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-Ave María purísima.

-Sin pecado concebida.


-Padre, he pecado.
-¿Y cuál es tu pecado, hijo?
-Mi pecado es el amor.
-En ese caso no creo que exista tal pecado.
-El pecado existe, y es grande, padre.
-Nuestro señor Jesucristo vino al mundo para enseñarnos que el amor es lo contrario del
pecado, pues con su amor y su sacrificio redimió al mundo de todos sus males. Por ello,
no creo que exista señal alguna de pecado en el amor.
-Sí, padre, pues mi amor es al pecado.

Al terminar esta frase el confesor se levantó y, sin esperar repuesta alguna por parte del
párroco, salió de la pequeña iglesia con la cabeza gacha y la boina en la mano.
Era un seco invierno de mil novecientos ochenta y cuatro, y aquella calle, donde estaba
situada la iglesia, no tenía más que una o dos farolas cuyos cristales los niños se habían
encargado de apedrear (como dios manda).
El confesado, que ahora llevaba la boina calada hasta la orejas, caminaba tranquilo, con
ese especie de serenidad que el confesionario deja en el alma humana; y aunque sus
pecados no habían sido perdonados, se sentía con más fuerza, con más entereza que
cuando, tan sólo unos minutos antes, se disponía a entrar en la iglesia.
La calle era empinada, y al coronarla, se podía observar un pequeño cartel situado sobre
una puerta con cortina de flecos, que indicaba que aquella casa baja no era otra cosa que
una de esas pequeñas tabernas que aún, en aquella época, sobrevivían a las
impertinencias del progreso.

en el que se podía leer (sobre el logotipo de cervezas Alhambra), Bar Manolo.

desorientado

vagabundo
Nuestro protagonista no era otro que uno de esos tantos pastores que recorren las tierras,
de este sur indomable, buscando pasto para sus animales.
-El de los cosmopolitas y liberales
-el tema de las sobrecomunicación
-Ella nunca lo querrá
-Le gustaría creer
-La moral
-el fracaso
-un burro
Todo esto lo tiene que ir diciéndolo él: Aunque el narrador no puede dejar de dar un
hachazo de vez en cuando!!!

Él era pastor de cabras desde los dieciséis años, y no lo era por vocación, lo era por
necesidad, o mejor dicho, por circunstancias. Vivía en aquel pueblo andaluz desde que
vino al mundo, y estaba tan pegado a él como el caracol a su concha. Había ido poco a
la escuela, “porque la escuela no da para comer”, le había repetido su padre unas
cuantas veces. Tenía un perro, al que, como ya estaba arto de nombres estúpidos, había
bautizado como Perro, era uno de esos garabitos mitad podenco mitad bretón al que
tuvo que castrar desde muy joven, porque un tumor se lo quería llevar para el otro
barrio.
Pastor, lo que se dice pastor, no fue, como hemos referido, hasta los dieciséis años, pero
desde que tenía uso de razón había estado pegado a las cabras como la bellota al
chaparro. No era alto, ni guapo, ni listo, ni tonto, era uno de esos hombres que pasan por
este mundo sin la menor intención de hacer ruido, era, en definitiva, un hombre bueno
que disfrutaba lo que podía y trabajaba lo que era necesario.

Ella se llamaba Dolores, era un torbellino de pasiones y de incertidumbres. Había


llegado de Barcelona a los veintidós años, su pasado, mejor no contarlo, su futuro,
incierto como el de todos. Era rubia, con una piel perfecta, no muy alta, tenía esa virtud
(virtud escasa por otra parte) de ser delgada aun siendo carnosa. Siempre sonreía,
siempre estaba dispuesta a encontrar, aunque no supiera muy bien por qué, el lado
amable de las cosas, cualquiera diría que no pensaba mucho, o que ni siquiera lo
intentaba, pero detrás de aquellos ojos ingenuos ella observaba hasta el último detalle, y
sabía medir, con una intuición sobre humana, el peso de todas las palabras.
No era analfabeta del todo, pues de cuando en cuando mataba el tiempo con alguna
novelita de corte realista; nada del otro mundo, pero gracias a ello tenía un vocabulario,
que entre estas gentes de provincias, hacía estragos. Venía de una familia acomodada, y
sin no me falla la memoria, creo que hasta tenía estudios, o a lo menos, fue durante un
tiempo a esas clases de derecho político, que más que otra cosa, le crearon una cierta
repulsión a lo académico. Ella era soñadora, demasiado para estos tiempos.

Ernesto Rodríguez Salvatierra, más conocido como “el ciego” era un hombre de bien,
casado, con tres hijos ya mayores, creyente y practicante, trabajador por cuenta propia y
bebedor por la de todos. Amante del parné, ludópata y putero, pero no por ello falto de
ética. Don Ernesto Rodríguez era un hombre de principios, eso sí, hasta que le fallaban
los finales. Tenía una tienda de calcetines en la calle Aspavientos, no era mal
negociante, tampoco diré que era un virtuoso de la economía.
Todos los días se levantaba don Ernesto a las siete de la mañana, todos los días, sin
falta, e inclúyanse fiestas de guardar. No había nada, resfriado o borrachera, que le
impidiera ejercer su derecho al madrugón.
Eran cerca de las dos de la tarde, y el sol veraniego, con su fuerza descomunal,
calentaba en sobremanera las copas de las encinas y los inmensos rastrojos. Las
perdices, cuyos collares aún no estaban terminados, dejaban caer, de vez en cuando,
algún que otro canto y, mientras los conejos hacía ya tiempo que se resguardaban del
calor en la madriguera, la chicharra hacía subir la temperatura con su estridente
zumbido. Y en aquel sopor, debajo de un enorme árbol, en medio de un pequeño secano,
un hombre con gorra de verano y ropa de faena se resguardaba del sol, mientras las
cabras, inmunes a todo tipo de inclemencias climatológicas, rumiaban los últimos restos
de una avena que ya había sido pasada por la cosechadora.
El hombre que estaba sentado a la sombra de la encina, no era otro que el pastor de las
cerca de noventa cabras que, con tranquilidad, apuraban la mies.
Era joven, de unos veintinueve o treinta años, no era alto, ni delgado, tampoco grueso,
tenía los ojos pequeños y la nariz algo grande, la piel era oscura, curtida por el sol y el
viento, tenía las manos grandes y en sus gestos se podía apreciar algo parecido a la
resignación.

mies

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