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Guy Rosolato
Tendremos en cuenta, a todo lo largo de este trabajo, las relaciones entre la culpa y
la depresión; se admite corrientemente que son significativas en su
correspondencia evolutiva, pero conviene anotar que pueden igualmente ser
relaciones de exclusión. Nos preocuparemos por observar sus modalidades.
Los otros ejes elegidos como registros (regerere: llevar atrás) descubrirán las figuras
fantaseadas ligadas al trauma inicial – con la condición de precisar el sentido que
éste asume -, luego los tipos de reacción con respecto a la madre, objeto central de
las depresiones.
Tomado de Nouvelle revue de psychanalyse, Figures du vide, Numéro 11, printemps 1974, París,
Gallimard. Traducción: Anthony Sampson. El traductor agradece la colaboración de Pierre Angelo
González y de Gabriel Patiño Lakatos sin cuyo empeño e insistencia esta traducción nunca se habría
terminado.
casos, y es importante no considerarlos aisladamente quedándose con sólo uno de
ellos en detrimento de los demás.
El poder de la culpa depende del de un ideal, de una ley que, por la importancia
que se le atribuye, cualquiera que sea su contenido, constituye una forma en la que lo
sagrado es investido, es decir, en la que un proyecto no puede sufrir ningún revés,
y, así, justifica todos los sacrificios, hasta el de la vida misma. Sobra decir que esta
ley no podría resumirse en el mero respeto ante el dictado de la fuerza, colectiva o
individual. Ella sólo adquiere su sentido en el reconocimiento o esperanza de una
verdad.
Las alteraciones de la culpa, por ausencia o por exceso, a menudo han llamado la
atención de los autores. En el delincuente, después de que se había incriminado su
ausencia de sentido moral, frecuentemente se ha revelado una culpa inconsciente
que arrastraría a conductas autopunitivas que, al mismo tiempo, preservan la
fantasía que la alimenta. A veces sólo se trata de una tentativa desesperada por
sentir esta culpa 1.
Igualmente interesantes, y sobre todo ejemplares para nuestra finalidad, son las
maniobras obsesivas. Desde las confesiones escrupulosas, hasta los rituales
compensatorios en los que la culpa aparece a la luz del día, excesiva, sutil e
intransigente, o experimentando sucesivos desplazamientos para disfrazar su
origen, a menudo haciéndose caricaturesco por sus sobrecargas, ridiculizando la
ley a la cual se somete; toda la organización obsesiva, al menos en sus formas más
fijadas por defensas específicas, se presenta como antitética a la depresión. Pero el
parentesco y la diferencia, establecidos por Abraham, entre la neurosis obsesiva y la
melancolía, a partir de los dos estadios sádico-anales, tienen igualmente su
contraparte en el plano de la culpa.
La neurosis obsesiva busca, con ocasión de una culpa relativa a las prohibiciones
sexuales, el dominio sobre el mal en general y sobre la muerte, como ejercicio
supremo de la omnipotencia de los pensamientos. Su esquema para ello consiste
en postular una falta original que habría ocasionado la muerte en cuanto virtualidad
humana adquirida. Este pecado original – el asesinato del padre - tiene la virtud de
someter la muerte misma a las decisiones del hombre, aunque fueran estas
originalmente condenables, y, por tanto, de plantear el poder exaltante de
semejante responsabilidad. Mediante la cual toda reparación, toda expiación, todo
sacrificio individual, en la ingeniosidad de su labor, en su ritual o rito social, dan la
ilusión, y la fuerza utilizable, de un poder tanto más potente cuanto que se ejerce
sobre la muerte. Las consecuencias que de esto se desprenden consisten, sobre
todo, en alimentar una invencible esperanza que caracteriza a la estructura obsesiva.
Se puede, entonces, grosso modo, oponer tal estructura a los afectos depresivos,
sabiendo que ella también produce una ventaja suplementaria en la dominación de
las pulsiones y en el sacrificio, pudiendo desembocar en inversiones, en excesos
masoquistas y en el ascetismo.
Cuando nos dirigimos a los aspectos clínicos de las depresiones, dos formas
mayores, independientes en cuanto a las demás estructuras, frecuentemente se
oponen: la depresión (simple) (neurótica) y la melancolía psicótica 2. Esta
distinción merece ser mantenida por cuanto se apoya en una sintomatología
fácilmente verificable.
La primera será caracterizada por afectos que, como se sabe, son inseparables de
un contenido de pensamiento 3. Al lado del desinterés, del pesimismo, de la falta
de esperanza, de la tristeza, destacaremos, ante todo, los síntomas dominantes de
astenia, de inhibición, de disminución vital (Winnicott), de inferioridad. En breve,
el término de depresión da cuenta perfectamente del conjunto de estas caídas. Si,
además hay una inquietud con respecto a la salud física, hipocondría larvada, sólo
es un medio para intentar localizar un déficit en una parte del cuerpo, para
controlarlo mejor.
Pero, el hecho de que se insista en el aspecto “afectivo” muestra que sólo puede
figurar en primer plano el displacer, fuera de cualquier otra representación (o
significante), si no es bajo una forma imprecisa e inaprehensible. Sin duda, existen
casos con angustia, temor y culpa. Pero lo más a menudo, sobre todo actualmente,
en una forma que parece bastarse, tanto que puede considerarse como esencial, la
depresión no conlleva idea consciente de culpa 4. En efecto, es importante que el
displacer venga en oposición a una culpa identificable, es decir, ligada a un
contenido preciso, de tal suerte que el malestar sentido no pueda atenuarse al ser
referido a su causa, o a un origen, a fin de que persista una distancia para restituir
lo más vivamente un dolor de separación. El tributo pagado a la culpa debe hacerse
ciegamente: no se trata de una punición patente, que por las vías del masoquismo
hasta podría conducir a una satisfacción, o en la neurosis obsesiva como una
amenaza permanente, sino de un displacer sufrido, o que parece tal, y que
aparentemente no debe dejar ningún lugar a la actividad del sujeto, enteramente a
merced de su suerte deplorable.
Esta depresión, sin otros síntomas, sin que la culpa se una a la comprobación de la
incapacidad, tiene autonomía suficiente como para ser opuesta a la melancolía.
Esta última organización psicótica no se caracteriza solamente por la intensidad de
los afectos depresivos anteriores, o por su acentuación monoideica. Ya el exceso de
agotamiento de la actividad supera un primer nivel con respecto a las reacciones
Esta relación entre depresión y melancolía, a la cual vuelven tanto los autores, no
solamente para afianzar en ella un pronóstico (a veces con la prudencia maliciosa
de prever lo peor al sospechar que toda depresión puede ser una forma larvada de
melancolía), se sitúa, en el abanico de las articulaciones evolutivas entre los estados
mentales, en el punto de unión donde el peso de la estructura nuclear narcisista de
la paranoia puede aún hacerse sentir. La imposibilidad de salir de una relación
dual, de elaborar un duelo y la castración, la sensibilidad a las causas
desencadenantes de la depresión, y el viraje de ésta hacia la melancolía, provienen
de la organización “paranoide” persistente.
No toda culpa es signo de una evolución favorable; la neurosis obsesiva está
encadenada a ella. La melancolía, otra tentativa de curación a través del delirio,
para lograrlo, se apodera de lo que hubiera sido su vía en una estructura no
psicótica. De ese modo hace manifiesto el inconsciente correspondiente. Esta
fijación a la estructura paranoica, por lo tanto, puede permitir considerar a la
melancolía como una paranoia interiorizada: el objeto introyectado y el superyó se
convierten en los polos de lucha entre perseguidor y perseguido. Lo que se juega
en este combate ya no será la relación con el objeto externo, sino con el sector de
realidad psíquica interna alienada en el objeto introyectado. Convendría, pues, que
pudiéramos seguir las variaciones narcisistas entre la paranoia y la culpa para
poder apreciar bien las posibles salidas de una depresión, y esto principalmente
con respecto a los efectos del doble narcisista.
De todas maneras, habría que observar que esta duda podría aplicarse a toda
sintomatología mental. La causalidad psíquica nunca es la de una etiología médica
y, además, la sobredeterminación se impone aquí hasta en la dirección misma de la
cura. En efecto, no atenerse sino a una sola “explicación” de las perturbaciones más
patentes (como las que rápidamente hemos esbozado) conduce a interpretaciones
sistemáticas, si no a proyecciones teóricas, cuyos efectos de sugestión obedecen,
sobre todo, a la complicidad establecida entre el paciente y el terapeuta, y que al
ser percibida, ella misma, unilateralmente por el primero, puede llevar a bloquear
la elaboración interpretativa. Es pues, un problema general: una concentración
demasiado directa y precoz de las interpretaciones en el mecanismo que parece
más evidente corre el riesgo de no seguir los diferentes hitos que permitirán, en
cada caso, trazar la red de la sobredeterminación. No es menos cierto que esta
discusión se abre efectivamente respecto a la depresión. No es un azar. La
depresión es un pivote en torno al cual se despliegan el potencial evolutivo de la
neurosis y la psicosis, y la irreductibilidad del masoquismo.
5 Cf. C. Brenner, “Depression, anxiety and affect theory”, Int. J. Psycho-Anal., 1974, 1, p. 25-32.
estructura misma de la depresión nos invita a ello: su desinterés generalizado, su
repliegue con respecto a todas las “razones” para vivir, así como a la inversa en la
defensa maníaca una curiosidad que se dispersa sobre todo lo que se presenta,
llevan a destacar la importancia de la red interpretativa. En lugar de un sistema y
de un esquema abstracto, a los cuales conduce irresistiblemente el declive
depresivo mismo, debe prevalecer una particularización de lo que ha sido la
vivencia del sujeto en una multitud de detalles relativos a los hechos del pasado.
En esta remontada, y cualesquiera que sean las teorías, es difícil no ver aparecer la
eventualidad de un trauma inicial, que confiere su fuerza a la inercia de la
depresión, aun cuando ésta se presente en su determinación edípica.
Pero, antes de abordar esta cuestión, planteemos algunos puntos útiles para la
comprensión de la culpa en la conducción de la cura.
6 Cf. “Transference problems in the psychoanalytic treatment of severely depressive patients”, op.
cit.
EL TRAUMA. LA HERIDA NARCISISTA.
Pero, de una manera más general, es una falla a nivel de los ideales lo que se
impone. Una relación de objeto, idealmente privilegiada, se encuentra rota, o ya no
puede proseguirse. A este título, toda decadencia física, las huellas de la edad, la
vejez, una enfermedad crónica grave, alteran seriamente la imagen narcisista de un
cuerpo sin debilidades. Una distinción se impone: es el desajuste entre el yo ideal y
la realidad, el ideal del yo, o el yo, lo que provoca el sufrimiento específico de la
depresión. Una exigencia persiste en la demanda inflexible dictada por los rigores
del yo ideal narcisista; mientras las imágenes de la realidad que corresponden a un
ideal del yo dejan esperar un posible acuerdo, la depresión será frenada. Pero la
distancia, sea por exacerbación del yo ideal, sea por una falla real o imaginada, ante
el objeto o el ideal del yo, da curso libre a las acusaciones del superyó. Veremos más
adelante cómo se organiza esta primacía del yo ideal narcisista.
7 Cf. sobre este tema: M. Torok, “Maladie du deuil et fantasme du cadaavre exquis”, Revue française
de psychanaalyse, 1968, 4, p. 715-734.
8 A. De Maret, “La psychose maniaco-dépressive envisagée dans une perspective éthologique »,
La cuestión, pues, que una vez más se encuentra planteada y cuya discusión no se
puede eludir, es la del primer trauma - a saber, el nacimiento - muy especialmente
en lo que respecta a la depresión. En efecto, la regresión que es propia de ésta
postula una dependencia absoluta, una aspiración a ser protegido y un retorno al
origen que no puede ser mejor expresado que como el retorno al vientre materno:
todo lo que constituye un obstáculo a ello adquiere una fuerza de displacer que
define al trauma. En las formas melancólicas, el vínculo no puede establecerse con
el simbolismo de la castración (el término de castración primaria, sería, por tanto,
abusivo).
10 Cf. J. Laplanche, Vie et mort en psychanalyse, Flammarion, 1970, p.162-173 [Vida y muerte en
psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1973].
ligada, pues, a la fantasía cuya figuración oral se aplica a su propio
funcionamiento: de la misma manera como la fantasía de incorporación supone una
absorción del objeto posterior a su desaparición, o por su destrucción, la fantasía
actúa igualmente en la realidad psíquica, en la psique, aun si resulta indiscernible;
su “contenido” no podría surgir en la conciencia. Se puede decir, entonces, en el
sentido de la observación de Freud en Duelo y Melancolía, que la fantasía es la sombra
del objeto cuya luz es la pulsión. En cuanto sombra, sólo traza su silueta oscura y la
indicación de la relación con lo desconocido que le queda adherida. Pero, en la
depresión esta “sombra” parece ser preservada, permanece invisible en su retiro
críptico. (Mientras que en las reacciones maníacas se encuentra “animada”, como
por un principio volátil e inaprensible). El sufrimiento ocupa el lugar tanto de la
fantasía como del trauma por compensar.
Abraham fue quien subrayó el hecho de que “la vida psíquica del melancólico se
mueve, sobre todo, en torno a la madre”11. Esta observación vale para ambos sexos.
12Cf. op.cit.
13De acuerdo con N. Abraham y M. Torok, “Introjecter-incorporer. Deuil ou mélancolie”, en Destins
du cannibalisme, Nouvelle revue de psychanalyse, 6, 1972, p.111-122.
puede ser exclusivo, restringido y que orienta las relaciones objetales ulteriores.
Adquiere un sentido en función de una tópica.
4. En fin, una segunda expulsión, liberadora, que puede evocar una procreación
(y la identificación con la madre en el alumbramiento), y que permitiría salir
del ciclo digestivo. Pero – sobra decirlo - si todo un conjunto de condiciones
relativas a las identificaciones, a la relación transferencial no fantaseada, a la
calidad del objeto no se encuentra, el ciclo se inicia de nuevo.
Pero tal posición es amenazada por el peligro fantaseado de ser destruido por, o de
destruir la cavidad uterina. Las imágenes angustiantes de estar en un callejón sin
salida, en un hueco, en un abismo, tan corrientes en los depresivos, a menudo
deben entenderse en un doble sentido: la salida del orificio, opuesta al límite de la
superficie protectora que envuelve, siempre tiene como eje un territorio hostil, sea
externo, sea interno. Aquí la relación con lo desconocido es obstruida por la
angustia relativa a la representación del hueco: es decir, por el paso que actualiza la
inversión a la que son tan sensibles estos pacientes. B. Lewin ha subrayado,
justamente, este aspecto contradictorio de la depresión: entre la aspiración a una
regresión narcisista hasta la relación con el pecho materno, y la orden del superyó
de abandonar este refugio 15.
15 “Reflections on depression” (1961), en Selected Writings of B. D. Lewin, The Psych. Quart. Inc. P.,
1973, p.147-157.
Se puede decir, entonces, que la problemática depresiva tiene como eje la relación
continente-contenido en la medida en que es tributaria de la incorporación. De una
manera más general, se sitúa como la inversión de la realización paranoica; en la
melancolía, la persecución es interiorizada, pero no por ello conserva menos sus
efectos destructores.
Resulta, pues, que el contenido del continente que es la fantasía se resume en todo
el proceso correctivo que se esfuerza por anular - de un modo arcaico, oral y de
dependencia, de relación continente-contenido, simbiótico o parasitario - una
carencia. El núcleo de la fantasía sería, pues, un sufrimiento, fuente de una culpa
originaria, en la medida en que funciona el poder alucinatorio que parte, sobre
todo, de datos irreales: por ejemplo, el de devorar el pecho y la madre, hacerlos
desaparecer y reaparecer de un modo fantaseado. Pero, para que este efecto pueda
operar, importa que el sufrimiento moral se dé al máximo, sin razón, sin que otro
mecanismo de compensación entre en juego: esta “culpa” embrionaria no debe ser
más que sufrimiento. No aparece tal como es, sino caricaturesco y delirante, salvo
en la melancolía, en la que justamente no son posibles una apreciación, un recurso
exactos a la verdad.
Porque todas las distorsiones de la culpa, por defecto o por exceso, son igualmente
tributarias de un juicio moral simplificador que promulga, de una vez por todas,
su decreto. Considerarse como total y definitivamente bueno puede ser una
seguridad narcisista, si no paranoica, que ya no padece examen de conciencia. A la
inversa, decirse totalmente malo lleva a las mismas reducciones. Los absolutos se
remiten el uno al otro. De ese modo, evitan la confrontación con la realidad, el
tiempo de espera, la relación con lo desconocido, y una evaluación moral más fina.
Es verdad que el obsesivo, a su vez, arregla estas dificultades mediante su
casuística y su interminable duda.
Si admitimos que la demanda explícita del depresivo - porque él sólo puede ser
tomado a cargo - aspira a volver a hallar una relación con un continente materno,
teniendo que preservarlo, al mismo tiempo que protegerlo del peligro de una
carencia permanente, el estudio clínico debe dar cuenta de esta estructura
continente-contenido según las configuraciones que se organizan entre la
incorporación y la expulsión digestivas, entre el refugio uterino y su ausencia, la
relación del cuerpo y la realidad psíquica, a tiempo que anota sus inversiones
características en la evolución clínica. Esta difícil relación con la madre, que raya
con la persecución paranoica, sólo puede superarse si la madre ha sido lo
suficientemente buena, si ha podido ser percibida como un objeto total, si las
frustraciones no han sido insuperables, si la culpa se ha liberado de una fantasía
demasiado invasora, en fin, si la introyección de un objeto bueno ha podido
lograrse. Además, la búsqueda del objeto primario sin posibilidad de reemplazo,
de sustitución significante, debe ceder el lugar a un duelo que desencadene los
intercambios simbólicos. Pero, si no se quiere simplificar este proceso, conviene
observar que la noción de “objeto bueno” no podría reducirse a la simple
aceptación masiva, oral, tal como ella se impone en el origen del desarrollo
libidinal. El juicio, como lo subraya Freud en su artículo sobre “La Negación”, sólo
se hace posible por la creación del símbolo de la negación, haciendo al
pensamiento independiente en cuanto a los resultados de la represión y en cuanto
al principio de placer. Esta negación, puesta al lado de la pulsión de muerte,
contribuye a la constitución de los ideales (del ideal del yo) con respecto a los cuales
se evaluará la calidad del objeto. Sería igualmente demasiado simple ignorar el
aporte del narcisismo en una buena relación de objeto.
Prácticamente, en la cura, estas relaciones iniciales entre continente y contenido,
que conciernen al pecho y a la madre, se encuentran en la sesión, en el entorno y sus
constantes materiales, en la transferencia.
Ahora podemos examinar una pieza maestra del sistema depresivo: es el doble
narcisista, como representación del yo ideal.
Que el doble infantil sea una imagen benéfica, concebida como una prolongación
vital, o como una sucesión fálica, no debe dejar en la sombra un aspecto totalmente
diferente. Cuando el niño se convierte en una presentificación predominante del
doble, en el lugar de la imagen idéntica especular actual abierta sobre el porvenir,
es para intentar recuperar una experiencia pasada, en la que se ha constituido el
desdoblamiento narcisista, y que remite, por tanto, a lo que lo engendró y que fue
su desencadenamiento: la relación originaria con la madre. Este aspecto del niño
como doble tiene la ventaja de promover una imago positiva, benéfica, que puede
llegar a ser un símbolo sagrado, sometida a un tabú que la mantiene a salvo de
toda violencia y de toda agresión sexual, y en la cual su cara negativa, maléfica, es
estrictamente reprimida porque remite a deseos inconfesables.
Todo ataque contra el niño se vuelve el delito mayor. En Los Hermanos Karamazov
sirve para poner de acusado a Dios mismo. Bergler había descrito, con el término
de “gran crimen”, el deseo pasivo y masoquista que tiene el niño de ser aniquilado
por su madre pre-edípica, según sus terrores orales fantaseados. Por tanto, hay que
buscar, detrás de la fachada de idealización que se constituye en el niño mismo, las
fantasías de destrucción y de agresión sexual. En consecuencia, es preciso
considerar conjuntamente las fantasías de la madre y del niño concernientes a una
víctima cuya debilidad, dependencia original, hacen de los malos tratos que recibe
una ocasión de culpa extrema y ejemplar. “Matan a un niño” resume el conjunto de
17Cf. R. M. Benson y D. B. Prior, “’When Friends Fall Out’: Developmental Interference with the
Function of some Imaginary Companions”, Journ. Amer. Psychoan. Assoc. 1973, 3, p. 457-473.
las fantasías que se anudan en torno al niño muerto. W. Reich ha descrito su
fascinación al segundo grado, es decir, a través de su propio pensamiento, en su
libro El Asesinato de Cristo.
El deseo de muerte frente al niño, tal como surge en el ánimo del adulto, obedece a
la rivalidad insoportable que representa un organismo joven, vigoroso y lleno de
promesas, volviendo más agudo el sentido de la decrepitud cuando se acerca la
muerte. Un pasado revive, tanto más dolorosamente cuanto se revela
definitivamente acabado. El niño real puede también contradecir amargamente la
fantasía de autoengendramiento y de creación narcisista o transexual.
¿Puede esta hostilidad ir hasta hacer confrontarse las clases de edad y, como lo ha
sostenido G. Bouthoul, hasta desempeñar inconscientemente un papel en el
proceso de las guerras? Es probable que muchas de las llamadas melancolías de
involución se alimenten de esta diferencia percibida entre el resultado del
envejecimiento y el ideal narcisista centrado en la infancia y la juventud, ideal
reactivado por esta misma diferencia.
Ahora bien, el niño, por su lado, abriga deseos de muerte hacia sus hermanos por
celos respecto a la madre; él pretende destruir el resultado del acoplamiento
paterno, los rivales potenciales, y, por consiguiente, el deseo que lo ha sostenido,
golpeando una parte interna de la madre, el origen de su existencia intrauterina.
Daremos toda su importancia a la observación de J. Arlow 18 sobre la constancia, en
el hijo único, de este tipo de fantasías que producen la ilusión de que es capaz de
controlar la fecundidad materna y de ser dueño de su propia soledad. Una
confirmación por la realidad también puede hallarse, al menos por un tiempo, en
todo hermano mayor, hijo inicialmente único o en el último que se imagina haber
cerrado la fratría. En fin, no hay que ignorar tampoco que el hijo único puede ser
considerado por los demás como un privilegiado en cuanto a la posesión del afecto
materno, lo que acarrea una relación de envidia y de rechazo convirtiéndolo en un
chivo expiatorio. J. Arlow expone muy objetivamente esta cuestión y sus
incidencias en la descripción del perfil psicológico de estos individuos que
constituyen, a fin de cuentas, la quinta parte de la población occidental 19. También
habría lugar para interpretar las estadísticas de los suicidios en función de la
El niño muerto concentra, entonces, deseos condenados que persisten en todas las
edades. La coincidencia y la intensidad de tales fantasías en la madre y su hijo no
pueden tener por consecuencia más que el reforzamiento de la patología
correspondiente.
La culpa que se asocia con el asesinato del niño permanece, de modo latente, aún
en el adulto, y este será tanto más sensible a sus reactivaciones cuanto más haya
debido funcionar activamente en sus primeros años el sistema de desdoblamiento
narcisista.
Ahora bien, el paradigma del niño muerto tiene una función central en las
depresiones, puesto que funciona como primera desviación pulsional respecto a la
madre, sirviendo de representación virtual de los peligros, y como lugar de
convergencia de la agresividad, soportada o proyectada, gracias al desdoblamiento
narcisista inicial.
No nos asombraremos, pues, al hallar sus huellas clínicas en el curso del desarrollo
de las depresiones. Sin embargo, es preciso prestarle atención. La comprensión de
los casos gana al descubrir este dato.
20 Cf. Moullembé, F, Tiano, G. Y C. Anavi, J-M. Pericón, “Les conduites suicidaires, approché
théorique et clinique », Bulletin de Psycho. 1973 – 1974, 313, 15-18, p. 901, (918), 928.
21 “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” (1920), Obras Completas, vol. 18,
La obra de Abraham muestra una particular atención a la cuestión del niño muerto
en el cuadro de las depresiones. En su estudio sobre Segantini, considerado como
un caso de depresión con suicidio inconsciente, él hace constar que el artista había
hecho sus primeros ensayos de dibujo tomando por modelo el cadáver de una
niñita; él destaca “el impulso sádico [que] halla satisfacción en la contemplación
del cadáver de la niña” 22. Su primer cuadro será una Níobe. En un proyecto de
drama musical, Segantini pone en escena una mujer cuyo hijo perece en un
incendio. Ahora bien, el primogénito de unos parientes del pintor murió así. La
muerte de un niño es representada en algunos cuadros de sus últimas realizaciones
(Regreso al Hogar, La Consolación de la Fe, La Cuna Vacía). En fin, Abraham descifra
en la evolución del artista una identificación significativa con Cristo.
Claro está, una depresión puede ser provocada por la muerte de un pariente o un
ser querido; pero allí, de nuevo, es preciso estar atento a la imagen narcisista
infantil subyacente; por lo demás, es claramente descifrable cuando se trata de un
deceso en la fratría.
La culpa ligada a la fantasía del asesinato infantil se revela en el sueño, pero, sobre
todo, a propósito de acontecimientos familiares. (Citaré, por ejemplo, un hermano
muerto en circunstancias trágicas; un aborto espontáneo de la madre; una hermana
débil mental; una hermana muerta y visitas frecuentes al cementerio para
depositar, sobre la tumba, piedritas blancas; en fin, en una joven, con tentativas de
suicidio, el recuerdo de haber imaginado que su madre enferma había tenido que
ir al hospital para dar a luz, lo que acarreó, entonces, hacia los 17 años, ante la
ausencia del recién nacido, la creación imaginaria de una hermana, luego el odio
hacia los niños, seguido, algún tiempo después, por una atracción irresistible por
las niñitas de unos doce años).
En fin, la culpa delirante se apodera de esta serie de fantasías con una pretensión
compensatoria; sólo daremos el ejemplo, presentado por Abraham, del melancólico
que se acusaba de haber infestado de piojos un hospital, ilustración del simbolismo
de los animalitos, recordado por el mismo Abraham 25.
Es preciso, pues, darle un lugar justo en las depresiones al yo ideal, al doble infantil
y a los deseos de muerte dirigidos contra un objeto de proyección narcisista que de
él se desprenden.
Al destacar el tema del “niño muerto”, no hacemos más que precisar una etapa
importante del desprendimiento con respecto a la madre pregenital. Sabemos que
la confrontación con el doble refuerza la integridad narcisista, pero también
prepara una vía para tomar distancia con respecto a la oposición especular letal.
Este mecanismo, atribuible al niño, que deja sus huellas en el adulto, no adquiere
su fuerza coactiva sino retrospectivamente, mediante una reconstitución
imaginaria del desamparo inicial y la solución narcisista así encontrada. De este
modo, se intenta producir un retorno (una regresión) hacia el pasado para
Lo que de este modo persiste en la madre alcanza a crear un fondo depresivo. Para
protegerse de ello, proyectándolo, pero también para darse un poder de dominio
sobre su hijo, a fin de tener que ir en ayuda de él, tal como hubiese querido que se
hiciera por ella, tenderá inconscientemente a proseguir una acción depresora sobre él.
Esta especie de contagio de la depresión - por otra parte, de pretensión reparadora
- desempeña un papel primordial en las relaciones humanas. Diremos que si existe,
con respecto a los psicóticos, como lo sostiene H. Searles, un acuerdo y
procedimientos del entorno para volverlos locos, un deseo de provocar
depresiones existe aún más frecuentemente, sobre todo en nuestras sociedades
urbanas, en las que la violencia puede tomar ese rodeo, llegando a ser un medio de
dominación sobre los individuos susceptibles de abdicar por el
descorazonamiento, y que se prestan de buen grado como víctimas acusadoras. De
este modo, se mata por suicidio inducido a aquellos que se presten a ello.
Partiendo de ahí, es interesante poder descubrir en toda depresión este núcleo, con
la salvedad de que, a veces, no se hallan más que sus huellas. De todos modos, será
suficientemente perceptible en muchos casos, entre los más diversos, para ser
aislado como la infraestructura narcisista de las depresiones en general.
Es evidente que otras configuraciones pueden dar cuenta del detalle clínico - como
lo ha recordado acertadamente C. Brenner, principalmente las de la dinámica
edípica. Pero, ellas no deben hacer desconocer la estructura narcisista subyacente.
En fin, toda perspectiva evolutiva debe ser pasada por la criba de la crítica. Si
damos al tiempo depresivo el valor de un eje (especialmente en la articulación
entre la muerte y la castración), en el que la referencia al niño muerto debe ser
contemplada, aun es preciso indicar el sentido de esta prueba del duelo.
Freud mismo sigue este hilo en su propio análisis a través de la Interpretación de los
Sueños. ¿Se ha caído en cuenta de que dicho hilo se extiende desde el rechazo del
niño, el deseo de muerte - totalmente disfrazado, es cierto - en la Inyección de Irma,
primer sueño introductorio, hasta el otro sueño inicial, del séptimo y último
capítulo, del niño que arde, que se anuda en una sutil ambivalencia con respecto al
mismo deseo, el cual, al fin, se declara sin disimulo alguno en uno de los últimos
sueños del libro, el del hijo oficial? El duelo por el padre, tantas veces justamente
subrayado, no se realiza completamente en la materia de esta obra fundamental
sino mediante la elucidación de esta relación imaginaria con el niño muerto,
asumida, en cuanto padre, por ese mismo movimiento 29 instaurado.
La prueba depresiva tiene, sin embargo, una singular semejanza con los ritos de
iniciación. El des-ser (désêtre), la muerte y la resurrección, se realizan bajo la égida
de una autoridad que da acceso a otro grupo de edad, a otro estatuto social. El
poder, por el hecho mismo de que se funda en una jerarquía, hace una exhibición
de sus insignias a través de estas ceremonias. Mientras más potente sea, más brillo
adquieren. Si se siente amenazado o tambaleante, buscará, según cierta
propensión, en el espíritu de contrición depresiva, el medio de someter mejor sus
súbditos. Existe una mística de la depresión: procura la ilusión de vencer las ansias
de la muerte como si se tratara de la muerte misma.
¿No es preciso ver toda la evolución humana (¿pero no se diría también la animal?)
para ambos sexos, como la separación de la madre? Operación que no es posible si
la madre misma no facilita su realización en el tiempo debido, es decir, sin rechazo
ni fijación, y si la acogida simbólica de llegada no se convierte en una manera
siniestra de “aprender a vivir”.
Pero, una sociedad narcisista puede llegar a hacer del goce un deber. Este
imperativo laborioso, al cual, desde entonces, no se podrá faltar sin ser
desconsiderado, que subvierte la transgresión, no tolera prácticamente las
imágenes que perturban sus ideales de perfección, de fuerza y de juventud. El
sufrimiento, la vejez y la muerte se vuelven insoportables. Al tiempo marcado por
la iniciación, la transición y el sacrifico, se sustituye el del simple catabolismo, de la
reducción de los desechos, de la incineración. Lo irrecuperable, lo que se aparta del
patrón, o lo minoritario, sirven siempre, pero ignorado por el sistema, de chivo
expiatorio.
Así, sin duda, hoy en día la depresión ofrece, por defecto simbólico, el rostro
esfumado, inconfesable, que la muerte aún presta a los reflejos del espejo que es
nuestro semejante.