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Héroes de metro y medio

Decía El Principito: “Todas las personas mayores fueron al principio niños. Aunque pocas de
ellas lo recuerdan”. Todos hemos jugado a ser héroes. Soñarnos en capa y calzoncillos para
rescatar volando a una doncella. Imaginarnos bomberos en el infierno, soldados del futuro en
una batalla interestelar o exploradores de un territorio inhóspito. Nos vendieron que los héroes
eran siempre adultos. Pero ¿Cuántos años tiene Bob Esponja? ¿Por qué el modelo es casi
siempre el maduro? Quizá por envidia. He aquí unas cuantas historias que lo demuestran.

La disposición para cambiar el mundo de estos ‘locos bajitos’ suele estar acotada a su entorno.
Pero a veces, las señales que dejan estimulan hasta el último rincón de la capacidad adulta para
conmoverse. A modo de moraleja y lección vital frente al egoísmo que nos regala el ir creciendo.
El mundo —esta vez real— de Elena Desserich, de seis años, se reducía a su entorno familiar.
Una terrible enfermedad limitó la escala de su percepción a las paredes de su casa y del hospital,
pero como heroína de metro y medio no dejó de luchar para alcanzar los objetivos en los que
creía. Con cinco años empezó a sentir los síntomas de su mortal enfermedad y al adquirir
conciencia de su destino empezó a fabricar una lista de prioridades a cumplir antes del asumido
desenlace. Nadar con delfines, hacer esquí acuático, conducir un coche… Un día, un deseo… solo
6 años.

Hasta ahí una historia brutal que marcaría la memoria de cualquier familia, pero que no
exportaría al mundo la suficiente trascendencia. Elena decidió que su huella vital debería ser
mayor. Con seis años se sentía responsable de su entorno y le aterraba la idea de su hermana
pequeña jugando sola, y echándola constantemente en falta. Quería ser inmorta l en su casa y
desafiar al vacío que provocaría en unos meses. Elena urdió en secreto un plan. Para
comunicarse con ellos desde el ‘más allá’ iría escondiendo ahora cartas y dibujos por toda la
casa con mensajes de apoyo y cariño que sorprenderían a su familia en la rutina de su ausencia.
Una ingenuidad con una carga emotiva que daría la vuelta al mundo.

Nueve meses escondiendo notas entre los viejos libros de la biblioteca, en esa mochila olvidada
de su madre, en los infinitos rincones del cuarto de juegos… Elena murió en 2007 pero su
familia disfrutó de su cariño inmortal unos cuantos años más…

Al otro lado del mundo rico los problemas se relativizan. Aún así, se puede decir que la vida no
comienza con buen pie cuando tu padre te vende por 600 rupias —10 euros— a un fabricante
de alfombras para pagar la boda de tu hermano. Iqbal Masih (Pakistán, 1982) nació y murió
esclavo de una casta a la que no quería pertenecer. Su vida fue una inmersión en lo más
profundo de la iniquidad humana. La desprotección total de los derechos de los más débiles.
Pertenecía a los ‘intocables’ y era niño. O sea, la escoria.

Iqbal Masih no conoció la escuela, con siete años trabajaba en turnos de doce horas para pagar
los intereses del préstamo de su familia. Con diez años eran ya quince horas manejando el
“kangi” para apelotonar los nudos de una de esas alfombras que acabaría en el salón de
cualquier orgullosa abuela europea. El tradicional ‘paishgee’ era la forma de subvencionar un
rito ancestral por la casta menos valorada. El problema es que la usura de estos préstamos se
iba acumulando conforme la familia pedía y faltaba a los pagos de los patronos. En 1992 el
préstamo por Iqbal había llegado ya a las 12.000 rupias y era insostenible. Pero ocurrió algo
que cambiaría para siempre la historia de la explotación infantil y los derechos de la infancia.

Iqbal, macerado toda su vida en la injusticia del abuso sociolaboral, asistió a una charla de un
pequeño grupo sindical que había conseguido denunciar a uno de esos patrones abusone s.
Conoció por primera vez lo que era un derecho, sus ojos se abrieron, su espalda se enderezó y
sus objetivos cambiaron. Durante aquel improvisado mitin alguien aleatoriamente acercó un
micrófono a Iqbal para que contase su historia: “Me llamo Iqbal Masih…”, el resto del discurso
fue lo suficientemente conmovedor para que Iqbal abandonara el taller y pudiera dedicar el
resto de su vida al ‘Frente de Liberación de Trabajos Forzados’, que se hizo cargo de su deuda.

Murió el esclavo y nació el activista. En solo un par de años ayudó a cerrar decenas de talleres
ilegales, protagonizó un documental denuncia contra la esclavitud infantil, recibió varios
premios internacionales con los que ayudó a levantar una escuela y, cuando estaba a punto de
ser recibido por la primer ministro, Benazir Bhutto…

El 16 de abril de 1995 (desde entonces día mundial contra la esclavitud infantil) Iqbal fue
asesinado de un disparo de escopeta por la misma mafia que intentaba destruir. Tenía solo
trece años. Macabro epílogo de una historia que parece diseñada para adultos pero que
protagonizó un niño al que convirtieron muy pronto en mártir comercial por la causa. Murió el
activista, nació el mito…

Y es que, en cualquier rincón del mundo, siempre hay un ángel anónimo dispuesto a dar un a
lección fuera del alcance de muchos de los que se hacen llamar sus educadores. Lecciones
disfrazadas de ingenuidad y vendidas con la sinceridad de un niño que le toca diferenciar el
bien del mal en situaciones normalmente límites. Brenden Foster, de 11 años, lo tenía claro. En
2005 le diagnosticaron una leucemia. En noviembre de 2008 ya tenía consciencia de su fecha
de caducidad, concretamente tres semanas más tarde. Un niño en el corredor de la muerte
natural es una maldad que nos ha vendido el progreso para ponernos a prueba. Brenden era
preso del destino y del agasajo de la compasión adulta. En la penitencia sus deseos eran órdenes
para el entorno compungido. Podía pedir lo que quisiera, que le sería concedido. Y así hizo.
Agua y comida. Su último deseo fue que llevasen agua y unos sandwiches a un grupo de
indigentes que había visto viniendo al hospital. No quería una consola, ni compasión, ni siquiera
subir la dosis de droga que mitigara su castigo. A las dos semanas de su muerte ya se había
constituido una fundación con su nombre que repartía comida a indigentes por todo Seatle,
recaudando cien mil dólares en donaciones.

La clave no está en la trascendencia, sino en convertir las herramientas que la rutina pone a tu
alcance en instrumentos para forjar tu leyenda. Drew Cox (6 Años) no tenía dinero, ni recursos,
ni una farmacéutica que chantajear para el tratamiento de quimioterapia que necesitaba su
padre enfermo y sin tarjeta sanitaria. Con seis años no se tiene nada, solo aprecio por los que
te han regalado la vida y apenas capacidad para hacer una simple limonada. ¡Pues vende
limonadas! Así de simple. Drew fabricó con trazo trémulo el cartel: ”Please help my Dad.” y se
puso a vender limón con agua en vasos de plástico a la puerta de casa. La compasión adulta, la
conmoción y 10.000 dólares en donativos hicieron el resto. Lo que nace como chiquillada acaba
siendo una proeza… a pesar de ello muchos siguen pensando que los niños son solo marionetas,
pero al dejarte conmover son ellos los que te manejan.

A veces los gestos no sirven para nada. O eso interpretamos los mayores. Sadako Sasaki (11
años) vivía a tan solo kilómetro y medio de la zona cero de Hiroshima. Sobrevivió a la
deflagración pero no pudo con la leucemia. Sadako se acogió a la tradición orien tal al saberse
enferma. Una amiga le contó que si hacía mil grullas de papel un deseo imposible le sería
concedido. Y a él se agarró, pero no solo por ella, sino por las de decenas de compañeros del
hospital con su mismo problema. Murió cuando llevaba 644 grullas. Su compañeros acabaron
la faena. Y a los pies del monumento a su nombre en el Parque de la Paz de Hiroshima nunca
faltan, desde hace cincuenta años, unos cuantos miles de grullas de papel para completar la
simbólica cadena.

Los niños no nacen insolidarios, artificiales o clasistas. Somos los padres los que vamos
minando su naturalidad para moldear un carácter más moderado y receloso. Parece que dar
rienda suelta a ese instinto fraternal infantil es cursi y presuntuoso conforme vas creciendo
porque no es productivo socialmente y porque los deseos de estos pequeños héroes no valen
más que para emocionar a sus semejantes. Pero, como hemos visto, siempre hay una lección
para los mayores. Los grandes cambios surgen y se inspiran en la suma de estas peque ñas y
espontáneas reacciones. Como las grullas de Sadako. Y nosotros no nos queremos dar cuenta.

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