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PlERRE GUICHARD
R o ber t M a n t r a n
Eu r o p a
y el I s l a m e n la
Ed a d M e d ia
C r it ic a
Barcelona
Traducción castellana de Mercedes Trías (capítulos 1 y 2),
Marta Carrera (capítulos 3 y 4), Rafael Santamaría (capítulo 5)
y Manuel Sánchez (Glosario), revisada por Manuel Sánchez
R o ber t F o s s ie r
* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Sanisó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
dos los elementos se relacionan y, en él, la adhesión es profunda y vital: la duda
constituye el enemigo principal, y es un riesgo de anarquía social y de maldición
que aniquila la personalidad. Poder, facciones, familia y pensamiento religioso
son los motores de la evolución social. La propiedad de los medios de producción
o el lugar que se ocupa en la circulación de bienes son factores secundarios ya
que dependen, en primer lugar, del ejercicio de un poder del Estado que va siem
pre acompañado de una adhesión ideológica total a una dinastía gobernante, que
constituye la garantía de la justicia, la armonía y la salvación. El modelo teocrá
tico encarnado por el Profeta ejercerá una misma influencia sobre todas las expe
riencias revolucionarias o conservadoras que surgirán en el futuro. Serán, no obs
tante, el pensamiento antiguo y, sobre todo, la gnosis los encargados de articular
en programas políticos esta sed de unidad y de salvación así como la esperanza
apocalíptica. Analizar las mutaciones del mundo islámico entre los siglos viii y
xi aplicando esquemas de conflicto entre burgueses y militares «feudales» puede,
evidentemente, llegar a aclarar ciertos aspectos de una realidad que se ha renova
do repetidam ente, pero sin duda también contribuirá a oscurecer una originalidad
y una permanencia sorprendentes.
U n O r ie n t e P r ó x im o d e s g a r r a d o a n t e u n a r e v o l u c ió n r e l ig io s a
Mahoma
14. Marwin II
744-750
El «asunto de familia» que constituye la sucesión del Profeta, con sus episo
dios trágicos, sus nimiedades y sus luchas de facciones, revela la debilidad funda
mental del Islam durante muchos siglos: la dificultad de definir la legitimidad del
poder. Esta dificultad trae consigo la elaboración de múltiples doctrinas políticas
y, por tanto, religiosas, siempre profundizadas, enriquecidas por aportaciones ex
teriores y que con frecuencia se encuentran al borde de la herejía, aunque sólo
sea bajo forma de «exageración», algo muy frecuente en el Islam. A la muerte
del Profeta, una solución conservadora y eficaz permite confiar el poder a viejos
musulmanes respetados y unidos por lazos de matrimonio a la familia de M aho
ma: Abú Bakr y cUmar que inician el período de las grandes conquistas. Al hacer
estó, se descarta a otros parientes más próximos del Profeta: su tío cAbbás, cuyos
descendientes destacarán más tarde sus méritos y derechos y, sobre todo, su so
brino CA1!, el primer converso después de Jadidja, creyente escrupuloso y activo
en torno al que cristaliza un partido cuando, a la muerte de cUmar, un tercer
«lugarteniente» (Jalifa, ‘califa') se instala en el poder: se trata de cUthmán, un
omeya apoyado por su clan y que empieza a colonizar el Estado. Este provoca
la oposición de los creyentes a la antigua usanza, fieles a la vieja um m a, o la de
los testigos de la Revelación, los «recitadores» del Corán: al ordenar el estableci
miento de una vulgata o versión única del libro de la Revelación, de la que se
han censurado las maldiciones lanzadas en un principio contra su clan, cUthmán
se precipita hacia su propio asesinato que tendrá lugar en 656.
cAli, por consiguiente, llega muy tardíamente al poder, en medio de una at
mósfera de intrigas y venganzas. Acusado por el gobernador de Siria, Mucáwiya,
de haber instigado el asesinato de su pariente cUthmán, CA1T contemporiza y pier
de a sus partidarios. Forzado a una guerra civil entre sus hombres, agrupados en
Küfa, y el ejército de Siria, evita un choque sangriento al aceptar, en Siffín, so
meterse a un arbitraje que establecerá su responsabilidad eventual en el asesina
to. Esta debilidad provoca, no obstante, el furor de los que protestan contra un
juicio humano en un asunto de esta índole. A partir de este momento el Islam
sufrirá una división en tres partidos: de entre los antiguos partidarios del yerno
de Mahoma, algunos salen de la umma inicial; son los járidjíes, intransigentes y
rigoristas, que denuncian a los imanes pecadores o a los creyentes relapsos y pre
conizan que la pureza de conciencia es el único camino posible. En torno a cAli
sólo permanece un grupo de creyentes, que pronto serán sectarios y que no lo
gran protegerle del cuchillo de un járidjí. El hijo mayor del califa asesinado re
nuncia a luchar, pero el menor, Husayn, se alza contra Mucáwiya y los omeyas:
su martirio en KarbalS3, en el año 680, provoca la creación de un «partido»
(shFa) pro-cAlt, el de los shFíes, legitimistas y minoritarios, refugiados en una
atmósfera de arrepentimiento trágico y teatral. En cambio, en torno a MucSwiya,
el vencedor, se reúnen los moderados, los oportunistas, los indiferentes y los am
biciosos que aceptan apoyar este poder militar reflejo de Quraysh y de las tribus
antiguas: han llegado los Omeyas.
En conjunto, no obstante, las doctrinas filosóficas y políticas que se elaboran
en el ámbito musulmán, resultan bastante desfavorables a los Omeyas: el escán
dalo de Siffín, la desposesión y el martirio de la familia de cAlí suscitan la refle
xión sobre la validez del imamato, sobre la responsabilidad del hombre e incluso
sobre la naturaleza del Corán o los atributos divinos. La razón, específicamente
musulmana para estos tiempos, reflejada en el kalám (teología dogmática), afir
ma la libertad humana contra la «coacción», defendida implícitamente por los
Omeyas, y contra la predestinación. Los que insisten en la inaccesibilidad de Dios
y en su unidad forman una gran corriente de pensamiento, el «muctazilismo»: se
trata de una organización clandestina, que lucha contra el antropomorfismo y
contra la inmoralidad de los califas omeyas y defiende la obligatoriedad de un
«gobierno del bien» y de rebelarse contra los jefes injustos o impuros. Estas doc
trinas abren camino a la propaganda de los descendientes de cAbbás que se infil
tran en el seno del movimiento m uctazil. Alejados de los járidjies en el tema de
la condición del musulmán pecador, los miftazilíes se aproximan a éstos en
la idea de un imán justo y que pueda ser destituido por los creyentes, mientras
que en el plano propiamente filosófico se encuentran más cercanos a los medios
shNes.
La elaboración del Islam es, pues, principalmente, una profundización, una
reflexión racional sobre los elementos de la fe. Los contactos, los préstamos de
otras culturas y las polémicas resultan limitados. Desde luego, el Islam queda so
metido a los ataques de los teólogos cristianos de las escuelas sirias como Juan
Damasceno y Abú Q urra, pero la reflexión musulmana va fundamentalmente di
rigida contra el escepticismo radical de los «libertinos», los zindtqs, herederos del
dualismo iranio. El problema del mal les motiva mucho más que el del logos he
lénico del que hablan los cristianos de Siria. Las tesis muctazilíes excluyen cual
quier responsabilidad divina en la existencia del mal cuyo origen se encuentra
únicamente en el libre arbitrio humano; su doctrina de un «Corán creado» tiene
como finalidad desechar los argumentos de los adversarios del Islam que habían
encontrado imperfecciones en el texto sagrado, que es palabra divina. En esta
atmósfera de profundización intelectual, las opciones filosóficas implican siempre
una aplicación política inmediata. El Islam, religión y Estado, impone una res
ponsabilidad a este respecto a cada musulmán. La cristalización de los partidos
y, en particular, el de los seguidores de cAli, trae consigo la introducción de ideo
logías que, en un principio, eran totalm ente extrañas al Islam.
Por más que el movimiento de partidarios de cAli se mantiene durante mucho
tiempo como una tendencia familiar, dirigida por los miembros más antiguos de
este linaje, y como un partido legal, surgen pronto sectarios que introducen o
desarrollan en él gérmenes de «exageración»: esperanzas mileiíaristas que les con
ducen a atribuir una función profética a los imanes y, en particular, a esperar la
aparición del «bien guiado» (el mahdi). El fracaso en las empresas llevadas a cabo
por los imanes, reconocidos sucesivamente como m ahdísy llevó al grupo a adoptar
la idea de la clandestinidad en espera del retorno de un mahdi salvador que sería
descendiente de CA1T; de este modo acabaron reconociendo, en la cadena de los
imanes ocultos, las encarnaciones de la divinidad, lo que les indujo a aceptar los
temas helenísticos de la metempsicosis y a empezar a reflexionar sobre la gnosis
del mundo cristiano. Hacia el 760, en los medios shNes de Küfa el profetismo y
el milenarismo, protegidos por el recuerdo de los tiempos de Medina y de La
Meca, se prolongan en una pléyade de sectas siempre en ebullición: partidarios
de cAlí y creyentes en su probable retorno mesiánico; partidarios de su hijo
Muhammad ibn al-Hanafiyya; partidarios de Abú Háshim; devotos de la descen
dencia de Husayn; activistas reagrupados en torno a la rama de Hasan, dentro
de la familia de cAIt, y partidarios fervientes de una oposición militar (los zay-
díes). Fronteras inciertas separan el «partido» legal de la shFa, engarzado con
frecuencia en revueltas violentas y efímeras, de los grupúsculos de carácter exage
radam ente místico, que se ven finalmente obligados a refugiarse en una clandes
tinidad impotente. De este modo, incluso antes de haber logrado alcanzar la m á
xima cantidad posible de su cosecha, el Islam veía crecer la cizaña.
L A COSECHA D EL ISLAM
— I
732 100 artos después .• Estepa desértica
Las grandes expediciones tras la muerte del Profeta
impulso de las primeras victorias casi milagrosas, el armamento y la táctica musul
mana se encuentran, en pleno país griego de Asia Menor, en equilibrio con las
fuerzas bizantinas a las que se había barrido fácilmente de otros países cristianos,
como Egipto o Siria, pero que resultaban trem endam ente coriáceas en Constan-
tinopla. En este momento la guerra debe abrir paso a la caballería pesada, a un
armamento constituido por sables, lanzas y corazas costosos, y a una articulación
cuidadosa entre los distintos cuerpos del ejército. Resulta cara y produce escasos
beneficios: de acuerdo con la evolución de los conflictos, los Omeyas se verán
obligados a desmovilizar contingentes del ejército regular y a tacharlos de los re
gistros de soldada, atrayéndose con ello terribles oposiciones. En el mar, los ára
bes dominaron bastante de prisa las técnicas de construcción de navios así como
las de la guerra naval: desde el 648 llevan expediciones a Chipre, en el 655 obtie
nen una victoria decisiva en la «batalla de los mástiles» y, menos de 20 años des
pués, se presentan ante Constantinopla, entre el 673 y el 680. Este primer «ase
dio», que no lo es en realidad, se renueva con mayor seriedad en 717-718. No
obstante, fracasa dos veces ya que los árabes no habían tenido en cuenta la for
midable posición bizantina así como la eficacia de la nafta, el «fuego griego», que
permite a los bizantinos incendiar los barcos enemigos, liberar la ciudad y recu
perar, al menos hasta aproximadamente 825-826, una verdadera hegemonía ma
rítima.
Las equivalencias de las monedas son cómodas, pero difunden sobre todo un
mensaje religioso, una profesión de fe: «No hay más dios que el Dios; es único
y no tiene asociado. Mahoma es el enviado de Dios», «Dios el único, Dios el
eterno; no ha engendrado ni ha sido engendrado; nadie es igual a Él». Lo ante
rior constituye un «símbolo omeya», pero aparece también un segundo símbolo
profético: «Mahoma es el enviado de Dios para señalar la dirección del camino
recto y enseñar una religión verdadera que triunfe entre las restantes religiones».
Estas leyendas ocupan lo esencial del lugar disponible en la moneda y a ellas sólo
se añade, en un principio, el nombre del califa, el del acuñador, normalmente un
cliente o mawlá, la indicación del taller y la fecha: manifiestan, pues, un claro
deseo de propaganda religiosa, de afirmación serena y de arabización. La existen
cia de una auténtico bimetalismo oro-plata viene reforzada por abundantes acu
ñaciones en cobre (el fals> plural fu lú s, que deriva del follis bizantino) y da testi
monio de la existencia de un mercado complejo y escalonado, rural, local e inter
regional y de una primera tentativa de unificación económica del continente mu
sulmán, que en lo sucesivo se independiza del antiguo dominio mediterráneo.
Esta unificación simbólica se acompaña, en la realidad, de un control serio de
las fuerzas vencidas —grupos étnicos o grupos religiosos— cuya debilitación es
sorprendente y testimonia el agotamiento de las tradiciones ante la presión de
una ideología universalista. El mismo Irán, pueblo de combatientes, nación domi
nante, llamado por el mazdeísmo a representar un papel universal y a luchar per
manentemente contra el mal, se hunde por completo. Desde luego, algunos lina
jes «nobles» se mantienen eo la provincia de Fars y conservan el sentimiento or
gulloso de su raza de origen y el recuerdo de las dinastías nacionales. No obstan
te, son sobre todo las montañas del litoral del mar Caspio, tradicionalmente insu
misas y que se islamizaron tardíam ente, las que conservan durante más tiempo
un poder autónomo: sus «marqueses» (ispahbadhs) del Tabaristdn, por ejemplo,
herederos de los gobernadores sasánidas, u otros similares, enquistados en un
«país de guerra» devastado por las constantes expediciones musulmanas, o am e
nazados por los esfuerzos de los misioneros, podrán resistir durante un cierto
tiempo. Al este, el Islam se adapta a las condiciones de sumisión de los antiguos
principados sogdianos y bactrianos: en Balj una dinastía local conserva su autori
dad, primero sola hasta el 736, mientras los árabes se mantienen acuartelados en
una ciudad vecina, más tarde entra en competencia con el emir hasta ser elimina
da hacia el 870. Los príncipes de Fargána y del Ushrusana, los afganos de Gazna
y, más tarde aún, hasta el 995, los sháhs del Jwárizm disfrutarán de la misma
autonomía. En conjunto, estos acuerdos parciales y frágiles entre la aristocracia
irania y el poder islámico no implican la constitución de un «refugio» nacional:
el Islam penetra por todas partes y las lenguas persas se arabizan en gran medida.
Sólo subsiste el recuerdo del pasado espléndido de la poesía, de la arquitectura
y de la dominación política de los iranios que se traduce, a partir del momento
en que los Omeyas empiezan a reclutar secretarios de origen persa para las ofici
nas de la administración, en la polémica de la shucübiyya: frente a los humanistas
árabes de Basra, los persas reafirman —¡en árabe!— los valores literarios y heroi
cos del pasado iranio.
En los países cristianos de Iraq, Siria y Egipto, la afirmación de la libertad
religiosa y el fin de las persecuciones bizantinas trae consigo un renacimiento de
las iglesias minoritarias, la reconstrucción de los monasterios y el reclutamiento
de numerosos funcionarios monofisitas, a la vez que se produce un gran desarro
llo cultural en la iglesia jacobita siria en torno a la figura de Severo Sebojt. Cierto
es que la presión fiscal acaba pronto con esta «primavera del Islam», al incitar
numerosas revueltas coptas e inducir al califa a jugar al sectarismo de los minori
tarios, enviando, por ejemplo, preceptores zoroastrianos a la Djazíra. Asimismo,
las sectas, divididas, no ofrecen excesiva resistencia a la aplicación estricta, con
cUmar II ibn cAbd al-cAzíz, de las reglas que establecen la superioridad del Islam:
obligación de respeto y de discreción (prohibición de las campanas y del culto
público, necesidad de adoptar una actitud de deferencia) y de llevar una señal
distintiva. La aplicación de la ley musulmana es obligatoria en cualquier proceso
entre un fiel de una confesión minoritaria y un musulmán o entre dos minoritarios
pertenecientes a distintas sectas, del mismo modo que está prohibido poseer lin
esclavo musulmán o prestar testimonio contra un creyente. La fiscalidad y la jus
ticia constituyen, por otra parte, armas eficaces de conversión, pero el califa evita
su uso por temor a agotar la reserva fiscal sobre la que se apoya la vida de la
comunidad. En conjunto, por tanto, da garantías a los súbditos dhimmíes (judíos
y cristianos principalmente) contra el exceso de celo y arbitra un largo debate
entre los teóricos musulmanes y los doctores pertenecientes a las minorías en tor
no al tema de las libertades contestadas: derecho a reconstruir iglesias y sinago
gas, mientras que está prohibido construir de nueva planta edificios de esta índo
le; derecho de waqf, esto es, derecho a que las instituciones religiosas tengan pro
piedades libres de impuestos; derecho a heredar de parientes lejanos y a percibir
legados testamentarios de un musulmán. Los escribas cristianos, sobre todo nes-
torianos, que servirán a los Omeyas y, más tarde, durante mucho tiempo, a los
cabbásíes, tratarán de ampliar estas libertades; no obstante, en un principio, la
partida de los escribas sirios de rito griego hace irreparable el conflicto con Bizan-
cio y convierte a una parte de la cristiandad oriental en sospechosa de espionaje
a favor de los griegos.
En Occidente, incluso fuera de los medios tribales islamizados que estaban ya
próximos estructuralm ente de la sociedad árabe tradicional y que podían adoptar
fácilmente sus ideales al asimilar su lengua, llama la atención la difusión rápida
del árabe entre los indígenas islamizados, incluso entre los que permanecieron
fieles al cristianismo. En Toledo, ciudad particularmente refractaria a la autori
dad de los emires cordobeses y donde no parece que se instalara más que un
número reducido de orientales, se ve, desde fines del siglo vm, cómo el poeta
muwallad (indígena converso) Girbíb galvaniza la resistencia de sus conciudada
nos ,j^e_&e-hanxebelado contra el poder cordobés, componiendo poemas árabes.
Conocemos, por otra parte, a mediados del siglo siguiente, las lamentaciones de
..Eulogio, dérico mozárabe (arabizado, que vive en medio de los árabes), a propó
sito d.ftl abandono de las letras latinas por los cristianos de Córdoba y de la atrac
ción que éstos sienten por la cultura árabe. D urante mucho tiempo, sin duda, se
siguió utilizando en la península los d ialéelos romances indígenas, aunque l l e g a
dos al rango de lengua popular no escrita; ahora bien, incluso a este nivel, sufrían
la compsiCJOcia del árabe vulgar, que a<;abó por suplantarlos por completo quizás
a partir del siglo xi. Con la semitización lingüística penetraron también costum
bres, modos de vida, mentalidades que contribuían a alejar la población andaluza
de sus raíces indígenas. Es curioso observar, por ejemplo, que el matrimonio en-
dógamo practicado, probablemente, por imitación de las costumbres árabes, era
tema de controversia entre los mozárabes del siglo ix. En toda la fachada medi
terránea encontramos, en la abundantísima toponimia gentilicia difundida en el
campo sin duda desde los siglos ix y x, el índice de una relación entre los grupos
humanos y la tierra, de tipo oriental o magribí, que supone una modificación pro
funda de las estructuras de parentesco respecto a la tradición local de origen ro
mano-visigótico.
Así pues, el «reinó árabe» de los Omeyas superpone la estructura política del
ejército-Estado a las tradiciones de las múltiples provincias del imperio: el pueblo
musulmán, esencialmente de lengua y cultura árabes, reunido todavía en contin
gentes tribales, vive de una renta asegurada por la fiscalidad y el botín, mientras
consagra sus propias energías a la conquista o a la definición intelectual, filosófi
ca, jurídica y política que justifica su poder. Esta sociedad islámica tiene, por tan
to, una resonancia «ateniense» y se basa, evidentemente, en la explotación de las
sociedades conquistadas, anquilosadas en su diversidad e inferioridad radicales.
El sistema d&_pensioaes manifiesta, en primer lugar, la superioridad de los
musulmanes en conjunto, y no sólo de la clase militar; las tribus aparecen regis
tradas en los libros de los tesoreros (divanes) desde cUmar, sin que se establezca
una relación precisa entre la pensión recibida y un servicio prestado al ejército.
La pensión (catá3) de los militares, de los veteranos o de los musulmanes libres
que constituyen el potencial movilizable, tiende a sustituir el botín móvil (gam
ma) de la época de las primeras conquistas, regula los derechos eminentes del
pueblo árabe y evita que se deje arrastrar por la tentación de entregarse a la al-
gazúa y a la guerra irregular. El enrolamiento de los contingentes tribales recuer-
jfo m u ch o , por otra parte, los orígenes del Islam ya que, durante largo tiempo,
excluyó a los no-conversos que, por otra parte, se veían obligados a convertirse
en clientes (mawálij si querían integrarse en la sociedad musulmana «pura»; in
cluso su participación, activa según ha podido verse, en las expediciones militares
no les daba derecho a soldada sino sólo a una ppjrte meaoixLel botín.
Otro reparto^ el de la tierra co n q u ist^ a, iba a incrementar las desigualdades
dentro de la sociedad musulmana y a estabilizar, dada la casi propiedad de am
plios dominios, las jefaturas tribales y los mandos militares. En teoría, el botín
de bienes inmuebles (fay3) se repartía entre todos los combatientes, salvo un
quinto reservado al Profeta, y más tarde a la comunidad, que se atribuía a las
fundaciones religiosas. En la práctica, los musulmanes vacilaron entre dos tipos
de reparto: el primero respeta el principio y determina amplias distribuciones de
tierras, que seguirán siendo cultivadas por sus poseedores, los dhimmíes conver
tidos en súbditos y situados en una posición jurídica inferior; éstos pagarán los
impuestos consuetudinarios mientras que los musulmanes deberán abonar al Es
tado el diezmo de sus ingresos. El segundo procedimiento se aplicó en el Sawád,
la «región negra», o sea, la zona arbórea que rodea a Bagdad, y prevé la inmo
vilización de la tierra que se atribuye en waqf, o sea, en bien de mano muerta,
al conjunto de la comunidad de los creyentes: los habitantes pagan su impuesto
bajo un doble título, como capitación y como impuesto territorial, constituyendo
este conjunto un «ingreso de fundación piadosa» destinado al servicio de los mu
sulmanes. No obstante, en ambos casos el príncipe, en nombre de la prioridad
que reservan al jefe los usos tribales, conserva para sí mismo una enorme reserva
territorial, los bienes sawáfí: tierras conquistadas pertenecientes al Estado sasáni-
da, a las iglesias y templos de fuego, propiedades de familias nobles expulsadas
o bienes abandonados. Estas tierras tenían, en un principio, una extensión medio
cre y, en el Sawád, sólo producían ingresos de 4 millones de dirhams, que supo
nían una cantidad mínima en relación a los 124 o 128 millones de ingresos totales
anuales. No obstante, los bienes sawáfí crecieron sin cesar debido a las confisca
ciones o a la aplicación del derecho de posesión del califa sobre los pastos.
El califa podía distribuir lotes de estas tierras sawáfí á los musulmanes que
tuvieran méritos particulares: la concesión implicaba la obligación de trabajar las
tierras, era revocable y, por tanto, no daba lugar a una propiedad plena. Permitió
pronto, no obstante, la formación de grandes dominios / dayca) en los que resul
taba difícil distinguir la concesión usufructuaria inicial de las compras sucesivas.
Sin llegar a la constitución de una aristocracia territorial, ya que el derecho mu
sulmán establece que la herencia debe dividirse entre los hijos, estos lotes per
mitieron sin duda la implantación de una clase de medianos propietarios musul
manes.
No obstante, en conjunto, la base financiera del Estado sigue fundándose en
el sistema de impuestos que se elabora a medida que avanza la conquista.
La evolución de la imposición y el esfuerzo de racionalización llevado a cabo
por los juristas (fuqahá3) contribuyeron poco a poco a simplificar esta anarquía
conservándose, finalmente, dos impuestos universales: la djizya, impuesto que
grava «las nucas» de los súbditos (los dhimmíes) , precio por la protección que
pagan sólo los hombres adultos, capaces de ir a la guerra; dicho impuesto consti
tuía una contribución elevada y oscilaba entre 1 y 4 dinares. El segundo impuesto
era territorial, el jaradj, y su base tributaria más frecuente (caso de Iraq o Irán)
era la superficie de la tierra (misáha)y efectuándose el pago en efectivo o la mitad
en especie. El gran problema era, evidentemente, el de la progresiva conversión
de los dhimmíes ya que, en este caso, dejaban de pagar la capitación. Por ello
los juristas tendieron a relacionar el impuesto territorial con la tierra y no con el
estatuto de su poseedor: el impuesto pertenece a la comunidad y no puede dismi
nuirse o enajenarse. Una casuística refinada se ocupó de la clasificación de las
tierras según su status original: de todos modos, las opiniones de los doctores di
ferían tanto que, en último término, el califa seguía siendo el último árbitro en
materia de impuestos.
Los musulmanes estuvieron durante mucho tiempo exentos de toda imposi
ción: eran rentistas del impuesto y sólo estaban obligados a dar una limosna vo
luntaria (zakát o sadáqa) cuya. equivalencia con. el diezmo.fue establecida por la
CPJáumhre. No debe subestimarse la importancia de la misma: la Crónica de D io
nisio de Tell-Marhé permite evaluar los distintos impuestos en los que se descom
pone. En el siglo n del Islam el djezmo de la cosecha que, en la Djazira, se abona
según una tasa muy elevada, 2 diñares por unidad de tierra, asciende a una cuan
tía que equivale al jaradj del vecino Iraq; el diezmo de los rebaños beduinos,
calculado no sobre los beneficios que éstos producen sino sobre el capital y que
debe pagarse en metálico, constituye una contribución tan elevada que hubo que
reducir la tasa a 1/30 o, para los rebaños pequeños, a 1/40. El sistema de imposi
ción aplicado a los musulmanes no resulta, por tanto, tan favorable como podría
creerse: sólo se les exime de la capitación, que se consideraba infamante. A pesar
de todo, el amplio movimiento de conversiones, acompañado del crecimiento de
las ciudades improductivas y del abandono del campo, reducen los ingresos del
Estado desde la época Omeya; así los ingresos fiscales procedentes de Egipto,
cuya media era de 12 millones de dinares bajo cUmar y sus sucesores, con algunos
aumentos esporádicos que llegaban hasta 14 o hasta 17,5 millones, bajarán hasta
4 millones en tiempos de Hárün al-Rashid, en el siglo ix, y, más tarde, oscilarán
entre 3 y 4 millones bajo los fatimíes. En la Djazira jacobita esta disminución se
producirá más tarde: 58 millones bajo Hárün al-Rashid y 17,3 millones hacia el
870. Igualmente, los ingresos fiscales del Iraq, estabilizados en torno a los 120
millones de dirhams en lá época de la conquista y que se mantenían al mismo
nivel en tiempos de Hárün al-Rashid, sufrirán una brusca caída en el siglo ix: 78
millones hacia el 870. Este empobrecimiento del Estado se debe, sin duda, a nu
merosas causas, como las distribuciones de bienes sawáfi y los cambios en el es
tatuto fiscal de los contribuyentes. Sin necesidad de subestimar el gran peso de
la presión fiscal, que gravaba tanto las actividades económicas como los ingresos
individuales, resulta fácil com prender la preocupación que sentía el fisco por no
dejar escapar a nadie y detener el movimiento de disminución de los ingresos.
En estas condiciones, la fiscalidad contribuye a desarrollar una administración
quisquillosa: el tacdily una auténtica inquisición periódica, es el encargado de fijar
el censo de las riquezas. En la Djazira esta inspección se realiza cada diez años
a partir del 690 y actúa de forma despiadada, en particular con los poseedores
ilegítimos de tierras públicas. Nadie puede viajar sin llevar el recibo del recauda
dor que le protege frente a una posible detención e investigación: se trata de evi
tar la huida ante los impuestos que amenaza con generalizarse. Acabará por exi
girse, como prueba de que el contribuyente ha cumplido con sus deberes fiscales,
llevar un sello de plomo sujeto al cuello con una correa. Por otra parte, la dureza
del impuesto crece, en virtud de la arbitrariedad del censo que llevan a cabo los
funcionarios de la administración central, frecuentemente elegidos entre los
miembros de una minoría distinta de aquella a la que pertenezcan sus contribu
yentes. La imposición se endurece también debido a la necesidad de pagar en
oro o plata; para obtener efectivo el campesino se ve, por tanto, obligado a ven
der inmediatemente la cosecha, antes de la recolección, a precios desde luego
inferiores a los que se obtendrían unos meses más tarde. Las autoridades locales,
que son responsables del pago de los impuestos y son, al mismo tiempo, grandes
propietarios, se convierten entonces en prestamistas. La usura tiende a dislocar
la estructura igualitaria de la comunidad rural y da lugar a la multiplicación de
los vínculos de protección entre autoridades locales y campesinos empobrecidos.
Todo ello trae consigo no solo la huida ante los impuestos, sino también la apa
rición de violentos motines de los campesinos. Estas revueltas van dirigidas en
contra de los especuladores pero también en contra de los exiliados que han hui
do de los impuestos y a los que se persigue para obligarles a volver a la com u
nidad que se ha visto empobrecida por su huida. ¡No estamos muy lejos de Bi-
zancio!
No hace falta decir que, en los niveles superiores del gobierno y de la adminis
tración, las estructuras que se organizaron en.Occidente eran mi calco fiel de los
modelos que se estaban elaborando en O riente. Algunas de ellas aparecen muy
pronto, como el diwán al-djund, registro en el que figuraban los distintos contin
gentes tribales <Jel ejército,con los sueldos que percibían. La fiscalidad se caracte
riza de entrada por el deseo de organizar un sistema idéntico al oriental: djizya
o impuesto específico de los contribuyentes cristianos, jaradj o impuesto territo
rial, diezmo (zakát o cushr) que se exige a los musulmanes. A partir del 701, por
ejemplo, vemos cómo el gobernador de Ifriqiyá inscribe sobre las listas de percep
ción del jaradj a los Rüm (romanos) de Ifriqiyá que desean conservar su religión
cristiana. En al-Andalus, un célebre tratado llamado de Tudmir (Teodomiro) es
firmado por las autoridades musulmanas y por un jefe godo de este nombre, re
sidente en Orihuela. Este pacto concede a Iqs cristianos del sudeste de la penín
sula la conservación de sus bienes y la adquisición del estatuto de dhim m í a cam
bio del pago de una djizya en metálico y en especie, prácticamente idéntica a las
que se encuentran en textos orientales del mismo tipo.
La lejanía podría haber facilitado abusos o licencias, pero en realidad el con
trol ejercido por el califato de Damasco sobre los primeros gobernadores parece
haber sido tan estricto como lo permitían las distancias y los medios técnicos de
la época. No existe duda alguna de que tanto el gobierno del imperio como las
autoridades locales querían ajustar la organización de las provincias recién con
quistadas a las normas islámicas. La crónica latina del 754, llamada Crónica m o
zárabe, insiste repetidam ente en los esfuerzos realizados por los gobernadores de
Córdoba para ajustar a la legalidad la realidad anárquica de la apropiación de las
tierras por los conquistadores. D e esta manera, el gobernador al-Samh (719-721)
habría procedido a un nuevo reparto de los bienes que los árabes tenían «indivi
sos» (indivisum), es decir, sin que se hubiera procedido previamente a un reparto
legal. Por su parte, el gobernador Yahyá ibn Saláma (725-727) obligó a árabes y
bereberes a restituir a los cristianos indígenas los llamados «bienes de paz», pro
bablemente tierras que les habían sido arrebatadas a pesar de haber sido garantí-
zadas por un tratado de paz (sulh)y pactado en el momento de su sumisión. Por
otra parte, la misma crónica contiene múltiples alusiones al establecimiento de
registros fiscales por parte de estos primeros gobernadores, de varios de los cua
les se dice que efectuaron una descriptio populi, sin duda con la intención de re
gularizar la percepción del jaradj.
El sistema monetario, que constituye un corolario de la fiscalidad, se introdu
ce tanto en África como en al-Andalus con una notable rapidez. Los tipos im
puestos por la reforma del califa cAbd al-Malik a fines del siglo vn en Oriente
van precedidos por algunas monedas híbridas latino-árabes. Ahora bien, aunque
la existencia misma de estas últimas da testimonio de la conciencia adquirida por
las autoridades de la necesidad de facilitar la transición, la brevedad de su emi
sión (del 703 al 716 en África) muestra también que se deseaba instaurar el siste
ma oriental lo antes posible. En al-Andalus existe, una ruptura complata,e inme
diata con la moneda visigoda, y las monedas de transición, latinas o bilingües
imitadas de los modelos africanos, sólo duran desde el 7Í1 hasta el 717; después
de esta última fecha sólo se encuentran diñares que se ajustan, en su epigrafía y
metrología, al tipo fijado por la reforma de cAbd al-Malik. Un problema que no
está claro, en cambio, es el de la interrupción de la acuñación de moneda de oro
en al-Andalus a mediados del siglo v i i i . En efecto, a partir del 745, y tras una
interrupción que dura unos 15 años, debida sin duda a la crisis política de media
dos del siglo viu, las cecas andalusíes sólo acuñarán dirhams conformes a los tipos
acuñados previamente por el califato de Damasco, y esta situación durará hasta
la proclamación del califato en Córdoba en el 929. En esto, como en otros rasgos
institucionales, al-Andalus parece conservar estrictamente la tradición omeya. Es
posible que, al no haber osado asumir inmediatamente el título califal, los sobe
ranos de Córdoba no se creyeran autorizados tampoco a disputar a los cabbásíes
el monopolio de la acuñación de oro. Puede pensarse también que el oro era,
entonces, raro en todo el Occidente, y señalar el sincronismo de la interrupción
de estas acuñaciones en al-Andalus y en la Galia en el siglo v i i i . En el Magrib
los idrisíes, sin duda por las mismas razones, únicamente acuñaron dirhams. En
lo que se refiere a los dinares emitidos por los aglabíes de Ifríqiyá, probablemente
sirvieron sobre todo para pagar el tributo debido al califa, mientras que la circu
lación interior se debió basar fundamentalmente en la plata.
L a s DISLOCACIONES Y EL FRACASO
La crisis revolucionaria del 750, que termina con el imperio omeya e inaugura
una era y un régimen nuevos —ambos conceptos aparecen expresados por el tér
mino dawla— confirma la debilidad del poder y su incapacidad para resolver los
problemas planteados por la conversión masiva de los antiguos dhimmíes. No se
trata, no obstante, de una revolución nacional de los iranios contra los árabes ni
de una revolución de los mawáli contra la aristocracia tribal, sino de buscar una
solución islámica al problema de la Hacienda estatal. Si bien el centro de la insu
rrección es, de nuevo, la provincia del Jurásán, de hecho son árabes y, en parti
cular, las tribus que se vieron privadas, hacia el 733, de los sueldos del diwán y
fueron excluidas del ejército, quienes marchan sobre Marw armadas con garrotes.
Las consignas del movimiento no muestran ninguna hostilidad hacia los árabes e
incluso la población propiam ente árabe de KOfa será invitada a apoyar y sancio
nar las decisiones de los generales jurásáníes. En ningún momento se observa
resto alguno de un programa que pretenda corregir las desigualdades e injusticias
de las que eran víctimas los mawáli, sino tan sólo una promesa de renovación del
Estado. Ha surgido simplemente un mensaje revolucionario que se ha recibido
en un terreno favorable y que unifica diversos descontentos, todo ello en medio
de una atmósfera vagamente milenarista en la que no faltan los rasgos místicos
característicos de los sectores extremistas del shi^smo.
Por otra parte, la situación particular del Jurásán explica el éxito que allí tuvo
un movimiento revolucionario: arabizado debido a la afluencia de 50.000 familias
de Kúfa y de Basra que constituyen una poderosa fuerza de ocupación, la provin
cia, marca extrema del Islam, en contacto con los países iranios todavía indepen
dientes o paganos de la Transoxania y del Afganistán, es aún «tierra de guerra
santa», de botín y de tributo. Abundan en ella los conflictos tribales entre los de
M udár o qays y los yemeníes y existe una oposición violenta a todo lo que viene
de Siria, por tanto, a los Omeyas. El problema de los mawálí sólo se plantea en
términos de honor y dignidad; desde cUmar II están inscritos en los registros de
los contingentes militares y, después del 738, una reforma fiscal ha aligerado sus
cargas. Por el contrario, los árabes, en particular los yemeníes, tienen una revan
cha pendiente con los Omeyas que en 733 les suprimieron los privilegios de la
soldada, con la excepción de 15.000 familias que se mantuvieron en los registros.
La elección del Jurásán y, en particular, de la tribu yemení de los Juzaca como
base del movimiento revolucionario explica asimismo el éxito de una propaganda
clandestina y, en último término secundaria, la de los cabbásíes, un linaje medio
cre y de pretensiones tardías. Por otra parte, su parentesco masculino indiscutible
con el Profeta los sitúa en un plano de igualdad con los descendientes de cAli e
incluso el testamento de uno de estos últimos, Abú Háshim, en favor del cabbásí
Ibráhim, permite que se alíe con ellos una parte de la opinión shicí. Durante casi
20 años los cabbásíes desarrollan un movimiento político (en Kflfa con Abú Salá-
ma) y militar (en el Jurásán bajo Abú Muslim) hostil a los Omeyas, sin especificar
jamás el nombre o el linaje del «imám digno» para el que trabajan. Sus adeptos
se limitan a referirse al deber y al derecho a vengar a los miembros de la familia
del Profeta, asesinados por los tiranos omeyas; la bandera negra y las ropas del
mismo color de sus seguidores constituyen únicamente una señal de luto y de ven
ganza; se unen también al espíritu niesiánico.
El lugar que ocupan los mawáli en todo este asunto aclara la importancia de
los lazos familiares y de adopción espiritual: Abú Muslim, iranio que ha entrado
como mawlá en una tribu árabe de Kúfa, adopta el título de «general (amír) de
la familia» y de «representante» del linaje. Adoptado por el imám Ibráhim en el
746, recibe de éste una especie de misión, según la cual, aunque no pueda reivin
dicar el poder para sí mismo, puede, en cambio, transmitir su autoridad subdele
gada. Este es un procedimiento de transmisión que será recuperado, más tarde,
por los fatimíes. En KOfa, Abú Saláma, también un liberto, adopta un título que
había sido utilizado por Mujtár durante la revuelta del 686, en nombre del hijo
de cAlt, «auxiliar» (wazir) de la familia, literalmente «el que lleva el peso de la
carga», una denominación que implica, por lo menos, un parentesco espiritual
—recuérdese que en el Corán Aarón es llamado wazír de Moisés—. Estos herm a
nos espirituales asumen todos los riesgos y se hacen cargo de la propaganda y de
las operaciones militares, protegiendo a sus superiores, los príncipes cabbásíes o
descendientes de cAli que se ocultan en una clandestinidad absoluta y que no se
mostrarán, en modo alguno, agradecidos: Abú Saláma será ejecutado inmediata
mente después de la victoria cabbásí y Abú Muslim en el 754, por orden del califa
al-Mansúr.
El éxito de la revolución se explica precisamente por la ambigüedad que ro
deó al nombre del imán, permitiendo recuperar toda una serie de revueltas ante
riores de los partidarios de CA1T, asociarse al movimiento teológico de los mucta-
zilíes, del que hablaremos más tarde, y adoptar de ellos la idea central de un
«mando» del bien que se opone a una mala autoridad. Al mismo tiempo, poten
cia plenamente la carga de los odios tribales y, en particular, la oposición de los
yemeníes a la hegemonía qaysí. La revolución es proclamada abiertam ente en el
747 y se transmite mediante el telégrafo óptico constituido por un sistema de se
ñales con hogueras en la región de Marw la noche del 25 de ramadán. La decía-
ración se hace en nombre del «imám esperado» y derrota a la dinastía omeya que
se encuentra debilitada por todas partes. En dos años el ejército de los «garrotes»
barre los contingentes califales de Irán e Iraq y el 28 de noviembre del 749 se
proclama a Abú-l-cAbbás en la gran mezquita de Kúfa pese a todo el despecho
que sienten los príncipes sucesores de cAlí. Al año siguiente los miembros de la
familia omeya, a los que se ha atraído a un encerrona en Siria, son asesinados
sin piedad; sólo uno logra huir, tan lejos como puede, hasta Córdoba. El nuevo
poder se instala en Iraq, en Anbár-Háshimiyya, lo que constituye un primer signo
de ruptura con los Omeyas, en medio de una atmósfera de crueldad y odio tribal
que llega a desenterrar a los muertos omeyas con el fin de arrancar a la dinastía
depuesta cualquier resto que pudiera quedar de grandeza. La revolución cabbásí
manifiesta, por tanto, una trem enda violencia ideológica pese a ser, en primer
lugar y de hecho, un simple cambio de dinastía.
Capítulo 2
EL MUNDO DE LOS CABBÁSÍES
El «éxito» del Islam*
M andar
Esta monarquía afirma los derechos absolutos del linaje de cAbbás, tío del
Profeta, en virtud de un derecho de antigüedad. Rechaza todo imamismo de
tipo shffi (Abú-l-cAbbás adopta, por otra parte, el título de «príncipe de los cre
yentes y no el de imán») así como cualquier transmisión testamentaria de los
herederos de cAlí a los cabbásíes. Parientes honrados y protegidos por la dinas
tía, los herederos de CA1! y sus primos los dja'faríes son excluidos en lo sucesivo
de toda legitimidad dinástica y ni siquiera forman parte de la shúra, el consejo
consultivo que determina, a falta de una designación por parte del califa, quién
es el sucesor «más excelente» entre los miembros de la familia, que ha quedado
reducida al linaje de cAbbfis. Abú-l-cAbbás restaura una historia interrumpida y
establece un retorno absoluto a las fuentes a partir del momento en que se pres
tó juram ento al Profeta. Restaura también la unidad de la um m a, suprimiendo
los privilegios del ejército árabe y estableciendo la igualdad entre todos los mu
sulmanes. Proclama, finalmente, la responsabilidad y la autoridad absoluta del
«príncipe de los creyentes» con respecto a la comunidad. Tal como puede verse,
la monarquía islámica no rompe con el fundamento absolutista del régimen de
* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
los Omeyas ni reduce la extremada concentración del poder; por el contrario,
suprime el contra-poder de los jefes de tribu que constituían el ejército. Todo el
ejercicio de la autoridad se encierra en el seno de la «familia bendita».
A hora son las estructuras familiares, ampliadas gracias a la clientela y el pa
rentesco ritual, las que aseguran la gestión del Estado islámico. Los cabbásíes sir
ven al califa como gobernadores de provincia o jefes del ejército y se seccionan
amplios territorios del imperio para que ellos gobiernen y, de manera particular,
para el presunto heredero que, con frecuencia, manda el ejército de las marcas
situadas en el frente bizantino. Estos gobernadores favorecen, de hecho, los au-
tonomismos subterráneos, inevitables dada la inmensidad y la ausencia de unidad
cultural y económica del imperio, en particular en el inmenso Oriente iranio que
Hárün al-Rashid confía a su hijo al-Ma3mün, proclamado heredero de su otro
hijo, o que al-Mutawakkil confía a al-Muctazz, mientras que el presunto herede
ro, al-Muntasir, gobierna el Oeste. También el ejército se reconstituye sobre la
base de utilizar sólo a mercenarios y apoyarse en la solidaridad de partidos: com
puesto por jurásáníes, su núcleo está constituido por los a b n á «hijos» del régi
men, mientras que los antiguos contingentes árabes son eliminados gradualmente
del ejército, tachados de los registros de soldada o acantonados en las marcas.
Bajo al-Mansür, la gestión del aparato administrativo se confía, a un fiel ayudante
del califa y, para denominar su cargo, se utiliza de nuevo el título de visir (wazir)
del que había hecho uso Abú Saláma. Si se trata de un secretario (kátib), buen
conocedor de la gestión de las numerosas y complejas oficinas, su relación con el
califa será íntima, familiar y también conflictiva: además de recibir una delega
ción, que tiende a ser total, de las prerrogativas califales (absolutismo visiral que,
no obstante, se encuentra moderado por la revocación, ejecución o confiscación),
el visir, y otros cortesanos, se ven introducidos, forzosamente, en la intimidad de
la familia como «secretarios-tutores», es decir, verdaderos padres adoptivos, pre
ceptores de los príncipes y tutores que pronto resultarán molestos.
La base administrativa del imperio se desarrollará rápidamente y su eficacia se
verá reforzada. El gobierno de los cabbásíes constituye el apogeo de la especiali-
zación de los departamentos estatales y del control, la obra maestra de los secre
tarios. El Tesoro omeya (Bayt al-mál) desarrolla un conjunto de servicios que con
trola los impuestos territoriales, diezmos, bienes confiscados y el tesoro privado;
más tarde, en el siglo ix, el servicio de los impuestos territoriales se reestructura
en tres que son responsables, respectivamente, del Occidente, Oriente y el Sawád
(región de Bagdad) y que, en su conjunto, están sometidos a un departamento en
cargado del control. Esta estructura, que resulta por otra parte inestable y some
tida a reorganizaciones, se reproduce en provincias y permite un conocimiento
precoz de los recursos fiscales e incluso la elaboración de presupuestos centrales,
que se elevan a 400 millones de dirhemes bajo los primeros cabbásíes, a 300 mi
llones hacia el año 850 e incluso a más de 200 millones hacia el año 900. Los ser
vicios de la tesorería, que reciben sólo una parte de los ingresos derivados de la
fiscalidad ya que las provincias gozan de autonomía financiera, pagan, a través de
los divanes de los gastos y del ejército, los sueldos de los funcionarios y de los mi
litares, las pensiones de los miembros de la familia y las necesidades de la corte.
Finalmente, las oficinas de la cancillería y del sello registran las decisiones de po
lítica general y los diplomas en los que constan los nombramientos, mientras
que el servicio de correos organiza una red oficial de comunicaciones y de vigilan
cia policial sobre el conjunto del imperio, a la manera sasánida o romana.
Este sistema, estable sólo en teoría, se encontraba no obstante sometido a las
fuertes tensiones que agitaban a la familia y a la corte califal, esto es, fundamen
talmente, los conflictos sucesorios que forman parte, de modo inevitable, de la
estructura misma del régimen. Ninguna sucesión se ve libre de ellos: a la muerte
de Abú-l-cAbbás al-Saffáh, el tío de al-Mansúr prueba su suerte alegando su de
recho de mayor antigüedad; al-Mansúr debe apartar a su primo, designado por
al-Saffáh, para transmitir el califato a su hijo al-Mahdi. Cuando éste ir' tere, po
siblemente asesinado, se rompe el orden sucesorio y al-Hádí obtiene ventaja so
bre su hermano Hárün. Éste, liberado de la prisión a la muerte de al-Hádí, trata
de imponer un orden sucesorio entre al-Amín y al-Ma^mün. Fracasa y, a su m uer
te, el Estado se ve desgarrado por una dura guerra civil que estalla en el momen
to en que el califa elimina de la sucesión a su medio hermano. Al-Ma3mün, con
el ejército del Jurásán mandado principalmente por Táhir, marcha sobre Bagdad
y asedia la ciudad desde agosto del 812 hasta septiembres del 813, viéndose obli
gado a vencer la resistencia heroica de la población. Estos conflictos se ven ani
mados, por otra parte, por la competencia de los secretarios-tutores y por las am
biciones de las reinas madres, cada una de las cuales espera derrotar a sus rivales
del gineceo califal. Esta atmósfera de intrigas desatadas acaba por afectar el ca
rácter mismo del poder califal: al-Mahdi muere, tal vez asesinado, y se abriga la
misma sospecha sobre la muerte de al-Hádí; al-Amin, por otra parte, morirá a
manos de los soldados de Táhir.
al-'Abbis
I
■■
■ ■— ■ i
1 al-Mantúr
Abú-l-cAbbáa al-Saffáh 754-775
750-754 al-Mahdl
775-785
al-Wathlq al-Mutawakkll
842-847 847 861
al-Muhtadl al Mu cladid
860-870 802-902
al-MuqtacMr al Oáhir
al Muktafl 032-034
002-008 908 032
I
al-Mustakfl al-RAdt al-Muttaqt al-Mutr
944-046 034-040 040-044 046-074
I I
alO id lr
001-1031 al-Tii*
I 074-001
•l-OA'lm
1031-1075
P r o d u c ir
T r iu n f o d e l a c iu d a d m u s u l m a n a
navios por el Éufrates desde Diyár Mudar, Raqqa, Siria, las marcas del Asia Me
nor, Egipto y el Magrib. Esta ciudad se encontrará también sobre las rutas de
las poblaciones del Djibál, Isfáhán y de las provincias del Jurásán». Añadamos a
este programa, preocupado por el abastecimiento de la futura capital, la fertilidad
del Sawád y de la llanura situada al pie del Zagros.
Capitales colosales
(
Focos de aculturación
Las capitales cabbásíes, ciudades en las que se ha afincado la jássa, viven fun
dam entalmente de la fiscalidad imperial. En el momento de la fundación de Bag
dad, cada tío del califa recibe una paga de un millón de dirhams, la familia se
reparte 10 millones y cada uno de los 700 compañeros obtiene una pensión de
500 dirhams mensuales. Una geografía compartimentada distribuye los contingen
tes beduinos del ejército en barrios tribales y los regimientos jurásáníes (que tam
bién son árabes) son repartidos en función de su ciudad o región de origen (Jwá-
rizm, Rayy, Marw, Qábúl, Bujára) junto a los palacios y parcelas distribuidos a
los parientes y jefes de los seguidores cabbásíes. La ampliación de la ciudad, en
la que se multiplican los mercados, atrae la inmigración de gentes pertenecientes
a las clases bajas, sobre todo iranios que se han arabizado rápidamente y que se
instalan asimismo en los barrios en función de los vínculos de solidaridad: es el
caso de los artesanos de al-Ahwáz (las gentes de Tustar, especialistas del tejido
de la seda y del algodón). Junto a la élite administrativa, militar y religiosa, Bag
dad y Samarra ven cómo se desarrolla la cám m ay un pueblo turbulento, sólo en
parte productivo (tejedores, albañiles, escultores de la madera, ladrilleros y alfa
reros), en parte inactivo o activo de modo irregular (cargadores, barqueros, guar
daespaldas, maceros y los numerosos ladrones), preocupado por los conflictos po
lítico-religiosos y por el patriotismo municipal. Profundamente islamizado y tam
bién arabizado, este pueblo se compromete, sin temor, con el sistema: son los
«desnudos» que resisten durante 14 meses, armados sólo con bastones, frente a
las tropas de Táhir en 812-813, cuando surge el conflicto entre los califas al-Amin
y aI-Ma3mún.
La gran ciudad representa un papel que, sin duda, es esencial en el fenómeno
de la aculturación: si bien Bagdad sigue siendo una ciudad cristiana, con su pa
triarcado nestoriano y sus conventos e iglesias nestorianas, jacobitas y melquitas,
así como la capital del judaismo, con sus escuelas talmúdicas y la presencia, en
la corte, del exilarca, por otra parte la solidaridad de los barrios cristaliza en tor
no a las mezquitas dedicadas a los mártires, aquellas que guardan las tumbas de
los imanes shicíes, en Kazimayn, y las de los doctores perseguidos por la inquisi
ción muctazilí, situadas en torno al mausoleo de Ibn Hanbal. La cultura astroló
gica, astronómica y médica florece en palacios, observatorios, hospitales públicos
y en la Casa de la Sabiduría, fundada por al-Ma^mün con el fin de reunir en ella
la suma de todos los conocimientos de la antigüedad griega, pero a ella se yuxta
pone —sin que ello implique que no se produzcan fenómenos de interacción y
de circulación de ideas y personas— un Islam popular, vigoroso y atento a los
debates ideológicos, fácilmente intolerante y siempre agitado por los conflictos
entre las escuelas. El shicismo aparece en Bagdad a partir del año 780 y pronto
empieza, impulsada por los hanbalíes, una auténtica resistencia puritana contra
la inmoralidad de los poderosos.
Samarra y Bagdad son los prototipos de la vida cortesana, dedicada al lujo y
a los placeres que provocan la revuelta de los barrios puritanos y constituyen un
modelo para las provincias: el estilo arquitectónico y decorativo elaborado por
los arquitectos califales se impone en la capital del Egipto túlüní. La gran mezqui
ta de Samarra, construida en 849-852 y la de Abü Dülaf (859-861), ambas inmen
sas (100 m por 160 y 104 m por 155, respectivamente) se presentan como autén
ticas fortalezas en medio de amplios espacios libres: muros gruesos, planta redon
da de las torres situadas en los ángulos y de los contrafuertes que aparecen a lo
largo de las fachadas, alminares enormes. Volveremos a encontrar en la mezquita
de Ibn Tulún (879), que tiene una planta distinta (en este caso cuadrada), la ten
dencia al gigantismo, la construcción de ladrillo en grandes pilares rectangulares,
la posición del alminar en el eje del mihrab y, sobre todo, la superposición de
placas de yeso decorado con rosetas e inscripciones epigráficas que sugiere un
traslado de los artistas. Del mismo modo la cocina bagdadí, la etiqueta y la com
postura y la música llegarán a al-Andalus de la mano del liberto Ziryáb, el «Pe-
tronio andalusí», antiguo esclavo de al-Mahdi, cocinero, bailarín y maestro de
buenos modos. Son, desde luego, las grandes ciudades, las que crean el modelo
del «hombre honrado» musulmán, el adtb. Sus amplios conocimientos que le per
miten brillar en la conversación y que se ajustan a las reglas del buen gusto son
los que cabe esperar que surjan, en muy buena parte, de la formación que se
exige al secretario, al kátib.
El enciclopedismo árabe codifica, en efecto, una erudición colosal, ecléctica
y algo heteróclita; refleja las tertulias en las que se charla y recita poesía y en las
que se utiliza una terminología pedante y considerable. Emplea una memoria in
finita, reforzada por procedimientos mneinotécnicos, y desarrolla una cultura his
tórica, biográfica, genealógica y geográfica que cristaliza en anécdotas, que pue
den utilizarse fácilmente como ejemplos morales, y en descripciones maravillosas
de presentación agradable: todo ello coincide bastante exactamente con los sabe
res que se exigen al secretario. Si bien éste debe, además, tener una formación
de jurista (impuestos, estatutos territoriales y estatutos «gubernamentales»), co
nocer la caligrafía y la retórica administrativa, es su cultura general o su mundo
logía lo que le permitirá progresar en su carrera: se trata de un conjunto de cono
cimientos que abarcan la poesía, la cocina, la música, la astronomía, etc., todo
al servicio del adad> o sea, el buen gusto. Y dado que la capital había reunido y
sometido a las normas del Islam y del arabismo las adquisiciones culturales de
Irán y del helenismo, el manual de la cultura mundana hará confluir la etiqueta
de los espejos de príncipes persas y el saber aristotélico, conocido fundamental
mente a través de las traducciones siriacas del seudo-Aristóteles. Responde asi
mismo a las críticas irónicas de los secretarios iranios y forja un humanismo ori
ginal que está de acuerdo con las tradiciones árabes.
Debido al sincretismo que empieza a actuar en Oriente, las ciudades serán los
catalizadores fundamentales del saber. A este respecto, la creación de la «Casa
de la Sabiduría» en Bagdad por al-Ma3mün, en 832, constituye una fecha básica
para la historia del pensamiento humano, pues marca el encuentro de la filosofía
y de la ciencia helénicas con la cultura árabo-irania e hindú. Los musulmanes
recibieron con avidez y respeto a los grandes autores griegos: la traducción de
Platón, Aristóteles y también la de Hipócrates, Galeno, Dioscórides, Ptolomeo,
Euclides, Arquímedes, Herón de Alejandría o Filón de Bizancio constituyeron
un acicate para los doctores que reflexionaban sobre la revelación coránica o, de
manera más simple, sobre las virtualidades de la lengua, el empirismo de la me
dicina o la observación astronómica. Al-Kindí (m. 873) y al-Farábí (m. 950) fue
ron los primeros en adoptar la lógica aristotélica y el movimiento niuctazilí del
\ q u e hemos hablado antes obtuvo gracias a ella buena parte de su fuerza argumen
tativa. La magnitud de las «bibliotecas» que se constituyeron de este modo nos
Aparece, hoy, extraordinaria: en los comienzos del período fatimí en Fustát se nos
habla de 18.000 manuscritos antiguos, de 40 almacenes de libros, de 400.000 vo
lúmenes, cifra, esta última, que se repite, en Occidente, para la Córdoba de la
misma época.
El campo científico sacó provecho, esencialmente, de este sincretismo. Por
otra parte, cualquier pensador, es a la vez, filósofo, biólogo y matemático: el
«Ptolomeo de los árabes», Isháq ibn Hunayn (m. 910) reunió y desarrolló las teo
rías antiguas sobre la visión, la óptica y la luz, mientras que sus contemporáneos
Abú Macshar (m. 886) y Thábit ibn Q urra (m. 900) hicieron lo mismo con el
movimiento de los planetas y la trigonometría respectivamente. No obstante,
debe observarse que, por una parte, antes de la aparición de las grandes síntesis
iranias del siglo xi, se trata esencialmente de asimilar, verificar y propagar: por
ejemplo, las teorías geocéntricas griegas del cosmos todavía no se ponen en tela
de juicio. Por otra parte, en un punto esencial, la reflexión científica musulmana
se separa de la herencia helénica. Nos referimos al cálculo: en esta ocasión la
India —y no Ptolomeo o D iofanto— constituirá el punto de apoyo fundamental
de la reflexión matemática; nada mejor para probarlo que la obra, amplia y pre
coz, de al-Jwárizmi (m. 830), introductor del sistema decimal y del cero hindúes
y también vulgarizador del sistema de ecuaciones de segundo y tercer grado que
también toma de la matemática hindú. Su libro al-Djabr, es decir, el «número
que restaura» la unidad, cubrió, en lo sucesivo, toda reflexión algebraica.
/
U E1portancia
movimiento de técnicas y técnicos desde el este hacia el oeste tiene una
fundamental en el proceso de unificación cultural del mundo islámi-
cb: denota la presencia de gustos comunes y subraya el papel que representan las
clases dirigentes en la difusión de los productos.
De este modo, la producción textil, que moviliza grandes masas de obreros,
hilanderas, tejedores y tintoreros, recupera tradiciones técnicas y artísticas anti
guas coptas y, sobre todo, sasánidas y bizantinas (trabajo del brocado en efectos
de fondo y de trama) y más tarde innova al inventar, por ejemplo, el trabajo del
lampote de múltiples tramas. También populariza nuevas fibras como el algodón
o la seda cuya difusión de O riente a Occidente resulta muy rápida: el algodón,
introducido en el siglo vm a partir de su lugar de origen en el Jurásán, llega antes
del siglo xi a Hispania, Túnez y Sicilia desde donde será exportado, en rama, ha
cia el centro industrial egipcio. El gusano de seda, que ya conocían los bizantinos
y los sasánidas, y la técnica compleja de su cultivo, de su devanado e hilado, cuya
introducción o perfeccionamiento se atribuye a los chinos que fueron hechos pri
sioneros en el Talas en 751, llega a Hispania muy pronto. Al-Andalus se convierte
en la principal región dedicada a la sericultura, tal vez porque fue poblada por
árabes de Siria, mientras que Sicilia se convierte, a partir del siglo x, en la gran
productora de seda bruta del mundo musulmán, de la misma manera que Cala
bria, en la zona situada alrededor de Reggio, es uno de los grandes proveedores
de materia prima de las sederías bizantinas. Algo similar sucede con el papel cuya
introducción se atribuye, asimismo, a los prisioneros chinos del 751. De hecho,
su fabricación se implanta primero en Samarcanda donde, todavía a principios
del siglo x, se elaboran papeles de gran calidad que los ijshidíes importan en
Egipto. La administración adoptará el papel a fines del siglo vm (la primera fecha
segura es el 799) y éste sustituirá a los restantes materiales utilizados para escri
bir, en los que las correcciones se distinguen menos bien que sobre el papel. Las
grandes variedades de éste se denominan a partir de nombres de príncipes o de
altos cargos de la administración: «faraónico», sulaymáni (derivado del nombre
del tesorero de Hárún al-Rashid), djcffari (de Djacfar, visir de HárQn), talhi (de
Talha, hijo de Táhir), táhiri y núht (de NQh el Samáni). A partir del 794 se fabrica
papel en Bagdad, en el siglo x en Egipto y, poco después, en España, particular
mente en Játiva, iniciándose así un comercio de exportación de papel de gran
calidad hacia Egipto. Se trata de un papel fabricado con trapos desmenuzados a
los que se añade cola de almidón, que se alisan, finalmente, sobre una capa su
perficial de harina y almidón y cuya masa se colorea con frecuencia. Toda una
gama de colores (amarillo, azul, violeta, rosa, verde, rojo) muestra la perfección
técnica que se ha alcanzado, mientras que su uso como envoltorio (cucuruchos y
paquetes) a partir del siglo xn da testimonio de la democratización del producto.
La arqueología nos permite seguir la circulación de O riente a Occidente de
un producto de gran difusión como la cerámica. La herencia bizantina y sasánida
(vidriado plomífero y decoración estampada) se une, en un principio, al deseo de
imitar las producciones chinas importadas a través del golfo (el verde celadón y
los gres T ’ang). Varias escuelas nacen dentro de uña atmósfera de revolución téc
nica impetuosa que revela un extraordinario espíritu inventivo: Irán imita los
splash ware T ’ang (policromía con trazos de color por debajo del vidriado) y aña
de una variante propiamente islámica, la incisión por esgrafiado bajo la decora
ción coloreada. Susa, Rayy y Samarra, para imitar la porcelana blanca de los
Song (cuyo procedimiento de vitrificación a alta tem peratura sigue siendo desco
nocido), inventan una loza monocroma blanca con incisiones delicadas bajo el
vidriado estannífero y, sobre el blanco opaco de la loza, añaden una decoración
seudo-epigráfica y temas florales en azul cobalto. El conjunto constituye una de
las grandes aportaciones de los fabricantes de loza islámicos que será adoptado,
a su vez, por la China e inspirará las fábricas de Delft. En Níshápúr y en la región
que la rodea aparecerá una cerámica ornam entada con barnices de colores sobre
barniz blanco que adopta, en tom o al motivo Tao, una decoración a base de epi
grafía cúfica. En Samarra, finalmente, se lleva a cabo la elaboración precoz del
lustre metálico: la cocción, en una atmósfera reductora, de las piezas de loza hace
aflorar en la superficie las sales metálicas, mezcladas en exceso con el vidriado,
e imita la vajilla metálica condenada por los doctores rigoristas. Estos productos
(con excepción de los barnices jurásáníes) aparecen asociados al lujo de las capi
tales califales y se difunden muy rápidamente por la gran vía que va de O riente
a Occidente. Son exportados, tal como sucede con los azulejos polícromos brillan
tes que se utilizan, en 862, en la mezquita de Qayrawán y con los que llegan, en
936, a la capital española de Madínat al-Zahrá, cerca de Córdoba. También son
objeto de imitaciones: azulejos bícromos de Qayrawán, reflejos metálicos y esgra
fiado del Egipto fatimí, en el que trabajan artesanos de la loza coptos que llevan
a cabo obras religiosas. A partir del 771 se fabrica, en Fustát, vidrio esmaltado
de acuerdo con una técnica semejante y, hacia el 900, junto a los vidrios tradicio
nales tallados y grabados con torno, surge un vidrio decorado con trazos de color.
Estos últimos ejemplos muestran las estrechas relaciones existentes entre las dis
tintas artes que utilizan el fuego, subrayan la función ejercida por las capitales
provinciales como etapas en la migración de técnicas y justifican la solidez de las
relaciones de intercambio en todo el ámbito islámico.
Una tradición cómoda pretende ver en el imperio cabbásí la edad de oro del
comercio musulmán. La unificación política de regiones que, hasta la conquista,
se encontraban separadas por una frontera rígida, el desarrollo urbano y la irriga
ción monetaria, permitida por el botín, el gasto público y el oro del Sudán hacen
imaginar «un crisol cronológico y geográfico, un plano de intersección, una in
mensa coyuntura y una cita fabulosa». La realidad es más modesta y, sobre todo,
resulta cronológicamente desfasada: el desarrollo comercial se encuentra estre
chamente relacionado con las disponibilidades y necesidades de las clases sociales
dominantes. Se adapta a la sociedad califal de las grandes capitales y excluye todo
comercio de masa. Este primer punto debe quedar claro: el imperio califal verá
la desaparición —que durará doce siglos, salvo en ciertas regiones— del carruaje
(cuyo nombre mismo, carabay es hoy de origen turco) y de la rueda. Esta falta,
en un mundo montañoso y com partimentado, expresa y refuerza la ausencia de
todo comercio de productos pesados limitando, en particular, los transportes de
granos a unidades geográficas restringidas situadas en tom o a un río o junto al
mar. Egipto provee al Hidjáz desde que cAmr abre de nuevo el canal que une el
Nilo con el mar Rojo pero no puede exportar a Siria más que cantidades muy
reducidas, limitadas a las pocas toneladas que puede desplazar una caravana de
camellos. La Djazira suministra a Bagdad y Sicilia a Túnez pero, en conjunto,
las cantidades que se transportan son muy exiguas. El mundo musulmán constitu
ye una inmensa masa continental y, con la excepción del mar Rojo y del golfo
que, por otra parte, se abren a regiones desérticas, los mares interiores resultan
inutilizables para las relaciones interregionales. Sólo el Éufrates asume esta fun
ción mientras que la fachada mediterránea se encuentra desierta de manera dura
dera. En lo que se refiere al camello, éste puede transportar, según el arnés, en
tre 70 y 240 kilos y una caravana compuesta por la cifra impresionante de 500
animales desplazará entre la cuarta parte y la mitad de la carga de un navio de
tamaño medio (250 toneladas).
Por otra parte, la unificación política, aunque rápida, permaneció durante lar
go tiempo incompleta, sobre todo en el Asia central que, desde la Antigüedad,
mantuvo estrechas relaciones comerciales con la China. Tampoco puede decirse
que unificación política implique necesariamente unificación comercial ya que
subsisten aduanas interiores como el mcfsin de Djedda, que grava las mercancías
procedentes de Egipto. Asimismo las acuñaciones monetarias respetan durante
largo tiempo las peculiaridades regionales, los monometalismos en plata y oro.
Sólo de forma muy lenta se producirá una unificación de la circulación, tal como
lo atestiguan los tesoros, mientras permanecen áreas comerciales muy distintas
que traducen importantes desniveles en los precios: Iraq y la Djazira por una par
te, Siria y Egipto por otra. La abundancia misma de las emisiones monetarias no
puede haber impulsado de manera decisiva la circulación comercial y la produc
ción. La economía del imperio resulta perfectam ente rígida al no producirse una
revolución técnica —de la que sólo hay indicios en la cerámica y, de manera tar
día, en el siglo x, en la industria textil de lujo— y sólo en una etapa mucho más
tardía se constituirán nuevos mercados gracias a la democratización de las sede
rías de la que dan testimonio los documentos judíos de la Genizá en Egipto. La
puesta en circulación de metales preciosos sólo trae consigo un alza de precios.
Los datos que se han podido recoger con enorme paciencia permiten apreciar su
enorme importancia: en el siglo vm los precios del grano y del pan se multiplican,
al menos, por cuatro. El fenómeno se explica, en parte, por la reducción de las
superficies cultivadas acompañada por un probable crecimiento demográfico,
pero debe aceptarse el testimonio del propio HdrQn al-Rashid: un dirhem de al-
Mansúr valía más que uno de los dinares que él acuña 30 años más tarde.
Por consiguiente, la conquista musulmana sólo contribuye a unificar la clase
mercantil, a particularizar los tipos de mercaderes e instituciones comerciales, en
particular las formas de cooperación descritas por las obras jurídicas a partir del
siglo vm. Junto al artesano productor-distribuidor que vende directamente al
cliente, el mundo musulmán ve desarrollarse la figura del cambista, liberado de
los límites institucionales que enm arcaban su esfera de acción. Se produce un re
troceso en la distribución estatal (desaparición de la anona). La gran propiedad
autárquica y la autosubsistencia campesina desaparecen ante el mercado libre, es
timulado por la fiscalidad. El comerciante se ve, asimismo, liberado de las obliga
ciones tradicionales: obligación de afiliarse a una asociación, derecho preferente
y monopolístico de compra por parte del Estado o de la corporación. Por otra
parte, sigue sometido a la obligación de residencia en factorías en el extranjero,
se le encargan misiones de espionaje y está ligado al poder, que lo utiliza como
banquero y recaudador de impuestos. Al igual que en el conjunto del mundo an
tiguo, su rápido enriquecimiento se encuentra regulado por grandes confiscacio
nes, de modo que el comerciante se ve sometido a sangrías brutales: en el año
912 se pone una multa de 100.000 dinares al mercader egipcio Sulaymán.
En el siglo vm surge una jerarquía dentro de los comerciantes. En la parte
más baja de la escala se encuentra el mercader itinerante que recoge las mercan
cías en los centros de producción y las traslada a los mercados periódicos. Por
encima está el «viajero» que va a ver la mercancía en países lejanos llevando con
sigo la correspondiente lista de encargos, un capital en metálico o en especias
que deberá comercializar por cuenta de un gran mercader del tercer tipo. Este
último, el mercader «estacionario», el único que tiene derecho al título respetuo
so de tádjir, actúa desde los lugares más importantes, a través de encargos y tam
bién con informaciones que circulan por cartas y gracias a la cooperación amisto
sa e informal cuyo apogeo se encuentra en el mundo de la Genizá. En el interior
del grupo de los tádjir, poco numerosos y fabulosamente ricos como el egipcio
Sulaymán, circulan los productos preciosos y el dinero fiduciario de los bancos,
órdenes de pago siempre al portador, órdenes de pago de ejecución diferida (su f-
íadjas), pagaderas a la vista por los corresponsales del tádjir. Suftadjas y cheques
(sakkas) circulan ampliamente alcanzando las mayores distancias, pero el présta
mo con interés resulta raro y se limita a graves necesidades extracomerciales. Pro
bablemente es considerado inmoral y sólo aparecerá en los negocios de manera
tardía* en el siglo xn, mientras que la letra de cambio no se utiliza en el mundo
musulmán, que conserva su unidad monetaria y numismática ideal y sólo trabaja
con su moneda de cuenta, el diñar o dirhem «puros», con la que se relacionan
todas las monedas reales.
Las estructuras de la cooperación comercial se constituyen muy pronto. En
las obras de Málik ibn Anas (m. 795), fundador de la escuela jurídica málikí, y
del hanafi al-Shaybáni (m. 803), autor de un Libro de las sociedades y de un L i
bro del préstamo, surgen las formas que se introducirán o reinventarán en Italia
en el siglo x. Tenemos, en primer lugar, la «sociedad» (shariká) que constituye
un capital común, limitado a una sola operación, a una mercancía, a una suma
en efectivo, o, por el contrario, ilimitado y universal lo que, en este último caso,
coincide con la solidaridad de un grupo familiar. El contrato impone a los socios
un deber de garantía colectiva así como de representación recíproca, que encuen
tra también su complemento y sus raíces en una colaboración amistosa, informal
y patriarcal. En el préstamo con participación (qirád, muqárada), conocido en el
Hidjáz a partir del siglo vi, el gran comerciante confía un capital o unas mercan
cías a un «viajero» que obtendrá como recompensa una parte de los beneficios
(un tercio si no se responsabiliza de las pérdidas eventuales), con lo que se le
pagarán su trabajo y los riesgos personales en que incurra durante el viaje. El
préstamo de mercancías, prohibido en teoría debido a la incertidumbre que pesa
sobre la formación de los precios, se admite de hecho en la escuela hanafi. En
efecto, la escuela hanafi tiende, en conjunto, a respetar las antiguas costumbres
mercantiles y al desarrollo de formas jurídicas que constituyen subterfugios lega
les para rehuir la prohibición de las prácticas usuarias y que son rechazados por
las escuelas jurídicas rivales de los sháfftes y málikíes.
La clase de los comerciantes, un grupo cerrado, poco numeroso y cuyos
miembros se conocen bien entre sí, lleva a cabo la operación que implica la pesa
da tarea de negociar las mercancías de sus corresponsales sin solicitar por ello
compensación, comisión o beneficio alguno, únicamente con la seguridad de ob
tener, en el futuro, una revancha amistosa. Esta tarea implica el deber de ayudar
a los «viajeros», asegurar la expedición, así como la vigilancia y transporte de los
productos y, sobre todo, de mantener siempre informados a los amigos lejanos
acerca del movimiento de los precios, de la calidad y cantidades de los bienes
disponibles en el mercado y de las ocasiones que ofrecen navios y caravanas ca
paces de desplazarlos hasta su destino.
Los manuales de mercaderes como el de al-Dimashqi, escrito en el siglo xi
en medio fátimí, y las cartas de los comerciantes de El Cairo se muestran de
acuerdo en la constante práctica de la búsqueda de una información segura, y en
la rapidez en las operaciones, sin las cuales no pueden obtenerse los altos bene
ficios a los que aspiran los mercaderes: entre el 25 y el 50 por 100 del precio de
coste, en el que se incluyen los gastos de adquisición, transporte y venta. Exclu
yen de su esfera de acción y de sus intereses el comercio destinado a las masas,
con lo que se dibuja la figura del gran comerciante al que sólo le importan las
mercancías preciosas (piedras de gran valor, especias raras de importación, teji
dos de precio elevado) y, principalmente, las materias primas, además del artesa
nado de transformación (orfebrería, droguería y farmacia, bordado de tejidos con
hilo de oro). Se trata de un comerciante que conoce bien las técnicas «capitalis
tas» (prestar y tomar en préstamo, prestar con participación), y que se interesa
fundamentalmente en la reinversión de sus capitales, en el subarriendo de los im
puestos y en las operaciones inmobiliarias y agrícolas. Se constituye así una aris
tocracia mercantil, que en modo alguno se encuentra prisionera de su función
comercial y está al servicio de un consumo ostentoso, principesco y aristocrático.
El mercado rey
Desde el último cuarto del siglo ix hasta finales del siglo xi el Islam conoce
un inmenso paréntesis ismá°ilí al mismo tiempo que un despertar de las econo
mías mediterráneas adormecidas: el fracaso ideológico de la monarquía islámica,
apreciable ya en 812, su incapacidad para controlar las relaciones entre el poder
central legítimo y el poder de pura fuerza de los generales del ejército, goberna
dores de provincias, abre una brecha por donde resurge el milenarismo de las
masas adictas a la construcción intelectual de los ismá^líes. Oficiales y soldados,
rentistas del Estado desde siempre, acentúan su presión y aumentan su sangría
sobre los ingresos fiscales; pero sería oponerse al buen criterio querer presentar
los como «feudales» que hubieran limitado la esfera de acción de una «burguesía
urbana». Nada cambia fundamentalmente en el campo, aunque las dependencias
se refuerzan conforme a una tendencia plurisecular; en la sociedad urbana se pro
duce una readaptación. Bajo la hegemonía de los militares y de sus secretarios la
posición de los intelectuales se refuerza, conservando firmemente, frente a la
fuerza de los emires, un principio de «disidencia» que les une a las multitudes,
en cuestiones morales, religiosas y políticas. La importancia del movimiento inte
lectual destaca además por el ascenso y la acción del partido ismá^lí en búsqueda
de una síntesis entre el modelo mediní y la experiencia de la ciencia helénica.
Los equilibrios fundamentales no son ni alterados ni rotos; sólo el lento creci
miento de las zonas occidentales trastorna finalmente - y tard íam en te- la red de
rutas comerciales.
* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
L A DESCOMPOSICIÓN D E O R IE N T E
La cabeza ardiente
Las piezas claves del edificio político de la monarquía islámica siguen siendo
el visirato, el ejército y la fiscalidad; pero ahora dejan de estar al servicio exclu
sivo de la dinastía para convertirse gradualmente en las bases de verdaderos go
biernos provinciales; sin embargo, estas formaciones políticas no llegan a adquirir
el papel de estados periféricos, jerarquizados y, de alguna manera, federales: con
la excepción del emirato sámání, no son más que trampolines para conquistar el
poder central y la responsabilidad del emir supremo. No obstante, muestran la
extrema ductilidad del aparato administrativo y su capacidad para servir eficaz
mente a las ambiciones de los generales y de los gobernadores de provincia. Estas
provincias no se libran de la vigilancia y de la fiscalidad de los dtwáns, pero la
ya antigua descentralización de poderes constituye una base financiera y militar
que les permite alcanzar el control de la capital y compartir la autoridad del ca
lifa.
En un primer momento, sin embargo, en Bagdad y en Samarra, el visirato se
enfrenta a otras fórmulas de gobierno: por ejemplo, bajo Muctasim el visirato está
sometido de hecho a un «primer ministro», el «gran cadí» Ahmad ibn Abí Du^ád,
que asegura la dirección política e ideológica del Imperio; con Ma3mún, el emir
táhirí, poderoso en Bagdad, donde conserva las funciones de prefecto de policía
y de gobernador militar, lleva el peso del poder; en el reinado de Mutawakkil,
se asiste al retorno de los visires asociados a la familia califal por un lazo de pa
rentesco espiritual, particularmente a un príncipe o incluso a un califa. Después
del episodio revolucionario del asesinato del califa y de la guerra civil entre sus
hijos, el visirato, que conoce la intervención de un primer «regente» en la persona
del turco Utamish, queda bajo la autoridad del regente Muwaffaq y recupera des
pués toda su eficacia durante los conflictos entre emires que marcan la primera
mitad del siglo x.
El visirato se introduce profundam ente entonces en las rivalidades faccionales,
siendo el propio visirato lo que está en juego en un largo conflicto entre dos par
tidos familiares de secretarios: los «escribas nestorianos», pertenecientes a las fa
milias Banü al-Djarráh y Banü Majlad, y técnicos financieros shNes del linaje de
los Banü Furát, cuya adhesión a las sectas extremistas no les impide servir a la
monarquía cabbásí ni participar con fuerza en las intrigas a partir de 950.
Los conflictos de visires y las rivalidades entre emires aumentan la inestabili
dad dinástica; impiden una política a largo plazo y agotan la energía de los admi
nistradores y de los jefes militares en un lucha que parece inútil y fastidiosa. Sin
embargo, no hay que olvidar la continuidad de la administración, de los funciona
rios y de las autoridades administrativas. El aparato administrativo sigue siendo
un instrumento sólido, reproducido en los grandes dominios provinciales, en la
Bujára sámání, en Gazna, en Shíráz, entre los buyíes, que permite mantener un
buen conocimiento de los distritos vigilados - u n a auténtica piel de zapa a causa
del reparto de las competencias fiscales en iqtác— y de las técnicas matemáticas
necesarias para la fiscalidad: el Kitáb al Háwi proporciona a los secretarios y a
los geómetras fórmulas para calcular las superficies fiscalmente imponibles, la
base del impuesto territorial, la parte dejada a los cambistas y el precio de las
entregas.
El poder emiral imitará también al visirato cabbásí: los sámáníes culminan su
aparato burocrático con un visir, un tesorero y un jefe de Correos, y conservan
igualmente las instituciones rivales del gran chambelán y del comandante del ejér
cito, mientras que los gaznawíes duplican el visirato organizando una poderosa
«Oficina de la revista de Soldados» que verifica las listas y la presencia de los
combatientes o paga la soldada. Entre los buyíes, que hacen depender totalmente
el visirato del em irato y que no dejan al visir del califa más que la sombra de un
poder administrativo, una serie de grandes técnicos, como el poderoso Ibn cAb-
bád en las provincias persas, llevan a cabo una eficaz gestión. Este último, secre
tario primero y después ministro, es también un letrado de cultura universal.
Además de sus Epístolas, manual de cancillería y también de política y gobierno
(en el que manifiesta especialmente su hostilidad hacia los autonomistas urbanos
y el activismo de los «jóvenes», esto es, de la Futuwwa), nos ha dejado numerosas
obras de teología muctazilí, de historia, de lexicografía y de gramática, y un diwán
de poesías. Los visiratos iranios participan ampliamente no sólo en el renacimien
to literario persa sino también en el desarrollo de las ciencias en la D ár al-Islám,
como Avicena (Abú cAli Husayn, llamado Ibn Siná, 980-1037), hijo de un funcio
nario sámání de Bujára, filósofo y médico desde su adolescencia, es decir, sabio
universal, que escribe sus libros en los momentos libres que le deja su actividad
de consejero y de visir de los príncipes buyíes de Hamadhán y de Ispahán.
El desarrollo del ejército profesional ha ampliado progresivamente la autono
mía de los oficiales: la revolución cabbásí ha supuesto el fin del dominio tribal,
cuyos equilibrios y conflictos eran regulados por los antiguos modelos del mundo
árabe beduino. La constitución de un ejército de profesionales pagados, es decir
de una corporación militar unida por un derecho dinástico e ideológico, podría
desembocar en un mayor riesgo de conflicto entre los príncipes y el cuerpo de
generales procedentes del O riente cabbásí. En cambio, el reclutamiento de con
tingentes homogéneos permitía jugar con otro «sentido de solidaridad» y prevenir
los riesgos de golpes de Estado a causa de la multiplicación de cuerpos del ejér
cito desunidos y antagónicos. Los turcos, más seguros, mejores guerreros, lingüís
ticamente aislados de los conflictos religiosos, constituyen desde 830 la base de
este nuevo ejército así como su espina dorsal, la caballería pesada, sin tener no
obstante la exclusiva en el reclutamiento: árabes de la Djazira, kurdos, esclavos
negros de Egipto, hindúes de las fronteras orientales constituyen otros tantos
cuerpos, así como los jinetes beduinos y los soldados de infantería persas armados
con el hacha y la jabalina. Los daylamíes, superiores en los combates en montaña
o en terrenos pantanosos, se eclipsan ante los turcos que introducen nuevas tác
ticas, como la huida simulada, la infantería montada, el uso del arco a caballo,
y acaban con sus rivales en el siglo xi.
El peso de este ejército (cuyos efectivos son mal conocidos, entre 50.000 y
100.000 hombres) se ve aum entado por la importancia de las pagas. Éstas, muy
elevadas (los ingresos de los distritos fiscales distribuidos que corresponden a un
jinete serán valorados entre 1.000 y 1.200 dinares, y a un emir entre 1.300 y
2.000), son además complementadas mediante asignaciones en especie y donacio
nes con motivo de proclamaciones de califas y de acontecimientos extraordina
rios, actos que la presión del ejército hace totalmente obligatorios. En conjunto,
en la época de Muctadid (892-902), el ejército central necesita 5.550 dinares por
día, 2 millones de dinares al año, y se puede valorar en 5 millones de dinares el
coste total de la paga de un ejército de 50.000 hombres, es decir, junto con los
gastos de armamento y de mantenimiento, casi la mitad del presupuesto del Im
perio, que en el momento de su apogeo era de 16 millones. La «oficina del ejér
cito» (Díwán al Djaysh), que llevaba perfectamente sus registros en los que eran
anotados los nombres de los soldados, su genealogía y sus características físicas,
a fin de evitar los «falsos soldados», tendía a absorber toda la fiscalidad del E sta
do y a someter a ella las oficinas del fisco; así, entre los gaznawíes, el jefe de la
«oficina de la revista de soldados» se convierte en uno de los personajes principa
les del em irato, y, bajo la enérgica dirección de los emires buyíes, el ejército asu
me la administración fiscal y territorial, el catastro, la valoración de lps ingresos,
y distribuye directam ente las competencias fiscales.
BULGAROS
RUSOS del Volga
• Kiev TURCOS UQUZ
HUNGAROS
Gazna
• NlahApúr
Imperio Bizantino
Estados vasaNoa
# La Meca
La crisis del poder califal, desgarrado por las intrigas de los oficiales y de los
príncipes o debilitado por la duda sobre la legitimidad de la dinastía, sacudido
por las revueltas iraquíes y por el surgimiento de nuevos poderes emirales, impli
ca una merma constante de la base fiscal del imperio cabbásí. La renta del Iraq
disminuye de 100 millones de dirhemes a principios del siglo ix a una cifra que
oscila entre 30 y 40 millones en el siglo x; la renta de las provincias de la Alta
Mesopotamia cae de más de 10 millones antes de 900 a 3 millones en 959 y a 1,2
millones alrededor de 965. El tesoro califal se ve primero y en mayor medida
afectado que la fiscalidad provincial (no se observa un debilitamiento semejante
ni en Siria ni en Irán) a causa de las distribuciones de ciqtács. El empobrecimiento
de la dinastía se manifiesta en el abandono provisional de la muy elevada tasa
de metal precioso de la moneda califal: los diñares, excelentes con los omeyas,
los primeros cabbásíes, en Bagdad y en Samarra, ven su ley disminuir de un 96-98
por 100 a un 76 por 100 en la época de Muntasir y se deterioran constantemente
con los buyíes, los sámáníes y los gaznawíes (entre un 50 por 100 y un 87 por
100, excepto en Níshápür, sin embargo, donde la ley de la moneda se mantiene),
mientras que el sistema de pesos se disloca. El diñar de oro cae de 4,25 gr a
menos de 4 gr. No hay que insistir en la importancia de las manipulaciones mo
netarias, punción fiscal suplementaria de las dinastías débiles. Así pues, parecía
que estaban reunidas todas las condiciones para dar nacimiento a una crisis urba
na que afectaría primero a los grandes centros cuyo nivel de consumo estaba ba
sado en los ingresos fiscales.
E l p a r é n t e s i s i s m á c!l í
L a r e a p e r t u r a d e l a s v ía s y d e l m a r
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M álagaAim y'a ^7 ___
Qayrawán
kSidjtknása
Gabasr
Al-Andalus se abre
E/^929)fel emir cAbd al-Rahmán IH se proclama califa. Dos años antes, apro
vechando las dificultades de los fátimíes de Qayrawán en el Magrib central y en
el Magrib extremo, ya había ocupado la ciudad de Melilla, en el extremo oriental
del litoral rifeño. En 931 una flota omeya conseguía conquistar Ceuta. Poco tiem
po después el más poderoso jefe tribal bereber de estas regiones, Músá ibn Abí
j-_cÁ fiya, que hasta entonces había apoyado a los fátimíes, se alia con los Omeyas.
La mayor parte del Magrib occidental tendía a convertirse desdé entonces en una
especie de «protectorado» del califa de Córdoba, donde sin embargo la influencia
y las posiciones omeyas tuvieron que ser defendidas paso a paso durante todo el
siglo de los ataques fátimíes y zíríes. El conflicto se extendió por las regiones
marítimas. En 995, una escuadra siciliana ataca el puerto de Almería, destruyen
do una parte de la importante flota de guerra que tenía allí la base. En represalia,
al año siguiente una flota omeya atacó las costas de Ifriqiyá, saqueando Marsá-1-
Jaraz (‘La Calle’) y devastando los alrededores de Susa y de Tabarka. Además
de la de Almería, la flota cordobesa disponía entonces de otra base importante,
dotada de un arsenal (cuya inscripción de fundación, fechada en 944-945, ha sido
conservada), en Tortosa, y escalas en las Baleares, donde se sabe que residía un
cámil (gobernador) omeya desde 929 al menos, y a donde Córdoba envía un cadí
por primera vez en 937. El muy im portante texto del volumen V del Muqtabas
de Ibn Hayyán nos aporta precisiones capitales sobre la política m editerránea del
califato omeya hacia mediados de siglo, mencionando varios tratados firmados
en 940 por el gobierno de Córdoba con varios príncipes cristianos de la Europa
mediterránea, entre ellos el conde de Barcelona y, probablemente, el rey de Ita
lia Hugo de Provenza ( Undjuh).
Según la misma fuente, este Undjuh habría enviado a Córdoba una embajada
para pedir seguridad para los comerciantes de su país en los viajes hacia al-A nda
lus. El tratado que les concedía las garantías solicitadas fue comunicado «al co
mandante de Fraxinetum y a los gobernadores de las Baleares y de los puertos
costeros de al-Andalus». En esta época, pues, la colonia sarracena de Provenza,
OMEYAS DE AL-ANDALUS
__ . _ . ....... eAbd al-Rahmán 1
756 788
ii
Mishám 1
788-796
Al-Hakam 1
796-822
|
eAbd al-Rahmán II
822-852
|
Muhammad 1
852 886
1 -------- -L------------- ,
Al-Mundhir eAbd ANáh
886-888 888-912
II
Muhammad
l
cAbd al-Rahmán III
919-961
Califa en 929
1
Al-Hakam II
961-976
Califa
ii
Híshám II
976-1009
Califa
que durante mucho tiempo parece ser que se desarrolló de una manera totalm en
te autónom a, había pasado bajo el control omeya. Estos tratados tuvieron un
efecto inmediato, puesto que en 942 mercaderes amalfitanos fueron a comerciar
por primera vez a Córdoba. En el mismo año, una embajada sarda solicitaba,
también, al califa un tratado de paz. En esta época se multiplican los signos de
una reanimación de las relaciones a larga distancia en la cuenca occidental del
M editerráneo, a partir de centros que han empezado a desarrollarse desde finales
del siglo precedente en las costas musulmanas. El principal de ellos es el conjunto
urbano constituido por las dos localidades de Pechina (Badjdjána) y Almería, en
el extremo sureste de la península. La ciudad de Pechina había sido fundada en
884 por marineros andalusíes de la costa oriental en busca de escalas seguras para
el comercio que efectuaban con la costa de la Argelia actual. La ciudad se desa
rrolló rápidamente como una especie de pequeña república independiente duran
te la época de anarquía de finales del siglo ix y principios del x, y cuando la
autoridad omeya fue restablecida en 922 constituía ya un centro comercial y cul
tural importante. cAbd al-Rahmán III hizo de ella la principal base de su flota
de guerra, y a partir de 955 em prendió considerables trabajos de acondiciona
miento del puerto de Al-Mariyya, situado a pocos kilómetros del núcleo urbano
inicial que se había desarrollado un poco más al interior, a orillas del río Anda-
rax. La nueva creación urbana adquirió rápidamente mucha mayor importancia
que Pechina, que desde finales de siglo volvió a ser una modesta aldea, mientras
que Almería se convertía en el puerto más activo y en una de las más importantes
ciudades de la península.
Se poseen pocas informaciones precisas sobre las bases económicas del desa
rrollo de Pechina-Almería. Al-Rází, que escribió poco antes de la mitad del siglo
x, habla de construcciones navales y de fabricación de tejidos de seda y de broca
dos. Pero cabría preguntarse si uno de los principales factores de la prosperidad
de la ciudad no fue desde un principio el comercio de esclavos capturados por
los piratas en las costas cristianas. Los geógrafos orientales del siglo x mencionan,
en efecto, a los esclavos blancos (saqáliba) como uno de los principales artículos
de exportación andalusí, y uno de ellos, al dar precisiones sobre los métodos de
castración de la que eran víctima algunos de los esclavos, indica que la operación
era practicada por comerciantes judíos en una localidad próxima a Pechina. En
este caso se trataba de esclavos importados por tierra desde los países francos,
pero es probable que Pechina, teniendo en cuenta su situación geográfica, con
centrase también el producto de las correrías sarracenas por la cuenca del Medi
terráneo occidental. En la misma época, las relaciones de Tortosa con el mundo
franco son testimonio de algunos hechos, entre ellos el viaje a Europa occidental
del mercader judío de esta ciudad, Ibráhim ibn Yacqúb, en 965, que dará lugar
a un relato escrito. Al mismo tiempo que se desarrollaba Pechina, otras «facto
rías» o escalas aparecen en la costa del Magrib, fundadas también por mercaderes
andalusíes, como Tenés (875) y Orán (910). A los largo de la ruta marítima que
va de al-Andalus a Ifriqiyá, el comercio andalusí anima puertos nuevos en el siglo
x, como éstos que acaban de ser mencionados, o también aldeas existentes ya
anteriormente pero que no eran conocidas, como Tabarka.
El mar sarraceno
Así pues, parece ser que a partir de los últimos años del siglo ix y a lo largo
del siglo x se reanima la circulación marítima a larga distancia en el M editerráneo
occidental. Paralelamente, este mar, que había estado durante un siglo y medio
prácticamente abandonado a las empresas anárquicas de los piratas, vuelve a ser
un espacio controlado política y militarmente por flotas oficiales, omeyas o fáti
míes. Sin duda estos dos hechos están relacionados: los poderes establecidos en
las grandes capitales políticas no podían suprimir de un día al otro estas incursio
nes lanzadas desde sus costas, que se situaban en el marco de una guerra santa
legítima y que sin duda también aportaban ingresos al Tesoro público; pero es
muy probable que a partir del momento en que habían alcanzado una cierta talla
internacional ya no podían sentirse satisfechos del desarrollo de actividades in
controladas de este tipo. Quizás sea significativo el que la base sarracena de Fra-
xinetum, que es controlada políticamente por Córdoba desde antes de mediados
del siglo x, como acabamos de ver, desaparezca precisamente en el momento del
apogeo del califato omeya, alrededor de 970, sin que, según parece, éste no haya
hecho nada por prolongar su existencia.
La potencia marítima de los fátimíes, por su parte, fue también considerable.
Es verdad que heredaron una flota importante creada por los aglabíes, el control
de Sicilia y unas relaciones tradicionales mantenidas durante toda la A lta Edad
Media en el M editerráneo central. Pero, en la época de los fátimíes, Ifriqiyá se
convierte por un tiempo en el «eje» del comercio mediterráneo. Sin duda, Mah-
diyya, fundada en 916 por el primer califa fátimí, que quería hacer de ella su
nueva capital, desempeñó un papel militar y no suplantó a Qayrawán —a la cual
fue asociada la ciudad principesca de Mansúriyya a partir de mediados del si
glo—, pero la elección de un emplazamiento costero para la primera capital de
los fátimíes no carece de interés. Significativo también de la intensificación de las
relaciones en el mar es el proyecto previsto por el califa Mu^zz, antes de su par
tida hacia Egipto, de un gran canal que habría unido Mansúriyya a la costa. Este
proyecto fue reconsiderado, pero ya sin continuación, tres cuartos de siglo más
tarde, en la época zirí. La «fundación» de Argel por el jefe beréber Buluggin ibn
Ziri, hacia 960, debe corresponder también a una animación creciente de las lo
calidades situadas en la costa del Magrib central o en las proximidades, en rela
ción con el comercio de los andalusíes. A lo largo del siglo x y a principios del
siglo xi se desarrollan a la vez las rutas que unen las ciudades del interior del
Magrib con la costa, las relaciones entre los puertos situados a lo largo de ésta y
las ciudades del litoral andalusí y, perpendicularmente al eje de estos itinerarios
meridianos, la gran vía marítima que une Hispania e Ifriqiyá.
La constitución, en la segunda década del siglo X I, de los pequeños reinos de
taifas de Tortosa, Valencia, Denia, Murcia, Almería, en la costa oriental de la
península, no es sólo consecuencia de un hecho político negativo (la desaparición
del califato de Córdoba); se corresponde también con un desarrollo previo de
centros urbanos,im portantes, susceptibles de constituir capitales políticas, en una
región en la que hasta el siglo x vegetaban insignificantes aldeas. Carecemos de
fuentes para establecer con precisión la importancia de los factores económicos
y políticos en el desarrollo urbano de cada una de estas ciudades, pero global
mente parece ser que la animación económica precedió a la promoción de la ciu
dad como centro político. Denia, por ejemplo, no aparece en las fuentes árabes
antes del texto geográfico de Al-Rázi, que, a mediados del siglo x, se limita a
mencionar la ciudad como un «buen puerto». Hacia 1011, cuando la anarquía
política hacía estragos en Córdoba y paralizaba el poder central, un oficial escla
vón se estableció allí y constituyó un poder independiente. Utilizando sin proble
mas los medios navales con que contaba uno de los puertos que habían servido
de base de la piratería sarracena de épocas precedentes, y en el que se habían
empezado a desarrollar actividades marítimas más pacíficas, extiende rápidam en
te su autoridad sobre las Baleares e intenta incluso, en 1015, apoderarse de Cer-
deña, de donde es expulsado por los genoveses y los písanos. Este Mudjáhid al-
cAmiri fue uno de los más destacables reyes de las taifas andalusíes del siglo xi.
Practica un mecenazgo ilustrado, fundando en su capital una escuela de lectura
coránica que goza de un gran renombre en todo el mundo musulmán de la época,
y atrayendo a su alrededor a letrados de diversas especialidades. Los documentos
de la Genizá de El Cairo muestran que Denia era entonces, con Almería y Sevi
lla, uno de los principales puertos de la península, directamente unido con Egipto
por tráficos marítimos. Por otra parte, los soberanos de Denia tienen relaciones
diplomáticas continuas con los condes de Barcelona, ciudad en la que las princi
pales monedas de oro musulmanas que circulan, en la primera mitad de siglo xi,
son los dinares del principado hammúdí de Ceuta-Málaga y los de los cámiríes de
Denia.
En los siglos x y xi también se desarrollan dos centros políticos y económicos
insulares de diferente importancia, pero cuyo auge es igualmente revelador de la
nueva vitalidad del espacio m editerráneo occidental: Madína Mayúrqa (Palma de
Mallorca) y Palermo. Integradas en el mundo musulmán a principios del siglo x,
las islas Baleares parece que en un primer momento sirvieron sobre todo de base
para las actividades de piratería contra las costas cristianas. Sin embargo, la mis
ma fuente que narra la conquista de las islas indica también que los conquistado
res construyeron inmediatamente mezquitas, alhóndigas (fundúqs) y baños, es de
cir, en una zona hasta entonces totalmente desurbanizada, los elementos funda
mentales que estructuran la vida religiosa, económica y social de cualquier centro
urbano musulmán. O tro indicio del rápido desarrollo urbano de la nueva capital
de las «islas orientales» es el notable auge que tuvo la vida intelectual. Desde el
siglo x, doctores en ciencias jurídicas mallorquines, los fuqahá3, aparecen en las
colecciones biobibliográficas de sabios. En la segunda década del siglo xi, Madína
Mayúrca es la sede de una sonora controversia entre dos de los intelectuales an
dalusíes más famosos de la época, Ibn Hazm y Al-Bádjí. Se ha destacado, con
razón, el hecho, significativo por el nivel cultural elevado del medio insular, de
que esta polémica se desarrollara en público. Constituidas en Estado indepen
diente entre 1070 y 1080, las Baleares son en 1114-1115 el objetivo de una «cru
zada» de písanos y catalanes que termina con el saqueo de la capital. Los barce
loneses deseaban sobre todo dar un golpe decisivo a un foco molesto de piratería,
pero para los písanos se trataba principalmente de debilitar o destruir un compe
tidor comercial. Se sabe que la potencia mallorquína renació algunas décadas niás
tarde, en la época de la dinastía independiente de los almorávides Banü Gániya,
en la segunda mitad del siglo xn.
En cuanto al desarrollo considerable de Palermo, éste había comenzado con
la incorporación de Sicilia al mundo musulmán por la conquista llevada a cabo
por los aglabíes en el siglo ix. Capital de una provincia dependiente de Qayra-
wán, la ciudad se afirmó como capital administrativa y militar al mismo tiempo
que se desarrollaba como escala casi obligatoria de las relaciones tradicionales
que unían Sicilia con Ifriqiyá por una parte, y, por otra, con las ciudades com er
ciales de la Italia meridional. En la época fátimí, Sicilia tiende a adquirir una
autonomía creciente con la dinastía de los gobernadores kalbíes, independientes
de hecho tras la partida de los califas de Qayrawán hacia El Cairo en 973. La
descripción detallada de Palermo a mediados del siglo x, que debemos al geógra
fo Ibn Hawqal, nos presenta una de las mayores ciudades del Occidente musul
mán, con zocos animados por una intensa actividad artesanal y comercial. Los
documentos de la Genizá, ya lo hemos visto, destacan por su parte la importancia
de los tráficos que en la primera mitad del siglo xi unen la capital de Sicilia no
sólo a los países cristianos y al Magrib, sino también a al-Andalus y a Egipto.
Entre los productos cuyo comercio centraliza Palermo y que aparecen en las car
tas de la Genizá, se pueden citar las importaciones de alheña, añil, pimienta, lino
de Egipto, mientras que las almendras, el algodón, las pieles y sobre todo la seda
son exportados a Ifriqiyá, Egipto y al Oriente Medio en general. Sicilia por otra
parte envía cantidades muy importantes de trigo Qayrawán, Mahdiyya y a los
centros urbanos de la actual Túnez. Sin duda algunos puertos secundarios, como
Mazara en la costa meridional, más orientado hacia Ifriqiyá, tienen una cierta
actividad; pero es característico apreciar que del mismo modo que la actual Palma
era entonces llamada Madina Mayúrqa, es decir, «la ciudad» por excelencia de
las «islas orientales», en un territorio insular de otras dimensiones, la ciudad de
Palermo absorbe prácticamente toda la actividad económica de la isla porque ella
es la capital; así, en las cartas de la Genizá el término de Siqilliya designa a la
misma Palermo, que eclipsa totalmente la vieja capital bizantina de Siracusa, muy
raram ente mencionada.
El Magrib m uy cerca
N a c im ie n t o d e u n I s l a m o c c id e n t a l
Los conflictos encarnizados que se desarrollan en esta parte del norte de Á fri
ca situada entre el meridiano de Argel y el Atlántico, en el siglo x y a principios
del siglo xi, y en los que intervienen a la vez los fátimíes, los ztríes, el califato
de Córdoba, los emires idrisíes de Marruecos y las grandes confederaciones triba
les que ocupan el Magrib central y occidental, han sido frecuentemente interpre
tados como luchas por el control de los puntos de llegada de las grandes rutas
saharianas por las cuales el oro del Sudán era encaminado hacia el Magrib. Mau-
rice Lombard había desarrollado desde 1947 la idea de que la prosperidad de las
finanzas fátimíes en el siglo x, base de su éxito militar en Egipto, se explicaba
en última instancia por el hecho de que los califas shFíes de Qayrawán habían
conseguido, destruyendo el Estado de Táhart y extendiendo incluso durante un
tiempo su autoridad a Sidjilmása, controlar todas las salidas y todas las rutas del
oro del Sudán. A finales de siglo, al contrario, son los omeyas de Córdoba quie
nes, por medio de sus aliados zanáta, dueños de la ruta Nákur-Fez-Sidjilmása,
habrían desviado hacia al-Andalus una gran parte del tráfico del oro, hecho que
constituiría la principal explicación de la prosperidad y del poder del califato de
Córdoba en la época de la «dictadura» del Al-Mansür (hacia 980-1002).
Estas teorías se apoyan en un enfoque muy «monetarista» de la historia eco
nómica y en la idea de que los grandes estados de la Edad Media magribí con
base urbana se habían constituido ante todo a partir del desarrollo de actividades
comerciales a larga distancia poco dependientes del entorno social y económico
local: «Cada Estado posee un poder tanto mayor cuanto mayor es la parte del
tráfico del oro que consiga concentrar, principal factor de fuerza y de importancia
económica». Por este motivo, los califas de Córdoba «se aferran a Ceuta, su ca
beza de puente africana, (y) se esfuerzan en conservar sus relaciones con Sidjil
mása, mediante la acción directa o por un sistema de alianzas», mientras que
«mediante una serie de grandes ofensivas sobre Fez, Tremecén, Táhart, y princi
palmente sobre Ceuta, los soberanos fátimíes, y luego los que les suceden, se
esfuerzan por impedir a los califas de Córdoba ejercer su influencia sobre Sidjil
mása y controlar de este modo una parte del tráfico de oro». El dominio del ex
tremo final de la ruta transahariana en el Magrib proporcionaría así la clave más
convincente para explicar el auge de los grandes imperios que controlan sucesiva
mente el Magrib, el de los fátimíes en el siglo x, el de los almorávides en el siglo
xi, el de los almohades en el siglo xn. Contrariam ente, la extensión de la influen
cia de los omeyas de Córdoba sobre el Magrib occidental y el desvío hacia al-An
dalus de la mayor parte del oro encaminado por aquella ruta, por una parte, y
por otra la constitución de estados independientes o de «señoríos militares» autó
nomos en las marcas occidentales y meridionales del Estado zíri (el Estado liam-
mádí y los grandes «feudos» de la Ifriqiyá meridional), contribuirían a explicar
las dificultades económicas y sociales y el debilitamiento del Estado qayrawání
incluso antes de la llegada de los hilálíes a mediados del siglo xi. Así, la gran
«crisis financiera» de 1050, que significó la retirada de la moneda fátimí en circu
lación y su sustitución por un nuevo diñar ziri fuertem ente devaluado, correspon
dería a la necesidad del gobierno de Qayrawán de «sacar el máximo partido de
las reservas de oro que existían en Ifriqiyá, en una época en la que se agota el
flujo de oro sudanés que durante varios siglos había alimentado regularmente y
enriquecido al país», estando la ruta del oro «ahora dominada y cada vez más
deformada ya sea por la conquista omeya, ya sea por el desarrollo de nuevas po
tencias djaridíes».
La ciudad, gran rehén del comercio y del dinero
Los historiadores que han defendido estas tesis —en reacción a las explicacio
nes generales de la historia del Magrib contemporáneas a la colonización que se
basaban en las oposiciones entre grupos étnicos (bereberes y árabes, zanátas y
sinhádjas) y entre nómadas y sedentarios— tenían razón al insistir en el hecho,
ya señalado por F. Braudel, de que en este Occidente musulmán medieval las
ciudades frecuentem ente se desarrollan sin relación con el país que las rodea y
que viven de la apertura del país que posteriorm ente ellas organizan, al contrario
de lo que generalmente ocurre en la Edad Media de Occidente, donde la prospe
ridad urbana está más relacionada con el entorno rural, que, por otra parte, es
más favorable. El caso de Almería, evocado más arriba, cuyo desarrollo en una
región naturalmente poco favorecida es debido al comercio, primero, y luego a
factores políticos, no es una excepción. Aún es más destacable el crecimiento de
las ciudades de los límites norte y sur del Sáhara, como Sidjilmása o Audagost.
En esta última se realizan cultivos de huerta cuidadosamente labrados y regados
a mano, pero no son ni mucho menos suficientes al consumo urbano, y los pro
ductos alimenticios importados de muy lejos alcanzan precios fabulosos.
Sin duda se trata de casos límites, pero el crecimiento de las grandes ciudades
andalusíes, de las capitales ifriqíes, de Palermo, de las ciudades del Magrib cen
tral, está basado en gran parte en la existencia de tráficos comerciales preexisten
tes o provocados por el mismo desarrollo urbano, sin los cuales estas enormes
ciudades —quizás con centenas de millares de habitantes las más im portantes—
no habrían sido capaces de mantenerse. El poder establecido en la ciudad se
aprovecha indirectamente de este comercio gracias a la percepción de derechos
de aduana, participando además los mismos dirigentes y el soberano directamente
en actividades comerciales sin ningún prejuicio aristocrático. Los ingresos fiscales
obtenidos del comercio y de las actividades artesanales contribuyen ampliamente
al mantenimiento de un aparato administrativo y militar que obliga a los campe
sinos al pago del impuesto. Las clases acomodadas de las ciudades y el mismo
soberano se apropian, por medios financieros o a la fuerza, de la mayor parte de
las tierras del fahs (extrarradio rural) que rodean la ciudad y explotan sus domi
nios mediante trabajadores agrícolas o colonos aparceros según diversos tipos de
contratos de aparcería. Sin embargo, una gran parte del abastecimiento de la ciu
dad es importado de regiones rurales más lejanas gracias a la riqueza obtenida
del comercio y del artesanado (así, Qayrawán importa trigo de la llanura de Bád-
ja y de Sicilia, higos de varias regiones, hasta el litoral de Argel, dátiles de To-
zeur, nueces de Tebesa, etc.).
Así pues, el desarrollo de las ciudades está simultáneamente relacionado con
el gran comercio y con la capacidad del poder político de mantener instituciones
estatales cuya base económica regional es muy limitada, de aquí el carácter a me
nudo frágil de los grandes organismos urbanos. Incluso en el caso de ciudades
mucho menos importantes, a veces notamos en las fuentes la ambigüedad de un
crecimiento urbano sin relación con el entorno rural. Así, el cronista que relata
la fundación de Ashir por Zirí ibn Manád en 935-936 explica que fueron a buscar
albañiles y carpinteros de Masila y de Tubna para edificar la nueva ciudad, y que
el califa de Qayrawán envió a su lugarteniente del Magrib central otros artesanos
y materiales, en particular hierro. La fortaleza, una vez construida, fue ocupada
por sabios, mercaderes y juristas. Pero las precisiones más interesantes atañen a
la circulación monetaria que se estableció en la región por el hecho de la funda
ción de la ciudad: hasta entonces las transacciones no se efectuaban en dinero
sino en especie, sobre todo en ganado. Ziri acuñó moneda e instituyó una paga
para sus tropas, y los ciudadanos dispusieron así de una gran cantidad de dirhe
mes y de diñares que circularon desde entonces por la región que rodeaba la nue
va capital.
El papel de esta redistribución de moneda a los elementos administrativos y
militares mediante instituciones estatales en los siglos x y xi es un dato im portan
te en la vida económica y social del Occidente musulmán, que no parece haber
conocido, o al menos muy poco, el desarrollo de las iqtács , las cuales en la misma
época están minando la organización político-administrativa del O riente cabbásí.
En este sentido hay unos pasajes curiosos en las obras de los juristas, que se pre
guntan sobre la licitud de la utilización por particulares de la moneda que procede
de la percepción de impuestos no coránicos, redistribuida por el Estado bajo la
forma de pagas a los soldados y a los funcionarios, e introducida en la economía
general mediante las compras hechas por éstos a los productores. Así, Ibn Hazm
de Córdoba expone muy gráficamente que el producto impuro de los tributos ile
gales percibidos por los soberanos de las taifas andalusíes del siglo xi es compa
rable a un fuego cuyo ardor, tras el pago de las soldadas a los militares, se mul
tiplica
...porque (estos últimos) lo utilizan inm ediatam ente para com prar a comerciantes y
artesanos, en las manos de los cuales se convierte en escorpiones, serpientes o víbo
ras. A su vez, los comerciantes compran a otros lo que necesitan, de tal manera que
las monedas de oro y de plata son en definitiva como ruedas que circulan en medio
.del fuego del infierno.
E l O r ie n t e e n f e r m o y a g r e d id o
Los com bates que se sucedieron en esta región tuvieron sus consecuencias, ya
que los cristianos de Occidente encontraron en ello un motivo para acudir a libe
rar la Tierra Santa de sus belicosos ocupantes. La llegada de los seldjúqíes al Pró
ximo Oriente reforzaría, en el aspecto religioso, la posición del Islam sunní frente
al Islam shN de los fátimíes, y acentuaría en el aspecto político la evolución del
papel del califa cabbásí hacia un estado de jefe espiritual de la comunidad musul
mana, en detrim ento de su papel de jefe temporal; esta trasposición ya se había
llevado a cabo por los visires buyíes a finales del siglo x y principios del xi.
En el campo de las relaciones internacionales, la expansión seldjúqí hacia el
O este, orientada primero con éxito hacia Siria y después hacia Egipto, se dirigió
* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona.
posteriorm ente hacia Arm enia, lo que significaba un enfrentam iento con el em pe
rador bizantino. La batalla de M antzikiert, en 1071, en la que el em perador bi
zantino fue vencido y hecho prisionero, además de iniciar un período de diez años
de conflictos internos en el imperio griego, permitía a las tribus turcas el acceso
al Asia M enor, hecho que algunas de ellas aprovecharían sin dem ora. Desde en
tonces el destino del Próximo O riente se transformó y los turcos desempeñarían
un papel primordial durante muchos siglos. Estas transformaciones afectaron no
sólo el aspecto político sino también el humano, social, religioso y económico.
Del mismo modo que en el norte de África el dominio árabe ha cedido su lugar
al dominio de los soberanos bereberes, en el Próximo O riente desaparece progre
sivamente en beneficio de los sultanes turcos; sin em bargo, la civilización árabe
musulmana no desaparecerá: asimilada por los recién llegados, conocerá aún días
de gloria y m ostrará su dinamismo en la literatura, en las ciencias y en el arte.
Y respecto a las cruzadas, que finalmente fracasaron en el aspecto político y re
ligioso, fomentaron un desarrollo de las relaciones económicas ya establecidas an
teriorm ente, en el que las ciudades comerciales italianas, Venecia y Génova espe
cialmente, supieron aprovechar los éxitos y los reveses de la presencia franca en
O riente.
Por otra parte, los seldjúqíes son musulmanes sunníes: los problemas teológi
cos apenas Ies preocupan, pero conciben la religión como un elemento fundamen
tal del Estado, elemento de gobierno, elemento de orden, elemento de morali
dad; sólo reconocían el Islam ortodoxo y combatieron enérgicamente el shfísmo
ismá^lí. Su ortodoxia procede del Islam iranio, y particularmente de la «defini
ción» de Ghazálí, pensador, filósofo, teólogo, que supo conciliar fe y razón pre
sentándola de modo que satisficiera a los turcos seldjúqíes. Al igual que sus veci
nos y rivales fátimíes, fueron muy tolerantes con los no musulmanes, cristianos
o judíos.
Otras características diferencian a fátimíes y seldjúqíes. El poder de los prime
ros, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xi, se ejerce sobre poblacio
nes esencialmente árabes, y secundariamente sobre minorías no árabes o no mu
sulmanas; a partir de principios del siglo xi y sobre todo a partir de mediados de
este siglo, el Magrib se les va prácticamente de las manos y pasa, en su mayor
parte, a estar bajo el control de dinastías bereberes, a pesar de la invasión de
unas tribus árabes, llamadas hilálíes, procedentes de Egipto. Los seldjúqíes, al
contrario, dominan diversos pueblos, turco, iranio, kurdo, árabe, y más tarde ar
menio y griego; estos pueblos son mayoritariamente musulmanes sunníes y por
lo tanto no hay oposición entre los dirigentes y las poblaciones sunníes. Aunque
existen algunos grupos no sunníes, como los nizáríes, los hashishiyyay los «asési-
nos», que son despiadadamente perseguidos, y cristianos, muy minoritarios, hasta
el momento en el que los seldjúqíes ocupan el Asia Menor, las poblaciones mu
sulmanas en conjunto reconocen como jefe al califa cabbásí. Éste, única autoridad
legítima, delega oñcialmente una parte de su poder en el sultán seldjúqí y por
consiguiente le confiere, mediante investidura, un carácter de legitimidad que le
permite ejercer una parte de poder: limitado primero a las cuestiones militares y
administrativas, este poder se extiende a los aspectos jurídicos y religiosos, apro
vechándose de la lucha contra los fatimíes. La definición de las reglas seldjúqíes
que aparece en el Siydsat Námeh está basada tanto en el carácter temporal del
poder seldjúqí como en su carácter religioso que le ha sido cedido por el califa.
El peligro, que aparece a finales del siglo xi y más aún en el siglo xu, reside en
el sistema de repartición de responsabilidades entre los seldjúqíes: éste, al dismi
nuir la autoridad del sultán, «gran seldjúqí» de Iraq, permite la aparición de otros
sultanes en Asia Menor, en el Jurásán, que, aunque reconocen de manera oficial
—pero teórica— al califa cabbásí como jefe religioso y al sultán de Bagdad como
jefe de la familia seldjúqí, utilizan estos argumentos para mostrarse como los re
presentantes legítimos de aquellas dos personalidades, y en consecuencia atribuir
se localmente todos los poderes: político, administrativo, jurídico y religioso.
También es posible que la diversidad étnica de los territorios dominados por los
seldjúqíes haya facilitado una división del poder político y la creación de estos
sultanatos: la unidad religiosa no era suficiente para mantener la unidad política.
Entre los fátimíes, el hecho de que el califa no sea el jefe espiritual de la in
mensa mayoría de los habitantes, y que no haya conseguido atraerse la adhesión
de éstos, favoreció el desarrollo de la autoridad de los visires, detentores de un
poder político muy material, lejos de implicaciones religiosas. Los excesos de
ciertos visires y de sus agentes efectivos, los mercenarios, su laxismo ante los cru
zados, facilitaron en el último tercio del siglo xii la recuperación del sunnismo
en el plano político y religioso y la reconciliación entre la autoridad dirigente y
la población. Al contrario que en el mundo seldjüqí, se asiste a una reunificación
del dominio sirio-egipcio con Saladino. Pero sería por poco tiempo.
El mundo mediterráneo y el Próximo Oriente conocieron en la segunda mitad
del siglo xi modificaciones comerciales importantes, cuyas causas son varias. Cau
sas políticas: implantación de los fátimíes en Egipto y en Siria, reconquista del
norte de Siria por los bizantinos, principio de la fragmentación del califato cabbá-
sí, y trastornos que son consecuencia de la nueva presencia de los seldjüqíes y de
otras tribus en las orillas del mar Negro hasta las del mar de Aral. Causas propia
mente comerciales: aparición de mercaderes italianos —presentes ya en Ifriqiyá —
en Egipto y pronto en las costas de Palestina y de Siria; entre fátimíes y anialfi-
tapos, seguidos inmediatamente por pisanos, por genoveses y por venecianos, se
establecen corrientes comerciales que pronto darán lugar a una presencia europea
permanente en el Oriente; intensificación también del papel de los mercaderes
judíos de Ifriqiyá y de Egipto, y, por último, control por parte de los fátimíes del
comercio efectuado con Sudán y el África Oriental. Causas accidentales: ruina
del puerto de Siráf, en el golfo Pérsico, destruido por un terremoto, cuando este
puerto era una escala hacia Basora y Bagdad y desempeñaba un importante papel
en las relaciones marítimas entre la India e Iraq; su destrucción y la aparición de
piratas en el golfo obligó, como hemos dicho anteriormente, a desviar una gran
parte del tráfico comercial hacia el mar Rojo y Egipto. Los problemas en el
Oriente cabbásí y la instauración de un régimen fuerte y estable en Egipto tam
bién influyeron de alguna manera en estas transformaciones.
En el otro lado, en la parte septentrional del Próximo Oriente, desde el Asia
Menor hasta el Jurásán, seguían las luchas, bien internas como las de los griegos,
o bien por el poder o el dominio de una región; además, la llegada de las tribus
turcas y turcómanas transformó la vida cotidiana de las poblaciones locales: cam
bios étnicos, modificaciones parciales de las actividades económicas tradicionales,
menor importancia de la capital del califato... Y todo esto repercutió en contra
de la ruta del golfo Pérsico-Irán-Iraq, aun cuando una parte del comercio carava
nero seguía efectuándose a través de ella:
Sin afirmarlo de un modo absoluto, es posible que los sultanes seldjüqíes hu
bieran previsto el restablecimiento del tráfico comercial en los territorios que
ellos controlaban hasta las salidas al Mediterráneo y al mar Negro: esto explica
ría, además de los motivos políticos y religiosos, sus ataques contra los fátimíes
en Siria e incluso en Palestina, y contra los bizantinos en el Asia Menor oriental.
Pero la llegada de los cruzados y su establecimiento en los límites sirios y pales
tinos y en una parte de las tierras interiores frustraron las intenciones de los seld
jüqíes.
Cuando a finales del siglo xn los cruzados, vencidos, abandonaron la mayor
parte de sus posiciones, se restableció aparentemente la unidad musulmana: aun
que Saladino y, posteriormente, los ayyübíes controlaron el poder en Siria y en
Egipto, Iraq y sobre todo Asia Menor se les escapan de las manos: durante medio
siglo cambió la situación del Próximo Oriente musulmán hasta la irrupción de los
mongoles, que de nuevo trastornó la situación. Las características de los siglos x
y xi se reproducen: la zona norte y la zona sur están separadas, e incluso, a veces,
en abierto conflicto, y esta situación durará hasta principios del siglo xvi, cuando
los sultanes otom anos restablecerán la unidad en el Próximo O riente musulmán.
La agresión cristiana
¿ H a y m o t iv o s p a r a e s p e r a r ?
Las tasas son especialmente gravosas en Tanis y en Damieta. Ningún copto puede
tejer una pieza de tela en Shata sin que sea sellada por el gobierno, no puede ser
vendida si no es por agentes reconocidos por el Estado, uno de los cuales lleva el
registro de las piezas vendidas. Cada pieza es confiada a un empleado que la enrolla,
otro que la sujeta con fibra de palmera, un tercero que la pone en una caja, y por
último, otro que ata la caja, y cada uno de estos empleados percibe un tributo. A
la salida hay que pagar otra tasa. Todas esas tasas están controladas por la firma de
cada uno de estos empleados sobre la caja y son verificadas por inspectores a bordo
de los navios que están a punto de salir.
Sucesores de los zengíes y, más rem otam ente, de los seldjúqíes, Saladino y
los soberanos que le sucedieron en Siria y en Egipto aportaron a estos dos países
sensibles cambios políticos, sociales y económicos. El principal fue, sin duda, el
tipo de régimen instituido por Saladino, que introdujo un sistema hereditario,
concepción familiar del poder, bajo la autoridad de uno de los miembros de esta
familia reconocido como em ir supremo y a veces con el título de sultán. Esta
concepción podía llevar a la disgregación de los territorios unidos por Saladino;
sin em bargo, un sentimiento de solidaridad prevalecía y, aunque estallaron que
rellas de poca importancia, siempre había un miembro de la familia ayyúbí (Al-
Malik al-cÁdil, Al-Malik al-Kámil, Al-Ayyúb, por ejemplo) que restauraba la
unidad familiar. Y, sin em bargo, este sistema hereditario que concedió varias
provincias del Estado a parientes próximos, también significó la creación de otros
pequeños sistemas hereditarios de privilegios, y posteriorm ente, al constituirse el
ejército en la fuerza de apoyo de los príncipes ayyúbíes, se concedieron ciqtács a
militares. No obstante, este sistema no sería aplicado en Egipto.
Los seldjúqíes habían desarrollado especialmente la concesión de ciqtács me
diante la asignación de los ingresos que produce una tierra a un concesionario
(muqtaf), generalm ente un militar. La necesidad de asegurarse la fidelidad del
ejército hizo que, sobre todo a finales de la dinastía, se multiplicaran las ciqtács
o incluso que aum entaran, del tal manera que era difícil distinguirlas del sistema
de privilegios hereditarios; más adelante, los zengíes, aunque sin proclamarlo ofi
cialm ente, adm itieron el derecho a la transmisión hereditaria de los ostentadores
de ciqtács, cuando en teoría sólo eran concedidas a título personal y vitalicio. El
sistema de la ciqtác se fue extendiendo porque la situación en Siria, a causa de la
presencia de los francos, obligaba a los ayyúbíes a m antener un ejército fuerte.
Sin em bargo, este sistema permaneció bajo el control del díwán al djuyúsh (ofici
na del ejército), tanto en lo que se refiere a las concesiones como a la percepción
de los ingresos en metálico y en especie que debía el muqtac; unos funcionarios
de este díwán se encargaban expresam ente del catastro necesario para determ inar
las ciqtács. Adem ás, el concesionario debía m antener a cuenta de los ingresos de
su ciqtácy y según su importancia, un cierto número de soldados (10, 20, 100,
etc.). En Egipto este sistema, que existía ya con los fátimíes aunque de un modo
muy flexible, no tuvo la misma importancia que en Siria y fue sometido a un
estricto control administrativo y financiero del Estado que, sin em bargo, conser
vaba la propiedad de más de la mitad del territorio.
Este control exigía un considerable personal administrativo: fueron los coptos
quienes ocuparon la mayoría de los cargos en todos los niveles de la jerarquía,
mientras que los armenios perdían el papel preem inente que tuvieron con los fá-
timíes. Los gobiernos de los príncipes ayyúbíes fueron tolerantes con las poblacio
nes no musulmanas, cristianas y judías, tanto en Siria como en Egipto; en esta
última provincia el shffsm o desapareció prácticamente con el último califa fátimí
y se reintegraron en la com unidad sunní. El mismo Saladino era muy piadoso y
respetuoso con las leyes musulmanas tradicionales: hizo derogar todas las dispo
siciones consideradas contrarias al derecho musulmán, lo que le aportó algunos
problemas. Bajo su reinado y en el de sus sucesores, se fomentó el desarrollo de
las madrasas, es decir de los establecimientos de enseñanza religiosa y jurídica en
los que se formaba el personal jurídico-religioso y administrativo; este desarrollo
fue muy im portante en Siria y en Djazira, pero no tanto en Egipto. En cuanto
al ejército, com puesto sobre todo por turcos y kurdos, carecía de unidad, lo que
agravó aún más la rivalidad entre príncipes: poco a poco este ejército adquiere
caracteres turcos, sobre todo en Egipto donde Al-Malik al-Kámil realizó recluta
mientos masivos de esclavos de origen turco (los mamelucos) que en 1249 se
adueñarán del poder y colocarán a la cabeza a uno de ellos, cIzz al-dín Aybeg,
iniciando de este modo el régimen conocido con el nombre de sultanato de los
mamelucos que gobernará Egipto hasta 1517.
Esta desaparición casi accidental, o en todo caso rápida, de la dinastía es una
muestra de la relativa esclerosis que afectaba Egipto a principios del siglo xm.
Ciertam ente también hay que tener en cuenta las dificultades militares que con
centraban la atención y los recursos de los sultanes. Ya hemos dicho anteriorm en
te que el hecho de que las posesiones latinas se redujeran a unas cuantas escalas
—aunque pronto apoyadas por Chipre y por las posesiones del E geo— no solu
cionaba de una vez para siempre el problema militar de la presencia franca. Al
contrario, desde entonces Egipto es el punto de mira de los occidentales. Y esto
no lo ignoran en El Cairo, donde la política que prevalece es la de la condescen
dencia y el entendim iento. Los beneficios obtenidos del comercio, cuya im portan
cia ya veremos más adelante, com pensaban los sacrificios; las treguas y los trata
dos comerciales se multiplicaron en 1198, 1203, 1215. Cuando los cristianos del
«rey de Jerusalén», es decir, de San Juan de Acre, Juan de Brienne, atacaron
D am ieta en 1217, Al-Kámil propuso la restitución de la Ciudad Santa; pero se
libró de este compromiso porque el ofuscamiento de los cruzados los lanzó al
Nilo en plena crecida (1221). La oferta fue, sin em bargo, aceptada en 1229 por
el alemán Federico 11, em perador islamófilo y arabófono por otra parte. Esta
concesión exorbitante está también motivada por el constante peligro en Siria,
no sólo por las querellas entre príncipes ayyúbíes o por los ataques francos, por
ejemplo entre 1239-1241, sino también por la presión de las bandas jwarizmíes
que piratean el litoral y saquean Jerusalén en 1244. El asalto llevado a cabo por
Luis IX desde Chipre hacia el delta en 1248 amenazó más gravemente a Egipto.
Sin duda, de nuevo, la imprudencia de los cruzados termina en M ansúra, en di
ciembre de 1249, con un fracaso agravado por la captura del rey. Es evidente
que los sultanes han dejado actuar a sus mercenarios, entre ellos a Baybars, que
inició una brillante carrera que le llevaría más tarde (1260) al sultanato y a la
reconquista de Palestina y Antioquía. En una coyuntura de alerta constante no
es extraño que los mamelucos se hicieran con el poder.
Esto no significa en absoluto que el prestigio personal de los sultanes se haya
visto afectado. Siguen estando am pliamente apoyados por la opinión pública
egipcia, pacifista de buen grado. Los ayyubíes fomentan el movimiento religioso
súfl (especialmente en Siria y en el A lto Egipto) que induce a un misticismo de
aislamiento y de sumisión. Surgen numerosos conventos (khánaq&h), lejano eco
del monaquismo oriental en sus primeros siglos. Por otra parte, el desarrollo de
las madrasas prosigue: A lepo, Damasco, más que El Cairo, sustituyen a Bagdad
como foco de cultura. En este sentido se continúa el movimiento cabbásí, pero
el arte decorativo se relaciona más con la tradición fátimí: escenas de animales,
numerosas inscripciones kúficas, proliferación de la decoración floral.
La fragmentación política y social que sufrieron los seldjúqíes del Irán y del
Iraq no afectó, sin em bargo, a los seldjúqíes del Asia M enor, a pesar de que a
finales del siglo xn atravesaron por un mal m om ento, en los últimos años del
reinado de Qílidj Arslán II (1154-1192) y durante los primeros años posteriores
a su m uerte.
Esta rama de la familia seldjúqí, instalada en Asia M enor después de la bata
lla de M antzikiert, lleva el nombre de seldjúqíes de Anatolia (según A nadolu,
denominación turca del Asia M enor) o de Rúm (de la palabra «romano», califi
cativo aplicado al Imperio bizantino, que reivindicaba la herencia del antiguo Im
perio romano). Estos seldjúqíes conservaron su unidad durante la mayor parte
del siglo xu gracias, por una parte, a la lucha religiosa y política que les enfren
taba a los bizantinos, y, por otra parte, a la rivalidad local y a la lucha por el
dominio de la meseta A natolia que les enfrentó a los dánishmandíes. La victoria
sobre éstos en 1173 y sobre los bizantinos en 1176 señala el triunfo de los seldjú
qíes; pero, apenas conseguido, Qilidj Arslán instaura en su Estado el sistema de
privilegios familiares y concede a cada uno de sus doce hijos el m ando de una
región. D urante más de quince años A natolia conoce una situación com parable
a la de los otros sultanatos seljúqíes, pero finalmente Rukn al-Dín Sulaymán
(1196-1204) y Kay Jusraw I (1204-1210) restablecen la unidad de la dinastía y del
poder. El prim er tercio del siglo xm es un período particularm ente próspero y
brillante para el Estado seldjúqí de Anatolia.
El debilitam iento de los bizantinos, m om entáneam ente reducidos al imperio
de Nicea (que m antiene buenas relaciones con los turcos) y al imperio de Trebi-
sonda (que se ve obligado a ceder el puerto de Sinope), facilita la consolidación
del sultanato de Qonya, ciudad en la que los seldjúqíes han fijado la sede de su
gobierno, tanto interiorm ente como en sus fronteras. En las fronteras del súr,
armenios y francos de Chipre deben abandonar las fortalezas del Taurus cilicio y
los puertos de Pamfilia, A ntalya (Adalia) y Alanya (Alaya-Kalonoros); en el
este, el territorio seldjúqí se extiende hasta Erzurum , pero el Kurdistán, conquis
tado tem poralm ente, no puede ser finalmente integrado al sultanato. Estas con
quistas y este refuerzo, llevados a cabo sobre todo por los sultanes K ayK á^s I
(1210-1219) y Kayqubádh 1 (1219-1237), tuvieron dos consecuencias. U na fue
prohibir m om entáneam ente la entrada en territorio seldjúqí a las tribus turcóma-
nas expulsadas hacia el oeste por el avance mongol; la otra fue favorecer, gracias
a la paz y a la seguridad que reinaban en el sultanato seldjúqí y a la prosperidad
resultante, los contactos con los mercaderes italianos, venecianos sobre todo, que
desde entonces pudieron atravesar el Asia M enor sin grandes riesgos y que esta
blecieron con los seldjúqíes acuerdos comerciales.
En el interior, de la situación también se consolida. Los seldjúqíes supieron
constituir un Estado bien organizado política y adm inistrativamente, en el cual la
convivencia de los pueblos de origen y religión diversos se efectuaba sin proble
mas. El resultado fue un desarrollo de la vida urbana y de la vida rural im portan
te y un notable progreso en los dominios cultural y artístico.
El sultán de Rúm afirma su autoridad sobre los miembros de su familia, a la
que delega un poder teórico en las provincias, asistido estrecham ente por los jefes
del ejército, los beys, que dependen directam ente de él, y por los adm inistrado
res, los wális, representantes del sáhib-i dtwán o visir, responsable de la adminis
tración civil que a su vez depende del sultán. Existe, pues, una cierta centraliza
ción del poder. Las influencias que habían determ inado este Estado han sido dis
cutidas: bizantinas, iranias, árabes, o incluso turcas. En realidad, aunque estas
influencias tuvieron su im portancia, no hay que olvidar que el sultanato seldjúqí
no tiene un origen turco, sino turcóm ano: las tradiciones tribales se conservan,
especialm ente en el papel preem inente de la familia y en los vínculos personales
con otros jefes. Desde la eliminación de los dánishmandíes no hubo conflictos en
Asia M enor con otros grupos turcos hasta la llegada hacia 1235-1240 de las ban
das turcómanas. El Estado seldjúqí es también un Estado musulmán y, en este
sentido, m antiene las reglas vigentes en un Estado musulmán, es decir la sh a rfa ,
la ley coránica. Pero, debido al escaso núm ero de funcionarios cualificados entre
los turcos, los sultanes tuvieron que recurrir a los iranios y a los árabes, de aquí
la importancia, en el campo adm inistrativo, de la lengua árabe (todos los textos
oficiales, todas las inscripciones están en árabe), y en el campo cultural, del árabe
y del persa. Sin em bargo la lengua turca no es abandonada: permanece como la
lengua corriente, la lengua de comunicación cotidiana, y se expresa sobre todo
en la literatura popular, aunque es una lengua esencialm ente oral. Tam bién son
im portantes las influencias bizantinas manifestadas en forma de adaptaciones lo
cales de la jurisdicción y en los contactos humanos y religiosos, ya que los griegos
eran numerosos en el Asia M enor y constituían probablem ente la mayoría de la
población.
La penetración turca de finales del siglo xi se caracteriza por dos aspectos.
Por una parte, el núm ero de individuos que entraron no era muy grande, pero
estaban agrupados y en cada grupo la solidaridad era la regla principal, como en
cualquier grupo minoritario. Por otra parte, ya estaban presentes en algunos pun
tos del Asia M enor, incluso en el Asia M enor occidental, debido a las luchas que
les oponían a los bizantinos y al recurso que algunos bizantinos hicieron de los
turcos. Asimismo, las luchas entre bizantinos y armenios y entre los mismos ar
menios facilitaron la penetración y la implantación de los turcos en varias regio
nes centrales y orientales: por ejem plo, de dánishmandíes, saltuqíes, mangudj-
kíes. Podríamos decir incluso que el establecimiento de los turcos en Asia M enor
se efectuó menos por su propia voluntad que por las oportunidades que les pro
porcionaron los soberanos locales. El resultado fue que la población no fue som e
tida a trastornos políticos ni a los cambios consecuentes a las guerras. Se sabe,
pues, que estas poblaciones griegas o armenias perm anecieron en su lugar de ori
gen, tanto en las ciudades como en el campo: los únicos que partieron fueron los
terratenientes y algunos altos funcionarios bizantinos, civiles o religiosos, que se
dirigieron a territorios del Imperio griego. Las presiones que habían ejercido so
bre la población hicieron que su partida no fuera deplorada, y la fiscalidad seld
júqí no fue, seguram ente, superior a la de los bizantinos. Tam poco hubo proble
mas religiosos: los turcos perm itieron el libre ejercicio a la jerarquía religiosa o r
todoxa que perm aneció en su lugar, los monofisitas griegos o armenios, libres de
la autoridad de los patriarcas ortodoxos, acogieron a los recién llegados, a los
cuales concedieron la libertad religiosa.
La turquización y la islamización del país, muy lentas, son el resultado hum a
no de la ocupación de las poblaciones turcas y turcómanas de una parte del país
«abierto», su posterior sedentarización y relación con el campesinado indígena:
los matrimonios mixtos, cuya importancia numérica es imposible de calcular, fa
vorecieron la evolución turca y musulmana. Parece ser que en las ciudades un
cierto número de cristianos griegos y armenios se convirtieron al Islam voluntaria
mente con la intención de conservar las ventajas que habían adquirido anterior
mente o, debido a su posición social e intelectual, para ocupar los cargos adminis
trativos. Aunque no podemos valorar la importancia de estas conversiones, que
tampoco hay que exagerar, un hecho es indiscutible: a finales del siglo xii, Asia
M enor posee una marcado carácter turco puesto que los occidentales que la atra
viesan le dan el nombre de «Turchia» (mientras que los autores musulmanes con
tinúan llamándola «País de Rúm»). Por lo que se refiere al carácter musulmán,
aparece sobre todo en las cofradías propiam ente religiosas o relacionadas con m e
dios específicos (artesanos, diversas corporaciones, militares), o incluso como un
reflejo, en las tribus turcómanas, de una asimilación superficial del Islam a las
viejas tradiciones procedentes del Asia Central y cuyos jefes espirituales o bábás
serán seguram ente, en el siglo xiv, los que dirigirán los movimientos de oposición
al poder oficial civil o religioso. La islamización también se manifiesta en la mul
tiplicación de mezquitas y de otros edificios de carácter religioso: madrasas, tum
bas, hospitales, algunos de los cuales son exponentes de un arte original.
La fiscalidad seldjüqí no ofrece ninguna particularidad respecto a la de los
otros Estados musulmanes: quizás la ciqiá? estaba menos extendida y mejor con
trolada por el gobierno y sólo en la segunda mitad del siglo xm adquirirá mayor
importancia, al disgregarse el poder central. El Estado seldjúqí mantiene bajo su
directa administración una gran parte de las tierras conquistadas, cuyos impues
tos, tasas e ingresos diversos son recaudados localmente por funcionarios de las
finanzas dependientes del sáhib-i díwán. En las ciudades los habitantes son some
tidos a los impuestos tradicionales y el comercio está sujeto a derechos de entrada
y salida, a impuestos de mercado, a impuestos de transacción, etc.
Las ciudades son un im portante elem ento de la vida social y económica del
sultanato seldjüqí: primero porque en ellas conviven militares, funcionarios, reli
giosos y artistas turcos, funcionarios iranios o árabes (en las ciudades más im por
tantes), comerciantes y artesanos griegos, armenios y judíos. Existen gremios en
los que posiblemente, entre los artesanos, habría turcos y no turcos, aunque las
informaciones en este sentido y para este período son escasas y só|o podemos
confirmarlo en épocas más tardías: la futuw wa (en turco füiüvvet) seguramente
existe, al igual que la cofradía religiosa de los akhísy muy relacionada con los
artesanos, pero tanto una como otra no se manifiestan realmente hasta el siglo
xiv. Entre personalidades religiosas musulmanas y cristianas se establecen rela
ciones y encontrarem os la prueba de ello posteriorm ente en la repercusión de las
obras del místico turco Mevlana Djalál al-Dín Rúmí.
La vida económica, ciertam ente limitada y muy com partim entada durante
todo el siglo xu debido a las luchas y a los problemas que reinaban en el Asia
M enor, recibe un gran impulso a partir de finales de siglo al establecerse la uni
dad política y una mayor seguridad. La producción local (agricultura, ganadería,
m adera, tapicería, miel, alumbre, plata, cobre) se desarrolla sensiblemente y sir
ve para la exportación favorecida por el hecho de que los seldjúqíes, en el primer
cuarto del siglo xiu, controlan las salidas al mar Negro (Sínope, Samsún) y al
mar M editerráneo (Alanya, Antalya). Mercaderes italianos abordan en los puer
tos m editerráneos, mercaderes griegos trafican en los puertos del mar Negro,
mercaderes armenios comercian con Iraq y sobre todo con Irán, los bizantinos
de Nicea, en la época de Vatatzés, realizan intercambios comerciales con los tur
cos. El Asia M enor estaba entonces atravesada por rutas caravaneras a lo largo
de las cuales había relevos de etapas, los caravanserrallos o jáns, que también
encontramos en las ciudades importantes. Las rutas principales comunicaban los
puertos de Antalya y de Alanya, en el M editerráneo, con las ciudades del inte
rior: Qonya, A kchehir, A nqara, Aksaray, Kayseri, Sivas, Erzurum (ruta de trán
sito hacia Irán). Este comercio de intercambio y de tránsito era especialmente
beneficioso para los seldjüqíes que percibían derechos de aduana, peajes, impues
tos de entrada y de salida.
* La vida intelectual del Asia M enor seldjúqí es poco conocida, aparte de la
vida religiosa y mística cuyo maestro fue Mevlana Djalál al-Din Rúmi (1207
1273), autor de obras místicas escritas en persa y en árabe, excepcionalmente en
turco, cuyo hijo, Sultán Veled, y sus discípulos fundarán en su honor y memoria
la cofradía de los derviches mevleníes o derviches «danzantes». Las obras litera
rias son escasas y están escritas en árabe y en persa; habrá que esperar el siglo
xiv para notar un sensible progreso.
Por otra parte, la vida artística es rica y original. Los turcos llevaron a A nato
lia un arte específico, de origen iranio o árabe pero adaptado a las condiciones
locales geográficas y humanas, en las que las influencias bizantinas y armenias
eran perceptibles (se conoce el nombre de arquitectos griegos de mezquitas seld
júqíes). Este arte se manifestó en las mezquitas (mezquita de cAIá3 al-Dfn en Q o
nya, mediados del siglo xil-principios del xm; mezquita de cA lá3 al-Dfn en Nigde
en 1224; gran mezquita de Divrigi en 1229; gran mezquita de Malatya en 1247),
madrasa o medresés (en Q onya, Kayseri, Erzurum ), tumbas poligonales o circu
lares (en Divrigi, Niksar, Qonya, Kayseri, Sivas), palacios, de los que por desgra
cia sólo se conserva su recuerdo prácticam ente, y numerosos caravanserrallos, cu
yos vestigios se pueden ver aún en las antiguas rutas caravaneras. Estas construc
ciones son el testimonio de la prosperidad del país, de la voluntad de sus prom o
tores de asentarse en el país y no sólo en el sentido religioso. Hay que añadir su
sentido de la decoración, ya sea en pórticos y fachadas exteriores, con motivos
geométricos, florales o epigráficos, o bien en el interior con azulejos azules, blan
cos y negros. No es un arte grandilocuente, pero está hecho a escala hum ana y
expresa un gusto sencillo y directo.
Los otom anos, que más adelante continuarán y ampliarán la obra de los seld
júqíes, encontraron en ellos un modelo que supieron utilizar y desarrollar. La
importancia de los turcos en el mundo musulmán del Próximo O riente se debe
más a los seldjúqíes del Asia M enor que a los del Irán o del Iraq.
El último destello de Persia
La catástrofe mongola
Más allá de las bases musulmanas más orientales, al norte de la ruta de las
caravanas que va de Samarcanda o de Bujára al norte de China, la forma tradicio
nal de vida es el nomadismo. Los clanes hunos, ávaros, turcos y magiares habían
huido de este «crisol» estepario en busca de pastos verdes hacia China o hacia el
Volga, e incluso el Irán. El Islam había llegado hasta la franja oeste, esencialmen
te blanca, la de los turcos uigures, y de este modo había provocado en el siglo
ix, si no antes, un doble movimiento: el aflujo de mercenarios hasta Iraq, el fuer
te empuje seldjúqí y las infiltraciones turcómanas; y, en un sentido inverso, la
penetración de mercaderes y, también, la de fugitivos, cristianos nestorianos o
mazdeístas persas refugiados, hasta el lago Baikal. Un fenómeno similar se había
producido en el norte de China, donde los tártaros y los kitán de raza amarilla
se habían instalado en Pekín, recibiendo a cambio sinización y budismo. Los via
jeros y peregrinos fueron muy duros al hablar de las tribus de pastores que se
guían practicando el nomadismo entre el Gobi y la taiga siberiana. Y sin em bar
go, lo que se conoce de su arte funerario, de su buena organización militar, mues
tra un grado de evolución alentador; por otra parte, el animismo, o el simple
culto de Tengri, el cielo, les hacía indiferentes a las religiones monoteístas de sus
vecinos sedentarios.
En las últimas décadas del siglo xn, los clanes propiam ente mongoles o turco-
mongoles instalados entre el lago Baikal y el curso superior del Amur organiza
ron unas federaciones, a cuya cabeza estaba ocasionalmente un qagan, un gran
jefe, un «y<3n» supremo. Quizás se trataba de un principio de reagrupamiento pre
vio a un desplazamiento hacia China más bien que hacia el oeste, donde los tur
cos jwárizmíes (uigures) y kitai, islamizados, parecían poco dispuestos a ceder su
sitio. El clan de Yesugai, procedente de los alrededores de Q araqorum , al sudes
te del lago Baikal, consiguió esbozar una de estas uniones basándose en juram en
tos «fraternales» y en alianzas matrimoniales. El hijo de Yesugai, Temujin, segu
ramente reconocido como qagan hacia 1195, supo dotar a su tribu de una organi
zación militar y de una disciplina que, puesta al servicio de incursiones de saqueo,
le aseguraron durante una decena de años la superioridad sobre los pueblos del
este (tártaros, merkit del norte de China) y sobre los pueblos del sur (los kereit
y los naimán), y acabó finalmente, hacia 1212, con los uigures y los qarluqs ins
talados en tierras islámicas.
Fue entonces cuando tomó el título real de Cingís-qan (Gengis-Ján) y puso en
pie un sistema de organización de las tierras dominadas muy original para un im
perio en el que la base era una estepa sin ciudades: reunión periódica de una dieta
(iquriltai) de jefes de tribus, jerarquía militar con un sistema regular de promoción
y de atribución de funciones precisas, designación de gobernadores encargados de
recaudar el tributo (<daruqachi) en las zonas ocupadas por sedentarios... El mando
general perm anece en manos del Ján, pero su familia puede recibir una delegación
(ulus) de poder en las tierras conquistadas o por conquistar. Un eficaz sistema
de correos permitía a Gengis-Ján estar al corriente de cualquier eventual insubor
dinación de un hijo o de un «hermano», es decir de otro jefe de tribu.
Es casi imposible conocer los motivos que llevaron al Ján, y tras su m uerte,
en 1227, a sus hijos Ügedei, Chagatái, a su nieto Güyük y a su sobrino Móngke,
que ocuparon el poder supremo hasta 1250 —en medio de continuos arreglos de
cuentas familiares, por otra parte —, a dirigirse más allá de las zonas del nomadis
mo tradicional de los turcomongoles. Indiferentes ante la cuestión religiosa, sin
competencias burocráticas ni fiscales durante largo tiempo, sin entender la vida
urbana ni el interés por la agricultura, los mongoles de mediados del siglo xm
parecen haber actuado como los hunos antaño: saquear para abastecerse de víve
res o de caballos de rem onte, destruir para evitar un ataque como réplica, ocupar
para oprimir mejor. Una concepción tan rudimentaria del «gobierno» evidente
m ente duraría sólo mientras los mongoles dispusieran de guerreros en cantidad
suficiente, seguramente menos de 150.000 jinetes para enviar en todas direccio
nes, pero jinetes ligeros, móviles, excelentes arqueros, acostumbrados a las astu
cias de los cazadores, y mientras utilizaran el terror, sabiam ente mantenido me
diante represalias feroces. Desde entonces —y como anteriorm ente los h u n o s -
como cualquier resistencia y ataque sorpresa implicaba una masacre sistemática
de la población capturada y la exposición de trofeos de cadáveres, el anuncio de
una incursión mongol provocaba una oleada de pánico y de sumisiones inmedia
tas. Pero el desorden que provocaron en los dominios sedentarios no significó
únicamente un trastorno psicológico o la muerte de algunos hombres: los mongo
les, incendiando ciudades, cegando canales, arrasando residencias rurales, destro
zaron la actividad económica de regiones enteras, dispersaron las poblaciones,
aniquilaron las élites y dificultaron el culto.
El Islam oriental resultó muy afectado. Ya en 1220-1223 una incursión desas
trosa significó la ruina de Bujára, Samarcanda, Kábul, Balj, Gazna, Nishápúr,
Rayy, antes de alcanzar Ucrania y Crimea. O tra, conducida por un destacado
táctico, Subotei, entre 1233 y 1241, puso a fuego y a sangre todo Irán, al país
kurdo, a A rm enia, antes de llegar a los armenios de Cilicia y al sultanato de
Rúm, que se salvaron al reconocerse súbditos de los mongoles. Subotei atravesó
a continuación el Cáucaso, avasalló los qipchaq del Volga, y posteriorm ente los
principados rusos de Vladimir, de Kiev, de Moscú; incendió Novgorod cerca del
Ladoga, antes de lanzarse sobre Polonia, Hungría, la región de Viena y después
volverse hacia el Adriático en un clima de apocalipsis alimentado en Europa por
los terroríficos relatos de los cristianos eslavos o danubianos. Una tercera incur
sión confiada a Húlágú, un sobrino de Gengis-Ján, se dirigió hacia Iraq y Siria
en 1254; en 1258, Bagdad fue tomada y el califa cabbásí fue metido en un saco
y lanzado a los pies de los caballos, triste fin de la dinastía. Únicamente los ma
melucos de Baybars consiguieron frenar a la horda en 1260 cuando intentaba di
rigirse hacia el Sinaí. Si añadimos que bandas errantes de turcómanos y de jwá-
rizmíes, huyendo desesperadam ente de la exterminación o de la servidumbre,
contribuyeron a trastornar la vida del Próximo O riente (por ejemplo, cuando sa
quearon Jerusalén en 1244), com prenderem os el espantoso e imprevisible desas
tre que afectó al Islam en una sola generación.
Pero el culto no fue prohibido, los santos lugares no fueron profanados, el
éflm Pumo da partda da G
^ Diracaón y fachas da
1211 Onpda» por Ganga Ji
------- Umitas da loa UH» hai
E l M a g rib a l a d e r iv a
El esplendor del imperio almorávide no hace olvidar, sin em bargo, que los
siglos xi y xn se corresponden globalmente con una época de retroceso territorial
<del Islam occidental, bajo la presión de ciudades, estados, economías y socieda
des cristianas en expansión que dem uestran, en conjunto, un mayor dinamismo.
Las crónicas que relatan la historia de las dinastías hispanomagribíes narran los
esfuerzos constantes, y no siempre coronados por el éxito, para contener, m e
diante la movilización difícil y costosa de grandes ejércitos, el progreso en España
de un enemigo cuya organización sociopolítica, feudalizada parcialm ente, favore
ce la expansión en detrim ento de una sociedad musulmana, tanto urbana como
rural, organizada sobre bases distintas, poco militarizada e incapaz de generar
por sí misma las fuerzas susceptibles de defenderla.
Hay que señalar que estos síntomas de inferioridad del Islam respecto a la
cristiandad empiezan a aparecer en la prim era mitad del siglo xi. Esta época se
corresponde con la crisis del califato de C órdoba, que facilita la intervención de
los guerreros castellanos y catalanes en los asuntos internos de al-Andalus y que
em pezarán a traer de sus expediciones dirhem es y dinares que desde entonces
serán el sueño de los aventureros del mundo cristiano. Pero para percibir los pri
meros signos de esta decadencia relativa del Islam occidental tendríamos que re
m ontarnos a finales del siglo x, en la época en la que la piratería andalusí decae,
cuando la base de Fraxinetum es destruida y cuando un núm ero considerable de
m ercenarios cristianos empieza a ser reclutado para el ejército califal.
La fragmentación política de las taifas no sería seguram ente por sí misma una
m uestra de debilidad para los estados cristianos del norte de la península. Estos
estaban también divididos, y difícilmente se podía prever que en las prim eras d é
cadas del siglo xi el poderoso reino de Toledo sería absorbido por el conjunto
castellano-leonés, o con mayor motivo, que el minúsculo y pobre Aragón, confi
nado en sus m ontañas, se apoderaría finalmente del vasto y rico valle del E bro,
con sus prósperas ciudades, sus cultivos de regadío, su economía y su vida cultu
ral infinitamente superiores. Las rivalidades entre soberanos musulmanes sólo se
rían uno de los motivos de inferioridad de los reinos de taifas respecto a sus adver
sarios cristianos, inferioridad que se hace evidente con la dependencia económica
y política a la que se ven sometidos los primeros en la segunda mitad del siglo
m ediante el pago de las parias. Sin duda hay otras causas más profundas y mal
conocidas que explicarían también la división y posterior hundimiento de Sicilia
ante los norm andos de la Italia meridional. T anto en Sicilia como en al-Andalus
la desorganización política y el debilitam iento militar son notables antes de m e
diados del siglo xi. Los bizantinos se asientan de nuevo en la isla desde 1038
1040, en el mismo momento en que se desorganiza el Estado unificado de los
kalbíes de Palermo. E ntre 1061-1091, los normandos ocupan la isla, mientras que
en España empieza el avance territorial de los cristianos que ya no se limitan a
aprovecharse de la subordinación política de los estados musulmanes imponién
doles un tributo. Las primeras conquistas fueron llevadas a cabo por el rey Fer
nando I de Castilla-León, a expensas del reino de Badajoz, en el norte del actual
Portugal (Lamego y Viseu en 1057-1058, Coimbra en 1064). En 1085, su sucesor,
Alfonso VI, entró en Toledo y, en la misma época, en Valencia, se asentó duran
te cerca de dos décadas un poderoso ejército cristiano. En el este, los aragoneses
consiguieron apoderarse de Huesca en 1096. Y en el M editerráneo lo que atrae
la atención es sobre todo el fuerte crecimiento de las ciudades italianas.
Estos hechos, considerándolos globalmente, muestran indiscutiblemente que
el Islam occidental decae militarmente a lo largo del siglo xi frente a la potencia
y al dinamismo creciente de los cristianos. Podríamos preguntarnos cuáles eran
las causas internas de esta decadencia. Algunos documentos de la Genizá de El
Cairo parecen indicar que en la Ifriqiyá zirí de la primera mitad del siglo XI la
situación era difícil: una carta escrita hacia 1040 por un judío tunecino felicita a
quien va dirigida por su intención de establecerse en Egipto, porque «el Occiden
te entero ya no vale nada». Esta observación confirmaría las tesis formuladas res
pecto a la existencia de una crisis económica y social anterior a la llegada de los
hilálíes al Magrib.
Por una parte, la invasión hilálí acabó con el aflujo de oro sudanés, y por otra la
anarquía es tal que Ifriqiyá se ve obligada, más que nunca, a comprar grano en Si
cilia. Al exigir los normandos ser pagados en oro, se asiste a una verdadera hemo
rragia de metal amarillo. Resultado en Mahdiyya: penuria de oro, obligación de
conseguirlo para comprar trigo, y necesidad de realizar correrías (captura de mer
cancías preciosas, de monedas de oro y de cristianos por los que se pedirá un rescate
en oro).
Los autores «anticolonialistas», por otro lado, han señalado que los signos de un
malestar económico y social eran ya perceptibles en el Magrib occidental antes
de la llegada de los hilálíes y que éstos sólo aceleraron una degradación empezada
antes que ellos. Estos autores dan mucha importancia a las dificultades derivadas
del desvío de las rutas comerciales hacia España y de la creciente potencia de los
cristianos en el M editerráneo. Para algunos autores magribíes, la llegada de los
hilálíes tuvo incluso efectos positivos: «porque transformó y regeneró el Magrib,
propagó el árabe en las zonas rurales y aceleró la unidad lingüística. Instituyó
relaciones frecuentem ente pacíficas y fructuosas entre la ciudad y el campo, dotó
al país de una base militar eficaz e impidió que la cristiandad medieval ocupara
el norte de África».
En realidad, la historiografía de este período no ha conseguido librarse de los
prejuicios en uno y otro sentido ni de los juicios de valor. Carecemos de estudios
precisos que permitan apreciar las modalidades y el ritmo de la desurbanización
que afectó las zonas interiores únicamente, mientras que en las zonas costeras
subsistían las ciudades-estado de Mahdiyya, Bujía, Túnez, y otros centros secun
darios más o menos independientes. ¿Es posible considerar que, en el resto, las
ciudades se convirtieron en una especie de «zonas cerradas y aisladas en medio
de un campo despoblado»? Al menos sí podemos constatar que ni los progresos
de los árabes en el interior ni el auge militar y comercial de los cristianos en el
M editerráneo impidieron la prosperidad de las grandes ciudades marítimas, en
torno a las cuales se mantuvieron estructuras estatales. A partir de uno de estos
centros, Túnez, se reorganizará, tras el paréntesis almohade, el Estado ifriqí de
los hafsíes, que conseguirá restaurar de una manera bastante flexible y realista la
unidad política del Magrib oriental, basándose en una amplia autonomía de las
tribus árabes, de los bereberes de las zonas montañosas y, en las épocas de debi
litamiento de la dinastía, de muchas ciudades y territorios del sur y del oeste, de
donde no había desaparecido el dinamismo y la fuerza constructiva estatal, si nos
atenemos al hecho de que aún en el siglo xiv, por tercera vez, «el jefe del Estado
constantinés disidente restablece por la fuerza, apoderándose de Túnez, la unidad
hafsí».
El paréntesis almohade
El derrumbamiento
* La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada por Julio
Samsó, catedrático de árabe de la Universidad de Barcelona. (N. del e.)
rente a los bizantinos, a pesar de la reconquista de su capital en 1261, ven desa
parecer poco a poco su supremacía en el Asia M enor occidental, y mermarse en
la Europa balcánica bajo la acción de los búlgaros, los servios y, posteriorm ente,
de los turcos, a los que Juan VI Cantacuceno recurrió im prudentem ente. Al final
del siglo xiv, el imperio bizantino no es más que un Estado con los días contados.
M u e r t e d e la c r u za d a
E l s a n t u a r io e g ip c io
Gérmenes de descomposición
Sin lugar a dudas, la peste negra, que hizo estragos en Egipto en 1349, signi
ficó un duro golpe para las actividades humanas y económicas del país, habida
cuenta que la epidemia reapareció en 1374-1375 y, más tarde, más o menos perió
dicamente. A unque la desgracia afectó a los habitantes de la ciudad —y entre
ellos a numerosos reclutas mal adaptados—, no perdonó a los campesinos, hecho
que tuvo im portantes consecuencias para el Estado mameluco. En efecto, éste
obtenía lo esencial de sus recursos financieros y materiales de los campos y, por
otra parte, el reemplazo de los reclutas desaparecidos se hacía por medio de com
pras a un alto precio, tanto más elevado en cuanto que el elem ento humano es
caseaba cada vez más en los países del Cáucaso y en otros países, por lo que se
consideraba indispensable m antener e incluso acentuar la presión fiscal y la vigi
lancia de las regiones productoras. En este estado de cosas, el papel del káshif
tendió a ser primordial en los campos: debían controlar el mantenimiento de los
canales de irrigación y de los diques, elemento fundamental de una agricultura
muy productiva, proteger a los recaudadores de impuestos, impedir las exaccio
nes de los emires y prohibir las incursiones de los beduinos en los territorios de
los sedentarios. Al disminuir la población rural, sus propias dificultades aum enta
ron a causa del incremento de las dem andas financieras de los agentes del Estado,
y a causa también de las más numerosas acciones de los beduinos de Siria y el
Alto Egipto; éstos, probablem ente menos afectados por la peste negra a causa
de su alejamiento de las zonas de fuerte epidemia, aprovecharon el debilitamien
to de las poblaciones sedentarias para efectuar razzias a su costa. En estas cir
cunstancias, los káshifs fueron llamados a desem peñar un papel más importante
en las provincias, con vistas a proteger los recursos fundamentales del Estado: se
llevaron a cabo duras represiones contra los beduinos y éstos, que hasta entonces
constituían un elem ento protector del comercio de África y Asia que transitaba
por el Alto Egipto, una protección por la que ellos obtenían algunas ventajas fi
nancieras, no pudieron asegurar en lo sucesivo esta protección. Además, los co
merciantes, a fin de evitar esta peligrosa región abandonaron la ruta marítima
que les conducía a cAydháb para adoptar un nuevo puerto de desembarco de sus
mercancías en Tor, no lejos de Suez, ya en actividad antes del final del siglo xiv.
A esto se añaden otros graves acontecimientos a principios del siglo xv: la inva
sión turco-mongola de Tamerlán en Siria, el hambre en Egipto, un resurgimiento
de la peste en 1405 y la guerra de los emires contra el sultán Faradj, que dura
hasta 1412; estos acontecimientos contribuyen a disgregar el sultanato y a privarle
del poder político y económico en varias regiones, una situación que solamente
mejora con los sultanes Shayj (1412-1421) y, sobre todo, Barsbáy (1422-1438),
gracias a nuevas medidas: refuerzo de los poderes de los káshifs en detrim ento
de los emires y refuerzo del dominio del Estado sobre el comercio exterior. Este
último fue benéfico: al reservar Barsbáy, a partir de 1425, el comercio de especias
destinado a la venta a los occidentales, al monopolio del Estado, éste, que con
trolaba en Egipto el punto de desembarco, Tor, y el punto de em barque hacia
Europa, Alejandría, vio sus recursos ampliamente incrementados, en detrim ento
de los emires, que no podían beneficiarse ya del tránsito de estos productos por
el A lto Egipto y el valle del Nilo. Esta situación fue favorecida, además, por el
hecho de que, en la misma época, Asia M enor oriental, el Alto Iraq, Irán del
norte y Afganistán constituían lugares conflictivos por los que los mercaderes
rehuían aventurarse: en consecuencia, Siria, que vivía un nuevo período de calma
tras la invasión de Tam erlán, se benefició de las agitadas circunstancias de los
países limítrofes y acogió también una parte del comercio con destino a Occiden
te. El indudable enriquecimiento que se pone de manifiesto entonces en el sulta
nato mameluco y que dura hasta el final del reinado de Q á3itbáy (1468-1496) pro
duce un renacimiento en el Egipto y en la Siria mamelucos pero abre también
con mayor amplitud las puertas a las relaciones comerciales con la Europa occi
dental, tanto en lo concerniente a las ventas como a las compras, pues los produc
tos europeos comprados por los mamelucos son más numerosos en cantidad y en
especie, debido a la riqueza local, y estos productos no son solamente materias
primas indispensables para el ejército mameluco, sino también productos de lujo
y bienes «de consumo». La penetración europea señala, en efecto, un incremento
del poder económico y financiero de los mamelucos, al tiempo que un principio
de concurrencia, una implantación en un dominio hasta entonces muy bien prote
gido. Por esto, durante todo el tiempo que es posible proteger la ruta marítima
que, desde las Indias y Extremo O riente, lleva las mercancías de estos países a
Egipto, el Estado mameluco no tiene nada que temer. Y aun cuando, a principios
del siglo xvi, los portugueses se instalan en diversos puntos del océano índico no
constituyen todavía una fuerza suficientemente im portante, ni disponen de bases
ni de redes bastante numerosas para bloquear o desviar el comercio con destino
a Egipto.
A menudo se ha querido ver en los aspectos económicos la causa del hundi
miento mameluco frente a los otomanos; pero, aunque no se pueden olvidar, lo
cierto es que no constituyen la causa principal de la caída, que debe buscarse en
las dificultades internas del régimen a principios del siglo xvi, tanto en Egipto
como en Siria, y en el incremento del poder de los otomanos, que poseen a la
sazón las fuerzas más impresionantes y más activas de todo el Próximo Oriente
y del M editerráneo oriental.
El movimiento de desarrollo urbano ya observado durante el primer período
del régimen mameluco continúa durante el segundo e incluso se amplía. A pesar
de que la peste de 1349 despobló tanto las ciudades como los campos, parece ser
que las ciudades se libran mejor y más rápidamente de las consecuencias de la
epidemia; la existencia de un poder sólido permite en el siglo xv la constitución
de una numerosa corte en El Cairo; los emires de diversos rangos continúan vi
viendo en la capital o en los grandes centros provinciales y obteniendo de los
campos sus rentas, gracias a las iqtdc que se les atribuyen. Utilizan este dinero
para m antener sus propios mamelucos pero también para construirse residencias
e incluso palacios (algunos de los cuales se han conservado, total o parcialmente,
y han revelado muchos aspectos de la vida urbana), para participar en empresas
comerciales y, finalmente, para construir edificios religiosos (mezquitas, madra-
sas, tumbas), utilitarios (baños, fuentes) o comerciales (Jáns o wakdlas, tiendas).
Los sultanes no son los últimos que consagran una parte de su fortuna a activida
des urbanas y El Cairo, en particular, e igualmente Damasco, ven levantarse nu
merosos monumentos que dan testimonio del esplendor del régimen. La gama de
empleos que ofrecen las riquezas de los sultanes y los emires constituyen un no
table atractivo para numerosos campesinos deseosos de sustraerse del rigor de
los agentes del fisco, así como de las dificultades del trabajo en los campos, que
las sucesivas epidemias a veces despueblan intensamente. Estos campesinos desa
rraigados se instalan en las dependencias más o menos miserables de los palacios,
en los barrios periféricos donde se levantan entonces chabolas, en los patios de
los edificios de los centros urbanos; los habitantes de la ciudad, artesanos, com er
ciantes, obreros, em pleados de la administración sultaní o mamelucos ál servicio
de los emires, que disponen de medios financieros un poco más importantes, ha
bitaban ya sea en inmuebles colectivos de dos o tres plantas (rab3) y ya sea en
casas que les alquilan los emires.
Las actividades de construcción en los siglos xiv y xv son intensas y, junto a
los sultanes y los em ires, hay que señalar el papel de los negociantes y de los
grandes comerciantes, sucesores de los kárim í que, además de sus propias resi
dencias, construyen almacenes, lugares de venta al por mayor de mercancías (jdn,
wakála, fundüq)\ otro medio para hacer fructificar el dinero conseguido con las
iqtácy el comercio, las actividades administrativas o económicas es, aparte de la
edificación de la propia residencia, hacer construir tiendas (o comprarlas), edifi
cios o baños y obtener de ellos beneficios. Pero para preservar estos bienes de
una confiscación siempre posible, están, en el siglo xv como lo habían estado
antes, incluidos en una fundación piadosa (waqf)y y por tanto inalienable, donde,
por lo general, se protegen los intereses de los descendientes del fundador.
La ciudad es también el dominio de los religiosos, que son al mismo tiempo
hombres de ciencia, los ulemas. Formados en las madrasas, ejercen funciones re
ligiosas o jurídicas, e incluso docentes, y actúan como intermediarios entre el po
der y la población. El indiscutible desarrollo de la arabización y la islamización
en ésta da a los ulemas un papel cada vez más im portante, tanto que los sultanes
de El Cairo y los negociantes, al querer mostrarse como buenos musulmanes a
los ojos de la población, contribuyen a proporcionar a los ulemas buenas condi
ciones de vida material construyendo para ellos edificios específicos.
En términos generales, las ciudades del sultanato mameluco vivieron, durante
la mayor parte del siglo xv, una existencia tranquila, sin movimientos de rebelión
o agitación, merced a la autoridad de los sultanes y de su administración, merced
a los beneficios de las actividades económicas, internas o externas, que repercu
tían sobre el conjunto de la población urbana.
El peligro turco
JÓVENES TURCOS
A la muerte de Gengis Ján en 1227, el imperio que había creado fue dividido
en cuatro Estados o jdnatos, China-Mongolia, Turkestán-Asia Central, Afganis-
tán-lrán y Turkestán occidental-Rusia del sur, asignados cada uno de ellos a uno
de sus descendientes directos. En el momento de las expediciones llevadas a cabo
a raíz de este reparto, y a partir de Afganistán, los mongoles se ponen directa
mente en contacto con los Estados del Medio, y más tarde del Próximo Oriente.
Así, el soberano del Jwárizm, Djalál al-Dín M ankubirnt, es vencido en 1230 y
más tarde eliminado por el noyon (príncipe) Chormogun (1232), lo que le perm i
tió a éste el acceso a la ruta del Irán occidental, de Adharbáydján (1233), de
Georgia (1236) y de la G ran Arm enia (1239); los mongoles están entonces en la
frontera del sultanato seldjúqí de Asia M enor, que es invadido poco después, y
cuyo sultán, Kay Jusraw II, es vencido en 1243 en Kósé Dag, derrota que permite
al noyon Baydju instaurar el protectorado mongol en la Anatolia oriental.
Más al norte, el avance mongol prosigue a través de Rusia hasta Polonia y
Hungría (1236-1241), pero la m uerte del gran ján Ügódey y las disputas por la
sucesión que provoca detienen la ofensiva en Europa: esta ofensiva no se volverá
a em prender y el territorio mongol del jánato de Qipchaq no sobrepasará Ucra-
nía. En virtud de sus conquistas, los mongoles controlan las riberas septentriona
les y orientales del mar Negro y, de ese modo, las rutas comerciales hacia Irán,
Asia Central y China, países que, por otra parte, están bajo su dominio. Un poco
más tarde, el herm ano del gran ján Móngké, Húlágú, invade Iraq, saquea y des
truye Bagdad (1258), y su lugarteniente Kitbuga prosigue la marcha hasta Siria;
éste es vencido y m atado en la batalla de cAyn Djálüt por el sultán mameluco
Baybars: Siria, Palestina y Egipto quedaron fuera de la dependencia feudal de
los mongoles y, más aún, un heredero del califa cabbást m atado en Bagdad halla
rá refugio en El Cairo y convertirá entonces esta ciudad en el centro del Islam.
El avance mongol hacia el oeste, a partir de la Asia alta y central, tuvo como
consecuencia inmediata el desplazamiento, también hacia el oeste, de tribus tur
comanas (turkm enas) poco interesadas en perm anecer bajo la dominación mon
gola y que, en sucesivas etapas, se esfuerzan por alcanzar el Asia M enor donde
otros turcos habían logrado ya su implantación y podían ofrecerles una hospitali
dad fraterna. Efectivamente, en los años treinta y principio de los cuarenta del
siglo xm , algunas tribus turcom anas penetran en el territorio de los seldjúqíes.
Estos no desean especialmente verles instalarse en cualquier sitio, ni errar a tra
vés de su Estado, y más teniendo en cuenta que estas tribus no son precisamente
de las más pacíficas, que no soportan sin reacciones la tutela administrativa seld
júqí y que manifiestan una cierta preocupación por m antener sus tradiciones cul
turales y religiosas: aunque convertidos al Islam, su conversión no bastó para ha
cer desaparecer sus prácticas religiosas anteriores y su concepto del Islam se reve
laba bastante heterodoxo. Todos estos elementos contribuyen a que los recién
llegados no se sientan acogidos como deserían y, ante las reticencias e incluso las
coacciones de los seldjúqíes, algunos de ellos se subleven inducidos por sus guías
religiosos, los bábás. Uno de ellos, Bábá Isháq, desencadena una verdadera rebe
lión de carácter social y religioso, aprovechando algunas dificultades al frente del
Estado seldjúqí; pero su acción es reprimida con rigor y él mismo es detenido y
ahorcado (1241). Poco preocupado por ver aparecer de nuevo tales movimientos,
Kay Jusraw II (1241-1246) se propone entonces enviar poco a poco a estas tribus
a las fronteras donde su Estado está en contacto con el Estado bizantino, conce
diéndoles tierras y algunas ventajas fiscales a condición de que dirijan sus esfuer
zos, en primer lugar, hacia la implantación local y luego, si se presentara la oca
sión, contra el territorio bizantino. Las tribus constituyen entonces udj, una espe
cie de pequeños puestos fronterizos; pero, en este mom ento, el imperio bizantino
de Nicea está sólidamente establecido en Asia Menor occidental y no perm ite
ninguna incursión, ningún ataque contra su dominio asiático.
La llegada de las tribus tiene además como consecuencia el sensible increm en
to de la proporción de la población turca en Asia M enor, al menos en la meseta
central, en detrim ento de la población griega, hasta entonces probablem ente ma-
yoritaria. Estas modificaciones humanas van acompañadas de modificaciones eco
nómicas, sin duda menos profundas, pues aunque las tribus turcomanas practican
el nomadismo (por fuerza, en cierta medida), se adaptan muy rápidamente al se-
minomadismo y llegan a ser incluso sedentarias en gran parte. Esta adaptación
es, no obstante, lenta y proseguirá a todo lo largo del siglo xm , aprovechando
las dificultades del Estado bizantino bajo el m andato de Andrónico II (1282-1328)
y, sobre todo, de las del Estado seldjüqí.
En efecto, la irrupción de los mongoles en Asia Menor oriental, y posterior
mente la central, está marcada por la grave derrota del sultán seldjúqí en Kóse
Dag (26 de junio de 1243) que provoca, un poco más tarde, tras una experiencia
de cosoberanía, la partición del sultanato en dos Estados: uno al oeste, con Qo-
nya como capital, y otro al este, cuyo centro es Sivas: esta última está sometida
a un control .mongol bastante suave, del que trata de aprovecharse el visir Mucin
al-Din Parvána, un turco caracterizado por su ambición, con vistas a reconstituir
la unidad del Estado seldjüqí, cosa que consigue en 1261 cuando el sultán del
oeste se ve obligado a huir y buscar refugio en Constantinopla. La unidad se man
tiene hasta 1277, aunque no sin algunas dificultades con los jánes mongoles de
Irán; la relativa retirada de éstos anima a los emires turcos y a Mucín al-Din Par-
vána a rebelarse abiertam ente contra ellos y a apelar al sultán mameluco Bay-
bars; éste, inquieto por la presencia mongola en las fronteras de su provincia de
Siria y poco interesado en ver la reanudación de las incursiones en dirección a
Alepo y Damasco, ofrece su ayuda a los rebeldes; su ejército vence al mongol
en Elbistán y, más tarde, avanza hasta Q a y s a y i y y a (Kayseri, Cesarea de Capado-
cia); pero no insiste más y se contenta con poner bajo su control directo Cilicia,
que se convierte en una zona de protección avanzada del Estado mameluco. En
Asia M enor, la reacción mongola se ejerce contra M u^n al-Din Parvána, que es
ejecutado (agosto de 1277), y se distingue por un refuerzo de la autoridad mon
gola sobre la parte oriental del país, que llega a ser prácticamente una especie
de protectorado. Hasta los primeros años del siglo xiv, la Asia Menor seldjúqí
está marcada por luchas entre soberanos o pretendientes que tratan de ganarse
los favores de los mongoles, unas luchas que ocasionan la disgregación del poder
central. En 1303 muere Mascúd III, que puede ser considerado como el último
sultán seldjúqí. Al este, los mongoles mantienen su autoridad por mediación de
un gobernador; al oeste, las tribus turcomanas se sienten liberadas de cualquier
tipo de tutela y comienzan a actuar por su cuenta. Al iniciarse el siglo xiv, la
unidad del Asia M enor turca ha desaparecido.
Una última consecuencia de la invasión mongola radica en las transformacio
nes económicas que sufrió el Asia Menor. Ya vimos las modificaciones debidas
a la llegada de las tribus otom anas, que probablem ente influyó mucho en los cam
bios en materia de agricultura y de ganadería y, tal vez también, en materia de
intercambios locales, al no tener quizá las primeras tribus que llegaron las mismas
necesidades y al no ofrecer los mismos productos que los habitantes precedentes.
De estas circunstancias pudieron derivarse dificultades entre las antiguas pobla
ciones y los recién llegados, cuyás relaciones humanas y económicas fueron más
o menos trastornadas y pudieron dar lugar, en algunos sitios, a choques y conflic
tos, una de cuyas consecuencias pudo haber sido, localmente, el exilio de grupos
griegos, de importancia bastante limitada, no obstante, hacia el territorio bizan
tino.
Más grave es el desconcierto sobrevenido en los intercambios económicos «in
ternacionales» y el comercio de paso a través del Asia Menor: las guerras, la de
saparición de la autoridad seldjúqí y, como consecuencia, la seguridad, dieron
como resultado el abandono por parte de los mercaderes de esta ruta poco segura
en favor de la ruta siria o, más aún, de la ruta egipcia, lo que beneficiaba a los
mamelucos, o incluso en favor de la ruta Constantinopla-mar Negro-Crimea en
poder de los griegos, los genoveses (a partir del último cuarto del siglo xm ) y de
los mongoles de Qipchaq, y que franqueaba la ruta de China a los mercaderes y
los misioneros. Los sultanes seldjúqíes, hasta donde pueden aún pretender a este
título, privados de las rentas de este tráfico, alrededor de 1240-1245, y privados
también de una gran parte de las rentas de un territorio mermado y salpicado de
disturbios, no poseen ya los medios suficientes para imponer su poder sobre su
sultanato, y aún menos para enfrentarse a las presiones o a los primeros pasos
de las tribus turcomanas hacia la independencia. El sultanato seldjúqí de Asia
M enor no será pronto más que un recuerdo.
Las tribus turcomanas establecidas por los seldjúqíes en sus fronteras constitu
yeron, como vimos, udj, puestos fronterizos de carácter militar, colocados bajo
la autoridad de sus jefes y dependientes del sultán seldjúqí. Estos udj están situa
dos, generalm ente, en contacto con el territorio bizantino. A nte la disgregación
del sultanato de Qonya y durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo
xm , perm anecieron, la mayoría de las veces, en una posición de espera, com en
zando a sedentarizarse sin, no obstante, abandonar sus actividades nómadas y
ofensivas con respecto a los bizantinos. Los principales udj se encuentran en las
partes septentrional y occidental de la meseta anatolia. Al norte llegan incluso al
mar Negro: tal es el caso de los Isfendiyár (o Y andar) en Kastamonu y de los
Parvána en Sinope. Al oeste, antes del final del siglo xm , no sobrepasan las lla
nuras egeas, ya se trate, de norte a sur, de las tribus de Ertughrul, de Q arasi, de
Saruján, de Aydin o de Menteshe.
La disgregación del poder seldjúqí da a estas tribus una completa libertad de
acción y, conducidas por sus jefes o beys, se constituyen en principados indepen
dientes o beyliks; estos beyliks no aparecen solamente en los márgenes del anti
guo sultanato: incluso en su interior, algunos beys se apropian de territorios más
o menos vastos, como son los beyliks de los Sáhib cA tá \ de los Germiyán, de los
Hamid, de los Qaram án y, más al este, en el Tauro de Cilicia, de los D hú-l-Q adr
y de los Ram adán.
La instauración de estos beyliks lleva aparejada disturbios y aunque, hablando
con propiedad, no se puede hablar de anarquía, los beys turcomanos se las inge
nian por controlar una extensión más grande de terreno, ya sea en detrim ento
de los bizantinos, ya sea en el de sus propios hermanos de raza y vecinos. Pero
los bizantinos se ven afectados hasta tal punto por esta actividad que, al suprimir
el em perador A ndrónico 11 las ventajas fiscales de las que se beneficiaban los
campesinos-soldados de los enclaves fronterizos (los akritas), éstos o bien no
ofrecen ninguna resistencia a lbs ataques turcomanos, o bien abandonan sus tie
rras y van a buscar refugio en las ciudades. A causa de la presión ejercida por
los beys, a los griegos les es cada vez más difícil defender la llanura egea y se
acantonan en algunas ciudades del interior y en los puertos: H eraclea del Puente,
Nicomedia, Nicea, Bursa, Sardes, Focea, Magnesia, Ninfea, Esmirna y Filadelfia.
Un ejército griego al mando de Miguel IX, hijo de A ndrónico, fracasa totalm ente
(1301) y el em perador intenta un poco más tarde una nueva reconquista: recurre
a las compañías catalanas de Roger de Flor que, en 1304, se asientan en Asia
M enor occidental y arrollan a los turcos en su paso hasta las Puertas de Cilicia,
aunque en absoluto de m anera decisiva. Cuando vuelven a marchar hacia Cons-
tantinopla, los turcos vuelven a ocupar sin dificultad el terreno abandonado y
continúan avanzando, incluso bastante más allá de sus antiguos límites. En los
dos decenios siguientes, casi por todas partes en el oeste, los beys turcomanos
alcanzan la costa egea y experim entan la tentación marítima: éste es el caso del
baylik de Qarasi, que controla las orillas asiáticas del estrecho de los D ardanelos
y se entrega a la piratería; del beylik de Saruján, que adopta como capital Mag
nesia de Sipyle (Manisa) y participa en algunas incursiones marítimas con su ve
cino meridional; y del beylik de Aydin que, tras apoderarse de Pyrgion (Birgi),
de Efeso, de Koloé (Keles) y de la acrópolis de Esmirna antes de 1326, desplegó
una mayor actividad a partir del momento en que el bey Umur se convierte en
jefe y ocupa el puerto de Esmirna (1327): este puerto llega a ser una base de
ataque contra los bizantinos, en el mar Egeo y hasta el Peloponeso; más tarde,
a causa de la lucha que le enfrenta a Juan V Paleólogo por la posesión del trono
de Bizancio, Juan Cantacuceno recurre a U mur para que le ayude en su empresa
y le pide que envíe contingentes turcos a Tracia (1341). Pero, poco antes (1332),
se había acordado una «unión» entre Venecia, los hospitalarios de Rodas, A ndró
nico II y los señores del Archipiélago contra los corsarios turcos, a la que se su
maron el rey de Francia Felipe VI y el papa (marzo de 1334): esta unión no ob
tuvo prácticamente ningún resultado.
La meseta anatolia se vio sometida a la autoridad de diversos beyliks, entre los
que sobresalen Germiyán y Q aram án: el primero porque ocupa una zona de paso
hacia el exterior, una zona relativamente próspera; el segundo porque domina
toda la zona meridional de la meseta y, principalmente, la ciudad de Qonya, gra
cias a lo cual se erige en sucesor de los sultanes seldjúqíes. Al haber aum entado
su territorio merced a victorias sobre sus vecinos turcomanos y algunos goberna
dores mongoles constituye, desde el final del primer cuarto del siglo xiv, el prin
cipal Estado de A natolia central y le manifiesta a Qonya y, sobre todo, a Q ara
mán, por una vía artística e intelectual que, efectivamente, toma el relevo del pe
ríodo seldjúqí. Más al norte, A nqara y su región son gobernadas, no por un bey
turcom ano, sino por un grupo de hombres que representan las corporaciones aso
ciadas a la herm andad de los ajísy lo que constituye un elemento com pletamente
original y representa, muy probablem ente, una evolución de la futuwwa existente
ya el siglo anterior, en la que los dirigentes de las corporaciones y hermandades
religiosas habían tomado la delantera a elementos más fácilmente influibles. Por
último, el protectorado mongol en A natolia oriental está representado por un go
bernador que, después de 1327, se llama E rtena, lo que hace de su gobierno un
Estado independiente cuya capital es prim eram ente Sivas, y luego Kayseri.
Los beyliks del norte vivieron una existencia más tranquila durante la mayor
parte del siglo xiv, aunque a veces se entregaron a luchas fratricidas o atacaron
el Estado griego de Trebisonda.
1 J1 5
□ Terrtono bizantino hacá 1340
Conqustas de DuSan
deapuéade 1340
m
|% ^ | Feudo*
rommonm gonovots
Poaesones catalanas
Feudo* de Naxoe
(Amorgos, Terma)
Posesiones de los Ho*plalano6
(Conoto 1400*1404)
El beylik que dio origen a lo que se llamará el Estado otomano tuvo también
como germen una tribu turcomana cuyos comienzos en Asia M enor son mal co
nocidos y cuya historia, durante su primer siglo de establecimiento, ha sido ador
nada por historiógrafos y cronistas posteriores. Esta tribu fue también, probable
mente, alejada hacia el oeste por el avance mongol, un poco antes de mediados
del siglo xm. Uno de sus jefes, Gündüz Alp, tuvo como descendiente a Ertugrul,
que recibió como udj del sultán seldjúqí, hacia 1270 (?), la región de Sógüt, en
el curso medio del río Sakarya (Sangarios), al norte de Kutahya, en la frontera
oriental de la provincia bizantina de Bitinia y, tal vez, condujera algunas breves
expediciones contra los bizantinos. A su m uerte, acaecida hacia 1290, le sucedió
su hijo Osmán (cUthmSn, de donde procede el nombre de la dinastía que descien
de de él, Osmanli, cUthmánli en turco, otomana en las lenguas occidentales); O s
mán probablem ente formó parte de la hermandad de los gázis y las crónicas infor
man que su abuelo, Edebali, era un shayj cuya influencia sobre él habría sido
poderosa: al igual que en el resto de beyliks, el papel desempeñado por la fe
musulmana como uno de los incitadores de la expansión musulmana es induda
ble. Por otra parte, aunque se posee poca información sobre el período durante
el que Osmán estuvo al frente de su tribu, se puede pensar que este mando se
ejerció de la misma manera que entre los seldjúqíes y los otros beyliks, es decir,
que el poder era familiar y uno de entre los cabezas de familia adquiría el derecho
de dirigir la familia, a condición de que concediera al resto de miembros princi
pales funciones, tareas o ventajas de importancia.
Osmán lanza sus expediciones contra el territorio bizantino de Bitinia tal vez
desde 1291. La cronología de estas expediciones y conquistas está mal fijada, pero
parece ser que, en torno a 1320, su ejército ocupa toda Bitinia oriental y amenaza
las importantes ciudades de Brusa (Bursa) y Nicea (Izniq). Tampoco se sabe
exactamente la fecha de su m uerte, que se sitúa entre 1317 y 1326; a partir de
1317 (?) habría confiado el mando del ejército a su hijo Orján y, de hecho, es él
quien se apodera de Bursa en 1326 y de Nicea en 1330, e instala su «capital» en
la primera de estas ciudades, donde se construyen dos mezquitas en 1337-1338 y
en 1339-1340, y donde fue enterrado Osmán, actos que dan testimonio del interés
que Orján mostró por Bursa. Este interés queda igualmente de manifiesto por el
hecho de que Orján construyó —o renovó— en 1340 un barrio comercial con un
bezzisíán (edificio especial para el comercio de las mercancías de mucho valor):
de este hecho se hizo eco el célebre viajero árabe Ibn Battúta, que recorrió el
Asia M enor occidental hacia 1330-1335 y vio Bitinia y Bursa en 1333. Esta ciudad
fue también el centro urbano más importante de la rica provincia, y fue escenario
de activos intercambios.
* La política de expansión es proseguida por Orján, que se apodera, entre otras
ciudades, de Niconiedia (Izmid) en 1337, alcanzando así la orilla del mar de M ár
mara, que controla más am pliamente, un poco después, al ocupar el beylik de
Qarasi (1340-1345), hasta los Dardanelos. Según parece, podría haber sido secun
dado en sus acciones por su hermano cA lá’ al-Din, encargado de los asuntos civi
les, pero a veces también de expediciones militares; cA lá’ al-Din habría m uerto
en 1333. Orján mantuvo buenas relaciones, un poco más tarde, con Juan Canta-
cuceno, con cuya hija, Teodora, se casó en 1346. Cantacuceno, en su lucha contra
Juan Paleólogo, necesitó aliados y, tras la muerte de Umur de Aydin, recurrió a
Orján; las tropas de este último, al mando de su hijo, Sulaymán (Solimán), pasa
ron a Tracia en 1348 y posteriorm ente com batieron, principalmente, contra los
servios. Algunos años más tarde, una nueva incursión permite a los otomanos
ocupar Tzympe (1352) y, sobre todo, Gallípolis, lo que les proporciona una cabe
za de puente en la orilla europea de los Dardanelos. Al cabo de algunos años,
aprovechando la creciente debilidad del imperio bizantino, los otomanos contro
lan toda la Tracia oriental: la fecha de la toma de Andrinópolis (Edirne) es mo
tivo de controversias: ¿1362-1363, 1369, 1372? Lo mismo ocurre respecto a la pre
sencia turca en Tracia: según algunos historiadores, la reconquista —temporal —
de Gallípolis por A m adeo de Saboya en 1366 obligó a los otomanos a abandonar
Tracia, donde sólo permanecieron algunas bandas independientes que llevaron a
cabo incursiones contra centros bizantinos, búlgaros e incluso servios; estas ban
das son las que habrían tomado Andrinópolis. Cosa poco probable, pues A ndri
nópolis era una plaza im portante que exigía para ser conquistada unos medios
que únicamente los otom anos poseían entonces.
La acción ofensiva de Orján pudo ser llevada a cabo merced a un ejército com
puesto, por una parte, por las tropas personales y regulares del rey y por miembros
de su tribu, yaya o soldados de infantería; por otra, por tropas irregulares o cazab>
reclutadas ocasionalmente; y finalmente, por tropas reclutadas entre antiguos pri
sioneros de guerra y que constituyen la «nueva tropa» (yerti cheri)y lps jenízaros;
en lo referente a la caballería, se compone de caballeros regulares (sipáhis) y de
caballeros irregulares o de incursión (aqindjs)\ además, los éxitos logrados por O r
ján le valieron el apoyo de hermandades religiosas (él mismo era gázi y ostentaba,
junto a su título de bey, el de «sultán de los conquistadores, com batiente por la
fe») y de turcomanos dispersos, deseosos de participar en el reparto del botín.
A la muerte de Orján (hacia 1362 o 1363), la amenaza otom ana empieza ya
a cernerse seriamente sobre lo que queda del imperio bizantino en la parte m eri
dional de los Balcanes. Aunque el joven Estado otom ano pudo actuar así en Eu
ropa, no presta excesiva atención a Asia M enor, mientras que los principales
beyliks anatolios, Germiyán y, sobre todo, Q aram án, se preocupan por el incre
mento de su poder local y de sus luchas recíprocas.
Murád I (1362-1389) continúa la obra de su padre en la Europa balcánica,
ocupando la mayor parte de Bulgaria y Servia; no obstante, al ser derrotado en
1387 por una coalición búlgaro-servia, se desquita en Kossovo, el año 1389, en
el curso de cuya batalla es asesinado por un servio; pero, no por eso, Bulgaria
deja de ser totalm ente anexionada al Estado otom ano, pasando Servia bajo la
tutela otom ana aunque conservando su propio soberano. En Asia M enor, una
política de matrimonios o de presiones permite a los otomanos anexionarse el
em irato de Germiyán y una parte del em irato de Hamid, en la frontera del beylik
de Q aram án. Todas estas regiones son transformadas en provincias y com prenden
un cierto núm ero de dominios de dimensiones variables, o tlmárs, concedidos a
título personal —eventualm ente revocable— a militares o a funcionarios civiles o
religiosos, a condición de que los hagan fructificar y de percibir impuestos, cuya
mayor parte debe corresponder al Estado. El sistema del timár, que recuerda la
iqtác seldjúqí, adquiere una considerable importancia posteriorm ente, a partir del
siglo xv.
La acción expansionista de los primeros otom anos fue secundada en gran me
dida por la acción religiosa de las hermandades musulmanas, que facilitaron, en
la Europa balcánica especialm ente, el establecimiento de «colonias» turcas en tor
no a centros de implantación musulmana: mezquitas, lugares de oración de las
hermandades (zaviyé) o fundaciones piadosas (vaqif)\ el movimiento religioso al
canzó una gran extensión en los treinta últimos años del siglo xiv.
La expansión otomana continúa con Báyazid 1 (Bayaceto), apodado Yildirim
(el rayo); pero, en primer lugar, a fin de asegurar la unicidad del poder y evitar
cualquier oposición interna, el nuevo sultán hace m atar, desde su llegada al tro
no, a su herm ano Yacqúb, inaugurando así una práctica que tomó el nombre de
«ley del fratricidio». Báyazid puede entonces lanzarse a una serie de expediciones
en los Balcanes y en Asia Menor. A partir del mes de abril de 1390, interviene
en los asuntos bizantinos, facilitando a Juan V il Paleólogo el acceso al poder,
que luego dejaría en manos de M anuel, el futuro Manuel II. Acentúa constante
m ente su presión sobre Constantinopla e, incluso, ocupa una gran parte de la
orilla asiática del Bósforo, sobre la que construye una fortaleza, el castillo de
A natolia (Anadolu Hisári), lo que le permite vigilar la navegación en el estrecho
(1395).
En los Balcanes, entre 1391 y 1395, Teodoro, déspota de M orea, se declara
vasallo de Báyazid y lo mismo ocurre con el hospodar de Bosnia. El príncipe de
Acaya cede diversas ciudades a cambio de la ayuda otom ana; Valaquia pasa a
dominio otom ano; Bulgaria ve concretado su estatuto de provincia, y el trono de
Servia le cae en suerte a Esteban Lazarevité merced a la intervención de Báyazid.
A finales de 1395, los turcos ocupan la casi totalidad de la Europa balcánica y
están en las fronteras de H ungría, cuyo rey, Segismundo, pide a los occidentales
la organización de una cruzada destinada a alejar de Europa la amenaza turca.
Esta cruzada se enfrenta con los turcos cerca de Nicópolis, el 25 de setiembre de
1396; la heterogeneidad de los «cruzados» frente a un ejército turco particular
mente homogéneo y bien m andado, les llevó a sufrir una vergonzosa derrota, de
donde provino la reputación de fuerza e invencibilidad de los turcos, increm enta
da posteriorm ente.
Báyaztd em prendió luego un breve sitio de Constantinopla (1397), del que no
sacó suficiente partido, mientras que ocupa en Grecia las ciudades de Larissa,
Patras y Atenas.
En Asia Menor ocupa, desde 1390, los beyliks de la costa egea (Saruján, Ay-
din, M enteshe), una parte del beylik de Isfendiyár, a lo largo del mar Negro y,
un poco más tarde, el centro y el este de A natolia, pues el qaram ání cA láJ al-Din
debe cederle las principales ciudades de su beylik; también el antiguo territorio
mongol de Sivas y de Kayseri cae en sus manos. En 1400, Báyazid alcanza el
Éufrates. A excepción de Constantinopla, tiene bajo su dominio un Estado ya
considerable, que se extiende de Bosnia a las fronteras del sultanato mameluco
y de los principados de A natolia oriental. E 1 destino de todo el antiguo Imperio
de O riente aparece ya definido.
I m Horda de Oro
La creación del jánato de Qipchaq (según el nombre del pueblo turco que
sucedió a los cumanos y a los polovtsi y fue vencido por los mongoles de Bátú)
o de la H orda de Oro (Altin Ordu) fue el resultado de las expediciones llevadas
a cabo por el ján Bátú. Éste se afirmó, en 1227 y 1255, no solamente como ins
tigador de la expansión y de la implantación de los mongoles en Europa oriental,
y el creador de un Estado mongol que se extendía del D anubio al lago Baljash,
sino también como la personalidad más importante del mundo mongol, a m edia
dos del siglo xm . Su poder sobrepasaba con mucho los límites de su propio ján a
to, y los soberanos de cierto número de principados rusos (Riazán, Tver, Suzdal,
Kiev y Galitzia) se reconocían como sus vasallos; éste es también el caso del gran
príncipe de Vladimir, Alejandro Nevski (1252-1263). A unque Bátú se confirmó
como un temible señor, sobre todo en materia de percepción de impuestos, supo,
no obstante, caracterizar su reinado, por una parte, favoreciendo las actividades
económicas y comerciales y, por otra, a pesar de ser chamanista, mostrándose
particularm ente tolerante con respecto a las diversas religiones practicadas en su
jánato: cristianismo nestoriano, cristianismo ortodoxo, islamismo y judaismo. Su
propio hijo, Sartaq, era nestoriano y mantenía muy buenas relaciones con A lejan
dro Nevski. La brutal m uerte de Sartaq, sucesor de Bátú, en 1256, tal vez impidió
al jánato de Qipchaq alinearse entre los Estados cristianos.
Tras el breve reinado de Ulagchi (1256-1257), el poder pasó a manos del her
mano de Bátú, Berke (1257-1266), que puso en práctica una política pro-islámica:
él mismo se convirtió al Islam sin abandonar, no obstante, el espíritu de toleran
cia respecto a otras religiones. A nte la am enaza que suponían para el Qipchaq
los progresos del ján Húlágú, en A dharbáydján, Berke buscó la alianza del sultán
mameluco Baybars: se intercam biaron algunas em bajadas (1261) y se pactó una
alianza contra HúlágQ en 1263; además, Baybars podía reclutar en el jánato de
Qipchaq mercenarios destinados al ejército mameluco. Una expedición conducida
por HQlágú al Cáucaso acabó en fracaso: se vengó haciendo m atar a los m ercade
res de Qipchaq que se encontraban en Persia, acción a la que Berke respondió
haciendo lo mismo con los mercaderes persas presentes en Qipchaq. Una expedi
ción conducida por Nogai, sobrino de Berke, fracasó también: el envite de la ri
validad de los dos jánatos era de hecho el control de la totalidad del A dharbáyd
ján, a la sazón dividido en dos; pero ninguno de los contrincantes consiguió su
objetivo.
, Berke fundó una ciudad, Saráy, en el bajo Volga, que convirtió en su capital
y que debió seguir siendo la capital del jánato hasta 1395, fecha en la que fue
destruida por Tam erlán.
A Berke le sucedió Mengu (M óngké) Timúr, nieto de Bátú (1266-1280), que
intervino repetidas veces en las disputas de los jánes mongoles de Asia central y
mantuvo buenas relaciones con los sultanes mamelucos de Egipto y con el basi
leus de Constantinopla Miguel VIH Paleólogo. Mengu era chamanista y se mostró
muy tolerante con todas las religiones, otorgó privilegios de inmunidad a los sa
cerdotes de la Iglesia ortodoxa establecidos en el jánato y concedió a los genove-
ses un terreno en Caffa, Crimea, para el establecimiento de un consulado y de
un almacén. Su herm ano y sucesor, Tudá Mengu (1280-1287), y el sucesor de
éste, Tudá Buga (1287-1290) sólo fueron soberanos nominales, pues la realidad
del poder estuvo, de hecho, en manos de Nogai, hasta su asesinato en 1300. N o
gai se mostró muy favorable al cristianismo, incluido el cristianismo latino, ya
que algunos monjes franciscanos pudieron establecerse en Saráy. En tanto que
aliado de los bizantinos, intervino en Bulgaria, donde instaló un nuevo soberano,
Jorge I T erter, que fue un verdadero vasallo de los mongoles. Pero el autoritaris
mo de Nogai era mal soportado y, finalmente, el ján Toktaga (1290-1312) le ata
có; vencido, Nogai fue asesinado poco después.
Al principio del siglo xiv, la situación del jánato de Qipchaq (o de la Horda
de O ro) es muy sólida: saca provecho de las luchas intestinas que tienen lugar
en el imperio bizantino, los príncipes rusos y búlgaros están bajo su autoridad,
se m antienen buenas relaciones con los mamelucos de Egipto y de Siria e incluso
con los jánes fljáníes de Persia. La presencia dé mercaderes genoveses y venecia
nos dio lugar a una actividad comercial im portante a partir de las bases de Cri
m ea, aunque los comerciantes italianos de Caffa y de Sudak tuvieran que sufrir,
sobre todo en 1307, la hostilidad del ján.
La llegada al poder de Ózbek (1312-1340) dio al Qipchaq una nueva línea
directriz, pues el nuevo ján se convirtió al Islam y, en lo sucesivo, la religión
musulmana sería la de los soberanos sin que, no obstante, las restantes religiones,
sobre todo el cristianismo, padecieran represión alguna. Las relaciones con los
mamelucos experim entaron algunas dificultades temporales pero, en cambio, ge
noveses y venecianos fueron bien tratados, cosa que no fue así al principio del
reinado de Djánibeg (1340-1357), un reinado caracterizado por una cierta acen
tuación de la islamización y por dos importantes acontecimientos: por un lado,
la aparición de la gran peste, hacia 1346 (?), que diezmó la población y em pobre
ció sensiblemente el jánato, especialmente Crimea; por otro, la lucha contra los
iljáníes de Irán: el Adharbáydján conquistado en 1355, es vuelto a perder tres
años más tarde. En los últimos años de su reinado, Djánibeg fue el blanco de la
oposición de los señores mongoles, lo que incluso dio lugar a conflictos, en tanto
que, por su parte, los señores vasallos rusos tendían a disminuir sus vínculos con
los mongoles.
Este reinado aparece, pues, como un momento crucial en la historia del jánato
de Qipchaq. Sin duda, el recuerdo del gran imperio gengisjaní no bastaba ya para
reunir a los señores mongoles en torno al ján: los mongoles, establecidos en m e
dios étnicos y religiosos en los que no eran más que una minoría, experim enta
ron, en mayor o menor medida, la influencia de estos medios; y sus vasallos, por
último, comenzaron a tratar de liberarse de su sujeción. Sin em bargo, los mongo
les de Qipchaq dominan aún las orillas septentrionales del mar Negro, lo que
constituye para ellos un hecho esencial.
Después de Djánibeg, el poder ya no está en manos del ján sino en las del
«mayordomo de palacio» Mamay (1361-1380), que se esfuerza por restablecer la
unidad del jánato, echada a perder por varios emires, sobre todo en la parte
oriental; además, a partir de 1370 los príncipes rusos rehúsan prestar juram ento
al ján; un poco más tarde (1378, y luego en 1380), se niegan a pagar el tributo.
lx>s mongoles son derrotados en la batalla de Kulikovo Polje (8 de setiembre de
1380) y, además, deben reconocer a los genoveses la posesión de una parte de
Crimea.
Es entonces cuando el ján de la Horda Blanca (parte oriental del Qipchaq),
Tojtamish, que se había impuesto en esta región con la ayuda del soberano de
Transoxiana, Tímür Lang (Tam erlán), vencedor en Mamay, se convierte en ján
de la H orda de O ro y rehace la unidad del conjunto del Qipchaq. A continuación,
invade los principados rusos y destruye diversas ciudades (Vladimir, Suzdal, Mos
cú, en agosto de 1382) y restablece la soberanía mongola. Tojtamish, fortalecido
por sus victorias, trata entonces de reconstruir el imperio de Gengis Ján, pero se
encuentra en su camino a Tam erlán, que se había convertido, entre tanto, en
señor de la Transoxiana, de Afganistán y de Persia. La guerra, que duró de 1387
a 1395, acabó con la derrota de Tojtamish y la destrucción del jánato de Qipchaq
y, especialmente, de las principales ciudades. Sin em bargo, en 1399, el ján Timúr
Qutlug (1398-1400), adherente a Tam erlán, y puesto por éste a la cabeza de lo
que quedaba del jánato en su parte occidental, estableció la dominación mongola
en los principados rusos, dominación que duraría aún un siglo, mientras que, un
poco más tarde, aproxim adam ente a mediados del siglo xv, el Qipchaq se dividió
en tres pequeños jánatos: Crimea, Kazán y Astrakán.
Una vez confiada por el gran ján Móngke a su hermano Húlágú, en 1255, la
tarea de unificar bajo la autoridad mongola todos los territorios comprendidos
entre Afganistán y Siria, Húlágú eliminó sistemáticamente a sus adversarios: los
ismácilíes de Persia en 1256 y el califa de Bagdad en 1258, siendo la ciudad des
truida en gran parte. El avance mongol en Siria es finalmente detenido por los
mamelucos en setiembre de 1261 en cAyn Djálüt. Esta batalla fijó, a partir de
entonces, los límites de los territorios mamelucos y mongoles, los primeros de los
cuales se extendían entonces hasta la Siria del norte y la orilla occidental del E u
frates medio. El fracaso mongol se explica en parte por la amenaza ejercida sobre
el Adharbáydján por el ján de Qipchaq, Berke, que en 1261 acordó una alianza
con el sultán mameluco Baybars. Al este, el jánato de Chagatáy constituye tam
bién un peligro para los mongoles de Persia que, finalmente, se contentaron con
asegurar su dominación en las regiones que se extendían de Asia M enor oriental
a Afganistán occidental. Por otra parte, Húlágú era budista y estaba casado con
una cristiana (nestoriana); lo mismo ocurrió con sus sucesores A báqá y Argün y,
hasta el advenimiento de este último, los musulmanes no fueron bien considera-
dgs, quedando de manifiesto la hostilidad en relación a los Estados musulmanes
sunníes.
Húlágú había establecido su capital en M arága, A dharbáydján; A báqá (1265
1282) la fijó en Tabriz. Bajo su mandato, la iglesia nestoriana desempeñó un im
portante papel y, en marzo de 1281, el patriarca nestoriano electo, Mar Yahba-
llahá III, era de origen uiguro, si no m o n g o ljo que facilitó aún más las relaciones
entre la Iglesia y el gobierno.
En el exterior, A báqá eliminó la amenaza Qipchaq sobre el Adharbáydján
(1266), y la del Chagatáy en 1270 y en 1273; menos suerte tuvo en sus acciones
contra el sultán mameluco Baybars, vencedor de los mongoles en Elbistán (1277),
y contra el que había solicitado en vano la ayuda del papa, del rey de Francia y
del rey de Inglaterra (1274-1277); otro ejército mongol, a las órdenes de Móngke
Tím úr, hermano de A báqá, fue vencido en octubre de 1282 cerca de Homs por
el mameluco Q alá3ún.
La muerte de A báqá, el 1 de abril de 1282, fue la causa de una grave crisis
entre los iljánes. En efecto, su sucesor, T akúdár, se convirtió al Islam, tomó el
nombre de A hm ad, comenzó una campaña de islamización de los mongoles, hos
tigó a los dirigentes de la Iglesia nestoriana y se reconcilió con los mamelucos.
La oposición, que agrupaba a los tradicionalistas mongoles, los nestorianos y los
budistas, así como a vasallos armenios y francos, acabó por imponerse y permitió
a A rgún, otro hijo de A báqá, tomar el poder (agosto de 1284).
El nuevo ján, de religión búdica, mostró una gran tolerancia hacia todas las
religiones, com prendido el Islam, lo que permitió, sobre todo a los musulmanes,
ser juzgados según la ley coránica; su ministro de Finanzas, Sacd al-Dawla, era
un judío que restableció el orden en las finanzas y la administración del Estado
iljání, obrando severam ente contra los abusos y los pillajes de los señores y jefes
militares mongoles. No obstante, Argún se mostró también hostil a los mamelu
cos: en 1285 dirigió una carta al papa Honorio IV proponiéndole la organización
de una cruzada contra los sultanes de Egipto y, más tarde, en 1287, envió a E u
ropa con una misión al monje nestoriano Rabban Sauma, de origen turco, que
se dirigió a Roma, Francia e Inglaterra, pero, aparte de un excelente recibimien
to, no obtuvo más que buenas palabras. Argún envió además a dos em bajadores
a Occidente que no tuvieron mejor éxito, y el proyecto fue abandonado.
La muerte de Argún en 1291 provocó la rebelión de los señores mongoles
contra su administración y condujo al acceso al poder de su hermano Gayjátú,
personaje de poco fuste que, para tratar de atajar una grave crisis financiera, in
trodujo en Persia en 1294, tal como se hacía en China, el sistema del papel-mo
neda (tchao). Este sistema tuvo como consecuencia la detención de toda actividad
comercial y fue rápidamente abandonado. Gayjátú fue derrocado en abril de
1295, pero su sucesor Baydu (abril-noviembre de 1295) se mostró incapaz de res
tablecer el orden en las tierras y la autoridad del ján. Gázán (1295-1304) fue el
artífice de una profunda modificación en el Estado iljání: convertido al Islam sun-
ní y llevado al poder por el partido musulmán con el emir Noruz, inauguró su
reinado con violentas reacciones contra cualquier otra religión que no fuera la
del Islam, violencias cuyo instigador y ejecutor era Noruz; los excesos de éste y
de sus partidarios indujeron a Gázán a reaccionar: en 1297 les hizo arrestar y
ejecutar. A partir de entonces, Gázán procedió a un restablecimiento del orden
en la administración y en la economía del país y contó, sobre todo, a este respec
to, con la ayuda de su visir Rashid al-Din Fadl Alláh, que fue también el gran
historiador de los mongoles. No sólo supo restablecer la autoridad del ján y de
la administración central, especialmente de cara a los emires mongoles, sino que
también favoreció en gran medida a los agricultores en detrimento de los nóma
das y volvió a dar vida al comercio. Fue también el primer iljání que emprendió
construcciones, todas religiosas, especialmente en Tabriz, su capital; por último,
mostró una cierta benevolencia respecto a los musulmanes shNes. En política ex
terior, continuó la política de los grandes jánes del siglo xm , atacando en dos
ocasiones el sultanato mameluco en Egipto, sin resultados positivos, y se opuso
a la expansión de los jánes del Chagatáy hacia el oeste.
Su hermano y sucesor óldjeytíi (1304-1316) había sido cristiano; convertido
al Islam, siguió primeramente la doctrina shff (1310): cristianos, mazdeístas e in
cluso musulmanes sunníes sufrieron vejaciones, discriminaciones y hasta, a veces,
persecuciones, lo que provocó un clima de guerra civil en el jánato. En el exte
rior, Óldjeytíi trató en vano de pedir ayuda a los occidentales para luchar contra
los mamelucos y condujo algunas expediciones contra ellos: intervino también en
Asia M enor central, donde el bey de Qaram án debió reconocerse su vasallo: al
este, le tomó el Afganistán oriental al ján de Chagatáy (1313), lo que acarreó
varios años de conflictos en los confines de los dos jánatos. Óldjeytíi estableció
su capital en Sultániyya (1305), ciudad en la que hizo levantar construcciones sin,
por esto, olvidar Tabriz, donde Rashid al-Din actuó de igual modo.
Abú Sa'id (1316-1334), convertido en ján a los doce años, fue privado del ejer
cicio del poder por el emir Chúbán, que se deshizo de Rashid al-Din, ejecutado
en 1318, y debió luchar sin cesar contra facciones, algunas de las cuales eran di
rigidas por sus propios hijos, como fue el caso de Tímurtash en Asia Menor. Su
muerte en 1327 acentuó las rivalidades internas que la muerte de Abú Sa^d en
1334 no hizo más que ampliar; los emires se disputaron el poder sobre la totali
dad o partes del territorio iljání, que no tuvo ya ján a su frente: el Estado de
los iljánes de Persia desaparecía sin gloria, parcelado, desmembrado, y no volve
ría a recobrar una apariencia de unidad hasta el final del siglo, bajo la dominación
de Tamerlán. De las dinastías locales que surgieron en torno a mediados del siglo
xiv, algunas sobresalen más, como las de los djaláyríes en Iraq y en A dharbáyd
ján meridional, los qara qoyunlu en Asia M enor oriental y en Iraq septentrional,
los sarbedáríes en el M ázandarán, los muzaffaríes en el Fars y el Kirmán, y los
kart en Afganistán: turcos, turcomanos, árabes y mongoles se repartieron los res
tos de un Estado que no estuvo lejos de realizar la unidad de toda la región com
prendida entre Asia M enor y Asia Central.
La llegada de los mongoles al oeste de Asia y al sur de Rusia pudo ser consi
derada como un fenómeno histórico que aportaba profundas perturbaciones en
estas regiones. De hecho, durante este período de la Baja Edad Media se obser
va, en primer lugar, la implantación de un nuevo pueblo que produjo nuevos se
ñores; además, mientras que el Islam había sido dominante desde los siglos vn-
miii, el chamanismo, el budismo y diversas variantes del cristianismo (nestoriano,
ortodoxo, latino) se implantaron y, a veces, parece ser que predominaron sobre
el Islam; pero esta implantación no fue muy profunda; la mayoría de las poblacio
nes sometidas permaneció fiel a la religión musulmana y los jánes se convertían
ya fuera por convicción o por oportunismo político. No obstante, durante un cier
to tiempo, el espíritu de tolerancia prevaleció y las comunidades no musulmanas
pudieron vivir seguras hasta las primeras décadas del siglo xiv.
Conviene, sin embargo, matizar esta visión. Al principio de la expansión m on
gola, los conquistadores son llevados por un entusiasmo que tiene su origen en
el hecho de que creen ser llamados a realizar estas conquistas por una voluntad
celestial: ésta les habría escogido para ser sus instrumentos; las victorias logradas
serían un testimonio de esta voluntad. Pero, en realidad, los mongoles no tienen
arraigada en su interior la religión o, en todo caso, menos que algunos pueblos
a los que son incapaces de inculcar sus propias convicciones religiosas. De hecho,
se produce el fenómeno inverso, y adoptan, según las circunstancias, las influen
cias externas o las influencias familiares (las mujeres de los jánes desempeñaron
un cierto papel a este respecto), la religión «ambiente». Los primeros jánes de
Persia son budistas, en tanto que los de Qipchaq son chamanistas, aunque sus
esposas son, en su mayoría, nestorianas. La religión cristiana nestoriana, amplia
mente difundida por Asia central e incluso Asia oriental, fue la de varias tribus
mongolas y turcas, y el llján Óldjeytü tanto como el ján de Qipchaq, Sartaq, son
nestorianos (el primero se convertirá posteriorm ente al Islam). El budismo preva
leció también al comienzo de la dinastía de los iljánes, ya que Húlágú, Abáqá y
Argún eran adeptos de esta religión que parece haber perdido su importancia e
influencia desde el final del siglo xm . El cristianismo ortodoxo y el cristianismo
latino tuvieron también su período de gloria: durante el mandato de los jánes de
Qipchaq, una gran parte de la población de Rusia es ortodoxa, y la Iglesia rusa
recibe bajo el reinado de Móngke Timúr privilegios que hicieron de ella casi una
verdadera potencia, émula del poder de los príncipes; los cristianos de Occidente,
por su parte, enviaron misiones (casi siempre de franciscanos), no sólo a Crimea,
sino también a las regiones del bajo Volta y, principalmente, a la capital, Saray.
Cuando el Qipchaq se islamizó, bajo el mandato de Ózbek, el espíritu de toleran
cia continuó vigente.
Entre los íljánes, los nestorianos están igualmente bien vistos, y el patriarca
Mar Yahballahá 111 fue un testimonio de ello hasta el final de su vida; por su
parte, los latinos desempeñaron un papel más político que religioso, y su presen
cia en Persia quedó de manifiesto, sobre todo, por un obispo en Sultaniyga.
Antes de imponerse en los dos jánatos, el Islam conoció vicisitudes, sobre
todo entre los ¡Ijánes en la época de HQlágú: en efecto, esta religión simbolizaba
para ellos el adversario esencial, el califa, y se sabe que, cuando invadió Iraq y
Siria, numerosas ciudades musulmanas fueron, no solamente saqueadas, sino
también destruidas, y su población musulmana, a menudc, exterminada. Con
todo, allí también triunfó la tolerancia, tal vez bajo la presión de las necesidades,
pues los mongoles se vieron obligados a recurrir a los gobernadores y los adminis
tradores musulmanes en las regiones de población islámica. Pero, poco a poco,
el Islam recupera el terreno perdido e incluso más ya que, tanto en el Qipchaq
como en Persia, los jánes se convierten al Islam, sin abandonar por esto su espí
ritu de tolerancia la mayoría de las veces, pues, a lo largo del siglo xiv, sólo tu
vieron lugar algunas persecuciones o algunos movimientos de represión contra
los cristianos, los budistas y los mazdeístas. La disgregación del jánato de Q ip
chaq tuvo como consecuencia la casi total desaparición de cualquier religión que
no fuera la del Islam en toda la extensión de su territorio: solamente se conserva
ron algunos núcleos cristianos de ritos diversos, pero no desempeñaron ya más
que un reducido papel.
Los problemas religiosos son un aspecto de las relaciones establecidas entre
dirigentes mongoles, príncipes o emires locales y elementos diversos de la pobla
ción. Los jánatos son conjuntos heterogéneos tanto desde el punto de vista étnico
como desde el punto de vista social; durante algún tiempo después de su invasión,
los mongoles continúan comportándose como nómadas, pero la posesión de tie
rras, el control de las ciudades y la fundación de capitales hizo de ellos semi-nó-
madas y, en algunos casos, sedentarios. A unque al principio de su expansión los
mongoles transformaron regiones de cultivos en regiones de estepas, más adapta
das a su tipo de vida, más tarde los jánes advirtieron el error de esta concepción
y, por el contrario, fomentaron la agricultura, sobre todo en Rusia del sur. Este
fomento benefició a los príncipes rusos, vasallos de los jánes, pero también a los
notables y miembros de la familia de los soberanos, poseedores de tierras; éstos,
todopoderosos sobre las tierras y sus habitantes, se contaban igualmente entre
los jefes más importantes del ejército. La preeminencia otorgada a los begs feuda
les y, posteriorm ente, las rivalidades entre los begs, fueron algunas de las causas
determ inantes de la disolución del poder de los jánes y del debilitamiento o la
desaparición de los jánatos mongoles.
Los B a lc a n e s tu r c o s
Uno de los motivos de orgullo del nuevo sultán, M ehmet 11, era el de haber
conquistado la capital bizantina (29 de mayo de 1453); pero, en realidad, el im pe
rio griego no representaba ya gran cosa en el plano territorial y constituía más
bien un símbolo por su grandeza pasada y su papel político; además, Constantino
pla era para los turcos un punto de paso entre Europa y Asia, un centro econó
mico interesante, y sobre todo, significaba el final de la unidad del Estado otom a
no. Es entonces, en efecto, cuando verdaderam ente se puede hablar de un «im
perio» otom ano, aunque los turcos no utilizaran nunca esta palabra. Igualm ente
es preciso observar que el poder turco aparecía como el más temible de E uropa,
tanto por sus tropas (y su artillería) como por su organización interna.
Hasta su m uerte en 1481, M ehmet II prosiguió sus expediciones, generalm en
te victoriosas. En lo sucesivo ya no habría en el seno del Estado otom ano
príncipes o territorios más o menos dependientes: existe un verdadero Estado
unitario, cuyo único soberano es el sultán otom ano, secundado por una adminis
tración centralizada cuyos responsables son el gran visir y los gobernadores de
las provincias de Rumelia y de Anatolia.
La designación de los albaneses por su nombre étnico se revela como una ab
soluta necesidad más que para cualquier otro pueblo de la península balcánica,
a causa de la ausencia de una organización estatal que pudiera fijar su especifici
dad. Así pues, la historia medieval de los albaneses
...al no coincidir con la historia de una formación étnica balcánica unitaria ... es la
historia de una nacionalidad form ada por un elem ento étnico balcánico muy anti
guo, a partir de la comunidad de lengua y habitus espiritual expresados en su civili
zación, y del territorio com ún, la historia, pues, de una nacionalidad perfectam ente
delim itada desde hacía tiem po entre las demás fuerzas form adas durante el mismo
período en nuestra península.
No cabe duda que la configuración geográfica del país, con sus costas abiertas
hacia Italia, favoreció la intersección de diversos factores, que fueron desde las
reivindicaciones de la Santa Sede sobre el Illiricum eclesiástico hasta las preten
siones de ocupación territorial de los normandos de Italia y de los angevinos de
Nápoles —que lograron fundar en 1272 un efímero «reino de Albania», goberna
do por Carlos de Anjou —, pasando por la introducción de los venecianos, los
amalfitanos, los ragusinos, los griegos y los judíos en la vida económica y, sobre
todo, en el ejercicio del comercio.
Es así como las ciudades costeras de Dirraquio (Durazzo, la antigua Epidam-
nos, la Durres actual) y Avión (Valona), importantes bases navales y puertos de
una gran actividad, así como Kanina (Kaniné), considerada como la acrópolis de
Avión, presentaban un carácter cosmopolita, frecuentadas e incluso habitadas por
un pueblo abigarrado de orígenes étnicos diversos. Si bien es verdad, no obstan
te, que, a causa de la larga acción del despotado de Egipto y del interés que estos
lugares revistieron para las defensas occidentales de Bizancio con la restauración
de los Paleólogos, la influencia bizantina fue preponderante del siglo xm al xiv,
por no decir desde el siglo xi. Apolonia, la antigua colonia de Kerkyra (Corfú),
reemplazada por el burgo medieval de Polina, así como la ciudad de tierras aden
tro, Belegrada (la antigua Pulqueriópolis, la actual Berat), calificada de «fortale
za de Romanía», guardaban hasta una época reciente vivos recuerdos del helenis
mo. El impacto griego fue acusado incluso en la región de Albanon (o A rbanon),
con su centro de Croya, el hábitat primitivo de los albaneses, que comprendía el
país altam ente montañoso situado entre los ríos Mati e Isamo, y que en el siglo
xv había alcanzado, al norte, la línea Antivari-Podgorica-Prizren.
De todos los pueblos de la península balcánica, los albaneses fueron los últi
mos en formar parte de la historia. En efecto, las fuentes bizantinas no empiezan
a mencionar a este antiguo y conocido pueblo más que en relación con los acon
tecimientos del siglo xi, y es también a través de estas mismas fuentes, principal
mente, como hemos tenido conocimiento de la gran aventura del siglo xiv, es
decir, la expansión de los albaneses hacia el sur de Grecia, lo que constituyó el
fenómeno crucial de su historia considerada en su conjunto. Según Cantacuceno,
bajo el reinado de Andrónico III los albaneses habían ocupado ya la parte mon
tañosa de Tesalia y vivían lejos de las ciudades, en aldeas inaccesibles, padecien
do los rigores del invierno y los ataques bizantinos. No estaban constituidos en
Estado y tomaban su nombre de los jefes de las tribus (phylarhoiy según Cantacu
ceno), en este caso malakasioi, mbnioi y mésaritai. Sin duda, sus múltiples con
tactos con los griegos del despotado de Epiro y con los occidentales que desem
barcaban en sus costas con la intención de esparcirse hacia el interior del país,
les había sugerido la ruta a seguir, pero, sobre todo, fue en calidad de invitados
como pudieron avanzar hacia el sur, animados por los señores griegos y latinos,
que tenían necesidad de mano de obra para los trabajos de los campos y de sol
dados para hacer la guerra. Sin em bargo, su espíritu rebelde no tardaría en resur
gir, como en el caso de las tribus albanesas de la región de Belegrada y de Kanina
así como las de Tesalia, sobre las que Andrónico III sólo consiguió la victoria
con la ayuda de las tropas turcas de Umur (1337).
El hundimiento del Estado servio de Dusán y, poco después, la derrota que
los albaneses inflingieron a su déspota, Nicéforo II, en la batalla de Aqueldos
(1358), en la que el déspota encontró la m uerte, abrieron el camino al desarrollo
de diversos principados albaneses o de otros que, al mando de príncipes no alba
neses, englobaban territorios con una gran proporción de población albanesa: en
la primera categoría entran los principados erigidos en Epiro y en Etolia-Acarna-
nia, uno gobernado por Pjeter Ljosha en A rta y Rogoi, y el otro por Ghin Búa
Spata en Achelóos y Angelocastron, abolidos en 1418 por Cario I Tocco, duque
de Leucade y conde palatino de Cefalonia, así como el de Karolo Thopia, el prin
ceps Á lbanie, con su centro en Durres; formando parte de la segunda categoría
puede considerarse el pequeño principado de los Comnenos, en Vlore, y el esen
cialmente servio de los hermanos Balsid, de Zeta, en que habían conseguido ex
tender su dominio sobre una gran parte de Albania hasta Himara y Belegrada al
sur, antes de la pérdida de su capital, Skadar (Shkodér en albanés, Scutari), que
acabó por caer en manos de los venecianos a la muerte del último Balsié (1421).
En lo referente a la colonización de los albaneses en el Peloponeso, tuvo lugar
en dos principales etapas: prim eram ente, bajo el gobierno del déspota Manuel
Cantacuceno (1348-1380) y, más tarde, bajo el mandato de Teodoro 1 Paleólogo
(1383-1407), que permitió, por las razones ya expuestas, la instalación de 10.000
albaneses, con sus familias y su ganado. A propósito de estos últimos, Manuel II
JPaleólogo escribe que
El fuerte sentim iento de hostilidad existente antes entre los bizantinos y los esla
vos de los Balcanes había desaparecido en gran m edida desde la prim era m itad del
siglo xiv, incluso antes del comienzo de las conquistas turcas, creándose así en diver
sos centros de las tierras de la península balcánica una cierta comunidad cultural
bizantino-eslava ... De este m odo, el patriarcado de Constantinopla ganó, en rela
ción a la m ayor parte de los pueblos balcánicos cristianos, todo lo que el imperio
había perdido desde hacía mucho tiem po en lo referente a la vida religiosa y a la
Iglesia. T anto para los búlgaros como para los servios, Bizancio seguía existiendo
después de 1453 m erced a una de sus más im portantes instituciones, el patriarcado
ortodoxo.
Pero los eslavos del sur, satélites de un Estado situado a su vez al margen de
un Occidente en plena expansión, dejarían de existir por un período de más de
cuatro siglos.
E L ÉXITO OTOM A N O
La Sublime Puerta
Al norte del D anubio, al este del Elba, otro mundo, esencialmente eslavo
también, espera que se defina su destino; ¿se convertirá en un satélite de la E u
ropa occidental conquistadora, con la esperanza de una posterior independencia?,
¿o bien será el heredero del mensaje griego, el sucesor del abatido Bizancio? De
este mundo hemos hablado poco hasta ahora ya que antes del principio del siglo
xiv, y de algún resplandor que su propia civilización pudiera darle, como atesti
guan hoy tantos asombrosos descubrimientos arqueológicos, vivía al margen del
mundo cristiano. Al margen o, mejor dicho, como un anexo, como un vecino
más: algunos misioneros procedentes de Alemania, los monjes soldados que son
los caballeros teutónicos o los porta-espada, y los comerciantes, naturalm ente,
habían penetrado profundam ente en Polonia, Bohemia y los países bálticos; des
de el siglo x, aunque a este respecto aún no se ha dicho la última palabra, atra
viesan las llanuras de Polonia desde la costa a Cracovia y luego, a través de la
puerta morava, se dirigen a Bizancio; en el siglo xi, los ingleses, los flamencos y
los teutones han alcanzado ya Novgorod, al sur del Ladoga; Gdansk y Riga son
activos puertos francos, como en el interior Praga, Cracovia o Buda. Unas cultu
ras tan antiguas y sólidas como la eslava o la húngara se establecen allí; pero, en
conjunto, esta franja de la Europa del oeste vive aparte: en el mismo momento
en que se hunde, más al sur, el bastión griego, es bruscamente integrada en Oc
cidente.
Nacimiento de Polonia
La sombra de Rusia
Más allá de Riga, de Brest-Litovsk o de Lvov, el paisaje cambia, sin las fron
teras que hoy existen: los ríos se ensanchan, el horizonte se aleja, el espacio se
hace inmenso, el relieve pierde sus rasgos nítidos: estamos en las llanuras de Ru
sia y de Ucrania, otro mundo, otra cultura, otras lenguas también. Menos aún
que cualquier otra, la historia de las llanuras rusas no formaba parte de nuestra
exposición antes del siglo xv. Es cierto que los escandinavos, en los siglo x y xi,
les habían sacado, por así decirlo, de la nada tribal en que vegetaban; también
es verdad que en varias ocasiones algunas dinastas de Kiev o de Vladimir habían
manifestado su agresividad respecto a sus vecinos griegos del sur; es un dato cier
to, por último, que los monjes bizantinos habían llevado a esos lugares la fe cris
tiana y acercado, en cierto modo, esa cristiandad salvaje al mundo helénico; pero,
¿los principados rusos que nacen aquí y allí a lo largo del final del siglo x i i y del
xm pueden considerarse como partes del mundo europeo? Las actividades que
se llevan a cabo desorganizadam ente son el tráfico de pieles y de esclavos, y el
alistamiento de mercenarios al servicio del basileus o, eventualm ente, de algún
príncipe musulmán; por otra parte, la cultura e incluso algunos rasgos originales
de la sociedad rusa merecen sin duda interés; pero, como en el caso de otras
poblaciones citadas más arriba, se trata de mundos ajenos a la formación del po
derío europeo. Además, la invasión y la ocupación mongolas de mediados del
siglo x i i i aíslan aún más los principados rivales; aunque una victoria conseguida
por Alejandro Nevski sobre los teutónicos haya podido ser explotada como un
acontecimiento casi «popular», la verdad es que este episodio no cambió en abso
luto la fisionomía de la historia de Europa.
Una vez más, es el siglo xv el que introduce un factor de novedad, y no se
le com prende más que al cabo del que le precedió; el fracaso de las ambiciones
polacas, o tal vez, al principio, el peligro que hacían correr a los príncipes nisos
fue como la chispa que despertó la conciencia de los príncipes, en lugar de la de
las poblaciones. Por otra parte, la dominación musulmana de las zonas m eridio
nales se debilita y la obsesión de poder ser asediada, signo constante del alma
rusa, disminuye un poco. A la cabeza de este despertar está el príncipe de Moscú,
Iván III (1462-1505): es él el primero que toma conciencia del peligro polaco,
limita en Lituania las pretensiones de Casimiro Jagellon e, incluso, suscita a su
muerte una rebelión en las zonas limítrofes; es también él quien em prende el des
censo hacia el sur, esta vez hacia Estambul, que marca toda la historia rusa. Pero
detengámonos aquí por un momento.
Tras su derrota ante Tam erlán y su destrucción casi total, el jánato de Q ip
chaq u H orda de O ro, en 1395, no desapareció totalm ente, pues Tam erlán confió
lo que quedaba de él al ján Timúr Qutlug (1398-1400), cuyo ministro y general
Yédigéi consiguió frenar una ofensiva del gran duque de Lituania, Vitold (1399),
y hacer reconocer la soberanía del ján a los príncipes moscovitas. Tras la m uerte
de Yédigéi (1419), Vitold reem prendió sus ataques y llegó a alcanzar el mar N e
gro, cuya región com prendida entre el D niéper y el Dniéster fue integrada a su
Estado, al menos hasta su desaparición en 1430; trató de intervenir en los asuntos
del jánato de la Horda de O ro (nom bre que los rusos adoptaron), pero los dife
rentes clanes que lo componían lograron preservar su independencia y su unidad
hasta 1438. En esta fecha, un funesto candidato al jánato, Ulugh M ehmet, se re
tiró a Kazán, en el Volga, que convirtió en la capital de un nuevo Estado, el
jánato de Kazán, mientras que al sur se extendía el jánato de la «Gran H orda»,
dirigida por Kutchk Mehmet. Finalm ente, en 1441 apareció un tercer jánato, el
de Crimea, bajo la autoridad del ján Hayi Ghirai, fundador de una dinastía que
duraría hasta el siglo xvm , en tanto que más al este se creaba el jánato de A stra
cán, en la desembocadura del Volga.
De este modo, el gran jánato de Qipchaq era desmem brado y sus residuos
conocían fortunas diversas, al tiempo que la am enaza que había hecho pesar so
bre Europa desaparecía; esta situación era favorable al desarrollo del Estado
moscovita y del Estado polaco-lituano: la Gran H orda pasó muy rápidam ente a
depender de los grandes-príncipes de Moscú, y lo mismo ocurrió un poco más
tarde con los jánatos de Kazán; los moscovitas trataron de som eter también el
jánato de Crimea, pero Hayi G hirai, aliado del rey de Polonia, resistió esta pre
sión hasta su m uerte (1466). Su hijo y sucesor, Mengli Ghirai dio un giro total a
la situación al aliarse con el príncipe de Moscú Iván U I, en tanto que el rey de
Polonia Casimiro IV se aliaba con el ján de la G ran H orda. Pero, de hecho, cada
soberano actuaba en su propio beneficio; Iván III trataba de consolidar su posi
ción en Rusia e increm entar sus territorios, cosa que hizo al conquistar Novgorod
en 1478, al vencer al ján de la Gran H orda el año 1480, y al obligar a diversos
príncipes rusos a pagar su tributo no ya a los jánes tártaros sino a él.
Por su parte, Mengli Ghirai tenía en mente la idea de eliminar de Crimea a
los genoveses que estaban sólidamente instalados en la costa y, sobre todo, en
Caffa; pero su actividad económica había disminuido en este sector desde que los
polaco-lituanos ocupaban una parte de la costa del mar Negro y controlaban las
rutas de Moldavia y de Podolia, y también desde que los otom anos conquistaron
Constantinopla aunque, poco después de la conquista de la ciudad, fue firmado
un acuerdo comercial favorable a los genoveses. El acercamiento entre genoveses
y polacos decidió a Mengli Ghirai a atacar: tras haber tomado una a una todas
las bases genovesas, alcanzó finalmente, en 1475, Caffa, que cayó en sus manos,
lo que ponía fin a la presencia latina en Crimea, de donde los venecianos habían
desaparecido desde hacía mucho tiempo. No obstante, Mengli Ghirai recibió el
refuerzo de tropas otomanas para apoderarse de Caffa: a cambio, reconocía la
soberanía del sultán Mehmet 11, pero la consecuencia inmediata de esta acción
fue el reforzamiento de su prestigio y autoridad en toda la región. A más largo
plazo, los jánes de Crimea se convirtieron en vasallos de los otom anos hasta el
siglo x v i i i (1783) y contribuyeron así a asegurar la dominación de los sultanes de
Constantinopla en el mar Negro, donde habían tom ado en 1484 los territorios
detentados por los polacos. En 1497 fracasó un intento polaco en Moldavia, y el
ján de la Gran H orda, Seyyid A hm ed, que había apoyado a los polacos, fue luego
com pletam ente vencido por Mengli Ghirai en 1502 y su jánato dejó de existir.
En lo referente al jánato de Kazán, fue cada vez más sometido a la dominación
rusa, antes de que en 1552 Iván IV el Terrible se apoderara de él.
En el interior del mundo ruso propiam ente dicho, Iván III pone térm ino a la
autonomía del principado de Tver (1485) y ocupa toda una parte de Letonia y
Pskov, cuyos habitantes traslada a Moscú (1490). Pero aparte de estas acciones
bélicas y de intimidación, hay algo más: hostil a las pretensiones de los com er
ciantes alemanes de la H ansa, habituados a disponer de Novgorod o de Riga a
su voluntad, les pone un impuesto o los expulsa, una política de desconfianza y
de xenofobia también muy tradicional: al menos, los rusos se sentirán ahora entre
los suyos; el papa Sixto IV y el em perador Segismundo están asombrados: sus
em bajadas dan testimonio de la entrada teórica de Rusia en el concierto europeo;
pero se rechaza a sus representantes sin mediar explicación alguna. En realidad,
el príncipe de Moscú se siente mucho más cerca que ningún otro del mundo
oriental y, en particular, del difunto mundo bizantino: en 1472 se casa con Zoé
Paleólogo, una de las últimas representantes de esta rama familiar instalada en
M orea; una vez que la desaparición de Bulgaria deja el título sin detentor, toma
por su cuenta el de Cesar, «zsar», que M ehmet II, más preocupado por el islamis
mo que por la continuidad, desdeñó; su patriarca se considera, más que el de
Constantinopla (caído bajo la dependencia del Islam), el auténtico continuador
de la Iglesia cristiana de O riente; ¿qué haría con un Occidente tan extraño el
heredero de Constantinopla? Pero esto no es todo: Moscú será la «tercera
Roma»; de 1485 a 1508, abandonando sus palacios de madera y adobe, Iván hace
construir por arquitectos italianos (porque es m enester, a pesar de todo, dirigirse
a los que tienen en sus manos la antorcha del arte principesco) un palacio fortifi
cado, un kreml, ceñido de almenas al estilo güelfo, que toma la forma del castillo
de los Sforza en Milán; aunque, en el centro de esta fortaleza, los palacios y las
iglesias se dispersan en pabellones y en viviendas aisladas a la manera del Sacro-
Palacio, mientras la iglesia principal, que edifica el boloñés Fiera ven te, la cate
dral del Tránsito de la Virgen, es de planta bizantina.
El nacimiento del Kremlin, en el momento en que sucumben las dominaciones
eslavas de Europa central, com prendida Polonia, y en que Bizancio se derrum ba
ante el turco, es un acontecim iento capital de la historia de Europa; a partir de
entonces, esta última se detiene en el D una y en el D niéper: más allá crece poco
a poco un mundo nuevo, y este mundo se califica y se considera el heredero de
Constantinopla; mira hacia el mar Negro y los estrechos, de los que le separan
aún muchos años de esfuerzos; pero puede decirse, sin jugar con fáciles profecías,
que de este lado y durante mucho tiempo la Europa occidental deja de progresar;
no supo recoger de la herencia griega más que un recuerdo o un reflejo; abando
nó al Islam, la tierra y los hombres; sin em bargo, un heredero se perfila en el
horizonte, cristiano, oriental y conquistador. No hemos llegado aún a Pedro el
G rande ni al tratado de San Stefano; por el momento, Iván incita a los tram peros
rusos a pasar el Ural y tantear la Siberia inviolada; por este lado, hay suficiente
trabajo que hacer para ocupar a los soldados y los pioneros; luego habrá que re
conquistar los accesos a los mares, rechazar a los polacos y los alemanes, vencer
a los turcos, acceder al mar latino..., pero esto es ya otra historia.