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¿La solidaridad equivale a la caridad?

La solidaridad no puede tener otro asiento que no sea el de la justicia. Pero


tampoco se termina cuando se han satisfecho las estrictas exigencias de unos
derechos. Se ha considerado la creciente conciencia de solidaridad como un signo
positivo del mundo contemporáneo. Hay que reconocer que la palabra solidaridad
es empleada continuamente en los más variados y distintos discursos y desde
conceptos e ideas dispares e incluso contrarios. Se utiliza como apoyo al
desarrollo y como crítica al intervencionismo interesado, como ayuda y
cooperación, como eslogan de campaña de promoción de algún proyecto, como
discurso político, como pacto bilateral, como protección y amparo al débil, como
prestación de un voluntariado temporal.

No hay porque dudar de la mejor intención en la proclamación de la solidaridad


como ejercicio de corresponsabilidad. A veces, sin embargo, el lenguaje
altisonante de la solidaridad se reviste de unas proclamas que hacen
pensar en resabios de paternalismo o en el virus antirreligioso y sectario,
que anuncia el final de la caridad cristiana y del amor fraterno evangélico
como camino para ayudar al restablecimiento de la justicia.

La solidaridad es una actitud personal y permanente que lleva a


considerar al hombre como hermano y a ver los bienes de este mundo
como un patrimonio común que compartir. Es apertura a la comprensión
de los demás y disposición activa para la ayuda. Supone una
participación en el bien común. Tiene como base el reconocimiento del
principio de que todos los bienes de la creación, así como los que
proceden del trabajo del hombre, están destinados al disfrute de todos
(Sollicitudo rei socialis, 39).

Asiento imprescindible en la práctica de la auténtica solidaridad es el


de la justicia. El egoísmo, la injusticia, la indiferencia o la falta de
misericordia han dejado muchas heridas en el cuerpo y en el espíritu de
la persona. La solidaridad cura y devuelve la confianza en la humanidad.

Pero todavía queda camino por recorrer. Habrá que unir la justicia y el
amor fraterno y cristiano. Justicia y caridad se hermanan y ayudan. La
caridad no quiere, en forma alguna, ocultar la obligación de la justicia,
sino, por el contrario, dejar bien claro el reconocimiento del derecho que
asiste a la persona.

Compartir con los demás la ayuda material no es sólo un gesto


solidario, sino también expresión del amor fraterno que, como gracia y
favor de Dios, se ha recibido. Es una forma de manifestar la gratitud a
Dios, que ha dado los bienes de este mundo y la gracia de tener el
corazón abierto al amor de los demás. No hay que temer, en manera
alguna, que el amor cristiano disminuya la fuerza incansable y el
obligatorio trabajo en favor de la justicia. Más bien, la profundidad de la
caridad fraterna es el mejor y más consistente de los apoyos para buscar
el reconocimiento de los derechos, la recuperación de la dignidad
perdida o arrebatada, la rectitud de intención en el servicio a los pobres.

Para nosotros, resultan inseparables la solidaridad y el amor fraterno.


Si nos sentimos unidos a los demás, no es por una simple razón de
pertenencia a una comunidad humana que debe cohabitar en el mismo
mundo, sino por el imperativo del mandamiento nuevo del amor que ha
de distinguir a los discípulos de Cristo.

Nadie está excluido del amor fraterno. La caridad es universal.


Ninguna frontera puede interponerse en la práctica de un mandamiento
tan universal. A los vecinos y a los que están lejos.

Para los cristianos, justicia y solidaridad no son nada más que un


primer paso, aunque necesario e imprescindible. La caridad cristiana no
tiene límites, siempre queda obligada a dar aquel amor fraterno, aquella
misericordia, aquella benevolencia que no siempre exige la aplicación
estricta de la justicia. El intento de ocultar las palabras caridad, amor
fraterno, ayuda a los pobres, beneficencia..., puede provenir de la
ignorancia de lo que esas palabras significan y a lo que se
comprometen, también a actitudes y prejuicios antirreligiosos. El
testimonio de la caridad, incuestionablemente evangélica, será el mejor
camino para superar esas inexistentes incompatibilidades entre
evangelización y solidaridad.

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