiguen su favor». La primera lectura lo confirma: «El grito del pobre alcanza
las nubes». El pobre en este caso no es el que no tiene dinero, sino el que sabe
que es pobre en virtud, que no corresponde a lo que Dios quiere de él. Pero de
nuevo este vacio no basta, sino que más bien se precisa: el pobre que sirve a
Dios «consigue el favor del Señor». Se trata de un servicio en la humildad del
«siervo pobre», pero no de la espera ociosa del «empleado negligente y
holgazán» que esconde bajo tierra su talento. Es el servicio que se presta
sabiendo que se trabaja con el talento regalado por Dios, y que se confía para
que realmente produzca frutos para el Señor. A este pobre Dios le hará «justicia»
como «juez justo» que es.
3. «Zaqueo, baja en seguida». El evangelio nos presenta una escena del todo
singular: un hombre rico que se sube a una higuera para ver a Jesús. Zaqueo es
considerado como un gran pecador, pues no en vano es «jefe de publicanos»;
pero es precisamente en su casa donde Jesús quiere hospedarse. Y Jesús sabe
que allí donde va, lleva consigo su gracia: «Hoy ha sido la salvación de esta
casa». Y esto «porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que
estaba perdido». Jesús entra en casa de Zaqueo porque allí hay algo que salvar.
Es decir, no porque allí se practiquen las buenas obras y haya que
recompensarlas, sino porque «también este hombre es un hijo de Abrahán» que
no está excluido de la fidelidad y del amor de Dios. Por eso resulta ocioso tratar
de dilucidar si, cuando Zaqueo asegura que «da la mitad de sus bienes a los
pobres», se está refiriendo a algo anterior o es una consecuencia de la gracia que
le ha sido manifestada ahora. El evangelista no está interesado en eso, sino
únicamente en la salvación que Jesús trae a esta casa. Es bueno saber que Jesús
entra también en las casas de los ricos cuando debe llevarles la salvación
cristiana. La bienaventuranza de los pobres no debe interpretarse
sociológicamente, sino teológicamente. Hay pobres que son ricos en el espíritu
(de codicia) y hay ricos que son pobres en el espíritu (y que «ayudan con sus
bienes»: Lc 8,3).
1. «Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios
mismo nos resucitard». El martirio de los siete hermanos del que se informa en la
primera lectura, contiene también el primer testimonio seguro de la fe en la
resurrección. Los hermanos son cruelmente torturados —son azotados sin
piedad, se les arranca la lengua, la piel y las extremidades—, pero, ante el
asombro de los que los torturan, ellos soportan todo esto aludiendo a la
resurrección, en la que esperan recuperar su integridad corporal. Dios les ha
dado una «esperanza» que nadie puede quitarles, mientras que los miembros que
han recibido del cielo y que les han sido arrancados, podrán recuperarlos en el
más allá. Se nos presenta aquí un ideal ciertamente heroico que nos muestra
concretamente lo que Pablo quiere decir con estas palabras: «Una tribulación
pasajera y liviana produce un inmenso e incalculable tesoro de gloria» (2 Co
4,17), algo que en modo alguno vale sólo para el martirio cruento, sino para todo
tipo de tribulación terrenal que, por muy pesada que sea, es ligera como una
pluma en comparación con lo prometido.
Aquí tenemos la visión de Jesús sobre la historia del mundo que vendrá después
de él. Mientras que la primera lectura ve por adelantado la última fase de la
historia —separando a los malvados, que serán quemados como paja, de los
justos, que brillarán como el sol—, Jesús en el evangelio ve la constantes
teológicas dentro de la historia. La predicción de la destrucción del templo no es
más que un preludio. Mientras está en pie, el templo es la casa del Padre que
debe conservarse limpia para la oración. Pero Jesús no se ata a templos de
piedra; tampoco a las catedrales o a los magníficos templos barrocos —ni al
cuidado y conservación de los mismos—, sino sólo al «templo de su cuerpo»,
que será la Iglesia, sobre cuyo destino se predicen tres cosas: