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Antiguo Testamento
Estas publicaciones buscan contribuir a que lleguemos a la unidad
deseada por Cristo: ¡Qué todos sean uno!
Los escritos del Antiguo Testamento son un reflejo de esta actividad educadora de
Dios. Expresan la pedagogía de Dios. Tomemos el ejemplo de La Ley del Talión
(Lev 24,17-22), que parece tan bárbara. Esta no quiere inculcar, como norma, la
ley de la venganza, sino limitar el impulso de hacer al adversario un daño
desproporcionado al perjuicio recibido. Si uno recibió una bofetada, está tentado
de contestar con una puñalada; si le levantaron un falso, está dispuesto a matar,
etc.
La Ley del Talión dice: "Tú, a lo sumo, puedes hacer al adversario el mismo daño
que él te hizo a ti. Si le haces un daño más grande, tienes que responder por ello".
Otro ejemplo. ¿Cuántos dioses hay? Un solo Dios, contesta el Antiguo
Testamento. Es una superación con relación a la mentalidad general de aquella
época en que se admitían varios dioses.
2.- Pero al mismo tiempo, el Antiguo Testamento es inferior al Nuevo
Testamento.
En realidad el Nuevo Testamento enseña que no sólo no hay que hacer al
adversario un daño más grande del que se recibió, sino que hay que perdonarle y
amarlo, imitando a Dios (Mt 5,38-48, Le 6,27-31).
Por lo que se refiere a la verdad sobre Dios, con el Nuevo Testamento se aclara
que se trata del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que son un solo Dios. Para
cualquier problema, hay que preguntarse: "¿Qué dice el Nuevo Testamento"?
Introducción
Estas publicaciones buscan contribuir a que lleguemos a la unidad
deseada por Cristo: ¡Qué todos sean uno!
HERMANOS SEPARADOS
Eres mi hermano
Antes que nada, quiero que sepas claramente que te considero como un verdadero hermano
mío, y que te quiero y te admiro por muchas cosas buenas que he visto en ti y en tu iglesia.
Admiro tu deseo de dar a conocer a Cristo, tu entrega... De veras que muchas veces he
sentido en mi corazón una santa envidia por tu celo apostólico.
Naturalmente, hay también ciertas cosas que no me gustan en tu actuación. De esto quiero
hablarte después, más detenidamente. De todos modos, ¿en qué familia, entre hermanos, no
hay desavenencias, problemas, malentendidos?
Lo que quiero aclarar ahora es esto: "Te admiro y te quiero como un verdadero hermano en
Cristo".
En realidad, lo que nos une es demasiado:
A causa de nuestras divisiones, muchos llegan a rechazar a Cristo y hasta odiar cualquier
religión, privándose de una riqueza tan enorme. Y todo esto, ¡por nuestra culpa!
¡Qué grande responsabilidad tenemos frente al mundo, a causa de nuestras divisiones! "Así
el mundo creerá que Tú me has enviado" (Jn 17,21), dijo Jesús. Al estar nosotros divididos,
muchos no creen en Cristo. Así que, en lugar de ser un signo de que Cristo es el enviado de
Dios, mediante nuestra división representamos una piedra de tropiezo para los que
quisieran acercarse a El.
Muchos piensan: "Quiero buscar a Dios; tal vez el cristianismo me da la clave. Pero... si los
mismos cristianos están divididos entre sí y se odian... Mejor que busque por otro lado". Y
tal vez llegan a perderse para siempre, decepcionados de todo y de todos.
Un problema antiguo
Y este problema de la división empezó desde un principio, viviendo todavía los apóstoles.
Así que no le podemos achacar la culpa a una determinada persona o institución. De por sí
el hombre es pecador y tiende a apartarse de Dios y de su hermano, por envidia, orgullo,
intereses personales, para formar un grupo aparte y sentirse superior. Todo lo demás es
puro pretexto. En realidad, la voluntad de Cristo es muy clara; "Que todos sean uno" (Jn
17,21). El que se aparta, para formar otro grupo, tiene que saber claramente que se está
portando mal, poniéndose en contra de la voluntad clara de Cristo. Jesús quiere la unidad de
todos los que creen en su nombre. La división viene del pecado y del demonio.
Cada uno va proclamando:
"Yo soy de Pablo",
"yo soy de Apolo",
"yo soy de Pedro",
"yo soy de Cristo".
¿Acaso está dividido Cristo? (1Cor 1,12-13).
Hijitos míos, es la última hora,
y se les dijo que tendría que llegar el Anticristo;
en realidad, ya han venido varios anticristos,
por donde comprobamos
que ésta es la última hora.
Ellos salieron de entre nosotros mismos,
aunque realmente no eran de los nuestros.
Si hubieran sido de los nuestros,
se habrían quedado con nosotros.
Al salir ellos,
vimos claramente que entre nosotros
no todos eran de los nuestros ( 1 Jn 2,18-19).
A Dios el Juicio
Hermano en Cristo ¿me permites que te hable con toda franqueza? Fíjate que no quiero
ofenderte. Quiero solamente que reflexiones más detenidamente sobre la cita anterior. Si te
das cuenta de que no viene al caso para ti, no te preocupes. Tal vez esta reflexión podrá
servir para otros.
Muchos dicen: "Cuando yo era católico, era malo, me emborrachaba, le pegaba a mi mujer.
Desde que dejé la religión católica y entré en esta nueva religión, encontré a Cristo y
cambié de vida".
Ahora mi pregunta es la siguiente y quisiera que me contestaras con toda sinceridad: "Antes
de cambiar de religión, ¿conocías de veras el catolicismo? Y si lo conocías, ¿tratabas de
vivirlo? ¿O tal vez abandonaste el catolicismo, antes de haberlo conocido y vivido?".
No quiero juzgarte ni culparte de nada. Para mí las palabras de Jesús: "No juzguen y no
serán juzgados" (Lc 6,37), son ley. Quiero solamente decirte esto: Si antes de conocer y
vivir el catolicismo, cambiaste de religión, "Tú no eras de los nuestros. Si hubieras sido de
los nuestros, te habrías quedado con nosotros. Al salirte, vimos claramente que entre
nosotros no todos eran de los nuestros" (1Jn 2,19).
Y este problema sigue todavía. A causa de tantos malos ejemplos presentes en la Iglesia, de
tan pocos evangelizadores y de la triste realidad de una masa que se llama católica, sin un
mínimo de instrucción y vivencia cristiana, muchos se aprovechan para desacreditarla y
sacarle gente para sus distintos grupos.
¿Lo hacen con sinceridad?, ¿por interés?, ¿por orgullo?, ¿por odio en contra de la Iglesia
Católica?, ¿por motivos políticos, tratando de adormecer las conciencias y así detener la
marcha de la Iglesia Católica en favor de los derechos humanos, la dignidad del hombre y
la igualdad entre las naciones y los individuos?
Yo creo que hay de todo. Sólo Dios conoce el corazón del hombre y sabe qué es lo que
mueve a cada uno de nosotros. Mi intención es ponerte en guardia, para que no creas
fácilmente en cualquier persona que te hable de Cristo muy bonito, persiguiendo otros
fines, muchas veces encubiertos.
Tú obedece a tu conciencia. Si estás convencido de que andas bien, sigue adelante sin
temor. Dios juzga el corazón. Si eres sincero contigo mismo y buscas la verdad, no tengas
miedo. Dios te ayudará. Reza mucho y sigue buscando la voluntad de Dios. Tal vez estas
publicaciones te podrán ayudar en algo.
Que Cristo sea conocido
No obstante todo, yo, por mi parte, sigo siendo optimista. Me doy cuenta perfectamente que
para muchos "la religión es un puro negocio" (1Tim 6,5). "En realidad, el amor al dinero es
la raíz de todos los males" (1Tim 6,10).
Sin embargo, lo que más me importa es que Cristo sea conocido, aunque se trate de un
Cristo roto y con verdades a medias. Algo es algo.
Claro que me gustaría que estuviéramos todos unidos y predicáramos al mismo Cristo con
amor hacia todos, dando testimonio de aquel Reino de paz y justicia, que Cristo vino a
anunciar y empezó a implantar en este mundo. Pero... ¿qué le podemos hacer? Es un hecho
que somos pecadores y no logramos hacer las cosas a la perfección.
A este propósito recuerdo las palabras de San Pablo:
Algunos, es cierto, son llevados por la envidia y
quieren hacerme competencia, pero otros predican
a Cristo con buena intención.
Pero, al fin, ¿qué importa que unos sean sinceros
y otros hipócritas?
De todas maneras, se anuncia a Cristo y eso me
alegra, y seguiré alegrándome (Filip 1,15.18).
Se llegará a la unidad
No obstante las fuerzas destructoras y los fanatismos que operan en este mundo, estoy
convencido de que, a como dé lugar, el sueño de Cristo se va a realizar algún día. La verdad
tiene que abrirse paso, si somos dóciles a los impulsos del Espíritu. Se llegará a la unidad.
Yo soy el buen pastor:
conozco las mías
y las mías me conocen a mí.
Tengo otras ovejas,
que no son de este corral.
A ellas también las llamaré
y oirán mi voz:
habrá UN SOLO REBAÑO,
como hay un solo pastor (Jn 10,14-16).
Así que, adelante, hermano, con fe en estas palabras de Jesús. Un día llegaremos a formar
una sola Iglesia todos los creyentes en Cristo. Y tratemos de luchar para que este día no sea
muy lejano.
(Nota de Catholic.net, iniciamos hoy -26 de febrero de 2015- la publicación de esta serie,
cada semana se presentará un nuevo segmento de este material
Visión general
La forma como se ha aplicado la palabra canon a las Escrituras ha tenido desde hace
mucho un significado especial y sagrado. En su sentido más amplio significa la lista
autorizada o el número definido de los escritos compuestos bajo inspiración divina y
destinados al bienestar de la Iglesia, utilizando esta última palabra en el sentido amplio
de la sociedad teocrática que empezó con la revelación que hizo Dios de si mismo al
pueblo de Israel y que encuentra su madurez y perfección en el organismo católico. El
canon bíblico total, por tanto, consiste del Antiguo y del Nuevo Testamentos. La palabra
griega kanon significa primariamente una caña o vara de medición. Por analogía esa
palabra fue usada por los escritores de la antigüedad, tanto profanos como religiosos,
para denotar una regla o medida. Encontramos la primera aplicación del sustantivo en la
Escritura Sagrada, hecha por San Atanasio, en el siglo IV. A causa de sus derivaciones,
el Concilio de La odisea, en el mismo período, habla de kanonika biblia. Atanasio usa
las palabras biblia kanonizomena. La última frase prueba que el sentido pasivo de
canon- colección definida y reglamentada- ya estaba en uso entonces y que es esa
connotación de la palabra la que ha prevalecido en la literatura eclesiástica.
Se debe hacer notar que protocanónico y deuterocanónico son términos modernos que
no fueron usados sino hasta el siglo XVI. Dado que son palabras muy largas, la última
de ellas (usada con mayor frecuencia) se abreviará en su forma deutero en el presente
trabajo. El objeto de un artículo respecto al canon sagrado se puede ver ahora
convenientemente delimitado al proceso de
lo que se puede afirmar sobre el proceso de recopilar los escritos sagrados en cuerpos
o grupos tales que, desde su inicio mismo, han sido objeto de un cierto grado de
veneración;
La actual Biblia judía está compuesta por tres divisiones, cuyos títulos combinados
forman el nombre completo de las escrituras del judaísmo: Hat-Torah, Nebiim, wa-
Kethubim, o sea la Ley, los Profetas y los Escritos. Esta es una tríada muy antigua; se
cree que fue establecida hace mucho en la Mishnah, o código judío de leyes sagradas
no escritas y que fue escrita finalmente alrededor del año 200 d.C. Un agrupamiento
semejante es mencionado en las palabras del mismo Cristo en el Nuevo Testamento, en
Lc. 24,44: “Todas las cosas que fueron dichas respecto de mí deben ser cumplidas, las
que se encuentran escritas en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Si
vamos al prólogo del Eclesiástico, que fue fijado en éste cerca del año 132 a.C.,
encontramos que se mencionan “la Ley, los Profetas y otros que los han sucedido”. La
Torah, o ley, consiste de los cinco libros mosaicos: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio. Los Profetas fueron subdivididos por los judíos en Profetas Anteriores
(i.e. los libros profético-históricos: Josué, Jueces, Samuel, [Reyes I y II], y Reyes [Reyes
III y IV], y Profetas Posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce profetas menores,
a los que los hebreos cuentan como un solo libro). Los Escritos, mejor conocidos por un
título prestado de los Padres Griegos, Hagiographa (escritos sagrados), abarcan todos
los libros restantes de la Biblia hebrea. Nombrados en el orden en el que aparecen en el
texto hebreo actual, son: Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut,
Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, o Esdras II,
Paralipomenon.
Proto-canon.
Habida cuenta que los tradicionalistas infieren la autoría mosaica del Pentatecuco a
partir de otras fuentes, pueden encontrar prueba de una colección más temprana de
esos libros en Deuteronomio 31, 9-13, 24-26, donde se trata acerca de un cierto libro de
la ley, entregado por Moisés a los sacerdotes con el mandato de guardarlo en el Arca y
de leerlo al pueblo en la fiesta de los Tabernáculos. Pero el esfuerzo por identificar este
libro con el Pentateuco entero no convence a quienes se oponen a la autoría mosaica.
Sin estar totalmente seguros del tema, quienes abogan por las posturas antiguas
consideran muy posible que se hayan hecho varias adiciones al repertorio sagrado en el
período que va de la canonización de la Torah mosaica, descrita más arriba, al exilio
(598 a.C.). Para ello citan, especialmente, a Isaías, 34,16; II Paralipómenos, 29,1;
Daniel, 9,2. Respecto al período que siguió al exilio babilónico, los conservadores
arguyen con más seguridad. Se trata de una era de construcción, un parte aguas en la
historia de Israel. La terminación del canon judío, mediante la adición de los Profetas y
de los Hagiographa como cuerpos de la Ley, se atribuye a conservadores como Esdras,
el sacerdote-escriba y líder religioso de ese período, apoyado por Nehemías, el
gobernador civil, o al menos a la escuela de escribas fundada por el primero. (Cf. II
Esdras, 8-10; II Macabeos, 2, 13, en el original griego). Favorece mucho más
claramente la formulación hecha por Esdras de la Biblia Hebrea el famoso pasaje de
Josefo, “Contra Apionem”, I, 8, en el que el historiador judío, quien escribe en el año 100
d. C., deja sentada su convicción, y de sus correligionarios- probablemente basada en la
tradición-, de que las escrituras de los hebreos palestinos formaban una colección
cerrada y sagrada que data de los días del rey persa Artajerjes Longiamanus (465-425
a.C.), un contemporáneo de Esdras. Josefo es el más antiguo escritor que numera los
libros de la Biblia Judía. Su ordenamiento actual contiene 40; Josefo llegó artificialmente
a 22, para coincidir con el número de letras del alfabeto hebreo, a través de
combinaciones tomadas parcialmente de los Setenta. Los exegetas conservadores
encontraron un argumento confirmativo en una afirmación del apócrifo libro IV de Esdras
(XIV, 18-47), bajo cuyo legendaria cobertura ellos ven una verdad histórica. Ven otra
más en una referencia encontrada en el texto Baba Bathra del Talmud babilónico sobre
la actividad hagiográfica de los “hombres de la Gran Sinagoga”, y de Esdras y
Nehemías.
Pero los escrituristas católicos que admiten un canon esdriano están lejos de admitir
que Esdras y sus colegas pretendían cerrar la biblioteca sagrada para impedir cualquier
futura intromisión. El Espíritu de Dios pudo, y de hecho lo hizo, soplar en los escritos
posteriores, y la presencia de los libros deutero en el canon de la Iglesia responde a los
teólogos protestantes de la generación anterior, quienes aseguraban que Esdras fue un
agente divino elegido para determinar y sellar inviolablemente el Antiguo Testamento. Al
menos en este punto los escritores católicos difieren del cauce del testimonio de Josefo.
Y aunque existe lo que se podría llamar un consenso de los exegetas católicos del tipo
conservador acerca de la formulación esdriana o cuasi esdriana del canon en la medida
que el material existente lo permitía, no se trata de un acuerdo total. Kaulen y Danko,
postulando una compilación posterior, son las excepciones entre los académicos
mencionados.
La Ley, los Profetas y los Hagiographa, sus tres cuerpos constitutivos, representan un
grado de crecimiento y corresponden a tres períodos más o menos extensos. Los
Hagiographa se encuentran separados de los Profetas por causas puramente
cronológicas. La única división señalada por razones intrínsecas es el elemento legal
del Antiguo Testamento, o sea, el Pentateuco.
La Torah, o Ley
Dicen los exegetas críticos que hasta el reinado de Josías y el descubrimiento del “libro
de la Ley” en el templo, hecho que hizo época (621 a.C.), no había en Israel ningún
códice legal escrito, ni ninguna otra obra que fuese reconocida universalmente como
procedente de la suprema autoridad divina. Ese “libro de la Ley” era prácticamente
idéntico al Deuteronomio, y su reconocimiento y canonización consistieron en el pacto
solemne echo por Josías y el pueblo de Judá, según se describe en el IV libro de los
Reyes, 23. Quedó demostrado por la evidencia negativa de los profetas anteriores y por
la ausencia de factores debidos a la reforma religiosa decidida por Exequias (Hezekiah),
que en Israel no se conocía previamente ninguna Torah sagrada escrita, mientras que
ésta sí constituyó el motor principal de la reforma que realizó Josías. Finalmente,
también lo demostró la sorpresa y consternación de este último gobernante al encontrar
tal obra. Este argumento, de hecho, es el pivote del actual sistema de crítica del
Pentateuco. Además, el tema va a ser desarrollado con mayor detalle en el artículo
referente al Pentateuco. Como lo será, igualmente, la tesis que ataca la autoría mosaica
y la promulgación de ese último libro en su totalidad. La publicación de todo el código
mosaico, según la hipótesis dominante, no ocurrió sino hasta los días de Esdras, y está
narrada en los capítulos VIII-X del segundo libro que lleva ese nombre. En ese contexto,
debe mencionarse el argumento del Pentateuco samaritano para dejar establecido que
el canon esdriano no adoptó nada fuera del Hexateuco, i.e., el Pentateuco más Josué.
(Vea PENTATEUCO; SAMARITANOS.)
Las opiniones de los críticos referentes a su fecha de redacción varían desde el año 165
a.C. a la mitad del siglo segundo de nuestra era (Wildeboer). Los estudiosos católicos
Jahn, Movers, Nickes, Danko, Haneberg, Aicher, sin compartir las opiniones de los
exegetas más avanzados, consideran que los Hagiographa hebreos no quedaron
definitivamente terminados sino hasta después de Cristo. Es algo indiscutible que el
carácter sagrado de ciertas partes de la Biblia palestina (Ester, Eclesiatés, Cantar de los
Cantares) aún era puesto en duda por algunos rabíes en fecha tan tardía como el siglo
segundo de la era cristiana (Mishna, Yadaim, III,5; Talmud Babilonio, Megilla, fol. 7). A
pesar de las diferencias de fechas, los críticos concuerdan en que la distinción entre los
Hagiographa y el Canon Profético es esencialmente cronológica. Se debe a que los
Profetas ya habían formado una colección cerrada a la que no tenían acceso Rut,
Lamentaciones y Daniel, aunque pertenecieran naturalmente a ellos y,
consecuentemente, tuvieron que aceptar un lugar en la formación más nueva, los
Kéthubim.
Aunque el Antiguo Testamento no revela noción formal alguna de inspiración, los judíos
de los tiempos posteriores deben por lo menos haber poseído una idea semejante (cf. II
Tim, 3,16; II Pe. 1,21). Se menciona el caso en el que un doctor talmúdico que
distinguía entre una composición “entregada por la sabiduría del Espíritu Santo” y otra,
presumiblemente creada por la simple sabiduría humana. Pero en lo tocante a nuestro
claro concepto de canonicidad debemos decir que es un concepto moderno, del que ni
siquiera el Talmud tiene evidencia alguna. Con el fin de definir un libro que no tenía
lugar reconocido en la biblioteca divina, los rabíes hablaban de él como “manchas en las
manos”, un término técnico muy curioso procedente quizás del deseo de impedir
cualquier tocamiento profano del rollo sagrado. Sin embargo, a pesar de que entre los
judíos no existía la idea formal de canonicidad, sí se daba el hecho. En cuanto a la
fuente de canonicidad entre los antiguos hebreos, nos vemos forzados a asumir una
analogía. Existen razones tanto psicológicas como históricas para rechazar la
suposición de que el canon del Antiguo Testamento nació espontáneamente de una
especie de reconocimiento público de los libros inspirados. Cierto, parece razonable
pensar que el oficio profético en Israel contaba con sus propias credenciales, y que
éstas se extendían en gran medida a sus composiciones escritas. El problema es que
existían muchos seudo profetas en el país, lo que hacía necesario que hubiese alguna
autoridad para separar los escritos proféticos genuinos de los falsos. Del mismo modo
se hacía necesario un tribunal final que pusiese su sello sobre la variadísima y confusa
literatura comprendida en los Hagiographa. La tradición judía, según lo describen los
mencionados Josefo, Baba Bathra y los datos del seudo Esdras, indica la existencia una
autoridad que funcionaba como árbitro final de qué era escriturístico y qué no. Se dice
que el así llamado Concilio de Jamnia (c. 90 d.C.) había ya resuelto la disputa que
existía entre las escuelas rabínicas rivales en torno a la canonicidad del Cántico. De
modo que, mientras la intuición y la cada vez más reverente conciencia del elemento de
la fe de Israel podía dar- y probablemente daba- un impulso general y una dirección a la
autoridad, debemos concluir que fue la voz de la autoridad oficial la que realmente fijó
los límites del canon hebreo, y aquí, hablando en forma muy general, los exégetas
conservadores y los avanzados encontraban un terreno común. Sea como haya sido en
el caso de los Profetas, la evidencia favorece mayoritariamente un período posterior
para el caso del cierre de los Hagiographa. Un período en el que el cuerpo de los
escribas dominaban el judaísmo, sentados sobre la “cátedra de Moisés”, y detentaban
solitariamente la autoridad y el prestigio de tal actividad. El término “cuerpo de los
escribas” ha sido utilizado en forma precautoria, bajo la sospecha grave y, a veces, el
rechazo total de los académicos contemporáneos, para señalar la “Gran Sinagoga” de la
tradición rabínica, pero este asunto cae fuera de la jurisdicción del Sanedrín. La clave
para discriminar las obras canónicas de las no canónicas estaba influenciada por la Ley
del Pentateuco. Este fue siempre el canon par excellence de los israelitas. Para los
judíos de la Edad Media la Torah era el santuario más íntimo, el Santo de los Santos,
mientras que los Profetas eran el Lugar Santo y los Kéthubim constituían únicamente el
patio exterior del templo bíblico, y esta concepción medieval encontraba su fundamento
en la preeminencia que los rabíes de la época talmúdica daban a la Ley. Desde el
tiempo de Esdras la Ley, en cuanto era la parte más antigua del canon y la expresión
formal de los mandatos de Dios, recibió el mayor grado de veneración. Los cabalistas
del siglo segundo después de Cristo, y otras escuelas posteriores, veían en la otra parte
del Antiguo Testamento una mera expansión e interpretación del Pentateuco. Por ello
podemos estar seguros que la prueba mayor de canonicidad, al menos para el caso de
los Hagiographa, era su conformidad con el canon par excellence, el Pentateuco. Es
algo evidente, además, que ningún libro que no hubiese sido compuesto en hebreo, y
que no poseyese las características de antigüedad y prestigio de la edad clásica, o algo
de renombre por lo menos, no era admitido. Tales criterios son negativos y exclusivos,
más que directivos. El empuje del sentimiento religioso y del uso litúrgico deben haber
sido el factor decisivo en la decisión. Pero los criterios negativos eran parcialmente
arbitrarios y la simple intuición no puede ser prueba definitiva de certificación divina. No
fue sino mucho después que la Voz infalible habló, y fue para declarar que el canon de
la sinagoga, aunque permanecía sin adulterar, estaba incompleto.
El viejo Antiguo Testamento griego conocido como los Setenta fue el vehículo que llevó
esas escrituras adicionales a la Iglesia Católica. La versión de los Setenta era la Biblia
de los judíos de habla griega, o helenistas, cuyo centro literario e intelectual se
encontraba en Alejandría (vea SETENTA). De entre las copias existentes de esa versión
las más antiguas datan de los siglos IV y V de nuestra era, lo cual nos dice que fueron
elaboradas por manos cristianas. Sin embargo, los investigadores generalmente
admiten que tales copias representan fielmente el Antiguo Testamento de acuerdo a
como éste era conocido entre los helenistas o judíos alejandrinos de la era
inmediatamente anterior a Cristo. Los venerables manuscritos de los Setenta varían un
poco con respecto al canon palestino, mostrando con ello que en el círculo de los judíos
alejandrinos el número admisible de libros extra no estaba determinado puntualmente
por la tradición o la autoridad. Si bien los Macabeos están ausentes en el Codex
Vaticanus (la copia más antigua del Antiguo Testamento griego), todos los manuscritos
enteros contienen todos los escritos deutero. Donde los manuscritos de los Setenta
muestran diferencias entre si, con la excepción ya mencionada, es en ciertos excesos
que van más allá de los libros deutero. No deja de ser significativo que en todas las
Biblias alejandrinas el orden hebreo tradicional es roto por la inserción de la literatura
adicional entre los otros libros, en forma ilegal, con lo que aseguran a los escritos extra
una importante igualdad de rango y privilegio. Conviene preguntarse acerca de los
motivos que llevaron a los judíos helenistas a canonizar, virtualmenet al menos, esta
considerable cantidad de literatura. Alguna de ella es muy reciente y se separa muy
radicalmente del canon palestino. Algunos opinan que no fueron los alejandrinos sino
los palestinos quienes se separaron de la tradición bíblica. Los escritores católicos
Nickes, Movers, Danko y, más recientemente, Kaulen y Mullen, han defendido la
posición de que originalmente el canon judío contenía todos los libros deuterocanónicos
y que así se mantuvo hasta el tiempo de los apóstoles (Kaulen, c. 100 d.C.) cuando, a
consecuencia de que los Setenta habían llegado a ser el Antiguo Testamento de la
Iglesia, fue prohibido por los escribas de Jerusalén, movidos por su hostilidad a la
generosidad helenista (según Kaulen, especialmente) y por la redacción griega de
nuestros libros deuterocanónicos. Esos exégetas dan mucho realce a la afirmación de
San Justino Mártir acerca de que los judíos habían mutilado la Sagrada Escritura. Tal
afirmación no descansa sobre evidencia positiva. Aducen que ciertos libros deutero
siempre han sido citados por doctores palestinos y babilonios con veneración e incluso
como si fueran parte de las Escrituras. Pero las aseveraciones particulares de algunos
rabíes no pueden pesar más que la constante tradición hebrea del canon, atestiguada
por Josefo- aunque él se inclinaba al helenismo, y por el autor judeo-alejandrino del IV
libro de Esdras. Nos vemos forzados a admitir que los líderes del judaísmo alejandrino
mostraron una clara independencia de la tradición y autoridad de Jerusalén al permitir la
ruptura de los límites sagrados del canon, fijado ya por los Profetas, al insertar un libro
de Daniel ampliado y la epístola de Baruc. Si se asume que los límites de los
Hagiographa palestinos permanecieron sin definir hasta una fecha relativamente tardía,
entonces hubo mucho menos innovación al adicionar los otros libros, pero la eliminación
de las líneas de la triple división revela que los helenistas estaban preparados para
ampliar el canon hebreo o para crear ellos uno nuevo.
Estas innovaciones pueden explicarse humanamente a causa del espíritu libre de los
judíos helenistas. Bajo la influencia del pensamiento griego ellos habían concebido una
visión mucho más amplia de la inspiración divina que sus hermanos palestinos y se
rehusaban a restringir las manifestaciones literarias del Espíritu Santo a un límite de
tiempo y a la forma hebrea de lenguaje. El libro de la Sabiduría, decididamente helenista
en su carácter, nos presenta una Sabiduría divina que fluye de generación en
generación santificando a las almas y a los profetas. (7,27, en su versión griega). Filón,
un pensador típicamente judeo-alejandrino, tiene incluso una noción exagerada de la
difusión de la inspiración (Quis rerum divinarum hæres, 52; ed. Lips., III, 57; De
migratione Abrahæ, 11,299; ed. Lips. II, 334). Pero aún Filón, aunque denota cierta
familiaridad con la literatura deutero, nunca la cita en sus voluminosos escritos. Cierto
que son varios los libros del canon hebreo que él no utiliza, pero se puede suponer
naturalmente que si él hubiese considerado las obras adicionales como si estuvieran en
el mismo plano que las otras, no hubiera dejado de citar una obra tan estimulante y
agradable como es el libro de la Sabiduría. No sólo eso, sino que, como lo han hecho
notar varias autoridades en la materia, el espíritu independiente de los helenistas no
podía haber llegado tan lejos como a establecer un canon oficial distinto del de
Jerusalén sin haber dejado huella de ello en la historia. Así que, de los datos con los
que contamos, podemos concluir en justicia que aunque los deuterocanónicos fueron
admitidos como libros sagrados por los judíos alejandrinos, siempre tuvieron un grado
inferior de santidad y autoridad que los que habían sido aceptados desde antes, i.e., los
Hagiographa y los profetas palestinos, que era inferiores, a su vez, que la Ley.
La definición más explícita del canon católico es la que dio el Concilio de Trento, en su
sesión IV, en 1546. Su catálogo del Antiguo Testamento es como sigue:
Los cinco libros de Moisés (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), Josué,
Jueces, Rut, los cuatro libros de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras I y II (que
después se llamó Nehemías), Tobías, Judit, Ester, Job, el salterio de David (que tiene
150 salmos), Proverbios, Esclesiatés, El Cantar de los Cantares, Sabiduría,
Eclesiástico, Isaías, Jeremías, con Baruc, Ezequiel, Daniel, los doce profetas menores
(Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo,
Zacarías, Malaquías), dos libros de los Macabeos, el I y el II.
El orden de los libros sigue el del Concilio de Florencia, de 1442, y el plan general de los
Setenta. La divergencia de los títulos respecto a los que se encuentran en las versiones
protestantes se debe al hecho que la Vulgata Latina oficial retuvo las formas de los
Setenta.
Los decretos tridentinos de los que se obtuvo la lista mencionada arriba constituyeron el
primer pronunciamiento infalible y efectivo que se promulgó del canon dirigido a la
Iglesia universal. Siendo de carácter dogmático, implica que los apóstoles transmitieron
el mismo canon a la Iglesia como parte del depositum fidei. Pero ello no se llevó a cabo
a base de tomar una decisión formal. Será en vano que se busque señal de tal acción
en las páginas del Nuevo Testamento. El canon amplio del Antiguo Testamento pasó
tácitamente a través de las manos de los apóstoles hacia la Iglesia a partir de su uso y
de la actitud general de los fieles respecto a sus componentes. Fue una actitud que se
revela en el Nuevo Testamento, en el caso de la mayor parte de los escritos sagrados
del Antiguo Testamento, y en el caso del resto, se debe haber manifestado en
expresiones orales o en la aprobación tácita de la reverencia especial de los fieles. Si se
reflexiona a partir del estado en el que encontramos los libros deutero en las etapas
más tempranas del cristianismo post-apostólico, se puede afirmar correctamente que tal
estado de cosas sugiere la aprobación apostólica que, a su vez, debe haber
descansado sobre la revelación, ya sea la de Cristo, ya la del Espíritu Santo. A causa de
la complejidad e inadecuación de los datos proporcionados por el Nuevo Testamento,
debemos recurrir a este argumento prescriptivo legítimo por lo menos en relación con
los deuterocanónicos. Todos los libros del Antiguo Testamento hebreo están citados en
el Nuevo, excepto aquellos que han sido apropiadamente llamados antilegomena del
Antiguo Testamento, a saber: Ester, Eclesiastés y Cantar. Más aún, Esdras y Nehemías
tampoco se utilizan. La conocida ausencia de cualquier cita explícita de los escritos
deuterocanónicos no prueba, por tanto, que deban ser vistos como inferiores a las obras
arriba mencionadas para los personajes y autores del Nuevo Testamento. La literatura
deuterocanónica generalmente no se adaptaba a sus objetivos. Se debe recordar,
incluso, que ni siquiera en su lugar de origen, Alejandría, era dicha literatura muy citada
por los autores judíos, como ya se vio en el caso de Filón. El argumento negativo que se
obtiene de la carencia de citas de los deutero en el Nuevo Testamento se minimiza por
el uso indirecto que sí hace de ellos el mismo testamento. Este uso toma forma de
alusiones y reminiscencias y muestra de forma clara que los apóstoles y evangelistas
estaban familiarizados con el incremento alejandrino, consideraban sus obras como
fuentes merecedoras al menos de respeto y escribieron bajo cierta influencia de ellos. Si
se compara el capítulo 11 de la carta a los Hebreos con los capítulos 6 y 7 del II Libro
de Macabeos, se manifiesta una inconfundible referencia a éste último al hablar el
primero de los mártires glorificados. Hay mucha afinidad de pensamiento, e incluso de
formas de lenguaje, entre I Pe. 1, 6-7 y Sab. 3,5-6; Heb. 1,3 y Sab.7,26-27; I Cor. 10,9-
10 y Jud. 8, 24-25; I Cor. 6,13 y Ecco. 36,20. Sin embargo, la fuerza del uso directo e
indirecto del Antiguo Testamento en el Nuevo se ve ligeramente disminuida por la
desconcertante verdad que al menos uno de los autores del Nuevo Testamento
explícitamente cita el “Libro de Enoch”, reconocido desde tiempo atrás como apócrifo.
Vea el versículo 14. Y en el versículo 9 cita de otra narración apócrifa, la “Asunción de
Moisés”. Las menciones que hace el Nuevo Testamento del Antiguo se caracterizan por
cierta libertad y elasticidad en la forma y en la fuente, lo que tiende a disminuir aún más
su poder probatorio respecto a su canonicidad. Pero por lo menos en lo que concierne a
la gran mayoría de los Hagiographa palestinos- y a fortiori, el Pentateuco y los Profetas-,
cualquier falta de conclusividad existente en el Nuevo Testamento queda superada por
la abundancia de sustento sobre su estatura canónica que existe en las fuentes judías,
para citar sólo unas. Estas comienzan con el Mishnah, pasando por Josefo y Filón, y
llegando a la traducción de dichos libros por los griegos helenistas. En cuanto a la
literatura deuterocanónica, solamente el último testimonio sirve como confirmación
judía. Hay signos, empero, que la versión griega no era vista por sus lectores como una
Biblia concluida, de sacralidad definida en todas sus partes, sino como algo que en sus
variables contenidos perdía brillantez gradualmente a los ojos de los helenistas y
pasaban desde la Ley, eminentemente sagrada, hasta obras de cuestionable divinidad,
como el III Libro de los Macabeos. Este factor debe ser sopesado al considerar cierto
argumento. Un gran número de autoridades católicas percibe una canonización de los
deuterocanónicos en una supuesta aprobación masiva, por parte de los Apóstoles, del
Antiguo Testamento griego, de mayor extensión evidentemente. No le falta fuerza al
argumento. El Nuevo Testamento muestra cierta preferencia por los Setenta: de los 350
textos sacados del Antiguo Testamento, 300 prefieren el lenguaje de la versión griega al
de la hebrea. Con todo, hay consideraciones que nos invitan a dudar antes de admitir la
adopción apostólica de los Setenta en bloc. Como ya se señaló arriba, hay razones para
creer que no se trataba de una cantidad fija en ese tiempo. Los manuscritos más
antiguos y representativos que existen no son totalmente idénticos en los libros que
contienen. Más aún, debe recordarse que al inicio de nuestra era, y durante un tiempo
posterior, era muy raro encontrar en forma manuscrita colecciones tan voluminosas
como los Setenta. Esta versión debe haberse encontrado más comúnmente en libros
separados o grupos de libros, lo cual favorecía una cierta variación en la brújula. De
modo que ni unos Setenta fluctuantes, ni un Nuevo Testamento poco explícito nos
pueden dar la exacta extensión de la Biblia pre-cristiana que fue transmitida por los
apóstoles a la Iglesia Primitiva. Es más sostenible concluir que hubo un proceso
selectivo bajo la guía del Espíritu Santo, y que tal proceso fue terminado en una fecha
tan tardía de la edad apostólica que el Nuevo Testamento no puede reflejar su fruto
maduro respecto al número o a la santidad de los libros admitidos de fuera de Palestina.
Para poder entender históricamente el canon apostólico de Antiguo Testamento
debemos interrogar a otros libros posteriores aunque menos sagrados, que expresan
más claramente la fe de las primeras épocas del cristianismo.
C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera mitad del quinto
D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin del siglo
séptimo
Esta época deja ver un curioso intercambio de opiniones entre el Este y el Oeste, al
tiempo que el uso eclesiástico no sufría modificaciones, al menos en la Iglesia Latina.
Durante esta edad intermedia se divulgó mucho en Occidente el uso de la nueva versión
del Antiguo Testamento de San Jerónimo (la Vulgata). Junto con el texto se incluían los
prefacios de Jerónimo en los que criticaba los deutero, y bajo la influencia de su
autoridad esa parte del mundo comenzó a desconfiar de ellos y a mostrar los primeros
síntomas de una corriente hostil a su canonicidad. Por otro lado, la Iglesia Oriental
importó una autoridad occidental que había canonizado los libros disputados, a saber, el
decreto de Cartago, y desde entonces se inició una tendencia cada vez mayor entre los
griegos de colocar los deuteros en el mismo nivel que los demás. Esta tendencia, sin
embargo, se debió más al olvido de la antigua distinción que a una concesión hacia el
concilio de Cartago.
La Iglesia griega.
El resultado de esa tendencia entre los griegos fue que cerca del inicio del siglo XII ellos
poseían un canon idéntico al latino, con la única diferencia que ellos sí aceptaron el
apócrifo libro III de Macabeos. El “Syntagma Canonum” de Focio señala que, en la era
del cisma del siglo IX todos los deuterocanónicos estaban reconocidos litúrgicamente en
la Iglesia griega.
La Iglesia latina
Fue la exigencia de la controversia lo que primero llevó a Lutero a trazar una línea
divisoria entre los libros del canon hebreo y los escritos alejandrinos. En su disputa con
Eck en Leipzig, en 1519, cuando su oponente defendió que el bien conocido texto del II
libro de los Macabeos era prueba de la doctrina del purgatorio, Lutero respondió que el
pasaje no tenía autoridad puesto que ese libro estaba fuera del canon. En la primera
edición de la Biblia de Lutero, 1543, los deuteros quedaron relegados, como apócrifos, a
un lugar entre los dos testamentos. Para hacer frente a esta ruptura radical de los
protestantes, así como para definir claramente las fuentes inspiradas de las que la
Iglesia Católica toma su postura, entre los primeros actos del concilio de Trento estuvo
la solemne declaración, “como sagrados y canónicos”, de todos los libros del Antiguo y
Nuevo Testamentos “con todas sus partes, tal como han sido utilizados para ser leídos
en los templos, y como se encuentran en la vieja edición vulgata”. Durante las
deliberaciones del concilio nunca se disputó seriamente la recepción de la escritura
tradicional. Tampoco- y esto es verdaderamente notable- hubo duda seria alguna
durante los trabajos del concilio acerca de la canonicidad de los escritos disputados. En
la mente de los Padres tridentinos esos textos ya habían sido virtualmente canonizados
por el mismo decreto de Florencia, y los mismos padres se sentían particularmente
vinculados por la acción del sínodo ecuménico precedente. El concilio de Trento no
entró al estudio de las fluctuaciones en la historia del canon. Tampoco se cuestionó
acerca de la autoría o carácter de los contenidos. De acuerdo al genio práctico de la
Iglesia Latina, basó sus decisiones en la tradición inmemorial que se manifestaba en los
decretos de anteriores concilios y papas, y en la lectura litúrgica, apoyándose en la
enseñanza tradicional y en la costumbre para determinar una cuestión de tradición. Ya
se dio arriba el catálogo tridentino.
El gran constructor que fue el sínodo de Trento había puesto ya para siempre fuera de
la permisibilidad de la duda de los católicos la sacralidad y la canonicidad de toda la
Biblia tradicional. Por su misma implicación había definido también la plena inspiración
de esa Biblia. El Primer Concilio Vaticano aprovechó un reciente error acerca de la
inspiración para quitar cualquier sombra de incertidumbre que pudiese haber quedado.
Formalmente ratificó la acción de Trento y explícitamente definió la inspiración divina de
todos los libros y sus partes.
Las iglesias protestantes continúan excluyendo de sus cánones los escritos deuteros,
clasificándolos de “apócrifos”. En general, los presbiterianos y calvinistas, en especial
desde el sínodo de Westminster en 1648, han sido los enemigos más reacios de
cualquier reconocimiento y, a causa de la influencia de la Sociedad Británica y
Extranjera de la Biblia, decidieron en 1826 rehusarse a distribuir biblias que contuvieran
los apócrifos. Desde ese entonces ha prácticamente cesado en los países de habla
inglesa la publicación de los deutero como apéndices de las biblias protestantes. Dichos
libros aún son materiales de lectura en la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, pero su
número ha disminuido a causa de la hostilidad. Existe un apéndice de apócrifos en la
versión británica revisada, en volumen separado. Los deuteros aún forman parte de
apéndices en las biblias alemanas que se imprimen bajo el patrocinio de los luteranos
ortodoxos.
Fuente: Reid, George. "Canon of the Old Testament." The Catholic Encyclopedia. Vol.
3. New York: Robert Appleton Company, 1908.
<http://www.newadvent.org/cathen/03267a.htm>.