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equivocada
Es una de las cosas que más tememos que nos pase. Hacemos todo lo que podemos para
evitarlo. Y, no obstante, al final acabamos haciéndolo: nos casamos con la persona
equivocada.
Tal vez tenemos una tendencia a perder los estribos cuando alguien no está de acuerdo
con nosotros o únicamente podemos relajarnos cuando estamos trabajando; quizá la
intimidad después del sexo nos resulta difícil o nos quedamos callados ante
una humillación. Nadie es perfecto. El problema es que, antes del matrimonio, rara vez
nos adentramos en nuestra complejidad. Cada vez que una relación amenaza con sacar a
la luz nuestros defectos, culpamos al otro y la damos por terminada. En lo que respecta
a nuestros amigos, no tienen tanto interés en tomarse la molestia de iluminarnos. Por
ende, uno de los privilegios de estar solos es la sincera impresión de que estar con
nosotros es pan comido.
Tampoco podríamos decir que nuestras parejas sean más conscientes. Desde luego,
hacemos el intento de entenderlos. Visitamos a sus familiares. Miramos sus fotos,
conocemos a sus compañeros de la escuela. Todo esto nos ayuda a tener la sensación de
que sabemos algo del otro. No es así. El matrimonio acaba por ser una especie de
apuesta esperanzada que hacen dos personas que todavía no saben quiénes son ni en
quiénes se convertirán, que se unen en un futuro que son incapaces de concebir y han
tenido la precaución de evitar investigar.
En el matrimonio de los sentimientos lo que importa es que dos personas sienten una
atracción mutua surgida de un instinto irresistible, que su corazón les dice es lo
correcto. De hecho, cuanto más imprudente el matrimonio (tal vez se acaban de conocer
hace seis meses; uno de los dos no tiene trabajo o ambos apenas están saliendo de la
adolescencia), más seguro se siente. La imprudencia se toma como un contrapeso de
todos los errores de la razón. El prestigio del instinto es la reacción traumatizada que se
rebela a tantos siglos de razón irrazonable.
Qué lógico resulta, entonces, que ya de adultos andemos rechazando a ciertos posibles
cónyuges no porque sean malos, sino porque son demasiado buenos —demasiado
equilibrados, maduros, comprensivos y confiables— porque en nuestros corazones esa
idoneidad nos resulta ajena. Nos casamos con la persona equivocada porque no
asociamos sentirnos amados con ser felices.
También cometemos errores porque estamos muy solos. Nadie puede estar lo
suficientemente cuerdo para elegir pareja cuando quedarse soltero le parece
insoportable. Tenemos que estar totalmente en paz con la idea de pasar muchos años en
soledad a fin de ser selectivos para bien; de lo contrario, nos arriesgamos a estar más
enamorados de la idea de no estar solos que de la persona que nos evitó la pena de
seguir así.
Por último, nos casamos para eternizar un sentimiento agradable. Imaginamos que el
matrimonio nos ayudará a encapsular la dicha que sentimos la primera vez que nos pasó
por la mente la idea de unirnos en matrimonio: tal vez estábamos en Venecia, en un
bote, y el sol del atardecer teñía de dorado el mar; hablábamos de aquellas partes del
alma que nunca antes había entendido otra persona y teníamos planes de ir a cenar
risotto poco después. Nos casamos para eternizar estas sensaciones, pero no vimos que
no había una conexión sólida entre esas sensaciones y la institución del matrimonio.
En efecto, el matrimonio nos lleva sin duda a un plano muy distinto y más
administrativo, que tal vez se desarrolle en una casa, con un largo camino al trabajo
todos los días y niños gritones que matan la pasión de la que nacieron. El único
ingrediente en común es la pareja. Y puede que nos hayamos quedado con el ingrediente
incorrecto.
La buena noticia es que no importa si nos damos cuenta de que nos casamos con la
persona equivocada.
Necesitamos cambiar esa visión romántica por una conciencia trágica (y hasta cierto
punto cómica) de que todos los seres humanos nos harán sentir frustrados, molestos y
decepcionados, y de que nosotros haremos lo mismo. Nunca dejaremos de sentirnos
vacíos ni incompletos. Pero nada de esto es extraordinario ni una causal de divorcio.
Elegir con quién comprometernos trata simplemente de identificar a qué variedad
específica de sufrimiento nos gustaría entregarnos más.
Esta filosofía del pesimismo nos ofrece una solución para buena parte de la angustia y la
agitación en torno al matrimonio. Tal vez suene extraño, pero el pesimismo alivia la
excesiva presión imaginativa que nuestra cultura romántica pone sobre el matrimonio.
El fracaso de una relación que no pudo salvarnos de nuestra pena y melancolía no es un
argumento en contra de la otra persona ni un signo de que una unión merezca fracasar o
mejorar.
La mejor persona para nosotros no es la persona que comparte todos nuestros gustos
(esa persona no existe), sino la persona que puede negociar las diferencias en los gustos
con inteligencia, esa que es buena para disentir. En lugar de esa idea imaginada del
complemento perfecto, es precisamente la capacidad de tolerar las diferencias con
generosidad la que indica verdaderamente quién es la persona “menos tajantemente
incorrecta”. La compatibilidad es un logro del amor; no debe ser su condición previa.
El romanticismo nos ha sido útil; es una filosofía dura. Ha hecho que muchas de las
situaciones que vivimos en el matrimonio parezcan excepcionales y terribles. Acabamos
solos y convencidos de que nuestra unión, con sus imperfecciones, no es “normal”.
Deberíamos aprender a hacernos a la idea de nuestra “falta de idoneidad”, tratando
siempre de adoptar una visión más flexible, divertida y amable ante sus múltiples
ejemplos en nosotros mismos y en nuestros compañeros.
No sabes querer
El amor no es algo instintivo, como nos han hecho creer hasta ahora. Ni tampoco
tenemos por qué saber a quién querer y cómo hacerlo por naturaleza. "Si
seguimos haciéndoles caso a nuestros impulsos y nuestros sentimientos, seguiremos
cometiendo los mismos errores".
Aprende a comunicarte
El filósofo habla del concepto de 'ser buenos profesores' como: "La habilidad de hacer
llegar una idea de una cabeza a otra de forma que sea aceptada". No debemos
esperar a que una cosa nos haya molestado diez veces ni a estar cansados. " Para
poder comunicar con la pareja tenemos que estar relajados, tenemos que
aceptar que tal vez no nos vayan a entender . Nunca lo conseguiremos a través de
la humillación o haciéndoles sentir pequeños".