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ARCHIVO RUIZ-SARMIENTO

El “Archivo Ruiz-Sarmiento” fue creado el año 2013 por la Dirección del


Instituto de Arte y el Sistema de Biblioteca de la Pontificia Universidad
Católica de Valparaíso con el objeto de recopilar documentación y
promover el conocimiento de la obra de la pareja de cineastas chilenos
Raúl Ruiz (1941-2011) y Valeria Sarmiento. Desde su apertura en marzo
de 2014, el Archivo ha sido visitado por investigadores y creadores, tanto
del país como del extranjero, y muy prontamente su patrimonio se verá
enriquecido gracias a un convenio de cooperación firmado entre el
Instituto de Arte y el Institut Mémoires de l’Édition Contemporaine (IMEC,
París, Francia). En la actualidad, cuenta con un variado material
manuscrito, bibliográfico y audiovisual, que se encuentra depositado en
una dependencia especial de la biblioteca del Instituto de Arte.

Con el objeto de poner en conocimiento público algunos estudios y


documentos inéditos o de difícil acceso que se encuentran en el Archivo,
la dirección de Pensar & Poetizar ha decidido crear esta sección especial,
denominada “Archivo Ruiz-Sarmiento”, que inauguramos con dos escritos
de Raúl Ruiz – “Cuatro temas y dos ejemplos” (inédito) y “La experiencia
cinematográfica bajo el gobierno socialista de Salvador Allende” (1973) -,
acompañados de una nota de presentación preparada por los editores -
Bruno Cuneo y Christian Miranda -, quienes agradecen a Valeria
Sarmiento su autorización para publicar estos documentos.

Sigue a este material de archivo un ensayo titulado “Los cinco sentidos de


Raúl Ruiz”, escrito por el filósofo chileno Andrés Claro, quien fuera amigo
personal de Ruiz y testigo privilegiado de su último período creativo.
CUATRO TEMAS Y DOS EJEMPLOS

Raúl Ruiz

(Archivo Ruiz Sarmiento - MS RR / T / 01 - Instituto de Arte PUCV)

No mucho más allá, pero bastante más abajo de lo que llamamos “la cultura en que
vivimos”, hay una zona del comportamiento, sombra de ese corpus, a veces muy espesa
(noche de los tiempos), a veces adelgazada por el cedazo de la cultura (utilizada como mina
de lápiz para dibujar sobre un fondo cultural, hacer un boceto de “los de abajo”). Allá, los
actos culturales más simples (ubicados cerca del límite) sufren una distorsión profunda.
Esta distorsión se vuelve patente al “parodiar la parodia”, lo precario y desarticulado de
nuestra vida cotidiana.

Quien descubre ese mundo quiere creer que nos pertenece (en el mismo sentido que
nos pertenece el territorio nacional) y que debemos extender nuestros límites hacia allá.
Luego entendemos que esa zona sería “otro mundo, con otros valores, con otra lógica”.
Finalmente, aceptamos que ese mundo está entre nosotros y en nosotros. Los que siguen de
largo pueden decir: “eso somos nosotros”. Así, de repente, nos encontramos con que a estas
cabezas perdidas del tercer mundo les ha crecido un cuerpo llamado tercer mundo.

El reconocimiento de ese cuerpo, con el simple método de sacarse fotos de cuerpo


entero mirando la cámara, se llama: cine de indagación.

Las ideas en torno a esta actividad en que estamos embarcados son intuitivas; fueron
usadas para encauzar y estimular nuestro trabajo de filmación. De ahí el tono profético. De
ahí también la invasión de otros territorios gobernados por disciplinas que entienden que el
cine es objeto de estudio y no un organismo insaciable que las estudia y crece. El
convencimiento de que el cine es el cine y mucho más, nos obliga a cambiar las reglas del
juego y a juzgar, por ejemplo, a la revolución desde un punto de vista cinematográfico y no
al cine desde un punto de vista revolucionario.

La primera idea gira en torno a la cultura, a lo que, por lo general, se nos viene a la
cabeza cuando emitimos el ruido “cultura”. Aceptemos que, desde el punto de vista de la
cultura occidental y cristiana, somos un desierto viviente. Y, en esa medida, tenemos
cultura propia. Nuestro Walt Disney sería, por ejemplo, García Márquez. Ahora bien, si
aceptamos que para los efectos de nuestra actividad estamos dentro de la cultura, tal como
la entendemos, hay una zona de nuestro comportamiento en que se ejerce un rechazo contra
los datos puestos a nuestra disposición y hay una zona de nuestra población que utiliza gran
parte de su capacidad intelectual en olvidar lo aprendido. El milico que aprende a leer y el
alcohólico que se chanta para mejor caer, el delincuente que reincide. La gradualidad del
rechazo sugiere la existencia de toda una técnica transmitida por un lenguaje no codificado
(por vía del ejemplo; cada ejemplo es un signo). Consiste en una técnica cuya única manera
de formularla es el cine. La idea es que el rechazo, por su propia naturaleza, esconde una
gran capacidad de subversión.

Hay dos aspectos que nos llevan a encauzar nuestros temas en esa dirección. En
primer lugar, el carácter de descubrimiento de esa actividad de rechazo o resistencia. Esto
implica tomar el punto de vista del cine de descubrimiento, tan venido a menos, desde el
momento en que la idea de antípodas (cine de las antípodas) pierde adeptos a partir de la
desaparición en los mapas de la zona “terra incognita”. Es un lugar común hablar sobre el
agotamiento del cine que se encauza a la descripción de nuevos comportamientos, nuevas
culturas, porque ahora también la “terra incognita” va a desaparecer de los mapas. Llegó la
hora de describir las zonas superpuestas al territorio descubierto, los niveles de
comportamiento. En otras palabras, se trata de un cine ideológico. El cine se encauza en
dirección a la zona de rechazo, en la medida que no culturiza, en la medida que denota
ambiguamente todos los niveles de nuestro comportamiento, sin infectar a ninguno en
particular, retomando lo mejor del cine de descubrimiento (esto es: crea esa especie de
quiebre del centro de gravedad que, como espectadores, estaría más acá de la pantalla,
llevándolo más allá, mucho más allá, empujándonos a nosotros y a las sombras coloreadas
que se proyectan hacia un punto fuera de campo, no al lado, sino al fondo).

El otro aspecto tiene que ver con la utilización del cine como duplicación de gestos
y actitudes descubiertas, los cuales conforman un lenguaje no hablado reproducido por el
cine, lenguaje cuya aparición depende de que sea filmado. Dicho de otra manera: lo que
filmamos es un lenguaje natural que, por el hecho de ser filmado (abstraído), adquiere la
capacidad de reflexionar sin traicionar su carácter no verbal.

Nos entusiasma la sospecha de que ese código, que puede formularse solamente si
es filmado, tiene un poder subversivo que implica y envuelve tanto a los que filman, como
a los que son filmados, en un solo acto. Está claro que la película resultante sólo interesa a
los que participan en su filmación. En otras palabras, se trata de cine político.

II

Un cine de descubrimiento implica a la larga enfrentarse con la técnica del cine


directo. Dos limitaciones evidentes de esta técnica nos han llevado a adiestrar un tipo de
“actor documental”, puente entre la cámara y lo que la cámara muestra.

La primera limitación tiene que ver con el criterio de selección del material filmado,
en el momento en que las cosas suceden. Si se puede aceptar que cierto tipo de encuadres
organizan una materia tal que nace y muere dentro del cuadro, y que eso hace posible la
conexión de estas perspectivas limitadas (haciéndolas chocar entre sí, desplazando la
imagen hacia el ideograma), es difícil imaginar ese tipo de imagen al servicio de la apertura
fuera de cuadro que sugiere las imágenes queridas por el cine verdad (apertura por lo demás
inerte). Intentar acercar ese tipo de imagen a la naturaleza del ideograma plantea un
problema parecido al del rechazo en los enfermos sometidos a un trasplante. Cada toma
pertenece a un organismo distinto (esto es cierto en cualquier tipo de cine, pero es más
evidente en un cine que programa rescatar el momento irrepetible). El cine directo muestra
un mundo compuesto de acontecimientos separados unos de otros que se traducen sólo
parcialmente en imágenes, crean una perspectiva limitada distinta a la del ideograma. De
esa manera, en el cine directo siempre hay presente dos acontecimientos que se
complementan, no siempre de manera evidente: el acontecimiento (dentro y fuera del
cuadro) y el acontecimiento filmado. Ambas corrientes aspiran a crear un solo organismo:
tiende al momento en que quienes son filmados aluden a la filmación. Lo mostrado y el que
muestra son una sola cosa. El play whithin the play conduce a un cine que se pregunta por
el cine ubicado en las antípodas de un cine de descubrimiento. La tentación del juego de
espejos no es fácil de evitar.

Otro peligro difícil de evitar aparece por razones semejantes. Si es difícil conseguir
un ensamblaje de las distintas imágenes, si se tiene una toma que no termina, entonces, el
material conseguido da la idea de haber sido arrancado violentamente. Despojado de su
contexto tiende a volverse oscuro. Exagerando: si se filman veinte horas y se consigue un
momento de diez minutos en el que acondicionamiento entre la imagen conseguida y el
acontecimiento es completo (la cámara muestra e interpreta, deja de hablar y dice), esos
diez minutos adquieren su real dimensión dentro de las veinte horas. Esto es una manera de
exagerar el hecho de que una película de cine directo que evade el juego de espejos y los
caleidoscopios nos aburre en general, pero nos fascina en un momento y que ese momento
es inseparable del resto. Evitar ese parto con dolor, nos llevó a intentar una forma de puesta
en escena (ya conocida por más de algún neorrealista, integrada al documental).

Los actores forman parte del espectro de una situación

Planteado lo que va a suceder (algo que sucede a menudo, en el lugar que se ha


elegido) se intenta implicar (sin intentar filmarlo) a los actores (que desde hace un tiempo
viven en el lugar elegido), hasta conseguir que sea imposible distinguirlo de todo el
espectro. Desde ese punto se inicia el trabajo: previamente se ha insistido en el hecho de
que los actores no representan ningún papel en particular, sino que juegan como
comodines. Juegan a desplazarse en distintas direcciones de la situación, considerada como
la zona de comportamiento, es decir, como una especie de espacio psicológico. Visto así: la
situación enmarca a los actores entre dos extremos, entendidos como opuestos (“a”, “z”) y
explica el tránsito de un extremo “a” a un extremo “b”, lo cual sugiere el resto de la serie
(b-e, c-e, etc.). Esto significa que el desplazamiento por la situación cumple el papel de una
descripción del momento elegido.

Resumiendo: el actor vive la situación desde dentro y el personaje, que en un


momento representa, desde fuera. Esto le impide perder la perspectiva de toda la situación,
capacitándolo para desmontarla y volverla a montar. Eso supera el mito del “momento
único”.

Los actores son parte del set

Llamamos set al conjunto de objetos utilizados dentro (o contra) de un espacio que


juega el papel de telón de fondo. El set sirve como intermediario entre nosotros y ese telón
de fondo, ayudando a fragmentarlo, acercarlo, alejarlo. El set hace patente el espacio
psicológico, superpuesto al espacio dado (visto o entrevisto). En el set, con sus
movimientos, en un principio correlativos, se mueve un grupo de personas que han sido
escogidos por dar muestras de participar activamente de ese mundo de resistencia cultural
(mundo de los bares, lumpen, etc.).

Nota de los Editores

“Cuatro temas y dos ejemplos” es un texto inconcluso encontrado entre los papeles personales de Raúl Ruiz.
En él se anuncian cuatro temas, pero sólo se abordan dos. Los ejemplos corresponden a los dos últimos
párrafos, titulados “Los actores forman parte del espectro de una situación” y “Los actores son parte del set”.
La forma de exponer el contenido, junto a algunas ideas y conceptos utilizados, permite inferir que
nos encontramos frente a uno de los primeros escritos teóricos de Ruiz sobre el arte cinematográfico y, al
parecer, habría sido redactado hacia fines de los años 60 o comienzos de los 70. Una pista permite conjeturar
lo anterior: Ruiz menciona el cine de indagación, al que se refiere también en un diálogo con Enrique Lihn y
Federico Schopf publicado en la revista Nueva Atenea el año 1970 y, más tarde, en una entrevista concedida a
la revista Primer Plano el año 1972. En ambos casos, dicho concepto rotula el tipo de trabajo cinematográfico
que pretendía desarrollar por ese entonces y que buscaba auscultar el comportamiento de los chilenos a nivel
de la cultura popular. El cine, según Ruiz, era el único medio capaz de registrar el lenguaje no verbal o los
estilemas que manifestaban dichos comportamientos; la cultura popular, por otra parte, representaba para él
una forma de resistencia, una manera de rechazar la agresión cultural del orden imperante, en la medida que
supone un olvido de las reglas y las ordenaciones que estas determinan. El “habla chilena”, como se sabe, fue
uno de sus ejemplos más significativos, ya que da cuenta de un cierto descalce respecto de las normas del
buen decir o del habla normalizada: está llena de digresiones y despistes que alteran la sintaxis.
Si bien no es posible determinar con certeza el año exacto en que fue escrito “Cuatro temas y dos
ejemplos”, parece ser en todo caso anterior al diálogo con Lihn y Schopf, que posee un tono más enfático y
programático, mientras que aquél tiene el aspecto de un esbozo o borrador, como si el autor estuviera
poniendo por primera vez sus ideas en orden: la copia mecanografiada, de hecho, ostenta varias tachaduras y
enmiendas.
Pero existe otro elemento que nos permite inferir que estamos en presencia de un texto inaugural: el
empleo de expresiones equivalentes a cine de indagación que estarían vinculadas a referentes
cinematográficos más bien tradicionales, como cine de descubrimiento, en la que resuena cierto afán ligado al
cine neorrealista italiano, que explora y registra las condiciones que constituyen la realidad. Tiempo después,
Ruiz sustituirá esta expresión por cine de reconocimiento, para resaltar mejor el hecho de que el cine de
indagación, que formaliza los estilemas de lo chileno, genera en el espectador un efecto de identificación,
aunque por la vía del extrañamiento.
La experiencia cinematográfica bajo el gobierno socialista de Salvador Allende

Raúl Ruiz

(Diario La Opinión, miércoles 24 de octubre de 1973, p.18)

Hace un par de días me encontré con un compañero del frente de cine del gobierno
de la Unidad Popular. Mientras nos tocó trabajar juntos, rara vez estuvimos de acuerdo;
ahora que ya no hay mucho que hacer (en cine) pudimos, por primera vez, discutir sin
esconder una carta (pertenecemos a tendencias distintas dentro de la UP). Volvimos a estar
en desacuerdo pero hubo un elemento en común: “la tristeza y la nostalgia de la patria”.
Eso era lo que nos habíamos propuesto sentir cuando, hace un par de años, preveíamos
estos momentos que nos está tocando vivir: “el amargo whisky del exilio” (en realidad yo
me veía transmitiendo comunicados desde la radio Chile Libre de Tirana: “la pandilla
criminal que gobierna nuestro país una vez más…etc.”). Fuimos profetas en nuestra tierra.

Ahora nos estamos dedicando a reconstruir frente a nuestros amigos argentinos, lo


que hicimos y no hicimos. ¿Qué se podía hacer? ¿Qué no se hizo? ¿En qué fallamos
nosotros? ¿En qué dependíamos de las características del proceso?

Yo por lo menos, me siento en situación excepcional para asumir todas las


posiciones y darme vuelta en la mitad del cuento: puedo decir que durante el gobierno
popular estuve casi todo el tiempo cesante, que no se dieron condiciones para trabajar,
salvo en los últimos meses; puedo decir que nunca me faltó trabajo, que estuve metido en
más de veinte proyectos, que hice seis largometrajes y cuatro cortos (nunca faltaban los
compañeros entusiastas que tenían “presupuestos desviables” a disposición ni tampoco
faltaba la gente dispuesta a trabajar gratis); que no había una organización que centralizara
efectivamente la multitud de iniciativas que cada cual iba realizando cómo, cuándo y dónde
podía; que nadie se opuso a que nosotros mismos inventáramos esa organización central
(pero es difícil asumir el papel de comisario), etc.
A (antes del golpe)

Cuando recién se empezó a discutir (y se creía que era posible) una política
cinematográfica, un grupo de amigos estuvimos de acuerdo en los siguientes puntos:

1) Hay tres maneras de enfocar la actividad cinematográfica:

a) Cine de consumo: reemplazar en las salas de 35 mm las películas cargadas


excesivamente de elementos negativos o confusionistas para el proceso, por
otras que, manteniendo el formato (cine de consumo), cambiaran los
contenidos. Buena parte de los intentos para hacer andar la cosa,
funcionaron: se consiguió que el Estado llegara a controlar casi todas las
salas comerciales (manteniendo el bajo precio de las entradas y gracias a la
organización de trabajadores de esas salas); se llegó a controlar la
distribución; gracias a la solidaridad de los países socialistas se pudo
reemplazar gran parte del material de exhibición norteamericano (aunque las
películas eran en general bastante latosas); una política más o menos racional
de compra de películas iba a conseguir normalizar la distribución de
películas del mundo occidental, seriamente afectadas por el bloqueo de las
compañías norteamericanas. En resumen, la cosa andaba en ese campo.
Estaba llegando la hora de enfrentar el verdadero problema: que es imposible
transmitir un contenido revolucionario mediante un formato de consumo,
porque la ideología burguesa opera a través del formato y no del mensaje
explícito (idea dicha y redicha, pero nunca lo suficiente).

b) Filmar películas que apoyaran las medidas que tomaba día a día la UP,
aclarando los fines que esas medidas perseguían. La gran mayoría de las
películas que se hicieron durante los tres años de gobierno popular,
pertenecían a esta línea. Por supuesto que, según la tendencia del realizador
(o del equipo, porque también hubo films colectivos), las tintas se cargaban
en las excelencias de la medida que se proponía (un medio litro de leche para
cada niño) o en “el potencial revolucionario” (la organización de cordones
industriales sirvió para que se hicieran películas promoviendo el “poder
popular”). Cual más cual menos, todos los que trabajábamos en cine
sentimos que había que posponer los proyectos personales y aceptar una
especie de “tarea de militancia”. Cada organismo estatal encargaba al primer
cineasta que se ponía por delante una película, leve variante de los films
publicitarios, aceptando y proponiendo “formato y contenido libre dentro de
los marcos del tema”. Nos caímos varias veces. Yo hice una película para
aclarar los fines que perseguía la política de abastecimientos; había leído en
una revista canadiense las experiencias de “circuitos reverberantes” (tomar
dos grupos humanos y filmar primero a uno, luego al otro, proyectando
previamente al grupo filmado lo que el otro grupo hace o dice y filmando las
reacciones).
Se me ocurrió que algo así se podría hacer con el problema del
abastecimiento: filmé a una dueña de casa de clase media reclamando por la
falta de cosas para comprar, le proyecté el material al ministro de Economía,
filmé sus reacciones, filme las respuestas, le proyecté todo a la dueña de
casa, filmé sus reacciones y su respuesta…y hasta ahí llegamos porque cayó
el gabinete. Me fui a filmar a los JAP (Juntas de Abastecimientos y Precios)
y traté de montar el material. Al final no se sabía a quién apoyaba la película
(¿qué culpa tenía yo que el ministro fuera antipático?). No hay que confundir
promoción con indagación. Por otra parte, un compañero quiso filmar los
problemas del campo aplicando algunas técnicas brechtianas: filmó en
directo las idas y venidas de los campesinos en un fundo intervenido, sus
discusiones, su manera de vivir, luego repitió la filmación dándole un
sentido levemente argumental, luego filmó un ballet que mostraba (se
suponía) “el plano onírico de la realidad”. Montó intercalando los distintos
planos, pero cada vez que se proyectaba la película, los campesinos
abucheaban el plano onírico gritando ¡maricones!

Además estaban las películas contradictorias (se empezaba


defendiendo una cosa y se terminaba atacándola). Había también
documentales sobre un mismo tema pero con distintas implicancias políticas.
En resumen: se necesitaba un comisario.

c) Cine político. Según habíamos discutido, no había posibilidad de hacer un


cine político que mereciera ese nombre sin, previamente, promover algún
tipo de organización que hiciera posible transmitir la capacidad de hacer cine
a los frentes de masa. Pero ¿había alguien que tuviera interés en perder su
condición de “profesional”, de comunicador oficial de la verdad
revolucionaria? ¿Había alguien capaz de reconocer que su oficio lo había
aprendido en menos de seis meses y que no era nada del otro mundo echar a
andar los aparatitos? Es cierto que algunas de las medidas que propusimos
caían dentro de lo que los más sabios llaman “futurismo” (vivir en el
presente como si se estuviera en el futuro). A nadie se le había ocurrido que
el conflicto con el sindicato de técnicos era lo menos que nos podía pasar.
Viendo las cosas con más calma, resulta claro que esos obreros a los que
íbamos a transmitir lo que sabíamos, inmediatamente iban a querer dejar de
ser obreros ya que, en general, se admite que un técnico de cine está en
situación de privilegio. Cada obrero capacitado en cine habría reclamado su
admisión en el sindicato de técnicos. Era lo que se llama una “desviación de
izquierda”.

Así y todo, hicimos algunas cosas en este campo. Chile Films intentó
poner en marcha un proyecto de talleres que simultáneamente capacitaran
teórica y prácticamente. Se iba a enseñar teoría entre filmación y filmación.
Naturalmente, cada tendencia de la UP colocó sus cuadros y al poco tiempo
el fantasma del “cuoteo” nos había destruido.

2) Hay dos alternativas en la producción cinematográfica:

a) Producción estatal. Antes de que las primeras delegaciones de cine de los


países socialistas llegaran a Chile nos habíamos hecho algunas ideas muy
precisas de lo que era el cine en un proceso de cambios: era un cine hecho y
planificado por los trabajadores y para los trabajadores (esto entendido de la
manera más literal posible); un cine que cumple tareas de primera
importancia y que, por lo tanto, no necesita justificación de tipo económico.
Por eso cayeron muy mal las opiniones de los compañeros húngaros:
Pregunta: ⎯ ¿De qué manera participan los trabajadores del cine en la
planificación de la industria y en la creación de cada película?

Respuesta: El gobierno de Hungría es el gobierno de los trabajadores.


Ellos se expresan a través de sus autoridades. En cuanto a la participación
directa, no existe por el momento.

Pregunta (a un director): ¿Qué necesita usted en Hungría para hacer


cine?

Respuesta: En Hungría (o en cualquier otra parte) se necesitan tres


cosas: dinero, dinero y dinero.

A pesar de que era evidente el placer que sentían tirándonos algunos


baldes de agua fría, yo creo que en el fondo tenían buenas intenciones.
Querían hacernos entender que el romanticismo revolucionario puede
destruir tanto o más que una buena bomba fascista. El hecho es que ellos
proponían para Chile lo que se llama comúnmente “medidas estalinianas” en
“la organización del cine”: control total por parte del Estado representado
por un pequeño grupo capaz de tomar decisiones rápidas. Este control se iba
a conseguir mediante la regulación de las importaciones de película virgen y
equipos de filmación.

También se pensaba adquirir el único laboratorio particular. La idea era


que toda película chilena debía pasar directa o indirectamente por Chile
Films.
b) Pequeñas unidades de producción coordinadas por el Estado. Cada cierto
tiempo alguien salía con el chiste que estábamos creando un perfecto aparato
centralizado para entregárselo en bandeja a los fascistas. Los pocos que
defendían la idea de las pequeñas productoras, yo creo que lo hacían
pensando en la posibilidad de la pérdida del control del gobierno. A nadie se
le podía ocurrir que la pérdida del gobierno implicaba perder el derecho a
sobrevivir en el territorio chileno (salvo unos pocos que recordaban la frase
de Malatesta: “nos harán pagar con lágrimas de sangre el susto que les
dimos”). De hecho, muchas de estas unidades funcionaron en torno a cada
uno de los partidos y movimientos de la Unidad Popular y también en torno
a algunos cineastas (como Littin o yo) que mediante un sutil culto indirecto a
la propia personalidad eran (éramos) siempre llamados a hacer nuevos films.
Si pensamos en realizaciones, los grupos superaron de lejos a Chile Films
(veinte largometrajes contra ninguno). Pero la verdad era que ninguno de los
trabajos que emprendimos habrían sido posibles sin la participación de “los
burócratas de Chile Films”.

B) (después del golpe)

Propuesta final: primero tomarse el poder y después hacer todos los


experimentos que se quieran.

Nota de los Editores

“La experiencia cinematográfica bajo el gobierno de Salvador Allende” es un artículo de prensa en el que
Ruiz realiza un balance crítico, pero también autocrítico, del cine realizado por él y otros directores durante el
período de la Unidad Popular. El texto destaca por la claridad con la que aísla las distintas variantes
imaginadas por entonces para poner al cine a la altura del proceso revolucionario – Palomita Blanca,
Abastecimiento y El realismo socialista, muestran que el propio Ruiz las probaría casi todas –, pero también
porque nos informa de su interés por clarificar el carácter político de su cine en continuidad con las ideas
contenidas en “Cuatro temas y dos ejemplos” y en un momento en el que muchos exigían un cine de
propaganda o más comprometido con la pedagogía del programa revolucionario. “No hay que confundir” –
advierte en el texto- “promoción con indagación”.

Otra particularidad de este artículo, es que fue publicado en el diario La Opinión de Buenos Aires, a
un mes de ocurrido el golpe de estado en Chile. La Opinión, valga decir, había sido fundado el año 1971 por
el periodista Jacobo Timerman, y si bien era centrista en términos políticos y derechista en materia
económica, su línea cultural era declaradamente de izquierda, por lo que años más tarde sería clausurado y
expropiado por los militares argentinos. Timerman, por su parte, fue secuestrado, torturado y encarcelado
durante un par de años, y peor suerte corrió Enrique Raab, el periodista cultural más reputado del diario, que
fue torturado y finalmente asesinado. Raab escribía a menudo sobre cine, por lo que es probable que fuera él
quien acogiera o le encargara a Ruiz este artículo que, valga decir, no aparece en ninguna de las bibliografías
existentes hasta ahora. Era, al parecer, un texto perdido, encontrado una vez más entre sus papeles personales.
Los cinco sentidos de Raúl Ruiz

Andrés Claro

No es el pudor que dejan años de amistad lo que me impide asumir la distancia propia de la
teoría para abordar el legado artístico de Ruiz. Es sobre todo el hecho de que a Ruiz no le
gustaban ni las canonizaciones de las estéticas oficiales ni las propagandas de las nuevas
iglesias cinematográficas; mucho menos los funerales. Lo que le gustaban eran las
celebraciones y los discursos de sobremesa –siempre en torno a una buena botella de vino,
acompañada de una seguidilla de platos cuidadosamente preparados–, donde los vínculos
inanticipables que imponía su erudición pantagruélica e imaginación desbordante
obedecían a ese temple único que era el suyo, mezcla rara entre una inocencia casi infantil
y una resistencia provocadora a las presiones del medio.

Es ante este pathos creador de Ruiz, ante esta extraña superposición entre la
prolongación de las actitudes espontáneas y gozosas de los juegos de la infancia y la
intensificación de las actitudes de resistencia que los chilenos hemos inventado para
sustraernos a las obligaciones que nos imponen la realidad y los otros, que se podría estar
tentado a hablar de algo así como del ‘chiste chileno y su relación con el inconsciente
cinematográfico’. No por concesión a la teoría psicoanalítica, por supuesto. Y es que si
Ruiz leyó a Freud de niño bajo el equívoco de que se trataba de literatura erótica, el
psicoanálisis era una de las pocas teorías que no era capaz de tomar serio –o sea, en broma–
, y que solía calificar borgeanamente como género de la literatura fantástica, o, con palabras
de Canetti, como un reflejo de los problemas burocráticos del imperio austro-húngaro. No:
el niño que alimentaba y se discernía siempre en Ruiz no era el de las neurosis insuperables
surgidas durante los primeros años de vida, sino el del hijo único que juega
permanentemente para entretenerse ante un mundo demasiado vasto que se despliega ante
sus ojos, tomando con toda seriedad los productos cambiantes de su imaginación,
comenzando por los piratas, con sus barcos, tesoros y travesías. Fue esta capacidad lúdica
de embarcarse en los desafíos más complejos de la creación artística como si fuesen la
continuación natural de sus juegos de infancia lo que explica su actividad permanente, por
momentos frenética, donde no cabían ni la repetición ni la monotonía. La otra cara de la
moneda de esta comedia de inocencia, sin embargo, proviene del modo en que Ruiz
internalizó los lenguajes y las actitudes de resistencia desarrollados por los chilenos para
sustraerse a los imperativos de los deberes externos y a las limitaciones que nos impone la
realidad misma, lo que incluye desde diversos tipos de acrobacias verbales, partiendo por
un sentido agudo de la talla, hasta una serie de comportamientos clandestinos.

Ciertamente Chile es un país al que Ruiz se permitía amar y detestar al mismo


tiempo, frente al cual podía ser irónico y sentimental en un mismo gesto –entre otras cosas,
porque el destino lo hizo nacer aquí y por el modo en que nuestro país se desdibujó
políticamente una y otra vez a lo largo de las décadas. Pero la serie de aparentes boutades
con que solía caracterizar a los chilenos, o caracterizarse a sí mismo como chileno –los
dones para las incoherencias, ambigüedades, fracturas y otras hazañas lógicas en la
conversación (incluida la capacidad paradojal de ser tautológicos y contradictorios en la
misma frase), las formas de digresión y procrastinación transformadas en comportamiento
cotidiano (incluida una manera rigurosa de trabajar que supone llegar siempre tranquilo y
tarde), en fin, las que serían nuestras artes de beber y demás formas hiperbólicas de
autoanulación–, todo este catálogo de actitudes, como es bien sabido, no son una simple
invención de su imaginación, sino el fruto de una gran capacidad de observación con la que
rescató la parte sumergida de nuestro iceberg nacional. Más precisamente, se trata del
resultado de su identificación temprana de un lenguaje de resistencia muy propio de los
chilenos, el cual no sólo asimiló de manera espontánea, sino que codificó desde su primer
cine e intensificó luego, constituyendo una clave decisiva para comprender su universo
creativo. Lo que significa también, inversamente, que Ruiz enseñó a muchos a ser chilenos:
precisamente en la medida en que subvirtió la simplicidad y coherencia propias del
imaginario heroico y reinventó una representación del país a partir de la complejidad de
estas actitudes de resistencia que despuntan bajo la superficie oficial, en que reemplazó el
protagonismo de los próceres de la patria por un protagonismo de la psyque nacional.

Ahora bien, a la hora de cerrar el foco desde estas dos actitudes notorias y notables
de su pathos –la prolongación gozosa de los juegos de la infancia y la intensificación de las
formas de resistencia de los chilenos– hacia una consideración de las características de su
obra creadora –las que se reconocen lo mismo en sus películas que en sus entrevistas,
escritos y conversación–, no queda más remedio, espacio obliga, que limitarse a esbozar
una caricatura; esto es, a aislar ciertos rasgos o detalles significativos y amplificarlos para
que devengan inmediatamente visibles, permitiendo configurar un retrato rápido de lo que
es una individualidad irrepetible. Es con esta prevención, entonces, que quisiera enfatizar
tan sólo cinco rasgos, a modo de los cinco sentidos de Raúl Ruiz.

El primero, qué duda cabe, es su ‘sentido de la paradoja’, un sentido de la fórmula


paradojal que ejercía con una rapidez mental donde la inteligencia era inseparable del
humor. Se podría pensar que éste debía mucho al lenguaje cinematográfico, donde el
montaje tiene esa rara virtud de unir de manera convincente lo dispar o lo imposible, y de
hacer estallar la evidencia inmediata como algo incompatible. Pero lo cierto es que el
sentido de la paradoja se remontaba en Ruiz a los cortes y yuxtaposiciones propias de esa
forma de montaje avant la lettre que es la talla chilena, a la ‘talla’ como ‘corte’,
perspectivismo humorístico sui generis que es parte de nuestro deporte nacional de ‘llevar
la contra’. Derivada tal vez de los ritos populares del mundo al revés, desplegada luego por
las inversiones propias de una cierta anti-poesía, lo decisivo es el modo en que las
ocultaciones, subversiones y adivinanzas paradojales de la talla proyectan verdaderas
posibilidades metafísicas, enriquecen la representación de las cosas del mundo al hacernos
dudar de la evidencia inmediata uniendo lo dispar y separando lo continuo. Pues el
procedimiento más o menos involuntario que Ruiz ejercía con total confianza y seguridad
consistía en prometer una analogía significativa entre registros completamente dispares y
terminar imponiendo súbitamente una paradoja aún más significativa, donde los vínculos a
la vez imposibles y definitivos –relaciones extrañas, incongruentes o contradictorias–
desbaratan las falsas evidencias y obligan a remontarse hasta una verdad de segundo grado.
Así, Ruiz tenía razón cuando decía que ‘en los países donde hay mucho ocio y tiempo libre
la gente se levanta más temprano’; o tenía razón cuando advertiría que ‘la vida es
demasiado corta para perderla en cosas entretenidas’. En fin, sospecho que tendría también
razón al decirle hoy a quienes celebran su legado, como de seguro nos diría sirviéndose de
una de sus frases habituales, que ‘el festejado se fue a acostar porque los invitados estaban
muy cansados’.
En vistas de lo que conviene pasar de inmediato a un segundo rasgo discernible en
el universo creativo de Ruiz, a saber, su ‘sentido de la digresión’: su habilidad para
deambular de un lugar a otro en medio de un cúmulo de referencias infinitas y
completamente eclécticas –de la física cuántica a un clásico del cine B, de las teorías
leibnizianas de los infinitos a las bondades de las sopaipillas con foie-gras, de las
diferencias entre la poesía de Wang Wei y Li Po a aquellas entre la cazuela y el pot-au-feu,
del arte combinatorio de Raimundo Lulio al arte digresivo del Arcipreste de Hita, para
nombrar ya a un par de personajes en que se reconoce su temple lúdico e insubordinado–,
un sentido de la digresión que era entre otras cosas responsable de su capacidad de diferir
permanentemente los clímax y desenlaces, todo sentido de un final seguro y estable. En
principio, claro, se reconoce aquí el eclecticismo enciclopédico propio de ciertos
latinoamericanos universales, desde Alfonso Reyes hasta Jorge Luis Borges, todos los
cuales terminaron proyectando de manera creativa lo que había sido la bibliofilia caótica y
arbitraria de su niñez, propia de quienes no habitan un mundo estable de referencias únicas
ni una cronología cultural establecida, lo que lleva a una fascinación por los collages de
citas, por las combinaciones y superposiciones de los registros más dispares, a partir de los
cuales se termina proyectando una imagen posible del universo. Pero, en el caso de Ruiz, su
sentido particular de la digresión se alimentó ya a partir de la lógica precisa de los cambios
de tema de los almanaques y los programas múltiples en los cines de la infancia, hallando
luego su perfección gracias a su internalización de las superposiciones y los desvíos propios
de las conversaciones de bar. En efecto, ya sus primeras lecturas no consistían en recorrer
linealmente, de comienzo a fin, los grandes clásicos de la literatura nacional o universal,
sino que suponían embarcarse en los recorridos arbitrarios de los almanaques piratas –esos
libros colosales y heteróclitos que se publicaban en Latinoamérica sin pagar derechos de
autor–, donde se podía pasar de una receta de cocina para las humitas a un texto literario de
Thomas Mann, de las instrucciones para cosechar el trigo a un texto filosófico de Bertrand
Russell. A ello se sumaron pronto sus primeras experiencias de espectador cinematográfico,
donde en los programas múltiples en las salas de entonces se quedaba dormido en una
película y despertaba en la siguiente, donde podía aparecer el mismo actor, cuyo personaje
había muerto en la película anterior, resucitado encarnando a un nuevo personaje. Con todo,
el broche de oro de este entrenamiento e internalización de las posibilidades creativas de la
digresión lo puso algo más tarde la experiencia propia de las reuniones de bar. Pues si ya en
las conversaciones corrientes entre los chilenos nadie logra decir nada demasiado tiempo
sin ser interrumpido abruptamente por otro –o de interrumpirse a sí mismo al ‘irse por las
ramas’ o al ‘irse pal lado’, otros tantos hábitos de retardo consubstanciales a la convivencia
nacional–, este intercambio fragmentado y lleno de cambios de dirección llega a su máxima
expresión en la conversación de bar, donde los parroquianos, cada uno con su procedencia e
historia irreductibles a las de los demás, hablan todos al mismo tiempo, superpuestos, sin
que ello impida que se produzca una forma de diálogo o de narrativa posible. De modo que
si la capacidad multiplicadora y digresiva de Ruiz es algo que a los críticos, en su afán de
reducirlo todo a un concepto conocido y domesticable, les ha dado por llamar estilo
‘barroco’, cabe corregir diciendo que la rúbrica tiene dos sílabas de más, pues se trata más
bien de un estilo de ‘bar’. Como insistía Ruiz a menudo: “En Chile la gente culta está en los
bares; el resto son especialistas”.

Lo que no quiere decir que esta gente culta no trabaje.

Pues un tercer rasgo que cabría enfatizar a la hora de seguir completando este
esbozo caricaturesco de su universo creativo, es el ‘sentido del trabajo’ que tenía Ruiz,
incluido del trabajo en equipo, el que transformaba en una actividad a la vez intensa y
amable, vehemente y benévola, aplicando las formas de ingenio y los modos de seducción
propios de un hijo único profesional capaz de transformar toda limitación en virtud y de
convencer al resto para que lo siguiese en sus travesuras. De modo que no fueron los
simples placeres de la aliteración los que llevaron a un periodista del New York Times a
intitular la última entrevista que concedió Ruiz como “A mild mannered maniac” (“Un
maniaco de modales mansos”). Y es que a cualquiera que hubiese trabajado con él, o que
hubiese conversado largamente con él sobre su trabajo, le sorprendía de inmediato la
mezcla paradojal entre el arrebato colosal y la parsimonia con que abordaba sus proyectos
creativos. De una parte, Ruiz era un trabajador empedernido que no podía pasarse un día
sin inventar algo, sin escribir o preparar algún proyecto, donde seguía los dictados de su
imaginación hasta el final, sin que nadie ni nada pudiesen detenerlo. Sobre todo, adoraba
filmar, la labor misma del rodaje, el que tomaba como un ejercicio a practicar todos los
días, tal como practica un bailarín o un gimnasta. Es lo que explica el número inverosímil
de películas que dejó –más de cien, en todos los formatos posibles–, para no hablar de sus
míticas cien obras de teatro o de sus escritos publicados: los libros de poética, novelas y los
cientos de entrevistas (era quizás el mejor de los entrevistados posibles). Pero la otra cara
de la moneda de este hombre trabajólico era su parsimonia, al punto que ha sido llamado el
menos neurótico y el más benévolo de los cineastas. Incluso en el trabajo en el set, donde
no hay director que no se halla traicionado y hecho notar por sus exabruptos y arrebatos,
Ruiz era conocido por su serenidad, la que provenía de su extraordinaria capacidad para
hacer de la necesidad virtud y para lograr que los demás quisiesen lo que él quería.

Su maîtrise laboral tenía algo del ‘maestro chasquilla’, de quien aunque no


necesariamente sabe o hace todas las cosas de la manera en que un experto las haría con los
últimos adelantos técnicos salidos al mercado, se las ingenia para solucionar cualquier
pedido o problema usando los medios que tiene a mano, para lo cual se necesita pensar y
actuar rápido. (Me refiero por supuesto a su labor artística, pues en la vida cotidiana Raúl
era incapaz de cambiar una ampolleta.) Lo cierto es que Ruiz trabajaba casi siempre
artesanalmente, apostando más a la imaginación e ingenio compartidos que a las órdenes
que impone el financiamiento de la producción o los medios técnicos disponibles. Incluso
cuando comenzó a hacer películas de alto presupuesto, seguía resistiéndose a la idea de
separar las fases de la ‘cadena de producción’ –el guión, el story-board, el rodaje y el
montaje–, las que enredaba de acuerdo a las trouvailles que iba encontrando en el camino,
al punto de defender provocadoramente que el ‘guión’ es a la última etapa de una película.
Es lo que hacía que su labor cinematográfica se pareciese más a un encuentro entre amigos
o en familia en algún lugar exótico que a una fabricación en serie que responde a las
demandas de la industria. Es también lo que le permitía aprovechar todo lo que le daban los
otros, incluso los defectos, particularmente los defectos. Pues en vez de enojarse ante los
errores o las limitaciones ajenas, incluso cuando provenían de falta de atención o de oficio,
las transformaba en posibilidades inexploradas, en creaciones propias. Sólo así se explica la
paradoja de que Ruiz lograse una y otra vez hacer cine de autor a partir de películas por
encargo; más ampliamente, el que se las haya arreglado para hacer una centena de
experimentos cinematográficos de largo aliento en tiempos tan poco propicios para el cine
experimental. Y es que en este método de trabajo se reconocen también ciertas actitudes de
resistencia que permiten una aventura clandestina, que le permitían transformarse en un
contrabandista capaz de hacer de cualquier encargo baladí u obligación banal un proyecto
lúdico propio y aventura compartida.

En este sentido, si se tratase de individualizar retrospectivamente una suerte de


escena primaria de esta capacidad inaudita que tenía Ruiz de hacer de la necesidad virtud –
el momento atávico en que decidió no enojarse o frustrarse ante las limitaciones que
imponen el mundo y los otros, sino seducir creativamente–, se podría recordar una anécdota
infantil que dice mucho de su talento como artista y comunicador. Pues su madre, doña
Olga, volvía todos los días de su trabajo como maestra de escuela en el tren de la tarde a la
estación de Quilpué, donde Raúl debía ir a buscarla precisamente a esa hora de libertad en
que todo niño ansía jugar con sus amigos y no tener obligaciones de ningún tipo. ¿Cómo se
las arregló para combinar el deber autoimpuesto y el juego? Simple: convenció a toda la
pandilla que el mejor juego del mundo era acompañarlo diariamente a buscar a su madre al
terminal ferroviario. Y es lo que Ruiz siguió haciendo luego con productores, actores,
técnicos y espectadores: interrumpirles la inercia de un juego monótono, siempre el mismo,
para seducirlos con las posibilidades de un juego inédito, por muy inverosímil que
pareciese en un comienzo, donde las nuevas reglas y formas obedecían a una
transformación lúdica de lo que percibía como sus tareas impostergables. He aquí la virtud
que llevaría a bautizarlo más tarde como un ‘hijo único profesional’, donde la capacidad de
hacer que otros se enamorasen de sus pasiones y quisiesen lo que él quería iba a la par de su
capacidad inaudita de transformar los accidentes y las limitaciones en el camino en nuevas
posibilidades de comportamiento, en ficciones posibles.

Con lo que se llega a un cuarto rasgo decisivo del universo creativo de Ruiz, a
saber, su ‘sentido de la ficción’: su facultad ya metafísica de tomar teorías y narraciones de
todo tipo –del pensamiento de la infancia al imaginario de la ciencia contemporánea, de las
formas poéticas a las historias de la novela– y proyectarlos hasta constituir mundo
habitables, a menudo peligrosamente habitables dadas las multiplicaciones y paradojas
internas. Ruiz se aproximaba así al trabajo artístico con la voluntad de representarse nuevos
mundos, no con el simple deseo de comunicar lo conocido y lo dado; su esfuerzo estaba
puesto en trastornar las categorías habituales de la experiencia y poner a prueba nuevas
formas de síntesis de la representación. No que su concepción del artista fuese la de un
terrorista experimental, la de un mero provocador formal. Lo concebía más bien como un
profeta de la tribu que genera signos y formas que ponen a prueba en un mismo gesto la
representación de la realidad y la tolerancia que tiene un público a que le transformen la
representación de la realidad. Es lo que entendía por el ‘misterio’ del arte y oponía al
‘ministerio’ de las academias, a los lugares comunes aceptados. Es lo que pretendía con sus
formas paradojales e incluso paródicas, a las que consideraba particularmente misteriosas:
formas de producir nuevas posibilidades metafísicas que tenían algo holístico, donde cada
detalle implicaba al todo.

De modo que la analogía frecuente que se hace en la crítica europea entre el legado
cinematográfico de Ruiz y el legado literario de Borges requiere una corrección importante.
Ciertamente, la comparación se ha impuesto en virtud de la memoria enciclopédica y la
amplitud de horizontes culturales de uno y otro, que es parte de ese eclecticismo
latinoamericano mencionado, donde se apela y se vinculan referencias de las procedencias
más diversas y dispares. La analogía se explica también en virtud de las formas de
pertenencia complejas propias de un argentino y de un chileno que ni idealizaron su ethos
nativo como una identidad cerrada ni se proscribieron la posibilidad de entrar y saquear la
cultura europea a voluntad, usando las estrategias mismas de los antiguos colonizadores
para sobrepasarlos, lo que les permitió en último término asumir el legado completo de la
cultura universal (desde donde, por añadidura, emprendieron una tarea fructífera de
desconocimiento y redescripción de lo propio). Pero, reconocido todo lo anterior, se debe
precisar que el efecto de representación o ficción de la obra de Ruiz es casi inverso al de la
obra de Borges. No se trata tanto de una diferencia entre el clasicismo estilístico de uno y la
profusión carnavalesca del otro. Se trata de que en su recorrido sin complejos por la cultura
universal la genialidad escéptica de Borges suele terminar por mostrarnos el efecto de
ilusión que hay en toda metafísica, desarticulando toda solidez conceptual como efecto de
la ficción literaria. Le voluntarismo crédulo de Ruiz, en cambio, imponía sobre todo un
recorrido inverso: mostraba las posibilidades metafísicas que encierran todo tipo de
ficciones. De manera casi militante, asistido por el poder figurador de las formas que
encontraba o inventaba, insistía y proyectaba la ficción hasta constituirla en un sistema
metafísico inédito, en el que de alguna manera terminaba creyendo él mismo. Si le pasó
hasta con Dios: que de tanto fingirlo e imaginarlo terminó convencido de la imposibilidad
de su inexistencia –que no es lo mismo que su existencia, por cierto, sino algo así como la
suma de todos los mundos posibles en un universo a la vez limitado e infinito.

Imagen que lleva finalmente a un quinto y último rasgo a destacar en esta caricatura
rápida de la obra de Ruiz, tal vez el más importante, a saber, su ‘sentido del universo
cinematográfico’, su sentido de las infinitas posibilidades de representación que se pueden
extraer de las operaciones discretas del lenguaje del cine. Es lo que le permitió, de manera a
la vez lúdica y subversiva, poner todos los rasgos que se vienen enfatizando –su sentido de
la paradoja, de la digresión, del trabajo, de la ficción– al servicio de la configuración de un
universo de imágenes y sonidos sui generis, donde cohabitan los más de cien mundos
posibles formados por cada una de sus películas, todas muy diferentes, todas con un aire de
familia.

Pues adentrarse en el universo cinematográfico de Ruiz es aventurarse en un enorme


archipiélago laberíntico, imposible de recorrer en línea recta o como una teleología que
llevase desde un comienzo hacia un fin. Ya cada una de sus películas individuales rechaza
someterse a las reglas lineales y dialécticas que promueve la teoría del conflicto central en
los libros de autoayuda de Hollywood, frente a los cuales rescata una libertad preciosa para
el espectador: una libertad que no es sólo estética, sino ética y política, ofrecida a un
ciudadano de un nuevo mundo donde las decisiones y las rutas no están trazadas de
antemano. En este sentido, no hay que olvidar que Ruiz era hijo de un capitán de barco
originario del gran archipiélago de Chiloé. Pues el recorrido que requiere su universo
cinematográfico es precisamente el de esa antigua forma de circunnavegación que es el
‘periplo’: donde el recorrido pegado a las costas, con sus sinuosidades y accidentes, abre
vistas inanticipables cada vez que se dobla un cabo o supera una isla, hace pasar en
cualquier momento de la calma chicha a aguas correntosas; donde uno se desplaza en un
permanente estado de conjetura, esforzándose por hallar puntos de referencia para el
próximo viraje; donde si se puede terminar incluso perplejos en el mismo lugar donde se
había comenzado –y resulta casi imposible reconstruir retrospectivamente el detalle del
camino recorrido–, se ha ganado con todo una gran experiencia, vivido una serie de
sensaciones atmosféricas inéditas, partiendo por la relativización de los espacios y los
tiempos, y terminando por las inversiones entre lo subjetivo y lo objetivo.
Desde ya, se tiene el modo en que las historias en que nos atrapa, sean personales o
tomadas de fuentes literarias de las más diversas procedencias –Proust, Castello Branco,
Klossowski, Giono y Stevenson, pero también Calderón, Shakespeare, Cervantes y Dante–
son intervenidas o amalgamadas por Ruiz a través de una serie de desplazamientos y
condensaciones propias del trabajo del sueño, generando una suerte de guión múltiple: una
infinitud intensiva, una sobreabundancia de capas en un palimpsesto inestable lleno de
veladuras y tensiones. Está luego todo su trabajo de relativización del espacio: su pasión
por las duplicaciones de los espejos y las deformaciones del mesmerizer; sus iluminaciones
antinaturales o ilógicas, su posicionamiento oblicuo de la cámara y rechazo de la
perspectiva estabilizadora del plano-contraplano; su paso del color al blanco y negro, su
juego permanente con el fuera de campo y el espacio off; su montaje con juegos de faux-
raccord, flashbacks en abismo, sonidos off que llegan desde otras dimensiones (voces,
gritos, risas, campanas); en fin, su teoría y práctica mismas de los planos individuales como
unidades a la vez autosuficientes y de funciones múltiples (centrífuga, centrípeta, holística,
alegórica, combinatoria, contradictoria): todo ello contribuye a una atmósfera de espacios
complejos, sin límites definidos o fronteras estables, una realidad visual que provoca una
extrañeza metafísica en la misma medida en que la imposibilidad lógica de estar en varias
partes al a la vez ha sido transformada en una posibilidad psicológica, haciendo de la mente
del espectador un escenario de representaciones multiplicadas.

Lo mismo ocurre con los tiempos, los que lejos de decantar en una linealidad
cronológica se aceleran y desaceleran; sobre todo, se superponen, redefiniendo las
relaciones posibles entre pasados, presentes y futuros. Es a lo que contribuye, entre otros
muchos recursos, la utilización que hace Ruiz de la música, del arte temporal por
excelencia, sobre todo de los desfases y superposiciones que permite el poder evocador de
la música. Pues si comienza a menudo con una música reconocible, en el estilo de un
período o compositor situable históricamente, la suele transformar hasta dejarnos en
completa extrañeza; en otras ocasiones, genera desfases irónicos entre las expectativas que
genera la imagen y el acompañamiento musical. Lo cierto es más allá de toda concepción
de la temporalidad como movimiento conmensurable, a priori trascendental o duración
bergsoniana, en lo que es una nueva variación de las representaciones de la temporalidad
por proyección de un imaginario espacial, Ruiz quería hacer que los diversos tiempos se
presentasen en escena, se hiciesen visibles al modo de dimensiones, incluso de personajes.

Es este tratamiento de lo objetivo en su universo cinematográfico, el modo en que


incluso cuando parece secundario adquiere vida y protagonismo, lo que se verifica también
en su trabajo con los objetos propiamente tales, que Ruiz seleccionaba para el set con casi
más cuidado y paciencia que a los actores mismos. Así, los objetos de sus películas
aparecen animados, con voluntad propia, lo que les permite establecer relaciones mutuas y
crear microficciones a su nivel, distintas de la ficción aparentemente principal del film, a
menudo triunfando sobre los elementos supuestamente primarios como la trama o el destino
de los personajes. No se trata aquí ni de la fantasmagoría de los objetos publicitarios ni del
animismo de los objetos míticos: el estatuto de los objetos de los mundos ruizianos se
parece más bien al que tienen los juguetes para los niños (es lo que explica, entre otras
cosas, que cuando en sus películas aparecen pistolas u otras armas sean las más de las veces
inofensivas).

La contraparte de esta animación de los objetos está en la subversión de la identidad


de los sujetos, en la complicación de la estabilidad y autoposesión de los personajes que
habitan sus mundos paralelos. Pues ni siquiera los protagonistas son capaces de llevar el
control sobre la acción, sino que se multiplican junto a las narrativas mismas. Para ello,
convencido de que ni siquiera en la vida misma sabemos decir bien nuestro papel, Ruiz se
servía de un método muy personal de dirección de actores: en vez de darles un rol
completamente definido racionalmente, les daba relaciones posibles, historias más o menos
improvisadas que les contaba o entregaba a medio escribir antes del rodaje; en vez de darles
una residencia fija en su lengua materna, los hacía hablar con inevitable acento varias
lenguas –castellano, francés, portugués, italiano, inglés–, cuando no se trataba ya de alguna
pseudo-lengua inventada por él mismo (algo que a Ruiz le gustaba pensar había aprendido
de los descendientes de los alemanes en el sur de Chile). El resultado es que los personajes
ya no saben si sueñan o están siendo soñados, si son zombis, sombras, espectros o
fantasmas, si están vivos, muertos o a medio resucitar, compartiendo a menudo su
inseguridad y extrañeza con el espectador mismo, estableciendo una complicidad ominosa
entre quienes están dentro y fuera de la pantalla. El resultado es que en este universo de
espejos existenciales, de réplicas y parodias de los sujetos, donde se cuestionan las
fronteras habitualmente aceptadas, donde los muertos se pasean entre los vivos y los vivos
interpelan a los muertos, ya no se puede esperar un comportamiento normal: los personajes
asumen con la naturalidad más cotidiana las actitudes más extravagantes y absurdas, como
podría ser el organizar una celebración donde el único que falta es el festejado.

Pues a nadie se le habrá escapado que esta sección misma de homenaje tiene todas
las características de un mundo ruiziano, constituye un ejemplo posible de sus modos de
proyectar las paradojas en metafísicas de la ficción. La hipótesis podría parecer retórica,
demasiado calderoniana –para nombrar otra de sus referencias favoritas. Tiene ciertamente
el inconveniente de poner en duda que estemos en el lugar donde creemos estar: leyendo,
pensando y poetizando retrospectivamente la obra de Ruiz. Pero no la descartaría a la
ligera. Más que mal, ¿no estamos acaso como muchos de sus personajes fantasmas tratando
de controlar con éxito relativo la propia tendencia a sentimentalizar, tratando de poner freno
a una emocionalidad que amenaza en medio de los laberintos del exilio, de ese exilio donde
faltan los amigos ausentes, pero que ha devenido también una forma de comunidad global?
Es al menos la interrogación que me asalta a la hora de intentar hacerse cargo del legado
artístico de quien advirtiera en más de una ocasión que la ‘muerte es una herramienta de
trabajo posible’.
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