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MISCELÁNEA

Investigaciones Feministas
ISSN: 1131-8635

https://dx.doi.org/10.5209/infe.66502

De la locura feminista al “feminismo loco”: Hacia una transformación


de las políticas de género en la salud mental contemporánea
Tatiana Castillo Parada1

Recibido: Febrero 2019 / Evaluado: Octubre 2019 / Aceptado: Noviembre 2019

Resumen. El presente artículo analiza el contexto político y cultural en que emerge el movimiento
de ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría en torno a la promesa emancipadora del feminismo
de segunda ola en el campo de la locura. Posteriormente, desarrolla un cuestionamiento hacia las
perspectivas reformistas de trato igualitario que se expresan en el ámbito de la terapia feminista como
dispositivo neoliberal que ofrece soluciones individuales en el mercado terapéutico. Finalmente, se
describen las contribuciones del “feminismo loco” para enriquecer los planteamientos de justicia de
género en la salud mental contemporánea, en base al apoyo mutuo entre mujeres y la recuperación del
activismo feminista como expresión de bienestar y autocuidado.
Palabras clave: Feminismo; locura; antipsiquiatría; terapia feminista; salud mental

[en] Feminist Madness to “Mad Feminism”: Towards a Transformation of


Gender Policies in Contemporary Mental Health
Abstract. This article analyzes the political and cultural context in which the movement of ex patients
or survivors of psychiatry emerges around the emancipatory promise of second wave feminism in the
field of madness. Subsequently, it develops a questioning towards the reformist perspectives of equal
treatment that are expressed in the field of feminist therapy as a neoliberal device that offers individual
solutions in the therapeutic market. Finally, the contributions of “mad feminism” are described to enrich
the approaches of gender justice in contemporary mental health, based on the mutual support between
women and the recovery of feminist activism as an expression of well-being and self-care.
Keywords: Feminism; madness; antipsychiatry; feminist therapy; mental health

Sumario: 1. Introducción. 2. Locura feminista: lo personal es político. 3. Terapia feminista o la


profesionalización de un feminismo cuerdo. 4. “Feminismo loco”: contra el cuerdismo y el patriarcado.
5. Palabras finales. 6. Referencias bibliográficas.

Cómo citar: Castillo Parada, T. De la locura feminista al “feminismo loco”: Hacia una transformación
de las políticas de género en la salud mental contemporánea, en Investigaciones feministas 10 (2), 399-
416.

1
tatiana.castillo.parada@gmail.com

Centro de Estudios Locos, Chile

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“¿Quién mejor que las locas, sin duda las más crueles de las brujas, las que más
castigo han recibido, las que menos tienen que perder?”

Kate Millett

1.  Introducción

En las últimas décadas, el movimiento feminista ha revolucionado el campo de es-


tudio de la subjetividad de las mujeres desde una perspectiva crítica. Al respecto, se
ha descrito la relación mujer y locura en términos políticos y sociohistóricos, cues-
tionando los planteamientos que han abordado la temática desde una mirada esen-
cialista y naturalista en el ámbito de la salud mental (Basaglia-Ongaro, 1986; 1987).
Este enfoque crítico es heredero del feminismo de segunda ola2 y el movimiento de
ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría, movimientos sociales que emergen
en un escenario político y cultural compartido, en base a la irrupción de la subjeti-
vidad en el espacio público. Desde una perspectiva histórica, ambos movimientos
nacen en una época radical y contestataria, al calor de las revueltas estudiantiles,
manifestaciones de grupos étnicos y de derechos civiles contra el racismo, así como
de agrupaciones de diversidad sexual en lucha por su liberación colectiva, bajo la
efervescencia de una nueva izquierda que se opuso a toda forma de dominación cul-
tural y explotación económica (Varela, 2008; Cea-Madrid y Castillo-Parada, 2018).
En torno al revolucionario lema “lo personal es político”, el feminismo de segun-
da ola inició discusiones relevantes respecto al espacio doméstico, la esfera sexual
y las implicancias de la dominación masculina en la construcción de la subjetividad
femenina; comprendiendo el lugar de las mujeres en relación a la estructura social
y las relaciones de dominación, problematizando las prácticas sexistas, comunes y
naturalizadas que se presentan en la vida cotidiana (Varela, 2008; Fraser, 2015).
El desarrollo teórico del feminismo de segunda ola se entrelazó con el movi-
miento de ex pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría teniendo como punto de
encuentro una de sus figuras más emblemáticas: Kate Millett. Millett se erigió como
pionera de la segunda ola feminista al publicar “Sexual Polítics” en agosto de 1970,
libro en el que desarrolla una crítica a la sociedad occidental en base a un análisis
de las narrativas masculinas que cosifican a las mujeres y las sitúan en un lugar de
subordinación (Puleo, 1994; de Miguel-Álvarez, 2015). En esta obra, Millett (1995)
a su vez denuncia las condiciones bajo las cuales el patriarcado como sistema de
dominación se inmiscuye en la esfera privada y regula las prácticas sexuales de

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La discusión respecto al número de olas en el movimiento feminista constituye un debate abierto al interior del
campo académico. Al respecto, el feminismo liberal sufragista caracterizaría la primera ola feminista durante
el siglo XIX (Freedman, 2003). La segunda ola del feminismo tendría lugar en la década de los 60’ y 70’ del
siglo XX en torno a las luchas de liberación de las mujeres. La tercera ola del feminismo se inicia en la década
de los 90’, constituye un rescate y actualización de las demandas de la segunda ola, con énfasis en las luchas
micropolíticas desde una perspectiva interseccional (Tong, 2018). Finalmente, la cuarta ola del feminismo se
desarrolla en la actualidad e incluye el movimiento de huelgas feministas contra la violencia hacia las mujeres,
por la defensa de derechos sexuales y reproductivos y contra la precarización de la vida (Arruzza, Bhattacharya
y Fraser, 2018) así como los cuestionamientos hacia la categoría de sujeto político feminista y el propio con-
cepto de “mujeres” (Cobo, 2019). El presente artículo se inscribe en el contexto de la segunda ola feminista y
desarrolla eventuales aportaciones a las olas feministas posteriores, que se encuentran aún en curso.
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las mujeres. Estos planteamientos de Millett sostenían un rechazo hacia las normas
sociales, configurando un feminismo rebelde y transgresor como expresión de una
locura colectiva.
A pesar de ello, la vinculación de Millett con la antipsiquiatría tuvo que esperar
hasta 1973, año en que fue ingresada en un psiquiátrico en California, diagnosticada
como maníaco-depresiva y medicada contra su voluntad. Para compartir su testi-
monio en relación a la locura, luego de dejar la medicación psiquiátrica comienza
a escribir en 1980 el libro “The Loony Bin Trip”, publicado tardíamente en 1990
(Millett, 2019). En base a esta publicación y a partir de su propia experiencia, Milett
inició un camino de denuncia hacia el poder de la psiquiatría, cuestionando esta dis-
ciplina por apoderarse de la locura y ejercer control sobre las mujeres diagnosticadas
(Wiener, 2005).
La influencia cultural de Millett como un ícono del feminismo radical que se de-
finió como ex paciente y sobreviviente de la psiquiatría en una variedad de contextos
públicos, contribuyó a dar visibilidad a un movimiento social que en Norteamérica
había iniciado un recorrido fructífero de elaboración crítica vinculando el feminismo
y la antipsiquiatría. Este movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquia-
tría comenzó a desarrollar acciones de denuncia de los tratamientos psiquiátricos
hacia las mujeres, contribuyendo a imaginar formas de resistencia colectiva y cons-
trucción de autonomía en el espacio público en clave feminista (Chamberlin, 1978;
1994). Sin embargo, durante la década de los 70, el naciente campo de la salud
mental generó las condiciones para una institucionalización de las demandas del
movimiento feminista contra la psiquiatría, legitimando una modalidad de atención
profesional especializada hacia las mujeres: la terapia feminista. Este enfoque tera-
péutico, sensible a una mirada de género y al lugar de las mujeres como colectivo
social oprimido, alteró radicalmente la comprensión de la relación mujer y locura.
El ascenso y auge del neoliberalismo, así como la institucionalización de un en-
foque de género en los espacios académicos, contribuyeron a situar en el ámbito de
la atención profesional la alianza entre el feminismo y la antipsiquiatría, retirando
su potencialidad crítica de la esfera política. Debido a ello, los planteamientos de
la terapia feminista fueron criticados abiertamente por mujeres activistas del movi-
miento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría en la medida que habían
desarrollado un camino alternativo para abordar sus problemas subjetivos, en base
a relaciones horizontales bajo los principios de la hermandad entre mujeres some-
tidas al abuso y poder psiquiátrico. De acuerdo a esta perspectiva, el movimiento
de mujeres psiquiatrizadas se orientó a problematizar y cuestionar los discursos y
prácticas de las mujeres profesionales a favor de la terapia feminista, al considerar
que sus planteamientos individualizaban las relaciones de poder que determinaban la
explotación y opresión patriarcal de las mujeres “locas” (Chamberlin, 1978; 1994).
En este marco, la activista Judi Chamberlin tuvo un rol protagonista al desarrollar
un cuestionamiento radical hacia las modalidades de atención profesional del siste-
ma de salud mental, planteando la necesidad de valorar el activismo feminista como
expresión de bienestar y autocuidado, en base a la colaboración entre pares y el apo-
yo mutuo (Chamberlin, 1994). De esta manera, el activismo de las mujeres “locas”
contribuyó al desarrollo de puentes y lazos de vinculación de la antipsiquiatría con
el feminismo más allá y en contra de la terapia feminista. Sin embargo, hasta el pre-
sente estas iniciativas no han sido estudiadas en profundidad desde una perspectiva
conceptual e histórica.
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En este sentido, el movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría


representa un ámbito de estudio relevante en torno a las memorias, historias, luchas
y propuestas que han desarrollado las mujeres “locas” como expresión de un femi-
nismo con características particulares y propias. Al respecto, es posible comprender
al “feminismo loco” como un quehacer teórico y una acción política que reconoce
la complejidad del sujeto colectivo feminista, valora la riqueza del pensamiento fe-
minista en el campo de la subjetividad y rescata los saberes y experiencias de las
mujeres ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría que han luchado contra el
poder psiquiátrico. Así, el “feminismo loco” se orienta hacia la recuperación de las
voces silenciadas y los relatos de las mujeres locas que se han perdido en el tiempo,
con el objetivo de construir una genealogía de la locura en que las locas sean las
protagonistas (García-Puig, 2019).
Para dar cuenta de este recorrido conceptual e histórico, el presente artículo ana-
liza el contexto político y cultural en que emerge el movimiento de ex pacientes
o sobrevivientes de la psiquiatría y el feminismo de segunda ola, destacando sus
planteamientos críticos en el campo de la locura. Posteriormente, examina los pos-
tulados de la terapia feminista y su institucionalización en el marco del ascenso y
auge del neoliberalismo, considerando las críticas de las activistas “locas” hacia esta
modalidad de intervención profesional. Finalmente, se describen los planteamientos
del “feminismo loco” hacia una transformación de las políticas de género en salud
mental contemporánea.

2.  Locura feminista: lo personal es político

En términos académicos se ha descrito el desarrollo histórico del feminismo en un


continuo de olas con características específicas. El feminismo de primera ola se aso-
cia a las sufragistas quienes lucharon por el derecho de las mujeres al voto, así como
a una demanda de acceso de las mujeres en el campo educativo y del trabajo asala-
riado, reivindicando condiciones de igualdad con los hombres en la esfera política y
el espacio público (Biswas, 2004; Marugan y Miranda, 2018). Desde mediados del
siglo XX emerge un feminismo de segunda ola, centrado en el interés por las relacio-
nes de poder en el ámbito de la sexualidad y la familia, de acuerdo a una política de
liberación de las mujeres y de transformación del ámbito privado (Thornham, 2006).
En este escenario, politizando “lo personal”, la promesa emancipadora del movi-
miento feminista se articuló con una crítica estructural a la sociedad, ampliando el
concepto de injusticia para abarcar no sólo desigualdades económicas sino también
jerarquías de estatus y asimetrías de poder político (Fraser, 2015). De esta manera,
el feminismo de segunda ola incorporó perspectivas de clase, raza y sexualidad,
planteando una alternativa interseccionista que se ha mantenido hasta el día de hoy,
resaltando aspectos como el trabajo doméstico, la reproducción de la vida y la vio-
lencia contra las mujeres (Fraser, 2015). Así, este movimiento abarcó una amplitud
de cuestionamientos: los estereotipos sexistas de los medios de comunicación, las
formas de control sobre el cuerpo de las mujeres, la desigualdad salarial y las inequi-
dades en la distribución del trabajo doméstico, entre otros aspectos. Estos plantea-
mientos se condensaron en una comprensión histórica del patriarcado como sistema
de dominación que regula la relación entre los sexos y el ejercicio del poder (Milett,
1995; Firestone, 1976).
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Junto con ello, insistiendo en que «lo personal es político» este movimiento ex-
pandió los límites de la protesta alcanzando la esfera de la subjetividad. En esta
línea, Kate Millett (1995) planteó la necesidad de un análisis profundo de las rami-
ficaciones psicológicas que genera el patriarcado en las mujeres en base a la acepta-
ción de la dominación masculina y la opresión internalizada. A partir de este análisis
en torno a la subjetividad de las mujeres, las feministas comienzan a incorporar la
crítica hacia la violencia psiquiátrica, lo que contribuyó a la escritura sobre la locura
(Harrison, 2016).
El análisis histórico de las vivencias de encierro y segregación de las mujeres
confinadas en los manicomios y tratadas por la psiquiatría, planteó una comprensión
de la locura como expresión de la transgresión y rebeldía frente a las restricciones
impuestas de los mandatos de género (Caminero-Santangelo, 1998). Así, la locura
señalaba el descontento y el enfado de las mujeres hacia la opresión patriarcal (Gil-
berto y Gubar, 1979). Junto con ello, el vínculo del feminismo y la antipsiquiatría
extendió esta mirada crítica hacia las ciencias psi en general, incluyendo la psicolo-
gía, que tradicionalmente había aportado a la opresión de las mujeres (Alvelo, 2009).
Al respecto, en el texto “Lo personal es político”, Carol Hanisch (1970) sostiene que
la terapia psicológica representa una alternativa individual y el feminismo busca so-
luciones colectivas y a través de esas acciones colectivas transformar las estructuras
sociales que oprimen a las mujeres en vez de proponer un cambio individual.
En el campo de la literatura, el feminismo inició un rescate de los relatos au-
tobiográficos de mujeres encerradas en los manicomios estableciendo un análisis
crítico de las intervenciones psiquiátricas como un legado de la violencia patriarcal
(Masson, 1986). Una de las publicaciones más relevantes en este ámbito fue el libro
escrito por Hersilie Rouy titulado “Memorias de una loca”, publicado en Francia en
1883, en el que relata su paso por los asilos y los procedimientos psiquiátricos a los
que fue sometida bajo la etiqueta diagnóstica de “insania moral” (Masson, 1991).
En base a este análisis de la literatura sobre la mujer y la locura, se iniciaron
una serie de cuestionamientos hacia la conexión entre los discursos dominantes de
la psicología, la psiquiatría y la opresión patriarcal; criticando específicamente al
psicoanálisis como una teoría que interpretaba las frustraciones y resentimientos de
las mujeres como conflictos internos, anulando los aspectos sociales (Friedan, 1963;
Greer, 1971). Al respecto, Masson (1985) documentó cómo Freud escogió ocultar
las revelaciones de abuso sexual durante la infancia realizadas por mujeres con diag-
nóstico de histeria, al presentarlas como memorias de fantasías, en vez de memorias
de experiencias reales.
De forma paralela a estos cuestionamientos, en los espacios académicos se co-
menzó a estudiar el malestar que generaba el rol matrimonial en las mujeres (Ga-
vron, 1966). Se empezó a plantear que el confinamiento de las mujeres al hogar
y a las tareas domésticas conllevaba altos niveles de frustración (Busfield, 1988).
Así, la literatura especializada inició un cuestionamiento a la psiquiatría como
un método para controlar socialmente a las mujeres y una herramienta para me-
dicalizar su malestar en un contexto opresivo (Wright y Owen, 2001). Bajo estas
orientaciones críticas, diversas teóricas feministas sostuvieron que la opresión que
experimentaban las mujeres generaba “enfermedades mentales” y a su vez, que el
etiquetamiento de mujeres como “enfermas mentales” era una demostración del
poder patriarcal representado principalmente por la autoridad médica masculina
(Busfield, 1988).
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Bajo esta clave de lectura, el mayor número de mujeres diagnosticadas por mo-
tivos psiquiátricos sería una consecuencia de la opresión que enfrentan en una so-
ciedad patriarcal, de esta manera, la construcción discursiva de los diagnósticos psi-
quiátricos tenía relación con una atribución de los roles y estereotipos de género
que se imponen a las mujeres como medio de control social (Kaplan, 1983; Ussher,
1991; Russell, 1995). Al respecto, uno de los trabajos que tuvo mayor influencia fue
el libro de Phyllis Chesler (1972) “Women and Madness”, en el que argumenta que
la construcción de las etiquetas diagnósticas se encuentran relacionadas con las ideas
tradicionales de masculinidad y feminidad. De esta forma, analiza críticamente el
daño que ha provocado la psiquiatría y sus instituciones hacia las mujeres patologi-
zadas, señalando cómo las mujeres han sido consideradas deficientes mentalmente
por el simple hecho de ser mujeres (Chesler, 1972).
Esta mirada crítica hacia la psiquiatría desde una perspectiva feminista no sólo
tuvo su desarrollo en Norteamérica, sino que se expandió al resto de la sociedad oc-
cidental. En Italia –durante el proceso de desinstitucionalización y cierre de los ma-
nicomios en la década de 1970– la activista Franca Basaglia-Ongaro (1987) sostuvo
que para comprender la relación mujer y locura si bien se debía tener en cuenta el
denominador común en el primer nivel de opresión que es haber nacido mujer, había
que considerar las diferencias de clases en los niveles de opresión, en términos de
desigualdad de privilegios y de derechos. En este sentido, planteaba que las mujeres
más adineradas, al volverse locas, asistían a psicoterapia, mientras que las muje-
res empobrecidas eran encerradas en los hospitales psiquiátricos (Basaglia-Ongaro,
1987).
Junto con las críticas hacia las relaciones jerárquicas de la psiquiatría, sustentadas
por figuras masculinas y paternalistas, las feministas también se pronunciaron acerca
de los tratamientos que se utilizaban para “sanar” la locura entendidos como dispo-
sitivos de exclusión de las diferencias y normalización de la subjetividad (Harrison,
2016). Para algunas feministas, ésta crítica se podía extender hasta el ámbito econó-
mico, postulando que la locura representaba un arma para desestabilizar el sistema
capitalista y patriarcal, al negarse las mujeres locas a ser consideradas ciudadanas de
bien y productivas (Alvelo, 2009).
De esta manera, el feminismo de segunda ola implicó la irrupción de la locura
feminista en el escenario político. Este movimiento permitió cuestionar cómo las
etiquetas psiquiátricas habían sido históricamente utilizadas para reprimir a las mu-
jeres e impedir su rebelión contra la hegemonía patriarcal. Así, la locura feminista
representó una corriente política y contracultural por la despatologización del males-
tar de las mujeres provocado por los mandatos de género; un ejemplo de ello fueron
las feministas francesas que defendían la recuperación de la histeria como una causa
política de rechazo al patriarcado (Harrison, 2016).

3.  Terapia feminista o la profesionalización de un feminismo cuerdo

El feminismo de segunda ola asumió el desafío de nombrar y definir la opresión


sobre las mujeres en continuidad con la tradición del feminismo “de la igualdad de
derechos” hacia la construcción de un nuevo feminismo por la “liberación de las
mujeres” (Thornham, 2004). De esta forma, la segunda ola feminista asumió un pro-
yecto político transformador, basado en una interpretación más amplia de la injusti-
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cia y en la crítica sistémica a la sociedad capitalista (Fraser, 2015). En el campo de


la salud mental, este movimiento posibilitó una crítica hacia la autoridad tradicional
de las disciplinas psi y las diversas dimensiones de la opresión sexista en el campo
de la subjetividad.
A partir de las críticas hacia la psicología y psiquiatría, las mujeres profesionales
vinculadas a estas disciplinas comenzaron a generar teorías y prácticas feministas
que pudieran aplicarse en la terapia, sosteniendo que la relación entre la clienta y
la terapeuta debía reflejar valores feministas, en oposición a la orientación sexista y
androcéntrica tradicional (Alvelo, 2009). A comienzos de la década de los 70’, Phy-
llis Chesler (1970) discutía el hecho de que las mujeres sean, con tanta frecuencia,
ultrajadas sexualmente por sus terapeutas, desarrollando un penetrante análisis sobre
el desequilibrio de poder en la psicoterapia (Masson, 1991). Así, el trabajo de Ches-
ler y otras miradas críticas desde una perspectiva feminista abrieron un escenario de
reforma de la psicoterapia con mujeres.
En este contexto, la terapia feminista surge como respuesta a las experiencias
vejatorias, opresivas y destructivas que muchas mujeres habían vivenciado en las
formas tradicionales de psicoterapia (Thomas, 1977; Hill y Ballou, 2005). Nace al
calor del crecimiento del movimiento de mujeres con el objetivo de reexaminar y
des-identificarse de las psicoterapias tradicionales y en reacción a los terapeutas
masculinos que ofrecían sesiones patriarcales dada la formación misógina y opre-
siva dominante (Burstow, 1992). A su vez, la terapia feminista surge desde la inspi-
ración por hacer del trabajo terapéutico un acto político, convertir la psicoterapia en
una herramienta para promover un cambio social e individual y con la finalidad de
brindar mejores servicios psicoterapéuticos a las mujeres (Hill, 1998). De esta for-
ma, la terapia feminista comienza a desarrollar enfoques terapéuticos centrados en
las necesidades de las mujeres y a favor de sus intereses, generando conocimientos
respecto a tratamientos y modalidades de apoyo en crisis en problemas que afectan
específicamente a las mujeres como la violación, el embarazo y la violencia domés-
tica (Brodsky, 1980; Worell y Remer, 2002; Ballou, Hill y West, 2008).
Las terapeutas feministas más radicales sostenían la importancia de comprender
la opresión como la causa de la mayor parte de la angustia emocional experimentada
por las mujeres, destacando la búsqueda de justicia social como base de la relación
terapéutica (McLellan, 1999). Según las feministas profesionales de la salud mental,
el rol que ellas debían cumplir consistía en ayudar a las mujeres a comprender su
opresión y generar procesos de empoderamiento, buscando establecer una unión de-
finida entre la terapia feminista y la acción política (Alvelo, 2009). En este sentido,
las terapeutas feministas comprenden que las mujeres están pasando por momentos
dolorosos, pero a su vez, reconocen que su origen radica en problemas sociales y po-
líticos y no tienen una causa individual, por lo que se beneficiarían de un tratamiento
no patriarcal, sin prácticas que las patologicen, culpabilicen o victimicen (Harrison,
2016). De esta manera, las ideas feministas reformularon la naturaleza misma del en-
cuentro terapéutico, así como las concepciones diagnósticas que definen el malestar
subjetivo de las mujeres (Brown, 1994).
En definitiva, las terapeutas feministas plantearon un renovado interés por la tera-
pia en torno a la necesidad de superar las actitudes patriarcales, los supuestos misó-
ginos y el silencio sobre la violencia hacia las mujeres que había reservado la terapia
tradicional. Así, la terapia feminista propone reestructurar la psicoterapia dirigiendo
la atención a la realidad social y al análisis político, con el objetivo de ofrecer a las
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mujeres un mejor servicio profesional, una modalidad de tratamiento más inclusivo,


colaborativo y sensible a la realidad social que vive este colectivo social como grupo
oprimido.
Sin embargo, a pesar de las críticas y reformulaciones planteadas por la terapia
feminista, el ejercicio profesional mantuvo la misma estructura de la psicoterapia
tradicional, por lo que se integraron al amplio mundo de las terapias en general,
formando parte de un sistema de ayuda institucionalizado. De esta manera, la terapia
feminista no anuló las relaciones de poder que sustentan el encuentro terapéutico. Al
respecto, Masson (1991) sostiene que la estructura de la psicoterapia es tal que no
importando cuan bondadosa sea la persona que ejerce el rol de terapeuta, se compro-
mete en actos que forzosamente van a disminuir la dignidad, autonomía y libertad
de la persona que acude en busca de ayuda en la medida que la relación terapéutica
siempre involucra un desequilibrio de poder: una persona paga, la otra recibe; solo
una de las personas es considerada “experta” en relaciones humanas y sentimientos,
solo a una se la considera en dificultades (Masson, 1991).
De esta manera, la terapia feminista no subvierte la asimetría que plantea el en-
cuentro bipersonal entre alguien que se define como experto y alguien que no lo es.
Para Masson (1991) el mantenimiento de esta relación jerárquica es el origen de
todas las problemáticas asociadas a la psicoterapia tradicional: manipulación, asime-
tría, control social, ejercicio de poder y relaciones de dependencia. Junto con ello, si
bien se esperaría que las terapeutas feministas critiquen y rechacen, desde el punto
de vista feminista, el etiquetado de mujeres con diagnósticos psiquiátricos, esto no
ha sido así en el ejercicio profesional (Masson, 1991). Otro aspecto problemático
en las terapias feministas es la lealtad profesional. Masson (1991) sostiene que la
gran mayoría de psicólogas feministas no han hecho declaraciones públicas contra
los abusos psiquiátricos debido a que forman parte de una comunidad profesional
que guarda silencio frente a estos abusos. En este sentido, para Masson (1991) las
terapeutas feministas se asemejan mucho a sus colegas varones más tradicionales
cuando se trata de buscar prestigio, respaldo de universidades y financiamiento, y no
parecen problematizar las oportunidades de cooptación por los poderes dominantes.
Por otra parte, respecto a las implicancias de la terapia, derivar a alguien a atención
profesional constituye una forma sutil (y no tan sutil) de revictimización y de indivi-
dualización de los problemas compartidos, por lo tanto, la terapia feminista al priva-
tizar un sufrimiento colectivo excluye, de hecho, al escenario político de su campo
de intervención. De esta manera, la terapia feminista representa un retroceso en la
consigna feminista de la segunda ola “lo personal es político” hacia una concepción
en que “lo político es personal”.
En este sentido, la terapia feminista sostiene la conformación de una élite dedi-
cada al abordaje de los problemas subjetivos al interior del feminismo, anulando la
potencialidad crítica de este movimiento en el campo de la subjetividad. Al respecto,
la necesidad de un entrenamiento especializado, la legitimidad de un conocimiento
experto y la proliferación de modalidades de ayuda profesional para abordar los
problemas subjetivos que vivencian las mujeres, fue adquiriendo masividad en el
proceso de evolución del feminismo en un contexto social drásticamente cambiado
por el neoliberalismo (Fraser, 2015). En este sentido, la terapia feminista se erigió
como alternativa de adaptación creativa a la sociedad, un poderoso soporte para el
orden establecido, alejándose progresivamente del horizonte de emancipación de las
mujeres planteado por la segunda ola feminista. Junto con ello, la fragmentación de
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la crítica feminista en un contexto neoliberal produjo la incorporación selectiva y


la recuperación parcial de parte de sus corrientes (Fraser, 2015), destacando en este
sentido, la institucionalización de políticas de trato igualitario y equidad de género
en el campo de la salud mental. Finalmente, la nueva narrativa del capitalismo de
promoción de la libertad de elección y el ejercicio de autonomía para el empodera-
miento individual tuvo un impacto significativo en la creciente legitimidad y alto
grado de aprobación de la terapia feminista en el escenario social.
Este camino de profesionalización del abordaje feminista, centrado en la empa-
tía y el cuidado, por parte de mujeres profesionales de la salud mental influenció la
creación de centros de crisis y albergues para mujeres maltratadas, espacios admi-
nistrados por mujeres con títulos universitarios, en vez de mujeres que han pasado
por experiencias similares a las mujeres que asisten a estos espacios (Alvelo, 2009).
Junto con ello, las profesionales feministas en la institucionalización de sus prácticas
dejaron de reflexionar acerca de sus privilegios al ser en su mayoría mujeres blancas,
con estudios superiores, heterosexuales y de clase media, dejando sin voz a las mu-
jeres principalmente afectadas por la opresión patriarcal que recibían sus servicios:
mujeres empobrecidas, negras, lesbianas, migrantes (Alvelo, 2009).
Esta crítica no quedó ajena al movimiento de mujeres ex pacientes o que se con-
sideraban sobrevivientes de la psiquiatría, quienes rechazaron la terapia feminista al
considerar que su opresión se profundizaba al ser o haber sido pacientes mentales;
criticando también el hecho que las feministas profesionales no habían vivido la
experiencia de la psiquiatrización y que muchas veces hablaban por ellas (Alvelo,
2009). De esta forma, fue imprescindible que estas mujeres realizaran sus propios
análisis feministas, reflexionando sobre sus propias opresiones y buscando nuevas
formas para organizarse y abordar sus problemas subjetivos más allá y en contra de
las terapias feministas. Este fue el contexto de emergencia del “feminismo loco”
como teoría crítica y acción política.

4. “Feminismo loco”: contra el cuerdismo y el patriarcado

El feminismo de segunda ola se caracterizó por ser un movimiento contracultural,


democratizador, horizontal, participativo y popular. En base a un espíritu horizontal
de conexión hermanada, las activistas crearon una práctica organizativa completa-
mente nueva de aumento de la concientización, instancias en que las mujeres que
tenían profesiones se identificaban más con los movimientos de base que con su
experticia despolitizada (Fraser, 2015). Este escenario cultural y político impulsó
a que el movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría desarrollara
espacios de encuentro entre mujeres “locas” basados en la comprensión, la empatía
y el apoyo mutuo, en los que se promovía el empoderamiento individual y colectivo
en vinculación con acciones de defensa de derechos y activismo político contra los
abusos psiquiátricos (Morrow, 2017).
En este marco, la utilización de prácticas de concientización del movimiento fe-
minista permitió a las mujeres “locas” reclamar sus propias historias y concepciones
alternativas de la locura desde una lógica separatista, con exclusión de profesionales
(Chamberlin, 1994). No obstante, a mediados de los años 70’ los procesos de con-
cientización que planteó el movimiento en base a relaciones de apoyo mutuo entre
pares, sin intercambio de dinero y sin jerarquías, se institucionalizaron en la terapia
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feminista como campo de profesionalización, implicando una apropiación de estas


prácticas por mujeres terapeutas en cuyo ejercicio obtuvieron prestigio, dinero y
poder.
Frente a esta institucionalización de una modalidad de ayuda que había sido cons-
truida bajo los principios de la solidaridad y la hermandad entre mujeres, la respuesta
de las activistas del movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría
implicó la apertura de un debate público contra la terapia feminista, estableciendo un
radical cuestionamiento de esta forma de atención profesional. Este análisis crítico
fue liderado por Judi Chamberlin al constatar que la terapia feminista reproducía el
“mentalismo”, un marco ideológico que establece que los y las pacientes mentales
son personas incompetentes que requieren constante supervisión y asistencia, con
tendencias violentas e irracionales; estereotipos que se vuelven opresiones interna-
lizadas e incentivan a las mujeres a buscar ayuda profesional (Chamberlin, 1990).
En esta línea, Chamberlin (1994) cuestionó el trabajo de Chesler y otras tera-
peutas feministas que se apropiaban del derecho a hablar por las mujeres “locas”
e interpretar sus experiencias, incluso cuando esas mismas autoras rechazaban el
derecho de la hegemonía psiquiátrica a hablar por las mujeres e instrumentalizar sus
vivencias. Para Chamberlin (1994) las terapeutas feministas asumían que las per-
sonas locas no podían hablar por sí mismas, reproduciendo una forma de ejercicio
de poder que no era muy distinto al poder psiquiátrico que buscaban suplantar. En
este sentido, las terapeutas feministas compartían el discurso dominante de recha-
zo hacia la locura, bajo el predominio del “cuerdismo” (que Chamberlin denominó
“mentalismo”), como forma de opresión. Al respecto, el cuerdismo es un conjunto
de creencias que legitiman la intervención profesional en el sistema de salud mental,
situando a las personas “locas” en espacios de silencio, conformidad y de sentirse
“inferior” (Poole, 2012).
Chamberlin (1994) sostuvo que esta perspectiva autoritaria constituía un des-
precio hacia las mujeres sobrevivientes de la psiquiatría que habían luchado por su
libertad e independencia contra el poder de la psiquiatría hegemónica y daba cuenta
de la profundidad de la opresión hacia las mujeres “locas”. En este sentido, la emer-
gencia de la terapia feminista al plantear que sólo las mujeres profesionales podían
ayudar a otras mujeres expresaba una desvalorización de los recursos y capacidades
de las mujeres “locas” para promover su bienestar colectivo en base a la creación de
espacios de apoyo mutuo.
De esta manera, el rescate del legado histórico de este movimiento ha constituido
una tarea central en la reconstrucción de una mirada feminista en el campo de la
locura. Al respecto, cabe señalar que durante los años 70’ se conformó el colecti-
vo WAPA (Women Against Psychiatric Assault) de la agrupación Network Against
Psychiatric Assault, colectivo fundado por mujeres “locas” para desarrollar acciones
de solidaridad y apoyo entre pares desde una perspectiva feminista. Bajo estos prin-
cipios, Judi Chamberlin en su libro “On our own: Patient-controlled alternatives to
the mental health system” (1978) describe la experiencia de una alternativa no profe-
sional y feminista para abordar crisis subjetivas: el centro “Elizabeth Stone House” 3
de Boston, inaugurado en 1974 luego de una conferencia denominada “Women and

3
El centro “Elizabeth Stone House” tuvo un marcado posicionamiento político basado en el feminismo. Esta ini-
ciativa rescataba el nombre de una de las mujeres pioneras contra la opresión psiquiátrica del siglo XIX, quien
había sido internada por su familia debido a su conversión de metodista a baptista (Chamberlin, 1978).
Castillo Parada, T. Investig. Fem. (Rev.) 10(2) 2019: 399-416 409

Madness”. Este espacio localizado en un vecindario de clase trabajadora permitía a


mujeres alojarse hasta dos o tres semanas y recibir apoyo de mujeres voluntarias de
la comunidad feminista que incluía a estudiantes y ex pacientes. Chamberlin (1978)
destaca el rol del centro en su trabajo colaborativo con el movimiento “Mental Pa-
tients’ Liberation Front” y como alternativa al sistema de salud mental en base a la
eliminación de los roles tradicionales de “profesional” y “paciente”, dado que, si
bien las mujeres que ingresaban al centro tenían experiencias difíciles y extremas, no
eran vistas como incompetentes: cada una de ellas era responsable de su propia vida
y capaz de ayudar a las demás, lo que potenciaba su libertad y autonomía.
Otra experiencia relevante ocurre en 1982. Una artista de Vancouver, Persimmon
Blackbridge, junto a su amiga, Sheila Gilhooly – ex paciente psiquiátrica- crearon
“Still Sane”, una obra que reúne las experiencias de Sheila en el sistema psiquiátrico
en el que fue sometida a tratamiento farmacológico y electroshock con el objetivo de
curarla del lesbianismo. “Still Sane” comenzó como la exhibición de una escultura
y luego como un video y un libro que recorrió Canadá, logrando denunciar las prác-
ticas psiquiátricas en el espacio público (Blackbridge y Gilhooly, 1985). En su libro,
las autoras destacan la importancia del movimiento de ex pacientes y sobrevivientes
de la psiquiatría en la comprensión de la relación mujer y locura:

“La cultura loca me motivó a desarrollar una conciencia política sobre la terapia y
el asalto psiquiátrico. Es esta comunidad que me apoya y me ayudó inicialmente a
desarrollar el orgullo como mujer loca y sobreviviente de la violencia médica. Mis
compañeros locos nunca me han hecho sentir extraña o avergonzada sobre mi vida
al haber estado en una jaula psiquiátrica. Quieren escuchar mi versión de la rea-
lidad y mi experiencia pasada con trabajadores de salud mental. Con las mujeres
locas no necesito usar poleras de manga larga para esconder mis cicatrices o cerrar
mi boca para esconder el dolor” (Blackbridge y Gilhooly, 1985, p. 90).

Otra iniciativa importante de destacar desde la organización feminista en primera


persona es el grupo de música y performance para mujeres “locas” “Psycho Fem-
mes” fundado en 1993 por la sobreviviente de la psiquiatría Sue Goodwin (Shimrat,
1997). Goodwin consideraba que las mujeres tenían cosas importantes que decir,
pero usualmente cuando participaban en grupos con hombres sobrevivientes, no se
sentían con la libertad de hablar. Si bien nunca había estado de acuerdo con excluir
a ciertas personas pensó que, de lo contrario, las mujeres no iban a ser escuchadas.
Sostuvo a su vez que las mujeres son más locas que los hombres, y más divertidas
juntas, al igual que mejores para expresarse entre pares. De esta manera, empezó a
buscar mujeres que se identificaran como “locas” y quisieran contar sus historias.
Así se conformó la banda, cuyas letras musicales incorporaban la denuncia hacia
el sistema psiquiátrico que obtiene dinero con las personas “locas” y las medica
hasta morir. Esta perspectiva también estuvo presente en la obra de teatro “Ten Mili-
grams” sobre la historia de una mujer que en su encierro psiquiátrico intenta no con-
sumir los fármacos que le entregan, transmitiendo el mensaje que el sistema de salud
mental no es un espacio de sanación y no beneficia a las personas (Shimrat, 1997).
Una de las expresiones más relevantes en la construcción de alternativas a la
psiquiatría en base a un posicionamiento crítico hacia las terapias feministas, se pu-
blicó en la revista de ex pacientes psiquiátricos “Phoenix Rising: The Voice of the
Psychiatrized” publicada en Toronto desde 1980 hasta 1990. Este reconocido órgano
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de difusión y comunicación alternativa del movimiento antipsiquiátrico en Canadá


publicó en el número de invierno de 1985 la declaración “Mental health and violen-
ce against women: A feminist ex –inmate analysis” en la que mujeres sobrevivientes
de la psiquiatría cuestionaron el rol y posicionamiento de las terapias feministas
(Raymond et al., 1983).
A continuación, se reproducen los siguientes fragmentos con el objetivo de enfa-
tizar sus propias voces en primera persona:

“Por el solo hecho de ser mujeres, nuestra credibilidad es desafiada, nuestras pala-
bras no son tomadas en cuenta, independiente de lo que digamos. Sin embargo, para
las mujeres ex pacientes o cualquier mujer con antecedentes de una ʻenfermedad
mentalʼ, este problema es exacerbado. Nuestro estatus como mujeres locas es utili-
zado en nuestra contra: estamos mintiendo o alucinando. Incluso, nuestras herma-
nas feministas que son terapeutas también nos fallan. Nos etiquetan, nos rechazan
o no logran ver las conexiones que vemos nosotras. Nos unimos al movimiento
de ex pacientes y esperábamos encontrarnos con el sexismo, pero no aceptaremos
el fracaso de los miembros por no reconocerlo o no hacerse responsables de ello.
Nuestra pasión y urgencia deriva de nuestra conciencia hacia todas las mujeres que
realmente son oprimidas; en instituciones, amarradas, aisladas, drogadas, electro-
cutadas, violadas o maltratadas. Tenemos la responsabilidad de protestar por lo que
les está sucediendo a nuestras hermanas” (Raymond et al., 1983, p.6-7).
“El problema radica en la involucración del sistema de salud mental en sí. La
violencia contra las mujeres no es un asunto personal o individual, sino una rea-
lidad política. El concepto de ʻsalud mentalʼ implica la correspondencia de una
patología, pero las mujeres que sobreviven a la violencia no están enfermas. El
foco sobre el individuo es destructivo por dos razones. Primero, enfocarse sobre la
mujer individual conlleva a culpar a la víctima a través de un proceso terapéutico
que busca motivaciones escondidas. Segundo, este enfoque lleva a una evaluación
del violador como sufriente de una patología individual. Es por tanto liberado de
la responsabilidad de sus acciones y los valores socioculturales que motivan la
violencia contra las mujeres es ocultado” (Raymond et al., 1983, p.7).
“El feminismo es la base de apoyo para las mujeres que se reúnen para compartir
estrategias colectivas sobre cómo manejar nuestra opresión común. Las mujeres
entran al movimiento con grandes expectativas y necesidades de apoyo, y al de-
cepcionarse, usualmente recurren a la terapia feminista para llenar ese vacío. Este
y otros usos de la terapia feminista son extremadamente problemáticos para noso-
tras como ex pacientes psiquiátricas feministas que reconocemos a la terapia por
lo que es: un mecanismo de control social” (Raymond et al., 1983, p.7).
“Las terapeutas feministas tampoco han tomado una posición crítica sobre otros
asuntos críticos: internación civil, internación voluntaria coercitiva, electroshock,
medicación forzosa. ¿Cómo podemos confiar en ellas? Finalmente, la terapia fe-
minista es una contradicción en términos feministas. El feminismo comenzó y
continúa en base a la concientización como la esencia para reunir a mujeres y apo-
yarse unas con otras, y para definir colectivamente nuestros problemas. Estamos
conscientes de las consecuencias dañinas de tener a ʻprofesionalesʼ definiendo o
lidiando con nuestros problemas. La terapia feminista es una parte del sistema
psiquiátrico, y, por lo tanto, es un método de control social que refleja la sociedad
en sí” (Raymond et al., 1983, p.8).
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“Nuestro enfado es real. Nuestro enfado sobre nuestras experiencias de opresión


como mujeres e internas psiquiátricas, de ser violadas, golpeadas, encerradas, dro-
gadas, electrocutadas, es válido y fuerte. No es un ʻsíntomaʼ para ser drogado o
terapeutizado. En vez, es una fuente de nuestro poder, un combustible para nuestra
indignación y activismo. No permitiremos a cualquier persona –psiquiatra o tera-
peuta feminista– convencernos que estamos enfermas porque estamos enfureci-
das, porque nos negamos a calmarnos y ʻajustarnosʼ a la ʻrealidadʼ que nos define
como inferiores. Rechazamos completamente la idea que existe un grado inapro-
piado de ira, una duración inapropiada de tiempo para nuestra ira, o un objeto
inapropiado de nuestra ira. Nos alegramos de nuestras identidades como mujeres
locas, furiosas, fuertes y orgullosas” (Raymond et al., 1983, p.8).

De esta manera, de acuerdo al legado de las mujeres “locas” organizadas, adquie-


re sentido un planteamiento abolicionista sobre la terapia al ser comprendida como
una institución que individualiza las luchas colectivas, invisibiliza las injusticias so-
ciales, aísla a las personas que poseen problemas compartidos y las hace dependien-
tes de un o una terapeuta que obtiene beneficios económicos de forma privada. En
este sentido, la terapia se opone a la acción del colectivo feminista tanto por determi-
nar que algunas mujeres son incapaces de apoyar a otras mujeres si no poseen títulos
profesionales, y por afirmar que se encuentran mentalmente inaptas – necesitadas de
terapia ellas mismas, situando la carga de superar los efectos del patriarcado, junto
con la culpa de ello, en las propias mujeres de forma individual (Happonen, 2017).
En definitiva, si bien el pensamiento feminista contribuyó a visibilizar los efectos
de los estereotipos sexuales y la opresión de la mujer en las disciplinas psi, la terapia
feminista asumió los ideales feministas desde un enfoque profesional, desarrollan-
do una institucionalización de los procesos de concientización política que había
inaugurado el movimiento feminista. Frente a ello, el movimiento de mujeres ex
pacientes o sobrevivientes de la psiquiatría sostuvo la necesidad de rescatar el ima-
ginario feminista como política emancipatoria en el campo de la subjetividad. Bajo
esta perspectiva emerge el “feminismo loco”, planteando la importancia de liberar
el relato personal del espacio privado de la terapia y llevarlo a un discurso público.
En oposición a la institución de la psicoterapia, el “feminismo loco” sostiene la im-
portancia del activismo y en base a ello, las prácticas de cuidado y autocuidado entre
mujeres son la respuesta para abordar el malestar colectivo desde una perspectiva
feminista y revolucionaria.

5.  Palabras finales

En un contexto neoliberal, la búsqueda de bienestar bajo los principios de la auto-


nomía y la libertad promueve que las mujeres acudan a terapia por su propia cuenta,
sin el manto coercitivo de la psiquiatría tradicional. Esta búsqueda de introspección,
autoconocimiento y empoderamiento individual ha otorgado un manto de legitimi-
dad a la terapia feminista al interior del movimiento de mujeres como estrategia
de autocuidado. Sin embargo, esta perspectiva refuerza la búsqueda de soluciones
individuales a los problemas subjetivos, así como la capacidad de elegir y decidir en
un mercado terapéutico, introduciendo la lógica neoliberal en nuestra subjetividad y
relaciones sociales.
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Frente a este escenario, el “feminismo loco” como movimiento político que nace
desde las mujeres ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría, sostiene que la
terapia feminista niega las diferencias e invisibiliza la desigualdad entre las mujeres
“locas” (psiquiatrizadas) y “cuerdas” (profesionales de la salud mental), establecien-
do un marco de autoridad y una dependencia profesional al interior del movimiento
feminista (Wolframe, 2012). Al respecto, el “feminismo loco” apuesta por el reco-
nocimiento de las identidades oprimidas en el campo de la salud mental, destacando
los puentes de comunicación y conciencia colectiva de las mujeres que han vivido la
experiencia de la psiquiatrización bajo un modelo de dominación patriarcal y cuer-
dista. Considerando las experiencias situadas y concretas de las mujeres “locas”,
el “feminismo loco” se posiciona desde el reconocimiento de la diferencia: no es
lo mismo ser mujer loca que ser mujer cuerda. Desde esta perspectiva, la terapia
feminista posee un foco reduccionista que no permite ver el carácter específico de
la opresión de género hacia las mujeres “locas”. Así, el “feminismo loco” permite
comprender que la terapia feminista es parte de un feminismo “cuerdo”, que se ha
apropiado de la definición de opresión en el campo de la salud mental, negando la
capacidad de autodefinición y autodeterminación de las mujeres “locas” y anulando
su potencial transformador desde la voz en primera persona.
Al respecto, el “feminismo loco” en su crítica al feminismo “cuerdo” comparte
las premisas del movimiento feminista negro en su denuncia de la apropiación de
la historia por parte de los feminismos de las mujeres blancas, despojando de su
propia historia a otros feminismos. En este sentido, los paralelismos del movimiento
feminista negro y el movimiento feminista “loco” responde a las mismas premisas
de reivindicación histórica: un acto de reconocimiento frente a los procesos de oscu-
recimiento, ocultación y negación por parte del pensamiento feminista hegemónico
(Jabardo, 2012).
Por otra parte, el “feminismo loco” plantea que las terapeutas feministas, en tanto
mujeres cuerdas, se encuentran poco sensibilizadas hacia el reconocimiento de la
experiencia de la locura, por lo que actúan en complicidad con las disciplinas psi
patriarcales y cuerdistas. Por ello el “feminismo loco” sostiene la necesidad de una
acción de resistencia y transformación desde y para las mujeres locas, junto con
aliadas, contra el cuerdismo y el patriarcado en su conjunto, sin considerar que se
esté desviando la atención del género. En este sentido, el “feminismo loco” sustenta
una mirada crítica hacia el discurso de unidad de las mujeres en torno a la opresión
patriarcal, ya que invisibiliza y excluye otras opresiones, ocultando que buena parte
de la violencia cuerdista y patriarcal la ejercen las propias mujeres “cuerdas”, repre-
sentantes de la psiquiatría o la psicología, contra las mujeres “locas”. Al respecto,
hooks (2017) sostiene que luchar por acabar con la violencia de los hombres contra
las mujeres dejando de lado las demás formas de violencia patriarcal no es útil al
movimiento feminista.
En oposición a la terapia feminista, el “feminismo loco” sostiene que la condición
de igualdad y las experiencias compartidas en torno a la locura por parte de las mu-
jeres que han vivido la experiencia de la psiquiatrización es la base del apoyo mutuo
entre pares. Así, el “feminismo loco” promueve la creación de grupos de auto-ayuda
sin líderes ni estructuras autoritarias en continuidad con el activismo desarrollado
por el movimiento de ex pacientes y sobrevivientes de la psiquiatría. En oposición
al legado terapéutico del feminismo “cuerdo”, en los grupos de apoyo mutuo no hay
intercambio de dinero y las participantes han experimentado en primera persona el
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problema que quieren discutir (Masson, 1991). Por lo tanto, al igual que la lucha de
las mujeres negras al interior del feminismo, existe una necesidad por parte del “fe-
minismo loco” de crear una verdadera sororidad basada en un movimiento feminista
anti cuerdista. Al respecto, para hooks (2017) el apoyo mutuo es la base del amor y
la práctica feminista es el único movimiento por la justicia social de nuestra sociedad
que crea las condiciones en las que se puede cultivar. En este sentido, el “feminismo
loco” sostiene que no hay ni puede haber expertas profesionales en el campo de la
subjetividad y promueve un ámbito de demostración que las mujeres pueden resol-
ver sus problemas subjetivos en grupos de pares bajo los principios de la sororidad
y el apoyo mutuo.
Como acción política, el “feminismo loco” permite reactivar la promesa emanci-
padora y el proyecto liberador de la segunda ola feminista, en el que la lucha contra
las injusticias de género estaba necesariamente ligada a la lucha contra el racismo,
el imperialismo, la homofobia y el dominio de la clase, todo lo cual exigía trans-
formar las estructuras profundas de la sociedad capitalista (Fraser, 2015). Desde
su propia especificidad, el “feminismo loco” plantea la necesidad de reconectar la
crítica feminista con la antipsiquiatría con el objetivo de ampliar los espacios polí-
ticos de alianza y luchas comunes contra el patriarcado y el cuerdismo en el campo
de la subjetividad. En este sentido, el “feminismo loco” contribuye a enriquecer la
tercera ola feminista (Biswas, 2004) en la búsqueda por generar puntos de encuentro
y articulación con los diversos feminismos, promoviendo la interconexión con otras
opresiones y contribuyendo a una mirada interseccional de etnia, clase y género
(Viveros, 2016). De esta manera, el “feminismo loco” posibilita diálogos no solo
respetuosos de las diferencias sino en contra de la invisibilidad y la marginación
como han planteado los feminismos indígenas (Marcos, 2017) y de la diversidad
funcional (Arnau, 2005).
En el ámbito académico, el “feminismo loco” plantea un pensamiento femi-
nista que no se distancie de la militancia, sino que surja de ella. Esta perspectiva
favorece una aproximación crítica en torno a la creciente medicalización de la
subjetividad femenina y las prácticas de violencia psiquiátrica hacia las mujeres
en la sociedad contemporánea (Burstow, 2006, 2016; Linardelli, 2015; Rodríguez,
2014). Al respecto, el estudio de las diferencias de género en el consumo de psi-
cofármacos ha mostrado mayores niveles de dependencia a estas sustancias por
parte de las mujeres (Ettorre y Riska, 1995). A su vez, la prescripción de fármacos
psiquiátricos se ha asociado a una estrategia de disciplinamiento de los cuerpos
femeninos para mejorar su productividad y flexibilidad (Blum y Stracuzzi, 2004).
En este sentido, el desarrollo de investigaciones sobre la relación psicofármacos y
subjetividad desde un enfoque feminista constituye un desafío relevante y promi-
sorio en la actualidad.
En definitiva, el “feminismo loco” constituye un quehacer teórico y una práctica
política que nace desde el protagonismo de las mujeres “locas” para la autoorga-
nización del malestar colectivo y la construcción de su bienestar, planteando una
subversión de las políticas de género en salud mental. En estos términos, es posible
reconocer los cuestionamientos hacia la terapia feminista y la construcción de au-
tonomía de las mujeres “locas” hacia la abolición de la psicología y la psiquiatría.
El carácter radical del “feminismo loco” sostiene que ese horizonte es necesario y
deseable hacia la construcción de una sociedad basada en los principios de igualdad
y justicia social.
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2648.2001.01951.x

Agradecimientos

Agradezco a las mujeres sobrevivientes de la psiquiatría por habernos dejado estos


valiosos escritos críticos y a las mujeres locas con quienes he tenido la oportunidad
de reflexionar sobre el derecho a la locura desde una perspectiva feminista en Amé-
rica Latina. Sin sus luchas y esperanzas, este artículo no hubiera sido posible.

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