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AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana / www.aibr.

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CONTRA LA TIRANÍA DE LA MÚSICA


Diferentes regímenes (est)éticos de la recepción y el papel de los
mediadores en la escucha musical

Iván Sánchez Moreno

Doctorando. Departamento de Psicología Básica, Facultad de Psicología, Universidad Autónoma de


Madrid. Dirección: C/ Castellví de Rosanes, 11, 4-4, 08760 Martorell (Barcelona, España). E-mail:
ivan@extintor.org

Resumen
Los frustrantes esfuerzos por analizar la música desde postulados esencialistas han negado
siempre la imprescindible influencia de múltiples factores de mediación en la recepción
musical. La música, como artificio estético, es una creación exclusiva del hombre cuya
relativa significación depende de atribuciones externas a la propia obra.
Muchos son los cambios observados a lo largo de los últimos años que han puesto de
manifiesto el peso de los mediadores en el análisis de la música. Desde la trasposición del
espacio público al privado de la escucha musical, hasta la incursión moderna del oyente
solitario, pasando por la demonización de los medios tecnológicos implicados en la difusión y
reproducción de la música, entre otros factores, son muchos los aspectos a tener en cuenta
para calibrar el verdadero fenómeno psicosociológico que supuso la apropiación subjetiva de
la música para el ser humano del presente.
El cambio psicológico y social experimentado por el oyente gracias al dominio doméstico de la
música en el mundo occidental ha remarcado la necesidad de redefinir una teoría sociológica
que contemple los factores de mediación en el análisis del objeto musical, sin desligarlo del
oyente, del intérprete, del instrumento de producción, del soporte de difusión, o del uso
particular que se haga de ese objeto. A tal fin, se ha considerado idóneo el planteamiento
constructivista que propone Antoine Hennion sobre la relación entre la música y el ser
humano, entendiendo la música como acto social y variable, y no como objeto estético y
estático.

Palabras clave
Música, constructivismo, subjetividad, tecnología, mediación.

Abstract
The frustrating efforts to analyze music from essentialist points of view have always denied the
indispensable influence of multiple mediating factors in musical reception. Music, as an
aesthetic artefact, is an exclusively human creation whose relative signification depends on
attributions which are external to the piece of art.
Many have been the changes observed in the wake of the last decades that have outlined the
importance of mediators in analyzing music. From the transposition of the public space of
musical reception into a ‘private space’, to the modern incursion of the ‘lone listener’ and the
problematization of the technological media implied in the spreading and reproduction of
music, many are the relevant aspects to take into account and calibrate the psychosociological
and historical phenomenon of the subjective appropriation of music for the current human
being.

© Iván Sánchez Moreno. Publicado en AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana, Ed. Electrónica
Núm. Especial. Noviembre-Diciembre 2005
Madrid: Antropólogos Iberoamericanos en Red. ISSN: 1578-9705
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The psychological and social changes experienced by the listener thanks to the everyday use
of music in the western world emphasize the necessity to redefine a sociological theory able to
bear in mind the mediating factors in analyzing the musical object, without isolating it from the
listener, the performer, the instrument of production, the medium, or the particular use made of
it. Hence, in this paper we consider suitable for this aim to introduce the constructivist stance
made by Antoine Hennion on the relationship between music and the human being as a social
and variable, and not aesthetic and static act.

Keywords
Music, Constructivism, Subjectivity, Technology, Mediation

Agradecimientos
No podríamos dejar de destacar la imprescindible e inestimable discusión de Tomás
Sánchez-Criado, quien aportó con una exquisita mirada crítica la sal que le mancaba a este
plato de regusto incierto.

E l oyente de música en solitario es un personaje muy moderno. Desde la concepción renacentista


del sujeto, el oyente musical se ha valido de las tecnologías de su época para construir su
identidad y su propia configuración del mundo. Es, prácticamente, un recién llegado a la historia
(Storr, 2002: 143). El presente artículo trata de considerar al sujeto en el proceso de la escucha
musical. La música como objeto ha sido a lo largo de la historia el eje central de una lenta pero
imparable adopción del sujeto, como productor y receptor de la música. La música, como acto
exclusivo del ser humano, ha dependido siempre de su interpretación y su realización, al tiempo que,
como objeto de análisis, ha sufrido un progresivo cambio de su función que ha ido realzando
paulatinamente el efecto psicológico de su experimentación.

El oyente solitario: Cambio en la escucha musical

Han sido muchas las aproximaciones estéticas que han intentado abordar la música como objeto
externo al intervencionismo del hombre, desde la filosofía griega clásica hasta los seguidores de las
teorías de Adorno y otros pensadores surgidos de la Escuela de Frankfurt. Sin embargo creemos que
la música no depende únicamente del objeto en sí, pues sería negar la estrecha implicación del
productor y del receptor en el acto musical.

Esta consideración por el receptor supone una reacción contra los discursos metafísicos de la música
propugnados por la Escuela de Frankfurt. Nuestro planteamiento –inspirado por la obra de Florentino
Blanco (2002) y de Antoine Hennion (2002)– demanda una nueva poética de la escucha.

Si bien por una parte precisa necesariamente del rol activo, selectivo y participativo del oyente
(Radigales, 2002: 121), por otra supone además un hecho cultural determinante para su construcción

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como sujeto psicológico (Adell, 1998: 97). Asimismo, se originaría un cambio recíproco que se
manifestaría también en las características de la composición musical y de su consumo social.
Cambiaría la filosofía de la música, al tiempo que se adapta a las nuevas condiciones para la escucha
(Gilbert y Pearson, 2003: 143).

A partir del siglo XVIII y con el advenimiento de las teorías estéticas del romanticismo preocupadas
por el fenómeno musical como objeto de estudio, se ha entendido el mundo como un constructo de
múltiples realidades y al género humano como una adición infinita de singularidades. Se comprende
por ello que la subjetividad y el sentido del yo se configurarían por la variedad y la multiplicidad de las
prácticas. Esta concepción del hombre y su entorno supuso un cambio imprescindible para delimitar
la autonomía del sujeto oyente. Al enfatizar en la capacidad del hombre por controlar el acto de la
escucha musical y actuar incluso sobre la propia música tanto en su reproducción –como intérprete
re-creador– y en su recepción –como oyente–, se le atribuye al sujeto la máxima responsabilidad en
el fenómeno musical, puesto que crea constantes significados culturales a partir de la tecnología y del
espacio en el que se desarrolla el acto musical (Gilbert y Pearson, 2003: 249).

No obstante, la instrumentación utilizada en la experienciación psicológica de la música no se limita a


su recepción y su reproducción sonora, sino que su mediación en la escucha influye, a su vez, en la
configuración del sujeto y su identidad funcional como actor, en el acto musical (Szendy, 2001: 27).
Es lo que Antoine Hennion califica como “la tiranía del objeto musical”: puesto que la música, como
objeto neutro, no responde a relaciones de signo y vehículo instrumental: se da por el hecho de que
tanto los artistas como el público se entregan en el acto musical como representantes –actorales y
simbólicos– del objeto en cuestión. Se convierten en “sirvientes de la música” (Hennion, 2002: 329;
las negritas son mías).

Para Hennion, la influencia de la mediación tecnológica e instrumental en la música es crucial para la


construcción del sujeto: los intermediarios materiales no sólo revelarían el estado mental implicado en
el proceso de producción y recepción musical, sino que también lo desencadenarían
irremediablemente (Hennion, 2002: 245).

El uso social de la música, tanto a nivel público como privado en la vida del sujeto, desarrollaría
pautas de comportamiento social y de interpretación particular en función de cada caso. Dicho de otro
modo: si el público y/o el músico cambian, el carácter de la música también, y viceversa (Day, 2002:
130).

Lo mismo puede advertirse al mediar entre sujeto y objeto un cambio tecnológico desde una
perspectiva vigotskyana. Resulta clarificador constatar las considerables diferencias estilísticas de
cada músico según las grabaciones sonoras de referencia, derivaciones interpretativas de cada
sujeto significador de una única obra musical como objeto aparentemente neutro (Day, 2002: 189).

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Una utilización consciente y responsable de estos mediadores en la escucha potenciarían la


independencia del sujeto frente al objeto musical. Partiendo de una teoría social no esencialmente
humanista (podría considerarse, de manera algo osada, incluso post-humanista), la dependencia de
los mediadores se asumiría en tanto y en cuando no se manejara también una teoría de la casualidad
asociada a ella: no habría cabida para causas eminentemente mecánicas, sino que daría sentido al
mediador que traslada sin causar una diferencia. Lo importante aquí sería el flujo que mantendría
“vivo” el asunto. Aquello que Latour considera factiches (1999) y una teoría de la composición
artefactual del sujeto, deriva en este correcto aprovechamiento de las tecnologías ligadas a la
reproducción y la recepción de la música que Gilbert y Pearson denominan “el optimismo de la
voluntad”, ya que conferiría el poder de controlar el acto musical, de configurar la identidad del lugar
donde se experimenta la música, de manipularla creativamente favoreciendo su implicación activa en
el proceso (Gilbert y Pearson, 2003: 336)... desvinculándose en definitiva de la tiranía del objeto a la
que hacíamos mención.

La mirada metafísica de la música: Adorno y la crítica materialista

Desde muy antiguo, el pensamiento filosófico occidental ha rechazado sistemáticamente la fisicalidad


receptiva de la música por considerarla demasiado vinculada a la emoción. Por el contrario, la mayor
parte de las teorías estéticas sobre la música anteriores al siglo XX han tratado la música casi
exclusivamente como un acto intelectual, más que como manifestación. Filósofos como Platón,
Rousseau, Kant, Hegel, Nietzsche o Adorno han teorizado sobre la música desvinculando la mente y
el cuerpo (Gilbert y Pearson, 2003: 116) al centrar su mirada en la música como fenómeno
introspectivo.

Theodor W. Adorno sería uno de los autores más destacados de cuantos integran este enfoque
determinista. Adorno fue definiendo una sociología de la música a lo largo de toda su vida, haciendo
una tipología de las actividades de la escucha y analizando las relaciones entre la música y el oyente
como ser social. Grosso modo, los tipos de escucha más extremos de la clasificación de Adorno
oscilaban entre la escucha estructural –que designaría la plenitud psicológica del acto, sintética y
puramente analítica, sin posibilidad para la distracción– y la intermitente –más distraída y que no
exigiría de una gran atención en el proceso.

La mirada de Adorno incidía en las reacciones individuales y subjetivistas que criticaba por su infinitud
y su falta de precisión. El interés de Adorno radica sobre todo en la búsqueda de la música como algo
objetivo, procurando delimitar la constitución específica de la actitud psicológica implicada en la
escucha musical (Szendy, 2001: 126).

Sin embargo, Adorno vivió en su época unos tiempos convulsos y agitados gracias a los
revolucionarios cambios acaecidos en la cultura mundial por la reproductividad técnica y la amplia
difusión de la música por los medios tecnológicos. La postura de Adorno se volvería más radical y

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conservadora ante la “amenaza mediática”. Apelando a un cierto puritanismo de la música como


valor de virtud moral, Adorno y otros seguidores de la Escuela de Frankfurt anatemizaron el imparable
progreso de la tecnología musical, sin advertir que el fenómeno de las grabaciones sonoras acabaría
“fijando” como objetos cada significación subjetiva de la música. La música, como idea esencialista
inmaterial, dejaría de ser un concepto metafísico, etéreo y solamente alcanzable por medio del
intelecto, para convertirse –con sus pros y sus contras– en un producto de masas.

Discípulos, como Michael Chanan (citado en Gilbert y Pearson, 2003: 216), atacarían las nuevas
tecnologías por crear distancias físicas y psicológicas insalvables entre el músico y el público como
intérpretes de una misma obra, y quebrando así la idea de la música como entidad fenomenológica
incorpórea y neutra. Para Chanan y otros, esta artificiosa implicación de los nuevos medios de
mediación impedía establecer una unidad íntima en el mismo tiempo y espacio de la interpretación,
creando además nuevos lenguajes musical y nuevos usos, que fácilmente podrían caer en lo banal.
Los peligros del determinismo comportan por una parte un absoluto e inmerecido rechazo por la
música utilitarista –como el ambient, el minimalismo, la music furniture (defendida en su momento por
Erik Satie) y, cómo no, el pop... entre otros ejemplos del siglo XX–. Por otra parte, se infravalora la
influencia del oído como órgano mediador, pues tan sólo se analiza la recepción musical desde su
significación intelectual, como si la música fuese un hecho tan sólo posible y aprehensible en la
inmediatez pura, y como si la cognición nunca se viera afectada por la materialidad de la experiencia
de los sentidos y la intermediación de las tecnologías de producción y difusión de la música. En
tercer lugar, dichos discursos tienden a suprimir la capacidad de acción del hombre en la escucha
musical, al renunciar a aceptar una relación recíproca y causal entre el progreso tecnológico ligado a
la música y los patrones de actividad humana (Gilbert y Pearson, 2003: 209).

Entre las críticas al materialismo de la música que esgrimen dichos discursos esencialistas está la de
concebir la música como objeto fijo, independiente del control humano; también la de considerar una
reproducción tecnológica –un medio fonográfico, por ejemplo– como una mera copia imperfecta
separada totalmente de la integridad auditiva de la fuente original. En esta clase de tratamientos
metafísicos de la música, el oyente queda reducido a la simple categoría de consumidor pasivo, cuyo
gusto estaría condicionado psicológica y socialmente y de nula responsabilidad para la manipulación
de la música (Gilbert y Pearson, 2003: 242).

El significado de la música sería algo inamovible e intemporal, idéntico para todas las épocas y
culturas, y su abordaje tan sólo sería posible mediante la razón. Quedaría absolutamente descartado
conferirle un significado relativo según el lugar y el momento de su uso. Los adornistas no accedieron
a considerar la posibilidad de comprender las obras musicales de manera que su recepción y
significación pudieran estar condicionadas, como mínimo, por su previa historia de la escucha.

La apropiación subjetiva de la música: Crítica de la crítica materialista

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El problema de esta clase de análisis esencialistas de la música es que observan el hecho musical
como un fenómeno inmovilista, sin considerar que abarca intereses tanto semiológicos como
etnomusicales, hermenéuticos, psicológicos, políticos, historiográficos, y un largo etcétera, que
afectan por igual no sólo la recepción, sino incluso la producción misma de la música.

Si bien hasta mediados del siglo XX a la música se la valoraba por niveles internos de la propia obra
musical, el sentido de la misma sólo lo podía comprender el sujeto oyente a través de su participación
en el acto inmediato de la producción musical. Esa supuesta autonomía de la música en relación con
el oyente suponía asimismo aceptar la fractura separatista entre la élite cultural y la sociedad (Adell,
1998: 26). Para los teóricos de la estética musical anteriores al siglo XX, la obra musical era
entendida como una realidad intemporal, una Verdad platónica o un principio gestáltico al que tan
sólo se podía acceder por medio de la partitura originaria (Day, 2002: 222). Para éstos, carecía de
sentido pretender analizar cualquier interpretación concreta porque cada una de ellas supondría
aceptar una versión parcial de un mismo significado, eterno y único, y no relativizable y personal.

Este tipo de discursos segregacionistas y aristocráticos de la estética fomentaban una latente


distinción de clases, al excluir a las masas populares el acceso a una cultura de élites. Al obligar al
oyente a realizar un encorsetado esfuerzo intelectual por su parte para despersonalizarse a sí mismo,
de su función y contexto, y admirar la auténtica belleza de la música como objeto artístico, se
desposeía a la mayor parte de la población del privilegio de disfrutar “correctamente” de un arte
reservado a las castas de mayor rango social y educativo. La misma política de separatismo perdura
aún hoy para mantener y perpetuar esa artificiosa frontera invisible entre la mal llamada “música
clásica” y la música moderna (o, mejor dicho, contemporánea popular).

Al partir de la noción de obra musical como un “arte ensimismado” (en palabras de Rubert de Ventós,
1997: 71), el arte se convertía para las masas en algo incómodo que exigía de una alta dosis de
conocimiento teórico sobre la música y fomentaba una actitud de atención obligada que frustraba los
precarios intentos de las clases de peor formación intelectual para hallar un placer sensitivo en la
música. La música, desde la perspectiva esencialista, criticaba el materialismo utilitarista y la vivencia
pasiva de la experiencia musical, cuya significación tan sólo podía darse neutralmente y en una
aparente “extrañeza” psicológica que impediría, por un lado, caer en la previsibilidad y perpetuaría la
irreproductivilidad del arte y, por el otro, dificultaría desarrollar posibles resonancias subjetivas que
originaran una interpretación particular de la obra.

Tal y como apuntó el crítico musical Martin Couper en 1971 (citado por Day, 2002: 222), muchos son
todavía los musicólogos que ven la música como un mundo cerrado, independiente, que obedecería a
sus propias leyes internas y negando por tanto la influencia de factores personales, sociales,
económicos y tecnológicos que amenazarían el pretendido carácter científico y objetivista de las
obras.

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No obstante, a lo largo del siglo pasado se ha ido considerando cada vez más la música como una
síntesis de los procesos cognoscitivos presentes en una cultura determinada y manifestados a través
de y por un cuerpo humano, y cuyas formas y efectos estarían generados por experiencias sociales
en función de cada ámbito, tanto por su contexto como por su uso concreto. El hecho musical, a
finales del siglo XX, parecía haberse alejado por fin de aquel rol meramente contemplativo y
esencialista que postulaba Adorno (Radigales, 2002: 128).

Para los nuevos teóricos de la música posteriores a Adorno, defensores del buen uso de las
tecnologías en el hecho musical, el significado de la música sería liberado de la dictadura de la
intemporalidad. La obra ya no se da por acabada, quedándose abierta a la recreación de los
músicos, de la psicologización de cada uno de los miembros del público, de los moldeadores del
gusto –críticos, periodistas especializados...–, de los productores musicales –empresarios, agentes
de artistas...– y demás medios de difusión y producción, ya sean humanos como tecnológicos –la
radio, las compañías discográficas...– (Day, 2002: 193).

Ante dicha imposibilidad por dar por cerrada una obra, se concluye por ello que ni la realidad es
estética ni tampoco inseparable del individuo (Rubert de Ventós, 1997: 119). Una obra de arte surgiría
de la resolución entre lo natural y el artificio, entre lo humano y lo tecnológico. En tal posicionamiento
teórico de cariz constructivista, resulta primordial hacer un análisis de la influencia de todos (o de casi
todos) los factores de mediación implicados en la escucha musical.

Puesto que el valor del arte no puede establecerse por el qué de su sentido, sino en el cómo de su
proceso, lo artístico radicaría en el modo de sintetizar las propias relaciones del sujeto con el mundo,
esto es, del oyente con el objeto musical. En esa apropiación subjetiva de la obra intervendrían
necesariamente múltiples factores instrumentales de mediación, ya que resulta imposible (y utópico)
pretender una adecuación neutral y desinteresada del sujeto en la recepción y la contemplación del
arte (Rubert de Ventós, 1997: 119).

Y, del mismo modo que cambian los usos por los nuevos medios, también se transforma el objeto a la
par que el sujeto, como construcciones de una realidad. Ni siquiera los estilos interpretativos surgen
aisladamente, sino por toda una serie de variables que mediatizarían su significación (Day, 2002:
193), estableciéndose al final una tríada intercomunicada entre el sujeto, los factores de mediación
instrumental y el objeto en cuestión.

Walter Benjamin: Democratización y trivialidad de la música

La reproducción de la música siempre ha dependido forzosamente de una mediación entre el


intérprete y el oyente, ya sea ésta instrumental, contextual o simbólicamente relacional. En la
actualidad, son muchos los teóricos de la música que han denunciado el escaso valor que
musicólogos y eruditos han dado a dichos factores de mediación. Durante siglos, han centrado el

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objeto de su estudio exclusiva y equivocadamente en la música misma, en análisis de forma, estilos y


significados fijos, a partir de partituras y manuscritos de los autores originales como únicos formatos
de conservación. Hoy, sin embargo, estos eruditos pueden oírla, además de teorizarla en abstracto
(sin que ocurra in situ, sino repitiendo la misma experiencia una y otra vez gracias a las técnicas de
reproducción).

Los nuevos soportes les dan de hecho la razón a estos teóricos sobre la música tomada como objeto,
pues convierten literalmente la música en objeto (un compact-disc, un disco de vinilo, una cassette...).
Pero no parecen querer darse cuenta de que por ello pueden analizar dichas fijaciones del sonido no
como objeto neutral de estudio, sino como sujeción de un modo de recepción grabada en un
momento dado (Day, 2002: 193).

De entre todas las artes, la música ha sido el discurso estético que más cambios teóricos y técnicos
ha sufrido a lo largo de la historia (Adell, 1998: 62). Hennion menciona a menudo que la música es
“pura performatividad” (Hennion, 2002). La constante evolución y transformación de la tecnología no
sólo ha contribuido a ello, sino que ha permitido además documentar todos esos cambios (Day, 2002:
155). Las grabaciones sonoras han conseguido depurar la música de sus deficiencias humanas, fijar
la obra con una precisión matemática, lo cual ha sido una de las cimas más aplaudidas por los
seguidores de Adorno. Sin embargo, los nuevos medios de grabación y de fijación del sonido han
trastornado la relación que había entre el intérprete y el oyente durante el hecho musical, convirtiendo
el acto de la escucha en una experiencia más íntima y más ligada al interior anímico y psicológico del
sujeto (Day, 2002: 211). Éste es sin duda uno de los cambios más revolucionarios del sujeto oyente.

El fenómeno tecnológico de la grabación y de la reproducción musical ha sobrepasado lo sociológico.


Los discos, la radio, la TV, y otros medios de difusión y reproducción han propiciado el advenimiento
de una nueva ética de la recepción, en parte como reacción contestataria contra los adornistas y los
deconstructivistas (Steiner y Spire, 1999: 117). La implantación de estos nuevos medios en la
sociedad actual ha permitido que todos y cada uno de sus miembros pueda recibir la cultura y la
experiencia musical allá donde esté y pueda, además, estar vinculado a ella, aumentando
considerablemente el acceso poblacional a la música en menos de un siglo de historia (Storr, 2002:
13).

Walter Benjamin fue uno de los más acérrimos defensores teóricos del uso de las nuevas tecnologías
en la música. Benjamin advirtió de las múltiples influencias que recibía la música en esta nueva época
de la reproductividad técnica actual (Adell, 1998: 62), no sólo por lo que respecta a las características
de su producción, difusión y consumo, sino también en su hábito estético (Radigales, 2002: 13). Se
podría decir que el uso de las nuevas tecnologías trastocó el grado de percepción y el nivel de
significación del acto musical, aunque lo más destacado en lo social fue la tremenda democratización
que supuso para el hecho artístico (Radigales, 2002: 128).

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Los adornistas advirtieron de los riesgos de un abuso masivo de la reproductividad en el arte,


criticando duramente los augurios un tanto idealizados de Walter Benjamin. El hecho de facilitar la
reproducción del arte comportaba también la posibilidad de trivializar su sentido, desvalorizándolo por
la banalidad de un mal uso, descontextualizado y meramente distractivo. Para los adornistas, esa
supuesta democratización de la reproductividad técnica sería a la larga nociva para la recepción de la
obra en la experiencia estética, volviendo al sujeto oyente un simple agente pasivo de la misma
(Radigales, 2002: 128).

La crítica aristocrática de Adorno, Horkheimer, Marcuse, y demás seguidores, manifestaba también


una abierta desconfianza hacia la cultura de masas, cuyo crecimiento se equiparaba al del rápido
desarrollo del capitalismo consumista. Para Adorno, esta clase de libertinajes tecnológicos influirían
negativamente al arte porque acabarían degradando la sensibilidad de sus “usuarios”, por la
erradicación de su “vida interior” (Day, 2002: 203).

Para los teóricos de la Escuela de Frankfurt, la tecnología suponía la intrusión de un arte


deshumanizador (Day, 2002: 42), tal y como preconizara Ortega y Gasset. El crecimiento de la
técnica iría cada vez más en detrimento de la vida, fomentaría la despersonalización, la devaluación
de la escucha y la falta de contacto entre el artista y el público (Radigales, 2002: 124). El registro
fonográfico no sólo traería consigo la pasividad del receptor, sino que sumiría a las personas en una
tiranía sonora bajo la que se viviría una trivialización de la comunicación y del arte por culpa de la
industrialización y del fetichismo de los objetos estéticos convertidos en productos de entretenimiento
y no en fuentes de placer sensitivo (Radigales, 2002: 83) –aunque también es verdad que el consumo
de la música implica una selección activa de la misma, contradiciendo las apocalípticas
premoniciones de Adorno contra la presunta pasividad humana.

Los medios de grabación y reproducción han hecho de la música una experiencia repetible hasta el
infinito, y ha dejado de ser una interpretación tan sólo aprehendible de manera efímera e inmediata
(Rosen, 2005: 186). No obstante, conviene aclarar que dichos medios tecnológicos han alterado sin
remedio los hábitos de escucha e incluso han originado nuevos lenguajes, otros modos de percibir y
significar la música (Rosen, 2005: 165).

No se debe por tanto valorar críticamente un estilo o un género musical por la obra en sí sin tener en
cuenta que, así como cada medio implica un lenguaje diferente, también por esa misma razón cada
música suena de modo distinto a las demás (Schneider, 2002: 129). Un disco de rock, por ejemplo,
no es sólo una reproducción material de dicho género musical; el rock es, de hecho, una creación en
sí posibilitada gracias al disco (Rosen, 2005: 165).

Cambia el uso de la música igual que su significado, pero aún perduran discursos elitistas y
conservadores contra la música popular contemporánea, sin tener en cuenta que los referentes
tecnológicos y mediáticos son distintos, como distintas son también las formas de percibir la música

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en cada caso. Es muy sintomático del estatismo moral del pensamiento académico hallar
declaraciones tan aventuradas sobre la música moderna de hoy, como el comentario de un premio
Príncipe de Asturias como George Steiner en contra del heavy o del rap, describiéndolos como
“ondas sonoras hechas para ensordecer totalmente lo que de humano hay en el escuchar” (Steiner y
Spire, 1999: 72). Steiner teme que la música actual acabe endureciendo el oído y entumeciendo la
sensibilidad humana, pero cabe también la probabilidad de que sea él el que tiene duro el oído y se
haya vuelto insensible a la significación de una música que quizá no entiende.

Nuevas tecnologías de la escucha: Redefinición de la música y su significado

Existen muchas formas de analizar la música. Su estudio puede enfocarse en diversos estadios no
excluyentes entre sí: el plano emocional se centraría en la intención significativa del compositor (no
entendiendo que la emoción sea sustantiva, sino como otro artefacto mediacional más, que conforma
parte de un régimen de entender las relaciones y que media la escucha); el comunicacional en el
músico intérprete que reconstruye la obra a partir de la partitura; el plano estético se detiene en el
estudio del espectador; y, por último, el cultural se preocupa más por los contextos y los medios de
difusión y reproducción implicados en la escucha de una obra musical (Radigales; 2002: 133).

El proceso de la música se desenvuelve de hecho por su propia práctica discursiva y, como tal, forma
parte de lo humano. La música nace en la intrínseca relación entre el hecho sonoro (la obra), el
contexto, el intérprete (músico y oyente, pero también el compositor original) y los formatos y canales
de mediación. Es en esa práctica discursiva donde los sonidos son seleccionados y recombinados
por sus productores y consumidores y donde adquieren su significado (Adell, 1998: 187), pues
existen tantas prácticas discursivas como condiciones diferentes.

Aunque existen innumerables tecnologías para la recepción psicológica de la música –incluyendo no


sólo los equipos de reproducción de la música grabada, sino también los espacios público/privado y
hasta las posibles sustancias químicas (drogas sintéticas) que puedan modular la experiencia (según
la clasificación de Gilbert y Pearson, 2003: 208)–, lo cierto es que algunas de estas tecnologías
podrían presumir de poseer un mayor índice de visibilidad como “mediadores” más ligados a su uso
compartido, esto es, resaltan más que otras por su familiaridad histórica y por el contexto inmediato
compartido por el sujeto oyente. La guitarra, por ejemplo, presentaría un mayor índice de visibilidad
en comparación con un sintetizador, al ser aquél significado como un instrumento “más natural”, en el
sentido de extensión de una representación del cuerpo humano (Gilbert y Pearson, 2003: 210).

La instrumentación y las tecnologías mediadoras ligadas al proceso musical se han asimilado con los
años de una manera tan natural y automatizada que hoy se hace difícil apreciar los límites entre las
tecnologías de producción y de recepción, más que por sus prácticas diferenciativas (Gilbert y
Pearson, 2003: 208). Es tal la estrecha vinculación bidireccional entre los procesos tecnológicos y la
práctica cultural que los diversos modos de uso de aquellos han acabado orientando

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irremediablemente el resultado final de toda creación musical (Gilbert y Pearson, 2003: 238). La
tecnología y los factores de mediación puestos en relación entre la obra y el sujeto oyente suponen,
al mismo tiempo, tanto agente como síntoma del cambio en la concepción de la música a lo largo del
siglo XX (Gilbert y Pearson, 2003: 205).

No en vano, la música sólo puede existir a través de su instrumentación. El sentido del sonido como
música sólo puede obtenerse entendiéndolo como construcción de significado, no únicamente como
un estado fijo de la naturaleza (Adell, 1998: 51). Lo contrario es anclar la concepción de la música en
un análisis del objeto desde postulados conservadores y deterministas, tal y como fueran formulados
por Adorno y sus seguidores. En cambio, es en el interior de las redes culturales donde se construye
la experiencia y el sentido de toda realidad: no existe por tanto ni lo natural por sí mismo en una obra
estética, ni una experiencia pura desligada totalmente del objeto en sí, ni tampoco una realidad
separada. El mundo y sus múltiples realidades son, de hecho, una construcción del individuo (Adell,
1998: 89), y su conciencia psicológica es aquello que en definitiva determina el ser social (según la
máxima marxista señalada por Adell, 1998: 28).

Es evidente que las condiciones socio-tecnológicas han modificado la escucha (Szendy, 2001: 165).
La llegada de las técnicas de reproducción han incitado una gran variedad de espacios, de usos y de
significados para la música y han provocado un desequilibrio entre los sentidos participantes en el
fenómeno musical –el visual, el auditivo y el corporal (según Gilbert y Pearson, 2003: 241)–. Y
aunque la sonofijación ha puesto de manifiesto la artificiosidad de las fronteras impuestas por los
teóricos de la estética musical hasta mediados del siglo XX, también ha quedado patente que el
oyente tiene la última palabra en el acto musical (Szendy, 2001: 125).

Esta interdependencia entre usos y soportes, por un lado, y significado de la obra, por el otro, vuelve
a unir esa escisión entre la música como objeto emancipado y abstracto y el sujeto. La música no es
sólo una creación fija, sino que se recrea continuamente a través de todos los factores y formatos de
mediación, pero sin embargo sí existen tradiciones, que estabilizan, dan formato e intentan
convencionalizar formas de darse la música. El compositor Ferruccio Busoni ya advirtió a principios
del siglo XX que la escucha debía adaptarse a la obra así como la obra a la escucha (Szendy, 2001:
156), puesto que en música todo es transcripción: desde la notación misma en la partitura hasta su
edición sobre papel y difusión en librerías, pasando por la interpretación del músico, la sonoridad de
ese instrumento en particular, la acústica de la sala de conciertos, la calidad y el formato de una
grabación e incluso la recepción misma de la música (Schneider, 2002: 132).

Hay formas de ejercer órdenes, formas de estabilización que permiten asegurar luego la “buena
escucha”. El estatuto del disco es crear condiciones de estabilización y de compartir, de regularnos
por él. En la música clásica, por ejemplo, la performatividad y el hacer de cada concierto un hecho
diferencial se considera una abominación y se tiene la intención de crear un evento “aséptico”, a
pesar de que efectivamente existan reinterpretaciones, que se cualifican y se consideran, y que a la

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larga acabarán fijando un modo concreto de recepción para esas piezas en cuestión. Por ello mismo,
los adornistas menospreciaban la tecnología y apostaban en cambio por la abstracción de la música
(Gilbert y Pearson, 2003: 206). Negaban así la posibilidad de crear nuevos significados sobre
cualquier obra, cerrándola herméticamente para ser apreciada sólo por unas élites bien educadas.
Pedagogos y músicos como la pianista Monique Deschaussées hacían acopio de los peores ripios
pseudocientíficos para satanizar los medios tecnológicos relacionados con la escucha musical,
destacando los perniciosos efectos de su uso regular:

“El discófilo moderno vive pasivamente su emoción musical desde su confort interior. La música va a él,
inmediata y perfecta, como una partecilla de su universo cotidiano; incluso llega a convertirse en una
suerte de ruido de fondo sin savia, sin vigor, sin presencia real. Se ha perdido la noción de participación.
[...] Hay que denunciar urgentemente los perjuicios de tal confusión y devolver la técnica a su verdadero
sitio, del que nunca debió salir: ser un simple medio que facilite la expansión y la transmisión del
lenguaje musical. Porque no es la música –en el sentido corriente del término– lo que pone en peligro el
disco, sino la vida en lo que tiene de espontánea, de renovadora incesante y de inmaterial”
(Deschaussées, 2002: 125; 127).

Qué duda cabe que para esta teórica de la música, el panorama musical presenta hoy un aspecto
nefasto y un futuro muy pesimista. Otros autores, como el teórico Michel Chion, optaron en cambio
por abrazar la beneficiosa influencia futura de las nuevas tecnologías en la escucha musical:

“A los ojos de muchos compositores contemporáneos, la grabación, en efecto, no es considerada más


que como un momento pasajero de la historia musical, una comodidad temporal para obtener unos
sonidos que hasta entonces las máquinas no permitían producir en tiempo real. En la concepción que
reformulamos aquí, al contrario, la utilización de la grabación para componer fue y sigue siendo el
verdadero acontecimiento, que instaura un nuevo tipo de material de composición, el sonido-fijado, y un
nuevo modo de existencia de la obra, que ve en la partitura una etapa no solamente inútil sino también
engañosa, ya que limita y en consecuencia falsea la escucha” (Chion, 2001: 74).

Las técnicas de grabación y de digitalización del sonido trastornaron los criterios de la escucha hasta
el punto de darle la vuelta por completo a los postulados esencialistas de la música. Con el
recibimiento masivo de los nuevos medios tecnológicos y demás factores de mediación, la
responsabilidad de la escucha ya no recaía más en leyes internas de la obra, fuera del alcance del
sujeto receptor, sino en el propio individuo implicado en su escucha. Por el contrario, dicha
responsabilidad respondía a operaciones externas a la propia música, tales como el espacio o el
equipamiento de su reproducción, esto es, a la instrumentación de la escucha (Szendy, 2001: 113).
No obstante, los esencialistas, al igual que otros regímenes de tradiciones, no suponen más que otro
régimes de escucha pese a que apelen a una cierta “individuación”. En todo caso, el “esencialismo”
del que hablamos es una forma más de generar un régimen constructivo, con sus reglas y sus
propias formas de tramar la pasión musical a la que se refiere Hennion.

Peter Szendy se refiere al acto de aprehender la música como una apropiación tensa que tan sólo es
posible a través de la transcripción y del traslado a otro cuerpo material (Szendy, 2001: 79). La
música sería percibida en “un viaje de ida y vuelta” por medio de instrumentos de la escucha.
Asimismo, Szendy habla de una organología de la música, de una simbiosis entre el órgano de la

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escucha y los instrumentos mecánicos implicados en la recepción del hecho musical, que él
denomina las prótesis fonográficas (Szendy, 2001: 113).

Por contra, la música se ha hecho hoy demasiado dependiente de sus soportes materiales, hasta el
punto de que otro sentido como es el de la visión ha cobrado un protagonismo casi tan importante en
la música como el del oído. La influencia de lo visual en la producción, la difusión, el consumo e
incluso en la significación son patentes en la cultura musical. El merchandising que tanto atacó
Adorno tiene gran parte de la culpa: la puesta en escena de los conciertos, las portadas de los discos,
las fotografías de los libretos, la publicidad en las revistas especializadas, el video-clip del single, el
diseño de los carteles anunciadores, las web oficiales, las camisetas... lo visual contribuye
poderosamente sobre la predisposición y la significación de la música (Adell, 1998: 49). ¡Incluso la
ópera supone algo similar, pues se trata de una práctica audiovisual en la que la puesta en escena es
casi tan importante que la música!

Muchos son también los componentes que han denunciado y/o aprovechado la influencia de los
medios tecnológicos para revalorizar la música como fenómeno psicológico propio y exclusivo del ser
humano, a veces condicionado en exceso por el dominio social de la tecnología. El pianista
canadiense Glenn Gould, por ejemplo, advirtió que el músico termina siempre convirtiéndose en
instrumento de su propio instrumento, limitando su propia sensibilidad humana a la expresividad de la
máquina (una reflexión poética: ¿qué hay en la máquina que no sea humano, si ellas somos nosotros
como nosotros somos ellas?). Por esa misma razón, Gould rechazaría el “pianisimo” y dedicaría su
carrera a buscar la música sin cuerpo, su idea conceptual, sin suciedades mediatizadoras. Una
música pura que proviniese directamente del pensamiento (Schneider, 2002: 290). Ante la
imposibilidad de alcanzar un ideal tan abstracto, decidió abandonar los escenarios primero, y borrarse
como músico, después. En el proceso perfeccionista (y en ocasiones demasiado obsesivo de Gould)
de la grabación en el estudio, el pianista canadiense “había encontrado” la manera idónea para
desaparecer como persona canalizadora de la música y trascender por encima de él la obra musical
por sí misma.

Cambios en el espacio musical: Del concierto público a la intimidad

Sin embargo, sería pecar de reduccionismo sintetizar el análisis de los factores de mediación
refiriéndonos solamente a los medios tecnológicos implicados en la escucha musical. No sólo los
discos y otros soportes de grabación del sonido fueron la causa de los profundos cambios que sufrió
el sujeto oyente. También afectaron las variaciones en el repertorio –por géneros y estilo que
derivaron, a su vez, de los nuevos instrumentos de producción musical, de otros formatos de
grabación más dúctiles y de otras condiciones de uso– y en el contexto. La influencia del espacio de
reproducción de la música influyó muy especialmente en la técnica allí empleada. Las estrellas de la
ópera tuvieron que hacer verdaderos esfuerzos para desarrollar una voz más potente al actuar en

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teatros más grandes, en auditorios de mejor acústica, y acompañados de orquestas más elaboradas
(Day, 2002: 159).

La incursión del espacio concertístico en la historia de la música occidental supuso una poderosa
innovación en las formas y significados de las obras a partir del siglo XVI –pero sobre todo en el siglo
XIX, con el máximo auge de la ópera gracias a la demanda masiva de la burguesía, ansiosa por
disfrutar de los mismos privilegios estéticos que las clases aristocráticas (Valls Gorina, 2003: 99). El
fenómeno social del concierto trasladó la experiencia musical desde el plano popular y la calle hasta
los grandes públicos del auditorio (Gilbert y Pearson, 2003: 94).

El hábito social del concierto produjo una evidente transformación en la escucha musical, y ponía de
manifiesto que la recepción significativa de la música podía variar según la tipología de los
espectadores y su disposición en el espacio (Adell, 1998: 142). La experiencia concertística no era
solamente el producto de un estímulo compartido, sino que su representación musical propiciaba de
hecho un mayor número de reacciones individuales (Storr, 2002: 96).

Antes del descomunal desarrollo tecnológico del siglo XX, el concierto parecía ser a priori el
fenómeno mediático de más efectiva difusión de la esencia musical. Al interpretarse la obra en
público, se objetualizaba la música porque aislaba al músico sobre el escenario y mantenía enfrente
al oyente, que podía así analizar mejor su propia experiencia musical “desligándose” física y
subjetivamente de la producción sonora (Rosen, 2005: 131). El concierto enfatizó durante años la
distinción entre intérprete y oyente, y se creía que propiciaría la afinidad de respuestas individuales
sobre la valoración de la esencia de la obra musical en sí (Storr, 2002: 143), ya que la situación de
concierto obliga al oyente a valorar estéticamente la obra y su interpretación, considerando que en
dicho contexto se dispone al público de cara al escenario, al músico frente al público, y a la música
como único foco de atención. El tipo de audición que se destila de la situación-concierto es tanto
asumida implícitamente como impuesta explícitamente, resultando de ello el código musical
normativo idóneo para definir la música como objeto estético (Kivy, 2005: 82).

No obstante, este mismo código se vio truncado al observarse que la propia situación-concierto
definía (o influía fuertemente en su definición de) cómo escuchar la obra, ya fuese por su ritualización
social como por el lugar donde el oyente se colocaba para su audición. Asimismo, la actitud del
público y su predisposición ante las obras podía cambiar y adecuarse a cada espacio en cada
momento, por lo que una misma obra podía ser valorada de muy distintas maneras (Kivy, 2005: 84).

El contexto, por tanto, nunca es exclusivo de la música, ni la música es independiente de su función y


contexto. El ritual concertístico rompió esa idea esencialista de autonomía de la música de su uso
social (Rosen, 2005: 128), y dejó claro que su expresión musical y su significado no existe per se sino
en función del contexto (Radigales, 2002: 89). La música siempre ha estado vinculada a las
condiciones bajo las que se da y se recibe (Alvin, 1997: 150).

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El hecho de que exista una evidente relación entre la música y el contexto no quiere decir que no
pueda analizarse el objeto musical independientemente del espacio en el que se reproduce, pero por
supuesto resulta un análisis a medias. Sin embargo, no hay que obviar que la significación de la
música puede incidir de un modo u otro en la percepción del sujeto oyente, así como también las
características y las circunstancias de producción de la música (Radigales, 2002: 86). El concierto
provocó que el público prefiriese añadir al hecho musical un atrayente componente mediacional de
visibilidad que no se contempla en un disco, por ejemplo, como es la gestualidad de los músicos “en
directo” (Storr, 2002: 54).

Paradojas como ésta hacen dificilísimo valorar neutralmente la música como objeto estético, al
margen de todas las mediaciones que influyen en su producción y su recepción psicológica. La
última vuelta de tuerca la originó la imparable proliferación de medios tecnológicos de reproducción
sonora desarrollados –y comercializados– en el siglo XX, que propiciaron una transformación radical
del escenario prototípico para la escucha musical: de la sala de conciertos y la recepción pública se
pasó casi inmediatamente al salón doméstico y la intimidad (Rosen, 2005: 186).

Las nuevas máquinas de reproducción musical trasladaron la experiencia musical al espacio privado
con consecuencias muy positivas, pero también negativas (Kivy, 2005: 101). Por un lado consiguieron
alejar al sujeto oyente de la cultura del cuerpo (el baile, la fiesta) y del ritual social (el concierto
público), beneficiando la experiencia puramente psicológica de la música; por otro lado, la música se
dividió cada vez más rápidamente en subgéneros extremadamente difusos (como el pop), o
complejizó su lenguaje volviéndose excesivamente intelectual (la música concreta, la electroacústica,
etc.). La fuente de placer de la música, por tanto, se reubicaba de nuevo en el interior del hombre
después de varios siglos de periplo significativo por la cultura externa del cuerpo social (Gilbert y
Pearson, 2003: 94). En contrapartida, la música volvía a caer en reduccionismos esencialistas que
separaban –como en la antigüedad– la sensibilidad de la mente contra la emocionabilidad del cuerpo.

El otro punto a tener en cuenta fue la creación de identidades diaspóricas por medio de la música.
Según Iain Chambers, una identidad diaspórica sería una construcción activa de la realidad
significada según un espacio mental en diálogo con la música que se escucha (citado por Gilbert y
Pearson, 2003: 248). Equipos portátiles –como el walk-man, el disc-man o incluso la radio del coche–
brindaban la posibilidad de transformar el mundo significativamente, recrear los espacios públicos y
privados con el don del nomadismo de la ubicuidad. Los antiguos esencialistas tampoco perdieron la
oportunidad de descargar sus apocalípticas teorías contra el pernicioso uso de los auriculares, por
ejemplo, o la erradicación total del oyente del círculo público de la música, advirtiendo que las nuevas
tecnologías de la música acabarían aislando al individuo de la sociedad (Rosen, 2005: 186). Para el
catedrático Julio López, ese individualismo tan temido sería uno de los típicos (e inevitables) signo de
los tiempos posmodernos que nos ha tocado vivir (López, 1988: 23).

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La propuesta de Antoine Hennion: Una sociología de las mediaciones en la música

Hay que considerar sin embargo que todo arte es relación, y no objeto de por sí estable y neutral en
el tiempo y en todo momento. Que no hay obra si no es en situación, y por una mediación dada. Que
no existe límite para dar por cerrada una obra. Que no hay una música, sino muchas maneras de
abordarla... No existirá por tanto ni oyente ni música más que:

“dependiendo de los lugares, los momentos y los objetos que los presentan, sostenidos por los
dispositivos y los mediadores que los producen, apoyados en la presencia de los otros, en la formación
de los participantes, en la instrucción de los cuerpos, en el uso de los objetos” (Hennion, 2002: 366).

La música es una experiencia acumulativa de factores de mediación, constituida por el ambiente en el


que se da, el mercado que la produce, la institución que la difunde, los críticos que la refieren, el
gusto con que se valora, la época en la que se vive... toda una serie de pantallas que interceden entre
el objeto musical y el sujeto oyente.

Antoine Hennion advirtió de la necesidad de una nueva sociología de la música que contemplara la
diversidad de los intermediarios, tanto humanos como materiales, entendiendo la música y todo
hecho artístico como un modelo de construcción colectiva del objeto. Su planteamiento teórico bebe
por tanto del campo sociológico, así como también de la psicología constructivista, aunque su
propuesta queda también abierta a otras disciplinas humanísticas (como la historia del arte, la
antropología, el periodismo...) y tecnológicas (desde la física por sus estudios sobre acústica, hasta la
ingeniería electrónica y la informática, por sus conocimientos prácticos sobre los diversos medios de
reproducción de la música).

Hennion antepone los principios de la acción colectiva (no en un sentido culturalista ni sociologicista,
sino de vinculación y co-construcción) y el papel funcional de los objetos a la confrontación azuzada
por los esencialistas, quienes separaban (y a veces incluso oponían) el objeto a admirar
estéticamente, por un lado, y el sujeto “preocupado por atribuir la fuente de la belleza a sus
cualidades receptivas”, por el otro (Hennion, 2002: 16).

En el siglo XX, la intrínseca implicación de los múltiples factores de mediación en la escucha musical
hacía inviable un análisis “purista” de la música como objeto estético. Ya no se puede (como tampoco
se pudo nunca, en realidad) definir el arte, la música, la cultura o el público mismo
independientemente de las circunstancias, los contextos, los usos sociales y los instrumentos
utilizados en la realidad musical. La propuesta teórica de Hennion no es nueva: ya Howard S. Becker
(citado por Hennion, 2002: 140) había dirigido su atención hacia la interdependencia de factores
como el material de soporte, la distribución comercial, el público target, el perfil del artista, el peso
mediático del crítico, la política editorial, la opinión de los teóricos o la influencia del Estado en la
producción musical. Becker comprendía la realidad musical como convención y organización colectiva
en la que el arte resultaba un producto creado por todos sus actores.

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También desde la historia social se analizó la carga oculta de los mediadores en el hecho musical.
Primero Panofsky se centraría en los agentes que, de un modo u otro, atribuyen uso y significado a la
música (los actores, los procedimientos, las instituciones, etc.); luego, Pierre Bourdieu se preocuparía
por la manera como un hábito –en este caso, la significación de una obra– se difunde por su modus
operandi (Hennion, 2002: 166).

En su afán por situar la música en un instrumento material separado del cuerpo (una grabación
sonora, por ejemplo), se pretendía analizar la música convirtiéndola literalmente en objeto (Hennion,
2002: 275), pero también se prevenía así sentirse condicionado en su análisis por el propio objeto. El
pianista Glenn Gould recelaba del instrumento porque, según decía, el músico se acaba haciendo
“instrumento de su instrumento” (Schneider, 2002: 290). Gould prefería interiorizar primero la obra
antes que interpretarla, sin ensayarla siquiera. Gould reivindicaba así la esencia misma de la obra, y
ponía de manifiesto el indeterminado y azaroso influjo de otros factores de mediación, como la propia
sonoridad particular del piano (o de la madera de su plegatín), la reverberación de la sala (a cuyo eco
le sacaba partido situando estratégicamente una batería de micrófonos por todas partes), el ánimo del
músico (que “corregía” en la sala de montaje, seleccionando los mejores trozos de cada toma de
sonido), etc.

Ni siquiera el propio Adorno escapó del influjo de los mediadores: no sólo dio a conocer su
pensamiento estético valiéndose forzosamente por medio de los libros (convertidos asimismo en
productos de consumo), sino que terminó además aceptando que las obras no se podían volver
objetivas más que “en virtud de la mediación subjetiva de todos sus momentos”, y en tanto que
permanecieran distinguidos tanto el sujeto como el objeto, “el arte sólo es posible como arte que pasa
por el sujeto” (citado por Hennion, 2003: 113).

¿Cómo apreciar las Variaciones Goldberg a través del silencio? Esa inédita pureza de la música es
evidentemente imposible. Tan sólo cabría la fantasiosa posibilidad de viajar al pasado e introducirse
en el cuerpo de Bach en el momento inmediatamente antes de transcribir notacionalmente en una
partitura la música que él imaginaba (y ni siquiera ahí habría “silencio”, puesto que habría otras
partituras, otras músicas, públicos para la que componer, músicos para los que componer,
profesores, etc…).

Ante esa utópica intencionalidad de aprehender la inmortal obra de Bach por parte de los
esencialistas del arte, no nos quedará más remedio que hacernos con una versión discográfica de las
Variaciones, sacarla de su funda (con la foto en portada del músico que las interpretara –pongamos
por caso al citado Glenn Gould, mirándonos con aquella media sonrisa cínica y su boina ligeramente
ladeada, con las manos enguantadas en viejos mitones y una bufanda de lana envolviéndole el
cuello, a punto de acometer con extraños gestos un acorde en el teclado de un Stainway que le
sobresale a la altura del pecho–), ensartar el vinilo en el eje del tocadiscos, acompañar la aguja hasta

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el primer microsurco que ya ha comenzado a dar vueltas en silencio, y, dos segundos después de oír
el leve crepitar del contacto –casi erótico– del vinilo y la aguja, regocijarnos de nuevo al escuchar
aquélla particular interpretación –y no otra cualquiera– que tan bien nos encaja con nuestra manera
de sentir la música, entendiéndolo no como sentimiento, sino porque encajaría con la manera de
estar en el mundo.

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