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Nuevas dramaturgias de la interfaz: realismo y tecnología

Ahora la verdad ya no se entiende, definitivamente,


como aquello que se muestra por sí mismo

Peter Sloterdijk

1. Espacios de la representación
El paso del habla a la escritura supuso, entre otras cosas, la inscripción del discurso en un
soporte, ya sea una tabla, un papiro o una página de papel. La aparición de este espacio en el
ámbito de la producción del discurso no constituye tan sólo una cuestión práctica, sino que
implica un proceso de visualización de un marco que había estado de forma latente, en la
elaboración del discurso oral, pero que en ese ámbito permanecía inoperante. En realidad,
podemos decir que no se inserta el habla en un soporte, sino que la escritura –la misma idea
de escritura que se actualiza al escribir- hace aparecer el marco en el que el habla se había
siempre desarrollado. Ese marco constituye la materialización de las coordenadas espacio-
temporales por las que discurre tradicionalmente el pensamiento occidental. Tiene razón, pues,
Derrida cuando dice que primero es la escritura y no el habla, puesto que no hay discurso
racional posible que sea anterior al marco contenedor que la escritura se encarga de visualizar.
Antes de la escritura y de la visualización del marco, lo que puede existir es una serie de
balbuceos sin estructura alguna. Estos sonidos, semánticamente limitados, sólo adquieren una
coherencia conjunta y desarrollan un discurso en el momento en que se organizan linealmente.
Pero esta linealidad no puede prolongarse indefinidamente en la misma dirección que ha
emprendido, so pena de convertirse en un deambular sin rumbo y sin profundidad: es decir, lo
que sería una fase ligeramente superior del balbuceo inicial. Sólo cuando el discurso se
repliega sobre sí mismo y la línea forma una doblez que convierte su transcurrir en un conjunto
de superposiciones aparece la racionalidad y con ella la posibilidad de acumular sentido. Esta
acumulación, que supone una mezcla de la linealidad temporal y la disposición espacial,
implica la inserción del discurso en un espacio contenedor, en un marco que de momento es
virtual, o sea, mental, y que acabará concretándose en la escritura propiamente dicha. Así,
pues, aunque todo parece indicar que la escritura se organiza de acuerdo a la superficie en la
que se inscribe, en realidad el soporte es una destilación de la propia estructura del discurso,
que se inscribe en un lugar que no sólo es adecuado sino imprescindible: la escritura y la

1
superficie en la que se inserta aparecen, pues, simultáneamente, como producto la una de la
otra.

La forma estructural básica de la escritura –la sintaxis- presenta las características de una línea
temporal que se desarrolla equilibradamente sobre una superficie plana o espacio
bidimensional. En un lugar como ese y mediante el proceso de escritura, el espacio se somete
casi por completo al tiempo. Para el absoluto sometimiento, que correspondería a una completa
disolución del espacio y su transformación en un tiempo inmaterial e invisible, le restan al
espacio dos cuestiones: por un lado, la convención horizontal, que mantiene las líneas del texto
paralelas unas a otras y a un horizonte ideal que coincide con los márgenes superior e inferior
de la página;1 y por el otro, la convención vertical por la que el texto se divide al llegar al
margen derecho de la página y continúa en un espacio inferior. Pero el resto es puro avance
temporal que arrastra tras de sí al texto, al pensamiento e incluso al ojo, es decir, a la visión.

La literatura y el pensamiento escrito (es decir, la filosofía) desarrollarán posteriormente


filigranas retóricas, o sea, espaciales, sobre esa temporalidad dominante, pero sin llegar a
romper su férrea legislatura material. Y ello sucede porque la visión, no sólo el pensamiento, se
halla prisionera de la línea temporal. Podría decirse que en el lenguaje escrito también hay
implantado un ojo, como sucedía, según Sloterdijk, con la fuerza errática del pensamiento de
Fichte2. La frase avanza con un ojo en la frente de las palabras así como de los conceptos que
el conjunto de éstas construyen. Es así que vemos lingüísticamente aunque no por ello
escribamos necesariamente de forma visual, ya que ese ojo pegado en la frente de las
palabras nos obliga a ver al ritmo de ellas, que es el rimo de la temporalidad dominante, y ello
impide que ampliemos nuestro campo de visión al panorama que rodea esa línea de
pensamiento. El ojo avanza así como el faro de una locomotora lanzada a toda velocidad en
medio de la noche: contempla ensimismadamente un futuro siempre fugaz a la vez que ignora
el mundo que hay alrededor, más allá de los raíles que transportan a la máquina.

En este contexto, el modo de exposición paradigmático es la narrativa: una historia que


empieza y acaba, que tiene un principio, un medio y un final; una presentación, un nudo y un

1
Si bien el aprendizaje de la caligrafía ha fomentado esta convención en Occidente, lo cierto es que se
encuentra incluso en las primeras escrituras cuneiformes, al tiempo que puede considerarse equivalente
a las líneas verticales de algunas escrituras orientales, como la china y la japonesa.
2
Peter Sloterdijk, En el mundo interior del capital. Para una teoría filosófica de la globalización, Madrid,
Siruela, 2007, p. 92.

2
desenlace, según indica paradigmáticamente Aristóteles para referirse a las formas dramáticas,
las cuales, a pesar de ser presentadas (puestas en presente y mostradas al público), siguen a
rajatabla la temporalidad que domina este cosmos.

La pintura implica una espacialidad obvia, pero sólo en su ejecución, ya que la contemplación
de la misma sigue siendo temporal. El espectador del cuadro lo contempla como un instante en
el tiempo e ignora su “presencia”, su “presente” (de la misma manera que el espectador de
teatro ignora que la obra está siendo “narrada” por detrás de su dramatización): ignora el
espacio donde, en todo caso, la temporalidad que el cuadro insinúa se encuentra con
resistencias y contradicciones y, por tanto, se espacializa. Godard, en su ensayo fílmico
Scénario du Suave qui peut (la vie). Quelques remarques sur la realitation et production du film,
(1979), se dedica, precisamente, a descomponer la narración que sustenta la arquitectura
dramática del film: no muestra las imágenes que van a componerlo, sino la razón que cristaliza
en esas imágenes.

El tiempo se halla atrapado en el cuadro y debe amoldarse a su espacialidad; todo lo contrario


de la superficie espacial ligada a la escritura, que se diluye en la temporalidad esencial de ésta.
Pero el espectador y el lector se hallan ambos prisioneros de una misma mirada-tiempo. Todo
fluye, según Heráclito, y la razón se ve obligada a poner freno a este fluir constante para poder
asentarse y existir. Embalsa el río en una presa. Pero la sensación de la temporalidad fluyente
permanece en ese embalse que es primero la página y luego las formas expositivas que se
construyen a partir de la estructura primaria que la misma constituye. El espectador y el lector
pretenden enfrentarse a una historia: historia efectivamente desarrollada en la literatura (y
también en el teatro, aunque en este caso a través de una presentación visual de la misma), e
imaginariamente desarrollada en el cuadro, que supone un momento de esa historia que
conlleva de forma latente un antes y un después. Hablo, por supuesto, en general, ya que
escritores como Mallarmé o Proust se enfrentaron a este dictado y ofrecieron al lector la
posibilidad de contemplar la espacialización del tiempo: en la página de los poemas de
Mallarmé o, de forma menos obvia, en las construcciones mentales que suponen los escritos
de Proust. Podemos encontrar también esta resistencia en la obra olvidada de Heimito von
Doderer, “Los demonios”, en la que los períodos narrativos se bifurcan y se superponen para
cerrar un círculo al regresar finalmente allí donde habían empezado. Mallarmé, Proust y von
Dederer tienen una conciencia espacial del tiempo, aunque cada cual de forma ligeramente

3
distinta. Sin embargo es en la poesía donde esta resistencia está más clara y se manifiesta
más directamente sobre la superficie primordial.

2. Niveles de exposición
Estamos contemplando distintos niveles de exposición. El primero, la página (en sus variantes
material y mental), tiene carácter de estructura primaria: constituye un modelo mental que
acaba materializándose en la superficie donde aparece la escritura. El segundo, las
operaciones narrativas en un sentido amplio, constituyen un nivel expositivo que, si bien se
construye culturalmente, tiene raíces primarias, antropológicas. El tercero supone las formas
expositivas tradicionales, que se edifican sobre los otros dos niveles: el teatro, la novela, la
poesía, la pintura, el tratado filosófico, etc. Aparecen luego, en el interior de cualquiera de estas
formas, las formaciones retóricas, las variaciones sintácticas, las derivaciones expositivas
específicas a través de las cuales se refuerza o se dificulta la linealidad temporal primaria que
permea todos los niveles anteriores. En este último nivel es el significado el que toma el relevo
de las estructuras anteriores y se convierte en escenario de los encuentros y desencuentros
entre el espacio y el tiempo esenciales. Los modos de exposición propiamente dichos, aquellos
a los que, según Benjamin, no se les había prestado la debida atención,3 aparecen en este
nivel, como una hibridación problemática entre los requisitos de las formas básicas
estructurales y el significado que se pretende construir.

En este sentido, podemos decir que la poesía se opone directamente, como supieron entender
Mallarmé y Apollinaire, al modelo mental instituido por la página. En la poesía las líneas no se
interrumpen convencionalmente al llegar al límite de la página, sino que lo hacen con
anterioridad, para crear un ritmo que no es interior como el del discurso, sino exterior,
expresado por la misma visualidad de la línea a través de su longitud: el ritmo lo marca, en este
caso, el espacio, y no el tiempo. Dice Kundera que «al igual que un alejandrino, un verso libre
era también una unidad musical ininterrumpida, terminada por una pausa. Hay que hacer que
se oiga la pausa tanto en un alejandrino como en un verso libre, aunque con ello se contradiga
la lógica gramatical de la frase».4 Esta contradicción de la lógica gramatical de la frase implica
una contradicción de su desarrollo temporal ininterrumpido. La creación de un ritmo poético
supone interrumpir la temporalidad y someterla a la visualidad. Además, la poesía esto lo hace
visualmente, ya que interrumpe la frase no por convención, al agotársele el espacio que la

3
Walter Benjamin, El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus, 1990, p. 9.
4
Milan Kundera, Un encuentro, Barcelona, Tusquets, 2009, p. 134.

4
sustenta, sino dando per termina la función de este espacio en un lugar decidido por su propia
lógica poética: es lo que Mallarmé pondrá de manifiesto de manera extrema en “Un coup de
dés” y lo que Apollinaire llevará al paroxismo con los caligramas al reconocer la existencia de
un espacio primario y al desligarlo de la dictadura temporal. Ante esta posibilidad
estructuralmente rompedora de la poesía en general, la prosa poética o las rupturas literarias
de los vanguardistas pierden fuerza. Por ejemplo, la literatura surrealista no poética se
convierte en una mera ruptura metonímica que permite que las ruinas de la frase permanezcan
sobre la línea temporal básica sin inquietarla lo más mínimo. Si buscábamos un ejemplo claro
de modo de exposición en el sentido que le quiero dar, lo tenemos en la forma de la poesía.

El dominio de la narrativa, como forma simbólica básica de la expresión literaria o incluso de la


escritura en general, se ve actualmente erosionado. No porque no continúe existiendo la
necesidad antropológica del relato o porque los relatos hayan dejado de producirse, sino
porque aparece la posibilidad de otra forma organizativa que insinúa nuevos horizontes
formales y, por lo tanto, mentales. En la organización del conocimiento de la realidad, pasamos
del dominio de la narrativa al del llamado modo de exposición.

El modo de exposición es una forma de puesta en visión de los conjuntos espacio-temporales,


puesta en visión que puede considerarse un desarrollo lógico del anterior proceso de puesta en
imágenes que la fotografía y el cine inauguraron.

Si un texto narrativo es aquel en el que «un agente relata una historia en un determinado
medio»,5 las nuevas formas no cuentan una historia sino que exponen los componentes de la
misma, ponen de manifiesto en una nueva estructura espacio-temporal los elementos que son
susceptibles de formar un relato si se los adapta a la forma narrativa pero que a través de la
nueva forma expositiva que los articula nos muestran facetas de los mismos que habrían
quedado enmascaradas por la linealidad temporal de la narración.

Parece como si nos volviéramos a encontrar frente a la tradicional dicotomía entre el “narrar” y
el “mostrar” pero en un grado superior de complejidad. La contraposición general de los
paradigmas narrativo y dramático (literatura y teatro) se incorporaba al seno de la propia
construcción literaria para configurar dos maneras de exponer el relato: por boca de un
narrador que relata la historia (a partir del siglo XVIII, un narrador estilizado y distante) o

5
Mieke Bal, Narratology, Toronto, University of Toronto Press, 2007, p. 8.

5
dejando que las acciones se muestren a sí mismas. Ya hemos visto que ambas se atienen a
una misma temporalidad básica y el hecho de que cada una de las dos formas, aparentemente
irreconciliables, haya podido ser asimilada por la otra en su propia esencia expositiva (la
narrativa en el teatro épico de Brecht o el estilo directo en la novela) corrobora esa relación. Sin
embargo, la brecha entre el modo de exposición narrativo y el modo de exposición que estoy
tratando de delimitar es de características muy distintas y no permite un tipo de asimilación de
los parámetros de ambos polos de forma tan directa como ocurre entre las funciones de
“narrar” y “mostrar”. En todo caso, es posible asimilar la narración dentro del nuevo modo de
exposición pero sólo si se transforma en un dispositivo distinto con otras funciones que las que
cumplía en su ámbito propio.

3. La génesis del espacio fotográfico


Tratemos de trazar la genealogía del nuevo modo de exposición a partir de la fotografía, cuyo
invento supuso un corte trascendental con los modos anteriores, tal como se ha afirmado
repetidamente. Aparte de las múltiples cuestiones que se han barajado para explicar la esencia
de la revolución fotográfica, hay que señalar una muy importante que quizá no se haya
encarado de la forma correcta hasta ahora. Me refiero al hecho, por otro lado obvio y sabido, de
que la fotografía utiliza elementos directamente extraídos de la realidad. Si afirmamos por ello
su carácter puramente denotativo, como quería Barthes, es decir, la carencia que sus
imágenes mostrarían de cualquier estructura representativa, estaríamos equivocando el
camino. La fotografía no es la realidad, ya lo sabemos, pero tampoco es una representación en
el sentido estricto que lo es una pintura, por ejemplo. Representar significa volver a presentar,
rehacer en un medio distinto, y es una operación ligada a la mimesis. Pero en la fotografía este
traslado, esta traducción, no implica un salto en la misma trayectoria que emprenden el resto
de representaciones, las cuales van desde la realidad hacia otra parte, sino que supone un giro
que la propia realidad ejecuta forzada por la tecnología. Si pensamos en la televisión, biznieta
de la fotografía, entenderemos mejor este paso. La televisión, es decir, la televisión pura, en
directo, no es una representación, sino una duplicación de la realidad que permite pensarla
como representación sin abandonar los parámetros básicos de aquella realidad que reproduce.
En el caso de los medios anteriores a la fotografía, la representación implicaba la confección de
un modelo de laboratorio en el que se experimentaba teóricamente sobre la realidad a través
de ingredientes visuales o lingüísticos (muchas veces, lingüístico-visuales) que guardaban una
relación simbólica con lo real. A partir de la fotografía, no se representa ni se simboliza como
primer movimiento necesario para construir el modelo experimental, sino que la propia realidad

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se pone a disposición del “experimentador” para ser simbolizada o representada, es decir para
ser pensada. Pero hablar de simbolización o de representación para calificar las operaciones
que permite el objeto fotográfico puede llevar a engaño, ya que estas operaciones realizadas
en el paradigma fotográfico son, como digo, fundamentalmente distintas a las anteriores.

Ni la fotografía, ni el cine, ni la televisión tienen una relación privilegiada con la realidad, ni


tienen con ella una equivalencia estricta que las diferencie de una pintura o de una obra de
teatro. Pero hay algo en la imagen fotográfica que la hace completamente distinta a las
imágenes de los medios anteriores y es su esencialidad. En el paradigma fotográfico (el que va
de la fotografía al vídeo) caben los estilos, por supuesto, pero estos no son, como en la pintura,
el fundamento de la representación, sino que se añaden a la imagen real como un elemento
epistemológico, un índice de conocimiento. El estilo en fotografía es una forma de ver la
realidad presentada a través de la imagen de ésta. Por lo tanto, no es simplemente una forma
de ver la realidad expresada a través de una representación que nos permite hacer
comparaciones con aquella. La imagen fotográfica es, en principio, como una muestra extraída
directamente de la realidad que permite experimentar sobre la misma con resultados que nos
hablan directamente de lo real. Posee una esencialidad real que no disminuye por muchos
procesos hermenéuticos que se ejecuten sobre la misma, empezando por los que pueda
realizar el mismo fotógrafo a la hora de captar la imagen. La imagen fotográfica no es, pues,
equivalente a la realidad real ni tampoco es una representación de la misma, sino que combina
el potencial de ambas con una nueva forma que relaciona el arte y el conocimiento (el arte y la
ciencia) de forma inconcebible anteriormente. Cualquier manifestación que se haga sobre una
imagen fotográfica es a la vez una manifestación sobre lo real y una manifestación sobre la
representación de lo real, lo que da lugar a un nuevo tipo de artefacto real-ficticio, mimético-
representativo, estético-científico que es necesario explorar desde una perspectiva
completamente renovada.

La esencia realista de lo fotográfico, distinta de la del teatro como veremos a continuación,


implica que todo dispositivo artístico o retórico que se emplea en su confección penetra en la
imagen de lo real como un instrumento proto-hermenéutico. La imagen se convierte
necesariamente en instrumento de conocimiento de forma mucho más intensa de lo que antes
lo había podido ser: digamos que con la fotografía se produce un cambio de polaridad
impulsado por la especial relación que la imagen fotográfica mantiene con lo real, relación que
es absolutamente original. En esto se diferencia del teatro, donde también podría parecer que

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la realidad propiamente dicha se manifiesta en el escenario, aunque sea una realidad ficticia.
Pues bien, el problema reside precisamente en esto, en que la realidad teatral es un producto
del disfraz. El material real (los actores, los objetos) se disfrazan para aparentar otra cosa
perteneciente a un mundo ficticio. En el cine de ficción ocurre lo mismo, con la salvedad de que
el cine de ficción proviene del paradigma fotográfico y en éste la relación entre la imagen y la
realidad ha cambiado los nexos entre lo real y lo representado. En la fotografía, en principio, no
hay ficción, y cuando la hay, ésta proviene del sustrato fotográfico que es esencialmente una
emanación de lo real.

El concepto de “emanación” es aquí importante porque permite superar las antiguas ideas de
“reflejo” o “huella” que conservan connotaciones excesivamente mecanicistas incapaces de
enfrentarse con claridad al fenómeno de las relaciones entre lo fotográfico y lo real. La imagen
fotográfica es una emanación de lo real en el sentido de que lo real se transforma a través del
dispositivo tecnológico que lo convierte en imagen, conservando vínculos esenciales, pero no
absolutos, con el lugar de origen. Maticemos que no es exactamente lo real lo que se
transforma, lo que cambia de estado, sino sólo un aspecto de lo real: lo real visible (a lo que
luego, el cine añadirá lo real sonoro). Pero lo visible no es un componente menor de lo real,
sino que engloba en su seno el resto de la realidad que siendo existente no es visible. Lo
engloba y en gran medida lo manifiesta estético-sintomáticamente. No todo lo real existente es
visible, pero lo visible es la plataforma principal de todo lo existente (de manera incluso más
incisiva que la forma del lenguaje constituye, supuestamente, el entramado que sustenta lo real
simbolizado). Si lo fotográfico es una emanación de lo real, ello significa que lo real visible
sigue estando presente en la imagen fotográfica, aunque transformado. Esta transformación
crucial es la que impide que consideremos que la realidad (visual) forma un continuo que une lo
que está a un lado y a otro del dispositivo tecnológico. Es lo mismo pero diferente, de la misma
manera que el agua, el gas y el hielo son iguales pero diferentes: distintos estados de una
misma configuración física, cada estado es una emanación del otro. Empleemos, sin embargo,
el ejemplo adecuadamente: los cambios de estado entre lo real y lo real fotográfico no implican
sólo un cambio de sustancia, sino también un cambio de enfoque. El agua, el gas y el hielo
pertenecen todos ellos a un mismo plano de la realidad física, mientras que la imagen
fotográfica y la realidad proto-fotográfica pertenecen a dos niveles distintos de lo real: el
dispositivo tecnológico ha procesado lo real y lo ha llevado, como si dijéramos, a un laboratorio.
De manera que la imagen fotográfica es como un modelo de lo real pero un modelo que no es

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tanto teórico como supra-real, puesto que está producido por la propia realidad, es una
emanación de ella.

La imagen fotográfica y todo el paradigma visual que de ella se deriva actúan dentro del ámbito
del “como si”. Hay toda una línea de pensamiento, en la que no vamos a entrar ahora, que va
desde la obra de Hans Vaihinger (principios del siglo XX) hasta los estudios sobre mundos
posibles de Jerome Bruner, las manera de hacer mundos de Nelson Goodman y la
construcción social de la realidad de Berger y Luckmann. Este paradigma se inscribe
principalmente en los ámbitos de la psicología (cognitiva) y los estudios literarios. De manera
que se emplea el “como si” igual que una hipótesis que desarrolla un modelo de
experimentación. En estos modelos la realidad o es mental o es hipotética: se trata de «la idea
de que nuestras construcciones se ven mejor como hipótesis útiles que como representaciones
de una realidad objetiva» (George Kelly) o de que «el objeto del mundo de las ideas como
totalidad no es la plasmación de la realidad –lo cual sería una tarea absolutamente imposible-
sino más bien proveernos de un instrumento para encontrar más fácilmente nuestro camino
hacia el mundo» (Vaihinger). En la imagen fotográfica este enfoque no es una cuestión mental,
imaginaria, sino que la realidad ha sido situada en esta condición por el dispositivo tecnológico.
No es el filósofo el que decide relativizar la idea de lo real, sino el fotógrafo (primordialmente el
aparato fotográfico) el que convierte la realidad en un modelo de lo real donde lo real mismo
actúa como si y se pone a disposición, ahora sí, del fotógrafo para que la investigue a través de
sus recursos estéticos o retóricos. Es decir, no es el pensamiento el que se proyecta sobre el
mundo, sino el mundo el que acude al territorio del pensamiento: o para decirlo de forma más
amplia, el mundo se inscribe en el terreno del imaginario sin dejar de ser mundo.

A partir de esta concepción de la imagen fotográfica, es necesario inaugurar una nueva etapa
de la historia de las imágenes, que va desde la propia fotografía a la imagen digital, pasando
por el cine, la televisión y el video, en la que los distintos “avances” deben ser considerados de
forma muy distinta a como lo han sido hasta ahora. Tomemos, por ejemplo, la cuestión esencial
del movimiento.

4. Movimiento y representación
La concepción teleológica del desarrollo de los medios técnicos, considera que el movimiento
que permite reproducir el cine significa la conquista de una característica de la realidad que la
fotografía no había podido asimilar por una incapacidad tecnológica. El progreso de la

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tecnología añadiría, por lo tanto, el movimiento a la fotografía en un paso hacia el ideal de un
realismo absoluto que poco a poco se iría alcanzando, primero con la incorporación del sonido
y luego con la del color. Ello explicaría los sucesivos intentos de prolongar la imagen
cinematográfica por medio de una “tercera dimensión” (el relieve), a pesar de los repetidos
fracasos experimentados hasta ahora por cada una de las promociones de este formato. La
industria, imbuida por la concepción teleológica de la estética y la tecnología, contempla la
imagen en relieve como una paso natural y, por lo tanto, necesario que acabará por triunfar (y
sin embargo, el realismo total de la “Realidad virtual”, que iba en la misma dirección, tampoco
ha cubierto las expectativas). Dejando aparte el hecho, de que las últimas producciones en 3D,
como “Avatar” (James Cameron, 2009), parecen haber conseguir, de momento, un éxito de
público inusitado, hay otra forma de ver estos “progresos”, una forma que desvela un
mecanismo subterráneo que funciona como una operación equidistante de la que transcurre
por la superficie. Podemos considerar esta serie de mecanismos como diversas versiones del
“inconsciente” de la perspectiva teleológica de la tecnología: inconsciente en el sentido que le
daba Benjamin a este concepto cuando se refería, por ejemplo, al “inconsciente óptico”, es
decir, aquello que se refiere a un fenómeno esencial con el que, del que aquel otro fenómeno
que se muestra se muestra en la superficie no es más que un relato acomodaticio.

En este sentido, podemos decir que la fotografía lo que hace es inmovilizar el movimiento de lo
real, el flujo vital. Esta inmovilización se ha considerado de dos maneras, dependiendo si se
contemplaba desde el futuro o desde el pasado: negativamente, como incapacidad tecnológica
que el cine solventa más tarde; o como cualidad estética que supera, en realismo, a la pintura.
Pero la fotografía supone, como he dicho, un corte radical que la separa de lo que la precedía y
que le da la suficiente entidad como para que no dependa estrictamente tampoco de lo que
vendrá luego. La prueba está no sólo en el hecho de que el cine no ha acabado con la
fotografía, sino en que aquel nos ha permitido descubrir elementos esenciales de ésta que
habían pasado desapercibidos.

Por lo tanto, el cine no sólo añade movimiento a la fotografía, no da un paso más hacia el
deseado realismo ideal, sino que, desde una perspectiva más profunda, supone un movimiento
de la inmovilización fotográfica. El movimiento se revela así como un dispositivo epistemológico
del mismo tipo que la inmovilización anterior, sólo que de un orden más complejo. El
movimiento aparece, pues, como un índice de complejidad que además permite comprender la

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inmovilización fotográfica desde una nueva perspectiva y se ofrece, igual que ella, como
dispositivo hermenéutico destinado a interrogar la realidad.

El movimiento tecnológico, para distinguirlo del movimiento natural, es pues un dispositivo que
analiza, inquiere, la realidad una vez ésta ha sido previamente inmovilizada por la fotografía.
Ello queda de manifiesto claramente en las nuevas formas del documental que recurren a la
inmovilización del movimiento o a la ralentización del mismo como instrumento de expresión o
análisis (o de ambos a la vez) o la inserción de fotografías en flujos artificiales con el mismo
propósito. Ver al respecto la obra desarrollada conjuntamente por Jean-Luc Godard y Anne
Marie Miéville o los ejercicios efectuados con imágenes de archivo que llevan a cabo Peter
Delpeut o Gustav Deustch, sin olvidar el importante trabajo que Bill Viola realiza con el
movimiento en sus obras englobadas bajo el título general de “Las pasiones”.

El discurso tecnológico (por ejemplo, los fotogramas como elemento necesario en el cine para
la representación del movimiento) son el “revés”, el inconsciente, de la representación en sí, de
su forma (la imagen en movimiento). De la misma manera, el discurso de la representación (la
dramaturgia, el lenguaje, etc.) es el “revés”, el inconsciente, de la diegesis. Para comprender,
por lo tanto, la representación hay que desvelar su parte escondida, los fotogramas, que pone
de manifiesto que el movimiento es en sí una sucesión de imágenes inmóviles. De la misma
forma, en el cine clásico, para comprender la historia, el mundo en el que se desarrolla, la
diegesis, es necesario recurrir a los dispositivos que lo forman. Ello es importante porque indica
hasta qué punto era necesario y en cierta forma inevitable un nuevo modo de exposición que
combinara el “derecho” y el “revés” de las imágenes tecnológicamente procesadas.

Consideremos ahora el realismo fotográfico desde una perspectiva ligeramente distinta,


dejando de lado lo que he dicho antes sobre la esencialidad real de la fotografía que sigue
siendo cierto pero que debe ser comprendido profundamente. La fotografía (y más aún el cine)
es esencialmente “zenoniana” (en referencia a la paradoja de Zenón sobre Aquiles y la tortuga),
ya que presupone que el flujo temporal está compuesto de momentos discretos (la base de la
paradoja de Zenón). Lo presupone porque estos momentos son el resultado de su actuación
técnica sobre la realidad: la fotografía produce trozos de tiempo, movimiento inmovilizado. En el
cine, los fotogramas se encargan de re-presentar el fantasma de una temporalidad continua y
fluida pero conservan a la vez la huella del pasado fotográfico. Por consiguiente, ninguna
fotografía que no sea una pose estricta, es decir, que no capte una inmovilidad puede ser

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“verdadera” en un sentido estricto, ya que el trozo de espacio-tiempo que recoge (ese 1/60 0
1/125 de segundo) nunca ha existido aisladamente de lo que venía antes y lo viene después de
la imagen. Es así que Bergson desmonta la falacia de Zenón: Aquiles alcanzará a la tortuga
porque el tiempo no está formado por momentos separados unos de otros, sino por un continuo
fluido. Pensemos en las cronofotografías de Arthur Worthington, esas imágenes que nos
muestran las “estéticas” formaciones que compone una gota de leche al chocar contra una
superficie:6 no son ciertas, nunca han existido en la realidad como tales visiones. La cámara, el
aparato tecnológico, presupone, a través de la mitología realista en la que se basa su
funcionamiento, que ha habido en el flujo que va del choque de la gota sobre una superficie a
su conversión en una mancha estática repartida por esa superficie, en el salpicado, un
momento que corresponde al de la foto, igual que Zenón suponía que los pasos de Aquiles y
los de la tortuga correspondían a temporalidades separadas entre sí. Dicho de otra manera, el
aparato tecnológico presupone (su genealogía le ha llevado a “presuponerlo”) que el salpicado
está compuesto realmente por una serie de momentos separados, cada uno de los cuales tiene
su propia configuración visual que la fotografía se encarga de mostrarnos. Es lo que
“demostrarían” los fotogramas cinematográficos. Pero los fotogramas demuestran todo lo
contrario: demuestran que esos momentos discretos son el resultado de una interacción entre
el flujo real y la tecnología aplicada al mismo. Nunca podremos comprobar “empíricamente” la
existencia real de esas configuraciones visuales que nos muestras pedazos infinitesimales de
tiempo, al margen del aparato correspondiente. Por otro lado, como éste incide, igual que un
afilado bisturí, en la realidad, troceándola en pedazos de una temporalidad mínima,
infrahumana, es de suponer que en esas regiones infinitesimales la compactación del
fenómeno es más estrecha. Si un cambio se produce en el intervalo de un segundo, tenemos
durante un segundo algo parecido a una fotografía (aunque ésta siempre corta y extrae), pero a
1/60 o 1/2000 de segundo no puede haber distinción entre un estado y el anterior por lo que
cabe concluir que esa diferencia la establece el aparato al inmovilizar “estéticamente” un
fenómeno fluido que no pasa por distintas fases, sino que compone un movimiento total.

Estamos ahora, por lo tanto, en condiciones de comprender el proceso de inmovilización que la


fotografía ejecuta sobre lo real, al tiempo que también podemos reconocer el alcance de la
condición esencialmente realista de la fotografía: la imágenes que Arthur Worthington realizó a
finales del siglo XIX y principios del XX, durante sus experimentos en cronofotografía (aparte de
que fueron precedidos de dibujos que idealizaban esas formaciones), imágenes que anteceden

6
Ver Lorraine Daston y Peter Galison, Objectivity, Nueva York, Zone Books, 2007.

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a las que más tarde realizó Harold Edgerton, son formaciones estético-reales. Conservan el
basamento de lo real pero éste ha sido transformado tecnológicamente para extraer del mismo
un determinado conocimiento que no es verdadero en el sentido mimético del término pero
tampoco es estrictamente falso: se sitúa en el terreno del pensamiento sobre lo real a través de
la propia realidad, algo que la ciencia efectúa en otra dirección constantemente.
Pero no contemplamos esta fenomenología desde el punto de vista de la ciencia, que tiene sus
propios intereses, sino desde la perspectiva del “arte”, es decir, de la imaginación, que
conserva por un lado el concepto de entretenimiento como elemento primordial para su
contacto con el público (arte como comunicación) y por el otro la posibilidad de conocer lo real.
El arte siempre ha tenido estas dos vertientes, sólo que ahora quizá los polos se han invertido y
los nuevos modos de exposición hacen prevalecer la vertiente epistemológica sobre la lúdica,
sin que ésta desaparezca completamente. Lo lúdico permanece como puente entre el sentir (la
emoción) y el saber.

6. La forma interfaz
El nuevo modo de exposición que se superpone a los modos de exposición anteriores y en el
que el movimiento –y, en consecuencia, el tiempo- adquiere su más elaborada función
hermenéutica no es otro que el configurado por la interfaz. La interfaz, que surge como
destilación necesaria del ordenador, ya que encarna el espacio comunicativo-interactivo que es
consustancial a la esencia tecnológica de ese dispositivo, deriva inmediatamente hacia una
herramienta que supera los límites funcionalistas de su origen. Tiempo y espacio, en la interfaz,
superan su condición ontológica y antropológica para alcanzar un estatus epistemológico que
revela la potencialidad de las alianzas entre el arte (la cultura visual y su fenomenología
compleja) y la ciencia (el entramado tecnológico que sustenta las operaciones del ordenador).

Desde la perspectiva de una nueva retórica de lo visual, puede decirse que la fotografía
incorpora el dispositivo de la inmovilización, es decir, de la posibilidad de detener el flujo de lo
real y condensarlo en una imagen compuesta en la que se funden lo real, lo estético y lo
tecnológico. El siguiente paso, el cinematógrafo, incorpora el movimiento a esta imagen
detenida de lo real. Pero este movimiento no es el mismo flujo existencial que la fotografía
había eliminado retóricamente de sus referentes reales, sino que se trata de un instrumento
retórico que la tecnología añade a la imagen fotográfica: se trata por consiguiente de una
puesta en movimiento de la imagen previamente inmovilizada. En este sentido, el movimiento
cinematográfico no es un movimiento natural, por mucho que la mayoría de corrientes del cine

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pretendan naturalizarlo: se trata, por el contrario, de una figura retórica que constituye la
cristalización de una potencia tecnológica.

Finalmente, con la imagen interfaz, se formaliza el movimiento de la inmovilización. Surgida de


la fusión de la imagen fotográfica y la imagen digital, catalizadas ambas por el dispositivo
cinemático, esta imagen interfaz se instala en una nueva dimensión representativa con
respecto a los anteriores tipos de imagen: tanto el proceso de inmovilización como el del
movimiento (antes del movimiento cinematográfico, se produce un período de movimiento puro
con los juguetes ópticos), así como la fusión de ambos, son gestualidades que corresponden a
una o dos dimensiones. La formalización que ejecuta la interfaz de estos proceses se produce,
por el contrario, en una tercera o cuarta dimensión. Para comprender la función de esta
diversidad de dimensiones, hay que retrotraerse al espacio de la escritura plasmado en la
página. Es a partir de él que se articula la posibilidad de las otras dimensiones que las
imágenes fotográfica, cinematográfica, videográfica e interfaz se encargan de articular.

Las estrategias de la enunciación (del modo de exposición) se convierten, con la interfaz, en


estrategias de la recepción, gracias a estos espacios que van añadiendo al espacio primigenio
de la página las nuevas formas de representación audiovisual. De esta manera las tradicionales
experiencias del sujeto con la obra en la narrativa o el espectáculo teatral clásicos
(correspondan a las propuestas de la dramaturgia aristotélica o a sus diversas
contraposiciones) se visualizan a través de la interfaz, transformándose en estructuras
operativas. Los presupuestos de la cognición e interpretación tradicionales se transforman
tecnológicamente en una especie de retórica inversa por medio de la cual las formas visuales
proponen al usuario-espectador caminos de pensamiento y de actuación sobre las mismas. Ya
no se trata de que la obra actúe sobre su público lector o espectador, sino de la posibilidad de
que éste ejerza un control estético-racional sobre esa obra pero a través de las opciones
retóricas que ella misma les proporciona. El modo de exposición que configura la interfaz
funciona así en los dos sentidos, privilegiando de esta manera el estado fronterizo entre las
regiones de la obra y el receptor de la misma.

Pasamos así de la narrativa y la dramaturgia al sistema de modos de exposición. Se trata de


una forma de la puesta en visión que, a su vez, corresponde a un desarrollo de la puesta en
imágenes característica del cine que superó el concepto de puesta en escena. Si en un texto
narrativo un determinado agente relata una historia a través de determinado medio, las nuevas

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formas de la interfaz no se dedican a contar historias sino que exponen los componentes
susceptibles de convertirse en historias. El relato lo compone el propio usuario mediante su
actuación con estos materiales que el modo de exposición interfaz va poniendo suministrándole
a partir de sus intervenciones que adquieren de esta manera un carácter hermenéutico.

7. Estética y epistemología de la interfaz


El concepto de “transposición”, acuñado por Rosi Braidotti para delimitar una condición de la
epistemología de las sociedades industriales avanzadas, se refiere a la creación de «un
espacio intermedio de zigzag y cruce: no lineal pero tampoco caótico; nómada y sin embargo
responsable y comprometido; creativo, pero también cognitivamente válido; discursivo y
también materialmente corporeizado en el conjunto: coherente sin caer en la racionalidad
instrumental».7 Este espacio cambiante y fluido es el mismo que componen los mecanismos de
la interfaz en movimiento, lo que nos indica hasta qué punto la forma interfaz está ligada a la
antropología del imaginario contemporáneo.

No es nuevo el hecho de que una tecnología y los medios relacionados con la misma se
conviertan en emblemáticos de un determinado paradigma sociocultural. Cuando esto ocurre
decimos que se trata de modelos mentales que se encargan de articular las formas de
pensamiento y de representación del período durante el que son hegemónicos. Esa fue la
función en su momento del teatro griego y de la camera obscura, los modelos anteriores. El
modo de exposición interfaz, la imagen interfaz, la forma interfaz son facetas de una misma
fenomenología instalada en la órbita dominante del ordenador. Esta fenomenología se halla
íntimamente relacionada con un imaginario contemporáneo presidido por los estados de
metamorfosis.

En un momento de transición entre la hegemonía cultural de la lengua como instrumento


simbolizador por excelencia y la presencia creciente de una cultura de la imagen que propone
nuevas formas de organización del pensamiento, las relaciones siempre problemáticas entre lo
visual y lo lingüístico se sitúan en primer término. Pero ya no son posibles las formas de
privilegio y se imponen, por el contrario, las hibridaciones. Jacques Rancière delimita a este
propósito la existencia de una zona de texto-imagen que es distinta de la que se origina cuando
se combinan simplemente la secuencia verbal y la forma visual. Se trata de un dispositivo que

7
Rosi Braidotti, Transposiciones. Sobre un ética nómada, Barcelona, Gedisa, 2006, p. 20.

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él denomina frase-imagen y en el cual «la frase no es lo decible y la imagen no es lo visible.
Por medio de la frase-imagen (se pretende) la combinación de dos funciones que han de ser
definidas estéticamente –es decir, de manera que ambas descomponen las relaciones
representativas entre texto e imagen. La parte textual en el esquema representativo era el nexo
conceptual de las acciones, mientras que la de la imagen era el suplemento de presencia que
lo encarnaba y le daba sustancia. La frase-imagen subvierte esta lógica (ya que) es la unidad
que divide la fuerza caótica de la gran parataxis entre el poder fraseal de la continuidad y el
poder imaginal de la ruptura».8 La necesaria alianza entre logos y visión de la nueva cultura
visual pasa por formaciones como la definida por Rancière en las que cada una de las partes
complementa la otra descomponiendo su esencialidad. La dialéctica de la frase-imagen puede
trasladarse a los demás estados de la interfaz, dominados como están por funciones
multimedia cuya articulación va más allá del funcionamiento particular de cada uno de los
elementos que participan en el conjunto. Va más lejos incluso que las previas intuiciones sobre
la posible relación entre diversos medios, como la que exponía Eisenstein en su teoría sobre
las composiciones artísticas de carácter orgánico,9 ya que la interfaz materializa efectivamente
el espacio de las intersecciones entre estas obras. Su estética y su poética se instalan en el
territorio que se forma en las encrucijadas. Es un territorio fronterizo o, más bien, entre
fronteras: un terreno de nadie cuyas formas están creándose constantemente para amoldarse
al pensamiento-acción de un tipo de participante (usuario-lector-espectador-jugador-pensador)
que empieza a emergen en la actualidad.

Josep M. Català

Publicado en:
Torregrosa Puig, Marta (Co.), Imaginar la realidad. Ensayos sobre la representación de la
realidad en el cine, la televisión y los nuevos medios, Sevilla, Comunicación Social, 2010.

8
Jacques Rancière, The future of the image, Londres, Verso, 2007, p. 46.
9
Sergei Eisenstein, Nonindiferent Nature. Film and the estructure of things, Nueva York, Cambridge
University Press, 1987.

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