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AFONSO BECERRA 10 FEBRERO 2019

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Bienvenidos sean los fenómenos sociológicos e incluso el fenómeno fan, en el teatro y la


danza. El fenómeno fan en su vertiente menos fanática, pero sí más entregada, porque el
juego artístico, nunca inocuo, que se propone desde los escenarios, siempre requiere de una
entrega, de un abandono gozoso, que despierta nuestros sentidos, que desvela nuestros
pensamientos, que cuestiona nuestros hábitos… y que, a la postre, ese abandono gozoso,
supondrá un reencuentro con un yo y un nosotras/os un poco más sabias/os, un poco más
humanas/os, un poco más y mejor. Si pasa algo en el escenario, entonces pasará algo también
en la platea. Y si no pasa nada, entonces mejor quedarse en casa o ir a tomar unas copas con
las amistades.

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Angélica Liddell es un caso ejemplar, su dramaturgia despierta adhesiones apasionadas. Sus


espectáculos agotan entradas a las pocas horas de ponerse a la venta. Las personas buscan esa
experiencia artística siempre perturbadora y contradictoria, ora iconoclasta, ora religiosa, que
es el sello de su dramaturgia.

En el teatro de Angélica, como también en la posdramaticidad de Jan Fabre, Romeo Castellucci


o Rodrigo García, hay ceremonia. Hay una vuelta al ritual de aliento dionisíaco en el trazado de
las acciones, en la estilización del “tempus” de ejecución, alejado de la marcha ordinaria de las
temporalidades cotidianas. El empleo rítmico de la repetición y la variación de acciones, que
desafía la lógica de la realidad, según la cual nada se repite y todo se desvanece en el tiempo,
es otra característica de esa ritualización posdramática. La musicalización y estetización
plástica de las acciones, que tiende a trascendentalizarlas, a suscitar la emoción estética
derivada de esa magia, es otra característica más. También el recurso a personajes-figura
alegórica, como en los Auto sacramentales y en el teatro religioso medieval, por ejemplo, con
la representación icónica de las virtudes, del pecado, del demonio, de la justicia, etc. Ideas
figurativizadas encima del escenario mediante atributos y acciones simbólicas.

En la última creación de la Liddell, The Scarlet Letter, estrenada el 6 de diciembre de 2018 en


el Centre Dramatique National Orleáns, y que yo pude ver el 2 de febrero de 2019 en el Teatro
Nacional D. María II (TNDMII) de Lisboa, aparecen sobre el escenario escarlata, la encarnación
figurativa de los penitentes encapuchados, típicos de los pasos de Semana Santa; aparecen los
hombres desnudos, como el mítico Adán, en esa desnudez que viste la idea de pureza sin
mácula, antes del pecado original; aparece, en la propia dramaturga y actriz, la imagen de la
dama de negro, con la letra A escarlata bordada sobre el pecho. La A de adúltera en el vestido
con aro o miriñaque, evocación de época pretérita, negro como el luto de la viuda o la
oscuridad de la hechicera, de la bruja, frente al vestido blanco, por ejemplo, de la virgen María,
alegoría de la pureza. Angélica con el vestido negro, como un cuervo, con el cabello suelto, en
contraste con el cabello recogido en trenzas de las doncellas vírgenes de la iconografía
medieval.

El espectáculo se abre con un adolescente anónimo, no sabemos si chica o chico, que atraviesa
el escenario en su monopatín, para detenerse en el centro e inclinar su cabeza sobre la cabeza
de una escultura decapitada, que podría ser la de Aristóteles.

A de Aristóteles.

A de Angélica.

A de Artaud.

A de artista.

A de adúltera. En alusión a Hester, la protagonista de The Scarlet Letter, la novela de Nathaniel


Hawthorne en la que se inspira para darle una sacudida al puritanismo que renace, en esta
época, en algunas posturas y actitudes de personas autodenominadas progresistas.

El segundo cuadro del espectáculo lo protagoniza una pareja, chica y chico, desnudos, que
corretean amorosamente y, adoptando una pose entre pictórica y escultórica, se guarecen de
algún peligro invisible abrazados a una lápida envuelta en vegetación. ¿La tumba de Nathaniel
Hawthorne? ¿La tumba de Hester, la protagonista de The Scarlet Letter, enterrada junto a su
amante, el reverendo Dimmesdale?

Los elementos simbólicos, lápida, vegetación, amantes desnudos… pueblan los cuadros
plásticos de aliento romántico. Entran los cofrades con sus capirotes negros. Entra Angélica
con su vestido negro. Entre ellos la figura ígnea de una especie de cardenal enmascarado, todo
de rojo, con una sotana roja muy vaporosa, de telas casi transparentes como el tul. La figura
del reverendo, con el rojo que simboliza la pasión, la sangre, el pecado, el demonio… En
contraste, también aparece un actor joven, negro y musculado. La negritud, la piel.
Los del capirote negro despejan en sus trajes una abertura que deja al descubierto su cuerpo
desnudo desde el cuello hasta los pies. Angélica descubre su espalda flagelada y enrojecida.

A partir de entonces, aparecerá, prácticamente a lo largo de toda la pieza, el coro de jóvenes


desnudos, actores entre los 20 y los 30 años, de diversas fisonomías, con un gran dominio
físico y una entrega total.

En algunas secuencias, el coro de mozos desnudos juega a transitar los límites vertiginosos de
la fuerza, la velocidad, la precisión y la resistencia físicas y mentales. Por ejemplo, cuando
transportan, en parejas, varias mesas contundentes, a gran velocidad, modificando la
disposición del espacio y generando, con las mesas, una plataforma o podio sobre el que
camina, ceremoniosamente, la figura de sotana y antifaz rojos.

La fisicalidad desplegada por el grupo de jóvenes desnudos es un poderoso factor de


contraste, de afirmación de la performance, frente al texto emitido por la Liddell o lanzado en
acciones caligráficas que se proyectan sobre el telón rojo del foro.

En el texto hay confesión y denuncia, acusación furibunda, y espacios para la teorización.

En la época del “Me too” y de las reivindicaciones feministas, Angélica se abalanza sobre
algunos aspectos hipócritas del progresismo buenista, políticamente correcto. Sobre la doble
moral de muchas de las posiciones ostentadas y defendidas en público que, en realidad,
ocultan frustraciones inconfesables, afán de poder o conveniencias disfrazadas de valores
éticos, de discriminación positiva, etc.

Como latigazos verbales, Angélica hace restallar su palabra contra la vileza femenina. Contra
las trampas y las manipulaciones. Afirma que no le gusta un mundo en el que las mujeres no
aman a los hombres. Afirma que no quiere ser una mujer entre mujeres. Ensalza a aquellos
que con su perversión nos han hecho más libres. Se ríe de las víctimas por decreto. Se regodea
en venerar los placeres que la naturaleza provee, en el juego sexual de la dominación del
macho sobre la hembra, en el deleite de abandonarse a los embates del empotrador
masculino, de su triunfante virilidad. El regocijo de la pasión, aceptando que su éxtasis
depende de una inextricable mezcla entre alegría, euforia y dolor. Reconocer las vicisitudes de
la infinita violencia del amor. El discurso verbal legitima el objeto del deseo, legitima la
pasividad en el juego sexual…

Legitima la locura y el desbordamiento frente al control puritano de las ideologías. Y todo ello
lo hace a través de una palabra estilizada, que evoca el verso clásico, aunque no esté en verso.
Se trata de una palabra directa, pese a la riqueza de metáforas. Esta es una de las grandes
virtudes de la literatura de la Liddell: su capacidad para generar metáforas chocantes,
escatológicas, perversas o de un lirismo arrebatador y, al mismo tiempo, que su palabra sea
como un estilete o una navaja, como una bofetada, como una caricia, como una oración, como
una maldición… siempre directa y certera.

Pero hay también, en la estilización de su discurso verbal, una cierta exageración, un transitar
por lo superlativo de aquello que le gusta o le incomoda, de aquello que encumbra o condena.
Y es, precisamente, en esa exageración, en algunos pasajes casi rozando lo grotesco, donde
nos da la clave de la ironía y de la relatividad de sus palabras. No hay que tomárselas al pie de
la letra. La palabra de la Liddell puede parecer literal, por su manera descarnada y directa,
concisa y temperamental, pero no es literal, es literaria. Por tanto, hay que entenderla desde
ese doble juego, hay que ir más allá de la letra, ya sea ésta escarlata o negra, porque las letras
de la Liddell tienen muchos colores y fondos.

Lo que sí que nos queda claro es el tono y el gesto verbal desafiante, provocativo. Un gesto
verbal contundente contra las tendencias en boga, contra lo políticamente correcto, contra la
moral que estrecha los márgenes de la libertad individual en el nombre de conceptos y normas
generales, dictados para garantizar un supuesto bienestar. La culpa como motor de
legislaciones y como base del derecho legal o de las corrientes de pensamiento social, para, sin
que nos demos cuenta, estrechar ese margen de libertades individuales, sementando el miedo
e irguiendo tabús.

Entre los puntos calientes del discurso de The Scarlet Letter podría estar esa condena de la
utilización del feminismo, en algunos casos, como máscara para ocultar las intenciones
torticeras, el afán de poder por el poder, o la frustración y la venganza de algunas mujeres. De
mujeres adultas sobre las más jóvenes y despreocupadas que se lanzan en los brazos de la
pasión, que no temen pecar dejando que el deseo actúe.

Un discurso polémico y discutible, sin duda. Y por eso mismo, necesario.

Necesario también por su belleza artística, que se complementa, sin redundancias ni


ilustraciones, con el discurso de las acciones escénicas: físicas, lumínicas, objetuales y
escenográficas.

Las dos filas de mozos desnudos, en formación escultórica, encarados unos hacia los otros,
genera un corredor desde el foro hacia el proscenio. Angélica camina por el medio de ese
corredor y a cada paso que da se detiene para sujetar, en cada mano, un falo y tirar un poco de
ellos. En otra secuencia, menos abstracta, pero igualmente subida de tono, vemos como la
actriz se arrodilla en el proscenio, echa su melena y sus brazos estirados hacia atrás y abre su
boca al máximo. Entonces, cada uno de los mozos desnudos de la fila va pasando por delante
de ella y agitando su pene frente a su boca, casi rozándola. Cuando llega el último, la dama de
negro introduce el pene del joven en su boca y se congela la imagen unos escasos segundos.
Poco después asistiremos a un cuadro en el que esa dimensión litúrgico-ceremonial, entre lo
escatológico y lo pornográfico estilizado, alcanzará una especie de culmen, cuando la
formación de mozos desnudos, con sus cuerpos blancos, y el dedo índice elevado hacia el
cielo, como el de San Juan, danzan por el escenario y acaban concentrados en el centro del
proscenio, acogiendo en medio a la dama de negro, a la de la letra escarlata. Todo el conjunto
con su dedo índice, acusador o señalador, erecto hacia el firmamento. Entonces ella se levanta
las faldas mostrando su vagina, que ocupa el centro del cuadro, y, sin dejar de apuntar con su
índice izquierdo hacia las alturas, coge con su mano derecha el dedo índice del mozo que está
reclinado a su izquierda y se lo introduce en la vagina. Un rayo de luz desbordante, lanzada
desde lo alto del fondo de la platea, rubrica la imagen y la inviste de un halo trascendental y
desasosegante. Acciones que se convierten en imágenes icónicas que despiertan una fuerza
brutal, artaudiana, y que se fijan en nuestras retinas cerebrales.

En ese discurso directo y electrizante, la Liddell no exhibe erudición, sin embargo no se


abstiene de hacer homenajes muy simbólicos a ciertas figuras de la filosofía y de la cultura. Por
ejemplo, en el juego de telones rojos superpuestos que la dama de la letra escarlata atraviesa,
hay lugar también para un telón gigante con la imagen de Antonin Artaud en pose
trascendental y sensual a la vez, pues erotismo y trascendencia se tocan, extraída de un
fotograma de La Passion de Jeanne d’Arc (1928) de C. T. Dreyer. Por delante de la inmensa
imagen de Artaud aparece una actriz rapada y un joven.

Sobre alguno de los telones rojos se proyectan declaraciones de amor a Michel Foucault, a
Roland Barthes y a otros referentes que, a buen seguro, han alimentado el pensamiento de la
Liddell.

La recepción de The Scarlet Letter en el D. Maria II de Lisboa fue, según mi opinión, de suma
atención y respeto. El teatro lleno hasta la bandera. Nadie se levantó y se fue, pese a los
momentos más ácidos y desafiantes del discurso verbal o de las acciones visuales. Primó el
silencio de una atención asombrada, solo roto por alguna risa moderada, contenida, en los
momentos de mayor ironía y humor ácido, en la exageración de las diatribas contra las
mujeres y contra la masa progresista, entendiendo que las mayorías, incluida la progresista, no
hilan fino y se parapetan tras posiciones supuestamente críticas y adecuadas.

Esta pieza de la Liddell tiene una relación especial con Lisboa, ya que una buena parte de su
elenco, los jóvenes que constituyen ese coro que envuelve a la dama de la letra escarlata,
salieron de una especie de curso que Angélica realizó en complicidad con la BoCA (Biennial of
Contemporary Arts), que dirige John Romão, y el TNDMII. El curso se titulaba “La elocuencia de
la herida o la tragedia de la libertad: la transgresión” y en el programa se insería el siguiente
texto de Angélica Liddell: “La tragedia de la libertad es que podamos escoger entre el bien y el
mal. La civilización es represora desde que nace. La transgresión es un acto trágico porque
viola la ley de la vida oponiéndose a la vida calculada y a la razón. Las primeras prohibiciones
se aplican sobre el cuerpo, por ser el cuerpo la residencia del sexo y de la existencia, porque el
cuerpo puede fornicar y puede dormir. El criminal y el artista son hermanos, a excepción de
que el artista viola la ley de la vida mediante un acto poético que nace de la misma herida
profunda que atormenta al criminal. Por eso el acto transgresor es orden puro que nace del
caos. Arte y vida. Matarse o matar. El arte no es moral, no es puritano, el arte consiste en no
censurar los instintos ni los deseos, sino transformarlos en algo bello. Rebelarse contra la ley
del estado mediante la ley de la belleza.”

Para participar en ese curso, del que salió el elenco masculino, celebrado en el TNDMII a
principios de septiembre del 2017, se pedían jóvenes de entre 20 y 35 años, con o sin
experiencia en artes performativas. Los materiales punto de partida consistían en que cada
participante debía trabajar con la biografía de un asesino con el que se identificase. Se les
recomendaba la lectura de La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne y se les preguntaba:
“¿Cuál es tu letra escarlata?”. También se les recomendaba el film de Pasolini, Saló o los 120
días de Sodoma. Además del CV. se les pedía un vídeo de entre 2 o 3 minutos, realizado con la
cámara del teléfono móvil o del ordenador, en el que “transformasen en objeto poético (y
revelador) los crímenes de la condesa Isabel Báthory” y que, en unas 4 líneas, resumiesen el
concepto que sustentaba la propuesta estética del vídeo presentado.

Después de su estreno en Portugal, The Scarlet Letter, se estrenará en los Teatros del Canal,
que también coproducen la pieza, los días 14, 15 y 16 de febrero de 2019, con entradas
agotadas desde hace meses.

El texto que escribe la Liddell para el programa de mano define, con claridad, el alcance de
esta propuesta teatral:

““Somos las flores negras de una sociedad civilizada”, dice Hawthorne en La letra Escarlata.
Seguimos rebelándonos contra la violencia de la hipocresía moral en tiempos de puritanismo.
Hemos perdido en el arte la fuerza de la naturaleza salvaje para siempre. Hemos ganado en
pacatería, en estupidez y en embuste. La cobardía y la mojigatería son más agresivas que
nunca. Antes era la religión. Ahora la ideología.

En los tiempos de Hester la religión y la ley eran una sola cosa. Hoy se pretende que la
ideología y la ley sean una misma cosa, y se exige al arte que sea ideología, y por tanto que sea
la misma cosa que la ley. Nunca más se podrá representar al dios Pan, símbolo magnífico de
potencia masculina y apetito sexual, penetrando animales, adolescentes y ninfas, ni podrá
representarse a Eros niño, completamente desnudo, introduciendo su dedo en la vagina de
Venus, ni a un toro erecto raptando a una hermosa mujer desvestida, tampoco podrán
representarse a pigmeos sodomizando a pigmeos. La condición puritana no soporta la causa
obscena de la fecundación y la propagación, esconde el origen genital de nuestra concepción y
de nuestro nacimiento, niegan que el hecho sublime de la vida y del amor proceda del deseo,
de un sucio y violento movimiento entre penes y vulvas, de una pasión irrefrenable e
irremediablemente violenta, y por supuesto no tolera en absoluto la raíz sexual de nuestras
alegrías y de nuestros dolores.

Con esta letra escarlata nos sumergimos en las pesadillas que nos dan forma, en la necesidad
de la culpa y en la incapacidad de fuga, como rebelión contra la salud y el orden.”

P.S. – Sobre la obra de Angélica Liddell, en esta misma sección de Artezblai:

“Provocación atractiva”, publicado el 21 de junio de 2013 (sobre Ping Pang Qiu en los Festivais
Gil Vicente de Teatro Contemporáneo de Guimarães 2013)

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