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Los labios mentirosos

Gabriel Matzneff

Traducción
Alexia Álvarez Franco
«Los labios mentirosos son abominación al Señor»
Libro de Proverbios, XII, 22.

«El espionaje es una profesión hermosa, cuando se hace para sí y beneficia a la


pasión»
Balzac, Ferragus.
Al igual que un minúsculo grano de arena puede ser el origen
de agudos dolores nefríticos, de la misma manera, un ínfimo
evento en la vida de Elisabeth alteró la dicha en la que, desde
hacía seis meses, reposaba Hippolyte.
A sus veintidós años, por más limitada que hubiese sido su
experiencia en el amor, Hippolyte ya había podido constatar
la dificultad que tenían las jóvenes para satisfacerse con la
felicidad presente, y cuando hablaba de ellas con jóvenes de
su edad, su tema favorito – «recurrente» hubieran dicho sus
profesores de La Sorbona, en donde estudiaba letras clásicas
– era la fatídica disposición a envenenar la dicha del presente
con los temores del futuro. Esta ineptitud hacia el carpe diem
en las mujeres, la había constatado en una de ellas, Leticia,
quien había sido su única amante antes de Elisabeth, pero al
igual que un matemático que considera todo número como
multiplicable, Hippolyte presentía que esta continua
necesidad de proyectarse en el futuro, para aprehenderlo o
para construir quimeras, esta perpetua insatisfacción eran
rasgos específicamente femeninos; que evidencian que una
mujer y un hombre no esperan lo mismo del amor, de la vida,
que estas palabras no tienen en sus bocas un sentido idéntico,
que siempre existiría entre él y sus amantes una brecha, un
malentendido.
En el primer año de su aventura, Leticia había confiado
plenamente en él, pero al año siguiente, a pesar de que
continuaba manifestando su pasión, empezó a dudar de su
entereza al creer que le engañaba. Se atormentaba sin razón.
Se había convertido en una persona suspicaz, camorrista,
hasta volverse insoportable. Cuando se conocieron, estaba en
cuarto año en una escuela privada de la calle Jacob y él, en
último año en el liceo Fénelon. Juntos descubrieron el placer,
la pasión y la hostilidad de los padres de Leticia, sobre todo de
su padre, pero lejos de asustarles, esto contribuyó a fortificar
sus lazos. Estaban enamorados y eran muy felices. ¿Por qué la
adolescente se dejó poco a poco devorar por los celos
pendencieros e inquisidores?
Hippolyte la amaba con locura, le era fiel y las quejas de
Leticia, sus lágrimas, sus enfurruñamientos, sus rabietas, no
tenían el más mínimo fundamento. Cada vez que le lanzaba
un objeto a la cara durante sus crisis de rabia o fingía saltar
por la ventana o prorrumpía en sollozos o le abofeteaba o se
largaba tirando la puerta, Hippolyte ya no sabía a qué santo
rezarle. Si hubiese sido culpable habría podido reformarse,
pero se consideraba el más ferviente de los amantes y sin
nada que reprocharse, no comprendía la perseverancia con la
que Leticia se dedicaba a ser odiosa, a asesinar su amor, a
crear lo irreparable.
Al final, terminaron, o más bien ella terminó, porque fue ella y
solo ella, quien al trasformar su felicidad en un infierno, fue la
autora de la ruptura. Años más tarde, Hippolyte todavía era
incapaz de explicarse por qué había ocurrido, a pesar de
haber derrotado tantos obstáculos. A menudo, Leticia se
regodeaba inventándolos, haciéndole la vida imposible y
arruinando su mutua felicidad. Se habían separado a pesar de
que se amaban apasionadamente y no había ningún motivo
verdadero para terminar. El absurdo suicido de un amor tan
radiante dejó en el corazón del joven un odio salvaje hacia los
celos que había diagnosticado durante meses. Primero con un
miedo incrédulo, pero luego abrumado por sus efectos
vampíricos, juró que más nunca se enamoraría de una mujer
que estuviese aquejada por ese defecto tan destructivo, por
esa lepra sin remedio, y que huiría al primer síntoma de
posesividad o de histeria.
Un año después de que Leticia le había dejado, Hippolyte
conoció a Elisabeth. A Leticia la había conocido en casa de un
amigo común y, perdidamente enamorado, se había dedicado
obstinadamente en conquistarla. A Elizabeth la conoció de
manera completamente diferente. Una noche, saliendo de la
cinemateca con su mejor amigo, Olivier, encontró en un
bolsillo de su impermeable una entrada donde ella había
escrito: «Hola, hombre misterioso. Acabo de pasar una
semana en París, y las tres veces que he ido a la Cinemateca
de Chaillot lo he visto. Su rostro melancólico y su cabello
ondulado me parecen muy hermosos. Como soy una esteta,
una joven dandy, me gustaría hablar con usted. Puede que me
considere una pretenciosa o una modistilla. Si le sirve de algo,
sepa que no es así. Vivo en la provincia, pero sepa que esto no
es un obstáculo. Llámeme al (16) 88 34». Estaba firmado: «Su
Elisabeth».
La conquista de esta joven tan insinuante que no dudaba en
escribir a un desconocido y en dejarle su número de teléfono
fue, es necesario precisarlo, más rápida que la de Leticia. Por
otra parte, Elisabeth no tenía quince años, tenía diecinueve.
Elisabeth era tan morena como Leticia era rubia y voluble.
Ligeramente más esbelta y más grande que Leticia, Elisabeth
poseía una belleza menos embriagadora; tenía menos brillo.
Cuando Leticia e Hippolyte caminaban por la calle, las
personas se volteaban, los seguían con la mirada, nada
parecido le sucedía con Elisabeth. Era bonita, y su rostro fino,
sus grandes ojos castaños, su cintura delgada, su gracia
andrógina agradaba mucho a Hippolyte. No obstante, era una
belleza íntima y secreta, además de ser un exacto reflejo de su
humor taciturno.
Elisabeth, que no había sido tímida en el episodio de la
Cinemateca en el que había escurrido su carta en el bolsillo
del joven, tampoco lo era en la cama. Rápidamente se
complementaron de maravilla, y a pesar de lo aguda que era
su nostalgia por la incomparable Leticia, Hippolyte reconocía
que Elisabeth era para él un bálsamo que le procuraba mucho
placer. Aquella mezcla de audacia sensual y de naturaleza
tranquila era una muestra de armonía, un rasgo de buen
augurio. Durante los últimos meses de sus amores con Leticia,
Hippolyte había tenido constantemente la sensación de estar
encerrado en un asilo para locos. Gracias a Elisabeth, logró
huir de las peleas insensatas, de las agotadoras escenas de
celos, de ese instante terrorífico en el que un alma sensible,
por miedo a los continuos afrontamientos, empieza a temer,
luego a odiar la presencia del ser que más ama en el mundo.
Una vez más aprendía que la ecuanimidad y el amor no son
necesariamente contradictorios. Luego de la agonía de la
embriaguez delirante, saboreaba la dulzura de la embriaguez
sobria.
Leticia e Hippolyte vivían a cinco minutos a pie, ella en la calle
Dauphine y él en la calle Bonaparte, se veían todos los días.
Elisabeth se dividía entre Nancy donde vivían sus padres y
Estrasburgo donde estaba inscrita en una escuela de negocios,
por lo que pasaba varias semanas lejos de su amante. Cada
vez que podía, Hippolyte se reunía con ella, en Nancy como en
Estrasburgo. A veces era ella quien iba a París, y esta activa
contribución al presupuesto de la SNCF solo hacía resaltar los
kilómetros que los separaban. Sus breves encuentros, ya
fuesen en un hotel de Nancy o en sus cuartos de estudiantes
en Estrasburgo o en París, eran horas paroxísticas donde la
felicidad y el placer no dejaban espacio al menor
malentendido o a cualquier pelea por más venial que fuese.
Su relación carecía de sombra, y el pesar de no estar juntos
más a menudo, magnificaba la plenitud de cada uno de sus
encuentros.
Hasta que una hermosa mañana de julio, el grano de arena…
Elisabeth había ido a pasar el fin de semana en casa de
Hippolyte. Todo se había desarrollado perfectamente,
hicieron muchas veces el amor, fueron al cine, jugaron tenis y
comieron albóndigas bizantinas en un restaurante griego de la
calle Huchette. El domingo por la noche, en el andén de la
Gare de l’Est, antes de que la joven se subiese al tren,
prometieron verse más seguido durante el verano, e incluso ir
de vacaciones juntos.
El lunes por la mañana, el timbre del teléfono despertó a
Hippolyte. Era una voz nítida, tajante, la voz de Elisabeth.
Aquella noche solo había estado quince minutos en casa de
sus padres. La habían recibido de manera tan agresiva que se
había encerrado en su cuarto, para luego escapar por la
ventana con un saco en donde había metido su diario y las
cartas de Hippolyte.
– ¿Por la ventana? ¡Como en las películas!
La joven rió levemente: “Mi cuarto está en la planta baja. No
corría ningún riesgo”.
– ¡Seguro que era muy tarde! ¿Huiste a la calle en plena
noche?
– Cuando llegué a Nancy, llamé a Jacques, un viejo amigo,
para que viniese a buscarme. Me acompañó hasta la casa de
mis padres y me esperó frente a la casa por si algo salía.
Estaba casi segura que me regañarían por haberme ido a París
sin autorización. Te estoy llamando de un apartamento que
Jacques me prestó.
Ahora su voz era dulce. ¿Vendría pronto Hippolyte a Nancy?
No había pasado más de un día en que la joven se encontraba
entre sus brazos y ya le hacía falta.
Apenas colgaron el teléfono, Hippolyte, que era del tipo de
personas que hallaba una mejor respuesta luego de que su
interlocutor se había marchado, se acordó de varias cosas que
hubiese querido decirle a la joven. Marcó el teléfono de los
padres. Fue la hermana de Elisabeth, de diecisiete años de
edad, quien respondió.
Le pidió el teléfono de su amigo, ese Jacques que estaba
hospedando a Elisabeth.
La adolescente reaccionó con vivacidad.
– ¿Jacques? No es ningún amigo, apenas le conocemos. ¡Es un
tipo que se nos acercó en la terraza de un restaurante! Decía
que era fotógrafo y que quería que le sirviésemos de modelos.
Nos libramos de él de manera educada. No sabía que
Elisabeth lo había vuelto a ver. ¿Y me dices que durmió en su
casa? Es extraño. Esta mañana, al ver que Elisabeth no estaba
en casa, pensé que todavía se encontraba en París, en tu casa.
Voy a darte el teléfono de Jacques, debo de tener su tarjeta
en algún lado.
Aparentemente, el «fotógrafo» no estaba en casa, ya que fue
Elisabeth quien respondió la llamada, sorprendida al escuchar
la voz de su amante.
– ¿Dónde conseguiste este número?
– Fue tu hermana menor. Acabo de llamarla. Me dijo que ese
tal Jacques, el dueño de la casa donde estás durmiendo, no
era para nada un viejo amigo, sino un hombre que les
coqueteó en un restaurante.
– ¿Interrogaste a Cécile?
Hippolyte notó el tono de voz irritado, malhumorado de la
joven. «Está furiosa porque no tuvo tiempo de sermonear a su
hermana, porque fui más rápido que ella y le atrapé in
fraganti», pensó el joven con amargura.
Incapaz de controlarse, le bombardeó con ardorosos
reproches.
- Si no querías estar en casa de tus padres, ¿por qué no te
quedaste en mi casa? ¡Qué idea tan absurda el haber pedido
la hospitalidad a un desconocido, a un miserable seductor!
Esa herida en el corazón que le hacía tartamudear, esa
confusión de preocupaciones, de nerviosismo y de rabia que
le revolvía el estómago, ¿qué era aquello, si no celos, ese
sentimiento que su fracaso con Leticia le había enseñado a
despreciar, a odiar? Recordaba los sollozos de desesperación
que agitaban a Leticia cuando estaba convencida de que
coqueteaba con sus camaradas de clase. También pensó en la
manera en que había conocido a Elisabeth, «hola, hombre
misterioso…» La joven de la cual se vanagloriaba por ser su
primer amante y que pensaba le era fiel, no era más que una
cualquiera.
La siguió regañando. Un payaso que se acercaba a las jóvenes
bien parecidas diciéndoles «soy fotógrafo, ¿quiere posar para
mi?» era la tontería más despreciable, más estúpida. Que
Elisabeth hubiese aceptado volver a ver a ese excremento y
que hubiese dormido en su casa le parecía algo inimaginable.
Con una voz inquieta, ella trató de calmarlo.
– No es para nada lo que te imaginas. Jacques me dio las
llaves del apartamento de su prometida, que ahora está
ausente. Me trajo en carro hasta el edificio, ni siquiera subió
conmigo. Fue a dormir a casa de su madre.
¡Una prometida! ¡Una madre! Elisabeth estaba exagerando.
Cualquier hombre con un mínimo de experiencia, si una joven
a quien le ha dado recientemente su número de teléfono le
llama en plena noche y le pide su hospitalidad, sabe que la
partida ya está ganada. Cuando el «fotógrafo» fue a la
estación de trenes, era para meter a Elisabeth en su cama, y
no para dormir solo en casa de su madre.
– ¿Crees que soy un idiota? Si temías una pelea con tus
padres, ¿por qué no llamaste a una amiga? ¿Por qué a un
hombre, y uno que no conocías, que había coqueteado
contigo hace unos días, que podría echársete encima y
violarte?
Una mano de hierro trituraba el corazón de Hippolyte.
Elisabeth ocupaba en su vida el lugar de Leticia, pero los roles
se invertían. Ahora, el suspicaz a quien los celos torturaban,
era él. La ansiedad, las dudas. Ese sería su destino ahora. La
imagen de Elisabeth acostándose con otro hombre hería su
amor y su amor propio. En las penas de amor hay una buena
parte de vanidad que se ve lastimada; pero era sobre todo la
decepción al haber descubierto inopinadamente que su
amante era una mentirosa que creaba en él una cruel
sensación de vacío, una incertidumbre nociva.
Elisabeth en casa del «fotógrafo» de Nancy y él en París, una
distancia que le era insoportable. Decidió montarse en el
primer tren. No podía evitar que aquella traidora le dijera
todas esas mentiras, pero al menos que no se las dijera por
teléfono, desde el apartamento de un imbécil, y si era golpe
por golpe, prefería ser golpeado de frente, poder tocar su
desgracia con el dedo, observar a su amante engañándolo y
descifrar la traición en su pequeño rostro ambiguo.
Ella lo esperó en la estación de trenes. Desde París había
reservado un cuarto en el hotel donde solían verse. Con una
sonrisa en los labios pero rabia en el corazón, fingió
sorprenderse al enterarse que ya no iban a casa de Jacques.
Le hubiese gustado conocerlo.
Elisabeth dudó: “Le he entregado sus llaves, su prometida
llega esta noche a Nancy”.
Si el joven pensaba regocijarse con la incomodidad de
Elisabeth, se llevó una sorpresa: la voz de Elisabeth, perfecta y
llena de seguridad, arrogante, sus grandes ojos brillantes,
parecidos al oro obscuro líquido, solo expresaban inocencia y
amor.
“¿Eres tan misógino que no entiendes que soy una chica
distinta, y que te pertenezco en la vida y en la muerte, que
jamás amaré a otro hombre que no seas tú? Sería incapaz de
enamorarme de otro hombre. Ninguno de los que conozco es
la mitad de bueno que tú. El hombre que me prestó el
apartamento de su novia es muy amable, pero es estúpido.
No paré de hablarle de ti. Jamás se hubiese atrevido a
tocarme”.
La hermosa y conmovida voz de Elisabeth resonaba en los
oídos de Hippolyte. Eran las tres de la madrugada. Desde las
seis de la tarde, con una pausa para cenar en el restaurant del
hotel, no habían dejado de amarse. La joven había
demostrado lo mucho que deseaba que Hippolyte muriese de
deseo. Ahora, en la gran cama en la que reposaban uno al
lado del otro, hablaban. Las palabras de Elisabeth tenían el
acento de la sinceridad, de la pasión, y fueron como un
hechizo en el corazón de su amante. Él le creía. Quería
creerle.
Luego, en el tren que le llevó a París, le dio más vueltas a las
declaraciones de su amante. ¿Aquel discurso sedativo era
verdad? Como además le había dicho: «Si no confías en mí,
me dejarás, estoy segura, y si me dejas, me mataré», supuso
que para no perderle estaba dispuesta a hacer lo que fuese,
especialmente a falsear la realidad, a mentirle acerca de todo.
– Si te engañase, no me atrevería a mirarme en un espejo.
Siempre desprecié a las chicas de mi entorno que tenían
varios novios. Si amo a mi hermana, es entre otras cosas
porque le es fiel al suyo.
Había dicho esto con una voz vibrante, pero Hippolyte, a
pesar de ser muy joven, sabía lo que podía disimular una voz
vibrante: él también, de vez en cuando, mentía. Además,
había detalles que no concordaban: según Elisabeth, el
hombre había ido a buscarla a la estación de trenes para
conducirla (luego del intermedio rocambolesco de la fuga por
la ventana) al edificio de su prometida, pero en otro momento
había evocado una larga conversación. ¿Dónde se había
desarrollado esa conversación, si solo habían estado juntos
durante ese corto viaje en carro? Cualquiera que fuese la
vuelta que le daba a la pregunta, Hippolyte llegaba una y otra
vez a la triste certeza de que una joven que llega a las once de
la noche a una ciudad que conoce desde su infancia, donde
conoce a todo el mundo y cuyo único inconveniente es no
saber cuál amiga escoger para alojarse y elige un desconocido,
es evidentemente alguien perverso, no muy sincero. A pesar
de que quizás no haya pasado nada entre ella y ese tonto,
Elisabeth había deliberadamente tomado un enorme y
enfermizo riesgo.
Por pudor no se había atrevido a preguntarle si el tal Jacques,
que quería que posase para él, había aprovechado la ocasión
para fotografiarla. Si le hubiese interrogado sobre ese punto y
hubiese respondido afirmativamente, no hubiese podido
resistir la tentación de saber si había posado vestida o
desnuda, y fuese cual fuese la respuesta de la joven, se
hubiese sentido aún más humillado. Había hecho bien al
callarse, pero ahora que volvía a estar separado de ella y que
aquel maldito tren le alejaba más a cada segundo con una
despiadada rapidez, la pregunta mataba de curiosidad sus
labios y su corazón, vergonzosamente.
Tan pronto como llegó a París, llamó al fotógrafo. Lamentaba
no haber podido conocerle. Le agradeció el haber acogido tan
«amablemente» a Elisabeth. Quería pedirle un consejo:
¿acaso debía motivar a la joven a que se pelease con sus
padres cada vez que le provocase o, en la medida en que sus
padres le pagaban sus estudios y la mantenían, un cuarto de
estudiante en Estrasburgo, la mesada, disuadirla de tomar una
decisión abrupta de la cual se arrepentiría?
Hablar de Elisabeth con ese imbécil le parecía increíble, pero
no estaba descontento por el tono amigable, alegre, que
había utilizado. “Si ese estúpido se acostó con Elisabeth, de
seguro debe de reírse a hurtadillas, pero prefiero que me
tomen por un ciego que por un celoso”, pensó con mucho
dolor.
No quería que se le tomase por alguien celoso, por ese
personaje grotesco, pero sobre todo no quería convertirse en
alguien celoso. Odiaba los celos desde que aquel virus mortal
había infectado el corazón de Leticia y había destruido sus
amores. Por haber observado con terror, día tras día, los
estragos de ese cáncer en el humor y el comportamiento de la
adolescente, creía estar vacunado y que jamás cedería a esa
debilidad ridícula y fatal, dura sicut infernum, duro como el
infierno, según las Escrituras.
El “fotógrafo” tenía una voz vulgar, pero hablaba de manera
elocuente sobre el amor que Elisabeth le profesaba a
Hippolyte, «que hayas venido tan pronto a Nancy fue muy
importante para ella», para «su relación», frase que le pareció
idiota a Hippolyte, pero que le complació.
No fue sino horas después de esa conversación, al repasarla
mentalmente como una banda magnética en un casete, que
descubrió una nueva causa de preocupación: ¿Cómo ese
sujeto sabía que su visita había sido importante para
Elisabeth? ¿Acaso no significaba eso que, tan pronto
Hippolyte se subió en el tren en dirección de París, la joven se
había precipitado a casa de Jacques y le había vuelto a ver?
Escribió una carta a su amante que era a la vez apasionada y
suspicaz, que iba a complacerle y a atormentarle.
La respuesta de Elisabeth no se hizo esperar: «Mi amor, mi
grano de incienso, no quiero que pienses mal de nuestra
relación. Te juro que jamás te he mentido o traicionado. Qué
consternada me siento, amado mío, cuando pienso que no
confías en mí. Y, sin embargo, sabes que no soy Celimena. Soy
Elisabeth, tu Elisabeth, tu todo y tuya. Te pertenezco en
cuerpo y alma y nunca amaré a otro, mi tesoro, mi Hippolyte,
el más extraordinario del mundo, ya gobiernas en mí, ¿qué
más quieres?, ¿es necesario que muera para que creas en mi
sinceridad?»
¿Qué debía hacer? Hippolyte vacilaba. Le hubiese gustado
creerle a Elisabeth, ya que la mentira es un vicio muchísimo
más repugnante que los celos, pero no lograba librarse de la
sensación que, por miedo a perderle, le había engañado,
escribiéndole aquellas palabras que sabía que lo calmarían.
En esa carta melodramática, “¿Es necesario que muera?”, solo
acertaba en algo: ya no creía en ella y jamás volvería a
hacerlo.
Sin embargo no tenía la intención de dejarla. Elisabeth le daba
mucho placer en la cama y hasta que no tuviese una prueba
formal de su traición, no se privaría de su encantadora
presencia. Hubiese sido la amante más honesta o la villana
más despreciable, lo importante era no ser engañado y estar
preparado para lo peor y vivir sin preocupaciones los instantes
de felicidad que le procuraba esa voluptuosa sirena.
Además, Hippolyte no tenía ninguna forma de saber cuál era
la verdadera existencia de Elisabeth en Nancy y en
Estrasburgo. Si cometía la locura de abandonarse a las
sospechas provocadas por los celos, a la angustia del
enamorado, sufriría. Y no tenía ninguna intención de sufrir. La
herida de la ruptura con Leticia todavía no había cicatrizado.
Estaba descartado, absolutamente descartado, que Elisabeth
le encerrase de nuevo en el despiadado Toro de Phalaris que
constituye las llamas y los desgarros de la pasión.
Las vacaciones habían llegado. A mediados de julio, Elisabeth
fue a París y se instaló en casa de Hippolyte. Vivieron diez días
de ferviente y tranquila felicidad. Nunca habían pasado tanto
tiempo juntos, y la cohabitación se desarrolló serenamente.
Fueron a la piscina de Saint Germain en Laye, vieron una
película de Potter, Mr. Lucky, filmada en 1943 con Gary Grant,
visitaron la exposición de Byron en el museo Renan Scheffer,
fueron a la discoteca con Olivier, pero sobre todo, en el
apartamento de la calle Bonaparte, hicieron maravillosamente
el amor, como sabían hacerlo, ella y él. Olivier, que le había
tomado cariño a Leticia, estaba triste porque había dejado a
Hippolyte, pero también tenía curiosidad de conocer a la
nueva novia del joven. Elisabeth le pareció menos graciosa y
alegre, «En la mesa no hablaba», pero le pareció que era
guapa.
Cada vez que pensaba en la fuga de Elisabeth a casa del
«fotógrafo», y pensaba en ello muy a menudo, Hippolyte
sentía una punzada en el corazón. Sin embargo, no compartió
con nadie sus sentimientos de rencor y se aseguró de que
estos no se notasen. Entre ellos no hubo tensión. Cuando la
acompañó al tren, Elisabeth iba a reunirse con su hermana y
su mejor amiga, Diane, en La Baule, le regaló un volumen de
la correspondencia de la marquesa de Deffand.
Dos días más tarde, recibió una carta donde le escribía lo
siguiente: «!Qué hermoso libro, Hippolyte! Esa anciana
siempre dice la verdad. Y fortalece la idea que tengo de que
no hay que envejecer. En fin, todavía no he llegado a esa
edad, tengo diecinueve años, amado mío que amo con locura,
solo tengo ganas de vivir, hay tantas cosas por descubrir
juntos, mi amor, mi compañero, es a tu lado que quiero vivir
todo esto. Seremos Hippolyte–Elisabeth hasta la muerte.»
Era increíble que la joven, en una carta en la que felicitaba a
Mme. de Deffand por «decir siempre la verdad», continuase
por su parte alimentando una gran mentira con ese descaro
que asombraba a Hippolyte. Elisabeth no tenía diecinueve
años, tenía veinte. Desde el primer día le había mentido sobre
su edad como lo haría una vieja, pero lo que es comprensible
en una mujer mayor no lo es en una joven que apenas acaba
de salir de la adolescencia. Ese fortuito descubrimiento, luego
veremos como lo hizo, de ese nuevo engaño relativo a los
conocimientos de su amante tuvo el mismo efecto sobre
Hippolyte que una operación de cataratas en un paciente de
cristalino degradado: el carácter extravagantemente inútil de
una mentira de esta talla le hizo ver que la situación era aún
más horrible de lo que creía. Elisabeth no era solamente
alguien que mentía para salir de un apuro, era una mentirosa
que mentía sin necesidad, solo por el placer de mentir.
Plutarco hablaba de un general romano que había edificado
un templo al engaño. Elisabeth hubiese podido ser diosa de
aquel templo. Ahí se hubiese sentido a gusto. Para algunos es
el vino que les hace carburar, para otros es la heroína.
Elisabeth se dopaba con las mentiras. Era su droga, su pan de
cada día.
Esta mortífera evidencia no le afectó mientras su amante
estuvo en La Baule. Su fatuidad de joven orgulloso le incitaba,
al contrario, a tomar en serio las ardientes palabras llenas de
amor que le escribía Elisabeth en sus cartas cotidianas que
leía una y otra vez con un placer siempre renovado. Le creía
cuando detallaba la tranquila monotonía de sus días: la playa,
paracaidismo acuático, esquí acuático. Le creía cuando decía
que se negaba a acompañar a Cécile y a Diane a la discoteca,
que prefería leer Le Cousin Pons. Sin embargo, Hippolyte no
hubiese sido un enamorado, es decir un ansioso incurable, si
no hubiese detectado en las cartas que habrían de haberle
colmado de una felicidad pura, un motivo de inquietud: la
estima que tenía Elisabeth por su amiga Diane.
«Diane me molesta con su feminismo, su presunta libertad.
Me reprocha la dependencia que tengo hacia ti. Desde que
llegamos, ya se ha acostado con dos chicos. Para mí, no hubo
nadie antes de Hippolyte y no habrá después. Eres el corazón
que hace circular la sangre en mis venas, el pulmón que
atrapa el aire que respiro. Eres mi vida, no me imagino ni un
segundo estar viva si llegases a morir, soy tu esclava, tu bella
del señor, y no quiero que sea de otra manera.»
Hippolyte nunca tuvo razones para quejarse de las amigas de
Leticia que le apreciaban, pero sabía, por lo que había leído en
los libros y visto en el cine, que a los veintidós años la ciencia
que los jóvenes poseen del amor es sobre todo teórica, que la
peor enemiga de un amante es a veces la mejor amiga de su
amante. «Esta tal Diane, está celosa de lo que Elisabeth vive
conmigo y va a hacer lo que sea para incitarla a engañarme,
quizás a dejarme». Esos pensamientos atormentaban a
Hippolyte. Eros es un dios cruel y sus flechas sin clemencia no
nos dejan descansar.
El joven se hubiese reunido con gusto con su amante en La
Baule, pero temía que las otras dos jóvenes tomasen esa visita
inesperada como la ocupación de su territorio por un ejército
extranjero, sobre todo Diane, de la que Elisabeth escribía
diciendo que era feminista y que, sin lugar a duda, le odiaba
sin conocerlo, al haber instintivamente reconocido en él lo
opuesto a ella y la persona a abatir. Hippolyte no quería que
Diane le dijese a Elisabeth: «Nos molesta tu novio, ¿para qué
vino? ¿para vigilarte? ¿para ser nuestro chaperón? »
Hippolyte no estaba seguro de que Diane hubiese utilizado la
palabra «chaperón», pero estaba seguro que al hablarle a
Elisabeth de él, decía «tu novio» o peor aún, «tu chico», que
era una categoría que le horrorizaba, pero que debería
aceptar sin protestar. Una vez más, al menos servía de prueba
que sus estudios de latín y griego en La Sorbona no le habían
sido totalmente inútiles, Hippolyte acudió a sus maestros
estoicos: Sustine et Abstine. No fue a La Baule, lugar al que
Elisabeth no lo había invitado, conformándose con llamar
cada día, con escribir cartas donde pedía detalles sobre el
paracaidismo acuático y multiplicaba las promesas más
eufóricas de amor.
Cuando Elisabeth regresó, partieron casi inmediatamente a
Niza donde la abuela de Hippolyte les prestó un apartamento
que poseía en un gran edificio moderno, con piscina en el
techo, la abuela, aficionada a la lengua inglesa decía el top–
floor, que les permitiría escapar de las playas llenas de gente y
de las piedrecitas. En el aeropuerto de Orly, al momento de
registrarse, Elisabeth golpeó su frente con el índice derecho,
el gesto de alguien que acaba de acordarse de algo
importante, «Pásame mi tarjeta estudiantil, por favor, ¡olvidé
rellenarla!» Hippolyte le tendió la tarjeta que estaba por
entregar junto a la suya y los pasajes de avión a la
recepcionista. Mientras que Elisabeth escribía apoyada sobre
el mostrador, Hippolyte se inclinó maquinalmente sobre su
hombro, maquinalmente y no indiscretamente ya que no
hubo en este gesto ningún tipo de curiosidad errónea, y
observó con asombro que la tarjeta ya estaba llena. Su
amante estaba falsificando su fecha de nacimiento. Había
remplazado el último digito del año por el digito
inmediatamente inferior. Entonces supo que Elizabeth había
mentido sobre su edad, que desde el principio de su relación
se rejuvenecía. Este descubrimiento, que no compartió con
ella, primero le divirtió, incluso le enterneció, pero luego,
durante el vuelo, reflexionando tranquilamente, le aterrorizó
la habilidad para el engaño de esa joven que parecía tan
transparente, que parecía que jamás había roto un plato en su
vida. «Me miente con tanto brío por una niñería, cómo será
cuando tenga algo grave que esconderme» pensó, petrificado.
Acababa de enterarse que para la mujer que amaba la
mentira era una regla de vida. Elisabeth era una tramposa
profesional que se comportaba con él como si fuese, no un
cómplice, sino el director del casino.
Leticia ya había estado en ese apartamento nizardo. En esa
época ya había dado rienda suelta a su ansiedad dominada
por los celos, a su temperamento camorrista y déspota.
Recordaba todo con una precisión extrema, a pesar de que no
sabría decir si había sido tierna o cruel, ya que la memoria de
los amores muertos es para un amante todo eso a la vez,
como lo es para un cristiano la conmemoración de la
crucifixión en el oficio del viernes santo. Recordaba los largos
enfurruñamientos de la estudiante, los enojos provocados por
un sí o por un no, su infantil y desastrosa pretensión de
quererle someter a sus caprichos, y la noche en la que en la
terraza de un restaurant del casco histórico de Niza, le había
abofeteado por una tontería y luego, entre sollozos, había
huido corriendo.
En cambio, Hippolyte saboreaba hasta la cúspide el carácter
indiferente, condescendiente, de Elisabeth. Que le propusiese
broncearse, o un paseo, o una visita al museo Masséna; que
prefiriese cenar en la ciudad o en la casa, siempre estaba de
acuerdo, siempre parecía feliz con sus sugestiones. Pasaron
veinte días en Niza y jamás hubo entre ellos pelea alguna ni
siquiera un atisbo de discusión. No obstante, algunas noches
en las que, dominado por el insomnio Hippolyte contemplaba
la grácil silueta rebosante de venustidad de Elisabeth apacible
junto a él en el desorden de las sábanas arrugadas, se sentía
ahorcado por una angustia incontrolable porque la mujer que
dormía a su lado era una desconocida de la que no sabía
nada, absolutamente nada fuera de lo que habían vivido
juntos, solo las mentiras bien elaboradas que le soltaba con
insistencia y naturalidad, parecida a una máquina
tragamonedas, pero una máquina especial, una máquina que
solo daría monedas falsas. En esos momentos sentía una
nostalgia lancinante por la explosiva Leticia, por su
espontaneidad, por su franqueza, por su alma tan clara como
sus ojos azules y su cabello espeso, por su cuerpo puro, frágil
y leal.
Un día extremadamente caluroso, un lunes en la tarde,
Elisabeth e Hippolyte tomaron el tren en dirección de Nîmes
donde Olivier, cuya familia paterna provenía de Cévennes,
pasaba sus vacaciones. El tren se paró en todas las estaciones,
Antibes, Cannes, Saint Raphaël, Toulon. Cuando los dos
amantes llegaron a la estación de Nîmes, donde Olivier les
esperaba en el andén, estaban sudados como unos cerdos,
completamente extenuados, como después de un baño turco.
Durmieron en un hotel ubicado cerca de la plaza de toros. A
ambos les gustaba instalarse el centro de la ciudad. Los
suburbios residenciales les deprimían. Una ducha fresca les
resucitó. Luego Olivier, quien disponía del auto de sus padres,
les llevó a cenar al Pont du Grand. La rareza del lugar les
impresionó. No obstante su escaso aprecio por las bellezas en
materia de setos, la naturaleza le hacía bostezar, Hippolyte se
prometió a sí mismo visitar la región. Todos llevamos un
Señor Fenouillard por dentro.
Cenaron en la ciudad, en un jardín que sobresalía encima del
río. Estimulada por el paisaje, a menos que haya sido por el
vigorizante Lirac, Elisabeth salió de su mutismo de costumbre
y participó en la conversación. Hablaron del amor y la
amistad, lo que los llevó a hablar de La Baule. «Diane a veces
habla mal de Hippolyte, no aprueba nuestra relación. Nos
peleamos por eso, pero a pesar de todo sigue siendo mi mejor
amiga», explicó la joven a Olivier. El comentario hirió a
Hippolyte. Lo que más le sorprendió fue que Elisabeth había
dicho esa enormidad con una voz inocente, desenvuelta,
como si hubiese dicho «mañana estará soleado» o «esta
pierna de cordero está suculenta».
– No comprendo cómo puedes creer que una chica que trata
de separarte de mí sea una amiga, sobre todo tu «mejor
amiga», estalló el joven, furioso.
Humillado por la presencia de Olivier, ya que si le hubiese
dicho eso a solas hubiese sido menos grave, agregó con
amargura:
– ¿Te das cuenta que cuando dices “a pesar de todo sigue
siendo tu mejor amiga”, estás siendo extraordinariamente
hiriente? Ese despreciable «a pesar de todo» sale de tu boca,
superfluo. ¡Es nuestro amor, soy yo!
Olivier bajó la mirada al plato. La cosa comenzaba mal. Sabía
que Hippolyte, que anteriormente se quejaba de la
susceptibilidad de Leticia, también era susceptible. Se
preguntó si acaso Elisabeth era tan idiota para provocarlo, o
quizás, detrás de aquella apariencia de santa, se escondía su
maldad.
Entendió que lo había dicho malintencionadamente cuando la
joven, como si no hubiese notado nada, volvió al ataque.
– Siento pena cuando pienso en ti, pero tenemos otras cosas
que nos unen…
Hippolyte enrojeció y dejó de hablar. Hubo un silencio. Se
escuchaban las risas de un grupo de alemanes en la mesa
vecina.
-De todas maneras, será Diane quien tendrá la última palabra,
acabó diciendo Hippolyte mientras miraba con desilusión a
Olivier, quien inmediatamente cambió el tema de
conversación.
Aquella noche, amó a Elisabeth con un ardor particular y con
una imaginación que se consideraría perversa si todo no fuese
perverso entre dos amantes, si aquellas caricias inmoralmente
voluptuosas no resplandeciesen, como si no estuviesen
santificadas por la pasión.
Al día siguiente, mientras la joven dormía, los chicos fueron a
un café del bulevar Víctor Hugo a tomarse un trago. Olivier
explicó a Hippolyte que era demasiado sensible, que jamás
sería feliz con alguien si seguía siendo tan vulnerable, tan
afectivo.
– Lo que dijo Elisabeth fue hiriente, es verdad, pero no es
grave. No te mortifiques porque tu novia habla mal de ti a tus
espaldas. Después de todo, son solo mujeres, y recuerda lo
que dice Pierre–François: «Las mujeres son poca cosa».
Olivier hacía alusión a Lacenaire en Les enfants du paradis. El
personaje interpretado por Marcel Herrand, quien era uno de
los ídolos de los dos jóvenes y del cual conocían sus réplicas
de memoria y las citaban sin cesar imitando la dicción
sarcástica y grandilocuente del gran actor.
Hippolyte sonrió y meneó la cabeza. La sonrisa había sido para
Lacenaire, la negación para Elisabeth.
Lo que le había dejado perplejo era la complicidad que se
sobreentendía, una complicidad contra él.
– ¿Cómo quieres que confié en una chica que le reserva la
suya a alguien de quien estoy seguro que hace lo que sea para
que ella esté con otros hombres? Ya me puedo imaginar cómo
fueron las vacaciones en La Baule. El paracaidismo, Balzac,
¡puras mentiras! Gracias a la querida Diane, Elisabeth
seguramente estuvo ocupada en otras actividades de las
cuales no me habló. Ahora bien, la peor de las mentiras es la
mentira por omisión. ¿Cuál ha sido la mentira más perfecta de
nuestro teatro clásico? Es la de Agnès en La escuela de las
mujeres. Agnès no se acostó con Horace, no hizo nada malo y
podría haber dicho la verdad. Pero no, mintió. Mintió por
instinto, sin saber por qué. Mintió porque llevaba la mentira
en la sangre. Le mintió a Arnolphe y le mentirá a Horace, y
siempre con la misma seguridad y la misma apariencia
cándida. ¡La escuela de las mujeres! ¡Hubiese sido mejor que
Molière llamase a su obra La escuela de las putas! ¡Qué suerte
tienes de no amarla, Dios!
Con un gesto de la cabeza, Olivier echó hacia atrás uno de los
mechones negros de su cabello, duros como los palillos de un
tambor, que caían sobre sus ojos. Los discursos misóginos de
Hippolyte, las crisis en las que Leticia se echaba a llorar, la
duplicidad de Elisabeth, todo eso era parte de un universo
emocional que le era desconocido. Sus relaciones con los
chicos eran diferentes. Lo que le agradaba era la amistad
amorosa, el placer, no le importaba mucho que sus novios le
fuesen infieles. No consideraba tan trágico ese numerito
apasionado que Hippolyte estaba haciendo. Si el joven no se
había suicidado luego de la partida de Leticia, no se mataría si
Elisabeth le traicionase. Era un pesimista, cierto, pero un
pesimista lúcido y por lo tanto resignado de antemano. «De
todas maneras, es Diane quien tendrá la última palabra».
El verano no había terminado, cuando Olivier e Hippolyte
tuvieron que volver súbitamente a París. Uno de sus amigos
cercanos, Angelo, alumno de segundo año en el
conservatorio, acababa de morir de sida. Elisabeth volvió a
Nancy. Al llegar a la ciudad, inventó una historia y engañó tan
bien a sus padres que pudo reunirse con Hippolyte
rápidamente.
El funeral del desafortunado Angelo tuvo lugar en Notre
Dame des Champs, luego le incineraron en el cementerio Père
Lachaise. La presencia de su amante en aquellos horribles
momentos fue para Hippolyte un consuelo, sobre todo
durante la incineración. Durante la interminable espera, aquel
que jamás haya asistido a esta macabra ceremonia no se
imagina el tiempo que nuestro cuerpo necesita para
convertirse en cenizas, su pequeña mano no se despegó de la
de Hippolyte. La apretaba suavemente. Hippolyte pensaba en
su propia muerte. ¿Leticia asistiría a su entierro? ¿Y Elisabeth?
Tener la certeza hubiese sido presuntuoso.
Elisabeth se instaló como si aquella fuese su casa durante una
semana entera. A pesar de ser voluptuosa, a veces era
fastidiosa. Era una persona muy silenciosa, y aquella
taciturnidad irritaba a Hippolyte. Le recordaba sus propias
angustias. Sentía aburrimiento por no estar con una chica que
echase bromas, graciosa. A pesar de ser exquisitamente
sensual en la cama, Elisabeth era completamente apática.
Hippolyte era de carácter soñador, indeciso, y para equilibrar
aquella inaptitud hacia la vida, le era necesario una novia
activa y no esa lánguida Ophélie. Elisabeth jamás le decía:
«Tengo ganas de ver esa película, de visitar esa exposición, de
comer en ese restaurante, de ir a bailar en esa discoteca».
Siempre era él quien debía decidir y eso le exasperaba, le
parecía horrible. «¡Si sigues así de indolente, vas a hacer que
me convierta en un hombre machista, autoritario y odioso!»
le dijo molesto un día en el que estaban en el Centre
Pompidou bajo una lluvia torrencial y ella fue incapaz de
decidir si prefería leer en la biblioteca o montarse en el
autobús 38 y ver Los cinco mil dedos del doctor T. de Roy
Rowland en el Barrio Latino.
Pero en realidad todo eso eran pequeñeces. Lo que Hippolyte
vivía en los brazos de su lasciva amante, justificaba un millar
de veces, esas crisis sin importancia. Sin embargo, la estadía
de Elisabeth en la calle Bonaparte reforzó la idea que el joven
tenía al creer que la vida en pareja no estaba hecha para él.
Adoraba a Elisabeth, pero luego de una semana de
cohabitación, sintió que respiraba luego de acompañarla a la
estación de trenes. Aquella misma noche cenó con Olivier,
entre solteros, y su conversación fue más libre, más divertida
de lo que hubiese sido en presencia de la joven.
Elisabeth retomó las clases en su escuela de negocios en
octubre. No iba a París muy a menudo, era Hippolyte quien
debía de hacer el viaje a Estrasburgo. Solo se quedaba
veinticuatro horas, cuarenta y ocho máximo. Pasaban la
mayoría del tiempo en la cama, y cuando se decían adiós, lo
hacían aún más enamorados de lo que estaban cuando se
habían encontrado. Hippolyte empezó a considerar que los
encuentros breves e intensos son mejores para los amantes
que una promiscuidad blanda y prolongada.
Elisabeth escribía su diario en libretas escolares con cobertura
a cuadros. Desde hacía meses, Hippolyte los veía unos sobre
otros encima de un estante de su cuarto en Estrasburgo.
Cuando iba a París, o cuando viajaban juntos, Elisabeth
llevaba consigo la libreta en la que escribía en ese momento,
que guardaba en un bolsillo de su mochila.
Un día, en la calle Bonaparte, la joven se estaba bañando
recién llegada, Hippolyte quiso sorprenderla con un poema
que había escrito para ella. Tomó la mochila, agarró la libreta
y la abrió para colocar la hoja en la que había escrito sus
versos. Indiscreción deliberada, o, como en Orly con la tarjeta
de viajes, por casualidad, solo Dios lo sabe, la mirada del chico
se detuvo en una página y leyó: «Cuando hablo por teléfono
con Hippolyte, soy distante, fría como un refrigerador. Sufro
por el control que tiene sobre mí y me vengo como puedo».
Hippolyte enrojeció y pasó algunas páginas. Más adelante
leyó: «Esta mañana, un chico se acercó a mí, Rodolfo. Me
pareció simpático. Le di mi teléfono. Tengo la esperanza de
que nos convirtamos en amigos cercanos. Tenemos tanta
sensibilidad y tantas cosas en común que nos agradan y que
nos desagradan».
El agua dejó de correr en el baño. Hippolyte colocó
precipitadamente la libreta en la mochila y se alejó hacia el
otro lado de la habitación.
Su corazón resonaba como un gong. Aquellas líneas sobre
Rodolfo tenían fecha del 24 de septiembre, y ya casi
estábamos a finales del mes de octubre. De vez en cuando
Elisabeth mencionaba a sus camaradas de la escuela, siempre
con desprecio, los consideraba futuros «jóvenes ejecutivos
dinámicos» engreídos, incultos, y solo hablaba de ellos para
resaltar lo ridículos que eran. Jamás había dicho una sola
palabra sobre aquel joven que se había acercado a ella en la
calle, en Nancy, y que le había inspirado esas líneas
desconcertantes que acababa de leer.
Jamás se había sentido tan humillado en su vida, tan
traicionado. Esa escena que Elisabeth había ilustrado en su
diario con tanta concisión y descaro aclaraba la historia del
«fotógrafo» con una nueva perspectiva. Desvelaba toda una
obscena crueldad. Si no hubiese leído con sus propios ojos
aquellas palabras escritas por la mano que le escribía cartas
de amor ardiente, absoluto, ni siquiera en sus peores
pesadillas o en sus crisis de ansiedad más violentas hubiese
podido imaginar que su amada Elisabeth, esa joven tan
reservada, tan elegante, fuese a tal punto diferente del
personaje que había creado, alguien a quien cualquier
desconocido podía «acercársele» con facilidad y seducirla.
Durante un instante, mientras sus ojos miraban la libreta
abierta, Hippolyte tuvo vergüenza de su curiosidad. «Lo que
hice fue de muy mala educación», pensó durante un
momento, pero rápidamente la vergüenza de disipó y ahora
se felicitaba de ese feliz error, feliz culpa, como quien tiene
buena suerte. Gracias a eso ahora sabía quién era su amante y
qué criatura sin escrúpulos se disimulaba bajo esa bonita
máscara de princesa exiliada.
Hippolyte se había jurado mil veces que si descubría algo
parecido a eso rompería inmediatamente, que alejaría a
Elisabeth, así como se escupe con asco una fruta que se cree
buena y que, al morderla, descubrimos que está podrida. Pero
ahora que lo había descubierto, ya no tenía ganas de dejarla.
Sabía que no la dejaría, al menos no inmediatamente. Se
sentía como el zar Iván en la película de Eisenstein, luego de
que decapitó a varios señores que se burlaban de él. «¡No es
suficiente!» Iván El Terrible reclamaba más cabezas, aún más
cabezas, e Hippolyte El Masoquista, ¿si no es masoquismo,
entonces qué es?, tenía sed, una sed ardiente como el odio o
el amor, una sed de saber más. Estaba impaciente por estar
solo en una habitación con la libreta y descifrar línea tras línea
el alma y los secretos de su amante, que tenía como regla
jamás confesarle absolutamente nada, esconderle todo
aquello que constituyese, a excepción de él, lo más
importante en su vida.
Cubierta por una gran toalla blanca, con pequeñas gotas de
agua que brillaban sobre su rostro y sobre sus hombros, en el
lugar donde comienzan sus senos, Elisabeth entró al cuarto
con una sonrisa en los labios y un brillo jovial en sus ojos.
Hippolyte también sonreía, parecía feliz, relajado, cuando
avanzó hacia ella y la tomó en sus brazos.
Algunos días más tarde, Hippolyte se reprochaba haber sido
un extravagante. Al pensarlo bien, aquellas líneas que primero
había considerado infames, no eran tan alarmantes. Eran la
inocencia misma. Elisabeth había conocido un chico
«simpático» y quería crear una «amistad» con él, ¿qué había
de mal en todo eso? Y si nunca le hablaba de ese tal Rodolfo,
era simplemente porque no pensaba en él. Seguramente le
hablaría de él cuando la ocasión se presentase.
Y la ocasión se presentó poco después. Fue en Estrasburgo, en
el cómodo cuarto de Elisabeth, calle del Maroquin. Hippolyte
escuchaba un disco de los Garçons Bouchers y con esa manía
que tenía cuando estaba en casa de otros de mirar los libros
de la biblioteca, sacarlos de sus estantes y tocarlos al igual
que una enfermera toca las nalgas de un recién nacido, se
detuvo el ver el nombre escrito en la página principal de un
libro de Stendhal: «Rodolfo.»
– ¿Quién es Rodolfo?, preguntó con una voz ligera.
Con un tono ligero también, Elisabeth respondió que era un
chico que había conocido en una fiesta en Nancy: “No es un
amigo, apenas lo conozco”.
– ¿Por qué su nombre está escrito en este libro?
– Fue él quien me lo ha regalado.
– ¡Apenas lo conoces y te regala un libro!
– Te lo repito, no me importa ese chico. Nunca lo veo.
Hippolyte calló, trató de controlar una expresión de
contrariedad que sentía que, a pesar de que no lo quisiese,
comenzaba a esculpirse en su rostro al igual que un sello
sobre cera caliente. Para evitarlo, comenzó a mirar fijamente
el afiche de Batman colgado en una de las paredes, hasta que
lo mostró con el dedo: “Nicholson es increíble, pero la película
es más bien fastidiosa, ¿no crees?”
Aquella traidora ni se imaginaba que él sabía lo que escondía,
que sabía quién era. Continuó haciéndose pasar por un
ingenuo a quien podían hacerle creer todo lo que ella
quisiese.
Esa noche Elisabeth no se limitó a ducharse. Tomó un baño.
Hippolyte fingió que miraba la televisión. Parecía que la
bañera jamás terminaría de llenarse. Estaba impaciente.
Cuando por fin la joven se sumergió en el agua espumosa, él
le gritó: «¡Llámame si quieres que te frote la espalda!», y se
precipitó para abrir las tan deseadas libretas.
Las páginas escritas en La Baule, le tranquilizaron. «Diane
tiene un nuevo amante. Me molesta con su feminismo, con su
supuesta libertad. Yo pertenezco a Hippolyte y no querría que
fuese de otra manera. Mi alma, mi pasión, es él. Al leer su
última carta, murmuro su nombre y le digo «mi amor» a la
carta. Muerdo mi mano para detener los gritos de felicidad
que quieren salir. Aprieto la carta contra mi mejilla, Dios mío,
me estoy volviendo loca. Hippolyte, si pudieses imaginar toda
la tierna locura que siento por ti en el corazón de tu
Elisabeth»
Calmado, Hippolyte cerró la libreta y abrió otra más reciente.
Volvió a leer el pasaje sobre Rodolfo con fecha del 24 de
septiembre. Al día siguiente Elisabeth escribió: «Pasé una
excelente tarde con Rodolfo. Muy calmada. Me siento en
confianza con él. De hecho, le cuento todo sobre Hippolyte y
yo».
Hippolyte seguía escuchando la voz de Elisabeth: « Apenas le
conozco, no me importa ese chico».
El 27 de septiembre y los días siguientes había escrito páginas
completamente eróticas, entusiastas, sobre una estancia en
casa de Hippolyte, en París, pero inmediatamente al volver a
Nancy: «Estoy viviendo momentos hermosos, llenos de tierna
amistad y de complicidad con Rodolfo. Me agrada mucho y
podría agradarme aún más. Vale la pena vivir la aventura».
Hippolyte había leído lo suficiente por esa vez. Colocó la
libreta en su lugar y luego de tocar a la puerta, entró en el
baño. Solo la cabeza de aquella bonita mentirosa estaba fuera
del agua, rodeada de espuma azul como las hojas del
Renacimiento en los cuadros de Clouet, llenas de fresas
opacas, una pose que acentuaba la apariencia de chica viciosa
que Elisabeth tenía algunas veces y que en ese momento
preciso tenía en extremo.
El joven hubiese podido ahogarla como a un gato, sacudirla
como a una ciruela, abofetearla, insultarla, ponerle bajo sus
narices lo que había escrito, exigirle una explicación. También
hubiese podido decirle adiós sin dejarle el tiempo de que
pudiese salir de la bañera, recoger sus pertenencias y
abandonar aquel apartamento para siempre.
Pensó en todo eso simultáneamente, pero no hizo nada. Se
inclinó y colocó sus labios sobre la boca húmeda de su
amante, luego comenzó a masajearle suavemente el codo y
los hombros.
– No te lo había dicho, mi abuela me envió un cheque gordo.
¿Te gustaría que fuésemos a cenar al Gourmet Sans Chiqué?
Contenta, Elisabeth aplaudió. El agua salpicó y unos copos de
espuma comenzaron a volar en el aire. Hubo entre los dos
amantes una feliz cascada de salpicaduras y de risas.
A esa chica que había amado tanto, en quien había confiado
tanto, comenzó a odiarla al descubrir su naturaleza
depravada. Pero mientras más la odiaba, más necesitaba de
ella. También trataba de convencerse de que lo que había
leído sobre Rodolfo en su diario tenía varias interpretaciones.
Elisabeth mentía cuando pretendía haber conocido a ese
chico en una fiesta, mentía cuando decía que no le importaba,
sin embargo eso no probaba que hubiese habido algo sensual
entre ellos. Quizás era solo amistad el sentimiento que les
unía.
Presionar a Elisabeth no hubiese servido de nada. Cuando él la
interrogaba, por más insignificante que fuese aquello que
despertaba su curiosidad, respondía con una mentira,
parecida a esa princesa de cuentos de hadas que no podía
abrir la boca sin que saliese una serpiente. Además, mostrar
suspicacia al someterla a un interrogatorio, hubiese
significado confesar que había leído sus libretas. Era
demasiado pronto para eso.
Atacar a su amante de frente hubiese sido condenarse al
fracaso. Tenía que ser más astuto que ella y para eso tendría
que pelear en el mismo terreno: la disimulación y la mentira.
Durante las siguientes semanas, no dejaba exudar la angustia
que le desgarraba el corazón y que le hacía tener horribles
pesadillas en las que Elisabeth estaba en los brazos de otros,
en las que ella les acariciaba y ellos la acariciaban. La chica
estaba contenta. Nunca le había visto tan feliz, tan
despreocupada desde que se había enterado por culpa de su
distraída hermana, que se había fugado a casa de Jacques.
De hecho, ahora era en el diario de aquella mentirosa, que el
joven encontraba las respuestas a las preguntas que ya no le
hacía, y fue así como paradójicamente, a medida que la
opinión que tenía de ella se degradaba, su relación se volvió
más estable.
Aquellas lecturas clandestinas, ya fuesen rápidas o lentas
según el tiempo que Elisabeth pasaba bajo la ducha o en la
bañera, Hippolyte se daba a sí mismo una justificación que se
había convertido en una negación obsesiva, «neurótica»,
hubiese dicho un médico, nunca le confiaba al suyo sus
estados de ánimo, se limitaba a hablarle de su gripe y sus
dolores de estómago, una obsesión en la que se rehusaba a
creer que era estúpido. Era una necesidad. El día que
Elisabeth le engañase de verdad, inmediatamente, o casi
inmediatamente ya que debido a la diferencia de horario
entre el día que aclara en Manila, seis horas más tarde que en
París y siete en invierno, del mismo modo, habría un intervalo
de tiempo entre el momento de la traición de la joven y el
momento en el que él lo leería, en cuanto lo supiese, ya podía
imaginarse la escena, al igual que un cineasta que todavía no
ha comenzado a filmar, terminaría con ella, veloz como un
rayo.
Creía que si solo era ingenuo durante un corto período de
tiempo, algunos días, algunas semanas en el peor de los casos,
no solo podría evitar la vergüenza que constituye el ser
engañado, que tiene un cierto encanto, sino también la
aversión psicológica que sentiría al pensar que aquella
criatura se acostó con otros hombres.
Aquel Hippolyte se enteraba gracias a sus indiscreciones, de
seguro poco dignas de un hombre de mundo, pero
lamentablemente a la pasión (y es por eso que los sabios, ya
sean budistas, estoicos o cristianos la juzgan tan severamente)
no le importa la sensibilidad y el buen comportamiento y le
era agradable a su ego. Como una fruta llena de sol y de jugo,
las libretas de Elisabeth estaban repletas por el amor que
sentía por él, y cuando tenía la posibilidad (no debía
sorprenderle con las manos en la masa), no lograba evitar
copiar pasajes en los que se sentía halagado y que leía cuando
tomaba el tren y estaba separado de su amante por los
cientos de kilómetros que les separaban. Era como Piquillo en
la Périchole, “mi mujer, mi mujer, ¿qué es lo que estará
haciendo ahora?”, cuando los celos lo dominaban.
«Hippolyte me ha enseñado todo, me ha hecho descubrir
todo, me ha dado todo. Entre nosotros hay pasión, el vértigo
de los sentidos, dulzura, un amor real, una conexión mutua
que me hace ser la persona que soy».
«Lo que más deseo en mi vida, es que Hippolyte me ame, he
sacrificado todo por eso. Nadie, ni siquiera Cécile, me ha
obsesionado tanto».
«Clases de inglés, muy interesante, pero cuando asisto estoy
en otro lugar. El timbre de voz de Hippolyte en el teléfono por
la mañana, la suavidad de su piel, el recuerdo hipnotizante de
sus caricias son para mí la única realidad, mi verdadero
universo. Todo aquello que no es Hippolyte entra por la fuerza
en mi vida. Es mi primer y último amor. Moriré cuando me
haya dejado. No podría vivir después de Hippolyte».
Aquellas páginas que Elisabeth había escrito entre julio y
noviembre, ¿qué amante no hubiese estado orgulloso de
haberlas inspirado? Hippolyte reaccionaba como lo hubiese
hecho cualquier joven. Ese tesoro de amor robado a la
intimidad del diario de su amante le fascinaba, tanto como el
tesoro de Tutankamón había fascinado a los arqueólogos que
se lo habían arrebatado al secreto de las arenas de Egipto.
Pero, al igual que la ardiente curiosidad que hizo de ellos unos
profanadores, unos ladrones de tumba, de la misma manera
la intrusión en el diario de Elisabeth causaba en Hippolyte más
tormentos que felicidad. Es cierto que aquellas palabras eran
embriagadoras al leerlas, pero, al fin y al cabo, ya las había
leído en las cartas casi cotidianas que le escribía su amante.
Era más el tiempo que pasaban separados, por eso había una
correspondencia regular, febril. Había frases enteras de su
diario, sobre todo las partes eróticas, que Elisabeth
transcribía, sin cambiar ni una sola coma, en sus cartas. A
menos que haya sido lo contrario y que Elisabeth copiase en
su diario los fragmentos de sus cartas. Quizás deseaba
guardar una copia. Cuando Hippolyte leía las páginas de amor
de sus libretas, muy a menudo tenía la sensación de tener un
deja vu. No obstante, las páginas que le herían, que le
alarmaban, eran para él una novedad absoluta, implacables
inéditos, ya que precisamente contenían todo lo que la genio
de su amante le escondía. Las líneas citadas a continuación, y
otras parecidas, le hicieron bien a Hippolyte, pero lo que
estaba por descubrir cambiaría sus sentimientos. Había
comentarios sobre Rodolfo. La palabra «amistad» que
Elisabeth utilizaba para hablar de él, que debería haberlo
calmado, a causa del contexto, tan desagradable, le
intranquilizaba.
«Rodolfo me hace falta, tengo que llamarle. Solo nos hemos
visto tres veces. Es poco. Es verdad que despedirse de un
amigo es más fácil que de un novio. Hay tantos lazos inefables
que nos unen. No quiero perderlo».
Hippolyte no disentía con el hecho de que pudiesen existir
lazos «inefables» entre amigos. Lo que le preocupaba era la
manera en que Elisabeth lo formulaba. No tenía un diario,
pero le parecía que, si hubiese tenido uno y que hubiese
escrito sobre su amistad con Olivier, no utilizaría términos tan
ridículos. El lirismo era algo que convenía al amor, a la pasión,
en cuanto a la amistad, era un sentimiento que reclamaba
más sobriedad, incluso pudor. Si durante la adolescencia
algunas amistades parecen estar disfrazadas por
características del amor, es porque son el substituto. Que
Elisabeth, quien ya no era más una adolescente y tenía un
amante que amaba con locura, sintiese la necesidad de
escribir sobre uno de sus amigos en ese tono tan exaltado, era
signo de que algo no andaba bien.
Por otra parte, Rodolfo no era la mayor de sus inquietudes.
Todo lo que Elisabeth escribía sobre él mostraba que era un
chico agradable, «un buen tipo», pensó Hippolyte mientras
hacia una mueca de desdén, un sabelotodo que no mataría ni
a una mosca. Si Elisabeth hubiese escrito en su diario
solamente comentarios sobre él, Hippolyte no se hubiese
sentido tan intranquilo.
Lamentablemente, en cada una de sus incursiones en las
libretas de Elisabeth, Hippolyte descubría nuevas pruebas que
mostraban que ella era muy diferente de la joven recta y
equilibrada que se esforzaba por parecer desde que eran
amantes. La palabra «horror» era demasiado típica de Racine,
«Fue durante una noche horrorosa…», para expresar la
impresión que le daba esa lectura, pero podríamos decir sin
exagerar que no le ponía en mal estado. Aquella chica que
escribía ese diario no tenía nada en común con la estudiante
llamada Elisabeth que creía conocer y que amaba. Era una
criatura equívoca, constantemente atraída por las situaciones
ambiguas, por todo lo dañino y pútrido que la vida puede
ofrecer. En Niza, se entretuvieron mirando algunos episodios
de una famosa novela americana, Loving, difundida en Francia
bajo el nombre de Enamoradamente suya. Uno de los
personajes de este soap opera, la tímida y pura Lily Slater,
sufría de un desdoblamiento de la personalidad que le hacía
cometer, en contra de su voluntad, los actos más inmorales
que se puedan imaginar. Hippolyte se preguntaba si su dulce
amante no tendría la misma enfermedad que Lily Slater
cuando, al ojear su diario, encontró unas líneas con fecha de
principios de noviembre que decían: «Me gustaría mucho
hacer el amor con Hippolyte y otra chica. Tengo muchas
ganas. Con una desconocida que seduciríamos él y yo. ¿Cómo
le hago comprender? ¿Cómo hago para que sienta tal
deseo?»
Sabía que era sensible al encanto de las mujeres, le había
hablado de una tal Florencia, con la cual, a los trece o catorce
años, se había besado, pero eso había sucedido antes de que
se conociesen, e ingenuamente, puesto que la ingenuidad es
inherente al amor y el amante que no se forja una bonita idea
tanto física como moral de su amada, es un idiota, nunca se
había figurado que durante todo el tiempo que la amó,
hubiese podido amar a otra persona que no fuese él. Aquel
«Tengo muchas ganas», con la palabra «muchas» en letras
mayúsculas, era sorprendente. Sin embargo, no fueron estas
ganas de amor a tres, esa fantasía de introducir a una joven
persona en su cama, lo que alarmó a Hippolyte, sino la certeza
de que no hubiese sabido nada de esa fantasía, ese deseo, sin
haber leído el diario de Elisabeth. Nunca había compartido
eso con él, ni de manera directa o indirecta, ni de manera
clara o con rodeos. Luego de haber leído eso y para estar
seguro, Hippolyte trató de tenderle una trampa. Al salir de
Fustel de Coulanges, de Fenelon, a veces fueron a pasear
cerca de la catedral, en Estrasburgo, o por la calle Saint André
des Arts, en París, y cuando se topaban con una bonita
colegiala, le hacía el comentario a Elisabeth para probar si se
entusiasmaba con la belleza de la chica, pero su amante
nunca reaccionó como debería de haberlo hecho si de verdad
pensase lo que había escrito en su diario: «¿Cómo le hago
comprender? ¿Cómo hago para que sienta tal deseo?». Nunca
mordía el anzuelo. Aun peor, se molestaba. «¡No soporto que
mires a otras chicas cuando estás conmigo!» Esto, lejos de
tranquilizar a Hippolyte, no hacía más que preocuparle aún
más y reforzaba su creencia sobre la tesis de la enfermedad
mental de Lily Slater.
En cambio, hubiese sido difícil atribuir a un trastorno mental
de orden psíquico el hecho de que cuando estaban en
Estrasburgo o en Nancy, Elisabeth nunca le proponía ir a las
discotecas, pero apenas Hippolyte se iba, pasaba la noche
entera en aquellos lugares. De nuevo, era el diario de la chica
quien informaba a Hippolyte de su vida nocturna. Elisabeth no
le decía ni una sola palabra de esto. Cuando hablaban por
teléfono, olvidaba que le había jurado que más nunca le haría
ninguna pregunta. «¿Qué hiciste ayer en la noche?», le
preguntaba sin pensarlo. Ella respondía: «Fui al cine con Eric».
El tal Eric era un amigo homosexual, el único alumno de la
escuela de negocios del cual Elisabeth apreciaba la compañía.
O bien: «Me quedé en casa leyendo Thomas Mann.» Pero a la
semana siguiente, mientras ella estaba bañándose, Hippolyte
se enteraba, gracias a las libretas, que aquella noche no había
leído Thomas Mann ni había visto a Eric, sino había ido a una
discoteca y una chica le había coqueteado, muy bonita,
peinada como Louise Brooks, y le había dicho: «Eres la chica
más guapa de la fiesta, una exquisitez.» Al día siguiente había
escrito: «Estoy cansada de mi castidad, por fortuna Hippolyte
estará aquí el fin de semana, muero de deseo por él, y
también por mi hermosa Louise Brooks, que se llama Helena».
Helena estaba presente en el diario de Elisabeth desde hacía
tiempo, tiempo que parecía aún más largo a Hippolyte de lo
que su pitagórica amante se había obstinado en esconderle.
Hablaba de Diane, de Eric, de Cécile e incluso de Rodolfo
quien quería conocerle, pero en cuanto a Helena, mantenía la
boca cerrada.
En la mente del joven, el secretismo de su amante comenzaba
a tomar proporciones cada vez más obsesivas, por lo que
decidió emplear una estratagema.
Elisabeth hablaba cuando dormía e él ya le había hecho el
comentario varias veces. Una mañana, durante el desayuno,
en la calle Bonaparte, le preguntó con un aire inocente si
conocía a alguna Helena. Tuvo la satisfacción de verla
enrojecerse.
– ¿Por qué me preguntas eso?
– Porque durante la noche dijiste ese nombre dos veces
mientras dormías, como Garance pronunciaba el nombre de
Baptiste: «Helena, Helena…»
Por su enojo, Hippolyte dedujo que fue contra su voluntad
que Elisabeth le habló de su nueva amiga. No le dijo que la
había conocido en una discoteca ni que sentía atracción por
ella. Hippolyte sabía que sería así: no le había tendido aquella
trampa para obligarle a ser sincera, sino para verificar que era
incapaz de serlo y que, a pesar de que desde hacía semanas
era extremadamente amable con ella y que no había
manifestado celos en ningún momento, ella persistió con sus
mentiras sistemáticas, obstinada en ser la persona que no era.
Si él hubiese tenido sentido de humor, le hubiese parecido
cómico que ella fuese tan constante en la impostura, pero el
humor y el amor no van de la mano, y ver a la mujer que ama
mentirle sin cesar, le mortificaba extremadamente. Si esas
constantes mentiras no eran horrendos engaños, entonces,
¿qué eran?
Había perdido toda esperanza, a pesar de lo fuerte que era su
pasión por Elisabeth. Sin embargo, mientras más le
decepcionaba, más le fascinaba. ¿Cuánto tiempo podía durar
aquello? ¿Era posible jugar con una tramposa? Es divertido al
principio, pero después de un rato, un hombre que se respeta
se levanta, le tira las cartas al adversario indigno y se larga. En
los westerns hacen eso muy bien.
Para Hippolyte la curiosidad dolorosa era más fuerte que el
respeto por sí mismo, no se largó, pero el episodio de Helena
marcó el final del período en el que se esforzó por ser amable.
Con una mentirosa de ese calibre, la amabilidad no servía de
nada, no era el arma adecuada. Entonces Hippolyte decidió
ser perverso. Después del episodio del fotógrafo, Elisabeth lo
había puesto en un estado de recelo tan atroz que no le
costaría nada convertirse en un ser malvado: fluiría
naturalmente.
¡Qué buena noticia! Estaba encantado de saber que en aquel
Estrasburgo en el que se sentía tan sola y en donde excepto
por Eric y los estúpidos de su escuela, no conocía a nadie,
había conocido una chica amable, esa había sido su expresión:
«una chica amable». La próxima vez que fuese a verle
organizarían una cena con Helena y Eric.
– Es una excelente idea, ¿no crees cariño?
La cena se llevó a cabo, pero sin Helena, quien desapareció
rápidamente de circulación, es decir del diario de Elisabeth,
como si hubiese perdido interés en ella al enterarse Hippolyte
que esa chica existía.
Eric era un chico un poco afeminado, Olivier no lo era, pero
igual de dulce y letrado que él. Hippolyte observó con interés
aquel viejo amigo de Elisabeth a quien llamaba su mejor
amigo en sus libretas, su confidente. ¿Será igual de hipócrita
con él que conmigo?, se preguntaba Hippolyte. Es cierto que
en teoría una mujer cuenta a un amigo cosas que le esconde a
su amante, pero en la práctica no es así. Hay una adicción a la
mentira, al igual que existe una adicción al alcohol y a la
droga. Al igual que un pintor que se ha acostumbrado a
prostituir su pincel a través de la pintura comercial, no puede
de la noche a la mañana encontrar de nuevo la fuerza y la
pureza de su pincel cuando pinta con la sangre de su corazón.
Recordemos que es uno de los temas del Retrato de Gogol.
Así sucedía con Elisabeth cuando mentía a sus padres y
cuando mentía a su amante. Hubiese podido agregar a esto:
«cuándo se mentía a sí misma», pero eso no lo sabía. Sin duda
alguna, Elisabeth no era sincera con nadie, ni siquiera con su
confidente. La fabulación y la necesidad de disfrazar la verdad
se habían convertido para ella en una manera de ser. Un tic
que desde hacía tiempo ya no controlaba. «Que Eric sabía
más sobre ella que yo, eso es seguro, pero tampoco me cabe
ninguna duda que se inventa un personaje cuando está con
él.»
Si hubiesen estado solos, Hippolyte le hubiese preguntado a
Eric si se daba cuenta que Elisabeth era una increíble
mentirosa, una persona completamente hipócrita, pero ella,
que luego del episodio del fotógrafo se había puesto furiosa
porque Hippolyte había hablado con Cécile por teléfono, no
los dejó solos ni un segundo.
Aquella cena fue la ocasión para Hippolyte de descubrir en su
amante un nuevo rasgo desagradable: la manera en que
incubaba sus huevos en los nidos de los demás.
Hablaron de programas de televisión. Hippolyte dijo riendo
que, excepto Enamoradamente Suya, no veía televisión. Eric
dijo que solo prendía su televisor cuando no lograba dormir.
Entonces Elisabeth exclamó: “¡Levantarse en medio de la
noche para prender la televisión es deshonrar al insomnio!”
A Hippolyte le encantó la frase. Estaba orgulloso de tener una
amante tan espiritual y anotó la frase en una de las esquinas
del mantel de papel que luego arrancó y guardó en su
billetera. Lamentablemente, unos días más tarde, mientras
hojeaba en la librería de la calle Buci Henri Laffite, un álbum
de fotografía de Cioran por Irmeli Jung, encontró un aforismo
del maestro de Dieppe: «Levantarse en medio de la noche
para abrir un libro, es deshonrar al insomnio.» Aquel engaño
le decepcionó muchísimo. Hubiese sido tan simple decir:
«Como escribió Cioran…» A Hippolyte le agradaba tanto citar
a los autores que le gustaban, hacer referencia a ellos,
homenajearlos, que la manera en que Elisabeth había robado
aquella frase que no le pertenecía, le causó aversión. Sacó el
pedazo de papel de su billetera y lo botó en la papelera.
Desde ese día, sensible a ese nuevo rostro de las mentiras de
su amante, cuando leía las libretas de la chica prestaba
atención a los detalles que hasta ahora había descuidado
dado que sus lecturas eran obligatoriamente rápidas, fugaces,
y sus ojos iban directamente a los pasajes en donde escribía
sobre el amor o sobre las personas que acababa de conocer.
Fue de esta manera que descubrió, no sin estupefacción,
continuas copias que probaban que, si Elisabeth mentía a los
demás, antes que nada se mentía a ella misma, pues al mentir
en su diario, cuya única lectora era ella, al robar
pensamientos, expresiones, máximas y atribuírselas y
persuadirse que ella había sido la autora de esos textos que
en realidad solo se limitaban a copiar sin referencias ni
comillas, se mentía atrozmente a sí misma?
Cécile le había regalado a su hermana un libro en el que
incluía Mi corazón al desnudo y Cohetes. Unos días más tarde,
Hippolyte leía en el diario de Elisabeth: «Un chico de la
escuela me dijo que estaba fascinado por mi dandismo de
chica distante. Al contrario, pienso que soy una persona muy
sensible, pero, animada por el placer aristocrático de no ser
apreciada, lo que me gusta es vivir y dormir frente a un
espejo. Ser una mujer útil es algo que siempre me ha parecido
horrible». Había párrafos enteros así, como si hubiese sido
ella quien los hubiese escrito, sin nombrar jamás a Baudelaire.
Olivier, quien estudiaba teología en la Católica de París, un día
invitó a Hippolyte y a Elisabeth a una exposición sobre el
marcionismo. «Marcion sostenía que el Dios del Viejo
Testamento no era el mismo del Nuevo Testamento. A pesar
de las enseñanzas de la Iglesia en cuanto a la continuidad de
los dos Testamentos, Marcion tenía la certeza que…»
Aquellas habían sido las primeras palabras de Olivier.
Hippolyte las recordaba con exactitud. Por eso se irritó tanto
cuando leyó en el diario de Elisabeth: «Discusiones sobre Dios
con Eric. A pesar de que las enseñanzas oficiales de la Iglesia
en cuanto a la continuidad de los dos Testamentos, creo que
el Dios del Viejo Testamento no es el mismo que el del
Nuevo». Eran palabras de Olivier con el «yo» de Elisabeth y
sin ninguna referencia a La Católica, a la exposición ni al
mismo Olivier.
Una noche en que Elisabeth e Hippolyte fueron a cenar a casa
de Olivier, él les aconsejó que leyesen La Autobiografía
espiritual de Berdaieff. Habló con entusiasmo de ella: «¡Ya
verán, la traducción es confusa, pero es genial!»
Hippolyte no leyó a Berdaieff, pero, poco tiempo después de
aquella velada, leyó en el diario de Elisabeth: «Hoy vuelvo a
Nancy. Estoy triste. Nunca he tenido el sentimiento de haber
sido engendrada por mis padres. Siento antipatía por todo lo
que es genérico. No me agrada la familia. Siento una
desarmonía dolorosa entre el ambiente social y yo, así como
una incapacidad innata para integrarme en el mundo
objetivo.»
Intrigado por el vocabulario novedoso, Hippolyte recordó la
conversación que habían tenido en casa de Olivier y le pidió
que le prestase Autobiografía Espiritual. Era lo que había
imaginado. Encontró en las primeras páginas del libro, las
líneas que Elisabeth había escrito en su diario. Ni siquiera se
había dado la molestia de corregir el mal francés del
traductor. Solo había agregado su regreso a Nancy para
personalizarlo y atribuírselo.
Cuando comenzó a leer a escondidas el diario de la joven, no
se sentía muy orgulloso de su acción. Como ya lo explicamos,
tenía la sensación de ser uno de los profanadores de las
tumbas de los faraones. Pero ahora entendía que la verdadera
timadora, ladrona profesional de tumbas, era Elisabeth. En
comparación a ella, él solo era un modesto amateur, un niño.
Esta capacidad que tenía su amante para camuflar, para
incorporar el tono, las ideas y las palabras de otro,
principalmente porque lo hacía sin humor, con una seriedad
increíble, y que aquel diario amañado era el de una joven
señorita que no era nada humilde, sino una literata engreída,
le tranquilizaba, ya que, si Elisabeth había inventado ser la
autora de tantos pensamientos profundos, quizás también
había inventado el resto.
La sensación de que el diario de Elisabeth era un diario
imaginario, falso, así como existen también cuadros falsos y
dinero falso, Hippolyte debió de haberlo sentido cuando
durante el mes de diciembre, durante su habitual espionaje,
leyó: «Creo que Hippolyte está leyendo estas libretas. No me
importa ya que no he mentido, es un medio como cualquier
otro de no tener secretos con él.»
Durante las semanas transcurridas, el joven había tenido
siempre la impresión, más bien agradable, de controlar la
situación, pero, al leer esas últimas líneas sorprendentes, sea
por cinismo o por ingenuidad pero sorprendentes, sintió que
era ella, su enemigo, su amante, quien retomaba la ventaja.
La primera frase, «Creo que Hippolyte está leyendo estas
libretas», no fue para él una verdadera sorpresa. En efecto,
desde el episodio de Helena, no podía evitar atormentarla,
jugar con ella al gato y al ratón y cuando le agarraba con las
manos en la masa, no aflojaba.
El fin de semana que Elisabeth fue a París, Eric viajó con ella
pues iba a participar en una conferencia sobre la
homosexualidad en el Circo de Invierno. Hippolyte, que había
venido a esperar a su novia, cuando bajaron del tren, le dijo a
su acompañante: «El domingo por la noche acompañaré a
Elisabeth a la estación de trenes. Llega un poco antes para
que podamos tomarnos algo y hablar tranquilamente».
Aquellos dos días fueron paradisiacos, pero terminaron en
una pelea. Entonces, Hippolyte, molesto, se quedó en su casa
y no fue a la estación. A la semana siguiente, leyó en el diario
de Elisabeth, en Estrasburgo, que ella había estado muy triste
porque había dejado a Hippolyte luego de una ligera pelea, y
agregaba: «Por fortuna Eric estaba en la gare de l’Est
esperándome». Más tarde, mientras bebían una taza de
chocolate en un café que frecuentaban los alumnos de Fustel
de Coulanges, le preguntó si Eric no había lamentado que no
fuese a la estación de trenes.
– No lo sé. No vi a Eric.
– ¿No se encontraron en el andén? ¿No viajaron en el mismo
vagón?
– No, había mucha gente, muchos militares de permiso que
regresaban a sus cuarteles. El domingo por la noche en la
Gare de l’Est no es fácil. Viajé sola.
Que Elisabeth le escondiese el hecho que una noche, en una
discoteca, Helena le había besado en la boca, Hippolyte lo
entendía perfectamente, pero ese tipo de mentiras estúpidas,
por gusto, le sacaba de quicio. En lugar de levantar los
hombros y pensar en otra cosa, fingió estar sorprendido y
volvió a la carga. Interrogó a Elisabeth interminablemente, le
hizo repetir diez veces que no había visto a Eric en la estación
de trenes. Hervía de ganas de gritarle que sabía, que había
leído con sus propios ojos: «Por fortuna Eric estaba en Gare
de l’Est, esperándome», que no era más que una grotesca
mentirosa, que no podía seguir siendo el amante de una zorra
que llevaba la falsedad en las venas. Pero se controló y se
sintió de ello. Aunque tal vez no se había controlado tanto,
puesto que Elisabeth había adivinado que la causa de su
insistencia por aclarar ese punto sin interés se debía a que
esperaba descubrir una mentira.
Hubo otra cena en la que hablaron del dinero que les daban
sus padres. Hippolyte afirmó que cuando estaba sin un
centavo le pedía dinero a Olivier. ¿Y ella? ¿También les pedía
dinero prestado a sus amigos? Elisabeth respondió: «No,
jamás» y le sorprendió que le volviese a preguntar: « ¿Jamás?
¿De verdad jamás? ¡Te debe de pasar de vez en cuando!»,
insistió en un de duda, burlón. Una vez más, Elisabeth se
preocupó, y con razón, por la rabia que su respuesta había
causado en su amante.
Tres días antes Hippolyte había leído: «Eric es el mejor de los
amigos. Al ver que tenía dificultades financieras, me prestó
dinero con la delicadeza de siempre.»
Como Hippolyte orientaba las conversaciones en función de lo
que leía en sus diarios, siempre para probar que Elisabeth era
incapaz de decir la verdad aunque se tratase de las cosas más
insignificantes, las escaramuzas de ese tipo era muchas. Era
normal que Elizabeth sospechase que Hippolyte estaba
leyendo las libretas.
O esta chica está loca o es idiota. Hay que estar loco o ser
idiota para escribir que no se tienen secretos con alguien a
quien no se hace más que mentir, disfrazar la verdad, decir
patrañas; para no darse cuenta que alguien que lee una
confesión tan horrible escrita por la mano de la mujer que
ama quisiese terminar inmediatamente con ella. Sin embargo,
Elizabeth no era tan inteligente como pretendía hacerlo creer.
Era tonta. «Que acepte tranquilamente que leo un diario que
podría hacerme despreciarla u odiarla, es la prueba de que
algo no está bien en ella», pensó Hippolyte, perplejo.
Comenzó a creer que era mitómana, que escribía lo que
fuese, que olvidaba inmediatamente lo que había escrito y
que no tenía conciencia del abismo que existía entre las
mentiras con las cuales atiborraba su diario y las cosas que
decía. La única pregunta era: ¿A quién le miente más, a su
diario o a mi?»
Quizás Elisabeth no era idiota ni estaba loca, sino que
simplemente era más viciosa y retorcida de lo que él creía y
que el objetivo de aquellas líneas era sembrar confusión en su
mente, para que él pensase: «Para qué leer su diario puesto
que sabe que lo leo. Si tuviese cosas importantes que
esconderme no las escribiría en esas libretas que deja
deliberadamente por todas partes, sabiendo que tengo
múltiples oportunidades de consultarlas.»
Al contrario de lo que él había creído, ella era el gato y él el
ratón.
En pocos meses Elisabeth había logrado llevar a Hippolyte a
un estado de suspicacia casi histérico, como una pesadilla. A
Leticia le había llevado más de un año llegar a ese estado.
Leticia había preferido la mutilación de la ruptura en lugar de
los tormentos de la pasión. Hippolyte, por su parte, no
rompería. No tenía ninguna intención de separarse de
Elisabeth. Incluso cuando intentaba convencerse de que debía
dejar a Elisabeth, sabía que no lo haría. No le gustaba
compararla con Leticia. No eran comparables. El edén
perdido, perdido edén, del poema de Rizal. No quería aceptar
que Elisabeth le fascinaba, principalmente en la cama.
Privarse por su propia voluntad de aquellas voluptuosas
Oarystis sería un auto castigo que le parecía inimaginable.
Elisabeth le cautivaba, por lo que Hippolyte, desde el principio
de su relación y antes de haber leído las libretas, había
presentido el carácter enigmático, diferente a todo lo que
conocía. Al estar en sus brazos, se comportaba de manera
increíblemente sensual. Sin embargo, cuando estaba con él en
la calle era increíblemente fría, casi distante, y el contraste de
este temperamento con aquella reserva excitaba la curiosidad
de Hippolyte. Ella transformaba cada uno de sus encuentros
en un enigma.
La lectura de aquellas libretas lo llevó a sentir que descubría,
al igual que esos náufragos de las novelas de Jules Vernes que
encallaban en una isla desconocida y la exploraban y que iban
de sorpresa en sorpresa, descubría poco a poco una Elisabeth
turbia, peligrosa, que le preocupaba, le exasperaba, pero por
quien también sentía cada vez más un entusiasmo pasional. El
fervor prometido de aquellas largas cartas que le escribía la
joven era tan diferente, el blanco del negro, del egoísmo
cínico que se expandía en su diario. A medida que las semanas
y los meses pasaban, fortalecían la complicidad erótica, y la
misma singularidad de sus almas que habían sido desgarradas,
les convertían en consustanciales el uno del otro. Tenía la
sensación insoportable de caminar en un terreno minado,
pero que al mismo tiempo le parecía embriagador ya que
amaba a su peor enemiga.
Con la leal Leticia había tenido el deseo apasionado de
construir un amor durable, hacer una vida con ella, pero con
esta equívoca y embriagadora mentirosa, sabía que solo
encontraría la muerte.
A menudo, cuando se devolvía a París luego de un fin de
semana encantador con Elisabeth, en el tren que lo alejaba,
cansado pero contento de la amante más adorable, tenía
vergüenza de aquellos pensamientos hostiles e indeseables
que le venían contra Elisabeth. Se arrepentía del día en que
por primera vez había cedido a la tentación de leer
subrepticiamente su diario. Sin esa fatal indiscreción, hubiese
olvidado rápidamente el incidente, que de hecho jamás fue
aclarado ya que nunca pudo leer las libretas que cubrían ese
periodo, del fotógrafo, y seguiría convencido que su amante le
era devota.
Fue perfectamente feliz mientras ella solamente le confiaba lo
que quería cuando estaban juntos o en sus divinas cartas.
Ahora, el amante despreocupado había cedido su lugar a un
hombre que celoso. Haber descubierto el lado escondido de la
vida de Elisabeth envenenaba su felicidad. Pero era
demasiado tarde, no podía retroceder el tiempo, volver a
encontrar aquella inocencia desaparecida. Era como Adán,
que luego de haber comido el fruto del árbol de la ciencia, la
curiosidad maldita le poseyó enteramente.
Tenía vergüenza, pero, más allá de la vergüenza, quería saber,
saber, saber cada vez más sobre los pensamientos, los
sentimientos y los actos de Elisabeth. Sus incursiones
clandestinas, que muy a menudo eran extremadamente
breves, en las libretas de su amante, le tranquilizaban pero
también le frustraban. Aquellas libretas le liberaban muy
fugazmente de sus angustias, Elisabeth le era fiel, él era su
único amor, y simultáneamente hacían que naciese en él una
dolorosa curiosidad que nunca podía satisfacer y que era peor
que los celos.
Su estado era parecido al de una persona adicta a las drogas
que se inyecta constantemente, que siempre necesita su
droga, o al de un detective que investiga sobre un asesinato y
que vive buscando una nueva pista. Las pistas no faltaban y
las libretas de Elisabeth eran para el alma inquieta del joven,
causa de constantes tormentos.
Hablaba más sobre las debilidades de los demás que sobre las
suyas. Incidentalmente le había confesado que el amigo de
Cécile, Paul, un chico de diecisiete años, se inyectaba heroína.
Hippolyte se alarmó: “Debes decirle a Cécile que tenga
cuidado. Tiene que hacerse un examen de sida, y Paul
también. Puede ser cero positivo.
Elisabeth escribió en su diario: «De repente, hay algo que me
preocupa: Paul, el novio de Cécile, que se inyecta heroína,
¿será cero positivo? ¿Y Cécile?».
Cualquier otra persona hubiese escrito: «Hippolyte me hizo
notar que Cécile...», pero Elisabeth no era cualquier persona.
Era una especialista del fraude, una chica que se drogaba con
sus mentiras al igual que Paul con la heroína, y que aunque se
tratase de la cuestión más simple, era incapaz de escribir la
verdad.
Hippolyte ya no prestaba atención a esa costumbre que tenía
Elisabeth de plagiar sus ideas y sus frases, sin embargo, las
líneas siguientes le afectaron muchísimo.
«Ayer por la noche fumé todas mis reservas de marihuana e
inhalé la mitad de una botella de poppers, ese desagradable y
absurdo gas, como la vida».
Que Elisabeth tuviese esos gustos no le provocaba ningún
inconveniente, después de todo ella ya era mayor de edad,
pero como jamás había expresado en su presencia las ganas
de fumar o de inhalar algún tipo de gas, Hippolyte, que leía su
diario pero no hurgaba en sus gavetas, ignoraba que poseía
todo aquello. No le gustó enterarse de esa manera.
Lo que le hirió más que todo fue «ese desagradable y absurdo
gas, como la vida.» Sin duda alguna, aquella frase no provenía
de Elisabeth, seguramente se la había robado a alguien y
había olvidado poner las comillas como de costumbre, pero
eso no era tampoco lo más importante. La hacía suya. Pero
aquel tono amargo era lo opuesto de aquel optimismo que
mostraba permanentemente en las cartas que le escribía,
largos gritos de amor desbordante, llenos de fervor
sentimental, erótico, pero en las que no escribía ni una sola
palabra de lo que hacía regularmente, ni de las personas que
veía, ni de sus depresiones.
Las cartas de su amante, que le habían hecho sentirse tan
orgulloso al principio, tan feliz, ya no le causaban ninguna
felicidad. En lugar de esas epístolas que su autora falsificaba,
al igual que en las misivas durante la guerra se censuraba todo
aquello que pudiese ser una información importante si caía en
manos enemigas, prefería mil veces aquellas libretas malditas,
su frialdad y sus mentiras indecentes.
En Nancy, Diane llevó a Elisabeth al teatro. Al día siguiente, al
final de la tarde, la joven llamó a su amante y le contó lo que
había hecho, que luego del teatro había regresado directo a
casa.
– ¿No cenaron?
– No. Me moría del sueño. Diane me trajo a casa en su auto.
Poco tiempo después llegaron las vacaciones de febrero.
Elisabeth pasó diez días en la calle Bonaparte. No se separaba
nunca de su diario, lo llevaba con ella al baño, a la cocina,
cuando salía a hacer las compras. Sin embargo, una noche,
mientras ella dormía profundamente, Hippolyte se levantó
cuidadosamente y, al igual que Tolstoi un siglo antes cuando
se levantó para leer a escondidas el diario de su mujer, con la
luz de una lámpara comenzó a leer las páginas de la libreta
que no había leído, con la misma impaciencia febril que el
capitán Haddock se precipitaba sobre la botella de vino blanco
suizo en El Asunto Tornasol.
Fue un cruel castigo, o quizás una maravillosa recompensa,
depende del punto de vista, para su curiosidad: «En el teatro
con Diane. Agustín está en la sala y no deja de mirarme. Diane
me dijo que estaba loco por mí. Después del espectáculo
fuimos a cenar a su casa. Comimos tortilla con champiñones
alucinógenos, éxtasis, opio. Estaba colocada cuando volví a
casa de mis padres. Me quedé dormida con la ropa puesta».
En definitiva, no podía abrir los diarios sin descubrir una
terrible mentira, como una rata en un sótano con una puerta
entreabierta. Estuvo a punto de agarrar un lápiz rojo y
escribirle en el margen de la página: «¡Mentirosa!». Eso le
hubiese tranquilizado. Pero se retuvo. Si se espía a la mujer
que se ama, hay que tener nervios de hierro. Una imprudencia
así hubiese hecho que Elisabeth dejase de escribir en su diario
o que lo escondiese en algún lugar. En cualquiera de los casos
hubiese sido una desgracia ya que las lecturas de aquellas
libretas dominaban la existencia de Hippolyte. Era en torno a
ellas que se organizaba su vida. Y esa lasciva joven, en cuyos
brazos pasaba tantas horas encantadoras y que se llamaba
Elisabeth, tenía para él menos importancia. Era menos real
que la otra Elisabeth, quien era más vanidosa, egoísta y
pérfida, la que escribía su diario y registraba sus artimañas
cotidianas con un descaro constantemente nuevo.
Para Hippolyte ese tal Agustín que le daba drogas a Elisabeth
era uno de esos tipos fracasados, un estudiante de medicina
envidioso, prematuramente amargado, tener veinte años y
ser un amargado no es fácil, uno de esos frutos secos, en París
hay muchos pero en provincia también, que fingen no creer
en nada y se burlan de todo, creyendo que con fingir ser
apáticos, irónicos, se les tomará por personas inteligentes.
A la mañana siguiente, después de haber bebido un chocolate
caliente, salieron a curiosear las mercancías de los
comerciantes de las cuatro estaciones de la calle de Sena,
luego fueron al jardín de Luxemburgo. Hippolyte estaba de
muy mal humor y había decidido ser desagradable. Elisabeth,
quien no sospechaba nada, le dio un pretexto cuando, con
una voz indiferente, le dijo: “Me reconcilié con Agustín”.
– ¿Se habían peleado? No sabía. ¿Por qué se pelearon?
Sin tomar en cuenta el tono amargado de su amante,
Elisabeth respondió indolente: “Agustín se burla de todo”.
Había adivinado que al igual que Diane, fue de su amor
apasionado que ese canalla se había burlado. Estaba cansado
de esos niños ricos de Nancy. ¿Cómo podía Elisabeth apreciar
la compañía de esos mediocres que jugaban a ser cínicos y
que se burlaban de todo ideal superior?
– Ese chico pretende ser médico, es decir estar al servicio de
los demás, ¿y se ríe de todo? ¡Deberían de sacarle a patadas
del sillón en el que fuma su marihuana!
– Es inofensivo, no le hace daño a nadie, dijo Elisabeth,
molesta pues no soportaba que Hippolyte atacase a sus
amigos. Y además no entendía qué venía a hacer ese tema en
la conversación. ¿Qué mosca le habrá picado?, se preguntó la
joven fuera de quicio.
– ¡Un burlón! ¡Eso es, un burlón! ¿Y con qué derecho ese
idiota se burla de los demás? Que se vaya a curar a los
leprosos en África, o a ayudar a la Madre Teresa en la India, y
después de eso tendrá derecho a burlarse de los demás, de
pontificar, por ahora solo es un imbécil.
Elisabeth le miró con desprecio: “¡Te prohíbo hablar así de mis
amigos! ¿Acaso yo hablo así de Olivier?”
– Le agradas a Olivier y está muy feliz por la relación que
tenemos. ¿Crees que ignoro la manera en que Agustín, Diane
y compañía hablan de mí, de nosotros? ¿Eres tan estúpida
para no darte cuenta de que cuando critican la fidelidad, el
amor apasionado, y te explican que tienes que volar con tus
propias alas, una frase que le había costado a Hippolyte
digerir, es a mí a quien atacan, a mí y al lugar que ocupo en tu
vida? No te hagas la tonta, te lo suplico. Sabes todo eso y a
pesar de que te lo he estado diciendo, sigues viendo a esos
imbéciles. Son parte de tu verdadera vida, tu grupo, ¿y que
soy yo en esa vida? No soy más que una pieza sobrante. Son
ellos, tus queridos amigos de Nancy y de Estrasburgo, quienes
conocen tus confidencias, pero a mí nunca me cuentas nada,
solo compartes conmigo tu silencio y tus mentiras. Contigo
siempre siento que estoy actuando en El último Tango en
París. No sé nada de ti. Solo estoy aquí para fornicar contigo.
Las venas de Hippolyte estaban más rojas que nunca por la
rabia. Después de aquello, Elisabeth no dudaría de que había
leído su diario. ¡Never mind! Se había contenido durante
mucho tiempo y ahora expresaba todo lo que sentía su
corazón. Eso le tranquilizó, pero le dejó un sentimiento
funesto.
Guardó para siempre un horrible recuerdo de su paseo por las
calles del barrio latino, del silencio de Elisabeth, de su dulce
rostro de hipócrita que observaba de reojo, con la horrible
certeza de que seguramente pensaba que los idiotas de Nancy
tenían razón, que estaba dispuesta a defenderlos a capa y
espada, que seguirían siendo sus amigos aun después de que
ellos se hubiesen separado, que ella no le amaba, que no le
gustaba ni su carácter ni la persona que era, que solo le
amaba como a un reflejo de su alma orgullosa y frívola.
El día anterior, mientras desayunaban en casa de Olivier,
Elisabeth comentó una técnica sobre el arte de engañar a sus
padres que había desarrollado desde la infancia. Sé mentirles
muy bien. Les engaño tan bien que no se dan cuenta de nada.
Hippolyte había tomado nota de eso mentalmente. Sus
palabras vertieron en su corazón una gota de veneno como en
el engaste de una sortija.
– Ayer te jactaste diciendo que eras una increíble mentirosa.
Miente todo lo que quieras a tus padres, no me importa, pero
no a mí.
Entonces recordó una frase que había leído en su diario: «Con
Hippolyte siempre me reservo». Inmediatamente le repitió
eso también, pero su voz, chillona y agresiva en un principio,
se había suavizado. Trato de ser dulce, persuasivo.
Vivía días llenos de felicidad en sus brazos. Con ella era el
hombre más feliz de todos. Sin embargo, aquella felicidad no
estaría completa hasta que supiese que no tenía secretos con
él. Entre ellos debía de reinar la transparencia. Un amante
que se entera casualmente, ese «casualmente» fue dicho con
la misma habilidad que un actor de la comedia francesa, que
su enamorada le esconde secretos, debería estar
conmocionado. Eso alimenta dudas en su mente, angustias
insoportables.
Miró a Elisabeth para ver el efecto que producían sus palabras
en ella. Estaba pálida como la muerte y se mordía los labios.
Continuó. Que se tratase de una mentira deliberada, decir
blanco cuando es negro, o de una mentira por omisión,
aquella mentira que Pascal en Les Provinciales piensa que es
peor que la primera, la disimulación era un comportamiento
que no podía admitir en la mujer que amaba y que le amaba.
Conllevaría a una irremediable ruptura.
– Las mentiras, Corneille lo mostró en sus obras de teatro,
arruinan todo. Luego el mentiroso llora lágrimas de sangre,
pero ya es demasiado tarde.
Como el buen literato que era, creyó que invocar a Corneille y
Pascal le serviría de ayuda, pero no hizo más que
decepcionarle. Mientras más le explicaba a Elisabeth que su
silencio, su constante silencio, le era insoportable, que sus
aires de princesa le molestaban, de niña caprichosa, más se
cerraba. Aquel día, ni durante su agotadora deambulación sin
dirección alguna ni en el banco del jardín de Luxemburgo en el
cual terminaron por sentarse porque sus pantorrillas estaban
muy cansadas, Hippolyte pudo examinar las delgadas manos
de su amante que tenía colocadas junto a su vientre. Parecía
molesta y tensa. Ni en la cama de la calle Bonaparte ni
durante la cena se reconciliaron. Elisabeth seguía molesta.
Hippolyte estaba consternado por su falta de ánimo, de
generosidad, que seguramente no era indicio de un alma
buena.
Al día siguiente, en el tren que la llevaba a Estrasburgo,
Elisabeth sacó su libreta y escribió: «Me reclama mis silencios,
mis disimulaciones, mis mentiras. ¿Le digo todo? Quisiera
hacerlo, pero esa no es mi naturaleza. Ya no sería la verdadera
Elisabeth. Sería incapaz de comportarme así. No creo en el
amor benévolo. Yo, yo, yo, o el egoísmo sagrado».
Esa profesión de fe narcisista hubiese impresionado
enormemente a Hippolyte al leerla, si no hubiese estado
seguida de esta frase que disminuyó su impacto: «En ocho
días, tendré veinte años».
Elisabeth no iba a tener veinte años, iba a tener veintiuno. Le
mentía a su amante, le mentía a su diario, fingía
constantemente, nunca había sido sincera en su vida. Eso le
quitaba toda credibilidad a su filosofía del «yo, yo, yo, o el
egoísmo sagrado». En efecto, ser un Narciso es poco, pero eso
es aun más insignificante cuando se es un Narciso mentiroso,
un Narciso que ni siquiera se contemplaba a él mismo en el
reflejo tornasolado del agua.
Hippolyte renunció a elaborar una explicación sobre Elisabeth.
No había más que impresiones fugaces y contradictorias.
Cuando leía esas siniestras palabras escritas por la joven que
amaba: «No creo en el amor benévolo. Yo, yo, yo, o el
egoísmo sagrado», creía haber descubierto el carácter de su
amante, de la verdadera Elisabeth. Estaba desesperado, pero
cuando recibía una carta de amor por correo el mismo día,
escrita por la misma mano, una carta ardiente de pasión, de
amor, «Solo pienso en ti, Hippolyte, siempre estás presente
en mi corazón, en mi mente, en cada parcela de mi piel. Eres
mi universo, mi fervor como ningún otro, mi objetivo, mi
única realidad. Sé que si tengo que realizar algo grande en los
próximos años es que tus ojos nácar estén llenos de placer, la
visión que tenía de la joven cambiaba con la rapidez en que
las nubes cambian de forma en el cielo.
La palabra «visión» y ese no sé qué de borroso, de vaporoso,
de impreciso, que tiene en su aceptación religiosa, describía la
manera en que veía a Elisabeth, cuyo hermoso rostro,
disimulado bajo su cabello, parecía ser más obscuro,
indescriptible.
Elisabeth era desconcertante, pero Hippolyte también lo era y
cuando escribió la carta que veremos a continuación, fue
sincero, pero también sádico. Sincero porque le hubiese
gustado que fuese la verdad, sádico porque cada palabra que
escribía, por antífrasis, era una burla de aquel «No creo en el
amor benévolo. Yo, yo, yo, o el egoísmo sagrado.» Era una
carta sincera por un lado, mientras por el otro lado había sido
escrita en lenguaje codificado, «pero también leí tu diario
hipócrita, y no soy estúpido».
«Mi amor, mi Elisabeth, mi afrodisiaca infanta, estoy
esperando el plomero en casa, acabo de leer tus últimas
cartas. Eres mi amante, también eres mi poeta, estas cartas
son maravillosamente hermosas, estoy muy orgulloso de
haber sido tu inspiración. El amor es el don de vencer al
egoísmo dentro de sí, la manipulación, y esta verdad nunca
podrá ser mejor ilustrada que como lo has hecho en tus
cartas, donde expresas magníficamente esa victoria y ese don.
El ser humano es egoísta por naturaleza, se encierra en sí
mismo. Es la banalidad encarnada, y eso comienza desde muy
temprana edad, cuando los niños hablan entre sí. Casi todas
sus frases comienzan con yo, yo y eso te incita a aplastar a la
otra persona con aquella ilusión de superioridad grotesca. Yo:
yo, yo, yo, o el egoísmo sagrado. Solo el amor nos permitirá
huir de esta miserable grandilocuencia que es el ego. Ya no
soy yo quien es importante, es el otro, es lo que yo y la
persona amada tenemos por vivir juntos. ¡En tus cartas hay
tanta luz! ¡Tanta fe en nuestro amor! ¡Tan preocupada por mi
felicidad! ¡Una derrota para el egoísmo y para la
neurastenia!»
Sostenido por dos muletas, una que se llamaba doctor Coué y
la otra Marqués de Sade, Hippolyte continuó cojeando en los
trenes que le conducían a Nancy y a Estrasburgo, hacia la
felicidad, las caricias de Elisabeth, y aquello que le repugnaba,
las lecturas de su diario.
Fue poco después de eso que vio la película de Stephen Frears
inspirada en Las amistades peligrosas, cuando por primera vez
tuvo el sentimiento de entender exactamente lo que quería
decir Laclos cuando Madame de Merteuil le escribió a
Valmont: «El amor, el odio, no le queda más que elegir, todo
se encuentra en el mismo sitio, y usted podrá con el tiempo
acariciar con una y golpear con la otra»
Desde el episodio del fotógrafo, desde que había leído su
diario, Hippolyte desconfiaba tan frenéticamente de
Elisabeth, que era agotador. A veces se sorprendía al
descubrir que esperaba impacientemente, sin admitirlo,
encontrar por fin una verdadera razón para romper. No pasó
mucho tiempo para que eso sucediese.
Diane no dejaba de repetir a Elisabeth: «¡Me fastidias con tu
Hippolyte, hay muchos más chicos, sal con uno, hazlo por mí,
ten una experiencia!» Desde que Cécile había dejado al
drogadicto, cambiaba de novio como cambiaba de zarcillos.
Rodeada por esas chicas fáciles, ella, que también era cínica y
coqueta, un día en una discoteca la bonita Helena le dijo eso,
lo había escrito en su diario, ya que, contrariamente a lo que
pensaba Hippolyte, no solo escribía los cumplidos: “Si fueses
un animal, serías el gallo del pueblo que quiere ser admirado
por todos”, terminaría por engañarle.
Un día que abrió el diario de la mentirosa, en lugar de sus
embustes infantiles de costumbre, leyó: «Pasé la noche con X.
Fue muy diferente que con Hippolyte. Estoy contenta de
haber tenido esta experiencia.» Ese día, galvanizado por un
mórbido alivio, Hippolyte podría por fin abandonarla,
apartarla de su vista y olvidarla, a ella y su grupo de niños
ricos y sus miserables mentiras.
En Semana Santa fue con Olivier a El Cairo, y esa traición se
produjo durante su ausencia. Un día antes de su partida,
mientras que guardaba en su maleta los libros que llevaría con
él, Juvenal, que fue exiliado en el alto Egipto, el tratado de
Plutarco sobre Iris y Osiris, un volumen de la Correspondencia
de Flaubert, llamaron a su puerta y le tendieron un largo
sobre color rosa de parte de Elisabeth, en el que con una
respetuosa pluma, haciendo las hermosas curvas que nos
enseñan en la escuela primaria, había escrito su nombre y su
dirección. Leyó la carta febrilmente, lo que es casi una
neoplasia ya que la fiebre era desde hacia tiempo algo
inherente en él cuando se trataba directa o indirectamente de
Elisabeth, “Mi cocodrilo viajero, estrella misteriosa, estaremos
quince días sin vernos. No me olvides, te necesito. Y tú
también, tú me necesitas ¿no es así? Dime que te hago feliz,
que confías en mí, que tu corazón no se ha endurecido desde
que me convertí en una mujer en tus brazos hace quince
meses. Lo que piensas de mí es igual de importante que el
placer que me procuras”.
Esa carta conmovió extraordinariamente a Hippolyte. Qué
equivocado estaba al pensar que Elisabeth solo mostraba un
optimismo de fachada en sus cartas y que reservaba sus
angustias para su diario. Esa carta lo demostraba, ¡y con qué
pudor!, que la joven no dudaba en compartir con él las dudas
que le atormentaban. «Dime que te hago feliz, que confías en
mí». Esas palabras desgarraron el corazón de Hippolyte, le
hicieron sentirse avergonzado. Llevó la carta hasta sus labios y
la besó, al igual que Aramis con la nota de la Duquesa de
Chevreuse en los Tres Mosqueteros. Luego la colocó entre las
páginas del diccionario de arqueología egipcia de Pierrot, y
murmuró: «Dios mío, no permitas que siga dudando de ella,
te lo suplico».
Desde su llegada, Olivier, a quien el Egipto cristiano le atraía
más que el faraónico, del cual había sido el heredero directo,
o del islámico, llevó a Hippolyte a un museo copto.
Contemplaron los papiros en los que estaba escrito el
Evangelio apócrifo de Santo Tomás, además de dos increíbles
imágenes de la Madre de Dios. Una representaba a la Virgen
cargando a Cristo en sus brazos, el Cristo crucificado, le
explicó Olivier a Hippolyte, un tema no muy frecuente en la
mitología ortodoxa. Le explicó también que la imagen
bordada la había hecho una monja rusa que había participado
en la resistencia francesa antes de morir en un horno
crematorio. La otra, en donde la Virgen presentaba al niño
Jesús y al viejo Simeón, le parecía maravillosa por la nitidez de
los rostros. Al salir del museo, fueron al convento de Abdou
Sefein, también situado en el corazón del viejo Cairo, donde
vivían unas sesenta monjas, algunas de las cuales eran
jóvenes y hermosas. Al llegar a la capilla rezaron y escucharon
con respeto a la madre superiora contar la historia de la
aparición de la Virgen a San Cirilo VI, papa y patriarca de
Alejandría.
Pero estuviesen bronceándose en la piscina del hotel, o
galopando en las arenas de Sakkarah, o asistiendo al jubileo
de la parroquia griega–católica Santa María de la Paz, o
subiendo por el estrecho túnel que lleva al fúnebre cuarto real
de la pirámide de Chéops, o deambulando bajo las
polvorientas estanterías de la biblioteca Orientalista, o
admirando en el museo Egipto los retratos romanos de Fayum
en los cuales jovencitas y adolescentes representaban ternura
y sensualidad, o que estuviesen tomándose un té de menta
entre los espejos del siglo XVIII y los cuadros turcos del café
Fichaoui que Olivier, a quien le gustaban las referencias
venecianas, consideraba el Florián del Cairo, Hippolyte no
lograba dejar de pensar en Elisabeth. Todo le hacía pensar en
ella, ya fuese la sonrisa de una chica que vio en una calle del
Khan El Kalili o una canción que silbaba un marino en su barco
durante el atardecer, como si la separación, la distancia, los
placeres del viaje, lejos de hacerle pensar en otra cosa,
intensificasen aquella dolorosa y preocupante pasión. Los
cocodrilos sagrados del Nilo le recordaban el sobrenombre
que le había puesto Elisabeth y se comparaba al dios Saturno,
quien, según Plutarco, tuvo que convertirse en cocodrilo para
escapar de la ira de Júpiter. No era más que un cocodrilo
saturniano, no víctima de Júpiter sino de la implacable Venus,
quien, ni con las maravillas de los faraones ni la ruidosa
agitación de aquel Egipto moderno, lograba distraerlo de
aquella joven que, en esos momentos, en Nancy o
Estrasburgo, le estaba traicionando en los brazos de otro.
Los chicos volvieron a París un jueves por la noche. Hippolyte
encontró en su buzón seis cartas de Elisabeth. Le llamó el
viernes a las siete de la mañana para estar seguro que no se
quedaría dormida y no perdería el tren. Al escuchar su dulce
voz y al leer sus cartas llenas de erotismo escritas durante su
ausencia, Hippolyte entendió que sus preocupaciones no eran
más que un delirio de su enfermizo cerebro, sin razón de ser.
Llegó a la estación de tren unos minutos antes. El sol brillaba
en el cielo. Temprano por la mañana, María, la hija del
conserje, había limpiado. El apartamento estaba listo para
recibir a Elisabeth. Aquellos tres días serían una fiesta de
amor.
Hippolyte estaba al final del andén. Recostado sobre un
carrito para las maletas, vio a lo lejos a su amante, delgada,
elegante, con sus piernas largas como un cervatillo y su
delicada silueta. Llevaba un pantalón azul adornado a los
lados con tiras rojas, una camisa azul, un pañuelo y unos
pequeños zarcillos rojos en forma de corazón. Su cabello
castaño estaba recogido por una cinta marrón, y sobre sus
hombros, su mochila de la escuela, cuyo color, verde
manzana, atraía las miradas. Apenas vio a Hippolyte, corrió
hacia él y apoyó su mejilla sobre su pecho. Abandonaron la
estación tomados de la mano, ligeros, sin preocupaciones.
Se bajaron del autobús 38 y tomaron el bulevard Saint
Germain. En la plaza Odéon, a la altura de la estatua de
Danton, una voz de mujer gritó el nombre de Elisabeth. Era
Diane, la famosa Diane que cambiaba de novio como
cambiaba de cepillo de dientes y que se burlaba de la
constancia de Elisabeth. Era rubia, bonita, elegante,
corpulenta, determinada, más Juno que Venus. A Hippolyte le
pareció una chica hermosa.
A Diane le agradó Hippolyte, quien se había preocupado por
dar una buena impresión a la mejor amiga de su novia, y
estuvo feliz de haber sido presentado un día en el que,
bronceado por el sol de Egipto, se sentía atractivo. Pensó que
si ella llamaba a Elisabeth al día siguiente para decirle que no
era guapo, estaría mintiendo. Los jóvenes son así: o tienen
una opinión demasiado severa sobre ellos mismos o una
estima muy elevada.
– Ya no veo a Elisabeth. La has secuestrado.
Hippolyte se sonrojó y, con sus ojos azules, fijó su mirada en
los ojos de su enemiga, que igualmente eran azules, y fingió
una expresión ingenua.
–¡Eres injusta! En Nancy y en Estrasburgo, Elisabeth pertenece
a sus amigos. Es normal que dedique a su amante sus
estancias en París. No es un secuestro, es pasión.
El tono agresivo fue agresivo. Elisabeth supo que ya no había
dudas, que al volver a Estrasburgo convencería a sus padres
de continuar sus estudios en París. Además estaba aburrida
de esa ciudad.
Mientras esperaba el tren, Hippolyte se había jurado resistir al
deseo de leer a escondidas el diario de Elisabeth. Ese juego
indiscreto era algo infantil, y deseaba que la joven hubiese
dejado su libreta en Estrasburgo, lo que le liberaría de esta
indigna tentación. Lástima que en el bulevar Saint Germain,
Diane, a quien sus padres acababan de comprar un pequeño
apartamento en el Marais, quiso darle su teléfono a Elisabeth
y ésta abrió uno de los bolsillos de su mochila verde, uno de
los bolsillos exteriores que Hippolyte conocía
extremadamente bien y sacó una libreta que estaba casi llena.
Supo con certeza que leería con avidez las páginas que ella
había escrito durante su estancia en Egipto. En realidad nunca
deseó que Elisabeth hubiese dejado su diario en Estrasburgo.
Habría estado decepcionado en tal caso. Estas lecturas se
habían convertido en una droga para él, y sin ellas, hubiese
estado perdido.
Aquel encuentro fue exquisito, voluptuoso y lleno de una
armonía que era a su vez tranquila y ardiente. Una armonía
que solo pocos amantes viven. Hippolyte adoraba el cuerpo
de ninfa de Elisabeth, delicado y sensual, con sus líneas
perfectas, sus suaves labios, sus ojos sombríos, sus pequeñas
orejas, sus senos triunfantes, sus nalgas de pequeño duende.
Adoraba poseerla y acariciarla incansablemente. Y cuando era
ella quien le hacía el amor y le exploraba con sus dedos
impúdicos, con su boca inmoral, cuando le devoraba y lo
saboreaba deliciosamente, creía que moría de placer.
El sábado por la mañana fueron al BHV a comprar una tabla
de madera y dos caballetes para reemplazar la mesa de
Hippolyte que ya no servía. No eran pesados, pero eran
incómodos. «Te pareces al señor Hulot en Mi tío», dijo
Elisabeth en tono burlón mientras esperaban en la calle Rivoli
un taxi que quisiese llevarlos. Por la tarde fueron al
Kinopanorama a ver el Barón de Muncchausen de Terry
Gilliam. Cuando era pequeño, a Hippolyte le había gustado
tanto aquel libro, sus dibujos, la cubierta en la que estaba
dibujado el Barón sobre un caballo, que tuvo miedo de ser
decepcionado por la película, sin embargo, le fascinó, y a
Elisabeth también.
El aire estaba tibio. Deambulaban por las calles de la ciudad,
junto a las vitrinas que exponían escritorios más caros que los
del BHV. Se pueden escribir textos igual de hermosos sobre
una mesa Empire con sus pretenciosas incrustaciones de oro,
que en cualquier mesa. Por la noche, acostados sobre la
alfombra uno junto al otro, agarrados de la mano, escucharon
el aire de Mimi de la Bohême mientras observaban el círculo
que formaban las hélices del ventilador, que, de manera
exótica, les trasladaba a Colombo, a Manilla, a ese Oriente
fabuloso que algún día visitarían juntos. Estaban agotados
aquella noche, y quedaron rendidos.
El viernes Hippolyte aprovechó que Elisabeth estaba
bañándose para ojear su diario rápidamente. Alcanzó a leer lo
esencial: ella le amaba, le había sido fiel. Ella también temía
que él estuviese menos enamorado al volver de Egipto. ¡Se
parecían muchísimo! Era dos seres desgraciados, o que habían
nacido para ser desgraciados, self–tourning lovers que no
dejaban de oscilar entre la esperanza y el tormento. El lunes
por la mañana, mientras Elisabeth holgazaneaba en la bañera,
Hippolyte tuvo tiempo de estudiar su diario y tomar notas.
Nuevamente leyó lo más importante, la constancia y el amor
que ella sentía por él.
«Pronto Hippolyte estará aquí y me salvará. Lo deseo con
todas mis fuerzas, tanto que tiemblo al pensar en su cuerpo.
El poder sensual y espiritual que ejerce sobre mí me fascina
absolutamente. Su voz, su boca, su piel dorada, su presencia
me hace tanta falta que sueño con él por la noche».
Una frase irritante sobre la estrella de sheriff estaba
relacionada con esta declaración de amor.
Unas semanas antes, Elisabeth le había pedido a Hippolyte
que le comprase una estrella de sheriff. Le gustaban mucho
los westerns y tenía una camisa de cuero negro sobre la cual
una estrella de sheriff luciría bien, pensaba ella. Hippolyte la
había buscado hasta más no poder en el mercado de las
pulgas. Incluso contactó a un amigo del colegio que estudiaba
en una universidad americana en Arizona y estaba esperando
su respuesta. Por eso le sorprendieron estas palabras: «Eric
me dio una estrella de sheriff».
Cuando salió del baño, le dijo con un tono agresivo que antes
de viajar a El Cairo le había escrito a un amigo que vivía en los
Estados Unidos y que esperaba recibir pronto la estrella de
sheriff que tanto ella deseaba. Con una voz tranquila, un poco
fría, ella le agradeció: “No tengo prisa”.
– ¿No has buscado ninguna en Nancy o Estrasburgo? ¿Estás
esperando mi estrella?
Elisabeth sonrió. Esperaba la estrella de Hippolyte, era lógico.
Quería que viniese de parte de su amante y no de otra
persona.
Si el joven no hubiese leído con sus propios ojos que un tipo
de la escuela de negocios acababa de regalarle una estrella,
no hubiese dudado ni un instante de la veracidad de lo que
decía su amante con ese tono tranquilo, esa mirada límpida y
esa sonrisa inocente. Fingía muy bien, ni un actor profesional
lo hubiese hecho tan bien. Hippolyte quedó consternado al
descubrir que ella podía mentir tan bien, pero sobre todo que
mintiese sobre cosas tan insignificantes. Si, era aterrador, ya
que era evidente que el día en que no se tratase de una
insignificante placa de hierro sino de un hombre, el día en que
pasase la tarde en la cama de algún fotógrafo, le diría que
estuvo con Diane, Elisabeth tendría esa misma sonrisa
inocente, la misma mirada límpida y el mismo todo de voz.
Dejaron de hablar de la estrella de sheriff, sin embargo
Hippolyte no hacía más que pensar en ella. “Eric me regaló
una estrella de sheriff”. Además de las mentiras, era aquel
laconismo que empleaba, lo que le hería. Elisabeth no había
escrito: “Esto me molesta, ya que yo esperaba la de
Hippolyte” o “No me importa, es la de Hippolyte la que yo
quiero” o “¿Debo decirle a Hippolyte para que deje de
buscar?” No, nada de esto. “Eric me regaló una estrella de
sheriff”, punto final.
En realidad, eso no tenía ninguna importancia, era una
estupidez a la que Hippolyte ni siquiera debía prestar
atención, pero al igual que un doctor que observa con su
microscopio la presencia de un minúsculo microbio que
podría ser el indicio de una enfermedad mortal, de la misma
manera, esa frase sin importancia y las mentiras que Elisabeth
acababa de decirle, eran el indicio de un corazón repugnante
y deshonesto. Los amores mueren por la aversión, dijo La
Bruyère, y era aversión lo que Hippolyte sentía. Una aversión
mezclada con la rabia que paralizaba su estima, su confianza y
su amor, ya que en toda alma sensible, las columnas de
Hércules son precisamente el amor y la estima.
Unas semanas más tarde, Elisabeth tenía que estar en
Estrasburgo para un examen e Hippolyte había ido a Nancy
para un encuentro de latinistas. Hoy en día, la juventud
francesa se apasiona por el cine, el rock, los deportes, la
informática, pero también existen, aunque se hable menos de
ellos, personas que se apasionan por Lucrecia y Petronio.
Elisabeth le dijo a Rodolfo que Hippolyte vendría, y este quiso
conocerlo. Almorzaron juntos cerca de un restaurante de la
plaza Stanislas.
Elisabeth era muy misteriosa en cuanto a Rodolfo y todos sus
amigos, a tal punto que Hippolyte creía que se toparía con un
joven bien parecido y tenebroso. Le dio gracia al ver que solo
era un chico no muy guapo y con lentes. Eso lo tranquilizó. Le
enloquecía la idea de pensar que hubiese algo ambiguo entre
su amante y ese chico.
Rodolfo era simpático, e Hippolyte estuvo conmovido por la
manera en que este le contó su vida, que no había sido más
que una cadena de decepciones. Estas confidencias eran
puntuadas por: ¿Elisabeth no te lo dijo? Hippolyte, quien no
quería herir al chico, solo decía frases como: Elisabeth
seguramente me lo ha dicho pero confundo todo, sus amigos
de Nancy, los de Estrasburgo, para mí son solo nombres, los
mezclo, imagínate que todavía no he conocido a Cécile, y que
fue por casualidad que conocí a Diane, etc. Sin embargo,
Rodolfo era lo suficientemente inteligente para saber que eso
era mentira.
Hippolyte se molestó con Elisabeth y se compadeció del pobre
chico, víctima de las continuas mentiras de Elisabeth. Que
Rodolfo estuviese o no enamorado de Elisabeth, que se
hubiese acostado con ella o no, en estos momentos eso ya no
le importaba a Hippolyte: luchaba con el valiente Rodolfo
contra la mentirosa Elisabeth, esa embustera que un día
tuvieron la desgracia de conocer.
A Hippolyte, Elisabeth le había coqueteado en la cinemateca.
¿Y Rodolfo? Elisabeth decía que le había conocido en casa de
unos amigos. En su diario, había escrito que Rodolfo se había
acercado a ella, pero en una frase de Rodolfo, Hippolyte
descubrió que Elisabeth le había mentido, esto ya lo sabía y
que se había mentido a ella misma también, lo que corroboró
la impresión que tenía de que el diario de Elisabeth no era
más que un diario falso. Elisabeth había conocido a Rodolfo
mientras hacía autostop en las afueras de Nancy y él pasaba
por ahí. Esta información contentó muchísimo a Hippolyte.
Ahora, cada vez que Hippolyte descubría una mentira de su
amante, estaba igual de feliz que un juez que agrega una
prueba a un expediente criminal o al igual que un
paleontólogo que durante su búsqueda encuentra el hueso
del animal prehistórico del cual está reconstruyendo el
esqueleto. Poco a poco las mentiras bajo las cuales se
escondía Elisabeth se disolvían, y al igual que una actriz que
luego de un espectáculo se quita su maquillaje que sobre la
escena le hacía parecer completamente diferente, su
verdadero rostro aparecía, sus hermosos ojos mentirosos, su
rostro de hipócrita, sus hermosos labios mentirosos.
Elisabeth se burlaba de Rodolfo. Mientras ella negaba tener
una amistad con él y aseguraba que apenas lo conocía, él, por
el contrario, estaba seguro de que era uno de sus amigos más
cercanos, su confidente.
– Al mentirme sobre él, me pusiste en una situación difícil.
“¿Elisabeth no te lo dijo?”, eso no dejaba de sorprenderle.
Repetía aquello como un refrán, “yo, yo”, parecía un idiota.
Hippolyte observaba de mala gana el pequeño rostro
furibundo de su amante. Cerraba y abría los ojos como un
pájaro nocturno que acaba de ser sorprendido por la luz de
una lámpara.
– Si no te hablé de ese imbécil de Rodolfo es que no tenía
ninguna importancia para mí. Cuando lo veo, me cuenta sus
penas, el examen en el que no le ha ido bien, la chica que
terminó con él…
– Si, yo sé, me lo ha dicho. Le sorprendió que al ser tu novio
no supiese nada de él. Es cierto, Rodolfo, tus amigos de la
escuela de negocios, tus padres, tu hermana, Diane, ya no
importan, como dijiste, en comparación con la relación que
tenemos, sin embargo, a mí sí me importa porque es tu vida, y
todo lo que te afecta me interesa. En el amor no hay grandes
o pequeñas cosas, todo cuenta.
Elisabeth no respondió, cambió de tema: “Con respecto a mi
hermana, creo que mi madre está interceptando las cartas
que le escribo. La última que le envié desde París cuando
estaba en tu casa, nunca la recibió. Acabo de escribirle otra.
Se la entregaré yo misma”.
– No cambies el tema de la conversación. ¿Por qué me dijiste
que habías conocido a Rodolfo en casa de unos amigos? Lo
conociste mientras hacías autostop.
Elisabeth se enrojeció como una peonía: “Un día te dije que
había hecho autostop y te molestaste conmigo”.
– No me moleste contigo, te aconsejé no hacerlo cuando
estuvieses sola, es peligroso.
Hippolyte agregó con una rabia creciente: “No quiero que me
mientas. ¿Comprendes? No quiero. Me vuelves loco con tus
mentiras. ¡No soy el único que está loco! ¡Hay que estar
completamente chiflado para mentir con tanta obstinación y
virtuosismo sobre cosas tan insignificantes! ¡¿Cómo será
cuando sean cosas importantes?!
“Estás completamente chiflado” era una de las frases de
Hippolyte cuando estaba molesto. Cuando se peleaba con un
amigo o con su novia, le decía furioso: «Estás completamente
chiflado». Y no había más que decir.
\Precisamente, estaba fuera de quicio. Con gusto hubiese
matado o golpeado a ese vampiro que desde hacía meses le
chupaba su buen humor. Son oequatnimitas, utilizaremos esa
palabra ya que se trata de un latinista estudioso. De hecho, el
latín y los vampiros se llevan bien. Había sido un viejo
profesor de latín–griego, amigo de sus padres, el señor
Alfonso Dulaurier, que le había contado que antiguamente, en
la calle de la Huchette, existía un cine, el Styx, especializado
en las películas de terror, en cuyas últimas filas de sus salas no
había sillones sino ataúdes. Hippolyte se sintió triste pues no
había conocido al barrio latino durante esta época. Pensó en
la película de Terence Fisher, Las amantes de Drácula, y pensó
que desde que conocía a Elisabeth, estaba en una película de
terror que hubiese podido llamarse, El amante de la condesa
Drácula.
La joven condesa Elisabeth Drácula, en la catedral de Nancy,
lugar en el que se encontraban cuando se pelearon, que de
hecho tenía un parecido con la catedral de los Cárpatos,
abrazó fuertemente a su amante, le dio un beso en la mejilla y
le juró que nunca le había mentido y que jamás lo haría.
Hippolyte refunfuñó un poco solo para mantener las
apariencias, pero había sido derrotado y lo sabía. Los amantes
hicieron una genuflexión frente al altar mayor, luego salieron
rápidamente de la basílica, fueron al apartamento de
Elisabeth y se metieron en la cama, impetuosamente. Una vez
más fue increíble, embriagador e Hippolyte supo que no
escaparía tan rápidamente al encanto de la joven, cuyos
labios inventivos destilaban sin escrúpulos mentiras tan
malvadas y caricias tan embriagadoras.
Elisabeth soportaba cada vez menos los kilómetros que la
separaban de Hippolyte. Le hubiese gustado que viniese cada
semana a Estrasburgo o que cada semana la invitase a París,
lo que no era el caso. El chico trataba de no establecer entre
ellos lo que él llamaba un ritmo pre–conyugal.
– Yo la amo, explicaba Hippolyte a Olivier, pero no quiero que
me invada. Veía a Leticia todos los días, siempre estábamos
juntos y ya sabes cuál fue el resultado. Con Elisabeth sería lo
mismo, pero peor. Leticia era tan jovial, tan viva, todavía logro
escuchar su risa. Elisabeth, ella, es de naturaleza amarga,
taciturna, me pone triste, es caprichosa, me exaspera. Si
estuviese constantemente conmigo, sería una catástrofe.
Olivier, a quien las historias de amor de Hippolyte le divertían
mucho, lo miraba con aspecto burlón: “Tengo un buen título
para tu tesis”.
– ¿Ah, sí, cuál?
– Deberías llamarla: «Las chicas».
Hippolyte sonrió y levantó los hombros: “¡Búrlate! ¡Búrlate!
Sabes que no es tan simple”.
Por pudor, por orgullo, Hippolyte nunca le hablaba a Olivier
del lado escondido de Elisabeth, ni de las preocupaciones o
del descubrimiento de ese lado de Elisabeth. Olivier ya le
había visto llorar luego de algunas escenas de celos de Leticia.
A Hippolyte le repugnaba la idea de volver a dar un
espectáculo y parecer un hombre destruido por los tormentos
del amor pasional. Se sentía ridículo. Tenía vergüenza. Por eso
cuando los dos chicos cenaban juntos, Hippolyte bebía, reía
mucho, y, si mencionaba sus dificultades con Elisabeth,
aparentaba que no le importaba. Fingía ser un soltero
empedernido, un hombre duro, lo que le era más fácil que
abrir su corazón herido.
Un viernes por la mañana, Elisabeth le llamó. Parecía estar
neurasténica. Hippolyte ya estaba acostumbrado a eso, pero
su voz era también amenazadora, y eso era algo nuevo.
– Haría lo que fuese para no estar sola este fin de semana en
Estrasburgo. Quizás me vaya a la Costa Azul haciendo
autostop. Si me quedo sola en Estrasburgo, me suicido.
Algunos meses antes, Hippolyte le hubiese dicho «ya voy para
allá» o «ven a París». Ahora ese chantaje implícito, ya que sus
lamentaciones significaban claramente «ven o invítame, si no
me portaré mal», le molestó. No cedió y le aconsejó que fuese
a ver a su hermana en Nancy: «Me disculparas, pero tengo
mucho trabajo. Te mando un abrazo». Y colgó el teléfono.

El lunes por la mañana recibió una carta de Elisabeth.


«Me haces mucha falta y siento que a ti no te hago falta.
Siento que ya no existo para ti, que solo soy un minúsculo
punto, a punto de desaparecer». Le escribió tres páginas con
frases como esas. Hippolyte se frotó los ojos. Hacía diecinueve
meses que le demostraba su amor y su pasión, y tenía aún la
osadía de escribirle eso. Pensó en aquel capellán, que cuando
fue niño explorador, de trece o doce año, le dijo durante un
viaje: «A Dios hay que darle todo, de lo contrario no se le ha
dado nada». Las mujeres son como Dios: nunca están
satisfechas, siempre quieren más, quieren todo. ¿Había que
darles todo? Abraham estaba dispuesto a sacrificar su hijo a
Dios, sin embargo, no hubiese aceptado sacrificarlo si hubiese
sido Sara la que se lo hubiese pedido.
La semana siguiente Elisabeth fue a París. Se disculpó por su
humor de aquel día cuando habían hablado por teléfono:
“Estaba muy molesta contigo. Diane me había llamado el día
anterior a las once de noche para decirme que te había visto
en la universidad besándote con una rubia bonita”.
Muchas compañeras de la universidad de Hippolyte eran
rubias, algunas eran bonitas, pero no besaba a ninguna.
– Me da mucho gusto ver que tu mejor amiga es indulgente
conmigo.
Evidentemente Diane no descansaría hasta que Elisabeth haya
roto con él. Parecía que el peor enemigo de un hombre es
necesariamente la mejor amiga de la mujer que ama. En
realidad, pensó Hippolyte, «las mujeres son extrañas, ¡las
mujeres!».
A la primera ocasión que tuvo, leyó el diario de Elisabeth. Al
igual que en los bautizos ortodoxos cuando el cura sumerge al
bebé en el agua y declara que este ha recibido «la iluminación
del alma» y que ahora viste la túnica de la verdad, cuando
Elisabeth se sumergía en el agua espumosa de la bañera,
Hippolyte era iluminado por la verdad, ya que podía leer
tranquilamente el diario de su amante. De alguna manera era
un bautizo, un bautizo y no un baptisterio que no había sido
dedicado al niño Jesús, al dulce Jesús, sino a un dios que al
igual que Jesús había reencarnado bajo los rasgos de un
pequeño niño, un niño cruel, Eros, el déspota de las flechas
irremisibles.
«Imaginarlo teniendo relaciones con otra chica me es
insoportable. ¿Qué hago? Quiero romper con él, pero no
puedo. Esto se ha convertido en algo masoquista. Sufro
cuando estoy con él porque me tiraniza. Sufro cuando no
estoy con él porque me engaña. Terminar. Terminar.
Terminar». «Hippolyte se deja amar más de lo que me ama.
Ya estoy cansada de este hombre que hace lo que quiere con
nuestras vidas, como quiere. Cuánto tiempo seguiré teniendo
la fuerza de cargar con el precio de nuestra pasión». «¿Por
qué no vivimos en la misma ciudad? El próximo año escolar
quiero estar en París. Es necesario”.
«No confío en él. Dudo de sus sentimientos, de su amor.
Desde que lo conozco, cada día siento que seré traicionada,
abandonada». “¡Qué mentiroso es!”. «No quiero que me
engañe. Si encuentro algún cabello rubio en su almohada,
romperé con él inmediatamente». «Cuando pongo de lado mi
amor propio, le estoy expresando mi impaciencia por verlo, y
me responde tranquilamente que es mi culpa si estoy en
Estrasburgo; que fui yo quien eligió inscribirse en esta escuela,
etc. Estoy en Estrasburgo y qué importa, vendría si me lo
pidiese. Cuatro horas de tren no me asustan». «Cuando estoy
lejos, no existo para él. No soy más que una divinidad fría de
quien no espera nada».
¿Esta última frase era de Elisabeth? Hippolyte tenía sus dudas.
Sospechaba que eso era una falsedad. Dos páginas después
había escrito eso, se lo había apropiado, pero Hippolyte
recodaba que Olivier lo había dicho delante de ellos: «Lo
importante no es que yo crea en Dios, sino que Dios, si existe,
crea en mí».
Lo que era nuevo en la libreta eran los celos y las sospechas.
En cuanto a lo demás, nuestra embustera seguía siendo la
misma. Hippolyte ya no prestaba atención a los pasajes sin
comillas en donde su nombre ni siquiera era mencionado. El
chico no tenía diario, era un terreno en el que no tenía
ninguna competencia, pero no lograba entender cuál era el
sentido de escribir un diario, que no era más que un pastiche
de ideas, de imágenes, de frases, y de la vida de otra persona.
Durante uno de sus almuerzos en Nancy, Rodolfo le dijo:
«Elisabeth tiene los mismos gestos que tú, la misma
entonación de voz, utiliza las mismas palabras que tú». Que
una joven enamorada imite al hombre que ama es natural.
Por el contrario, en un diario solo debe escribirse la verdad
personal. Hippolyte no hacía más que descubrir en esas
mentiras las marcas del desequilibrio de Elisabeth que le
hacían tan infeliz, pero a veces, ya que toda situación puede
ser trágica o, según el punto de vista que tengamos, al igual
que aquella escena patética de Don Giovanni de Mozart, «È
confusa la mia testa», sería graciosísima si hubiese sido
escrita por Feydeau.
Un mes antes habían asistido con Diane y Olivier a un debate
sobre la crisis en Medio Oriente. Una estudiante turca de ojos
lánguidos y dientes como perlas afirmaba que los destinos de
Palestina y de Armenia eran indisociables; que luego de la
separación del imperio Otomano, estos dos países habían sido
dominados por el imperialismo inglés, francés, ruso, pero que
algún día las cosas cambiarían, etc. Hippolyte casi estalló de
risa cuando leyó en el diario de Elisabeth: «Diane y yo
estamos de acuerdo al pensar que los destinos de Palestina y
de Armenia son indisociables, etc.” Diez líneas de falsedades,
palabra por palabra, sin ninguna alusión al debate ni a la bella
estudiante turca. «Diane y yo…», todo eso era increíble. Si los
innumerables elogios que recibía por su encanto y su
inteligencia que había escrito en otras páginas de su diario, y
de los que Elisabeth afirmaba estar cansada, o bien eran una
mentira, o el Otelo que había en el corazón de Hippolyte
podía estar tranquilo. Elisabeth era una Desdémona a quien
ninguno de sus rivales le ofrecería un pañuelo, pero era una
Desdémona especial, una Desdémona que por un curioso
desdoblamiento de su imaginación fantasmal, se había
convertido en su propio lago.
Las últimas líneas escritas en el tren por Elisabeth habían
estado dedicadas a Rodolfo: «Por culpa del imbécil de
Rodolfo, Hippolyte sabe que le mentí. Si hubiese terminado
conmigo, le hubiese arrancado los ojos a Rodolfo y me
hubiese suicidado». Durante la cena volvieron a hablar de
Rodolfo. Hippolyte había bebido de más y empezó a molestar
a su novia, buscándole pelea: “El año pasado me dijiste que si
amabas tanto a tu hermana era sobre todo por su fidelidad
con su novio. Ahora que se acuesta con cualquiera, ¿tus
sentimientos hacia ella han cambiado?
– No.
– ¿La sigues amando igual que antes?
– Sí.
Hacía mucho tiempo que Hippolyte se había resignado a las
respuestas monosilábicas de Elisabeth, incluso ya lograba
encontrarle un gusto literario, ya que le recordaban a las de
Grimaud en Veinte años después.
– Es curioso. Se te puede decepcionar y no perder tu amor. Yo
reacciono de manera diferente. Si alguien me decepciona,
dejo de quererle inmediatamente. – ¿Yo ya te he
decepcionado?
Era la primera vez que pronunciaba una frase entera, había
sido un error. Era la pregunta que no debió hacer.
Hippolyte la miró con desprecio.
– Te confieso que tus mentiras con respecto al fotógrafo, a
Rodolfo…
– Sigues con tus reproches, eres muy rencoroso.
– ¿Acaso no tienes clases de derecho en tu escuela de
negocios? Si te condenan y no vas a la cárcel, si vuelves a
cometer otro delito es seguro que irás. Bueno, con las
mentiras pasa lo mismo: se acumulan. Ya había olvidado a
Jacques, pero cuando comenzaste a mentir con respecto a
Rodolfo le recordé. ¡Señores del jurado, no tengan clemencia
con esta reincidente!
Estaba completamente rojo, molesto. Y la joven, con sus
manos sobre la mesa, no decía nada. Él continuó hablando:
“Deberías ir a ver la película de Stephen Frears. Sabrías qué es
lo que no hay que hacer en la vida. Madame de Merteuil
quería ser diabólica, hábil, creía que manipulaba a los demás,
que dominaba la situación, pero no dominaba nada, no
manipulaba a nadie, y perdió todo al final”.
Utilizaba a propósito el epíteto «diabólica». Quería, sin
decírselo explícitamente, que ella supiese que leía su diario y
que sabía el tipo de chica que era. Quería que ella lo supiese y
que desde ahora ya no le engañara más. No era la mejor
manera de hacerlo, ya que jugando a eso se arriesgaba a
eliminar su única fuente de información, pero había bebido
demasiado y ya no se controlaba.
A Elisabeth le horrorizaba tener que estar obligada a dar
explicaciones. Odiaba el proyector que, al igual que un policía
que vigila desde lo alto de un mirador el patio de una cárcel,
Hippolyte lo dirigía hacia sus actos, sus amigos,
obsesivamente. Estaba cansada de esos interrogatorios, de
esa curiosidad celosa, de esa pretensión que tenía al dictarle
cómo debía comportarse. Y si creía que con eso ella se sentiría
en confianza, estaba equivocado. Cuando la agredía de esa
manera, se cerraba como una ostra.
Ella trataba de escapar de la luz del proyector bajo el cual su
amante quería acorralarla. Necesitaba ganar tiempo,
esconderse bajo la penumbra del sotobosque. Colocó
suavemente su mano sobre la mano de Hippolyte. No debía
molestarse con ella ni reprenderla. Sabía que eso la
paralizaba. Aquella noche, ella le escribiría una carta en la que
le explicaría todo.
Satisfecho con esa promesa, ya que una confesión por escrito
vale más que una confesión oral, Hippolyte dejó tranquila a
Elisabeth. Abandonaron el restaurante universitario y fueron a
ver una película del hijo de John Huston, Mr. Norst. Al salir del
cine, Hippolyte le dijo a Elisabeth que la película era
encantadora: “¿No te parece? Me recordó Teorema, de
Pasolini. Es casi la misma historia: un joven bien parecido,
donde llega, cambia la vida de todos los que conoce”.
De regreso a la calle Bonaparte, Elisabeth le escribió una carta
que dejó frente a la foto enmarcada de Baudelaire que
adornaba el escritorio de su amante. “Léela mañana cuando
esté en el tren”.
También escribió unas líneas en su diario.
Aquella noche fue encantadora. Le acarició ecuménicamente,
es decir por la vía ortodoxa y también por la vía cismática. Ella
también le procuró caricias, las caricias más lascivas que una
amante pueda darle a su amado.
Justo antes de que ella se fuese a la Gare de l’est, él miró lo
que había escrito el día anterior en su diario. «Con Hippolyte
vi Mr. Norst, del hijo de Huston. Esa película me recuerda
Teorema de Pasolini. Es casi la misma historia: un joven bien
parecido, donde llega, cambia la vida de todos los que
conoce».
Cuando Elisabeth se fue, leyó su carta. Había sido muy
ingenuo al creer que esta vez le diría la verdad, que hablaría
de las mismas cosas y utilizaría el mismo tono de su diario.
Elisabeth no hacía la mínima alusión a las dudas que durante
esas últimas semanas ocupaban la mayor parte de su diario.
No respondía a ninguna de las preguntas que él le hacía sobre
su gusto absurdo, destructor, por la disimulación. Una vez
más lograba esquivar a Hippolyte. Se envolvía como en una
niebla para escapar de su enemigo. Ya no había ninguna duda
que le trataba como a un enemigo. ¿Acaso no había dicho que
Rodolfo era un soplón? Normalmente se denuncia ante los
profesores o ante los padres. Estaba claro que le consideraba
como a una fuerza hostil.
Esto fue lo que tuvo la audacia de escribirle: “Tengo
muchísima fe en ti, en esta pasión que nos une. Tu presencia
en mi vida ha hecho que sea una persona serena y armoniosa.
Hippolyte, Hippolyte, todo el día, en la más mínima ocasión
escribo o pronuncio tu nombre. Mi amor, me parece que fue
imposible haber vivido antes de conocerte. Eres mi salvador,
mi creador, la persona que me ha iniciado en todo. Mi vida
comenzó en tus brazos, está junto a ti, sobre tu pecho dorado.
Si no me crees, lee mi diario, ya te lo he propuesto. Te amo,
mi adorado, mi felicidad, mi príncipe, mi único rey. Hippolyte,
siempre seré tuya, por las leyes eternas, tu Elisabeth».
El contraste con su diario, «ya estoy cansada de Hippolyte»,
«no confío en él», etc., era tan grande, que estaba furioso.
Elisabeth seguía tomándole el pelo. Arrugó la carta y la botó al
piso. Ya no soportaba sus continuas mentiras, esos ejercicios
de estilo, el personaje que había sido completamente
inventado.
Se sentó en su escritorio y le escribió a Elisabeth una
respuesta detallada de todo lo que habían vivido la noche
anterior. En ella le manifestaba su amor y su pasión. Terminó
la carta agradeciéndole que le haya propuesto leer su diario,
pero que declinaba la propuesta ya que no veía la utilidad. Ya
tenía sus cartas y eso era lo más importante, más verdadero
que lo que pudiese haber en su diario. Eran suficientes. No
imaginaba ni un instante que pudiese escribir otras cosas en
su diario.
Elisabeth e Hippolyte continuaron disminuyendo el déficit de
la SNCF con sus constantes viajes entre Nancy, Estrasburgo y
París. «Le procuro demasiado placer. Jamás podrá dejarme»,
escribía Elisabeth en su diario. Era verdad, pero Hippolyte a
veces sentía que, dejando ese placer de lado, ya no le
procuraba ningún placer tener a una engreída que se irritaba
por nada, se molestaba, que hablaba con un tono tajante o
que se crispaba y se encerraba en un silencio malhumorado.
Necesitaba una amante que fuese alegre y cuya presencia
haría desaparecer la tristeza, no de una hipocondriaca
caprichosa y triste. Cuando Elisabeth tomaba el tren que la
llevaba a Nancy o Estrasburgo luego de una estancia en la
calle Bonaparte, Hippolyte suspiraba de alivio, estaba feliz de
poder recobrar su libertad de soltero y poder pensar en otra
cosa que no fuese los humores de su novia. Sin embargo, eso
no era más que una ilusión.
Rápidamente, la ausencia de Elisabeth le pesaba. Eso le
deprimía, y no hacía absolutamente nada. Trataba de
controlarse, pero era en vano. Elisabeth y la suave luz que
emanaba de ella le hacían falta. Añoraba a la chica cuando
pensaba en aquellas voluptuosas noches que había pasado
con ella, y le añoraba también cuando pensaba en el
chocolate que habían bebido en el desayuno, en sus paseos
por las viejas calles de Estrasburgo y de París, en las cenas de
enamorados. A los dos les gustaba el buen comer y
compartían la pasión por los buenos vinos, las discusiones
sobre cine, aquellas noches tranquilas en las que le leía alguna
escena de Berenice, «que el día vuelva a comenzar, y que el
día termine…», algún poema de Catherine Pozzi, «el gran
amor que usted me dio…», o alguna página de sus escritores
preferidos.
Hippolyte la veía muy seguido. Pero tenía razones para eso:
las anotaciones sobre ella que deseaba incorporar en su tesis.
En apariencia, esta joven que le amaba no podía de ninguna
manera ser comparada con las bellezas mercenarias a quienes
se les rendía homenaje en los elegiacos romanos. Tibulo,
Catulo, Ovidio y Propersio no tuvieron miedo de confesar en
sus libros que tenían celos de las prostitutas cuya infidelidad
no era un secreto. Hippolyte se sentía más fuerte al sentir
celos por Elisabeth. «Si estos señores sufrían por las
inconstancias de las cortesanas, es la prueba de que los celos
son un sentimiento universal y todopoderoso que la razón no
puede dominar. No tengo que avergonzarme de sentir celos,
de preocuparme por sus mentiras, de desesperarme al pensar
que me engaña». Una persona celosa podría sentirse ridícula,
pero se libera de ese temor cuando se identifica con los
prestigiosos amantes de Gliserio o de Cyntia.
Hippolyte comenzaba a conocer a Elisabeth, su extraordinaria
aptitud para negar la realidad, el miedo que le tenía a lo que
los lectores de tiras cómicas llaman «la línea clara». Hergé y
Jacobs fueron famosos por eso. Su tenaz gusto por lo borroso,
que resumía maravillosamente su fecha de nacimiento falsa,
un símbolo fetal. Todo esto ya había sido recopilado,
clasificado, escrito. Sin embargo, lo que era nuevo era su
tendencia a la histeria. Anteriormente, cuando Hippolyte leía
el diario de la joven, orientaba la conversación hacia un tema
en particular. Elisabeth estaba acorralada entre la verdad que
no podía acordarse y la mentira que acababa de decir. Por eso
se aislaba en un silencio prudente. Cuando Hippolyte trataba
que le dijese la verdad, ella explotaba. Las crisis de rabia que
tenía Elisabeth eran tan inesperadas como poco comunes en
una chica cuyo temperamento era más bien tranquilo.
Hippolyte, al recordar las crisis frenéticas que Leticia tenía por
un sí o por un no, se preguntaba si necesariamente, tarde o
temprano, una mujer que enamorada no cae en la histeria.
Pero él no estaba en condiciones de responder a esa pregunta
por su falta de experiencia, y no sería Olivier quien le daría
información sobre el tema.
La crisis más insoportable que tuvo Elisabeth fue durante una
noche en París. Tenían que llevarle unos medicamentos a
Olivier que se encontraba en cama a causa de una dolorosa
ciática. Luego de haber comprado los remedios que el doctor
les indicó, cenaron en el Bonaparte. Por la tarde Hippolyte
había leído el diario de su amante:
«Geraldine me regaló un disco de Mano Negra producido por
los Garçons Bouchers. Adoro a esa chica. Me cuenta todo con
tanta naturalidad, que no he podido resistir a contarle todo
sobre Hippolyte y yo”.
«Tarde con Geraldine. Está igual de triste y decepcionada que
yo. Mañana iré a París. ¿Cuántas veces diré esto? Estoy muy
feliz, pero ¿cuánto tiempo más la frecuentaré? ¿Y después?».
«Carta de Cécile. Fue hospitalizada en Nancy. Me necesita, soy
una cobarde, demasiado egoísta para ocuparme de ella. No
tengo nada de una Terranova».
Estaban comiendo un sándwich cuando Hippolyte mencionó
el próximo concierto de los Garçons Bouchers.
– ¡Oh!, dijo Elisabeth, acabo de comprar un disco de ese
grupo.
– ¿Sacaron otro álbum?
– No, es un disco de Mano Negra, pero son ellos los
productores.
– ¿Tu madre te lo regaló?
Hippolyte lo dijo con una voz calmada, una voz que quería
decir «hagámosle parecer que no sé nada».
– No. Lo compré en Estrasburgo con mi dinero.
No habían pasado más de diez minutos desde que habían
llegado al restaurante y ya Elisabeth le estaba mintiendo: “Es
verdad, tienes mucho tiempo sin ir a Nancy. ¿Cómo está
Cécile?”
– ¡Mal! Tuvo un accidente de moto con su novio. Está en el
hospital.
– ¿Cécile tuvo un accidente y no estás con ella? ¡Tú que la
quieres tanto! ¿No te estarás convirtiendo en una persona
egoísta con la edad?
En un instante Elisabeth pasó de la calma a la furia. ¡Nunca le
habían dicho cosas tan crueles! ¡No era una egoísta! ¡Siempre
se había dedicado a su hermana! ¡Estaba cansada de los
comentarios insultantes de Hippolyte! Con él debía justificarse
constantemente.
La alusión al pasaje en el que se consideraba egoísta y que
había escrito unas horas antes era clara, pero, curiosamente,
Elisabeth parecía no tener conciencia de eso. Era como si ya
hubiese olvidado que acababa de escribirlo con su propia
mano.
Salieron del restaurante y se dirigieron a la calle Vaugirard
donde vivía Olivier. Mientras atravesaban la Plaza Saint
Sulpice y subían la calle Ferou, Hippolyte la observaba,
fascinado. Su manera de caminar con el busto erguido, sus
movimientos cadenciosos de las manos, su rostro
espasmódico, sus delgadas fosas nasales, su paso agresivo y
su actitud sobreexcitada. Ella solo trataba de tener la
conciencia limpia. No respondía con la verdad y caricaturizaba
las críticas hasta convertirlas en algo insignificante: «Por
supuesto, tengo todos los defectos», con una voz que parecía
loca.
Aquella noche durmieron espalda con espalda. No era la ira
que dominaba el corazón de Hippolyte, sino una laxitud
desbordante. Al día siguiente la presencia matinal de un
electricista no les permitió reconciliarse. Él la acompañó a la
Gare de l'Est. Ella estaba al borde de las lágrimas, más
preocupada que nunca.
«¿Se da cuenta que está cavando la tumba de nuestro
amor?», pensó Hippolyte en el autobús que lo llevaba hacia el
barrio latino. La escena del día anterior había producido en
nuestro joven Propercio el mismo efecto que una ducha fría.
Una amante mitómana y malhumorada todavía era aceptable,
pero una neurópata era demasiado. La Cyntia de Estrasburgo
se alejaba.
«Hippolyte, mi amor, no he dejado de pensar en ti desde que
nos dijimos adiós tan tristemente ayer en la Gare de l'Est. Te
pido perdón por haber sido tan dramática, por haberme
molestado. Hippolyte, no prestes atención a esa Elisabeth que
te dijo crueldades en la calle Ferou, no creas ni una sola
palabra de lo que dijo. Eres mi felicidad, mi vida, mi dios, un
dios con un hermoso cuerpo dorado que amo, que saboreo,
que devoro”.
«Tengo defectos y no estoy segura de poder hacerte feliz,
pero quiero que sepas que todo lo bueno, noble e ideal que
hay en mí te pertenece. Solo nací para ser tuya, para
dedicarme a ti. Seré tuya por toda la eternidad. Si decides
abandonarme, seguiré perteneciéndote, aunque moriré”.
«Mi amor ¿podríamos vernos rápidamente? Responde sí,
tengo demasiadas ganas”.
«Soy tu Elisabeth, tu amante, tu amor que te adora”.
Esa carta conmovió a Hippolyte, pero también le preocupó.
Ese fervor devoto no era común en la naturaleza de Elisabeth.
Debía estar escondiendo algún truco. «Elisabeth no me
escribe lo que piensa, sino lo que piensa que me conmoverá»,
pensó el chico. Las palabras: «. . . quiero que sepas que todo
lo bueno, noble e ideal que hay en mí te pertenecen», le
agobiaron ¿Por qué le decía eso? Lo sabía y no le importaba.
No era el lado bueno, noble e ideal de Elisabeth lo que él
quería controlar, poseer, sino todo lo malo, cínico y cruel que
había en ella. Era para aclarar esas zonas tan obscuras que se
había convertido en el espía de su amante. Su tesis sobre los
celos le daba larga a la ruptura, como Montecristo lo hizo con
la venganza.
Todavía había un punto que seguía siendo un misterio para
Hippolyte. Quizás Elisabeth ignoraba el cuidado con el que
Hippolyte leía su diario, pero era imposible que no sospechase
que el joven lo leía de tiempo en tiempo. En esas condiciones,
cómo explicar que la chica protestara con tanta violencia: «¡Es
falso! ¡Es injusto! ¡No sé qué es lo que quieres decir!», cuando
él le reprochaba que era una mentirosa a quien le gustaban
los falsos pretextos. ¿Cómo era posible que no entendiese?
¿Acaso fingía no entender que si le hablaba de tal manera era
porque él sabía?
Estas preguntas atormentaban constantemente a Hippolyte, a
tal punto que, al llegar Elisabeth a París el fin de semana
siguiente, se dedicó a molestarla, a criticar su narcisismo y su
coquetería, hasta que la fisionomía de la joven empezó a
ensombrecerse: “Mi última carta no sirvió de nada. Todavía
no me crees”.
– En esa carta me pides perdón porque tuviste miedo de que
te abandonara.
Estaba de mal humor en aquel momento y no hacía más que
molestarla. Lo sabía, era más fuerte que él.
– Te pedí perdón porque había llorado.
– Tu deseo por tener la conciencia limpia está igual de
arraigado que un roble al suelo. Por eso es que crees que mis
reproches sobre tu comportamiento son falsos.
– Por supuesto, son falsos.
Dijo esto con una voz tranquila, pero igual de tajante que el
filo de una navaja de afeitar.
Una vez más a Hippolyte le sorprendió su naturalidad, su
apariencia de inocente herida. ¡Qué actriz!
– ¡Entonces tú nunca me mentiste! ¡Fue Cécile quien me
mintió cuando me dijo que Jacques no era más que un ligón
que apenas conocían! ¡Fue Rodolfo quien me mintió cuando
me dijo que te había conocido cuando estabas haciendo
autostop!
Hippolyte estaba loco de ira. Le hubiese gustado echarle en
cara las innumerables mentiras que había descubierto en su
diario. Seguía enfureciéndose, prosiguió: “¡Me escondes todo
sobre tu vida! ¡No sé nada de ti! Me habías prometido que
dejarías de fumar. ¿Mantuviste tu promesa? ¡Nunca me
hablas de ello!
– Nunca te prometí nada… y además…
– ¿Y además?, preguntó él.
Una sonrisa burlona, más cercana a la mueca que a una
sonrisa, deformó el rostro de Elisabeth: “Y además fumé opio
con unos amigos”.
Hippolyte estaba tan acostumbrado a las continuas mentiras
de Elisabeth que esa confesión no le perturbó. Se sentía
estúpido ya que no le importaba que Elisabeth fumase o no
fumase y para esconder su desconcierto, empezó a gritar:
“¡Estoy cansado de tus amigos! ¡No puedo confiar en ti! ¡No
paras de actuar contra mí y a mis espaldas!”.
Elisabeth estalló en sollozos. Tomó su bolso, no había tenido
tiempo de desempacar, y se marchó: “Me devuelvo a Nancy”.
Hippolyte asintió con la cabeza. En realidad estaba contento
por su partida melodramática. Había logrado su objetivo, que
la joven se desmoronase, que perdiese su máscara fría. De
costumbre, en sus discusiones, la joven siempre lograba
esquivar el obstáculo y le ponía fin a la conversación fingiendo
que estaba ofendida. Esta vez las cosas no le habían salido tan
bien. Darse a la fuga de la manera tan lamentable en que lo
hizo le procuraría un descanso. Era una victoria en la lucha sin
clemencia que libraba contra su amante. Saboreó la victoria
durante un instante, luego salió corriendo hasta la estación de
metro de Saint Germain des Prés. Elisabeth no estaba en el
andén. Le dio la vuelta a la manzana por la calle Rennes, la
calle Four, hasta que regresó a su casa para llamar a la
estación de trenes y preguntar a qué hora salía el próximo
tren a Nancy.
Ella le estaba esperando en el rellano, sentada junto a la
puerta del apartamento con su mochila verde entre las
piernas: “Creí que estabas aquí y que no querías abrirme.
Toqué el timbre, luego llamé a la puerta…”
Si Hippolyte hubiese tenido experiencia con las mujeres,
hubiese sabido que aquellas manos que habían llamado a la
puerta de su amante constituían una categoría
particularmente temible, pero sus conocimientos sobre las
mujeres se limitaban a Leticia y a Elisabeth. Era un novicio, no
sabía nada. Por eso dejó entrar a su amante.
La reconciliación fue tierna, apasionada. Al día siguiente por la
mañana, domingo, tomaron desayuno en la cama, preparado
por Hippolyte que fue cortés en aquella ocasión. Luego
escucharon un hermoso sermón sobre el amor en Saint
Sulpice. «Ese cura es muy elegante», dijo Elisabeth. Era un
gran cumplido viniendo de ella. Después de la misa
almorzaron un tártaro, durmieron siesta de enamorados,
luego asistieron a una lectura de Adolfo por Yves Gasc.
Cuando éste leyó la página en la que Benjamin Constant
describe el mal sin remedio que es la duplicidad en el amor,
Hippolyte se volteó hacia Elisabeth y le sonrió. Ella se
acurrucó junto a él, como quien quiere que se le perdone.
Otra lectura fue la del diario de su amante. «Si me deja, me
suicidaré o me volveré loca”.
«Almuerzo con Geraldine. Es una mitómana. ¡Pretende haber
robado una tienda de juguetes! Me dijo que había vivido tres
años en Londres y un instante después me dijo que jamás
había salido de Belfort antes de que sus padres se mudasen a
Estrasburgo. No tiene ningún contacto con la realidad, me
angustia”.
Aquellas líneas hicieron sonreír a Hippolyte. Su querida
Elisabeth estaba experimentando lo doloroso que era estar en
compañía de una mentirosa profesional.
«Mido 1,74 metros, peso 52 kilos y me han clasificado 15/4 en
el tenis. Tengo que pesar 50 kilos y estar clasificada 15/0».
Aquella noche cenaron con Olivier. Le contaron la misa en
Saint Sulpice y la lectura de Adolfo. Olivier les planteó un
acertijo: “¿Saben quiénes fueron los dos escritores que
bautizaron en Saint Sulpice?”
– ¿Son escritores que nos gustan?, preguntó Elisabeth.
– ¡Oh sí! ¡Los tres los amamos! ¡Dos escritores que al igual
que nosotros son excelentes católicos!
Ninguno supo responder.
– Sade y Baudelaire, dijo Olivier con su sonrisa juguetona.
El verano les acercó. Hippolyte trataba de ser menos
desconfiado, menos celoso. Elisabeth hizo esfuerzos, no solo
por perder dos kilos y ser clasificada 15/0, sino también por
convertirse en aquella persona que su amante quería que
fuese: más impulsiva y más expresiva, aunque no era su
naturaleza. La palabra «naturaleza» era verdaderamente
extraordinaria. Hippolyte trataba de entender el
temperamento de Delia, Corina y de las otras traidoras
romanas que le cautivaban. Con bolígrafo en mano había
leído los 8 textos de la monumental edición encuadernada en
color rojo y oro de 1885 en donde Littré desarrollaba las
veintinueve definiciones de la palabra, sin encontrar una
revelación decisiva sobre su hermética amante. Aquellos
hermosos días de verano le hicieron persistir en su empresa.
La luminosidad del cielo y el calor del aire favorecían la
felicidad y el buen humor. Además, ya que imitaba a su
amante y deseaba vivir en la misma ciudad que él, decidió
abandonar sus estudios de Comercio e instalarse en París para
inscribirse en Literatura en La Sorbona. Eso le motivaba.
Hippolyte reía al imaginar las mentiras que Elisabeth había
tenido que elaborar para persuadir a sus padres de la
legitimidad de una decisión tan alocada, pero logró
convencerlos. Durante el mes de junio la joven se dedicó
esencialmente a inscribirse en La Sorbona. Una inscripción
que fue tan difícil que, comparativamente, el Sitio de Tiro por
Alejandro de Macedonia no fue más que un juego de niños.
Un proceso administrativo que hizo en compañía de la devota
Diane, y que ocupó gran parte de su tiempo y de su diario.
Fue en esa libreta que Hippolyte leyó subrepticiamente:
«!Qué complicada es La Sorbona! Pasé toda la tarde de un
punto a otro, del pasillo Richelieu a la escalera F sin resultado
alguno. Mañana tendré que volver y temo que sea así los días
siguientes. En el patio, un chico se acercó a mí. Me preguntó
si era la famosa modelo de Glamour. «Son idénticas», dijo el
joven».
«Todos estos chicos que están enamorados de mí y que
rechazo: Roger, David, Jean Cyrille… y no hablemos de los que
solo quieren acostarse conmigo: Daniel, Jimmy, Marco
Antonio… piensan que soy una chica brillante, hermosa,
graciosa, pero demasiado inaccesible ya que soy muy
inteligente. Si supiesen la relación que tengo con Hippolyte,
estarían celosos…».
Elisabeth estaba saliendo de la bañera. Hippolyte cerró el
diario rápidamente. Lo poco que había leído fue suficiente
para ponerlo de mal humor. Decididamente seguía siendo fiel
a ella misma: mentirosa, vanidosa y coqueta. Ya fuese en el
desierto de Kalahari o en los glaciales del Polo Norte, apenas
llegaba Elisabeth, algún pigmeo o algún pingüino se le
acercarían. Ese imbécil que creía que era modelo, ese sinfín
de chicos de los cuales nunca le había hablado, que querían
acostarse con ella, ¿existían realmente o solo eran el fruto de
su mitomanía? Fuese cual fuese la respuesta, tenía buenas
razones para preocuparse. Si Elisabeth fantaseaba con eso,
significaba que la relación que tenía con él no le llenaba, que
quería que otros hombres le coqueteasen y la deseasen. Y si
lo que escribía era verdad, eso debía de pasarle de vez en
cuando. Pero la situación era aun más grave, ya que la
ingenua satisfacción con la que escribía esos cumplidos
demostraba que no le desagradaban. Al leer «estarían muy
celosos», debería haberse alegrado, pero no era su naturaleza
y solo retuvo la primera parte de la frase: «Si supiesen la
relación que tengo con Hippolyte», lo que quería decir que
sus pretendientes ignoraban su existencia. Ella no les hablaba
de él. Si ella les «rechazaba» significaba que no lo quería, ya
que de lo contrario hubiese bastado con disuadirlos
diciéndoles: «Déjenme en paz, tengo un novio y siempre le
seré fiel».
Eso era lo que tenía que soportar el desafortunado Hippolyte.
Demuestra lo que ya hemos escrito sobre su ingenuidad y su
corta experiencia con las mujeres. Sí, desafortunado
Hippolyte, ya que una joven coqueta es lo peor que le pueda
pasar a un chico de humor melancólico como Hippolyte. Pero,
¿estamos seguros de esto? Cuando leemos la pieza de teatro
El Misántropo, que es inevitablemente misógina, pensamos
que hubiese sido mejor que Alcestis se fracturara una pierna
en lugar de conocer a Celimena, pero cuando se observa a los
seres humanos y se tiene un poco de experiencia,
constatamos que el destino de Alcestis no era romperse una
pierna sino conocer a Celimena y amarla con locura, que las
Celimenas están hechas para los Alcestis y los Alcestis para las
Celimenas, y que el hombre sensible, atrabiliario, que no ha
amado locamente al menos a alguna Celimena en su vida, es
un hombre que no ha vivido las experiencias capitales de la
vida, lo que en realidad no es grave para un hombre ordinario,
pero es una catástrofe para un artista. Deseamos que
Hippolyte sea algún día, al igual que su querido Horacio y
Catulo, un artista. No sintamos lástima por él y limitémonos a
observarlo.
Los únicos desmentidos que no nos molestan son aquellos
que nos procuramos nosotros mismos. Algunos meses antes,
Hippolyte explicaba a Olivier que no quería ser invadido por
Elisabeth y estaba contento por los kilómetros que lo
separaban de esa joven de carácter triste que, si bien veía
muy seguido, le deprimía. Sin embargo, cuando Elisabeth le
dijo que a partir del otoño vendría a vivir a París y sabía que
estaba haciendo todo lo necesario para instalarse (inscripción
en La Sorbona, búsqueda de un apartamento), en lugar de
molestarse, estuvo encantado. Estaba convencido que su
desconfianza y sus celos habían sido engendrados por la
distancia entre ellos, que la melancolía de la joven y sus
propias preocupaciones con respecto a la fidelidad de
Elisabeth encontraban su origen en las cuatro horas de tren
que debían pasar para disfrutar cada minuto de amor, que
aquellas distancias les eran nefastas y que podrían verse cada
vez que tuviesen ganas y que los motivos de sus peleas
desaparecerían, como una camada de demonios que un cura
exorciza.
Hippolyte no trató de disuadir a Elisabeth, al contrario, la
motivaba, aunque no hizo la cola con ella frente a la secretaría
de La Sorbona. Era pedir demasiado, pero le acompañó a una
agencia inmobiliaria cerca del panteón, y visitaron varios
apartamentos como una pareja de jóvenes recién casados.
Fue la primera vez que hicieron algo juntos de orden práctico,
como la compra de la mesa de madera en el BHV. Les encantó
la atmósfera que crearon. En su diario Elisabeth escribió la
palabra «atmósfera» de complicidad y alegría durante las
compras en París. Ella estuvo a punto de firmar un contrato
para un apartamento en el bulevar Richard Lenoir, pero
Hippolyte se opuso porque era demasiado lejos de la calle
Bonaparte y de La Sorbona. No quería que ella tomase el
metro para volver a casa en la noche: “Si una chica linda como
tú toma el metro de noche es seguro que se van a meter
contigo. Van a molestarte y quizás agredirte. Sigamos
buscando. Ya que tus padres están dispuestos a darte dinero,
encontraremos algo en este lado del Sena”.
Precisamente, los padres de la joven ya no parecían tan
convencidos ni de su intención de realizar estudios literarios,
ni de la necesidad de que los hiciese en París. Habían dado su
acuerdo, pero ahora se oponían a ello. ¿Acaso no había una
excelente facultad de letras en Estrasburgo? Elisabeth creía
que les había engañado, pero ahora estaba furiosa. Siguiendo
los consejos de Diane, fue inmediatamente a Nancy para
dirigir una gran ofensiva diplomática junto a su hermana.
Había empezado el calor. Hippolyte y Olivier pasaban sus
tardes en la piscina Keller y las noches en la Cinemateca de
Chaillot en donde atrapaban indigestiones de Walch, de Cukor
y de Losey. Lamentaban haber nacido en esa época y tener
veinte años en ese fin de siglo. Les hubiese gustado tenerlos
durante los años cincuenta y vivir la epopeya del Mac Mahón.
En aquella época ser cinéfilo era una particularidad, una
aventura. Hoy en día todo el mundo lo era, ya no tenía
interés, como aquellos países exóticos donde ya nadie quiere
ir desde que las grandes empresas se instalaron en ellos. Por
la noche iban a discotecas. Olivier siempre regresaba a casa
con algún chico. Hippolyte bailaba con las chicas, pero no les
coqueteaba. Él era lo contrario de un seductor y el
temperamento de don Juan de Olivier le sorprendía, pero no
lo convencía. El placer despreocupado del amor múltiple no le
gustaba. Antes con Leticia, ahora con Elisabeth, solo estaba a
gusto con la pasión obsesiva, es decir, una mezcla continua de
felicidad y de angustia. Elisabeth y la lectura de su diario le
hacían falta. Para engañar la espera, se levantaba muy
temprano, y como tenía insomnio, solo dormía algunas horas.
Por la noche trabajaba en su tesis. Los celos ansiosos de sus
queridos romanos le ayudaban a esterilizar los suyos y a
integrarlos en una esfera ideal y anestésica en donde el
sufrimiento había sido depurado, transfigurado.
A principios de julio, Elisabeth volvió a aparecer, triunfante.
Sus padres habían aceptado que alquilase un apartamento en
París, pero no antes de septiembre ya que se negaban a pagar
un mes en el que no iba a estar ahí. Ya nada les retenía.
Inmediatamente se fueron a Nîmes donde Olivier les había
encontrado un apartamento grande, sombrío y con techo alto
cerca de la Maison Carrée. Hacía extremadamente calor.
Hippolyte se levantaba antes del amanecer para escribir su
tesis, luego, de las 10 de la mañana hasta la 1 de la tarde,
nadaban y se bronceaban en la piscina de la calle Verdet,
donde había un fresco gigante en conmemoración a la gloria
de la natación, que parecía sacado de la decoración de una
piscina estalinista. Ellos eran los únicos turistas. Aquella
piscina solo era frecuentada por árabes y ancianos que tenían
el mismo rostro que el actor Raimu. Durante la tarde,
Elisabeth e Hippolyte se encerraban con las persianas abajo
en aquel apartamento donde reinaba una frescura balsámica:
siesta, caricias, merienda y de nuevo caricias. Durante la
noche, cenaban ahí o en la terraza de algún restaurant del
casco histórico o, cuando Olivier tenía el auto de su padre, en
alguno de los alrededores: Garons, Arles, Les Saintes Maries
de la Mer, junto a los vacacionistas en short. Goudargues
inspiró a muchos pintores y sobre todo, afirma una leyenda
local, a Rembrandt, quien poseía una casa cerca de la iglesia
en la cual, durante los días de fiesta, tocaba el órgano para la
edificación y la alegría de sus fieles. El 14 de julio miraron en
la televisión de la casa de los padres de Olivier, una cantante
de ópera negra vestida con los colores de la bandera de
Francia cantando La Marsellesa. Su vestido tornasolado
ondulaba con el viento de la noche. Aquello fue mágico.
– Pareciese que camina sobre el agua, murmuró Hippolyte.

No había bañera en el apartamento, sino una ducha, por lo


que Hippolyte tenía menos tiempo para leer el diario de
Elisabeth. Varias veces la chica casi lo coge con las manos en
la masa. Elisabeth, quien se cubría con una toalla blanca y no
con una oriflama tricolor que exaltaba el esplendor frutado de
su piel morena, salía del baño con la fuerza que un cañón.
Hippolyte necesitó varias incursiones fugaces para poder
juntar las líneas, que para la comodidad de la lectura,
escribiremos en un solo párrafo.
Las páginas escritas en Nancy eran agobiantes. Se podía ver el
lado más obscuro de Elisabeth: una snob educada que se
comportaba de manera pedante. Notaba con compunción las
grotescas observaciones de los imbéciles que le rodeaban. Sus
cumplidos, «eres la chica más bonita de Nancy, etc…»,
aquellas vanidades le molestaban tanto, que a Elisabeth ya no
le parecían una gracia.
«Ayer por la noche vi Los Niños del Paraíso en el
magnetoscopio. Garance se parecería a mí, si adelgazase y si
tuviera rasgos más nobles».
Al leer esto, Hippolyte levantó los hombros, exasperado, y
exclamó: «¡Pobre Andoul!».
A finales de julio los padres de Elisabeth dieron una fiesta a la
que asistió «la elite del RPR de Nancy». Uno de los invitados,
un tal Julián, había pedido su mano. Hippolyte quedó perplejo
cuando leyó las páginas en las que Elisabeth había transcrito
la conversación que había tenido durante esa ocasión con
aquel pretendiente, ¡otro más!, un dialogo espiritual,
brillante: “Julián vino a cenar. Me dijo al oído que necesitaba
hablar conmigo. Yo lo escuché».
– ¿Te casarías conmigo?
– Sí, si esto le hace feliz.
– Esto no me hará feliz.
– Entonces no lo haga. ¿Eso es todo?
– No. Yo la amo. Es una tortura para mí venir aquí de esta
manera. Cuando se ama a una chica, hay que casarse con ella
o huir de ella para siempre.
Elisabeth había escrito sobre esto durante cuatro páginas. Sin
embargo, a pesar de que Hippolyte no podía precisar la razón,
la conversación le parecía falsa. Las circunstancias le parecían
pasadas de moda, al igual que las frases. Excepto en las
novelas de la Condesa de Ségur, en las que fácilmente vemos
a una chica de veinte años decirle a un hombre que le
coquetea: «Usted parece ser un hombre honesto, pero quizás
no lo sea». Hoy en día, ¿acaso un chico podría pedir la mano
de una joven que apenas conoce? Aunque pertenezca a la alta
sociedad de Nancy, esa escena en la casa de su novia, le
parecía a Hippolyte falsa, pero no podía decir exactamente
por qué, lo cual le exasperaba extremadamente.
Descubriría la mentira en octubre, cuando Elisabeth ya vivía
en París. Una noche en la que estaba cenando en su casa,
cogió un libro que estaba sobre su mesa de noche, Las Cartas
de Marie Bashkirtseff publicadas en 1891 por la biblioteca
Charpentier con prefacio de François Coppé. Si escribiese que
estuvo sorprendido al leer la página 127 y las siguientes,
donde, palabra por palabra, era el relato en el que le pedía la
mano de Elisabeth un tal Julián, sería una idiota. ¡Todo no era
más que otra mentira! Elisabeth se había limitado a copiar,
respetando hasta la puntuación, una carta de 1880 en la que
la joven rusa cuenta a su hermano la manera en la que el
príncipe X había pedido su mano. Hippolyte pensaba que ya
sabía todo sobre las mentiras de su amante, pero este nuevo
engaño se trataba de algo aún más profundo, aún más
lamentable, ya que aquella falta había sido cometida en el
diario de la joven, un diario que solo escribía para sí misma. La
falsificación sobre Bashkirtseff pesaría en la decisión final de
Hippolyte. Pero no anticipemos los eventos y volvamos a
aquel agosto en Nîmes en el que el joven leía febrilmente el
diario de Elisabeth.
«Hippolyte es adorable y aún más suave que el caramelo».
«Anoche soñé con Geraldine. Íbamos a una discoteca que
parecía una cochera. Me coqueteaba y al final nos acostamos
juntas. Le presenté a Hippolyte y tuvimos relaciones los tres».
«Soledad en Nancy. Mi familia me está matando e Hippolyte
me hace falta. Esta mañana escuché su voz de sirena cuando
hablamos por teléfono. Mi arcángel, mi demonio, no puedo
vivir lejos de él. Estamos unidos por cuerdas que se tensan, al
igual que el cielo y la tierra cuando tiemblan por la divina
armonía».
Este «estamos unidos…», Hippolyte ya lo había leído, palabra
por palabra, en la carta a Cécile. Solo una cosa variaba en la
versión que había sido destinada a su hermana: Elisabeth
había escrito unidas en femenino. Hippolyte hubiese jurado
por aquello que más le era sagrado, que aquella frase tan bien
escrita no era de Elisabeth, que, como de costumbre, se la
había robado a alguien, quizás a Rousseau o Julie de
Lespinasse.
«Roger me llamó. Acaba de volver de Agadir. Sería un buen
amigo si no estuviese enamorado de mí».
«Carta de amor de Albert, el vidente al que Eric me llevó en
Estrasburgo. Me aconseja romper con Hippolyte, quien me es
infiel y es cero positivo. Albert está seguro, lo leyó en su bola
de cristal».
«Nîmes. Estoy triste. Hippolyte escribe su tesis y espero
durante horas que decida ocuparse de mí. Es deprimente.
Cada vez me cuesta más aceptar aquello que no se trata de mí
en su vida”.
«En la televisión, Jessie Norman cantó La Marsellesa, fue
esplendido. Parecía que caminaba sobre el agua».
«Ayer tuve una crisis de celos. Hippolyte dedica mucho
tiempo a sus poetas romanos. Si me amas de verdad estarías
feliz de verme trabajar, me dijo con amargura».
«Mientras acariciaba el rostro de mi amante, le dije: ¡Oh!
Hippolyte, a veces soy dura contigo. Él me dijo: eres dura
conmigo y resisto, pero eso también me endurece».
«Mi poder sobre Hippolyte es absoluto cuando soy dulce con
él».
«Ayer, en la terraza de Ophelia, donde cenábamos, Olivier me
dijo: las páginas de Hippolyte sobre Tibulo son
maravillosamente buenas, ¿no lo crees? – No lo sé, no las he
leído, le respondí, herida. ¡Le deja leer su manuscrito a un
amigo y no a su novia! No confía en mí, nunca me dice nada.
Solamente me quiere para las caricias y los besos. Este abismo
que está cavando entre nosotros y sus amigos, en los cuales sí
confía, me es insoportable”.
Hippolyte no sentía ninguna vergüenza al leer los secretos de
su amante. Sin embargo, lo invadía un sentimiento de
incomodidad insoportable, porque leer su diario era el castigo
de su curiosidad. Amaba a Elisabeth, era como si ella
estuviese incrustada en su piel, pero esa lectura no le permitía
ignorar quien era realmente la joven que ejercía tanto poder
sobre él. En aquellos momentos deseaba volver a vivir la
dichosa ignorancia en la que vivieron durante los primeros
meses de su relación. Entonces comprendía la naturaleza
antinómica de la felicidad y de la lucidez. Peor aún, se
despreciaba a sí mismo ya que no tenía el valor de
abandonarla y se aferraba, al igual que un hombre que se está
ahogando, a cualquier rama, aunque esté podrida, a esa
miserable excusa que consistía en no renunciar a los
exquisitos placeres que vivía en sus brazos hasta que no
tuviese una razón dirimente, hasta que no leyese, escrito en
su diario, por las manos de Elisabeth, las líneas que
manifestaran su traición de manera tangible, irrefutable.
Hasta que no viese esas líneas no la dejaría.
Era cierto, no alimentaba ninguna ilusión en cuanto a la
naturaleza lamentable de las justificaciones que su debilidad
se daba a sí mismo. ¿No la dejaría antes de estar
completamente seguro de que le engañaba? ¡Qué poca
voluntad! No había una sola página del diario de Elisabeth que
no contuviese la prueba de sus engaños. Le engañaba al ser
coqueta, vanidosa, y tan ridículamente impertinente. Le
engañaba al recibir con complacencia los nauseabundos
cumplidos del primer idiota que se le acercaba. Y aunque
estos cumplidos solo existiesen en su imaginación, igual le
engañaba al imaginárselos. Además, el hecho de que
continuase dejando a plena vista su diario, sabiendo que
Hippolyte era muy celoso, demostraba que lo auto censuraba
y que las vilezas que confesaba en él, no eran más que una
minúscula parte de lo que en realidad hacía, la punta visible
del iceberg.
Si el amor no lo hubiese convertido en una persona débil,
Hippolyte estaba convencido de aquello, no hubiese aceptado
que su novia coleccionara esos «admiradores». ¿Quién era
ese Roger? ¿Quién era ese charlatán de la bola de cristal? Lo
que más le dolía a Hippolyte no eran las calumnias de aquella
escoria, sino que Elisabeth las hubiese escrito sin el mínimo
comentario, sin ninguna aversión o indignación. ¿Hasta
cuándo permitiría Hippolyte que esta criatura siguiese
succionando su tiempo, su energía, su esperma, la
tranquilidad de su alma y sus imágenes, «pareciese que
camina sobre el agua»?
El verano acabó sin que este Quosque Tandem de nuestro
latinista enamorado tuviese alguna respuesta. A principios de
septiembre, Elisabeth, Hippolyte y Olivier volvieron a París,
luego de una inmemorable velada en la que se tomaron una
Baltasar en un hotel en Saint–Cosme, La Vaunage, cautivados
por los pasos de baile del dinámico encargado del restaurante
y estimulados por los «claro que sí» con los que acompañaba
cada plato, cada botella que pedían. Se deleitaron con una
ensalada de conejo, unas costillas de cordero y turrones.
También bebieron varias botellas de Saint Joseph.
Hippolyte observaba con ternura el reflejo de su amante en el
cristal color rubí del vaso que tenía entre sus delicados dedos.
Una persona a quien tanto le gusta el buen comer y los
buenos vinos, no puede ser alguien malvado.
En menos de tres semanas, Elisabeth se inscribió en La
Sorbona y alquiló un apartamento en la calle Stanislas. Una
mañana, los hombres de la mudanza vaciaron en él su
apartamento de Estrasburgo y los enseres que trajeron de
Nancy, algunos muebles y algunas cajas con su ropa, sus
libros, sus discos, su oso de peluche y su diario.
Hippolyte le ayudó a ordenar sus cosas, a colocar las cortinas
y a instalarse. La acompañó a un centro comercial de la Place
Vitalí donde compró un refrigerador alemán y un colchón
japonés. Jugar a los adultos les parecía divertido. Por primera
vez los dos jóvenes sentían que su amor no dependía de nadie
más, que estaban en posesión de su destino.
Como el transportista había olvidado en Nancy varias de las
pertenencias de Elisabeth, como su Minitel y su televisor, y la
joven no quería abandonarlas, decidió ir a visitar a sus padres.
De regreso, apenas se bajó del tren empezó a contarle a
Hippolyte, con lujo de detalles, la velada que había pasado
con Diane y su cena en La Chaumière, uno de los mejores
restaurantes de la ciudad.
El dueño del apartamento de la calle Stanislas, un hombre
gordo con pinta de mafioso corso, todavía no había conectado
la electricidad y no pudieron, como lo habían planificado,
inaugurar aquella noche la cama japonesa de Elisabeth.
Tuvieron que dormir en la calle Bonaparte. Aquella noche fue
la última vez que Elisabeth llevó su diario a casa de Hippolyte.
Hippolyte, sucumbió a su pecado de costumbre y aprovechó
que la joven estaba en la bañera para leerlo.
«Al final de la tarde, Jean Cyrille vino a verme. Bebimos
champán. Luego Diane se unió a nosotros. Comimos los tres
en el restaurante La Chaumiére. Jean Cyrille me acompañó a
casa, estaba demasiado cansada».
Esa lectura molestó a Hippolyte. Cuando Elisabeth había
llegado a París, Hippolyte no le hizo ninguna pregunta, pero
ella de inmediato empezó a contarle lo que había hecho el día
anterior: que Diane había ido a su casa, que habían bebido
champán y su cena en La Chaumière. Todavía escuchaba su
voz explicándole: “Estaba contenta porque cenamos a solas.
Me dijo cosas malas sobre ti: «¿Estás segura que Hippolyte te
es fiel?» Me hubiese molestado si lo hubiese dicho delante de
otras personas”.
La inutilidad y la gratuidad de esta gran mentira le daban un
carácter especialmente aterrador. Si Elisabeth le escondía la
presencia de un amigo, ¡cómo sería cuando se tratase de un
amante! ¡No ha cambiado! ¡Persiste con sus mentiras
sistemáticas!
La ingenua indignación de Hippolyte demostraba
que todavía era muy joven. Creía que las
personas podían cambiar, y a pesar de su gusto por los poetas
del paganismo, como buen cristiano creía en
la reconversión de aquella pecadora.
Joven, buen cristiano, pero mal mentiroso. Durante el
desayuno, agotado porque no había dormido la noche
anterior imaginando los escenarios más humillantes, algo que
no podía dominar, inventó que un compañero de la
universidad había visto a Elisabeth en La Chaumière.
– Me dijo que estabas con una chica y un chico.
Elisabeth tuvo una breve risa sarcástica: “¿Ese chico me
conoce de vista? ¿Quién es? ¿Cuándo te lo dijo?”
Evidentemente, Elisabeth no creía ni una sola palabra.
Hippolyte, molesto, le dijo: “¡No importa quién es! ¡Lo que
cuenta es que otra vez me has mentido, no puedo confiar en
ti!
– Si ese compañero de verdad existe, de lo cual dudo, es él
quien te mintió. En La Chaumière comí sola con Diane, no
había más nadie.
– ¿Y fue Diane quien te acompañó a tu casa?
El esfuerzo que debía hacer para continuar con su mentira
le hacía retorcerse el rostro, haciendo que se formase
en él una maliciosa sonrisa: “¿Por supuesto fue Diane?
¿Quién crees que fue?”
Que Elisabeth no creyese la inverosímil historia de Hippolyte,
no tenía nada de sorprendente. Lo increíble era que no
adivinase que Hippolyte acababa de leer su diario y se
obstinara cínicamente en negar aquella mentira. ¿Eso no era
cinismo descarado? ¿No era más bien la reacción de una
mujer totalmente abstraída, incapaz de discernir lo verdadero
de lo falso, el bien del mal? En todo caso era
un espectáculo horrible, desesperante.
Hippolyte era incapaz de disimular sus sentimientos. Su rostro
era un libro abierto. Para Elisabeth no era
difícil saber cuándo sentía rabia o aversión.
Ahora tenía miedo. Creyó que iba a dejarla. Cuando se
dijeron adiós, lo hicieron con frialdad. La joven se dirigió a la
calle Stanislas donde la esperaba el dueño del apartamento.
Se sentía vieja y miserable. Estaba segura que, para vengarse,
Hippolyte la engañaría o la dejaría. Todavía escuchaba su voz
diciéndole: "No eres más que una mentirosa, me
decepcionas mucho". Si él la abandonaba, ella saltaría de lo
alto de una torre. Jamás había estado tan cerca del suicidio.
Tomó su diario, y escribió: "Si nos reconciliamos, si me
perdona, juro por la sangre de Cristo y por la sangre de
Hippolyte que mis labios jamás volverán a pronunciar una
mentira".
Hippolyte no la dejó y Elisabeth no saltó de lo alto de una
torre. Luego de algunos días de no poder localizarlo y en los
que ella no había dejado de llamar a su puerta y tratar
de ubicarlo por teléfono, Hippolyte, quien había dormido en
un catre para huir de su novia, reapareció. Vivamos, mea
Lesbia, ataque amemus... y al igual que Catulo y
Lesbia, nuestros amantes se besaron hasta más no poder y se
acariciaron febrilmente. Ninguno de los dos hizo alusión a
La Chaumière.
La vida retomó su curso, pero algo había cambiado: cuando
Elisabeth iba a casa de Hippolyte, ya no llevaba su diario, y
cuando él la visitaba en la calle Stanislas, ella trataba de no
dejarle solo en su cuarto. Guardaba su diario en
la estantería más alta de la biblioteca, donde
solo podría llegar ahí con la ayuda de una silla. No le daba
la más mínima oportunidad. Cuando iba al baño, solo pasaba
algunos segundos en él, y cuando estaba en la cocina dejaba
la puerta abierta. De hecho, nunca se quedaba mucho tiempo
en la cocina, no era una de esas hadas del hogar que cocinan
a sus amantes. Elisabeth consideraba que eran otro tipo de
encantos los que retendrían a Hippolyte.
Durante las siguientes semanas estuvieron siempre juntos, lo
que era una novedad absoluta para ellos. Estaban
acostumbrados a sus breves encuentros paroxísticos
entrecortados por largas separaciones. Ahora se veían todos
los días. En La Sorbona, Elisabeth era una alumna asidua e
Hippolyte frecuentaba la biblioteca del Instituto de Estudios
Latinos, quizás porque era el único lugar en el que podía
escapar a sus preocupaciones. Las obras de sus poetas
favoritos como las de Séneca o Plutarco, o los libros de
Daremberg y Saglio formaban una muralla detrás de la cual se
sentía protegido. Ella se protegía en librerías como Vrin y
Nizet. Compartían sus vidas en los restaurantes de la plaza, en
los cines de su vecindario, el Champollion, el Accatone, Les
Ursulines, le Saint Germain des Prés, en donde pulían su
erudición cinéfila. También en el apartamento de la calle
Stanislas y en el de la calle Bonaparte, que estaban a solo
quince minutos de distancia.
Todo esto era nuevo para Hippolyte, no solamente debido al
contraste entre esta casi cohabitación y la distancia que
habitualmente les separaba, sino también, y aún más, porque
ahora tenían una vida juntos, y la vida que le cautivaba era
una vida de tres: Elisabeth y él, por supuesto, pero también el
diario, a pesar de ser una hipóstasis infernal también era
homogénea, al igual que el Espíritu Santo y la Santísima
Trinidad de los cristianos. Los teólogos definen como un
torbellino de amor al lazo que une a las tres personalidades
divinas. El torbellino que se creaba en Hippolyte cuando leía el
diario de Elisabeth era un torbellino de odio, pero
curiosamente, este odio resultó ser un cimiento igual de
fuerte que el amor para su pasión. El cimiento formado por la
amalgama de ese odio constantemente en alerta, inquieto,
doloroso y de ese amor tan dulce, voluptuoso, era tan sólido
que resistiría cualquier adversidad. Elisabeth creía que al
prohibirle a Hippolyte el placer enfermizo que constituía leer
su diario, le desintoxicaría de sus celos, de esa tendencia que
tenía hacia el espionaje, que le libraría de una droga que
consideraba destructiva, sin embargo fue todo lo contrario. Al
ser privado de unos de sus ingredientes, el amor de Hippolyte
por Elisabeth, en lugar de ser un cimiento indestructible, se
convirtió en algo parecido a un fango desmenuzable, incierto,
al igual que el gesto dudoso, inacabado, de un cristiano a
quien bruscamente se le priva de la presencia del Espíritu
Santo y no sabe cómo hacer el signo de la cruz pareciéndose a
un idiota con la mano en el aire, al igual que una flecha que se
rompe en pleno vuelo y se vuelve inútil.
La lectura del diario de Elisabeth era a su vez el veneno y el
antídoto. La coquetería y la vanidad que había en él
estimulaban los celos y la exasperación, pero,
simultáneamente, esa lectura le tranquilizaba porque
comprobaba que Elisabeth lo amaba con locura, que le era
fiel, que no tenía nada que reprocharle.
Al prohibirle el acceso a su diario, al igual que la madre de un
niño goloso que pone un candado en la alacena de los dulces,
Elisabeth le había quitado la posibilidad de sentirse mejor,
porque todavía no había disipado sus preocupaciones.
Hippolyte no necesitaba leer su diario para saber que mentía.
La noche que le aseguró que había cenado en casa de Diane,
en realidad cenó con un chico en una taberna de
Montparnasse. Por casualidad, Olivier les había visto salir de
ahí alrededor de las once de la noche. Una mañana, Hippolyte
se encontraba en la terraza del Ecritoire y vio a Elisabeth con
un chico barbudo repartiendo periódicos frente a La Sorbona.
Por la noche, le habló de la revista de cine que vendía para
ganar un poco de dinero: “¿Cómo te fue? ¿Vendiste muchos?”
– Bueno… más o menos…
– ¿Había varios vendedores?
– No, estaba sola.
– ¡Sola! ¿No fue difícil?
– Ya me conoces, no soy muy sociable, soy una salvaje, me
gusta la soledad.

Una mentira como esa en la boca de Elisabeth, a pesar de su


juramento sobre la sangre de Cristo, era tan común, que
Hippolyte no se hubiese molestado si no hubiese pronunciado
aquella frase «no soy muy sociable», que le recordó lo que
una noche, en una discoteca, Helena le dijo a Elisabeth: «Si
fueses un animal, serías el gallo del pueblo que quiere ser
admirado por todos». El abismo que había entre ese
comentario y la gran falsedad que la Celimena de La Sorbona
acababa de pronunciar con su tranquila voz, le molestó tanto
que estalló: “Estaba sentado en el Ecritoire, estaba esperando
a Olivier y te vi de lejos. ¡Estabas con un chico de barba!”

Hacía dos días que estaba sumergido en la lectura de la Sátira


VI. El aplomo con el que su amante negó la presencia del
chico de barba le recordó aquella frase de Juvenal: «Nada es
más descarado que una mujer que ha sido sorprendida con las
manos en la masa; el origen de su rabia y su energía se
encuentra en su crimen». Decididamente sus queridos
romanos lo sabían todo en cuanto a las mujeres y lo habían
documentado. Solo tenía que seguir sus pasos. Nihil est
audacius… Hippolyte se dijo a sí mismo que miraría en el
diccionario etimológico de la lengua latina de Ernout y Meillet
la raíz de «audax», que significa «insolente, imprudente, que
nada puede detener», un adjetivo que calificaba
maravillosamente a Elisabeth, la resumía.
Estaban en el Fontaines, en la calle Soufflot. Entre ella, que
continuaba sosteniendo su mentira, y él, que había bebido de
más y había perdido el control de sí mismo, la pelea fue
sanguinaria. Se insultaron e incluso amenazaron con terminar
la relación. Su rostro se había tornado color escarlata. Estaba
fuera de sí y había olvidado que nunca se le debe decir a una
persona que amas sus verdades en la cara, o ponerle un
espejo bajo sus narices y decirle «¡eres así!». Eso crea heridas
que no tienen remedio. Hippolyte le dijo atrocidades a la
joven, y cuando se había desahogado por completo, se fue
bruscamente. Elisabeth corrió tras él llorando a lo largo de las
rejas del Jardín de Luxemburgo, tomándolo de la ropa y
gritando que iba a suicidarse.
Hippolyte no terminó la relación. No había ninguna razón para
hacerlo. No era la presencia del chico barbudo que lo había
exasperado, sino la inexplicable obstinación de Elisabeth en
negarlo. Sin embargo, los días siguientes estuvo obsesionado
con la idea de que, si Elisabeth escondía su diario al igual que
Harpagón su cofre, era la prueba que le escondía algo, que le
engañaba. La ausencia de aquel diario le era insoportable.
Éste motivaba la cruel pieza de teatro en la que actuaba desde
hacía más de un año. La lectura clandestina de aquel diario
originaba un personaje de pleno derecho, un personaje clave.
Sin aquella lectura, la actuación perdía todo interés, el joven
se sentía solo en escena, sin nadie para responderle. Es
verdad que Elisabeth estaba ahí, pero Elisabeth sin su diario
quedaba reducida a ella misma, no era gran cosa, una bonita
chica entre muchas más, una estudiante como cualquier otra,
un ídolo que ha sido despojado de su misterio, un sepulcro
vacío.
El descubrimiento de la falsificación de Barshkirtseff había
ocurrido por aquellos días, lo que alimentaba el buen humor
del joven y le procuraba a su rostro un aire de júbilo.
Poco tiempo después, la factura del teléfono fijo del
apartamento de Elisabeth despertó su curiosidad. La cuenta
era tan elevada que no pudo pagarla y le cortaron la línea
telefónica.
– ¿A quién llamaste tanto?, preguntó Hippolyte, horrorizado.
– A Cécile. Cuando llamas a la provincia te arruinas
rápidamente.
Hippolyte no le creyó, estaba convencido que a su hermana la
llamaba menos que a los amigos de Nancy y de Estrasburgo,
de los que nunca le hablaba y sobre quienes siempre escribía
en su diario. En realidad, la explicación de la cuenta
astronómica que reclamaba Telecom era extraña, pero no
completamente diferente a su universo personal, por lo que
no sospechó ni un instante de ella.
Será en la escena final del último acto, que ya ha comenzado
pero que Hippolyte todavía no sabe, que el joven la
desenmascara con una terrible aversión y sentirá vergüenza
de haber amado a un ser capaz de eso. Una vergüenza y una
aversión que subsistieron aún después de la separación, y que
años después de haber dejado a Elisabeth, si por desgracia
alguna canción, algún olor o alguna palabra le hacían pensar
en ella, le invadían con la rapidez implacable del mar que
inunda una playa en la que la marea sube.
Visitaron la exposición dedicada a David en el Louvre. Un
cuadro prestado por un museo americano que representaba
la Despedida de Telémaco y de la Ninfa Eucarís, hizo fantasear
a Hippolyte. Lo contempló durante largo rato y se preguntó si
su ruptura con Elisabeth también estaría rodeada de un halo
de dulzura semejante y de aquella suave melancolía.
Era improbable, su amor no dejaba de degradarse. Verse tan
seguido no les servía de nada e Hippolyte soportaba cada vez
menos la continua presencia de la chica caprichosa, indolente,
siempre de mal humor, que se ponía histérica con cualquier
problema.
– ¡Si no pasas conmigo el Año Nuevo, haré alguna tontería o
me suicidaré!

Desde que vivía en París, lo chantajeaba con cometer alguna


tontería, acostarse con el primero que se le acercase,
drogarse o suicidarse. Aquello se había convertido en el arma
preferida de la joven. Una noche, mientras peleaban en un
supermercado en Odeón, fingió lanzarse en medio de los
autos. Otra noche en la que pelearon, no dejó de llamar a su
puerta y darle patadas al batiente. Parecía una desquiciada.
Aquella noche durmió en el rellano. Esas niñerías y ataques de
nervios exasperaban a Hippolyte. Estaba agotado.
– Entiéndelo, me molesta, me quita el aire, le explicaba el
joven a Olivier.
Hacía mucho tiempo que el odio había sustituido al amor en
su corazón, y si no la había dejado, era en parte por su tesis,
en la que analizaba y examinaba a Elisabeth bajo los nombres
de Delia, Cyntia y otras traidoras, y porque desde hacía meses
se había metido en la cabeza que solo la dejaría el día que
tuviese una prueba irrefutable de su infidelidad. Esta última
razón que implicaba la necesidad de tener nuevamente
acceso al diario de Elisabeth, obsesionaba a Hippolyte.
Necesitaba encontrar una estrategia, o se volvería loco. Una
persona celosa termina siendo su propio suplicio, e Hippolyte
estaba cansado de sufrir. Quería cortar el nudo gordiano,
pensar en otra cosa.
Un día que Elisabeth le invitó a almorzar, cuando llegó a la
calle Stanislas la mesa estaba puesta. La joven había quitado
sus libros, sus hojas y la bandeja donde colocaba
desordenadamente sus joyas, su bolígrafo, su mechero,
algunas monedas, chicles, marcadores y un juego de llaves.
Mientras comían el pollo frío y las zanahorias ralladas que
había comprado en un servicio de catering, le contó lo que
había hecho durante la mañana, el café que había tomado en
el Ecritoire con su prima entre dos clases.
Hippolyte fingía escucharla, pero su mente estaba en otra
parte. Aunque Elisabeth hubiese estado en aquel café
con algún chico interesado en ligar con ella y hubiese dicho
"con mi prima", hacía mucho tiempo que aquellas
informaciones falsas que le daba sobre su vida no le
interesaban. Además estaba urdiendo un plan.
Sonreía, fingía estar atento y se esforzaba para que sus ojos
miraran hacia cualquier parte menos sobre la bandeja y el
juego de llaves.
Elisabeth tenía dos juegos de llaves: el que amarraba
al cinturón de su pantalón o que metía en el bolsillo de su
abrigo y el que tenía en la bandeja, que nunca utilizaba.
Cuando Hippolyte las vio, su corazón empezó a
latir rápidamente. Unas semanas atrás había olvidado sus
llaves en el apartamento, por lo que Elisabeth tuvo que llamar
a un cerrajero, que le costó 500 francos. Hippolyte pensaba
que luego de ese contratiempo le había confiado su segundo
juego de llaves a Diane. Al constatar que no lo había hecho,
tuvo una idea.
La bandeja, las monedas, las llaves, todos esos objetos de
metal harían mucho ruido al tocarlos. El apartamento
era muy pequeño y aunque Elisabeth estuviese en el baño o
en la cocina, escucharía ese ruido. Hippolyte, indeciso, levantó
la mirada y vio los diarios guardados en lo alto de
la estantería: la fruta prohibida, más suculenta que las
zanahorias, aunque menos rica en vitamina A.
Venus, alma Venus tuvo lástima de su infortunado servidor y
le envió una idea. Hippolyte sacó de su bolsillo una especie de
juego electrónico, japonés como el colchón que le había
regalado Elisabeth, una placa del tamaño de un paquete de
cigarrillo que al tocar las teclas, éstas producían diferentes
ruidos.
– ¿Puedes hacer café?
Comenzó a tamborilear el objeto
que inmediatamente produjo una serie de sonidos divertidos,
un silbido, un avión, una metralleta. Elisabeth, que adoraba
ese objeto, estalló en risas y se levantó para poner la tetera
sobre la hornilla. Le dio la espalda a Hippolyte, quien tomó el
juego de llaves con su mano derecha y lo colocó en su bolsillo.
Como previsto, se produjo un ruido metálico que quedó
cubierto por el ruido del aparato que manipulaba con la otra
mano. Elisabeth regresó a la mesa: “El agua hervirá en
algunos minutos”.
Los minutos siguientes le parecieron extremadamente largos.
Lo único que quería era tomarse su café y partir. Si Elisabeth,
cuyos ojos estaban a menos de un metro de la bandeja,
notaba que el segundo juego de llaves había desaparecido,
inmediatamente adivinaría que había sido él quien
lo había robado.
Luego de beber el café le propuso salir. El aire estaba tibio y
caminaron atravesando el jardín de Luxemburgo.
– Te acompañaré hasta La Sorbona. No tengo prisa. Veré a
Olivier a las cinco. Iremos al Instituto Católico a escuchar una
conferencia de un latinista de la universidad de Kuala–
Lumpur, el profesor Fat Bruners.
– ¿Una conferencia sobre qué?
– ¡Oh! ¡Es muy interesante! Hablará de la dieta de Plinio el
Viejo, de las propiedades de la zanahoria, de la coliflor, del
aceite de semilla de calabaza…
Aquella elocuencia y su risa solo trataban de esconder su
nerviosismo. Solo pensar que Elisabeth pudiese descubrirle y
su cuerpo comenzaba a sudar.
Apenas estuvo solo, entró en un restaurante y consultó el
anuario de las páginas amarillas. Los cerrajeros que hacían
copias rápidas no eran muchos. Escogió uno en Alesia y tomó
el autobús 38.
Creía que le pedirían alguna identificación, pero no fue así. El
cerrajero examinó la llave con una sonrisa amigable: “No es
una cerradura complicada. De hecho, sus llaves son en
realidad una mala copia. Estoy acostumbrado. Es un
apartamento estudiantil, ¿no es así? Con solo
un pequeño golpe es posible abrir esas puertas.
Hippolyte enrojeció, balbució que en efecto necesitaba unas
copias para su novia. . .
– Siéntese, no tomara mucho tiempo.
Diez minutos después, Hippolyte salió de la tienda con dos
juegos de tres llaves: la grande que abría la cerradura y las
dos pequeñas para el pasador, que Elisabeth nunca cerrada,
solo tiraba la puerta.
No caminaba, saltaba. Estaba entusiasmado, se sentía
omnipotente. Aquellas llaves eran el hilo de Ariadna,
la contraseña, el suero de la verdad. Ya no tendría que darse
prisa al espiarla, ya
no estaría constantemente amenazado. Ahora, gracias a su
llave maestra, podría leer el diario de Elisabeth cuando
quisiese, tranquilamente, por ejemplo el viernes que Elisabeth
tenía clases durante toda la tarde, o cuando fuese a casa de
sus padres.
Compró una tarjeta postal y escribió unas palabras en ella, en
caso de que algún profesor estuviese ausente y que Elisabeth
volviese a casa. «Vine a dejarte esta tarjeta», le diría. Al llegar
a la calle Stanislas, subió las escaleras corriendo y apoyó la
oreja en la puerta. No escuchó ningún ruido. Con
movimientos lentos, precavidamente, al igual que James Bond
al desarmar algún aparato explosivo, introdujo la llave en la
cerradura. La puerta se abrió sin hacer ruido. Entró,
emocionado, intimidado, al igual que un profanador que
penetra en una iglesia para robar un copón o, mejor aún,
como ese parroquiano enamorado del que nos habla Valère
Maxime, que entraba por la noche en el templo de la Venus
de Cnido para acoplarse con la estatua de la diosa.
Hippolyte sacó de su bolsillo el juego de llaves
que había cogido unas horas antes y lo colocó en la bandeja.
Miró a su alrededor y observó en la pared la foto
de Ava Gardner y la de Antonin Artaud, enmarcadas, colgadas
encima de la cama, y aquella que Olivier había tomado en
Saintes Maries de la Mer, Elisabeth y él, bronceados,
sonriendo, con ropa ligera, una imagen de la felicidad para un
folleto turístico. En una esquina, sobre la alfombra, el Minitel
y sobre el último estante de la biblioteca, sus diarios
multicolores. Hippolyte levantó la cabeza y caminó
hacia atrás. Ya se había aventurado mucho hoy
y decidió que leería los diarios de su amante otro día. Antes
de salir volvió a colocar su oreja sobre la puerta ya que no
deseaba encontrarse con la vecina, pero a esa hora de la tarde
la escalera estaba desierta. Cuando trancó la puerta, el ruido,
que le pareció garrafal, le hizo sobresaltarse. Se alejó feliz, con
la mano derecha metida en el bolsillo de su chaqueta,
acariciando el filo pulido de la llave más grande, como cuando
caminaba junto a Elisabeth y acariciaba el lado interior de
su muñeca, ahí donde late la arteria radial y donde la piel es
tan suave.
Elisabeth no tenía clases al día siguiente, pasaron juntos ese
día y fueron al cine. Vieron una versión muda de Casanova, en
blanco y negro, de 1972, con Mosjoukine en el rol de
aventurero, una película cuya belleza era tan irreal que ya
habían tenido esa sensación algunos meses atrás cuando
vieron la Sinfonía Nupcial de Stroheim, lo que les permitió
comprobar que la diáfana sobriedad del blanco y negro
respeta más la libertad del espectador, favorece su capacidad
de imaginar y de cambiar de ambiente fácilmente, mucho más
que las películas a color, demasiado descriptivas,
parlanchinas. También constataron la superioridad del cine
mudo con respecto al cine sonoro, este último invadido por
escritores fracasados. El cine debería de ser heterogéneo. En
cuanto a la literatura, solo cautiva por aquello que tiene de
cinematográfico.
– Ves, dijo Hippolyte al salir del cine agitando con
vehemencia sus manos delante de su rostro como un cura al
dar un sermón sobre la castidad durante la Cuaresma, el cine
francés, en el que los personajes se reúnen en una playa o en
un apartamento para tener interminables conversaciones
sobre la existencia de Dios, es una mierda. ¡A la mierda con
Tulher! Es preferible leer un buen libro. El cine no es eso; el
cine es cuando el director logra mostrar con su cámara lo que
Flaubert, Tolstoi y Joyce no pudieron escribir en una página.
Tulher era un cineasta que estaba de moda y que siempre
hablaba de lo mismo, un neo Musset que ocupaba una
función en la sociedad francesa análoga a los semanarios de
los lunes: darles a los jóvenes ejecutivos la impresión de ser
inteligentes, darles ideas generales, permitirles presumir
frente a las chicas y poder alardear durante las cenas.
Encarnaba todo lo que Hippolyte odiaba.
– Dices eso, pero adoras a Sacha Guitry, dijo la joven con una
sonrisa burlona en sus labios.
– Guitry es totalmente diferente. ¡Sus obras son brillantes!
¡No te aburres ni un solo instante! A diferencia de ese
pedante de Tulher, Guitry tiene humor. En Las perlas de la
Corona, Nueve solteros, La historia de un tramposo, créeme,
es excelente.
La causticidad de Hippolyte mostraba de qué lado estaba,
pero también se dirigía a los imbéciles de Nancy con los que
Elisabeth pasaba su tiempo. Imaginaba que Agustín, Jean
Cyrille y los otros adoraban a Tulher. Eran de ese estilo.
Al día siguiente, Elisabeth tenía clases de dos a seis de la
tarde. Hippolyte, luego de haberse asegurado que ningún
vecino le había visto, entró en el apartamento de la calle
Stanislas, cerró cuidadosamente la puerta, se quitó los
zapatos, se subió a una silla, tomó los dos últimos diarios, uno
verde y uno rojo y se sentó en el escritorio. Un silencio mortal
reinaba en la habitación y en el patio trasero del edificio,
como si Dios hubiese parado el tiempo. La vida contenía su
respiración, y el único ruido que Hippolyte oía era el de su
corazón que latía fuerte como un gong en su pecho. No
estaba orgulloso de lo que estaba haciendo, desde el punto de
vista moral, era monstruoso lo que hacía, pero la moral y el
amor son, en un alma sensible, despellejada, más antinómicos
que el agua y el fuego. Esa irrupción en el apartamento y en el
diario de Elisabeth era algo repugnante, pero ¿quién mejor
que un amante apasionado, por consiguiente celoso y
preocupado, tendría mejores razones para reclamar el
derecho a una bajeza como esa?
Mientras examinaba las horribles circunstancias en las que
había sido asesinado Rasputín, un juez le dijo con un tono
reprobador a Felix Youssouppof: «Un caballero no se
comporta de esta manera”. Esta frase se aplicaba de manera
congruente a Hippolyte por leer el diario de su novia, pero el
deseo de esta lectura que haría estallar un sinfín de
problemas y la posible traición de Elisabeth, era en aquel
corazón ardiente que latía rápidamente, más fuerte que el
sentimiento de dandy y el ideal del buen comportamiento.
Hacía varios meses que Hippolyte no leía el diario de
Elisabeth. Fue con una sonrisa que se sumergió en su lectura.
Desde las primeras líneas vio que Elisabeth seguía siendo la
misma, coqueta y engreída.
«En el Golf con Cécile. Como de costumbre, apenas llegamos
fue la típica avalancha de cumplidos: “Cécile se parece mucho
a Marilyn y Elisabeth a Jane Seberg”. La belleza es lo más
importante en el mundo. Es superior a la inteligencia. A
esta última le debo mis remordimientos, mis preocupaciones,
a la belleza le debo mi éxito. Gracias a ella me escuchan
cuando hablo, desconcierto a las personas cuando entro a
alguna parte, mi espejo me sonríe cuando me miro en él. Mi
esbeltez, mi tono color durazno, mis ojos vivarachos y mis
pequeñas orejas permitieron que sedujese a Hippolyte”.
Olivier hubiese dicho: «¡Ya es demasiado!» y hubiese
estallado de risas. Sí, en realidad era demasiado, y
particularmente el extraordinario «desconcierto a las
personas cuando entro a alguna parte”. Pero quizás Elisabeth
había robado esta frase de algún diálogo de Tulher, por
ejemplo. Su instalación en París no había cambiado nada de
eso. Una noche, Olivier les llevó a ver el Torquato Tosso de
Goethe.
– Nunca he visto esta pieza, pero Schopenhauer habla mucho
de ella, y con entusiasmo, además.
Al salir, Olivier dijo que la decoración
le había decepcionado, al igual que el actor cuyos gritos y
convulsiones transformaba al héroe de Goethe en un
personaje de alguna obra de Dostoievski.
– Era una pieza moralista, sin acción alguna, donde los
diálogos no eran más que una cadena de sentencias. Cuando
pienso en piezas así, me viene a la mente Eurídice, Byron,
Montherlant. No deberían ser representadas. Son mucho más
interesantes cuando se leen en casa junto a la chimenea y con
los pies en pantuflas.
Hippolyte no tenía ninguna opinión sobre el tema, sin
embargo sí constató la manera en que Elisabeth se había
apropiado en su diario, desde la primera hasta la última línea,
sin cambiar absolutamente nada, de lo que había dicho
Olivier, sin citar su fuente. Cualquier persona pensaría que
había sido escrito por Elisabeth. Lo más gracioso es que
dentro de algunos años, cuando Elisabeth lea su diario, creerá
que aquellas líneas sobre Torquato Tasso fueron escritas por
ella. Algunas veces los comerciantes y los banqueros logran
detectar el dinero falso, pero otras veces, pasa desapercibido
y continúa su camino como si nada, se mezcla de manera
invisible, como un gánster que deambula por las calles junto a
las personas honestas.
También había plagiado la Autobiografía Espiritual de
Berdiaeff, un libro que Elisabeth apreciaba. Hippolyte leía con
asombro y no dejaba de asombrarse ante tanto atrevimiento.
Estaba leyendo una frase sobre el acto creador y la mente
burguesa, que por supuesto se trataba de un plagio, cuando
de repente escuchó voces en el patio exterior. Se precipitó a
la ventana. ¡Era Elisabeth y otra chica! Hippolyte entró en
pánico, colocó rápidamente los diarios en su lugar, se puso de
nuevo sus zapatos y el impermeable y salió apresuradamente.
Cerró la puerta lo más suave que pudo. Las dos chicas ya
estaban subiendo las escaleras ¿Qué debía hacer? Durante un
instante pensó en sentarse en las escaleras y fingir que le
estaba esperando, pero no tendría sentido, Elisabeth le había
dicho durante el almuerzo que estaría en La Sorbona hasta las
seis de la tarde y que se verían en la calle Bonaparte. Subió de
puntillas al piso de arriba y se escondió en una esquina. Le
rogó al cielo que ningún inquilino lo viera. Elisabeth y su
amiga hablaban alegremente. Entraron en el apartamento y
dejaron la puerta abierta. Volvieron a salir rápidamente, y de
nuevo el apartamento quedó vacío. Evidentemente, Elisabeth
había ido a buscar un libro que había olvidado. Hippolyte, de
cuclillas en el pasillo del tercer piso, esperó algunos minutos
más, hasta que estuvo seguro que las chicas no volverían.
Entonces salió de su escondite.
Las falsedades, la condescendencia consigo misma, las
quimeras como las de Celimena… Si creyésemos todo lo que
dice, supondríamos que es el objeto de la permanente
concupiscencia de los jóvenes que la importunan durante la
clase, en la calle, al teléfono. Hippolyte ya sabía todo eso de
memoria. El diario no le ofrecía nada nuevo a su febril
curiosidad. Lo cerró el diario y pasó al segundo, que cubría un
periodo más reciente y se prolongaba hasta la fecha actual.
Comenzaba evocando a Florence, con quien Elisabeth había
tenido un amorío en tercer año: “Jamás estuve enamorada de
Florence, pero me gustaba el amor que me profesaba. Me
agradaba el sufrimiento que le procuraba estar lejos de mí”.
Esta frase sorprendió a Hippolyte, le pareció
desagradable. «¡Qué alma tan despreciable!», pensó el joven.
Un hombre siempre pone más atención en los defectos de su
amada que en los suyos. Sin duda alguna, a Hippolyte le
hubiese sorprendido la forma en que disecaba a Elisabeth,
como un niño cruel diseca una mosca, algo que tampoco era
digno de un alma bondadosa. Sin embargo, no le hubiese
sorprendido saber que en sus diarios exageraba, que
inventaba pretendientes no por mitómana, sino por sadismo,
porque sabía que leía su diario y gozaba con el dolor que esto
le causaba. Pero esta explicación no era válida para sus
últimos diarios, que estaba segura de que Hippolyte no los
leía.
Su amor seguía inspirando a Elisabeth. Había descripciones
eróticas llenas de crudeza, arranques de pasión, lamentos de
un alma atormentada, como los breves y desgarradores gritos
de un ave. Hippolyte estaba extremadamente conmovido.
¡Cuánto se amaban, Dios mío! ¡Qué hermosa
pareja formaban! Elisabeth estaba equivocada al pensar que
algún día él podría dejarla, estar con otra o terminar su
relación.
Por más que fuese un novato en el amor, sabía, pues lo había
constatado con Leticia, que las mujeres, aunque sean jóvenes
y muy hermosas, tienen esa extraña disposición que les hace
estar siempre alerta y con la necesidad, no menos
desconcertante, de ser consoladas. «¡Dime que me
amas!», «¿No me vas a dejar, cierto?», «¿Solo me amas a mí,
no es así? ¡Júralo!» etc. Esta obstinación que tienen de
preocuparse por la fidelidad de su pareja exaspera a los
hombres, y estos, por estúpidos o vanidosos, por el contrario,
tienden a creer que son adorados e irremplazables. En
cualquier caso, Hippolyte prometió estar más atento a las
dudas y preocupaciones de Elisabeth. Estaba conmovido por
la ternura que había en el diario de la muchacha. Se podían
leer en casi todas las páginas, líneas como estas: «Si me
dejase, ¿qué me quedaría? Mi felicidad es Hippolyte, solo él.
No querría vivir si no pudiese amarlo a cada instante de mi
vida. Dependo de él como si dependiese de una droga. Estoy
loca por él. Necesito que nuestras pieles se mezclen. Solo él
me da el infinito”.
Pasó varias páginas. Se estremecía con cualquier ruido, como
James Mason cuando fotografiaba los documentos secretos
del embajador de Inglaterra en Ankara en El caso Cicerón.
Estaba impaciente por terminar. Espiar a su amada era
absurdo, no era digno de él, y moriría de vergüenza si
Elisabeth le sorprendiese durante alguna de sus lecturas.
De repente, todo su cuerpo se crispó. Enrojeció hasta las
orejas. Se levantó y comenzó a caminar en círculos en la
habitación. Tenía ganas de vomitar. Volvió a sentarse. Con su
mano temblorosa, volvió a abrir el diario en la página que
acababa de leer.
«Jueves. ¿Estoy loca? ¡Si Hippolyte me viese! Cité a Loic, el
desconocido que me coqueteaba por el Minitel. Estoy en el
Select. Son las ocho y cinco. Debería llegar en cualquier
momento”.
«Viernes. Ayer cené con Loic en un restaurante de Pigalle. Me
había dicho que era guapo. En efecto, es muy guapo. Trabaja
en una casa discográfica. ¡Pigalle, qué vecindario! Tengo
ganas de ensuciarme, de ahogarme.
«Qué ganas de conocer este lado obscuro en mí, este lado
animal”.
A esas últimas palabras que Elisabeth había robado a
Baudelaire, le seguían otras diez líneas repugnantes, y de las
cuales por primera vez era la autora y en las que describía lo
que había hecho con Loic.
Ahora Hippolyte entendía por qué estaba ahí, la irresistible
fuerza que le había empujado a cometer aquellos actos
extravagantes, robar el juego de llaves, hacer una copia,
introducirse en el apartamento de Elisabeth como un ladrón…
No era el diablo como lo había creído durante un tiempo, al
contrario, era su ángel protector, su ángel guardián que no
quería que fuese ni por un segundo victima de esa basura, de
esa zorra infame. Todo tenía sentido ahora. La última pieza
del rompecabezas acababa de encajar. ¡El Minitel color
rosa! ¡Las citas por el Minitel! ¡Qué idiota había sido! ¡La
exorbitante factura del teléfono, la línea cortada, debería
haberlo adivinado antes! ¡Como había podido estar tan ciego!
Estaba tan molesto que tomó uno de los diarios y lo arrojó al
piso. Una hoja que había sido doblada en cuatro cayó del
diario. Era el borrador de una carta.
«Hola, hermoso desconocido. Estamos en la misma clase de
francés antiguo. Su rostro melancólico y su cabello ondulado
me parecen muy hermosos. Como soy una esteta, una
joven dandy, me gustaría hablar con usted. Puede que me
considere una pretenciosa o una modistilla. Si le sirve de algo,
sepa que no es así. Llámeme al 45 48. . .”
Estaba firmada: “Su Elisabeth”.
Hippolyte escribió rápidamente una nota en la que terminaba
con ella y la colocó al lado de sus diarios y del borrador de la
carta. Aquella noche durmió en casa de Olivier. El teléfono no
dejó de sonar, pero él no respondió. Al día siguiente, había
adelantado la fecha de un viaje que había sido previsto para
primavera, tomaron un avión a Ajaccio donde la madre de
Olivier, originaria de Poggio di Villanova, tenía un
apartamento. Durante tres semanas comieron codornices a la
parrilla y tortillas de Bruccio, bebieron vino tinto de
Fiumicicoli, pasearon por los valles y discutieron sobre el
futuro de Corisca y de sus amigos independentistas.
Hippolyte solamente le había dicho a Olivier que por
casualidad había descubierto que Elisabeth frecuentaba
personas poco agradables y que se drogaba. Por miedo de
contraer el sida, había roto con ella. Nunca se atrevió a decirle
que su amada no era más que una provocadora y que se
arrojaba sobre todo aquello que se moviese, una zorra que
buscaba chicos en la universidad, por el Minitel, que él sentía
vergüenza.
De regreso a la calle Bonaparte, Hippolyte encontró en su
buzón del correo tres cartas de Elisabeth que rompió sin
abrirlas. El avión había llegado a Orly a horas muy tempranas
de la mañana. Salió de su casa y se dirigió a pie a la biblioteca
del Instituto de estudios latinos para tomar apuntes sobre el
capítulo que Gaston Boissier dedica a Ovidio en la Oposición
durante la época de los Cesares.
Hippolyte no había llegado al ángulo del bulevar Saint
Germain, cuando de repente sintió una presencia junto a él.
Le tomó algunos segundos darse cuenta de que la tonta que
estaba vestida como un as de picas, con el rostro sucio,
embadurnada con lápiz labial rojo, con ojeras, la nariz llena de
mocos, aturdida, y que jalaba de una de sus mangas mientras
se frotaba a él como un perrito, era Elisabeth. Extrañamente,
lo primero que identificó fue su bolso verde, la famosa
mochila de donde solía robar su diario, que ahora estaba
completamente roto, manchado, como si su dueña hubiese
acampado durante noches enteras junto a los mendigos de la
estación de metro Les Halles.
– ¡Vete de aquí, puta!
Insultos fuertes salieron de la boca de Hippolyte. Que aquella
puta se atreviese a buscarle le parecía el colmo de la
imprudencia. La decadencia física y vestimentaria de la mujer
que había amado con locura, no era más que el rostro
grotesco de la degradación, invisible pero mucho más temible.
Siguió su camino a grandes zancadas. Elisabeth le persiguió. La
joven caminaba rápido, con el rostro deformado por las
lágrimas y el sucio. Balbuceaba palabras ininteligibles. No le
dejaba tranquilo. Cada veinte metros Hippolyte se paraba,
enfurecido, se volteaba hacia ella y le gritaba que dejase de
seguirle. Estaba furioso y le escupió. Con ese escupitajo
expresó el paroxismo de rabia y de aversión en que se había
convertido lo que alguna vez había sido un amor optimista y
entusiasta. Pero Elisabeth, que había perdido toda vergüenza,
se obstinaba en seguirle. Su mirada vacía, las convulsiones
que enseñaban unos dientes que parecían los de un conejo
sobre la mesa de un carnicero, su caminar autómata y su
aspecto de espantapájaros, le remitían a Hippolyte a una
escena de la Noche de los muertos vivientes. Sintió miedo de
ella. En la esquina de la calle de la Antigua Comedia, tomó un
taxi. Elisabeth se precipitó sobre él y antes de que pudiese
cerrar la puerta le arrancó su bufanda. Trató de abrir la puerta
pero el conductor, un hombre bigotudo, aceleró.
– ¡Su novia se ha vuelto loca!
Hippolyte ya no pensaba en la Oposición durante la época de
los Cesares. Le pidió que le dejase en casa de Olivier a quien
describió la escena más o menos en los mismos términos que
el taxista: “Estaba completamente drogada, irreconocible. . .
un desecho, una basura. . . y chiflada, capaz de cualquier
cosa…”
Por la noche fueron a la cinemateca y vieron tres películas de
Hitchcock seguidas. Una de ellas fue Pacto siniestro. Durante
la proyección, Hippolyte pensó que romper con Elisabeth no
era castigo suficiente, que debería haberla matado. Al salir del
cine, temía lo peor, y le pidió a Olivier que le acompañase
hasta la calle Bonaparte. Subieron las escaleras sin hacer
ruido. Acostada en el rellano, con su mochila verde de
almohada, Elisabeth dormía junto a la puerta.
Aquella noche y las siguientes, Hippolyte durmió en casa de
Olivier.
Una mañana en la que se encontraba en la calle Bonaparte,
Elisabeth llegó de improviso y armó un escándalo tan grande,
con patadas a la puerta y amenazas de lanzarse del sexto piso
si el joven no le abría la puerta, que, a pesar de que no le
importaba tener su muerte en la consciencia, llamó a la
policía. Cuando tomó la decisión, no sin cierta aversión
porque nunca había imaginado que algún día llegarían a ese
extremo, su ex novia presentaba todos los signos de la
demencia. Cuando la policía llegó, dos sólidos hombres que
tenían casi la misma edad que ellos, milagrosamente se calmó
y trató de engañarles: “Yo vivo aquí. No tengo donde ir. No
entiendo por qué les llamó, no es más que una pelea entre
novios, etc.” Fue tan hábil que sin la presencia de Hippolyte,
furibundo y vehemente, que esclareció la verdad, hubiesen
creído las mentiras de Elisabeth, pues parecía tan natural y su
tono era tan sincero, que el joven, a pesar de que estaba
invadido por la ira, admiró una última vez los talentos de
actriz de esa gran profesional de la impostura.
Elisabeth salió de la calle Bonaparte acompañada por los dos
policías. Hippolyte no la volvió a ver, ni siquiera en La
Sorbona.
No volvió a aquella universidad. La ficción que constituían sus
estudios literarios, que no eran más que el deseo de imitar a
su amante que también estudiaba literatura, se disolvió con la
ruptura, como una aspirina en un vaso de agua. Sin embargo,
durante los meses que siguieron, Hippolyte supo por Olivier,
quien solía salir más que él, que Elisabeth frecuentaba lugares
un tanto peculiares, bares de reputación dudosa, en el bosque
de Boulogne. Cada vez que que escuchaba alguna de esas
historias, era como si inhalase gas mostaza. Esta imagen no es
excesiva. Un alma sensible que durante meses concentra en
una sola persona su energía, sus preocupaciones, su pasión,
su capacidad de ser feliz y de sufrir, la transformación de ese
ser querido en una cazadora de fortunas, en una zorra que se
acuesta con todos y que solo hace falta chasquear los dedos
para tenerla en su cama, provoca un dolor asfixiante que la
deja pasmada y puede ser metafóricamente comparada a,
todos hemos visto esto en la televisión, los cuerpos de los
kurdos cuando se crispan y que han sido víctimas del gas
mostaza. En cuanto a Hippolyte, esta es la ventaja de las
metáforas, no murió en el campo de batalla pero estaba tan
dolido que sentía que ese sucio epílogo era el castigo que Dios
le había impuesto por ser curioso, como un palmo de narices
obsceno e insignificante del destino.
Al verano siguiente, en la isla griega de Poros, donde se
encontraba con Olivier, que había seducido a todos los
jóvenes pescadores, conoció a Carolina, una linda rubia de
dieciocho años, de ojos claros y boca bien definida, una
sensualidad pulposa y una belleza que le recordaban a Leticia.
Carolina era de Paimpol y le gustaba el cine, su director
favorito era Ishmael Bernal, un cineasta filipino que había
descubierto en Nantes en el festival de los Tres Continentes.
Al retomar las clases, ella comenzó a estudiar en Sciences po,
en la calle Saint Guillaume, a cinco minutos a pie de la calle
Bonaparte. Era jovial, petulante, todo le hacía reír, brillaba
como el sol. Hippolyte se sintió decepcionado, pero a su vez
aliviado de saber que no tenía un diario.

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