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Ganarse la vida en el arte, la lite

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• Biblioteca FJM

Fundación Juan March (Madrid)


Javier Gomá: Doctor en Filosofía,
licenciado en Filología Clásica y en
Derecho, y Letrado del Consejo de
Estado, actualmente es director
de la Fundación Juan March.
Francisco Calvo Serraller:
Catedrático de Historia del Arte
en la Universidad Complutense
de Madrid, Académico de Bellas
Artes y exdirector del Museo
del Prado.
Juan José Carreras: Profesor
titular de Historia de la Música
en la Universidad de Zaragoza.
Antonio Gallego: Académico de
Bellas Artes. Ha sido catedrático
de Musicología y subdirector del
Real Conservatorio de Música
de Madrid.
José-Carlos Mainer: Catedrático
de Literatura de la Universidad de
Zaragoza.
Joan Oleza: Catedrático
de Literatura Española de
la Universidad de Valencia.
Alejandro Vergara Sharp: Jefe
de Conservación de Pintura
Flamenca y Escuelas del Norte
en el Museo del Prado.

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Fundación Juan March (Madrid)
Ganarse la vida
en el arte, la literatura y la música

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Fundación Juan March (Madrid)
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Javier Gomá Lanzón (Dir.)

Ganarse la vida
en el arte, la literatura y la música

Francisco Calvo Serraller


Juan José Carreras
Antonio Gallego
José-Carlos Mainer
Joan Oleza
Alejandro Vergara Sharp

Galaxia Gutenberg
Cí rculo de Lectores

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INTRODUCCIÓN

Los humanos no somos como el resto de los mamíferos. Ve-


mos cómo las crías de los animales, nada más nacer, ya por-
fían por ponerse en pie y sostenerse sobre sus frágiles y tem-
blorosas patas y cómo, no tardando mucho, corretean llenas
de vida por un suelo que acaban de estrenar, cuando solo
hace unos días o quizá horas aún habitaban el vientre acuá-
tico de su madre. La raza humana, en cambio, necesita años
para alcanzar una autonomía semejante. Es como si entre
nosotros el periodo de gestación se prolongara más allá de
los nueve meses de embarazo y el parto señalara solo el fin
del enclaustramiento pero no el de la dependencia del niño,
el cual, una vez nacido, queda en un estado de indefensión
extrema y reclama no menos sino más cuidados que antes
para ·sobrevivir.
La educación es el proceso por medio del cual la socie-
dad transforma a ese ser humano indefenso y dependiente
en un ciudadano autónomo. Y esto incluye desde luego su
crecimiento y el sano desenvolvimiento de las funciones cor-
porales hasta su maduración. Pero junto a estas tareas ele-
mentales de alimentación y vigilancia, orientadas principal-
mente a ayudar a que la naturaleza haga su trabajo, la
educación sobre todo tiene el objetivo de producir ciudada-
nos con capacidades suficientes para valerse por sí mismo en
sociedad y para proporcionarse los medios necesarios para
subsistir de modo independiente, a lo que debe añadirse la
ausencia de tutelas morales cuando lleguen a la mayoría de
edad, momento en el que idealmente se habrán formado
una conciencia propia, dueña de sus pensamientos y de sus

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8 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

sentimientos. La obligación y la responsabilidad del auténti-


co educador es operar sobre las tendencias naturales del pu-
pilo para crear en él una segunda naturaleza -la cultura-
que lo transforme en individuo emancipado y crítico con
todo y con todos, y muy en particular con respecto a quienes
le tutelaron mientras era niño.
El proceso de socialización del yo incluye una especiali-
zación doble: la del oficio y la del corazón (producción y
reproducción). Por un lado, la mayoría de los hombres y de
las mujeres, tarde o temprano, se enamoran y, en compañía
de la persona amada, fundan una casa. Pero, por otro lado,
tanto para fundar una casa como, más genéricamente, para
ser independiente, es requisito necesario integrarse en la eco-
nomía productiva de la sociedad y realizar en ella una labor
que esta estime y remunere. Acertar a encontrar una ocupa-
ción pagada, dentro del gran sistema de oficios y profesiones
organizado en cada sociedad, es lo que usualmente se desig-
na como ganarse la vida.
Hay, pues, un momento en que el joven ha de emancipar-
se mental y materialmente de sus padres y arriesgarse a salir
al mundo para ganarse la vida con esfuerzo. La figura del
profesional competente que desempeña su especialidad de
forma experta y eficaz, prestando con su trabajo bien hecho
un servicio útil a la sociedad, es la personificación más aca-
bada del hombre que sabe ganarse la vida.
Desde el Romanticismo la cultura occidental ha cubierto
de desprestigio la descrita doble especialización, tanto la del
oficio como la del corazón, juzgándola un estorbo alienante
para un yo en permanente expansión. La cultura moderna
presenta por eso concomitancias con la edad adolescente del
hombre, previa a la socialización inevitable. Como haría un
adolescente rebelde, se recrea una y otra vez en el amor sen-
timental y romántico en detrimento del amor ético que fun-
da una casa, menospreciado por su exceso de ataduras. Y,
por otra parte, concentra en el hombre competente su odio
más exquisito, porque en la persona de ese burgués gastado
en los menesteres del oficio ve elc ompendio exacto de la

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Introducción 9

vulgaridad moral y estética que aborrece. Esta perspectiva


ilumina la causa de la honda incomprensión de nuestra cul-
tura hacia el antiguo imperativo de ganarse la vida. Este im-
perativo lo pronuncian la voz de los educadores, de la socie-
dad o incluso de la religión institucionalizada, pero no la
voz interior del individuo moderno, quien se siente llamado
a vivir exclusivamente de acuerdo consigo mismo y desdeña
las actividades del filisteo afanado en sus negocios.
En abierta oposición a las tendencias generales de la cul-
tura contemporánea, en Aquiles en el gineceo defendí la te-
sis del carácter constitutivo de la doble especialización en la
formación del individuo. En el camino de la vida del hombre
se produce siempre una progresión desde el estadio estético-
adolescente hacia el estadio ético de la madurez, signado
este por la casa y el oficio. El proceso formativo se completa
solo cuando el yo, al integrarse en la comunidad política,
halla en su socialización -en la profesión y la persona ama-
da libremente elegidas- los elementos de su individualidad
más personal. De manera que, en suma, la solicitud porga-
narse la vida no estorba la realización del propio yo sino, al
contrario, es su condición de posibilidad.
Para un mayor desarrollo y justificación de esa tesis, aquí
solo insinuada, me remito al libro mencionado. Me permitiré
una sola cita que pone en relación la obtención de la indivi-
dualidad con la aceptación de la propia condición mortal del
hombre, lo que, en dicho libro -subtitulado Aprender a ser
mortal-, solo acontece en el momento de socialización, pues,
como se lee en su introducción, «toda experiencia efectiva de
la mortalidad es esencialmente política». La cita dice así:

Al especializarse, el sujeto profesionalizado adquiere una po-


sición social y con ella una identidad. Por tanto, al ganarse la
vida, el sujeto no sólo conserva biológicamente su vida sino
que se le proporciona un nuevo sentido de pertenencia a un
todo social que equivale para el yo a una vuelta a la objetividad
perdida. Sin embargo, se trata de una objetividad consciente-
mente adoptada, ganada después de la escisión subjetivista del

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ro Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

yo. En la polis masificada, donde cada conciencia autodiviniza-


da convive con un número inabarcable de otras conciencias
iguales, el propio yo se hace insustancial, prácticamente invisi-
ble para los demás, hasta el punto de que incluso su final de-
saparición pasa desapercibida a la mayoría. Ese yo en estado
de máxima conciencia experimenta allí su esencial finitud y
comprende que aquél que, para ganarse la vida, tenía y daba
tiempo, es él mismo temporalidad. Sólo el hombre es tiempo
porque sólo él, entre todos los entes dados, es individuo finito,
en contraste con la roca o con un dios. Y en esto reside la auten-
ticidad de la existencia, en llegar a ser el que uno es. En el trance
de ganarse la vida, el sujeto alcanza, en fin, como ser-de-vida-
corta, la posibilidad de su individualidad más propia.'

Al integramos en la polis y «politizamos», nos recibimos


como identidades mortales y con ello obtenemos el sello de
nuestra individualidad, el que configura nuestro yo más ex-
clusivo. El modo en que cada uno se gana la vida no es, por
consiguiente, una circunstancia trivial, exterior o poco sig-
nificativa de la personalidad humana, sino una de las deter-
minaciones esenciales en la formación del individuo, algo
así como su ley individual. Y si este principio es cierto para
todos los hombres, rige con particular intensidad en los ar-
tistas y creadores. Porque el modo en que los novelistas, los
pintores o los mµsicos obtienen los medios para subsistir en
la organización social condiciona directamente su vida y su
mundo interior y, por consiguiente, también las obras de
arte que son expresión de ese mundo.
Cuando e~cribí el artículo «Ganarse la vida», deseaba
completar lo que, en un enunciado más general, había de-
fendido en el libro aplicándolo específicamente a los creado-
res. Censuraba la limitada perspectiva de aquellas historias
de la cultura que estudian las obras de arte como una cade-
na de influencias entre escuelas, títulos y nombres, que in-

r. Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal, Valencia, Pre-


Textos, 2007, pp. n4-n5.

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Introducción II

forman quizá también de algunos datos de la biografía de


sus autores, como su nacimiento y su educación, volcándose
enseguida en los hechos salientes de su carrera artística, y
que, en el mejor de los casos, como concesión graciosa, dan
alguna noticia sobre sus amores románticos. Analizar las
fuentes de ingresos económicos de los artistas y su modo de
subsistencia paréciera demasiado prosaico o sórdido para el
fino académico en comparación con la excelencia de sus lo-
gros artísticos. En contraste, el artículo, por las razones an-
ticipadas, aboga por una historia del arte, de la literatura y
de la música que privilegie este punto de vista -material, mo-
ral y, en último término, ontológico- frente a los tradiciona-
les, más puramente poéticos, literarios o artísticos.
Se reproduce a continuación el artículo periodístico, pu-
blicado en Babelia, suplemento literario del diario El País,
el 20 de marzo de 2010, con el título «Ganarse la vida»:

La locución «ganarse la vida» indica que la vida no es un rega-


lo. Soñamos, sí, con una «vida regalada», pero en la inmensa
mayoría de los casos pesa sobre nosotros la obligación de tra-
bajar para lograr una posición en el mundo. Durante algunos
años, la infancia y la adolescencia, vivimos en una situación de
ociosidad subvencionada por los padres, por el Estado. Pero la
educación que recibimos tiene la finalidad de hacernos autóno-
mos, dotarnos de los instrumentos para valernos por nosotros
mismos. Ésa es la paradoja que sienten los padres cuando de
verdad se comprometen en la formación de sus hijos: su extra-
ña misión consiste en crear individuos distintos de ellos, inde-
pendientes. Sabemos que hoy a la juventud le resulta difícil y
costoso obtener ingresos para pagar esa independencia -piso,
alimentos, ocio- y eso explica actitudes dilatorias que prorro-
gan la permanencia en el hogar familiar y que permiten a esa
juventud la aplicación de todos sus medios económicos a la
última de las partidas (el ocio), compatible a menudo con una
reclamación de libertad sin límites en lo tocante a los estilos de
vida, no sólo independientes sino muchas veces contrapuestos
a los de los padres subvencionadores de las otras dos partidas

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I2 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

(piso, alimentos). Pero hay también que reconocer que el impe-


rativo de «ganarse la vida» y de desarrollar alguna especializa-
ción profesional ha carecido, desde el Romanticismo a esta
parte, de todo prestigio cultural y moral. El Romanticismo nos
ha legado al menos dos duraderos errores: el primero, com-
prender la subjetividad según el modelo del artista; y segundo,
comprender al artista según el modelo del genio. El resultado
es la extendida creencia de que el verdadero hombre es aquel
que, como el genio, vive exclusivamente para su propio mundo
y sus necesidades interiores. En consecuencia, el modo de ga-
narse la vida se le antoja a este sujeto moderno -artista genial
en potencia- algo enojoso, indigno de él, un accidente de la
vulgar exterioridad ajena a su mundo. Si abandona su vida re-
galada, será sin convicción y forzado por razones meramente
utilitarias, mezquinas, cuyos detalles velará por pudor.
Mi tesis, que he desarrollado en otro lugar, es que el modo
que en uno se gana la vida y -tan importante como lo primero-
la disposición positiva o negativa, de conformidad, rebeldía o
resentimiento respecto al deber de ganársela y el medio elegido
por cada uno para hacerlo, dentro de las limitadas posibilidades
que la sociedad le ofrece, determina esencialmente en el hombre
la constitución de su personalidad y de su mundo interior.
Los manuales de historia de la literatura, de la filosofía, del
arte o de la música presuponen generalmente la tesis contraria,
la romántica. Tras una rápida y vergonzante nota alusiva a las
circunstancias biográficas del autor, en la que es mucho más
fácil conocer sus amoríos y aventuras eróticas, generalmente
extramatrimoniales, que el modo como se ganaron la vida,
esas historias se sumergen apresuradamente en el estudio de su
obra y su mundo artístico. Se diría que en ellas los movimien-
tos filosóficos, las escuelas literarias, los estilos artísticos se
suceden conforme a leyes espirituales inmanentes, y que los
creadores flotan en un continuum cultural, sin que el modo en
que se ganan la vida tenga una aparente influencia en su perso-
nalidad y en su obra. El análisis marxista trajo en su día un
saludable realismo a los estudios culturales, pero fue miope al
imperativo existencial y moral involucrado en la decisión sobre

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Introducción 13

cómo «ganarse la vida» porque, conforme a su método, diluía


lo individual del mundo poético en ideología de clase.
¿De verdad es indiferente para la comprensión de las obras
maestras de nuestra cultura que durante siglos los creadores las
produjeran por encargo de la Corona, las Casas nobles, la Igle-
sia o las instituciones municipales? ¿Qué significado existencial
y artístico atribuimos a que Beethoven se sacudiera el viejo me-
cenazgo y tratara de ganarse la vida con los ingresos produci-
dos por la venta de sus partituras y de sus estrenos, o que los
impresionistas franceses hicieran lo propio poco después con
sus lienzos? ¿Qué es la bohemia de Baudelaire sino una toma
de postura sobre cómo debe el artista moderno ganarse la
vida? ¿Es irrelevante para su creación que el artista pueda per-
mitirse vivir de las rentas heredadas (Lord Byron, Tolstoi), se
case con una mujer que las tenga (Thomas Mann) o se las cedan
admiradoras (Rilke), o que, por el contrario, se vea obligado a
desarrollar una actividad productiva, socialmente pautada y
no orientada al cultivo de su mundo interior? ¿Carece de im-
portancia estética que esa actividad sea el objeto mismo de su
vocación, como, para el novelista, escribir libros o folletines de
consumo masivo (Balzac, Dickens), de cuyo éxito depende en-
teramente su subsistencia? ,¿O que, no pudiendo vivir sólo de
su arte, funja de hombre de letras en los periódicos, las revistas
literarias o las editoriales (T. S. Eliot)? ¿O que, fuera del ámbito
cultural, acceda de grado o por fuerza a emplearse como alto
ejecutivo de una empresa (Gil de Biedma) o como técnico com-
petente en ella (Kafka), o sea él mismo un empresario empren-
dedor (Charles Ives) o un funcio~ario público, de la Universidad
(la inmensa mayoría de los filósofos contemporáneos) o del
servicio diplomático (Claudel, Neruda)?
Yo leería con avidez -y creo que proyectaría nueva luz so-
bre el fenómeno creativo- una historia de la cultura desde la
perspectiva de cómo se ganaron la vida poetas, novelistas, dra-
maturgo~, pintores, filósofos y músicos, y de su propia disposi-
ción íntima de identificación o rechazo hacia el modo elegido o
impuesto de hacerlo, que incluyera extensas y minuciosas pre-
cisiones sobre cómo ambos aspectos -modo y disposición inte-

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14 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

rior- determinaron el tipo de hombre que el artista en último


término es, y cómo contribuyeron decisivamente a conformar
su mentalidad, su sentimentalidad y, en suma, su mundo perso-
nal. La usual exposición de un resumen de sus obras, su con-
texto y la cadena de influencias entre creadores sería aquí se-
cundaria.

Nada más publicarse, quizá el mismo día, María Cifuen-


tes, con su habitual diligencia y rápidos reflejos, me llamó
para proponerme ampliar a la extensión de un libro los ar-
gumentos esbozados en el artículo. «Tú sabes que aquí hay
un libro», recuerdo que dijo. Fue una feliz coincidencia que,
en paralelo y con análoga eficacia, Lucía Franco, directora
del programa de conferencias de la Fundación Juan March,
me llamara también con la idea de organizar en esta un ciclo
sobre el asunto planteado en el repetido artículo, que lo ha-
bía leído por su cuenta. Y eso fue lo acordado entre todas las
partes: seis conferencias que conformarían los respectivos
capítulos del futuro libro publicado por Galaxia Gutenberg
-sin mi participación, limitada al presente prólogo-, y es-
tructuradas con arreglo al siguiente formato: tres interven-
ciones tocarían la historia y la tipología de los modos de
ganarse la vida por parte de los creadores .en los dominios
del arte, la literatura y la música, y otras tres desarrollarían
otros tantos estudios de caso.
Y como fue ideado, así fue ejecutado. Durante el mes de
marzo de 2011, en el salón de actos de la Fundación Juan
March, ante un público numeroso, martes y jueves sucesi-
vos, como es tradicional en esta casa, se pronunciaron las
conferencias previstas. Conforme a ese esquema binario de
aproximación general y análisis de un ejemplo concreto,
Francisco Calvo Serraller, José-Carlos Mainer y Antonio
Gallego disertaron sobre cómo ganarse la vida en el arte, la
literatura y la música respectivamente; Alejandro Vergara
presentó el caso de Rubens, Juan Oleza el de Blasco Ibáñez
y Juan José Carreras el de Beethoven.
Lo que sigue son, con pequeñas variaciones, los textos

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Introducción

leídos en las conferencias. Debo aclarar que a todos los con-


ferenciantes se les envió, como no podía ser de otra manera,
el texto del artículo publicado en Babelia, pero eso no quiere
decir necesariamente, aunque nada me hayan precisado al
respecto, que estén conformes con todo lo expuesto en él ni
con los argumentos desarrollados en Aquiles en el gineceo y
resumidos en esta introducción.
Sí deseo que conste, en todo caso, mi gratitud a todos
ellos por su disponibilidad a formar parte de este proyecto
y mi admiración por el resultado.

JAVIER GOMÁ LANZÓN

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GANARSE LA VIDA EN EL ARTE

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VIVIR DEL ARTE: ¿VIVIR DEL AIRE?
Francisco Calvo Serraller

Aunque, de entrada, la cuestión de «ganarse la vida en el


arte» puede parecer obvia, puesto que disponemos de testi-
monios históricos sobrados que acreditan que, de una u otra
manera, ha habido siempre artistas que han podido sobrevi-
vir económicamente con esta práctica profesional, no deja de
ser un asunto complejo y esquinado. Lo es, además, en todos
sus términos, empezando por la palabra «ganar», que es eti-
mológicamente de origen gótico y está relacionada con el
apetito -no solo culinario-, expresando, en cualquier caso,
«avidez». También tiene su enjundia la preposición, porque
cabe ganarse la vida en el arte, con el arte y del arte, aportán-
dose en cada caso matices muy diferentes. Y, por último, está
el sustantivo ineludible, el arte, sobre cuya naturaleza, histo-
ria y significado no se ha dejado de discutir jamás. Sea como
sea, el arte no ha existido desde siempre y, como todo pro-
ducto histórico, no solo surgió en un momento determinado
sino que está fatalmente predestinado a desaparecer.
Pero ¿cuándo, cómo y por qué surgió el arte? Todavía no
hemos sido capaces de responder a esta pregunta de una
forma concluyente. No lo podemos hacer, entre otras cosas,
porque no podemos calificar como artístico todo objeto fa-
bricado por el hombre sino solo el que carece de utilidad
inmediata o identificable. En este sentido, cuando habla-
mos, por ejemplo, de arte prehistórico, no incluimos en él
-o solo de manera muy relativa- los objetos útiles, como
el hacha de sílex, el hueso tallado como punzón, la aguja
para perforar y coser o, en fin, las vasijas de cerámica que
sirven para contener y guardar un alimento. Para nosotros,

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20 Ganarse la vida en el arte

el arte prehistórico por antonomasia lo constituyen la arqui-


tectura megalítica, la escultura de figuras femeninas estea-
topígicas o, por excelencia, la pintura rupestre parietal; es
decir: nada que se parezca a un instrumento material, cuya
forma muestre con evidencia su función y utilidad.
Si nos referirnos a las pinturas prehistóricas, nos tenemos
que remontar hasta unos 30.000 años antes de nuestra era,
porque tal es la datación que los especialistas han calculado
para las más antiguas conocidas, las de Chauvet, descubier-
tas cerca de Avignon no hace mucho más de tres lustros. Las
pinturas de Chauvet, como las de Altamira o Lascaux, nos
conmocionan porque plantean, por primera vez, el fenóme-
no extraordinario de la representación. El hombre en Chau-
vet no parece moverse por razones estrictamente utilitarias
sino con el objetivo de dilucidar cuál es su posición en el
universo, lo cual necesariamente le lleva a reflexionar sobre
ello; esto es: el trabajo manual por medio de la representa-
ción se convierte en pensamiento. Félix de Azúa, en su Auto-
biografía sin vida, comenta el caso de Chauvet y afirma, con
un tono oracular muy· oportuno, que ya en el mismo mo-
mento en que se realizaron sus pinturas murales, a las que
denomina «imágenes», eran perfectas; es decir: que su naci-
miento y su culminación fue una acción única, inseparable e
insuperable.
Después de darle muchas vueltas al asunto, los prehisto-
riadores y antropólogos se han inclinado por definir estas
primeras imágenes producidas por el hombre y la forma de
pensamiento que repre~entan como una intelección mágica,
término que etimológicamente deriva del latino magicus y
del griego magicós, que significa «hechicero», pero término
asimismo que parece compartir la raíz con otros vocablos
afines, como la del adverbio latino magis, equivaiente a
nuestro «más», o los griegos mágeiros («cocinero») o ma-
yeutikós (lo concerniente al «parto»). No soy un filólogo
mínimamente autorizado, pero me da la impresión de que
estas afinidades quizás pueden desvelar que la «magia» es
algo así como sacar más provecho a algo de lo que a primera

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 21

vista aparenta, sea mediante una pócima o cualquier otro


tipo de encantamiento, de tal manera que se ·transforme en
otro ser diferente sin por ello perder su naturaleza, como
una maya («madre») mayea (del griego mayóo: «dar a luz»,
«pare»). Recuérdese al respecto la «mayeútica» socrática,
esa técnica para ayudar a iluminar-dar a luz- el pensamien-
to. Por último, el verbo griego mayomai, que significa «de-
sear con vehemencia», «buscar con ardor», se une a este
conjunto, aportando en este caso un matiz de otro vocablo
usado antes, el de «ganas» y su derivado «ganancia». Sean
acertadas o no estas conjeturas, improvisadas sobre la mar-
cha, estoy convencido de que lo mágico de estas representa-
ciones prehistóricas mágicas tiene que ver con la creencia de
que cabe obtener un mayor poder sobre uno mismo y sobre
el entorno que el derivado de su uso consuetudinario, de su
mera utilidad práctica: un poder mental.
Por lo demás, al margen de estas disquisiciones filológi-
cas, hay otras de mayor calado y complejidad a la hora de
establecer una separación puntual y tajante entre lo «Útil» y
lo «inútil», no solo para decantar su respectivo papel en el
proceso cognitivo sino, sobre todo, para atribuirle un valor
comparativo superior o inferior; y, no digamos, al referirnos
al arte, a la hora de asignarle un sentido distintivo y superior
por su capacidad mágica o por su inutilidad. Lo que sí cabe
afirmar es que históricamente estas cualidades o defectos se
han asociado al arte prácticamente hasta la actualidad.
En todo caso, como se puede apreciar, en cuanto afronta-
mos el sustantivo «arte» empiezan los problemas y el escalar
por las ramas más-recónditas. Pero ¿cómo eludirlo, incluso
cuando se aborda desde una perspectiva tan a ras de tierra
como es la de «ganarse la vida en, con o del arte», que pare-
ce reducirlo todo a lo económico y lo social?
Una forma de aterrizar tras este arriesgado vuelo es dar
un salto desde estas primeras manifestaciones artísticas pre-
históricas, contaminadas por sus encantamientos mágicos,
hasta la primera definición histórica del arte como tal, la de
un arte que posee un objeto específico propio. Los invento-

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22 Ganarse la vida en el arte

res de esta nueva concepción del arte fueron los griegos, los
cuales establecieron que la finalidad primordial del arte era
la de producir belleza, que ellos interpretaron como la plas-
mación material de un orden, un canon, esto es, de una es-
tructura racional y mensurable. Esta idea de que el funda-
mento del arte está íntimamente relacionado con la belleza
perduró en Occidente durante siglos, casi hasta nuestra re-
volucionaria época, durante la que no hemos sido todavía
capaces de dar una definición alternativa al arte que no sea
negativa, pues ¿cómo definir positivamente un arte basado
en la libertad?
Es evidente que el concepto griego de arte abrió un nue-
vo horizonte para una práctica hasta entonces confundida o
subrogada a poderes sobrenaturales, pero sin más funda-
mento que el de la habilidad técnica para facturar objetos, lo
que limitaba el valor social de sus autores, cada vez más ar-
tesanos que hechiceros o sacerdotes, o artesanos al servicio
de estos o de quienes detentasen cualquier otro tipo de poder.
El nuevo horizonte clásico enfatizó el valor intelectual del
arte, al considerarlo representación de una idea, la de be-
lleza, con lo que su práctica se alineaba con el resto de los
saberes liberales, como la geometría y la retórica, y cómo a
estos se le concedía la posibilidad de invención, la facultad
creadora por excelencia. No obstante, situándonos ya en el
terreno que aquí nos interesa, el del estatus de los artistas, su
papel social no dejó de ser ambiguo y polémico, como trata-
remos de demostrar a través de un par de testimonios clási-
cos grecolatinos que así lo corroboran. El primero es el que
nos proporciona El sueño o La vida de Luciano, una obra
escrita por el autor griego Luciano de Samosata durante el
siglo n d.C. Se trata de una especie de relato autobiográfico,
un poco a medias entre lo real y lo ficticio, aunque, en cual-
quier caso, muy ilustrativo para lo que ahora estamos tratan-
do. Relata Luciano las vicisitudes que le asediaron durante
su adolescencia, cuando debía dirimir cuál iba a ser su futu-
ro profesional. Sobrino de un escultor y, al parecer, dotado
de cierta inclinación para dibujar, decidió entrar como

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 23

aprendiz en el taller de su tío, el cual, al estropear Luciano la


tablilla que debía labrar, le injurió y golpeó, provocando su
desaliento y huida. Esa misma noche, aún compungido por
el fracaso y castigo, Luciano tiene un sueño en el que se le
aparecen dos mujeres, una de las cuales tiene el porte rudo,
las manos callosas, viste descuidadamente y habla con difi-
cultad; la otra, por el contrario, es hermosa y se expresa y se
comporta elegantemente: la primera se le presenta como la
Escultura; la segunda, como la Retórica. Y, entre ellas, es-
tablecen un debate, cuyo objeto es inclinar la voluntad del
joven escarmentado por una de las dos profesiones que res-
pectivamente representan. La Escultura se dirige a Luciano
y le dice lo siguiente:

[... ]Si quieres apartarte de las necedades y vaciedades de esta


-señalando a la Retórica- y seguirme y unirte a mí, gozarás en
primer término de una buena alimentación y tendrás fuertes
hombros, desconocerás toda clase de envidia, no irás jamás a
tierras extrañas, abandonando a tu patria y a los tuyos, y no
deberás tu fama a simples palabras. Y no te cause desagrado
mi desaliñado aspecto y mi sucio atuendo, porque, con un co-
mienzo igual, el célebre Fidias hizo la estatua de Zeus, Policleto
la de Hera, Mirón fue alabado y Praxiteles admirado y todos
ellos son ahora adorados como las estatuas de sus dioses.

Al terminar la Escultura su parlamento, la Retórica


replica:

[... ]Las ventajas que habrá de reportarte ser escultor, esta, la


Escultura, acaba de enumerarlas. No serás más que un obrero
que realice trabajos manuales, cifrando en esta labor toda la
esperanza de tu sustento. Serás un desconocido que generará
un mezquino e innoble salario, un ser de espíritu apocado, de
escaso porvenir, incapaz de defender a sus amigos y de infundir
temor a sus enemigos y de gozarse de la admiración de sus
conciudadanos. En suma, un simple obrero, uno del montón,
inclinado siempre ante el poderoso y supeditado al hábil ora-

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Ganarse la vida en el arte

dor, llevando una vida de liebre y siempre a merced del más


fuerte. Siempre considerado un artesano, un obrero, un hom-
bre que vive del trabajo de sus manos. Vístete de sucia túnica y
toma el aspecto de un esclavo. Sostén en tus manos la palanca,
el cincel, el martillo y el buril, arrastrándote por el suelo, humi-
llándote en todos los aspectos, sin concebir un solo pensamien-
to digno de ser libre y noble.

Desde luego, no puede estar mejor planteado el conflicto


entre ser un artista y lo que hoy llamaríamos un escritor, un
intelectual, un periodista o un político, pero, por encima de
todo, el conflicto entre un saber manual y mecánico frente a
otro espiritual e inventivo. Con las debidas contextualiza-
ciones, no podemos afirmar que este conflicto no nos siga
concerniendo hoy, aunque siempre subsista la diferencia
abismal entre una sociedad esclavista y otra democrática.
De todas formas, en lo que concierne al arte, el testimonio
de Luciano aclara no solo la posición ambigua que afectaba
a sus practicantes en el mundo antiguo grecorromano sino
el destino histórico que les estaba reservado prácticamente
hasta llegar a nuestra época contemporánea. Así lo acredita,
entre otros muchos ejemplos, el contencioso que mantuvie-
ron los pintores españoles con la Hacienda del Rey a lo lar-
go del siglo xvn. Los sucesivos pleitos que se produjeron
entre aquellos y esta fue a costa de un antiguo tributo de al-
cabala, que gravaba toda compraventa con un 10 % del im-
porte de la mercancía, al cual estaban obligados todos los
miembros del tercer estado, mercaderes, artesanos o agricul-
tores; vamos, las clases entonces llamadas «serviles». En el
caso de la mayoría de los artistas, que no solo se limitaban a
producir obras para la venta sino que también se dedicaban
a transaccionar con la de sus colegas, se unía la doble condi-
ción de artesanos y mercaderes, con lo que parecía obvia su
obligación fiscal. La amplia documentación que al respecto
poseemos, nos ha permitido conocer las razones alegadas
por los artistas para obtener la exención de este impuesto,
girando todas ellas sobre la calificación del arte como una

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Vivir del arte: ¿vivir del aire?

práctica «noble» y no «servil», para lo que, además de los


preceptivos informes jurídicos redactados por los expertos
en la materia, añadían las declaraciones escritas por famo-
sos literatos y eruditos de la época que avalaban, sobre todo,
la nobleza de la pintura, quizás por haberse convertido esta
en la principal fuente del mercado de arte. Con esta procla-
mación del carácter «noble» y «liberal» del arte, que impli-
caba una actividad realizada por mor de la mera recreación
espiritual y sin que mediase interés económico alguno, se
trataba no solo de eludir una imposición fiscal gravosa sino
de elevar la condición social de los artistas a un nivel de hi-
dalguía. Simultáneamente, para corroborar esta pretensión,
los artistas trataron de cortar los últimos lazos que los man-
tenían uncidos al yugo de los gremios, buscando para ello la
alternativa de una nueva organización corporativa: las aca-
demias. Estas, que empezaron a extenderse por Italia duran-
te el siglo XVI y a difundirse por el resto del continente en la
centuria siguiente, tenían a gala no transmitir ninguna ense-
ñanza de naturaleza práctica sino solo discursos teóricos y
sus correspondientes debates. Sin detenernos en más detalles
sobre estos dos asuntos, vemos que recogen, quince o más
siglos después, el mismo nudo argumental argüido por Lu-
ciano de Samosata, aunque ahora en sentido inverso.
Aunque progresivamente, desde el Renacimiento, el pa-
pel del artista fue mejorando, siempre en la medida en que se
conseguía demostrar su estrecho parentesco con los enton-
ces considerados saberes liberales, codificados en el Medie-
vo como la gramática, la dialéctica, la retórica, la aritmética,
la geometría, la astronomía y la música, pero a los que se
añadieron, implícita o explícitamente, la teología, la filoso-
fía, la historia y, en general, la creación literaria, formando
el conjunto resultante el corpus doctrinal del saber humanís-
tico. De todas formas, aunque este parentesco entre las artes
plásticas y las humanidades quedó teóricamente acreditado
desde el siglo xv, cuando Leon Battista Alberti, a través de
sus tratados dedicados respectivamente a la pintura, la es-
cultura y la arquitectura, demostró que la práctica de cual-

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Ganarse la vida en el arte

quiera de estas actividades implicaba el dominio de todos


los saberes liberales antes citados, no tuvo un reflejo social
operativo completo hasta la caída del Antiguo Régimen.
Pero volvamos otra vez a los clásicos grecolatinos, en
este caso acercándonos a lo que escribe Plinio el Viejo, un
autor romano del siglo 1 d.C., autor de una obra monu-
mental, Natura/is historiae, que puede ser considerada
como la más importante enciclopedia del saber antiguo,
centrando su atención principalmente en el conocimiento de
la naturaleza. Pues bien, dentro de esta magna obra, que
consta de 37 libros, Plinio, además de abordar toda clase de
asuntos geográficos; zoológicos, botánicos, mineralógicos,
antropológicos, etc., reservó los libros XXXIII, XXXIV
y XXXV para tratar temas artísticos. Básicamente, Plinio
describe los materiales y técnicas empleados en la escultura
y la pintura, así como todo lo que se sabía de la historia de
estas dos artes y sus principales autores, de los que cuenta
múltiples anécdotas sobre su vida, fortuna, carácter y estilo,
todo lo cual nos avisa de la importancia que alcanzaron las
artes plásticas en el mundo clásico antiguo. Se trata, pues, de
la fuente más importante para conocer una información va-
riopinta de los artistas griegos y romanos, pero, además de
datos sustanciosos, Plinio hace comentarios críticos muy re-
levantes, de entre los cuales vamos a seleccionar alguno de
especial significación para lo que aquí más nos interesa. En
uno de ellos, hace mención a la «decadencia» de la pintura
en los siguientes términos:

Primero diré lo que queda por añadir de la pintura, arte ilustre


antaño, cuando interesaba a reyes y ciudadanos, y que hacía
célebres a los que consideraba dignos de pasar a la posteridad,
pero que ahora se ha visto relegada totalmente por los mármo-
les y también por el oro[ ... ] Ya no gustan los paneles pintados
ni los espacios que dilataban los montes hasta la misma habita-
ción [... ]Lo cierto es que la pintura de retratos, por la que se
trasmiten a la posteridad representaciones extraordinariamen-
te fieles al original, ha caído totalmente en desuso [... ] Así, al

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Vivir del arte: ¿vivir del aire?

conservarse la efigie de un individuo, no perduran sus propios


rasgos sino los de su dinero. Y así sucede, de hecho: la desidia
ha destruido el arte.

Este texto es sorprendente, porque un asunto que cree-


mos tan de actualidad, como lo es el de la decadencia, la
muerte y el anacronismo de la pintura, nos viene formulado
por un autor romano de hace dos mil años, el cual lo atribu-
ye encima a la preeminencia del valor económico de los ma-
teriales sobre el del ingenio creador. Pero hay algo más, entre
lo mucho que dice Plinio sobre el arte, que merece ser resal-
tado, entre otras cosas porque se contrapone a la visión de lo
escrito después por Luciano de Samosata acerca de la natu-
raleza mecánica y servil de la práctica artística. Al relatar la
vida de un artista llamado Pánfilo, Plinio afuma lo siguiente:

[... ] Por influencia suya, primero en Sición y después en toda


Grecia, se logró que los niños libres recibieran enseñanza, an-
tes de cualquier otra cosa, de las artes gráficas, esto es, de la
pintura sobre tablas de boj, y este arte se admitía como primer
grado de la educación liberal. Lo cierto es que siempre tuvo el
prestigio de ser practicado por los hombres libres y más tarde
por personajes de alto rango y de haber estado siempre vetado
a los esclavos.

Si las interpretaciones de estos dos autores, Plinio el Vie-


jo y Luciano de Samosata, que pertenecían a una misma
cultura aunque mediase entre ellos un tiempo, son tan dife-
rentes al juzgar el papel y el valor del arte es porque el asun-
to era polémico. Hay otros muchos testimonios, a lo largo
del muy prolongado periodo histórico del mundo clásico
antiguo, que reflejan esta misma dicotomía, que tampoco se
zanjó en épocas posteriores y que, incluso ahora, en pleno
desarrollo de nuestra revolucionaria era, perduran con otros
matices.
Quizás el único paréntesis histórico significativo al res-
pecto es el producido por la Edad Media, donde propiamen-

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Ganarse la vida en el arte

te no se puede hablar de arte, al menos con el molde que se


creó en el mundo clásico y que después se restauró a partir
del Renacimiento. El problema del arte medieval para ser
tomado como tal es que la mayor parte de sus formidables
creaciones no responden al patrón de la belleza, sino al de la
fe religiosa. En este sentido, las catedrales, románicas o góti-
cas, no son obras de arte, sino monumentos de una ardiente
fe colectiva. Apenas si nos quedan rastros personalizados de
sus autores, porque la responsabilidad de su ideación y eje-
cución era fruto de toda una comunidad, organizada de for-
ma gremial, donde la personalidad individual no tenía la
suficiente importancia para imponerse al cuño del grupo. En
los grandes monumentos religiosos, apenas si nos resta la
huella masónica de los canteros, pero en las restantes mani-
festaciones artísticas, de naturaleza más profana, ocurre
otro tanto: sabemos qué gremios o en qué lugares realizaban
mejor tal tipo de trabajo, pero casi nunca conocemos la fir-
ma de un autor singular. Este trabajo anónimo, que demues-
tra una estrecha colaboración entre un número indetermi-
nado de ejecutantes, llegó a producir cierta fascinación al
comienzo de nuestra época, rabiosamente individualista, de
tal modo que quiso recrear este ideal de fraternidad creado-
ra para así calmar la fuerte ansiedad de una competitividad
desbocada por la pugna comercial de los multiplicados egos.
Significativamente, durante la primera mitad del siglo XIX,
surgieron movimientos, como el de los Nazarenos alema-
nes o los Prerrafaelitas británicos, en los que se ensayó, sin
demasiado éxito, la fórmula de una creación comunitaria
anónima. Y, en cierta manera, subsisten estos mismos anhe-
los hasta hoy, sea a través de los grupos de vanguardia
u otras formas de creación colectivas, pero es difícil que so-
brevivan como tales cuando la marca registrada triunfa co-
mercialmente.
En realidad, aunque el arte, a partir del Renacimiento,
fue consolidando su prestigio social, económico y político,
no se produjo un verdadero cambio en el modo de ganarse
la vida mediante su práctica hasta nuestra época. Es cierto

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 29

que el mecenazgo aristocrático-eclesiástico elevó la dignidad


y el patrimonio de ciertos artistas hasta cumbres insospe-
chadas. La riqueza y la fama de algunos, como Miguel Ángel
o Tiziano, todavía nos resultan asombrosas, pero, aún prac-
ticando un arte estimado ya como noble y liberal, ni siquiera
ellos fueron realmente libres. Para que de verdad lo pudie-
ran ser hacía falta la creación previa de un público.
Pero antes de abordar esta cuestión crucial de la creación
de un público para el arte o, si se quiere, de la proyección
pública del arte, algo tenemos que decir sobre cómo se gana-
ban la vida los artistas durante el Antiguo Régimen, además
de lo que ya se ha apuntado sobre su posición social. Aun-
que es difícil a la par que problemático generalizar sobre
estos asuntos incluso en la Europa más transparente a partir
del Renacimiento, el conjunto de realidades existentes si-
guió siendo de lo más diverso en todos los ámbitos. En cual-
quier caso, se fue imponiendo el modelo de mecenazgo ecle-
siástico-cortesano que, en ocasiones, lograba abducir por
completo a un artista en un círculo determinado mediante
una renta o cargo, pero, por lo general, los artistas buscaban
la protección sucesiva o simultánea de varios señores o ins-
tituciones. Este alto grado de integración cortesana estaba
reservado a muy pocos, los considerados como indiscutible-
mente más excelentes, pero estos y, por supuesto, el mayori-
tario resto, aprovechan todas las posibles fuentes de ingreso
a su alcance: contratos para encargos puntuales, que podían
tener unos niveles de exigencia y alcanzar una duración muy
diferentes, compraventas de obras propias y ajenas en un
mercado incipiente y cualquier otra forma de comercializa-
ción. Es muy ilustrativo al respecto el viaje que emprendió
Alberto Durero en 1520-1521 por los Países Bajos, porque
el móvil principal fue lograr que el nuevo emperador Car-
los V le renovase la pensión que le había otorgado su predece-
sor Maximiliano, pero, gracias al diario que escribió el artista
sobre este viaje -con notas de gastos sobre todo, aunque tam-
bién con otros datos muy interesantes- vemos cómo apro-
vechaba toda ocasión que tuvo al alcance: hacer retratos,

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30 Ganarse la vida en el arte

estampar y vender grabados, intercambiar obras, establecer


relaciones, etc. Se han conservado muchos modelos de con-
tratos y tenemos asimismo noticias de los pleitos entre las
partes contratantes, lo cual nos ha permitido conocer singu-
lares pormenores de las relaciones entre los comitentes y los
artistas, además de la evaluación económica concreta del
precio de las obras. Desde nuestro punto de vista actual,
quizás lo más sorprendente son las especificaciones del en-
cargo, descendiendo a los detalles más nimios, como el tipo
y calidad de pigmentos que habrían de ser utilizados, los
soportes donde se habría de pintar, con detalles muy concre-
tos sobre su naturaleza, como la madera según el árbol y su
entallamiento, tamaño, etc., por no hablar ya de la forma
como debía ser abordado el tema, la cantidad de figuras, el
fondo que las agrupaba y un sinfín de avatares materiales,
entre los que se contabilizaba todo, desde el tiempo previsto
para la entrega, con sus respectivas penalizaciones si la de-
mora no estaba justificada, hasta, si se daba el caso, el nú-
mero de colaboradores y ayudantes, especificando estricta-
mente su función. A partir de ello lo que nos queda claro es
que no se dejaba nada al azar o a la improvisación en un
momento en que el artista se tenía que fabricar todo, empe-
zando por los útiles para hacer la obra y cuantos elementos
esta requiriese. En suma: que se negociaba todo, lo que ape-
nas sí dejaba un estrecho margen irrelevante para la libertad
creadora del artista, algo que hoy nos resulta opresivo, aun-
que también nos indica que jamás ha habido una compene-
tración más íntima entre el comitente y el artista. En este
sentido, jamás cliente alguno ha tenido después una partici-
pación más directa en el resultado final de la obra, y, por
tanto, posteriormente tampoco nadie ha tenido jamás una
responsabilidad creadora semejante.
Es cierto que, con el paso del tiempo, los artistas consa-
grados empezaron a sentirse progresivamente incómodos
con tan férrea tutela, que era paradójicamente más insu-
frible cuanto más generosa. Tal fue el caso de los artistas que
llegaban al máximo dentro de este escalafón cortesano

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Vivir del arte: ¿vivir del aire?

que era entrar al servicio exclusivo de algún poderoso mo-


narca. El ejemplo al respecto más a mano es el de Velázquez,
cuya biografía y trayectoria artística estuvo supeditada a Fe-
lipe IV, que le amparó mediante cargos cortesanos de cre-
ciente importancia y gratificación, culminando la carrera del
pintor con la concesión del título de caballero de la Orden
de Santiago por expresa e inapelable voluntad del Rey, pese
a habérsele denegado por la comisión oficial interesada en el
asunto. Aplicando criterios anacrónicos actuales, es cierta-
mente difícil comprender esta carrera cortesana del genial
artista y, aún más, su obsesión por obtener la prebenda no-
biliaria antes citada. Ayuda a entender esto último la necesi-
dad de que hubiera un reconocimiento fáctico de la nobleza
intrínseca que acompañaba dedicarse al arte, pero, sobre
todo, es imprescindible no obviar cómo, en el Antiguo Régi-
men, los cargos cortesanos y los títulos de nobleza llevaban
aparejadas rentas materiales, que desbordaban el simple
prurito de satisfacer un orgullo hidalgo. En cualquier caso,
el triunfo cortesano de Velázquez, que alcanzó una cota sin
parangón en el momento histórico en que vivió, no dejaba
de estar lastrado por obligaciones agobiantes, de las que el
pintor sevillano trató de zafarse mediante sus viajes a Italia,
donde encontró un reconocimiento y una libertad para él
hasta entonces insospechados. Es, por tanto, lógico que Ve-
lázquez admirase la posición de Rubens, comparativamente
más holgada e independiente, pero, fuera como fuese, nun-
ca hasta el punto de sacrificar la suya propia, que era, por
su parte, envidiada por la mayoría de sus colegas contem-
poráneos.
Sea como sea, las dudas sobre su situación que asediaron
a Velázquez y a otros grandes artistas del siglo XVII segura-
mente no habrían existido sin la creciente pujanza del mer-
cado artístico, cuyo poder pronto se convertiría en hegemó-
nico. En el fondo, como no podía ser menos, el mercado de
arte había existido desde siempre, pero debía darse un paso
más allá de lo hasta entonces históricamente recorrido para
convertirse en la instancia, no digo ya dominante sino exclu-

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Ganarse la vida en el arte

yente, algo que no se produjo hasta nuestra época, cuyos


orígenes datan del siglo xvm.
De una u otra manera, como acabamos de señalar, el
hombre ha mercadeado con cualquier cosa desde siempre y,
por consiguiente, también con el arte, pero la apoteosis de lo
mercantil no se alcanza hasta la época moderna y, en espe-
cial, la nuestra, la contemporánea, en la que el mercado aca-
para el dominio público. De esta manera, a la pregunta
«¿qué es el público?» podríamos responder que el triunfo de
la producción y el consumo anónimos con un alcance uni-
versal, con lo que la instancia de lo público y lo mercantil se
identifican. Antes de nuestra era, por supuesto, existía mer-
cado de arte, pero, insistimos, este debía alcanzar una dimen-
sión pública para que su hegemonía fuera verdaderamente
operativa. Para que lograse esa dimensión pública debieron
concurrir diversos factores modernizadores: el primero, el
de una auténtica secularización de la sociedad; es decir, de
una sociedad sin otra creencia que la dictada por los cam-
bios, regida por el paso del tiempo. El término «moderno»
no significa otra cosa que «lo hecho al modo de hoy», lo
«actual», lo que, aplicado al arte, implica la necesidad de
una permanente innovación, cambios o modas. Un arte así
no puede estar aherrojado por valores intemporales, inmu-
tables; no puede, en conclusión, someterse a «canon» alguno,
que fija los valores de una vez para todas, sino consumirse
en el perpetuo movimiento del cambiar por el cambiar en un
régimen de libertad que lo propicie. El perpetum movile de
la circulación.
Pero ¿cómo se hizo operativa en el arte esta proyec-
ción pública de su circulación mercantil? El primer paso fue
el de la creación de los salones, plural del Salón Cuadrado
del Louvre, donde tuvieron lugar las primeras exposiciones
públicas de naturaleza temporal. Antes, existían las colec-
ciones de arte y los gabinetes de curiosidades, atesorados
por reyes y aristócratas de primer rango, pero no eran vistas
nada más que por invitados o visitantes autorizados; en pu-
ridad, carecían de público. Las exhibiciones artísticas que

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 33

tuvieron lugar en el Salón Cuadrado del Palacio del Louvre


no se habrían producido si Luis XIV no le hubiera asignado
este lugar a los artistas académicos, y no lo hubiera hecho de
no haberse nacionalizado previamente la Academia de Be-
llas Artes, que así cobró un carácter oficial y se convirtió en
el vehículo normativo del «gusto francés».
De todas formas, para aclarar más la cuestión, hay que
señalar que las academias artísticas, que -como antes se
apuntó- proliferaron por Europa Occidental a partir del si-
glo XVI y se consolidaron en la centuria siguiente, tenían por
costumbre que los miembros electos donasen una obra prin-
cipal a la institución con la finalidad de que sirvieran de ejem-
plo para los aprendices y estudiosos. Con ello, y con los dis-
cursos teóricos, enfatizaban ese nuevo espíritu moderno que
las diferenciaba radicalmente de los gremios. En cualquier
caso, la colección de los maestros académicos y sus disquisi-
ciones teóricas no traspasaban los muros del círculo cerrado
de sus componentes y benefactores. Es verdad que algunas de
estas obras eran estampadas y los debates dados a la impren-
ta, con lo que alcanzaban cierta proyección públiea, pero aún
faltaba para que pudiese producirse un acceso público direc-
to a la contemplación de los cuadros y esculturas atesorados
en la institución académica. Para que se produjese ese autén-
tico acceso público a este material artístico era imprescin-
dible que todo el mundo que lo deseara pudiese hacerlo sin
restricción y en unas condiciones adecuadas. A este fin se
crearon los salones, cuyo contenido debía ser, además, reno-
vado periódicamente si se deseaba que el público tuviese una
información crónica, esto es, temporal de lo que iba pasando
en el arte francés. De esta manera, al filo de 1700, se inició la
costumbre de la exhibición pública periódica de lo que el ju-
rado académico estimaba como más valioso entre lo realiza-
do por los miembros de la institución o quienes aspiraban a
serlo. Se señaló un lugar, el ya mencionado del Salón Cuadra-
do del Louvre, y una fecha, la de San Luis, patrón de Francia,
iniciando su trayectoria con una periodicidad bienal que, al
cabo del tiempo, se convirtió en cita anual.

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34 Ganarse la vida en el arte

Jurado y público, selección normativa y opinión: con los


salones ya nos encontramos de lleno con la matriz polémi-
ca que acompaña hasta hoy el destino del arte; pero, sobre
todo, nos encontramos con un arte que se ha convertido en
materia de debate, de discusión, de controversia. Nos halla-
mos así, pues, con un escenario democrático, con un jurado
popular. Por de pronto, un dato muy a tener en cuenta fue el
respaldo social a esta iniciativa, que suscitó una atención
insospechada. ¿Qué fue lo que más reclamó esa atención?
¿Quizás, como parece lógico suponer, las obras de arte ex-
hibidas allí? ¿O mejor, quizás, esa atención dispensada ino-
pinadamente por el público, de procedencia muy diversa,
que acudió en masa a cada convocatoria? ¿Era el espectáculo
de las obras de arte o era el espectáculo de la gente que se
agolpaba para contemplarlas, aunque no tuviera un criterio
previo mínimamente formado al respecto? La inquisición
propuesta por estos interrogantes viene encadenada por los
primeros testimonios que suscitaron los salones, como el
que nos proporcionó Mathieu-Fran~ois Pidansant de Mai-
robert en un comentario a una de estas exposiciones cele-
bradas en pleno siglo XVIII, porque una parte significativa
del texto que escribió está dedicada a describir al público
que abarrota el lugar, más que al juicio crítico sobre las obras
exhibidas en él. El texto en cuestión está fechado en 1777 y
reproduzco a continuación parte de su contenido:

Se emerge, como de una trampa, a través del hueco de una es-


calera, siempre congestionada de gente a pesar de su anchura
considerable. Escapados de este angustioso pasaje, no pode-
mos recuperar el aliento antes de vernos sumergidos en un
abismo de calor y en un remolino de polvo. Un ambiente tan
pestilente e impregnado de las exhalaciones de tanta gente en-
fermiza que debería al cabo del tiempo producir o un rayo o
una peste. A fin se siente uno ensordecido por un ruido conti-
nuo como el de las olas que estallan en un mar airado. No
obstante, hay algo que puede deleitar a un inglés: la mezcolan-
za, los hombres y las mujeres juntos, de todos los órdenes, de

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 35

todos los rangos del Estado ... Este es quizá el único lugar pú-
blico de Francia donde nuestro inglés pudiera encontrar esa
preciosa libertad visible en Londres. Este espectáculo maravi-
lloso me agrada incluso más que las obras expuestas en este
templo de las artes. Aquí el saboyano que vive de sus chapuzas
se codea con el ilustre noble acicalado en su cordon bleu; la
pescadera intercambia sus aromas con la dama de alcurnia,
obligándola a taparse la nariz para combatir el fuerte olor a
brandy barato que la invade; el rudo artesano, guiado solo por
su instinto, salta con una justa observación, al oír la cual un
imbécil ingenioso casi estalla de risa solo por la razón del cóico
acento con que ha sido expresada; mientras tanto, un artista,
oculto, entre la multitud, desmade¡a el último significado de
todo esto y procura sacar provecho.

Antes de comentar esta enjundiosa descripción del públi-


co asistente a un salón del siglo xvm, hay que apuntar algo
sobre la personalidad profesional de quien la escribió, por-
que Pidansant de Mairobert era un periodista, sobre cuyas
hechuras se generó lo que hoy conocemos como un crítico
de arte, actividad esta inseparable del medio en que se ex-
presó y, por supuesto, de la existencia de las exposiciones
temporales. Denominados también en Francia «cazadores
de novedades» y «libelistas», los escritores de publicaciones
periódicas, procedentes de la baja nobleza, segundones, ex-
claustrados o burgueses no demasiado amantes del impla-
cable trabajo ordenado, se ganaban la vida mediante la
movilización de la opinión pública por una razón o por
otra, y, claro, sin plantearse un escrúpulo excesivo al poner
su pluma al servicio del mejor postor. No es, pues, extraño
que derivasen su interés vicario a cualquier tema público de
actualidad, que, en el contexto de una sociedad cada vez
más secularizada, exigía más opiniones que dogmas. Tal era
el caso del arte, sobre todo, cuando alcanzó esa notable pro-
yección pública que le otorgó el salón. No se trataba ya solo
del gentío sin formación específica que acudía al salón cada
año y necesitaba saber en qué o en quiénes fijarse y qué decir

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Ganarse la vida en el arte

sobre ello, sino al número indeterminado de lectores que no


habían tenido la oportunidad de visitarlo directamente por
no estar en París en las fechas indicadas y deseaba estar in-
formado de lo que allí ocurría. Para este inmenso público
escribían los periodistas y, entre ellos, los críticos de arte,
que para dedicarse a tal menester no necesitaban ser unos
expertos, porque los destinatarios de sus críticas no eran los
artistas, sino el público, que no estaba ávido de conocimien-
tos técnicos ni de complejas teorías estéticas. Por otra parte,
siendo el salón una fuente constante de novedades, al cam-
biar el contenido de lo exhibido año a año, predominaba en
la naciente crítica de arte la información, que muchas veces
se ceñía a consignar el comportamiento y las reacciones
de los visitantes, como hemos visto en la crónica reseñada de
Pidansant de Mairobert. De esta manera el público se con-
virtió en el gran protagonista, pues su juicio se imponía al
del temido comité o jurado de selección. Hasta entonces el
establecimiento de una reputación implicaba por parte de
un artista una amplia trayectoria, pero, a partir de la pro-
yección pública del arte, la reputación o su pérdida se podía
dirimir durante los meses que duraba un salón. De hecho, la
expresión «éxito de escándalo» se acuñó en esa época y en
ese medio. El propio término «éxito», derivado de la pala-
bra latina exit, que significa «salida», es muy elocuente por-
que de lo que deseaban salir cuanto antes los artistas era del
anonimato, la peor pesadilla para quien vive del público.
Aunque de una manera forzosamente rápida y sin mati-
ces, con lo hasta aquí apuntado se comprende la revolución
que vivió el arte en ese momento histórico que cambió por
completo el destino y la forma de ganarse la vida de los ar-
tistas, cuya compensación económica dependía de la fama
adquirida, que era revalidada no tanto por sus colegas o
expertos autorizados sino por el apoyo del público.
Por lo demás, este cambio revolucionario lo fue también
en otro aspecto: frente al estrecho pacto que vinculaba al
artista con su comitente, tal y como se producía en los con-
tratos tradicionales, a partir de ahora la relación personal

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 37

del artista con el desconocido propietario final de su obra


era, por fuerza, nula. Se ignoraban mutuamente y el even-
tual nexo que los relacionase era aleatorio e impredecible. El
nuevo sistema, el del mercado, no dejaba de tener alicientes
para el artista, principalmente porque en principio nada
constreñía su libertad de creación, pero tampoco conseguía
ya obtener ninguna razón directa de su éxito o de su fracaso,
lo cual habría de convertirse en una permanente fuente de
ansiedad.
Sea como fuere, la nueva situación ensanchó el horizonte
social y económico del artista como nunca antes se había
podido concebir. Multiplicó exponencialmente su clientela y
le liberó, cuanto menos, del yugo inmediato de los protecto-
res y mecenas. De esta manera el artista vio trocar su suerte,
desde su ancestral posición dudosa, cuando no vergonzan-
te, hasta convertirse en una figura aureolada por la fama y
envidiada. Por otra parte, gozó de un estatuto social excep-
cional, en el que se toleraba su trabajo «irregular», su insegu-
ridad económica, su vida bohemia y hasta su moral al mar-
gen de cualquier orden establecido. Es, pues, normal que los
aspirantes jóvenes a esta profesión hasta entonces conside-
rada dudosa y poco recomendable se multiplicasen hasta
hacer reventar la oferta a través de los famosos salones.
Como ilustración del incremento progresivo del valor
del artista no hay sino que repasar el portentoso aumento del
número de vocaciones y la procedencia social de las mismas.
Hasta el siglo xrx, la mayoría de los artistas procedían de
familias modestas, la mayor parte adscritas a estamentos ar-
tesanales; pero, a partir de entonces, proliferaron entre los
aspirantes los miembros de medios burgueses e incluso aris-
tocráticos. Hay muchísimos datos que así lo avalan, como,
entre otros, que los artistas se convirtiesen en protagonistas
de novelas, el género literario triunfante en nuestra época,
pero, sobre todo, que el constantemente ampliado cauce del
salón nunca tuviese la holgura suficiente para poder acoger
la riada de artistas nuevos. Hay al respecto un testimonio
literario muy elocuente en la novela titulada Pierre Grassou,

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Ganarse la vida en el arte

de Balzac, autor de otros muchos relatos romancescos que


convierten a un artista en un héroe. Pues bien, en el preám-
bulo de dicha novela, Balzac se dirige al lector para comen-
tar su preocupación por el tropel de artistas admitidos en el
salón:

Siempre que fuisteis a ver en serio la exposición de escultura y


pintura que se ha celebrado desde la revolución de 1830, ¿no
experimentasteis un sentimiento de inquietud, aburrimiento y
tristeza ante aquellas largas galerías atestadas? Desde 1830 no
existe ya el Salón. Por segunda vez el pueblo de artistas que en
él se han mantenido ha tomado el Louvre por asalto. Ofrecien-
do antaño la flor de las obras de arte, suponía el Salón los más
grandes honores para las creaciones que en él se exponían. En-
tre los doscientos cuadros elegidos, el público, a su vez, elegía;
manos desconocidas otorgaban una corona a la obra maestra.
Surgían discusiones apasionadas a propósito de un lienzo. Los
insultos prodigados a Delacroix o a Ingres no contribuyeron
menos a su fama que los elogios y el fanatismo de sus parti-
darios. Hoy, ni el público ni la crítica se apasionan ya por los
productos que en ese bazar se exhiben. Obligados a elegir allí
donde en otro tiempo se encargaba el Jurado, se les cansa en
ese trabajo la atención y, al terminar su tarea, ya se clausuró la
Exposición. Hasta 1817 los cuadros admitidos no pasaban de
las dos columnas primeras de la larga galería donde figuran las
obras de los viejos maestros, y este año llenaron todo ese espa-
cio, con gran asombro del público. El género histórico, los cua-
dros de género propiamente dicho, los cuadros de caballete, el
paisaje, las flores, los animales y la acuarela, esas siete especia-
lidades no podrían ofrecer más de veinte cuadros dignos de la
mirada del público, que no puede conceder su atención a un
número mayor de obras. Según ha ido aumentando el número
de artistas, debía el Jurado de admisión haberse mostrado más
exigente. Pero todo esto se perdió desde que el Salón se prolon-
gó en la Galería. El Salón debía de haber quedado como un
lugar determinado, restringido, de dimensiones inflexibles, en
el que cada género hubiese expuesto sus obras maestras. Una

Fundación Juan March (Madrid)


Vivir del arte: ¿vivir del aire? 39

experiencia de diez años ha demostrado la bondad de la insti-


tución antigua. En vez de un torneo, tenéis ahora un motín; en
lugar de una exposición gloriosa, un bazar bullicioso, y en vez
de una selección tenéis la totalidad. ¿Y qué es lo que pasa? Pues
que sale perdiendo el gran artista[ ... ] Por una rara casualidad,
desde que se abrió la puerta a todo el mundo, se ha hablado de
la mar de genios desconocidos [... ] Mientras que ahora, que
cualquier estropeador de lienzos puede enviar allí su obra, no
se habla de otra cosa sino de artistas incomprendidos. Allí don-
de no hay juicio, no hay tampoco cosa juzgada. Por más que
hagan los artistas, siempre volverán a ese examen que reco-
mienda sus obras a la admiración del público para el cual tra-
bajan. Sin la selección de la Academia, ya no habrá Salón; y sin
Salón, está expuesto el Arte a perecer. Desde que el libreto (el
catálogo de la exposición) se ha convertido en grueso librote,
se dan muchos nombres que quedan en la oscuridad, pese a la
lista de los diez o doce cuadros que los acompañan.

A pesar de las aprensiones de Balzac, el salón no solo no


dejó de crecer en el número de admitidos, sino que multipli-
có sus instancias. En el Segundo Imperio, se creó, por ejem-
plo, el Salón de los Rechazados, cuyo morbo atrajo a un
mayor número de visitantes que el oficial, comparativamen-
te más aburrido. Después, con la iniciativa privada de por
medio, se fueron creando salones alternativos, que se auto-
denominaron de las formas más diversas: de Independien-
tes, de Primavera, de Otoño, etc. Finalmente, ya en el último
tercio del XIX, se creó el sistema de galerías privadas que aún
hoy maneja una parte sustancial de la oferta artística. En
cualquier caso, esta, en definitiva, democratización del arte
se ha demostrado como una marea imparable que, si ha di-
versificado la oferta, ha aumentado también la confusión
del público, que literalmente ya no se sabe a qué carta que-
darse. Hay que tener en cuenta que no solo produce un
natural desconcierto la naturaleza polémica con que ya se
presenta el arte, sino que, al margen de la cuestión del gusto
y hasta del criterio, se entremezclan cada vez más intereses

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Ganarse la vida en el arte

espúreos en la medida de que la pujanza comercial del arte


lo ha convertido en un sector de inversión y especulación.
Por último, tampoco se puede obviar el fuerte apoyo institu-
cional del que ha gozado el arte a lo largo de toda nuestra
época, en la que se han multiplicado los museos públicos, las
salas de exposiciones, los grandes eventos exhibitivos, las fe-
rias, etc., así como, en general, una masiva difusión de lo
artístico no solo a través de la educación.
De todas formas, ¿qué ha significado todo este aparato
para mejorar el modo de ganarse la vida de los artistas? No
es esta una pregunta de fácil respuesta porque, para contes-
tarla adecuadamente, habría que tener en cuenta muchos
factores al margen de los resultados brutos que nos propor-
ciona un mercado, por otra parte todavía bastante opaco.
Entre los considerandos complementarios habría que con-
tar, por ejemplo, con los múltiples apoyos institucionales,
públicos o privados, de los que hoy disfruta un artista. Me
refiero a las becas y ayudas económicas de muy variado tipo
de las que hoy gozan incluso artistas que aún no han inicia-
do su carrera profesional. Hay asimismo una importantísi-
ma suma de compras institucionales, que no se hacen con
fines lucrativos. En cualquier caso, sean cuales sean todas
estas fuentes de compensación económica alternativas a lo
que genera el mercado por sí mismo, no cabe engañarse en
relación a un punto crucial: hoy en día el número de los que
se declaran artistas y aspiran a vivir de ello constituye una
cifra, sin exagerar, millonaria. En este sentido, creo que la
gran mayoría de los que en la actualidad emprenden este
camino profesional no pueden vivir de lo que les renta su
actividad que, en bastantes casos, les obliga a abandonarla,
y, en otros, a buscarse simultáneamente otras fuentes de in-
gresos que les permita así sobrevivir materialmente. Es ver-
dad que hay un significativo número de excepciones a esta
regla general, pero no cambian la realidad de fondo: la falta
de equilibro entre una oferta que sigue desbordando con
mucho la creciente demanda. ¿Estamos entonces igual o
peor que en épocas anteriores? Lo que estamos es en una si-

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Vivir del arte: ¿vivir del aire? 41

tuación radicalmente diferente porque, como hemos suge-


rido, aunque siga siendo muy difícil ganarse la vida en el
arte o con el arte -esto es, vivir del arte- la sociedad actual
proporciona muchas más alternativas para sobrellevar el
problema.
¿Se puede vislumbrar alguna solución factible para resol-
ver el problema de la viabilidad profesional del arte sin frus-
trar de antemano las expectativas de la inmensa grey de
quienes se sienten atraídos por esta actividad? Personalmen-
te no considero que pueda haber una solución práctica,
material o funcional para este problema, entre otras cosas
porque, como lo hemos sugerido desde el principio, el arte
es en sí mismo un problema. Por de pronto está en cuestión
su misma utilidad, pero también lo está actualmente su defi-
nición y su finalidad, con lo que en nuestro mundo es casi
imposible perfilar de manera estable cómo ha de ser la tra-
yectoria profesional de un artista para que sea rentable.
Quizás, en definitiva, vivir del arte, ayer y hoy, sea un poco
como vivir del aire, con todo lo que esto último implica: por
un lado, poder elevarse a unas cotas vivenciales de creativi-
dad que les están vedadas a la inmensa mayoría de los traba-
jadores, pero también, a diferencia de estos, tener muchas
más posibilidades de estrellarse. Por lo demás, ¿no es acaso
la inspiración, en efecto, una forma de vivir del aire?

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Fundación Juan March (Madrid)
EL PARADÓJICO MUNDO DE RUBENS
Alejandro Vergara Sharp

Vista desde la distancia, la vida de Rubens tiene una apa-


riencia casi perfecta. Fue el artista más admirado de su tiem-
po gracias a su arte y también a su forma de comportarse, y
acumuló una importante fortuna. Aunque vivió algunos
episodios dolorosos, su vida familiar y sentimental estuvo
llena de felicidad. Rubens suscita la idea de plenitud y de
vitalidad, y su vida parece exenta de épica y de drama -cu-
rioso en un artista tan dotado para la representación de
emociones exaltadas.
Sin embargo, si nos abstraemos de los prejuicios que
emanan de su suculenta pintura y de la imagen que creó de
sí mismo, vislumbramos una vida llena de esfuerzo. Rubens
tuvo que luchar por sacar el máximo partido a su talento,
como cualquier persona que se fije objetivos ambiciosos.
Pero sus mayores obstáculos fueron consecuencia de su con-
texto cultural, social y económico. La actividad principal de
su vida fue la de pintar, en una época en que a los pintores,
por antiguos prejuicios hacia las clases artesanales, les era
difícil ascender la escala social. Su mentalidad emprendedo-
ra y financiera, que era señal de identidad de un hombre
moderno para su tiempo, chocaba con los prejuicios aristo-
cráticos de la sociedad cortesana, el ámbito en el que escogió
vivir su vida y desarrollar su actividad.
En este ensayo dirigiremos la mirada hacia la infancia, la
formación del pintor flamenco, y el contexto en el que vivió
y trabajó. Allí encontraremos las circunstancias a las que
tuvo que sobrevivir y adaptarse, y las experiencias que más
contribuyeron a definir su mentalidad y su comportamiento.

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44 Ganarse la vida en el arte

La infancia de Rubens
La vida se le presentó a Rubens con tempranas dificultades
que debieron de pesar en el ánimo con el cual se embarcó en
el empeño de convertir su vocación en práctica, y en la acti-
tud con la cual desempeñó su profesión durante toda su
vida. El padre de Pedro Pablo Rubens, Jan Rubens, fue un
abogado eminente y cosmopolita (estudió abogacía prime-
ro en Lovaina, y desde l 5 50 en Padua y Roma), que ocupó
puestos públicos en la administración municipal de Ambe-
res. La profunda crisis política y religiosa que vivieron los
Países Bajos a mediados de siglo desembocó en la rebelión
contra la Monarquía española, y acabó con la estabilidad de
la familia Rubens, como con la de tantas otras. En 1568,
tras ser reconquistada Amberes por las tropas del tercer du-
que de Alba, Jan Rubens fue interrogado por sus simpatías
calvinistas y, como muchos otros residentes de la ciudad, se
vio forzado a exilarse (las cifras demuestran el trauma que la
guerra supuso para la ciudad, que pasó de tener lOo.ooo ha-
bitantes en 1567 a 42.oooen 1591). A finales de 1568 o prin-
cipios de l 569, Jan Rubens, su mujer Maria Pypelinx, hija
de un mercader de tapices, y los cuatro hijos que ya tenía el
matrimonio, entre los cuales aún no estaba el futuro pintor,
salieron de la ciudad y se trasladaron a Colonia. Allí Jan
entró a trabajar como secretario y consejero al servicio de
Ana de Sajonia, esposa de Guillermo de Orange, el líder
de la revuelta de las Provincias Unidas del Norte de los Paí-
ses Bajos contra la Monarquía española. En el verano
de l 570 Jan Rubens y Ana de Sajonia se convirtieron en
amantes (de su relación nacería un hijo). Al poco tiempo
fueron descubiertos, y él fue encarcelado acusado de adulte-
rio, y condenado a muerte.
Maria Pypelinx dedicó años de esfuerzo a conseguir la
liberación de su marido. La correspondencia que existe en
torno a este asunto incluye cartas en las que informa a su
esposo del dolor que la noticia ha causado a su familia en

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El paradójico mundo de Rubens 45

Amberes, y de su propio sufrimiento («como dice la gente,


aparentar alegría en la tristeza es lo más doloroso»), y le
ofrece perdón («¿Cómo puede mi corazón estar disgustado
contigo, que te encuentras en peligro, cuando daría mi pro-
pia vida para salvarte?»). En una carta al conde de Nassau,
bajo cuya custodia estaba encarcelado su esposo, escribió:
«No puedo dejar pasar la Pasión de Jesucristo sin rezar por
la liberación de mi esposo. Si Su Excelencia nos dirigiese su
mirada misericordiosa y nos permitiese reunirnos de nuevo,
no sólo por el bien de mi marido ... sino también por el
mío ... y por el de mis pobres hijos, que no sólo han visto la
ruina de su padre sino también el dolor de su madre».
Durante algún tiempo el futuro debió de parecer angus-
tiosamente incierto. En una de sus cartas a María, Jan Ru-
bens escribió: «Si se ejecuta mi sentencia de muerte debes
decirles a tus padres que he sido enviado a otro país». En la
primavera de 1573 le fue levantada la pena de muerte a Jan
Rubens, y poco después la de cárcel. Tras el pago de una
fianza, quedó en arresto domiciliario en la ciudad alemana
de Siegen. La familia sobrevivió gracias a las pequeñas ga-
nancias que la madre conseguía alquilando habitaciones en
su casa y comprando y vendiendo alimentos. Con frecuen-
cia las autoridades tuvieron que advertir a Jan Rubens que
no rompiese las estrictas condiciones de su arresto salien-
do de su domicilio. También durante este tiempo, en junio
de 1577, el día de San Pedro y San Pablo, nació el sexto hi-
jo de la familia, el pintor que es el protagonista de este texto.
En 1578 Jan Rubens fue perdonado, aunque no autori-
zado a regresar a los Países Bajos (Ana de Sajonia había
muerto y el príncipe de Orange se había vuelto a casar; el
asunto Jan Rubens había perdido importancia). La familia
Rubens se trasladó a Colonia, donde el padre consiguió ejer-
cer de nuevo como abogado, y donde el futuro pintor residi-
ría hasta 1589.
Es fácil imaginar que las extraordinarias circunstancias
que vivió la familia de Rubens debieron de condicionarle de
alguna forma. Tal vez sea sintomático que ninguna de las

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Ganarse la vida en el arte

biografías tempranas de Rubens (ni las notas que escribió en


torno a 1670 un sobrino suyo, ni la biografía que el alemán
Joachim von Sandrart incluyó en su libro Teutsche Acade-
mie de 167 5, ni la generalmente bien informada de Roger de
Piles de 1681, que solo dice de Jan Rubens que era una per-
sona erudita, noble de nacimiento y de sólida virtud) men-
cionan la condena de su padre, una omisión que puede de-
berse al olvido intencionado de un episodio vergonzante y
doloroso.
En la abundante correspondencia que aún se conserva de
Rubens tampoco se mencionan estas circunstancias. En una
carta de 1637 el pintor se refiere a su «gran afecto hacia la
ciudad de Colonia, donde crecí durante los diez primeros
años de mi vida»; no hay otra mención en su corresponden-
cia a su infancia. Aun admitiendo que no tenemos datos
para conocer la reacción de Pedro Pablo Rubens a la situa-
ción que su familia había vivido en estos años, tuvo que in-
fluir en él. El ánimo de la familia debió de verse fuertemente
afectado por el dramático episodio protagonizado por el pa-
dre, y por el exilio. Y tuvieron que existir ecos de esa expe-
riencia en la forma en que Pedro Pablo fue educado, y en la
que afrontó su formación y se planteó su vida, en cómo fijó
sus objetivos y cómo buscó llevarlos a cabo. La vida de Ru-
bens fue intachable hasta el extremo; en muy pocos perso-
najes históricos se combinan inteligencia, talento, capacidad
de trabajo, cultura, éxito social y económico y realización
personal en el grado en que lo hacen en él. Los testimonios
que demuestran la impresión que el pintor causó en quienes
le conocieron son tan numerosos que recordar solo unos
pocos resulta casi contraproducente. Cuando Fray Íñigo de
Brizuela, presidente del consejo de Flandes en Madrid, que
conoció bien a Rubens durante sus años de residencia en los
Países Bajos meridionales, escribió una petición de enno-
blecimiento para el pintor en enero de 1624, afirmó lo si-
guiente: «[Rubens], además de la excelencia y primor de la
pintura, tiene otras buenas cualidades de letras y noticia de
historias y lenguas, y se ha tratado siempre muy lucidainen-

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El paradóiico mundo de Rubens 47

te, teniendo mucho caudal para ello». Francisco Pacheco


escribió en su libro Arte de la Pintura que cuando el pintor
estuvo en Madrid en 1628 y 1629 «Su majestad y Ministros
mayores hicieron mucha estimación de su persona y talen-
to». El nuncio papal escribió que, durante su estancia en
Madrid en 1628-1629, Rubens trataba a menudo y en se-
creto con el Conde Duque de Olivares, «de una forma muy
diferente a la que permite su profesión».
Es tentador pensar que en esta vida sin fisuras puede ha-
ber algo de compensación por los ecos de la indignidad su-
frida por su familia en el exilio. La extraordinaria excelencia
de Rubens en múltiples actividades, y la sabiduría y natura-
lidad con la que afrontó todas las situaciones, ganan textura
si las consideramos, no como características de una perso-
nalidad inmaculada, sino como las respuestas esforzada-
mente armadas de un joven a la experiencia de su vida.

Educación humanista y cortesana


No tenemos noticias de la forma en que Pedro Pablo Rubens
fue educado antes del regreso de su familia a Amberes en la
primavera de 1589, dos años después de la muerte del padre.
En ese momento, cuando estaba a punto de cumplir 12 años,
el futuro artista ingresó en una de las cinco escuelas de latín
que existían en la ciudad para la educación de la clase patri-
cia, la escuela de Rombout Verdonck. Su hermano Felipe,
que estudió con él en la misma escuela, llegaría a ser un desta-
cado experto en filología y cultura antigua y a ocupar impor-
tantes cargos públicos y académicos.
En una época de la historia europea en la que no existía
un sistema de escuelas públicas donde aprender habilidades
básicas como leer, escribir o aritmética, este tipo de conoci-
mientos se iniciaban en el hogar familiar. Es muy probable
que, antes de regresar a Amberes, Pedro Pablo Rubens ad-
quiriese este tipo de educación de su padre, junto a algunos
conocimientos de cultura clásica y de latín, que perfeccionó

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Ganarse la vida en el arte

en la escuela de latín de Verdonck. Aprendió a leerlo y a es-


cribirlo con soltura, y se familiarizó con la lectura, entre
otros, de Virgilio, Tito Livio, Ovidio y Séneca, los autores
antiguos que más usaría como fuente de inspiración en su
arte, y también debió de aprender algo de griego. Esta for-
mación demuestra la ambición de la madre de Rubens por
buscar para sus hijos un futuro acorde con los logros profe-
sionales y el estatus de su padre antes del exilio. Una buena
escuela implicaba buenos contactos para el futuro, y en la de
Verdonck Rubensconoció a Balthasar Moretus (1574-1641),
que heredó la imprenta y empresa editorial fundada por su
abuelo Christopher Plantin. Rubens diseñaría para él porta-
das que transformaron el diseño editorial en Europa.
Su formación en una escuela de latín era inusual para un
pintor de la época, pero no excepcional. Desde el Rena-
cimiento, había crecido el interés por adquirir una cultura
humanista, que ya no se limitaba a pequeños círculos funda-
mentalmente eclesiásticos, sino que abarcaba a mayores
sectores de la sociedad. El latín era la lengua de la élite aris-
tocrática y del comercio internacional, la que se usaba en
misa y en documentos legales. Su aprendizaje era necesario
para una persona ambiciosa que aspirase a una carrera exi-
tosa y lucrativa.
La mayor parte de los pintores no adquiría este tipo de
conocimientos, pero había aparecido en Italia durante el Re-
nacimiento un modelo de artista que a sus saberes prácticos
y de arte unía los de cultura antigua y sobre todo latín. Este
modelo de artista italianizado se convirtió en el más elevado
en la época. En las biografías de artistas del norte de Europa
que Karel van Mander publicó en su Sd,ilder-boeck (Haar-
lem, 1604) alaba especialmente a figuras como Jan van Seo-
r l (1495-1562), por us conocimiento de legua latina y
pintores como tto van Veen, que fue maestro de Ruben
latiniza.ron su nombre (en este cas por Vetnus).
Rub ns, qu llegó a ser uno d lo escasos pintores de
su tiempo que le.fa latin con facilidad, y uyn amplia biblio-
teca indu a una gama muy compl ta de Hhros antiguo ,

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El paradóiico mundo de Rubens 49

siguió ese camino, y llegó a convertirse, en manos de los


biógrafos de los siglos xvn y xvm, en su ejemplo paradig-
mático, a quien debían de emular futuras generaciones de
artistas.
Según un documento incluido en el testamento de la ma-
dre de Rubens, «Desde el momento de la boda de mi hija,
mis hijos se ganaron la vida». La boda de Blandina Rubens
tuvo lugar en agosto de l 590, cuando Pedro Pablo conta-
ba l 3 años. Debió de ser en ese momento cuando ingresó
como paje en la pequeña corte de Margarita de Ligne, con-
desa de Lalaing, en Audenaerde, a las afueras de Bruselas.
El tiempo que Rubens pasó en esta corte inició su familiari-
zación con el sector que se situaba en la cima de la sociedad
europea del Antiguo Régimen. El trabajo del padre de
Rubens al servicio de Ana de Sajonia, al margen de su dra-
mático desenlace, es una de las muchas muestras de que
acercarse a ese entorno era la mayor ambición para un con-
temporáneo, una norma que también era cierta para los
artistas. Van Mander cuenta que el pintor Bartholomaus
Spranger (1546-1611) buscó empleo en la corte de Viena
por su ambición de «crear algo grande » y que Lucas Corne-
lisz de Kock (1495 -1552), viajó a la corte de Londres por-
que en Leiden, su ciudad natal, no podía ganarse la vida.
Para buscar fortuna y realización profesional en su grado
más elevado había que acercarse a una corte.
Las sociedades cortesanas eran estructuras fuertemente
jerarquizadas, con unos códigos de comportamiento y unos
rituales orientados a mantener un orden que se considera ba
de diseño divino. Todo se ordenaba en torno a la figura del
rey (o de un noble, de tratarse de una corte aristocrática ),
que dispensaba favores, y que consideraba y tra taba a los
miembros de la corte como si fu esen su fam ilia (con frecuen-
cia el rey hacía de padrino de los hijos de sus cortesanos; n
el caso de Rubens, su hijo Alberto fue apadrinado por 1
archiduque Alberto de Austria ). Q uien más próximo stu·
viese al centro de la corte más se acercaba a Ja fuente de todo
el poder y de todos los favores.

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50 Ganarse la vida en el arte

En el corto tiempo que estuvo con Margarita de Ligne,


Rubens se familiarizó con los usos y costumbres de ese
mundo, en el que continuó adentrándose durante toda su
vida. Durante los ocho años que residió en Italia, de l 600
a 1608, trabajó como pintor de corte para el duque de Man-
tua. Desde l 609 fue pintor de corte y consejero de los archi-
duques Isabel Clara Eugenia y Alberto de Austria, que gober-
naban los Países Bajos meridionales, y posteriormente visitó
y trabajó para las cortes de Felipe Nen Madrid, de María de
Médicis y su hijo Luis XIII en París, y de Carlos 1 en Londres.
La proximidad de Rubens a este entorno cortesano le repor-
tó beneficios muy concretos, como la posibilidad de organi-
zar su taller al margen de las restricciones impuestas por los
gremios a quienes no eran pintores de corte, y también mu-
chos provechos económicos. Algunos de ellos, sintomáti-
camente, estaban teñidos de favor personal, como las meda-
llas, las cadenas de oro (recibió cadenas Rubens, del duque
de Mantua, de los archiduques, del rey Christian N de Di-
namarca, de Felipe N y de Carlos 1 de Inglaterra) o los ani-
llos que recibió de los príncipes a quienes sirvió (cuando
Rubens partió de España en abril de 1629, el conde duque
de Olivares le entregó de parte del Rey una sortija por va-
lor de 2.000 ducados, que equivalían aproximadamente a
más de diez veces el valor de sus cuadros más ambiciosos).
Vivir y trabajar en una corte también permitió a Rubens
participar en misiones diplomáticas, con lo que dio satisfac-
ción a uno de sus anhelos más constantes y profundos, el de
trabajar por la paz en Europa. Pero los beneficios de perte-
necer a ese entorno tenían un precio. La correspondencia de
Rubens está llena de referencias a las microagresiones que
sufrió por el sentimiento de superioridad de la nobleza cor-
tesana hacia quienes no eran nobles de nacimiento. Más di-
fícil le resultó convivir con el hecho de que las ventajas que
ofrecía el entorno cortesano traían consigo una inevitable
pérdida de libertad. En 1609, recién regresado a Amberes de
Italia, y recordando su trabajo en la corte de Mantua, escri-
bió «tengo pocos deseos de volver a convertirme en un cor-

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El paradójico mundo de Rubens 51

tesano». En una carta de 1634 escribió a un amigo sobre su


decisión, tomada tres años antes, de «cortar este nudo dora-
do de la ambición, para recobrar mi libertad [... ] He encon-
trado la tranquilidad al renunciar a todo tipo de empleo
fuera de mi amada profesión[ ... ] No aspiro a otra cosa que
a vivir en paz». Y en la misma carta describe como, tras en-
viudar, todos le aconsejaban casarse con una mujer de la
corte. Rubens ignoró ese consejo por rechazo a la soberbia,
«vicio inherente de la nobleza», prefiriendo elegir a una mu-
jer que «no se sonrojase de verme tomar los pinceles».
A pesar de estas afirmaciones, la realidad de la vida de
Rubens es que una parte importante de su actividad la dedicó
a trabajar para diferentes cortes, y que su forma de compor-
tarse y de presentarse ante los demás con frecuencia fue la de
un cortesano. En 1610 adquirió una casa en Amberes, que
remodeló para dotarla de apariencia palaciega. En muchos
de sus autorretratos se muestra como un caballero, elegante-
mente vestido y luciendo una cadena de oro al cuello, recuer-
do del estatus obtenido gracias al favor de sus patronos. En
ocasiones también se representa con una espada al cinto,
otra muestra de privilegio, puesto que las restricciones a por-
tar armas las habían convertido en señal de estatus; solo po-
dían llevar espada los aristócratas, los oficiales de la justicia
o quienes hubiesen obtenido permiso especial para hacerlo,
como Rubens, a quien la infanta Isabel Clara Eugenia «ciñó
la espada», según escribe Francisco Pacheco.
Además de pintar su propia imagen como cortesano, Ru-
bens también se retrató como miembro de un círculo de hu-
manistas, junto a su hermano Felipe Rubens, entre otros. Lo
que nunca hizo fue retratarse como pintor. Si para cualquier
contemporáneo el acercamiento a una corte era la mejor
manera de progresar en la sociedad, en el caso de un pintor
esta necesidad era especialmente acuciante. A pesar de que,
desde el Renacimiento, los pintores habían ganado presti-
gio, aún existía un fuerte prejuicio en contra de su profesión,
que se basaba en que se consideraba una actividad manual y
mecánica, y por lo tanto servil (en lugar de mental, y por lo

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Ganarse la vida en el arte

tanto digna de hombres libres y nobles). Este prejuicio anti-


guo, fuertemente arraigado en la mentalidad europea desde
la Antigüedad, cuando la gran mayoría del trabajo manual
lo hacían los esclavos, fue sancionado en toda Europa a tra-
vés de numerosas normas que excluían de la nobleza a quie-
nes practicaban labores artesanales, y limitó los derechos y
la condición social de los pintores.

La formación de un pintor
En 1591 Rubens inició su formación como pintor, al in-
gresar como aprendiz en el taller de Tobias Verhaecht, un
pariente lejano que se especializaba en la pintura de paisa-
jes. Nada sabemos sobre los motivos de esta decisión. Algo
debió de ayudar el hecho de que el hermano mayor de Ru-
bens, Jan-Baptist, se había dedicado a la pintura, aunque no
sabemos prácticamente nada sobre él (aparece documenta-
do por última vez cuando marchó a Italia en 1586).
Hemos de suponer que Rubens mostró una fuerte voca-
ción para dar tal giro a su vida tras su incursión en los am-
bientes humanista y cortesano, y que esa vocación emanaba
de su talento. En varias biografías de artistas, como la de
Hendrick Goltzius (1558-1617), se repite la historia del jo-
ven cuyo talento artístico llevó a sus padres a sacarle de la
escuela para dedicarse al arte. La idea de que el talento, jun-
to a una adecuada formación, son cualidades que han de
coincidir en una persona para que esta desempeñe con éxito
una actividad, ha cambiado poco desde la Antigüedad hasta
nuestros días. En su ensayo Sobre la educación de los hijos,
Plutarco escribió que las cualidades a destacar en un joven
eran «naturaleza, razón y hábito», o dicho de otro modo,
talento, formación y práctica. Los autores europeos del si-
glo XVI compartían este esquema. Giovanni Battista Arme-
nini escribió en Dei veri precetti della pittura (l 58 6) que
para ser artista un niño debía de tener tanto habilidades in-
telectuales como una «inclinación natural».

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El paradójico mundo de Rubens 53

Rubens se formó con tres maestros pintores, el ya citado


Tobias Verhaecht, y más tarde Adam van Noort y Otto van
Veen. Los aprendices generalmente residían con el maestro,
que tenía sobre ellos una autoridad similar a la de sus pa-
dres, pero en el caso de Rubens, no sabemos si residió con
los pintores para quienes trabajó, o si permaneció en el ho-
gar familiar. Los maestros trasmitían a sus alumnos no solo
conocimientos prácticos concretos, sino también valores
morales y códigos culturales que implicaban una integra-
ción del aprendiz en la cultura y la identidad colectiva de su
profesión, y con ello en un sector de la sociedad corporativa.
Las condiciones del aprendizaje -su duración y coste, y las
responsabilidades mutuas del aprendiz y el maestro, inclu-
yendo asuntos como la higiene personal, la ropa, las horas
de trabajo y de sueño, y atender a misa los domingos- las
fijaban por contrato los padres con el maestro. El gremio de
San Lucas garantizaba el cumplimiento de estas condicio-
nes, y regulaba el número de aprendices que podía tener un
pintor y el acceso al nivel de maestro.
La experiencia del aprendizaje variaría en cada caso, de-
pendiendo de la personalidad del maestro y del aprendiz, y
tenemos poca información concreta sobre el caso de Ru-
bens. En muchas ocasiones, a juzgar por los documentos
que se conservan en archivos europeos, las condiciones po-
dían ser duras y dar lugar a reclamaciones. Durero, por ejem-
plo, habló de los abusos que sufrió en el taller de Michael
Wolgemut por parte de los ayudantes del maestro.
Aunque los datos no se conocen con certeza, parece ser
que lo habitual para un aprendiz de pintor era ingresar en
un taller en torno a los 12-14 años, y en Amberes el gremio
de pintores de San Lucas requería un periodo de aprendi-
zaje de tres a cuatro años. Cambiar de maestro, como lo
hizo Rubens, no era raro. Es probable que la circunstancia
que explique esos cambios fuese la creciente habilidad y
aspiraciones del pintor, puesto que las tres veces que lo
hizo fue para asociarse a un pintor más importante que el
anterior.

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54 Ganarse la vida en el arte

Costear un aprendizaje era caro (y aún más lo era el viaje


a Italia que se consideraba ideal para culminar el periodo de
formación). A pesar de los prejuicios que ya se han expli-
cado, ser pintor en época de Rubens en los Países Bajos
meridionales era una ocupación que no estaba mal conside-
rada, a la que se dedicaban las clases medias o incluso me-
dias altas, puesto que había que tener recursos para pagarse
la formación. Los pintores formaban la élite de los oficios
artesanales; sabemos, por las firmas en los contratos de
obras, que su nivel de alfabetización era mucho mayor que
el de otros sectores. El creciente prestigio del arte de la pin-
tura hizo que ser pintor se convirtiese en una profesión acep-
table para hijos de familias que habían alcanzado cierto
prestigio social, pero que habían caído en tiempos difíciles,
como era el caso de Rubens.
Pedro Pablo Rubens se formó en un sistema educativo en
el cual aprender era sinónimo de trabajar: se aprendía ha-
ciendo, en su caso, pintando cuadros. El método didáctico
por excelencia era la imitación: para aprender, un joven as-
pirante a pintor se dedicaba fundamentalmente a imitar a su
maestro, además de realizar otras tareas necesarias en el ta-
ller. El maestro tendría que terminar y corregir lo hecho por
sus aprendices.
En un principio, las labores de Rubens serían las más
sencillas del taller, que se irían complicando según adquiría
experiencia. Aunque la labor de un aprendiz de tradición
medieval había incluido atender a asuntos como la fabrica-
ción de pinceles y la preparación de pigmentos, según cuenta
Cennino Cennini en El libro del arte (escrito hacia 1390),
en época de Rubens era más frecuente que ese tipo de mate-
riales se adquiriesen a fabricantes externos. Aunque proba-
blemente dedicaría algo de tiempo a preparar los soportes
de tela y de madera sobre los que pintaba su maestro, la
mayor parte de su tiempo estaría destinado a aprender
a dibujar y a componer mediante la copia de estampas,
para pasar después a copiar esculturas, que le ayudarían a
perfeccionar el dibujo en tres dimensiones o «relieve», una

Fundación Juan March (Madrid)


El paradójico mundo de Rubens 55

de las cualidades más valoradas en un pintor europeo del


siglo XVI.
En época de Rubens a la formación de tipo artesanal se
había sumado otra idea sobre la educación de los artistas,
que procedía de Italia, y que añadía un componente más
teórico, y también el acercamiento al ideal estético de la An-
tigüedad. Esta actitud hacia la formación de los pintores la
debió de vivir Rubens con intensidad en el taller su tercer
maestro, Otto van Veen, que encarnaba en Amberes el nue-
vo modelo de artista. Rubens ingresó en su taller en 1594
o 1595, y permaneció en él como aprendiz hasta 1598,
cuando adquirió el nivel de maestro. Van Veen era un pintor
culto y de éxito, que había residido en Italia cerca de cinco
años, de 1576 a 1581, y que llegó a ser pintor de corte en
Bruselas. Roger de Piles escribió en su L'Abrégé de la vie
des peintres (París, 1699), que Van Veen fue «no sólo un
buen pintor, sino también un hombre cultivado, que conocía
los principios del arte, y tenía conocimientos de literatura.
Todas estas cualidades crearon un estrecha relación entre
maestro y discípulo [Rubens]». Van Veen fue también ami-
go de Justus Lipsius, uno de los pensadores más respetados
de finales del siglo XVI y principios del xvn en Europa. Ru-
bens formó parte ocasionalmente del grupo de seguidores de
Lipsius, junto a su hermano Felipe, y se retrató junto a él en
dos cuadros. La trayectoria vital y profesional de Van Veen
y sus ideas sobre arte son muy similares a las que desarrolla-
ría Rubens.
Desde el punto de vista práctico, un aprendiz de pintor
dedicaba una parte importante de su periodo formativo a
realizar dibujos del cuerpo humano, cuya anatomía era ne-
cesario conocer correctamente. Se copiaban las ilustracio-
nes de los libros de anatomía más conocidos, sobre todo
De humani corporis fabrica, de Andreas Vesalius (publicado
en 1543). Además de libros de medicina, a lo largo del si-
glo XVI aparecieron, primero en Italia y más tarde en los
Países Bajos, cartillas de dibujo diseñadas específicamente
para la educación y la práctica de la pintura. Se ordenaban

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Ganarse la vida en el arte

según un método que avanzaba sistemáticamente 'aésde los


primeros pasos de un aspirante a pintor, cuando se dibuja-
ban partes aisladas del cuerpo, hasta el momento en que los
jóvenes aprendían a pintar volúmenes tridimensionales, cuer-
pos completos y escenas de varias figuras. Rubens tal vez
utilizó la primera cartilla de dibujo publicada en el norte de
Europa en 15 89 por el grabador y editor Philips Galle, la
Instruction et fondements de bien pourtraire.
Lean Battista Alberti, en su libro De pictura (14 3 5), re-
comendó a los pintores que, para dibujar el cuerpo humano
correctamente, primero dibujasen los huesos, después los
nervios, los tendones y los músculos, y finalmente que vistie-
sen estos con la carne y la piel. Vasari proponía el mismo
método educativo, y Van Mander, siguiendo a Vasari, afir-
mó en su Schilder-boeck que «beneficiará al arte del dibujo
el tener un buen entendimiento (mediante la contemplación
de cuerpos diseccionados) de los músculos, donde comien-
zan y donde terminan». Philips Galle escribió en la introduc-
ción de su Instruction et fondements que el conocimiento de
anatomía era tan importante para los artistas como lo era la
gramática para los estudiosos. Esta actitud sistemática y
científica hacia su formación fue elevando progresivamente
a los pintores por encima de otras profesiones artesanales.
Durante la siguiente fase de su educación como pintor,
Rubens tuvo que comenzar a colaborar en las obras del maes-
tro. Es probable que pintase partes secundarias de algu-
nos cuadros, siguiendo las instrucciones del jefe del taller, o
guiado por sus bocetos y dibujos preparatorios. Dado que
los cuadros se construían en sucesivas capas de pintura
que tenían que secarse antes de aplicar la siguiente (en una
carta del 27 de abril de 1619 Rubens escribió: «los cuadros
necesitan secarse dos o tres veces antes de terminarse »), los
miembros de un taller pintaban partes del cuadro que con-
tribuían a dotar a las figuras de volumen, o a definir zonas
de luz y de sombra, pero qu.e en última instancia quedaban
parcial o totalmente cubiertas por las pinceladas del maes-
tro. Sabemos que en algunos talleres había ayudantes que se

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El paradóiico mundo de Rubens 57

especializaban en pintar las manos de las figuras, o los fon-


dos de paisaje, o los ropajes, y es posible que Rubens desem-
peñase en algún momento este tipo de labor.
A medida que ganó madurez y habilidad, su partici-
pación en las obras del maestro sería más decisiva. En los
talleres existían jerarquías, definidas por la destreza y la res-
ponsabilidad de los ayudantes. El cardenal infante Feman-
do de Austria, hermano de Felipe IV, se refirió en una carta
del ro de junio de 1640 a un miembro del taller de Rubens
como su «primer oficial». Es posible que Rubens llegase a
tener responsabilidades importantes en el taller de Van
Veen, pintando cuadros que su maestro apenas tendría que
retocar, o que no retocaría en absoluto. Estos cuadros, pues-
to que salían del taller del maestro, eran vendidos como su-
yos: eran productos de su marca (de igual manera que un
proyecto que sale del estudio de un arquitecto, aunque haya
sido realizado por otro miembro del estudio, es del arquitec-
to principal, o que un vestido de una marca de moda lleva el
nombre de esa marca, aunque el dueño y diseñador princi-
pal no sea su autor). El derecho del maestro a vender como
propio lo que salía de su taller .e ra una de las formas de pago
por el tiempo invertido en la formación de los jóvenes apren-
dices. Para cumplir con éxito con su papel de ayudante de
un maestro de la fama de Van Veen, Rubens tuvo que apren-
der a imitar su estilo para que los cuadros que pintaba pare-
ciesen del maestro, y pudiesen venderse como productos de
su marca.
Aunque Rubens se convirtió en maestro en 1598, conti-
nuó trabajando en el taller de Van Veen hasta 1600, cuando
partió para Italia. Las pocas obras que conocemos de Ru-
bens antes de esta fecha muestran una fuerte vinculación
con su maestro (existen algunos cuadros, como el Adán y
Eva del Museo Rubenshuis de Amberes, en los que los espe-
cialistas aún no nos ponemos de acuerdo si deben de ser
asignados al joven Rubens o a Van Veen) y demuestran la
aceptación plena y provechosa por parte de Rubens de su
papel de aprendiz. Herbert Simon y otros economistas utili-

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Ganarse la vida en el arte

zan el término «docilidad» para referirse a la disposición de


una persona a recibir enseñanza. Se trata de un mecanismo
de adaptación cuyos beneficios evolutivos consisten en saber
aceptar las creencias de generaciones anteriores, en lugar de
intentar hacerlo todo de nuevo. La forma en que Rubens
asumió la manera de pintar de Van Veen, y los ideales profe-
sionales que su maestro encamaba, indican que estaba bien
nutrido de esta cualidad.

El difícil progreso de Rubens


A pesar de que la correspondencia que conservamos de Ru-
bens es relativamente abundante, no contiene ningún co-
mentario sobre su formación que nos permita conocer la
disposición con que la afrontó. Lo que sí nos señala es su
frustración con las dificultades que encontró en los inicios
de su carrera como pintor independiente. Un episodio que
muestra esta frustración con especial claridad es el viaje del
artista a la corte de Felipe men Valladolid. El día 9 de mayo
de 1600 Rubens viajó a Italia, donde permanecería hasta fi-
nales de 1608, integrándose de manera plena y profunda en
la cultura italiana. La primera ciudad que visitó fue Vene-
cia. Allí coincidió con el duque de Mantua, Vincenzo Gon-
zaga, que le contrató como pintor de su corte, un cargo que
mantuvo hasta su regreso a Amberes, y que compaginó con
extensos viajes por toda Italia, sobre todo a Roma.
Mantua había sido aliado tradicional de los Habsburgo,
y para cuidar esa alianza y buscar el favor del joven rey es-
pañol, el duque envió una embajada a la corte de Felipe m
en Valladolid en el mes de marzo de 1603. La misión de la
embajada consistía en obsequiar al Rey y a su favorito, el
duque de Lerma, con una serie de regalos, entre ellos caba-
llos de las famosas cuadras de Mantua, y cerca de 40 cuadros,
la mayor parte copias de Rafael y de Tiziano. La persona
encargada de llevar estos presentes de Mantua a Valladolid
fue Rubens, que los había de presentar ante el Rey y el du-

Fundación Juan March (Madrid)


El paradójico mundo de Rubens 59

que junto con el embajador de Mantua en la corte, Annibale


Iberti. El encargo demuestra la confianza que Vmcenzo Gon-
zaga había depositado en el pintor. Así lo demuestra tam-
bién una carta del 5 de marzo en la que el duque escribe a su
embajador en Valladolid: «Pietro Paolo Rubens [... ]debe de
ser presentado junto a los obsequios como una persona que
ha sido enviada expresamente desde aquí».
La extensa correspondencia que tenemos en torno a este
viaje muestra que la experiencia no fue fácil para el aún jo-
ven pintor. En una carta escribió «Mi fama no es descono-
cida aquÍ», una afirmación que puede ser cierta (Rubens
había trabajado en Italia para una iglesia patrocinada por el
archiduque Alberto, que tal vez había informado de ese pro-
yecto al Rey o al duque de Lerma, con los que mantenía una
estrecha correspondencia). El resto de las cartas tienen este
mismo tono orgulloso, pero mezclado con irritación. El 24 de
mayo de 1603 protestó por ser portador de regalos que no
incluían «ni una pincelada mía», y cuando, tras haberse da-
ñado varios de los cuadros que transportaba, se le pidió que
colaborase con pintores españoles para compensar las pér-
didas, volvió a protestar: «no me inclino por aceptarlo»,
dijo de este encargo, aludiendo a la «increíble incompeten-
cia y descuido de los pintores de aquí». Aunque alabó las
colecciones de pintura que vio en los palacios del Rey y en El
Escorial, y también al duque de Lerma como conocedor de
pintura, afirmó que no había cuadros contemporáneos
de valor (obviando con ello la obra de El Greco, a quien no
menciona), y se refirió al encargo del duque de Mantua de
pintar retratos de mujeres de la corte como una ocupación
humilde, al tiempo que pedía al duque que le emplease en
«obras más ajustadas a mi talento». El 15 de septiembre in-
formó a la corte de Mantua sobre el retrato ecuestre del du-
que de Lerma, que había realizado «para satisfacer el gusto
y la petición del duque de Lerma, y el honor de Su Alteza,
con la esperanza de demostrar a España, mediante un gran
retrato a caballo, que el duque [de Mantua] no está peor
servido que Su Majestad». Este retrato, que se encuentra en

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60 Ganarse la vida en el arte

el Prado, es señal de la disposición de Rubens en este viaje:


se trata de uno de los cuadros más ambiciosos realizados
por el pintor hasta ese momento de su carrera, y es tam-
bién una de las pocas obras que firmó a lo largo de toda su
vida, una firma que probablemente expresa deseo de reco-
nocimiento.
Una carta del r7 de julio nos acerca al ánimo del pintor
durante este viaje. Rubens explica al secretario del duque
de Mantua lo acontecido en la ceremonia de presentación de
los regalos al Rey y al duque de Lerma. El pintor protesta
porque, a pesar de conocer las instrucciones del duque se-
gún las cuales debía de ser presentado junto a los cuadros, el
embajador Iberti había decidido no hacerlo:

Podría haberse reservado el protagonismo de la ceremonia


[como lo hizo], pero al mismo tiempo concederme un lugar
cerca de Su Majestad, que me hubiese permitido hacerle una
reverencia silenciosa [... ] Digo esto no como una queja de
una persona ambiciosa que busca halago, ni me molesta haber
sido privado de este favor. Simplemente describo los hechos tal
y como ocurrieron [... ] [Iberti] no me dio razón ni excusa por
el cambio que hizo en los planes que habíamos acordado entre
nosotros media hora antes de la ceremonia.

Como Rubens sabía muy bien, en la sociedad cortesana


la proximidad a quienes ocupaban el centro de la corte era
imprescindible para obtener el éxito, y sus esfuerzos en este
sentido se vieron frustrados por el embajador Iberti. Rubens
afrontó el viaje a Valladolid con la ambición propia de acu-
dir a la corte más poderosa de Europa, ambición que de-
muestra en el retrato que pintó del duque de Lerma. Esa
misma expectativa debió de contribuir a la decepción ante
las dificultades que encontró.
Como sucedió en muchas ocasiones a lo largo de su vida,
fue su actividad como pintor la que le permitió acercarse al
mundo de la corte, pero su posición en ese ámbito estaba
llena de limitaciones.

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El paradójico mundo de Rubens 61

Una nueva economía del arte


La paradójica contraposición entre las posibilidades y las di-
ficultades que le planteaba a Rubens su actividad como pin-
tor es consecuencia de la mentalidad de la época. Como ya
se ha comentado, la forma en que la sociedad se ordenaba,
con la nobleza en la cima y disfrutando de privilegios y de
riqueza de difícil acceso a otros, se entendía como conse-
cuencia de un orden natural. Los privelegios de algunos se
consideraban tan naturales e inmutables como las limitacio-
nes de los demás. Este esquema dificultaba el progreso social
de los artistas y su posibilidad de enriquecerse y de vivir con
mayor libertad.
Pero en época de Rubens, esta idea de un orden natural
convivía con una nueva mentalidad emprendedora, surgida
de los inicios del capitalismo moderno, un momento en la
historia económica de Europa en el que Amberes tuvo gran
protagonismo. Desde antes de mediados del siglo xv1, esa
ciudad se había convertido en una de las grandes capitales
internacionales en el terreno de las finanzas y el comer-
cio. La Bolsa de comercio de Amberes fue la primera que se
abrió en el mundo y el edificio en el que se instaló el primer
edificio público dedicado a transacciones financieras y co-
merciales.
El acontecimiento que más ayuda a entender las con-
secuencias de esta situación para un pintor fue la creación
en r 540, dentro del edificio de la bolsa de Amberes, de la
primera gran galería de arte dedicada de forma permanente
a la venta de cuadros que se abrió en Europa, con docenas
de puestos de venta. Con ella se asentaba una nueva mane-
ra de vender y de hacer cuadros, que añadía a los mercados
tradicionales (la Iglesia, la realeza, la aristocracia, y una clien-
tela más popular que ocasionalmente adquiría cuadros en las
ferias anuales) un nuevo grupo de clientes anónimos e inter-
nacionales, a quienes los pintores vendían obras que no ha-
bían hecho por encargo, sino que almacenaban en depósito.

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Ganarse la vida en el arte

El enorme desarrollo que el arte de la pintura alcanzó en


Amberes se basó en gran medida en su exportación. Aunque
los datos son difíciles de precisar, es probable que Amberes
fuese el mayor centro exportador de pinturas de Europa
a mediados del siglo XVI, por encima de Florencia, Roma o
Venecia. La competencia (Amberes aceptaba mejor que
otras ciudades la presencia de pintores extranjeros) y el con-
trol de calidad de todas las fases de producción de las obras
ejercido a través de los gremios, contribuyeron a ganar
clientela en los mercados europeos. Aunque no existió una
gran innovación tecnológica en el sentido en que actualmen-
te entendemos este término, el concepto de innovación fue
tan importante como el de calidad: se crearon nuevos gé-
neros pictóricos, como el paisaje, y nuevos productos, como
los muebles o los instrumentos musicales decorados con
pinturas, que ayudaron a promocionar y a vender los pro-
ductos salidos de los talleres de la ciudad. También exis-
tieron importantes mejoras en la organización del proceso
productivo, que permitieron hacer obras de arte de forma
más seriada, mejoras en la red de distribución y en aspectos
poco estudiados por la historia del arte, como el embalaje. Y
los cuadros se adaptaron a la exportación mediante el de-
sarrollo de patrones iconográficos suficientemente estereoti-
pados para que pudiesen aceptarse en cualquier destino.
Rubens pertenece a un momento histórico inmediata-
mente posterior a este, y nunca realizó su obra con la inten-
ción de ponerla a la venta en una galería. Su manera de ven-
der cuadros era más elitista, y se basaba en ventas directas a
coleccionistas. Pero la forma de producir pintura que surgió
en Amberes en el siglo XVI tuvo un gran impacto en la men-
talidad de los artistas de principios del xvn. Se generalizó
una actitud más empresarial hacia el trabajo, y eso lo absor-
bió profundamente Rubens.

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El paradójico mundo de Rubens

El taller de Rubens
En época de Rubens se había consolidado el modelo de ar-
tista que desarrollaba su labor al frente de un taller. Así lo
habían hecho Rafael, Tiziano y Veronés entre otros, y tam-
bién varios artistas flamencos, como el propio Van Veen y
sobre todo Frans Floris (I5191I520-I570), que dirigió el
mayor taller de pintura que hubo en Amberes en el siglo XVI
(según Van Mander, I20 artistas trabajaron para él a lo lar-
go de su vida). El taller de Rubens se convirtió en el más fa-
moso del siglo XVII. El número de pintores que trabajaron
en él en un mismo momento pudo llegar al entorno de los 20
o 25. En una carta que Rubens escribió en mayo de I6II
afirmaba que había tenido que rechazar a más de rno jóve-
nes que querían ingresar en su estudio, y decía también que
prefería aceptar a aprendices que ya hubiesen trabajado du-
rante un tiempo con otro maestro, lo que indica que su taller
se dedicaba más a la producción que a la enseñanza.
Conocemos los nombres de 2 3 pintores de los que tra-
bajaron en el taller de Rubens a lo largo de toda la vida del
maestro, algunos tan conocidos como Van Dyck y Jordaens.
Además, Rubens contrató a grabadores que trabajaron ba-
jo sus órdenes reproduciendo sus cuadros en estampas cu-
yos derechos de reproducción negoció meticulosamente.
Cuando un gran encargo lo hacía necesario, subcontrataba
a pintores de otros talleres. Así lo hizo, por ejemplo, cuan-
do Felipe IV le encargó 60 cuadros para decorar el pabellón
de caza conocido como la Torre de la Parada, en el bosque
del Pardo, o cuando contrató a Cornelis de Vos para ha-
cer dos copias de cuadros suyos que vendería al duque de
Buckingham.
Otto Sperling, médico del rey Christian IV de Dinamar-
ca, visitó a Rubens en I62I, cuando el taller del pintor se
había convertido en una de las principales atracciones para
los ilustres que visitaban la ciudad, y lo describió de la si-
guiente forma: «En la sala había numerosos jóvenes artistas,

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Ganarse la vida en el arte

todos trabajando en diferentes cuadros, que Rubens había


dibujado con tiza anteriormente, y sobre los que aplica-
ba algunos toques de color. Los jóvenes tenían que desarro-
llar estas imágenes con pinturas, hasta que Rubens los com-
pletaba con sus pinceladas y con colores. Todas estas obras
se consideraban de Rubens, y de esta forma llegó a reunir
una gran fortuna». Con este método Rubens pintó en torno
a 2.000 cuadros a lo largo de su vida. Si tenemos en cuenta
que fue una persona muy involucrada en asuntos diplomáti-
cos, que le llevaron a viajar extensamente, estamos ante un
nivel de productividad realmente asombroso.
Los documentos que tratan cuestiones de la herencia del
pintor tras su muerte, en 1640, también nos dejan la impre-
sión de una taller muy activo: se describen deudas a provee-
dores de lienzos, tablas y marcos, a algunos miembros del
taller, como el encargado de moler los pigmentos, y a pinto-
res que trabajaban con Rubens como especialistas en pintar
paisajes y animales, como Frans Snyders. Se detallan las nu-
merosas obras que Rubens tenía en su colección, tanto en su
casa principal como en almacenes en otros edificios, entre
ellos muchas copias de cuadros y lienzos sin terminar.
Una organización tan compleja y variada implicaba una
cierta jerarquía en la calidad del producto. Los cuadros que
salían del taller de Rubens tenían una calidad que variaba
mucho (como aún se puede observar visitando los museos
que guardan su obra). Los clientes intentaban conseguir la
mayor calidad posible, o se contentaban con obras de taller si
preferían pagar menos. En ocasiones esto daba lugar a pro-
blemas. El l 3 de septiembre de 1621 el pintor se refirió en una
carta al disgusto de un cliente con el cuadro que había recibi-
do, pero se excusó diciendo: «nunca me lo explicó con clari-
dad, aunque yo le pedí que me dijese si el cuadro debía de ser
un original verdadero y completo, o un cuadro de taller reto-
cado por mí» (para compensar lo sucedido, Rubens ofreció
pintar un cuadro de su propia mano por un precio rebajado).
En otras ocasiones sabemos que Rubens exageró su propia
participación en un cuadro: cuando ofreció en venta el cua-

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El paradójico mundo de Rubens

dro Aquiles descubierto entre las hijas del rey Licomedes (ac-
tualmente en el Museo del Prado), afumó-que era de su mejor
discípulo y que había sido «enteramente retocado por mi
mano». No estamos seguros de quién pintó el cuadro (tradi-
cionalmente ha sido atribuido a Van Dyck), y es posible que
Rubens lo retocara, pero lo que es seguro, a juzgar por su as-
pecto, es que no lo retocó muy extensamente. Y cuando pintó
un ciclo dedicado a la vida de María de Médicis (actualmente
en el Louvre) se comprometió a pintar cada una de las figuras
de su propia mano, cosa que en realidad no hizo.

Entre dos mundos


Cuando Rubens regresó de Italia a Amberes a finales del
año 1608, se encontró no solo una nueva cultura económi-
ca, sino también otra cultura igualmente protagonista en la
vida de los Países Bajos en ese momento, que a priori podría
parecer contrapuesta a la anterior. Amberes, y el resto de los
Países Bajos gobernados por los archiduques, estaban in-
mersos en un gran proyecto político de reconstrucción na-
cional. Animados por la posibilidad de una paz inminente
con las provincias rebeldes del norte (en 1609 se firmó la
Tregua de los doce años), y por su papel de punta de lanza
de la Monarquía española y de la Contrarreforma en el nor-
te de Europa, desde la corte se promovieron los principios
ideológicos de la Iglesia católica y los valores cortesanos y
aristocráticos. El clero y la aristocracia recobraron poder
frente a la burguesía, puesto que en esas clases se asentaba el
proyecto de reconstrucción de los Archiduques. Se dio un
proceso de aristocratización de las clases burguesas: cada
vez mayor número de ellos compraban residencias en el
campo, se entroncaban con familias nobles, e imitaban los
comportamientos nobiliarios (el propio Rubens es un ejem-
plo de este fenómeno, al adquirir en 16 3 5 la finca y el pala-
cio señorial de Het Steen, cerca de Elewijt, entre Malinas y
Bruselas, con lo que se convirtió en «Señor de Steen» ).

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66 Ganarse la vida en el arte

Toda Europa vivió en este momento un periodo que los


historiadores han denominado de «vuelta al orden», provo-
cado por la dificultad de digerir los profundos cambios
puestos en marcha durante el Renacimiento en todos los
órdenes de la vida. En los Países Bajos españoles, esta res-
tauración conservadora se convirtió en un fuerte motor
económico. Amberes, aunque nunca llegó a recuperar la pu-
janza que había tenido antes de la guerra de Flandes, vivió
un segundo periodo de expansión. Este contexto favoreció
extraordinariamente al arte de la pintura. El énfasis en el
uso propagandístico del arte, y la necesidad de redecorar
iglesias vaciadas durante la revuelta protestante del siglo XVI,
generaron demanda, y la élite aristocrática también aumen-
tó su consumo de cuadros, buscando apoyar la causa católi-
ca y realzar su lugar en la sociedad mediante el coleccionismo
y el mecenazgo artístico. Llamados por est~ aumento de
demanda acudieron a Ainberes artistas procedentes de otros
lugares.
Cuando Rubens llegó a la ciudad desde Italia debió de
reconocer una situación económica, política y cultural de la
que podría surgir una enorme demanda, y respondió a ella
siguiendo los principios de la nueva economía: se planteó su
carrera de forma industrial, organizando su taller para dar
satisfacción a esa demanda, y desarrollando un idioma pic-
tórico y un método de trabajo, tanto en el diseño de los cua-
dros como en su ejecución, destinado a maximizar la pro-
ducción y el beneficio. A pesar de la mirada hacia el pasado
que se daba en el terreno de lo social, los cambios económi-
cos habían plantado ya el germen de una nueva mentalidad:
una actitud nueva frente al trabajo y la ganancia, que am-
plió las expectativas de lo que una persona podía conseguir
en su vida.
El comportamiento personal y profesional de Rubens a
lo largo de toda su trayectoria fue consecuencia de este con-
texto de componentes económicos y socio-culturales contra-
dictorios. Rubens buscó integrarse en la sociedad cortesana,
y aceptó sus reglas de juego -aunque en ocasiones lo hiciese

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El paradó¡ico mundo de Rubens

a regañadientes-. Su correspondencia muestra un com-


portamiento cortés, incluso adulador, que aunque hoy nos
puede parecer servil, era el esperado en ese mundo. Pero
también fue un hombre con una clara conciencia de su pro-
pia valía, que defendió con prudencia pero con seguridad
y contundencia. La correspondencia del viaje a España
de 1603 de nuevo nos ayuda a conocer este aspecto de la
personalidad del pintor. El 1 8 de marzo, cuando iniciaba su
misión, Rubens escribió al secretario de la corte de Mantua,
Annibale Chieppio, para quejarse del escaso dinero que ha-
bía recibido para llevar a cabo su misión: «[Si el Duque] no
se fía de mí, me ha dado demasiado dinero; pero si se fía de
mí me ha dado muy poco. Si los fondos no alcanzan[ ... ]
¡Cuánto daño causará a su reputación! En cambio, en dar-
me demasiado dinero no habría riesgo, puesto que yo siem-
pre remitiría mis cuentas ... ». Para excusar sus quejas, escri-
bió en la misma carta: «Sé que en el vasto mar de sus muchos
e importantísimos asuntos no rehusará atender a esta pe-
queña nave mía». Y más adelante, añade: «Pero le estoy
haciendo perder el tiempo con esta larga y cansina carta [... ]
tal vez soy demasiado libre e impetuoso al tratar con alguien
de su rango. Que su beneficencia me perdone y su discreción
compense mis defectos. Le ruego que informe a Su Serenísi-
ma Alteza lo que le plazca y considere necesario para mis
requerimientos».
Al mismo tiempo que tuvo que adaptar su comporta-
miento a antiguas normas sociales, Rubens consideró legíti-
ma su profesión y aspiró a enriquecerse con ella: se preocu-
pó por producir y vender cuadros de forma que pudiese
sacar de ello el mayor beneficio posible.
El logro de Rubens consistió en armonizar dos mundos
aparentemente contradictorios que convivían en este mo-
mento de la historia de Europa. En ello empeñó su esfuerzo
durante toda su vida. La impresión de que Rubens encajó a
la perfección con su profesión y con su época, de que su
éxito fue tan inevitable como crecer, tan natural como para
ser obtenido sin esfuerzo, no es el resultado de una vida fá-

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68 Ganarse la vida en el arte

cil, sino de su capacidad para solventar las dificultades que


esta le planteó.

Nota bibliográfica
Rubens es uno de los pintores más estudiados de toda la
historia del arte. Como introducción a su obra y su vida, si-
guen siendo fundamentales Max Rooses, Rubens. Sa vie et
ses oeuvres (París, 1903). Otras dos buenas aproximaciones
son Jacob Burckhardt, Recollections of Rubens (Londres,
Phaidon Press, 1950) y Christopher White, Peter Paul Ru-
bens: Man and Artist (New Haven, Connecticut, Yale Uni-
versity Press, 1987). El episodio de su infancia que se trata en
este ensayo lo narra con especial frescura Simon Schama
en las páginas que dedica a Rubens en su libro Rembrandt's
Eyes (Nueva York, Alfred A. Knopf, 1999).
La correspondencia de Rubens fue publicada por Max
Rooses y Charles Ruelenes, Correspondance de Rubens et
documents épistolaires concernant sa vie et ses oeuvres (6 vo-
lúmenes, Amberes, 1887-1909; con traducciones de toda la
correspondencia que se conocía hasta ese momento al fran-
cés; Rubens solía escribir en italiano, pero también lo hizo
en latín, francés, holandés y, en al menos un caso, en espa-
ñol). Ruth Saunders Magurn, en The Letters of Peter Paul
Rubens (Harvard University Press, l 9 5 5 ), incluye todas las
cartas del pintor traducidas al inglés.
Para la formación de los artistas, véase los ensayos que se
incluyen en Children of Mercury. The Education of Artists
in the Sixteenth and Seventeenth Centuries (Providence,
Rhode Island, Brown University, 1984; véase sobre todo
E. Levy, «Ideal and Reality of the Learned Artist: The School-
ing ofltalian and Nethelandish Artists», y G.-Bleeke-Byrne,
«The Education of the Painter in the Workshop» ). Bert De
Munck, Technologies of Learning. Apprenticeship in Ant-
werp guilds from the r5th century to the end of the ancien
régime (Turnhout, Brepols, 2007), ofrece un análisis recien-

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El paradójico mundo de Rubens

te sobre los métodos de formación y de producción artesa-


nal y artística en los Países Bajos meridionales que también
es relevante para comprender el contexto de Rubens.
Para el taller de Rubens y la organización de su produc-
ción, véase Arnout Balis, «"Fatto da un mio discepolo": Ru-
bens Studio Practices Reviewed» (en T. Nakamura (ed.),
Rubens and His Workshop. The Flight of Lot and his Fa-
mily from Sodom, Tokio, The National Museum ofWestem
Art, 1993, pp. 97-127. Un resumen de ese artículo, de más
fácil acceso, se encuentra en «Rubens and His Studio: Defi-
ning the Problem», en Rubens. A Genius at Work, Bruselas,
Museo Real de Bellas Artes de Bélgica, 2007, pp. 30-51).
Sobre la relación de los artistas de la época con la socie-
dad cortesana, véase Martin Warnke, The Court Artist. On
the Ancestry of the Modern Artist (Cambridge, Cambridge
University Press, 1993); y Velázquez, Rubens y Van Dyck,
ed. Jonathan Brown, Madrid, Museo del Prado, 1999·
Sobre la economía del arte en Amberes en los siglos XVI y
xvn, véase Antwerp, story of a metropolis, l6th-17th centu-
ries, ed. Jan Van der Stock, Amberes, Snoeck-Ducaju, 1993
(dentro de esta publicación, véase especialmente el artículo de
A. K. L. Thijs, «Antwerps Luxury Industries: the Pursuit of
Profit and Artistic Sensitivity» ); Katlijne Van der Stichelen y
Filip Vermeylen, «The Antwerp Guild of Saint Luke and the
Marketing of Paintings, 1400-1700», en Mapping Markets
for Paintings in Europe 1450-1750, ed. N. De Marchi y H.J.
Van Miegroet, Turnhout, Brepols, 2006, pp. 189-208; y Filip
Vermeylen, Painting for the market. Commercialization of
art in Antwerp's Golden Age, Turnhout, Brepols, 2003.
Para un estudio sobre la forma en que Rubens se adap-
tó al contexto económico de su tiempo, véase Nils Büttner,
«Aristocracy and Noble Business: Sorne Remarks on
Rubens's Finantial affairs», en K. van der Stighelen (ed.),
Munuscula Amicorum. Contributions on Rubens and His
Colleagues in Honour of Hans Vlieghe, Turnhout, Brepols,
2006, vol. 1, pp. 67-78.

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GANARSE LA VIDA EN LA LITERATURA

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Fundación Juan March (Madrid)
VIVIR DE LA LITERATURA.
EL OFICIO DE ESCRIBIR Y EL MERCADO
LITERARIO
]osé-Carlos Mainer

Las cuentas de las letras


Algunos de los lectores podrán pensar que hablar de dinero
y literatura es poco más que un dato biográfico de interés
menor o incluso que, al hacerlo, se merodea en el plantea-
miento de una cuestión de mal gusto. Pero la crematística de
los escritores apunta a dos cosas que interesan mucho al
historiador de la literatura: por un lado, a la configuración
de la cambiante imagen del escritor ante sus contempo-
ráneos y, por otro, a la historia de la estimación social del
producto literario, que siempre ha tenido que ver con su
valor económico (y con la preeminencia de quien lo desem-
bolsaba). La literatura (y las demás formas artísticas tam-
bién) no es ni inocente ni pura: trafica con ideas y pasiones
que los demás reconocen como propias (por eso precisa-
mente la buscamos y leemos); en la medida en que ejerce
una forma de poder y persuasión, se confronta con otros
poderes que hacen lo propio y quisieran controlarla, y su
difusión, por último, requiere una estructura industrial ma-
yor o menor que la asegure y perpetúe. Y todo esto se tasa
en dinero y alguna parte de él ha de llegar a quien la sumi-
nistra en primer grado, como a él llegan también la respon-
sabilidad de la invención, el temor a la transgresión y alguna
clase de reconocimiento por su tarea. Hablar de «ganarse la
vida en la literatura» nos obliga, pues, a replantear dos cues-
tiones capitales que han conocido una larga y significativa
evolución a lo largo de la historia: la primera se refiere al
escritor como profesional de un oficio; la otra, a la cotiza-

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74 Ganarse la vida en la literatura

ción de sus productos en lo que llamaremos, sin intención


alguna de menoscabo, «mercado literario». 1
Podríamos resumir la primera de esas trayectorias como
el paso de un «escritor», con minúscula (un término polisé-
mico y emparentado con las formas menores del oficio: el
escriba, el copista, el refundidor... ) al «Escritor», con expre-
siva mayúscula, cuyos sinónimos son mucho más ambicio-
sos. En esta ocasión, hablamos del «Autor», que se relaciona
con algunas acepciones semánticas de la «Autoridad», o del
«Creador», lo que apunta nada menos que a una competen-
cia con el único que lo es por antonomasia ... Pero en ambos
casos, conviene no olvidar que el escritor es, en primer lugar,
el que posee en grado suficiente una técnica no tan común:
la de poner algo por escrito y preservar de ese modo la for-
ma de un acontecimiento, un recuerdo, un pensamiento,
una oración, una invención, una memoria o un anhelo del
gozo. «Literatura» (al igual que «Gramática», por cierto:
son dos sinónimos, uno está en latín y otro, en griego) se
refiere a lo que está hecho con las letras de un alfabeto y, por
ende, apela desde el primer momento, a la preservación fiel
de las palabras en que se dijo aquello por vez primera; como
escribió en un memorable ensayo Fernando Lázaro Carre-
ter, la condición fundamental de la literatura es su condición
de «mensaje literal» .. y la pierde si es contado de otro modo

I. La noción de «mercado literario» es, por supuesto, más elemen-


tal pero puede asociarse a la terminología acuñada por el sociólogo
Pierre Bourdieu que, en buena medida, se articuló en un libro de títu-
lo muy kantiano, La distinction. Critique social du ;ugement, París,
Minuit, 1979; los conceptos de autonomie, champ littéraire, capital
culture/ y marché de biens symboliques se hallarán explicados en
Les regles de l'art. Genese et structure du champ littiraire, París,
Seuil, 1992 (hay traducción española, Barcelona, Anagrama, 1998).
2. «The literal Message>>, Critica/ Inquiry, 3 (1976), recogido en
su versión española en Estudios de lingüística, Barcelona, Críti-
ca, 1981, pp. 149-171 (de la misma fecha de 1976 fue el folleto ¿Qué es
la literatura?, que acabó con otro título, «La literatura como fenóme-
no comunicativo>>, en el volumen misceláneo citado, pp. 173-192).

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 75

menos eficaz, como un chiste pierde su gracia en labios de


quien no lo ha comprendido. El lector de literatura quie-
re contar siempre con lo que verdaderamente escribió el
autor, con aquello que otros le han elogiado o que simple-
mente conserva la aureola de lo verdadero.
Con el tiempo, el escritor se benefició también de la de-
manda de esa prerrogativa de autenticidad por parte de los
usuarios ... Ya llegaremos a esto, pero recordemos, otra vez,
que cuando hablamos de «escritura» lo hacemos para desig-
nar la transcripción mecánica del lenguaje, lo que en algu-
nas culturas tiene valor estético por sí mismo: es el caso de
las escrituras ideográficas orientales o del árabe. La trans-
cripción de las suras del Corán son un elemento decorativo
de los lujosos interiores de la arquitectura árabe y en el Im-
perio otomano, la labor de los calígrafos que transcribían
los decretos de la autoridad ha llegado a una fantasiosa y
decorativa complejidad formal que hoy atesoran celosa-
mente los museos de la Turquía moderna. Nuestras letras,
nuestro alfabeto, es bastante más que utilitario; es un código
de base fonética que lleva en derechura al sentido, sin dema-
siadas paradas intermedias. Aunque alguna existe, y convie-
ne mencionarla: el culto por la escritura autógrafa, por la
bien caligrafiada o, sobre todo, la coexistencia de la escritu-
ra con las ilustraciones que adornan las letras capitales
o esmaltan y reiteran su recorrido. Y lo curioso es que, ha-
ce 40 o 50 años, la crítica estructuralista puso de moda
designar como «escritura» a algo sutilmente parecido a esto,
pero también sustancialmente distinto: convirtió esta pala-

Para el significado económico e intelectual de la llegada del libro im-


preso -al que me referiré después- sigue siendo una introducción
imprescindible el clásico estudio de Lucien Febvre y Henri-Jean Mar-
tín, L'apparition du livre, París, Albín Michel, 1958 (del que hay
traducción española, México, UfEHA, 1963); para la progresiva afir-
mación de la idea económica de autoría, véase Mark Rose, Authors
and Owners. The Invention of Copyrigth, Cambridge-Londres, Har-
vard University Press, 1993·

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Ganarse la vida en la literatura

bra en un sinónimo de estilo. Hablar de la «escritura» de un


autor denotaba la unidad esencial de su obra, el designio
intencional que la recorría más allá de los géneros o los li-
bros singulares, y, sobre todo, evocaba el rasgo personal e
identificable de quien la había escrito.

En los orígenes del mercado literario


La «literatura popular» es un cajón de sastre donde mete-
rnos muchas cosas, algunas tan contradictorias corno hablar
de «literatura oral»: 1 si esta no tiene otra manifestación que
la palabra hablada (o cantada), ni conoce más vehículo de
transmisión que la memoria, difícilmente podernos hablar
de aquella fijeza perenne que dan las letras: scripta manent.
Pero la sediciente «literatura popular», ni siquiera la oral,
no es una res nullius a los efectos de la modesta economía
que genera. Recordemos que, más de una vez, la palabra
escrita le proporcionó un soporte subalterno pero impres-
cindible: el juglar medieval, que sabía leer, se apoyaba en
algún manuscrito descuidado -que podía ser un original o
haber transcrito de memoria alguna versión- para recordar
y repasar alguna pieza de su repertorio. Hace 50 años, los
cancioneros que contenían textos de canciones populares,
recordaban al comprador la letra gachona o jacarandosa del
bolero o de la copla que oía en la radio y que le gustaba can-
tar mientras se afeitaba o desempeñaba alguna labor domés-
tica. Hace 20 años, los karaokes propusieron una versión

l. La bibliografía sobre el tema es vastísima pero vale la pena


remitirse a la mejor y más temprana sistematización de sus problemas:
Paul Zumthor, La poésie et la voix dans la civilisation médievale, Pa-
rís, PUF, 1985; y La lettre et la voix (De la «littérature» médievale),
París, Seuil, 1987 (hay traducción española del segundo título, Madrid,
Castalia, 1989). Una excelente visión sintética de la oralidad y la lite-
ratura escrita en la España medieval y moderna se hallará en el libro
de Margit Frenk, Entre la voz y el silencio (La lectura en tiempos de
Cervantes), Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1997·

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 77

tecnificada de aquella misma ayuda a la transmisión y la


compartición de los textos admirados. Y es que, a veces, las
cosas no cambian mucho ...
En el caso de la literatura popular, todos participan de los
beneficios del negocio y el autor -o los autores- es uno más
junto al intérprete, al copista que manufactura el producto
escrito o al que vende otras nuevas copias a quien se las de-
manda. Ni siquiera queda a menudo constancia de su nom-
bre: es un «anónimo», decimos. Pero la anonimia no quiere
decir que no haya lucro, ni que deje de existir un autor prin-
cipal -un profesional del oficio- que frecuentemente ha tra-
bajado sobre modelos previos, porque la literatura popular
es esencialmente repetitiva. Su consumidor no gusta tanto de
la novedad cuanto del reconocimiento de lo que ya estima;
incluso cuando la literatura popular se apoya en la improvi-
sación competitiva -pensemos en la de los bertsolaris vascos
o en la de los troveros murcianos- esta se efectúa sobre pau-
tas, recursos y mantingalas que son perfectamente previsi-
bles. Lo que el consumidor espera es que los oficiantes la
ejecuten sin vacilación y brinden un mundo de disfrute -los
modos de un humor, las referencias a una forma de ser...-
que le gratifica con el placer de la repetición. En el mundo
del placer estético, la Modernidad ha entronizado la exal-
tación de la sorpresa, de la novedad, e incluso el placer ma-
soquista de la provocación y de la desorientación; durante
siglos, e incluso hoy, el placer estético ha estado mucho
más ligado a la satisfacción de la expectativa previa, al reco-
nocimiento emocional de lo que ya se sabe y sobre lo que
se vuelve. El aficionado a la ópera o el cinéfilo, que pertene-
cen al universo de «los cultos», conocen muy bien esa expe-
riencia.
Pero las formas del anonimato no nos deben llevar a la
equiparación de la anonimia y la ingenua generosidad de un
autor que renuncia a serlo. No todo es de todos ... ¿Quién
fue el «Arcipreste de Hita»? Responder a esa pregunta debe
empezar por recordar que ese nombre es más bien el título
por el que se conocía en el siglo XIV una divertida miscelánea

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Ganarse la vida en la literatura

de composiciones -sátiras y burlas, coplas amorosas, exalta-


ciones de un vitalismo bastante crudo, manifestaciones de
un arrepentimiento bastante formulario ...- que se engarza-
ban por la omnipresencia de alguien que decía llamarse
«Juan Ruiz » y ser «Arcipreste » de una parroquia al norte de
Guadalajara. A ese «Libro del Arcipreste », un filólogo fran-
cés de comienzos del siglo pasado le llamó Libro de buen
amor y se cumplió así la demanda de la ciencia positiva que
exigía para todo un título y un autor. Pero entenderemos
mejor las cosas si pensamos en un autor, con cierta forma-
ción clerical y espíritu abierto, puesto de acuerdo con algu-
nos juglares nada tontos que llevan en su repertorio las me-
jores composiciones del volumen, a lo que añadiremos a un
público que reacciona con gusto y atención cuando en una
sesión de volatines, canciones y recitados alguien anuncia
que se va a interpretar «una copla del Arcipreste ». No había
otro y todos iban a pagar unas buenas monedas por oír sus
invenciones y facecias. De esos devengos, más que de sus mi-
sas, vivirían seguramente el escritor (o quizá los escritores)
que se habían inventado el negocio.
Y, sin embargo, en la Edad Media a veces suena el nom-
bre de un autor en su propia voz: Juan Ruiz se nombra a sí
mismo, pero lo común del onomástico nos hace recelar de
que sea otra cosa que la argucia comercial señalada. Pero,
dos siglos antes, un trovador provenzal, Marcabrú, que re-
corrió varias cortes (incluida la del leonés Alfonso VII), ha-
blando mal de todo el mundo e incitando a los caballeros a
apuntarse en una nueva Cruzada, se designaba a sí mismo (y
lo hizo varias veces) como:

Marcabrú, lo filhs Na Bruna,


fo engendratz en tal luna
Qué! saup d'amor cum degruna
-Escoutatz!-
que anc non amet neguna
ni d'autra no fo amat

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 79

(Marcabrú, el hijo de Bruna, I fue engendrado en tal luna I


que sabe cómo el amor las gasta/ -escuchad-/ pues nunca
amó a ninguna I ni fue por ninguna amado.) 1

El terrible moralista que nos habla se llamaba así real-


mente y una biografía coetánea nos recuerda que fo gitatz a
la porta de'un ric home, ni anc no'n saup qu'il fo ni don (fue
arrojado a la puerta de un hombre rico y nunca supo quién
era ni de dónde). La identidad retadoramente pregonada
nos habla de alguien que es consciente del poder de su pala-
bra y que vivía de ella; el orgullo de la autonominación no
será infrecuente en la refinada poesía de los trovadores pro-
venzales, ni en los poetas italianos del do/ce stil nuovo. Pero
durante muchos siglos, el escritor había sido un eslabón más
en un proceso determinado por el consumo de los productos
y, en otras ocasiones, por las diferentes formas del mecenaz-
. go de los poderosos. Uno y otros favorecían el convenciona-
lismo de los modelos estéticos; el segundo, a veces, aquella
tendencia al refinamiento que ennoblece la dimensión más
personal de toda artesanía. Si alguien sentía esa propensión
a dejar la huella personal y hasta la exhibición de su maes-
tría lo era en tanto un protector le amparaba de la burla o
del repudio del público. Y, por otra parte, en aquellos que
pertenecían a una comunidad cerrada, poderosa y autosufi-
ciente -una orden religiosa, un estamento social superior o
una curia civil organizada- todavía era más fuerte la inclina-
ción a la innovación y, a favor de esta, una mayor conciencia
de autoría posesiva, aunque lo fuera en el marco de un arte
literario sometido a pautas y expectativas muy cerradas.
A los románticos y a los modernistas les fascinó la ima-
gen humilde y sacra a la vez de la literatura -religiosa o he-
roica- medieval, pero sabemos que la realidad era muy otra
cosa. Gonzalo de Berceo también nos transmitió su nombre
pero no era aquel «poeta y peregrino que yendo enrome-

1. Los trovadores. Historia literaria y textos, Barcelona, Plane-


ta, 1975, 1, p. 188 (la «Vida » de Marcabrú que se cita, en p. 179).

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80 Ganarse la vida en la literatura

ría/ acaesció en un prado y a quien los sabios pintan copian-


do un pergamino», que imaginó Antonio Machado al glosar
los versos del escritor medieval en su introducción a Los
milagros de Nuestra Señora. Cuando Gonzalo era un niño,
criado en los alrededores de San Millán de la Cogolla, varios
monjes de este monasterio produjeron una serie de docu-
mentos falsos que lo eximían de la jurisdicción del obispado
de Calahorra; la falsificación más importante fue la de unos
«Votos de San Millán», que se atribuyeron a Fernán Gonzá-
lez, el primer Conde de Castilla independiente del rey de
León, en virtud de los cuales todos los pueblos de Navarra y
Castilla debían pagar una cuota anual al cenobio rioja-
no. Todos los monasterios de Europa vivían de leyendas,
historias de reliquias milagrosas y de cultos locales que no
eran menos taumatúrgicos. -Documentos y cronicones lati-
nos atestiguaban aquellas supercherías o creencias; al lado
de ellos, poemas narrativos en lengua vulgar difundían las
maravillas y atraían a peregrinos o curiosos entre la gente
llana. De esto hablan los cuidadosos tetrastrofos monorri-
mos (la cuaderna vía) de las obras berceanas. El autor de la
Vida de San Millán no era un ingenuo devoto sino un hom-
bre que confeccionó un texto ameno y sabía bien cómo ga-
nar la atención del oyente, cuando un juglar al servicio del
monasterio lo recitaba: él mismo hace constar que ha escrito
esta Vida para quienes quieren saber dónde va el dinero de
sus impuestos (el visitante «verá a do envían los pueblos so
aver») y, poniéndose en la persona del recitador, encarece
una obra (un «dictado») por el cual darle tres meajas no li
será pesado (la meaja era una moneda de vellón que valía
medio maravedí burgalés: no estaba mal como recompensa
al intermediario). 1 No nos confundamos: esos dineros son la
paga del juglar y una parte principal llega al monasterio. Y

1. Brian Dutton, La «Vida de San Millán de la Cogolla» de Gon-


zalo de Berceo. Estudio y edición crítica, Londres, Támesis Books,
1967, p. 8 5 (para el texto citado: el «Estudio sobre las obras de Berceo
en relación con el privilegio de los Votos», en pp. 163-288).

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 8I

el monje escritor ha asumido la comunidad de bienes entre


unos y otros. En la Vida de Santo Domingo de Silos, donde
cuenta las andanzas y sonados milagros de quien fue abad
de San Millán, antes de serlo de Silos, la bipolaridad se hace
evidente: habla de sí mismo como escritor cuando se excusa
de no haber manufacturado un respetable latín (ca no so tan
letrado: porque no soy tan sabio) y se ha expresado en ro-
manz paladino, pero está hablando por el servidor que recita
cuando exige estipendio por su trabajo: «bien valdrá, como
creo, un vaso de bon vino». Era la recompensa del juglar,
por supuesto, pero no pasaba de ser un chiste del monje. 1
Tiempo atrás, sin embargo, había existido un mercado
literario más vivaz, cuyo recuerdo empezaría a activarse un
siglo después en algunas ciudades italianas o en alguna refi-
nada corte del resto de Europa. Roma siguió siendo un ful-
gor lejano de cultura en aquella edad que los humanistas
llamaron «Media», justamente porque era el tiempo de in-
sipiencia que separaba a los modelos de sus admiradores.
Marco Valerio Marcial llegó a Roma sobre el 64, en la épo-
ca de Nerón, procedente de una pequeña población de la
Tarraconense, Bílbilis. Venía para hacer fortuna literaria y
ser cliente de la familia de los Anneos (un protegido que
presta servicios, electorales fundamentalmente: una especie
de liberto). En los días venideros esto debió darle más de un
disgusto porque a aquella linajuda familia de la Bética perte-
necía Séneca, que acabó muy a malas con el emperador, y
porque luego vinieron días de guerras civiles y mucha zozo-
bra. Pero pronto llegaron los plácidos gobiernos de Vespa-
siano y Tito, la dinastía de los Flavios, y Marcial murió al
comienzo del largo y fecundo gobierno de Trajano, otro his-
pano del sur. No le fue mal escribiendo punzantes epigramas
en una sociedad que empezaba a respirar con alivio y siem-
pre había adorado el ingenio maligno. Y nos dejó en ellos su
retrato moral y, por supuesto, su orgullo de autor y su dere-

I. La vida de Santo Domingo de Silos, Obras completas, IV, ed.


Brian Dutton, Londres, Támesis Books, 1978, p. 3 5.

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82 Ganarse la vida en la literatura

cho a vivir de las regalías de su obra. En el epigrama inicial


del primero de sus libros -que apareció el año 80- se nos
presenta como Marcial, notus in orbe (notable en todo el
mundo, nada menos), al que los lectores studiosi (expertos)
han conferido en vida el decus (el honor) que los poetas solo
suelen conocer una vez muertos. En el segundo epigrama
invita, descaradamente, a comprar su libro, que es menudo ·
y portátil (a su eventual comprador le recomienda scrinnia
da magnis, me manus una capit: reserva los recipientes para
los libros grandes; el mío te cabe en una mano). Y, por si no
sabe dónde adquirirlo, le señala un lugar: en la tienda del
liberto Segundo, detrás del Templo de la Paz y del Foro de
Minerva, aunque en algún otro epigrama prefiere dirigir a
sus devotos al barrio de Argiletum donde abundan los libre-
ros. Marcial siempre habla en broma, incluso de sí mismo,
pero cualquiera de sus facecias tiene un eco de la verdad
profunda, de su autoestima: en el epigrama 61 recuerda que
Verona está orgullosa de su poeta Catulo, Mantua por ser
la cuna de Virgilio, Padua por haberlo sido de Tito Livio y
Horacio, Córdoba por cuenta de los Sénecas y Lucano ... ,
y por lo mismo, la pequeña Bílbilis se debería gloriar de su
hijo Liciniano (que pudo ser un senador pretorio de la época
de Domiciano, al que también se cita en el epigrama 49 )...
y, por supuesto, de él, que no duda en parangonarse así con
la plana mayor de la literatura del tiempo de Augusto.'

r. Epigramas, ed. Rosario Moreno, Juan Fernández Valverde y


Enrique Montero, Madrid, CSIC, 2004, 1, pp. 17, 18 y 39-40, respec-
tivamente. El estudio de referencia sobre la circulación de las letras en
la edad clásica es el de F. G. Kenyon, Books and Readers in Ancient
Greece and Rome (1932), Chicago University Press, 1980.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 83

La imprenta y los escritores


Pero, en el mismo final de la Edad Media, la autonomía
de la literatura dio pasos de gigante con la invención y
difusión de la imprenta de tipos móviles. Está claro que,
en los amenes de aquel tiempo anterior, la difusión de
escritos mediante copias manuales había sido un negocio
importante que aseguraba con satisfactoria amplitud la
circulación de libros, sobre todo tras la generalización de
la costumbre universitaria de guardar los textos en pe-
cia (cuadernos), bien caligrafiados y debidamente enmen-
dados, que se prestaban para realizar copias de los «libros
buenos e legibles et verdaderos de texto e de glosa», como
dicen las Partidas. 1 Seguramente, don Juan Manuel -el
autor de El Conde Lucanor- pensaba en esto cuando de-
cidió hacer un depósito de su obra en el monasterio de Pe-
ñafiel, villa de su señorío, en los términos que dice el
«Prólogo General» que puso al conjunto. Allí contaba la
significativa historia de un caballero que era muy grant
trovador y que, al ver mal interpretada una cantiga suya
por un zapatero, le destrozó con su espada todos sus cue-
ros y zapatos, en castigo por haber estropeado lo que tam-
bién fuera su trabajo. Previniéndose de este destino, ha
tomado una decisión:

Et recelando yo, don Iohan, que por razón que non se podrá
escusar que los libros que yo he fecho no hayan de trasladar
muchas veces, lo uno por desentendimiento del scrivano o por-
que las letras semejan unas a otras [... ]; et por guardar esto
quanto pudiere, fize facer este volumen en que están scriptos
todos los libros que yo fasta aquí he fechos [... ].Et ruego a to-
dos los que leyeren qualquier de los libros que yo fiz que si fa-

r. Sobre esa práctica, véase L. J. Bataillon y R. H. Rouse (eds.), La


production du livre universitaire au Moyen Age: exemplar et pecia,
París, CNRS, 199r.

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Ganarse la vida en la literatura

llaren alguna razón mal dicha, que non pongan a mí la culpa


fasta que vean este volumen que yo mismo concerté.'

Por supuesto, aquel pariente de reyes (aunque no Infan-


te; lo era su padre, hermano de Alfonso X) jamás vivió del
producto de su pluma, sino de sus rentas y de tres matrimo-
nios harto ventajosos, además de participar con intensidad
(y no mucha fortuna) en las querellas de poder de su tiempo,
pero incluso algunos de sus pares llegaron a reprocharle su
excesiva afición a la erudición y el estudio. Nada compara-
ble, sin embargo, con la ejecutoria que en tal sentido presen-
tan sus casi contemporáneos Dante Alighieri (1265-1321) y
Francesco Petrarca (1304-1374), sobre todo; no hay si no
comparar el breve Libro de las Armas (hacia 1337), donde
el noble castellano finge responder a las tres preguntas de un
fraile para blasonar de su linaje y de su confianza con el mo-
narca don Sancho IV, y el casi coetáneo Secretum (1342), de
Petrarca, un apasionante diálogo que enlazaba con la intros-
pección religiosa de Agustín de Hipona y encabezó la vía
autorreflexiva del humanismo moderno acerca de la tarea
intelectual. Los humanistas formaron el primer grupo euro-
peo de escritores autónomos, conscientes de una dignidad
que todavía compatibilizarían, por bastante tiempo, con su
condición de curiales de cortes y de príncipes de la Iglesia. Y
fue precisamente la imprenta lo que les dio alas para cimen-
tar un crédito exclusivamente intelectual: cuando la impren-
ta dio sus primeros pasos (en l452Johannes Gutenberg im-
prime la Biblia de 42 líneas por página en sus prensas de
Maguncia), circulaban por Europa algo más de un centenar
de miles de manuscritos, lo que no está nada mal; ha-

r. «Prólogo general>>, en Don Juan Manuel, Obras completas, ed.


José Manuel Blecua, Madrid, Gredos, 198 5, I, p. 32. Para la persona-
lidad del autor, véase el penetrante ensayo de autobiografía ficticia que
ha realizado el filólogo que mejor conoce al autor, Reinaldo Ayerbe-
Chaux: Yo, juan Manuel. Apología de una vida, Madison, Hispanic
Seminary of Medieval Studies, 1993·

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 85

cia 15 20, eran unos 20 millones de libros impresos los que


en el más remoto rincón del continente facilitaban la lectura
de libros de piedad, el repaso asiduo de las letras clásicas y,
sobre todo, el alcance de los nuevos libros de entretenimien-
to. El éxito de la Cárcel de Amor, de La Celestina, del Ama-
dís de Gaula, o del Cancionero General, de Hernando del
Castillo y editado en 15n, fueron inseparables de la difu-
sión impresa.
Pero la imprenta, como todas las novedades técnicas,
tuvo sus contradictores. El poeta aragonés Pedro Manuel
Ximénez de Urrea, hijo del primer Conde de Aranda, fue un
mediocre autor de composiciones amorosas, algunos dispa-
rates, unas églogas y una versión versificada de una parte de
La Celestina, además de una Peregrinación de las tres casas
santas de Jerusalén, Roma y Santiago, recientemente descu-
bierta y reeditada. Su madre, Catalina de Híjar, fue una mu-
jer empeñosa y ella hizo estampar en 1513, en Logroño, la
primera edición del Cancionero que su retoño había com-
pilado. Como recordó mi maestro José Manuel Blecua, el
autor había escrito, tras un prólogo muy pedantesco, una
encendida petición «suplicándole mucho lo tenga guardado,
que no se publique», sino que lo mostrara a los interesados
«para que después de yo muerto puedan ver que he vivido,
mostrando entonces estas mis obras al que quisiere mostrar
y no agora yo con mis propias manos». Urrea sabe muy bien
que está «la gente más afizionada que nunca en contradecir»
y le consta que «tanto más el tiempo fuere tanto más el sen-
tido se adelgaza»: las maldiciones de la obra literaria han
sido siempre la plaga de los críticos y la inevitable entropía
de sus valores en el curso del tiempo. Y, en fin, lo ha hecho
así sobre todo porque «¿cómo pensaré yo que mi trabajo
está bien empleado, viendo que por la emprenta ande yo en
bodegones y cozinas, y en poder de rapaces que me juzguen
maldizientes, y que cuantos lo quisieren saber lo sepan y que
venga yo a ser vendido? Parezca a vuesa señoría mejor
que el que me quisiere ver no pueda, porque lo que es bueno,
pocos lo saben, y aquello que vale más, que más dificultuoso

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86 Ganarse la vida en la literatura

es de haber, y aquello es en menos tenido que más a menu-


do es visitado». 1 Es evidente que lo que interesaba al joven
Urrea era la difusión de aquella queja porque, de hecho, le
constaba que el cancionero sería impreso (e incluso conoció
una nueva edición ampliada en 1517), y porque también
visitó las prensas lionesas la citada y casi desconocida Pere-
grinación.
Y es que nadie renuncia a la fama y al elogio, aunque el
aristocraticismo intelectual obligue a desdeñar el destino
que supone el sometimiento a las leyes de un mercado forzo-
samente abierto e indiscriminado. También la repentina
afluencia de libros suscitó recelo entre los escritores porque
muchos serían malos, y nadie lo advertiría, y porque su
sombra promiscua haría más arduo encontrar los verdade-
ramente buenos. En sus diálogos De remediis utriusque For-
tunae, un siglo anterior a la invención de la imprenta, nues-
tro conocido Francesco Petrarca abominaba tanto de los
que escribían libros por vanidad para decir futesas, como de
los incautos que los coleccionaban, convencidos de su valor.
Los muchos libros generaron un afán de selección y un mo-
hín de desdén entre muchos escritores. 2. Un soneto de Fran-
cisco de Quevedo, que se copió en el Parnaso español, de
Jusepe González de Salas, lleva la indicación «lndígnase mu-
cho de ver propagarse un linaje de estudiosos hipócritas y
vanos ignorantes compradores de libros», lo que es bastante
explícito de suyo. De quien hace así, Quevedo opina que

r. Cancionero de Pedro Manuel Ximénez de Urrea, ed. y pról. de


Martín Villar, Diputación Provincial de Zaragoza (Biblioteca de Escri-
tores Aragoneses), 1878, pp. 9-1r. La observación de José Manuel
Blecua en su artículo «Un poeta ante la imprenta», en La vida como
discurso, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1981, pp. 48-50. Sobre el
autor, véase el primer tomo, «Estudio introductorio», de la Peregrina-
ción de las tres casas santas de jherusalén, Roma y Santiago, ed. Enri-
que Galé, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008, 2 vols.
2. Véase respectivamente «Del que tiene muchos libros» y «De
la fama de los que escriben», en Obras, l. Prosa, ed. Francisco Rico,
Madrid, Alfaguara, 1978, pp. 424-430.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 87

«no es erudito, que es sepulturero,/ quién sólo entierra cuer-


pos noche y día;/ Bien se puede llamar libropesía /Sed insa-
ciable de pulmón librero», aludiendo a la inflamación por
hidropesía. Mucho más famoso es otro poema que el mismo
cuidadoso editor apostilló «Algunos años antes de su pri-
sión última, me envío este excelente soneto desde la Torre».
Se trata del muy famoso que comienza el cuarteto «Retirado
en la paz de estos desiertos, / Con pocos pero doctos libros
juntos,/ Vivo en conversación con los difuntos,/ Y escucho.
con mis ojos a los muertos». Es un soneto hermoso y muy
retórico, basado en el juego de los imposibles (hablar y escu-
char a muertos) y en una .atrevidísima comparación de mú-
sica y literatura, que define inolvidablemente el placer de
acompasar la lectura y la vida, cuando se refiere a los libros
que«[ ... ] en músicos callados contrapuntos/ Al sueño de la
vida hablan despiertos». Pero lo que aquí me importa es
la rigurosa exigencia de parvedad («con pocos pero doctos
libros juntos») que contrasta con el abierto elogio de la
imprenta que ha permitido el milagro de que los difuntos
hablen, ya que ha venido a ser «de injurias de los años ven-
gadora». El poema integra, por tanto, la actitud estoico-
cristiana de desconfianza ante los saberes profanos (que nos
desvían del más importante, el saber espiritual acerca del
propio destino) y la tradición acumulativa y enciclopédica
que se abría paso en los albores de un mundo diferente. 1
¿Tiraban los escritores piedras contra su propio teja-
do? Lo cierto es que, entre poetas, era frecuente desdeñar la
imprenta y acogerse a una rica y constante tradición de ma-
nuscritos que corrían, copiados por manos diligentes, o de
cancioneros de varios, cuyos compiladores escogían aquí y
allá sus versos favoritos. 2 Ni el gran Garcilaso de la Vega, ni

r. Obras completas, l. Poesía original, ed. José Manuel Blecua,


Barcelona, Planeta, 1963, pp. 599 y 105, respectivamente.
2. El texto capital para esta práctica literaria sigue siendo el de
Antonio Rodríguez Moñino, Construcción crítica y realidad histórica
en la poesía española de los siglos XVI y XVII, Madrid, Castalia, 1968.

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88 Ganarse la vida en la literatura

Fray Luis de León, ni Luis de Góngora vieron sus obras pu-


blicadas en vida, lo que no quiere decif, ni mucho menos,
que fueran desconocidos o que quisieran serlo: el primero
murió demasiado pronto, el segundo se refirió a sus poesías
como entretenimientos impropios -«entre las ocupaciones
de mis estudios en mi mocedad, se me cayeron como de en-
tre las manos estas obrecillas»-1 por parte de quien era un
respetado catedrático de Teología; el último era el más ma-
niático de los perfeccionistas, se le compiló en cancioneros,
circuló en manuscritos y fue el poeta más discutido de su
época. Tampoco Juan de la Cruz vio editadas sus obras,
aunque por otras razones: porque nunca las concibió al
margen de sus alquitarados y encendidos comentarios en
prosa y nunca buscó otra referencia aprobatoria que la de
los monasterios del Carmelo o algún círculo piadoso cerca-
no. Y, en cierto modo, esta hermandad de la poesía y el se-
creto ha seguido vigente. Federico García Lorca no tenía
mucha prisa en publicar y su Poema del cante ;ando estuvo
siete años sin ver la luz. A él y a otros amigos suyos les gus-
taba entregar algún poema suelto para una revista juvenil de
provincias o un ramillete de ellos para Revista de Occidente,

Sobre el culto y el coleccionismo de lo impreso, véase Femando Bou-


za, Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea en la
alta Edad Moderna (siglos XV-XVII), Madrid, Síntesis, 1992; pero so-
bre la importancia de la circulación de manuscritos, del mismo autor,
Corre manuscrito. Una historia cultural del Siglo de Oro, Madrid,
Marcial Pons, 2001. Para la percepción del autor como tal, véase
Christoph Strotzeski, La literatura como profesión. En torno a la
autoconcepción de la existencia erudita y literaria en el Siglo de Oro
español, Kassel, Reichenberger, 1997; y Pedro Ruiz Pérez, La rúbrica
del poeta. La expresión de la autoconciencia poética entre Boscán y
Góngora, Universidad de Valladolid, 2009.
1. El texto forma parte de la dedicatoria a don Pedro Portocarrero
y figuró en la edición de sus Obras propias y traducciones latinas,
griegas e italianas, «dadas a la imprenta por don Francisco de Que-
vedo» e «ilustradas bajo el nombre del Conde-Duque», en 1631,
40 años después de su muerte (véase Poesía completa, ed. José Ma-
nuel Blecua, Madrid, Gredos, 1990, p. 153 )'.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 89

cuando los pedía su secretario, Fernando Vela: era una con-


sagración halagadora. Lorca conoció el éxito de un impreso
con el Romancero gitano (que alcanzó pronto una segunda
edición), pero las composiciones destinadas a Poeta en
Nueva York solo se estamparon tras la muerte del escritor,
después de haber salido poemas sueltos en alguna que otra
revista y haberse difundido, sobre todo, en los recitales del
poeta.
La urgencia de imprimir (y de llegar al mercado y a la
fama) estuvo más cerca de otros géneros. Pocas veces fue el
caso del teatro, que tenía su mecanismo propio -la represen-
tación pública de las obras- y donde la imprenta era un
auxiliar tardío, aunque imprescindible, no siempre contro-
lado por el autor: las llamadas Partes de comedias, tan di-
fundidas en el siglo xvn, eran colecciones de textos que
a veces el autor podía corregir y pocas lucrarse de ellas
(hasta el punto de que contenían atribuciones de auto-
ría erróneas). 1 Que un escritor publicara por su cuenta sus
piezas teatrales revelaba, como Cervantes confesó paladina-
mente en su propio caso, que no habían tenido éxito en las
tablas. Hasta finales del siglo XIX el teatro fue un negocio de
empresarios de compañías, como supo con amargura Lope
de Vega. Pero lo que no daban de sí los beneficios de la venta
podía compensarlo el mecenazgo. Lo verá quien lea la co-
rrespondencia de Lope con el duque de Sessa, su joven y
vanidoso protector, o quien recuerde los famosos y zalame-
ros preliminares de las obras de Cervantes, quizá teñidos de
su habitual ironía, cuando dedica la primera parte del Qui-
jote al duque de Béjar y la segunda, al conde de Lemos, que
también fue feliz destinatario de las Ocho comedias y ocho
entremeses, las Novelas ejemplares y Los trabajos de Per-
siles y Sigismunda. La vanidad de los unos y la necesidad
de los otros se juntaban, y si el poeta era malgastador, o ju-

r. Véase las actas del coloquio hispano-francés La comedia, ed.


Jean Canavaggio, Madrid, Casa de Velázquez, 199 5, especialmente el
apartado «La transmisión textual », pp. 13-114.

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Ganarse la vida en la literatura

gador como Góngora, las peticiones podían llegar a lo ab-


yecto: Lope llegó a pedir al de Sessa una manta vieja de sus
. caballos para arroparse; el escritor mexicano Juan José
1

Arreola escribió un cuento terrible, «Los alimentos terres-


tres», incluido en su Confabulario, entresacando del episto-
lario gongorino las angustiosas demandas de «alimentos»
que pedía a sus favorecedores. 1
Pero hay géneros que juegan con ventaja en un incipien-
te mercado independiente, posibilitado por la imprenta.
Hay negocio en aquello que obligatoriamente se lee, que
no es fácilmente copiable (como un poema) o que se presen-
cia (como el teatro): en los géneros narrativos. En el año
de I604, tras el éxito de Guzmán de Alfarache en I599
(que, a su vez, recogía los réditos de la fama del Lazarillo de
Tormes, entonces prohibido), varios impresores de Madrid
tienen en sus manos lo que va a ser un póquer de ases: El
peregrino en su patria, de Lope de Vega, que quiere plantear
las definitivas nacionalización y modernización del género
de aventuras bizantinas; la segunda parte del citado Guz-
mán de Alfarache, de Mateo Alemán (que será saboteada
por la continuación fraudulenta de quien firmó Mateo Lu-
ján de Sayavedra y se llamaba Juan Martí); La pícara ]usti-

l. Ya antes le había escrito que «SÍ mi sangre fuera necesaria a un


caballo de V. E. no dudaría sacármela toda» (junio de 1610) y «mán-
deme curar sus caballos que verá que le estimo en más que todos los
tesoros del mundo» (verano de 1612), e incluso se había ofrecido al
duque para que «mire y cómo en que quiere entretenerse que como
lebrel de Irlanda esté a sus pies» (1616). El epistolario de Lope fue
dado a conocer en 1863 y lo utilizó ampliamente Cayetano de La Ba-
rrera en su Nueva biografía, de l 890; lo cito por la selección de Cartas,
ed. Nicolás Marín, Madrid, Castalia, 1989, pp. 78, u3 y 167, respec-
tivamente.
2. «Los alimentos terrestres» (1952), Confabu/ario, México, Fon-
do de Cultura Económica, 1966, pp. 121-124. Arreola vio las cartas
compiladas por Raymond Foulché-Delbosc y Miguel Artigas, que lue-
go usaron Juan e Isabel Millé Jiménez en su edición del «Epistolario»
en las Obras completas, Madrid, Aguilar, 1961, pp. 892-1067.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 9l

na, otra joya del género de pícaros donde el autor hace que
su personaje femenino se case al fin con el inevitable Guz-
mán; y-por supuesto- la primera parte del Quijote. Es un
tiempo de «prosas y prisas», como dice el divertido título
del artículo de José María Micó que ha desvelado esa coin-
cidencia capital en los rumbos de la narrativa europea, a la
vez que señala que también Quevedo fechó en 1604 el ma-
nuscrito de El buscón y Gregorio González, el de El guitón
Onofre, otra aventura de perdularios. 1

Es indudable que todos -impresores y autores- saben a


lo que van: a ofrecer relatos largos de episodios variados que
remodelen una expectativa de lectura dilatada que a lo largo
del siglo pasado habían creado los ya muy envejecidos libros
de caballería y los libros de pastores (demasiado parecidos
entre sí), pero que también tendrá que ver con la viveza de
los diálogos de actualidad, el descaro de las autobiografías
más o menos ficticias y hasta las formas de acción dramati-
zada (y tono subido) que pusieron de moda La Celestina y
sus imitaciones. Cervantes es el que tiene todos estos mode-
los en la cabeza y una idea más clara de cómo conjuntados
y, de ese modo, sabe dar el golpe de mano que necesitaba la
novela moderna para fidelizar a muchos lectores. Y, de he-
cho, convierte esa pugna por la conquista del lector en el
tema central de una obra donde todos los personajes suelen
ser lectores compulsivos. En todo el Quijote, la lectura de
libros, como práctica social, está en primer plano: el mismo
don Alonso Quijano, por supuesto, lee toda clase de ficcio-
nes y versos, no solo los libros de aventuras que le han que-
mado en el «donoso escrutinio» de su biblioteca, pero tam-
bién quien se presenta como autor de la novela -digamos
que Cervantes- se nos da a conocer como otro maniaco de
la lectura, que en sus pesquisas libreras ha encontrado el
texto aljamiado de Cicle Hamete Benengeli, que ahora nos

I. «Prosas y prisas en 1604: el Quijote, el Guzmán y La pícara


]ustina», en Hommage aRobert ]ammes, ed. Francis Cerdan, Univer-
sidad de Burdeos, 1994, ID, pp. 827-848.

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92 Ganarse la vida en la literatura

traduce y comenta. A lo largo del Quijote, en cualquier lu-


gar propicio se recitan versos (como en el entierro del pastor
Grisóstomo) y se cuentan historias (como sucedía en las
novelas de pastores y en el Guzmán: así pasa aquí con la
historia de Leandra y Vicente de la Roca, contada por un
cabrero); los viajeros desocupados de la venta manchega
aceptan que el cura les lea en alta voz de El curioso imperti-
nente, una novela sacada de la maletilla que comparte con
otros manuscritos; y no mucho después escuchan la historia
del cautivo, Ruy Pérez de Viedma, que completa el mosaico
narrativo de los amigos de Sierra Morena.
No todos son cuentos y versos. En la segunda parte, el
Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, atesora
hasta «seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de
latín» y su hijo, Lorenzo, es poeta en agraz y un maniático
de la lectura; el licenciado que les acompaña a la cueva de
Montesinos se presenta como «humanista» y tiene prepara-
dos para imprenta un Libro de las libreas, un Metamorfoseas
u Ovidio español y, sobre todo, un Suplemento a Virgilio
Polidoro, parodias todos de las misceláneas humanísticas de
la época anterior. En las bodas de Camacho, los aconteci-
mientos nos producen la impresión de habernos sumergido
en el mundo de un entremés, mientras que en la corte de los
Duques, no nos dan tregua los engaños espectaculares, las
escenografías fantásticas, las músicas y los trucos, porque
tampoco a esas formas de lo escénico renuncia Cervantes,
como no lo hace a la sugestión del canto y-aunque bastante
menos- a la ilusión de lo pintado. Ya al final, cuando los hi-
los son muchos, giramos una visita a una laboriosa imprenta
en Barcelona, donde el caballero se interesa por lo que se
imprime: aquel libro italiano, Le bagatelle, no lo han encon-
trado los cervantistas pero seguro que no pasaba de ser un
homenaje del autor a la tierra de sus sueños, Italia; Luz del
alma es, sin duda, otro brindis cervantino a los libros de
piedad, tocados quizá de erasmismo ... y, por último, la se-
gunda parte fraudulenta de Alonso Fernández de Avellaneda
significó trasladar al plano de lo inventado al tramposo y

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 93

malintencionado rival que le había salido. De esa Segunda


Parte, el hidalgo hablará largo y tendido con el caballero
granadino Alvaro Tarfe, en una de las más asombrosas tras-
posiciones de vida y literatura que se haya escrito nunca: nos
encontramos, de hecho, ante el origen de todas ellas y ante la
mejor venganza que el autor toma del estafador.
Literatura y vida se iluminan mutuamente en esta obra
donde dialogan la fantasía y la razón, como se confrontan
la nostalgia del siglo XVI -donde todo estaba más claro- y la
inminencia de la centuria que venía, donde cambiarían tan-
tas cosas. Pero el Quijote es un texto donde también se
sacan las cuentas muy a menudo, como en la vida real.
Y donde cada vez que se habla de literatura se habla de un
negocio ... Quizá el episodio más destacado en este orden de
cosas sea la aparición de Ginés de Pasamonte, el galeote en-
cadenado, que procede en derechura del mundo rival de los
pícaros. Por él sabemos que ha escrito «por estos pulgares»
el relato de su vida -y la ha empeñado doscientos reales en la
cárcel- y que «es tan bueno [... ] que mal año para el Lazari-
llo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han
escrito o escribieren».' Luego, como sabemos, el proteico
Ginés reaparecerá bajo la forma de Maese Pedro al frente de
su retablo de muñequitos. Cervantes ha demostrado que
hasta la invención de su rival más directo, la novela de píca-
ros, está en el suya ... Todo está en el Quijote, incluido el
noble afán de lucro y fama por parte del autor; porque hasta
«el grande emperador de la China» quiere tenerla «pues en
lengua chinesca habrá un mes que me escribió una carta con
un propio, pidiéndome o por mejor decir suplicándome se la
enviase porque quería fundar un colegio en el que se leyese

1. Don Quiiote de la Mancha, dir. Francisco Rico, Madrid,


Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores-Centro para la edición de
Clásicos Españoles, 200 5, p 26 5. Sobre la versión cervantina de lo pi-
caresco, véase Claudia Guillén, «Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y
los inventores del género picaresco», Homena;e a Rodríguez Moñino,
Madrid, Castalia, 1966, 1, pp. 221-231.

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94 Ganarse la vida en la literatura

la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese


el de la historia de don Quijote». 1 ¿No es cosa reveladora
que Cervantes tuviera la primera intuición del Instituto que,
trescientos setenta años después, llevaría su nombre?

La dignificación del escritor:


de las Luces al Romanticismo
El siglo XVIII presenció la confirmación de estos augurios,
a lo que no pudo ser ajeno que -justo en el quicio de este y
la pasada centuria- se librara la Querella de Antiguos y Mo-
dernos. Ganaran quienes ganaran, cualquiera de los ar-
gumentos que se utilizaron favorecía la dignidad de los
escritores: si prevalecían los que se daban a favor de los An-
tiguos, aquella victoria era también de los sabios que habían
preservado su legado; si correspondía a los Modernos, iba
de suyo que la reafirmación de un progreso intelectual inde-
finido daba ventaja a quienes buscaran la innovación y la
autonomía del mundo intelectual. No es casual que la Que-
rella surgiera en el contexto del reinado de Luis XIV que,
por sí mismo, encarnaba la triunfante alianza del orden cla-
sicista y de las nuevas tendencias.1 Y tampoco es casual que
quien definió el siglo de aquel monarca como una de las
grandes épocas de la Humanidad, solo comparable a las de
Pericles, Augusto y la Edad del Humanismo, naciera como
súbdito del Rey Sol y acabara sus días en 1778, en el co-
mienzo de la era de las revoluciones: Fran~ois-Marie Arouet,
llamado Voltaire, autor de El siglo de Luis XIV (17 5 l ) .
Por sí solo, Voltaire encarnó el éxito económico de un
intelectual y la paralela obtención de la respetabilidad an-
siada. Y no le fue fácil ganarlos. El mismo año de la muerte

Ibídem, pp. 678-679.


I.
Para los textos fundamentales y su interpretación, véase Marc
2.
Fumaroli (ed.), La Querelle des Anciens et des Modernes, París,
Gallimard, 2ooi.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 95

de Luis XIV, cuando contaba apenas 20 años, fue preso en


la Bastilla por haber publicado una sátira contra el Regen-
te, el duque de Orléans. En 1725, siendo ya escritor repu-
tado, tuvo una discusión con el duque de Rohan (ambos
coqueteaban con la famosa actriz Adrienne Lecouvreur) y
como este le preguntara por su nombre (¿Arouet o Voltai-
re?), recordó al aristócrata que je commence mon nom et
vous finissez le votre. Pocos días después, invitado a la casa
de Rohan, fue apaleado por sus criados y no pudo obtener
la satisfacción de un duelo, como reclamó. Fue encarcela-
do de nuevo y el resultado vino a ser un destierro de varios
años en Gran Bretaña que fue fecundo para su formación
(allí conoció el alcance de la ciencia de Newton y la filoso-
fía moral de John Locke),pero también logró que nunca
más volviera a sufrir una humillación parecida. E hizo lo
posible porque no la sufrieran otros, de la mano de la
soberbia o del prejuicio ... En 1761 vivía ya en Ferney, en
Suiza, cortejado por los monarcas y gobernantes europeos,
cuando supo de una siniestra -pero modesta- historia ocu-
rrida en Toulouse. Marc-Antoine Calas, hijo de un comer-
ciante protestante, se había suicidado en su propio domici-
lio. Un diputado local se empecinó en demostrar que había
sido asesinado por su padre, Jean, al saber este que su hijo
quería hacerse católico. Nada pudieron las pruebas en
contra y Jean Calas fue torturado, ahorcado y quemado. A
instancias de un hermano que había logrado escapar, Vol-
taire movilizó toda su influencia y la fuerza de su prosa y,
en 176 5, consiguió la rehabilitación de Jean Calas y el final
de la carrera política de su perseguidor. El hermosísimo
Tratado sobre la tolerancia, de 1763, fue el inmortal resul-
tado de la campaña.1
El mismo camino se repitió en otros muchos coetáneos:

1. Utilizo la biografía de Jean Ourieux, Voltaire ou la royauté de


/'esprit, París, Flammarion, 1966, más atenta a estos aspectos que
otras; para el asunto de Rohan, véase pp. 199 y ss.; para el affaire
Calas, pp. 660-678.

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Ganarse la vida en la literatura

orígenes burgueses, buena educación, un largo noviciado de


trabajos oscuros (como preceptores, a menudo), alguna pu-
blicación duramente perseguida y, al cabo, la consagración
y la inmunidad. Desde 1750, la sociedad francesa (y algunas
europeas también) colocó la estimación del homme de let-
tres por encima de cualquier otra. El inicio del proceso fue
paralelo de la fascinante historia de un título del libro que
dio nombre a una época: la Enciclopedia o diccionario razo-
nado de las ciencias, las artes y los oficios, obtuvo su privi-
legio de impresión en enero de 1746 pero hasta 1750 sus
directores, Denis Diderot y D' Alembert, no publicaron su
primer prospecto y hasta l 7 5 l, el primero de los l 7 volúme-
nes de texto, que llevaba un prólogo general de D' Alembert.
Entre aquella fecha y el final de la edición, en 1772, trabaja-
ron para sus páginas unas l 60 personas que constituyen
uno de los equipos más admirables de la historia de la vida
intelectual de la humanidad. Todos hubieron de romper con
los prejuicios de su época, lo que incluía a menudo alguna
pauta moral que todavía pervive; quizá algunos no fueron
ejemplares en ese estricto sentido, pero todos sintieron la
alegría de trabajar por la libertad del género humano y el
orgullo de vivir de unas rentas propias que, más de una vez,
fueron notables. La literatura de aquella «República de las
1

Letras» 2 fue, entre otras cosas importantes, un saneado ne-


gocio y conviene no olvidar que tal cosa empezó a dictar la

I. Sobre la historia interna y el clima de la Enciclopedia, véase la


monografía de Philipp Bloom, Encyclopédie. El triunfo de la razón en
tiempos irracionales, Barcelona, Anagrama, 2010.
2. Daniel Roche, Les républicains des lettres. Gens de culture et
Lumieres au XVIIIe siecle, París, Fayard, 1988; en esa misma línea,
referida a nuestro país, véase también el libro de Joaquín Álvarez Ba-
rrientos, Franc;:ois Lopez e Inmaculada Urzainqui, La república de las
letras en la España del siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1995; sobre los in-
gresos económicos y el estatus del autor, véase el capítulo «Las
economías del escritor», en Joaquín Álvarez Barrientos, Los hombres
de letras en la España del siglo XVIII. Apóstoles y arribistas, Madrid,
Castalia, 2006, pp. 203-244.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 97

norma en otros países: en la activa Inglaterra -donde lo-


graron su reputación y ascendiente gentes como Daniel De-
foe, Samuel Johnson o Alexander Pope- o en el mosaico de
estados alemanes en los inicios de su efervescencia cultural;
allí, como en Austria, en Holanda o en Suecia, el crédito y la
admiración por las grandes figuras convivió con la estamen-
talización propia del Antiguo Régimen, la competencia y el
recelo de los cleros respectivos y la ignorancia de los más,
pero el «Siglo de las Luces» lo fue verdaderamente en toda
Europa.
Incluso lo fue en España, aunque se haya hablado, con
alguna razón, de «la Ilustración insuficiente». 1 Diego de To-
rres Villarroel no fue, sin duda, un ilustrado, incluso por
razones de estricta cronología, pero sí fue lo más parecido a
un «libertino», en el sentido que la palabra tuvo a comien-
zos de siglo: un hombre independiente, curioso y atrevido.
Sus mismas contradicciones fueron reveladoras: era, a la
vez, un profesor universitario de matemáticas y un autor
popularísimo de pronósticos y almanaques, que firmaba
como «El gran Piscator de Salamanca». Imitaba a su predi-
lecto Francisco de Quevedo pero no tenía nada que ver con
aquel aristócrata reaccionario, vanidoso y despechado que
fue uno de los mayores escritores de su tiempo; Torres Villa-
rroel era lo más parecido a un burgués de puertas adentro,
inmune a todo lo que puede complicarle la vida, que dedica-
ba sus obras a protectores de campanillas pero que también
hablaba directamente a su público, de quien obtenía sus ga-
nancias. Tampoco Fray Benito Jerónimo Feijoo tuvo nada
de ilustrado. Vivió en el convento donde había profesado
y llegó a la Universidad de Oviedo en 1710, cuando ya te-
nía 34 años y solo en 1726, ya en la cincuentena, puso a la
venta -en la portería del monasterio madrileño de la Orden,

1. Tal es el llamativo título del ensayo de Eduardo Subirats, La


Ilustración insuficiente, Madrid, Taurus, 1981; un punto de vista más
equilibrado, en la síntesis de Francisco Aguilar Piñal, La España del
absolutismo ilustrado, Madrid, Espasa, 2005.

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Ganarse la vida en la literatura

el de San Martín- el primer tomo del Teatro Crítico Univer-


sal (que define mejor su subtítulo de «Discursos varios en
todo género de materias para desengaño de errores comu-
nes»), la obra que le dio fama ... y una buena renta a sus
compañeros de claustro.
Torres y Feijoo, aunque de muy distintos modos, dieron
fe de la popularidad que podía alcanzar un escritor. Y a fina-
les del siglo, ya todo había cambiado ... En aquellas fechas,
Leandro Fernández de Moratín es quien mejor ejemplifica
los logros -y también las limitaciones- de una larga emanci-
pación intelectual que consigue, sin embargo, aliando su
culto a las formas clasicistas (no se olvide que el Clasicismo
es una forma más de la Razón) y su talante inquieto e inde-
pendiente. Puede parecer contradictorio: es un burócrata de
la Corte real, protegido del poco recomendable Manuel
de Godoy y convencido de que la reforma del teatro es co-
sa de las oficinas del Estado, pero sus cartas y sus diarios de
viaje revelan un ánimo descontento y alerta, es un amante
de la buena vida (y de los burdeles de confianza) y es alguien
que busca la dignificación de su oficio y que quiere ganar
dineros con el teatro. El mejor retrato de cómo era (y de
cómo debería ser) un teatro popular lo pintó su obra La
comedia nueva o el café, que debemos leer en función de sus
demás comedias para ver que todas tratan de lo mismo: de
cómo la voz de la razón ilustrada y burguesa ha de prevalecer
sobre las pretensiones de menestrales ambiciosos, pobreto-
nes con ínfulas hidalgas, burgueses codiciosos o aristócratas
tronados. Su amigo y retratista Francisco de Goya se lepa-
reció mucho: fue un pintor de Corte (cuyos buenos ingresos
invirtió en títulos de la Deuda), pero también quien puso a
la venta la fascinante colección de Caprichos en 1799, con-
vencido de que aquella nueva técnica del grabado estaba des-
tinada a difundir ideas y a sacudir prejuicios. Como sabemos,
el miedo a la Inquisición hizo que la retirara a los 14 días,
y la cediera al Rey -a la Real Calcografía, en puridad- a
cambio de una pensión vitalicia de 12.000 reales, aunque
en 1823 se imprimió de nuevo. Diez años después, Mariano

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 99

José de Larra, que se sabía a Moratín de memoria, pensaba


en él cuando reflexionaba sobre la naturaleza del público,
sobre los escritores a la antigua usanza o sobre lo que se
puede decir y lo que no se debe decir en un mundo que era
«cuasi» todo y no llegaba a ser nunca nada. Larra debía in-
telectualmente mucho más al siglo anterior que al Romanti-
cismo que alboreaba. Pero no todas las cosas habían cam-
biado tan fácil y enteramente como los caballeros habían
pasado de la casaca a la levita y de las pelucas empolvadas a
las melenas lacias y al tupé provocador. Los artículos de La-
rra pueden leerse como el dietario de un disconforme que
oscilaba entre el apocaliptismo y la conformidad, como en-
tre el posibilismo político y el radicalismo, pero sobre todo
deberíamos releerlos ahora como la ruta de un escritor hacia
su reconocimiento y hacia el dinero.

La escenificación de la gloria del escritor


Con el siglo XIX llegó la era de la consagración del escritor. 1
A veces, esta era espasmódica, repentina: en la huella del
pistoletazo de Larra (que tanto tuvo que ver con su fama
póstuma), el desconocido José Zorrilla consiguió la suya le-
yendo un poema grandilocuente -y poco benévolo en sus
juicios morales- ante la tumba del suicida; un año antes,
el r de marzo de r 8 36, Antonio García Gutiérrez alcanzó el
éxito en la primera representación de El trovador, cuando
el público le obligó a salir a saludar a las tablas y, para ha-
cerlo, hubo de pedirle prestada la levita a Ventura de la
Vega; algo después, en 1854, un Emilio Castelar de veinti-
pocos años tocó su primera gloria con un discurso pronun-
ciado en el Teatro Real en defensa del Partido Demócrata, y

I. El estudio clásico sobre el tema es el de Paul Bénichou, Le sacre


de l'écrivain (r 750-r830). Essai sur l'avenement d'un pouvoir spiri-
tuel laique dans la France moderne, París, Gallimard-NRF, 1973 (hay
traducción española, México, Fondo de Cultura Económica, 1984).

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roo Ganarse la vida en la literatura

desde entonces hasta su muerte ya fue el mayor orador de


España y uno de los primeros de Europa. Larra no se ganó
nunca mal la vida pero no obtuvo su mayor obsesión que
era tener un periódico propio, como anunciaba a sus lecto-
res de La Revista Española, el 26 de enero de I 8 3 5, desde
París donde andaba buscando los dineros para fundarlo:
«¿Saldrá por fin en febrero, en marzo? ¿Cuándo? ¿Nos hará
usted reír, por supuesto? He aquí las preguntas que por
todas partes se me dirigen, que me cercan, me estrechan, me
comprometen». 1 De Zorrilla ya veremos con detalle que
nunca le fue muy bien, o que nunca le satisfizo lo que ganó.
Castelar también se quejaba de angustias económicas muy a
menudo a su protector y confidente, el banquero Adolfo
Calzado.
La «revelación» pasó a ser el primer paso de la consagra-
ción en la edad de la prisa (lo decía Larra en aquel mismo
artículo citado: «La prisa -la rapidez, diría mejor- es el alma
de nuestra existencia, y lo que no se hace deprisa en el si-
glo XIX, no se hace de ninguna manera»). El reconocimiento
definitivo vendría algo después, en un siglo que todo lo co-
leccionaba, lo ordenaba y lo exhibía. Las grecas decorativas,
grabadas con nombres de artistas ilustres u ornadas con me-
dallones de sus efigies, no faltarían en las bibliotecas, las
universidades y los teatros: representan el peso del pasado,
el canon que nos unía a los prestigios del mundo antiguo y
del moderno, pero que también incorporaba paulatinamen-
te a los nuevos clásicos.
En España, la representación de esa gloria compartida
fue relativamente temprana: en I 84 5, Antonio María Es-
quivel pintó Una lectura de Ventura de la Vega, que dejó
inconcluso, y en I846, la más conocida Lectura de fosé de
Zorrilla en el estudio del pintor, que hoy se exhibe en el Pra-
do, tras pasar por el purgatorio del Casón. El pintor mezcló
a vivos y muertos recientes componiendo -en pleno declive

r. «Un periódico nuevo», en Alejandro Pérez Vida! (ed.), Artícu-


los, Barcelona, Bruguera, 1989, p. 615.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario ror

del espíritu romántico- un canon literario que resulta un


tanto enfático. Y que, en rigor, es el resultado del pacto táci-
to que desactivó y a la vez aseguró la herencia de la recien-
te hoguera. Está retratado Espronceda, que había muerto
en l 842, y sin embargo no está Larra, aunque sí distingui-
mos, sentado y atento, al costumbrista rival, Ramón Meso-
nero- Romanos, que era un implacable retratista literario de
las costumbres de un Madrid que envejecía, a la vez que
obteiiía excelentes ingresos en la compraventa de los solares
y edificios que provocaban esa acelerada transformación. Y
entre los asistentes hay un trío de ancianos que nada tenían
que ver con lo romántico pero sí habían conocido los ame-
nes del siglo XVIII y, por tanto, otras pautas de vida intelec-
tual y de ingresos literarios. Allí estaba, por ejemplo, Juan
Nicasio Gallego ( l 777-1853 ), sacerdote desde l 804, titular
de una capellanía real poco después y director espiritual de
los pajes de la corte de Carlos IV. Pero en l 808 había sido
diputado suplente en las Cortes de Cádiz, exaltado cantor
del 2 de mayo y, por supuesto, encarcelado después por Fer-
nando VII; a la sazón era senador y juez eclesiástico. Otro
currículum parecido, aunque más llamativo, era el de Ma-
nueljosé Quintana (1872-1857), cabeza del grupo de reno-
vación literaria opuesto a Moratín hijo y después de l 808,
símbolo poético de la revolución. Había dirigido el Semana-
rio Patriótico y las Cortes gaditanas le encomendaron la
«secretaría de proclamas de la Junta Central», lo que revela
que la llamada Guerra de Independencia fue la primera con-
tienda en que participó activamente la propaganda. Encarce-
lado primero y desterrado después por la reacción fernandi-
na, Quintana fue nombrado (entre 1840 y 1843) preceptor
de la reina Isabel 11ydesde1845 era senador vitalicio.
Nueve años después de ser retratado por Esquivel, asistía
en el Palacio del Senado a su solemne coronación como poe-
ta por su antigua discípula y llegó hasta ella apoyado en el
brazo de otro personaje de nuestro cuadro, Francisco Mar-
tínez de la Rosa (1787-1862), que fue el primer jefe de go-
bierno de la reina gobernadora María Cristina, fundador

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102 Ganarse la vida en la literatura

del Partido Moderado y que, cuando el lienzo se pintaba,


desempeñaba el Ministerio de Estado. La corona, la placa
conmemorativa y el vistoso uniforme bordado en oro del
gran Quintana se conservan en la Real Academia de la His-
toria; el cuadro de Luis López -grande pero mediocre- que
inmortalizó la coronación sigue en el Palacio del Senado. Lo
de las solemnes coronaciones de poetas se repitió una vez
más en aquel siglo tan dado a las celebraciones e hipocre-
sías ... Precisamente el protagonista del cuadro de Esquivel,
José Zorrilla, fue coronado el 2 de junio de 1889 y en el Pa-
lacio de Carlos V, en Granada, oficiando el descendiente del
duque de Rivas en nombre de la Reina Regente. Los actos se
remataron con una «velada fantasmagórica arábigo-cristia-
na» que, con todo lujo de luces y escenografía, tuvo como
marco el Carmen de los Mártires. 1 Pero la corona -se dijo
que forjada con pepitas del río Darro- era sobredorada,
como comprobó el interesado cuando hubo de empeñarla
(también lo supo quien la rescató del Monte, su amiga la
marquesa viuda de Guaqui). Porque aquel poeta y drama-
turgo de éxito anduvo siempre a la cuarta pregunta y bus-
cando por todos los medios (incluidas las visitas «poéticas»
a América ... ) asegurar sus ingresos. Al final de los apéndices
de sus memorias, Recuerdos del tiempo viejo (1879), sacaba
sus cuentas con una sinceridad que es infrecuente:

Los ocho primeros libros de versos, pagados a i.ooo, i.500,


2.000, 3.000 y 5.000 reales montan 27.500. Mis treinta y dos
obras dramáticas, Don juan, a 12.000; El zapatero y el rey,
a 8.400; el Sancho García, 8.800, con las gratificaciones y be-
neficios acordados alguna vez por las empresas no llegan, ni es-
tirándolas en el tormento, a 300.000 reales. El Poema de Ma-
ría, 3 2.000, con los 5 .ooo duros del de Granada y los sueldos de

I. Lo recuerda vívidamente, y con alguna ironía, el joven testigo


Melchor Almagro San Martín, en Teatro del mundo. Recuerdo de mi
vida, ed. Amelina Correa Ramón, Diputación de Granada, 2001,
pp. 150-172.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 103

los periódicos; desde los 3 6.ooo reales de los Cantos del trova-
dor hasta los 18.000 de Cuentos de un loco; los 50.000 ya gana-
dos con mis lecturas, los 10.000 de la Leyenda de los Tenorios
y los 30.000 del Cid[ ... ], y unos cuantos picos que conmigo han
empleado en sacarme d~ apuros los amigos[ ... ] -cuyos nom-
bres les avergonzaría a ellos verlos impresos, tanto como a mi
lealtad satisface el poderlos citar- no llega lo por mí gasta-
do en cuarenta y cinco años a 54.000 duros [... ]. Con que,
con 24.000 a 30.000 reales anuales (... ], tiene aún que salir
empeñado cualquiera que tenga que vestir frac y calzar guante,
llamando la atención por más o menos justamente famoso. I

Autorretratos colectivos de escritores


La patética llamada de atención de Zorrilla a sus obligacio-
nes de atuendo y tren de vida como «poeta» indican clara-
mente que, desde su «revelación» de 1837, nunca fue un
bohemio. Pero en los siglos x1x y xx, la bohemia constituyó
una enfatización de la presencia pública del artista y una
directa llamada de atención sobre la ingratitud de la socie-
dad con respecto al abnegado creador. Aquel nombre evoca-
dor fue el primer autorretrato colectivo a los que he de refe-
rirme en este apartado. Es revelador que la denominación de
«bohemia» se asocie a las etnias nómadas europeas, vaga-
mente ejemplificadas por la más característica de todas, los
gitanos. Se evocaba así una vida independiente, despreocu-
pada de las pautas morales del momento, dada al ensueño y
la fantasía; el bohemio concebía la vida al contrario del bur-
gués que despreciaba y cuando este dormía, él trasnochaba;
cuando los burgueses ahorraban, los bohemios dilapidaban
sus pocos ingresos; donde se buscaba la respetabilidad y la
discreción, el bohemio imponía la provocación y el desor-
den. Por eso, el imaginario reino de Bohemia estaba pobla-

1. Recuerdos del tiempo viejo, ed. María Ángeles Naval, Barcelo-


na, Círculo de Lectores, 1996, pp. 580-581.

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104 Ganarse la vida en la literatura

do por estudiantes de provincias en la capital, periodistas


que empezaban su carrera y artistas en su noviciado. Aque-
lla bohemia transitoria y alegre -que plasmó la novela de
Henri Murger, Escenas de la vida bohemia (1847-1849), y
también el drama y novela de Dumas hijo, La dama de las
camelias (1848) y, si se quiere una versión menos idealizada,
Una educación sentimental (1869, aunque la primera ver-
sión es poco posterior a 1848), de Flaubert-tuvo su apogeo
entre 1840 y 1870; la bohemia posterior a la Comuna de
París tuvo un componente más político y reivindicativo. El
bohemio de 1860 podía considerar a las demi-mondaines
como a sus hermanas espirituales, pero el bohemio de l 900
también consideraba como tales a los obreros, a los misera-
bles y a los anarquistas. Y esa fue la bohemia de la que tanto
se habló en la España de l 900, estrechamente asociada al
modernismo literario y sus batallas contra el burgués filis-
teo. Aunque su trayectoria tampoco fue más lejos de 1920,
cuando Valle-Inclán entonó su funeral en el espléndido es-
perpento Luces de bohemia. 1

Hubo más autorretratos c"olectivos que, como tales, son


compatibles y hasta intercambiables entre sí. La «crítica»
como función intelectual surgió en el siglo xvm, asociada a
la popularización de la filosofía (y del término, a medias
entre jactancioso y admirativo, de «filósofos»); inicialmente
fue un adjetivo que parecía inseparable de cualquier ejerci-
cio intelectual, al que la calificación de «crítico» proporcio-
naba respetabilidad y certeza científicas. El propio Padre
Feijoo se burló del abuso pero, cuando él murió, los críticos
eran ya un cuerpo bien asentado de mediadores entre las
grandes ideas y los públicos ansiosos, que oficiaba desde

1. El libro compilado por Pedro M . Piñero y Rogelio Reyes Cano


(eds.), Bohemia y literatura. De Bécquer al modernismo, Universidad
de Sevilla,-1993, aborda varios aspectos de la historia española del
tema: el tiempo de 18 50-1870 (Leonardo Romero Tobar), la bohemia
modernista (Manuel Aznar Soler, Cristóbal Cuevas y Pedro M. Piñero)
y el significado de la obra de Valle-Inclán (Alonso Zamora Vicente).

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 105

las revistas y los periódicos. Y en el siglo XIX, la necesidad


social de la crítica y la jerarquía intelectual de los críticos se
revalidaron: sus artículos se empezaron a compilar en libros
(como hicieron Sainte-Beuve y Clarín), al tiempo que su opi-
nión se hizo imprescindible y su prestigio como interme-
diarios y como árbitros creció hasta la desmesura. De la
ejecutoria de los «críticos temibles» vino, en gran medida,
la adopción del término intelectual, que fue bastante poste-
rior. Su partida de nacimiento tiene fecha: corren los inicios
del año de 1898 y crecen en Francia las opiniones enfrenta-
das en torno al proceso del capitán Dreyfus, juzgado por
alta traición a favor de Alemania; los antisemitas y los con-
servadores están en su contra, los progresistas suelen estar a
su favor. Y un artículo de Émile Zola, «J'accuse», publicado
en I.:Aurore el 13 de enero (se trata de una carta abierta al
presidente Félix Faure), generaliza la lucha porque le sigue,
al día siguiente, una «Protestation» en su favor, muy breve
pero firmada por un numeroso grupo de escritores, artistas,
profesores y profesionales liberales, a quienes encabezan el
propio Zola y Anatole France. No se llaman todavía «inte-
lectuales» pero lo son, como subrayará días después una
nota venenosa de otro «intelectual» que está en contra de
ellos, Maurice Barres. 1
Desde entonces, llamamos «intelectual» al escritor (o al
artista, o al profesional más creativo y crítico) en tanto que
se convierte, por convicción generosa, en un movilizador de

I. Para una dimensión europea (y especialmente francesa) del tema,


véase Christophe Charle, La naissance des intellectuels (1880 -1900),
París, Gallimard, 1990, y dos panorámicas referidas al siglo pasado:
Michel Winock, Le siécle des intellectuels, París, Gallimard, 1997
(hay traducción española, Barcelona, EDHASA, 2010) y la antología
preparada por Jean Fran~ois Sirinelli, lntellectuels et passions fran-
fQises. Manifestes et pétitions au XXe siecle, París, Fayard, 1990. Por
lo que hace a España, véase el número monográfico «El nacimien-
to de los intelectuales en España» (dirigido por Carlos Serrano),
Ayer, 40 (2000 ); y la síntesis de Santos Juliá, Historias de las dos Espa-
ñas, Madrid, Taurus, 2004.

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106 Ganarse la vida en la literatura

la opinión pública. Y en continuador espiritual de quienes


-como los humanistas de finales del xv, los libertinos de los
últimos años del XVII o los ilustrados del siglo XVIII- hicie-
ron suya esa misión, lo que sus numerosos enemigos tilda-
rán de ejercicio de soberbia ciega, de afán de notoriedad, de
debilidad sentimental que predomina sobre el razonamiento
y hasta de prevaricación intolerable si los «abajo firmantes»
son funcionarios públicos y acusan al Estado que les paga el
salario. La sabrosa historia del concepto de «intelectuales»
no es nuestro objetivo ahora; lo es, sin embargo, subrayar
que estas autopresentaciones colectivas -los bohemios, los
críticos, los intelectuales...- son modulaciones que revelan
la inestable y nada fácil relación de la literatura con el poder
y con el dinero ... Y, en cualquier caso, testimonios de cómo
el escritor entró en la época definitiva de su gloria.
Fijémonos en que todos son términos que se entienden
mucho mejor en plural que en singular. No reflejan tanto la
percepción de un creador individual cuanto una constela-
ción de escritores perfectamente diferenciados, pero que se
constituyen también como una figura colectiva, una repre-
sentación de la fuerza de unas ideas o del poder creador de
una época (la palabra «generación», que es también colecti-
va, tiene mucho que ver con esto: es otro autorretrato de
grupo que busca incardinar un esfuerzo común con el curso
del tiempo histórico; y, por supuesto, suele ser una inven-
ción de los escritores que la componen, como fue el caso de
Azorín y Ortega y Gasset que, en las mismas fechas de 1912-
1913, dieron el nombre de «generación del 98» a dos nómi-
nas bastante diferentes). La única denominación que exalta
la individualidad romántica del escritor es la de «escritor
nacional», que nos habla de la capacidad que un autor y una
obra tienen de representar aquellos valores -emocionales,
cívicos, caracteriológicos- que un público encuentra repre-
sentativos del país. Todo esto es de índole muy vaga y vo-
luntarista porque nos recuerda que la noción de «escritor
nacional» requiere una traslación de identificaciones de na-
turaleza casi religiosa al ámbito de las ideas de nacionalidad

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 107

y, ya en el marco de esta, considerar que una labor artística


es tan representativa como un sacrificio heroico, un caudi-
llaje militar, un fecundo mandato político. En las figuras de
Charles Dickens, Alessandro Manzoni, Victor Hugo o Beni-
to Pérez Galdós -indiscutibles «escritores nacionales»- se
asocian varios ingredientes que nuestro breve recorrido por
el siglo XIX ya ha hecho notar: son autores que se revelan
por un título genial-que puede ser Hernani o Nuestra Seño-
ra de París, El conde de Carmañola o Los novios y Trafalgar
o Doña Perfecta», que reciben en vida un culto continuado
y, a su muerte, una condigna despedida.
Pero ser un «escritor nacional» no siempre garantizaba
ingresos suficientes ... Zorrilla lo fue para una buena parte
de sus compatriotas menos exigentes, y el propio Galdós
recordó-al comienzo de su novela Misericordia- el aparato-
so dolor público que acompañó su entierro en I893. Y, sin
embargo, hemos visto más arriba lo poco boyante de sus fi-
nanzas ... El caso personal de Galdós fue, cuando menos,
complejo y reveló la dificultad de ser «escritor nacional»
entre nosotros. Logró una economía algo más que satisfac-
toria alternando colaboraciones en prensa y novelas (un
promedio de dos tomos por año) que -fiel a una costumbre
decimonónica-, publicó en series (como es el caso de los
Episodios nacionales y de las Novelas contemporáneas), lo
que significaba tanto la voluntad de que aquella continuidad
imitara la de la vida, como el propósito de fidelizar a los
lectores. Y, en el caso de los Episodios nacionales, se empe-
ñó en realizar una edición ilustrada a partir de I88I que se
ajustaba muy bien a su voluntad didáctica pero que, sobre
todo, buscaba nuevos compradores. Con el tiempo, Galdós
quiso editarse por sí mismo y en I 897 sostuvo un carísimo
pleito con su antiguo editor, Miguel Honorio de. la Cámara,
de «La Guirnalda»; con sus reediciones que se anuncia-
ban «esmeradamente corregidas» y con despacho editorial
abierto en la calle de Hortaleza, perdió dinero y solo las
nuevas series de Episodios y los estrenos de su teatro, donde
solía alternar un éxito con un silencio, paliaron sus proble-

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108 Ganarse la vida en la literatura

mas de tesorería que hacia l 910 volvían a ser agudos para el


«escritor nacional». En 1912 -coincidiendo con la publica-
ción del último de los «episodios», Cánovas- se presentó su
candidatura al premio Nobel, con el aval de varios académi-
cos amigos y la firma de casi 500 escritores. Pero hubo una
feroz campaña en contra por parte de la opinión ultramon-
tana. El periódico carlista El Siglo Futuro (como otros de
provincias) aconsejaba a sus lectores enviar a la Academia
sueca un telegrama o una tarjeta postal en estos términos
macarrónicos: Galdós n'est aucunement digne prix Nobel,
ne répresente pas l'Espagne; Menéndez Pelayo, oui (se in-
formaba también de que el telegrama costaría 5,85 pesetas
y 10 céntimos la tarjeta; ni Galdós ni su gran amigo Mar-
celino Menéndez Pelayo, que estaba enfermo y murió ese
mismo año, obtuvieron el galardón). En 1914, los apuros
económicos fueron dramáticos: su casa de Santander está
hipotecada y, al poco, se inició una suscripción nacional
que, pese al apoyo oficial (encabezado por una donación del
monarca Alfonso XIII), dio muy magros frutos. 1

«Ganarse la vida en la literatura» incluye también lo que


podríamos llamar «ganarse la muerte». Ya se ha indicado
que la de los «escritores nacionales» fue siempre un signo de
reconocimiento: un sepelio grandioso y una tumba significa-
da marcan el lugar de un escritor en la vida colectiva. Los
británicos, que se anticipan en tantas cosas, fueron los pri-
meros en integrar a sus escritores de renombre en un lugar
físico de eterno reposo que los vinculaba a un símbolo de la
permanencia de su pueblo. Ya en 1400 el Rey autorizó ente-
rrar en la abadía de Westminster a Geoffrey Chaucer, segu-
ramente más por sus méritos administrativos que por haber
escrito los Cuentos de Canterbury. Pero cuando el poeta Ed-
mund Spenser le siguió en l 599, Isabel 1 sabía que no sola-

r. Las consideraciones que siguen son deudoras del luminoso


artículo de Jean Fran~ois Botrel, «Benito Pérez Galdós, ¿escritor nacio-
nal?», Actas del Primer Congreso Internacional de Estudios Galdosia-
nos, Las Palmas, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1977, pp. 60-79.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario 109

mente recogía allí los restos del «Príncipe de los Poetas» sino
a quien había asociado las glorias de su reinado a los recuer-
dos de la leyenda artúrica en el poema «La reina de las ha-
das ». El «rincón de los poetas» (el Poets Comer, que ocupa
el transepto sur de la abadía londinense) sigue siendo, hasta
la fecha, la tradición más antigua y constante de «honras
nacionales» tributadas a quienes constituyen una parte de lo
mejor de su país.
La época que hizo de quicio entre los siglos XIX y xx pre-
senció numerosos casos de culto cívico a grandes figuras de
las letras, pero dos de ellos fueron justamente famosos: el
uno por su perduración en la memoria nacional de Francia;
el otro, por el dramático patetismo que tanto decía de la
fragilidad emocional de un imperio en ruina, Rusia. El 22 de
mayo de 18 8 5 murió Victor Hugo, tras cuatro días de agonía
cuyas noticias de prensa tuvieron en vilo a toda Francia;
hasta el 1 de junio, el cadáver fue velado en el Arco de Triunfo
y ese día, bajo la lluvia pertinaz y entre centenares de miles
de personas, se pronunciaron hasta seis oraciones fúnebres
(la primera fue la del presidente de la República, Grévy) an-
tes de conducir al cadáver hasta el Panteón, en un cortejo
que encabezaba un escuadrón de la Guardia Republicana,
un regimiento de Coraceros y la banda de la Guardia, prece-
diendo a las representaciones oficiales. La gigantesca iglesia
desafectada de la colina de Sainte Genévieve alberga, como
es sabido, lo más representativo del pensamiento francés y
su uso ha dado origen a un modismo tan expresivo como
aterrador: panthéoniser, es otorgar a un difunto ilustre el
privilegio de reposar en compañía de Voltaire y Rousseau,
de Hugo y Marie Curie, de Zola y Jean Moulin ... El 20 de
noviembre de 1910 se produjo la terrible muerte de Lev
Tolstoi, que desde hacía años huía de sí mismo y de su fama
como el mayor de los escritores vivos. Había escapado de su
casa, la finca de Yasnaia Poliana, que desde los años ochenta
era un lugar de peregrinación de escritores, de impertinentes
y, sobre todo, de creyentes tolstoyanos del mundo entero. Y
le había perseguido una verdadera tormenta mediática has-

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110 Ganarse la vida en la literatura

ta la estación de ferrocarril de Astápovo (un pueblo que hoy


se llama Lev Tolstoi), donde halló acogida en la casa del jefe
de estación. La huída de Tolstoi y su muerte fueron uno de
los Sternstuden des Menchshheit escogidos por Stefan Zweig
entre las doce «miniaturas históricas» que componen su fa-
1
moso y fascinante libro de 1927.
Los signos de la consagración del autor cobraron eviden-
cia escénica desde r 870, por lo menos. Los retratos del escri-
tor famoso adquirieron sus propias pautas compositivas y
los reportajes periodísticos acuñaron la manera de acercarse
a la intimidad del consagrado, haciendo unos y otros que
nos fijáramos en algún adorno de su casa, el desorden o la
pulcritud de su mesa de trabajo, la presencia fugaz de un
gato o un perro acariciados por el maestro, lo revelador de
una fotografía expresivamente dedicada o una serie de los
títulos, vistos por el reportero en un estante de la biblioteca.
Retratos y reportajes hicieron familiar a sus lectores el cono-
cimiento de las viviendas de sus autores predilectos y, muy
pronto, estas fueron convertidas por su inquilino en algo así
como un «teatro de la memoria»: un signo del reconoci-
miento adquirido y, a la vez, un templo de sus recuerdos, sus
hazañas o el significado de su obra.

r. El culto de Hugo al final de su vida y su entierro figuran en la


biografía clásica de HubertJuin, Victor Hugo. III, 1870-1885, París,
Flammarion, 1986; y en la más reciente y novelada de Max Gallo,
Victor Hugo. Il, je serai celui-la, París, XO éditions, 2001, a los
que cabe añadir el certero comentario del ya citado Paul Bénichou,
«Hugo», en Les mages romantiques, París, Gallimard-NRF, 1988,
pp. 275-530; «La huída hacia Dios» es la continuación, escrita por
Zweig, del drama autobiográfico póstumo que Tolstoi tituló La luz
que brilla en las tinieblas (Momentos estelares de la humanidad, trad.
Mario Verdaguer, Barcelona, Juventud, 1987, pp. 179-217) y sobre la
misma situación, hay una notable novela de Jay Parini, La última es-
tación, Barcelona, RBA, 2008, en la que se basa el filme de Michael
Hoffmann del mismo título, producción germano-ruso-británica que
fue interpretada por Christopher Plummer y Helen Mirren que hicie-
ron una memorable recreación del matrimonio de Lev y Sofia Tolstoi.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario r r r

Galdós edificó su casa santanderina en la zona de El Sar-


dinero, llamada «San Quintín», con los devengos que le
proporcionó en 1893 la obra teatral de ese mismo título, La
de San Quintín. Y la convirtió en un discreto museo íntimo,
donde campeaba sobre la biblioteca el emblema que tam-
bién llevaban sus libros: un León, que luego fue Esfinge, y
la leyenda Ars. Natura. Veritas. Pío Baroja, que siempre fue
muy franco con sus cuentas, gastó 15.000 pesetas de 1911
en la adquisición de una casona de Vera de Bidasoa, Itzea,
que acomodó como residencia familiar veraniega, con la
participación muy activa de su hermano Ricardo, que era
pintor. No muy lejos de Vera, al otro lado de la frontera,
tuvieron sus casas el muy viajero Pierre Loti y el dramaturgo
Edmond Rostand, cuya notable residencia de Cambo-les-
Bains le pareció a Baroja el colmo de la pretenciosidad vani-
dosa. Los Baroja habían colocado en el zaguán unos tapices
heráldicos vagamente relacionados con los apellidos de la
familia, tenían un «cuarto amarillo» con los recuerdos ma-
rineros de la tía Cesárea Goñi (que habían inspirado Las
inquietudes de Shanti Andía) y un gran distribuidor que,
junto con la escalera principal, exhibía las litografías deci-
monónicas que compró Pío Baroja cuando redactaba las
Memorias de un hombre de acción. Pero «Amaga», la casa
de Edmond Rostand, era un aparatoso edificio de entrama-
do de madera, a la usanza vasca, rodeado de un espléndido
jardín con su pérgola y el interior de la vivienda incluía sen-
das estancias dedicadas a los éxitos del autor: Cyrano de
Bergerac, I:Aiglon y Chanteclaire.
Pero el verdadero colmo de la soberbia de un escritor
estaba algo lejos de las estribaciones occidentales del Piri-
neo, al pie de los Alpes y a las orillas del lago de Garda, en
Gardone Riviera, y perteneció a Gabriele d' Annunzio, nom
de plume de quien no gustaba de su nombre civil, Gaetano
Rapagnetta. El Vittoriale es, sin duda, un caso de megalo-
manía faraónica pues, desde un comienzo, se previó como
vivienda, museo y tumba: lo más apropiado a quien fue el
meteoro literario más rutilante del primer tercio de siglo xx,

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112 Ganarse la vida en la literatura

como patrón del decadentismo más refinado, amante de la


mayor actriz de Italia, pionero y entusiasta de la aviación de
guerra, referencia del nacionalismo de su país y héroe de la
patria, cuando -por su cuenta y riesgo y en nombre de
la nación italiana- tomó la ciudad de Fiume (hoy Rijeka, en
Croacia) y llegó a mantenerla como Estado independiente,
incluso frente a las tropas italianas. 11 Vittoriale fue una ex-
tensa finca, expropiada por el Estado en 1918 a un historia-
dor austriaco; desde 1921, regresado de Fiume, D'Annunzio
-que la había adquirido a muy buen precio- la convirtió en
su futuro mausoleo y de los soldados que le acompañaron
en la aventura balcánica, para lo que construyó en lo más
alto del terreno una imitación del castillo de Sant'Angelo, en
Roma, que sería el lugar de las tumbas. Pero también dispuso
en el extenso jardín otros enterramientos familiares ... y los
de sus perros predilectos, al lado de aviones de la época de la
guerra europea y del casco de un motoscafo (lancha torpede-
ra) de la misma edad. Y en la villa, construida más cerca del
agua, colocó su excelente biblioteca y el conjunto de su vi-
vienda que incluía la camera del lebrosso, lugar para meditar
en la muerte, y su dormitorio, la Camera di Leda (que cele-
braba la transformación jupiterina y la conquista amorosa).
Hoy, debidamente acondicionada por el Estado italiano,
la megalomaniaca residencia-mausoleo de D' Annunzio se
ha convertido en Il Vittoriale degli Italiani y cualquier visi-
tante veraniego puede verla, como cualquier navegante de
Internet puede consultar una selección de delirantes postales
en la página web del monumento. Una de ellas reproduce la
1

entrada al conjunto y el lema grabado en su frontón: lo ho

r. Las primeras biografías críticas del autor son las de Guglielmo


Gatti, Vita di Gabriele d'Annunzio, Florencia, Sansoni, 1956, y Piero
Chiara, Vita di Gabriele D'Annunzio, Milán, Mondadori, 1978; el
estudioso de otros personajes relacionados con el fascismo -Bottai,
Ciano, Malaparte ...-, Giordano Bruno Guerri, que presidió des-
de 2008 «Il Vittoriale degli Italiani», es autor de otra aportación más
reciente, D'Annunzio. L'amante guerriero, Milán, Mondadori, 2008.

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Vivir de la literatura. El oficio de escribir y el mercado literario I I 3

que/ che ho donato (yo tengo aquello que yo he dado). Si


quitamos a la frase lo que tiene de campanuda soberbia epi-
gráfica, no parece mala descripción del intercambio econó-
mico que subyace en la vida toda de la literatura y al que me
he venido refiriendo en las páginas precedentes: el escritor
entrega su obra a un usuario que desconoce, pero reclama
de ese anónimo ente que llamamos público su correspon-
diente estipendio en dinero y fama. No tiene otro.

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LA EMPRESA DE ESCRIBIR. BLASCO
IBÁÑEZ FRENTE A LA CONTRADICCIÓN
DEL ESCRITOR MODERNO
]oan Oleza

En un fragmento que no llegó a publicarse junto con el con-


junto del poema El diablo mundo, titulado «El ángel y el
1

poeta», el Ángel interpela así al Poeta: «Tú más alto, poeta,


que los reyes», y justifica esta superioridad de la estirpe del
Poeta en que no reconoce más leyes que las de su conciencia
y su sentimiento, y en que osa levantar su pensamiento hasta
el del mismo Dios. Pero esa mayor dignidad es también el
signo de su maldición: «¡Oh, hijo de Caín!», le llama el Án-
gel, pues reconoce en él la descendencia de la estirpe maldi-
ta. En El diablo mundo, Espronceda discurre sarcástica-
mente sobre esta maldición, que no es solo trascendental
por su desafío a la divinidad, sino también social, por su
marginación en un universo que rigen otros valores, y espe-
cialmente los de la utilidad y el dinero:

Que yo bien sé que el mundo no adelanta


un paso más en su inmortal carrera
cuando algún escritor como yo canta
lo primero que salta en su mollera.

Por eso, socialmente sería mejor dedicarse a otra cosa:


ser un «tendero rico», por ejemplo, o «un abogado diestro»
en hablar y llenar su bolsa, o al menos un «diputado».

I. Se publicó en el n.º 1 de El Iris, de Madrid, el 7 de febrero


de 184i. Cito tanto el poema como el fragmento de José de Espron-
ceda, El estudiante de Salamanca. El diablo mundo, ed. R. Marrast,
Madrid, Castalia, 1978.

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II6 Ganarse la vida en la literatura

Pero si uno tiene la desdicha de dedicarse a la poesía, por


mucho que se eleve con su pensamiento, vendrá a caer preso
del gusto del lector y de la necesidad del dinero. Con estos
versos, alusivos a la edición y venta por entregas del poema,
acaba Espronceda su Canto 1:

En tanto, ablanda, ¡oh público severo!,


y muéstrame la cara lisonjera;
esto le pido a Dios y algún dinero,
mientras sigo en el mundo mi carrera;
y porque fatigarte más no quiero,
caro lector, al otro canto espera,
el cual sin falta seguirá; se entiende
si éste te gusta y la edición se vende.

Pese a lo cual, en el diálogo del Ángel y el Poeta, aquel no


instará a este a aceptar con dignidad de vencido su derrota,
sino a asumir la herencia «rebelde y generosa de Caín» y a
sublevarse:

¡Álzate, en fin, y rompe tu cadena


[... ]
Y rueden en montón bajo tu planta
los cetros, las tiaras, las coronas,
la hermosura y el oro, el barro inmundo,
cuanto es escoria y resplandor del mundo
y en tu mente magnífica eslabonas!

El poeta, reflexionando sobre la arenga del Ángel, hace


balance entonces de su condición: «Mi frente en Dios, mi
planta en el profundo», declara. Y el lector no puede menos
que advertir que, entre el cielo y el infierno, no hay en él un
lugar para la tierra.
Estos versos, extraídos de El diablo mundo y de un frag-
mento complementario, nos sitúan de lleno en las coorde-
nadas en que el escritor y el artista comienzan a situarse a sí
mismos al día siguiente de las revoluciones burguesas, cuan-

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... l 17

do la esperanza de sustituir la nobleza de la sangre por la


nobleza del talento en la dirección de la sociedad, que llevó
a los poetas a las barricadas, y que había encarnado con su
persona Napoleón, se topó con el desengaño de comprobar
que quien había ocupado el lugar vacío del poder era la aris-
tocracia del dinero. Aquella a la que Fran~ois Guizot, el mi-
nistro del nuevo rey banquero, Louis Philippe, convocó a
enriquecerse con una frase que se ha hecho célebre y que era
todo un programa: Enrichissez vous!
El poeta-artista se percibe a sí mismo, en el Romanti-
cismo europeo, como un ser aparte, diferente del resto de
los mortales, dotado con una potestad más alta que la de los
gobernantes, como guardián que es del espíritu. Lo dice,
a principios de siglo, el joven Friedrich Schlegel, para quien
el artista es «un egoísta solitario», cuya vida «hasta en sus
costumbres externas debe ser [... ] distinta por completo
de la de los demás hombres. Es que son brahmanes, seres de
casta superior, nobles no por su cuna sino por su libre
autodedicación». También para Novalis «el poeta verda-
1

dero[ ... ] es siempre un sacerdote»,2 un sacerdote de una re-


ligión de la belleza que puede no abolir la divinidad, sino
expresarla; como en el caso de Hegel, para quien «el Arte
cumple su más elevada misión al captar y expresar lo
Divino»; 3 o en el del propio Friedrich Schlegel: «la poesía no
es sino una pura expresión de la íntima y eterna palabra de
Dios», 4 pero que también es capaz de sublevarse contra la
divinidad, reivindicando el heroísmo de los titanes, o la es-
tirpe de Caín, como en Espronceda o en Byron; o puede
simplemente sustituirla en un cielo vacío, abandonado por
los dioses, como en Leopardi o Baudelaire. En cualquiera de
estas distintas posiciones del artista frente a lo divino, el arte

r. R. Wellek, Historia de la crítica moderna (1750-1950). II. El


Romanticismo, Madrid, Gredos, 1973, p. 31.
2. Ibídem, p. loo.
3. Ibídem, p. 367.
4. Ibídem, p. 26.

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IIB Ganarse la vida en la literatura

o la poesía se configuran como una religión de la belleza,


aquella Kunstreligion de la que hablaba Hegel.
Pero el sacerdocio de la belleza implica, como otros sa-
cerdocios, la renuncia al mundo, la no colaboración con sus
reglas de juego, que ignoran la poesía, la aceptación de la
marginación. Lo dejó dicho Holderlin en el comienzo mis-
mo del proceso, en su elegía Brot und Wein:

Pero llegamos tarde, amigo. Ciertamente los dioses viven to-


davía,
pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en un mundo distinto.
Allí actúan sin tregua, y no parece que les inquiete si vivimos o
no, ¡tanto
los celestiales cuidan de nosotros!

Situación que le lleva a formularse la célebre pregunta,


probablemente uno de los versos más citados del siglo x1x:

Y ¿para qué poetas en tiempos de miseria?


Pero, me dices, son como los santos sacerdotes del dios de los
viñedos
que de una tierra vagan a otra tierra en la noche sagrada.'

Lo que con serena nostalgia expresa Holderlin, la margi-


nación del poeta en una sociedad de valores burgueses, o fi-
listeos, como comienza a decirse por entonces, adquiere un
intenso dramatismo en Baudelaire. No es solo que la poesía
ha dejado de ser útil, de cotizar como una mercancía en el
nuevo mercado social, es peor, pues la potestad del poeta es
un estigma maldito, lo convierte en un paria, en un intoca-
ble, cuya proximidad amenaza a todos. Por eso, en el poema
«Bénédiction» la madre que reconoce en su hijo a un poeta
impreca a Dios, ferozmente agraviada:

i. Holderlin, Brot und Wein. Cito por la traducción de J. Talens,


«Pan y vino», en F. Holderlin, Las grandes elegías (I8oo-I8oI), Ma-
drid, Hiperión, 1980, p. n7.

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La empresa de escribir. Blasco.Ibáñez frente a la contradicción ... l 19

Cuando, por un decreto de potencias supremas,


el Poeta aparece en este mundo hastiado,
espantada su madre, y llena de blasfemias,
crispa hacia Dios sus puños, y éste de ella se apiada.

¡Ah, que no haya parido todo un nido de víboras,


antes que a esta irrisión tener que alimentar!
¡Maldita sea la noche de efímeros placeres,
aquella en que mi vientre mi expiación concibiera!
¡Puesto que me escogiste de todas las mujeres
para que fuese el asco de mi pobre marido,
y no puedo arrojar a las llamas de nuevo,
cual billete de amor, a este monstruo esmirriado. r

La relación de la poesía con el espíritu, y su consiguiente


apartamiento de un mundo percibido como más materialis-
ta cuanto más modernizado, cristalizará en la filosofía esté-
tica de Hegel, y fundará todo un discurso que llega hasta
nuestros días. En su filosofía hay un principio que sustenta
la relación de la poesía con el espíritu y su distanciamiento,
que Hegel llama el mundo de la prosa. Es un principio que
arranca de la radicalización de una tesis kantiana, expuesta
en su Crítica del juicio (1790), según la cual lo que caracte-
riza a la facultad estética de juzgar es la satisfacción desinte-
resada que produce la obra de arte, efecto de una pura con-
templación sin finalidad, a diferencia de lo que ocurre en el
juicio moral, siempre condicionado por su finalidad y por su
objeto. Kant pasa a concebir así lo estético como un ámbito
desligado de los intereses y deseos que rigen la totalidad de
la vida. Schelling y, sobre todo, Hegel desarrollarán amplia-
mente esta tesis que contrapone la esfera de lo estético a
la esfera de lo moral, y de ella derivarán la autonomía de la
obra de arte, ya no solo la de su contemplación, con respec-

I. Baudelaire, «Bénédiction». Cito por la traducción de A. Verjat


yL. Martínez de Merlo, en Baudelaire, Las flores del mal, Madrid,
Cátedra, 1998, pp. 82-83.

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120 Ganarse la vida en la literatura

to a cualquier propósito o interés ajeno a ella. Estamos a las


puertas de todo un debate que llenó el siglo XIX, el de la re-
lación entre arte y utilidad, entre el arte como territorio do-
tado del don precioso de la inutilidad y la moral como terri-
torio de lo útil. A un paso de la teoría del arte por el arte, o
del arte puro, que se consagrará en la literatura francesa en
el periodo de disolución del Romanticismo, entre Gautier,
los parnasianos y Baudelaire. Déjenme recordarles, por su
contundencia, una cita de Téophile Gautier: «Sólo es ver-
1

daderamente bello lo que no puede servir para nada; todo lo


útil es feo, porque es la expresión de alguna necesidad, y las
necesidades del hombre son innobles. El lugar más útil de
una casa es el retrete». La radicalidad que asume la predica-
ción de una hipotética autonomía del arte con respecto a
toda finalidad práctica, a todo principio de utilidad, a cual-
quier vinculación con la moral, en escritores como Gautier,
como Baudelaire o como Flaubert, tiene mucho que ver con
la percepción de un mundo dominado por la prosa, de un
estado mundial de la prosa que, si salimos del terreno de la
fraseología hegeliana hacia la historia social, se manifestaba
por el creciente asentamiento del poder burgués, el desarro-
llo de las grandes ciudades habitadas por multitudes que
cobraban un protagonismo nuevo, el maquinismo que pro-
liferó con la Revolución industrial, el papel dominante de la
ciencia y de la información en la cultura y, por encima de
todo, por la nueva y agresiva determinación de la vida mo-
derna por la lógica del capital. Lo que entendemos por pro-
ceso de modernización. La reacción contra un mundo que
cambiaba a una velocidad de vértigo y en el que la belleza
perdía su función tradicional, como una de las dedicaciones
capaces de conferir prestigio y legitimidad a la vida, se tra-
dujo en la necesidad de postular el mundo de la literatura y
el arte como a un mundo autónomo, puro, con reglas de
juego propias, no contaminado por el mercado.

r. Del prefacio de Théophile Gautier ( l 8 3 5), Mademoiselle de


Maupin, Double amour, París, E. Renduel, 1835-1836, 2 vols.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 121

Nadie lo ha explicado más pormenorizadamente en los


últimos tiempos que Pierre Bourdieu, en Les regles de l'art, I
claro que refiriéndose exclusivamente a la literatura france-
sa, en un análisis que no podría aplicarse por igual a la espa-
ñola, por ejemplo. Según Bourdieu, la constitución de una
práctica social literaria autónoma, que él denomina campo
literario, se produce por oposición al mundo «burgués». El
odio al burgués o, como se le suele llamar, al filisteo, aparece
ya como motivo muy habitual entre los románticos, pero es
con el Segundo Imperio cuando, al afirmarse por doquier el
reino del dinero, producto de la expansión industrial, se
convierte en impulso dominante entre literatos y artistas. La
emergencia de fortunas colosales, tanto industriales como
mercantiles, y de toda una clase de nuevos ricos, sin cultura,
dispuestos a hacer triunfar en toda la sociedad los poderes
del dinero y una visión del mundo nada propicia a los valo-
res del espíritu, su penetración e influencia en la esfera po-
lítica y las instituciones sociales, su dominio de una prensa
en pleno proceso de industrialización y modernización y su
presión, a través de ella, sobre la opinión pública, los gustos
e ideas generales, y las posibilidades profesionales de gran
parte de los escritores contemporáneos, produjo lo que Bour-
dieu llama una subordinación estructural del campo litera-
rio, subordinación que se ejerce por tres vías principalmente:
los gustos impuestos por el mercado, los salones como ins-
tancia de autoridad y de prestigio social, y la prensa con su
demanda de literatura y de mano de obra intelectual:

El asco y el desprecio -escribe Bourdieu- que inspira a los es-


critores (particularmente a Flaubert y a Baudelaire) este régi-
men de nuevos ricos sin cultura [...] el prestigio que la corte
atribuye a las obras literarias más banales [... ] el servilismo
cortesano de una buena parte de los escritores y de los artistas,
asimismo contribuyeron en buena medida a propiciar la ruptu-

1. Cito por la versión castellana: Pierre Bourdieu, Las reglas del


arte, Barcelona, Anagrama, l 99 5.

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122 Ganarse la vida en la literatura

ra con el mundo corriente que es inseparable de la constitución


del mundo del arte como un mundo aparte.'

Según Bourdieu, Gautier jugó el papel de preceden-


te; Baudelaire y Flaubert el de protagonistas del momento
heroico, el de la rebelión contra la subordinación estructu-
ral; Zola o Manet el de la plena constitución de un campo
literario o artístico ya autónomos, que han conquistado el
derecho a definir por sí mismos los principios de su legitimi-
dad, los criterios de calidad y la consagración de los artistas
y escritores que han de conformar el canon del campo res-
pectivo. A partir de ese momento, cualquier escritor o artis-
ta que trate de afumarse como miembro de pleno derecho
del campo correspondiente, se sentirá obligado a manifestar
su independencia respecto a los poderes externos, políticos
y, sobre todo, económicos.
La constitución de un campo literario autónomo fue la
conquista de una serie de escritores que ·impusieron su posi-
ción entre las otras que ocupaban el mismo terreno de jue-
go. Eran tres estas posiciones, según Bourdieu: la primera, la
de una literatura comercial, dócil con el mercado y con los
gustos burgueses dominantes, que se expresaba sobre todo
en el teatro, pero también en la novela idealista, a lo Octave
Feuillet, o en la novela de folletín de un Paul de Kock, y que
recibía los honores de la consagración en los salones y en la
Academia, además de importantes beneficios económicos.
La segunda, la de la literatura social de una George Sand, y
realista, a la manera de Mürger, Champfleury o Duranty,
protagonizada por la llamada segunda bohemia, o proleta-
riado intelectual, la poethambre en España, que se enfrenta
al sistema desde posicionamientos republicanos, demócra-
tas o socialistas, y que exige de la literatura un compromiso
social y político, por lo que no quiere oír hablar de autono-
mía del arte o de la literatura. La tercera es la del arte por el
arte, la de Baudelaire y Flaubert, que comparte con la de los

1. Ibídem, p. 9 5.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... 12 3

realistas su violenta oposición a la burguesía y al arte «Útil»


(moralizador) o «idealista» burgués, pero que a su vez se
opone a la realista por su intento de poner también la litera-
tura al servicio de la moral: «La Poesía -como escribe Gau-
tier- no tiene más fin que la Poesía misma».1 La posición
que se impuso fue esta tercera, la de los partidarios del arte
por el arte, que configuraron los principios básicos de un
campo literario autónomo, siendo el primero la autonomía
del arte con respecto al mundo social, la ruptura entre ética
y estética, el rechazo de toda exigencia de utilidad al arte o
la literatura. Otro principio relevante de ese campo autóno-
mo es el de la legitimidad y la canonización literarias, que
solo pueden conferirse dentro del propio círculo de los escri-
tores, «por el aprecio de sus pares», como dice Flaubert,2 al
margen e independientemente de cualquier poder social. Y
no es menos relevante el desafío del arte puro al mercado, la
convicción de que la obra de arte no tiene precio, que está
fuera de la lógica del mercado, concepto que aparece formu-
lado con toda claridad en las cartas de Flaubert, como en
aquella que le dirige a George Sand: «Yo mantengo que una
obra de arte digna de este nombre y hecha a conciencia no es
valorable, carece de valor comercial, no puede pagarse con
dinero» .3 Es más, el éxito comercial de una obra es señal de
su impureza artística, la marca como sospechosa de conce-
siones ilegítimas a los gustos del mercado (Leconte de Lisle).
Claro que la conclusión no puede ser más paradó-
jica: «¡si el artista no tiene rentas, tiene que morirse de
hambre!», pero pretender que un escritor se hace más li-
bre y se ennoblece con el dinero que gana, es predicar para
el escritor la nobleza de un tendero. «¡Menudo progreso! »,
se burla Flaubert. 4 Y en una carta a Ernest Feydeau, comple-
1. Théophile Gautier (1835), Mademoiselle de Maupin, op. cit.,
p.166.
2 . Pierre Bourdieu, Las reglas del arte, Barcelona, Anagrama,
1995, p. 107.
3. Ibídem, p. 128.
4. Ibídem, p. 129.

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124 Ganarse la vida en la literatura

ta esta idea: «preferiría trabajar de vigilante en una escue-


la que escribir cuatro líneas por dinero». 1 La consecuencia es
que para ser un escritor o un artista es condición necesaria la
de teher rentas propias. Así se lo comenta, no sin amargura,
Téophile Gautier a Feydeau: «Flaubert ha sido más ingenio-
so que nosotros [... ] ha tenido la inteligencia de venir al
mundo con algún tipo de patrimonio, cosa que resulta ab-
solutamente imprescindible para cualquiera que pretenda
hacer arte». 1 Curiosa paradoja la que suscita el oír predicar
la autonomía del arte a unos escritores que no creen en la
autonomía profesional.
Pero dejaré para otro momento la crítica del idealismo de
un planteamiento que supone que la constitución de una
esfera social autónoma de actividad, como la literaria o la
artística, tenía que imponerse mediante una poética de pure-
za, de arte por el arte. Me limitaré a constatar que la consti-
tución de esa esfera de actividad, con normas, instituciones y
criterios propios había comenzado a •formularse bastante
antes, en la segunda mitad del siglo XVIII, y las teorías estéti-
cas de un Kant o de un Schiller parten ya del supuesto de una
diferenciación de la esfera del arte con respecto a la vida co-
tidiana. Como escribe Peter Bürger: «podemos concluir
que, todo lo más hacia el final del siglo xvm, la institución
arte está completamente formada». 3 En última instancia, el
planteamiento de Bourdieu es deudor del pensamiento crí-
tico alemán, en el que las cosas se plantean con una mayor
complejidad. Así, en Max Weber, la conformación de una
esfera cultural autónoma es uno más de los fenómenos que
trae aparejados el gran proceso de la racionalización cultural
occidental que acompaña a la modernización; y es paralelo a
la institucionalización de otras esferas autónomas, como la
de la ciencia y la del derecho, o si se prefiere, siguiendo a
Kant, la de lo verdadero y la de lo útil, y es paralelo al surgi-

I. Ibídem, p. 133·
2. Ibídem, p. l 3 I.
3. En Teoría de la Vanguardia, Barcelona, Península, 1987, p. 68.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 125

miento de la empresa capitalista y del Estado moderno, los


dos fenómenos más determinantes de esa modernización. Lo
dirá de otra manera Peter Bürger: «La tendencia de la socie-
dad [moderna], en su totalidad, a la diferenciación de ámbi-
tos parciales por la simultánea especialización de su función,
aparece como la ley de su desarrollo a la que también está
sometido el ámbito artístico».1 Como consecuencia, piensa
Weber «el arte se constituye ahora como un cosmos devalo-
res autónomos», con una «legalidad propia». Pero lo que 2

caracteriza a la esfera artístico-literaria no es esta o aquella


poética, sino una especial relación con el proceso de moder-
nización y de racionalización social, sobre el que no juega
ningún papel, pues desvinculado de la vida práctica, no con-
tribuye a acelerar o a retardar ese proceso. Operan como un
factor de compensación, de «liberación intramundana con
respecto a la vida cotidiana, y sobre todo, con respecto a la
creciente presión ejercida por el racionalismo teórico y prác-
tico de la vida diaria» y contra «el especialista establecido en
la ciencia, en la economía y en el Estado». 3 La esfera del arte
y la literatura se comporta así como una especie de antimun-
do frente al mundo cosificado, administrado, y repartido
entre especialistas de la modernización.
A mitad de siglo xx, Theodor W. Adorno, uno de los
pensadores estéticos más influyentes del siglo, retomará las
ideas de Weber para radicalizarlas. Sus tesis son el fun-
damento en que vendrá a apoyarse buena parte del post-
estructuralismo francés que domina el fin del siglo xx,
especialmente en la obra de Roland Barthes y de Michel
Foucault, además del ensayo ya citado de Bourdieu: aporta-
ciones todas ellas que confluyen en lo que yo he llamado en
otro lugar el discurso modernista sobre la Modernidad. 4 Se-

I. Ibídem, p. So.
2. Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Madrid,
Taurus, 1992, vol. l, p. 218. La primera edición en alemán es de l98i.
3.Ibídem,p. 314.
4. Joan Oleza, «Galdós frente al discurso modernista de la Mo-

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126 Ganarse la vida en la literatura

gún Adorno, el principio que articula el desarrollo histórico


de la Modernidad es la ley de la creciente autonomía de lo
estético respecto a los otros ámbitos de conocimiento y de
práctica cultural, la desvinculación del arte de los intereses,
fines inmediatos, funciones sociales o implicaciones en la
realidad. La función social del arte, tal como la preconiza
Adorno, siempre tan proclive a .las paradojas, consiste en su
carencia de función. La autonomía del arte se cumple en
buena medida por medio de la relevancia de la forma, del
énfasis puesto en el lenguaje y en la técnica artística. Ador-
no' piensa que «la clave de todo el contenido del arte reside
en su técnica» y que, desde la mitad del siglo XIX, la dialécti-
ca entre el momento formal del arte y el momento del conte-
nido se ha resuelto siempre en beneficio de la forma. A su
vez, el arte autónomo está obligado a la renovación infatiga-
ble de sus medios de expresión y conocimiento, y en esa re-
novación se expresa su resistencia a la asimilación por el
mundo administrado, su negativa a colaborar con la razón
instrumental. De ahí la exigencia formulada al arte contem-
poráneo, de Adorno a Lyotard, de una vanguardización in-
cesante, de una especie de revolución permanente de las for-
mas, no muy lejos en su concepción de la que Mao Tse Tung
proponía para la cultura.
En Adorno y en el discurso modernista de la Moderni-
dad, como en Bourdieu, la Modernidad se identifica con el
Modernismo poético, y este a su vez con el arte por el arte,
que mantiene una relación paradójica con la Modernidad,
pues si de un lado exalta el cambio, la renovación, la experi-
mentación de las formas artísticas, encarnando los valores
de la Modernidad, por el otro se opone al espíritu de moder-
nización, se afirma en una resistencia feroz contra algunos

dernidad. Por una lectura compleja del realismo», Boletín de la


Biblioteca Menéndez Pe/ayo, Año LXXXIII, enero-diciembre 2007,
pp. 177-200.
I. Theodor W. Adorno, «Discurso sobre lírica y sociedad», en No-
tas de Literatura, Barcelona, Ariel, 1962.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... l 2 7

de los aspectos más característicos de la modernización,


como la democracia, la rebelión de las masas, el maquinis-
mo, la racionalización de la economía, la tecnificación del
Estado, el progreso tecnológico, etc. Es lo que he llamado en
otro lugar la paradoja del Modernismo, la de unos escrito-
res y artistas a la vez modernos y antimodernos. 1
En consecuencia con esta actitud de resistencia o de nega-
ción, el Modernismo genera un culto a la diferencia del artista
respecto del común de los ciudadanos, homogeneizados por
la sociedad de masas, que se expresa en la apología de com-
portamientos contraculturales, tal como se manifiestan en el
dandi, el bohemio, el artista puro, el poeta maldito, la torre de
marfil, el sacerdote de la belleza o, incluso, el intelectual.
No es otra la actitud de un Rubén Darío cuando consi-
dera hasta qué punto el poeta se siente extraño a una épo-
ca que «destruye las catedrales para levantar almacenes,
derrumba palacios para alzar chimeneas [... ] Las multitudes
triunfantes aclaman al progreso; Edison es el nuevo Mesías;
las Bolsas son los nuevos Templos [... ]Tal es la queja; es la
misma de Huysmans en Francia, la queja de todos los
artistas», 1 y bastantes años más tarde, Lloren~ Villalonga 3 se

r. No hace mucho ha abordado el tema Antoine Compagnon en


un libro titulado Los antimodernos, Barcelona, Acantilado, 2007;
pero de nuevo con una óptica exclusivamente francesa, y con un trata-
miento que disipa en gran medida la paradoja de unos modernos-
antimodernos que nosotros tratamos de caracterizar aquí, no como el
caso de algunos escritores particulares que comparten ciertas actitudes
muy vinculadas a la historia cultural francesa, sino como la contradic-
ción de base que subyace al Modernismo y al arte puro, tal como los
concibe el discurso modernista de la Modernidad.
2. Francisco J. Blasco, «De "Oráculos" y de "Cenicientas": la críti-
ca ante el fin de siglo español», en Cardwell, R. y Me Guirk B., ¿Qué es
el Modernismo? Nueva encuesta, nuevas lecturas, Boulder, Colorado,
CO: Society of Spanish and Spanish-American Studies, 1993, p. 67.
3. Lloren~ Villalonga (1975), «Las tardes silenciosas», reproduci-
do en B. Porcel, Els meus inedits de Lloren~ Villalonga, Barcelona,
Edicions 62, 1987, pp. 75-114.

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128 Ganarse la vida en la literatura

sorprende ante la paradoja del arte de Proust, el que más


admira por la modernidad de su concepción narrativa, pero
cuyo anacronismo temático no puede dejar de observar:
«dedicar ocho tomos para hacer una duquesa y otros tantos
para deshacerla -escribe- es impropio de un mundo como el
nuestro, siempre lleno de problemas angustiosos, amena-
zado por explosiones atómicas, autos, anémicos pollos de
granja, bistecs de petróleo, mermeladas a base de basuras y
sacarina, aire contaminado, radios del vecino y mujeres ves-
tidas de hombre: todo o mucho de lo que llamamos "pro-
greso" labora contra las duquesas». El autor de Bearn con-
templaba a través de Proust su propia perplejidad, no muy
lejana de la de Valle-Inclán de las Sonatas, capaz de combi-
nar la máxima audacia de la técnica novelística con una Ga-
licia rural, idealizada y premoderna, y con una confesada
ideología carlista.
Habermas 1 ha explicado la tensión entre el ámbito de
la razón estética y los propios de la razón moderna, como
resultado de un fenómeno compensatorio: el arte es la re-
serva de una siquiera virtual satisfacción de las necesidades
que en el proceso material de la vida en la sociedad burgue-
sa se convierten, en cierto modo, en ilegales, necesidades
como la conciencia solidaria o la felicidad de una expe-
riencia comunicativa. El arte no asume tareas en el sistema
económico ni en el político, pero a cambio se hace cargo de
necesidades residuales que el sistema tiende a reprimir. Lo
que en Habermas es un matizado análisis de una tensión
evidente, en Adorno 2 es pura dialéctica de contrarios: el
arte es el único escenario posible para una reconciliación
entre sujeto y naturaleza, al margen de las relaciones de
dominación que impone la Ilustración; la esfera de lo esté-

1. Teoría de la acción comunicativa, op. cit.


2. Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialektik der
Aufkliirung (1947, primera versión en libro impreso). Cito por la ver-
sión en castellano de la edición alemana de 1969: Dialéctica de la
Ilustración, Madrid, Trotta, 1994.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 129

tico es el recinto donde se concentra la resistencia al «mun-


do administrado».

Si el núcleo más prestigioso del pensamiento europeo, desde


el Romanticismo hasta nuestros días, ha venido insistiendo
en la configuración de una esfera cultural, literaria o artísti-
ca, progresivamente autónoma y cuya función social ven-
dría a ser la de contrapesar las opresiones de la sociedad
moderna, y muy especialmente la del mercado, no debería-
mos olvidamos de contrastar estas convicciones con los da-
tos que proceden del estudio de la realidad sociológica de la
cultura en la Modernidad.
Y uno de los fenómenos más decisivos que proceden de
esa realidad sociológica es el de la conformación de un gru-
po social, dotado de identidad propia, el de los intelectua-
les, que es precisamente el de los sujetos agentes de esa
práctica social literaria y artística. Hoy conocemos bastan-
te bien el proceso de conformación del grupo y su adqui-
sición de una identidad simbólica en los distintos países
europeos. Es sobre todo a partir de 1860 cuando se produ-
cen las transformaciones sociales que van a crear las nue-
vas condiciones de la vida intelectual en Europa, transfor-
maciones como la del sistema educativo, que va a producir
una ampliación decisiva del público capaz de consumir
cultura, pero también del número de los productores posi-
bles de cultura, y la diferenciación consiguiente de los pro-
ductos culturales para satisfacer la demanda de los nuevos
y diferentes grupos de consumidores. En el campo de la li-
teratura es decisiva, en este aspecto, la escolarización de la
mujer en la enseñanza secundaria, que genera todo un sec-
tor de población que, procedente de las clases medias y
burguesas, ha adquirido una formación cultural limitada
que no tiene proyección en la actividad profesional, y que
deriva hacia la lectura (y en algunos países también ha-
cia la escritura), conformando un componente mayorita-
rio del público lector de literatura, y determinando, entre

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Ganarse la vida en la literatura

otras cosas, el triunfo de la novela como género propio de


la nueva época.
La concentración de la población en las grandes ciu-
dades, la ampliación del sistema educativo, la conforma-
ción de las nuevas clases medias por el capitalismo, la apli-
cación de la Revolución industrial a la cultura por medio del
periodismo, el notable incremento de los productores de
cultura, o la diversificación de la demanda de productos cul-
turales, todos son factores que van a provocar la aparición
de nuevas profesiones intelectuales. Christophe Charle' ha
distinguido dos grandes vías de acceso a estas profesiones
intelectuales, la ejercida de forma libre en el mercado, que
tiene lugar sobre todo en los países más avanzados, como
Francia e Inglaterra, pero que también se da, aunque más
raramente, en países como España, recordemos el caso de
Benito Pérez Galdós; y la de la profesión que se apoya en el
patrocinio del Estado, que viene a sustituir a los ya periclita-
dos mecenas de la corte y la aristocracia, y que se beneficia
del desarrollo de las universidades europeas, fenómeno que
tiene una mayor relevancia en países en los que, como Espa-
ña, Italia o Rusia, el mercado cultural está poco desarrolla-
do y las profesiones intelectuales no pueden alcanzar plena-
mente su autonomía social, por lo que tienen que depender
del Estado, asumir una dedicación compartida a diversas ac-
tividades o disponer de una fortuna personal. Es el caso, en
España, de una Emilia Pardo Bazán, que teniendo un difícil
acceso al patrocinio del Estado, por su condición de mujer,
complementa su profesión literaria con el ejercicio del pe-
riodismo y el apoyo de la fortuna familiar; o el de un Juan
Valera, que comparte dedicación a la literatura, al periodis-
mo y a su condición de funcionario del Estado; o el de un
Leopoldo Alas, Clarín, quien se reparte como puede entre la
literatura, el periodismo y la cátedra universitaria. En todo
caso, piensa Charle, el modelo imaginario que se impone es

1. Los intelectuales en el siglo XIX, Madrid, Siglo XXI de España,


2000.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... r 3 r

el del escritor que trabaja para el mercado, y los modelos


europeos de la época son principalmente escritores indepen-
dientes como Charles Dickens, Victor Hugo, Henrik Ibsen o
Émile Zola. 1
Antes de 1860, los autores que conseguían grandes éxi-
tos de ventas eran una gran excepción y casi no existían más
que en los países más evolucionados de Europa. Es bien co-
nocido en este aspecto el caso de Walter Scott, uno de los
primeros en conseguir sustanciosos ingresos a partir de sus
novelas. De esta primera fase de entrada eufórica del merca-
do en la literatura, sobre todo por la vía del periodismo,
quizá no haya testimonio más clarividente que el de la se-
gunda parte de Les illusions perdues, de Balzac. Pero des-
pués de 1860 se dispara el número de los que lo logran:

Algunos consiguen hacer una fortuna o alcanzan ingresos que


les acercan a la gran burguesía. En Francia, Zola o Daudet, en
la cúspide de su carrera, ganan entre 100.000 y r 50.000 fran-
cos anuales. En Inglaterra, Anthony Trollope, autor hoy ol-
vidado pero que fue famoso en su tiempo, gana 70.000 libras
en 20 años[ ... ] Sir Arthur Conan Doyle, autor de novelas poli-
cíacas que se siguen leyendo hoy, percibe 2.500 libras por la
publicación de una novela en un periódico de provincias. Esto
representa la mitad del salario anual de un alto funcionario y
más de lo que gana al año un redactor jefe (2.500 libras). A fi-
nales de siglo, H. G. Wells, en la treintena de su vida, gana con
sus novelas fu turistas más que un ministro.•

Y en España, Alarcón, Galdós o Palacio Valdés llegan


a poder vivir confortablemente de la venta de sus libros. En
una encuesta de 1904 titulada «¿Cuánto gana usted con sus
libros?», y publicada en El Gráfico, Valera confesaba en-
tre 8.ooo y 9.000 pesetas anuales de beneficio por sus libros
y calculaba que las 16 ediciones de su gran éxito, Pepita Ji-

r. Ibídem, p. 96.
2. Ibídem, p. 103.

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Ganarse la vida en la literatura

ménez, le habían supuesto unos 40.000 ejemplares vendidos


y unas 40.000 pesetas (de las 120.000 que había producido
el libro). A Emilia Pardo Bazán le calcula Pérez de la Dehe-
sa1 unas 12.000 pesetas al año. Por su parte, Jean F. Botrel1
ha estudiado el caso de Leopoldo Alas: la primera edición de
La Regenta le pudo suponer a Clarín 2.750 pesetas y Su
único hijo la contrató por 2.250, mientras que de la segunda
edición de La Regenta pudo haber sacado unas 16.ooo. Me-
nos producían sus libros de crítica o los de cuentos, pero
complementaban lo ya ganado por su publicación anterior
en la prensa, y su intensa labor de articulista, por otra parte,
no debía dejarle menos de 2.000 pesetas anuales. Tómese
como referencia el salario que percibía como catedrático de
la Universidad de Oviedo, de 3.500 pesetas brutas anuales
en la época en que escribió La Regenta, y se comprenderá
que su trabajo como escritor venía a suponer un comple-
mento muy sustancial de su salario.
De este estado de cosas da cuenta Émile Zola en un afina-
do y lúcido artículo titulado «L'argent dans la littérature»,3
en el que se enfrenta a las tópicas lamentaciones por la mer-
cantilización de la literatura. Zola rechaza el estatuto de la
literatura en el Antiguo Régimen, «pasatiempo delicioso de
una sociedad elegida» confeccionado por un escritor que es
«el lujo» de algún «señor» («Los escritores se hacen pájaros
raros de alto precio que los señores de aquel tiempo se pres-
tan, se regalan, se transmiten unos a otros, para demostrar
su gusto y lucir su fortuna»), y que tiene su escenario en los
salones, verdaderos centros del poder literario del Antiguo
Régimen. Frente a este estatuto tradicional, aparece «una

1. «Editoriales e ingresos literarios a principios de siglo », Revista


de Occidente, 71 (1969), pp. 217-228.
2 . «Producción literaria y rentabilidad: el caso de "Clarín"», en
Hommage des Hispanistes FranfQis aNoel Saloman, Barcelona, Laia,
1979, pp. 123-133.
3. Publicado en 1880. Cito por la edición en E. Zola, Le Roman
expérimental, París, Charpentier, l 9 l 8.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... I 33

corriente de lectura que arrastra en la actualidad a la socie-


dad entera», «y el escritor es ciertamente uno de los ciudada-
nos cuya situación ha cambiado más radicalmente». Al ex-
tenderse la educación, argumenta Zola, «se crean millares
de lectores. El periódico penetra en todas partes, incluso los
campesinos compran libros. En medio siglo, el libro, que era
un objeto de lujo, se convierte en un objeto de consumo co-
rriente». Al abaratarse y al encontrarse con un pueblo alfa-
betizado «el comercio de la librería decuplica sus negocios y
el escritor encuentra con amplitud el medio de vivir de su
pluma». El mecenazgo se convierte entonces en innecesario.
«Un autor es un obrero como otro cualquiera que gana su
vida con su trabajo», declara solemnemente Zola. Aunque
no solo es el libro el que emancipa económicamente al escri-
tor, sino también el periódico, y el teatro, que puede llegar a
proporcionar enormes sumas. Eufórico, escribe Zola: «Des-
de hace cincuenta años se han hecho algunas grandes fortu-
nas en las letras ». Eugene Sue, George Sand, pero sobre todo
Alexandre Dumas padre e hijo, Victor Hugo o Victorien
Sardou, son buenos ejemplos. «El dinero ha emancipado al
escritor, ha creado las letras modernas», proclama Zola, y
esta nueva situación ha venido de la mano con la democrati-
zación del público literario, debida al aumento de los lecto-
res en general, y con la crisis de los salones y de la Academia
como centros de orientación del gusto dominante.
Sin embargo, el entusiasta Zola, que saluda gozoso la
nueva era literaria que trae consigo el capitalismo, comprue-
ba ya algunos de sus efectos negativos: la proliferación de
intermediarios («Nosotros no tratamos directamente con el
público: entre él y nosotros hay especuladores, editores o
directores, toda una gente que vive de nuestras obras, que
gana millones con nuestro trabajo »); la aparición de toda
una subliteratura (los folletines) que monopoliza una franja
de público lector, que se pierde así para la buena literatura;
o la condena del escritor a producir sin cesar para poder
sobrevivir. Zola no ve algunos otros efectos de la influencia
del mercado, de gran importancia, que van a pesar ,decisiva-

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134 Ganarse la vida en la literatura

mente sobre la producción literaria, como la diferenciación


del público lector en compartimentos estancos de lectura,
por implacable aplicación del principio de división del tra-
bajo; o como la mediación del mercado entre autor y lecto-
res, que convierte a estos en una audiencia anónima, impre-
visible, y condicionada por las leyes del mercado; o como la
incidencia de los intermediarios en los gustos de los lectores,
generando corrientes consumísticas de poderosa influencia;
o finalmente como la reacción de muchos escritores, que lle-
vados por la convicción de que la literatura es un producto
del espíritu que no debe dejarse contaminar por ningún fac-
tor ajeno, rechazan el mercado, sitúan su producción de es-
paldas a él, y luchan en la institución literaria por hacerse
con el poder, por controlar el canon, y por desacreditar a
quienes pactan con él o se le someten.
Zola hace el balance de la fase de profesionalización del
escritor y de expansión de la literatura en el mercado cultu-
ral, pero los años ochenta y noventa vivirán una fase de pe-
simismo, como la ha bautizado Christophe Charle, que 1

convertirán al Fin de Siglo en el momento culminante de la


reacción cultural antimoderna. Inciden factores del merca-
do, como la sobreabundancia acumulada de oferta intelec-
tual, la concentración del capital editorial y de la prensa, y la
dura competencia que se deriva de ambos fenómenos, con
la consiguiente diferenciación en clases de los escritores pro-
fesionales, desde los autores de éxito, que conforman una
pequeña casta que domina el mercado, hasta un numeroso
proletariado intelectual urbano, que malvive de las traduc-
ciones, del reporterismo, de la confección masiva y por en-
cargo de productos estándar, de género y de venta popular
asegurada, y en general de la explotación de los periódicos y
de los grupos editoriales: es la bohemia o lo que en España
se llamó la poetahambre, de la que Blasco Ibáñez dejó un
ajustado testimonio en su novela La horda. Pero inciden so-
bre todo factores generales, propios de la crisis civilizatoria

r. Los intelectuales en el siglo XIX, op. cit., p. 104.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... I 35

del Fin de Siglo, que se manifiesta culturalmente en la desau-


torización de la filosofía del progreso, del cientifismo domi-
nante en la cultura, del positivismo y del materialismo racio-
nalistas, del realismo artístico y, en general, de la herencia del
proyecto ilustrado, que son desplazados por el gran movi-
miento filosófico y artístico espiritualista, por el contingen-
tismo científico, por la irrupción de filosofías irracionalistas
y vitalistas y, en el terreno literario, por el asalto contra el
realismo-naturalismo que llevan a cabo simbolistas y deca-
dentistas. 1 Sabemos que esta crisis fue muy profunda y abar-
cadora, que en materia política y económica se experimentó
como el colapso del imperialismo, que trajo consigo la Pri- ·
mera Guerra Mundial, y el del capitalismo liberal que le ha-
bía dado aliento, que provocó un intenso periodo revolucio-
nario que se inicia en la Comuna de París (1871) y culmina
con la Revolución soviética (1917), y que en el seno de la
misma, en medio de su ebullición, se produjo todo un cam-
bio de época, tanto como de mapa geopolítico mundial, con
el desmenuzamiento de los grandes imperios tradicionales.
Lo cierto es que, volviendo al Final de Siglo, en la prime-
ra etapa de la gran crisis que dará nacimiento a un siglo xx
muy distinto y, a la vez, crítico con el XIX, emergen con toda
su fuerza las corrientes de un pensamiento moderno y, al
tiempo, antimoderno, que de la misma manera que se opone
a la idea de progreso, o a la irrupción de las masas en la vida
cultural e incluso en la política, rechaza la mercantilización
de la literatura y su sometimiento a los gustos de las mayo-
rías. La reacción abarca desde el Así hablaba Zaratustra, de
Nietzsche, hasta La rebelión de las masas de Ortega, pasan-
do por el rechazo de Rubén Darío al «Rey burgués» y al
«vulgo municipal y espeso», por la poética del silencio de
Mallarmé, o por la dedicatoria de la poesía de Juan Ramón

r. Joan Oleza, «El movimiento espiritualista y la novela finisecu-


lar», en Romero Tobar, L. (ed.), El siglo XIX, II, en V. García de la
Concha (dir.), Historia de la literatura española, Madrid, Espasa-
Calpe, 1998, pp. 776-794.

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Jiménez «a la inmensa minoría», tanto más inmensa cuanto


más minoritaria.
En la época que sigue, y por más que desde el pensamien-
to teórico, desde Adorno hasta Bourdieu, se insista en con-
fundir un principio propio de la racionalización occidental
(como es el de la tendencia de las prácticas sociales a consti-
tuir esferas de actividad autónomas), con la defensa de un
principio estético-filosófico como el de la autonomía del arte
y la literatura respecto de la realidad, y con la apología de
una poética del arte puro, lo cierto es que la historia social
del arte y de la literatura no hizo demasiado caso de estas
prédicas, y tendió, por el contrario, a la convivencia de arte
o literatura y mercado, una convivencia compleja que per-
mitió la simultaneidad de actitudes, de formas y de procesos
distintos. Los sociólogos teóricos como Bourdieu se ven
obligados a reconocer, a partir de la década de los ochenta,
la existencia de una doble lógica en el mercado autónomo
de la literatura: la lógica del mercado, que impone el éxito
comercial como criterio de jerarquización de las obras de
arte, y la lógica autónoma, en la que la jerarquía viene dada
por el valor simbólico alcanzado por cada obra en el círculo
de especialistas del propio campo. Esta doble lógica se apli-
ca desigualmente en los distintos géneros literarios: domina
la del mercado en el teatro y la autónoma en la poesía, que
como producción cultural queda fuera del mercado, mien-
tras que la novela ocupa un lugar intermedio, en parte so-
metida a las leyes del mercado y en parte dependiente de los
valores literarios de élite. En el Segundo Imperio, según
Bourdieu, predominó el valor simbólico sobre el comercial
y el crédito concedido en el campo literario a una obra ten-
dió a menguar a medida que aumentaba el número de sus
lectores, se diversificaba su competencia lectora (es decir, su
calidad social), y se incrementaban sus beneficios económi-
cos.1 En todo caso, y dentro de cada género, tenderá a consa-
grarse una especie de escisión entre un sector más comercial y

1. Las reglas del arte, op. cit., p. 177.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... 13 7

otro más de vanguardia, entre un polo .de gran producción


y otro de producción pura, que mantendrán una relación de
antagonismo dentro de un mismo espacio de campo.
Los sociólogos más empíricos, como Charle, discípulo
de Bourdieu, se conforman con constatar que en el enfren-
tamiento entre una lógica de mercado y otra puramente
artística, aparecieron fenómenos que mitigaron la confron-
tación. Charle señala dos, de forma especial: según el pri-
mero, el Estado y las clases dominantes, por medio de los
círculos académicos y los salones de la gran burguesía, llega-
ron a jugar un papel de mecenas, compensando así la falta
de rentabilidad de ciertos géneros literarios (como la poesía)
o de ciertos escritores. Según el segundo, el mercado conso-
lidó un sector de producción limitada, reservado a los happy
few, a los escritores puros, y orientado a un público de espe-
cialistas, que se apoyó en la creación de revistas literarias de
tirada limitada, en agrupaciones de escritores más o menos
duraderas, en una red de mecenas ilustrados, que invierten
capital y compensan las pérdidas económicas de tales em-
presas, y en especial en algunos editores de vanguardia.
«Casi toda la "alta" literatura de esta época se ha servido de
estos medios: el teatro "libre" en Francia y en Alemania, el
movimiento simbolista en Francia, los grupos naturalistas y
expresionistas de Alemania, el movimiento vienés "Joven
Viena" , la vanguardia rusa anterior a 1900, la revista La
Voce y el movimiento futurista en Italia.» 1 En cambio, en
Inglaterra, el Estado apenas intervino, se impuso la lógica del
mercado a la hora de valorar y establecer las jerarquías lite-
rarias, una lógica que generó la novedosa figura del agente
literario, y la vanguardia, que existió sobre todo como pre-
tensión teórica, tuvo que llevar una doble actividad o proce-
der de círculos privilegiados, pues no existían mecenas ni una
organización autónoma de la misma vanguardia. Como es-
cribe Charle: «Quien quiera adscribirse [en Inglaterra] a la
literatura pura según el modelo francés, necesita un sólido

1. Los intelectuales en el siglo XIX, op. cit., p. 141.

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respaldo social, e incluso entonces no carece la empresa de


riesgo», como muestra el muy atípico caso de Osear Wilde. 1

Creo que es sobre este panorama de fondo que debe recortar-


se la silueta de un escritor como Vicente Blasco Ibáñez, insóli-
to por muchos motivos en el panorama de la literatura espa-
ñola. Y lo insólito comienza por su procedencia de clase, que
si en la mayoría de los escritores de la generación anterior, la
del 68, es la burguesía y las clases medias acomodadas, y en
su propia generación es una clase media ilustrada, de antece-
dentes profesionales y a menudo universitarios, en línea con
la procedencia habitual de los intelectuales en Europa,'" en
Blasco es una pequeña burguesía de comerciantes locales, in-
migrados, ajenos al mundo de la cultura. También son insóli-
tos su formación extra-universitaria, sus primeros pasos en la
literatura en ámbitos tan atípicos como la renaixenf(l valen-
ciana de un Constantí Llombart o la escuela del folletín de
Manuel Femández y González, ámbitos populistas ambos y
muy alejados de la alta cultura en que se mueven sus compa-
ñeros de generación, los noventayochistas y modernistas,
como insólita es su dedicación durante los años decisivos
de la misma a la dirección de un periódico y de un partido
político, de carácter beligerante, cuando no directamente in-
surrecciona!, para el orden establecido, 3 que lo destierra reite-

r. Ibídem, p. 146.
2. Ibídem, pp. n8-127.
3. Blasco, en la carta en que justifica su abandono de la política,
el 16 de marzo de 1906, explica que para él, «un modesto sembrador
de rebeldías contra lo existente, un enamorado de la revolución», no
tiene sentido predicar pasarse la vida en el parlamento, lanzando dis-
cursos revolucionarios un minuto después de los cuales uno se codea
amigablemente en los pasillos con los enemigos de la república, «cuan-
do hace tanto tiempo que estamos prometiendo al país, de un momen-
to a otro, lanzar este grito [¡viva la República!] con algo más convin-
cente en las manos». Uosé León Roca, Vicente Blasco Ibánez, Valencia,
Ajuntament de Valencia, 1997, p. 3n.)

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 139

radamente y lo encarcela como a él le gustaba alardear has-


ta 30 veces. Todos los datos que le rodean convergen hacia
una figura radicalmente excéntrica en el mundo literario es-
pañol, carácter que él no duda en fomentar, al trazar de sí
mismo una imagen más de activista que de intelectual:

Yo soy un hombre de acción, que he hecho en mi vida algo


más que libros -le escribe muchos años más tarde, en 1918, a
Julio Cejador, aunque declaraciones en el mismo sentido son
fáciles de encontrar en años anteriores-. Yo he sido agitador
político, he pasado una parte de mi juventud en la cárcel
(unas treinta veces), he sido presidiario, me han herido mor-
talmente en duelos feroces, conozco todas las privaciones físi-
cas que un hombre puede sufrir, incluso la de una absoluta
pobreza, y al mismo tiempo he sido diputado hasta que me
cansé de serlo (siete veces), he sido amigo íntimo de jefes de
estado, conocí personalmente al viejo sultán de Turquía, he
habitado palacios; durante unos años de mi vida he sido
hombre de negocios y manejado millones; en América he fun-
dado pueblos[ ... ] Quiero manifestar con esto, que las más de
las veces, por mi gusto, haría las novelas en la realidad mejor
que escribirlas sobre el papel [... ]me enorgullezco de ser un
escritor lo menos literario posible [... ] Aborrezco a los que
hablan a todas horas de su profesión y se juntan siempre con
colegas[ ... ] Yo soy un hombre que vive y, además, cuando le
queda tiempo para ello, escribe por una necesidad imperiosa
de su cerebro [... ] Así se conoce la vida, creo yo, mejor que
pasando la existencia en los cafés, viéndolo todo a través de
los librbs ajenos o las conversaciones, reuniéndose siem-
pre los mismos interlocutores, momificando el pensamiento
con idénticas afirmaciones, nutriéndose de los propios jugos,
sin ver otros horizontes.'

r. Julio Cejador, Historia de la lengua y la literatura castellana


(1918), Madrid, tomo IX. Cito por la edición facsímil de Madrid,
Gredos, 1972, pp. 471-478.

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Ganarse la vida en la literatura

Leído desde la crónica de lo que fue la vida literaria de


Fin de Siglo, o incluso de las generaciones posteriores, la
del 14 y la del 27, que transcurrió en buena medida en las
tertulias de los cafés y de las revistas intelectuales, en los
ateneos y librerías, entre compañeros de profesión, un ale-
gato como el que acabo de leer es casi un manifiesto bélico.
Nada más opuesto a la figura canonizada del artista y del
escritor conformada en el Fin de Siglo sobre los tópicos de la
torre de marfil, el sacerdocio de la belleza, el bohemio exqui-
sito o el intelectual crítico pero escasamente dispuesto a pa-
sar a la acción civil, dominado por la abulia y el escepticis-
mo: no hay más que pensar en el Azorín de La voluntad o en
el Baraja que soñó aventuras sin moverse de su mesa camilla,
en Ortega y Gasset, en Gabriel Miró, en Juan Ramón Jimé-
nez o en Ramón Pérez de Ayala, para comprender ese caris-
ma de provocación y de desafío, en algunos casos de autén-
tico agravio, que contiene la figura de Blasco, y que tanto
vacío hostil creó a su alrededor en la vida literaria española.
Pero no voy a hablar aquí de la figura de Blasco en su
conjunto. Este ensayo apunta a objetivos precisos, que tie-
nen que ver con la actitud de Blasco hacia el dinero profesio-
nal, y prefiero situarlo en una circunstancia concreta, preci-
samente aquella en que menos podría esperarse una actitud
condicionada por la búsqueda del beneficio y de la fortuna
personal conseguidos por medio de la literatura. Me refiero
a la etapa ideológicamente más revolucionaria de Blasco,
aquella en que, además de actuar como diputado republica-
no en el parlamento español, escribe y publica sus novelas
de combate, las dos primeras en Valencia y las dos últimas
en Madrid, La catedral (1903), El intruso (1904), La bode-
ga (1905) y La horda (1905).
Al instalarse en Madrid, en un hotelito con jardín inme-
diato a la Castellana, 1 ya en su cuarta legislatura como dipu-
tado (26 de abril de 1903, las elecciones), comenzará a <lis-

r. Más tarde se mudará a otro en el n. 0 8 de la calle de Salas, «un


hotel más grande y cinco duros más barato», en Miguel Herráez (ed.),

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... I4I

ranciarse de la política más inmediata y activa, hastiado por


la división del partido en Valencia y por el clima de encono
personal, cuando no de violencia callejera, creado contra él
por Rodrigo Soriano 1 y contestado por sus propios partida-
rios, probablemente afectado por los conflictos personales
con la Corona, con la Iglesia, y con las fuerzas del orden
público, y sin duda muy afectado por el duelo con el tenien-
te Alestuei, tirador de élite respaldado por las fuerzas del
orden agraviadas con el escritor, que a diferencia del duelo
anterior con Rodrigo Soriano, estuvo a punto de costarle la
vida. Este progresivo desasirse de la política profesional va
sin embargo acompañado de una intensificación casi com-
pensatoria, se diría, de sus posiciones ideológicas, que insta-
lan la lucha social en el corazón mismo de sus novelas y que
ensanchan su territorio de observación, hasta ahora limita-
do al valenciano, al conjunto de la geografía española y de
sus conflictos: la Castilla clerical y levítica, el País Vasco
de la Revolución industrial y de la lucha de clases, la Andalu-
cía rural y revolucionaria, el Madrid de los deshechos de la
gran ciudad y del lumpenproletariado. Este periodo en-
tre 1903 y 1905 puede darse por acabado con su declaración
de abandono de la política profesional y su renuncia al ac-
ta de diputado (16 de marzo de 1906), no definitivas pero sí
anunciadoras de lo que será, pronto, su abandono definitivo. 1
Sobre este periodo, y sobre la actitud de Blasco como es-
critor, tenemos el testimonio precioso de las cartas dirigidas
a su amigo, el librero Francisco Sempere,3 con quien había

Epistolario de Vicente Blasco Ibánez a Francisco Sempere (r9or-


r9q ), Valencia, Generalitat Valenciana, 199 5, p. 5 5.
1. Aún tendrá que sufrir, entre otros, pero sin duda el más grave, el
atentado con tiroteo del IO de septiembre de 1905, desde el café !bor-
ra, que causó entre sus partidarios nueve heridos, tres de ellos graves.
2. Las elecciones del 21 de abril de I907 son las últimas a las que
se presentó, y ganó, Blasco.
3. En Miguel Herráez (ed.), Epistolario de Vicente Blasco Ibáñez
a Francisco Sempere (r9or-r9r7), Valencia, Generalitat Valencia-
na, 1999.

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Ganarse la vida en la literatura

iniciado una relación a la vez amistosa y profesional que du-


raría hasta la muerte de Sempere, y que se había iniciado
en 1898 con su asociación bajo el sello «Casa Editorial F.
Sempere, Editor»,1 con la que Blasco publicó sus novelas de
entonces, y en la que el escritor seleccionaba los títulos a edi-
tar, mientras Sempere se encargaba de la administración. La
máquina que hacía el tiraje del diario El Pueblo imprimía
también, y en horas extras, los libros. 2 Años más tarde,
en 1914, y con la participación ahora determinante del yerno
de Blasco, Fernando Llorca, se fundó la editorial Prometeo,
en la que volvían a colaborar Sempere y Blasco, y cuyo pri-
mer título fue la novela Los argonautas (1914).
Las cartas a Sempere abarcan 16 años y aunque rozan
otros aspectos tienen un contenido esencialmente práctico,
relacionado con negocios, proyectos, intereses del escritor
y de su socio, que desempeña también las funciones de ami-
go, de representante y de administrador. Blasco se mani-
fiesta en ellas con toda comodidad y franqueza, y no faltan
expresiones tabernarias como «no le sale de los cojones»,
«darles por el culo» o «¡me cago en Dios!», como no tiene el
más mínimo escrúpulo a la hora de pedirle casi en cada carta,
durante este periodo, incluso de exigirle a veces en tono im-
perativo, que le envíe dinero, porque no tiene ni para comer.
He aquí un ejemplo: «Querido Paco: Le escribo con la mayor
angustia. Necesito dinero: dinero inmediatamente. Ya sabe
Ud. Que sólo tenía 5.ooo ptas. Después de pagada la propa-
ganda me he quedado sin un céntimo. No tengo en casa para
comer, y el sábado he de dar 2.000 ptas. a la imprenta, que
no ha cobrado desde el principio de la publicación[ ... ] Nece-
sito dinero, pero inmediatamente, en las 24 horas ... ». 3 Es

1. Cambiaría después, en 1902, a Francisco Sempere y Cía., Edi-


tores.
2. Emilio Gaseó Contell, Genio y figura de Blasco lbáñez, Madrid,
Afrodisía Aguado, 1957, p. 199·
3. Epistolario de Vicente Blasco lbáñez a Francisco Sempere
(1901-1917), op. cit., p.62.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 143

Sempere quien le gestiona un préstamo de 30.000 pesetas


para hacer frente a los gastos de inversión que tiene que
afrontar en Madrid («Querido Paco: ahí van los poderes
para hacer el préstamo»), a quien le encarga hipotecar o ven-
der su chalet de la Malvarrosa («En cuanto a la venta de la
Malvarrosa a Ríos (caso de que yo pudiera convencer a Ma-
ría, que es difícil) habían de ser 14.000 duros: ni un céntimo
menos»), 1 y en cuyas manos pone la venta del diario El Pue-
blo («En lo de El Pueblo me parece bien el borrador del con-
trat<;>, y Ud. queda autorizado para poner la cifra total que
mejor le parezca» ). 1 A Paco Sempere le confía sus viajes en
secreto a París, dejándole intuir que se trata de un asunto
amoroso decisivo para él:' «Querido Paco: Estoy otra vez en
París por unos días, pero no diga nada absolutamente a na-
die. En mi casa no lo saben: en Madrid tampoco. / Es que lle-
vo un asunto particular muy importante para mí, antes de mi
viaje a América, asunto que debe resolverse en París y no me
conviene decir a nadie por qué estoy aquí». 3 Y con Paco Sem-
pere concierta visitas clandestinas a Valencia, como cuando
está a punto de acabar La bodega y quiere llevarle directa-
mente el original: «Estoy dispuesto a tomar el tren ensegui-
da. /No le diga esto a nadie, pues quiero llegar sin que nadie
lo sepa, y que me reciba únicamente Ud». 4 A él se le queja de
sus enfermedades, que le ocasionan tanto gasto, y sobre todo
de su preocupante diabetes, dada su edad, pues en i905 tenía
tan solo 3 8 años: «Estoy muy enfermo, pero mucho. La mal-
dita diabetes me tiene en un estado de decaimiento grande.
Creo que no me quedan muchos años de vida». 5
En este clima de gran confianza, Blasco Ibáñez se mues-
tra a sí mismo en su condición de intelectual, a caballo entre
la escritura, la edición de libros y el periodismo, los tres me-

i. Ibídem, p. 3 5.
2. Ibídem, p. 3 5.
3. Ibídem, p. 60.
4. Ibídem, p. 42.
5. Ibídem, p. 43.

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144 Ganarse la vida en la literatura

dios de vida que, al margen del político (sin reflejo en las


cartas), sustentan su condición profesional.
Como periodista es el momento en que, recogiendo el
éxito de sus novelas, comienza a disfrutar de ofertas no solo
en el ámbito nacional, sino también en el hispanoameri-
cano: «Querido Paco: [... ] Ya habrá visto que escribo en
El Liberal, El Imparcial y Heraldo. Creo que he metido
la cabeza en el trust./ Me han contratado por 12 artículos al
mes, 4 para cada periódico, y me dan l .ooo ptas. mensuales».'
«Otra cosa. Los propietarios de La Nación de Buenos Aires
están encantados conmigo. Creo que no tardaré en apode-
rarme de ellos». 2 Y también el momento de lanzar una nue-
vo semanario literario, La República de las Letras, para lo
cual convocó y reunió, el 2 5 de abril de l 90 5, nada menos
que a unos doscientos escritores y periodistas, entre los cua-
les están Galdós y José Octavio Picón, Ortega Munilla y
Luis Morote, Santiago Rusiñol y Joaquín Dicenta, Sorolla
y Benlliure, Machado y Unamuno, un semanario cuyo pri-
mer número apareció casi inmediatamente, el 6 de mayo,
con un artículo de Blasco sobre la novela social. En las car-
tas el escritor se refiere al semanario como «el periódico»,
expresión que también aplica a la publicación periódica
La Novela Ilustrada, por lo que resulta confuso, en ocasio-
nes, saber a cuál de los dos periódicos se refiere. En todo
caso, el proyecto languideció hasta acabar muriendo 14 nú-
meros después, y a pesar del carácter de empresa con que
Blasco quiso llevarlo adelante.
Como editor, Blasco se desempeña tanto en la empresa
que comparte con Paco Sempere como en la que comparte
con su yerno, Fernando Llorca, la editorial Española Ameri-
cana (fundada en Madrid, en 1905),3 y ambas debieron for-

I. Ibídem, p. 56.
2. Ibídem, p. 56.
3. Después pasó a llamarse, por consejo del propio Blasco, Llorca y
Cía. U. Lluch-Prats,«Los trabajos y los días de un editor rocamboles-
co: Vicente Blasco Ibáñez», en La Plata lee a España. Literatura, cul-

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 14 5

mar una trama común, pues aunque Blasco las distingue,


complementa continuamente las actividades de la madrileña
con las de la valenciana. A lo largo de las cartas vemos a
Blasco ocuparse del programa de libros a editar: «Ya pensaré
algunas obras nuevas ahora en París, pues aquello refresca el
pensamiento», le escribe en una carta, y en otra, desde París:
1

Yo me he ocupado aquí mucho de nuestra casa viendo li-


bros, y tengo varias cosas planeadas para hacerlas enseguida.
No dirá Ud. que no me preocupo.
1ª Hay que dar todo Nietzsche [... ] Todo Nietzsche está
traducido al francés. Formarán unos 8 o 10 volúmenes nues-
tros, pero hay que hacerlos del 9 apretadito, pues cada obra
hay que darla en su tomo. Coja Ud. las que ya están traducidas
al español y sólo hay que dar un repasito al estilo como Ud.
veía que hacía yo. Esto puede hacerlo Ballestee. Empiece
Ud. por Así hablaba Zaratustra (... ]
2 º Hay que dar también todas las obras de H. Taine, antes
que las largue otro editor. Es un autor famosísimo en toda Es-
paña y que sin embargo está sin explotar.
3 ºPierre Loti como escritor de viajes es el primero del mun-
do. Tiene una docena de volúmenes famosos y sin traducir[ ... ]
Y otras muchas cosas que ya iremos desarrollando.

Blasco no fue precisamente un perfeccionista como edi-


tor, al menos en la cuestión de las traducciones, o en la de los
derechos de otros, como ese Zaratustra, que había traduci-
do La España moderna, de Lázaro Galdeano, y que Blasco
se propone fusilar, con un ligero repaso de estilo. En cambio
es muy sensible al tema de los derechos de autor, que consi-
dera una cuestión de honor, y cuando surge un conflicto con
algún escritor, como Max Nordau, que reclama sus dere-

tura, memoria, ed. Raquel Macciuci, La Plata, Ediciones del lado de


acá, pp. 81-100).
1. Epistolario de Vicente Blasco Ibáñez a Francisco Sempere
(1901-1917), op. cit., p.5 5.

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146 Ganarse la vida en la literatura

chos, o con la editorial francesa Calmann-Levy, por los de-


rechos sobre El porvenir de la ciencia de Renan, 1 Blasco se
afana en resolverlo adecuadamente.
En las cartas le vemos atender al precio de los libros («un
tomo de tres ptas.»), al coste de producción, en el que tiene
un rol decisivo el precio del papel: «Yo estoy con el agua al
cuello, pues en este mes han venido los giros gordos y llevo
pagados cerca de 4.000 duros de papel en sólo un mes[ ... ]
¡El diluvio! Hoy tengo 30 céntimos en casa en el momento
en que escribo!», por ello, y al tener que imprimir su novela
La catedral ordena: «No pida papel satinado [le ordena al
impresor] ha llegado el momento en que hay que recortar el
gasto todo lo posible para que tenga yo todo el mayor ingre-
so que pueda», pero en cambio recomienda para La maja
desnuda que «el papel puede ser satinado como el de las
novelas anteriores a La horda». Le vemos ocuparse del pro-
ceso técnico de la impresión («Para tirar puede Ud. encargar
al carpintero un piso de madera para cada página y pueden
Uds. clavarlas. Nada importa que, al desclavadas, queden
inútiles, pues hay que devolverlas aquí para echarlas a la cal-
dera y utilizar el metal, pues así resultan más baratas»,2' las
ilustraciones («Lo que me parece detestables e infames son
los grabados hechos por Catalá [... ]Además, se ha corrido
Ud. reproduciendo la portada de la alegoría del Trabajo.
Eso no es un grabado antiguo: es propiedad del editor fran-
cés, y milagro será que no tengamos un disgusto»), los repre-
sentantes en América («le ruego que enseguida, enseguida,
me remita una lista completa de todos, absolutamente todos
los corresponsales de América»), o de la publicidad («le rue-
go que inmediatamente me haga una tirada de 3.ooo carte-
litos rojo y negro como los que enviamos para anunciar
nuestros libros a las librerías. Tamaño dentro del pequeño,
el que hemos hecho mayor al anunciar mis novelas» ). 3

1. Ibídem, p. 61.
2. Ibídem, p. 53.
3. Ibídem, p. 30.

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... 14 7

Pero lo que más le obsesiona es no ser engullido por


la competencia, dejar de ser su propio patrono para pasar
a compartir o ceder buena parte de sus beneficios:

Esto no es juego, amigo Paco. Esto es más serio y más impor-


tante y más definitivo para mi fortuna y mi nombre que lo que
llevamos hecho en Valencia. Yo he quedado trastornado al leer
lo que Ud. me dice que si yo necesito dinero que haga lo de la
letra de Fe, etc. ¿Pues no lo he de necesitar? Yo no puedo hacer
eso de Fe, ni ninguna otra cosa parecida, pues desde que saben
lo que es el negocio todos alargan las uñas y quieren entrar de
socios con la parte del león, viendo el éxito seguro. No: al re-
vés, yo lo que finjo es que dispongo de mucho dinero y así
tengo crédito.

Por ello recalca Blasco su necesidad urgente de dinero,


para sostener la inversión, pues de lo contrario «se va todo
al carajo y coge el negocio otro, y pierdo lo que llevo gasta-
do y me pego un tiro, así como suena, pues desde que recibí
su carta esta mañana estoy desesperado». 1
Por eso, y para permanecer como editor independiente,
para Blasco no hay más que un camino, el del lanzamiento
de proyectos editoriales susceptibles de éxito de ventas y de
la innovación técnica. Del primer aspecto hablaremos luego,
déjenme ahora abordar el primero.

Necesitamos entregarnos al progreso -arenga Blasco a


Sempere en una de sus cartas-. Ha llegado ya el momento de
ser audaces. Nuestro sistema editorial, por lo mismo que se
contenta con una ganancia pequeñísima y fía el negocio a la
cantidad de volúmenes, necesita de poderosos medios de pro-
ducción y multiplicación.
Nada de máquinas de imprimir planas. Con las que tene-
mos hay bastante. Son los torpederos y cruceros. Ahora necesi-
tamos el acorazado, la rotativa que tire 6.ooo pliegos en media

x. Ibídem, p. 32.

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148 Ganarse la vida en la literatura

hora y que además tenga plegadera para que el papel vaya de la


máquina a la encuadernación o al cosido[ ... ]
Así podríamos hacer todas las semanas una novela y otro
tomo de a peseta, que sería alternando unas veces libro popu-
lar de ciencia como los de ahora, y otra un Clásico del Amor.
¡Para todos los gustos! ¡Éxito seguro!

La rotativa además viviría al día «sin necesidad de ati-


borrar el almacén ni de tener muerto el capital en papel,
porque ¡figúrese Ud. lo que nos costaría reimprimir un li-
bro! ¡Un día o menos!».
Y Blasco encarga a Sempere que se informe de las casas
importadoras de rotativas, de los precios, y acaba su arenga
con estas palabras: «En fin, Paco: que hay que ir a la rotati-
va, pues estamos vegetando[ ... ] y que ya es hora de dar el
salto [... ] bastante nos adelanta Mauci publicando tantas
novelas». 1

En cuanto a los proyectos editoriales, Blasco concibe du-


rante este periodo dos especialmente importantes, uno de
ellos, la colección de «Novelistas célebres», se la propohe a
Sempere en 1902 y no parece que fuera llevado a la práctica,
el otro, «La Novela Ilustrada», lo realiza con Llorca aunque
con la participación de Sempere, a partir de r 90 5, y resultó
una colección de referencia en la renovación de la novela
corta de calidad y por entregas del siglo xx, a la que tantas
otras iniciativas se sumarían. 2
En el primero, Blasco parte de un análisis del público
lector de la editorial, «que se nos va marchando y se queja
porque no publicamos novelas. Además hay una inmensa
masa que nunca la hemos tenido y que se nutre con los folle-
tines de los periódicos, los mamarrachos de Mauci y un res-
to que queda aún de las novelas por entregas».

r. Ibídem, pp. 63-64.


2. Se anticipa a El Cuento Semanal (1907), de Eduardo Zamacois,
que se suele considerar como el modelo inspirador de las que vendrían
después: LA Novela Semanal, LA Novela de Hoy, LA Novela Mundial ...

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... 149

Según Blasco «hay 8.ooo ejemplares seguros entre Espa-


ña y América. Esto como mínimo», y es cuestión de atraer a
sus compradores. «En la inmensa mayoría de las casas -aña-
de- se siente la necesidad de la novela, y, si no la familia, el
individuo aislado. Pero el éxito del negocio está en hacer
una publicación regular, a fecha fija: la novela apareciendo
en libro, pero con la regularidad de un periódico.»
La colección se llamará «Novelistas célebres», cada no-
vela un tomo, cada tomo una peseta, saldría a la venta en
todas las librerías todos los sábados del año, y servirían
por correo libros a los lectores de poblaciones donde no
existen librerías, que son los más, y al mismo precio, aun-
que ellos pondrían los sellos. «Tengo la seguridad que co-
geríamos así r.ooo lectores nuevos y sin el intermedio del
librero, lo que daría mayor ganancia en el ejemplar, y en-
sancharía el círculo de lectores.» 1 Ese número de ejempla-
res, sin embargo, no puede imprimirse con las máquinas
planas que actualmente dispone la editorial, hay que dar el
salto a la rotativa capaz de tirar 6.ooo pliegos en media
hora, y es entonces cuando Blasco lanza su arenga sobre la
innovación que ya conocemos.
Sobre el segundo de estos proyectos, que parece nacido
de la herencia del primero (pues suponía la distribución re-
gular, cada sábado, de una novela corta a un precio muy
barato, y orientada hacia un público muy amplio) y que
Blasco montó en Madrid con su yerno, Fernando Llorca, no
hay un planteamiento en bloque, como en el caso anterior,
dado el papel complementario que jugó en él Francisco Sem-
pere. Hay, sin embargo, muchas referencias y alusiones en
las cartas, que nos permiten, sin entrar en el programa que
lo desarrolló, comprender qué significó para Blasco y cuáles
eran sus expectativas.
En una primera carta sobre el tema (n.º 6), Blasco infor-
ma a Sempere: «Querido Paco: La Novela Ilustrada es una

r. Epistolario de Vicente Blasco Ibáñez a Francisco Sempere


{1901-1917), op. cit., pp. 63-64.

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150 Ganarse la vida en la literatura

gran cosa: mucho más que yo creía. Van llegando magní-


ficas cartas de América». Y una muestra es Puerto Rico,
donde han pedido 2 70 suscripciones y prometen llegar a
las r.ooo antes de un mes, cuando empiecen con la propa-
ganda. En Madrid «la cosa no promete menos» y el proyec-
to está causando «estupefacción en la gente del oficio».
Blasco dice estar preparando una propaganda «tan grande
como la del ABC» y disponer de 20 repartidores «que re-
correrán desde el lunes todas las casas de Madrid como si
repartieran entregas, a razón de 2 ptas. de jornal y un red
por suscripción». En cuanto a provincias, ya ha arrancado
la campaña publicitaria, y en la carta siguiente le anuncia
que le envía 150 carteles para fijarlos en las esquinas y le
pide que gestione la publicidad en el diario El Pueblo. En un
momento dado hace balance: «Todo va bien y promete ser
mi gran éxito», un proyecto «definitivo para mi fortuna
y mi nombre». Pero «¿qué es lo que me falta? ... Dinero». Blas-
co se enfada con Sempere porque no parece comprender que
se trata de una gran oportunidad de negocio, que se precisa
inversión, y que si no llega, otros se apropiarán de él, pues la
idea ha creado enormes expectativas. Dinero, pues, reclama
Blasco, y de inmediato, «aunque sea empeñando el alma».
En las cartas siguientes, informa de cómo la tirada va
creciendo: «En realidad no vendo más que 18.000, pero ti-
ro 22.000 en espera de lo de América». Y en otra: «La
Novela sigue bien. Aún no estamos a la mitad del camino
[... ]Actualmente vendemos 2r.ooo ejemplares[... ] Pero aún
se ha de hacer mucha propaganda». Y en otra posterior:
«La Novela Ilustrada es un éxito escandalosamente glorio-
so. Colocamos a estas horas en firme 2 5.ooo ejemplares y
aún nos falta conquistar media España. Cada día que pasa
son r.ooo ejemplares más». Su objetivo son los 40.000 ejem-
plares: «Al periódico le falta hacer aún más de la mitad del
camino. Como asegura Ortega Munilla llegará (y no tarda-
rá más que nueve meses) a 40 o 50 mil. El chorreo aún no ha
parado, ni lleva trazas de parar, pues todos los días llegan
suscripciones a centenares, nuevos corresponsales y los anti-

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción... I 5I

guos doblan y triplican los pedidos. Si llegamos a 40.000,


excuso decirle lo que es una ganancia de más de 750 ptas.
diarias, y esto es segurísimo».
Se preocupa especialmente por la falta de distribución en
Barcelona, donde no hay más que 1.400 suscripciones, «que
es una vergüenza para Barcelona»' e incita machaconamen-
te a Sempere a desplazarse a esa ciudad y enseñar a su co-
rresponsal cómo plantear el negocio, asunto que desmenuza
explicándoselo al editor, y cómo distribuir la colección.
O se indigna porque la competencia se apropia de la
idea: «Para colmo, ahora resulta que el maricón jesuita de
Calleja va a imitarme, publicando sus novelas en esa misma
forma y al mismo precio[ ... ] Aquí no se puede hacer nada
nuevo». 2 Y se alegra cuando la da por fracasada: «Lo de
Calleja, un gran fracaso. Efectivamente, sólo tiró 8.ooo». 3
Descarta también las ofertas de formar sociedad con
otros, como los Gasset o Noguera, que le proponen compar-
tir el negocio, poniendo ellos una parte sustancial de la inver-
sión. Blasco está convencido de haber tropezado al fin con la
fortuna y no quiere compartirla, ni depender de nadie:'
Por eso se desespera por su falta de medios propios para
hacer frente a la inversión necesaria:

Antes de decidirme, en esta hora crítica, necesito saber con qué


cuento, y si puedo marchar solo. Con 5.ooo ptas. que Ud. en-
vió he hecho el milagro de echar el diario a la calle y hacer una
propaganda de anuncios tan grande como la que hizo ABC.
Para sostener las obligaciones del periódico más apremiantes
(que son más grandes que el éxito ahora, por lo mismo que el
éxito es inmenso y la tirada mayor) sólo necesito unas 8 o
10.000 ptas. que creo me podrían enviar de ahí en diversas re-
mesas, conforme las necesitase.

I. Ibídem, p. 3 5.
2. Ibídem, p. 33.
3. Ibídem, p. 38.
4. Ibídem, p. 36.

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Ganarse la vida en la literatura

Pero Blasco se enfrenta también a otra dificultad, la de


una tecnología insuficiente: «La grandeza del periódico hace
necesaria una imprenta con una rotativa pequeña; pero ro-
tativa. Fe se ve negro para tirar 2 5.ooo diariamente con
máquinas planas y hasta me ha dado a entender que, si me
iba, le hacía un favor, pues va a enfermar obligado a traba-
jar 17 horas diarias y con amenaza de subir a más. ¿Pero y si
en el próximo mes, como parece, llegamos a 30 o 3 5 mil?
¿Qué hago? ... ».
Blasco expone a Sempere que tiene ofertas para una im-
prenta y «una rotativa última novedad», que podría pagar a
plazos, pero también le plantea sus dudas: «En fin que quie-
ro saber con tiempo lo que debo hacer: si continuo solo o en
mala compañía, pues me he convencido de que lo que bus-
can es explotarme».
Es entonces cuando piensa en hipotecar o vender su casa
de la Malvarrosa («Vea si me quieren comprar la Malvarrosa
en 14.000 duros. A este precio obligaría a María a venderla
fuere como fuere. / Estoy a punto de caramelo para hacer
una barbaridad.»), en vender su parte en el diario El Pueblo
1

en 8.ooo duros,'" o en obtener un préstamo de 30.000 pese-


tas. Vendió el diario y obtuvo el préstamo.
En todo caso, la colección es sin duda su mayor fuente de
ingresos de esta época, si son ciertos sus cálculos. Con una
tirada de 25.000 ejemplares, Blasco declara que le quedan
limpios «unos cuarenta y tantos duros diarios, y esto tiran-
do por lo bajo».3
Si hasta ahora hemos contemplado al Blasco periodista y
al Blasco editor, las cartas nos permiten también seguir des-
de muy de cerca la actuación de Blasco Ibáñez como escritor
profesional: por ellas van pasando noticias sobre los libros
escritos y publicados en esta época, el libro de viajes Oriente
(1907) y las novelas El intruso (1904), La Bodega (1905),

r. Ibídem, p. 39.
2. Ibídem, p. 39.
3. Ibídem, p. 36.

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La empresa de escribir. Blasco I báñez frente a la contradicción... I 53

La Horda (1905), La Maja desnuda (1906) y La voluntad


de vivir (escrita en 1907, publicada en 1953, debido a que
Blasco ordenó la destrucción de la edición justo cuando iba
a publicarse). El escritor .informa del comienzo de la escritu-
ra («Querido Paco: ahí van los dos capítulos primeros de la
novela»), del curso de la misma («Estoy trabajando un capí-
tulo X que será inmortal, la vida de los gitanos»), o anuncia
su final («Querido Paco: Dentro de unos l 5 días habré aca-
bado La Maja desnuda»); ordena que comience la impre-
sión antes de que él acabe la novela y, cuando comienza, va
recibiendo pruebas y devolviéndolas corregidas («Como
quiero publicar el libro a fines de Mayo, hay que ir impri-
miéndolo conforme yo lo vaya escribiendo. Dentro de l 5
días ya enviaré original. Así el libro se irá haciendo despacio
y mejor: Las pruebas pueden venir y las enviaré corregidas»). 1
Hay una carta, en especial, sin fecha, pero en la que se
habla de la escritura de La Horda y de las previsiones para
su publicación (n.º 31), que es verdaderamente ilustrativa.
Blasco pide a Sempere que no utilice papel satinado, para
reducir los costes de impresión y aumentar sus beneficios,
y plantea muy claramente la diferencia de sus intereses res-
pecto de los de la editorial, que es su editorial tanto como la
de su corresponsal: «En realidad soy yo quien publica las
novelas y la casa editorial no hace más que encargarse de
la venta en comisión». Blasco se ha informado sobre el
acuerdo de Galdós con la Casa Hernando, y lo toma como
ejemplo. Galdós se imprime las novelas, escribe, y la Casa
Hernando adelanta el dinero de papel e impresión, pagando
las facturas. Cuando la tirada está hecha, Hernando lo dis-
tribuye quedándose un 10 % en concepto de administración
y gastos de correo y descontando un 2 5 % para los libreros.
El resto, esto es, el 6 5 % es para Galdós y con ·esa parte paga
lo que ha costado el libro (papel, impresión, encuaderna-
ción). Blasco declara haber visto y estudiado las cuentas de
Galdós:

1. Ibídem, p. 43.

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154 Ganarse la vida en la literatura

... y resulta que aquí en Madrid [... ] el tomo de Episodios le


cuesta unos treinta y pico céntimos, y el de novela de 3 ptas.,
como las mías, unos 40 y tantos.
Total que, en la novela de 2 ptas. [de precio de venta al públi-
co] le quedan limpios 90 céntimos, y en las de 3 ptas., 6 reales
como 6 soles. De modo que si yo hiciera las obras como él, po-
niendo por tipo 8.ooo ejemplares, en vez de 8.ooo ptas. [que
ahora obtengo] serían 12.000 [las que obtendría]

La cantidad le parece la adecuada y sus argumentos los


justos: «esos dos reales de plus son la vida y el ahorro. En
tres obras al año representan 12.000 ptas.».
Blasco refuerza sus cálculos con esta lastimera descrip-
ción de sí mismo: «y creo que, siendo un pobre, como yo lo
soy, lleno de deudas y con el porvenir inseguro y muchos
hijos, y matándome de trabajar y amenazado de una vejez
en la que ya no podré escribir, vale la pena de pensar en esta
diferencia que es lo que me permitiría hacer ahorros para
asegurar el resto de mi vida que cada vez veo más negro». La
conclusión no puede ser más obvia: «Hay que estudiar esto
y hacerlo igual que lo hace Galdós».
En la carta siguiente (n.º 3 2), y sin duda contestando a los
reparos de Sempere a esta modificación de sus acuerdos edi-
toriales, Blasco insiste en sus argumentos, e incluso deja des-
lizarse una cierta amenaza de cambio de editor: «si yo qui-
siera mañana mismo, Hernando haría el trato conmigo en
iguales condiciones». «Yo he hablado con Fe, con Sanmar-
tín, con todos y me reconocen que dando el 2 5, más gastos
de correos, está muy bien la cosa. Menos dan ellos, pues Fe,
Suárez y todos los de aquí tienen libreros en provincias a los
que dan en sus obras hasta el quince.»
Y reprocha a Sempere su inocencia provinciana, más
preocupada por las ganancias de los libreros que por las del
escritor: «Abusan porque Ud. ha sido algo blando desde el
principio. Pero en mis obras no será así».
Y cita de nuevo a Galdós como ejemplo, pues si bien ti-
ra 14.000 ejemplares de sus Episodios, en sus novelas, de

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La empresa de escribir. Blasco Ibáñez frente a la contradicción ... r 5 5

a 3 pesetas tira los mismos que Blasco. Y carga contra los


libreros, con cuyo porcentaje está librando su principal ba-
talla. A fin de cuentas, ellos nada ponen de su parte para que
se vendan las novelas: «Además ellos no pondrán nada. Mis
libros se venden porque se venden y cada vez se venderán
más, y mis novelas se han de leer. He echado bien mis cuen-
tas y me cago en el apoyo de los libreros[ ... ] Además que si
el público quiere un libro y lo jalea la prensa, no sé en qué
puñetas pueden influir los libreros».
Blasco registra una y otra vez en su correspondencia, en
estos años en que cada día es más escritor y menos político,
la esclavitud a que le somete su trabajo de escritor profe-
sional, la misma de la que se quejaba tan a menudo Clarín
quince años antes, 1 pues si el dinero ha emancipado al es-
critor, como proclamaba Zola, lo ha hecho a costa de so-
meterlo al destajo, a tanto la página. «Estoy trabajando
de las 11 a las 3 de la tarde -escribe en una carta-, y de
las 6 a las 10 de la noche.» 1 Y en otra:« Yo voy a quedarme
ciego si sigo trabajando las noches enteras a la luz artificial» .3
En varias cartas anota sus registros de escritura diaria, en
verdad cuantiosos: «Hago 50 cuartillas diarias. Hace una se-
mana que no he salido a la puerta de la calle ni me hé ves-
tido» ;4 «Estoy trabajando como un loco. Me fumo 30 cuar-
tillas diarias» . s
El Blasco diputado, periodista, editor, pero sobre todo
cada vez más escritor, está dispuesto a explotarse a sí mis-
mo, como patrono de su propio trabajo, en aras del dinero
que puede llegar a ganar. Le hemos visto calcular que pue-
de obtener 12.000 pesetas al año, pero ahora lo veremos

I. Leopoldo Alas, «Clarín», La regenta, edición de]. Oleza, Ma-


drid, Cátedra, 1986, t. 11, pp. r6 y ss ..
2. Epistolario de Vicente Blasco Ibáñez a Francisco Sempere
(1901-1917), op. cit., p. 30.
3. Ibídem, p. 41.
4. Ibídem, p. 47.
5. Ibídem, p. 53.

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Ganarse la vida en la literatura

hipotecar por completo sus fuerzas: «juro por Satanás


-prorrumpe al final de una de sus cartas (n.º 24)- que he de
hacer de tres a cuatro novelas por año ». Ni el propio Gal-
dós, su gran antecedente, se hubiera arriesgado a tanto. Am-
bos, sin embargo, son pioneros en hacer de su trabajo una
empresa de escritura.
En los años que siguieron a su salida de España a partir
de 1909, su aventura colonizadora en Argentina, el triunfo
espectacular de la traducción al inglés de Los cuatro jinetes
del Apocalipsis (1917) y su consagración en los Estados
Unidos, sus colaboraciones con la industria cinematográfica
hollywoodense, su ostentosa vida en la Costa Azul, tanto o
más que sus propias obras de madurez, lo fueron convirtien-
do cada vez más en el prototipo del escritor burgués, y a su
literatura en la manifestación más emblemática de una des-
preciada literatura para el mercado. Blasco no fue, como sus
compañeros de generación, un moderno antimoderno, él
quiso ser un moderno en todos los sentidos de la palabra,
aunque eso le costase la irreconciliable animadversión de
sus colegas. Ganó una fortuna pero perdió su lugar en el
canon literario.
Hoy, pasado ya aquel tiempo, en una época en la que el
campo literario ya no puede ser concebido al margen del
mercado, sino en juego de complicadas negociaciones con
él, y en el que sobre las parcelas acotadas de los distintos
campos autónomos de la cultura se extiende una marea ho-
mogeneizadora que lo convierte todo en comunicación, qui-
zá sea el momento de plantearse si esa vieja exclusión, pero
sobre todo los fundamentos éticos y filosóficos en que se
asentó, siguen teniendo algún sentido, o si ya es hora de so-
meterlos a una severa auditoría.

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GANARSE LA VIDA EN LA MÚSICA

Fundación Juan March (Madrid)


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VIVIR DE LA MÚSICA
Antonio Gallego

Mi maestro Federico Sopeña solía afirmar que la música


tenía tres principales salidas en España; y, tras una pausa
dramática, añadía: «Por tierra, por mar y por aire». Mima-
dre, que luchó cuanto pudo para impedir que yo, su hijo
mayor, me dedicara a ese oficio, añadía el cuarto elemento
tradicional, ya que consideraba a los músicos que ella cono-
cía en indudable camino hacia los fuegos del averno. Creo
que ambos exageraban un poco. La práctica de la música ha
sido, es y será un medio de ganarse la vida como otro cual-
quiera, pero con algunos matices propios.

En primer lugar, habría que distinguir diversos oficios rela-


cionados con la música: entre ellos, está en primer lugar el
de compositor (el creador de obras musicales); luego, el de
intérprete (el que hace oír las obras al oyente, cantando, ta-
ñendo o dirigiendo a otros; a veces lo ha sido el propio com-
positor); y tras ellos, todos los demás: el de profesor (el que
enseña el oficio a otros; a veces lo han sido compositores o
intérpretes); el de investigador de la teoría o de la historia de
la música, o simplemente el que escribe sobre estos temas
(desde el historicismo del siglo XIX, el musicólogo: también
lo han sido a veces compositores, intérpretes y, muy a me-
nudo, profesores; aunque hay que contar con los escritores
aficionados, incluso con los que quieren parecerse a los mu-
sicólogos profesionales pero no pasan de ser meros musicó-

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160 Ganarse la vida en la música

grafos); el de crítico musical (quien ejerce la crítica de ac-


tualidad en la prensa periódica, aunque a veces pueda ser
asimilado al que hace musicología crítica o, las más de las
veces, al simple musicógrafo); el de fabricante de instrumen-
tos (organero, guitarrero, luthier, por ejemplo); el de co-
pista, editor y/o vendedor de música tanto impresa como
manuscrita; el de organizador (el que dirige un ciclo de con-
ciertos); el de representante (quien lleva los asuntos de un
compositor o intérprete); o el de gestor (quien dirige una
sala de conciertos, o un teatro de ópera, por ejemplo); sin
olvidar a los altos cargos de la Administración que, más o
menos coyunturalmente, tienen algo que ver con la música,
quienes a los tres meses de ser nombrados suelen creerse una
mezcla-fusión entr~ Pitágoras y Barenboim: creen que lo sa-
ben todo, y así se comportan.
Son muchos, pues, los posibles oficios músicos, cuya
enumeración no he tratado de agotar en esta somera rela-
ción, y sus maneras de ganarse la vida tienen notables dife-
rencias, tanto en objetivos como en resultados; unos pueden
terminar haciéndose ricos, otros no saldrán (no saldremos)
nunca de un discreto pasar. Si los comparamos con los ofi-
cios literarios o con los del resto de las bellas artes, el único
verdaderamente distintivo en música es el de intérprete, que
no suele ser necesario en las letras o en las artes del diseño,
aunque no del todo; en el caso del teatro representado, sería
similar al actor, y no creo necesario insistir en las evidentes
conexiones cuando se trata de teatro musical; también en las
artes del espacio se ha hablado de algo parecido cuando se
trata del grabado de reproducción, es decir, de aquellas es-
tampas en las que un dibujante primero y un calcógrafo,
xilógrafo o litógrafo después, reproducían lo más fielmente
posible un lienzo, a veces un monumento, escultórico o ar-
quitectónico. Y no hace mucho leía unas declaraciones de
Joan Margarita propósito de su último poemario en las que
afirmaba que «el buen poema es una partitura. El lector de
poesía no es el oyente de un concierto, es como el músico
que interpreta esa partitura», afirmaciones que había reali-

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Vivir de la música 161

zado con más detalle en su paso por el ciclo de «Poética y


Poesía» en la Fundación Juan March. 1 Lo que para los que
leemos poesía habitualmente no deja de ser muy halagador,
pero poco más.

11
En segundo lugar, la práctica de la música tiene afinidades
pero también notables diferencias respecto a la de las otras
«bellas artes». Para empezar, mientras que la música fue
desde la Antigüedad una de las artes liberales (también lo
fueron las letras), las artes del diseño no, y sus partidarios
sostuvieron durante siglos una dura batalla para su reco-
nocimiento como tal. Como consecuencia, la música teó-
rica estuvo en los claustros universitarios, y la pintura, la
escultura, la arquitectura, o los dos grabados, etc., no lo
estaban. La creación de la Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando en el siglo xvm fue parte de esa lucha, y
por eso la Academia tuvo en sus comienzos y hasta el pri-
mer tercio del siglo XIX funciones docentes; y eso explica
también que la música tardara más de un siglo en incorpo-
rarse a la Academia, lo que sucedió en tiempos de la prime-
ra República (en realidad, no necesitaba ese «reconoci-
miento»). El que a día de hoy la situación se haya invertido,
es decir, que la música en su conjunto no esté aún en la
Universidad española mientras que las otras Nobles Artes
sí, es simplemente un claro testimonio y uno de los sínto-
mas de la «incultura » de nuestro tiempo, y de la de los

1. Manuel de la Fuente: «Dos poetas y un e-mail », abe.es


del 28/03'2011 , sección de Cultura. El libro de Joan Margarit que
propicia el comentario se titula No estaba leios, no era difícil, Madiid,
Visor (edición bilingüe), 2011. Y el poeta explicó más detalladamente
su «símil musical» del lector de poesía como intérprete en «Poesía y
cultura: la enseñanza de la poesía », ]oan Margarit, Madrid, Funda-
ción Juan March (Poética y Poesía, 27), 2010, pp. 23 -25.

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Ganarse la vida en la música

ministros y altos funcionarios del ramo en especial. Vea-


mos este asunto un poco más despacio.
En el primer siglo de nuestra era, y entre los neoestoicos
romanos, un autor anónimo escribió en griego un tratadito
dialogado sobre la adquisición de la verdadera sabiduría. El
pequeño escrito fue pronto erróneamente atribuído a uno de
los discípulos de Sócrates, y como el diálogo entre un foras-
tero y un anciano sabio se desarrollaba ante una pintura
sobre tabla con escenas un poco enigmáticas recibió el nom-
bre de la Tabla de Cebes. Fue múltiples veces copiado y, a la
llegada de la imprenta, reiteradamente editado porque, jun-
to al Manual o Enchiridión de Epicteto, sirvió no solo para
inculcar ideas estoicas en la Europa del Renacimiento y del
Barroco,. sino como material didáctico para el aprendizaje
de las lenguas clásicas. En la España del siglo XVI hubo hasta
cuatro ediciones y ahora utilizaré una de las del siglo xvn, la
de mi paisano de la Vera el ilustre catedrático salmantino
Gonzalo Correas (probablemente más conocido por su fa-
mosa colección de refranes). No son muchas las músicas que
en este severo tratadito dialogado podemos escuchar, como
ya se imaginan. Pero haberlas, las hay. He aquí la principal:

Extranjero. - Y estos hombres que andan de una parte


a otra dentro del cercado ¿quiénes son?
Viejo. -Los amadores, dijo, de la Falsa Doctrina, engaña-
dos, y que piensan que tratan con la Verdadera Doctrina.
E. -¿Y cómo se llaman estos?
· V. -Unos, dijo, Poetas y otros Retóricos, y otros Dialé[c]ti-
cos, y otros Músicos, y otros Ari[t]méticos, y otros Geómetras,
y otros Astrólogos, y otros epicúr[e]os, y otros peripatéticos, y
otros críticos, y todos los otros que son semejantes a estos.'

I. Gonzalo Correas: Ortografía kastellana ... , Salamanca, 1630,


edición princeps, pp. 87-88. Cito por mi reciente edición «La Tabla de
Cebes en la versión de Correas, con un poco de música al fondo», en
Pax et Emerita. Revista de Teología y Humanidades de la Archidiócesis
de Mérida-Badaioz, 5 (2009), pp. 403-476, en especial pp. 425-426.

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Vivir de la música

Además de poetas, epicúreos y peripatéticos, los siete ti-


pos restantes responden a la antigua tradición de las siete
artes liberales: Retórica, Dialéctica (o Lógica) y Crítica (o
Gramática) formaban el Trivium; Aritmética, Geometría,
Música y Astrología formaban el Quadrivium. Así puede 1

leerse, aún en letras hispánicas medievales como las Etimo-


logías de San Isidoro, y todavía en La Arcadia de Lope
(1598), o en la República literaria de Diego Saavedra Fajar-
do ya en el siglo xvn, a lo que me referiré ahora. Es curioso
que en algunas traducciones modernas, por causa del ma-
nuscrito o edición que trasladan, hayan desaparecido los
músicos de esta relación de la Tabla, pues queda claramente
incompleto el recuento. No así en las de Ambrosio de Mo-
rales ni en la de Pedro Simón Abril (ambas en 1586, en Cór-
doba y en Zaragoza respectivamente). También desapare-
cieron, y es lástima, de la explicación que sobre todo lo
anterior ofreció a sus lectores Correas en la nota 5:

Dialé[c]ticos son los que estudian la Dialé[c]tica, arte o ciencia


de argüir y disputar, la facultad que vulgarmente llaman Artes.
Ari[t]méticos, los que tratan el arte de contar. Geómetras, pro-
nunciando Xeómetras, los medidores de tierras. Epicúr[e]os,
los que siguieron a Epicuro, que puso la felicidad en el delei-
te, y entendiéndolo él del animo, se lo interpretó el vulgo por
deleite corporal; en el griego está Hedonikoi, que es lo mismo
que deliciosos, o deleitables, los que tratan de la dulzura, delei-
te y suavidad de vivir: en romance ya epicúr[e]o es recibido por
glotón y comedor. Peripatéticos fueron y se llamaron los secua-
ces de Aristóteles, que enseñaban paseando, y vínoles el nom-

x. Un excelente resumen de esta cuestión lo ha hecho mi antigua


profesora Carmen Codoñer Merino: «El triviurn y el quadrivium», en
Antiquae Lectiones. El legado clásico desde la Antigüedad hasta la
Revolución francesa, Madrid, Cátedra (Crítica y Estudios Litera-
rios), 2005, pp. 159-165. Al margen de lo anterior, es claro que la
presencia de epicúreos y peripatéticos invalidaba la adscripción de
la Tabla al Cebes discípulo de Sócrates.

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Ganarse la vida en la música

bre de Peripateo, pasear, y el lugar Peripatos. Críticos son los


que juzgan; y ansí llaman en este tiempo a los grandes huma-
nistas, que juzgan de los libros, si están fieles o errados, si son
buenos o malos, y los [a]notan y enmiendan; y por burla lla-
man críticos a los que saben poco y se precian de saber y [de]
lenguaje culto y pulido a su parecer, siendo malo y confuso.
Estos son ordinariamente mocitos pisaverdes de no cerrada
mollera, que pican en Poetas.'

Correas soslaya en su comentario no ya la descripción


del oficio de músico, tal vez por demasiado obvia, sino y
sobre todo su juicio sobre ellos. ¿Eran también los músicos,
como los malos críticos, «mocitos pisaverdes de no cerrada
mollera»? ¿Lo eran solo los ministriles y músicos más o me-
nos populares, o también los maestros de capilla, los orga-
nistas o los catedráticos de universidades como la de Sala-
manca? ¿Los músicos prácticos, que practicaban un arte
mecánico, o también los teóricos, que estaban junto a los de
las artes liberales?
Entre nosotros, San Isidoro en sus Etimologías había
sido probablemente el primero en escribir de estas cuestio-
nes, y así lo expone en el Libro tercero, De Mathematica
(«Acerca de la matemática»), tras haber tratado en los dos
primeros las artes del Trivium: «Acerca de la gramática »
(i.º), y «Acerca de la retórica y la dialéctica» (2.º). 1 Ya que

I. Correas, edición princeps, Nota 5, pp. l14-n6. En mi edición,


pp. 426-427.
2. La edición clásica y más asequible es la de José Oroz Reta y
Manuel A. Marcos Casquero, Madrid, Biblioteca de Autores Cris-
tianos, 1982-1983, 2 vols. El Libro III está en el primer volumen,
pp. 423-48i. Este Libro III se conserva igualmente en el ejemplar
rarísimo de la Real Colegiata de San Isidoro de León, y aunque la
traducción de Marcos Casquero es fundamentalmente la misma que
acabamos de citar en la edición de la BAC, el original latino difiere en
algunos aspectos y por lo tanto también la traducción: Etymologia-
rum III, de Mathematica (El libro III de las Etimologías de Isidoro de
Sevilla), edición facsímil y traducción de Manuel-Antonio Marcos

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Vivir de la música' 165

disponemos de una traducción al español, aunque no com-


pleta, en un viejo códice del siglo xv procedente de la cate-
dral de Cuenca y regalado en 1580 a Felipe II «para la libre-
ría Real de San Lorenzo», donde se conserva, leamos el
comienzo del Libro ill:

Capítulo primero. De las cuatro disciplinas que se siguen de la


Matemática, que es ciencia demostradera.
Matemática en latín es dicha ciencia enseñadiza o enseña-
dera que cata la cantidad sacada o apartada. Y «cantidad saca-
da» es la que por entendimiento apartado de la materia o de los
otros accidentes, así como es «par » y «no par», o de los otros
de esta manera, tratamos en solo razonamiento. De la cual son
cuatro maneras, que en latín se llaman especies, esto es: Arit-
mética, Música, Geometría y Astronomía.[ ... ] Música es disci-
plina que habla de los cuentos que son hallados en los sones.
[...]Aritmética es disciplina o arte de cuentos, los griegos por
«cuento» dicen rithmon. La cual ciencia los escribidores de las
letras del siglo por eso quisieron que fuese primeramente entre
las ciencias matemáticas, porque ésta para ser arte por sí no ha
menester de otra disciplina, mas la Música y Geometría y As-
tronomía para ser menester han de ayudatorio de ésta. '

Casquero, León, Universidad de León-Cátedra de San Isidoro de la ,


Real Colegiata de León, 2000.
r. Joaquín González Cuenca, Las Etimologías de San Isidoro ro-
manceadas, Salamanca, Universidad de Salamanca-C.S.l.C., Insti-
tución «Fray Bernardino de Sahagún» de la Excma. Diputación Pro-
vincial de León, 1983, vol. I, pp. 227-228. He modernizado estas
frases, pero como el español medieval es difícil, he aquí la traducción
de la BAC: «Llamamos en latín "matemática" a la ciencia doctrinal
que tiene por objeto el estudio de la cantidad abstracta. La cantidad es
abstracta cuando, por un proceso intelectual, la aislamos de la materia
o de otros elementos accidentales -por ejemplo, la noción de "par" o
"impar"-, o bien cuando la analizamos en el simple plano especulati-
vo, al margen de otros elementos similares. Cuatro son las materias
que la integran: la aritmética, la música, la geometría y la astronomía.
[...]La música es la disciplina de los números que se encuentran rela-

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166 Ganarse la vida en la música

Los comentaristas suelen subrayar la procedencia de es-


tas ideas, y como fuentes más directas citan a Casiodoro, al
que a veces copia Isidoro sin apenas cambios, o al Boecio
traductor de la Introducción a la aritmética de Nicómaco.
Pero la cuestión no es tan sencilla, puesto que disponemos
de otros muchos testimonios sobre cómo las ciencias, lama-
temática, la especulación numérica en general, origen de la
más formidable imagen musical de nuestra civilización, si-
gue latiendo con fuerza en la teoría y en la creación musical,
incluso en nuestros días. Cité antes dos testimonios más de
su pervivencia, y a ello voy ahora.
Un ejemplo perfecto, por maravillosa prosa y también
excelentes versos, lo encontramos en La Arcadia de Lope de
Vega, una novela publicada en Madrid en I 598 dividida en
cinco libros. En el quinto de los cuales, una sabia un poco
maga toma a los dos alumnos-pastores (es también una no-
vela pastoril) y los va guiando por las siete salas de un mara-
villoso palacio, cada una de ellas habitada por una mujer
que simboliza y encarna a cada una de las siete artes libera-
les. No tengo ahora tiempo para hacer el recorrido por
aquellas seductoras estancias de la Gramática («No puede
sin palabras enseñarse, I y ser palabras sin la voz no pue-
den»); la Lógica («Yo soy la que lo cierto y mentiroso I dis-
tingo y causa que a entender se obligue»); de la Retórica (sin
cuyo concurso «perderíase el fruto de la ciencia, I de las con-
versaciones la dulzura»); o, tras escuchar a las nobles donce-
llas que simbolizaban a las tres artes de la palabra, el Tri-
vium, para oír lo que nos dicen las representan las cuatro
artes del número, donde encontraríamos a la Aritmética

cionados con los sonidos. [... ] La aritmética es la ciencia de los


números. Al número, los griegos lo llaman arithmós. Algunos escri-
tores de temas profanos han defendido que, de las disciplinas
matemáticas, la aritmética ocupa la primacía, porque no tiene necesi-
dad de ninguna otra. En cambio, la música, la geometría y la as-
tronomía le están subordinadas, puesto que para su existencia pre-
cisan del auxilio de aquélla» (vol. 1, p. 423).

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Vivir de la música

(«La fuente y el principio de que nace /-todo el bien»); a la


Geometría («Pero no se le niegue al sabio Tales I alto, bajo y
profundo haber medido, I que después ordenó mejor Eucli-
des»); a la Música; y por fin a la Astrología («De cielos y
elementos ordenado I este mundo inferior se ve, sensible; I el
superior mental mundo invisible, I de espíritus e ideas ha-
bitado»).
Volvamos a la sexta sala, la que estamos esperando: es la
de la Música, y dejo a Lope de Vega la palabra:

Donde llegando entrambos, oyeron varios sones de deleitosa


armonía; tanto que les pareció que estaban en el terreno paraí-
so [en el paraíso terrenal]. Y estando casi en éxtasis con la dul-
zura y diversidad de voces e instrumentos, vieron una gallarda
y briosa dama que con un alegre rostro los miraba, y tocando
una sonora vihuela, los suspendía con los presentes versos:

MúSICA

Están todas las cosas naturales


ligadas en cadena de armonía,
los elementos y orbes celestiales,
ailnque contrarios en igual porfía;
Euclides, Aristóteles y Tales
a voces dicen la excelencia mía,
porque sin mí mover no se pudiera
del universo la voluble esfera.
Consuelo el alma, alegro los sentidos,
esfuerzo el corazón, y a las victorias
animo los medrosos y afligidos,
y canto a Dios sus inefables glorias,
a quien los corazones encendidos
de mi dulzura erigen sus memorias;
soy la que los espíritus expelo,
y oficio de los ángeles del cielo.
Las fieras traigo a mi divino acento,
los ciervos escuchándome se paran,

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168 Ganarse la vida en la música

los delfines con blando movimiento


entre el cerúleo mar mi nombre amparan;
la fuerza del orfénico instrumento
(que en esto solo mi valor declaran)
detuvo el curso del tormento eterno,
que es dulce en mar, cielo, aire, tierra, infierno.'

Puede observarse cómo la primera estrofa se refiere cla-


ramente a la música mundana, la segunda octava a la músi-
ca humana y también a la música instrumental, siguiendo la
vieja clasificación de Boecio, mientras que la tercera se cen-
tra en el mito de Orfeo.
Cuando Diego Saavedra Fajardo nos hizo entrar en su
República literaria,~ las artes del diseño ya habían abando-
nado el reino de las artes mecánicas, pero aún no estaban
entre las liberales. El autor finge que su República es como
una ciudad amurallada (de nuevo, la vieja imagen del cerca-
do), en cuya puerta de entrada hay un frontispicio con esta-
tuas de las nueve musas en sus nichos:

Entramos por los arrabales, y vimos que en ellos se ejercita-


ban aquellas artes que son calidades y hábitos del cuerpo, en
las cuales se fatiga la mano y poco o nada obra el entendimien-
to; hijas bastardas de las ciencias que, habiendo recibido de
ellas el ser y las reglas por donde se gobiernan, las desconocen
y obran sin saber dar la razón de lo mismo que están obrando.
Por estas artes mecánicas pasa,mos ligeramente, sin discu-
rrir en ellas, aunque nos dio ocasión Dédalo ateniense que, con

I. Cito por la edición de Donald McGrady: Lope de Vega, Prosa,


l. Arcadia. El peregrino en su patria, Madrid, Fundación José Antonio
de Castro (Biblioteca Castro), 1997, pp. 317-327.
2. El manuscrito más antigu() de la República literaria es de 1612,
y una copia del mismo es custodiada en la Biblioteca Nacional, así
como otro de la obra definitiva, que fue publicada póstumamente.
Cito por la edición de Vicente García de Diego, Madrid, Espasa-Calpe
(Clásicos castellanos), 1973, pp. 14 y ss., modernizando la ortografía:
las cursivas son mías.

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Vivir de la música

una sierra y un barreno en la mano hacía ostentación de haber


sido el primer illventor de este y otros instrumentos mecánicos.
Y llegamos a aquellas artes en que el entendimiento discurre y
le obedece la mano como instrumento suyo, las cuales son sub-
alternas y dependientes de las siete artes liberales, que se ocu-
pan en las palabras y en las cantidades.[ ... ]
Dejando esta contienda [la de la precedencia entre la pintu-
ra y la escultura], entramos en la ciudad por una puerta coro-
nada de una media esfera, donde trabadas de las manos se
veían las siete Artes liberales: la Gramática, Dialéctica, Retóri-
ca [es decir, el Trivium], Aritmética, Música, Geometría y As-
tronomía [el Quadrivium].

Incluso Antonio Eximeno, que sería uno de los que dina-


mitaron este concepto de la música heredado de la Antigüe-
dad en su libro italiano de 1774 intitulado Dell'origine e
delle regale della Musica, no solo no desconocía el sistema,
sino que lo utilizó en la defensa de las opiniones de su colega
jesuita, el abate Juan Andrés (1884). He aquí el párrafo, re-
ferido a las innovaciones de Cario Magno y sus consejeros:

La literatura más sublime en que se puso la mira en el fervor


de esta reforma fue la que contenía el Trivio y el Quatrivio, y
explican esto dos famosos versos:
Gram loquitur, Dia vera docet, Rhet verba colorat-este era
el Trivio. ·
Mus cannit, Ar numerat, Geo ponderat, Ast colit Astra -y
este era el Quatrivio.
No quiero entretener a V. R. como fácilmente pudiera ha-
cerlo, descubriendo la rara erudición y profundos conocimien-
tos que se juntaban en aquella época. [... ] Aun no bien había
muerto Cario Magno cuando quedaron desiertas [las escuelas]
y el Trivio y el Quatrivio enteramente abandonados.'

1. Leo la Carta de Eximeno a T. M. • Mamacchi en la edición mo-


derna de Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda lite-
ratura, Madrid, Editorial Verbum, 1997, vol. 1, Apéndice 3, CLXXVI

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Ganarse la vida en la música

Y ese hecho había marcado la decadencia, había sido la


causa de «la ignorancia en los siglos bajos» medievales. Mu-
chos otros ejemplos podrían ser aportados.
Este era el subsuelo del pensamiento occidental. En con-
clusión: la música, en la civilización occidental, ha pertene-
cido siempre al eslabón más alto del saber y, por lo tanto, a
las estructuras de la transmisión de ese saber; fue una de las
siete artes liberales. La música formó parte de las ciencias
del lenguaje, y por eso algunos teóricos grecolatinos la estu-
diaron en el contexto de la Retórica y de la Elocuencia; lue-
go, cuando las tres ciencias de la palabra constituyeron el
Trivium, la música pasó a ser una de las ciencias de Quadri-
vium, es decir, una de las cuatro ciencias del número; más
tarde, en la transición del Antiguo al Nuevo Régimen (es
decir, con las luces de la Ilustración del siglo xvm), volvió de
nuevo a ser una ciencia de lenguaje, el lenguaje del alma, el
lenguaje de las pasiones: Rousseau, Eximeno ... Pero siempre
en el nivel más alto: no así, por ejemplo, la pintura, la escul-
tura, la arquitectura, que tuvieron que luchar encarnizada-
mente para su dignificación; de ahí la encendida defensa de
la pintura por parte de Leonardo da Vinci cuando dictó el
parangón entre todas las artes: pero durante siglos no logró
convencer a casi nadie. Tampoco lo lograron quienes, en la
batalla por introducir en el canon de las artes liberales a las
artes del diseño, además de la pintura intentaban introducir
la arquitectura. He aquí lo que afirma el famoso Luca Pacio-
li en su tratado sobre La divina proporción, terminado
en 1497 y editado en 1509 en las prensas venecianas de Pa-
ganius Paganinus; aunque es una lástima que la discusión se
centre exclusivamente en la idoneidad matemática tanto de
la música como de la perspectiva (es decir, de la pintura), y

y ss. Una traducción a bote pronto de los versos citados podría ser:
«La Gramática habla, la Dialéctica enseña la verdad, la Retórica her-
mosea las palabras» (Trivio); «la Música canta, la Aritmética cuenta
(arte de contar, se la definió), la Geometría pondera (examina, juzga),
la Astronomía trabaja (mide) los astros» (Quatrivio).

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Vivir de la música , l?l

nada se argumente sobre la arquitectura, a la que, sin em-


bargo, se le da el mismo rango que a las otras disciplinas:

Capítulo ID
Lo que debe entenderse por los vocablos «matemático» y
«disciplinas matemáticas»:
Este vocablo, Excelso Duque, es griego, derivado de la pa-
labra que en nuestra lengua equivale a decir disciplinable; y,
para nuestro propósito, por ciencias y disciplinas matemáti-
cas se entienden la Aritmética, la Geometría, la Astronomía, la
Música, la Perspectiva, la Arquitectura y la Cosmografía, así
como cualquier otra dependiente de estas. Sin embargo, co-
múnmente, los sabios consideran como tales a las cuatro pri-
meras, es decir, la Aritmética, Geometría, Astronomía y Músi-
ca, llamando a las demás subalternas, es decir, dependientes de
estas cuatro. Así lo quieren Platón y Aristóteles, Isidoro en sus
Etimologías y Severino Boecio en su Aritmética. Pero nuestro
juicio, aunque bajo e inexperto, las reduce a tres o a cinco, es
decir, a Aritmética, Geometría y Astronomía, excluyendo la
Música por las mismas razones que ellos excluyen a la Perspec-
tiva, o añadiendo esta última a las cuatro citadas por las mis-
mas razones por las que ellos añaden la Música a nuestras tres.
Si dicen que la Música contenta al oído, uno de nuestros senti-
dos naturales, no es menos cierto que la Perspectiva contenta a
la vista, tanto más digna cuanto es la primera puerta del inte-
lecto. Si dicen que aquélla se remite al número sonoro y a la
medida del tiempo de sus prolaciones, ésta, por su parte, se re-
fiere al número natural según todas sus definiciones y a la me-
dida de la línea visual. Si la Música recrea el ánimo mediante la
armonía, la Perspectiva nos deleita en gran medida gracias a
la distancia debida y a la variedad de colores. Si aquélla consi-
dera sus proporciones armónicas, también ésta hace lo propio
con las aritméticas y las geométricas. Y, en resumen, Excelso
Duque -y ya hace varios años que me asalta esta idea-, nadie
ha conseguido aclararme por qué deban ser cuatro las discipli-
nas y no tres o cinco. Pienso que tan gran número de sabios no
ha de equivocarse, pero, a pesar de todas sus sentencias, mi ig-

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Ganarse la vida en la música

norancia no cede.[ ... ] De ahí que, por el momento, si no ocurre


otra cosa, me atendré a la idea de que son tres las principales
ciencias y subalternas las demás, o bien cinco si se hace entrar
a la Música, ya que en modo alguno me parece que se pueda
postergar a la Perspectiva, no menos digna de elogio. Y estoy
seguro de que, por no ser esta materia artículo de fe, me será
tolerada esta opinión. Todo ello en cuanto al mencionado
nombre se refiere. 1

Debemos señalar también, para que el panorama sea


completo, que ese aprecio intelectual por la música era, so-
bre todo, un aprecio por la música teórica, mientras que la
música práctica, en manos de juglares, trovadores y saltim-
banquis, tenía un prestigio realmente muy distinto. En reali-
dad, se les acusaba de lo mismo que a los que practicaban

I. Luca Pacioli, La divina proporción, introducción de Antonio


M. González, traducción de Juan Calatrava, Madrid, Akal, 1987,
pp. 38-39. La traducción ha sido hecha a partir del manuscrito de la
Biblioteca Ambrosiana de Milán. Este códice manuscrito milanés, re-
galado por el autor a Giangaleazzo Sanseverino, había pertenecido a
Leonardo da Vmci, quien, al parecer lo tuvo entre sus libros con espe-
cial complacencia (fu a Leonardo stesso carissimo, según G. Galbiati),
aunque los 60 dibujos coloreados que Leonardo hizo para el tratado
de Pacioli se encuentran junto al manuscrito regalado al duque de
. Milán Ludovico el Moro, el llamado «manuscrito Petau» conservado
en la Biblioteca Cívica de Ginebra. Sin embargo, del párrafo reprodu-
cido no se deduce la aplastante superioridad de la pintura que defen-
día Leonardo en su parangón, sino, en todo caso, un honroso «empa-
te» entre música y perspectiva. Sin embargo, sí ha dejado caer como
quien no quiere la cosa la superioridad del sentido de la vista co-
mo «primera puerta del intelecto», sobre el del oído. Se afirmará mu-
chas veces en el humanismo italiano: vid, por ejemplo la opinión de G.
Savonarola en Apologeticus de ratione poeticae artis (Venecia, 1542,
p. 17): At Perspectiva simpliciter videtur esse dignior Musica, quia
obiectum visus est nobilius obyecto auditus. Tomo la cita de la intro-
ducción de Antonio M. González, p. 20 nota 51, quien a su vez se re-
mite al maestro A. Chastel, Arte y humanismo en Florencia en la épo-
ca de Lorenzo el Magnífico, Madrid, Cátedra, 1982, pp. 410 y ss.

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Vivir de la música 173

las artes mecánicas: obrar sin saber dar razón de lo que ha-
cían. Durante el Humanismo renacentista (no es necesario
narrar lo que en El cortesano de Baltasar de Castiglione,
traducido al español por el poeta Juan Boscán, se dice de la
música) ambas profesiones, la del músico teórico y el prácti-
co, se unificaron en algunas personas del máximo rango,
como el profesor de Salamanca Francisco Salinas, antes
organista en Nápoles, Sigüenza y León. Y a finales del si-
glo XIX y principios del xx, con los parnasianos y los simbo-
listas, la desconfianza barroca sobre la excesiva libertad que
el lenguaje musical dejaba a la fantasía fue totalmente derro-
tada, hasta tal punto que Verlaine afumó: De la musique
avant toute chose (es decir, «La música ante todo»); o Wal-
ter Pater sostuvo que todo arte aspira a la condición de mú-
sica ... Pero estos son picos de sierra que no deben esconder
los valles y menos disimular las simas. No todo fue feliz en
el pasado, aunque el telón de fondo podría servimos de mo-
delo si es que queremos recuperar algunos de los valores que
conformaron nuestra civilización, hoy en evidente peligro.
Cuando se lee en Leibniz que «la música es un ejercicio
de aritmética secreta, y el que se entrega a ella casi siempre
ignora que maneja números» (y añade uno de sus comenta-
ristas: «y el que tañe el clave o el que toca el piano ignora
que maneja logaritmos»), puede sorprenderse el profano,
pero no quien haya leído a los tratadistas antiguos que ya lo
dicen con claridad, y a los medievales que nos trasladaron
sus opiniones. Un compositor español está dedicando una
colección de obras musicales a un aristócrata a comienzos
del siglo xvn. El compositor se llama Sebastián López de
Velasco, es maestro de capilla en el Real Convento de las
Descalzas de Madrid, la obra tiene, como se acostumbraba
entonces, el larguísimo título de Libro de Misas, Motetes,
Salmos, Magnificat y otras cosas tocantes al culto divino ...
y se imprime en Madrid en 1628 en la Imprenta Real. El
Marqués de Astorga es el destinatario y en el prólogo el
autor le dedica la obra con estas palabras:

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174 Ganarse la vida en la música

Excelentísimo Sr.: Ocioso es referir los muchos títulos por donde


estos números sonoros (esta es la definición de la música) preten-
den a V. E. por su valedor ... [A]demás que piden estos escritos
en el patrocinio talento y buen gusto, por ser de música, y piedad
católica en cuanto son divinos; hanlo hallado todo en V. E.,
dado a la destreza matemática, de quien la música es especie. 1

Analicemos los varios matices que confluyen en estas bre-


ves palabras, tanto en las obras polifónicas que presentan
como en las cualidades de quien va a patrocinarlas. Como es
música dirigida al culto divino se requiere en su destinatario
un cierto fervor católico: estamos en plena Contrarreforma.
Pero también se requiere de él destreza matemática pues, si
no, dejaría de apreciar la música, de la que afirma que es
especie de la matemática. La música está compuesta de nú-
meros sonoros, lo que alude a otra cualidad necesaria; si para
calibrar el número hace falta ser matemático, para gustar de
la sonoridad, la armoniosa sonoridad escondida en esos nú-
meros, hace falta algo más, hace falta tener buen gusto.
Ya vamos sospechando que definir la música como el nú-
mero sonoro, es decir, como algo especulativo y artístico a la
vez, no un capricho o rareza, ni siquiera algo innovador. He
aquí cómo lo dice un poeta español del Siglo de Oro unos
cuantos años antes: está oyendo en Salamanca tañer el órga-
no, y esa música que oye, fugitiva y volandera porque en
cuanto se escucha desaparece, le lleva a recordar la música
no perecedera, la fuente primordial de toda ella; como el
poeta es, además de profesor de la Universidad de Salaman-
ca, fraile agustino -estoy refiriéndome a fray Luis de León, y

I. Aunque la edición de la Typographia Regia de Madrid en 1628


es una de las muchas joyas de nuestra Biblioteca Nacional, el lector
puede leerlo entero en el prjmero de los volúmenes de la edición de
Rafael Mota Murillo, Madrid, Sociedad Española de Musicolo-
gía, 1980, pp. 8o-8I. Vid. mi ensayo «La música escrita », en Bibliote-
ca Hispánica. Obras maestras de la Biblioteca Nacional de España,
Madrid, Biblioteca Nacional, 2007, pp. 91-109.

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Vivir de la música 175

el organista es Francisco Salinas, colega suyo en aquella uni-


versidad-, habla de la música celestial, de Dios poniendo
orden al mundo como si estuviera tañendo un gigantesco
instrumento musical; y esa música que no oímos, pero que
entendemos, está compuesta de «números concordes», está
en concordia en proporciones consonantes. Es la oda «A
Francisco Salinas» de fray Luis de León, que comienza así:

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada
[... ]
Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía ... '

¿Una metáfora celestial? Sí, pero es también la transposi-


ción a lo cristiano de una gran metáfora clásica, pagana, la
del cosmos, es decir, el caos puesto en orden mediante las
proporciones numéricas de la música. Para remachar la
idea, veamos cómo otro fraile (abundaban mucho en esa
época, y no solo en las universidades), ahora franciscano y
también en el siglo XVI, justifica el ponerse a escribir un libro
de música; esta vez no de música práctica, sino un libro teó-
rico. Me refiero a fray Juan Bermudo, quien al comienzo de
su Declaración de instrumentos musicales, un libro publica-
do en la Universidad de Osuna en 1 5 5 5, dice así:

Tres motivos o causas tuve para escribir en Música, y son los


siguientes: Dios, por su infinita bondad, me había dado alguna

r. Cito por la edición de Guillermo Serés, Poesía completa, Ma-


drid, Taurus, 1990, pp. 78-Sr.

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Ganarse la vida en la música

inteligencia en música mayormente después que en la famosa y


doctísima Universidad de Alcalá oí las Matemáticas.'

Entendía Bermudo de música, o creía entender, precisa-


mente porque era diestro en matemáticas, ese es el primer
motivo; luego se puso enfermo y no quiso quedarse ocioso:
es la.segunda ca1,1sa; y había constatado la escasez de litera-
tura musical en lengua castellana: y esa es la tercera.
Pero volvamos un poco atrás. ¿Quién era este Francisco
Salinas, el músico a quien oye fray Luis de León tañer el ór-
gano, origen, pues, de aquel maravilloso poema? Había sido
organista y maestro de capilla en varias catedrales españo-
las, y era entonces, como el agustino, profesor: Catedrático
de Música de la Universidad de Salamanca. Y aunque des-
graciadamente de sus obras musicales, una de ellas la que
oyó fray Luis y motivó su poema, no nos ha llegado absolu-
tamente nada, sí logró publicar un libro teórico titulado De
musica libri septem («Siete libros sobre música»), una obra
impresa en Salamanca en 1577. En ella aparece con toda
precisión y detalle esta noción del número sonoro, la que
aún afloraba en la dedicatoria al marqués de Astorga casi 50
años más tarde: es decir, la necesaria unión de sentidos y de
razón en la ciencia armónica, en la música. Afirma Salinas:

El sentido juzga la materia y el afecto, la razón la forma y la


causa [... ] Por eso tan necesario es el oído para la música
como la razón: Ambos son absolutamente imprescindibles
[... ] La relación entre ambos está en que el oído ante todo
pone a prueba los sonidos, y la razón, la proporción numéri-
ca de los mismos. 2

1. Libro primero, Capítulo 1.º «De los motivos que tuve para es-
cribir en Música>>, fol. l recto. Cito por la edición facsímil de Madrid,
Editorial Música Facsímil (c. 1980).
2. Cito por Francisco Salinas, Siete Libros sobre la Música, trad.
Ismael Fernández de la Cuesta, Madrid, Alpuerto, 1983, p. 39.

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Vivir de la música 177

Por eso, la división de la música que nos había transmi-


tido Boecio era un tríptico: Música mundana, o de los mun-
dos que giran, de las esferas, de los planetas, el macrocos-
mos. Música humana, es decir, la consideración del hombre
como un pequeño mundo, como un microcosmos regido
también por las proporciones numéricas. Y música instru-
mental, por fin, que era la única que percibíamos por nues-
tros bajos y viles sentidos, el del oído en este caso, la que
tiene como único fin parecerse a las otras, que no oímos,
pero que entendemos y sabemos que existen. A estas cues-
tiones dedicó amplias páginas el jesuita Juan Eusebio Nierem-
berg en su tratado Oculta filosofía. De la simpatía y antipa-
tía de las cosas, artificio de la naturaleza y noticia natural
del mundo (Imprenta del Reino, Madrid, 16 3 3 ), especial-
mente bella la incluida en el capítulo XXXVI, «La simpatía
y antipatía de las cosas es la música del mundo»:

Suspéndenos mucho más que la corporal [la música humana, a


la que ha dedicado varios capítulos] la dulce música con que
está el mundo trazado, y levántanos al conocimiento del Crea-
dor. Y así como en la música vocal tres voces diversas, tiple,
tenor y bajo, concuerdan entre sí y consienten una armonía, así
los tres grados principales de la naturaleza convienen y hacen
más admirable música con su consentimiento. Y como es arti-
ficio de la música hacer de contrarios uno, así en el mundo las
naturalezas contrarias se unen. Los elementos émulos se abra-
zan, y las naturalezas de diversas antipatías no obstan a su
unidad. Qué mayor maravilla que ser uno el mundo, constan-
do de cuatro elementos contrarios y de innumerables naturale-
zas enemigas.'

Este era el subsuelo del pensamiento occidental, vuelvo a


repetir, y debe ser tenido en cuenta si queremos entender al-

r. Cito por fa .breve antología de Ramón Andrés, Oculta filosofía.


Razones de la música en el hombre y la naturaleza, Barcelona, Acanti-
lado, 2004, pp. 76-77.

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Ganarse la vida en la música

gunos de los matices de lo que ocurrió y ocurre en el mundo


de la música.

111
La práctica de la música ante los diversos públicos ha tenido
muchas variantes a lo largo de la historia. Ante los más po-
pulares y callejeros, desde los juglares descritos tan minucio-
samente por don Ramón Menéndez Pidal hasta los que
adornan nuestras vías públicas todavía hoy pasando la
gorra o el platillo, han actuado generalmente los menos cua-
lificados (hoy, también, los estudiantes que se pagan así sus
viajes). Los más profesionales entraban normalmente al ser-
vicio de las castas privilegiadas, y así monarcas, nobles y
eclesiásticos mantuvieron costosas capillas músicas en las
que se seleccionaba a sus integrantes mediante un sofistica-
do sistema de oposiciones públicas: están muy bien inves-
tigadas por la musicología positivista, y conocemos deta-
lladamente el tipo de ejercicios a los que se sometía a los
opositores, los salarios que se ofrecían y las obligaciones que
contraían los ganadores. Como la principal y más completa
de estas ofertas de trabajo surgía de la Iglesia, de este hecho
se derivan varias consecuencias: durante algún tiempo los
opositores se comprometían a ser clérigos, si no lo eran ya;
estaban excluidas, pues, las mujeres; y, como algunos de los
maestros de capilla alcanzaban también una dignidad ecle-
siástica, era un nuevo camino de acceso a las clases privi-
legiadas; no solía ser así con los organistas y el resto de ta-
ñedores o ministriles, que eran simples «beneficiados»,
«prebendados» o asalariados.
Veamos todo esto un poco más despacio, especialmen-
te la organización de la música en el culto cristiano, ya que fue
la institución más estable para los músicos, y la que, ade-
más, transmitió los saberes a través de instituciones propias
y únicas:
1. ¿Dónde se hace? La música en la catedral o en la gran

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Vivir de la música 179

iglesia se hace principalmente desde el coro, situado general-


mente en España en la nave central, si el templo tiene varias,
o en el centro del recinto; y está generalmente dotado con
dos órganos situados a ambos lados del mismo: el de la
Epístola y el del Evangelio. Es muy frecuente que cada uno
de ellos tenga dos fachadas, una al coro y otra a la nave late-
ral. Los ministriles se sitúan en el coro alto cerca o alrededor
del órgano, ya que suelen estar bajo la dirección del organis-
ta, y los cantores se sitúan en el coro bajo o «facistol» a las
órdenes del maestro de capilla, que es quien dirige el conjun-
to cuando cantan y tañen juntos. Fuera del coro, la música
podía ser estática (en el altar mayor, en una capilla, junto al
monumento deljueves Santo... ) o móvil (siguiendo una pro-
cesión: la del Domingo de Ramos, la del Corpus). Las cate-
drales disponían de la capilla musical para su exclusivo ser-
vicio, pero era muy frecuente que prestaran músicos para
solemnizar cultos de otras iglesias. Tampoco fue raro que
aprovecharan la presencia de músicos de otras procedencias
(regimientos militares, por ejemplo) en ocasiones especiales.
Y también hubo capillas músicas muy potentes, asentadas
en templos o santuarios menores, destinadas a su alquiler en
días señalados (la~ fiestas del titular del templo) por quienes
no disponían de tan costoso organismo.
2. ¿Quiénes hacen la música? La música en el tem-
plo existe para cantar los divinos oficios. Por eso, el cargo de
cantor era en principio oficio de eclesiásticos, aunque luego
se fue relajando la exigencia de que fueran clérigos. En nin-
gún caso se admitieron mujeres, lo que tuvo varias conse-
cuencias que luego veremos. Su formación y procedencia,
así como el sistema de acceso era similar al de maestros de
capilla; es frecuente encontrar a cantores de voz fina -gene-
ralmente el más antiguo, a veces el más prestigioso- sustitu-
yendo al maestro de capilla en la dirección del coro, en la
enseñanza de los infantitos e incluso, aunque menos fre-
cuente, en sus tareas de compositor. La música depende del
cabildo catedralicio o del prior del monasterio, quienes ve-
lan por su calidad, protegen su desarrollo y controlan su

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I80 Ganarse la vida en la música

buen funcionamiento. El Cabildo lo preside el Deán, Chan-


tre {literalmente: Cantor) o Capiscol {literalmente: Caput
chori). Y de ahí que los encargados del canto eclesiástico fun-
damental, es decir, el canto llano o gregoriano, se denomi-
nen Sochantres.
Una distinción fundamental divide a los cantores ecle-
siásticos en dos sectores muy diferentes, tanto por las condi-
ciones técnicas exigidas a su voz como en las funciones que
debían cumplir:
a) Los cantores de voz «gruesa», es decir los de voces de
tesitura grave y de no muy cuidada formación como cantan-
tes, constituyen el «cuerpo» de sochantres y capellanes sal-
mistas, indispensables en el templo. Se les llama también los
«cantores del Breviario». Era un oficio más duro que el de
cantor de polifonía, porque su presencia en el coro era mu-
cho más continuada. Fue muy frecuente que algunos de los
sochantres tuvieran obligación de ayudar a la capilla de mú-
sicos en la cuerda de bajo. Los había especializados en deter-
minadas horas canónicas: sochantres de maitines, o de lau-
des, sochantre de noche y sochantre de día. El sochantre
principal es el jefe del coro de voces gruesas y su labor en él
es semejante al de maestro de capilla. Disfrutaban de una
capellanía bien remunerada.
b) Los cantores de voz «fina» (tiple, contralto o tenor),
solían ser fijos (es decir, ocupaban plazas con presupuesto
independiente), tenían sueldos altos y además de ser envi-
diados por lo de voz gruesa, gozaban de los favores de los
fieles. Tanto la voz de tiple, como la de algunos contraltos
profesionales fueron a veces servidas por capones (por hom-
bres castrados en su niñez) hasta el siglo xvm, aunque la
técnica de los falsetistas fue haciendo innecesaria la cruel
mutilación. La dificultad de hallar tiples varones profesiona-
les, o su altísimo precio (la ópera solía ser un destino mejor
remunerado), se solucionaba con los niños de coro. Las
oposiciones a las plazas de voz fina solían constar de dos
partes: una prueba de música de «facistol» (polifonía clási-
ca) y otra de música «de papeles» (polifonía moderna con

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Vivir de la música 181

instrumentos obligados), tanto en obras en latín como en


castellano o en otras lenguas romances, y tanto «de repen-
te» como estudiadas por adelantado.
c) El maestro de capilla, junto al sochantre, era el encar-
gado de dar vida musical a los divinos oficios, ambos a las
órdenes directas del chantre. Estatutos y constituciones de
diversas catedrales coinciden en señalar con toda claridad
los tres puntos básicos del oficio: i.º) dirigir el coro en el can-
to polifónico; 2. º) componer música nueva para el coro, y
ensayarla, y 3. º) dar lecciones a los niños de coro. Se accedía
al cargo de varias maneras: Por nombramiento directo del
cabildo en casos muy renombrados; por oposición restringi-
da, sin edictos, y por oposición con edictos generales, que es
la forma más habitual. Mediante ellas se pretendía conocer
quién tenía «más suficiencia», «más autoridad para regir y
gobernar el facistol» así como «curso de enseñar», es decir,
aptitudes pedagógicas.
d) Los organistas. El tañedor más apreciado era sin duda
el organista, clérigo como el maestro de capilla y propieta-
rio, tras reñida oposición, de una «ración» o beneficio, es
decir, beneficiado «racionero». Las principales catedrales
disponían generalmente de dos, un principal y un segundo
organista. Tenían como función primordial el acompañar
tanto a las voces gruesas en el canto llano como a la capilla
de música en el canto polifónico. La forma de acceder al
cargo es similar a la del maestro de capilla, a quien podía
sustituir en ocasiones. Para alternar con las voces en la sal-
modia, rellenar tiempos muertos en la liturgia o solemnizar
los comienzos y finales de los oficios, componían piezas ins-
trumentales de su invención, pero así como las obras del
maestro de capilla eran propiedad de la catedral y se queda-
ban en el archivo musical de la misma, las de los organistas
eran propiedad de quienes las componían, por lo que han
arrastrado una vida más azarosa, salvo las de aquellos que
las depositaron en algún archivo. La importancia del órgano
era incuestionable. Desde finales del XVI el órgano ibérico se
enriqueció con los registros partidos, y a lo largo del xvn y

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182 Ganarse la vida en la música

del XVIII con el sistema de ecos y con la trompetería exterior


horizontal.
Citaré como ejemplo una oposición que debió ser muy
celebrada, ya que traspasó las barreras de lo catedralicio.
Dos veces se refiere Luis Zapata, un caballero de Llerena
que fue paje del príncipe Felipe (luego Felipe II), en su sabro-
sa Miscelánea a las andanzas musicales del músico y poeta
Gregorio Silvestre. En la historia 22 7, titulada «De un músi-
co excelente», narra con un poco de fantasía y gran sabor su
oposición a la organistía de la catedral de Granada:

Estaba el órgano de Granada por proveer y mandó poner unas


cartas de edicto don Pedro Guerrero, arzobispo; júntanse de
acá y de allá opositores infinitos, iban todos famosos una ma-
ñana a la música de oposición; estuvo Silvestre con una capa
parda a oírlos arrimado a un pilar de la iglesia: éste no, y este
otro no, y este otro tampoco, y este otro menos, a su parecer.
Bajábanse ya el arzobispo y la eclesiástica milicia alabando
mucho a algunos y procurando escoger a uno entre dos o tres;
llega con.su capa parda Silvestre y dijo que él quería tañer tam-
bién, que le oyesen. «No hay que oír, que lo que han ésos tañi-
do basta ya -dijo el arzobispo-; la Iglesia os agradece el buen
deseo». «Señores, yo vengo de lejos muchas leguas -dijo él-, y
por llegar a tiempo he andado hoy diez leguas y ahora me
apeo; ya me manden oír, pues me han hecho venir sus cartas de
edicto que se han puesto por todo el reino ». «Dejadnos -dije-
ron los canónigos-, que ya estamos hartos de música en ayu-
nas, que nos vamos a comer». «Señor -dijo él al arzobispo-,
suplico a vuestra señoría no se me haga tan gran agravio, y yo
protesto cuanto se puede protestar para no perder mi dere-
cho ». Díjole un cantor: «Señor, ¿sabéis hacer tal y tal diferen-
cia?, porque los que su señoría ha oído han hecho todas estas ».
«Lo que yo hiciere ahí se verá, justicia que se me oiga pido so-
lamente,. . «Oiga vuestra señoría a este importuno -dijo una
dignidad-, que poco se aventura en ello ». Vuelven, siéntanse,
comienza a tañer, hace tantos monstruos y diferencias que todo
el día se estuvieran oyéndole sin comer, que todos dijeron que

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Vivir de la música

el órgano es suyo sin discrepar uno de ellos. Y el que vino con


su capa parda, sin pelo, bajó la escalera con ciento y cincuenta
mil maravedís de renta cada año.

Nacido en Lisboa en la noche del 30 al 3 l de diciembre


de 1520, Gregorio Silvestre era hijo del portugués Juan Ro-
drigues, médico de la infanta Isabel (luego reina y emperatriz
al casar con Carlos I de España y V de Alemania) y de la ga-
ditana María de Mesa. A los 14 años entró al servicio de los
condes de Feria en su corte de Zafra, donde aún se guardaría
el recuerdo de otro poeta y músico, Garci Sánchez de Bada-
joz: allí, en un contexto muy rico en este tipo de experiencias
artísticas, se inició en la poesía, en la música y también en el
ajedrez. ·Estando en Montilla con los condes de Feria, co-
noció en l 541 los edictos de Granada, ganó la oposición
el lo de octubre y fue recibido como organista de la catedral
dos días después, según acta capitular reproducida por Ló-
pez Calo, quien anota dos errores en la narración de Zapata:
«el arzobispo no era don Pedro Guerrero, sino don Gaspar
Dávalos; y el sueldo inicial de Silvestre no fueron ciento cin-
cuenta mil maravedises [cifra, por lo demás inverosímil para
un organista en aquel tiempo], sino cincuenta mil».1
d) Los niños de coro. El cuerpo de «niños cantores»
tomó en cada sitio un nombre diferente: en Cataluña, esco-
lans y su conjunto escolanía; en Sevilla, Toledo, Burgos y
otros sitios, «seises», por formar un grupo generalmente de
seis; en Castilla se les conocía con los nombres de infantillos,
infantitos, infantejos o, simplemente, niños de coro, niños
cantores. El aprendizaje del oficio musical estaba así asegu-
rado por la acción de la Iglesia. La formación de los niños de

r. José López Calo, La música en la catedral de Granada en el


siglo XVI, Granada, Fundación Rodríguez-Acosta, 1963, 2 vols., 1,
pp. 185 y ss., 199-205, 256 y ss., y apéndices 13 y 14 (pp. 310-3u).
Vid. mi ensayo «Siete notas musicales para la "Miscelánea" de Luis
Zapata», en Boletín de la Real Academia de Extremadura de las
Letras y las Artes, XV (2007), pp. 139-168.

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Ganarse la vida en la música

coro quedaba en manos de los más prestigiosos maestros


de capilla y organistas, y además, junto a la música se les
daba una educación general que incluía primeras letras,
doctrina, principios de aritmética y la gramática. Muchas
catedrales habían fundado para su formación colegios-semi-
narios, donde los futuros músicos residían internos. La edad
para ingresar era entre los ocho y los doce años, procurando
tras la muda de la voz buscarles «acomodo» como ministri-
les o en otras funciones para las que «fuesen hábiles». Los
niños cantorcitos suponían un alegre bullicio en aquellos se-
veros recintos, solo animados en las fiestas solemnes: ellos
participaban todos los días, sosteniendo mientras se forma-
ban los oficios litúrgicos, los villancicos, las danzas del Cor-
pus y de otras ocasiones señaladas. En la festividad de los
Santos Inocentes solían celebrar la fiesta del «obispillo»,
«cargo» que recaía en uno de los niños cantores: el orden
jerárquico del templo era puesto literalmente boca abajo,
«echando los oficios más bajos a los mayores», quienes «los
ejercían este día con toda humildad».
e) Los ministriles. Además de las voces y del organista,
intervenían también los tañedores de otros instrumentos
músicos. Los ministriles tañeron, en principio, otros instru-
mentos de viento que acabaron formando conjuntos simila-
res a los vocales con flautas, chirimías, sacabuches, cornetas
y bajones. El tañedor de bajón, un antecesor del fagot, era el
ministril de mayor utilidad litúrgica ya que, como el orga-
nista, tenía un doble papel: el de acompañamiento del canto
llano, con sochantres y salmistas, y el bajo instrumental
de la capilla polifónica a las órdenes entonces del maestro de
capilla. Luego se fueron incorporando, no sin polémicas, los
instrumentos de cuerdas (estaban demasiado ligados a la
música profana: recuérdense las polémicas que refleja el P.
Feijoo). Los maestros de capilla al componer obras nuevas
habían de tener en cuenta los instrumentos y ministriles
concretos de que disponían en cada momento. Ya en el si-
glo xvm, el mínimo indispensable en estos pequeños con-
juntos catedralicios (hablar de orquestas es exagerado), acle-

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Vivir de la música 185

más del órgano o los instrumentos polifónicos que le


sustituían en el bajo continuo (clave, arpa) y el bajón, sería
el formado por dos violines, dos oboes (que deben tocar
también la flauta travesera), dos trompas, y el violón o con-
trabajo. Uno de los bajones, o ambos en días excepcionales,
se unía a la capilla para reforzar la cuerda grave, y tanto los
ministriles de oboe, trompa o bajón podían tocar y de hecho
tañían las antiguas chirimías y cornetas en pasos procesio-
nales y en la entrada y salida de autoridades y prebendados.
Les pondré un ejemplo real, tomado de mi libro sobre
La música en tiempos de Carlos III, que a su vez se basaba
para este caso en las investigaciones de López Calo, para
que vean que todo lo anterior tenía carne y alma. Un niño
llamado Nicolás García fue recibido como infantejo de la
colegiata de Soria en 1742 «respecto a haber dado muy her-
mosas muestras de voz». Debía contar unos ocho años y
fue puesto, con sus compañeros, en manos del maestro de
capilla. En 1750, con unos 16 años, toca ya el violín y el
bajón, es decir, ha sorteado bien el peligro de la muda de
voz y se está haciendo un oficio: sintiéndose indispensable,
pide aumento de salario, pero le replican que asista al coro
con más frecuencia ... En l 7 5 2 pide que le den media parte
en las funciones de música, y se la dan: es ya profesional,
aunque sin puesto fijo. En 1764, ya como bajonista y con
unos 30 años, recibe una ayuda de 60 reales para ir a Pla-
sencia a ordenarse: debió volver y ser contratado, porque
en 1769 le dan 15 reales mensuales para que enseñe a los
infantejos. La causa era bastante corriente: tanto el maestro
de capilla, Juan Bautista de Encabo, como el tenor y el con-
tralto, son ya muy ancianos y no pueden con los niños; pero
la colegiata no dispone de fondos para duplicar los oficios y
tampoco sería equitativo despedirlos y dejar en «desampa-
ro a unas personas que han dejado en la Iglesia su juven-
tud»; la solución es que quitarán IO reales a cada uno de los
tres ancianos cada mes, pero García, conmovido, se niega y
afirma que lo hará sin interés, con solo media parte de la
parte y media que lleva el maestro en las funciones respecto

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186 Ganarse la vida en la música

a la copia de papeles de música. García dimitió como maes-


tro de los niños en 1770, pero en 1771 le encontramos dan-
do clase de violín a uno de ellos, Saturio Jiménez, a quien
examina de violín, bajón y flauta travesera en 1775 ya
como infantejo mayor. En 1779 queda vacante la plaza de
maestro de capilla y la solicita: no se fijan edictos porque
son caros y retrasan el nombramiento. El Cabildo recibe
tres propuestas, la de García, la de su discípulo Jiménez, y
la de un zaragozano, Raimundo Fornet, y le da la plaza a
García. Hay protestas de algunos canónigos, que piden que
se celebre la oposición, el provisor del Obispado de El Bur-
go de Osma declara el nombramiento nulo y se recurre a la
Audiencia eclesiástica de Burgos. En diciembre el asunto
está en la Chancillería de Valladolid. En junio de 1780 el
obispo dio por bueno el nombramiento de García, no sin
nuevas protestas, y tomó al fin posesión de la plaza soriana,
pero no dura mucho la -alegría en la casa del pobre, puesto
que García murió de repente en mayo de 1781. Si mis cálcu-
los son correctos, tenía unos 47 o 48 años. 1
3. ¿Cómo se financia? La Iglesia española, hasta las De-
samortizaciones de finales del XVIII y del XIX, y del Concor-
dato de 1850, se financió con las rentas de sus propiedades,
con donaciones y limosnas de los fieles o de quienes la regían
(fueron frecuentes las de los obispos o los que formaban los
cabildos), y con los diezmos y primicias, es decir, con los im-
puestos. Con ello se sostenía y a la vez mantenía obras socia-
les (hospitales) y culturales (universidades, colegios, capillas
musicales), conservaba sus edificios y los restauraba y ador-
naba. La Iglesia española fue una de las organizaciones más
estables económicamente en el Antiguo Régimen, ya que
tuvo ingresos muy previsibles. En numerosas ocasiones, y en

r. Antonio Gallego, La música en tiempos de Carlos III. Ensayo


sobre el pensamiento musical ilustrado, Madrid, Alianza Editorial
(Alianza Música, 41), 1988, pp. 130-137. Y también mi ensayo «La
música en las catedrales del Antiguo Régimen», en Catedral, Revista
de los Amigos de la Catedral de Astorga, 3 (1994), pp. 24-28.

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Vivir de la música

especial en la época de la Ilustración, se suscitaron críticas


por el «excesivo esplendor» del culto, y por el costo de la mú-
sica que, como arte del tiempo, apenas dejaba rastro tangi-
ble tras su consumo (con el importe «de mil o dos mil doblo-
nes, y acaso más, que anualmente se suelen consumir en una
capilla»), mientras que un buen retablo o un buen templo
(neoclásicos, por supuesto: me estoy refiriendo a las críticas
que emitió Ponz en su Viaje de España) quedaba allí para
siempre ... Las había más acres aún, como las de León de
Arroyal en sus Cartas político-económicas: 1

¿De qué sirven a los fieles esas opulentas catedrales que pare-
cen solamente destinadas a dar ejercicio al pulmón y mantener
en una santa ociosidad, aislados en medio de la diócesis, a una
gran parte del clero? Dígaseme a qué ministerios eclesiásticos
estás adscritos sus individuos, si no es al coro. Ellos no tienen
por instituto el bautizar, el predicar, el confesar, el administrar,
el ayudar a bien morir, el casar, el enterrar, el enseñar, en fin,
ninguno sino el de cantar, y aún éste le dejan a los salmistas y
gentes de gradas abajo; mas con todo, ellos tiran de la mayor
parte de los diezmos, y en tanto que vemos a un pobre cura
andar el día de fiesta de lugar en lugar diciendo dos o tres misas
por no haber dotación para más sacerdotes, vemos a un arce-
diano, a un chantre, etc., títulos sin funciones, con diez, veinte
y tres mil ducados de renta, ocupados en los arduos e intere-
santes asuntos de proporcionar buena salida a los corderos, o
probar la finura del chillido de un capón. ¡Oh curas hominum!

IV

Cuando las guerras napoleónicas arrasaron España y, a tra-


vés de las Desamortizaciones el poder económico de la Igle-
sia decayó, el Estado se creyó en la obligación de sostenerla

r. León de Arroya!, Cartas político-económicas al conde de Lere-


na, ed. de Antonio Elorza, Madrid, Ciencia Nueva, 1868, pp. 84 y ss.

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188 Ganarse la vida en la música

y de crear un Conservatorio, pero en España esto no sucedió


hasta el final del reinado de Femando VII, lo segundo, y hasta
el Concordato de 1851 lo primero. Un año antes, se había
inaugurado el Teatro Real. Pocas cosas, para sustituir una
acción cultural tan extensa.
No hay estadísticas fiables de cuántas capillas músicas
quedaron disueltas, ni mucho menos de cuántos músicos
fueron afectados por el desastre económico de las guerras
napoleónicas y por las Desamortizaciones. No bajó, y es un
hecho curioso, el consumo musical después de la guerra,
pero no se realizaba generalmente con capilla propia, sino
que se buscaba en el mercado quienes la pudieran satisfa-
cer. Solo en Madrid quedaron desorganizada las capillas
músicas de Santa María, de las Descalzas Reales, de la En-
carnación, de la Soledad, de San Cayetano, de Santa Ceci-
lia, y otras, y las que sostenían en sus oratorios particulares
las casas de Benavente, de Medinaceli y otros mansiones
nobiliarias. Por eso decidieron los músicos asociarse de al-
gún modo y, como vivían generalmente en las afueras y era
difícil avisarles cuando había algún trabajo, se reunían en
la Puerta del Sol, entre las 12 y las dos de la tarde, cuan-
do ya habían terminado los oficios litúrgicos del día. He
aquí cómo lo describe un escritor costumbrista, unos años
más tarde:

Se colocaban en la esquina de la calle de Carretas, ya en la de la


derecha, ya en la de la izquierda según era verano o invierno y
según necesitaban buscar o huir del sol. En aquel punto se re-
partían también el producto de las funciones a prorrateo, sepa-
rando una cantidad prudencial y preconvenida para el festero
o avisador, y otra casi igual a la de los profesores, con algún
aumento, para el maestro, que era el único que no asistía, por
lo común, a la Puerta del Sol [... ] siendo de su competencia
designar las obras que habían de ejecutar y dirigir la función.
Este es el origen que tuvieron los festeros. El tiempo y el abuso
les fue colocando en otro puesto, como se verá.

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Vivir de la música

Antonio Cordero y Fernández, que es quien escribe estas


cosas, 1 siguió contando lo que ocurrió cuando «la mons-
truosa guerra civil» (es decir, cuando las guerras carlistas)
agravaron aún más la situación y cayeron sobre Madrid los
músicos desocupados y sin trabajo de gran parte de España:
no eran ya solo los cesantes de la villa y corte, «sino que
había cien y más músicos de sobra, ansiosos de encontrar
ocupación», lo que llevó a ciertos festeros a los más crueles
abusos, reservándose «la mitad del producto de las funcio-
nes que corren, repartiendo la otra mitad entre los profeso-
res que la hacen; de forma que si eso fuera cierto, serían los
festeros una falange de industriales que se alimentarían del
sudor del pobre profesor ambulante que sucumbe a todo
por no carecer de todo. Esto sería injusto e indecoroso».
El Concordato de 1851, y a cambio de los bienes expro-
piados a la Iglesia, fijó unos sueldos mínimos, pero el anti-
guo esplendor ya no volvería. Así lo describe don Hilarión
Eslava, el entonces maestro de la Real Capilla: 2

Un maestro, un organista, dos cantores, contralto y tenor, el


sochantre y los niños de coro forman la capilla de una iglesia
metropolitana, y los mismos, excepto el contralto, forman la de
una sufragánea. ¡A la orquesta y doble coro, cuyo eco majestuo-
so resonaba en otro tiempo por las bóvedas de nuestras catedra-
les, sucede hoy el miserable conjunto de tres o cuatro voces!

Por otra parte, la obligatoriedad de que fueran clérigos


los profesores de las catedrales, exigencia puesta por el Con-

r. Antonio Cordero y Fernández, «De los festeros y su industria»,


Revista y Gaceta Musical, I, II (1867), p. 55 y ss.
2. Hilarión Eslava, «Plan que se propone para las capillas y escue-
las musicales», Gaceta Musical de Madrid, I, 3 (1866), p. 17. Vid mis
trabajos «Breve nota sobre el festero y la festería», en Nasarre. Revista
Aragonesa de Musicología, V, l (1989), pp. 27-57; y «Aspectos so-
ciológicos de la música en la España del siglo XIX», ponencia en
el III Congreso Nacional de Musicología (Granada, 1990), en Revista
de Musicología, XIX, 1-2, pp. 10-12, entre otros.

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Ganarse la vida en la música

cordato y pronto abandonada por imposible, hacía aún más


difícil la reorganización de las capillas y, sobre todo, no re-
solvía el problema de la inmensa mayoría de músicos, que
no eran clérigos.
Estos se refugiaron en los fosos de los teatros, formaron
pequeños conjuntos (cuartetos, quintetos y sextetos) que
amenizaban cafés, hoteles, teatros de verso y balnearios, y
tuvieron que pensar más en serio en organizarse en socie-
dades que iniciaran la búsqueda de nuevos públicos, la
consecución de nuevos trabajos, y se adelantaran también
a las penurias de la vejez. En 1860 se creó la Sociedad artís-
tico musical de Socorros Mutuos y, a través de los concier-
tos que sus socios daban para recaudar fondos, se llegó a
formar la primera orquesta estable y autogestionada en
Madrid, la Sociedad de Conciertos (1866), que fue el alma
de la actividad musical no teatral de la España de la Res-
tauración y llegó a funcionar hasta 1903. De sus rescoldos
surgió la Orquesta Sinfónica de Madrid, la orquesta Ar-
bós, que todavía hoy ocupa el foso del Teatro Real y man-
tiene alguna actividad propia. Creo que deberíamos exa-
minar la labor de nuestras orquestas y de los músicos que
las formaban con más detalle.

El sinfonismo de la época de la Restauración es uno de los


capítulos más brillantes de la mú~ica española contemporá-
nea, en mi opinión. Cuando en 1928 la Orquesta Sinfónica
de Madrid celebraba sus bodas de plata, oyeron una misa en
San Francisco el Grande y se reunieron en un banquete con
representantes de entidades musicales de toda España.
Mientras su director don Enrique Fernández Arbós, que ve-
nía de dirigir unos conciertos en los Estados Unidos de Amé-
rica, estaba en pleno discurso, y a pesar de que la orquesta
era una sociedad privada, fue recibido con una formidable
ovación el Presidente del Consejo de Ministros: don Miguel

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Vivir de la música

Primo de Rivera, ya en el declive de la Dictadura, se había


creído en el deber de alentar a quienes «tan alto ponen el
nombre de la patria» y, naturalmente, les prometió «ayuda
en todo lo que sea posible» y les dio muchos ánimos. Quizá
podamos extraer ya alguna conclusión; que tanto los ban-
quetes anuales de los sinfónicos alrededor del concier-
to de Santa Cecilia, como las promesas de los políticos, vie-
nen de muy atrás. Todo se hereda.
Al final del año siguiente la Orquesta editó un «folleto
histórico» que resumía su labor y en el que daban cifras. En 1

ese cuarto de siglo habían hecho 33 l conciertos en Madrid


y l .027 fuera de la capital y en el extranjero: l. 3 5 8 en total.
Habían presentado en ellos 281 obras de estreno o en pri-
mera audición, 190 de autores extranjeros y 91 de autores
españoles. Un largo artículo de Adolfo Salazar en El Sol,
bajo el significativo título de «La Orquesta Sinfónica factor
de cultura instrumental en España», glosaba con su acos-
tumbrada inteligencia la relación que en el folleto no pasaba
de ser una mera lista alfabética de autores, desde Aula y Al-
béniz, hasta de la Viña y Zamacois. Si a esa impresionante
lista añadimos las de los antecesores del x1x, o las de otras
orquestas del xx, como la Orquesta Filarmónica fundada
en 1915 (la de Pérez Casas, la competidora de los Sinfóni-
cos, por ejemplo), hemos de concluir que fueron los humil-
des músicos de atril quienes con su esfuerzo buscaron un
nuevo público y pusieron los cimientos de la modernidad
sinfónica en España. Los elogios de Richard Strauss cuando
vino a dirigir la Sinfónica (muchos años antes había dirigido
la Sociedad de Conciertos), o los de Debussy cuando escu-
chó un programa de música española a los Sinfónicos dirigi-
dos por Arbós en París, 1 son elocuentes.

I. Orquesta Sinfónica de Madrid, 27 años de labor musical, Ma-


drid, Imprenta de París, 1929.
2. «El pasado 29 de octubre oúnos música española interpretada
por españoles auténticos. Fue casi una revelación para muchas perso-
nas »... Claude Debussy, «Conciertos Colonne. Sociedad de Nuevos

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Ganarse la vida en la música

Todo ello, sin embargo, estaba edificado sobre bases pri-


vadas, voluntaristas y frágiles, y el Estado como tal, así como
la sociedad española en su conjunto, se beneficiaron amplia-
mente, sin pagar lo que hubiera sido justo, de un triple sacrifi-
cio perfectamente individualizado: el de algunos composito-
res españoles, que apenas recogían más frutos de su labor que
el de la gloria «sinfónica» (si triunfaban, lo que no siempre
ocurría); el de los intérpretes de atril, cuya autorremuneración
era escasa incluso cuando el público llenara sus conciertos, y
siempre complementaria de otras actividades más «nutriti-
vas»; y el de directivos y organizadores, que vivían su labor
más como un apostolado que como una verdadera profesión.
El problema que ahora nos interesa no estriba en diluci-
dar qué compositores y con qué obras lograron poner a la
música española en niveles sinfónicos europeos, ni enjuiciar
las luchas generacionales, las enconadas polémicas entre re-
novadores y tradicionalistas, las tensiones entre Madrid y
otros focos españoles de consumo musical... El asunto que
deseo enfocar es el de las precarias condiciones en que nues-
tro sinfonismo había nacido y sin cuya valoración son in-
justas e inútiles las comparaciones con lo que se hacía al
respecto en los focos europeos más prestigiosos.
Algunos datos económicos, casi nunca aireados cuan-
do de historia musical contemporánea se trata (como si ha-
blar de dineros fuera una falta de educación), nos dibujan
un panorama ligeramente menos triunfalista que el de los
discursos, aunque seguramente ,más real. Es hecho bien sa-
bido que los compositores españoles, en esta época, solo te-
nían dos vías para ganarse la vida de una manera estable:
ingresar en la función pública, o triunfar en el teatro. Y decir
teatro era decir zarzuela en cualquiera de sus variantes, hasta

Conciertos», S.l.M., 1diciembre1913. Recogido en Monsieur Croche


et autres écrits. Edition complete de l'oeuvre critique de Debussy,
ed. de Fran\ois Lesure, París, Gallimard, 1971; y por la traducción
española de Ángel Medina Álvarez: El Señor Corchea y otros escritos,
Madrid, Alianza, 1987, pp. 223 y ss.

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Vivir de la música 193

los menos prestigiosos espectáculos que llegaban a las Varie-


dades. Sin embargo, los conciertos sinfónicos estuvieron tan
de moda en varios momentos de la época de la Restauración
que los jóvenes músicos españoles, en vez de intentar la con-
quista de la fama solo en el teatro o en la canción, escogieron
«el sendero más arduo, la senda pura» del género sinfónico,
como advirtió Matilde Muñoz en el segundo número de la
revista Música (15 de enero de 1917): partía del dato, verda-
deramente llamativo, de las 76 obras sinfónicas que se ha-
bían presentado al concurso de Bellas Artes. Conrado del
Campo, poco después, se mostraba más escéptico y consi-
deraba que todo ello eran «meras apariencias». Y Adolfo
Salazar, tras enumerar las múltiples posibilidades de estreno
(Sociedad Filarmónica, Sociedad Nacional de Música, Ami-
gos de la Música, Orquestas Sinfónica, Filarmónica, del Cen-
tro de Hijos de Madrid, de Instrumentos españoles, Banda
Municipal, etc.) anotaba en la Revista Musical Hispano-
Americana (octubre de 1917) que los problemas de fondo
seguían sin ser resueltos: las carencias de la edición musical
española, la bajísima recaudación de derechos de autor, salvo
en lo teatral, y la escasa protección oficial... lo frenaban todo.
La música sinfónica, como afirmaba con gracia Joaquín
Turina, daba en el mejor de los casos gloria y prestigio, pero,
¿qué es la gloria?, se preguntaba. «La respuesta es terrible y
demoledora: el éxito se compone de una parte agradable, for-
mada por los centenares de personas que aplauden, con una
duración aproximada de unos dos a tres minutos; por los
cariñosos adjetivos de la crítica, que duran veinticuatro horas
justas, y de una contraparte desagradable producida por la
envidia y otras alimañas que, por lo menos, dura varios
años» (Música, l-Ix-1917). De dineros no habla, ¿para qué?
En cuanto a los intérpretes, y dejando al margen a los
divos (devoradores siempre de la mayor parte del pre-
supuesto disponible), nos fijaremos en los músicos que
componen estas orquestas españolas de la época de la Res-
tauración, siempre en forma de sociedades privadas o de
cooperativas. (La Orquesta Nacional de España, creada por

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194 Ganarse la vida en la música

la segunda República, no comenzó a funcionar hasta los pri-


meros años del franquismo: fue la primera en ser sufragada
íntegramente por el Ministerio correspondiente.) Uno de los
fundadores de la Orquesta Filarmónica, Miguel Salvador y
Carreras, en su discurso de ingreso en la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, 1 nos da algunos datos ines-
timables entre las consabidas retóricas propias del momen-
to. Habla de la falta de locales adecuados, de exceso de
impuestos (en un Estado que apenas colabora en los con-
ciertos, pero que recauda en ellos hasta por cuatro concep-
tos distintos, el último para «infancia y mendicidad»), y de
la anarquía en lo que concierne a la propiedad intelectual...
Los músicos de estos conjuntos son todos pluriempleados,
ya que no pueden ganarse la vida solo con el trabajo de la
orquesta: trabajan además en la Banda Municipal, en la de
Alabarderos o en las de otros regimientos, en capillas ecle-
siásticas, en orquestas y orquestinas de teatros y en otros
lugares de espectáculos públicos, e incluso en oficinas. Se-
gún las cuentas de don Miguel Salvador, en los conciertos
mejor pagados de 1921 la Orquesta Filarmónica perci-
bía 3.500 pesetas por concierto, distribuidas así en cuan-
to a sus componentes: Director, 187,50 pesetas, concerti-
no 45, doce primeras partes 39,50, once partes intermedias
33,75, treinta y dos partes segundas 30, el resto 26,25, salvo
el caja, el tambor y el triángulo que, con el avisador, cobra-
ban 22,50 pesetas. «Si repartís aquellas soldadas entre los
seis días en que el profesor deberá puntualmente concurrir
al ensayo y el séptimo que lo empleará en el concierto, nota-

I. Miguel Salvador y Carreras, La Orquesta en Madrid (1921),


Madrid, RABASF, 1922. He comentado y ampliado estos datos en mis
trabajos «La música española en los años 20 (Un intento en visión
sincrónica)», en Ínsula, XLVI, 529 (Enero 1991), pp. 10-12; «El sinfo-
nismo en la época de la Restauración», en Scherza (dossier «Madrid,
Villa y Corte »), vn, 66 (Julio-Agosto 1992), pp. 130-132; «Imagen
pública de la zarzuela» en Ramón Barce (dir.): Actas del simposio
Actualidad y futuro de la Zarzuela, Madrid, Fundación Caja Ma-
drid, 1994, pp. 183-199, y otros.

Fundación Juan March (Madrid)


Vivir de la música 195

réis que la mayoría de los instrumentistas no llega a percibir


un duro por sesión.»
Pero, ¿cuánto ganan en otros sitios? En el Teatro Real,
como mínimo, 14 pesetas diarias en 1920; en el Novedades,
por cinco actos de zarzuela y dos horas de ensayo obliga-
torio, de 8,60 a 11 pesetas (si hay un acto más se aumenta
un 25 %). En un teatro-tipo de zarzuela-opereta (el de
la Zarzuela, por ejemplo), entre 9,50 y 12,50 pesetas (y
un 26 % más si se hace ópera). Los profesores de sextetos
que actúan en teatros, entre 11,50 y 13 pesetas, y si la come-
dia o el drama comienza antes de las cinco de la tarde, tienen
el consabido recargo del 25 %. Pero si se trata de un cine
(estamos ya en la época del cine mudo), se pagan 20 pesetas
diarias al concertino y el mínimo es de I 3, 50 (Real Cinema).
En hoteles, funciones de varietés o de «ciertos recreos» (¡qué
formidable eufemismo!), por dos horas de tarde y dos
de noche se cobran entre 15 y 22 pesetas (sin obligación de
hacer el té, como afirma Salvador que dicen en su argot los
músicos); pero si el trabajo es de souper-tango, la remunera-
ción fluctúa entre 30 y 38 pesetas diarias: creo que era en
estos trabajos en los que pensaba mi madre olfateando ya la
chamusquina de los fuegos infernales ...
Estos sueldos de comienzos de los felices años 20, logra-
dos tras duras luchas y huelgas del sindicato de profesores y
en conexión con las bases segunda y adicionales de las acor-
dadas el I 5 de septiembre por la Asociación de Dependen-
cias de Teatros en su reunión de la Casa del Pueblo de Ma-
drid (¡ay, manes de Pablo Iglesias!), ponen al descubierto
descarnadamente sobre qué espaldas recayó el principal
esfuerzo de la modernización sinfónica española: en los com-
positores que intentaban lograr un éxito de prestigio sin
apenas compensación económica, abandonando por un mo-
mento el asalto al éxito más seguro del teatro musical; y en
los intérpretes de atril, que distraían de trabajos más lucrati-
vos y cómodos, aunque menos prestigiosos socialmente,
bastantes horas de duros esfuerzos sinfónicos en conciertos
con frecuentes estrenos y obras cada vez más complicadas.

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Ganarse la vida en la música

La consecuencia inevitable, y así puede leerse en numero-


sos escritos de la época, fue la reclamación de un mayor
proteccionismo oficial: Si compositores y orquestas cum-
plían una labor social y cultural, si engrandecían «el nombre
de la patria», debían ser ayudados para que el esfuerzo que
hacían no tuviera que ser tan heroico. Todos daban por su-
puesto, con evidente ingenuidad, que el Estado benefactor
sería neutral y que solo actuaría por razones de justicia artís-
tica. Algunos visionarios como Joaquín Fesser («Joachim»)
o el ya mencionado Adolfo Salazar alcanzaron a atisbar los
peligros, hoy bien patentes, de la cultura subvencionada;
pero además pusieron el dedo en la llaga al reclamar más
atención sobre el verdadero problema de fondo, hoy todavía
desgraciadamente sin resolver. La cuestión no es más o me-
nos protección oficial, el enemigo a convencer no es el Esta-
do (el Ministerio, es decir, el político, el funcionario) ni las
empresas (la del Teatro Real, entonces feudo de los italia-
nos, hoy en otras manos pero igualmente aborrecedoras de
nuestra música y nuestros cantantes), sino el ambiente, «la
España musical que a pesar de todo no está aún madura ».
Como dice Fesser (Música, r5-v1-r917) ese es el eterno pro-
blema. El verdadero problema era el público: «Carecemos
de público para todo, salvo quizá para las cosas que no exi-
gen esfuerzo mental» (Salazar). Hemos topado de nuevo,
sin proponérnoslo, con el verdadero problema·de fondo: el
de la educación musical de nuestro pueblo. Es siempre la
misma historia.

VI
El teatro musical, como acabamos de ver, estaba mejor pa-
gado para el músico de atril en el foso, y además, era el úni-
co medio en el que el compositor podía alcanzar éxito eco-
nómico y dedicarse exclusivamente a componer. A ello se
había llegado a comienzos del siglo xx no sin luchas y bata-
llas. De hecho, la actual y desprestigiada SGAE había naci-

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Vivir de la música 197

do en 1899 como reacción de un grupo de libretistas (Sine-


sio Delgado y otros) y de compositores (Ruperto Chapí y
otros) ante los abusos de los herederos de los festeros abuso-
nes del XIX, el empresario Florencio Fiskowich, y otros. Así
que cuando el joven Falla llega a Madrid a comienzos del
siglo xx y le dicen que la manera más segura de crearse una
posición como compositor era el teatro, no le mentían, pero
los autores aún no habían triunfado del todo. Más que a la
ópera, en España siempre problemática, se referían a la zar-
zuela, especialmente al género grande; también, porque ya
tenía muchas joyas, al género chico (el teatro por horas), el
juguete cómico, las parodias ... Luego a la comedia musical,
la revista, etc. Cuando un espectáculo teatral y musical
triunfaba, y frente al acto casi único en que consistía un con-
cierto de cámara, o sinfónico, la obra se desparramaba por
todo el país e incluso por la América española. Esta era la
principal diferencia: una sinfonía, o un cuarteto de cuerdas,
se escuchaba una única vez, mientras que a cualquier obrilla
teatral que traspasara el difícil envite del estreno le espera-
ban cientos de funciones.
Les propondré un ejemplo muy menor de uno de los que
triunfaron durante las primeras décadas del siglo xx, el ara-
gonés Pablo Luna, de quien se decía que siempre llenaba los
teatros incluso con obras cuyo título hoy apenas nos suena:
«Pues nadie duda en la escena I (y hoy lo dicen más de cua-
tro) I que Luna llena el teatro ... / ¡Ya lo veo: Luna llena!».
Cuando en l9IO estrenó Molinos de viento, con libro de
Luis Pascual Frutos, consiguió uno de esos éxitos fulguran-
tes que aún persiste, pues es una de las escasas zarzuelas que
ha conseguido entrar en el repertorio. Pero les hablaré de
un ejemplo mucho más modesto, el de su opereta con li-
bro de Juan Pascual Frutos Musetta, estrenada el l 3 de julio
de l 908 en el Ideal Polistilo madrileño. Con ese título, ya se
imaginan que está inspirada en La vie de boheme de Henri
Murger, y en la estela de La boheme de Puccini (1896), que
ya había propiciado muchas consecuencias teatrales tratan-
do de emular el éxito operístico: solo en España, había te-

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Ganarse la vida en la música

nido la parodia La golfemia, de Granés y el maestro Arnedo


(1900), la bien conocida Bohemios de Perrín y Palacios y
el maestro Vives (1904), y la muy desconocida La boheme
de los maestros Cassadó y Guitart (1905). La de Luna, en
cuanto al contenido, era una clara continuación de la de
Puccini, centrando ahora el protagonismo en el pintor Mar-
celo y en su musa. Existen al menos tres ediciones del li-
breto, pero desconozco su música: para situarla en su con-
texto, es una de las primeras obras de Luna, quien ese mismo
año de 1908 estrenó cuatro o cinco obras más, una decena
en 1909 y otra decena en 1910, año en que la pobre Musetta
tenía que competir no solo con las cerca de 30 obras de su
mismo autor musical, entre ellas el volcán de Molinos de
viento, sino con las de todos sus competidores, que tampoco
eran mancos, es decir, que producían sin parar (ese, ya se lo
imaginan, era el verdadero talón de Aquiles del género, ade-
más de los gustos del público al que iba dirigido).
Pues bien, hace unos años encontré en un chamarilero
unos papeles del autor con los partes de recaudación de la
Sociedad de Autores Españoles (SAE), y me entretuve en
recorrer los de esta opereta entre 1909 y 1918 (no me llega-
ron los del año del estreno, ni los posteriores). Y esta es la
sorpresa: una obra que tuvo un éxito más bien flojo, solo
en 1909 pudo verse en 58 ciudades españolas y, en algunas
de ellas, en varios teatros diferentes. También se representó
en México, en tres teatros distintos de Buenos Aires, en dos
de La Habana, y en Elvas (Portugal). Alcanzó, solo en ese
año de 1909, 337 representaciones normales y 62 especia-
les: 399 en total, reportando al compositor, por ese solo con-
cepto, 3.007 ,24 pesetas. No es de extrañar que muchos
1
compositores quisieran o aspiraran a este tipo de «éxito».
Ahora tenemos la referencia exacta para valorar aquel dato
del Concurso sinfónico de 1917, el de aquellas 76 obras pre-

1. Incluyo más datos en mi estudio «Luna llena. Reflexión melan-


cólica en el cincuentenario de Pablo Luna», en Scherzo (dossier «La
Zarzuela sigue viva»), l 56, vn, 69, (Noviembre 1992), pp. l 52-156.

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Vivir de la música 199

sentadas para, a lo sumo, obtener los minutos de gloria de


los que hablaba Joaquín Turina. 1
Hace ya más de medio siglo que el camino de la zarzuela
se cerró también para el compositor español, aunque se
abrieron otros: músicas para el cine sonoro, para la televi-
sión, para el disco, incluso para los nuevos géneros teatrales,
como el musical. También en estos nuevos campos, las mú-
sicas nacidas en el teatro lograron una popularidad que los
nuevos medios de difusión no hacían más que subrayar, po-
tenciar y, en todo caso, registrar. Hace algún tiempo me en-
tretuve en analizar el Catálogo general I929 de los Rollos
musicales Victoria, la que dirigía en La Garriga (Barcelona)
Juan Bautista Blancafort desde 1905: la importante fábrica
ofrecía al público unos 4.000 rollos de pianola, en varias
posibilidades técnicas (rollos corrientes, rollos acentuados,
etc.), un total de unos 12.000 diferentes: eran productos
caros, pues los rollos corrientes oscilaban entre tres y once
pesetas; y los acentuados, los de 6 5 notas o los que incorpo-
raban la letra de la canción o de la romanza aumentaban su
precio en una peseta, y otra más gravaba los que no eran de
dominio público. Pues bien, el músico español mejor repre-
sentado en este catálogo es Jacinto Guerrero, con 96 rollos
distintos de hasta 24 obras teatrales diferentes (además de
una canción suelta}: combinando las cuatro posibilidades
antes enumeradas, se ofrecían del maestro de Ajofrín lin to-
tal de 298 rollos diferentes. Era el segundo autor mejor «sur-
tido», tras Wagner, y el primero a gran distancia de los mu-
chos compositores españoles incluidos. El segundo español
es otro autor de zarzuelas, el granadino Francisco Alonso
(37 rollos de 16 obras teatrales diferentes, más alguna can-
ción y alguna marcha). Y, para la debida comparación, Isaac
Albéniz y Enrique Granados tienen en ese catálogo 3 5 rollos

r. Vid. mi trabajo «Guerrero en el "pianola", o La cresta de la


ola», en Alberto González Lapuente (ed.), Jacinto Guerrero. De
la zarzuela a la revista, Madrid, Fundación Jacinto e Inocencio
Guerrero /SGAE, 1995, pp. 127-149.

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200 Ganarse la vida en la música

cada uno, mientras que Falla (que ya ha compuesto todos sus


grandes éxitos) tiene 18, y Joaquín Turina, 15.
Podríamos afirmar, pues, que la música teatral gana am-
pliamente a la sinfónica o a la de cámara, independiente-
mente de la calidad artística ofrecida. Y que hoy, en líneas
generales, cuanto más cercano al gusto más bien mediocre
del público teledirigido, el compositor tiene más probabili-
dades de éxito económico. Hoy, quien se dedique a la com-
posición de música «clásica» en España ha de buscarse fuen-
tes complementarias de financiación: la docencia es una de
ellas. O la interpretación, pues el intérprete, si se dirige so-
bre todo al repertorio, es decir, al pasado, puede conseguir
lo que todos aspiramos y tan difícil es hoy en día: vivir de
crear música con aspiraciones artísticas, de interpretarla,
de analizarla o de investigarla. Exclusivamente. 1

r. Además de los tratados y estudios clásicos sobre Sociología de la


música de Max Weber (1922), Wilfrid Mellers (1946/I950), Theodor
W. Adorno (1949/I956), Kurt Blaukopf (1950/I952.h982.h998), Al-
fons Silbermann (1963), Peter Etzkom (1964), Tibor Kneif (1971),
Henry Raynor (1972.h976), o Antonio Serravezza (1980), entre otros,
algunos de ellos traducidos al español, pueden ser útiles al lector los
siguientes trabajos hispanos de Manuel Valls Gorina, Música i Societat,
Barcelona, Rafael Dalmau Ed., 1963; Carlos Abelardo Villarán, Socio-
logía de la Música, Buenos Aires, Ediciones Droit, 1983 (2.ª ed.); Ra-
món Barce, «Doce advertencias para una sociología de la música », en
Coloquio Artes, Lisboa, Fundación Gulbenkian, 72 (marzo 1987); Ar-
turo Rodríguez Morató, Sociología de la Música, número monográfico
de Papers. Revista de Sociología, 29 (1988); Ramón Barce, «Sociolo-
gía de la Música », en Boletín Informativo de la Fundación Juan
March, 219 (abril 1992); Arturo Rodríguez Morató, Los compositores
españoles: Un análisis sociológico, Madrid, Centro de Investigaciones
Sociológicas/SGAE, 1996; Carmen Rodríguez Suso, «Las profesiones de
la música», en Prontuario de Musicología. Música, sonido, sociedad,
Barcelona, Clivis, 2002, pp. 43 -86; Jaime Hormigos Ruiz, Análisis so-
ciológico de la cultura musical de la modernidad, Madrid, Fundación
Autor, 2008; y Javier Noya-Fernán del Val-Martín Pérez Colman
(coord.), Musyca. Música, sociedad y creatividad, Madrid, Biblioteca
Nueva (Biblioteca de Geografía e Historia), 2010, entre otros.

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BEETHOVEN: GANARSE LA VIDA
«POR NO HACER NADA»
Juan José Carreras

¿Cuánto cuesta un réquiem? ¿Cuánto


cuesta el encargo de una composición
musical?

En I843, estas preguntas agitaron el mundillo musical ma-


drileño. Era esta la cuestión de fondo de un entonces sona-
do proceso judicial que protagonizaron un banquero, José
Safont, y un célebre compositor teatral, Ramón Carnicer.
Este último había recibido el encargo de componer, en el
plazo de cuatro meses, una misa de réquiem en memoria
del padre de Safont. Celebrada la ceremonia, el composi-
tor exigió un pago de 40.000 reales, que incluía la compo-
sición, los ensayos y la dirección musical. Parecióle a
Safont excesiva esta cantidad, argumentando que era úni-
camente el trabajo material de escritura y copia lo que de-
bía pagarse por la composición. Al no haber acuerdo, el
compositor se vio obligado a demandar al financiero por
impago. Finalmente, el tribunal condenó a Safont a satisfa-
cer la cantidad exigida por el autor, que veía además reco-
nocida la propiedad intelectual de la composición.
Como se habrá adivinado, la pregunta acerca del precio
de una composición musical está íntimamente ligada a la
que nos ocupa aquí: ¿cómo pudo Beethoven ganarse la vida
como compositor? O de forma más general: ¿cómo se gana la
vida un compositor? En el caso del réquiem de Carnicer, se
trataba de valorar en términos económicos un producto artís-
tico. Una difícil tarea si se partía de la idea de que, como de-
fendía uno de los asesores del tribunal, «no tienen tasa las

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202 Ganarse la vida en la música

obras del entendimiento».' Una constatación que, natural-


mente, choca con la contemporánea transformación de toda
producción humana en mercancía.

La composición como trabajo


Antes las cosas eran diferentes. Ya en el Renacimiento se
había establecido la idea de que una composición musical
podía aspirar a la dignidad de un monumento, de una obra
digna de ser conservada y recordada más allá de la evanes-
cencia de una ejecución. Sin embargo, la valoración social
del compositor y de la composición como actividad pro-
ductiva fue cambiante y diversa a lo largo del tiempo. La
imprenta musical contribuyó, desde luego, a desarrollar un
incipiente mercado, a afianzar la noción estética y legal de
la autoría musical y a hacer creíble la idea de que un músi-
co pudiera vivir y considerarse ante todo como composi-
tor, como autor. Sin embargo, conviene recordar que la
composición de una obra musical no implicaba por fuerza
una contraprestación dineraria (en el caso del encargo de
un mecenas), ni era siempre considerada la actividad prin-
cipal de un músico. A mediados del siglo xvm, por ejem-
plo, la composición podía ser entendida como un simple
servicio cualificado del músico en su empleo civil, cortesano
o eclesial. Así, en el contrato firmado por Haydn en 1761
como vicemaestro de la capilla del príncipe Paul Anton
Esterházy, en la ciudad de Eisenstadt, se especifica que el
interesado «estará obligado a componer aquellas músicas
que exija el mismo [príncipe], a no comunicar a nadie las
nuevas composiciones, menos aún a permitir su copia (sino
a reservarlas única y solamente para Su Excelencia), y a no
componer para nadie sin su expreso conocimiento previo y
gentil permiso». Este punto es uno más entre otros igual-

I. M. Soriano Fuertes, Historia de la Música española, Madrid-


Barcelona, Martín y Salazar-Bernabé Carrafa, 1859, vol. IV, p. 351.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 203

mente importantes que determinan los deberes de Haydn


como «oficial de la casa», a saber: hacer observar a los
músicos una conducta decorosa (lo que incluía el cuidado
del uniforme y la peluca), aparecer diariamente en la ante-
cámara del príncipe para recibir sus órdenes, mantener la
disciplina en ensayos y conciertos, responsabilizarse de
la conservación de los instrumentos y partituras, e instruir
a las cantantes «para que no olviden de nuevo en el campo
lo que han aprendido en Viena de distinguidos maestros
con mucho esfuerzo y gastos». 1 ·

Por otra parte, el encargo expreso de una composición


era considerado en sí mismo un alto honor valorado en fun-
ción del mayor o menor rango social del comitente. En la
dedicatoria de la Ofrenda musical de Bach, dirigida a Fe-
derico el Grande en 1747, aparece con claridad este aspec-
to: «Con todo respeto dedico a Su Majestad esta ofrenda
musical, cuya más noble parte proviene de Su Real Mano.
Recuerdo todavía con respetuoso placer la especialísima
merced que me concedió cuando, hace algún tiempo, con
ocasión de mi visita a Potsdam, Su Majestad misma se dignó
tocar para mí al teclado un tema de fuga y me instó a de-
sarrollarlo en Su Real Presencia. Cumplir la orden de su
Majestad fue mi más humilde deber». 2 Aunque no nos cons-
te en el caso de la Ofrenda musical, los encargos cortesanos
solían agradecerse con un regalo como muestra de aprecio
que rubricaba este intercambio simbólico de ofrendas. To-
davía en la palabra «honorario», en el sentido de pago, si-
gue resonando este fundamental significado en el que prima
la distinción sobre el interés. 3

1. Joseph Haydn, Gesamme/te Briefe und Aufzeichnungen, ed. D.


Bartha, Kassel, Barenreiter, 1965, p. 42. Salvo indicación contraria,
todas las traducciones del presente texto son del autor.
2. H.-J. Schulze (ed.),]ohann Sebastian Bach. Documentos sobre su
vida y su obra, trad. J. J. Carreras, Madrid, Alianza, 2001, pp. 106-107.
3. Véase H. Pohlmann, Die Frühgeschichte des musika/ischen Ur-
heberrechts (ca. 1400-1800), Kassel, Barenreiter, 1962, pp. 135-150.

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204 Ganarse la vida en la música

La distinción honorífica estaba basada en la considera-


ción jerárquica de las bellas artes y de la música como ocu-
pación liberal, diferentes, por tanto, del trabajo asalariado
propio de las artes mechanicae. Todavía Kant, en su Crítica
del juicio de 1790, recuerda esta antigua distinción entre arte
y oficio -«el primero llámase libre; el segundo puede llamar-
se arte mercenario»-, aunque por otra parte señale la necesi-
dad del esfuerzo mecánico, del trabajo, a fin de que el espíritu
pueda «animar él solo la obra». Precisamente es esta última
1

consideración la que, a mediados de siglo XIX, recoge Karl


Marx en un pasaje de sus tempranos manuscritos econó-
mico-filosóficos, los Grundrisse der Kritik der Politischen
ókonomie. En ellos, el autor se pregunta acerca del valor del
trabajo. Este era era tradicionalmente entendido en el senti-
do bíblico como condena: «en el sudor de tu rostro comerás
el pan», nos dice el Génesis. Desde esta óptica, el trabajo
aparece como una carga, opuesta a la libertad y a la felicidad
humanas. Sin embargo, frente al trabajo-condena, Marx
concibe la utopía de un travail atractif, en el que el individuo
se realiza y no se aliena: imagina la posibilidad de un trabajo
a la manera en que lo realiza un artista. Surge entonces la
pregunta: ¿puede decirse que un artista trabaja? ¿Trabaja en
el sentido que lo hace un carpintero o un alfarero? Marx lo
afuma: el trabajo es la categoría social común a todas estas
actividades. Y es muy significativo que utilice como ejemplo
de este trabajo atractivo justamente la imagen de la composi-
ción musical, la del componer música, la actividad más in-
material y abstracta: «Los trabajos verdaderamente libres,
como por ejemplo la composición musical, son a la vez [que
divertidos] de una seriedad total, del más intenso esfuerzo».1

1. l. Kant, Crítica del iuicio, trad. M. García Morente, Madrid,


Espasa Calpe, 2007, p. 246.
2. « Wirklich freie Arbeiten, Z. B. Komponieren ist gerade zugleich
verdammter Ernst, intensivste Anstrengung». Citado por P. Bürger,
Zur Kritik der idealistischen Asthetik, Frankfurt am Main, Suhrkamp,
1983, p. III.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 20 5

Es el trabajo, incluido el del artista, el que ennoblece al


hombre. A alguien tan perspicaz corno Goethe no podía es-
capársele un matiz tan importante. A finales del siglo xvm,
en su novela Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister
-por cierto, una de las lecturas favoritas de Beethoven- asis-
tirnos, en el inicio del Cuarto Libro, a la incomodidad del
protagonista al recibir una cantidad de dinero de un noble
por sus obras literarias y teatrales. El barón tiene cuidado en
señalar que el pago no valora o compra el talento, sino el
trabajo y el esfuerzo, virtud burguesa que ya no es incompa-
tible con el genio artístico:

Entienda usted-dijo el barón- este regalo como una compensa-


ción por el tiempo que ha pasado aquí, como un reconocimiento
a sus esfuerzos, no como una recompensa a su talento. Si éste
nos reporta un buen nombre y el apego de los hombres, es jus-
to que por nuestro trabajo y esfuerzo obtengamos al mismo
tiempo los medios para satisfacer nuestras necesidades, pues
no somos exclusivamente espíritu.

Ante la resistencia de Wilhelrn a aceptar el dinero, el ba-


rón reflexiona: «Es curioso qué reservas se tienen para reci-
bir dinero de amigos y protectores de quienes sin reparos se
reciben otro tipo de regalos. La naturaleza del hombre está
llena de estas peculiaridades y tiende a generar y alimentar
estos escrúpulos». A lo que contesta Wilhelrn con una ob-
servación significativa: «¿No ocurre lo mismo en las cuestio-
nes de honor?».1

r. Los años de aprendiza;e de Wilhelm Meister, trad. Miguel


Salmerón, Madrid, Cátedra, 2000, libro cuarto, cap. r, pp. 282-283.

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206 Ganarse la vida en la música

Las tres ces: clases, conciertos, composición


Argumentaciones como esta se producen en el marco de las
grandes transformaciones de la Modernidad. Las revolucio-
nes política e industrial alteraron irreversiblemente el com-
plejo sistema social y cultural de lo que denominamos An-
tiguo Régimen. En consecuencia, las prácticas artísticas
cambiaron a la vez que cambió la forma en que los artistas
se ganaban la vida. No hay duda de que la trayectoria vital
y artística de Ludwig van Beethoven muestra de forma ex-
cepcional estas transformaciones. Entre su nacimiento y su
muerte se produce una auténtica mutación de la vida musi-
cal europea: cambian las instituciones y las funciones de la
música; cambia la concepción misma del arte musical. Sin
embargo, sería ingenuo pensar que todo esto sucedió de ma-
nera súbita.
Para empezar, las formas de ganarse la vida en torno
a 1800 seguían siendo aparentemente las mismas que ha-
cía un siglo. Resumidas se enumeran en lo que podríamos
denominar las tres «ces» del músico: clases, conciertos y
composición, o por decirlo de otro modo: educación, inter-
pretación y producción (el caso particular del músico de tea-
tro incorpora también a menudo estas tres ocupaciones).
Por supuesto, no siempre la música basta para vivir o para
ganarse la vida a la que se aspira. En esos casos, como lo
veremos enseguida en el ejemplo del entorno familiar de
Beethoven, el músico opta por combinar su actividad mu-
sical con otra ocupación, que puede tener que ver parcial-
mente o nada con la música. Es necesario recordar que
todo esto se refiere a aquellos que tenían que ganarse la
vida con la música, porque había otros muchos que la ejer-
cían como diletantes, en algunos casos con un nivel igual o
superior al de un músico asalariado. Precisamente, la vida
de Beethoven se inscribirá entre el último esplendor diecio-
chesco de la cultura del diletante y su definitivo ocaso a
principios del nuevo siglo.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 207

La constitución de la cultura musical moderna implica,


como es sabido, la aparición de un nuevo ámbito en el que
se produce la música, lo que ha venido en llamarse la esfera
o espacio público. Desde finales del siglo xvn, la música
(junto a las artes y la literatura) comienza a formar parte de
un nuevo discurso estético y social. Discurso que implica la
relación con una nueva instancia crítica: el público, un con-
junto de individuos que articulan un ámbito de opinión in-
dependiente del poder feudal.' En 1869, el crítico Eduard
Hanslick señalaba justamente este aspecto al comentar que
«hoy en día, en que toda la cultura musical pertenece al pú-
blico, apenas nos es posible volver a imaginar y menos aún
desear retroceder a aquel tiempo en el que los grandes com-
positores de la nación se encontraban al servicio privado de
los ricos caballeros, obligados a presentar sus respetos, y
tratados como meros sirvientes». 2

El público lee y razona, escucha, canta, baila o toca al-


gún instrumento. Los datos estadísticos son elocuentes de la
vertiginosa expansión de esta nueva cultura. Por poner un
dato significativo: en 1810 había en Viena 60 constructores
de pianos; 1 5 años después llegarían a ser casi 400, 387 para
ser precisos.3 Es decir, la cifra de fabricantes se multiplicó
casi por siete en una metrópoli que no cesaba de crecer. En
esta gran ciudad, como ocurre en el resto de Europa, cada
vez son más los hogares que cuentan con un piano. Pero no
es el dato aislado lo que importa, sino sus implicaciones: a
esta explosión del mercado de instrumentos, lo que sería en
términos contemporáneos el hardware de esta nueva cultura

1. «Úffentlichkeit/Publikum» en K. Barck y otros (eds.), Asthetis-


che Grundbegriffe, Stuttgart, J. B. Metzler, 2002, vol. 4, pp. 583-637.
2. E. Hanslick, Geschichte des Concertwesens in Wien, Viena,
W. Braumüller, 1869, p. 45.
3. A. Harrandt, «Freischaffende-Berufsmusiker-Staatsbeamte.
Die Verdienstmoglichkeiten für Komponisten im Biedermeier», en
A. Harrandt y E.W. Partsch (eds.), Künstler und Gesellschaft im
Biedermeier, Tutzing, Schneider, 2002, p. 107.

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208 Ganarse la vida en la música

musical burguesa, corresponde una demanda de software,


es decir, de ediciones musicales y obras didácticas (que a su
vez están muy relacionadas con el auge de la clase particular
de música).
Las editoriales musicales surgen literalmente por todas
partes. La competencia entre las nuevas editoriales altera la
estabilidad de un sistema editorial que hasta 1800 se había
basado fundamentalmente en la protección de la edición
mediante privilegios exclusivos. De esta creciente competen-
cia entre los editores por mercados cada vez más amplios
sacó partido el propio Beethoven, que será un maestro con-
sumado en la negociación a varias bandas. También se bene-
ficiaron muchos músicos que encontraban empleo en una
floreciente industria que dará trabajo no solo a composito-
res sino, por ejemplo, a numerosos correctores de pruebas o
a arreglistas especializados en las distintas reducciones para
piano o conjunto instrumental de obras sinfónicas, operísti-
cas o corales (la carrera de Anton Diabelli a partir de 1815
responde de manera ejemplar a este nuevo perfil profesional).
Estas nuevas editoriales son uno de los agentes funda-
mentales de la constitución de la nueva esfera pública musi-
cal, que impulsan de muy diversas maneras: desarrollan
la nueva prensa musical (como ocurre, por ejemplo, con la
fundación en 179 8 de la Allgemeine musikalische Zeitung
por Breitkopf und Hiirtel), organizan conciertos y apoyan
carreras de nuevos virtuosos, desarrollan redes de comisio-
nistas cada vez más amplias que propagan y venden sus edi-
ciones, abren nuevas tiendas de música, como la del editor
Haslinger en Viena, que son lugar clave de encuentro de los
músicos con su nuevo público.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 209

Bonn: tres modelos profesionales


en un ambiente ilustrado
Los comienzos de la carrera musical de Beethoven no pudie-
ron ser más tradicionales. Hijo y nieto de músicos de una
pequeña corte renana, Beethoven ejerce un oficio artesanal
de tradición familiar. Su formación y primeras experiencias
estuvieron ligadas a su empleo como organista de la corte
del príncipe elector de Colonia. La residencia del elector era
la sede de una corte pequeña, pero importante. A Maximi-
lian Franz, que era además arzobispo de esa ciudad, perte-
necía uno de los señoríos eclesiásticos más ricos del Reich.
Al ser Colonia una ciudad libre, el elector tenía prohibida la
residencia en la propia ciudad (de hecho, la carta ciudadana
estipulaba que no podía residir más de tres días seguidos
dentro del recinto urbano). 1 Por esta razón, su residencia se
estableció en Bonn, una pequeña población río arriba. Esto
explica que una ciudad de modestas dimensiones contara,
sin embargo, con residentes de rango y con una animada
vida cultural, en la que destacaban las representaciones tea-
trales y de ópera. Así, por ejemplo, el padre del compositor,
el tenor y violinista de la capilla Johann van Beethoven,
podía ganarse un sobresueldo dando clases particulares de
piano y canto a las hijas e hijos de los embajadores de Ingla-
terra, Francia o del propio Imperio.~
La peculiar condición de Bonn es una de las claves para
entender la relación que, desde joven, tuvo Beethoven con
los círculos ilustrados, comenzando por el propio príncipe
elector de Colonia entre 1784 y 1794. Hijo de la emperatriz

r. A. W. Thayer, Ludwig van Beethovens Leben, ed. trad. y am-


pliación por H. Deiters y revisada por H. Riemann, Leipzig, Breitkopt
und Harte!, vol. 1, 1917, p. 8.
2. M. Solomon, «Economic Circumstances of the Beethoven
Household in Bonn», ]ournal of the American Musicological Socie-
ty, 50 (1997), pp. 336-337.

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210 Ganarse la vida en la música

María Teresa y hermano menor del emperador José II, fue


impulsor de profundas reformas anticlericales y antifeuda-
les. Maximilian Franz, con una completa formación musical
como correspondía a un miembro de la familia imperial de
esos tiempos, fue también protector del teatro alemán y de
las artes en general. Además, fundó al año de llegar a Bono
una universidad, «para enseñar a pensar a los hombres»,
como dijo en el día de su inauguración. 1
El 1 de diciembre de 1787, a punto de cumplir Beethoven
los 17 años un grupo de ciudadanos ilustrados creó un gabi-
nete de lectura (la Bonner Lesegesellschaft) apoyado explíci-
tamente por el arzobispo. A este ateneo progresista, ligado a
la masonería y a diversas sociedades secretas como la de los
Iluminados, pertenecieron muchos de los conocidos y ami-
gos de Beethoven, como los músicos de corte Neefe, Ries, el
teórico checo Reicha, el editor musical Simrock, o el conde
Waldstein, que sería presidente de este círculo en 1794. Pre-
cisamente Ferdinand Waldstein, noble vienés con formación
musical residente en Bono, fue el primer mecenas de Beetho-
ven y una personalidad decisiva en su traslado a Viena."'
La actividad musical de Beethoven puede contemplarse
en relación con tres modelos profesionales distintos: la del
músico de corte; la del pianista virtuoso (especialmente
como improvisador); y la del compositor. Simplificando la
cuestión, podemos decir que estos modelos responden a una
creciente autonomía personal y artística: primero tenemos
al músico de corte, que era administrativamente un cria-
do, como quedaba patente en el mencionado contrato de

r. M. Geck y P. Schleuning, «Geschrieben auf Bonaparte».


Beethovens «Eroica»: Revolution, Reaktion, Rezeption, Reinbek,
Hamburgo, Rohwolt, 1989, p. 2r.
2. La importancia de la masonería no solo en esta etapa formativa
de Beethoven ha sido subrayada por la última investigación, véase
Hans-Josef Irmen, «Beethoven, Bach und die Illuminaten», en H.-W.
Küthen (ed.), Beethoven und die Rezeption der A/ten Musik, Bonn,
Carus-Verlag, 2002, pp. 25-50.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 21 l

Haydn. Beethoven cobra su primer sueldo en julio de .1784


sustituyendo a su maestro Neefe como segundo organista
de la capilla (una responsabilidad que ya había asumido
con l l años como meritorio, es decir, de forma gratuita).
Aunque su cargo oficial será siempre el de Hoforganist (or-
ganista de la corte), a partir de 1789 tocará también la viola
en la ópera de Bonn, así como en la capilla. 1 La combina-
ción de diversas funciones musicales en estas instituciones
era algo frecuente en la época y permitió a Beethoven am-
pliar y diversificar su experiencia profesional.
En segundo lugar, tenemos al virtuoso. Hay que recordar
que los cantantes e instrumentistas virtuosos gozaban de una
condición social excepcional, semejante al de artista de cor-
te. En el primer concierto de 1778 (anunciado en la prensa
por el padre de Beethoven como alumno suyo de seis años),
aparece ya clara la estrategia de presentar al músico como un
niño prodigio, cosa que volverá a ocurrir en otro concierto
dado en La Haya en 1783. Ese mismo año se publica la no-
ticia redactada por su maestro,. Christian Gottlob Neefe, en
el Magazin der Musik de Cramer, en el que se explicita el
paralelismo con Mozart y se promociona por primera vez al
joven músico en un ámbito que trasciende lo regional:

Louis van Beethoven, hijo del tenor arriba mencionado, es un


muchacho de r r años de talento prometedor. Toca con gran
habilidad y fuerza el piano, lee muy bien a primera vista y por
decirlo todo de una vez: toca la mayor parte del clave bien
temperado de Sebastian Bach que le ha sido proporcionado
por el señor Neefe. Quien conozca esta colección de preludios
y fugas por todos los tonos (que podría llamarse casi el non
plus ultra), sabrá lo que esto significa. En la medida en que se
lo permitían sus restantes obligaciones, el señor Neefe le ha
dado asimismo algunas nociones de bajo continuo. Actual-
mente lo está ejercitando en la composición, y para su estímulo

I. A. W. Thayer, Ludwig van Beethovens Leben, op. cit., vol. 1,


pp. 197-199 y 239.

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212 Ganarse la vida en la música

ha dejado grabar en Mannheim sus 9 variaciones para pia-


no sobre una marcha. Este joven genio merecería una ayuda
para que pudiera viajar. Si continuase de la misma manera que
ha empezado, podría convertirse con seguridad en un segundo
Wolfgang Amadeus Mozart.'

Como vemos por este anuncio, la educación de Beetho-


ven incluía ya desde un principio su formación como com-
positor, junto a la potencial carrera de pianista virtuoso que,
sin embargo, no desarrollaría hasta sus años vieneses.
La estabilidad laboral del músico asalariado la encarnó
su abuelo flamenco Ludwig van Beethoven, que siendo can-
tor de la capilla fue nombrado maestro de la misma en 176 l.
Fue una promoción muy afortunada para un mero cantante,
ya que el puesto estaba normalmente reservado a un or-
ganista que dominase la composición. Ludwig senior era
además hábil en los negocios. Como otros muchos músicos,
tenía algunas ocupaciones complementarias que le permi-
tían aumentar sus ingresos, en este caso un negocio de vino
y el ejercicio como pequeño prestamista. 2. Su habilidad co-
mercial le permitió acumular una cierta fortuna, de la que
testimonia el retrato realizado por Leopold Radoux. Este
óleo, pintado entre 1772 y 1773, poco antes de su muerte,
transmite una imagen de estabilidad y confort burgués que
sin duda no dejó de impresionar al nieto. (De hecho, fue un
cuadro que reclamó años después desde Viena para tenerlo
colgado en su gabinete.)

r. Completo el texto de mi traducción en H.-J. Schulze (ed.),


]ohann Sebastian Bach. Documentos sobre su vida y su obra, op. cit.,
p. 222; según A. W. Thayer, Ludwig van Beethovens Leben, op.
cit., vol. 1, p. 150.
2. M. Solomon, «Economic Circumstances of the Beethoven
Household in Bonn», op. cit., p. 334.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 213

Viena: competencia, mecenazgo y mercado


Beethoven partió para Viena en el invierno de 1792 para
estudiar composición con Haydn. Al igual que en su primer
viaje a la capital imperial (en 1787), cuenta para ello con la
autorización de Maximilian Franz, que pone a su disposi-
ción una pequeña subvención. Después de completar su for-
mación, se supone que Beethoven volverá a Bonn, ya que en
Viena está en principio como músico de corte en comisión
de servicio (cobra la no despreciable suma de loo ducados
anuales, además de su sueldo). Sin embargo, no parece que
el arzobispo estuviera muy contento con los trabajos de
Beethoven en Viena. En diciembre de 1793 escribirá a
Haydn, negándose a aumentar la ayuda a Beethoven y du-
dando de los progresos del alumno, ya que, argumenta
Maximilian, la mayoría de las composiciones que manda
como prueba del trabajo del alumno son de la época de
Bonn. En consecuencia, le pide a Haydn que evalúe «si no
debiera regresar de nuevo a este lugar [Bonn] a fin de desem-
peñar sus servicios» (BG 1, 22). 1 La incierta posibilidad de
que Beethoven volviera de nuevo a Bonn quedó definitiva-
mente enterrada con la invasión de las tropas francesas de
Renania y la extinción de los señoríos eclesiásticos. También
en este sentido su trayectoria profesional será producto de la
Revolución francesa.
En Viena Beethoven busca desde el primer momento es-
tablecerse como músico: para ello necesita explotar un perfil
profesional determinado. Acudirá en primer lugar al mece-
nazgo aristocrático que está ya en retirada en Viena desde
los años noventa, pero que sigue siendo muy relevante en
ciertos aspectos. De hecho, lo será hasta los años del Con-
greso de Viena. El caso del op. l (una colección de tres tríos

1. BG =S. Brandenburg (ed.), Ludwig van Beethoven, Briefwech-


sel Gesamtausgabe, Munich, G. Henle, 1996-1998 (7 vols.). Cito por
volumen y página.

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214 Ganarse la vida en la música

para piano, violín y violonchelo) puede servirnos de ejemplo


para comprender la utilización que hizo del mecenazgo aris-
tocrático y de su habilidad para combinarlo con las nuevas
realidades del moderno mercado editorial.
Dejando a un lado el caso de Waldstein en Bonn, el pri-
mer mecenas vienés de Beethoven fue el príncipe Karl von
Lichnowsky. 1 El compositor vivía desde el verano de 1794
en su palacio, cumpliéndose así una tradicional forma de
mecenazgo según la cual el mecenas se hacía cargo de la re-
sidencia y manutención del artista. Al año siguiente, en r 79 5,
aparecieron impresos los tres tríos op. r. Afortunadamente,
estamos bien documentados acerca de los pormenores de la
edición de esta obra tan importante para su autor, ya que
con ella instaura la designación de sus composiciones con
un número correlativo de opus. La identificación por núme-
ro de opus era exclusivamente una costumbre del negocio
editorial para distinguir con precisión las obras unas de
otras. 2 Sin embargo, a nadie en tiempos de Beethoven se le
hubiera ocurrido, como hacemos hoy en día, anunciar en los
programas de los conciertos una obra con su número de
opus. Especial también en esto, Beethoven impuso a los edi-
tores su voluntad de asignar la categoría de opus solo a
aquellas obras que quería distinguir como las mejores. Este
criterio establece así una separación clara entre todo lo pro-
ducido anteriormente en Bonn (una cantidad nada despre-
ciable de sonatas, cantatas, conciertos y otras composicio-
nes) y estos tres tríos, que inauguran una nueva época.
El negocio editorial de música funcionaba según unas
pautas relativamente sencillas. El editor pagaba una cantidad
determinada al músico en función de su prestigio y de la esti-

r. Sobre la pertenencia de Lichnowsky a la masonería y su papel


de transmisor de la música de Bach, véase Hans-Josef Irmen, «Beetho-
ven, Bach und die Illuminaten», en H.-W. Küthen (ed.), Beethoven
und die Rezeption der A/ten Musik, op. cit., pp. 32-39.
2. A. Beer, Musik zwischen Komponist, Verlag und Publikum
Tutzing, Schneider, 2000, pp. 374-378.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 2I 5

mación comercial de la composición: no era lo mismo publi-


car, por ejemplo, unas variaciones fáciles para piano que una
misa con orquesta, cuando los monasterios (principales clien-
tes de esta música) habían dejado de existir en media Europa.
A todo ello había que sumar los costes de papel, de copia en
limpio de la música, del grabado de las planchas y de la dis-
tribución. Una vez publicada la música, el mayor peligro eran
las copias que otro editor pudiera hacer. Al ser sus costes me-
nores, ya que se ahorraba el pago al autor y del diseño gráfico
de las planchas, podía competir siempre con precios más ba-
jos, anulando así la inversión del primer editor. 1
A pesar de estos riesgos, en algunas ocasiones el compo-
sitor preveía que alguna edición de su música podía tener
asegurada una alta ·demanda y ser un buen negocio. Enton-
ces la solución empresarial era la inversa: era el compositor
el que contrataba al editor. Este es justamente el caso del
op. l, del que se ha conservado el contrato de edición
de 1795 con la casa Artaria, firmado por Beethoven el 19 de
marzo 1 y en el que se establecen las siguientes obligaciones:
(1) el compositor pagará 212 florines al editor para que
este grabe sus tres tríos en el plazo máximo de seis semanas;
(2) a partir de este plazo, se le harán llegar al autor al me-
nos 50 ejemplares por semana hasta llegar a los 400 a los
que tiene derecho, al precio de un florín por ejemplar, te-
niendo el autor la opción de recibir, si así lo decidiera, una
cantidad menor de copias; (3) tras la entrega de los ejempla-
res, el editor comprará las planchas por 90 florines que se
descuentan de los 212 florines del pago inicial; (4) en los dos
meses siguientes a la entrega de los primeros ejemplares, el

1. M. Ladenburger, «Beethoven und seine Verleger. Geschaftsbezie-


hungen. Strategien. Honorare. Probleme», en N. Kiimpken y M. Laden-
burger (eds.), Al/e Noten bringen mich nicht aus den Nothen!! Beetho-
ven und das Geld, Bonn, Beethoven-Haus, 2005, pp. I43-I52.
2. Los principales documentos aparecen publicados en el apéndi-
ce XI de A. W. Thayer, Ludwig van Beethovens Leben, op. cit., vol. 1,
pp. 504-508.

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216 Ganarse la vida en la música

editor renunciará a su venta en la ciudad de Viena, pudiendo


venderlas inmediatamente en el extranjero; (5) tras el plazo
de dos meses el autor podrá disponer libremente de sus
ejemplares y renuncia a pedir cantidad alguna por el resto
de las copias no vendidas de su total de 400; (6) el editor
imprimirá la lista de subscriptores, que será añadida a los
ejemplares que estos reciban.
Semanas después de firmar el contrato, Beethoven sondea
su mercado, anunciando en prensa, en la Wiener Zeitung
del 9, 13 y 16 de mayo, que abría la subscripción de su nueva
obra al precio de un ducado por ejemplar.' Como hemos vis-
to, la lista de subscriptores se imprimió para ser añadida a los
ejemplares que recibió cada uno de ellos: es decir, tenía una
función pública, ya que señalaba quién pertenecía al selecto
círculo de los que apoyaban al compositor. Por este mismo
elenco, sabemos que de los l 2 3 subscriptores, solo 3 l apare-
cen sin un título nobiliario, es decir, la gran mayoría eran
miembros de la aristocracia, especialmente de la alta aristo-
cracia (aparecen más de 70 príncipes y condes). Destacan los
nombres del príncipe Lichnowsky, que subscribe 20 ejempla-
res, y el de la condesa Thun, que subscribe 22 (el máximo de
los demás subscriptores suele ser de dos a seis ejemplares, en
dos casos se llega a los ro y 12 ejemplares). 1 Naturalmente,
todos los que leyeron la lista en su momento sabían que la
condesa Thun era la esposa de Lichnowsky y que los 42 ejem-
plares que suscribían entre ambos cubrían con creces los cos-
tes de edición: los 42 ducados de oro equivalían a unos 189
florines de plata, mientras que los gastos iniciales de Beetho-
ven habían sido de 122 florines (212 menos los 90 que Arta-
ria le descontaba por quedarse con las planchas de la edición). 3

r. Ibídem, pp. 400 y 505-506.


2. Mis observaciones se basan en la Liste de Souscripteurs encua-
dernada con la parte de piano del op. r cuyo facsímil puede consultar-
se en www.beethoven-haus-bonn.de
3. Cada ducado de oro equivalía a unos 4,5 florines de plata CM
(Conventionsmünze =divisa de plata adoptada en Austria y Baviera

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada » 217

Suponiendo que Beethoven hubiese agotado la extraordina-


ria cifra de 400 ejemplares a los que tenía derecho, se estima
que podría haber ganado la nada desdeñable cantidad
de 1.266 florines, lo que equivalía al doble de lo que ganaba
anualmente un músico de corte bien pagado. 1
Como vemos, el mecenazgo de Lichnowsky resultó decisi-
vo, aunque sea difícil evaluar con precisión su apoyo. Según
el recuerdo del hijo de Artaria, el apoyo de Lichnowsky ha-
bría incluido también el pago del príncipe de los 212 florines
de Beethoven, sin que este supiera la identidad del anónimo
donante. 2 Lo que muchos de los subscriptores sabrían segu-
ramente es que los tríos del op. 1 se habían escuchado ya en
el palacio de los Lichnowsky el año anterior. Según el uso
vienés, que Beethoven siguió en muchas ocasiones, se solía
ofrecer por una cantidad de dinero una nueva composición
a un noble para su uso exclusivo por un tiempo determinado
(medio año, por ejemplo). Transcurrido ese plazo, el compo-
sitor podía ofrecer su música a un editor. En este caso, el
riesgo residía en la posibilidad de que alguien hiciera llegar
subrepticiamente una copia manuscrita a algún editor du-
rante el periodo de uso exclusivo y que el editor, ignorando
los derechos del autor, pusiera la obra en circulación. (Tam-
bién podía ocurrir, por supuesto, que el compositor, como
sucedió en el caso de Beethoven, firmase contratos de edición
que no respetaban los plazos acordados de uso exclusivo.)
La lista de subscriptores del op. 1 atestigua muy bien la
imbricación de esta música en la cultura aristocrática viene-
sa. En ese ámbito, Beethoven había ya desbancado como

en 1753). Véase N. Kiimpken y M. Ladenburger (eds.), Al/e Noten


bringen mich nicht aus den Nathen!! Beethoven und das Geld, op.
cit., p. 200.
1. M. Ladenburger, «Beethoven und seine Verleger. Geschiifts-
beziehungen. Strategien. Honorare. Probleme», en ibídem, p. 144.
2. Véase el tardío testimonio de K. F. L. Nohl, Beethovens Leben,
Leipzig, Günther, 1867, vol. 11, p. 59; citado por A. W. Thayer, Lud-
wig van Beethovens Leben, op. cit., vol. I, p. 401.

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218 Ganarse la vida en la música

intérprete a sus rivales y se había labrado una sólida reputa-


ción. En sus primeros años vieneses, el compositor estaba
obsesionado con lo que consideraba que eran imitaciones o
copias de su manera de tocar: «He observado en más de una
ocasión que había aquí y allá en Viena alguno que a menu-
do, cuando yo había improvisado [fantasirt] por la noche,
anotaba al día siguiente muchas de mis peculiaridades y se
adornaba con ellas», le escribe en noviembre de 1793 a su
amiga de infancia Eleonore von Breuning (BG I, 18). No es
difícil entender la preocupación de Beethoven por el plagio
de aquello que consideraba especial o propio y que le era
imprescindible para destacar y ocupar un puesto en un esce-
nario como el vienés, altamente competitivo. En los duelos
pianísticos celebrados en los salones aristocráticos con otros
virtuosos, la improvisación ocupaba un lugar destacado en
la valoración del talento musical. Sin embargo, Beethoven
quería ir más allá. Trascendiendo una inicial reputación
como intérprete improvisador -de la que piezas como la
Fantasía para piano (op. 77) nos pueden dar una idea-, con
el op. l, su autor anunciaba claramente la ambición de
«ocupar un lugar entre el número de los artistas y hombres
dignos» a través de la composición. 1

La edición: el pesado negocio de la música


Cinco años después de la edición del op. l, la situación pa-
rece perfectamente controlada. En una carta de 1801 a su
amigo Amenda, Beethoven le dice que «todo lo que ahora
escribo, puedo venderlo por quintuplicado y, además, bien
pagado» (BG I, 8 5 ). A otro amigo le escribirá: «Tengo para
cada composición seis, siete editores, incluso más, si lo deseo.
Ya no se negocia conmigo; exijo, y se me paga» (BG 1, 79). El

I. Del testamento de Heiligenstadt, según A. Würz y R. Schimkat


(eds.), Beethoven en cartas y documentos, trad. M. y A. Soria, Ma-
drid, Tecnos, 1970, p. 30.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 219

tono de estas declaraciones expresa el optimismo y el deseo


de mostrar que ha triunfado finalmente en Viena. La rea-
lidad era, naturalmente, algo distinta. El trabajo del com-
positor libre exigía negociar con los editores y estar cons-
tantemente pendiente de los deseos del público, lo que era
agotador. La amplia correspondencia del compositor docu-
menta de forma detallada la importancia capital que tuvo
para Beethoven la edición de sus obras, las hábiles estrate-
gias que adoptó y la precisa consciencia que tenía acerca de
la diferencia entre valor artístico y precio de mercado. Todo
ello conllevaba naturalmente mucho tiempo, de modo que
no es de extrañar que en una carta a Franz Anton Hoffmeis-
ter, uno de los editores responsables del Bureau de Musique
de Leipzig, del 15 de enero de 1801, el compositor expresa-
ra su hastío por lo que llama «el pesado negocio» de la músi-
ca y propusiera la extraordinaria utopía de un «almacén del
arte» completamente al margen de la retribución monetaria: 1

[... ] este pesado negocio, lo denomino así, ya que me gustaría


que las cosas pudieran ser de forma distinta en este mundo.
Debiera existir un solo almacén del arte, al que el artista só-
lo debiera llevar sus obras para tomar lo que le fuese necesario.
Así que todavía hay que ser medio comerciante, y cómo se
siente uno en todo ello (¡Dios mío!), por eso lo llamo una vez
más pesado. (BG I, 64)

En relación con el negocio concreto tratado en esta carta,


Beethoven habla con gran sentido práctico de los precios de
sus composiciones. Cantidades argumentadas en función
del trabajo, de los costes y de la previsible aceptación que
tienen los distintos géneros musicales, proponiéndose ade-
más alternativas (como la reducción para piano del septeto)
para aumentar los posibles beneficios:

1. M. Solomon, «Beethoven's Magazin der Kunst» en id., Beetho-


ven Essays, Londres, Harvard University Press, 1988, pp. 193-204.

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220 Ganarse la vida en la música

Septeto [op. 20] (del que ya le he escrito; para mayor difusión


y ganancia se podría arreglar también para piano) 20 ducados;
sinfonía [op. 21] 20 ducados; concierto [op. 19] 10 ducados;
gran sonata [op. 22] para piano solo (allegro, adagio, minueto,
rondo) 20 ducados (esta sonata se las trae, mi querido señor
hermano). Como aclaración: quizá se extrañe de que no haga
aquí ninguna diferencia entre sonata, septeto, sinfonía, ya que
me parece que un septeto o sinfonía no tiene tanta salida como
una sonata; por ello lo hago, aunque indudablemente una sin-
fonía debiera considerarse más. [... ] La suma total sería así
de 70 ducados por las 4 obras, no entiendo de otro dinero que
no sea el ducado vienés, lo que eso sea en sus táleros y flori-
nes no me concierne, ya que realmente soy mal negociante y
calculador. (BG 1, 63-64)

Los precios exigidos por Beethoven podían oscilar ex-


traordinariamente. Así, meses después de haber ofrecido
estas cuatro composiciones por 70 ducados, su hermano
Karl pide infructuosamente al editor Johann Anton André
la exorbitante cantidad de i.500 florines (equivalentes a
unos 333 ducados) por una sinfonía, un concierto y tres so-
natas para piano (BG 1, 134). Nada más lejos de la realidad
que la imagen de un artista ajeno por completo a las vicisitu-
des del mundo: Beethoven estaba muy pendiente del merca-
do. «Hágame el favor de comunicarme de qué tipo quiere
tener obras mías, es decir: sinfonía, cuartetos, sonata, etc.,
para poder orientarme, y en caso de que tenga lo que necesi-
ta o desea, poder con ello servirle» (BG I, 69), escribirá el
mismo año a otro de sus editores en Leipzig, Breitkopf und
Hartel, en una fórmula que se repetirá con frecuencia. Ni
siquiera un genio reconocido como Beethoven puede desen-
tenderse de la demanda de los editores. Así, en 18 22, abru-
mado por compromisos y encargos, exclamará, haciendo un
juego de palabras a los que era tan aficionado entre los dos
significados del término alemán Gehalt (sueldo y conteni-
do): «No siempre responde lo que se pide al deseo del autor:
si mi sueldo no careciera por completo de contenido, no

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 221

escribiría nada más que óperas, sinfonías, música sacra.


Además, como mucho, cuartetos» (BG IV, 553-5 54).
Sin embargo, para ganarse la vida como compositor au-
tónomo el músico debe responder a las necesidades del pú-
blico, de los compradores de partituras que finalmente son
los que sostienen el negocio editorial. Un negocio basado en
gran medida en obras no demasiado extensas, con combina-
ciones instrumentales propias de la música doméstica (sona-
tas para piano, canciones, bailes, dúos, tríos, etc.) en el que
la presencia de la mujer como intérprete es muy importante.
En este mercado abundan los aficionados (Liebhaber) que
no son ni expertos (Kenner) ni, por supuesto, profesionales,
como pudieran ser los virtuosos (que, en general, tocan sus
propias composiciones). La dificultad técnica era, por lo
tanto, el criterio fundamental a la hora de determinar la de-
manda potencial de una composición, es decir, la rentabili-
dad comercial de una edición. Este factor era una de las
principales preocupaciones de los editores. En un composi-
tor como Beethoven, la tensión entre idea compositiva y ac-
cesibilidad técnica era evidente. Uno de los puntos de una
propuesta de contrato en francés que el compositor hizo lle-
gar al editor escocés George Thomson, que pagaba unos
magníficos honorarios a sus colaboradores, lo expresa con
claridad: «Me esforzaré todo lo posible en realizar las com-
posiciones fáciles y agradables, en lo que pueda acordarse
con esa elevación y originalidad de estilo, que según vuestra
propia confesión caracteriza con ventaja a mis obras, y de la
que no me rebajaré jamás». Un poco más adelante, añade
reveladoramente: la tache de les rendre faciles me genéra
toujours (BG 1, 290).
Los mejores conocedores del público y de sus deman-
das eran, lógicamente, los editores. Carl Friedrich Peters, de
nuevo en 1822, insiste en esta cuestión del nivel técnico en
su correspondencia con Beethoven:

Además, observe que en principio no deseaba tener de usted un


cuarteto de cuerda, sino un cuarteto para piano con violín, etc.;

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222 Ganarse la vida en la música

si alguna vez compone usted uno semejante, será bienvenido,


pero entonces le ruego que no sea demasiado difícil, para que
pueda satisfacer también a los buenos diletantes, ya que con el
gusto viciado actual, hay que reconducir a los aficionados con
obras de buenos maestros que no sean demasiado difíciles, sino
más agradables. Con sus obras demasiado difíciles, los buenos
maestros facilitan frecuentemente el camino a los compositores
superficiales, ya que con la dificultad se espanta a los aficiona-
dos, que toman lo malo fácil. Si los buenos artistas se esforza-
ran en escribir no con tanta dificultad, sino con más agrado, se
mantendría el buen gusto. Como editor, he podido observar
todo esto con frecuencia y muchos se quejan de que preferirían
con gusto las obras de los grandes maestros, si no les espantara
siempre su excesiva dificultad. (BG IV, 512)

Estas reflexiones coinciden con un evidente cambio de


los gustos del público, que en los años veinte ya no se intere-
sa tanto por la música de Beethoven. Un buen conocedor del
mercado vienés, el editor Artaria, le escribe al mismo Peters
en 1824: «Así ha disminuido el interés por Spohr, Weber,
Onslow, Ríes, Field, incluso por Beethoven: los héroes musi-
cales del presente en Viena son Rossini, Hummel, Meyseder,
Moscheles, C. Czerny». Estos cambios en las preferencias de
los compradores podemos resumirlos en pocas palabras:
veinte años antes, interesaban las sinfonías y la música de cá-
mara, ahora apasiona sobre todo un repertorio para piano
en el que disminuyen las sonatas y prima todo género de
fantasías y rondós de fácil ejecución. A grandes rasgos, esto
viene corroborado por las propias cifras del negocio edito-
rial. Tomando como referencia el número de ediciones musi-
cales alemanas publicadas en un determinado periodo, puede
establecerse una lista de autores favoritos que, con las caute-
las requeridas por toda estadística, resulta muy reveladora
de las tendencias del mercado. Así, al abrirse el siglo, la tría-
da del clasicismo vienés parece sólidamente asentada: en-
tre 1801y1810, la primera posición corresponde a Mozart
(que se establece como clásico también en las ventas), la se-

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 223

gunda a Beethoven y la tercera a Haydn. Por el contrario, el


periodo I 8 I 8-18 2 7 muestra un panorama radicalmente dis-
tinto: tras la previsible primera posición de Rossini, se man-
tiene la música de Mozart y aparece, en tercer lugar, Carl
Maria von Weber, el héroe indiscutible de la música alema-
na tras el estreno del Freischütz. Significativamente, Beetho-
ven ha descendido en este panorama a la sexta posición, y
a Haydn hay que buscarlo ya nada menos que en el pues-
to 2 3 de las ventas, arrinconamiento que vendría a confir-
mar su creciente imagen como autor anticuado. 1

El triunfo de Beethoven
En el caso de Beethoven, la dificultad interpretativa es solo
un aspecto de una cuestión más amplia. Para empezar, hay
una dimensión moral en este esfuerzo que la relaciona direc-
tamente con la estética del compositor. A la dificultad técni-
ca y conceptual de composición e interpretación correspon-
de también una exigente recepción auditiva. A propósito del
posible título de «sonata difícil» para la op. 101, escribe su
autor: «Difícil parece un concepto relativo, lo que para unos
es difícil, para otros es fácil, por consiguiente no se diría nada
con ello; sin embargo[ ...], con ello se dice todo, ya que lo que
es difícil es también bello, bueno, grande, etc.» (BG IV, 8).
Lejos de aislarse en la pretendida soledad romántica del ge-
nio, el autor fue muy consciente del horizonte de expectati-
vas de sus contemporáneos y de todo aquello que rodeaba lo
que él llamaba la Musikalische Politick (BG I, 69 ). En este
sentido, Beethoven combinó la máxima exigencia en la rea-
lización de sus ideas musicales en sus grandes obras con la
necesaria flexibilidad que aplicó a otras composiciones que
debían responder a las necesidades del mercado. En una car-

r. Véanse las tablas desglosadas en A. Beer, Musik zwischen Kom-


ponist, op. cit., pp. 423-426; véase además p. 268 (carta de Artaria a
Peters).

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224 Ganarse la vida en la música

ta de su hermano Karl, este recuerda que las composiciones


sin número de opus «han sido encargadas en su mayoría por
aficionados» (BG 1, I39) y, poco después, en otra del propio
compositor, este identifica el número de opus «con el verda-
dero número de mis mayores obras musicales» (BG 1, I45).
Esta combinación entre lo comercial y lo artístico (que no
siempre ha de entenderse como irreductible oposición) re-
sulta afín a las estrategias de muchos editores no solo musi-
cales sino literarios, que intentan financiar sus programas de
excelencia y prestigio con la edición de posibles best sellers.
La dialéctica entre el impacto público necesario para ga-
narse la vida y la exigencia musical autónoma puede verse
de manera ejemplar en una composición como el Triunfo de
Wellington o La Batalla de Vitoria (op. 9I), compuesta en-
tre agosto y noviembre de I 8 I 3. En una contemporánea
anotación de su diario, Beethoven reflexionó en un sentido
más amplio sobre la relación entre recepción popular y
agrado: «Es evidente que en cuanto se escribe para el públi-
co, se escribe más bonito, de la misma manera que cuando
se escribe deprisa». Rapidez en su factura y sencillez en su
1

concepción caracterizaron la producción del Triunfo de


Wellington. En pleno entusiasmo patriótico, se celebraba la
victoria inglesa sobre las tropas napoleónicas en la batalla
de Vitoria, en España, que había tenido lugar ese mismo
verano. Originalmente, la sinfonía de la victoria (la segunda
parte de la obra) había sido compuesta por Beethoven,
en I8I3, para una máquina de música diseñada por el Hof-
mechanikus, el mecánico imperial, Johann Nepomuk Mal-
zel. El Panharmonicon era una especie de caja de música gi-
gante, en la que un cilindro con púas accionaba una serie de
dispositivos que hacían sonar un conjunto de instrumentos
propio de las bandas militares (oboes, clarinetes, trompetas),
acompañados de instrumentos de percusión (timbales, cajas,
triángulo). Esta sinfonía, al parecer, debía servir de atracción

1. M. Solomon (ed.), Beethovens Tagebuch I8I2-I8I8, Beetho-


ven-Haus, Bonn, 2005, p. 49.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 22 5

en el viaje a Londres que el músico planeaba con Miilzel.


Posteriormente, el autor decidió utilizar la música concebida
para el Panharmonicon para rehacer la sinfonía para orques-
ta, a la que antepuso, como primera parte, una descripción
musical de la batalla en cuya orquestación se enfrentan dos
grupos de instrumentos de viento (una representando a los
ingleses y la otra a los franceses), con intervención de dos
grupos de percusión que imitan de manera realista los caño-
nes y las descargas de fusilería señalados en la partitura.
La obra fue estrenada en diciembre de 1813, conjunta-
mente con la séptima sinfonía y la actuación de un trompeta
mecánico de Miilzel, en la sala de la universidad ante 1.300
personas, dejando a beneficio de los inválidos de guerra la
suma de 4.006 florines. También Beethoven consiguió im-
portantes ingresos con esta obra en sendos conciertos que
dirigió en enero y febrero de 1814. Al impacto público de la
composición contribuyó sin duda la colaboración en los
conciertos de diciembre y enero de los músicos más célebres
de Viena: bajo la dirección de Salieri, la percusión y las dos
matracas estuvieron en manos de celebridades como Hum-
mel, Moscheles o el joven Meyerbeer, que se encargó de uno
de los dos tambores gigantes de metro y medio de diámetro
y grosor que simulaban el estruendo de la artillería.
El extraordinario éxito inicial del Triunfo de Wellington
dio lugar a una disputa entre Miilzel y Beethoven a propósi-
to de la propiedad de la obra, cuya primera versión había
sido destinada para el invento de Miilzel. Este insistía ade-
más en que la idea de la composición era suya y que había
recibido la partitura como compensación amistosa por los
aparatos de audición que el inventor había diseñado para
aliviar la sordera del compositor. La ira de Beethoven fue en
aumento cuando se enteró de que Miilzel había presentado
la obra en Múnich con un beneficio de al menos 500 flori-
nes. Hay que tener en cuenta que la circulación de la partitu-
ra en manos de Miilzel ponía en peligro los propios planes
de Beethoven de publicar la obra, ya que la pérdida del con-
trol material de la partitura implicaba la imposibilidad

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226 Ganarse la vida en la música

de reclamar cualquier derecho. En este contexto, la edición


en 18 16 por la casa Steiner de Viena del Triunfo de Welling-
ton fue planeada como una gran operación comercial, que
aseguraba además su propiedad intelectual. Junto a la habi-
tual edición de las partes instrumentales de la sinfonía,
se publicó al tiempo la partitura (la primera vez que esto
ocurría en el caso de Beethoven), una versión para quinteto
de cuerda, otra para nueve instrumentos de viento, otra
para piano, violín y violonchelo, y otra para piano a cuatro
manos, además de una reducción para piano del propio au-
tor. A ello habría que añadir la simultánea edición londinen-
se de la reducción para piano y la aparición al poco tiempo
de una versión para dos pianos.
El Triunfo de Wellington fue dedicado por Beethoven al
príncipe de Gales, el futuro rey Jorge N. Para gran disgus-
to del compositor, no hubo reacción por parte de la casa real
británica, que no agradeció el gesto. Sin embargo, las dedi-
catorias de sus obras fueron, en general, una eficaz herra-
mienta para promocionar su obra. De los 13 3 números de
opus aparecidos en vida del compositor, 94 lo hicieron con
dedicatoria, y de estas 94 un cuarto apenas corresponden a
dedicatorias que podríamos denominar «de amistad». 1 El
resto tenía una función de prestigio, asociado en general a
los títulos nobiliarios de los dedicatarios, que autorizaban la
dedicatoria previa petición formal. Ello tenía también con-
secuencias económicas: además de su simbólica retribución,
la aceptación de la dedicatoria constituía un marchamo de
calidad de la obra y de prestigio del autor, como lo reflejan
numerosas críticas y comentarios contemporáneos. En su
correspondencia, Beethoven estuvo siempre muy pendiente
de la política de las dedicatorias de sus publicaciones.

r. N. Kampken, «"Deutliche Auseinandersetzung dass man Wohl


was kann aber nicht will bey oder von der Russischen Kaiserin",
Widmungen und Auftragswerke», en N. Kampken y M. Ladenburger
(eds.), Al/e Noten bringen mich nicht aus den Nathen!! Beethoven
und das Geld, op. cit., p. 182.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 22 7

Como vemos, la diferencia fundamental de Beethoven


con respecto a los músicos del Antiguo Régimen no fue el
rechazo de los tradicionales medios de promoción como
el mecenazgo y la dedicatoria, sino más bien su reutilización
de forma radicalmente nueva, transformación a la que sin
duda no fue ajena la nueva afirmación personal del artista.
Algo semejante ocurre con los encargos, que efectivamente
desaparecen en la forma tradicional en que se entienden, por
ejemplo, en el mencionado contrato de Haydn. Sin embar-
go, también aquí conviene ser cauto y huir de contraposi-
ciones radicales. Así, por ejemplo, a las enérgicas frases
iniciales de rechazo en abril de I 802 en carta a los edito-
res Hoffmeister y Kühnel, de la petición de la condesa de
Kielmansegge de una anacrónica sonata revolucionaria
-«¿Habéis perdido el juicio, señores míos? Proponerme ha-
cer una sonata semejante ... »-, sigue el pasaje generalmente
omitido en el que el autor acepta el encargo:

[... ]la señora podrá tener una sonata mía, también seguiré su
plan en lo que se refiere a la estética en general, aunque sin se-
guir las tonalidades; el precio 50 ducados, por los que puede
tenerla para su disfrute un año, sin que ni yo ni ella puedan pu-
blicarla. Transcurrido este año, la sonata será sólo mía, es decir,
podré y haré publicarla, y en todo caso, si cree encontrar en ello
un honor, podrá solicitar que le dedique la misma. (B 1, 105) 1

Conciertos: una empresa arriesgada


Como he señalado, junto a la composición, las clases y los
conciertos eran los medios habituales de ganarse la vida en
la moderna cultura musical burguesa. A diferencia de otros
músicos, Beethoven pudo en gran medida prescindir de la
enseñanza privada: daba (pocas) clases a algunos elegidos

r. J. y B. Massin, Ludwig van Beethoven, Madrid, Turner, 2011,


p. 130. Reproduce esta carta omitiendo justamente este pasaje.

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228 Ganarse la vida en la música

del círculo de nobles vieneses que le apoyaba y a un reduci-


do número de discípulos como Ferdinand Ries o Carl Czer-
ny, ambos hijos de músicos profesionales. En lo que se refie-
re al concierto como creciente actividad social centrada en la
interpretación y audición de la música autónoma, la activi-
dad de Beethoven se inscribe también en este caso en una
época de transición.
En sus primeros años en Viena, Beethoven actuó funda-
mentalmente en el ámbito privado de las salas aristocráticas
y del concierto doméstico, lugares donde persistía en gran
parte todavía una relación flexible entre los participantes, lo
que permitía entre otras cosas el intercambio de papeles en-
tre intérprete y oyente típico de la cultura del diletantismo.
De este tipo de conciertos estamos muy poco informados
si no es de manera indirecta, a través de la correspondencia,
de los diarios y de las memorias. En el verano de 1801, el
editor Hoffmeister (que dos años antes había editado la So-
nata op. 13, Patética) escribió a su colega Kühnel: «El sába-
do hubo música en casa de Beethoven, estuvimos presentes
yo mismo y también Uosef Karl] Bemard, Uohann Nikolaus]
Forkel, [Antonio] Salieri, Uoseph] Preindl, [Ferdinando]
Par, etc., con una gran cantidad de damas y caballeros». Tes-
timonios excepcionales como este dejan entrever de pasada
una interesante audiencia en la que aparecen mezclados mú-
sicos italianos y alemanes de distintas generaciones, jóvenes
intelectuales como Bernard (colaborador literario de Beet-
hoven años después), y ese selecto grupo de damas y caba-
lleros que constituirá el fundamento social del concierto
público burgués. 1
Frente a los exclusivos conciertos aristocráticos (a los
que se accedía en principio por invitación), el concierto
público permitía una proyección artística en ámbitos más
amplios. Mientras que en ciudades como Londres o París el
vigoroso desarrollo de una esfera pública moderna en com-

1. El pasaje de la carta de Hoffmeister aparece, sin identificar a los


asistentes, en A. Beer, Musik zwischen Komponist, op. cit., p. 343.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 229

petencia con la corte impulsó la institución del concierto


público empresarial, la situación era muy distinta en Viena,
donde el peso feudal de la vieja aristocracia cortesana seguía
siendo muy significativo y, en consecuencia, escasa la conti-
nuidad de las asociaciones de conciertos. También en Viena,
el incipiente concierto público, al que a imitación del teatro
se accedía mediante el pago de una entrada, podía reportar
importantes beneficios económicos. Sin embargo, era tam-
bién una empresa de resultados inciertos, sobre todo cuando
se organizaba individualmente: Mozart había amargamen-
te experimentado en su etapa final lo difícil que era prever
las expectativas del público vienés. Por otra parte, si un
compositor quería obtener algún beneficio de la ejecución
de sus obras, la única posibilidad que tenía era organizar él
mismo un concierto, ya que no existía el concepto de dere-
cho de interpretación de una obra.
Para organizar un concierto, el músico empresario tenía,
en primer lugar, que encontrar y hacer frente al alquiler de
un local adecuado (no había entonces muchos en Viena: la
primera sala de conciertos construida como tal tuvo que
esperar hasta 1831). Después había que correr con gastos
tan variados como imprescindibles, empezando por la ilu-
minación, la carpintería para acondicionar el necesario esce-
nario y los asientos en lugares tan diversos como un teatro,
un salón de baile, un restaurante, hotel o jardín. A ello había
que añadir la afinación del piano si se empleaba este instru-
mento, el pago de los músicos, la copia de los materiales de
orquesta y los anuncios en la prensa. Todos estos gastos te-
nían que ser compensados por el importe de las entradas. Es
decir, la empresa, las academias como solían denominarse
estos conciertos, podía salir mal y suponer pérdidas en lugar
de beneficios.
Beethoven tenía, en r 80 r, la idea tan optimista como
poco realista de poder dar anualmente una academia en su
propio beneficio. Pero las dificultades y arbitrariedades de la
vida vienesa, junto a las vicisitudes de las guerras y ocupa-
ciones (con el consiguiente aumento exponencial de los con-

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230 Ganarse la vida en la música

ciertos benéficos), dieron al traste con este proyecto. La sor-


dera del compositor se encargaría además de dificultar cada
vez más este tipo de empresas. El balance final de este aspec-
to de su carrera es claro: en los 2 7 años transcurridos desde
el primer concierto en su beneficio, el compositor solo logró
organizar ocho conciertos, de los que únicamente la mitad le
reportó una ganancia digna de mención. 1

Buscando un puesto: el decreto de r 809


Aunque Beethoven acabó ganándose la vida como composi-
tor independiente con las ediciones de su música, dependió
también, como he señalado, de los antiguos mecanismos del
mecenazgo. Así, por ejemplo, a partir de 1800, y hasta su
ruptura en 1806, gozó de una pensión anual de 600 florines
que le concedió Lichnowsky. Como recordaba Beethoven en
una carta, esta pensión se le concede «hasta que no encuen-
tre un puesto adecuado » (BG I, 79 ). Tanto entonces como
hoy, era impensable que un mercado editorial fluctuante y
de dimensiones no masivas como el musical pudiera por sí
mismo asegurar la subsistencia de un músico. Aunque Beet-
hoven obtuvo casi siempre honorarios más altos que los ha-
bituales en razón no tanto de las ventas inmediatas, sino
sobre todo por el prestigio que aportaba a la editorial, la
posibilidad de vivir exclusivamente de la edición no era una
perspectiva realista. La producción musical de Beethoven
fue además inhabitual en la medida en que no se especializó
en la edición de un tipo determinado de música, como ha-
cían la casi totalidad de sus colegas que intentaban vivir de
la composición, sino que abarcó con la máxima exigencia,

1. N. Kiimpken, «[ ... ]sol/te ich immer hier bleiben, so bringe ichs


auch sicher dahin dass ich jiihrlich immer eine[n] Tag zur Akademie
erhalte. Beethoven als Konzertveranstalter », en N. Kiimpken y M.
Ladenburger (eds.), A/le Noten bringen mich nicht aus den Nothen!!
Beethoven und das Geld, op. cit., p. 174.

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2.3 2. Ganarse la vida en la música

con todo lo que ello conlleva de flexibilidad y adaptación a


las imprevisibles vicisitudes de la producción dramática.
Si la iniciativa de I 807 no tuvo éxito, la siguiente, que se
produce en marzo de ,r809, sí la tendría, aunque a este éxito
pueda aplicársele el dicho oriental de tener cuidado con los
deseos, porque pueden cumplirse. La historia en torno a lo
que se conoce en la biografía beethoveniana como el decreto
de I809 es extraordinariamente instructiva acerca de la
cuestión de cómo debe ganarse la vida un artista moderno.
A raíz de la paz de Tilsit se había creado en el norte de
Alemania el reino de Westfalia, y Napoleón había designado
como nuevo rey a su hermano Jeróme. En Kassel, la capital
del nuevo reino, se organizó una corte con todas las caracte-
rísticas de la grandeur francesa. No había un teatro de ópera
regio, sino tres: una compañía italiana, otra francesa y otra
alemana. Para estar al frente de esta institución se creó el
imponente puesto de Directeur géneral des théátres et de
son orchestre. A finales de octubre de 1808 (o quizás antes)
recibió Beethoven la oferta de ese puesto, con un sueldo
de 600 ducados anuales y una ayuda de viaje de l 50. Las
circunstancias del cargo las describe Beethoven en una carta
de febrero de 1809: «No tendría que hacer otra cosa que
dirigir los conciertos del rey, que son cortos y al fin y al cabo
poco frecuentes; ni siquiera estoy obligado a dirigir la ópera
que escriba. De todo ello se desprende que podría dedicarme
completamente al fin más importante de mi arte, el de escri-
bir grandes obras. También tendría una orquesta a mi dis-
posición» (BG 11, 40). La posibilidad de disfrutar en Kassel
del uso permanente de una orquesta debió, sin duda, atraer
a un músico como Beethoven, para quien la relación con el
sonido real fue fundamental. Tan solo unas semanas des-
pués, escribirá a los editores de sus sinfonías quinta y sexta
«recibirá mañana una lista de pequeñas correcciones que
hice durante la ejecución de las sinfonías. Cuando se las en-
tregué, no había oído ninguna de ellas: uno no debe querer
ser tan divino como para no corregir aquí o allá alguna cosa
en sus creaciones» (BG 11, 4 5).

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» z3 3

El compositor había pensado en distintos momentos


en abandonar Viena: ya en 1803 barajó seriamente estable-
cerse en París y en la instancia de 1 807 afirma tener que
marcharse de no encontrar un puesto fijo que le permita
dedicarse «enteramente a su arte» (BG I, 333). En enero
de I 809, mandó su aceptación a Kassel y a partir de ese mo-
mento se precipitaron los acontecimientos. 1 La nobleza vie-
nesa se puso en movimiento para ofrecerle a Beethoven un
contrato que compensase económicamente la oferta de Kas-
sel. Como recordaría más tarde Beethoven, nobles como el
príncipe Kinsky se empeñaron «en que no comiera jamón de
Westfalia » (BG III, 103). A la postre, serán tres los mecenas
que asuman la negociación con el compositor: el archiduque
Rudolph (alumno y fiel mecenas de Beethoven) y los prínci-
pes Lobkowitz y Kinsky. A finales de febrero de 1809, fir-
man con Beethoven un contrato en el que se comprometen a
pagar al compositor una renta anual de 4.000 florines (equi-
valentes a algo menos de 900 ducados), repartidos de lama-
nera siguiente: Rudolph 1. 500, Lobkowitz 700, y Kinsky la
cantidad más alta, 1.800 florines.
La altitud de miras del decreto queda patente en su argu-
mentación inicial:

Las diarias pruebas que el señor Ludwig van Beethoven da de


sus extraordinarios talentos y genio como artista [Tonkünstler]
y compositor despiertan el deseo de que sobrepase las mayores
esperanzas puestas en él, cosa que, a la vista de la experiencia
hecha hasta ahora, cabe aguardar.
Pero como está demostrado que sólo una persona que, en
la medida de lo posible, se halle libre de preocupaciones puede
dedicarse por entero a una disciplina y que sólo este modo de
emplear el tiempo, excluyendo toda otra ocupación, hace fac-

I. M. Gutiérrez-Denhoff, «o Unseliges Dekret. Beethovens Rente


von Fürst Lobkowitz, Fürst Kinsky und Erzherzog Rudolph », en
N. Kiimpken y M. Ladenburger (eds.), Al/e Noten bringen mich nicht
aus den Nothen!! Beethoven und das Geld, op. cit., p. 30.

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Ganarse la vida en la música

tibie crear grandes y sublimes obras que ennoblezcan el arte,


los firmantes han tomado la resolución de poner al señor Lud-
wig van Beethoven en una situación en la que las necesidades
más esenciales no sean motivo de preocupación que pudieran
entorpecer su vigoroso genio.'

A cambio, Beethoven permanecerá en Viena o en alguna


ciudad de Austria, con la posibilidad de viajar al extranjero
por motivos de trabajo. La renta se considera perpetua has-
ta que el compositor consiga un puesto fijo a la altura de sus
necesidades y prevé su pago vitalicio en caso de verse «impe-
dido por una desgraciada casualidad o por la edad».
Unos años después, el cumplimiento de este contrato se
vio comprometido por diversas circunstancias. En noviem-
bre de I8I2, Ferdinand Kinsky murió en un accidente a ca-
ballo y en I 8 I 6 falleció Lobkowitz, que ya hacía unos años
estaba completamente arruinado. Solo el archiduque man-
tuvo sin interrupción su contribución. Ante la negativa de
los herederos de Kinsky y Lobkowitz de pagar la renta al
compositor, este los llevó a juicio. Tras un largo y costoso
proceso, en I8I5 se llegó a un acuerdo, no solo sobre los
retrasos, sino sobre otro delicado asunto: la necesaria actua-
lización de la renta acordada. En tiempos de guerra, la alta
inflación devoraba las rentas fijas, lo que también contribu-
yó en no poca medida a la propia ruina de la aristocracia.
Peor todavía fue la bancarrota estatal de I8u, que redujo
de la noche a la mañana en un 80 % el valor del dinero.
Los años de la restauración contemplan el fin definitivo
del mecenazgo aristocrático en Austria. En cierta forma, el
peculiar instrumento jurídico del decreto de I 809 en el que se
unen tres aristócratas vieneses marca el umbral de lo que
será el nuevo modelo del siglo XIX: el mecenazgo colectivo

I. A. Würz y R. Schimkat (eds.), Beethoven en cartas y documen-


tos, op. cit., pp. 37-38. He revisado la traducción según el texto origi-
nal en N. Kampken y M. Ladenburger (eds.), Al/e Noten bringen mich
nicht aus den Nothen!! Beethoven und das Geld, op. cit., p. 49.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 2 35

burgués, representado enseguida por asociaciones como,


por ejemplo, la Gesellschaft der Mus.ikfreunde de Viena,
fundada en r 8 r 2. 1 En ciertos aspectos, este decreto recuerda
a las viejas pensiones o provisiones del artista de corte, en
las que no se contrata la producción de obras ni tampoco se
reserva la propiedad de estas: la provisión gratifica simple-
mente la disponibilidad para el monarca de la virtud del ar-
tista (del talento como capacidad para producir una gran
obra) y no el rendimiento concreto. Al igual que las anti-
2

guas provisiones, el decreto beethoveniano se considera


también vigente en caso de enfermedad o incapacidad del
artista. Por el contrario, la reclamación procesal del pago de
esta renta por parte de Beethoven señala igualmente un
cambio respecto del mecenazgo concebido como gracia
otorgada y es expresivo de la transición hacia una concep-
ción de la moderna beca artística entendida como derecho
legítimamente adquirido por el trabajo y el talento. Final-
mente, además de generoso apoyo en la mejor tradición del
mecenazgo, el decreto de r 809 tiene indudablemente una
dimensión política en el sentido de que enfatiza la identifica-
ción patrimonial de la figura de Beethoven con la monar-
quía austriaca. Todo ello se produce en la antesala del Con-
greso de Viena, en el que asistimos a la máxima proyección
pública del compositor ante los más altos representantes de
la política europea. Ello ocurre no solo con el mencionado
Triunfo de Wellington sino también con otras obras de cir-
cunstancia política, como la cantata laudatoria Der glorrei-
che Augenblick (op. r 3 6, estrenada ante los dignatarios del
congreso el 29 de noviembre de 1814), que se inscriben en
una explícita nacionalización de la figura de Beethoven. Es-

1. P. Urbanitsch, «Zum Stellenwert des Mazenatentums im frü-


hen 19. Jahrhundert (unter besondere Berücksichtigung der Kompo-
nisten)», en A. Harrandt y E.W. Partsch (eds.), Künstler und Gesell-
schaft im Biedermeier, op. cit., p. 40.
2. M. Warnke, Hofkünstler. Zur Vorgeschichte des modernen
Künstlers, Colonia, Dumont, 1996, p. 174.

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Ganarse la vida en la música

tas obras (independientemente de su problemática valora-


ción estética) participan en un nuevo discurso político como
expresión individual del músico-artista Beethoven. Si la
composición en 1790 de las cantatas a la muerte del empe-
rador José 11 (Woü 87) o a la ascensión al trono de Leopol-
do 11(Woü88) son todavía producto funcional de un músi-
co cortesano, las composiciones de circunstancia de los años
en torno al Congreso de Viena son otra cosa: obras explíci-
tamente saludadas como aportaciones patrióticas del genio.

Ocaso del mecenazgo patriarcal


«La época patriarcal» es el sugerente título del primer ca-
pítulo de la ya citada monografía de Eduard Hanslick sobre
las sociedades de conciertos vienesas. Este periodo iniCial,
que abarca toda la segunda mitad del siglo xvm, viene
caracterizado por el protagonismo de la aristocracia a tra-
vés de sus orquestas privadas y de un activo mecenazgo
centrado en la música. Una época representada por figuras
tan significativas de la cultura musical vienesa como el ba-
rón Gottfried van Swieten, funcionario ilustrado del jose-
finismo y libretista de Haydn, al que Beethoven dedicó su
primera sinfonía. Como ha ocurrido siempre, el mecenazgo
cultural, científico o social es indudablemente una manifes-
tación de poder social por parte de quien lo ejerce. En el caso
de la música, esta aparece asociada a la idea del prestigio
y de la memoria que el mecenas se asegura a través de ella,
promocionándose también los propios intereses de grupo o
clase. Sin embargo, no debe minusvalorarse la dimensión
propiamente estética del mecenazgo, el interés personal no
solamente genuino de muchos mecenas, sino su competencia
y criterio en materia musical. En el caso de Beethoven, esta
primera comunidad de entendidos fue crucial en la medida
que sostuvo un ambiente propicio al desarrollo de la compo-
sición como obra de arte. Lógicamente, su influencia no fue
única: sus decisiones formaron parte del más amplio discur-

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 2 37

so disciplinar de la música en el que se integraron aquellos


compositores y críticos, intérpretes y oyentes que se esforza-
ron por apreciar la extraordinaria música de Beethoven.
Estos aristócratas apoyaron, en el caso de Beethoven
a un compositor innovador, difícil y nada convencional. Es-
tamos hablando de personas como Waldstein (autor de can-
tatas y piezas instrumentales), Karl Lichnowsky (experto
pianista, discípulo de Mozart), Rasumovsky (alumno de
composición, violinista en el propio cuarteto que mantenía)
o el archiduque Rudolph (alumno de piano y composición
del propio Beethoven). A esta cultura aristocrática pertene-
cían también los intérpretes, especialmente las pianistas, en-
tre las que se cuentan mujeres como la condesa Erdody o las
diversas alumnas de Beethoven, como la princesa Henriette
Lichnowsky o la condesa Dorothea Ertmann,.por citar solo
algunas. Un caso particularmente ilustrativo del mecenazgo
aristocrático es el del príncipe Joseph Lobkowitz, uno de los
subscriptores del decreto de 1809,que ya había financiado
generosamente al compositor desde 1796. Lobkowitz era,
sin duda, uno de los mayores talentos musicales de este gru-
po de nobles. Alumno de Anton Wranitzky, que más tarde
dirigiría la célebre orquesta privada del príncipe, tocaba
el violín y el violonchelo, además de ser un excelente can-
tante. Su pasión por la música le llevó a invertir ingentes
sumas de dinero en la formación de sus cantantes e instru-
mentistas y en estrenos y conciertos de todo tipo. 1 «En casa
de Lobkowitz se pueden organizar a cualquier hora y a pla-
cer ensayos en los mejores locales: frecuentemente tienen
lugar a la vez varios ensayos en diversas salas» recuerda de
su estancia vienesa en 1808 el músico y crítico prusiano Jo-
hann Friedrich Reichardt. 2 El nuevo estilo del mecenazgo de

1. Sobre el mecenazgo musical de Lobkowitz, véase D. W. Janes,


The Symphony in Beethoven's Vienna, Cambridge, Cambridge Uni-
versity Press, 2006, pp. 43-45.
2. Cit. por E. Hanslick, Geschichte des Concertwesens in Wien,
op. cit., p. 50.

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Ganarse la vida en la música

Lobkowitz se muestra también en su preocupación por la


seguridad económica de los músicos jubilados o empobreci-
dos. Finalmente, a partir de 1806, se implicó en la gestión de
los teatros imperiales, comprometiendo a los pocos años su
fortuna de manera irreversible. La ruina de Lobkowitz,
como la de los demás aristócratas filarmónicos, debe verse
en el marco más amplio del declive económico y social de
toda la alta nobleza austriaca. Son esos títulos endeudados
que en gran medida se retiran a sus posesiones agrarias y
a sus países de origen como Bohemia, Hungría o Polonia,
también como manifestación de un creciente distanciamien-
to político respecto del centralismo vienés. 1

Por no hacer nada: sueño y realidad


del compositor independiente
Utilizando y trascendiendo este patriarcal mundo del ayer,
Beethoven fue capaz de desarrollar una inusitada carrera
como compositor profesional. Un modo de vida que se ha-
bía vislumbrado en el caso de Haydn, cuando a su muerte se
afirmó no solo que había sido un gran músico, sino que «ha-
bía trabajado a lo largo de más de medio siglo como escritor
musical [musikalischer Schriftsteller]» y que «la totalidad de
sus obras formaban una biblioteca nada desdeñable»!
Emulando ese modelo, Beethoven tuvo que ganarse su vida:
el compositor fue -al contrario de lo que él mismo gustaba
de afirmar- un hábil negociador y gestor de una obra conce-

r. E. Bruckmüllet; «Zur sozialen Situation des Künstlers, vomehm-


lich des Musikers, im Biedermeier», en A. Harrandt y E.W. Partsch
(eds.), Künstler und Gesellschaft im Biedermeier, op. cit., p. 17. Véase
también H. Steckl, «Zwischen Machtverlust und Selbstbehauptung.
Ósterreichishe Hocharistokratie vom 18. bis ins 20. Jahrhundert», en
H.-U. Wehler (ed.), Europiiischer Adel q50-1950, Gotinga, Vanden-
hoeck & Ruprecht, 1990, pp. 154-15 5·
2. G. A. Griesinger, Biographische Notizen über f oseph Haydn,
Leipzig, Breitkopf un Hartel, 1810, p. 4.

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Beethoven: ganarse la vida «por no hacer nada» 239

bida esencialmente como monumento. Pese a sus induda-


bles éxitos, el hastío de lo que él llamaba das okonomisch-
Musikalische, lo económico-musical (BG 11, 148) fue una
constante a lo largo de su vida. El fastidio de la negocia-
ción era sentido por el artista como una inmerecida carga.
En l 80 5, escribirá irritado a Breitkopf und Hartel insistien-
do en la ética supremacía de su talento artístico por encima
de todo estrecho cálculo: «Beethoven no se las da de nada,
y desprecia todo lo que no pueda obtener rectamente a tra-
vés de su arte y mérito» (BG I, 257). Pese a todo, como le
recordarán de continuo los editores, en tanto en cuanto am-
bos (editor y artista) dependían del libre mercado, no que-
daba otro remedio que negociar. La alternativa era o bien el
nuevo mecenazgo burgués, o el apoyo público del Estado
moderno, como lo ejercía de forma paradigmática la Fran-
cia de Napoleón. En el entorno de Beethoven y a la altura
de 1820, se recordaba por ello al corso con cierta nostalgia.
«Napoleón fue un gran hombre y como protector de las ar-
tes no volverá pronto uno como él», se afirma en uno de sus
cuadernos de conversación. Pese a los turbulentos cambios
1

políticos, se trataba de la misma Francia que años después


otorga a Rossini una suculenta pensión vitalicia que le per-
mitirá vivir como un rentista, en su caso -como es notorio-
sin componer una sola nota para el público. 2
Nada más lejos, sin embargo, que tomar estos casos
como representativos de la profesión de compositor en el
siglo XIX. Pese a la inmensa influencia del mito romántico de
Beethoven como genio ajeno al mundo que acaba por impo-

r. K.-H. Kohler y otros (eds.), Ludwig van Beethovens Konver-


sationshe(te, Leipzig, Deutsher Verlag für Musik, 1968-2001, vol. 8,
p. 262.
2. A. Gerhard, Die Verstiidterung der Oper, Stuttgart-Weimar,
J. B. Metzler, 1992, p. 105. Véase también B.-R. Kern, «Meister der
Verhandlungstaktik. Gioacchino Rossinis Vertriige mit der Krone
Frankreichs», Neue Zeitschrift für Musik, 153 (1992), Heft 3, pp.
13-18.

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Ganarse la vida en .la música

ner sus exigencias, el compositor de la nueva economía capi-


talista tuvo que acostumbrarse a vivir en una cruda realidad
que hacía harto difícil vivir de un trabajo como el de la com-
posición por amor al arte. A la larga, casi todos los que
tomaron a Beethoven como ejemplo se vieron obligados a
ganarse la vida con otros trabajos complementarios, musi-
cales o no. A las actividades que hemos mencionado a lo
largo de estas líneas se añadieron otras nuevas: muchos
compositores vivieron en algún momento de sus carreras de
la literatura musical (como hizo Wagner entre mecenas y
mecenas), fueron probos funcionarios o ejercieron la crítica.
Fuera del mecenazgo (que siguió ejerciéndose a lo largo y
ancho del siglo XIX) y frente a la lógica del mercado, quedaba
tan solo la utopía del libre intercambio. El sueño de la libera-
ción del talento del artista del negocio penoso de la economía
podía imaginarse -como lo hizo también Beethoven- a través
de la instauración de ese Magazin der Kunst (almacén del
arte) del que el compositor obtendría todo aquello que nece-
sitase a cambio de un producto que no podía tasarse, a pesar
de ser resultado de un trabajo extraordinario. Porque, efecti-
vamente, el compositor trabaja. Aunque algunos, incluso
muy cercanos a Beethoven como su alumno Ferdinand Ries,
no lo comprendieran así del todo. Al poco tiempo de suscribir
Beethoven la renta de 4.000 florines, el 28 de marzo de 1809,
escribía Ries desde Viena al editor Ambrosius Kühnel:

Mi profesor Beethoven está definitivamente contrata-


do por el sueldo vitalicio de 4.000 florines. Nota Bene: por
no hacer nada. 1

1. Cit. por A. Beer, Musik zwischen Komponist, op. cit., p. 1 5.


Quiero agradecer a Carmen Abad, Luis Gago, Anselm Gerhard, José
Máximo Leza y Miguel Ángel Marín sus comentarios y sugerencias
que me fueron de gran ayuda para la redacción final de este texto.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abril, Pedro Simón, l 6 3 Astorga, marqués de (véase


Adorno, Theodor W., Pérez Osorio, Alvaro) 173,
125-126,128,136,200 176
Alarcón, Pedro Antonio de, Augusto, Cayo Julio César, 82,
131 94
Alas, Leopoldo, 10 5, l 3o, l 3 2, Aula Guillén, Luis, 191
155 Austria, Alberto de,
Albéniz, Isaac, 191, 199 archiduque, 49-50
Alberti, Leon Battista, 25, 56 Azorín (véase Martínez Ruiz,
Alemán, Mateo, 90 José)
Alestuei, teniente, 141 Azúa, Félix de, 20
Alfonso VII, rey de León,
78 Bach,Johann Sebastian, 203,
Alfonso X, rey de Castilla, 210-212, 214
84 Balzac, Honoré de, 13, 38-39,
Alfonso XIII, rey de España, 131
108 Barenboim, Daniel, 160
Alonso, Francisco, 199 Baroja, Pío, l l l , 140
Amenda, Karl, 218 Baroja, Ricardo, l l l
André, Johann Anton, 220 Barres, Maurice, 105
Andrea, Cennino di, 54 Barthes, Roland, l 2 5
Andrés y Morell, Juan, 169 Baudelaire, Charles, 13,
Aristóteles, 163, 167, 171 117-122
Armenini, Giovanni Battista, Beethoven, Johann van, 209,
52 211
Arnedo, Luis, 198 Beethoven, Karl van, 220,
Arouet, Fran\ois-Marie, 223
94-95, 109 Beethoven, Ludwig van, l 3, l 5
Arreola, Juan José, 90 201-240
Arroyal, León de, 187 Beethoven, Ludwig van

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242 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

(abuelo de Ludwig van Carlos V, emperador, 29, 102


Beethoven), 212 Camicer, Ramón, 201
Béjar, duque de, 89 Casiodoro, 166
Benlliure, Mariano, 144 Cassadó, Gaspar, 198
Berceo, Gonzalo de, 79-80 Castelar, Emilio, 99-100
Bermudo, fray Juan, 175-176 Castiglione, Baltasar de, 173
Bemard, Josef Karl, 228 Castillo, Hemando del, 8 5
Blancafort, Juan Bautista, 199 Catulo, Cayo Valerio, 82
Blasco, Francisco, 127 Cebes, 162-163
Blasco Ibáñez, Vicente, 1 5, Cejador, Julio, 13 9
115-156 Cennini, Cennino (véase
Blecua,José Manuel, 84-88 Andrea, Cennino di)
Boecio, Severino, 166, 168, Cervantes, Miguel de, 89,
171,177 91-94
Bona parte, Jeróme, 2 3 2 Champfleury,Jules, 122
Bonaparte, Napoleón, 117, Chapí, Ruperto, 197
232,239 Charle, Christophe, 105, 130,
Boscán,Juan,88,173 134,137
Botrel, Jean-Fran~ois, 108, 13 2 Chaucer, Geoffrey, 108
Bourdieu, Pierre, 74, 121-126, Chieppio, Annibale, 67
136-137 Christian IV, rey de
Breuning, Eleonore von, 218 Dinamarca, 50, 63
Brizuela, fray Íñigo de, 46 Clarín (véase Alas, Leopoldo)
Buckingham, duque de, 6 3 Claudel, Paul, 13
Buonarroti, Michelangelo, 29 Cordero y Femández, Antonio,
Bürger, Peter, 124-125, 204 189
Byron, George Gordon, 13, Correas, Gonzalo, 162-164
117 Curie, Marie (véase
Byron, Lord (véase Byron, Sklodowska Curie, Marie
George Gordon) Salomea)
Czemy, Carl, 222, 228, 231
Calas, Jean, 9 5
Calas, Marc-Antoine, 95 D' Alembert, Jean, 96
Calzado, Adolfo, 100 D' Annunzio, Gabriele,
Cámara, Miguel Honorio de 111-112
la, 107 Dante Alighieri, 84
Campo, Conrado del, 193 Darío, Rubén, 127, 13 5
Cario Magno, 169 Daudet, Alphonse, 13 1
Carlos 1, rey de Inglaterra, 50 Dávalos, Gaspar, 18 3
Carlos IV, rey de España, 101 Debussy, Claude, 191-192

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Índice onomástico 243

Defoe, Daniel, 97 Federico el Grande, rey de


Delacroix, Ferdinand-Victor- Prusia, 207
Eugene, 38 Feijoo, Benito Jerónimo,
Delgado, Sinesio, 197 97-98, 104, 184
Diabelli, Anton, 208 Felipe 11, rey de España, 165,
Dicenta, Joaquín, 144 182
Dickens, Charles, l 3, 107, Felipe ID, rey de España, 58
131 Felipe IV, rey de España, 3 l,
Diderot, Denis, 96 50,57,63
Domiciano, Tito Flavio, 82 Feria, condes de, l 83
Doyle, Arthur Conan, l 3 l Femández Arbós, Enrique,
Dreyfus, Alfred, capitán, 105 190
Dumas, Alejandro, l 3 3 Fernández de Avellaneda,
Dumas, Alejandro (hijo de Alonso, 92
Alejandro Dumas), 104, Fernández de Moratín,
133 Leandro, 98-99
Dupin, Amandine Aurore Fernández y González,
Lucile, 122-123, 133 Manuel, 138
Duranty, Edmond, 122 Fernando VII, rey de España,
Durero, Alberto, 23, 53 101,188
Fernando de Austria, cardenal
Eliot, Thomas Stearns, l 3 infante, 57 ·
Encabo, Juan Bautista de, 185 Fesser, Joaquín, 196
Epicteto, 162 Feuillet, Octave, l 22
Epicuro, l 6 3 Feydeau, Ernest, 123-124
Erdody, Anna Marie, condesa, Fidias, 23
237 Fiskowich, Florencio, 197
Ertmann, Dorothea von, Flaco, Quinto Horacio, 82
condesa, 2 37 Flaubert, Gustave, 104,
Espronceda, José de, 101, 120-124
II5-II7 Flavios, dinastía de los, 81
Esquivel, Antonio María, Floris, Frans, 63
100-102 Forkel, Johann Nikolaus, 228
Esterházy, Paul Anton, Fornet, Raimundo, l 86
príncipe, 202 Foucault, Michel, 125
Euclides, l 67 France, Anatole, 105
Eximeno, Antonio, 169-170 Franz, Maximilian, príncipe
elector de Colonia,
Falla, Manuel de, 197, 200 209-210, 213
Faure, Félix, 10 5

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244 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

Galdós (véase Pérez Galdós, Haydn, Joseph, 202-203, 211,


Benito) 213,223,227,236,238
Galle, Philips, 56 Hegel, Georg Wilhelm
Gallego, Nicasio Juan, 101 Friedrich, 117-119
García, Nicolás, 185-186 Híjar, Catalina de, 8 5
García Gutiérrez, Antonio, 99 Hilarión Eslava, Miguel, 189
García Larca, Federico, 8 8 Hipona, Agustín de, 84
Garcilaso de la Vega, 87 Hoffmeister, Franz Anton,
Gautier, Téophile, 120, 219, 227-228
122-124 Holderlin, Friedrich, 118
Gil de Biedma, Jaime, 13 Horacio (véase Flaco, Quinto
Godoy, Manuel de, 98 Horacio)
Goethe, Johann Wolfgang von, Hugo, Victor, 107, 109-110,
205 131, 133
Goltzius, Hendrick, 52 Huysmans,Joris-Karl, 127
Góngora, Luis de, 88, 90
Gonzaga, Vincenzo, 50, 58-60, Iberti, Annibale, 59-60
67,82 Ibsen, Henrik, 1 3 1
González, Fernán, primer Iglesias, Pablo, 195
conde de Castilla, 80 Ingres, Jean Auguste
González de Salas, Jusepe, 86 Dominique, 3 8
González, Gregario, 91 Isabel 1, reina de Inglaterra,
Gaya, Francisco de, 98 108
Granados, Enrique, 199 Isabel 11, reina de España, 101
Granés, Salvador María, 198 Isabel Clara Eugenia,
Greco, El (véase archiduquesa, 50-51
Theotokópoulos, Isidoro Santo, arzobispo de
Doménikos) Sevilla (Isidoro de Sevilla),
Grévy, Jules, 109 163-166, 171
Guerrero, Jacinto, 199 lves, Charles, 13
Guerrero, Pedro, 182-183
Guitart, Ramón, 19 8 Jiménez, Juan Ramón,
Guizot, Fran~ois, 117 135-136, 140
Gutenberg, Johannes, 84 Jiménez, Saturio, 186
Joachim (véase Fesser, Joaquín)
Habermas, Jürgen, 12 5, 128 Johnson, Samuel, 97
Habsburgo, Casa de, 58 Jordaens,Jacob,63
Hanslick, Eduard, 207, Jorge IV, rey del Reino Unido,
236-237 226
Haslinger, Tobías, 208 José 11, emperador, 210, 236

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Índice onomástico 245

Juan de la Cruz, san, 8 8 Lobkowitz, Joseph Franz von,


Juan Manuel, don, infante de príncipe, 23 3-234,
Castilla, 83-84 237-238
Locke, John, 9 5
Kafka, Franz, l 3 Lope de Vega, Félix, 89-90,
Kant, Immanuel, II9, 124, 166-168
204 López, Luis, 102
Kielmansegge, condesa de, López Calo, José, 183, 185
227 López de Velasco, Sebastián,
Kinsky, Ferdinand, príncipe, 173
233-234 Loti, Pierre, IIl, 145
Kock, Lucas Cornelisz de, 49 Louis Philippe 1, rey de
Kock,Paulde,122 Francia, II7
Kühnel, Ambrosius, 22 7-228, Lucano, Marco Anneo, 8 2
240 Luciano (véase Samosata,
Luciano de)
Lalaing, condesa de (véase Luis XIII, rey de Francia, 50
Ligne, Margarita de) Luis XIV, rey de Francia, 33,
Larra, Mariano José de, 94,95
99-101 Luján de Sayavedra, Mateo
Lázaro Carreter, Fernando, 74 (véase Martí, Juan)
Lázaro Galdeano,José, 145 Luna, Pablo, 197-198
Lecouvreur, Adrienne, 9 5 Lyotard, Jean-Franc;:ois, 126
Leibniz, Gottfried Wilhelm, Llombart, Constantí, l 3 8
173 Llorca, Fernando, 142, 144,
Lemos, conde de, 89 148-149
León, fray Luis de, 88,
174-176 Machado, Antonio, 80, 144
Leopardi, Giacomo, II7 Malzel, Johann Nepomuk,
Lerma, duque de, 58-60 224-225
Lichnowsky, Henriette, Mallarmé, Stéphane, l 3 5
princesa, 216, 237 Mander, Karel van, 48-49, 56,
Lichnowsky, Karl von, 63
príncipe, 214, 216-217, Manet, Édouard, 122
230,237 Mano, Thomas, l 3
Liciniano, 82 Mantua, duque de (véase
Ligne, Margarita de, 49-50 Gonzaga, Vincenzo)
Lipsius, Justus, 5 5 Manzoni, Alessandro, 107
Lisie, Leconte de, l 2 3 Mao, Tse Tung, 126
Livio, Tito, 48, 82 Marcabrú, 78-79

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246 Ganarse la vida en el arle, la literatura y la música

Marcial, Marco Valerio, 81-82 Neefe, Christian Gottlob,


Margarit, Joan, 160-161 210-211
María Cristina, reina Neruda, Pablo, 13
gobernadora de España, Newton, Isaac, 9 5
101 Nicómaco, 166
María Teresa, emperatriz, 210 Nieremberg, Juan Eusebio,
Martí, Juan, 90 177
Martínez de la Rosa, Nietzsche,Friedrich, 135, 145
Francisco, 101 Noort, Adam van, 53
Martínez Ruiz, José, 106, 140 Nordau,Max,145
Marx, Karl, 204 Novalis, 117
Maximiliano 1 de Habsburgo,
emperador, 29 Olivares, conde duque de, 4 7,
Médicis, María de, 50, 65 50
Menéndez Pelayo, Marcelino, Orange, Guillermo de,
108,126 príncipe, 44-45
Menéndez Pidal, Ramón, 178 Ortega Munilla, José, 144, 150
Mesa, María de, 18 3 Ortega y Gasset, José, 106,
Mesonero Romanos, Ramón, 135,140
101 Ovidio, Publio, 48
Meyerbeer, Giacomo, 22 5
Meyseder, Joseph, 222 Pacheco, Francisco, 4 7, 5 1
Micó, José María, 91 Pacioli, Luca, 170, 172
Miguel.Angel(véase Padre Feijoo (véase Feijoo,
Buonarroti, Michelangelo) . Benito Jerónimo)
Miró, Gabriel, 140 Palacio Valdés, Armando, 13 1
Mirón, 23 Pánfilo, 27
Morales, Ambrosio de, 163 Par, Ferdinando, 228
Moratín (véase Fernández de Pardo Bazán, Emilia, 1 3o, 1 3 2
Moratín, Leandro) Pascual Frutos, Luis, 197
Moretus, Balthasar, 48 Pater, Walter, 173
Morote, Luis, 144 Pérez Casas, Bartolomé, 191
Moscheles, lgnaz, 222, 225 Pérez de Ayala, Ramón, 140
Moulin, Jean, 109 Pérez de la Dehesa, Rafael, 13 2
Mozart, Wolfgang Amadeus, Pérez Galdós, Benito, 107-108,
211-212, 222-223, 229, 130
237 Pérez Osorio, Alvaro, 173, 176
Muñoz, Matilde, 193 Pericles, 94
Murger, Henri, 104, 122, 197 Perrín, Guillermo, 198
Peters, Carl Friedrich, 221-223

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f ndice onomástico 247

Petrarca, Francesco, 84, 86 Rostand, Edmond, n l


Picón, José Octavio, 144 Rousseau, Jean-Jacques, 109,
Pidansant de Mairobert, 170
Mathieu-Fran~ois, 34-36 Rubens, Alberto, 49
Piles, Roger de, 46, 5 5 Rubens, Blandina, 49
Pitágoras, l 60 Rubens, Felipe, 47, 51, 55
Plantin, Christopher, 48 Rubens, Jan, 44-49
Platón, 171 Rubens, Jan-Baptist, 52
Plinio el Viejo, 26, 2 7 Rubens, Pedro Pablo, 15, 31,
Plutarco, Mestrio, 52 43-69
Ponz, Antonio, 187 Rudolph, Joseph, archiduque,
Pope, Alexander, 97 233,237
Praxíteles, 23 Ruiz, Juan, Arcipreste de Hita
Preindl, Joseph, 228 77-78
Primo de Rivera, Miguel, Rusiñol, Santiago, 144
190-191
Proust, Marce!, 128 Saavedra Fajardo, Diego, 163,
Puccini, Giacomo, 197-198 168
Pypelinx, Maria, 44 Safont, José, 201
Sainte-Beuve, Charles
Quevedo, Francisco de, 86, 88, Augustin, 10 5
91,97 Sajonia, Ana de, 44-45, 49
Quintana, Manuel José, Salazar, Adolfo, 191, 193, 196
101-102 Salieri, Antonio, 225, 228
Salinas, Francisco, 173,
Radoux, Leopold, 2 l 2 175-176
Rafael (véase Sanzio, Rafael) Salvador y Carreras, Miguel,
Rapagnetta, Gaetano (véase 194-195
D'Annuncio, Gabriele) Samosata, Luciano de, 22-25,
Reicha, Anton, 210 27
Reichardt, Johann Friedrich, Sánchez de Badajoz, Garci,
237 183
Renan, Joseph Ernest, 146 Sancho rv, rey de Castilla, 84 ·
Ries, Ferdinand, 210, 222, Sand, George (véase Dupin,
228,240 Amandine Aurore Lucile)
Rilke, Rainer Maria, l 3 Sandrart, Joachim von, 46
Rodrigues, Juan, 183 Sanzio, Rafael, 58, 63
Roban, duque de, 9 5 Sardou, Victorien, l 33
Rossini, Gioachino, 222-223, Schelling, Friedrich, n9
239 Schiller, Friedrich, l 24

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248 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

Schlegel, Friedrich,.117 Tolstoi, Lev, 13, 109-110


Scorel, Jan van, 48 Torres Villarroel, Diego de,
Scott, Walter, l 3 l 97-98
Sempere, Francisco, 14 l-1 5 5 Trajano, Marco Ulpio, 81
Séneca, Lucio Anneo, 48, 81 Trollope, Anthony, l 3 l
Sessa, duque de, 89-90 Turina, Joaquín, 193,
Silvestre, Gregario, 182-183 199-200
Simon, Herbert, 57
Sklodowska Curie, Marie Unamuno, Miguel de, 144
Salomea, 109
Snyders, Frans, 64 Valera,Juan, 130-131
Sócrates, 162-163 Valle-Inclán, Ramón María
Sopeña, Federico, l 59 del, 104
Soriano, Rodrigo, 14 l Van Dyck, Anton, 63, 65, 69
Sorolla, Joaquín, 144 Van Mander (véase Mander,
Spenser, Edmund, 108 Karel van)
Sperling, Otto, 63 Vasari, Giorgio, 56
Spohr, Louis, 222 Vecellio, Tiziano, 29, 58, 63
Spranger, Bartholomiius, 49 Veen, Otto van, 48, 53, 5 5,
Steen, señor de (véase Rubens, 57-58, 63
Pedro Pablo) Vega, Ventura de la (véase
Strauss, Richard, 191 Vega y Cárdenas,
Sue, Eugene, l 33 Buenaventura José María
Swieten, Gottfried van, baron, de la)
236 Vega y Cárdenas,
Buenaventura José María
Taine, Hippolyte Adolphe, dela,99-100
145 Vela, Fernando, 89
Tales de Mileto, 167 Velázquez, Diego, 31, 69
Theotokópoulos, Doménikos, Verhaecht, Tobias, 52-53
59 Verlaine, Paul, 173
Thomson, George, 221 Veronese, Paolo, 63
Thun, condesa (véase Vesalius, Andreas; 5 5
Lichnowsky, Henriette, Vespasiano, Tito Flavio, 8 l
princesa) Villalonga, Llorenc;, l 27
Tito, (Flavio Sabino Vinci, Leonardo da, 170,
Vespasiano), emperador 172
romano, 81 Viña, Facundo de la, 191
Tiziano (véase Vecellio, Virgilio, Publio, 48, 82
Tiziano) Vives, Amadeo, 198

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f ndice onomástico 249

Voltaire (véase Arouet, Wolgemut, Michael, 53


Fran~ois-Marie) Wranitzky, Anton, 23 7
Vos, Cornelis de, 63
Ximénez de Urrea, Pedro
Wagner, Richard, 199, 240 Manuel 85-86
Waldstein, Ferdinand von,
conde,210,214,237 Zamacois,Joaquín, 191
Weber, Carl Maria von, Zapata, Luis, 182-183
223 Zola, Émile, 105, 109, 122,
Weber, Max, 124-125, 200, 131-134, 155
222 Zorrilla, José, 99, roo,
Wells, Herbert George, r 3 r 102-103, 107
Wilde, Osear, r 38 Zweig, Stefan, rro

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ÍNDICE

Introducción,
Javier Gomá Lanzón
7

GANARSE LA VIDA EN EL ARTE

Vivir del arte: ¿vivir del aire?,


Francisco Calvo Serraller
19

El paradójico mundo de Rubens,


Alejandro Vergara Sharp
43

GANARSE LA VIDA EN LA LITERATURA

Vivir de la literatura.
El oficio de escribir y el mercado literario,
]osé-Carlos Mainer
73

La empresa de escribir.
Blasco Ibáñez frente a la contradicción
del escritor moderno,
]oan Oleza
rr5

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2 52 Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música

GANARSE LA VIDA EN LA MÚSICA

Vivir de la música,
Antonio Gallego
159

Beethoven: ganarse la vida


«por no hacer nada»,
]uan]osé Carreras
201

Índice onomástico
241

Fundación Juan March (Madrid)


Edición al cuidado de María Cifuentes

Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S. L.
Av. Diagonal, 361, l .º l .ª A
0803 7-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Círculo de Lectores, S. A.
Travessera de Gracia, 47-49, 0802.I Barcelona
www.circulo.es

Primera edición: febrero 2ou

©Fundación Juan March, 2ou


© Galaxia Gutenberg, S. L., 2ou
©para la edición club, Círculo de Lectores, S. A., 2ou

Preimpresión: Maria García


Impresión y encuadernación: Liberdúplex
Depósito legal: B-3.641-2012
ISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-4865-4
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-8109-962-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública


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