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Sectas, apologética y conversos

Sectas: Diálogo con los protestantes

Antiguo Testamento
Estas publicaciones buscan contribuir a que lleguemos a la unidad
deseada por Cristo: ¡Qué todos sean uno!

Por: P. Flaviano Amatulli Valente | Fuente: ApostolesDeLaPalabra.org

Sugerimos leer la Introducción a estas publicaciones antes de continuar


con la lectura de éste capítulo.
Para el pueblo judío, el Antiguo Testamento (La Ley) era todo. Era al mismo
tiempo la manifestación de la voluntad de Dios y la expresión de su propia cultura
e historia. Era su poema nacional. En la Ley, los judíos pensaban encontrar la vida
(Dt 10,13; Jn 5,39).
Para nosotros no es lo mismo. Tenemos también el Nuevo Testamento. No se
trata de dos alianzas, dos testamentos, que tienen la misma importancia. Para
nosotros no basta decir: "Está escrito en la Biblia". Tenemos que preguntarnos
siempre: "Esta enseñanza ¿está en el Antiguo o en el Nuevo Testamento?"
Nosotros en realidad, pertenecemos al Nuevo Testamento y no al Antiguo.
¿Entonces, para nosotros no vale el Antiguo Testamento? Y si tiene algún sentido
también para nosotros, ¿cuál es? En este capítulo trataremos de contestar a estas
preguntas.
1.- EI Antiguo Testamento (La Ley) representa una superación con respecto
a las costumbres y religiones de la época.
Cada vez que Dios interviene, lo hace para elevar al hombre. Por lo tanto, toda la
acción de Dios en favor de su pueblo, fue para transformar sus costumbres en una
obra de continua educación.

Los escritos del Antiguo Testamento son un reflejo de esta actividad educadora de
Dios. Expresan la pedagogía de Dios. Tomemos el ejemplo de La Ley del Talión
(Lev 24,17-22), que parece tan bárbara. Esta no quiere inculcar, como norma, la
ley de la venganza, sino limitar el impulso de hacer al adversario un daño
desproporcionado al perjuicio recibido. Si uno recibió una bofetada, está tentado
de contestar con una puñalada; si le levantaron un falso, está dispuesto a matar,
etc.
La Ley del Talión dice: "Tú, a lo sumo, puedes hacer al adversario el mismo daño
que él te hizo a ti. Si le haces un daño más grande, tienes que responder por ello".
Otro ejemplo. ¿Cuántos dioses hay? Un solo Dios, contesta el Antiguo
Testamento. Es una superación con relación a la mentalidad general de aquella
época en que se admitían varios dioses.
2.- Pero al mismo tiempo, el Antiguo Testamento es inferior al Nuevo
Testamento.
En realidad el Nuevo Testamento enseña que no sólo no hay que hacer al
adversario un daño más grande del que se recibió, sino que hay que perdonarle y
amarlo, imitando a Dios (Mt 5,38-48, Le 6,27-31).
Por lo que se refiere a la verdad sobre Dios, con el Nuevo Testamento se aclara
que se trata del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que son un solo Dios. Para
cualquier problema, hay que preguntarse: "¿Qué dice el Nuevo Testamento"?

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3.- El Nuevo Testamento interioriza y supera al Antiguo.


Hemos visto cómo de por sí el Antiguo Testamento es una superación de la
mentalidad y las costumbres de la época. Por ejemplo, los antiguos pensaban que
había dos clases de personas, animales y cosas: las que pertenecían a Dios, que
eran sagradas, y las que no le pertenecían, que eran profanas. Las primeras eran
consideradas puras o santas; las otras consideraras impuras, es decir que
llevaban alguna mancha, algún pecado, en el sentido de que no podían servir para
el culto.
El Antiguo Testamento (La Ley) tomó esta manera de pensar (Lev 8: consagración
de los sacerdotes; Lev 11: distinción entre animales puros e impuros, ver nota en
la Biblia Latinoamericana; Lev 4: pecados por ignorancia; etc.) y trató de
profundizar el concepto de pecado, aclarando, que no se trata de algo puramente
casual (Is 1,16) o relacionando con el culto.
Con el Nuevo Testamento se aclara definitivamente que lo que hace impuro al
hombre no es nada exterior, sino lo que sale del corazón del hombre (Me 7,1-23).
Lo mismo por lo que se refiere a la sexualidad. Muchos pueblos primitivos ya
rodeaban de respeto todo lo relacionado con el origen de la vida. El Antiguo
Testamento, mediante ciertos ritos de purificación, indica el sentido sagrado de
todo lo que se refiere al sexo (Lev 12,1-8; Lev 15,1-33). Con el Nuevo Testamento
todo esto se interioriza al afirmar nuestra dignidad como hijos de Dios y presentar
nuestro cuerpo como templo de Espíritu Santo. Ya no se trata de ritos de
purificación, sino de luchar por tener una vida santa, evitando toda inmoralidad
sexual (Ef .5, 3). El amor entre los esposos encuentra en el amor entre Cristo y su
Iglesia su modelo perfecto (Ef 5,22-33).
Llegando a este punto de madurez espiritual, ya caen todas las normas del
Antiguo Testamento que se refieren al respecto que se le debe a la mujer,
evitando relaciones sexuales durante la menstruación o después de haber dado a
luz (Lev 12), etc. El cristiano maduro no necesita normas específicas para
solucionar estos problemas. Dejándose guiar por la Ley del amor, encuentra la
solución para cualquier problema.
He aquí otro ejemplo de superación e interiorización del Nuevo Testamento con
relación al Antiguo Testamento. Todos los pueblos antiguos tenían ciertos lugares
consagrados al culto. El Antiguo Testamento acepta esta idea y la supera.
Efectivamente el pueblo de Jerusalén era no sólo un centro cultual, sino también
de maduración (profetas) e irradiación de la fe en el verdadero Dios.
Pero llega el Nuevo Testamento y pone en segundo terminó todo lo que es
material. Lo que se necesita para adorar verdaderamente a Dios, es el poder del
Espíritu Santo que nos permite conocerlo y servirlo según la verdad (Jn 4,21-24).
Para entender mejor este aspecto, es suficiente leer Mt 5,20-48, donde se ve
cómo Cristo vino a traer una ley más perfecta, que interioriza y supera la antigua.
En este sentido hay que ver Mt 5,19, que parece aceptar todo el Antiguo
Testamento.
Hay que aceptarlo, pero visto a la luz del Nuevo Testamento, interiorizado y
perfeccionado. Así como es, la Ley del Antiguo Testamento no sirve para
nosotros. Es más, teniendo el Nuevo Testamento, lo tenemos todo, puesto que
todo lo valioso del Antiguo Testamento se encuentra en el Nuevo Testamento, ya
interiorizado y perfeccionado Es distinta nuestra situación a la que vivieron antes
de Cristo o durante el tiempo en que vivió Jesús. Entonces existía solamente el
A.T., por eso Jesús les enseñaba a vivirlo de una forma nueva, que corresponde al
Nuevo Testamento.
4.- El Antiguo Testamento era una forma de religión provisoria para educar la
conciencia del pueblo de Dios hasta que llegara Cristo (Gal 3,23-26).
La Ley del Antiguo Testamento se parece a una sirvienta que tiene poder sobre el
niño solamente durante el camino para llegar al maestro.
Al llegar al maestro, la sirvienta ya no tiene ningún poder sobre el niño. Pues bien,
el maestro es Cristo. El, como un Nuevo Moisés, da una nueva ley (Mt 5,1 ss).
5.- El Antiguo Testamento presenta las sombras de la realidad que es Cristo
Jesús (Mt 11,13; Col 2,17; Heb 10,1; Jn 3,14-15; Jn 6,49ss).
Los sacrificios, las ofrendas, el sumo sacerdote, el maná, la serpiente del desierto,
el mismo Moisés, gran caudillo y legislador... todo era sombra de la realidad, que
es Cristo. El es el nuevo Moisés que da origen a un nuevo pueblo, mediante una
Nueva Alianza, sellada con su sangre. Para los miembros de este nuevo pueblo, él
"es el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Bajo este aspecto, el Antiguo
Testamento ayuda para entender mejor el Nuevo Testamento.
6.- La Ley del Antiguo Testamento obligaba específicamente a los judíos que
vivieron antes de Cristo. Al convertirse a Cristo, el judío ya no está obligado
a cumplir toda la ley de Moisés, igual que nosotros que no somos judíos
(Rom 3 28-31; Hech 15,10; Ef 2,15; Gal 4, 4-5; Rom 7,4; Heb 10,9).
Lo que salva es la fe en Cristo Jesús. La ley de Moisés tomada en su totalidad, fue
solamente para el pueblo judío y antes de la llegada de Cristo. Para nosotros lo
que vale es la Ley de Cristo, contenida en el Nuevo Testamento en forma plena.
7.- Los que creen en Cristo, no deben volver a la observancia de la Ley del
Antiguo Testamento (Gal 5,1-6) y en especial a la circuncisión (Gal 5,3), al
sábado (Col 2,16) y a los alimentos prohibidos (Col 2,21; Rom 14, 16-21; 1Tim
4,3-5).
El cristiano es un hombre maduro. Se deja guiar por el Espíritu Santo que lo hace
profundamente libre (Rom 8,15). Sabe que el Reino de Dios no es comida o
bebida, sino justicia, gozo y alegría en el Espíritu Santo (Rom 14,17).
8.- Conclusión: Hay que evitar las discusiones inútiles a propósito de la Ley
(Ti 3,9).
El estudio que hacemos, no es para pelear, sino para ver qué dice la Biblia sobre
el valor del Antiguo Testamento y no dejarnos confundir por gente que quiere
enseñarnos cosas inútiles, distrayendo nuestra atención de Cristo. "La verdad los
hará libres" (Jn 8,32), dijo Jesús. Por eso, queremos conocer de veras la Biblia, sin
miedo a la verdad. Claro que si alguien por ignorancia se fijó en ciertos aspectos
del Antiguo Testamento, sin saber lo que dice el Nuevo, ahora se encuentra en un
verdadero problema. Que reconozca sinceramente que se había equivocado y
volverá a encontrar la paz.
En este sentido, el hecho de profundizar el sentido del Antiguo Testamento puede
sernos de mucha utilidad no sólo para sostenernos en nuestra fe, sino también
para ayudar a ciertos hermanos extraviados, que con un poco de orientación y
buena voluntad pueden regresar al camino verdadero.
Como se ve, nosotros no rechazamos el Antiguo Testamento, sino que lo
ponemos en su lugar. En realidad, nosotros católicos aceptamos los dos
Testamentos o Alianzas como Palabra de Dios, que contienen el plan de salvación
para toda la humanidad. Lo que queremos subrayar, es el hecho que en el Nuevo
Testamento se encuentra la plenitud de la verdad, mientras que el Antiguo
Testamento representa una preparación y contiene muchos elementos caducos.
De todos modos, para una auténtica vida cristiana, es muy útil también el Antiguo
Testamento, puesto que allá se descubre la pedagogía de Dios para formar a su
pueblo, se encuentran oraciones sublimes (los salmos) y se ofrecen grandes
testimonios de entrega a Dios (profetas y hombres piadosos).
Respuestas para nuestros hermanos separados

Introducción
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deseada por Cristo: ¡Qué todos sean uno!

Por: Flaviano Amatulli Valente | Fuente: Apóstoles de la Palabra

HERMANOS SEPARADOS
Eres mi hermano
Antes que nada, quiero que sepas claramente que te considero como un verdadero hermano
mío, y que te quiero y te admiro por muchas cosas buenas que he visto en ti y en tu iglesia.
Admiro tu deseo de dar a conocer a Cristo, tu entrega... De veras que muchas veces he
sentido en mi corazón una santa envidia por tu celo apostólico.
Naturalmente, hay también ciertas cosas que no me gustan en tu actuación. De esto quiero
hablarte después, más detenidamente. De todos modos, ¿en qué familia, entre hermanos, no
hay desavenencias, problemas, malentendidos?
Lo que quiero aclarar ahora es esto: "Te admiro y te quiero como un verdadero hermano en
Cristo".
En realidad, lo que nos une es demasiado:

 Tú y yo creemos igualmente en el mismo Dios, creador providente y


padre amoroso. Algún día este Dios será el juez para mí y para ti. Y
esto, de por sí, ya es mucho en un mundo tan materialista y lleno de
pesimismo.
 Tú y yo creemos igualmente en Jesucristo como el "Camino, la Verdad y
la Vida" (Jn 14,6), el único Salvador, Señor y Mediador entre nosotros y
el Padre.
 Los dos amamos igualmente y estudiamos la Biblia, tratando de
descubrir en ella la voluntad de Dios.
Hay muchas otras cosas más que nos unen. Aquí quise subrayar solamente las más
importantes, para que nos demos cuenta de que, en lugar de fijarnos en lo que nos divide,
aprendamos a fijarnos también en lo que nos une, para tratar de vivir el mandamiento nuevo
que nos dejó Jesús, con sinceridad y sin exclusivismos:
Ámense unos con otros,
como yo los amo a ustedes (Jn 15,12).
Estamos separados
Por desgracia, no estamos completamente unidos. El pecado nos ha dividido. Hemos
desgarrado el Cuerpo de Cristo. El está roto por nuestra culpa y la culpa de nuestros
mayores. El adversario nos ha ganado.
En lugar de luchar juntos para mejorar la Iglesia, cada uno ha querido hacerlo a su modo,
apartándose del hermano. El sueño de Cristo, expresado con tanta insistencia la vigilia de
su pasión y muerte, se ha esfumado.
Que todos sean uno,
como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti.
Sean también ellos uno en nosotros:
así el mundo creerá
que Tú me has enviado (Jn 17, 21).

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A causa de nuestras divisiones, muchos llegan a rechazar a Cristo y hasta odiar cualquier
religión, privándose de una riqueza tan enorme. Y todo esto, ¡por nuestra culpa!
¡Qué grande responsabilidad tenemos frente al mundo, a causa de nuestras divisiones! "Así
el mundo creerá que Tú me has enviado" (Jn 17,21), dijo Jesús. Al estar nosotros divididos,
muchos no creen en Cristo. Así que, en lugar de ser un signo de que Cristo es el enviado de
Dios, mediante nuestra división representamos una piedra de tropiezo para los que
quisieran acercarse a El.
Muchos piensan: "Quiero buscar a Dios; tal vez el cristianismo me da la clave. Pero... si los
mismos cristianos están divididos entre sí y se odian... Mejor que busque por otro lado". Y
tal vez llegan a perderse para siempre, decepcionados de todo y de todos.
Un problema antiguo
Y este problema de la división empezó desde un principio, viviendo todavía los apóstoles.
Así que no le podemos achacar la culpa a una determinada persona o institución. De por sí
el hombre es pecador y tiende a apartarse de Dios y de su hermano, por envidia, orgullo,
intereses personales, para formar un grupo aparte y sentirse superior. Todo lo demás es
puro pretexto. En realidad, la voluntad de Cristo es muy clara; "Que todos sean uno" (Jn
17,21). El que se aparta, para formar otro grupo, tiene que saber claramente que se está
portando mal, poniéndose en contra de la voluntad clara de Cristo. Jesús quiere la unidad de
todos los que creen en su nombre. La división viene del pecado y del demonio.
Cada uno va proclamando:
"Yo soy de Pablo",
"yo soy de Apolo",
"yo soy de Pedro",
"yo soy de Cristo".
¿Acaso está dividido Cristo? (1Cor 1,12-13).
Hijitos míos, es la última hora,
y se les dijo que tendría que llegar el Anticristo;
en realidad, ya han venido varios anticristos,
por donde comprobamos
que ésta es la última hora.
Ellos salieron de entre nosotros mismos,
aunque realmente no eran de los nuestros.
Si hubieran sido de los nuestros,
se habrían quedado con nosotros.
Al salir ellos,
vimos claramente que entre nosotros
no todos eran de los nuestros ( 1 Jn 2,18-19).
A Dios el Juicio
Hermano en Cristo ¿me permites que te hable con toda franqueza? Fíjate que no quiero
ofenderte. Quiero solamente que reflexiones más detenidamente sobre la cita anterior. Si te
das cuenta de que no viene al caso para ti, no te preocupes. Tal vez esta reflexión podrá
servir para otros.
Muchos dicen: "Cuando yo era católico, era malo, me emborrachaba, le pegaba a mi mujer.
Desde que dejé la religión católica y entré en esta nueva religión, encontré a Cristo y
cambié de vida".
Ahora mi pregunta es la siguiente y quisiera que me contestaras con toda sinceridad: "Antes
de cambiar de religión, ¿conocías de veras el catolicismo? Y si lo conocías, ¿tratabas de
vivirlo? ¿O tal vez abandonaste el catolicismo, antes de haberlo conocido y vivido?".
No quiero juzgarte ni culparte de nada. Para mí las palabras de Jesús: "No juzguen y no
serán juzgados" (Lc 6,37), son ley. Quiero solamente decirte esto: Si antes de conocer y
vivir el catolicismo, cambiaste de religión, "Tú no eras de los nuestros. Si hubieras sido de
los nuestros, te habrías quedado con nosotros. Al salirte, vimos claramente que entre
nosotros no todos eran de los nuestros" (1Jn 2,19).
Y este problema sigue todavía. A causa de tantos malos ejemplos presentes en la Iglesia, de
tan pocos evangelizadores y de la triste realidad de una masa que se llama católica, sin un
mínimo de instrucción y vivencia cristiana, muchos se aprovechan para desacreditarla y
sacarle gente para sus distintos grupos.
¿Lo hacen con sinceridad?, ¿por interés?, ¿por orgullo?, ¿por odio en contra de la Iglesia
Católica?, ¿por motivos políticos, tratando de adormecer las conciencias y así detener la
marcha de la Iglesia Católica en favor de los derechos humanos, la dignidad del hombre y
la igualdad entre las naciones y los individuos?
Yo creo que hay de todo. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y sabe qué es lo que
mueve a cada uno de nosotros. Mi intención es ponerte en guardia, para que no creas
fácilmente en cualquier persona que te hable de Cristo muy bonito, persiguiendo otros
fines, muchas veces encubiertos.
Tú obedece a tu conciencia. Si estás convencido de que andas bien, sigue adelante sin
temor. Dios juzga el corazón. Si eres sincero contigo mismo y buscas la verdad, no tengas
miedo. Dios te ayudará. Reza mucho y sigue buscando la voluntad de Dios. Tal vez estas
publicaciones te podrán ayudar en algo.
Que Cristo sea conocido
No obstante todo, yo, por mi parte, sigo siendo optimista. Me doy cuenta perfectamente que
para muchos "la religión es un puro negocio" (1Tim 6,5). "En realidad, el amor al dinero es
la raíz de todos los males" (1Tim 6,10).
Sin embargo, lo que más me importa es que Cristo sea conocido, aunque se trate de un
Cristo roto y con verdades a medias. Algo es algo.
Claro que me gustaría que estuviéramos todos unidos y predicáramos al mismo Cristo con
amor hacia todos, dando testimonio de aquel Reino de paz y justicia, que Cristo vino a
anunciar y empezó a implantar en este mundo. Pero... ¿qué le podemos hacer? Es un hecho
que somos pecadores y no logramos hacer las cosas a la perfección.
A este propósito recuerdo las palabras de San Pablo:
Algunos, es cierto, son llevados por la envidia y
quieren hacerme competencia, pero otros predican
a Cristo con buena intención.
Pero, al fin, ¿qué importa que unos sean sinceros
y otros hipócritas?
De todas maneras, se anuncia a Cristo y eso me
alegra, y seguiré alegrándome (Filip 1,15.18).
Se llegará a la unidad
No obstante las fuerzas destructoras y los fanatismos que operan en este mundo, estoy
convencido de que, a como dé lugar, el sueño de Cristo se va a realizar algún día. La verdad
tiene que abrirse paso, si somos dóciles a los impulsos del Espíritu. Se llegará a la unidad.
Yo soy el buen pastor:
conozco las mías
y las mías me conocen a mí.
Tengo otras ovejas,
que no son de este corral.
A ellas también las llamaré
y oirán mi voz:
habrá UN SOLO REBAÑO,
como hay un solo pastor (Jn 10,14-16).
Así que, adelante, hermano, con fe en estas palabras de Jesús. Un día llegaremos a formar
una sola Iglesia todos los creyentes en Cristo. Y tratemos de luchar para que este día no sea
muy lejano.
(Nota de Catholic.net, iniciamos hoy -26 de febrero de 2015- la publicación de esta serie,
cada semana se presentará un nuevo segmento de este material
Visión general

La forma como se ha aplicado la palabra canon a las Escrituras ha tenido desde hace
mucho un significado especial y sagrado. En su sentido más amplio significa la lista
autorizada o el número definido de los escritos compuestos bajo inspiración divina y
destinados al bienestar de la Iglesia, utilizando esta última palabra en el sentido amplio
de la sociedad teocrática que empezó con la revelación que hizo Dios de si mismo al
pueblo de Israel y que encuentra su madurez y perfección en el organismo católico. El
canon bíblico total, por tanto, consiste del Antiguo y del Nuevo Testamentos. La palabra
griega kanon significa primariamente una caña o vara de medición. Por analogía esa
palabra fue usada por los escritores de la antigüedad, tanto profanos como religiosos,
para denotar una regla o medida. Encontramos la primera aplicación del sustantivo en la
Escritura Sagrada, hecha por San Atanasio, en el siglo IV. A causa de sus derivaciones,
el Concilio de La odisea, en el mismo período, habla de kanonika biblia. Atanasio usa
las palabras biblia kanonizomena. La última frase prueba que el sentido pasivo de
canon- colección definida y reglamentada- ya estaba en uso entonces y que es esa
connotación de la palabra la que ha prevalecido en la literatura eclesiástica.

Los términos protocanónico y deuterocanónico, de uso frecuente entre los teólogos y


exegetas católicos, piden una palabra de advertencia. Dichas palabras no son gratuitas
ni se puede inferir de ellas que la Iglesia ha poseído dos cánones bíblicos distintos en
forma sucesiva. Sólo se puede hablar de un primer y un segundo canon en forma
parcial y restringida. “Protocanónico” (de protos, primero) es una palabra convencional
que señala aquellos escritos que han sido siempre aceptados sin discusión. por el
cristianismo. Los libros protocanónicos del Antiguo Testamento corresponden a los de la
Biblia hebrea y al Antiguo Testamento reconocido por los protestantes. Los
deuterocanónicos (deuteros, segundo) son aquellos cuya autenticidad fue debatida por
alguna razón, pero que desde hace mucho tiempo ganaron un lugar seguro en la Biblia
de la Iglesia Católica, aunque los protestantes consideran “apócrifos” los que quedaron
incluidos en el Antiguo Testamento. Esos libros son siete: Tobías, Judit, Baruc,
Eclesiástico, Sabiduría, I y II de Macabeos. También algunas adiciones a los libros de
Ester y Daniel.

Se debe hacer notar que protocanónico y deuterocanónico son términos modernos que
no fueron usados sino hasta el siglo XVI. Dado que son palabras muy largas, la última
de ellas (usada con mayor frecuencia) se abreviará en su forma deutero en el presente
trabajo. El objeto de un artículo respecto al canon sagrado se puede ver ahora
convenientemente delimitado al proceso de

lo que se puede afirmar sobre el proceso de recopilar los escritos sagrados en cuerpos
o grupos tales que, desde su inicio mismo, han sido objeto de un cierto grado de
veneración;

las circunstancias y formas en que dichas recopilaciones fueron canonizadas o juzgadas


como poseedoras de una calidad singularmente divina y autoritativa;
las vicisitudes que ciertas composiciones sufrieron en la opinión de personas o
localidades antes de que se estableciera universalmente su carácter escriturístico.

De ese modo podemos concluir que la canonicidad es algo correlativo a la inspiración,


al constituir la dignidad extrínseca que pertenece a los escritos que han sido declarados
oficialmente como poseedores de origen y autoridad divinos. Es muy probable que cada
libro pasaba a formar parte de una colección sagrada y alcanzaba una posición
canónica de acuerdo a la fecha temprana o tardía en que era escrito. De ahí parten las
apreciaciones tradicionalistas o críticas (sin querer con ello implicar que los
tradicionalistas no puedan ser críticos) respecto al paralelismo del canon, que
igualmente reciben influencia de sus respectivas hipótesis acerca del origen de los
elementos que lo componen.

El canon de los judíos palestinos (Los libros protocanónicos)

Ya se insinuó que existen un Antiguo Testamento menor, o incompleto, y uno mayor, o


completo. Ambos nos fueron transmitidos por los judíos. El primero, por los judíos
palestinos; el segundo, por los alejandrinos o helenistas.

La actual Biblia judía está compuesta por tres divisiones, cuyos títulos combinados
forman el nombre completo de las escrituras del judaísmo: Hat-Torah, Nebiim, wa-
Kethubim, o sea la Ley, los Profetas y los Escritos. Esta es una tríada muy antigua; se
cree que fue establecida hace mucho en la Mishnah, o código judío de leyes sagradas
no escritas y que fue escrita finalmente alrededor del año 200 d.C. Un agrupamiento
semejante es mencionado en las palabras del mismo Cristo en el Nuevo Testamento, en
Lc. 24,44: “Todas las cosas que fueron dichas respecto de mí deben ser cumplidas, las
que se encuentran escritas en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Si
vamos al prólogo del Eclesiástico, que fue fijado en éste cerca del año 132 a.C.,
encontramos que se mencionan “la Ley, los Profetas y otros que los han sucedido”. La
Torah, o ley, consiste de los cinco libros mosaicos: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio. Los Profetas fueron subdivididos por los judíos en Profetas Anteriores
(i.e. los libros profético-históricos: Josué, Jueces, Samuel, [Reyes I y II], y Reyes [Reyes
III y IV], y Profetas Posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce profetas menores,
a los que los hebreos cuentan como un solo libro). Los Escritos, mejor conocidos por un
título prestado de los Padres Griegos, Hagiographa (escritos sagrados), abarcan todos
los libros restantes de la Biblia hebrea. Nombrados en el orden en el que aparecen en el
texto hebreo actual, son: Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut,
Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, o Esdras II,
Paralipomenon.

Postura tradicional del canon de los judíos palestinos.

Proto-canon.

Opuestos a las visiones más recientes de algunos estudiosos, los conservadores no


admiten que los Profetas y los Hagiographa representen dos etapas sucesivas de la
formación del canon palestino. Según la vieja escuela, el principio rector de la
separación entre los Profetas y los Hagiographa no era de naturaleza cronológica, sino
algo que se encuentra en la naturaleza misma de las respectivas composiciones
sagradas. Esa literatura quedó agrupada en los Ké-thubim, o Hagiographa, ninguno de
los cuales era producción directa del orden profético, o sea, de los personajes
comprendidos en los Profetas Posteriores, ni tampoco contenía la historia de Israel
interpretada por los mismos maestros profetas: narraciones clasificadas como Profetas
Anteriores. El profeta Daniel fue relegado a los Hagiographa como si fuera solamente
una obra del don de profecía, pero no como la obra del oficio permanente de profeta.
Los mismos estudiosos conservadores del canon- hoy día con escasa representación
fuera de la Iglesia- defienden, en lo que toca a la inclusión en la literatura israelita de los
documentos que conforman esos grupos, fechas muy anteriores a las admitidas
generalmente por los críticos. Para ellos, la terminación práctica, no la formal, del canon
palestino se ubica en la era de Esdras (Ezra) y Nehemías, a mediados del siglo V a. C.,
aunque por otra parte, siempre fieles a la autoría mosaica del Pentateuco, insisten en
que la canonización de los cinco libros sucedió poco después de su composición.

Habida cuenta que los tradicionalistas infieren la autoría mosaica del Pentatecuco a
partir de otras fuentes, pueden encontrar prueba de una colección más temprana de
esos libros en Deuteronomio 31, 9-13, 24-26, donde se trata acerca de un cierto libro de
la ley, entregado por Moisés a los sacerdotes con el mandato de guardarlo en el Arca y
de leerlo al pueblo en la fiesta de los Tabernáculos. Pero el esfuerzo por identificar este
libro con el Pentateuco entero no convence a quienes se oponen a la autoría mosaica.

El resto del canon Palestino-judío

Sin estar totalmente seguros del tema, quienes abogan por las posturas antiguas
consideran muy posible que se hayan hecho varias adiciones al repertorio sagrado en el
período que va de la canonización de la Torah mosaica, descrita más arriba, al exilio
(598 a.C.). Para ello citan, especialmente, a Isaías, 34,16; II Paralipómenos, 29,1;
Daniel, 9,2. Respecto al período que siguió al exilio babilónico, los conservadores
arguyen con más seguridad. Se trata de una era de construcción, un parte aguas en la
historia de Israel. La terminación del canon judío, mediante la adición de los Profetas y
de los Hagiographa como cuerpos de la Ley, se atribuye a conservadores como Esdras,
el sacerdote-escriba y líder religioso de ese período, apoyado por Nehemías, el
gobernador civil, o al menos a la escuela de escribas fundada por el primero. (Cf. II
Esdras, 8-10; II Macabeos, 2, 13, en el original griego). Favorece mucho más
claramente la formulación hecha por Esdras de la Biblia Hebrea el famoso pasaje de
Josefo, “Contra Apionem”, I, 8, en el que el historiador judío, quien escribe en el año 100
d. C., deja sentada su convicción, y de sus correligionarios- probablemente basada en la
tradición-, de que las escrituras de los hebreos palestinos formaban una colección
cerrada y sagrada que data de los días del rey persa Artajerjes Longiamanus (465-425
a.C.), un contemporáneo de Esdras. Josefo es el más antiguo escritor que numera los
libros de la Biblia Judía. Su ordenamiento actual contiene 40; Josefo llegó artificialmente
a 22, para coincidir con el número de letras del alfabeto hebreo, a través de
combinaciones tomadas parcialmente de los Setenta. Los exegetas conservadores
encontraron un argumento confirmativo en una afirmación del apócrifo libro IV de Esdras
(XIV, 18-47), bajo cuyo legendaria cobertura ellos ven una verdad histórica. Ven otra
más en una referencia encontrada en el texto Baba Bathra del Talmud babilónico sobre
la actividad hagiográfica de los “hombres de la Gran Sinagoga”, y de Esdras y
Nehemías.

Pero los escrituristas católicos que admiten un canon esdriano están lejos de admitir
que Esdras y sus colegas pretendían cerrar la biblioteca sagrada para impedir cualquier
futura intromisión. El Espíritu de Dios pudo, y de hecho lo hizo, soplar en los escritos
posteriores, y la presencia de los libros deutero en el canon de la Iglesia responde a los
teólogos protestantes de la generación anterior, quienes aseguraban que Esdras fue un
agente divino elegido para determinar y sellar inviolablemente el Antiguo Testamento. Al
menos en este punto los escritores católicos difieren del cauce del testimonio de Josefo.
Y aunque existe lo que se podría llamar un consenso de los exegetas católicos del tipo
conservador acerca de la formulación esdriana o cuasi esdriana del canon en la medida
que el material existente lo permitía, no se trata de un acuerdo total. Kaulen y Danko,
postulando una compilación posterior, son las excepciones entre los académicos
mencionados.

Visiones críticas de la formación del canon palestino.

La Ley, los Profetas y los Hagiographa, sus tres cuerpos constitutivos, representan un
grado de crecimiento y corresponden a tres períodos más o menos extensos. Los
Hagiographa se encuentran separados de los Profetas por causas puramente
cronológicas. La única división señalada por razones intrínsecas es el elemento legal
del Antiguo Testamento, o sea, el Pentateuco.

La Torah, o Ley

Dicen los exegetas críticos que hasta el reinado de Josías y el descubrimiento del “libro
de la Ley” en el templo, hecho que hizo época (621 a.C.), no había en Israel ningún
códice legal escrito, ni ninguna otra obra que fuese reconocida universalmente como
procedente de la suprema autoridad divina. Ese “libro de la Ley” era prácticamente
idéntico al Deuteronomio, y su reconocimiento y canonización consistieron en el pacto
solemne echo por Josías y el pueblo de Judá, según se describe en el IV libro de los
Reyes, 23. Quedó demostrado por la evidencia negativa de los profetas anteriores y por
la ausencia de factores debidos a la reforma religiosa decidida por Exequias (Hezekiah),
que en Israel no se conocía previamente ninguna Torah sagrada escrita, mientras que
ésta sí constituyó el motor principal de la reforma que realizó Josías. Finalmente,
también lo demostró la sorpresa y consternación de este último gobernante al encontrar
tal obra. Este argumento, de hecho, es el pivote del actual sistema de crítica del
Pentateuco. Además, el tema va a ser desarrollado con mayor detalle en el artículo
referente al Pentateuco. Como lo será, igualmente, la tesis que ataca la autoría mosaica
y la promulgación de ese último libro en su totalidad. La publicación de todo el código
mosaico, según la hipótesis dominante, no ocurrió sino hasta los días de Esdras, y está
narrada en los capítulos VIII-X del segundo libro que lleva ese nombre. En ese contexto,
debe mencionarse el argumento del Pentateuco samaritano para dejar establecido que
el canon esdriano no adoptó nada fuera del Hexateuco, i.e., el Pentateuco más Josué.
(Vea PENTATEUCO; SAMARITANOS.)

Los Nebiim o Profetas

No hay forma de aclarar directamente el tiempo o modo en que se terminó la segunda


etapa del Canon Hebreo. La creación del mencionado Canon Samaritano (c. 432 a.C.)
puede proporcionar un terminus a quo. Quizás un mejor punto de referencia sea la
fecha de la terminación de la profecía cerca del fin del siglo quinto antes de Cristo. Para
el otro terminus la fecha inferior es la del prólogo del Eclesiástico (c. 123 a.C.), que
habla de la “Ley” y los “Profetas y los demás que los han seguido”. Pero compárese el
mismo Eclesiástico, capítulos 46-49 para ver una fecha anterior.

Los Kéthubim, o Hagiographa, completan el Canon Judío.

Las opiniones de los críticos referentes a su fecha de redacción varían desde el año 165
a.C. a la mitad del siglo segundo de nuestra era (Wildeboer). Los estudiosos católicos
Jahn, Movers, Nickes, Danko, Haneberg, Aicher, sin compartir las opiniones de los
exegetas más avanzados, consideran que los Hagiographa hebreos no quedaron
definitivamente terminados sino hasta después de Cristo. Es algo indiscutible que el
carácter sagrado de ciertas partes de la Biblia palestina (Ester, Eclesiatés, Cantar de los
Cantares) aún era puesto en duda por algunos rabíes en fecha tan tardía como el siglo
segundo de la era cristiana (Mishna, Yadaim, III,5; Talmud Babilonio, Megilla, fol. 7). A
pesar de las diferencias de fechas, los críticos concuerdan en que la distinción entre los
Hagiographa y el Canon Profético es esencialmente cronológica. Se debe a que los
Profetas ya habían formado una colección cerrada a la que no tenían acceso Rut,
Lamentaciones y Daniel, aunque pertenecieran naturalmente a ellos y,
consecuentemente, tuvieron que aceptar un lugar en la formación más nueva, los
Kéthubim.

Los Libros Protocanónicos y el Nuevo Testamento

La ausencia de citas de Ester, Eclesiastés y Cántico se puede explicar razonablemente


por su poca utilidad en los objetivos del Nuevo Testamento, y se justifica más por la
ausencia de los dos libros de Esdras. Abdías, Nahum y Sofonías, aunque no son
honrados directamente, quedaron incluidos en las citas de los otros profetas menores
gracias a la unidad tradicional de esa colección. Por otro lado, términos muy frecuentes
como “la Escritura”, las “Escrituras”, “las Sagradas Escrituras”, aplicadas en el Nuevo
Testamento a otros escritos sagrados, nos pudieran hacer pensar que éstos ya
formaban una colección fija. Pero, por su parte, la referencia en San Lucas a “la Ley, los
Profetas y los Salmos”, aunque demuestra la fijación del Torah y de los Profetas como
grupos sagrados, no nos garantiza la misma fijación para la tercera división, los
Hagiographa judeo-palestinos. Si, como parece ser la verdad, el contenido exacto del
catálogo amplio de las Escrituras del Antiguo Testamento (el que abarcaba los libros
deutero), no puede ser establecido desde el Nuevo Testamento, no existe razón a
fortiori para esperar que reflejase la extensión del canon judío, de menor amplitud.
Estamos seguros que todos los Hagiographa fueron en algún momento, antes de la
muerte del último apóstol, entregados en forma divina a la Iglesia como escrituras
sagradas. Claro que esto lo sabemos como verdad de fe, por deducción teológica, no
por la evidencia documental del Nuevo Testamento. Este hecho tiene fuerza en contra
de la postura protestante que afirma que Jesús aprobó y transmitió en bloc la ya
previamente definida Biblia de la sinagoga Palestina.

Autores y estándares de canonicidad entre los judíos

Aunque el Antiguo Testamento no revela noción formal alguna de inspiración, los judíos
de los tiempos posteriores deben por lo menos haber poseído una idea semejante (cf. II
Tim, 3,16; II Pe. 1,21). Se menciona el caso en el que un doctor talmúdico que
distinguía entre una composición “entregada por la sabiduría del Espíritu Santo” y otra,
presumiblemente creada por la simple sabiduría humana. Pero en lo tocante a nuestro
claro concepto de canonicidad debemos decir que es un concepto moderno, del que ni
siquiera el Talmud tiene evidencia alguna. Con el fin de definir un libro que no tenía
lugar reconocido en la biblioteca divina, los rabíes hablaban de él como “manchas en las
manos”, un término técnico muy curioso procedente quizás del deseo de impedir
cualquier tocamiento profano del rollo sagrado. Sin embargo, a pesar de que entre los
judíos no existía la idea formal de canonicidad, sí se daba el hecho. En cuanto a la
fuente de canonicidad entre los antiguos hebreos, nos vemos forzados a asumir una
analogía. Existen razones tanto psicológicas como históricas para rechazar la
suposición de que el canon del Antiguo Testamento nació espontáneamente de una
especie de reconocimiento público de los libros inspirados. Cierto, parece razonable
pensar que el oficio profético en Israel contaba con sus propias credenciales, y que
éstas se extendían en gran medida a sus composiciones escritas. El problema es que
existían muchos seudo profetas en el país, lo que hacía necesario que hubiese alguna
autoridad para separar los escritos proféticos genuinos de los falsos. Del mismo modo
se hacía necesario un tribunal final que pusiese su sello sobre la variadísima y confusa
literatura comprendida en los Hagiographa. La tradición judía, según lo describen los
mencionados Josefo, Baba Bathra y los datos del seudo Esdras, indica la existencia una
autoridad que funcionaba como árbitro final de qué era escriturístico y qué no. Se dice
que el así llamado Concilio de Jamnia (c. 90 d.C.) había ya resuelto la disputa que
existía entre las escuelas rabínicas rivales en torno a la canonicidad del Cántico. De
modo que, mientras la intuición y la cada vez más reverente conciencia del elemento de
la fe de Israel podía dar- y probablemente daba- un impulso general y una dirección a la
autoridad, debemos concluir que fue la voz de la autoridad oficial la que realmente fijó
los límites del canon hebreo, y aquí, hablando en forma muy general, los exégetas
conservadores y los avanzados encontraban un terreno común. Sea como haya sido en
el caso de los Profetas, la evidencia favorece mayoritariamente un período posterior
para el caso del cierre de los Hagiographa. Un período en el que el cuerpo de los
escribas dominaban el judaísmo, sentados sobre la “cátedra de Moisés”, y detentaban
solitariamente la autoridad y el prestigio de tal actividad. El término “cuerpo de los
escribas” ha sido utilizado en forma precautoria, bajo la sospecha grave y, a veces, el
rechazo total de los académicos contemporáneos, para señalar la “Gran Sinagoga” de la
tradición rabínica, pero este asunto cae fuera de la jurisdicción del Sanedrín. La clave
para discriminar las obras canónicas de las no canónicas estaba influenciada por la Ley
del Pentateuco. Este fue siempre el canon par excellence de los israelitas. Para los
judíos de la Edad Media la Torah era el santuario más íntimo, el Santo de los Santos,
mientras que los Profetas eran el Lugar Santo y los Kéthubim constituían únicamente el
patio exterior del templo bíblico, y esta concepción medieval encontraba su fundamento
en la preeminencia que los rabíes de la época talmúdica daban a la Ley. Desde el
tiempo de Esdras la Ley, en cuanto era la parte más antigua del canon y la expresión
formal de los mandatos de Dios, recibió el mayor grado de veneración. Los cabalistas
del siglo segundo después de Cristo, y otras escuelas posteriores, veían en la otra parte
del Antiguo Testamento una mera expansión e interpretación del Pentateuco. Por ello
podemos estar seguros que la prueba mayor de canonicidad, al menos para el caso de
los Hagiographa, era su conformidad con el canon par excellence, el Pentateuco. Es
algo evidente, además, que ningún libro que no hubiese sido compuesto en hebreo, y
que no poseyese las características de antigüedad y prestigio de la edad clásica, o algo
de renombre por lo menos, no era admitido. Tales criterios son negativos y exclusivos,
más que directivos. El empuje del sentimiento religioso y del uso litúrgico deben haber
sido el factor decisivo en la decisión. Pero los criterios negativos eran parcialmente
arbitrarios y la simple intuición no puede ser prueba definitiva de certificación divina. No
fue sino mucho después que la Voz infalible habló, y fue para declarar que el canon de
la sinagoga, aunque permanecía sin adulterar, estaba incompleto.

El canon entre los judíos de Alejandria (los libros


deutorocanónicos)

La diferencia más notable entre las Biblias católica y protestante es la presencia en


aquélla de ciertos escritos que faltan tanto en ésta como en la Biblia hebrea, la cual se
convirtió en el Antiguo Testamento del protestantismo. Dichos escritos son siete:
Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, I y II de Macabeos y tres documentos
añadidos a los libros protocanónicos. Éstos son: el suplemento de Ester, del versículo 4
del capítulo 10 al final, el Cántico de los Tres Jóvenes en Daniel, 3, y las historias de
Susana y los ancianos y de Bel y el dragón, que forman los capítulos finales de la
versión católica de dicho libro. De esas obras, Tobías y Judit fueron escritos
originalmente en arameo, quizás en hebreo; Baruc y Macabeos I, en hebreo; Sabiduría
y Macabeos II fueron definitivamente compuestos en griego. Las probabilidades
favorecen al hebreo como lengua original de la adición de Ester, y al griego como
lengua del añadido de Daniel.

El viejo Antiguo Testamento griego conocido como los Setenta fue el vehículo que llevó
esas escrituras adicionales a la Iglesia Católica. La versión de los Setenta era la Biblia
de los judíos de habla griega, o helenistas, cuyo centro literario e intelectual se
encontraba en Alejandría (vea SETENTA). De entre las copias existentes de esa versión
las más antiguas datan de los siglos IV y V de nuestra era, lo cual nos dice que fueron
elaboradas por manos cristianas. Sin embargo, los investigadores generalmente
admiten que tales copias representan fielmente el Antiguo Testamento de acuerdo a
como éste era conocido entre los helenistas o judíos alejandrinos de la era
inmediatamente anterior a Cristo. Los venerables manuscritos de los Setenta varían un
poco con respecto al canon palestino, mostrando con ello que en el círculo de los judíos
alejandrinos el número admisible de libros extra no estaba determinado puntualmente
por la tradición o la autoridad. Si bien los Macabeos están ausentes en el Codex
Vaticanus (la copia más antigua del Antiguo Testamento griego), todos los manuscritos
enteros contienen todos los escritos deutero. Donde los manuscritos de los Setenta
muestran diferencias entre si, con la excepción ya mencionada, es en ciertos excesos
que van más allá de los libros deutero. No deja de ser significativo que en todas las
Biblias alejandrinas el orden hebreo tradicional es roto por la inserción de la literatura
adicional entre los otros libros, en forma ilegal, con lo que aseguran a los escritos extra
una importante igualdad de rango y privilegio. Conviene preguntarse acerca de los
motivos que llevaron a los judíos helenistas a canonizar, virtualmenet al menos, esta
considerable cantidad de literatura. Alguna de ella es muy reciente y se separa muy
radicalmente del canon palestino. Algunos opinan que no fueron los alejandrinos sino
los palestinos quienes se separaron de la tradición bíblica. Los escritores católicos
Nickes, Movers, Danko y, más recientemente, Kaulen y Mullen, han defendido la
posición de que originalmente el canon judío contenía todos los libros deuterocanónicos
y que así se mantuvo hasta el tiempo de los apóstoles (Kaulen, c. 100 d.C.) cuando, a
consecuencia de que los Setenta habían llegado a ser el Antiguo Testamento de la
Iglesia, fue prohibido por los escribas de Jerusalén, movidos por su hostilidad a la
generosidad helenista (según Kaulen, especialmente) y por la redacción griega de
nuestros libros deuterocanónicos. Esos exégetas dan mucho realce a la afirmación de
San Justino Mártir acerca de que los judíos habían mutilado la Sagrada Escritura. Tal
afirmación no descansa sobre evidencia positiva. Aducen que ciertos libros deutero
siempre han sido citados por doctores palestinos y babilonios con veneración e incluso
como si fueran parte de las Escrituras. Pero las aseveraciones particulares de algunos
rabíes no pueden pesar más que la constante tradición hebrea del canon, atestiguada
por Josefo- aunque él se inclinaba al helenismo, y por el autor judeo-alejandrino del IV
libro de Esdras. Nos vemos forzados a admitir que los líderes del judaísmo alejandrino
mostraron una clara independencia de la tradición y autoridad de Jerusalén al permitir la
ruptura de los límites sagrados del canon, fijado ya por los Profetas, al insertar un libro
de Daniel ampliado y la epístola de Baruc. Si se asume que los límites de los
Hagiographa palestinos permanecieron sin definir hasta una fecha relativamente tardía,
entonces hubo mucho menos innovación al adicionar los otros libros, pero la eliminación
de las líneas de la triple división revela que los helenistas estaban preparados para
ampliar el canon hebreo o para crear ellos uno nuevo.
Estas innovaciones pueden explicarse humanamente a causa del espíritu libre de los
judíos helenistas. Bajo la influencia del pensamiento griego ellos habían concebido una
visión mucho más amplia de la inspiración divina que sus hermanos palestinos y se
rehusaban a restringir las manifestaciones literarias del Espíritu Santo a un límite de
tiempo y a la forma hebrea de lenguaje. El libro de la Sabiduría, decididamente helenista
en su carácter, nos presenta una Sabiduría divina que fluye de generación en
generación santificando a las almas y a los profetas. (7,27, en su versión griega). Filón,
un pensador típicamente judeo-alejandrino, tiene incluso una noción exagerada de la
difusión de la inspiración (Quis rerum divinarum hæres, 52; ed. Lips., III, 57; De
migratione Abrahæ, 11,299; ed. Lips. II, 334). Pero aún Filón, aunque denota cierta
familiaridad con la literatura deutero, nunca la cita en sus voluminosos escritos. Cierto
que son varios los libros del canon hebreo que él no utiliza, pero se puede suponer
naturalmente que si él hubiese considerado las obras adicionales como si estuvieran en
el mismo plano que las otras, no hubiera dejado de citar una obra tan estimulante y
agradable como es el libro de la Sabiduría. No sólo eso, sino que, como lo han hecho
notar varias autoridades en la materia, el espíritu independiente de los helenistas no
podía haber llegado tan lejos como a establecer un canon oficial distinto del de
Jerusalén sin haber dejado huella de ello en la historia. Así que, de los datos con los
que contamos, podemos concluir en justicia que aunque los deuterocanónicos fueron
admitidos como libros sagrados por los judíos alejandrinos, siempre tuvieron un grado
inferior de santidad y autoridad que los que habían sido aceptados desde antes, i.e., los
Hagiographa y los profetas palestinos, que era inferiores, a su vez, que la Ley.

El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica

La definición más explícita del canon católico es la que dio el Concilio de Trento, en su
sesión IV, en 1546. Su catálogo del Antiguo Testamento es como sigue:

Los cinco libros de Moisés (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), Josué,
Jueces, Rut, los cuatro libros de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras I y II (que
después se llamó Nehemías), Tobías, Judit, Ester, Job, el salterio de David (que tiene
150 salmos), Proverbios, Esclesiatés, El Cantar de los Cantares, Sabiduría,
Eclesiástico, Isaías, Jeremías, con Baruc, Ezequiel, Daniel, los doce profetas menores
(Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo,
Zacarías, Malaquías), dos libros de los Macabeos, el I y el II.

El orden de los libros sigue el del Concilio de Florencia, de 1442, y el plan general de los
Setenta. La divergencia de los títulos respecto a los que se encuentran en las versiones
protestantes se debe al hecho que la Vulgata Latina oficial retuvo las formas de los
Setenta.

A. El canon Antiguo Testamento (Incluyendo los Deuteros) en el Nuevo Testamento

Los decretos tridentinos de los que se obtuvo la lista mencionada arriba constituyeron el
primer pronunciamiento infalible y efectivo que se promulgó del canon dirigido a la
Iglesia universal. Siendo de carácter dogmático, implica que los apóstoles transmitieron
el mismo canon a la Iglesia como parte del depositum fidei. Pero ello no se llevó a cabo
a base de tomar una decisión formal. Será en vano que se busque señal de tal acción
en las páginas del Nuevo Testamento. El canon amplio del Antiguo Testamento pasó
tácitamente a través de las manos de los apóstoles hacia la Iglesia a partir de su uso y
de la actitud general de los fieles respecto a sus componentes. Fue una actitud que se
revela en el Nuevo Testamento, en el caso de la mayor parte de los escritos sagrados
del Antiguo Testamento, y en el caso del resto, se debe haber manifestado en
expresiones orales o en la aprobación tácita de la reverencia especial de los fieles. Si se
reflexiona a partir del estado en el que encontramos los libros deutero en las etapas
más tempranas del cristianismo post-apostólico, se puede afirmar correctamente que tal
estado de cosas sugiere la aprobación apostólica que, a su vez, debe haber
descansado sobre la revelación, ya sea la de Cristo, ya la del Espíritu Santo. A causa de
la complejidad e inadecuación de los datos proporcionados por el Nuevo Testamento,
debemos recurrir a este argumento prescriptivo legítimo por lo menos en relación con
los deuterocanónicos. Todos los libros del Antiguo Testamento hebreo están citados en
el Nuevo, excepto aquellos que han sido apropiadamente llamados antilegomena del
Antiguo Testamento, a saber: Ester, Eclesiastés y Cantar. Más aún, Esdras y Nehemías
tampoco se utilizan. La conocida ausencia de cualquier cita explícita de los escritos
deuterocanónicos no prueba, por tanto, que deban ser vistos como inferiores a las obras
arriba mencionadas para los personajes y autores del Nuevo Testamento. La literatura
deuterocanónica generalmente no se adaptaba a sus objetivos. Se debe recordar,
incluso, que ni siquiera en su lugar de origen, Alejandría, era dicha literatura muy citada
por los autores judíos, como ya se vio en el caso de Filón. El argumento negativo que se
obtiene de la carencia de citas de los deutero en el Nuevo Testamento se minimiza por
el uso indirecto que sí hace de ellos el mismo testamento. Este uso toma forma de
alusiones y reminiscencias y muestra de forma clara que los apóstoles y evangelistas
estaban familiarizados con el incremento alejandrino, consideraban sus obras como
fuentes merecedoras al menos de respeto y escribieron bajo cierta influencia de ellos. Si
se compara el capítulo 11 de la carta a los Hebreos con los capítulos 6 y 7 del II Libro
de Macabeos, se manifiesta una inconfundible referencia a éste último al hablar el
primero de los mártires glorificados. Hay mucha afinidad de pensamiento, e incluso de
formas de lenguaje, entre I Pe. 1, 6-7 y Sab. 3,5-6; Heb. 1,3 y Sab.7,26-27; I Cor. 10,9-
10 y Jud. 8, 24-25; I Cor. 6,13 y Ecco. 36,20. Sin embargo, la fuerza del uso directo e
indirecto del Antiguo Testamento en el Nuevo se ve ligeramente disminuida por la
desconcertante verdad que al menos uno de los autores del Nuevo Testamento
explícitamente cita el “Libro de Enoch”, reconocido desde tiempo atrás como apócrifo.
Vea el versículo 14. Y en el versículo 9 cita de otra narración apócrifa, la “Asunción de
Moisés”. Las menciones que hace el Nuevo Testamento del Antiguo se caracterizan por
cierta libertad y elasticidad en la forma y en la fuente, lo que tiende a disminuir aún más
su poder probatorio respecto a su canonicidad. Pero por lo menos en lo que concierne a
la gran mayoría de los Hagiographa palestinos- y a fortiori, el Pentateuco y los Profetas-,
cualquier falta de conclusividad existente en el Nuevo Testamento queda superada por
la abundancia de sustento sobre su estatura canónica que existe en las fuentes judías,
para citar sólo unas. Estas comienzan con el Mishnah, pasando por Josefo y Filón, y
llegando a la traducción de dichos libros por los griegos helenistas. En cuanto a la
literatura deuterocanónica, solamente el último testimonio sirve como confirmación
judía. Hay signos, empero, que la versión griega no era vista por sus lectores como una
Biblia concluida, de sacralidad definida en todas sus partes, sino como algo que en sus
variables contenidos perdía brillantez gradualmente a los ojos de los helenistas y
pasaban desde la Ley, eminentemente sagrada, hasta obras de cuestionable divinidad,
como el III Libro de los Macabeos. Este factor debe ser sopesado al considerar cierto
argumento. Un gran número de autoridades católicas percibe una canonización de los
deuterocanónicos en una supuesta aprobación masiva, por parte de los Apóstoles, del
Antiguo Testamento griego, de mayor extensión evidentemente. No le falta fuerza al
argumento. El Nuevo Testamento muestra cierta preferencia por los Setenta: de los 350
textos sacados del Antiguo Testamento, 300 prefieren el lenguaje de la versión griega al
de la hebrea. Con todo, hay consideraciones que nos invitan a dudar antes de admitir la
adopción apostólica de los Setenta en bloc. Como ya se señaló arriba, hay razones para
creer que no se trataba de una cantidad fija en ese tiempo. Los manuscritos más
antiguos y representativos que existen no son totalmente idénticos en los libros que
contienen. Más aún, debe recordarse que al inicio de nuestra era, y durante un tiempo
posterior, era muy raro encontrar en forma manuscrita colecciones tan voluminosas
como los Setenta. Esta versión debe haberse encontrado más comúnmente en libros
separados o grupos de libros, lo cual favorecía una cierta variación en la brújula. De
modo que ni unos Setenta fluctuantes, ni un Nuevo Testamento poco explícito nos
pueden dar la exacta extensión de la Biblia pre-cristiana que fue transmitida por los
apóstoles a la Iglesia Primitiva. Es más sostenible concluir que hubo un proceso
selectivo bajo la guía del Espíritu Santo, y que tal proceso fue terminado en una fecha
tan tardía de la edad apostólica que el Nuevo Testamento no puede reflejar su fruto
maduro respecto al número o a la santidad de los libros admitidos de fuera de Palestina.
Para poder entender históricamente el canon apostólico de Antiguo Testamento
debemos interrogar a otros libros posteriores aunque menos sagrados, que expresan
más claramente la fe de las primeras épocas del cristianismo.

B. El Canon del Antiguo Testamento en la Iglesia de los tres primeros siglos

Los escritos subapostólicos de Clemente, Policarpo, el autor de la Epístola de


Barnabás, de las homilías seudo-clementinas y el “Pastor” de Hermas, contienen citas
implíctas o alusiones de todos los deutero, excepto Baruch (que antiguamente se
encontraba con frecuencia unido a Jeremías), el I Libro de los Macabeos y las adiciones
a David. No se puede obtener ningún argumento en contra a partir del carácter implícito,
suelto, de esas citas ya que los Padres Apostólicos citan las escrituras deuterocanóncas
exactamente de la misma manera.

Bajando a la siguiente época, la de los apologetas, encontramos a Baruc citado como


profeta por Atenágoras. San Justino Mártir fue el primero en darse cuenta que la Iglesia
poseía una versión de las escrituras del Antiguo Testamento que diferían de las de los
judíos. Fue también el primero en insinuar el principio, que luego fue promulgado por
escritores posteriores, de la autosuficiencia de la Iglesia para establecer el canon; su
independencia de la sinagoga respecto a ese asunto. La plena comprensión de esta
verdad tomó tiempo en madurar, por lo menos en Oriente, donde no faltan indicaciones
de que por largo tiempo en algunos frentes no se pudo evitar la influencia de la tradición
judeo-palestina. San Melitón, obispo de Sardes, fue quien primero hizo la lista de los
libros canónicos del Antiguo Testamento. Dice él que en esa tarea, aunque mantuvo el
orden familiar de los Setenta, verificó su catálogo a base de interrogar a los judíos. Para
ese tiempo, los judíos habían ya descartado en casi todas partes los libros alejandrinos,
así que el canon de Melitón consiste exclusivamente de los protocanónicos minus Ester.
Debe subrayarse, sin embargo, que el documento al que se le antepuso ese catálogo se
pudo haber interpretado como orientado a la polémica antijudía, en cuyo caso se
entendería bajo otra luz lo del canon restringido. San Ireneo, testigo de primera
categoría dado su amplio conocimiento de la tradición eclesiástica, afirma que Baruc fue
juzgado con el mismo criterio que Jeremías, y que las narraciones de Susana y de Bel y
el dragón se le atribuyeron a Daniel. La tradición alejandrina queda representada por el
enorme peso de Orígenes. Éste, influenciado sin duda por el uso de los judíos
alejandrinos de aceptar en la práctica los escritos extra mientras sostenían en teoría el
canon menor de Palestina, tiene un catálogo de las escrituras del Antiguo Testamento
que únicamente contiene los libros protocanónicos, aunque sigue el orden de los
Setenta. Con todo, Orígenes utiliza todos los libros deutero como Sagrada Escritura, y
en su carta a Julio Africano defiende el carácter sagrado de Tobías, Judith y los
fragmentos de Daniel. Afirma implícitamente, además, la autonomía de la Iglesia para
determinar el canon (vea las referencias en Cornely). En su edición Hexapla del Antiguo
Testamento encuentran lugar todos los libros deutero. El manuscrito bíblico conocido
como “Codex Claromontanus”, del siglo VI, contiene un catálogo al que ambos, Harnack
y Zahn, le atribuyen un origen alejandrino, casi contemporáneo de Orígenes. Ese
documento por lo menos data del período que estamos examinando y comprende todos
los libros deutero, incluyendo el IV de los Macabeos. San Hipólito (m. 236) puede bien
ser considerado el representante de la tradición romana primitiva. Él comenta sobre el
capítulo de Susana, cita frecuentemente la Sabiduría considerándola obra de Salomón y
utiliza a Baruc y a los Macabeos como Sagrada Escritura. En la Iglesia del África
occidental existen dos testigos fuertes del canon mayor: Tertuliano y San Cipriano. Las
obras de estos padres manejan bíblicamente a todos los deutero excepto a Tobías,
Judit y la adición a Ester. (En relación al empleo de escritos apócrifos en ese tiempo vea
APOCRIFOS).

C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera mitad del quinto

En ese período no está tan segura la posición de la literatura deuterocanónica como en


la época primitiva. Las dudas que se presentaron pueden ser atribuidas mayormente a
la reacción en contra de los apócrifos o de los escritos seudo-bíblicos con los que
habían inundado el Oriente los herejes y otros escritores. Por otro lado, la situación se
hizo posible debido precisamente a la falta de una definición apostólica o eclesiástica
del canon. El trabajo de definir en forma inalterable las fuentes sagradas, como es el
caso de todas las doctrinas católicas, se le dejó a la economía divina, para que lo
llevara a cabo gradualmente bajo el estímulo de preguntas y oposición. Con sus
escrituras flexibles, Alejandría había sido desde el principio un campo fecundo para la
literatura apócrifa, y San Atanasio, el vigilante pastor de ese rebaño, queriendo proteger
a éste de influencias perniciosas, elaboró un catálogo de libros señalando en él los
valores que se le habían de dar a cada uno. Primero, el canon estricto y fuente
autorizada de verdad es el Antiguo Testamento judío, excluido el libro de Ester. Hay,
además, ciertos libros a los que los Padres señalaron como fuente de edificación e
instrucción para los catecúmenos. Ellos son: la Sabiduría de Salomón, la Sabiduría de
Sirac (Eclesiástico), Ester, Judit, Tobías, el Didaché o Doctrina de los Apóstoles y el
Pastor de Hermas. Todos los demás son apócrifos e invenciones de los herejes
(Epístola Festal, para 367). Siguiendo el precedente de Orígenes y de la tradición
alejandrina, el santo doctor no reconoció más canon formal del Antiguo Testamento que
el hebreo. Empero, fiel a la misma tradición, en la práctica admitió para los libros
deuterocanónicos una dignidad escriturística, como puede verse en la forma como los
utiliza. En Jerusalén se daba entonces un renacimiento, o quizás una sobrevivencia, de
las ideas judías, cuya tendencia era claramente desfavorable para los
deuterocanónicos. Desde la misma sede episcopal, San Cirilo, quien defiende el
derecho de la Iglesia de fijar el canon, ubica estos últimos entre los apócrifos, y prohíbe
igualmente la lectura privada de cualquier libro que no sea leído en el templo. La actitud
era un poco más favorable en Antioquia y Siria. San Epifanio no muestra duda alguna
acerca del rango de los deutero: los estima, pero a sus ojos no ocupan el mismo nivel
que los libros hebreos. El historiador Eusebio atestigua la amplitud con la que se habían
extendido las dudas en su tiempo. Él clasifica los deuterocanónicos entre los
antilegomena, o libros en disputa, y a la par de Atanasio los coloca en una categoría
intermedia entre los libros aceptados por todos y los apócrifos. El canon número 59 (ó
60) del concilio provincial de Laodicea (cuya autenticidad es a veces objeto de debate)
propone un catálogo de la Escrituras que es totalmente acorde con las ideas de San
Cirilo de Jerusalén. Por otro lado, las versiones orientales y los manuscritos griegos de
ese período son más liberales. Los que aún existen contienen todos los
deuterocanónicos y, en algunos casos, a ciertos apócrifos. La influencia del canon
estrecho de Orígenes y de Atanasio se extendió naturalmente al Occidente. San Hilario
de Poitiers y Rufino siguieron sus huellas al excluir teóricamente del rango canónico a
los deuteros, aunque los admitiesen en la práctica. El último de ellos los llama “libros
eclesiásticos”, aunque de menor autoridad que el resto de las Escrituras. San Jerónimo
echó su considerable peso hacia el lado desfavorable a los libros discutidos. Al evaluar
su actitud debemos recordar que Jerónimo vivió por mucho tempo en Palestina, en un
ambiente en el que todo lo que no fuera parte del canon hebreo era automáticamente
objeto de suspicacia y que, además, sentía él una reverencia exagerada hacia el texto
hebreo, la “hebraica veritas”, como la llamaba él. En su famoso “Prologus Galeatus”, o
prefacio de su traducción de Samuel y de Reyes, él declara que todo lo que no sea
hebreo debe ser clasificado entre los apócrifos. Explícitamente afirma que Sabiduría,
Eclesiástico, Tobías y Judit no pertenecen al canon. Añade que esos libros se leen en
los templos para la edificación de los fieles pero no para confirmar la doctrina revelada.
Si se analizan cuidadosamente las expresiones de Jerónimo, en sus cartas y prefacios,
acerca de los deutero, podemos ver los siguientes resultados: primero, duda seriamente
de su inspiración divina; segundo, el hecho de que ocasionalmente los cite y que haya
traducido algunos de ellos como concesión a la tradición eclesiástica, es un testimonio
involuntario de su parte al elevado reconocimiento que gozaban en la Iglesia en general,
y a la fuerza de la tradición práctica que prescribía su uso en el culto público.
Obviamente, el rango inferior al que autoridades como Orígens, Atanasio y Jerónimo los
relegaban se debían a una concepción muy rígida de canonicidad, que exigía que un
libro, para ser elevado a esa dignidad suprema, debería ser reconocido por todos, tener
la sanción de la antigüedad judía y ser apto no sólo para edificar sino para “confirmar la
doctrina de la Iglesia”, para utilizar una frase de Jerónimo.

Pero mientras eminentes estudiosos y teoréticos continuaban despreciando los escritos


adicionales, la actitud oficial de la Iglesia Latina, siempre a favor de ellos, conservó el
tenor majestuoso de su posición. Dos documentos de importancia capital en la historia
del canon constituyen el primer pronunciamiento de autoridad papal al respecto. El
primero es el así llamado “Decretales de Gelasio”, De recipiendis et non recipiendis
libris, cuya parte esencial se atribuye hoy día al sínodo convocado por el Papa Dámaso
en el año 382. El otro es el canon de Inocencio I, enviado en 405 a un obispo gálico
como respuesta a una solicitud de información. Ambos documentos contienen a todos
los deuterocanónicos, sin distinción alguna, y son idénticos al catálogo de Trento. La
Iglesia africana, que siempre fue entusiasta defensora de los libros disputados, se
encontró en completo acuerdo con Roma en lo tocante a esa cuestión. Su versión
antigua, Vetus latina (o, menos correctamente, la Itala), había admitido todas las
escrituras del Antiguo Testamento. San Agustín parece reconocer teóricamente varios
grados de inspiración, pero en la práctica emplea los protos y los deuteros sin
discriminación alguna. En su “De doctrina Christiana” él enumera los componentes del
Antiguo Testamento completo. El sínodo de Hipona (393) y los tres de Cartago (393,397
y 419), en los cuales Agustín indiscutiblemente fue el espíritu lider, hallaron necesario
tratar explícitamente del problema del canon, y elaboraron listas idénticas, sin excluir
libro sagrado alguno. Dichos concilios basaron sus cánones en la tradición y el uso
litúrgico. Se encuentra valioso testimonio acerca de la cuestión en la Iglesia española en
la obra del hereje Prisciliano, “Liber de fide et apocryphis”. Esta obra supone una línea
divisoria bien definida entre los trabajos canónicos y los no canónicos, y que el canon
acepta a todos los deuteros.

D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin del siglo
séptimo

Esta época deja ver un curioso intercambio de opiniones entre el Este y el Oeste, al
tiempo que el uso eclesiástico no sufría modificaciones, al menos en la Iglesia Latina.
Durante esta edad intermedia se divulgó mucho en Occidente el uso de la nueva versión
del Antiguo Testamento de San Jerónimo (la Vulgata). Junto con el texto se incluían los
prefacios de Jerónimo en los que criticaba los deutero, y bajo la influencia de su
autoridad esa parte del mundo comenzó a desconfiar de ellos y a mostrar los primeros
síntomas de una corriente hostil a su canonicidad. Por otro lado, la Iglesia Oriental
importó una autoridad occidental que había canonizado los libros disputados, a saber, el
decreto de Cartago, y desde entonces se inició una tendencia cada vez mayor entre los
griegos de colocar los deuteros en el mismo nivel que los demás. Esta tendencia, sin
embargo, se debió más al olvido de la antigua distinción que a una concesión hacia el
concilio de Cartago.

E. El canon del Antiguo Testamento durante la Edad Media

La Iglesia griega.

El resultado de esa tendencia entre los griegos fue que cerca del inicio del siglo XII ellos
poseían un canon idéntico al latino, con la única diferencia que ellos sí aceptaron el
apócrifo libro III de Macabeos. El “Syntagma Canonum” de Focio señala que, en la era
del cisma del siglo IX todos los deuterocanónicos estaban reconocidos litúrgicamente en
la Iglesia griega.

La Iglesia latina

A través de toda la Edad Media encontramos en la Iglesia latina evidencia de dudas


sobre el carácter de los deutero. Hay una corriente amigable en su favor y otra
claramente desfavorable a su autoridad y carácter sagrado, y en medio de las dos hay
un número de escritores cuya veneración por esos libros se modera a causa de la
incertidumbre respecto a su verdadera posición. Entre ellos destacamos a Santo Tomás
de Aquino. Hay pocos que reconozcan su canonicidad en forma inequívoca. La
autoridad prevalente de los autores medievales de Occidente es básicamente la de los
Padres griegos. La causa principal de ese fenómeno debe encontrarse en la influencia,
directa e indirecta, del crítico Prologus de San Jerónimo. La compilación “Glossa
Ordinaria” era ampliamente leída y sumamente estimada como tesoro de conocimientos
sagrados en la Edad Media y encarnaba los prefacios en los que el Doctor de Belén
había escrito de los deuteros en términos peyorativos; con ello perpetuaba y difundía su
poco amistosa opinión. Empero, tales dudas deben ser vistas como algo más o menos
académico. Las incontables copias manuscritas de la Vulgata que se produjeron en ese
tiempo, con una excepción, muy leve, quizás accidental, abarcan uniformemente el uso
eclesiástico del Antiguo Testamento y la tradición romana se mantuvo firme en torno a
la igualdad canónica de todas las partes del Antiguo Testamento. Hay suficiente
evidencia de que durante este largo período los textos deutero se leían en los templos
del cristianismo occidental. En lo tocante a la autoridad romana, el catálogo de
Inocencio I aparece en la colección de cánones eclesiásticos enviados por el Papa
Adrián I a Carlomagno en el Imperio Franco. Nicolás I, en un escrito de 865 a los
obispos de Francia, acude al mismo decreto de Inocencio como campo en el que todos
los libros sagrados han de ser aceptados.

F. El canon del Antiguo Testamento y los concilios generales

El Concilio de Florencia (1442)


En 1442, durante la vida, y con la aprobación, de este concilio, Eugenio IV escribió
varias bulas, o decretos, con el objeto de traer los grupos cismáticos orientales a la
comunión con Roma. Y según la enseñanza común de los teólogos, tales documentos
constituyen doctrina infalible. El “Decretum pro Jacobitis” contiene una lista completa de
los libros que la Iglesia reconoce como inspirados, pero omite, quizás, deliberadamente,
los términos canon y canónico. El Concilio de Florencia, por lo tanto, enseñó acerca de
la inspiración de todas las escrituras pero no tocó formalmente el punto de su
canonicidad.

La definición de canon elaborada por el Concilio de Trento (1546)

Fue la exigencia de la controversia lo que primero llevó a Lutero a trazar una línea
divisoria entre los libros del canon hebreo y los escritos alejandrinos. En su disputa con
Eck en Leipzig, en 1519, cuando su oponente defendió que el bien conocido texto del II
libro de los Macabeos era prueba de la doctrina del purgatorio, Lutero respondió que el
pasaje no tenía autoridad puesto que ese libro estaba fuera del canon. En la primera
edición de la Biblia de Lutero, 1543, los deuteros quedaron relegados, como apócrifos, a
un lugar entre los dos testamentos. Para hacer frente a esta ruptura radical de los
protestantes, así como para definir claramente las fuentes inspiradas de las que la
Iglesia Católica toma su postura, entre los primeros actos del concilio de Trento estuvo
la solemne declaración, “como sagrados y canónicos”, de todos los libros del Antiguo y
Nuevo Testamentos “con todas sus partes, tal como han sido utilizados para ser leídos
en los templos, y como se encuentran en la vieja edición vulgata”. Durante las
deliberaciones del concilio nunca se disputó seriamente la recepción de la escritura
tradicional. Tampoco- y esto es verdaderamente notable- hubo duda seria alguna
durante los trabajos del concilio acerca de la canonicidad de los escritos disputados. En
la mente de los Padres tridentinos esos textos ya habían sido virtualmente canonizados
por el mismo decreto de Florencia, y los mismos padres se sentían particularmente
vinculados por la acción del sínodo ecuménico precedente. El concilio de Trento no
entró al estudio de las fluctuaciones en la historia del canon. Tampoco se cuestionó
acerca de la autoría o carácter de los contenidos. De acuerdo al genio práctico de la
Iglesia Latina, basó sus decisiones en la tradición inmemorial que se manifestaba en los
decretos de anteriores concilios y papas, y en la lectura litúrgica, apoyándose en la
enseñanza tradicional y en la costumbre para determinar una cuestión de tradición. Ya
se dio arriba el catálogo tridentino.

El Primer Concilio Vaticano (1870)

El gran constructor que fue el sínodo de Trento había puesto ya para siempre fuera de
la permisibilidad de la duda de los católicos la sacralidad y la canonicidad de toda la
Biblia tradicional. Por su misma implicación había definido también la plena inspiración
de esa Biblia. El Primer Concilio Vaticano aprovechó un reciente error acerca de la
inspiración para quitar cualquier sombra de incertidumbre que pudiese haber quedado.
Formalmente ratificó la acción de Trento y explícitamente definió la inspiración divina de
todos los libros y sus partes.

El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia

A. Entre los ortodoxos orientales


La Iglesia Ortodoxa Griega preservó su antiguo canon en la práctica y en la teoría hasta
tempos recientes, en los que, bajo la influencia dominante de su ramificación rusa, está
cambiando su actitud respecto a las escrituras deuterocanónicas. El rechazo de esos
libros por los teólogos y autoridades rusas es un desliz que comenzó temprano en el
siglo XVIII. Los monofisistas, nestorianos, jacobitas, armenios y coptos, aunque en
realidad se interesan poco por el canon, admiten el catálogo completo y además varios
apócrifos.

B. Entre los protestantes

Las iglesias protestantes continúan excluyendo de sus cánones los escritos deuteros,
clasificándolos de “apócrifos”. En general, los presbiterianos y calvinistas, en especial
desde el sínodo de Westminster en 1648, han sido los enemigos más reacios de
cualquier reconocimiento y, a causa de la influencia de la Sociedad Británica y
Extranjera de la Biblia, decidieron en 1826 rehusarse a distribuir biblias que contuvieran
los apócrifos. Desde ese entonces ha prácticamente cesado en los países de habla
inglesa la publicación de los deutero como apéndices de las biblias protestantes. Dichos
libros aún son materiales de lectura en la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, pero su
número ha disminuido a causa de la hostilidad. Existe un apéndice de apócrifos en la
versión británica revisada, en volumen separado. Los deuteros aún forman parte de
apéndices en las biblias alemanas que se imprimen bajo el patrocinio de los luteranos
ortodoxos.

Fuente: Reid, George. "Canon of the Old Testament." The Catholic Encyclopedia. Vol.
3. New York: Robert Appleton Company, 1908.
<http://www.newadvent.org/cathen/03267a.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío

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