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Ángel Vallarta.
No sé a quien agradecer toda la fruición y tanto amor que me brindó realizar esa
mentira piadosa. Fueron aquellas cartas, misivas sencillas, que hablaban de
amistad y que yo signaba con nombre ficticio. Siempre incluía, al principio, una
pregunta que denotaba interés por su trabajo, por la casa, por su salud... y
Yolanda nunca contestaba.
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se llevó la parte material y dejó a ella con la carga emocional. Sin embargo,
Yolanda supo erguirse a contracorriente. Nunca transigió ningún tipo de
conmiseraciones. Siempre persiguió el bienestar y el dinero pero sin desatender
su ministerio de madre. Durante doce años prescindió de aquellos enseres que
cautivan a las mujeres e instruyó a su hijo para vivir con mesura.
Esta situación me dio la madurez necesaria para mirar analíticamente todos los
sucesos que en el barrio se presentaban y no solamente pasar por encima de
ellos. Con esta madurez pude agradecer, desde aquellos momentos, la importante
valía que a mi vida dio la perenne presencia de Yolanda.
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Yolanda, a quien nunca llamé de otra manera, nunca usé apócopes ni
diminutivos, se autodescribía como eterna solitaria; razón por la cual
nunca salía de su casa más que para fiscalizar la marcha de la
tienda. Sus tres capaces ayudantes le permitían utilizar el tiempo en
su única pasión, el amor de los solitarios: la lectura. Leía y analizaba
todo lo que caía en sus manos, sin tamizar la temática. La buena
administración, el trato comercial con la gente, la experiencia
acumulada sin salir de casa, la nula urgencia de alguien en su lecho,
todo, absolutamente todo, se lo debía a los libros. Pero aún cuando
su trato era displicente y atesoraba infinidad de conocimientos para
compartir, Yolanda no tenía amigos. Yo era su confidente y sabía
que, para los demás, Yolanda era una fría, atractiva y amable estatua
de mármol que administraba una tienda de ultramarinos.
Ahora, a mis treinta años, no alcanzo la serenidad suficiente para aceptar este
momento. Mi mente descodifica lo que ven mis ojos: un cuerpo hermoso y quieto
dentro de un ataúd que fue tallado y barnizado para pasar desapercibido frente al
dolor de una ausencia; cuatro velas y la soledad absoluta de los muertos que ella
me leía en los poemas de Manuel Acuña. Pero todo esto que contemplo, mi
corazón no lo tolera. Miro el féretro y no acepto que Yolanda no esté activa. Ha
fenecido y no estuve a su lado sino hasta el momento de identificar el cuerpo.
Una noche de junio, con una luna llena sobre nuestras cabezas y un
cómplice silencio en las calles de Coyoacán, yo narraba mis
proyectos a las banquetas, a los faros de los autos y a las personas
que regresaban de nunca me interesó dónde. Ella, por su parte,
lanzaba preguntas al aire sobre mis estudios y mi escasez de amigos.
Yolanda me recomendaba hacerme de una novia para tener con quien
platicar.
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- A mí me gusta conversar contigo.- le decía.
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Al final, para la firma, fue un poco difícil dar con un nombre que se
leyera atractivo. Tenía que sonar interesante y enamorado. “Carlos
Beltrán” no me gustó. “Rafael Jiménez” me pareció poco aceptable.
Decidí firmar como “Andrés Girón”. Era corto y terminaba en “N”; una
letra firme que inspira carácter. Tenía poca relación con mi nombre,
Germán Lima, a excepción de la cuestión silábica. Cuando finalmente
introduje las dos hojas en el sobre blanco, que rotulé pacientemente
con su nombre, vacilé tres días entre si debía mandarla o no. Era un
paso muy serio. Con esta acción podría construir un sueño muy
grande para Yolanda, pero también, si no sabía cómo manejarlo,
podría ocasionar una gran desilusión en mi única amiga. La mujer que
más apreciaba.
Todo esto lo único que produjo fue silencio. Yolanda apenas habló
durante nuestro encuentro. Parecía ausente y molesta mientras iba y
venía ya fuera con el café o con el guisado, que ni me enteré lo que
era a pesar de haberlo comido. Yo, mirándola, tan concentrada opté
por retirarme en silencio apenas terminara la cena. En un descuido
que tuvo, al retirar una olla de café de la estufa, me puse de pie y me
retiré.
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Sin embargo, no pude evitar volver la mirada para ver que se sentó a
tomar café sin hacer nada por llamarme. A través de los cristales de
la ventana, no parecía ilusionada. Por el contrario parecía muy
confundida, desconcertada, pero nunca esperanzada. Sentí
remordimiento y miedo, quizá había hecho mal. Tal vez reconoció mi
redacción... ¿Pero cómo saberlo si ella no abría los labios? Decidí
escribir una segunda carta.
Era una belleza fresca de cabello castaño y ojos negros, que vivía
en el mundo de la fantasía. Ella merecía respeto y yo no creí
merecer su ayuda, por lo tanto la rechacé procurando no lastimarla.
No me interesó siquiera que ella hubiese exentado las materias en las
que me reprobaron. Me dieron tres meses de plazo para presentar los
exámenes extraordinarios. Y se suponía, que a partir de ese
momento, yo debía pensar únicamente en estudiar, pero no era así,
un solo pensamiento bullía en mi cabeza: Fracasé en mi intento de
darle una ilusión a Yolanda. Es más, provoqué un cambio negativo en
ella. Hacía más de dos semanas que no platicábamos.
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detalles y la hermosa sonrisa que iluminaba toda la calle. Esa noche
cenamos juntos. Con todo y que lucía hermosa, aún continuaba
callada, pero con un silencio diferente. Irradiaba esperanza. Yo
comenté algunos problemas del trabajo, le pregunté por el empleado
a quien había suspendido, pero todo carecía de importancia. Sus
repuestas eran concisas. Cuando toqué el tema de su apariencia
festiva, simplemente machacó que éramos amigos y “que hay cosas
que se guardan para una sola persona”. No se lo tomé a mal. Esa era
la señal completa.
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corregir un daño... Cuando vivió Yolanda le di mi respeto y ahora, sin ella, le
ofrendaba mis verdades. Nuestras verdades. Por eso a Yolanda nunca le hubiera
llorado. Ni ella me hubiese llorado a mí. Entre nosotros no había deudas. Ni
culpas.
Ella evitaba escribir sobre cosas exteriores, por eso siempre se refería a los
conceptos internos. Su pensamiento era algo que ningún hombre había tocado y
ahora lo ofrecía a este hombre que se interesaba en ella.
Esta mujer era un manantial del que brotaba una savia dirigida a
Andrés Girón. Yo la bebí porque fui quien provocó que fluyera. Por
esta razón, a veces, aunque Andrés fuera una creación mía, me
consideraba un ladrón...
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El viejo sacerdote de la colonia se persignó y bendijo el ataúd desde
lejos. Se sentó en una esquina y abrió su misal, iniciando así el rito
de pronunciar palabras y palabras en voz baja, y pasar hojas y hojas
del libro. Nunca miró a dónde yo estaba a pasar de que él sabía que
yo no dejaba de mirarlo. Sentía mis ojos en su persona, ahora yo le
pesaba, le desagradaba mi presencia tanto como a nosotros nos pesó
en el pasado su dedo flamígero. Mi cabeza estaba en alto. No me
inclinaría aunque fuera un representante de la iglesia, y
probablemente tampoco lo haría ante Dios, sin que antes me
explicara el rechazo a mi supuesta sinrazón.
Quise dormir, pero los recuerdos seguían fluyendo. Cerré los ojos y
el pasado me aprisionó nuevamente.
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pues aunque a mí juntarte no puedas
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Yo no sabía cuanto fuego guardaba y ahora tenía la seguridad de
estarme quemando en él. Mi mentira dio a Yolanda la posibilidad de
ser amada y desenmascaró en mí un amor que creí limpio, filial e
inocente. Antes estaba consciente de las distancias y me contentaba
con ser amigo, pero ahora me dolían esas distancias. Una catástrofe
de tales dimensiones pendía del hilo de unas cartas. Ella exigía ahora
más palabras mías, más muestras de interés, más anécdotas
inexistentes, problemas, viajes imaginarios... Y prometía no
comprometerme, “ Soy la Tierra que nunca osará amarrarte”, escribía.
Yo también quería sus palabras. Pero no era Germán quien planeaba,
era Andrés quien escribía, quien contaba, quien seducía y exigía
romper todo lo necesario para emerger y conquistar, sentir y beber
aquello que era suyo: Yolanda.
No podía dejar de escribir. No sólo por ella sino también por mí. En
una tarjeta anoté: “Yolanda : La materia que me envuelve me limita.
Es un mundo que nunca ha sido mío y que quiero romper. Yo te
busco”.
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Y así, en silencio, ajenos y propios de nosotros mismos, caminamos
hacia la casa. Esta vez ni siquiera buscamos el taxi acostumbrado.
Caminamos por la senda del mutismo sin siquiera tomarnos de las
manos y nos despedimos tibiamente.
Por primera vez me dijo que se carteaba con una persona y que
estaba esperando que él reanudara el contacto. Me fue diciendo, de
manera progresiva, todo lo que Andrés había provocado en ella. Me
contó, sin yo preguntárselo, cómo es que lo imaginaba y me angustió
saber que yo no era ni la décima parte de lo que ella creía acerca del
dueño de aquellas letras. Ella, que nunca hablaba de esto, hoy lo
hacía y, con ello, evidenciaba aún más mi impotencia.
Me sentí mal. Allí estaba, frente a mí, pidiéndome esa carta que yo
no había podido escribir, mientras tanto yo quería abrazarla, besarla
y decirle que yo era Andrés. Pero no, eso sólo sucede en la
televisión. Acepté ir de viaje y ella ofreció pagar todo porque sabía
que yo no contaba con los fondos suficientes.
Este era el jurado del barrio, ese que dictaminaba lo que era bueno y
lo que era malo. Con ellos estaban siete u ocho personas más que no
quise reconocer. No me interesaba nada de esa gente que había
rechazado a Yolanda y que nos obligó a separarnos. No me
interesaba su Correcto Universo y falsa moral. Estoy seguro que en el
mundo no hay santos. Desde los diecisiete años en que perdí mi
virginidad, me convencí de que ningún hombre, por santo que
parezca, puede escapar a la dicha carnal, al rito pasional, a la
entrega más limpia que hay y que los beatos llaman “Pecado”.
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Sin embargo, aunque no creo en la santidad, sí creo en los milagros.
En este momento me hacía falta uno. Cerré los ojos y lo pedí. Se lo
pedí con mi propia oración a ese Dios interno que llevamos los
inmorales. Abrí los ojos, no dije una palabra, me puse de pie, miré al
ridículo jurado y me dirigí a la puerta. Abrí de par en par las dos
hojas de cristal, un viento fresco me frotó la cara y el murmullo
citadino entró de golpe. Las flamas de las velas bailaron nerviosas
amenazando con extinguirse. El jurado, que nunca separó la vista de
mí, entendió que sus oraciones, sus murmuraciones y su presencia no
nos hacían falta ni a Yolanda ni a mí. Salieron todos en silencio.
Sentí algunas miradas condenatorias que no ameritaban respuesta
alguna. Al salir el ultimo de los visitantes volví a cerrar las puertas.
Yo estaba seguro que Yolanda lo agradecía. Todo estaba en orden
nuevamente.
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alpinista. Me embriagaba la idea de andar solo, en una montaña, en
la búsqueda de una meta que a nadie le interesara o que muy pocos
tuvieran el valor de conquistar. No me importaba la gente, yo quería
retos.
Esa noche no pude dormir sino hasta las seis de la mañana. Traté de
escribir la carta. Caminé y caminé en la habitación pensando en lo
que podría decirle. Estaba confundido.
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Esta vez, cómo olvidarlo, traía un vestido blanco apenas sostenido
por dos cintas atadas a sus hombros. Un vestido liso, de algodón, que
se pegaba discretamente a su piel y le llegaba a las rodillas. Sus
hombros al descubierto, sus piernas sin medias y los tacones
blancos, que llevaba el día anterior, le daban un toque muy sensual.
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Su lengua sedienta de no beber ningún poro durante diecisiete años,
probó cada centímetro de este cuerpo que nadie había tocado. Y que
yo sabía que era para ella. Para ella me había guardado. Por ella no
acepté la posibilidad de una Olivia en mi vida. Y aquí estaba, en
solitario, en mi cima. No nos hacía falta el mundo. Yolanda se puso
de pie y yo la besé. Era un beso desesperado que reclamaba tantas
noches de impaciencia, tantas ansias desbordadas en los sueños de
adolescente. La besé con la desesperación de saber que tenía que
despertar.
“Nuestro mirador” nos abrigó dos veces más y todo pasó a segundo
plano en el paseo. Su cuerpo era mi mundo, mi principio, mi objetivo,
mi sueño y mi espacio vital. Yolanda era feliz. Nuestras voces las
escuchábamos sólo cuando no estábamos en ese diálogo íntimo. En
la atmósfera secreta no había palabras, ni promesas, ni nombres, ni
recuerdos, ni tabúes, ni limitaciones. Éramos ella y yo. Nos
encontrábamos en un mundo de felicidad muy particular...
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No sé si fue la gente que espiaba y murmuraba, el cura del barrio que
preguntaba, los cómplices del cura que inventaban cosas, o ese
ayudante que en una ocasión tocó el cristal de la ventana cuando
estábamos haciéndonos el amor. No sé, quizá alguien pudo vernos o
escucharnos, y con todo ese veneno que destila la envidia de la dicha
ajena, se comenzó a hablar de nosotros. En la calle nadie hablaba
conmigo. Las madres recogían a sus hijos espantadas cuando pasaba
yo junto a ellos. Supe que en la tienda habían bajado las ventas y
que algún anónimo ofensivo le llegó a Yolanda. Incluso en la iglesia,
ese sacerdote, que tampoco escapaba de la maledicencia de la gente,
en alguna ocasión nos llegó a criticar en el sermón, nadie dijo
nombres, pero la crítica de los amores “que no deben de ser”,
encaminó las miradas de todos hacia nosotros.
La última noche en que bebimos nuestros cuerpos fue hace siete meses. Nunca
dejaré de idolatrarla. No hay más mujeres en mi vida. Ni las habrá.
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- ¿Que pasa? - Dije mientras limpiaba una lágrima fugitiva.
- Así es.
- De acuerdo.
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