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La Revolución Francesa fue la cumbre de todas estas ideas, el culminar décadas de producción
académica antimonárquica y, en ocasiones, anticlerical. Bajo el estandarte de «libertad, igualdad
y fraternidad» se decapitaron miles de personas, se dividió la sociedad, se derrocó al monarca, se
instituyó la República y se sentaron las primeras bases para «la democracia y la libertad». Sin
duda alguna, este triunfo constituyó un importante paso para el desarrollo de lo que hoy nos
jactamos de poseer: un modelo de gobierno republicano. Ésta sanguinaria revolución es hoy
admirada por muchos y cuestionada por pocos. Sería válido afirmar que incluso hoy siguen
predominando los jacobinos que antaño destruyeron sin cesar.
Y en medio de todo, ¿qué fue necesario para que prevaleciera el nuevo régimen republicano que
tanto tambaleó para consolidarse?
Cuando fue promulgada una ley que obligaba a los sacerdotes a jurar sobre la nueva Constitución
francesa, establecida tiempo después de la revolución, son muchas las regiones cuyo Catolicismo
previene de aceptar a los sacerdotes que habían juramentado. Esto teniendo en cuenta que podía
haber contradicciones con la Fe Católica y lo promulgado en aquella Constitución novedosa. Así
pues, los fieles, en su mayoría campesinos de zonas rurales francesas, deciden acatar sólo lo
dicho por sacerdotes que no juramentaban, dándole la espalda a los republicanos. La República
ve esto como un conflicto y empieza a tomar medidas en contra de los sacerdotes que no
prestaban juramento, apresándolos y exiliándolos. Serían tan perseguidos que las mujeres debían
ocultarlos y celebrar Misas al refugio de la clandestinidad.
Enfrentadas a esta situación, varias regiones en Francia se alzan en contra del abuso, pero sólo en
La Vendée logran una resistencia bien organizada y que, con influencia de la nobleza y el clero,
sería luego un movimiento realista y contrarrevolucionario. Es allí en donde cientos de miles de
voluntarios se ofrecen para defender la monarquía y defender su fe. Muchos de los que se
enlistaban eran niños que apenas podían empuñar las armas, convencidos de que hacían lo
correcto y de que lo fundamental era alcanzar la salvación del alma. Entre 1793 y 1796 se
enfrentaron los republicanos y los vandeanos, un ejército regular contra un campesinado
voluntario, los monárquicos y los ilustrados; la salvación de la nueva Francia contra la salvación
eterna.
A pesar de la valiente resistencia, de poder aguantar años de guerra civil, de subsistir aún sin
tropas regulares, los vandeanos finalmente fueron derrotados por los hombres que deseaban la
consolidación de la República. Aquellos hombres que se bordaban el Sagrado Corazón como
insignia, que juraron defender a Dios y al Rey, fueron sistemáticamente asesinados por los
vencedores. Las poblaciones fueron arrasadas, los hombres masacrados, niños y mujeres
eliminados sin consideración alguna. Esta región francesa estuvo casi desierta durante varias
décadas, pues el genocidio fue tal que se encontraban aldeas enteras sin un solo poblador.
El lema de «Pour Dieu et le Roi» prevaleció hasta el final, sin que hubiera claudicación en los
principios y en los elementos que motivaron a llevar a cabo esta lucha. El joven general Henri de
La Rochejaquelein, asesinado por un soldado republicano, dejó una frase célebre que hoy vale la
pena recordar en medio de tanta deslealtad y poco sentido de pertenencia.
De manera que así, en medio de tantos otros dislates que se dieron para promover las ideas que
trajeron el liberalismo y la ilustración, fue como logró consolidarse la República: sometiendo a la
Fe Católica. Es una lección de historia importante para entender cómo llegamos aquí, qué fue
necesario y porqué es fundamental comprender la incompatibilidad de unas cosas con otras.
Aunque sea detractor de la Revolución Francesa, entiendo que no es posible hacer una tortilla sin
romper unos huevos, y eso es algo que hoy todavía podemos emular.