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Tierra y Cielo.

Ángel Vallarta.

El ataúd arribó al velatorio a la media noche. La Avenida Revolución, por el


bullicio, por el tráfico, se antojaba que era el sitio menos indicado para emplazar
una funeraria, ese último espacio de culto a un ser humano. Mientras aquí adentro
reina la nostalgia, en las aceras, la gente danzaba la rutina diaria de la indiferencia
acompasada por motores, bocinazos y chirridos de llantas que al despedirse
dejaban el aroma del caucho quemado. Esa gente de afuera evitaba, por
superstición, mirar hacia dentro del establecimiento.

Contemplé, en silencio, las maniobras de los lacayos de la parca. Siempre adustos


e impersonales, acomodaron al centro de la sala el féretro que guardaba los restos
de Yolanda. Situaron los candeleros, encendieron velas y empavesaron con flores
blancas. Todo metódicamente. Después de todo, cuando los cargas, vistes,
maquillas, trasladas y acomodas: todos los muertos son iguales. No hay
diferencia, son cajones. En este marco, de cielo oscuro sin luna, se ubica la última
cita con una mujer que representó el alfa y omega de mi vida: Yolanda.

No sé a quien agradecer toda la fruición y tanto amor que me brindó realizar esa
mentira piadosa. Fueron aquellas cartas, misivas sencillas, que hablaban de
amistad y que yo signaba con nombre ficticio. Siempre incluía, al principio, una
pregunta que denotaba interés por su trabajo, por la casa, por su salud... y
Yolanda nunca contestaba.

Entre Yolanda y yo prevalecía una paridad que se rompía en la diferencia de años.


Yo, un tanto cohibido, mejor dicho introvertido, y muy independiente, desde los
doce años decidí palpar las ingratitudes y trampas de la existencia con mis propias
manos. Siempre preferí la carencia con independencia a cualquier otra forma de
vida. Con medios salarios y algunas desveladas, aprendí a desempeñar mil
papeles, sin importarme lo magro de las remuneraciones ni lo popular de las
ocupaciones. Me gustaba ganar y gastar mi dinero sin rendirle cuentas a nadie,
siempre sin descuidar la escuela. Cuando salí de mi casa, lo hice sin rencores.
Manumitir mi vida tuvo la intención de demostrarme a mí mismo que podía vivir
solo, no por un tiempo, sino toda la vida.

Yolanda contaba, entonces, con treinta y dos años, un hijo y era


dueña de la mejor tienda de abarrotes del rumbo. Diecisiete años
atrás se divorció, por no decir “la abandonaron”.

El cuerpo de Yolanda aún no lograba definir perfectamente sus formas de mujer


cuando un hombre, que le doblaba la edad, la desposó. A los cuatro meses de
casada, y tres de embarazada, él decidió dividir todo por la mitad y marcharse. Él

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se llevó la parte material y dejó a ella con la carga emocional. Sin embargo,
Yolanda supo erguirse a contracorriente. Nunca transigió ningún tipo de
conmiseraciones. Siempre persiguió el bienestar y el dinero pero sin desatender
su ministerio de madre. Durante doce años prescindió de aquellos enseres que
cautivan a las mujeres e instruyó a su hijo para vivir con mesura.

La zagala de veintitantos años, que veían “ir y venir en las mismas


fachas”, provocó que sus vecinos de la calle José Ma. Iglesias se
pasmaran cuando logró adquirir aquella tienda, a punto de quebrar,
con todo y la casa donde ésta se ubicaba. Por algún tiempo el gentío
la tildó como factible ladrona o algo peor. Les costaba trabajo creer
que alguien tan imberbe se hubiese sacrificado tanto. Yolanda
conocía los rumores que fluían, pero nunca le preocuparon. Tenía
poca relación con la gente. Ella vendía y compraba mercancías. No le
interesaba otro tipo de trato, se quedaba en la relación superficial.

Su espigada figura provocaba apreciarla más alta de lo que en


realidad era. Las pequeñas porciones de pigmento canela en su tez
la hacían muy atractiva para todo hombre que la conocía por vez
primera. Su belleza no podía estar completa sin unos ojos grandes
color café y una boca pequeña de labios carnosos. Quizá no debía
mencionarlo, ahora que se encuentra tendida frente a mí, pero lo que
más llamaba la atención en la personalidad de Yolanda, eran esos
senos turgentes y firmes, que junto con sus caderas anchas,
constituían el perfecto realce de su juncal figura.

Pero a esta beldad, los hombres la respetaban tanto que no se


acercaban. El macho busca catequizar a su pareja: que oigan reveses
y los justifiquen, que los logros los veneren y los sueños los solapen.
Mujeres que cada vez que hablen demuestren sus puntos débiles.
Pero Yolanda no hablaba, ejecutaba. Y no admitía sueños, le
gustaban las realidades. El hombre que la conquistara debía ser
alguien especial, alguien que tuviera en su interior el revoloteo
permanente de nuevas ideas y que contara con la capacidad de
hacerlas volar, no dentro sino fuera de él. Un hombre que se
interesara por su belleza sí, pero más por la plática inteligente. Que
renunciara al parloteo trivial y le enseñara nuevos mundos. En este
rango de ideas, quien se presentaba por primera vez ante Yolanda
con alguna frase referente al clima, podía considerarse dueño de su
total indiferencia. Nadie como yo conocía a Yolanda y nadie como ella
me había enseñado a conocer la vida desde la brillante colina de la
sincera e incondicional amistad.

Esta situación me dio la madurez necesaria para mirar analíticamente todos los
sucesos que en el barrio se presentaban y no solamente pasar por encima de
ellos. Con esta madurez pude agradecer, desde aquellos momentos, la importante
valía que a mi vida dio la perenne presencia de Yolanda.

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Yolanda, a quien nunca llamé de otra manera, nunca usé apócopes ni
diminutivos, se autodescribía como eterna solitaria; razón por la cual
nunca salía de su casa más que para fiscalizar la marcha de la
tienda. Sus tres capaces ayudantes le permitían utilizar el tiempo en
su única pasión, el amor de los solitarios: la lectura. Leía y analizaba
todo lo que caía en sus manos, sin tamizar la temática. La buena
administración, el trato comercial con la gente, la experiencia
acumulada sin salir de casa, la nula urgencia de alguien en su lecho,
todo, absolutamente todo, se lo debía a los libros. Pero aún cuando
su trato era displicente y atesoraba infinidad de conocimientos para
compartir, Yolanda no tenía amigos. Yo era su confidente y sabía
que, para los demás, Yolanda era una fría, atractiva y amable estatua
de mármol que administraba una tienda de ultramarinos.

Ahora, a mis treinta años, no alcanzo la serenidad suficiente para aceptar este
momento. Mi mente descodifica lo que ven mis ojos: un cuerpo hermoso y quieto
dentro de un ataúd que fue tallado y barnizado para pasar desapercibido frente al
dolor de una ausencia; cuatro velas y la soledad absoluta de los muertos que ella
me leía en los poemas de Manuel Acuña. Pero todo esto que contemplo, mi
corazón no lo tolera. Miro el féretro y no acepto que Yolanda no esté activa. Ha
fenecido y no estuve a su lado sino hasta el momento de identificar el cuerpo.

Por aquellos días de arduo trabajo y difícil escuela, teníamos que


confiar a la fortuna la dicha de nuestros encuentros. En ocasiones
sólo había tiempo para un saludo trivial y apresurado; en otras, le
dejaba alguna invitación al cine o le sugería que me invitara un
pozole en alguna fonda del Centro Histórico. Cuando el azar nos
favorecía, departíamos sobre muchos temas. Me contaba tan
vívidamente lo que leía, que me ahorré la lectura de muchos libros
gracias a esas tardes de café. No obstante, yo leía otros para poder
sostener una buena conversación. En otras ocasiones nuestras
charlas no giraban alrededor de las páginas de ningún libro, sino
acerca de reflexiones personales sobre todas las temáticas, habidas y
por haber. Nuestra manía de componer el mundo desde una mesa de
café era el pasatiempo perfecto. Nunca dejó de sorprenderme como
avanzaban las horas mientras navegaba envuelto en las palabras de
Yolanda.

Una noche de junio, con una luna llena sobre nuestras cabezas y un
cómplice silencio en las calles de Coyoacán, yo narraba mis
proyectos a las banquetas, a los faros de los autos y a las personas
que regresaban de nunca me interesó dónde. Ella, por su parte,
lanzaba preguntas al aire sobre mis estudios y mi escasez de amigos.
Yolanda me recomendaba hacerme de una novia para tener con quien
platicar.

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- A mí me gusta conversar contigo.- le decía.

Siempre que tocábamos el tema, las respuestas eran semejantes.


Yolanda siempre ponía la misma cara de fingido enfado mientras
argumentaba cosas de la edad y me esbozaba las experiencias que
yo tenía que pasar. Yolanda constantemente decía lo mismo acerca
de que yo buscara una amiga, eternamente me recomendaba ser más
abierto, a pesar de que ella era tan introvertida como yo. La plática
del camino terminó como otras veces: ninguno de los dos dijo nada
más, nos cogimos de la mano y nos dimos a los pasos vagos. Cada
quien respiraba y suspiraba y a veces sonreía. Pasamos junto a una
hermosa casa con rejas negras y un enorme rosal, que rebasaba los
límites de la propiedad privada, nos obsequiaba una de sus muchas
flores reventadas. Yo tomé una y la puse en manos de Yolanda, ella
sonrió y el silencio continuó. Era una conversación personal, muy a
nuestro modo. Estos eran nuestros paseos de costumbre. Con
nuestro lento andar se iban pasando las horas y las calles, hasta que
llegábamos a alguna zona desconocida de la ciudad, casi a media
noche y, entonces, decidíamos tomar un taxi y regresar a su casa.
Trayecto que era muy rápido y no ayudaba la distancia a eliminar
tanto silencio.

Éramos dos ermitaños refugiados en los libros que después nos


contábamos frente a una taza de café. Fue en una de esas tardes,
mientras ella sintetizaba, con su fino estilo, “El Amor en los Tiempos
del Cólera”, de García Márquez, cuando dimensioné la soledad de
Yolanda.

Ese cinco de junio decidí ser el hombre que la conquistara. No me


importó ser más joven, porque en mi loco plan no pensaba
presentarme ante ella. La enamoraría a través de cartas que
provocaran la chispa romántica y después me haría a un lado para
que algún hombre aprovechara ese fuego.

Escribir cartas de amor es complicado. Sobre todo cuando lo que


intentas es prendar a alguien sin mostrar tu verdadera personalidad.
Hacer esto a Yolanda era un tanto difícil, porque entre las muchas
cosas que recuerdo había leído, y por tanto grabado en su memoria,
se encontraba un libro sobre grafología. Esto me obligó a ensayar
decenas de trazos que no fueran reconocibles y que tampoco se
vieran forzados a los ojos de mi posible lectora. Tuve que escribir
casi cien cuartillas para acostumbrar a mi mano a delinear nuevas
rutas. No obstante, quizá por mi devoción, las palabras fluyeron y se
fue deslizando la pluma sobre las fibras del papel en una explicación
detallada de toda la admiración que yo sentía por Yolanda y que
ahora buscaría hacerla patente en un ser imaginario.

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Al final, para la firma, fue un poco difícil dar con un nombre que se
leyera atractivo. Tenía que sonar interesante y enamorado. “Carlos
Beltrán” no me gustó. “Rafael Jiménez” me pareció poco aceptable.
Decidí firmar como “Andrés Girón”. Era corto y terminaba en “N”; una
letra firme que inspira carácter. Tenía poca relación con mi nombre,
Germán Lima, a excepción de la cuestión silábica. Cuando finalmente
introduje las dos hojas en el sobre blanco, que rotulé pacientemente
con su nombre, vacilé tres días entre si debía mandarla o no. Era un
paso muy serio. Con esta acción podría construir un sueño muy
grande para Yolanda, pero también, si no sabía cómo manejarlo,
podría ocasionar una gran desilusión en mi única amiga. La mujer que
más apreciaba.

Yolanda recibió la primera carta un veinte de junio, la dejé en el


buzón de la tienda. Aguardé la noche con sumo nerviosismo, para
poder mirar su reacción

Llegadas las siete de la noche, me preparé para una cita en la que


Yolanda opinaría sobre un trabajo que me iba a dar algo de dinero.
Llegué a su casa y me recibió como siempre: un saludo y un beso en
la mejilla, el ofrecimiento de un lugar donde sentarme y un café
caliente mientras daba los últimos toques a la cena. Pude percibir, en
el aire, como flotaba un rico aroma a canela combinado con
incertidumbre. Yo miraba nervioso el entorno buscando, con disimulo,
el sobre blanco ya abierto. Nada, no estaba por ningún lado. Por un
momento pensé que pudiera haberle molestado tanto que, tal vez, ya
estuviera roto en el bote de la basura.

No pasó nada. Al menos nada efusivo. Es decir, si pasó, pero no


pasó lo que yo esperaba. Yo deseaba, iluso, una explosión de
alegría, de ansiedad por conocer la cara de “Andrés”. Pero no. Ni
siquiera estaba seguro de que hubiese leído la carta. Tal vez no
había revisado el buzón o quizá fue que el tono en que escribí no era
muy expresivo y ni convincente.

Era una misiva amistosa, en ella “Andrés” manifestaba la admiración


que sentía por Yolanda; le confesaba, y pedía disculpas, por espiarla,
y se justificaba autonombrándose “incurable admirador”.

Todo esto lo único que produjo fue silencio. Yolanda apenas habló
durante nuestro encuentro. Parecía ausente y molesta mientras iba y
venía ya fuera con el café o con el guisado, que ni me enteré lo que
era a pesar de haberlo comido. Yo, mirándola, tan concentrada opté
por retirarme en silencio apenas terminara la cena. En un descuido
que tuvo, al retirar una olla de café de la estufa, me puse de pie y me
retiré.

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Sin embargo, no pude evitar volver la mirada para ver que se sentó a
tomar café sin hacer nada por llamarme. A través de los cristales de
la ventana, no parecía ilusionada. Por el contrario parecía muy
confundida, desconcertada, pero nunca esperanzada. Sentí
remordimiento y miedo, quizá había hecho mal. Tal vez reconoció mi
redacción... ¿Pero cómo saberlo si ella no abría los labios? Decidí
escribir una segunda carta.

No me costó hacer un hueco en el tiempo. Yo también era un solitario


y la soledad es excelente auxilio para escribir, y llenar así,
inmaterialmente, una ausencia. La segunda carta esbozaba algunas
características de Andrés Girón: Casado, y por lo tanto no podía
ofrecerle nada, 35 años, egresado de una carrera relacionada con
comercio y, por lo cual, con supuestos viajes continuos. Algunos
elogios en torno a ella y nada más. Le pedí una señal que evidenciara
que no le contrariaban mis cartas, a cambio yo le ofrecía, es decir
“Andrés”, en un tercer envío, un domicilio a donde ella pudiera
corresponderme.

Tampoco funcionó. Yolanda reaccionó de una manera extraña, se


volvió aún más introvertida, irascible. En esos días, por un error
mínimo, suspendió a uno de sus mejores empleados. Era algo que
nunca antes había hecho, pero seguro que esa no era la señal.

Entretanto me dediqué a estudiar. Durante los últimos seis meses


disminuyó mi rendimiento e intentaba alcanzar de nuevo mi nivel. De
poco sirvió: reprobé matemáticas y, qué casualidad, redacción. Olivia,
una chica que no sé porque razón me admiraba, se ofreció a
ayudarme.

Era una belleza fresca de cabello castaño y ojos negros, que vivía
en el mundo de la fantasía. Ella merecía respeto y yo no creí
merecer su ayuda, por lo tanto la rechacé procurando no lastimarla.
No me interesó siquiera que ella hubiese exentado las materias en las
que me reprobaron. Me dieron tres meses de plazo para presentar los
exámenes extraordinarios. Y se suponía, que a partir de ese
momento, yo debía pensar únicamente en estudiar, pero no era así,
un solo pensamiento bullía en mi cabeza: Fracasé en mi intento de
darle una ilusión a Yolanda. Es más, provoqué un cambio negativo en
ella. Hacía más de dos semanas que no platicábamos.

Ya estaba enterado de mis calificaciones, la única razón para haber


asistido a la escuela, así que decidí irme temprano a casa y pasar a
la tienda. Apenas di vuelta a la esquina y lo que miré fue increíble:
allí estaba, vestida de blanco como nunca la había visto nadie.
Llevaba el pelo suelto, adornado con una diadema de flores
naturales. Era una virgen. Yolanda estaba dando la señal con esos

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detalles y la hermosa sonrisa que iluminaba toda la calle. Esa noche
cenamos juntos. Con todo y que lucía hermosa, aún continuaba
callada, pero con un silencio diferente. Irradiaba esperanza. Yo
comenté algunos problemas del trabajo, le pregunté por el empleado
a quien había suspendido, pero todo carecía de importancia. Sus
repuestas eran concisas. Cuando toqué el tema de su apariencia
festiva, simplemente machacó que éramos amigos y “que hay cosas
que se guardan para una sola persona”. No se lo tomé a mal. Esa era
la señal completa.

Tres días necesité para confeccionar la tercera carta. Cuando te


reprueban en redacción te crean una gran inseguridad. Además de
fingir la letra con alguna dificultad, cometí el error de firmar, en dos
ocasiones, con mi nombre verdadero. En esos tres días Yolanda
siguió vistiéndose festiva, tal pareciera que quisiera estar segura que
la señal fuese recibida. Yo conseguí un apartado postal en Coyoacán.
Traté de ser discreto y muy cuidadoso, porque siempre que tratas de
ocultar algo, el mundo se hace pequeño y te topas con quien menos
deseas.

Envíe la tercera carta. Le agradecí la señal, pregunté por la tardanza


de la misma y le conté algo más de “mi vida”. A los ocho días recogí
una carta que estaba fechada al día siguiente de que entregué la
mía: “Andrés: Tus cartas son las flores que nunca recibí en mi vida.
Son la posibilidad que dan a un corazón de latir no sólo con el fin de
bombear sangre. Son, quizá, el espejismo que me hace creer que un
oasis existe en el desierto de mi soledad. Creo que caminaré hacia
el espejismo porque me interesa ser tu amiga. Quiero seguir leyendo
tus cartas. Yolanda”.

La vida cambió. Nuestros tiempos coincidían menos cada día. Pero


los breves momentos en que lográbamos encontrarnos Yolanda me
mostraba su completa felicidad. Se veía cada día mejor y yo estaba
triste por no verla, pero satisfecho de saberla ilusionada.

Vamos a poner café en tres mesas. - dijo un empleado de la


funeraria, sacándome súbitamente de mis recuerdos.

- No hace falta. - le dije- No va a venir nadie.

El hombre tenebroso y serio, digno funerario, simplemente alzó los hombros y se


retiró. Supongo que no esperaba tal respuesta. Eran las cuatro de la madrugada y
un frió intenso se filtró cuando el empleado abrió la puerta de cristal que conducía
a la oscuridad. El mismo aire frío alborotó la fragancia de las flores con que estaba
adornada la sala. Miré el ataúd, tosco, sólido, y pasé el dedo índice por mis ojos
para comprobar que no lloraba. Esto era bueno, en alguna parte leí que uno llora
a los muertos el remordimiento, la culpa, la deuda interna, la imposibilidad de

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corregir un daño... Cuando vivió Yolanda le di mi respeto y ahora, sin ella, le
ofrendaba mis verdades. Nuestras verdades. Por eso a Yolanda nunca le hubiera
llorado. Ni ella me hubiese llorado a mí. Entre nosotros no había deudas. Ni
culpas.

Nos escribimos una carta cada semana, durante los siguientes


setenta días. Andrés iba cobrando una vida que nunca sospeché
darle. Yolanda era muy natural y comprendía la situación de Andrés,
por lo tanto nunca preguntaba por la esposa, por los hijos, ni por el
trabajo. Dejaba que yo seleccionara la parte de vida que en cada
ocasión le daría. Ella, mientras tanto, transcribía párrafos completos
de algunos libros para fundamentar algún consejo, y después lo
completaba con alguna reflexión personal.

Yolanda sólo estudió la primaria y se casó cuando cursaba el


segundo grado de secundaria. Gracias a las ilusiones del mayor
engaño que sufrió en la vida, nunca más volvió a pisar una escuela.
Pero los libros que había estudiado la hacían Licenciada en Ciencias
de la Vida. En tiempos del oscurantismo, si ella hubiese existido,
habría sido perseguida por su exagerada ambición de conocimiento.

En sus misivas nunca contaba planes futuros ni amarguras pasadas,


sólo algunas cosas que hacía en el presente. Para que Andrés
supiera hacia dónde iban sus proyectos, debía poner atención y
construir pieza por pieza, carta por carta, el comportamiento y las
intenciones de Yolanda. Andrés debía saber que uno de esos temas
prohibidos era su hijo.

Ella evitaba escribir sobre cosas exteriores, por eso siempre se refería a los
conceptos internos. Su pensamiento era algo que ningún hombre había tocado y
ahora lo ofrecía a este hombre que se interesaba en ella.

Esta mujer era un manantial del que brotaba una savia dirigida a
Andrés Girón. Yo la bebí porque fui quien provocó que fluyera. Por
esta razón, a veces, aunque Andrés fuera una creación mía, me
consideraba un ladrón...

A las seis de la mañana llegó Don Clemente. Hoy no traía sotana.


Vestía un traje negro y camisa blanca, todo debajo de un abrigo
negro, que debía tener con él más de los doce años que llevábamos
sin vernos. Las viejas autoridades de nuestra vida pierden fuerza
cuando las dejas de ver y las encuentras vulnerables al tiempo, llenas
de canas, con arrugas en los ojos, con la espalda vencida. La mirada
aquiescente, que un día te atormentó por su severidad, hoy inspira
conmiseración.

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El viejo sacerdote de la colonia se persignó y bendijo el ataúd desde
lejos. Se sentó en una esquina y abrió su misal, iniciando así el rito
de pronunciar palabras y palabras en voz baja, y pasar hojas y hojas
del libro. Nunca miró a dónde yo estaba a pasar de que él sabía que
yo no dejaba de mirarlo. Sentía mis ojos en su persona, ahora yo le
pesaba, le desagradaba mi presencia tanto como a nosotros nos pesó
en el pasado su dedo flamígero. Mi cabeza estaba en alto. No me
inclinaría aunque fuera un representante de la iglesia, y
probablemente tampoco lo haría ante Dios, sin que antes me
explicara el rechazo a mi supuesta sinrazón.

Quise dormir, pero los recuerdos seguían fluyendo. Cerré los ojos y
el pasado me aprisionó nuevamente.

Las misivas eran cada vez más interesantes. Yolanda se desbordaba


e inundaba mi vida, es decir la de Andrés, con sus palabras. Durante
este tiempo había aceptado, tácitamente, ser simplemente amiga,
pero después su corazón no aguantó más y latió apasionadamente en
cada hoja de papel. No exigía conocer a Andrés, pero se volcaba en
un torrente de expresiones limpias, sensuales y provocativas que no
permitía alternativas.

Mi cabeza estaba hecha un caos. En tres meses crecí y aprendí lo


que ningún joven de mi edad, porque le daba vida a Andrés y trataba
de ser el hombre de treinta y cinco años, coherente, interesante y
seductor que necesitaba Yolanda. De pronto me encontré en una
encrucijada a la que nuca pensé arribar: Yo no quería ser más
Germán Lima, quería ser Andrés Girón y tener barba, y ser alto, y
fuerte y trabajar en viajes, comerciando maquinaria. Yo tampoco
podía conformarme ya con unas cuantas cartas.

Yolanda me escribió “ Tierra y Cielo”, todavía lo recuerdo fielmente:

Espero, Cielo, tus gotas sobre mí...

soy Tierra firme que nunca osará amarrarte,

porque intangible eres como la ilusión

y así como el sol te muestra, habrá de ocultarte.

Pero aún en la noche destilas cualidades...

una de ellas es la fidelidad,

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pues aunque a mí juntarte no puedas

siempre rondando mi cuerpo te he de encontrar.

Espero tus nubes espesas sobre mis montañas

y deseo tu tormenta sobre mi mar...

¡Desata tu furia sobre mis cañadas

y en la calma vuélvete lejano a mostrar!

Yo Tierra soy y nunca fundirme podré contigo,

más no me importa, si al llover me siembras...

y al día siguiente, con los poros llenos de rocío,

yo te adoro, te agradezco y te bendigo.

Dos lágrimas limpié de mis ojos cuando concluí la lectura,. Estaba


sentado al borde de la cama y me dejé deslizar al suelo. El papel
blanco y perfumado, que abrigaba las palabras, me temblaba en la
mano. Lo dejé sobre la sábana. Me puse de pie, estaba semidesnudo,
me coloqué frente al espejo. La imagen que el espejo me devolvía no
era la de un hombre de treinta y cinco años. Ante el espejo era un
chiquillo, todavía con algunos músculos en formación. Ni siquiera
bigote abundante tenía, apenas unos vellos frágiles asomaban de mis
poros. Yo nunca sería el hombre que Yolanda reconocía ahora en mis
cartas. En medio de mi desesperación traté, por todos los medios, de
jalarme la piel, rasgarme para dejar salir a Andrés. Grité mi
desesperación ante el espejo. Rompí el espejo, mandé por los aires
un jarrón que también reflejaba mi imagen y me eché a llorar como el
chiquillo que era en ese momento. No pude. No podía emerger de mi
propia piel para ser el hombre que Yolanda necesitaba. Ni siquiera
mis ojos inspiraban la seducción necesaria para acercarme a
Yolanda.

Este era mi pequeño infierno de incertidumbre. El propósito inicial era


buscar su felicidad, escribir algunas cartas, después inventar alguna
excusa para salir de su vida. Y dejarle la certeza de que era una
mujer bella, con amplias posibilidades de ser amada.

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Yo no sabía cuanto fuego guardaba y ahora tenía la seguridad de
estarme quemando en él. Mi mentira dio a Yolanda la posibilidad de
ser amada y desenmascaró en mí un amor que creí limpio, filial e
inocente. Antes estaba consciente de las distancias y me contentaba
con ser amigo, pero ahora me dolían esas distancias. Una catástrofe
de tales dimensiones pendía del hilo de unas cartas. Ella exigía ahora
más palabras mías, más muestras de interés, más anécdotas
inexistentes, problemas, viajes imaginarios... Y prometía no
comprometerme, “ Soy la Tierra que nunca osará amarrarte”, escribía.
Yo también quería sus palabras. Pero no era Germán quien planeaba,
era Andrés quien escribía, quien contaba, quien seducía y exigía
romper todo lo necesario para emerger y conquistar, sentir y beber
aquello que era suyo: Yolanda.

No podía dejar de escribir. No sólo por ella sino también por mí. En
una tarjeta anoté: “Yolanda : La materia que me envuelve me limita.
Es un mundo que nunca ha sido mío y que quiero romper. Yo te
busco”.

Se la envié y no volví a escribirle. Estaba abatido. No hay nada más


amargo que tener conciencia de un imposible y no poder apagar con
nada ese deseo.

Durante los siguientes dos meses me envió veinticinco cartas.


Versos, palabras, textos, invitaciones sutiles. En todas ellas me
reiteraba lo agradable que le había resultado leer mis palabras, pero
ninguna expresaba el reproche vulgar por no haberle escrito. Estaba
segura de que le volvería a escribir y decía que esa última carta nos
uniría para siempre. Ella no desesperaba.

Mientras tanto yo estallaba de angustia.

En la siguiente semana volvimos a salir. Me resultó muy difícil


apaciguar a Andrés y ser simplemente Germán. Le platicaba de los
libros que había podido leer, en los que me había fugado de ella, y
hacíamos planes para ir al cine.

No obstante, ella siempre estaba impaciente, no sabía ya disfrutar


nuestro tiempo libre. Me afligía pensar que esperaba la carta del ser
imaginario al que yo tenía con pie en el cuello.

Cuando más quieres huir de las cosas que te atormentan, más se


empeña el destino en ponértelas enfrente. Doquiera que íbamos
veíamos parejas felices, flores que se ofrecían, romances nacientes,
besos apasionados, caricias clandestinas, miradas enamoradas que
se encontraban sin decir palabra alguna.

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Y así, en silencio, ajenos y propios de nosotros mismos, caminamos
hacia la casa. Esta vez ni siquiera buscamos el taxi acostumbrado.
Caminamos por la senda del mutismo sin siquiera tomarnos de las
manos y nos despedimos tibiamente.

En la primera semana del tercer mes, Yolanda me buscó en la


biblioteca. Ya se había pasado el tiempo de los exámenes
extraordinarios y ahora debía esperar nueva fecha. Pero quería leer y
concentrarme en la escuela, aunque fuera por un rato.

Yolanda decidió salir de vacaciones y me pidió que la acompañara.

Por primera vez me dijo que se carteaba con una persona y que
estaba esperando que él reanudara el contacto. Me fue diciendo, de
manera progresiva, todo lo que Andrés había provocado en ella. Me
contó, sin yo preguntárselo, cómo es que lo imaginaba y me angustió
saber que yo no era ni la décima parte de lo que ella creía acerca del
dueño de aquellas letras. Ella, que nunca hablaba de esto, hoy lo
hacía y, con ello, evidenciaba aún más mi impotencia.

Quería ahogar, dijo, su desesperación con paseos, con salidas al


cine, con comidas, con unas vacaciones. Quería tirar su
desesperación por las calles, regresar y encontrar esa carta
definitiva.

Me sentí mal. Allí estaba, frente a mí, pidiéndome esa carta que yo
no había podido escribir, mientras tanto yo quería abrazarla, besarla
y decirle que yo era Andrés. Pero no, eso sólo sucede en la
televisión. Acepté ir de viaje y ella ofreció pagar todo porque sabía
que yo no contaba con los fondos suficientes.

Un murmullo de voces me sacó de mis recuerdos. Abrí los ojos, eran


las siete treinta y ya alumbraba el sol. Junto al sacerdote estaba Raúl
Quiroz y su esposa; también Enedina Luna y su hija.

Este era el jurado del barrio, ese que dictaminaba lo que era bueno y
lo que era malo. Con ellos estaban siete u ocho personas más que no
quise reconocer. No me interesaba nada de esa gente que había
rechazado a Yolanda y que nos obligó a separarnos. No me
interesaba su Correcto Universo y falsa moral. Estoy seguro que en el
mundo no hay santos. Desde los diecisiete años en que perdí mi
virginidad, me convencí de que ningún hombre, por santo que
parezca, puede escapar a la dicha carnal, al rito pasional, a la
entrega más limpia que hay y que los beatos llaman “Pecado”.

Nadie en el mundo tenía la autoridad suficiente para enjuiciar mis


actos ni los de Yolanda.

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Sin embargo, aunque no creo en la santidad, sí creo en los milagros.
En este momento me hacía falta uno. Cerré los ojos y lo pedí. Se lo
pedí con mi propia oración a ese Dios interno que llevamos los
inmorales. Abrí los ojos, no dije una palabra, me puse de pie, miré al
ridículo jurado y me dirigí a la puerta. Abrí de par en par las dos
hojas de cristal, un viento fresco me frotó la cara y el murmullo
citadino entró de golpe. Las flamas de las velas bailaron nerviosas
amenazando con extinguirse. El jurado, que nunca separó la vista de
mí, entendió que sus oraciones, sus murmuraciones y su presencia no
nos hacían falta ni a Yolanda ni a mí. Salieron todos en silencio.
Sentí algunas miradas condenatorias que no ameritaban respuesta
alguna. Al salir el ultimo de los visitantes volví a cerrar las puertas.
Yo estaba seguro que Yolanda lo agradecía. Todo estaba en orden
nuevamente.

También en orden, y de madrugada, arribamos aquel día a


Zacatecas. Yolanda se recargó en mi hombro mientras un taxi nos
llevó de la terminal de autobuses al hotel. Juntos admiramos la
dureza de la cantera iluminada con la luz ambarina, mientras
escuchábamos el acompasado sonido que las llantas producían en el
adoquín.

Yolanda no quiso ir a la playa, prefirió los callejones de esta ciudad


minera. Llegamos a un hotel del Centro y pedimos dos habitaciones.
Había una gran fiesta en la localidad, la gente festejaba a un santo
patrono de la región y los hoteles tenían pocos cuartos disponibles;
nos dieron el 116 y 216.

Yolanda se quedó en el primer piso y yo pasé al segundo. Me bañé y


me fui a dormir un rato pensando que ya tendría tiempo después para
acomodar mi ropa; según nuestros planes íbamos a estar una semana
en esta ciudad.

A mediodía me despertaron los golpecillos de Yolanda en la puerta.


Ya sabía que iba a subir, de hecho ya estaba listo, sólo intenté
dormitar un rato más en un pequeño sillón. Abrí, y lo primero que
admiré fue el entallado pantalón de mezclilla, que combinaba
perfectamente con la blusa blanca y la mascada roja que llevaba en
el cuello. Tomé mi cartera y salimos a la calle. Ella me sacaba casi
cinco centímetros, gracias a sus tacones altos de color blanco, pero
no me importaba, me sentía orgulloso de ir por la calle y que los
demás hombres me vieran con envidia a su lado.

Fuimos a comer birria, visitamos mercados, museos y cenamos en


una fonda pequeña. Yolanda parecía haberse relajado. Platicaba de
viajes que quería hacer y de lugares que le gustaban y que estaba
consciente de que nunca visitaría. Yo le hablaba de mi sueño de ser

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alpinista. Me embriagaba la idea de andar solo, en una montaña, en
la búsqueda de una meta que a nadie le interesara o que muy pocos
tuvieran el valor de conquistar. No me importaba la gente, yo quería
retos.

Me sorprendían algunos cambios en Yolanda: de pronto escuchaba


sueños y hablaba de sueños.

Caminamos después de la cena. La dejé en la puerta de su cuarto y


me subí lentamente al mío.

Esa noche no pude dormir sino hasta las seis de la mañana. Traté de
escribir la carta. Caminé y caminé en la habitación pensando en lo
que podría decirle. Estaba confundido.

Quizá era ficticia la tranquilidad de Yolanda en Zacatecas, creo que


buscaba hacer menos dolorosa la posibilidad de un adiós. Se estaba
mentalizando. Tal vez ese sería el milagro que me quitaría la
incertidumbre y lograría, así, sacarla de mi cabeza. Mientras tanto
intentaba escribir esa carta definitiva y no lo podía hacer. Una tras
otra de las hojas fallidas fueron cayendo, hechas bola, dentro o
alrededor del bote de la basura. Después de quince o veinte intentos
el sueño me venció. Sin lograr escribir la carta.

A las ocho de la mañana sonó el timbre del teléfono, desperté y me


costó un poco de trabajo, unos segundos, reconocer el espacio donde
me encontraba.

En el auricular, Yolanda estaba preocupada porque había quedado de


pasar por ella para ir a Fresnillo. Le pedí una disculpa y prometí bajar
al vestíbulo en diez minutos, después de los cuales, sin esperar, ella
subió y me encontró lavándome los dientes. La dejé pasar.

Cerré la puerta del baño mientras terminaba de vestirme. Ella ordenó


mi ropa y algunas cosas que estaban regadas. Oriné, me lavé las
manos y salí. Todo estaba absolutamente ordenado y sólo la cama
quedaba para las empleadas del hotel. Yolanda, con el ventanal
abierto, estaba quieta y su mirada trascendía el Cerro de la Bufa que
tenía enfrente y se prolongaba al infinito.

- Ya estoy listo.- Le dije y no me escuchó.

Me acerqué y toqué su hombro. Pareció despertar y sonrió. Salimos dejando una


estela personal cada uno: yo el perfume que casi derramé en mi cuerpo y Yolanda
las miradas de los hombres que se nos cruzaban.

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Esta vez, cómo olvidarlo, traía un vestido blanco apenas sostenido
por dos cintas atadas a sus hombros. Un vestido liso, de algodón, que
se pegaba discretamente a su piel y le llegaba a las rodillas. Sus
hombros al descubierto, sus piernas sin medias y los tacones
blancos, que llevaba el día anterior, le daban un toque muy sensual.

Fuimos a la feria. Anduvimos ahí, hasta pasadas las cinco de la


tarde. Alguien nos recomendó la comida que vendían en la cima del
Cerro de la Bufa y decidimos subir. Abordamos un taxi y en diez
minutos estábamos mirando la cantera de la ciudad desde el punto
más alto. Comimos y nos sentamos a platicar cosas triviales en un
pasillo que sirve como mirador al lado de una capilla. No recuerdo, o
no quiero recordar, lo que hablamos durante casi tres horas, pero
esta conversación nos embriagó tanto que nos sorprendimos de ver
tantas luces encendidas abajo que trataban de luchar contra la
oscuridad de arriba.

Súbitamente se nos acabaron las palabras.

Yolanda se puso de pie y se fue a caminar, no sé si una hora o más o


menos. Yo simplemente miraba la ciudad. Me pareció un tanto divino
el poder mirar a un mismo tiempo todo lo que hacia la gente en la
calle, sin que ellos lo supieran.

Cerré los ojos ¿me dormí? No lo sé

Yolanda llegó en silencio y se acercó a mi oído.

- No hables, ni abras los ojos- me dijo.

Una extraña funda de calor me envolvió en cada poro. No abrí los


ojos, pero estoy seguro de que irradiaba luz a causa de la energía
que me ella me provocaba.

Yolanda besó mis labios tiernamente. Acarició mis cabellos y mis


orejas. Lento muy lento, con sus dedos, recorrió mis hombros y
continuó un camino de besos hacia el cuello. Desabrochó mi camisa
y clavó sus uñas en mi espalda mientras besaba mi pecho y bajaba a
mi estómago. Yo me tuve que poner de pie. No reconocí a Yolanda en
los ojos apasionados que miraba casi en mi cintura. Unos ojos
brillantes, fijos, embriagados, que se despidieron para volver a los
besos. Sus manos me desnudaron con cuidado, mientras yo levantaba
los ojos al cielo.

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Su lengua sedienta de no beber ningún poro durante diecisiete años,
probó cada centímetro de este cuerpo que nadie había tocado. Y que
yo sabía que era para ella. Para ella me había guardado. Por ella no
acepté la posibilidad de una Olivia en mi vida. Y aquí estaba, en
solitario, en mi cima. No nos hacía falta el mundo. Yolanda se puso
de pie y yo la besé. Era un beso desesperado que reclamaba tantas
noches de impaciencia, tantas ansias desbordadas en los sueños de
adolescente. La besé con la desesperación de saber que tenía que
despertar.

Le desabroché el vestido y ella me ayudó a retirar el resto. Toqué su


piel como quien limpia un finísimo jarrón que teme romper. Retiré
diecisiete años de polvo de sus senos y limpié, con mi lengua, cada
centímetro de su cuerpo. Con el vaivén de nuestras pieles, el navegar
de las manos en la mar del otro, el gemir, el suspirar, la ausencia de
palabras, se nos fueron las horas.

Creo que eran las cinco de la mañana cuando mirábamos la ciudad,


con la casa de Dios a nuestras espaldas.

Ampliamos las vacaciones a quince días. Ocupamos ya sólo una


habitación. Me olvidé del examen extraordinario y, la verdad,
salíamos de la ciudad tan sólo para relajarnos o bien para buscar un
nuevo sitio en donde amarnos sin ser molestados.

“Nuestro mirador” nos abrigó dos veces más y todo pasó a segundo
plano en el paseo. Su cuerpo era mi mundo, mi principio, mi objetivo,
mi sueño y mi espacio vital. Yolanda era feliz. Nuestras voces las
escuchábamos sólo cuando no estábamos en ese diálogo íntimo. En
la atmósfera secreta no había palabras, ni promesas, ni nombres, ni
recuerdos, ni tabúes, ni limitaciones. Éramos ella y yo. Nos
encontrábamos en un mundo de felicidad muy particular...

Pero tuvimos que volver a México.

Nos tuvimos que cuidar. El mundo es mundo porque le preocupa más


la vida de los demás que la propia.

Yo ya dormía, prácticamente diario, en la habitación de Yolanda, pero


huía en plena madrugada.

Con los meses, aunque fingíamos frente a la gente, para algunos no


escaparon algunas expresiones o gestos de Yolanda hacia mí. Esto
no hubiese sido muy notorio, después de todo siempre nos habían
visto juntos, pero Yolanda nunca fue tan expresiva.

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No sé si fue la gente que espiaba y murmuraba, el cura del barrio que
preguntaba, los cómplices del cura que inventaban cosas, o ese
ayudante que en una ocasión tocó el cristal de la ventana cuando
estábamos haciéndonos el amor. No sé, quizá alguien pudo vernos o
escucharnos, y con todo ese veneno que destila la envidia de la dicha
ajena, se comenzó a hablar de nosotros. En la calle nadie hablaba
conmigo. Las madres recogían a sus hijos espantadas cuando pasaba
yo junto a ellos. Supe que en la tienda habían bajado las ventas y
que algún anónimo ofensivo le llegó a Yolanda. Incluso en la iglesia,
ese sacerdote, que tampoco escapaba de la maledicencia de la gente,
en alguna ocasión nos llegó a criticar en el sermón, nadie dijo
nombres, pero la crítica de los amores “que no deben de ser”,
encaminó las miradas de todos hacia nosotros.

Ni Yolanda ni yo lo comentamos nunca pero sabíamos, tácitamente,


que debíamos espaciar nuestros encuentros diurnos y buscar un
nuevo refugio en el que pudiéramos dedicarnos nuestras noches.

Esas noches de ritual erótico, de juegos ocasionales, de fantasías


imborrables, en que cantábamos, bailábamos, nos bañábamos en vino
para después bebernos lentamente; nos revolcamos en mil pétalos de
rosas que habíamos deshojado durante el día; nos bañábamos en
miel, talco, lágrimas... No nos importaba nada. Esto era lo más puro y
limpio que había vivido hasta estos momentos y no deseaba dejarlo
por darle gusto a aquella moralígena gente.

No obstante, nos separamos. Ella no me pidió irse conmigo y yo, que


sabía que esa casa era su vida, no traté de llevármela.

En los últimos seis años solamente nos vimos una veintena de


veces. Sin hablar, sin reproches, sin saludos ni despedidas nos
entregamos. El cuerpo tiene su propio lenguaje. Después tan solo nos
mirábamos el uno al otro y llorábamos nuestra desgracia de no poder
estar juntos. Nuestra falta de valor para poder mandar al infierno los
prejuicios y las sentencias de la gente. Pero desde mi partida del
barrio la tienda había pasado a mejor aprecio. La hipocresía social
recompensaba a Yolanda y la integraban a la comunidad. Ella
aceptaba que le compraran su mercancía, pero siguió sin entrar a
grupo social alguno; la gente, con esa pizca de razón que quizá
tuvieran, decidieron respetarla. De todas formas, el peligro máximo,
yo, ya estaba fuera de la colonia.

La última noche en que bebimos nuestros cuerpos fue hace siete meses. Nunca
dejaré de idolatrarla. No hay más mujeres en mi vida. Ni las habrá.

Señor... - Dijo el dependiente de la funeraria, tocándome el hombro y


rompiendo mi éxtasis.

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- ¿Que pasa? - Dije mientras limpiaba una lágrima fugitiva.

- Soy Álvaro Serrano, responsable del crematorio. Me dicen que usted


autorizó la cremación de la difunta...

- Así es.

- La cremación va a ser a las doce horas. - Dijo mientras miraba su


reloj.

- De acuerdo.

- Perdone... ¿Cual es su nombre?.- se alistó a apuntarlo en una


libreta de hojas membreteadas.

- Andrés... –dije con descuido y apresuradamente corregí- ¡No!


Espere... Germán Lima, sí Germán Lima.- Afirmé ante la mirada de
desconcierto del hombre

- ¿Y su parentesco con la difunta?

- Era mi madre.- Respondí con el profundo dolor de quien pierde, en


una sola persona, a dos seres que amó.

El empleado se retiró mientras me acercaba al ataúd para mirar por


última vez el rostro de la única mujer que había hecho de mi vida algo
hermoso.

Gracias Yolanda. – Recé.

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