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Boehm, Gottfried, “Die Wiederkehr der Bilder”, en: Boehm, G. (ed.) Was ist ein Bild?.

Friburgo: Fink, 2006, pp. 11-38.

Traducción para uso del Seminario Pensamiento e Imagen

Traducción parcial del texto. Roberto Rubio (2012)

El retorno de las imágenes


I. La imagen y las imágenes

Quien pregunta por la imagen, pregunta por las imágenes, por una multiplicidad
inabarcable que hace aparecer casi como inútil la posibilidad de dar un camino transitable a
la curiosidad científica. ¿De qué imágenes se habla: pintadas, pensadas, soñadas? ¿Cuadros,
metáforas, gestos? ¿Espejo, eco, mímica? ¿Qué tienen en común que se pueda – en el mejor
de los casos – universalizar? ¿Qué disciplinas científicas colindan con el fenómeno de la
imagen? ¿Hay disciplinas que no colinden con él?

Múltiples argumentos y teorías se podrían vincular con la difusa omnipresencia de la


imagen. Sea cual fuere su orientación, ellos desembocan en un campo de preguntas
elementales. Quien tiene un interés especial – comprender la imagen como metáfora, como
categoría de las artes plásticas o como evento de simulación electrónica – desearía
finalmente saber con qué tipo de figuralidad o carácter de imagen está tratando. ¿Qué hace
que las imágenes sean elocuentes? ¿Cómo se pueden imprimir significados a la materia (al
color, a la letra, al mármol, a la película, a la electricidad, etc.) y también a la mente
humana? ¿Cómo se relaciona la imagen (y junto con ella todas las formas expresivas no
verbales de la cultura) con el lenguaje, el cual lo domina todo?

Estos problemas delimitan un campo de trabajo que no es tampoco idéntico con el de la


filosofía. En efecto, la orientación hacia el Logos ha impedido por largo tiempo dedicarle a
la imagen la misma atención que al lenguaje. La demostración de la “metaforicidad” del
lenguaje es de reciente data y está vinculada con la conciencia de una crisis de la
pretensión de conocimiento y de universalidad. Pero tampoco se ha desarrollado una
ciencia de la imagen, concebible en analogía con una ciencia universal del lenguaje y no
vale la pena especular si sería deseable. El interesado se ve entonces remitido a un camino
intermedio, el de una reflexión aclaratoria que esté dispuesta a considerar por igual aspectos
teóricos, históricos y antropológicos. Por motivos de coherencia, la mayoría de los artículos
reunidos aquí tratan de imágenes en el sentido de las artes plásticas. Consideradas
disciplinariamente, las contribuciones provienen mayormente de filósofos, teóricos del arte
e historiadores del arte, es decir, de autores que no temen a los caminos fronterizos. La
selección excluye forzosamente muchas contribuciones que también merecerían atención.


 
Respecto a lo que queda del lado de lo no considerado, la bibliografía procura una primera
impresión.

Este volumen desea hacer visible algunos de los fundamentos en los que se apoya el debate
y con ello – de forma ejemplar y puntual – aclarar con ejemplos la complejidad del
concepto de imagen. Queda excluido lo que en los últimos años en todas partes dio el tono
y fue ampliamente publicado, a saber: la imagen como una figuración cultural que bajo el
signo de una estetización y simulación global ha sido punto de partida para análisis y
pronósticos culturales, cuya feliz conciencia de fin de los tiempos oscilaba entre “el fin de
la modernidad” y “la agonía de lo real”. En esa perspectiva postmoderna las posibilidades
de la imagen son interpretadas de manera muy unilateral. Se trata ante todo de un medio de
sugestión embriagadora al servicio de un ilusionismo, del cual se dice que incluso domina
la cotidianidad humana y que es capaz de allanar la diferencia entre representación y
realidad efectiva. Una lograda simulación hace ciertamente un uso estrictamente
iconoclasta de la imagen. Un mundo completamente estetizado sería asimismo
completamente carente de arte.

Cabe regresar hacia aquellas fuentes en las cuales resulta claro cómo desde Kant,
Kierkegaard, Nietzsche, Freud, Wittgenstein, Husserl, Heidegger, etc. comenzó a
transformarse la pretensión y la seguridad de conocimiento de la filosofía y cómo junto con
ello se le asignó a la imagen (la imaginación, la imaginación inconsciente, la metáfora, la
retórica, etc.) un nuevo rol y legitimidad. El testigo principal de la transformada
comprensión sobre la imagen es evidentemente el arte moderno. Su multiplicación de los
modos de presentación y la fluidificación de sus posibilidades configuradoras dan a la
imagen una presencia ubicua que no se logró alcanzar con el tradicional cuadro móvil.

II. ¿Un giro icónico de la modernidad?

Caracterizamos el retorno de las imágenes que se lleva a cabo en distintos niveles desde el
siglo XIX como un “giro icónico”. Este título alude obviamente a una analogía que desde
fines de los años Sesenta se ha efectuado bajo el nombre de “giro lingüístico”. ¿Es posible
– y en qué sentido – hablar de un “iconic turn”? ¿No acompaña al regreso hacia las
condiciones del lenguaje un interés semejante por las premisas de la imagen? ¿Tiene la
pregunta “¿Qué es una imagen?” su actualidad y base objetiva en este proceso histórico-
científico? El impulso lingüístico afirmaba, en su forma radical, que todas las cuestiones
filosóficas son cuestiones del lenguaje. Dicho de modo general: este impulso mostró que el
fundamento último de todo argumentar al final no consiste en un ser supremo, un yo
transcendental o en la reflexividad de la autoconsciencia, sino en las reglas del lenguaje. En
Carnap, Ryle, Rusell, entre otros, las preguntas siguen la necesidad de una aseguración
epistémica estricta y objetiva. Pero pronto se evidenciaría que el fundamento del lenguaje


 
tambalea. A más tardar con la crítica de Wittgenstein a su obra temprana resultó claro que
la argumentación consistente y el esfuerzo por conectar unívocamente conceptos solo
puede tener su apoyo en el lenguaje y su carácter borroso. El concepto programático de
“juego de lenguaje”, que Wittgenstein desarrolló en las “Investigaciones Filosóficas”, se
basa en el “aire de familia” de los conceptos. Ahora bien, si los conceptos se unen por
medio de semejanzas (y no según las estrictas reglas de la lógica, de la cual uno esperaría
que venga a coincidir con el lenguaje), entonces no se puede cumplir más la exigencia de
identidad y univocidad. Semejanzas unen, por ejemplo, a los miembros de una familia, un
clan o una cultura. El vínculo reunido por ellos es débil, aunque tensado de modo
resistente: aquí destacan los mismos rasgos fisionómicos, allá los gestos traen resonancias,
allí se reconoce a los individuos por los colores del cabello, de la piel, de los ojos, por las
actitudes o mentalidades. Wittgenstein obtiene los vínculos de los conceptos entre sí a partir
del lenguaje cotidiano, en cuyo peculiar entramado de significaciones están incorporadas
determinadas formas de vida. El concepto de “juego” es muy apropiado para caracterizar el
entramado de obligaciones regulares y espacios libres variables. Las semejanzas estimulan
una percepción comparativa, apelan más intensamente al ojo que al entendimiento
abstracto, generan resonancias y huellas que se dejan ver o leer más que deducir. Sin
embargo, en ellas se manifiesta unidad, no en el sentido de la estricta identidad lógica, sino
más bien como la retórica dispone de ello, es decir, en el modo de lo plausible. La
semejanza remite también etimológicamente a un linaje común, a “una especie”.

Wittgenstein une los conceptos mediante el juego retórico de la comunicación, para ello
crea espacio para metáforas: sus categorías conductoras “juego de lenguaje” y “aire de
familia” son ya de proveniencia metafórica. Esto no ocurre en el sentido de un rechazo al
pensar estricto o de una indiferencia hedonista frente a las exigencias de la razón. Por el
contrario: es la exigencia estricta por una plausible autofundación del pensar lo que guía a
Wittgenstein, al igual que a la tradición filosófica previa a él. Ahora bien, el carácter
implacable de la voluntad de fundamentación hace visible precisamente que el mundo de
los conceptos no puede ser separado de su suelo metafórico, retórico. El pensamiento
filosófico es “metafórico” (Blumenberg). Incluso sus conceptos fijos son, como ya
acentuara Nietzsche, metáforas solidificadas que remiten de regreso hacia el uso oscilante
del lenguaje cotidiano.

La teoría de Wittgenstein significa en la historia del “giro icónico” un punto final


provisorio y una irrupción en la medida en que la interrogación del lenguaje fue lo que
procuró un énfasis a la potencia de la imagen inherente a aquél y llevó al linguistic turn a
transitar hacia un iconic turn. Este giro hacia la imagen como figura inevitable de la
autofundamentación filosófica tiene su prehistoria. En ella ya cuenta, considerado en una
perspectiva larga, el pensamiento plotiniano de lo uno, para el cual la relación con el
original es constitutiva. En el presente volumen, la contribución de Wolfgang Wackernagel
respecto al pensamiento de Meister Eckhart sobre la imagen da una impresión sobre ello.


 
Gadamer, para quien el modo de presentación de la imagen (la “valencia de ser”) obtuvo en
“Verdad y Método” una extraordinaria significación, desarrolló de modo ejemplar la fuerza
de la imagen desde su relación con el original. El giro hacia la imagen tiene además su
lugar histórico dentro de la filosofía moderna, precisamente allí donde esta agudiza
críticamente su problema de la autofundamentación. Para aclarar esta afirmación es posible
referir al rol que Kant le asigna a la imaginación. Su valor más bien regional (mayormente
en la teoría de los afectos) se transforma significativamente a favor de una posición clave
que el “juego de la imaginación” obtiene cuando se trata de unir sensibilidad y
entendimiento, de referir sistemáticamente razón teórica y práctica, etc. A las dos primeras
Críticas de Kant las une una tercera, en la cual la facultad de imágenes juega un rol central.
No es casualidad que el intérprete tardío de Kant, Martin Heidegger, haya reelaborado
precisamente esa fuerza productora de imágenes. Nos llevaría demasiado lejos adentrarnos
en el rol especulativo de la “doctrina de la imagen”, por ej. en Fichte, o discutir la función
de la intuición estética o bien de la imagen para el sistema de pensamiento temprano de
Schelling, en el cual la imagen fue elevada a órgano de la filosofía, etc. En la historia del
siglo XIX avanzado se aceleró el retorno de las imágenes en la argumentación filosófica. Se
trata de un proceso que no sería descrito suficientemente mencionando la renovación de la
antigua Retórica. La disputa de la Retórica con la filosofía en la Antigüedad no implicó que
la potencia de la imagen fuese parte del curso de argumentación filosófica. Por el contrario:
las verosimilitudes de la Retórica, dependientes de la metáfora, quedaron relegadas
significativamente detrás de la verdad eterna de la idea, a la cual la filosofía puede fundar.
El testigo principal del giro reciente hacia la metáfora fue Nietzsche. En él se une un
conocimiento excepcional de la retórica antigua con su uso filosófico. Pero ella obtiene
fuerza de ruptura porque se vuelve parte integrante del discurso filosófico. Sobre todo el
texto “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” es un incunable del ingreso de la
metáfora en el centro del pensamiento filosófico.

La duda radical de Nietzsche en la relación referencial del hombre hacia el mundo provocó
la búsqueda de nuevos articulaciones mediadoras. Si fue una ilusión comprender el
conocimiento de la realidad según el modelo de la copia, si hay que excluir las causalidades
entre el objeto y el sujeto, entonces se ofrece la metáfora como especial puente. En efecto,
ella une de manera creativa, sus constructos aéreos oscilan más allá de los abismos de lo
que aparece lógicamente como carente de vinculación. Cuanto más grandes y profundos los
abismos, tanto más audaces las metáforas. Ellas no fijan lo que “es”, no son víctimas de esa
antigua idea acerca de una realidad estable, idéntica consigo misma. Ellas no imitan, sino
que producen. Un “sinnúmero de metáforas” desencanta respecto a la ilusión de un mundo
y se convierte en fundamento de la actividad cognoscitiva humana. Un nuevo “sentido de
posibilidad” acompaña al “sentido de realidad efectiva”.

Precisamente el rendimiento poético de las imágenes se convirtió en la señal directriz del


arte del siglo XIX tardío. Aún más: el pensar de Nietzsche, junto con otros, fue citado una y


 
otra vez como prototipo para las artes de la abstracción, del inconsciente surreal, de la
construcción cubista del mundo, etc. El rendimiento propio (y el contenido de ese acontecer
histórico) es el debilitamiento de la copia y junto con ello el descubrimiento de las
prestaciones genuinas y productivas de la imagen.

Si el modelo de la simulación, como hemos visto, tensa (o evita) las posibilidades de la


imagen hasta llegar a la superación iconoclasta de la imagen, entonces la copia es apta para
debilitar y ahuecar tales posibilidades. Pues las copias, en su rol diario, no se agotan en
volver a indicar cosas o estados de cosas existentes, es decir, no se agotan en el sentido
exterior del ojo. Ellas ilustran sin inconvenientes cuando se ofrecen como una especie de
doble de la cosa. Las potencias figurales son demandadas en la medida en que se apartan de
sí mismas, en la medida en que son capaces de presentar sensiblemente el estado de cosas
presentado. Las copias son sin duda las imágenes más difundidas. Una gran parte de su
presencia pública (en la televisión, en fotos, reclames, catálogos, etc.) sirve a ese fin. Es
fácil ver que el estatus secundario de las copias obstaculiza gravemente la comprensión de
la imagen. El giro icónico, cuyos rasgos fundamentales fueron aquí esbozados, es muy
apropiado para ofrecer más que una ilustración histórico-humanista del trasfondo. Puede
desmontar la comprensión previa corriente y muy limitada respecto a lo que una imagen es
y puede. El giro icónico puede agudizar la mirada para el asunto y ofrecerle argumentos.

III. El cruce de miradas y la imagen

¿Cómo contribuyen a la comprensión de la imagen los planteos acera de la esencia


metafórica del lenguaje y de la metaforicidad del pensar? Antes de dar respuesta a esa
cuestión presentamos algunas observaciones que se ocupan con otra fuente de las teorías
modernas de la imagen: la percepción sensible, especialmente la mirada. Para el giro
icónico cuenta también una historia del ver, aún críptica. La figura inaugural más
significativa de esta historia del ver en el siglo XIX fue Konrad Fiedler. Él fue capaz de
liberar al ver de su rol pasivo dentro del conocimiento filosófico y describirlo como como
una operación activa y en tanto tal autodeterminada. Dicha operación no se asemeja a
ningún proceso de copiado fotográfico: ella no solo produce el material para un
conocimiento más elevado, sino que es en sí misma un movimiento de expresión, un ver
que coopera con la actividad de la mano, que une en sí intuición y poiesis. Fiedler llama a
los productos de tal ver “configuraciones de visibilidad” sin investigarlas en detalle en su
conformación concreta (como imágenes, dibujos, esculturas). Si bien Fiedler omitió
preguntas detalladas de teoría de la imagen, sin embargo con su trabajo previo inauguró un
camino. Recién a través de la fenomenología de Husserl y de las conclusiones que se
obtuvieron a partir de ella, en parte críticamente, la percepción alcanzó nuevamente un rol
determinante para la reflexión sobre la imagen.


 
El aporte de la fenomenología para nuestra pregunta se mostró recién cuando Merleau-
Ponty comenzó a poner en tela de juicio los fundamentos teóricos de la fenomenología. Al
propio Husserl le había interesado apenas la cuestión de la imagen en el sentido que aquí la
mencionamos. Sus alumnos Roman Ingarden, Fritz Kaufmann y Eugen Fink tomaron ese
hilo temático, si bien bajo la presuposición apenas suficiente de que las imágenes deben
entenderse según el modelo de una ventana. También la obra capital de Merleau-Ponty, la
“Fenomenología de la percepción” (1945) se mueve aún bajo el hechizo de esa
precomprensión, cuya transformación se efectuó mediante la obra tardía inconclusa “Lo
visible y lo invisible” y también mediante algunos ensayos surgidos en el camino hacia ella.
Entre ellos se cuenta el artículo, redactado ya en 1942 y publicado en 1945, “La duda de
Cézanne”, así como “El ojo y el espíritu” (1961), en cuyo título se indicaba de manera poco
llamativa el giro consistente en reconocer al ojo autonomía, un espacio productivo de
configuración, espíritu propio. El ver se manifiesta en sus posibilidades sobre todo
artísticamente. Cézanne se convirtió para Merleau-Ponty en testigo y mentor en su camino
hacia lo desconocido. En dicho camino Merleau-Ponty pudo hacerse una idea clara de cuán
insuficiente es el concepto tradicional moderno de imagen, cartesiano y basado en la
perspectiva central. Igualmente pudo hacerse una idea clara de a qué experiencias debe
recurrir el filósofo al intentar una revisión. La fecha temprana del ensayo sobre Cézanne se
explica cuando uno considera que Merleau-Ponty estuvo mucho más rápidamente en
condiciones de diagnosticar los problemas abiertos que de resolverlos. En la obra tardía de
Cézanne fracasa el intento por discutir mediante caminos visuales la percepción que,
idealmente construible, une el punto abstracto del ojo con el punto de fuga que rige a la
imagen. Ella atraviesa el nivel de imagen imaginario; los puntos de cruce se pueden definir
como puntos de imagen, como ya sabían los inventores de la perspectiva central, quienes
transformaron esto en proceso técnico, cuya variante más popular fue puesta en circulación
a través de la “Instrucción de la medida” de Durero. La imagen como superficie de
proyección imaginaria, ella misma invisible, a los fines de captar figurativamente
realidades mediante el ver a través: este modelo fue de un éxito teórico e histórico
arrollador. Como muestra Merleau-Ponty (y también los artículos de este volumen): esto
sirve como el punto de partida inevitable de la mayoría de los intentos de revisión. En la
historia del arte esto vale en gran medida para Marcel Duchamp, cuyos trabajos en vidrio
(especialmente el “Gran vidrio”) captan este aspecto de proyección de la imagen para
ahuecarlo.

La mirada regulada que ve a través de la ventana implica un modelo elemental de


conciencia. Aún la idea husserliana de intencionalidad, o bien del análisis intencional de la
percepción, contiene determinaciones del camino visual dirigido. La actividad del ver se
modela según un tocar que se sirve de un bastón virtual. Desde la construcción de
perspectiva se habla de una racionalización del ver, la cual sale a la luz claramente en la
geometrización del proceso de percepción. El “Ensayo sobre el ciego” de Diderot es el
documento teórico más conocido de esta concepción y sobre todo el punto de partida


 
clásico para la crítica en el debate francés. Merleau-Ponty debió revisar los fundamentos
fenomenológicos de su pensar y desmontar la intencionalidad con su acentuación de dos
polos (según noesis y noema) como eje de percepción, cuando quiso ganar una
comprensión apropiada de ojo e imagen. Ante todo intentó pensar lo que perece estar
fijamente establecido de manera inevitable para la conciencia ingenua, a saber: que quien
ve no se construye frente a la realidad, sino que su acción se efectúa en ella, es decir, que el
ojo en cierto modo atraviesa sus espacios de juego y es rodeado por ellos. Para Merleau-
Ponty el ver pierde su estática constructiva y su carácter abstracto técnico y recupera su
peculiar procesualidad, su integración en el cuerpo cuyos ojos ven.

Este pensamiento de base se puede seguir de manera sencilla, sobre todo si se piensa que el
ser humano, visto desde la historia evolutiva, siempre fue un participante (para sobrevivir),
antes de que pudiera convertirse en un espectador distanciado y no comprometido. La
antigua teoría (en tanto visión) se funda también, en este sentido, en la praxis. Pero más allá
de ello: cada uno que ve (por ej. al árbol desde la ventana) experimenta lo visto allá afuera
(en una cierta distancia) y lo experimenta a la vez presente en sí mismo, si lo ha vivenciado
intuitivamente. El ojo está en el mundo, el mundo en el ojo. Esta enigmática incorporación
exige otro modelo de percepción. El peculiar entrecruzamiento entre el ver y lo visto
motivó a Merleau-Ponty a seguir el rastro de sus fundamentos. ¿Era el modelo de la
autoreflexión apropiado para ello? Merleau-Ponty lo modifica de manera significativa.
Autoreflexión quiere decir una dople capacidad humana: ver y observarse a sí mismo en
ello. También la conciencia intencional de Husserl entrecruza lo que él llamaba intentio
recta (la mirada hacia las cosas) e intentio obliqua (la mirada hacia este ver a través de él
mismo). Este entrecruzamiento se efectúa en cierto modo al margen del mundo. Quien
reflexiona así sobre sí mismo, parece flotar sobre la realidad conocida.

Merleau-Ponty implanta esta acción autoreferida de regreso en medio del mundo en tanto
dirige el acto del ver indirecto no hacia el ver, sino hacia el propio cuerpo. El alcance de
este cambio de mirada se comprende presumiblemente recién cuando se considera su base
empírica. Cada uno lo ha experimentado miles de veces. Por ejemplo, al observar la propia
mano, uno ve algo, pero al mismo tiempo se ve a sí mismo en su presencia corporal, se
experimenta a sí mismo viendo y siendo visto. Ahora bien, con ello la posición del ojo
respecto a una realidad con carácter de fachada es desplazado, traspuesto en el medio o
centro de las cosas. Cada cuerpo humano representa tal centro. Su característica distintiva
consiste en ser una reflexividad existente, vivida y corporal, en la cual se entrecruzan la
mirada y la vista o aspecto. Lo que distingue a este punto de cruce no es la transparencia
del pensar puro, sino lo que Merlau-Ponty describe con su categoría predilecta de “carne”,
cuya traducción alemana (Fleisch) desplaza las significaciones de encarnación, deseo
sexual y plenitud sensorial que resuenan en el original.

El entrecruzamiento corporal de las miradas hace que la consideración del mundo desde
fuera, en distancia, desde la posición del “frente a”, aparezca como posible pero derivada.


 
El cuerpo que mira, dirigido hacia la realidad visible, es a la vez cuerpo visible y como tal
tiene participación en la visibilidad general de las cosas. En tal medida pertenece a la
naturaleza y regresa a ella pues procede de ella. Su esencia “de dos hojas”, su doble
pertenencia, tanto al orden de los objetos cuanto al orden de los sujetos, lo convierte en el
punto de cruce, en el punto de encuentro de la realidad.

Con ello está también preformulada la estructura de imagen. A su base reside un cruce de
miradas. Con vistas a Cézanne, Merleau-Ponty muestra que la pintura no produce copias
“correctas” ni dobles de las cosas, sino que trabaja en los presupuestos de lo presentado. Lo
que vemos en las imágenes son articulaciones de color, forma y líneas, los cuales ni
circunscriben objetos ni establecen signos, sino que dan algo para ver. De igual modo, a
Cézanne le importa el hacer visible y las vistas o aspectos. Él confirma el trato experiencial
humano con la realidad y lo supera a la vez mediante un ver capaz de mostrar todo como
por la primera vez. La imagen es el fundamento de un mirar penetrante que procede
exclusivamente de sí mismo. El pintor no traduce ninguna representación interna en lo
exterior de los colores ni los proyecta sobre la pantalla del lienzo, sino que trabaja entre las
manchas, líneas y formas, las instala y reconstruye, es tanto autor como medio de su hacer.
En este sentido, Merleau-Ponty ha hablado del entramado o de la raigambre de lo visible en
tanto nivel de trabajo auténtico del pintor. En la imagen se reitera el entrecruzamiento de
miradas. El cuadro pertenece al mundo de las cosas, recibe en sí materiales físicos, se
construye a partir de ello y es sin embargo más que polvo acumulado: en los casos logrados
es un modelo de realidad, un pequeño mundo. El camino visual instrumental y la distancia
desaparecen de la pintura. Esto se puede leer ante todo en el rol de la inversión que desde
Cézanne, Monet, Matisse, hasta Albers, Yves Klein y la pintura contemporánea fue de
considerable significación. Tal inversión quiere decir que el espacio de la imagen no está
organizado en un sentido, sino que el nivel de imagen contiene igualmente impulsos hacia
“adelante” y hacia “atrás”. El entrelazamiento inverso de lo cóncavo con lo convexo es
experimentado procesualmente, es decir, temporalmente, por parte del espectador. En la
imagen se entrecruzan diversas energías visuales según la medida de la configuración
artística.

Merleau-Ponty utiliza elementos del “Cours de la linguistique générale” de Ferdinand de


Saussure, a fin de estabilizar las observaciones obtenidas fenomenológicamente. La teoría
del lenguaje exige su comprensión de la imagen, desemboca en el giro icónico efectuado
por ésta. Este intento se documenta del modo más claro en “El hablar mediato y las voces
del silencio”. La pintura de Cézanne lo impulsó a esta transferencia. Ella le permitió
transferir la carencia de significación de los elementos singulares de articulación lingüística
– postulada por de Saussure – hacia la estructura de entramado de la imagen. La mancha
cromática singular o el punto en los cuadros de Cézanne, Monet, Seurat, etc., no
“significan” nada. La mancha formula sentido mediante cooperación con otras manchas, de
manera lateral. Son contrastes que sirven al movimiento de la mirada como movens. La


 
matriz de la pintura no está ordenada finalísticamente, ella posee (como el lenguaje)
espacios de juego significativos, pasajes de polisemia que fundan también la riqueza de
experiencia y de interpretación. El intento de Merleau-Ponty por fundar una teoría de la
imagen con la teoría del lenguaje de de Saussure tiene sus límites naturales en la diversidad
de ambos medios. Ni las imágenes disponen de un conjunto discreto de elementos que
retornan o signos, ni las reglas de acoplamiento de color o forma son de alguna manera
sistematizables – dicho sea esto para nombrar solo dos aspectos de la barrera entre los
medios.

(. . .)

V. La diferencia icónica

El contraste que caracteriza a la metáfora ciertamente se puede transferir, pues proviene


originariamente del campo visual e indica una oposición visible que interrumpe y con ello
caracteriza un ordenamiento uniforme. Los contrastes conciernen a diferencias de claridad,
color, a la relación entre superficie y profundidad, etc. Si hablamos de un contraste que
caracteriza en general a la imagen, no se tiene en cuenta primariamente fenómenos
particulares como los recién mencionados, sino las condiciones del medio mismo. Lo que
nos viene al encuentro como imagen descansa sobre un contraste fundamental singular
entre una superficie general abarcable y todo los eventos internos que esta incluye. La
relación entre el todo intuible y las determinaciones particulares que contiene (color, forma,
figura, etc.) fue optimizada en cierto modo por el artista. Las reglas para ello varían
históricamente, determinadas por estilos, ordenamientos de género, contratantes, etc. Las
imágenes, como quiera que estén determinadas, no son sitios de colección de detalles
arbitrarios, sino unidades de sentido. Ellas despliegan la relación entre su totalidad visible y
la riqueza de su pluralidad exhibida. El espectro histórico de posibles determinaciones
cambiantes de esta diferencia icónica es extremadamente rico. Un ejemplo: entre la
abundancia de los detalles, elaborados en miniatura, en la obra de Hyeronimus Bosch “El
jardín de las delicias” (Prado, Madrid) y la magra pobreza de diferencias de un “Azul
monocromo” de Yves Klein hubo y hay numerosos cambios de acento. Estos conciernen a
la relación entre la sucesión sobre la superficie y su presentación visible como superficie,
dicho brevemente: entre sucesión y simultaneidad. Por cierto, también pertenece a ese
trabajo en la imagen el juego con los límites de la superficie, como lo muestran las pinturas
de techo ilusionistas en las iglesias barrocas o aquellas tendencias para salir de los límites
que fueron importantes para la pintura de Barnett Newmann o Jackson Pollock (después de
la Segunda Guerra Mundial).

Lo que las imágenes, con toda su diversidad histórica, “son”, “muestran” y “dicen”, se debe
a un fundamental contraste visual, el cual puede ser llamado a su vez el lugar de nacimiento


 
de todo sentido con carácter de imagen. Lo que sea que un artista plástico quiera presentar,
en la oscuridad crepuscular de las cuevas prehistóricas, en el contexto sacral de la pintura
de íconos, en el espacio inspirado del Atelier moderno, debe su existencia, su
comprensibilidad y fuerza eficaz en cada caso a la optimización de lo que llamamos
“diferencia icónica”. Ella marca un poderío a la vez lógico y visual que caracteriza la
peculiaridad de la imagen que pertenece indisolublemente a la cultura material, que está
inscrita en la materia de modo irrenunciable, pero en la cual hace relucir un sentido que
sobrepasa a la vez todo lo fáctico. El estupendo fenómeno de que una porción de superficie
untada con color pueda inaugurar un acceso a intelecciones sensibles y espirituales inéditas,
puede ser explicado a partir de la lógica del contraste, mediante la cual algo es visible como
algo. Lo que el enunciado (“Logos”) puede, debe estar disponible también para la obra
plástica, a su manera, por cierto. La estructura del contraste representa, como hemos visto,
el tertium de ambos, entre las imágenes lingüísticas (como metáforas) y la imagen en el
sentido de las artes plásticas.

Se puede discutir acerca de si este sentido para la imagen, esta capacidad del trabajo con la
materia para hacer relucir significaciones, representa algo ya dado antropológicamente o
fue adquirido de modo histórico-cultural. Resulta también poco claro si la capacidad para la
imagen y la capacidad para hablar surgieron simultáneamente. Los más antiguos artefactos
del tipo de imágenes se remontan, junto con las hachas de mano, a más de cien mil años
atrás. No sabemos de qué modo aquellos hombres primitivos se entendían entre ellos. Hans
Jonas se decide en su artículo por una opción antropológica que ancla en el homo pictor
como constitutiva differentia especifica. La diferencia pictural específica del ser humano se
define como la facultad de re-estilizar en un campo de imágenes limitado y estable el
campo perceptivo móvil del ver cotidiano con sus márgenes abiertos y su flexible
readaptación a situaciones, configurándolo como obra plástica, como recipiente o grabado.

(. . .)

La paradoja de la “profundidad plana” determina un aspecto de la diferencia icónica que es


especialmente característico de la imagen en perspectiva. Danto ha descrito la doble
atención que nos motiva la imagen como el juego recíproco entre una “teoría de la
opacidad” y una “teoría de la transparencia”. Opaco es todo lo material en la pintura, su
lado cósico, la factura de la capa de color, etc. El artista instala las relaciones materiales de
tal modo que en eso opaco surge algo visible, se inaugura una vista o una panorámica, la
superficie opaca de la imagen remite transparentemente a algo mentado o mostrado, al
sentido. La teoría de la opacidad y la teoría de la transparencia se determinan también
recíprocamente, en sentido estricto no son dos teorías, sino una – salvo que “siempre quede
sobrando un resto de materia que no pueda evaporarse en un contenido puro” (Danto, Die
Verklärung des Gewöhnlichen, 243)

10 
 
Quien plantee la pregunta por la imagen en el sentido indicado e intente responderla,
descubrirá que la “querella de las imágenes” representa no solo un fenómeno externo
relacionado con la valoración social de las imágenes, en caso extremo con su prohibición o
sumisión bajo preceptos canónicos. Esta historia de la lucha por las imágenes es antigua y
sin duda de gran importancia para el rol de la imagen. Ahora bien, ella oculta también un
fenómeno que se muestra con especial claridad bajo las condiciones reflexionadas de la
modernidad: que las imágenes mismas despliegan opciones que son tendencialmente o bien
amistosas hacia las imágenes, es decir, que intensifican la imagen, o bien son hostiles hacia
las imágenes, es decir, que niegan la imagen. Los criterios de esa lucha interna por la
imagen que la historia del arte ha generado desde sí y sigue generando se pueden formular
mediante el teorema de la diferencia icónica. En la relación de tensión que se muestra en el
fundamental contraste visual existe, como hemos visto, la posibilidad de que las imágenes
olvidándose de sí se agoten en la ilusión de algo presentado, o bien que, a la inversa,
acentúen su estar-hechas, el cual tiene carácter de imagen. In extremis la imagen se niega
completamente como imagen para efectuar la perfecta representación de un asunto. Se
alcanza tal fin cuando nosotros como espectadores somos engañados y tomamos la imagen
por lo presentado mismo, cuando en cierto modo dejamos de verla como imagen. Esta
superación de los límites de la imagen en el sueño de Pigmalión fue de considerable
importancia ya para la reflexión antigua sobre la imagen. Aquí se une nuevamente la idea
de lo viviente con la imagen: el escultor despierta a la vida la hermosa estatua de mármol
hecha por su mano. Con ello la presentación ha superado sus límites, se ha convertido en lo
que antes solamente caracterizaba o representaba. Platón vio una gran seducción en la
capacidad de la imagen de derivar hacia la vida. Esto lo llevó a asignar a los artistas malos
lugares en el orden de la polis. Las variadas leyendas sobre artistas de la antigüedad
describen con fascinación el éxito de la ilusión como la satisfacción propia del pintor.
Como testimonio valen las uvas pintadas de Zeuxis que presentaban engañosamente la
realidad de tal modo que incluso las palomas iban a picotearlas. En la competencia entre
Zeuxis y Parrasio se trata justamente de esa cuestión. ¿Cuál de los dos sería capaz de
engañar con sus imágenes al otro? (Y cada uno de ellos era un experto en imágenes
engañadoras). El verdadero triunfo de la pintura, según la lógica de esta anécdota, consiste
en su superación. El pintor es idealiter un iconoclasta. No hay duda de que esa antigua
reflexión sobre el rol de la imagen ha conservado su actualidad.

La moderna industria de la reproducción favorece la imagen como copia, como doble de la


realidad. Las técnicas de simulación electrónica–como muestra inconfundiblemente el
concepto de simulación – incrementan la presentación hasta llegar a un perfecto “como si”,
tanto que ante la conciencia postmoderna pareció tendencialmente desaparecer la diferencia
entre imagen y realidad y llegar a converger factum y fictum. La hostilidad de la industria
de los medios de comunicación hacia las imágenes permanece intacta, pero no porque ella
prohíba o impida imágenes. Al contrario, esto ocurre porque ella ha puesto en movimiento
una inundación de imágenes cuya tendencia fundamental apunta a la sugestión, a la

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sustitución de la realidad, entre cuyos criterios se encuentra desde siempre el ocultar los
límites del propio carácter de imagen. La nueva época de la imagen, tantas veces conjurada
desde aquella de Gutenberg, es iconoclasta, incluso cuando sus entusiastas ni siquiera lo
noten. Con esto no está dicho naturalmente que no se puedan hacer imágenes fuertes con
técnicas de imagen reproductivas o de simulación. La historia de la fotografía, del cine o
del incipiente videoarte lo ha demostrado suficientemente. Hacer un uso de esas nuevas
técnicas en pro de imágenes fuertes supondría ciertamente construir controladamente la
tensión icónica y volverla visible para el espectador. Una imagen fuerte vive de esta doble
verdad: mostrar algo, también simular algo y a la vez exhibir los criterios y premisas de esa
experiencia. Recién a partir de la imagen lo presentado obtiene visibilidad, distinción,
presencia. Lo presentado se ata a condiciones artificiales, a un contraste icónico del cual ya
dijimos que es a la vez plano y profundo, opaco y trasparente, material y completamente
inasible.

No es tema de este libro hacer visibles posibles consecuencias histórico-artísticas de la


reflexión sobre el arte ya esbozada. Con todo, se puede indicar que el procedimiento
habitual, consistente en reducir el arte a sus condiciones históricas de surgimiento, no hace
justicia realmente a la realidad de la imagen. Tal metodología de historia del arte pasa por
alto la peculiar fuerza presentativa de la imagen, no cuenta con que la imagen dispone de
un potencial de sentido propio. Obviamente, las imágenes están también determinadas
históricamente, codeterminadas por concepciones-marco de historia de la imagen, como
Kurt Bauch intenta mostrar en su artículo “Imago”. Sin embargo, marca una diferencia si
las imágenes son reconducidas simplemente hacia su génesis histórica o si se trae a
consideración la cuestión de su pretensión de validez. Una historia del arte de esta índole
sería en su núcleo una historia de la imagen que tematiza lo icónico, en ponderada
discusión con las condiciones-marco externas de cada caso (iconográficas, biográficas,
sociohistóricas). Un programa así se había propuesto, a su modo, Max Imdahl, cuyo último
artículo, redactado pocos meses antes de su muerte (1988), aparece en este volumen. El
autor lo había proyectado como un modo de resumen que remite a otras publicaciones.

Un proceder de historia de la imagen permitiría poner fin a las inútiles y estériles guerras de
trincheras entre analíticos formales e historiadores sociales, entre autonomistas y estrategas
de la dependencia. Ello permitiría también reunir las visiones parciales de ambos bandos en
la instancia de la imagen. La tensión entre arte e historia está formulada en el nombre de la
disciplina “Historia del arte”. Se trata de dirimirla de un modo cognoscitivamente
fructífero.

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VI. La transformación de las imágenes en la modernidad

La cuestión planteada en este volumen vale también como cuestión conductora del
desarrollo del arte moderno. De hecho, el terrain del arte se ofrece desde inicios del siglo
XX como un laboratorium en el que los presupuestos del arte, sus elementos, reglas de
presentación y posibles contenidos se sometieron a una prueba constante y “cáustica”,
como decía Marcel Duchamp. La imagen o aspecto de las obras se ha transformado de
manera fundamental, tuvo lugar un crecimiento explosivo de las formas de presentación: lo
que era una imagen delimitada, compuesta y concentrada en sí misma, aparece ahora como
objeto, como shaped canvas, como instalación, arte conceptual, performance, etc. La
pintura se bastardeó con determinaciones con las que hasta entonces se había clasificado al
relieve, la escultura y la arquitectura; la desorientación de los géneros artísticos afecta a
todas las formas de imagen acreditadas en la modernidad. ¿Es ya por ello histórica la
pregunta por la “imagen”? ¿Afecta a un saeculum concluido? ¿O han nacido “imágenes
más allá de las imágenes”?

Partimos de que los fundamentos argumentativos desarrollados en este volumen pueden


referirse absolutamente al campo de la modernidad avanzada, si es que no refieren ya
explícitamente a ello. Parece como si la imagen o aspecto de lo icónico se hubiese
transformado fundamentalmente en la modernidad, sin que por ello se hubiera llegado al
abandono del “carácter de imagen”. Más bien ocurre lo contrario: los intentos por
reflexionar sobre formas de expresión plástica, por refundarlas y abrir campos de realidad
desconocidos, tienen algo en común a pesar de toda diversidad. Ellos cuentan por ej. con
que mediante un campo de varas metálicas en el desierto de Nuevo México (Walter de
María), o con un encuentro ritual entre el artista y un coyote (Joseph Beuys) o con un
calculado campo cromático sobre el piso (Ellsworth Kelly) surjan contrastes icónicos que a
pesar de toda dispersión acumulen densidad y transmitan algo irrefutable. El espectador de
obras modernas aprende que las obras no desaparecen, sino que se acreditan de un modo
completamente transformado. Ellas cambian su vestidura material, ciertamente también su
contenido, y sin embargo siguen siendo imágenes cuya diferencia icónica en cada caso da a
ver y a pensar. Considerado de este modo, el impresionante acontecimiento de
transformación en el arte del siglo XX se puede discutir desde el concepto de una
transformada iconicidad. La mirada retrospectiva al tiempo antes de la antigüedad, a los
artefactos prehistóricos, a las culturas populares, al campo de las así llamadas “artes
aplicadas”, y también la mirada al arte tribal extraeuropeo o bien a los legados plásticos de
lejanas civilizaciones muestran claramente que nuestro prejuicio, a menudo no explicitado,
de medir la imagen según el modelo de la “pintura” o el cuadro es muy estrecho y merece
revisión. La historia de la imagen antigua y extraeuropea posee una riqueza de
configuraciones que de ningún modo queda detrás de la modernidad. En los tapices
orientales, las bandejas de te japonesas, los asientos africanos, las hachas de mano de los
comienzos más lejanos de la humanidad, etc., se puede probar ya críticamente lo que son

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las imágenes y lo que las determina. Por ello, el lema moderno de una ampliación del
concepto de arte no es especialmente original y significa poco en la medida en que no sea
capaz de mostrar como el carácter de imagen se manifiesta de un modo nuevo. Pues de
hecho están en juego muchas condiciones de la imagen: intuibilidad, delimitación (no
importa cuán precaria sea), economía de los medios, totalidad, interacción entre una mirada
que configura sucesión y una que configura simultaneidad, etc. Se trata, una vez más, de la
producción de un excedente de sentido en el campo material demarcado.

Al mismo tiempo, los ensayos de la modernidad han ampliado notablemente nuestro saber
acerca de los presupuestos, flexibilidad y tipos de eficacia de la pintura, el dibujo o la
escultura, por ej. Desde ese punto de vista, la pregunta: ¿qué es una imagen? se podría
desarrollar también en los textos de los artistas, desde Cézanne o Matisse, pasando por
Duchamp, Delaunay, Mondrian, hasta Breton o Magritte. Se podría discutir la cuestión en
autores de la Bauhaus, en la temprana época de postguerra y entre los contemporáneos.
Entre los textos que corresponden patentemente a teoría de la imagen se cuentan los
apuntes de un pintor (Matisse), la crítica a la imagen de Duchamp, la teoría de la diferencia
de Josef Albers (factual fact versus actual fact), la teoría de la “última imagen” de Ad
Reinhardt, la proclamación de la imagen desmarcada bajo el signo de lo sublime (Barnet
Newman), entre muchos más. Si bien hay colecciones de textos de artistas modernos, no
hay ninguna que esté especialmente orientada hacia nuestra pregunta. Lo que tal base
textual, además de aquella base que los textos mismos representan, podría aportar para el
problema de la imagen, no ha sido investigado aún en conjunto. Falta una prueba de ello.
Pero ya su amplitud nos impide iniciarla en este volumen.

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