Вы находитесь на странице: 1из 243

Psicología de las relaciones

de autoridad y de poder
Psicología de
las relaciones
de autoridad
y de poder
Florencio Jiménez Burillo (coordinador)
Rafael del Águila Tejerina
Enrique Luque
José Luis Sangrador García
Fernando Vallespín Oña
Diseño del libro, de la cubierta y de la colección: Manel Andreu

Primera edición en lengua castellana: mayo 2006

¤ Rafael del Águila Tejerina, Florencio Jiménez Burillo, Enrique Luque, José Luis Sangrador García, Fernando
Vallespín Oña, del texto
¤ 2006 Editorial UOC
Av. Tibidabo, 45-47, 08035 Barcelona
www.editorialuoc.com

Realización editorial: Eureca Media, SL


Impresión:

ISBN: 84-9788-429-9
Depósito legal:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada,
reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico,
químico, mecánico, óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita
Coordinador
Florencio Jiménez Burillo

Autores
Rafael del Águila Tejerina
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid.
Director del Centro de Teoría Política (CTP), ha participado, dirigido y coordinado diversas acti-
vidades académicas, reuniones y seminarios nacionales e internacionales. Asimismo ha sido
director del Departamento de Ciencia Política de la UAM, de 1996 a 1999. Su especialidad es la
Teoría. En la actualidad desarrolla, como investigador principal, un proyecto de investigación
financiado por la CICYT sobre tolerancia (asociado al CTP de la UAM).

Florencio Jiménez Burillo


Doctor en Filosofía, Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología y Psicólogo. Catedrático de Psi-
cología Social de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, de la que
ha sido Decano. Autor de numerosas publicaciones sobre Psicología Social, Epistemología de las
Ciencias Sociales y Psicología Política. Ha sido director de cursos de verano en la Universidad
Internacional Menéndez y Pelayo de Santander y la Universidad Internacional de Andalucía,
entre otras. En la actualidad es director del Departamento de Psicología Social de la Facultad de
Psicología de la Universidad Complutense de Madrid.

Enrique Luque
Catedrático de Antropología Social y director del Departamento de Antropología Social (Universi-
dad Autónoma de Madrid). Ha sido profesor en las universidades de Granada, Complutense de
Madrid y Salamanca. Se graduó en Antropología Social en la Universidad de Manchester (Reino
Unido). Dedicado en especial al ámbito de la antropología política y jurídica, en la actualidad tra-
baja en temas de comunicación y lenguaje políticos. Es asesor, consejero y colaborador de varias
revistas de ciencias sociales o de actualidad bibliográfica de alcance nacional.

José Luis Sangrador García


Catedrático de Psicología Social en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de
Madrid. Entre sus publicaciones, merecen especial relevancia las que se han centrado sobre estereo-
tipos y actitudes, entre las que destaca su obra Identidades, actitudes y estereotipos en la España de las
Autonomías (Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1996). Entre sus actuales líneas de
investigación, se encuentran las creencias sociales sobre el amor, y los procesos psicosociales impli-
cados en la comunicación a través de ordenador (Internet).

Fernando Vallespín Oña


Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha participado en más de
una decena de proyectos financiados con fondos públicos. En la actualidad ocupa el cargo de Presi-
dente del Centro de Investigaciones Sociológicas. Ha sido profesor visitante en las universidades de
Harvard, Heidelberg y Frankfurt. Su area de especialización fundamental es la Teoría Política a la
que ha contribuído con casi un centenar de publicaciones.
¤ Editorial UOC 7 Índice

Índice

Presentación ................................................................................................. 11

Capítulo I. Perspectivas teóricas y definicionales


sobre el poder y la autoridad ...................................................... 15
Florencio Jiménez Burillo

1. Perspectivas teóricas sobre el poder ...................................................... 15


1.1. Las razones de la no investigación del poder ................................... 19
2. Las definiciones del poder ..................................................................... 20
2.1. Definiciones sustantivas del poder .................................................. 22
3. El poder como relación social ............................................................... 23
3.1. Características de la relación de poder ............................................. 24
3.2. El agente de poder: A ........................................................................ 26
3.3. Las bases del poder ........................................................................... 27
3.4. El paciente: B .................................................................................... 33

Resumen ....................................................................................................... 37

Capítulo II. Autoridad y poder en la sociedad


tradicional .......................................................................................... 39
Enrique Luque

1. Poder y desigualdad: autoridad y jerarquía ......................................... 40


1.1. Raíces de la desigualdad: conocimientos y actividades
versus riqueza y acumulación ........................................................... 40
1.2. Liderazgo y jefatura .......................................................................... 46
2. Formas elementales de la vida política: género y edad ...................... 47
2.1. Hombres y mujeres ........................................................................... 47
2.2. Clases de edad .................................................................................. 50
2.3. Poder, recursos y ritos ...................................................................... 52
¤ Editorial UOC 8 Psicología de las relaciones de autoridad...

3. Diversidad cultural y ubicación del poder ........................................... 57


3.1. Del enmascaramiento a la centralidad del poder ............................ 60
3.2. Negación del poder e imperio de la unanimidad ............................ 63
3.3. Mayoría y unanimidad: consideraciones estructurales
y sustratos culturales ........................................................................ 68

Resumen ....................................................................................................... 73

Capítulo III. El poder político y los orígenes del estado ...... 75


Fernando Vallespín Oña

1. El poder y el Estado absoluto ................................................................ 76


1.1. La transferencia del poder desde la sociedad
al Estado: Thomas Hobbes ............................................................... 76
1.2. El concepto de soberanía: Juan Bodino ........................................... 83
2. El poder y el Estado democrático .......................................................... 84
2.1. La “domesticación” del poder del Estado: John Locke .................... 84
2.2. La restricción de los fines del Estado ................................................ 85
2.3. La escisión entre Estado-sociedad como espejo de la distinción
entre poder social y poder político .................................................. 88
3. Autoridad y poder en el contexto de libertad e igualdad ................... 92
3.1. Los derechos humanos ..................................................................... 93
3.2. La división de poderes ...................................................................... 95
3.3. El Estado de derecho ........................................................................ 98

Resumen ....................................................................................................... 102

Capítulo IV. Poder y legitimidad política: Weber,


Arendt y Foucault ............................................................................ 103
Rafael del Águila Tejerina

1. Poder y legitimidad en Max Weber ...................................................... 103


1.1. Poder y estrategia .............................................................................. 103
1.2. Legitimidad empírica ....................................................................... 106
2. Poder y legitimidad en Hannah Arendt ............................................... 109
2.1. Poder y modernidad: el pueblo como príncipe moderno ............... 109
2.2. Poder y acción concertada ............................................................... 111
2.3. Legitimidad deliberación y democracia ........................................... 114
¤ Editorial UOC 9 Índice

3. Poder y resistencia en Michel Foucault ................................................ 118


3.1. Poder, sujeto del poder y constitución del sujeto ........................... 118
3.2. Poder, autoafirmación y resistencia ................................................. 122

Resumen ....................................................................................................... 126

Capítulo V. La personalidad autoritaria .................................... 127


José Luis Sangrador García

1. Los precursores de la investigación de Berkeley:


el autoritarismo en la primera mitad del siglo XX .............................. 129
2. Las investigaciones del grupo de Berkeley
sobre la personalidad autoritaria .......................................................... 132
2.1. La personalidad autoritaria y la escala F .......................................... 133
2.2. Críticas y nuevas aportaciones ......................................................... 138
3. Hacia un autoritarismo no sesgado ideológicamente ......................... 145
3.1. Eysenck y la mentalidad dura .......................................................... 146
3.2. Rokeach y el dogmatismo ................................................................ 147
3.3. Otras aportaciones sobre el autoritarismo de izquierdas ................. 150
4. El concepto de autoritarismo en las últimas décadas ......................... 152
4.1. Altemeyer: el autoritarismo como conglomerado actitudinal ......... 152
4.2. Duckitt: el autoritarismo como función
de la identificación grupal ............................................................... 157
4.3. El autoritarismo desde una perspectiva situacional
y sociohistórica ................................................................................. 159
5. Epílogo ..................................................................................................... 163

Resumen ....................................................................................................... 166

Capítulo VI. La modernidad y los usos patológicos


del poder: el holocausto nazi ...................................................... 169
Florencio Jiménez Burillo

1. La República de Weimar ........................................................................ 170


2. La tradición antisemita occidental ....................................................... 173
2.1. El racismo moderno ......................................................................... 175
2.2. Racismo y antisemitismo en Alemania ............................................ 178
¤ Editorial UOC 10 Psicología de las relaciones de autoridad...

3. La figura de Hitler y Mi Lucha .............................................................. 179


3.1. Vida de Hitler ................................................................................... 180
3.2. Mi Lucha (Mein Kampf) ..................................................................... 181
3.3. El cine y el régimen nazi .................................................................. 184
4. Los campos de concentración nazis ..................................................... 185
4.1. Las deportaciones ............................................................................. 186
4.2. La vida en los campos ...................................................................... 188
4.3. El comportamiento en los campos .................................................. 191
4.4. La industria del holocausto. Reflexiones sobre
la explotación del sentimiento judío ...............................................198
5. Las respuestas ciudadanas en el Tercer Reich ...................................... 199
5.1. Los judíos alemanes ......................................................................... 199
5.2. Los ciudadanos “corrientes” ............................................................. 202
5.3. El conocimiento de la existencia de los campos
por los alemanes corrientes ..............................................................203
6. Las explicaciones del holocausto .......................................................... 205
6.1. Explicaciones macro ......................................................................... 206
6.2. La obediencia a la autoridad ............................................................ 212
6.3. Explicaciones micro ......................................................................... 214

Resumen ....................................................................................................... 223

Glosario ......................................................................................................... 225

Bibliografía.................................................................................................... 230
¤ Editorial UOC 11 Presentación

Presentación

Escribir una presentación a una obra titulada Psicología de las Relaciones de au-
toridad y de poder no es tarea fácil, al menos para quien escribe estas líneas como
coordinador de la disciplina. A las dificultades que plantea la noción misma de
poder –como luego se verá–, el propio enunciado de los descriptores que seña-
lan los contenidos del libro viene a añadir aún más problemas. Ya que se hace
evidente, que, como no podía ser de otra manera, se trata de abordar el poder y
la autoridad desde diferentes niveles de análisis –diferentes juegos de lenguaje,
por tanto– que, deseablemente, sean complementarios entre sí.
Una vez descartada, ya desde elprincipio, la tentación –a la que han sucum-
bido algunos sociobiólogos– de retrotraer al ámbito de la conducta animal –al
comportamiento de algunos primates no humanos concretamente– los oríge-
nes de las relaciones de poder –no las de autoridad, por ahora–, el primer capí-
tulo plantea la extraordinaria complejidad que, intrínsecamente, encierra la
noción de poder en el campo de las ciencias sociales. No obstante, una manera
útil y clarificadora de aproximación al término parece ser la de considerarlo,
ante todo, como una “relación” entre un agente y un paciente, evidentemente;
pero también, y no menos importante, cabe contemplar el hecho de que entre
ambos existe siempre un conjunto de razones, bases, motivos o fundamentos –
compartidos o no, por uno y otro–, que inevitablemente operan en el desarrollo
de la relación.
Desde el punto de vista “genealógico”, el género y la edad son dos caracterís-
ticas que, obviamente, diferencian a los humanos, y a partir de las cuales las so-
ciedades primitivas han establecido relativas desigualdades sociales. Por
ejemplo, el hecho de la subordinación de las mujeres respecto a los hombres o
la distinta relevancia que las culturas primitivas asignan a los diferentes grupos
de edad; relevancia que, por otra parte, no siempre está relacionada con la edad
de los individuos. De modo que todas esas desigualdades no son independientes
¤ Editorial UOC 12 Psicología de las relaciones de autoridad...

de las influencias culturales, pues, al cabo, son las propias sociedades las que ins-
titucionalizan esas diferencias biológicas traduciéndolas en desigualdades polí-
ticas y sociales.
Solo caben conjeturas, nunca certezas, sobre cuándo y cómo surgieron las
primeras instituciones políticas humanas. Pero lo que sí parece seguro es que en
las sociedades tradicionales la visibilidad del poder no era en absoluto como en
nuestra sociedad actual. Todo nuestro juego de luchas por el poder, liderazgos
políticos, mayorías y minorías, etc., se disuelve en las organizaciones políticas
premodernas en órganos colectivos que generalmente adoptan sus decisiones
por consenso. Es a partir del siglo XIV cuando progresivamente van emergiendo
nociones e instituciones políticas que culminan con la entronización del poder
del Estado como el tema central de la filosofía política moderna.
La gigantesca figura de Hobbes constituye, ante todo, el punto de partida de
un evento verdaderamente crucial en la historia de las ideas políticas: nada me-
nos que el proceso de transferencia del poder social al poder político, pensado
éste en términos absolutos por el inglés como resultado de un ineluctable pro-
ceso deductivo que incorpora tres argumentos fundamentales: primero, la vio-
lencia y el conflicto –y, por tanto, el miedo concomitante a éstos– que son
inevitables en toda sociedad. Segundo, por razones de supervivencia los hom-
bres llegan a acordar que cada uno renunciará a ejercer su propia fuerza –su de-
recho– en aras de la paz y la cooperación sociales. Tercero, será precisamente el
Estado el que se constituya en el garante de ese pacífico estado de cosas y de ese
modo queda legitimado en su ya exclusivo monopolio de la violencia. Un Esta-
do cuyo máximo atributo será, desde Bodino, su soberanía, pues ninguna ins-
tancia, externa o interna, puede disputarle su situación en lo más alto de la
pirámide del poder y la autoridad.
El pensamiento político de Locke trata de reestablecer los límites entre el po-
der político y el poder social, perdidos en la obra de Hobbes, es decir, entre el
Estado absoluto y los derechos fundamentales de los individuos particulares: vi-
da, libertad, propiedad, etc., derechos que, según Locke, tienen una existencia
anterior a la constitución misma de la sociedad y el Estado. Ahora, la función
de este último queda “limitada” respecto a su anterior carácter absoluto, pues es
el propio Estado el que debe ser controlado por la ley y de esa manera evitar su
posible acción arbitraria. La división de poderes, justamente, será el mecanismo
responsable de que tales límites y controles sean efectivos.
¤ Editorial UOC 13 Presentación

Este proceso de legitimación del poder, iniciado por Hobbes, Bodino y Locke,
tiene su continuación en el siglo XX en las obras de tres eminentes autores: We-
ber, Arendt, y Foucault. Para Weber, a diferencia de Hobbes, el poder se vincula
más con las ideas y los valores que con la violencia. Según su propia definición
“relacional” del poder, se hace necesario algún tipo de razón que lo legitime: la
cabal expresión de esa legitimación la encuentra Weber en el concepto de auto-
ridad, del poder legitimado. Una legitimidad cambiante en el curso de la histo-
ria, desde sus formas religiosas y tradicionales a la moderna legitimación legal-
racional.
Por influencia del pensamiento ilustrado, y especialmente de Rousseau, du-
rante los siglos XIX y XX surgen nuevos intentos de legitimación del poder: entre
ellos, algunos particularmente perniciosos –el “pueblo” o “la nación” en abs-
tracto, por ejemplo– por su posterior utilización por parte de los regímenes to-
talitarios del siglo pasado. Final y felizmente, derrotados éstos, las obras de
Arendt, Habermas y Foucault significan tres importantes contribuciones en esa
tarea legitimadora en nuestros días.
Los anteriores enfoques del poder y la autoridad eran los propios de la
Antropología Política y la Teoría Política. El capítulo V trata de analizar nuestro
asunto desde una perspectiva esencialmente psicológica, o mejor, psicosociológica.
El triunfo de los regímenes autoritarios antes citados durante la primera mitad del
pasado siglo, planteó graves preguntas, no sólo a la Filosofía y a la Ética, sino a
todas las ciencias sociales y políticas. Y entre ellas, no fue la de menor impor-
tancia la que surgió como consecuencia de un hecho tan innegable como dolo-
roso: el gran apoyo popular que tuvieron los regímenes fascistas. Todo lo cual
llevó a tratar de averiguar si habría algún tipo de factor de personalidad que
explicara esa entusiasta adhesión.
De ese modo, una sostenida corriente de investigación desembocó en la pro-
puesta de que, en efecto, había un síndrome psicológico, la personalidad auto-
ritaria, que operaría a modo de sustrato psicológico individual de los regímenes
fascistas y que predisponía a determinados individuos a identificarse con los sis-
temas políticos de ultraderecha. El diluvio crítico que cayó sobre la obra de
Adorno y colaboradores obligó a revisar muy radicalmente las tesis primeras so-
bre el autoritarismo. Entre ellas, si no existiría un autoritarismo de izquierdas y
no exclusivamente de derechas. Ése y otros problemas, tanto sustantivos como
¤ Editorial UOC 14 Psicología de las relaciones de autoridad...

metodológicos, han marcado la actual investigación sobre las dimensiones psi-


cológicas del autoritarismo.
Finalmente, el último capítulo trata de lo que, para muchos, es el más trágico
episodio en la historia de Occidente: el holocausto nazi. Supremo ejemplo de
uso patológico del poder. Se trata de un acontecimiento sobre el que ninguna
disciplina puede decir más que otra, ya que en su origen, desarrollo y final, el
régimen hitleriano necesita ser explicado desde múltiples niveles de análisis,
aunque en este caso concreto, la perspectiva adoptada, por razones obvias, sea
la sociopsicológica; sin embargo, será obligado para contextualizar el hecho pe-
dir ayuda a otros saberes.
Mediante la lectura y el estudio de los capítulos de esta obra, se pretende que
el lector sea capaz de:

– Tener una visión general de conjunto de los diversos niveles de análisis


desde los que puede estudiarse el poder y la autoridad.
– Comprender la naturaleza constitutivamente histórico-cultural del po-
der, por medio de la observación de sus más tempranas manifestaciones
en las sociedades primitivas.
– Conocer la relación dialéctica entre poder político y poder social iniciada
en la edad moderna y que planteó, entre otras, la importantísima cues-
tión de la “legitimidad del poder”.
– Conocer el trágico episodio de la instauración del régimen nazi y el holo-
causto como ejemplo supremo del ejercicio destructivo del poder y la au-
toridad, por medio del examen de algunos de los factores que lo hicieron
posible fundamentalmente desde el punto de visto sociopsicológico.
¤ Editorial UOC 15 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

Capítulo I
Perspectivas teóricas y definicionales
sobre el poder y la autoridad
Florencio Jiménez Burillo

En este capítulo primero nos limitaremos a exponer unas sencillas notas


preliminares a un tema, el del poder y la autoridad, de una imponente com-
plejidad, tal y como se podrá ver en los sucesivos capítulos. Esta obra forma
parte de un currículo psicológico y aunque en su contenido aparezcan cues-
tiones abordadas por otras disciplinas, en este capítulo parece que lo más
adecuado es ofrecer alguna información sobre aspectos teóricos y conceptua-
les del poder realizados desde una perspectiva fundamentalmente psicoso-
ciológica.

1. Perspectivas teóricas sobre el poder

Hay, al menos, dos grandes tradiciones en la conceptualización científico-


social del poder, vinculadas, cada una de ellas, a dos gigantescos personajes
del pensamiento político moderno. Ambos vivieron en épocas y países dife-
rentes y desarrollaron sus trabajos intelectuales en contextos políticos tam-
bién muy distintos:

• Uno, Nicolás Maquiavelo, en la Florencia del siglo XVI, participando muy


activamente –arriesgando la vida– en las intrigas políticas de la ciudad
hasta ser finalmente apartado de la política.
• El otro , Thomas Hobbes, en cambio, sirvió a un Estado unificado, sobe-
rano y centralizado. Su decisivo papel en la historia de la teoría política
está suficientemente explicado en el capítulo III (“El poder político y los
orígenes de Estado”).
¤ Editorial UOC 16 Psicología de las relaciones de autoridad...

Lo que ahora importa subrayar es que ambos genios han venido a constituir-
se como puntos de origen de dos grandes corrientes de pensamiento acerca de
la naturaleza y funcionamiento del poder que llegan hasta nuestros días. A este
respecto, intentaremos sintetizar lo que en su excelente libro afirma Clegg
(1989) tras un análisis comparativo de ambos autores.
Maquiavelo, como “profesional” de la política, no contempló el poder desde
una perspectiva intelectual que trata de argumentar racionalmente acerca de sus
fundamentos filosóficos y consecuencias morales. El florentino no se interesó
por lo que el poder es, sino por lo que el poder hace: cómo funciona, cómo ac-
túa. El foco de su atención es, ante todo, la estrategia, el juego táctico en un esce-
nario cambiante, en donde la moral es un recurso a utilizar eficazmente más que
un imperativo al que deba ajustarse la acción política. Se trata de una visión del
poder fundamentalmente racional, realista y amoral; el actor político, si ha de al-
canzar y mantener el poder, debe interpretar en cada momento las reglas del juego
en situaciones de enorme incertidumbre como las existentes en la ciudad de
Florencia en tiempo de los Medicis. Un mundo de constantes intrigas y cons-
piraciones, donde día a día era necesario desplegar las tácticas apropiadas para
“seguir vivo” en la inacabable contienda política. Para Maquiavelo no existen,
por tanto, “leyes” sobre el comportamiento del poder; no hay una ciencia uni-
versal que guíe la acción de los agentes políticos: lo único que realmente existe
es ese escenario en el que cada actor despliega sus propias estrategias buscando
satisfacer sus intereses personales (Clegg, 1989, pp. 29-34).
Por su parte, Hobbes escribió su obra en un país con un monarca que gober-
naba un Estado unificado. Su visión del poder fue, ante todo, la de un “científi-
co” que pretende analizar lo que el poder es. Y como buen científico, desarrolló
un “método” para estudiarlo. Un método –eran los tiempos de Newton– causal,
mecánico, y también individualista. Porque en Hobbes el poder va a ser, antes
que otra cosa, una “newtoniana” fuerza causal. El poder tiene como punto de
origen un individuo, A, que por medio de su propia actividad, entra en “relacio-
nes de poder” con B, en el que “causa” un impacto proporcional a la fuerza que
posea. El choque de una bola de billar con otra podría ser una adecuada imagen
de la cadena causal hobbesiana del poder.
Maquiavelo se interesó por la estrategia, por las acciones reales de los actores
políticos, aquí y ahora, interpretando en cada momento los roles adecuados exi-
gibles en circunstancias cambiantes. Hobbes analizó el mecanicismo causalista
¤ Editorial UOC 17 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

que despliega un poder que legisla y regula la vida política nacional y que, por
tanto, se encuentra sometido a unas leyes que la ciencia política es capaz de es-
tablecer (Clegg, 1989, pp. 34-38).
Pues bien, aunque no sea posible entrar ahora en pormenores, digamos que
las más acreditadas teorías posteriores sobre el poder, de un modo más o menos
explícito, van a ser contempladas como continuación de las respectivas concep-
ciones de Maquiavelo y Hobbes. De esta manera, habría una línea “maquiave-
lista” que incorporaría, por ejemplo, a Pareto, Hunter, Mills, Bachratz y Baratz,
Foucault, Giddens y Clegg. Del mismo modo existiría una tradición hobbesiana
que continuaría en Weber, Russell, Dahl, Wrong y Lukes. Ante la imposibilidad
de dar mínima cuenta de las ideas fundamentales de cada uno de ellos –por otra
parte diferentes entre sí en varios aspectos– digamos tan solo un par de cosas:

a) Para los herederos de Hobbes el estudio del poder considera al individuo,


de modo atomista, como unidad de análisis en un juego de “suma cero” –si A
tiene poder es a expensas de B o C.
b) Y como buenos conductistas, para algunos de ellos, por ejemplo, Dahl,
la medida de las respuestas observables de B cumple una función metodológi-
ca central.

Por su parte, los continuadores de Maquiavelo tratan de analizar el poder en


los escenarios mismos –la estructura social– donde se ventilan sus conflictos. En
contra del empirismo y el atomismo individualista defendido por los hobbesia-
nos, aquéllos sostienen, por ejemplo, que en su actuación el poder no siempre
es visible y manifiesto. Así, los antes citados Bachratz y Baratz (1962, 1970) pre-
sentan una concepción del poder según la cual A no realiza acciones tendentes
a que B se comporte de determinada manera, sino que, justamente, A tiene po-
der sobre B por la “no-decisión” de A respecto de B. En otras palabras, A mani-
pula de tal manera la situación que logra eliminar, por ejemplo de un “orden
del día”, aquellos asuntos que son relevantes para B. Estos procesos de no-deci-
sión funcionan mediante tres tipos de estrategias:

– En primer lugar los poderosos no atienden a las demandas de los subordinados, y


cuando éstos logran que sus agravios sean tomados en consideración, se nombran,
por ejemplo, comisiones que dictaminen sobre los temas o se piden enmiendas a
todos los concernidos aplazando las decisiones reales indefinidamente.
¤ Editorial UOC 18 Psicología de las relaciones de autoridad...

– En segundo término, los propios subordinados, anticipando este estado de cosas,


es probable que desistan y no planteen siquiera los problemas.
– En tercer lugar, los intereses de las minorías dominantes ejercen tal grado de con-
trol sobre el modo de operar del sistema, que llegan a poder determinar no sólo si
ciertas propuesta serán expresadas, sino incluso si lograrán ser pensadas por los do-
minados. Se trata, en definitiva, de un modo oculto, difícil de medir, pero suma-
mente eficaz de la actuación del poder.

S. R. Clegg (1989). Frameworks of Power (pp. 75 y ss.). Londres: Sage.

Apuntemos, también, que la concepción maquiavélica del poder ha sido


supremamente continuada por Michael Foucault, cuyos análisis de los “circui-
tos de poder” se nos aparecen mucho más útiles que los hobbesianos para ex-
plicar adecuadamente el funcionamiento del poder en el globalizado mundo
en que vivimos1.
Hay que advertir, por último, que desde el ámbito de la Psicología Social, se
han formulado micromodelos del poder desde un nivel de análisis interpersonal
o del pequeño grupo. Un buen ejemplo es la teoría del impacto social de Bibb
Latané (1981), según la cual la capacidad de influencia de un grupo de personas
sobre un B cualquiera depende del efecto multiplicador de tres magnitudes: in-
tensidad, inmediatez y número de agentes presentes. La intensidad es el estatus,
poder, credibilidad, etc. de los agentes, tal y como son percibidos por B; la in-
mediatez se refiere a la mayor o menor proximidad física de esos agentes. De
modo que cuanto más numerosos, cercanos y poderosos sean percibidos los in-
tegrantes del grupo, tanto más influencia ejercerán sobre su objetivo. En este
sentido, puede ser un ejercicio muy ilustrativo analizar los resultados de los ex-
perimentos de Milgram desde esta perspectiva del impacto social.
Por lo que respecta a la Psicología Social, sus estudios sobre el poder pueden
ser retrotraídos hasta los comienzos mismos de la disciplina a finales del siglo XIX,
o bien ser fechados en la década de los sesenta del siglo pasado. La decisión de-
pende de establecer previamente qué se entiende por poder social.

a) Si, por ejemplo, se considera la influencia social como el proceso psicosocial


más general del que el poder es una subcategoría, entonces encontramos múlti-
ples ejemplos del estudio de este proceso desde el nacimiento de esta disciplina

1. De las tesis de Foucault se da una cumplida exposición en el capítulo IV (“Poder y legitimidad


política: Weber, Arendt y Foucault”).
¤ Editorial UOC 19 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

hasta hoy. Los teóricos de la Psicología de las Masas –Le Bon, Tarde, etc.– mostra-
ron las profundas transformaciones experimentadas por los individuos inmersos
en conductas colectivas; Ross trató los procesos de sugestibilidad diferencial y
conformidad externa e interna, y Floyd Allport, asimismo, analizó fenómenos de
influencia grupal. Más adelante, el “campo de fuerzas” lewiniano, las teorías del
intercambio, los procesos de obediencia analizados por Kelman, los famosísimos
experimentos de Sheriff, Asch o Milgram, la personalidad autoritaria, el programa
de Hovland en Yale sobre cambio de actitudes, y los estudios sobre minorías acti-
vas de Moscovici son jalones, sobradamente conocidos, en la investigación psico-
sociológica de nuestro asunto en la corta historia de la disciplina.
b) Las cosas cambian, sin embargo, si es el poder social el que se constituye
como proceso más general y la influencia social es ahora considerada una
parte de él. Entonces, sí que adquiere sentido aquella denuncia que presentó
Cartwright en 1959 acusando a la Psicología Social de haber ignorado el tema
del poder [...] hasta justamente esa fecha. Pues en ese libro –Studies in Social
Power– no sólo propone el propio Cartwright su concepción del poder desde la
teoría del campo, sino que además recoge el artículo probablemente más citado
en la literatura psicosociológica: “Las bases del poder social” de French y Raven,
al que más adelante tendremos ocasión de volver. Pasado un tiempo, la situa-
ción no cambió demasiado, pues todavía en 1965, Clark insistía y lamentaba lo
mismo; no obstante, a finales de esa década y desde luego desde los años seten-
ta, se desató un insospechado interés por el poder con la publicación de varios
libros por parte de McClelland, Winter, Tedeschi, Kipnis, Ng Sik Hung, etc.

Por cierto, ese desinterés acerca del poder ha sido compartido por la Psicología
de las Organizaciones, que en muchos casos ha identificado, erróneamente, el
estudio del poder en las organizaciones con la autoridad o el liderazgo.

1.1. Las razones de la no investigación del poder

El día 30 de octubre de 1998, en su discurso de agradecimiento por haber


sido nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad Rovira i Virgili de Ta-
rragona, dijo Chomsky:
¤ Editorial UOC 20 Psicología de las relaciones de autoridad...

“[...] los arquitectos del poder deben crear una fuerza que pueda ser sentida, pero no
vista. El poder se mantiene fuerte cuando está en la oscuridad; si se expone a la luz
comienza a evaporarse.”

En efecto, investigar las relaciones de poder, especialmente a sus elites, es


una tarea si no imposible, al menos altamente dificultosa. Ante el desinterés an-
tes citado por el tema del poder, los propios psicólogos sociales han ofrecido ra-
zones para explicar esa falta de atención:

a) En primer lugar la inmensa complejidad del vocablo, ya en sí misma


“ahuyentadora” de todo intento de acercamiento.
b) En segundo término, las propias instituciones y organizaciones no auto-
rizan un tipo de investigación que disminuiría su propio poder, no lo aumenta-
ría. Pues es este un concepto perturbador –“la última palabra sucia en la teoría
de la organización” (Robbins)– que altera los cauces normales por donde se su-
pone que discurre, es decir, la autoridad, la comunicación, el liderazgo, etc. En
consecuencia, en tanto a los estudiantes de las disciplinas concernidas se les “so-
cializa” en el no-estudio del poder, los directivos, obsesionados con la eficacia,
no se dejan investigar, y tanto menos cuanto más alta sea su posición. Por su
parte, a los “espectadores” –pueblo, público, alumnos, clientes, etc.– sólo les im-
porta realmente que “las cosas funcionen” y para ellos son irrelevantes las lu-
chas por el poder en el seno de las organizaciones.
c) Por último, aunque este punto merecería un tratamiento detallado, Clegg
y Dunkerley, dos muy competentes teóricos de la organización, señalan como
causa de este desinterés la –intencionada o no– errónea traducción por parte de
Parsons del término weberiano de poder (Herrschaft) por autoridad.

2. Las definiciones del poder

Es la del poder una de esas nociones a las que bien puede aplicarse aquello
que San Agustín decía del tiempo: “si no me preguntas qué es, lo sé, pero si me
lo preguntas, no lo sé”. Ese desconocimiento respecto a qué sea exactamente el
poder no radica, por cierto, en que carezcamos de definiciones sino, por el con-
¤ Editorial UOC 21 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

trario, por la abundancia de ellas. Porque es, claro está, muy difícil que mera-
mente en una fórmula sea posible incorporar los múltiples sentidos contenidos
en el vocablo poder, como sustantivo y/o como verbo. Así, el DRAE recoge en la
voz poder –sólo como sustantivo– estos significados, entre otros:

‘dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar al-
go. [...] fuerza, vigor, capacidad, posibilidad, poderío. Suprema potestad rectora y coac-
tiva del Estado’, viniendo a continuación una variedad de tipos de poder: absoluto,
adquisitivo, ejecutivo, espiritual, fáctico, temporal, etc. No menor pluralidad significa-
tiva ofrece, por ejemplo, el Diccionario Inglés de Oxford: dominio, dirección, influen-
cia, control, autoridad, ser espiritual o celestial que posee control o influencia, etc.

Pero no acaban aquí los problemas, pues la literatura especializada, previa-


mente a cualquier intento de definición, suele plantear la irremediable polise-
mia del término, a través, por ejemplo, de estos interrogantes (entendiendo,
como venimos haciendo, por A el agente de poder –individual o colectivo– y
por B el paciente –el que recibe o padece la acción del agente, y que también
puede ser individual o colectivo):

1) Si el poder actúa “intencionadamente” imponiendo en B su voluntad –in-


cluso a pesar de la resistencia de éste– o también se considera poder la “no actua-
ción” de A que acarrea consecuencias negativas para B, tal y como acabamos de
ver que sostienen Bachratz y Baratz (1962, 1970).
2) Sobre la amplitud del concepto de poder: si se trata del proceso más gene-
ral en cuanto a “efectos intentados” por A, en cualquier esfera de la sociedad, o,
más restringidamente si nos encontramos ante un tipo de relación social espe-
cífica, cualificada por ciertos atributos o propiedades que la distinguirían de
otras relaciones asimismo productoras de efectos.
3) Cómo han de ser las respuestas de B para que exista una relación de poder:
si éste debe modificar sus conductas y/o también sus actitudes, sentimientos,
pensamientos, creencias, valores, etc. O si estas últimas reacciones son irrele-
vantes para A, sólo interesado en que B haga lo que A desea.
4) Si el poder es solamente capacidad “sobre” o “para” –tener poder– o sea,
una potencia de obrar, o también, y principalmente, es acción real y efectiva –
ejercer poder– (Gallino, 1995; Henderson, 1981). Y otras muchas cuestiones en
las que no es posible entrar ahora.
¤ Editorial UOC 22 Psicología de las relaciones de autoridad...

Simplificando mucho, hay dos maneras de abordar el concepto de poder:


una, mediante las habituales definiciones sustantivas o esenciales. La otra, con-
templando el poder como una relación social, que es la que a continuación va-
mos a desarrollar.

2.1. Definiciones sustantivas del poder

– Weber: “Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad


dentro de una relación social aun contra toda resistencia y cualquiera que
sea el fundamento de esa probabilidad”.
– Lewin: “Poder es la posibilidad de inducir fuerzas de cierta magnitud en
otra persona”.
– Blau: “Poder es la capacidad de personas o grupos para imponer su volun-
tad a otros, a pesar de la resistencia, mediante disuasión bien en la forma
de otorgar recompensas bien castigando”.
– Mechanic: “Poder se define como fuerza que determina una conducta que
puede no ocurrir si las fuerzas no actuaran”.
– Dahl: “A puede sobre B en la medida en que B hace algo que no haría de
otra manera”.
– Kaplan: “Poder es la capacidad para influir en otros, esto es, cambiar la
probabilidad de que otros responderán de ciertos modos a específicos es-
tímulos”.
– Biersted: “Poder es la capacidad de emplear fuerza”.
– Simon: “Poder es la manifestación de una asimetría en la relación entre
A y B”.
– French y Cartwright: “El poder de A sobre B es igual a la máxima fuerza
que A puede ofrecer sobre B, menos la máxima resistencia que B puede
movilizar en dirección opuesta”.
– Robbins: “Poder es la capacidad que tiene A de influir en el comporta-
miento de B, de modo que B actúe de acuerdo con los deseos de A”.
– Yukl: “Poder es la capacidad absoluta de un agente individual para influir
en la conducta o actitudes de una o más personas-objetivo en un momen-
to dado”.
¤ Editorial UOC 23 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

3. El poder como relación social

El diccionario de la RAE define, en uno de sus sentidos, el término relación


como ‘conexión, correspondencia, trato, comunicación de alguien con otra per-
sona’. El término castellano relación carece de las connotaciones, psicológica-
mente interesantes, que posee ese vocablo en otros idiomas.

• Por un lado, rapport, rapporto, relationship o Verhältus denotan una co-


nexión, vínculo o interdependencia entre dos o más agentes en virtud de
la cual son inducidos –y aun forzados– a interactuar independientemente
tanto de sus preferencias, como de su propia conciencia acerca de la na-
turaleza misma de esa relación. Se trata aquí de una relación objetiva res-
pecto a la cual cabe una conciencia, hay que insistir, más o menos
adecuada o falsa, por parte de los agentes.
• De otra parte, existen las palabras relation, relazione o Beziehrung, para de-
signar aquellas relaciones acompañadas de plena conciencia acerca del
nexo existente entre los actores. En este segundo significado están presen-
tes un conjunto de estados mentales, actitudes, y dimensiones afectivas
no necesariamente manifiestas en los primeros vocablos citados.

Es desde este segundo sentido desde el que más se ha estudiado la teoría so-
cial contemporánea, desde Tarde a Cooley, pasando por Weber. Frente a ellos,
Marx –recuérdese el famoso pasaje del prefacio de su obra Contribución a la Crí-
tica de la Economía Política–, analizó esas relaciones objetivas que él denominó
relaciones materiales de existencia (Gallino, 1995).
Hay muchos tipos de relaciones entre los humanos: económicas, jurídicas,
de parentesco, sexuales, etc. y, naturalmente, relaciones de poder. Unas relacio-
nes que pueden darse objetivamente y que pueden estar acompañadas de la co-
rrecta toma de conciencia por parte de los agentes.
De modo que puede existir, por ejemplo, una relación amorosa –subjetiva-
mente entendida así– que pueda ser calificada –objetivamente– como una rela-
ción de poder por parte bien de su(s) protagonista(s), bien por un observador
externo a la relación. De modo que en una relación de poder, el dato subjetivo
es, sin duda, muy importante –sobre todo para la Psicología–, pero en modo al-
guno agota el análisis de esa relación.
¤ Editorial UOC 24 Psicología de las relaciones de autoridad...

A continuación, vamos a exponer, sintéticamente, algunas características


generales relevantes de esas relaciones de poder. Y, en segundo lugar, rese-
ñaremos algunas de las particularidades investigadas en los actores de esa re-
lación de poder, que consta, como mínimo, de dos elementos: un agente –
persona, grupo, organización, estado– y un paciente. Y además, de unos me-
dios o bases que aparecen como creencias, razones, o actividades operantes
entre A y B.

3.1. Características de la relación de poder

Más de una veintena de rasgos distintivos de la relación de poder pueden en-


contrarse en la literatura especializada. A unos pocos de ellos, como las circuns-
tancias demandan, se aludirá a continuación.

1) En primer lugar, se trata de una relación dialéctica: entre A y B debe existir


algún tipo de interdependencia, vínculo, conexión o interacción reales. Con
ello, se excluye que pueda haber relación de poder entre, por ejemplo, agentes
ultraterrenos o sobrenaturales.
2) Es una relación, en segundo término, probabilística: el ejercicio del po-
der por A siempre supone un cierto margen de maniobra de reacción por par-
te de B. Esa mayor o menor probabilidad de que éste actúe según las
demandas de A depende no sólo de los atributos de este último, sino también
de la situación en que se desarrolla esa relación de poder. Por ejemplo, la pro-
babilidad de que B haga lo que A le ordene es, obviamente, mayor en un
campo de concentración que si A y B interaccionan como vendedor-cliente
o profesor-alumno.
3) La dependencia es una tercera característica. En el ejercicio de poder de A
sobre B, éste de algún modo depende de A respecto a algo. Y tanto más poder
tendrá A cuanto mayor dependencia tenga B respecto a él.
4) Es una relación, en cuarto lugar, asimétrica: entre A y B hay una relativa
desigualdad, del tipo que fuere. Lo que no excluye que, pasado el tiempo, o en
otro escenario diferente, sea B el que ocupe la posición de A y sea distinta esa
asimetría.
¤ Editorial UOC 25 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

5) En quinto lugar, es una relación condicionada por la situación: las rela-


ciones de poder acontecen siempre y necesariamente en unas coordenadas
espacio-temporales. Esta obvia característica es muy importante, pues exige
tener en cuenta factores extrapsicológicos de A y/o B, que pueden ser deter-
minantes en la relación. De ahí que las generalizaciones de los resultados de
investigaciones experimentales sobre el poder a la vida real sean altamente
problemáticas.
Ése es el caso, precisamente, de las explicaciones sobre la naturaleza del
nazismo basadas en los experimentos de Milgram, como veremos en el últi-
mo capítulo. El hecho de que la relación de poder esté afectada, constituti-
vamente, por la situación nos hace ver también cuáles son los niveles de la
conducta de B controlados por A: pensamientos, sentimientos, o acciones, o
los tres a la vez, como pretenden los gurús de ciertas sectas. Asimismo, el fac-
tor situacional señala la duración temporal que puede tener el ejercicio del
poder de A sobre B.
6) Por último, se trata de una relación causal. El análisis del lazo causal
en las relaciones de poder, que la mayoría de los autores soslayan, plantea
especiales dificultades. Pues si ya de por sí el significado de causa depende
del juego del lenguaje donde se utilice tal concepto, cuando se emplea en el
ámbito de las ciencias sociales los problemas aumentan aún más. En la tra-
dición hobbesiana de las teorías acerca de la naturaleza del poder, el premio
Nobel Herbert Simon, en 1953, consideró a las relaciones de poder bajo la pers-
pectiva de las relaciones causales. En esta línea, varios acreditados politólogos –
Dahl, Lasswell, Kaplan, McFarland, etc.– han propuesto que un cabal concepto de
relación de poder debe incluir la condición de que A, de algún modo, “causa” la
reacción de B. Dicho de otro modo, B no actuaría como lo hace si antes A no hu-
biera intervenido.
Tal propuesta, coherente con la perspectiva conductista de algunos de los au-
tores citados, supone un concepto de poder que deja de lado la circunstancia de
que B actúe de forma determinada respecto de A sin que éste haya intervenido
en absoluto. Algunos autores proponen precisamente el concepto de influencia
social para designar este tipo de “no relación”: B, diríase, actúa conforme a los
supuestos deseos de A, sin que A sea consciente de ello.
¤ Editorial UOC 26 Psicología de las relaciones de autoridad...

3.2. El agente de poder: A

Los “poderosos”, en cualquier ámbito que se considere, no suelen ser fácil-


mente accesibles a la investigación científica. Comparativamente, sabemos mu-
cho más acerca de los que obedecen o padecen en la relación de poder, que de
aquellos situados en lo más alto de la pirámide jerárquica. En el mejor de los
casos, son los mandos intermedios los que, ocasionalmente, se han prestado a
ser preguntados; pero de los escasos sujetos que realmente tienen el poder poco
se sabe, salvo que acudamos a sus memorias –generalmente, autocomplacien-
tes– o a biografías “no autorizadas”.
Decía Hobbes que la motivación de poder es consustancial al ser humano,
y que sólo cesa con la muerte. Otros psicólogos, como Adler, aunque en un
contexto diferente, también han defendido su universalidad. Más cercana-
mente, McClelland situó el poder, junto al motivo de éxito y el de afiliación,
como un componente sustantivo de la naturaleza humana. Como anterior-
mente para Veroff y Winter, para McClelland el poder, como el ser según
Aristóteles, será uno, pero se dice de muchas maneras. En tanto deseo de contro-
lar e influir en otros, algunas teorías predicen que las personas con una elevada
motivación de poder desplegarán diversos comportamientos para satisfacerla:
por ejemplo, manejar las emociones de otras personas, ganar reputación, ejercer
el liderazgo, etc.
Aunque, como advierte McClelland, el deseo de poder carece de buena prensa
y suele disimularse, hay conductas aparentemente no relacionadas con la moti-
vación de poder que, sin embargo, “delatan” en quienes las realizan un soterrado
afán de éste. Beber habitualmente alcohol, competir, seducir eróticamente, estu-
diar carreras influyentes como periodismo o en una escuela de negocios, etc. Par-
ticularmente sorprendente es la vinculación que algunos autores establecen entre
alta motivación de poder y comportamiento “prosocial”.
Parece que ayudar o aconsejar a otros, ejercer el voluntariado, organizar
actividades, enseñar, etc. sitúa a la gente en una posición jerárquica superior,
dominante, respecto a los otros (Frieze y Boneva, 2001). Y en esta línea de ar-
gumentación ¿no sería interesante desvelar un disimulado –o quizá incons-
ciente– motivo de poder en el ejercicio, por ejemplo, del sacerdocio o la
Psicología?
¤ Editorial UOC 27 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

3.2.1. Los usos del poder

Es sobradamente conocida la frase que Lord Acton escribió en una carta en-
viada a Mandel Creighton en 1987: “el poder tiende a la corrupción [...], y el po-
der absoluto corrompe absolutamente”. Desde luego, hay abundantes ejemplos
en la historia que corroboran esa afirmación. Es obvia la corrupción constitutiva
de las dictaduras, pero también en los regímenes democráticos prolifera ese vi-
cio a pesar del juego de contrapesos de los diferentes poderes que operan en la
sociedad. Tener poder, afirma Kipnis, favorece la persecución de fines egoístas.
El control por parte de A de recursos apetecidos por los subordinados hace que
éstos se comporten con deferencia –y aun con servilismo– ante quien ejerce el
poder. Pero como la percepción del actor y el observador son diferentes, los po-
derosos suelen identificar erróneamente esa adhesión de los subordinados
como señal de su buen uso del poder. De ahí conjeturan que son absolutamente
merecidos los “privilegios” de que disfrutan (Lee-Chai y otros, 2001).
Pero no siempre el uso del poder posee connotaciones negativas. Foucault y
Giddens, por ejemplo, han mostrado cómo es posible utilizar el poder de un
modo productivo –poder como capacidad “para”–, beneficioso en la defensa de
intereses generales. Y también en la historia encontramos ejemplos de poderes
con efectos positivos para quienes los padecen.

3.3. Las bases del poder

Como antes ha quedado dicho, entre el agente de poder, A, y el que recibe la


influencia, B, existen unas bases en virtud de las cuales A y/o B llevan a cabo sus
respectivas conductas. Se trata entonces de razones, motivos o fundamentos a
partir de los cuales A y B actúan en la relación de poder sin que deba existir ne-
cesariamente, ni mucho menos, una coincidencia en ellos respecto a una o va-
rias de esas bases. Es decir, que A actúe apoyándose, por ejemplo, en su
capacidad de castigar a B, no significa que éste reconozca en A la legitimidad
para hacerlo. Existen numerosas bases o fuentes de poder de A. En unos casos,
se trata fundamentalmente de características personales, mientras que en otros
¤ Editorial UOC 28 Psicología de las relaciones de autoridad...

su poder deriva de la posición con la que cuenta en una determinada cadena je-
rárquica de la sociedad o la organización.
En la literatura psicosociológica sobre el poder, los trabajos publicados a par-
tir de los años cincuenta por French y Raven constituyen, sin duda, la más obli-
gada referencia al tratar el punto que ahora nos ocupa. En efecto, en una serie
de artículos, French y Raven (1971) propusieron su abundantemente citado mo-
delo según el cual existen hasta cinco fundamentales bases del poder:

1) Poder coercitivo. A posee la capacidad de utilizar la amenaza y el castigo


frente a B.
2) Poder de recompensa. En este caso, A tiene los recursos para premiar la con-
ducta de B.
3) Poder legítimo. El poder deriva ahora de la posición de A en la estructura
formal de autoridad, de modo que B cree que A está legitimado para ejercer el
poder.
4) Poder referente. Esta base radica en los sentimientos de lealtad, admiración
y afecto que B tiene hacia A.
5) Poder del experto. Son los conocimientos o habilidades de A en algún cam-
po lo que le autoriza para ejercer el poder sobre B.
6) Poder de información. Raven (1965) añadió esta sexta base, según la cual A
controla el acceso y distribución de información relevante para B.

Los autores, sobre todo Raven (1992, 2001), modificaron posteriormente al-
gunas cosas, pero el modelo ha permanecido sustancialmente idéntico a sus pri-
meras formulaciones.
Los trabajos de French y Raven han sido objeto de numerosas críticas, en oca-
siones, verdaderamente devastadoras. Éste es el caso de los artículos de Podsakoff
y Schriesheim (1985) y Rahim (1988).

• Los dos primeros autores, tras revisar 18 estudios realizados con muestras
diversas de individuos en los que se utilizó el modelo de French y Raven,
concluyeron, por ejemplo, que las escalas que supuestamente debían me-
dir cada una de las bases resultaban insuficientes para “operacionalizar”
conceptos teóricos tan amplios y sujetos a interpretaciones tan diversas
como recompensa, referencia, etc.
¤ Editorial UOC 29 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

• Por su parte, Rahin demostró que las cinco bases del modelo inicial no
eran conceptualmente distintas, ya que, por ejemplo, experto y referente
se solapan.
• Otros estudios arrojan tan llamativos resultados como que, aun aceptan-
do el modelo, en lugar de cinco habría doce bases de poder, pues por
ejemplo el poder legítimo podría a su vez tener él mismo como base la au-
toridad formal, la responsabilidad, el control de recursos y las reglas bu-
rocráticas de la organización en cuestión.

Sin embargo, al igual que ha ocurrido con otros constructos, modelos y teo-
rías psicosociológicos, las más serias críticas no han afectado a la utilización de
la teoría de French y Raven, que sigue citándose profusamente hasta el punto
de que, como antes se dijo, es uno de los artículos con mayor impacto en la his-
toria de la Psicología Social. Veamos, a continuación, algunas particularidades
de cada una de las bases.

a) El poder coercitivo supone que B es consciente de que A puede infligirle


sanciones negativas. Se trata de un uso del poder relativamente fácil si se posee
la capacidad de castigar. Algunos especialistas, como Yukl (2002, pp. 141-172)
advierten que el poder coercitivo debe ser administrado con suma prudencia y
aplicado sólo en caso de extrema necesidad, pues como es natural, suscita un
profundo resentimiento en B. Pero es más conveniente, antes de llegar a esa si-
tuación, que B sepa claramente cuáles pueden ser las consecuencias para él si
realiza tal o cual acción. En cualquier caso, los castigos, reprensiones o adver-
tencias han de hacerse en privado, con mucha calma, sin mostrar animadver-
sión personal. No sobraría pedirle a B su punto de vista acerca del problema, a
la vez que se intenta hacerle ver que la coerción es –porque así debe ser– propor-
cional a la gravedad de su infracción.
b) El poder de recompensa utiliza recursos que B desea y valora positiva-
mente. Ahora se trata de administrar incentivos específicos que serán más o
menos eficaces según factores pertenecientes tanto a B, como a la actividad
misma que éste desempeña. Hay una copiosa literatura especializada preci-
samente en “políticas de incentivos” en los textos de recursos humanos en
la que, obviamente, no debemos entrar. Aumento en el salario, promocio-
nes, menciones honoríficas, mejores horarios, etc., son unos pocos ejemplos
¤ Editorial UOC 30 Psicología de las relaciones de autoridad...

de ese poder de recompensa que un ejecutivo puede tener sobre sus subordi-
nados en una organización.
Un adecuado uso del poder de recompensa debe tener en cuenta medidas tan
de sentido común, como que las recompensas deben ser moralmente irrepro-
chables, que no es eficaz ofrecer premios que luego no puedan hacerse efectivos,
que deben estar claramente establecidos los criterios para ser acreedor de recom-
pensas y que es rechazable usar éstas de modo manipulador.
c) El poder legítimo no deriva de las características de A, sino de su posi-
ción en la instancia en cuestión (organización, familia, sociedad, etc.). Este
poder se define como autoridad, la cual, naturalmente, puede utilizar en su
ejercicio tanto recompensas como castigos. En sus primeros trabajos de fina-
les de los años cincuenta, French y Raven distinguieron hasta tres fuentes de
legitimidad:

– los valores culturales –por ejemplo, elecciones– que conceden a A la facul-


tad de mando;
– la ocupación de una posición de autoridad;
– el nombramiento de A por un agente legitimador.

De todas ellas, la elección suele ser el procedimiento que suscita más adhesión.
Aunque no es el caso ahora de detenerse en ello, una cuestión interesante,
cuando se trata de la autoridad, se refiere a su supuesta “crisis” en los más
diversos ámbitos, desde el propio Estado hasta la familia, pasando por la es-
cuela. Bass (1990), por ejemplo, en su famoso texto sobre el liderazgo, plan-
tea este problema aportando datos muy significativos de EE.UU., aunque
reconoce que esa crisis de autoridad ocurre en todas partes. Así, resulta que
si en los años cincuenta el ochenta por ciento de los norteamericanos tenían
una gran confianza en la Presidencia de la nación, tras los sucios episodios
del Watergate, esa confianza descendió hasta un treinta y tres por ciento. A
su vez, el politólogo Seymur Lipset, analizando el intervalo entre la mitad de
la década de los sesenta y de los ochenta, muestra el general declive de con-
fianza y aprecio –y por tanto, de legitimidad– en prácticamente todas las ins-
tituciones del país, desde los medios hasta el ejército, pasando por el
Tribunal Supremo y el Congreso.
¤ Editorial UOC 31 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

Como quiera que sea, una posición de autoridad no siempre supone obe-
diencia y aceptación generalizada por parte de los subordinados. Por ello, de
nuevo Yukl advierte acerca del necesario cuidado con que hay que ejercer la au-
toridad. El modo como se formula una orden o petición puede afectar a su cum-
plimiento; un tono educado es preferible a uno arrogante, pues no hace visible
la distancia entre el estatus de A y B. Claro está que en ciertas organizaciones,
como el Ejército, o en situaciones de emergencia, lo que se impone es más la fir-
meza del líder formal que la cortesía. Y por supuesto, es necesario no cursar ja-
más órdenes cuya probabilidad de obediencia sea muy baja.
d) El poder referente se basa en los sentimientos de admiración, afecto o leal-
tad experimentados por B hacia A. Un caso extremo acontece en el fenómeno
denominado identificación, en el que B, de modo prácticamente incondicional,
obedece, actúa y desarrolla actitudes semejantes a las de A. Ciertos episodios
en determinadas sectas y algunos desdichados ejemplos de líderes “carismáti-
cos” –Hitler, sin ir más lejos– son muestras de esos acríticos procesos de iden-
tificación. Este tipo de poder aumenta en la medida en que A, creíblemente,
se interesa por las necesidades y sentimientos de sus subordinados, a los que
trata con respeto y consideración. Y hablamos de credibilidad porque, como
señala Yukl (2002) y antes Shakespeare, las acciones pesan más que las pala-
bras, y A no puede manipular durante mucho tiempo los sentimientos sin que
los B descubran su impostura. Y es que el poder referente tiene sus limitacio-
nes. Hay cosas que no cabe ordenar, aunque los sentimientos de B hacia A sean
muy calurosos, ni una buena sintonía con B debiera conducir a que A solicita-
ra incesantemente conductas obedientes. Y una regla básica: vigilar las diver-
sas formas de “congraciamiento” que la gente puede llegar a exhibir para
satisfacer sus intereses.
e) El poder del experto reside en la percepción por parte de B de que A posee
capacidades o conocimientos destacados en algún campo o tarea en el que am-
bos participan. Como ya dejó dicho Francis Bacon hace cuatrocientos años, el
conocimiento es poder, y la capacidad de poder que otorga ser competente en
algo, especialmente si los otros lo ignoran todo o parte, se manifiesta en la toma
de decisiones, recepción de información y, en general, en aceptar y seguir las di-
rectrices señaladas por los expertos.
Aun con el rechazo que pueda suscitar A incurriendo en un comportamien-
to altanero, el poder basado en la competencia suele producir escasas resisten-
¤ Editorial UOC 32 Psicología de las relaciones de autoridad...

cias por parte de B, si éste reconoce, naturalmente, la pericia de A. La


competencia, en cualquier campo, sólo puede mantenerse a lo largo del tiem-
po con gran esfuerzo, y ése es el desafío que constantemente tiene ante sí el po-
der basado en ella. Pues solamente si los otros asumen que es competente, podrá
A continuar ejerciendo su influencia. Por eso hay expertos, e incluso departa-
mentos enteros, que ocultan o protegen celosamente sus conocimientos o
habilidades, para seguir en posición de dominio, situación que perderían si otros
compartieran esas destrezas. El uso de jergas especializadas sólo comprensibles
por el “endogrupo”, es un ejemplo más de esta estrategia de poder por parte de
determinados expertos.
En cualquier caso, un uso razonable de este poder desaconseja la arrogancia
y en su lugar propone la clara argumentación por parte del experto de por qué
las cosas deben hacerse de la manera que él manifiesta.
f) Por último, el poder de la información radica en el control que A puede
tener de la información relevante para B. Es evidente que retener informa-
ción mantiene a los que carecen de ella en la ignorancia y, al cabo, en la de-
pendencia del que la posee. Un ejemplo del poder que puede dar a alguien
la posesión de información es el del testigo que, en un juicio, tiene una gran
capacidad de influir en el jurado, no por su persona, sino por la información
de que dispone.
Ya sabemos, a partir de la investigación de las redes de comunicación en
grupos y organizaciones, que quien ocupa un lugar estratégico en ellas posee
una capacidad diferencial para influir en las decisiones colectivas. Y desde
luego, la manipulación de la información es algo suficientemente conocido
como estrategia del poder a todos los niveles, al menos desde los escritos de
Maquiavelo.

Digamos antes de concluir este punto que algunos estudios han tratado de es-
tablecer comparativamente la relativa eficacia de cada una de las bases del poder:
parece que el poder del experto y el legítimo son los más destacados, seguidos
del referente, la recompensa y, comprensiblemente, el coercitivo, que ocupa el
último lugar. Todo ello, naturalmente, dependiente del propio contexto situa-
cional donde acontece el ejercicio del poder, pues no cabe esperar, por ejemplo,
demasiadas muestras de poder de recompensa o referente en un campo de ex-
terminio nazi.
¤ Editorial UOC 33 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

3.3.1. La medida del poder

Como antes quedó dicho, según Chomsky, el poder tiende a ocultarse y esa
circunstancia, si no impide, al menos hace extraordinariamente difícil su inves-
tigación y eventual medida. Desde hace años existen instrumentos de medida
de los tres elementos que componen una relación de poder: respecto de A hay
cuestionarios, como el de Phillips, y adaptaciones de tests proyectivos como el
TAT. Asimismo, por medio de experimentos se ha intentado medir las reaccio-
nes de B. Y respecto a las bases, las escalas construidas por Hinkin y Schriesheim
(1989) han sido muy utilizadas en la investigación. Algunos autores sostienen
que, dadas las dificultades, es preferible medir “indirectamente” el poder, por
ejemplo, a través de indicadores como número de secretarios, superficie de los
despachos, grado de inaccesibilidad de A, etc. Y también por las consecuencias
que implican las decisiones de A: por ejemplo, el número de personas despedi-
das en una empresa.

3.4. El paciente: B

Los denominados pacientes en una relación de poder son, claro está, muchos
más numerosos que las elites del poder –Hume se admiraba de la facilidad con
que “los pocos mandan a los muchos”– y, desde luego, son más fáciles de inves-
tigar. Varias respuestas de B han sido documentadas, experimental o empírica-
mente, no sólo en el ámbito de la Psicología Social llamada dominante, sino
desde otras disciplinas.
La conformidad u obediencia es una respuesta abundantemente estudiada
por le Psicología Social. Ya en los comienzos de la disciplina a finales del siglo
XIX y comienzos del XX se habló –Le Bon, Ross, McDougall– de mecanismos de
conformidad: sugestión, imitación, contagio, simpatía, instinto gregario, etc.
Después, tras emprender la Psicología Social el “seguro camino de la ciencia” –
conductismo más experimentalismo– hubo una edad de oro en la investigación
de estos temas por autores ya clásicos como F. Allport, Sheriff, Asch, Crut-
chfield, Milgram, Hovland, etc. y que no es necesario repetir.
¤ Editorial UOC 34 Psicología de las relaciones de autoridad...

Lo que sí que conviene recordar es que en esta respuesta “pública” de confor-


midad intervienen otros factores, además de la orden eventual de una autoridad
o la presión grupal: por ejemplo, corresponder a un favor que nos hicieron. En
cualquier caso, en la voluminosa literatura sobre este asunto se suele distinguir
entre lo que, desde Deutsch y Gerard hace casi 50 años, se viene llamando confor-
midad informacional y normativa. Se trata de dos procesos diferentes:

• En la primera, el sujeto “obedece” a la influencia movido por un interés


por obtener un adecuado conocimiento acerca de una situación que de al-
guna manera desconoce.
• En el segundo caso, la respuesta obediente está motivada por el deseo de
obtener aprobación del otro o evitar su rechazo. Es un proceso “dual” que,
como observa Turner, se corresponde, respectivamente, con dos líneas de
investigación diferentes: la influencia “informacional” subyace en el ca-
pítulo “Cambio de actitud/persuasión”, en tanto la influencia “normati-
va” opera en el campo de investigación “Poder/obediencia”.

Recuérdese también que, frente a una conceptualización de la obediencia


como conducta pública de conformidad, Kelman (1961) en un clásico artículo
introdujo las nociones de identificación –a la conducta pública se añade una
aceptación privada– e internalización –en la que existe una plena coincidencia
de B con el agente de influencia A.
En 1981, J. W. Brehm y Brehm publicaron un libro en el que amplían las teo-
rías que el segundo denominó de la reactancia psicológica en una obra aparecida
en 1966. En síntesis, la teoría sostiene que cualquier orden o mandato por parte
de A que B perciba como amenaza a su libertad de acción suscitará en este últi-
mo un estado de activación motivacional que, en su caso, le llevará a oponerse
a los requerimientos de A.
Continuando por esa línea de investigación la “resistencia” al poder ha sido
una respuesta menos estudiada por la Psicología Social básica que por la Psicolo-
gía de las Organizaciones. Se trata de una conducta que, por de pronto, supone
un desafío al poder. Dentro precisamente del ámbito de los estudios sobre las
organizaciones, Ashforth y Mael (1998, p. 90) definen la resistencia como “ac-
ción intencional de comisión u omisión que desafía los deseos de otros”. Se trata
de una relación dialéctica en la que A y B se oponen y refuerzan mutuamente,
¤ Editorial UOC 35 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

pues, al cabo, la acción resistente de B no deja de ser un ejercicio de poder. Las


organizaciones, en tanto agentes de poder –recuérdese la tipología de Etzioni de
organizaciones utilitarias, coercitivas y normativas– intentan, por diversos me-
dios, obtener de sus miembros no sólo obediencia pública, sino también identifi-
caciones privadas, de tal modo que, idealmente, el “self” del sujeto se disuelva en
las metas de la organización. En esa dialéctica de poder/resistencia los individuos
reaccionan de modos diferentes, desde las quejas al jefe sin insubordinarse abier-
tamente, hasta el sabotaje, pasando por las huelgas de celo o el escaqueo.
Un matiz importante que cabe tener en cuenta en las “prácticas de resisten-
cia” al poder es que si B no resiste la primera vez que aparece la amenaza a sus
libertades, aumentarán las dificultades para la resistencia posterior. Aunque, en
cualquier caso, las organizaciones suelen ofrecer vías aceptables de resistencia,
de tal modo que los subordinados puedan desahogar sus reactancias de modo
“funcional” para la organización (Ashforth y Mael, 1998).
Otras posibles reacciones de B, aunque no han sido abordadas por la Psico-
logía Social, son altamente interesantes. Por ejemplo, en la teoría sociológica de
la alineación (Seeman, Geyer) se afirma que una posible respuesta del sujeto
oprimido es la de la impotencia. Se trata de una “conducta” –de una ausencia
de conducta– de inhibición de la acción, en la medida en que B cree que su
eventual acción no puede cambiar la situación o acarrearle refuerzo alguno. Es
éste un concepto sumamente aprovechable para explicar, por ejemplo, el fenó-
meno de la apatía política. Asimismo, son de innegable importancia las tres re-
acciones analizadas por Hirsmann en su clásico libro Salida, voz, lealtad: en la
primera B “huye”, se escapa de la relación de poder para él indeseable; en la se-
gunda protesta y hace oír sus propias razones; en la tercera permanece, continúa
esa existente relación de dominación.
Visto todo lo cual, es evidente que hay reacciones cómodas para el poder,
porque, aunque la “procesión” vaya por dentro de B, su existencia no se cues-
tiona –salida, lealtad, obediencia, identificación internalización, etc.– en tanto
otras le generan problemas, pues suponen un desafío y un enfrentamiento.
Por último, no hay que minusvalorar las informaciones suministradas por
supervivientes de campos de concentración, y que veremos en el último capítu-
lo, y por personas liberadas tras un secuestro. Reacciones diversas desde la “re-
gresión” a la “sumisión”, pasando por la “identificación” con los verdugos y el
síndrome de Estocolmo.
¤ Editorial UOC 36 Psicología de las relaciones de autoridad...

3.4.1. Poder y lenguaje

Que el poder utiliza el lenguaje para alcanzar sus objetivos es tan obvio como
la manipulación que hace de él. Lo que han mostrado Reid y Ng (1999) en un
interesante trabajo es cómo el análisis del propio lenguaje puede ser un proce-
dimiento sumamente fiable para analizar la naturaleza del poder: el lenguaje es
un expresivo indicador del poder del hablante.
Desde la sociolinguística, por ejemplo, ya hace muchos años que Lakoff puso
de manifiesto lo siguiente:

a) El carácter asertivo y tajante de A frente al carácter evasivo y dubitativo


del lenguaje de B. Desde el punto de vista “macro”, el poder de unas naciones
sobre otras también se traduce en múltiples formas de dominación lingüística.
b) En segundo término, el análisis del discurso muestra asimismo cómo en
la conversación intergrupal o grupal quien más poder tiene suele controlar el
sentido y resultado del diálogo.
c) En tercer lugar, como antes quedó dicho, el poder usa estratégicamente el
lenguaje para establecer y focalizar “procesos de atención social” sobre ciertos
asuntos y evitar otros que pueden perjudicarle.
d) Finalmente, grupos dominantes en la sociedad –tecnócratas, medios de
comunicación de masas, etc.– utilizan sus lenguajes tanto para fortalecer los in-
tereses endogrupales, como para excluir a los “profanos”. El sexismo es el ejem-
plo que toman Reid y Ng para mostrar la dominación masculina sobre las
mujeres. Los términos masculinos van delante de los femeninos (Adán y Eva,
señor Pérez y señora Pérez), de tal modo que esa postergación puede adquirir un
efecto contaminante negativo existente en determinadas oposiciones: bueno/
malo, rico/pobre, vida/muerte. Además, muchos roles femeninos suelen definir-
se en relación con los de los varones. Por ejemplo, decimos María es viuda de
Juan, y es menos habitual la frase Juan es viudo de María. Finalmente, seguimos
utilizando genéricamente el término hombre para referirnos a la Humanidad.
¤ Editorial UOC 37 Capítulo I. Perspectivas teóricas...

Resumen

En una ocasión B. Russell afirmó que el poder era a la ciencia social lo que la
energía a la física. La metáfora del gran filósofo ayuda a comprender la natura-
leza esencialmente proteica del concepto de poder. Como la energía, el poder
no se destruye, sino que, transformándose, adopta múltiples rostros y formas se-
gún los autores y las circunstancias en las que actúa.
Por lo demás, que Maquiavelo y Hobbes sean considerados aún hoy como
dos fuentes inspiradoras de las principales perspectivas sobre el poder social
prueba, además del carácter perenne del poder, la existencia de autores “clási-
cos” en las ciencias sociales.
Sin embargo, pese a su importancia y al central papel que representa en la
vida social, el poder no ha recibido la merecida atención por parte de la Psico-
logía, incluida la Psicología Social. Pero, aunque frecuentemente se oculta de-
trás de nociones menos “perturbadoras” –por ejemplo, liderazgo o autoridad– el
poder es consustancial a todas las relaciones sociales, aunque sean diversas las
bases a partir de las cuales despliega sus actuaciones.
¤ Editorial UOC 39 Capítulo II. Autoridad y poder...

Capítulo II
Autoridad y poder en la sociedad tradicional
Enrique Luque

Los temas que comprende este capítulo han sido, tradicionalmente, objeto de
estudio de la antropología política (una rama o especialización de la antropología
social). Ahora bien, no es ésta la única disciplina interesada en ellos, ni, por otra
parte, los antropólogos se limitan en la actualidad al estudio de sociedades primi-
tivas o tradicionales. El conocimiento que de éstas fue acumulando la antropolo-
gía social es hoy de gran utilidad para otros campos de las ciencias sociales y
humanas (como la ciencia política, la psicología social, la prehistoria o la arqueo-
logía). Y ello por diversas razones, entre las que cabe destacar las siguientes:

a) En primer lugar, las realidades estudiadas por los antropólogos en aque-


llas sociedades ofrecen importantes contrastes respecto a las que constituyen
nuestro entorno inmediato, tanto en el presente como en el pasado. La re-
flexión y el análisis de tales contrastes pueden permitir una consideración más
relativizada de nuestras propias realidades: nada hay en ellas de natural o de
universal. Son, por el contrario, producto de circunstancias históricas y del pa-
pel del hombre en las mismas.
b) En segundo lugar, el talante que caracterizó en otra época a la antropolo-
gía, esto es, un necesario distanciamiento respecto a los hechos estudiados, re-
sulta igualmente beneficioso para el estudio de lo más próximo o mejor
conocido. Un mayor desapasionamiento y objetividad en la investigación de
nuestras instituciones debería ser la consecuencia beneficiosa en este caso.
c) En tercer lugar, y complementario de lo anterior, los propios métodos ha-
bituales de la investigación etnográfica (relación directa con el objeto de estu-
dio, empatía y técnicas cualitativas) pueden proporcionar una mayor
proximidad y una más completa comprensión de los fenómenos de poder y au-
toridad en el mundo contemporáneo.
¤ Editorial UOC 40 Psicología de las relaciones de autoridad...

d) Por último, aunque nunca podremos llegar a conocer el origen de fenó-


menos como el poder, en cambio la investigación antropológica (mediante la
etnohistoria y la etnografía sobre el terreno) sí que puede revelarnos la génesis
de las estructuras del poder, tanto en procesos decisivos de transformación so-
ciopolíticos como en situaciones cruciales para la vida de la humanidad.

1. Poder y desigualdad: autoridad y jerarquía

1.1. Raíces de la desigualdad: conocimientos y actividades


versus riqueza y acumulación

Partamos de una premisa generalmente aceptada hoy en día: poder y autoridad


hacen referencia a realidades o fenómenos que tienen carácter universal, en el tiem-
po y en el espacio. No obstante, como cualquier otro fenómeno sociocultural, sus
formas o manifestaciones han sido diversas a través de la historia de la humanidad.
Lo mismo puede decirse de sus expresiones concretas a lo largo y ancho del planeta.
La sociología política hace tiempo que dio cuenta de esa doble faz de estas realidades.
Así, el más completo y ambicioso análisis del poder en las ciencias sociales
contemporáneas, el weberiano, hace uso de estos dos términos para expresar
ambas vertientes. En efecto, para Max Weber el poder es un fenómeno ubicuo,
componente necesario de todas las relaciones sociales. En cambio, su concre-
ción, histórica y cultural, se reviste de formas de autoridad. El sociólogo alemán
sintetizó éstas en tres fundamentales: tradicional, carismática y legal. Cada una
de ellas responde a un específico sistema valorativo, ya predomine en él un de-
terminado elemento u otro, presentes por otra parte en todas las acciones hu-
manas. Esto es, a la autoridad tradicional corresponde el hábito; en el caso de la
autoridad carismática, la emotividad y la atribución de cualidades excepciona-
les a un líder son elementos primordiales; por último, la racionalidad es esencial
para convertir el mero poder en autoridad legal. Son éstas, pues, formas varias
de legitimación o de aceptación del hecho omnipresente que es el poder.
Ni que decir tiene que esta tipología del poder, u otras similares, no refleja
plenamente la diversidad cultural en este orden de cosas. Lo que interesaba a
¤ Editorial UOC 41 Capítulo II. Autoridad y poder...

Weber era, ante todo y sobre todo, el mundo occidental y su evolución histórica
en un proceso de creciente racionalidad en las relaciones sociales. La realidad de
sociedades distintas y distantes se acomoda con dificultad a ese pretendido pro-
ceso. No cabe duda de que, como pretendía el gran politólogo, el poder entraña
algún tipo de violencia, de conflicto y de desigualdad. Estos tres elementos sí
que se encuentran presentes en muy diferentes realidades sociales y culturales,
si bien, una vez más, con ropajes culturales variados.
Toda desigualdad entraña un diferente acceso y una diferente apropiación de
recursos escasos y altamente valorados. Por ello, tal vez, el contraste más llama-
tivo entre los diferentes sistemas de desigualdad y jerarquías sociales sea el que
se plantea respecto a la propia naturaleza de esos recursos. Nuestra sociedad y
nuestra época valoran, ante todo, recursos de muy variado tipo, pero que pre-
sentan una característica común: pueden expresarse en términos económicos.
Esto es, se equiparan a cualquier otra mercancía. En el extremo opuesto tene-
mos el caso de las sociedades cuya economía se caracteriza por el predominio de
sistemas de intercambio recíprocos y de redistribución. En estos casos, los recur-
sos en cuestión son entidades mucho menos tangibles y cuantificables: el buen
nombre, la fama, el conocimiento del ritual, la potencia sexual, la habilidad
para establecer alianzas o para conseguir seguidores.
Son de tal entidad las diferencias entre esos extremos polares de los sistemas de
desigualdad, que ha existido la tentación de remitir los más elementales o primiti-
vos a la naturaleza. Así aparecía el contraste en una de las más famosas obras que se
han escrito sobre la desigualdad, el Discours sur l'origine et les fondements de l'inegalité
parmi les hommes, de Rousseau. Allí, el autor francés afirma que de la propiedad,
que es una institución o convención humana, pueden aparecer desprovistos los
hombres: ella es, en definitiva, la fuente de las más grandes desigualdades. En cam-
bio, las que Rousseau considera naturales (la edad o las que radican en “las fuerzas
del cuerpo o en las cualidades del alma”) no generan abismos entre los hombres.
De modo deliberado o no, hay ecos del planteamiento rousseauniano en
la mayoría de las teorías que han tratado de explicar la correlación entre com-
plejidad social y desigualdad. El evolucionismo decimonónico1, en sus diferen-
tes expresiones, trazó una escala que se inicia en las formas más antiguas,

1. De esta concepción participaban por igual doctrinas antagónicas; esto es, tanto las defensoras
como las impugnadoras del status quo socioeconómico y político de la época.
¤ Editorial UOC 42 Psicología de las relaciones de autoridad...

elementales e igualitarias y culmina en las sociedades de clases del complejo


mundo capitalista.
Frente a esas perspectivas existen otras que consideran las desigualdades
como algo inherente a cualquier tipo de organización social. Tal es el caso de la
filosofía política del mundo clásico, sea la platónica de la República o la aristo-
télica de la Política; pero algo parecido nos muestran determinadas teorías so-
ciales inspiradas, directa o indirectamente, en las ciencias que estudian el
comportamiento animal. Con arreglo a una y otra perspectiva, clásica o con-
temporánea, todo tipo de desigualdad humana se estima reflejo y prolongación
de las desigualdades y jerarquías que se creen apreciar en la naturaleza. No cabe
duda de que esto último (ya se trate de las viejas metáforas de los insectos sociales
o de las modernas teorías etológicas) entraña riesgos teóricos y metodológicos.
Cuando menos, un evidente riesgo de antropomorfización y de proyección de
nuestras realidades humanas a otros ámbitos, como la vida animal, muy o com-
pletamente diferentes. (Pensemos que reinas u obreras de abejas u hormigas no
son sino funciones diferenciadas de un modo de vida no afectado por cambios
mientras la especie de que se trate sobreviva; es decir, millones o cientos de mi-
llones de años.)
Las jerarquías políticas y las desigualdades sociales que se dan en el ámbito
humano son, por el contrario, contingentes, históricas, y fruto de tensiones que
llevan en sí mismas el germen del cambio. Su desaparición o transformación no
afecta en modo alguno a la supervivencia de la especie. En definitiva, habría que
admitir con Rousseau que:

“la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana por la desigualdad de


institución.” (Rousseau)2

Parece, pues, que una concepción evolutiva de la desigualdad se acomoda me-


jor que esa otra, esencialista por así decirlo, a la realidad histórica de los seres hu-
manos. Sin embargo, también la primera plantea problemas teóricos y empíricos.
Conviene advertir que ésta incluye, como la segunda, planteamientos diversos.
Pero todos ellos comparten la idea de que la desigualdad y su correlato, la jerar-
quización política (algunos mandan y muchos obedecen), son la contrapartida de

2. Aclararemos, inmediatamente, que institución era el término dieciochesco que equivaldría a lo


que hoy denominamos cultura.
¤ Editorial UOC 43 Capítulo II. Autoridad y poder...

la complejidad y del desarrollo sociocultural. Ello lleva, casi inevitablemente, a


concebir el conjunto de sociedades conocidas en términos dicotómicos: socieda-
des igualitarias, de una parte, estratificadas, de otra. Que los estratos o capas so-
ciales sean tan tremendamente diferentes entre sí como estamentos, castas o
clases importa menos que el hecho mismo de la desigualdad.
El problema fundamental de las dicotomías es que ahogan los matices de la
diversidad cultural. Esta dicotomía, además, soslaya la existencia de desigualda-
des importantes en las denominadas sociedades igualitarias. E impide, de recha-
zo, el análisis de importantes fenómenos de liderazgo que en ellas se generan.
Gracias tanto a un mejor conocimiento de tales sociedades como a una renova-
ción crítica de ciertas ópticas convencionales, se experimentó un cambio im-
portante en este sentido a partir de los años sesenta del siglo XX. Podría, en
resumen, expresarse así: no hay sociedad conocida en la cual, al menos a ciertos
niveles, no se produzca algún tipo de desigualdad y liderazgo.
Lo que se ha puesto de manifiesto en las últimas décadas es que factores de-
cisivos en la producción y reproducción de desigualdades, que antaño se deja-
ron de lado por estimarlos naturales, se utilizan, canalizados por la cultura,
como elementos tan decisivos cual puede ser la posesión de recursos económi-
cos. Es el caso, ante todo, de la edad o del género. Pero son también cualidades
personales, como la potencia física y sexual, las habilidades retóricas o la mani-
pulación de conocimientos mágico-religiosos o de relaciones personales. Todo
ello ha llevado a añadir al plano del análisis la consideración de una micropolí-
tica, que puede completar y complementar la usual óptica macropolítica de
otras ciencias sociales.
Detengámonos unos momentos en lo relativo a la esfera de las prácticas má-
gico-religiosas. En torno a ellas se desarrollan, en la sociedad tradicional, una se-
rie de fenómenos relevantes por lo que a autoridad y poder se refiere. Bien
entendido que de naturaleza y expresión muy diferente a la de nuestras realida-
des sociales. En aquel caso se trata del control de recursos místicos, no materia-
les. Así se argumenta agudamente en el clásico ensayo de Marcel Mauss Esquisse
d’une théorie general de la magie. Para Mauss, estamos ante auténticos poderes:

“son poderes o dan poderes. A este respecto, lo que llama más la atención es la faci-
lidad con la que el mago realiza todas sus voluntades. Tiene la facultad de evocar en
la realidad más cosas de las que otros ni siquiera pueden soñar. Sus palabras, sus ges-
tos, sus guiños, sus pensamientos mismos constituyen potestades.”
¤ Editorial UOC 44 Psicología de las relaciones de autoridad...

Facultades, añade este autor, que el mago posee no sólo sobre las cosas, sino
sobre sí mismo. De ese modo, la magia nos pone ante una realidad donde, tam-
bién, tanto la técnica como la producción se sitúan en terreno muy diferente a
aquellos a los que estamos acostumbrados. Así dice Mauss:

“La magia es, esencialmente, un arte de hacer y los magos han utilizado con cuidado
su savoir-faire, su destreza, su habilidad manual. Es el dominio de la producción pura,
ex nihilo; ella hace con palabras y gestos lo que las técnicas hacen con trabajo.”

Una técnica, sigue diciendo, que es la más fácil, ya que evita el esfuerzo al con-
seguir sustituir la realidad por imágenes. Claro que habría que añadir de inmediato,
matizando, que esas imágenes mismas constituyen otra suerte de realidad.
De lo expuesto se deriva que en las sociedades tribales el liderazgo parezca
muchas veces confinado a la esfera del ritual. Ante todo, porque la esfera de
la política no está en ellas desgajada de la religiosa ni de la del parentesco.
Quien asume la función de dirigir, ocasional o regularmente, el ritual coordi-
na actividades que son provechosas al grupo: el éxito en la expedición de caza,
la buena cosecha. Como creía el antropólogo victoriano Sir James G. Frazer,
la función primera del jefe sagrado consiste en controlar la fecundidad y el
equilibrio de los ritmos naturales. De esta manera lo destaca Luc De Heusch
en su ensayo L'inversion de la dette. Propos sur les royautés sacrées africaines
(1993). Podría decirse que la relación de esas actividades con la política es,
cuando más, tenue. Pero hay quien ha visto en esta relación entre liderazgo y
ritual el remoto origen del estado, por cauces bien diferentes de los concebidos
por marxistas y evolucionistas. Surgido de esa manera el germen de una buro-
cracia (el especialista ritual convertido en líder temporal), se puede utilizar
más tarde para la centralización de otras muchas funciones (Hocart). Es imagi-
nable que entre el orden del parentesco y el orden estatal, rompiendo el con-
trol interno que el primero supone y haciendo posible el control externo que
conlleva el segundo, haya sido necesaria esa jefatura mágico-religiosa (como
apunta De Heusch). Estaríamos, así, ante el primer puente tendido entre la su-
til igualdad y la patente desigualdad.
Bien entendido que las sociedades tradicionales no constituyen un conjunto
homogéneo. Entre ellas se dan diferencias apreciables, en éste y otros órdenes
de cosas. En su estudio comparativo sobre estos temas, la antropóloga británica
¤ Editorial UOC 45 Capítulo II. Autoridad y poder...

Jean S. La Fontaine, experta en el análisis de rituales africanos, expone agudos


contrastes en este terreno. Así, por ejemplo, en el caso de los indios hopi de Ari-
zona, tradicionalmente, no existía en la práctica distinción alguna entre poder
profano y poder ritual. El jefe local se atribuía la jefatura del clan que primero
había ocupado la zona, clan a su vez titular de importantes rituales:

“El jefe del pueblo era, pues, primus inter pares, uno de los jefes de clanes y asociacio-
nes que cooperaban en la ejecución de los rituales del ciclo anual.”

En el otro extremo se sitúan los mende de Sierra Leona. Entre ellos, existe:

“una clara distinción entre la condición de jefe, que es una dignidad secular hereditaria,
y los poderes rituales, que dependen de un conocimiento que, en principio, está abierto
a todos adquirir. Hay grados en el conocimiento secreto, cuya posesión permite a los po-
seedores elevarse en la jerarquía de rangos [...] Entre los hopi, en cambio, el conocimiento
sólo establece una clara diferencia entre los niños pequeños y el resto de la comunidad.”

En sociedades africanas como la de los mende, las diferencias se ubican en


otra esfera: la del género. Los mende, concretamente, tienen, entre otras, dos so-
ciedades secretas, con sus rituales propios, restringidas casi exclusivamente a
hombres (Poro) y a mujeres (Sande). Si bien abiertas a cualquier individuo, tales
sociedades están claramente jerarquizadas:

“Todos los rangos, por encima del más bajo, están simbolizados por máscaras, en cada
una de las cuales reside un espíritu cuyo poder es adquirido y controlado por el po-
seedor de la máscara. En principio, todo miembro es elegible para ascender a los su-
cesivos grados [...] se pone énfasis en el acceso a puestos dirigentes por méritos de
conocimiento más que por herencia o selección hecha desde arriba.”

La propia La Fontaine subraya otro tipo de desigualdad básica, con inciden-


cia en el ritual y en el fenómeno del poder. Se trata, en este caso, de la edad. Re-
firiéndose a otros pueblos africanos, la antropóloga escribe:

“En los ritos de iniciación de los gisu y los samburu, los candidatos están asociados con
la fuerza física y la violencia incontrolada, ya sea en los sentimientos, ya en el comporta-
miento; los mayores representan el respeto a normas de comportamiento, autocontrol y
la sabiduría de la experiencia. El ritual demuestra el control de los mayores sobre los más
jóvenes mediante su acceso a poderes místicos. El mensaje del ilmugit es particularmente
claro: el poder místico de los adultos experimentados es superior a la fuerza física.”
¤ Editorial UOC 46 Psicología de las relaciones de autoridad...

1.2. Liderazgo y jefatura

Las sociedades más igualitarias no desconocen, pues, alguna forma de lideraz-


go, por exótica que resulte o por transitoria que sea. Volveremos enseguida a esos
dos tipos de desigualdad básica, el género y la edad. Pero antes conviene insistir
en esas formas de liderazgo que tienen a éstas como telón de fondo. Precisamente,
del estudio de las sociedades más igualitarias conocido procede un concepto que
ha venido a tipificar una forma transitoria, personal, no oficial por así decirlo de
liderazgo. Se trata del término big man (procedente del pidgin-english bigfella man,
que traduce, a su vez, una infinidad de nombres nativos del ámbito cultural me-
lanesio). El término se ha utilizado para contrastarlo con el de jefe, forma de au-
toridad política permanente, jerarquizada y con carácter hereditario.
Con arreglo a la más conocida generalización antropológica al respecto, que es
la que realizó Marshall Sahlins a principios de los sesenta, cada tipo corresponde
a un área cultural, Melanesia y Polinesia, vecinas en el Pacífico suroriental. Una y
otra región ofrecen tanto contrastes agudos como grandes semejanzas. Estas últi-
mas radican en los casi idénticos recursos (cosechas de ñames, plátanos, cocos) y
en las parecidas técnicas agrícolas. Los contrastes, en cambio, en los ámbitos de
la religión, el parentesco y, sobre todo, la organización política. Con respecto a
esto último, mientras las unidades políticas locales melanesias son autónomas,
los grupos equivalentes polinesios –segmentos de clanes– se integran en una es-
tructura piramidal que los engloba. En el primer caso, estamos ante una sociedad
fundamentalmente igualitaria donde el liderazgo se asocia con la figura del big man.
En el segundo, cada nivel de la pirámide está articulado por un jefe subordinado,
en último extremo, al jefe supremo, rey o soberano.

La figura del big man y el jefe supremo, rey o soberano

Característica fundamental del primer tipo es que se trata de un poder personal. No


hay cargo de big man ni, por tanto, puede heredarse. El status se adquiere a través de
la astuta utilización de los intercambios y la formación de un grupo de seguidores (el
big man es, dice Sahlins, un ‘pescador de hombres’). El prestigio de tal líder se basa en
su generosidad: dar más de lo que recibe. Pero una vez consolidada su posición como
líder de un grupo o facción, tal generosidad se proyecta hacia fuera, hacia otros big
men, con la finalidad de desbancarlos y colocarlos, a su vez, en posición de seguidores.
El proceso entraña un riesgo evidente: la competición suele ser tan dura que los pri-
meros seguidores del líder quedan reducidos a meros dadores de bienes o servicios,
sin contrapartidas. Lo cual pone en peligro tanto el principio axiomático de recipro-
cidad como las bases mismas en que se apoya el poder del big man.
¤ Editorial UOC 47 Capítulo II. Autoridad y poder...

El jefe polinesio, por el contrario, debe su poder al lugar que ocupa en la jerarquía. Los
grupos, en este caso, son permanentes y las reglas de sucesión a los cargos relativamente
precisas. Como resumen cabría decir que el jefe nace, en tanto que el líder se hace.

Aun aceptando la polaridad (liderazgo/jefatura), lo que han puesto de relieve


posteriores aportaciones es tanto la gran diversidad de situaciones en las áreas
culturales que cubre como los problemas que acarrea su aplicabilidad fuera de
ellas. ¿Puede concebirse, por otra parte, la dualidad como un esquema mínimo
de evolución política, desde la inexistencia de autoridad política al umbral de la
organización estatal? Es más que dudoso. Es posible, sí, que en la consolidación
de los grandes imperios históricos (mesopotámicos, egipcio, azteca, inca) se ha-
yan producido situaciones primigenias de transición de liderazgo temporal o
excepcional a jefatura estable y hereditaria. Pero han debido jugar también un
papel importante en esos procesos otros elementos asociados con la transforma-
ción del simple poder de un individuo en una situación excepcional y relativa-
mente minoritaria en autoridad estable y aceptada por muchos. Esto es, lo que
Max Weber denominaba rutinización del carisma3.
No obstante, más que como tipos o realidades fenoménicas, liderazgo y jefatura
cabe considerarlos como principios que inspiran fenómenos concretos de poder y
autoridad. En definitiva, estos mismos conceptos no son sino abstracciones de un
continuum de realidades, ya que no hay poder que no busque legitimarse y consoli-
darse ni autoridad estable que esté desprovista de algún grado de violencia.
Vayamos ahora a exponer los perfiles de esa otra desigualdad más básica:
aquella que entrañan tanto el género como la edad.

2. Formas elementales de la vida política: género y edad

2.1. Hombres y mujeres

A principios de los ochenta, el antropólogo norteamericano Roger M.


Keesing resaltaba cómo, hasta muy pocos años antes de esas fechas, el número

3. Las cualidades atribuidas al líder terminan institucionalizándose en un cargo.


¤ Editorial UOC 48 Psicología de las relaciones de autoridad...

de estudios sobre el papel de la mujer en la sociedad tradicional había sido muy


escaso. Hubo, eso sí, notables precedentes, con obras firmadas por nombres tan
ilustres como los de Ruth Benedict y Margaret Mead. Pero las descripciones de
pueblos ajenos a la órbita occidental habían proporcionado, en general, una
imagen de sociedades controladas por los hombres. Tal vez eso se debiera (la si-
tuación hoy ha girado casi ciento ochenta grados) a:

a) Un evidente sesgo machista en la investigación etnográfica al uso;


b) quizá, también, al reflejo real de las sociedades estudiadas;
c) o, por último, a una combinación de ambas cosas.

En todo caso, la proliferación de estudios posteriores sobre estos temas vino


a poner de relieve cómo datos tenidos antes por naturales se convertían en he-
chos culturales importantes. De ese modo, el análisis de la explotación se tras-
ladaba del terreno puramente económico al de las relaciones de género. Con
ello, además, sociedades concebidas habitualmente como igualitarias empeza-
ron a mostrar perfiles muy diferentes.
Uno de los primero intentos de sistematizar los conocimientos que los antro-
pólogos poseían sobre el estatus de la mujer en muy diferentes sociedades triba-
les fue el estudio comparativo Woman, culture and society, coordinado por las
investigadoras Rosaldo y Lamphere en 1974. En él se pone de relieve que las mu-
jeres están universalmente subordinadas a los hombres. La doctora Rosaldo ar-
gumenta que la atribución a la mujer del cuidado de la prole (y el hecho de
parir, en suma) origina en toda sociedad conocida una separación entre dos ám-
bitos: el doméstico y el público. El primero constituye el lugar de la mujer; el
segundo –política, economía de intercambios, rituales públicos– queda en ma-
nos masculinas. Sólo ocasionalmente el papel femenino aparece como central y
público; en general, es considerado marginal. Su actuación se muestra, más bien,
como oculta y manipuladora. Incluso en sociedades como la de los arapesh de
Nueva Guinea, estudiados hace muchos años por Margaret Mead, donde las mu-
jeres gozan de alto estatus, de innegable influencia y donde la polarización de los
roles sexuales no es tan marcada como en otras sociedades, se las excluye de los
ritos sagrados y se las obliga a adoptar un papel de niños ignorantes. O casos
como el de los yoruba de Nigeria, donde las mujeres han controlado tradicional-
¤ Editorial UOC 49 Capítulo II. Autoridad y poder...

mente el comercio y la economía en general y, sin embargo, deben mostrar su-


misión ante sus esposos, alardear de ignorancia y manifestarse obedientes.
Estudios como el que acabamos de mencionar han recibido, por otra parte,
variadas críticas. Aun reconociendo que estas investigaciones superan viejos es-
quemas –basados en el supuesto del fundamento biológico del sometimiento de
un sexo a otro– se resaltan sensibles deficiencias. Unas son de tipo histórico y
otras evolutivo. Pensemos, por ejemplo, que esa dicotomía entre lo público y lo
privado en la que parece basarse la sumisión de la mujer al hombre no es sino
una característica de las sociedades occidentales. Como pusieron singularmente
de relieve los sociólogos y pensadores de la denominada Escuela de Frankfurt4,
tal distinción se manifiesta en el tránsito de los periodos heroico a clásico en el
mundo helénico y alcanza su culminación en la fase capitalista de las sociedades
occidentales.
No son menores los reparos desde el punto de vista de la teoría evolutiva. Así,
Linda M. Fedigan argumenta que en las últimas décadas se ha producido un im-
portante cambio en los modelos que analizan la relación masculino/femenino
a lo largo de la evolución humana. Hasta los años ochenta, nos dice, predomi-
naba el modelo del hombre cazador como principio y origen de la cultura de la
humanidad. Esto es, el de un macho dedicado, activa y agresivamente, a pro-
porcionar alimentos y protección a mujeres e hijos necesitados unos y otras e
incapaces de proporcionárselos por sí mismos. Modelo, por otra parte, que se
inspiró en ilustres victorianos, como el propio Darwin. Vistas las cosas de ese
modo, a las mujeres sólo les queda “intercambiar sus capacidades sexuales y re-
productivas por protección y alimentos”. El rol predominante del varón se legi-
tima, de ese modo, porque su fabricación y utilización de los primeros
instrumentos (las armas) hizo posible el tránsito de la pura animalidad a la con-
dición humana. Ese modelo fue sustituido por su opuesto: el de la mujer recolec-
tora. Con arreglo a esta otra perspectiva, fue la hembra la que inició la
locomoción bípeda a través de la sabana y elaboró los primeros artilugios huma-
nos de acarreo, los cestos. Fedigan recoge en su trabajo bastantes pruebas, pa-
leontológicas y etnográficas, que ciertamente cuestionan la validez del modelo
del cazador masculino.

4. Según la Escuela de Frankfurt, trasladar a otras sociedades lo que son procesos históricos especí-
ficos de las nuestras vendría a representar lo que solemos denominar etnocentrismo.
¤ Editorial UOC 50 Psicología de las relaciones de autoridad...

En definitiva, en las últimas décadas la investigación antropológica sobre la


desigualdad y la jerarquización sexual –o de género, más estrictamente– refleja
en gran medida los problemas que se debaten las sociedades contemporáneas.
Del mismo modo que los pensadores victorianos expresaban con modelos pre-
dominantemente masculinos las características de la primera revolución industrial,
nuestra época se manifiesta con sus propios problemas y luchas. La creciente, pero
aun incompleta e injusta, incorporación de la mujer al mercado de trabajo y a pues-
tos de responsabilidad, sus luchas por conseguir la equiparación con los varones
desde las tareas del hogar al terreno profesional o la no-naturalidad en la asignación
de papeles o tareas a uno u otro sexo son aspectos, entre otros, que aparecen refle-
jados tanto en la investigación como en los inacabables debates académicos.

2.2. Clases de edad

Diferencias entre los distintos sectores que integran una sociedad con arreglo
a la edad las hay y las ha habido en todo tiempo y lugar. Otra cosa es la relevan-
cia que se asigne al hecho de pertenecer a un determinado segmento de los que
componen el ciclo vital de un individuo. Desde un punto de vista puramente
biológico, el ciclo vital es un continuum que podemos dividir, arbitrariamente,
en n fracciones a efectos puramente estadísticos para el estudio de una pobla-
ción. Ahora bien, cada cultura y cada época histórica suele dar un significado es-
pecífico a las diferentes etapas de la vida. En muchas sociedades de las
denominadas primitivas, además, esas etapas constituyen el marco para la for-
mación de clases o grupos de edad. También en este caso nos encontramos ante
fenómenos de jerarquías, poder/autoridad, control de determinados recursos y
explotación. Lógicamente, el tema ha interesado a especialistas que han aporta-
do al debate sus perspectivas teóricas, metodológicas e ideológicas.
Muchos años antes de que se iniciara el debate entre diversas tendencias
(más o menos conservadoras o liberales, marxistas de distinto signo, etc.) el an-
tropólogo Robert H. Lowie afirmaba, en su Primitive society, que las relaciones
entre las generaciones de más edad y las más jóvenes eran, en sociedades primi-
tivas, fundamentalmente de tipo conflictivo. Es más, añadía:

“no se trata de un combate personal [esto es, entre padre e hijo] sino de una lucha
de clases”.
¤ Editorial UOC 51 Capítulo II. Autoridad y poder...

Lowie no concebía en modo alguno esas distinciones y rivalidades como univer-


sales. Es más, argüía frente a un autor alemán de principios del siglo XX, nada de
natural existe en ellas. El alemán en cuestión, Schurtz había sostenido que una de
las formas más antiguas de asociacionismo era aquella que se generaba en el seno
mismo de la familia, en virtud del antagonismo que enfrenta a padres e hijos. Era
éste el germen de las divisiones futuras en clases sociales. Para Schurtz, este funda-
mento de luchas y fraccionamientos no era estrictamente natural, sino que proce-
día de un encadenamiento de factores psíquicos (universales) y convencionales
(culturales). De esta manera, en toda sociedad primitiva existía una división tripar-
tita: niños, adolescentes núbiles y casados. Según el autor alemán, la separación en-
tre las dos primeras clases era natural, mientras que entre la segunda y la tercera la
demarcación era artificial (o cultural, como hoy diríamos). Lowie, en cambio, nega-
ba esa pretendida universalidad de las clases basadas en segmentos de edad. Provis-
to de numerosos ejemplos procedentes de pueblos primitivos, repartidos por varios
continentes, venía a mostrar que, si bien el modelo de Schurtz era aplicable a algu-
nas sociedades, no lo era en modo alguno a otras muchas.
La expresión lucha de clases sugerida o empleada por estos autores no tenía,
en principio, el sentido que suele darle el marxismo ortodoxo a estos términos.
Sin embargo, algún antropólogo contemporáneo sí que ha analizado el fenóme-
no de los grupos de edad desde esa perspectiva. Tal es el caso del francés Pierre
Ph. Rey. Para él, las relaciones entre jóvenes y adultos maduros sí que constitu-
yen auténticas relaciones de clases, en sentido estrictamente marxista, ya que
los segundos explotan a los primeros. Refiriéndose a su trabajo de campo, reali-
zado en el antiguo Congo francés, argumenta que el conjunto de elders de los
linajes constituye una clase social. Rey se apoya en el hecho histórico de pobla-
ciones que fueron sometidas al comercio de esclavos. En ellas, los miembros
adultos proveían de esclavos a los europeos vendiéndoles los miembros jóvenes
de sus propios linajes. Ello se realizaba mediante alianzas de los elders con el ob-
jeto de venderse mutuamente sus respectivos jóvenes. Ahora bien, como refuta
otro antropólogo, igualmente francés y también marxista, el término clase es to-
talmente inadecuado en este contexto. Claude Meillasoux sostiene que adoles-
cencia, juventud y madurez son, por su propia naturaleza estados transitorios,
no permanentes. El joven, sigue Meillasoux, no está con relación al elders en si-
tuación de explotado, sino, más bien, en la de cliente. El primero espera obtener
del segundo apoyo económico en el llamado pago de la esposa (esto es, el equi-
¤ Editorial UOC 52 Psicología de las relaciones de autoridad...

valente a la dote femenina de nuestra sociedad pero en aquella situación a cargo


del varón). Conseguido ese objetivo y realizado el matrimonio, el joven se con-
vierte en adulto y pater familias. La oposición entre esas pretendidas clases se re-
suelve, por tanto, generación tras generación (cíclicamente, por así decirlo): los
adultos deben ceder a los jóvenes el poder de reproducción, el cual, en socie-
dades tribales, engloba los medios de producción.
Con todo, conviene tener en cuenta que los adultos, en esas sociedades, tienen
en sus manos un enorme poder. Sencillamente, porque de ellos depende el que
los jóvenes puedan contraer más pronto o más tarde matrimonio y acceder, de
ese modo, al estatus que confiere autoridad e independencia. Concretamente, las
sociedades africanas han sido, tradicionalmente, mucho más tolerantes que las
occidentales en materia de libertad sexual. No se trata, pues, de un conflicto ge-
neracional en torno al acceso sexual a las mujeres, sino al acceso social a las mis-
mas (esto es, el matrimonio, con todos los derechos políticos y económicos que
otorga). Del mismo modo, el control estriba no tanto en la reproducción biológica
del grupo cuanto en la reproducción social.
Es igualmente interesante tomar en consideración el caso de algunas sociedades
del oeste africano, donde la distinción crucial entre jóvenes y adultos o ancianos
nada tiene que ver con la edad biológica. Se es anciano, con independencia de la
edad que se tenga, cuando se posee una serie de objetos que confieren prestigio (jo-
yas, vestidos), aunque sean de nula utilidad económica pero sí de alto valor ritual.
Sólo pueden ostentarse con ocasión de fiestas y rituales. También son, en ese senti-
do, ancianos los herederos inmediatos de quienes poseen tales objetos. Jóvenes, por
el contrario, son quienes carecen de esos bienes, durante buena parte de sus vidas
o a lo largo de toda ella. Y es altamente significativo que en esos grupos el término
empleado para designar al joven y al plebeyo sea uno y el mismo.

2.3. Poder, recursos y ritos

Las sociedades tradicionales organizadas como reinos o imperios suelen caracte-


rizarse por la ritualización, a veces extrema, de las actividades y personas que sim-
bolizan la jerarquía política. Conocidos son, por ejemplo, los casos de monarquías
divinas africanas, donde el rey no es, como sus análogos europeos del ancien régime,
¤ Editorial UOC 53 Capítulo II. Autoridad y poder...

mero representante de Dios en la tierra, sino su misma encarnación. De ese modo,


todos los actos de la realeza, desde la coronación al fallecimiento, constituyen pro-
piamente hechos religiosos. Tal vez uno de los estudios antropológicos donde más
se ha resaltado la ritualización del poder político sea el que Clifford Geertz dedicó
a la sociedad balinesa tradicional. Tal como este autor describe esta sociedad, todo
el aparato estatal estaba destinado allí a servir de soporte al ritual. Éste, a su vez no
sólo venía a justificar, sino a hacer fascinante la enorme desigualdad de una socie-
dad constituida en castas cual era la de los reinos balineses. El ritual político no era,
nos dice Geertz, un mero sostén del estado, sino al contrario: “El poder servía a la
pompa, no la pompa al poder”. O más crudamente: no era tanto el estado el que
producía rituales cuanto el ritual el que creaba periódicamente el estado. Así, los ri-
tos de la corte –o los de los señores, en general– eran espectáculos en los cuales par-
ticipaban todos los elementos de la jerarquía social, pero con una clara
diferenciación de papeles. Los señores como empresarios y actores principales; los
sacerdotes como directores de escena; por último, los campesinos o súbditos, a car-
go de papeles menores, de la tramoya y, por supuesto, en el rol de espectadores. En
definitiva, se trataba de un espectáculo dirigido a mostrar, a afirmar y, sobre todo,
a hacer gozar con la estética de la desigualdad.
Pero, ¿por qué y como aceptan los pueblos la desigualdad a través de estos
artilugios rituales? Bali era una sociedad agrícola basada en la irrigación y en la
cual el control de los riegos se entrelazaba con el de los ritos y el propio control
político, pero todo parecía depender, en último extremo, de esa teatralidad ri-
tual. De modo más explícito que la obra de Geertz, un reciente estudio del lide-
razgo político entre los antiguos mayas, de Lisa J. Lucero, nos permite apreciar
tanto la articulación de recursos económicos vitales y ritualización religiosa,
como los procesos de evolución política hacia el estado. Según esta autora, los
gobernantes mayas del periodo clásico (esto es, de los años 250 a 850 de nuestra
era) lograron adquirir y mantener el poder político a través de la transformación
de rituales domésticos en rituales comunitarios y públicos. El poder político se
basaba en la capacidad de extraer tributos, ya procedieran de la fuerza de trabajo
de los campesinos o de sus excedentes agrícolas. Tanto los plebeyos como la no-
bleza y la realeza realizaban, en principio, los mismos ritos, vinculados al hogar
y al agua: de la fertilidad, de la lluvia, de los antepasados. Lo que variaba era la
escala, ya que las capas superiores, además de los privados, ejecutaban igualmen-
te rituales públicos. Estos, celebrados en amplias zonas abiertas, cumplían varias
¤ Editorial UOC 54 Psicología de las relaciones de autoridad...

funciones: atraer e integrar a los campesinos dispersos, promover la solidaridad


y legitimar los derechos de la clase gobernante a recabar tributos:

“A través de las ceremonias, los gobernantes lograron demostrar su relación con los
antepasados y la continuidad de elementos vitales de la vida (esto es, el agua). En con-
secuencia, su poder se extendía más allá de los eventos centrípetos [ritos] y, en defi-
nitiva, sus derechos recaudatorios quedaban santificados.”

Es probable que la sociedad maya fuera inicialmente mucho más igualitaria.


En ese sentido apunta la indiferenciación de los ritos, fueran familiares o reali-
zados a gran escala. Como señala esta autora, los ritos regios no tenían nada de
peculiar o exclusivo: simplemente, calcaban los de escala menor. En último ex-
tremo, esa identidad ritual subrayaba la unidad social. Sin embargo, los ritos de
la elite y de la realeza venían tanto a integrar a las gentes como a justificar el
diferente acceso a la riqueza y al poder político:

“Todos los miembros de la sociedad tenían el poder de seguir celebrando los mismos
rituales tradicionales que realizaba la realeza. Ahora bien, ésta demostraba que poseía
lazos especiales con el mundo sobrenatural que beneficiaban a todos; y esto es lo que
les permitía apropiarse del excedente de otros.”

No obstante, no hay por qué considerar, a juicio de Lucero, que los mayas
actuaran a ciegas. Tenían otras opciones aparte de aferrarse a un determinado
soberano: dispersarse o acogerse a otro. Los ritos no eran meramente artificios
manipuladores, sino fundamentalmente integradores. La realeza, por su parte,
debía probar sus mejores contactos con la divinidad mediante más brillantes ce-
remonias, más fertilidad, lluvias más abundantes y, en suma, más riqueza. Con
su masiva y recurrente participación en los rituales y sus tributos, la gente del
común contribuía al cambio político. Lo cual, en este caso, implicaba reforza-
miento de la desigualdad y de las jerarquías.

2.3.1. La emergencia del poder en situaciones de excepción

En Las estructuras elementales del parentesco, Lévi-Strauss equipara los meca-


nismos que generan y mantienen la dinámica social de las sociedades más pri-
mitivas a través del intercambio matrimonial con determinadas situaciones que
¤ Editorial UOC 55 Capítulo II. Autoridad y poder...

se presentan en las sociedades avanzadas. Puede tratarse del ofrecimiento de


vino de una mesa a otra en un restaurante popular francés; o de la ayuda espon-
tánea ante una súbita catástrofe urbana (un incendio, el derrumbamiento de un
edificio). Tal vez, nadie conocía previamente a quien ofrece o recibe el auxilio
o la invitación; y son esas acciones, en apariencia desinteresadas, las que nos
permiten observar, casi cotidianamente, la génesis de la vida social en su más
estricta elementalidad. Su entramado último y primigenio se teje gracias a pe-
queñas o grandes ayudas y donaciones recíprocas. Es la reciprocidad lo que sub-
yace, en definitiva, a lo que denominamos sociedad, sea salvaje o civilizada.
¿Cabe hablar de forma parecida por lo que a las estructuras de poder se refiere?
Es posible, y nos enfrentamos a la cara opuesta de la solidaridad y reciprocidad
espontáneas y básicas. También, a uno de los perfiles más nefastos de nuestra
humana condición.
Evidentemente, ignoramos cómo pudieron emerger las primeras estructuras
sociales y, por ende, políticas. Es muy probable que unas y otras posean raíces
prehumanas: el carácter gregario y pendenciero de la mayoría de los primates
tiene mucho que ver, sin duda, con todo esto. Pero no sabemos cómo fueron los
primeros líderes de los grupos humanos ni cómo ejercían su poder. Sí que sabe-
mos bastante de algunos desarrollos políticos que conducen a las teocracias a
partir de situaciones de relativa homogeneidad social: tal es el caso de los mayas
que acabamos de considerar. En otro orden de cosas, el tiempo más cercano nos
permite conocer procesos en cierto modo análogos. Se trata de las pavorosas rea-
lidades de nuestra época, encarnadas en los abundantes y variados conflictos
bélicos, mundiales o locales. En unos y otros se han producido intentos delibe-
rados de aniquilación de grupos humanos5. Estamos ante escenarios excepcio-
nales, más o menos pasajeros, que nos permiten vislumbrar el nacimiento de las
estructuras de poder.
Un observador privilegiado, y al tiempo actor obligado de una de esas tra-
gedias contemporáneas, fue el escritor Primo Levi. Los torturadores de los
campos de exterminio nazi, resalta este autor en su obra Los hundidos y los sal-
vados, no eran radicalmente diferentes de sus victimas. Antes al contrario, “es-

5. Cuando hablamos de intentos deliberados de aniquilación de grupo humanos nos referimos a la


Alemania nazi, la Yugoslavia posterior al derrumbamiento del régimen soviético, la Camboya de
los khemeres rojos, los diversos conflictos étnicos del África postcolonial, el inacabable conflicto
árabe-palestino, etc.
¤ Editorial UOC 56 Psicología de las relaciones de autoridad...

taban hechos de la misma pasta, eran seres humanos medios, medianamente


inteligentes, medianamente malvados: salvo excepciones, no eran monstruos,
tenían nuestro mismo rostro”. Ahora bien, el Tercer Reich creó, ab initio, un
foso insalvable entre unos y otras, en virtud del cual los concentrados estaban
destinados a ser reducidos primero a la esclavitud y luego a la extinción. Sobre
todo los judíos, esto es, la inmensa mayoría de los campos, eran equiparados,
mediante la jerga y los actos de los carceleros, a la pura animalidad. Sin em-
bargo, en el seno de los condenados se establecieron otra jerarquía y otras re-
des de poder. En parte inducida por el mando, en parte surgida de modo
espontáneo, la organización de los campos venía a ser “una adaptación de la
praxis militar alemana (...) una copia sin gloria del ejército propiamente dicho
o, mejor dicho, una caricatura suya”.
El campo, el Lager, nos ilustra Levi, no es un universo homogéneo de mise-
rables absolutamente desprovistos de poder. La situación insólita establece otra
dicotomía entre los siervos: los prisioneros del montón frente a los privilegia-
dos, los recién llegados frente a los veteranos. Los primeros eran sometidos a las
bromas crueles de los segundos, análogas a los ritos de iniciación de las socieda-
des primitivas:

“la multitud despreciada de los ‘antiguos’ tendía a ver en el recién llegado un blanco
en quien desahogar su humillación, a encontrar a su costa una compensación, a crear
a su costa un individuo de menor rango a quien arrojar el peso de los ultrajes recibi-
dos de arriba.”

Entre los concentrados se daba, sin duda, el caso de los que, espontáneamen-
te, aspiraban al poder (sádicos, frustrados o individuos miméticos de sus amos,
que desarrollaban lo que luego se ha denominado el síndrome de Estocolmo). Pero
la cosa no quedaba ahí. Paralela a esa disposición psíquica, el Lager proporcio-
naba o generaba una jerarquía de los concentrados que se articulaba en torno a
recursos escasísimos: algo más de alimento, algo menos de trabajo o un trabajo
diferente. Se trataba de una escala cuyo peldaño de mando inferior lo integra-
ban los funcionarios de bajo rango (“una fauna pintoresca de barrenderos, lava-
platos, guardias nocturnos, hacedores de camas [...] detectadores de piojos y
sarna, mensajeros, intérpretes, ayudantes de los ayudantes”) y que culminaba
con los Kapos6.
¤ Editorial UOC 57 Capítulo II. Autoridad y poder...

Realmente, es difícil imaginar una sociedad humana desprovista de algún


tipo de poder coercitivo. Los autores de utopías y, sobre todo, los reformadores
o revolucionarios del siglo XIX remitieron esa situación paradisíaca al umbral de
los tiempos o, sobre todo, al final de la historia. Desconocemos el primer extre-
mo y, claro está, nada sabemos del segundo.
No obstante, circunstancias excepcionales como las que se acaban de men-
cionar, que parecen suspender el acontecer histórico habitual, nos hacen dudar
de las utopías. La ficción literaria es demoledora a este respecto: recuérdese, por
ejemplo, el relato estremecedor del William Golding en El señor de las moscas. El
naufragio de unos adolescentes en una atractiva isla no los convierte en unos
robinsones envidiables, sino en las víctimas del sistema tiránico y aniquilador
que ellos mismos generan. La realidad de nuestra época no se queda corta con
respecto a la imaginación del novelista. En la misma obra antes mencionada,
Los hundidos y los salvados, Primo Levi relata la historia del judío Chaim
Rumkowski. Decano o presidente del gueto de la ciudad polaca de Lodz, un per-
fecto necio propio para divertir a las autoridades alemanas, se convirtió en un au-
téntico rey despótico. A cambio de un trozo de pan o poco más, disponía de una
corte y de un ejército; de poetas áulicos que cantaban sus glorias y hasta de manto
real y carroza tirada por un asno esquelético. Al parecer, el pobre diablo se tomaba
tan en serio su papel que procuraba mejorar la situación de sus súbditos. Por su-
puesto, su condición no le privó de burlas y bofetadas a cargo de agentes de la
Gestapo cuando trató de interceder por algún consejero suyo apresado por los
alemanes. Finalmente, se le concedió, a él y a su familia, el privilegio de ser tras-
ladado en un vagón especial a Auschwitz. Allí, las cartas de recomendación que
llevaba no pudieron librarlo de la cámara de gas.

3. Diversidad cultural y ubicación del poder

Como ya se ha apuntado, es difícil imaginar un estudio de fenómenos po-


líticos donde no se atienda a la realidad del poder. Pero éste, también se ha

6. Los Kapos eran auténticos pequeños sátrapas con poder casi absoluto.
¤ Editorial UOC 58 Psicología de las relaciones de autoridad...

subrayado antes, no presenta siempre ni en todo lugar los mismos perfiles. La


diversidad cultural ofrece contrastes amplios en éste y otras órdenes de cosas.
Tal ocurre, igualmente, por lo que concierne al lugar que el poder ocupa en
una sociedad o época concretas. El politólogo W. J. M. Mackenzie escribe a
este respecto lo siguiente:

“Hay tribus como las de los indios zuni cuya cultura extirpa la ambición y difunde el
poder de modo tal que éste es invisible. Pero la ambición de poder (cualesquiera sean
sus orígenes sociales o psicológicos) constituye un hecho importante en todos los sis-
temas políticos principales tanto ágrafos como modernos.”

La inmensa mayoría de los especialistas en ciencias sociales, incluidos por su-


puesto los antropólogos, se manifestarían de acuerdo con esa universalización
del poder. Aunque hay excepciones: es el caso, por ejemplo, de Pierre Clastres.
Para este autor, existe:

“un enorme conjunto de sociedades donde los depositarios de lo que en otra parte se
llamaría poder, de hecho carecen de poder, donde lo político se determina como
campo fuera de toda coerción, fuera de toda subordinación jerárquica, donde, en una
palabra, no se da ninguna relación de orden-obediencia.”

Ahora bien, el problema no estriba tanto en si existe o no el poder en una


determinada sociedad con unas determinadas características cuanto en el lugar,
la ubicación que ese fenómeno tiene en cada sitio o momento histórico. No cabe
duda de que el líder de un poblado amazónico (que es la realidad que mejor
conocía Clastres) no ofrece las mismas características que un rey absoluto o
que un presidente de Estados Unidos. Concretamente, el liderazgo en grupos
humanos como esos, muy reducidos en general, se basa en el consenso y en
el servicio que presta a su comunidad. Lo cual no quiere decir que en tales
sociedades el poder ofrezca características básicamente distintas a las de
otras épocas u otros ámbitos socioculturales. El poder implica, en cualquier
caso, algún tipo de coerción, sea psíquica o física. Es probable que los líderes
y jefes amazónicos no ejerzan ninguna clase de constreñimiento sobre sus
seguidores porque, como destaca Lapierre, en esas comunidades “la fuerza de
la coerción está en otra parte, en la colectividad de los varones adultos, de
los cazadores guerreros”.
¤ Editorial UOC 59 Capítulo II. Autoridad y poder...

Ya hemos visto cómo hasta en las sociedades más aparentemente igualitarias


el género y la edad juegan un papel decisivo por lo que al poder se refiere. Seña-
lemos ahora que su diferente ubicación, ese “estar en otra parte” al que alude
Lapierre, es significativa e importante. Por dos razones.

1) En primer lugar, porque aquí radica uno de los mayores contrastes cultu-
rales entre sistemas políticos tradicionales y modernos. Así, de una parte, hay
sistemas políticos que dramatizan o ritualizan todo lo relativo al poder: tanto
las luchas para obtenerlo (campañas y debates electorales, sondeos, utilización
de los medios de comunicación de masas, etc.), como las instituciones que lo
encarnan (tomas de posesión de los cargos políticos, momentos y escenarios de
comparecencias públicas, lugares de residencia, etc.). El poder se transforma en
esos sistemas en objeto legítimo de competición y, por ello, se expresa de modo
bien visible. Es lo que ocurre en el llamado mundo occidental a partir sobre todo
de la Edad Moderna. Por el contrario, hay sistemas políticos que ocultan celosa-
mente tanto las expresiones del poder como las confrontaciones políticas. Se
trata de las denominadas sociedades primitivas, pero también del amplio pasado
de nuestras propias sociedades.
2) En segundo lugar, la dramatización del poder (su visibilidad o entroni-
zación) va unida a su crecimiento imparable. Fue el francés Bertrand de Jo-
uvenel en un estudio clásico sobre el poder quien aludió a esa correlación al
referirse a la historicidad del fenómeno. De ahí que podamos afirmar que
mientras el poder se encuentra como recóndito o desplazado de lugares cen-
trales en una sociedad (difuso en manos de los varones, por ejemplo; o in-
aprensible, como los poderes ocultos de los magos o de los reyes divinos) su
crecimiento es menguado. En cambio, la expresión manifiesta, central y, a
veces, hasta brutal del poder (el poder nazi, la oligarquía soviética) va unida
a su desarrollo más desaforado.
Existen formas sutiles de enmascaramiento u ocultación del poder que sub-
yacen a nuestro propio pasado. También, otras que tienen o han tenido plena
vigencia tanto en sociedades exóticas o que se manifiestan en zonas rurales del
mundo occidental. De las primeras da cuenta el propio desarrollo de la filosofía
o teoría políticas; de las segundas, la investigación etnográfica llevada a cabo
por antropólogos el último siglo. En los dos apartados siguientes atenderemos a
una y otra vertiente de esta cuestión.
¤ Editorial UOC 60 Psicología de las relaciones de autoridad...

3.1. Del enmascaramiento a la centralidad del poder

En el escenario político que dibujan los grandes pensadores del mundo


griego clásico ni el poder ni las luchas para obtenerlo ocupan un lugar central.
Antes al contrario, es la justicia o buen gobierno (eunomía) la que preside la
vida ciudadana.
Como señala Rodríguez Adrados, el ideal de justicia se conjugaba tanto con
una concepción clasista y jerárquica como con la supresión de “los instintos
competitivos y agonales”. Sin embargo, como apunta este autor, en la época de
Sócrates ideología y realidad políticas ya no marchan al unísono. Se produce,
así, un “divorcio cada vez mayor entre individuo y sociedad” y “un conflicto
constante entre la justicia o nomos y los procedimientos indispensables para
triunfar”. La propia muerte de Sócrates es tanto expresión como culminación de
ese conflicto. El filósofo y su discípulo, Platón, se aferran a un orden tradicional,
que hipervalora lo comunitario y desdeña lo individual o lo integra en la comu-
nidad, concebida como todo orgánico. En cambio, el realismo de los sofistas, a
los que censuraban acremente los filósofos tradicionalistas, les hacía ver que los
valores comunitarios y jerárquicos de las clases altas ocultaban las luchas por el
poder y las ambiciones individuales afloradas con los cambios sociales y políti-
cos producidos en el mundo antiguo.
Probablemente, la obra clásica que mejor refleje las tensiones entre esas dos
cosmovisiones, tradicional y nueva, sea la Politeia o República platónica. Pues
bien, el mundo ancestral que manifiesta esta obra, tan distante y distinto de las
concepciones actuales de la política, se apoya en un sustrato valorativo nada
ajeno al de otra sociedad tradicional: la de la India de las castas. Uno de los más
profundos conocedores de esa sociedad, Louis Dumont, observa que la obra de
Platón “recuerda enormemente la teoría india de las varnas, o más bien la tri-
partición indoeuropea de las funciones sociales”.
Nada tiene esto de sorprendente, ya que ambas nociones rinden tributo a la
jerarquía y a la desigualdad. Pero tampoco son muy diferentes, como veremos,
las ritualizaciones políticas de las sociedades tribales, donde predominan los va-
lores igualitarios. Curiosamente, esos tres universos (clásico, hindú y tradicio-
nal) dramatizan, aunque, eso sí, de modo diferente, los valores colectivos y
ocultan o relegan lo individual y las realidades de poder. En ese sentido, podría
¤ Editorial UOC 61 Capítulo II. Autoridad y poder...

decirse que nuestro mundo político –individualista y obsesionado por el poder–


es la excepción de una vieja y muy extendida norma; por más que la excepción
sea o vaya camino de ser universal. Ahora bien, conviene insistir en que esa tea-
tralización o ritualización del mundo antiguo o primitivo no elimina en abso-
luto las ambiciones particulares ni las luchas por el poder. Simplemente las
desplaza de la escena pública.
El tránsito de una concepción holística, comunitaria, a otra individualista es un
proceso largo y complejo. Proceso que, en el mundo occidental, ha sido analizado
por Dumont en alguna de sus etapas decisivas. Inciden en estas transformaciones
corrientes de pensamiento diversas: cristianismo, estoicismo, jurisprudencia
romana, etc. Con todo, la sociedad medieval europea se sitúa más cerca de
una noción tradicional que de otra moderna e individualista. Es ya al final de esa
etapa histórica, en el apasionante y conflictivo siglo XIV cuando las luchas en-
tre el papado y el imperio se entrecruzan con las diversas interpretaciones del
aristotelismo (nominalismo versus realismo) y nos instalan en el umbral de la
modernidad.
El nominalismo (como ya destacó George Sabine) nos acerca a nociones que
nos resultan familiares: pueblo, mayoría y, sobre todo, poder del legislador. Si
bien concebidas aun en contextos medievales, no cabe duda que todas contras-
tan con las nociones que implican, ante todo, jerarquía y desigualdad. El mun-
do clásico ponía el acento en la auctoritas y consideraba la potestas una facultad
subordinada y limitada. En contraste, como escribe Dumont, a partir de enton-
ces lo que sobresale es “la noción de ‘poder’ (potestas), que aparece así como el
equivalente funcional y moderno del orden y de la jerarquía”.
En cuanto a los pasos concretos que sigue el proceso desde los comienzos de
la edad moderna es materia que rebasa ampliamente este capítulo. Pero tenga-
mos en cuenta, brevemente al menos, algunas de las figuras intelectuales que
más han contribuido a desentrañar los mecanismos del poder. Maquiavelo, en
primer lugar. El florentino parece situarse en el tránsito de los valores antiguos
a los modernos y aconseja de este modo al gobernante:

“Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes
y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo per-
tenece esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta con aquél, es
preciso recurrir al segundo.”
¤ Editorial UOC 62 Psicología de las relaciones de autoridad...

La alusión a las leyes parece evocar la justicia de los clásicos, pero la fuerza
puramente animal nos pone en contacto con nuestras realidades más cercanas
y pavorosas. Rota la vieja unidad entre moral y política, como hizo ver Sabine,
a partir de la modernidad, al estadista se le ve situado por encima del grupo y
de la moralidad. Ésta se convierte en asunto privado y al gobernante se le mide
por sus éxitos en la consecución, ampliación y perpetuación del poder. El gran
sistematizador de la política como técnica amoral será otra gran figura: Hobbes.
Éste, al comienzo del capítulo XVII de su obra más conocida, Leviatán, alude ex-
plícitamente a esa visibilidad del poder cuando se refiere a la meta que persi-
guen los hombres al constituirse en repúblicas:

“Arrancarse de esa miserable situación de guerra [...] cuando no hay poder visible que
los mantenga en el temor.”

Hobbes trata del poder sin esas matizaciones maquiavélicas a las que se ha alu-
dido. Como también apunta Sabine, la teoría hobbesiana equivale a identificar el
gobierno con la fuerza. El poder absoluto del soberano es complemento necesario
del individualismo de Hobbes, ya que sin el primero no hay más que individuos y
guerra entre individuos. El gran error de Hobbes –explicable, por supuesto, en un
hombre de su época– estriba en el tremendo brinco de lo que denominaba estado
de naturaleza al Estado, sin más, o de la mera animalidad al europeo de la edad mo-
derna. Pero su intuición no es menos colosal: en condiciones radicalmente diferen-
tes a las de los sistemas políticos modernos, el poder se hace opaco, invisible.
Dando ya un enorme salto a nuestra época, recordemos una vez más el aná-
lisis del fenómeno del poder más influyente en las ciencias sociales contempo-
ráneas, el de Max Weber. Como ya se ha apuntado, desde su perspectiva, el
poder deja de verse como mera característica de individuos: las relaciones de po-
der se conciben ya como ubicuas, en tanto que permean todo el cuerpo social.
No obstante, al delimitar el ámbito de lo político, Weber coloca el poder, en tan-
to que dominación, en lugar central. Sin duda, como han subrayado sus comen-
taristas, el término alemán empleado por Weber, Herrschaft7, tiene difícil
traducción a nuestros términos dominación y autoridad.

7. Esta palabra entraña, en definitiva, consentimiento, pero también fuerza e incluso violencia. Pense-
mos, además, que para el sociólogo alemán el estado supone, en último extremo, el monopolio legí-
timo de la violencia.
¤ Editorial UOC 63 Capítulo II. Autoridad y poder...

El mundo moderno y contemporáneo, por otra parte, rinde culto tanto a ese
aspecto conflictivo, casi bélico, del poder como a sus raíces individualistas. El
resultado es la entronización de las mayorías vencedoras y el desprecio, teñido
de respeto compasivo, hacia las minorías perdedoras. Pese a que muchas veces
los líderes de las fuerzas políticas rivales negocian bajo cuerda sus divergencias,
estas son las que se manifiestan públicamente en el escenario político. Además,
como lo expresa agudamente de Jouvenel, el poder, antes visible en forma de
rey, se enmascara hoy con el disfraz del hombre corriente y de ese modo, apa-
rentemente al alcance de cualquiera, nadie se opone ya a su expansión. Vaya-
mos a continuación al mundo de las sociedades tribales y primitivas, donde
impera un dogma muy diferente al principio de la mayoría.

3.2. Negación del poder e imperio de la unanimidad

En 1877, Lewis H. Morgan dejó constancia de un hecho singular en su obra


Ancient Society. Analizaba allí lo que él denomina sociedad gentilicia, esto es, lo
que luego se ha llamado sociedad tribal, paso necesario desde su óptica evolucio-
nista anterior al estado. La sociedad que Morgan utilizó como arquetipo o mo-
delo fue la de los iroqueses de la Norteamérica indígena. Como cualquier
sociedad tribal, ésta estaba integrada por sectores o segmentos menores y mayo-
res, englobando los segundos a los primeros. Morgan llamaba gens a los menores
(probablemente, clanes y linajes), tribus a los medianos y confederación al con-
junto de tribus. Hay que advertir que, aunque este autor convivió con los iroque-
ses algún tiempo, lo que dice respecto a sus instituciones de gobierno se refiere
al pasado, ya que éstas habían desaparecido o estaban en trance de desaparecer.
Pues bien, al enunciar Morgan los rasgos generales de la confederación iroquesa
destaca entre ellos la existencia de un consejo general, integrado por los sachems
o líderes de las tribus. En tal consejo todas las decisiones debían adoptarse por
unanimidad. De ésta escribe Morgan:

“Era la ley fundamental de la confederación. Adoptaron un sistema para indagar las opi-
niones de los miembros del consejo que hacía innecesaria la votación. Por otra parte, ig-
noraban por completo el principio de mayorías y minorías en las actividades de los
consejos. En el consejo votaban por tribus y los sachems de cada tribu debían estar de
¤ Editorial UOC 64 Psicología de las relaciones de autoridad...

acuerdo para llegar a una decisión [...] Si no lograban ponerse de acuerdo, la propuesta
era rechazada y el consejo levantaba su sesión [...] Mediante este sistema de llegar al
acuerdo, se reconocía y mantenía la igualdad e independencia de las diversas tribus. Si
algún sachem era terco o poco razonable, se trataba de convencerlo sentimentalmente,
lográndose su adhesión de forma que pocas veces le resultaba un inconveniente o una
molestia el haberse sometido. Cuando hubiese fracasado todo intento de llegar a la una-
nimidad, se dejaba de lado el asunto, pues era imposible toda otra solución.”

Cabe ahora que nos preguntemos si el escenario descrito por Morgan es mera
idealización del pasado o responde a alguna realidad. Con carácter mucho más
general, otro antropólogo de nuestra época, Claude Lévi-Strauss, ha establecido
una aguda diferenciación entre primitivos y contemporáneos al equiparar sus res-
pectivas sociedades con la igualdad y la ausencia de conflictos frente a la desigual-
dad y el antagonismo. Así, la sociedad primitiva se mantiene prácticamente
invariante, mientras la sociedad moderna genera con sus conflictos el cambio y
la transformación. Para ilustrar estos contrastes, el antropólogo francés se refiere
a un pueblo de las montañas de Nueva Guinea, los gahuku-gama. Enseñados por
los misioneros, los nativos conocen y practican el fútbol hace años; pero, en lugar
de buscar la victoria de uno de los equipos, los partidos se suceden hasta que el
número de victorias y derrotas esté exactamente equilibrados. Esto es, el juego
concluye no cuando hay ganador, sino cuando se logra que no haya perdedor. En
consecuencia, Lévi-Strauss se expresa de forma muy parecida a la de Morgan, pero
universalizando esta característica a todas las sociedades primitivas, donde el
principio de la mayoría repugna porque prima la cohesión y la buena entente:

“No se toman, en consecuencia, otras decisiones que las unánimes. A veces, y esto se
verifica en varias regiones del mundo, las deliberaciones van precedidas por combates
simulados, en el curso de los cuales se dirimen las viejas querellas. El voto tiene lugar
únicamente después de que el grupo, renovado y rejuvenecido, ha restablecido en su
seno las condiciones para una indispensable unanimidad.”

Sin embargo, cabe pensar que en sociedades tribales esa aparente unanimidad
recubre tensiones y conflictos, que no quedan meramente cauterizados mediante
esos combates simulados. De hecho, la investigación antropológica sobre diversas
regiones del mundo abunda en el estudio de conflictos inacabables entre los dis-
tintos segmentos de una tribu. Bien entendido que, en muchos casos, el antago-
nismo y las tensiones adoptan un lenguaje o expresión por completo ajena a la de
nuestros enfrentamientos políticos actuales.
¤ Editorial UOC 65 Capítulo II. Autoridad y poder...

El mal –el adversario, el otro, en definitiva– lo encarnan brujos o hechiceros


y los remedios son igualmente místicos: conjuros, adivinaciones, oráculos o me-
dicinas. En el universo primitivo y tribal, el poder, o los poderes, conviene in-
sistir en ello, es ante todo y sobre todo fundamentalmente difuso e invisible.
Con todo, hay también otras instancias de poder menos inaprensibles. En el
caso concreto del pueblo neoguineano al que se refiere Lévi-Strauss, su principal
estudioso, Read, nos muestra como su liderazgo responde a lo que se denomina
big men, del que ya hemos tratado anteriormente. El líder gahuku-gama debe ser
una síntesis de opuestos:

• de un lado debe ser fuerte (bien dotado para el trabajo y la actividad sexual
y reproductiva, agresivo e incluso fanfarrón, seguro de sí mismo, persua-
sivo y rico para los estándares locales);
• de otro equitativo (algo que se expresa en preceptos como no dañar a otros
miembros del clan, reparar el mal que se haga o tratar a los demás educada
y suavemente).

En suma, el líder debe saber tanto persuadir como ser persuadido, de manera
que puedan lograrse los valores supremos: el consenso, la unanimidad.
Sin embargo, uno y otra no se obtienen con facilidad. Ante cualquier asunto
que concierna a un nivel o segmento tribal se celebran reuniones o asambleas.
A ellas pueden concurrir y expresar sus opiniones, por supuesto, todos y solos
los varones adultos. Pero sólo los líderes que reúnen esas cualidades aludidas
ejercen ese derecho. Ni que decir tiene que el orador neoguineano difiere de
muchos de nuestros insípidos parlamentarios: se trata de un individuo que aun-
que unas veces trata de apabullar agresivamente a otros, otras en cambio llora o
gimotea lastimeramente.
Pero el orador que más éxito tiene es aquel que divaga e invierte más tiempo
en manifestar una postura clara y definida. En esto está la clave: el joven sin ex-
periencia trata de hacer méritos e interviene precipitadamente –las asambleas
son tanto expresión como entrenamiento para el liderazgo; los más experimen-
tados, en cambio, nunca hablan en primer lugar. Esperan y, cuando lo hacen,
emplean ese estilo ambiguo del experto. Sólo después de interminables debates,
el auténtico líder está en condiciones de saber cuál es la decisión que responde
al sentir colectivo y esa es la que propone. Ni que decir tiene que el cansancio
¤ Editorial UOC 66 Psicología de las relaciones de autoridad...

de horas y días de debates obra milagros para que aquella decisión que, todo lo
más, es mayoritaria, se presente hábilmente como unánime.
En zona geográficamente mucho más próxima a la nuestra, pero social y cul-
turalmente distante encontramos algo muy parecido a lo ya expuesto. Se trata
de las tribus nómadas beréberes del Gran Atlas marroquí, tal como las estudió
Ernest Gellner. En términos muy esquemáticos, una tribu que comprenda tres
grandes segmentos (clanes, en este caso) elige un jefe con carácter anual. Hay
que advertir que este proceso se aplica tanto a la tribu como a sus subdivisiones;
además, que la elección de jefe en el ámbito tribal ha tenido lugar más bien en
épocas de especial conflictividad (entre tribus, frente al poder central marroquí
o frente a los franceses, en la época del Protectorado). Pues bien, en esos casos
y teniendo en cuenta esa división tripartita, la elección se ajustaba a unas nor-
mas procedimentales específicas. Tres, en concreto:

1) elección anual (sólo era posible la reelección con el consentimiento de to-


das las partes),
2) rotación entre los clanes y
3) complementariedad (esto es, si la jefatura correspondía al clan A, sólo po-
dían elegir los clanes B y C: es decir, se podía ser candidato o elector, pero no
ambas cosas).

La consecuencia de este procedimiento resulta bastante obvia: se evita la


concentración permanente de poder en manos de un individuo o de un grupo.
Con todo, podría pensarse que al ser elegido jefe por quienes son sus potenciales
rivales (ya que la organización tribal se caracteriza igualmente por alianzas y
hostilidades a cualquiera de sus niveles) les interesaría escoger al más débil o
inepto de sus adversarios. Sin embargo, un jefe tiene que tomar decisiones im-
portantes, como dónde emplazar los campamentos para un mejor aprovecha-
miento de los pastos o mediar para que las disputas por ganados y pastos no
desemboquen en lucha abierta. Como señala Gellner, conviene elegir a quien
venga a representar un término medio entre la más absoluta incapacidad y la
más desmedida ambición. Y, además, nadie consigue convertirse en tirano o
dictador en un tiempo relativamente corto.
No pensemos, pese a las apariencias, que la jefatura berebere responde al mismo
diseño que nuestros sistemas de control de poder. Allí el jefe tiene que ser elegido
¤ Editorial UOC 67 Capítulo II. Autoridad y poder...

por unanimidad y gobernar por consenso. Todos los medios a su alcance le valdrían
de muy poco si intentara usarlos contra alguien sin contar con el resto. De nuevo
volvemos a encontrarnos con valores políticos semejantes a las de otras sociedades
tradicionales. Y también en este caso más que de unanimidad real habría que ha-
blar, como indica Gellner, de apariencia externa de unanimidad. A veces, no se lo-
gra un acuerdo respecto a un determinado candidato; se produce, entonces, una
fisión dentro de la tribu o segmento del que se trate y cada parte campa por sus res-
petos. Pero la división es infrecuente y constituye más una amenaza que una reali-
dad. Amenaza que se utiliza para tratar de imponer un determinado candidato.
Sin embargo, el gran contraste entre los procedimientos electorales de este tipo
de sociedad y la nuestra se pone de relieve de otra forma. Como es sabido, nuestras
campañas electorales son ostensiblemente públicas, estrepitosas incluso; el voto
debe ser secreto y en fecha fija y la investidura o toma de posesión de los elegidos,
si reviste alguna solemnidad, no viene a ser más que el epílogo de la confrontación
política. En regímenes parlamentarios sobre todo, este último se convierte en oca-
sión ritual y obligada donde ganadores y perdedores vuelven a escenificar sus anta-
gonismos. En cambio, en las elecciones tribales de los beréberes las confrontaciones
van dirigidas a procurar el consenso. Éste, además, tarda en lograrse; por lo cual no
hay nunca fecha ni plazo fijos para la elección: se produce una vez alcanzado el
consenso. A éste se llega tras negociaciones, presiones, amenazas incluso, en un
proceso que poco o nada tiene de público. Finalmente, la elección propiamente
dicha –que es al mismo tiempo la investidura– reviste toda la solemnidad de un
ritual de solidaridad entre los potenciales contendientes.
Queda por añadir a esta representación un elemento decisivo. Se trata de unos
individuos que desempeñan un papel formalmente religioso (los santos, igurramen,
en berebere), pero con una influencia decisiva en la organización política tribal.

Los igurramen

Son en parte curanderos, en parte jueces o árbitros, siempre descendientes supuestos


del Profeta y constituyen el reverso de los jefes tribales: vitalicios, hereditarios, bus-
cadores perpetuos de la armonía entre cualesquiera contendientes. Estructuralmente,
representan la estabilidad y cohesión tribales frente a los transitorios jefes. Su fuerza
es, ante todo, moral y su posición, periférica (físicamente también: sus casas o san-
tuarios se sitúan en los márgenes de los territorios tribales). Pero todo ello contribuye
a que puedan persuadir o presionar a las partes en las fases preelectorales.
¤ Editorial UOC 68 Psicología de las relaciones de autoridad...

El poder efectivo, por tanto, no es en absoluto desconocido en estas socieda-


des: existe, pero tiende a colocarse en los aledaños de la organización social. Por
el contrario, donde existe algo superficialmente análogo a las poderosas institu-
ciones políticas de Occidente, su carácter es radicalmente diferente. Así se ex-
presaba Arthur M. Hocart:

“hay razones para pensar que el rey-sacerdote original no era una persona de gran
majestad [...] No era, probablemente, mucho más augusto que los reyes divinos de la
isla de Futura (Polinesia), quienes, a pesar de que de ellos depende la prosperidad de
su pueblo, están continuamente expuestos a ser destituidos si expresan opiniones que
desagraden a sus ingobernables súbditos.”

3.3. Mayoría y unanimidad: consideraciones estructurales


y sustratos culturales

Pese a la diversidad cultural, tras los diversos disfraces que el poder adopta a
lo largo del tiempo y a través del espacio, parece que encontramos siempre algo
parecido. Esto es, luchas más o menos abiertas o soterradas, intereses individua-
les enmascarados con valores colectivos, desigualdades admitidas o simuladas,
presiones, manipulación, técnicas de persuasión, etc.
Existe la tentación de concluir afirmando que el recubrimiento del poder, la
cultura, en definitiva, es irrelevante en comparación con los fenómenos que
oculta. Algo muy parecido a esta actitud es la que tienen muchos tratadistas del
poder, entre ellos no pocos antropólogos.
Uno de estos últimos es F. G. Bailey. Frente a la postura de Lévi-Strauss, ya
mencionada, que traza una rígida entre sociedades basadas en el consenso y
sociedades basadas en el conflicto (esto es, primitivas y modernas o contem-
poráneas), Bailey plantea las cosas de modo radicalmente diferente. Para él lo
importante no es que prevalezca el principio de unanimidad o mayoría, en
general, sino por qué en unos casos, en las mismas sociedades, las decisiones
se toman de una u otra forma. Se trata, según Bailey de factores estructurales
que afectan tanto al tamaño como a la composición del grupo u órgano que
toma decisiones.
Para empezar, viene a decir Bailey, hay que dejar bien claro que la unanimi-
dad sólo puede lograrse realmente cuando un órgano deliberante está integrado
¤ Editorial UOC 69 Capítulo II. Autoridad y poder...

por pocos individuos: unos quince como máximo. Si un órgano de, pongamos
por caso, unos cien miembros llega a una decisión unánime, podemos estar se-
guros de que la decisión real se ha tomado al margen del mismo. Por qué ese
casi mágico tope de quince, Bailey no lo explica; pero, sin duda, algo tienen que
ver los números con todo esto.
Las formas oblicuas o ambiguas que emplean los oradores en las socieda-
des tradicionales no son tampoco, para Bailey, reveladoras de nada más que
usos aceptados de hablar en público. Carecen de tanta importancia como los
términos honorable o señoría que un diputado inglés o español se ven obliga-
do a usar en sus respectivos parlamentos: lo que digan a continuación puede
revelar el escaso o nulo respeto que el adversario les merece. Importan, en
cambio, los factores estructurales que inclinan a un órgano deliberante a la
unanimidad o a la decisión por voto mayoritario. Esos factores son, básica-
mente, tres.

1) En primer lugar, el tipo de tareas o cometidos que tiene entre manos el ór-
gano en cuestión y, ante todo, si

• carece de fuerza o, por el contrario,


• tiene fuerza para imponer sus decisiones al resto del grupo o sociedad en
que tal órgano existe.

2) En segundo lugar, el tipo de relaciones que sus miembros mantienen con


los citados grupo o sociedad. Puede tratarse bien de:

• relaciones jerárquicas (basadas en factores como el género o la edad –con-


sejo de los sachems iroqueses, asambleas neoguineanas– o en cualquier
otro factor –por ejemplo, directores de departamentos de una facultad
universitaria, cuando el puesto estaba en manos exclusivamente de cate-
dráticos; o jefes de estado o gobierno de la Unión Europea),
• relaciones igualitarias (es el caso de un parlamento moderno, cuyos miem-
bros son representantes de fuerzas políticas rivales, o un comité de empre-
sa, integrado por afiliados a diversos sindicatos). A los primeros órganos
son a los que Bailey denomina de elite y a los segundos de base.
¤ Editorial UOC 70 Psicología de las relaciones de autoridad...

3) En tercer lugar, problemas que afronta el órgano, ya se trate de:

a) problemas que conciernan a las relaciones con el entorno del grupo o


sociedad o
b) asuntos internos del uno u otra.

Pues bien, lo que sostiene este autor es que un órgano deliberante se inclina-
rá con mayor probabilidad por una decisión unánime si se dan de modo con-
junto los factores de tipo a; a sensu contrario, cabrá esperar que se opte por una
decisión mayoritaria si son los factores de tipo b los que concurren en una de-
terminada situación. No es, ciertamente, difícil entender que si un órgano care-
ce de fuerza para imponer sus decisiones, si sus miembros tienen intereses
comunes entre sí (y contrapuestos, incluso, a los de sus representados) y si lo
que se debate implica algún tipo de amenaza exterior será más fácil lograr la
unanimidad que en todos los supuestos contrarios.
Pero Bailey insiste también en que tales combinaciones no tienen por qué dar-
se nítidamente siempre y en todo lugar. Caben, por ejemplo, combinaciones del
tipo b-a-b o cualquier otro y, en consecuencia, contaremos con mayor o menor
probabilidad de decisión unánime o mayoritaria. Bailey además, señala también
que lo que él denomina órganos de base o de élite se refiere a tipos ideales de órga-
nos. Por tanto, en la práctica, un determinado órgano puede actuar, según las cir-
cunstancias y problemas, de un modo u otro u oscilar entre esos extremos.
La importancia de la contribución de Bailey gravita en varios aspectos. Ante
todo, porque nos obliga a dirigir la atención al proceso real de toma de decisio-
nes, factor clave para determinar dónde radica el poder en cualquier grupo hu-
mano. Y ello sea primitivo o civilizado, tradicional o moderno, y más allá de
cualquier forma de enmascaramiento o de teatralidad política. Así, este mismo
autor se refiere a la mística del consenso y de cómo la unanimidad no es muchas
veces sino indicio de que los discrepantes, por diversas razones, temen entrar en
debate o han sido derrotados con anterioridad por medios inaceptables. Ade-
más, esta aportación pone de relieve cómo los fenómenos de poder son lo sufi-
cientemente complejos como para tener que verlos desde muchos ángulos y
tomar en consideración múltiples variables. Por último, este análisis se acomo-
da mejor que otros a las cambiantes estructuras de los órganos decisorios en
cualquier tiempo y lugar.
¤ Editorial UOC 71 Capítulo II. Autoridad y poder...

Sin embargo, esos logros evidentes del enfoque de Bailey no deben ocultar
los fallos e inconvenientes del mismo. El principal es el menosprecio por lo cul-
tural. La diversidad humana no puede reducirse a simple dicotomía de primiti-
vos y civilizados. Pero aun es más simplificadora la concepción de Bailey. Esta
consiste en soslayar toda diversidad e imaginar una especie de Homo politicus
universal, que se comporta siempre del mismo modo en cualquier época de la
historia y en cualquier parte del mundo. Es bien cierto que los problemas, rela-
ciones internas y externas, cometidos, dimensiones, tipo de miembros que los
componen, etc. hacen diferentes unos órganos decisorios de otros. Pero de no
menor importancia son las sociedades y las culturas en las cuales operan esos
órganos. Son la historia y la cultura (al fin y al cabo, dos caras o aspectos de una
misma realidad) las que muchas veces condicionan que unos órganos contem-
plen con repugnancia o agrado que en la vida pública predomine la confronta-
ción o la armonía, las decisiones tomadas por unanimidad o por mayoría.
En ese sentido, apuntemos, para terminar ya, a la comparación entre dos so-
ciedades cuyos contrastes no radican en el primitivismo o la modernidad de una
u otra; ambas, además, dan un gran valor a la tradición; por último, una y otra
han experimentado, aunque de forma y en tiempos diversos, procesos similares
de industrialización y crecimiento económico. Se trata, de un lado, de la socie-
dad japonesa; de otro, de la sociedad británica. Aparte de la semejanza remota
entre ambas por tratarse de monarquías, éstas y otras instituciones políticas son
tan tremendamente diferentes en su formación, desarrollo y estructura actual
que la comparación entre ambas sociedades en este terreno sería labor carente
por completo de interés. Sí que lo tiene, y mucho, las formas en que británicos
y japoneses han afrontado aspectos claves de sus respectivos desarrollos econó-
micos hasta situarlas, en momentos históricos diferentes, en posiciones de dina-
mismo comparable.
Por una parte, en el caso de Japón, según especialistas en la materia, la pro-
verbial solidaridad entre los distintos sectores de las industrias niponas combina
los valores culturales tradicionales de los cultivadores de arroz y del espíritu de
servicio de los samurai. En el antiguo Japón, en un marco ecológico de recursos
escasos y resultados azarosos, los campesinos se veían forzados a trabajar en
equipo; en cuanto a los samurai, dependían de aquellos para su propia existen-
cia y, como contrapartida, actuaban como sus protectores y defensores. En su-
ma, la relación campesinos-samurai encuentra su correlato y su continuidad en
¤ Editorial UOC 72 Psicología de las relaciones de autoridad...

la actual relación entre obreros y patronos. En contraste, el Reino Unido parece


como si hubiera perpetuado en sus relaciones laborales los antiguos antagonis-
mos de una sociedad profundamente divida en la era preindustrial.
Con todo, estas consideraciones, son insuficientes. Soslayan fenómenos me-
nos aparentes y procesos temporales de menor duración, pero no menos decisi-
vos. Por una parte, aparte de su ya endémica crisis financiera, el llamado modelo
japonés encubre también otras cosas. Entre ellas, una menor seguridad en el em-
pleo de lo que se supone (con una gran flexibilidad debida al empleo eventual,
a la baja edad de jubilación y, sobre todo, a la notable precariedad del empleo
femenino) y fuertes restricciones a la acción sindical. En suma, los tópicos co-
nocidos sólo se aplican a un sector de la empresa (personal muy estable e inte-
grado y, por tanto, satisfecho) y sirven para sublimar el trabajo en cadena.
De otro lado, por lo que respecta al Reino Unido, conviene recordar que la
proverbial combatividad de los sindicatos británicos quedó seriamente en en-
tredicho tras sus confrontaciones con la dama de hierro, Margaret Thatcher.
En definitiva, y como se apuntaba al principio de este capítulo, sólo toman-
do en cuenta su radical temporalidad –esto es, que son historia y cultura al pro-
pio tiempo– pueden entenderse los fenómenos humanos y, por ende, el
fenómeno del poder.
¤ Editorial UOC 73 Capítulo II. Autoridad y poder...

Resumen

El capítulo se inicia con una introducción donde se apunta tanto a la impor-


tancia que la antropología política tiene para las ciencias sociales que se ocupan
de la temática del poder, como la diversidad de situaciones a las que esta disci-
plina atiende. En segundo lugar, se sopesan algunos factores clave en el análisis
del poder y de las distintas estructuras de desigualdad en la sociedad tradicional:
ritual y creencias, jefatura y liderazgo, género y edad. En tercer lugar, se analiza
la emergencia del poder tanto en procesos temporales largos como en situacio-
nes de crisis y coyunturales. Por último, se resalta cómo en el análisis socioan-
tropológico del poder no estamos tanto ante un problema de esencias (qué es
el poder o si existe o no en un tiempo o sociedad determinados), sino del estu-
dio de su carácter fenoménico (esto es, cómo se presenta, cuál es su ubicación
concreta en esta o aquella sociedad).
¤ Editorial UOC 75 Capítulo III. El poder político...

Capítulo III
El poder político y los orígenes del estado
Fernando Vallespín Oña

Este capítulo aborda el problema del poder desde una perspectiva en la que se
combinan aspectos conceptuales e históricos. Su objetivo básico consiste en tratar
de conectar el concepto de poder a la forma en la que fue teorizado por algunos de
los clásicos de la teoría política (Hobbes, Bodino, Locke, etc.) en su relación con el
Estado. La idea no consiste, sin embargo, en limitarnos a una mera descripción
teórica. También se busca reflejar la propia evolución sociológica del Estado mo-
derno y sus transformaciones. Ocurre, sin embargo, que la propia teoría política,
ya desde el s. XVIII, permitió dotar de sentido a la política y al poder como algo
equiparable al Estado y comenzó a identificarse y determinarse a partir de él.
Es en la teoría de Hobbes donde se contiene esa primera traslación del poder
social al Estado, que acaba formulándose después en términos más jurídicos a par-
tir del concepto de soberanía fletado por Bodino. La posterior teoría política liberal
contribuirá a “domesticar” este Estado no sujeto a control, subrayando una serie
de mecanismos de protección de los ciudadanos frente a los posibles excesos de las
autoridades públicas. Todas las instituciones nacidas a partir de las revoluciones
burguesas –declaraciones de derechos, división de poderes, gobierno representati-
vo, etc.– cumplen la función de establecer claros límites a la acción política estatal.
El resultado es una escisión formal entre Estado y sociedad, que permite, me-
diante la nueva economía capitalista, establecer un entramado disciplinario, li-
bre de intromisiones de los poderes públicos, que contribuirá a garantizar la
reproducción de una sociedad profundamente asimétrica. Con todo, la poste-
rior conexión entre ideología liberal y socialdemocracia conseguirá buscar un
equilibrio a esta situación favoreciendo una mayor participación del Estado en
la sociedad para evitar las disfuncionalidades del propio sistema capitalista y la
consecución de mayores cotas de justicia social. El instrumento decisivo a estos
efectos acaba siendo el propio sistema de los derechos humanos.
¤ Editorial UOC 76 Psicología de las relaciones de autoridad...

1. El poder y el Estado absoluto

1.1. La transferencia del poder desde la sociedad


al Estado: Thomas Hobbes

La característica esencial del tránsito desde las formas medievales de poder


político a la creación del Estado moderno reside en la reconceptualización que
a partir de este momento se hace del poder. Podría formularse como la necesidad
de encargar al Estado la gestión y administración de la violencia social. El poder
y la violencia que anida en toda sociedad se traslada así desde ésta a un cuerpo
político, cuya función básica consistirá precisamente en imponer un orden en el
que sea factible la convivencia humana. La definición weberiana del Estado
como el “monopolio legítimo de la violencia” cobra carta de naturaleza en este
período histórico específico y se plasma con toda crudeza en la teoría política del
s. XVII, en particular en la obra de Thomas Hobbes. En la obra del autor inglés
nos encontramos, en efecto, una teorización completa de por qué y cómo ha de
realizarse dicha transferencia del poder. A ese respecto establece:

a) una cruda descripción de la inevitabilidad del poder, el conflicto y la vio-


lencia dentro de todo orden social;
b) la necesidad de responder ante este hecho con la fuerza pacificadora de
un Estado con la capacidad necesaria para imponer el orden y la paz social, y
c) la explicación se construye mediante una novedosa argumentación, que
se plasma en la introducción de un nuevo concepto de legitimidad. Veamos esta
estrategia teórica de forma un poco más detenida.

1.1.1. El poder como motivación fundamental de las acciones


y conductas humanas

En su gráfica descripción de la naturaleza humana, Hobbes nos ofrece una


completa teoría de las pasiones, la razón y el “poder”. Este último sería un atri-
buto humano fundamental, que funciona como elemento “compensador” de la
¤ Editorial UOC 77 Capítulo III. El poder político...

ansiedad generada por el temor a la inseguridad y el vivo deseo presente en el


hombre por mantenerse vivo. De ahí que la primera inclinación natural de toda
la humanidad sea “un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder tras po-
der, deseo que sólo cesa con la muerte”.
El poder constituye un magnífico narcótico capaz de calmar la ansiedad que
nos provoca la inseguridad y sin el cual se elimina la misma idea de sujeto. Esta
prioridad otorgada al poder supone una radical perversión de las virtudes aristo-
télicas (reputación, liberalidad, magnanimidad, afabilidad, etc.). Como él mismo
se encarga de señalar, afabilidad es poder porque permite obtener el afecto de los
que nos pueden ser útiles; prudencia es poder porque otros se someten más fácil-
mente al prudente; honor se reduce al poder o a la apariencia del poder... y así su-
cesivamente. Contrariamente a la posición de Nietzsche, para quien el poder es
un medio que permite la realización de fines nobles, el “llegar a ser un gran hom-
bre”; para Hobbes el poder no sirve para ampliar el alma, sino sólo para proteger-
la, sirve, además, para “introducir un orden en el mismo sujeto”.
Como consecuencia de ello, la idea de Hobbes es que es preciso crear una so-
ciedad con la suficiente seguridad como para que las personas no dediquen todo
su tiempo a la consecución del poder y puedan convivir pacíficamente. Pues no
sólo el temor a los otros, sino la obsesión por el poder es lo que hace que el estado
de naturaleza sea “solitario, asqueroso, brutal y breve”. La ficción del estado de
naturaleza cumple precisamente el objetivo de resaltar las consecuencias deses-
tabilizadoras y destructivas de los rasgos “inmutables” de la naturaleza humana.
Se trata, pues, de una mera ficción o situación hipotética dirigida a sacar a la luz
lo que quizá no sea sino algo latente, soterrado, pero no por ello menos real;
algo que en cualquier momento puede hacer acto de presencia si no nos some-
temos a determinadas formas de organización social y política.
En tanto que clave metodológica, está fuera de toda duda que no se trata
de una situación histórica “anterior” a la supuesta “socialización” del hombre,
si bien esto no excluye que el contenido de su descripción pueda presentarse
de hecho entre “los pueblos salvajes de muchos lugares de América” y el capí-
tulo XIII del Leviatán nos describe con detalle qué es lo que ocurre cuando es-
tas personas así consideradas entran en relación: el paso a un estado de guerra
generalizado. Por tal se entiende aquella situación en la cual no existe un po-
der soberano “que los mantenga atemorizados” y existe una “voluntad de con-
frontación violenta suficientemente declarada”. No hace falta, pues, que
¤ Editorial UOC 78 Psicología de las relaciones de autoridad...

exista una lucha efectiva; basta con que esa predisposición se dé de un modo
generalizado, (Hobbes, 1999).
Las características básicas de la naturaleza humana inclinarían a desembocar
en tal situación:

1) está, en primer lugar, el egoísmo del hombre, su impulso por dotar de


prioridad a todo lo que contribuya a satisfacer su autoconservación, seguridad
y vida confortable; el hombre no posee un deseo original de fomentar su asocia-
ción con otras personas, ni ningún otro sentimiento de simpatía natural hacia
sus semejantes, aunque esto no tiene por qué presuponer que seamos malicio-
sos, que deseemos el sufrimiento ajeno por sí mismo. El vínculo social deriva
esencialmente de los beneficios que nos reporta, no de un imperativo natural.
2) De otro lado, esta asociación nos predispone a dejarnos guiar por el orgu-
llo y la vanagloria, que hacen a las personas sentirse por encima de los demás y
son irracionales.

En suma, los deseos y necesidades humanos son de una naturaleza tal, que uni-
dos a la escasez de medios para satisfacerlos, necesariamente los colocan en una si-
tuación de competencia permanente. A ello hay que añadir que los hombres son lo
suficientemente iguales en dotes naturales y facultades mentales como para que na-
die pueda escapar a la hostilidad de los demás; “aun el más débil tiene fuerza sufi-
ciente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secretas, o agrupado
con otros que se ven en el mismo peligro que él”. El aspecto más sobresaliente de
la igualdad humana reside entonces en la correlativa exposición al riesgo de perder
la vida. A partir de estos supuestos, la argumentación que conduce del estado de na-
turaleza al estado de guerra sigue el siguiente escalonamiento lógico:

– la igualdad (de dotes naturales y facultades mentales) conduce a una


igualdad en la esperanza de obtener nuestros fines;
– esta igualdad en las esperanzas –dada la escasez de medios– sitúa a las per-
sonas en una situación de competencia generalizada y las convierte en ene-
migos potenciales;
– esta competencia –ante la falta de certeza respecto de las pretensiones de
los demás y las estratagemas que pudieran estar urdiendo con otros en
nuestra contra– siembra la desconfianza;
¤ Editorial UOC 79 Capítulo III. El poder político...

– esta desconfianza, a su vez, potenciada por la posibilidad de que otros se


dejen arrastrar por su ambición y deseo de gloria, y de que ningún pacto sea
capaz de dotarnos de la suficiente seguridad, les lleva a la convicción de
que una actividad predatoria es quizá más rentable que la propia activi-
dad productiva, y que bajo circunstancias favorables un ataque anticipa-
torio permite gozar de una mayor seguridad, siempre relativa.

Cuando este estado de cosas se generaliza y todos se encuentran por igual en


esta situación latente o expresa de conflicto generalizado, estamos ya en pleno
estado de guerra.

1.1.2. El Estado como orden pacificador

La descripción del estado de naturaleza es lo suficientemente desoladora


como para estimularnos a abandonar las armas y dedicarnos a una actividad
productiva ya libre de inquietud por nuestra vida. Y el medio adecuado para ha-
cerlo lo encuentra Hobbes en el concepto de ley natural. Su máxima primera
consiste en un precepto o regla general encontrada por la razón, por la cual se
prohíbe al hombre hacer aquello que sea destructivo para su vida o le arrebate
los medios para hacer la paz y mantenerla, en suma. Las leyes naturales, de las
que Hobbes nos ofrecerá unas dieciocho o diecinueve, son, por tanto, “artículos
de la paz”, y como tales imponen el sometimiento racional y consciente de los
hombres a ciertas pautas de cooperación social. En principio estas pautas racio-
nales nos conminan a abandonar el derecho natural que en el estado de natu-
raleza tenemos todos a todo, el derecho a usar de nuestro propio poder como
nos plazca. No hay que olvidar que en el estado de naturaleza, aunque inseguros
y cargados de temores, somos libres para aplicar todos los medios a nuestro al-
cance para satisfacer nuestro impulso de autoconservación.
Estos medios los encontrará Hobbes en el contrato, a través del cual se so-
meten voluntariamente a un poder coercitivo que obligue a todos los hom-
bres por igual “por terror a algún castigo que sea mayor que los beneficios
que esperarían obtener de la ruptura de su acuerdo”. Esa realidad política, esa
instancia de poder que haga efectivas las leyes de la naturaleza será, obvia-
mente, el Leviatán o Estado. La institucionalización del Estado responde así
¤ Editorial UOC 80 Psicología de las relaciones de autoridad...

a la voluntad de cada uno de los individuos de entrar en un pacto que sigue


la siguiente formulación:

“Autorizo y concedo el derecho de gobernarme a mí mismo, dando esa autoridad a


este hombre o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú también le
concedas tu derecho de igual manera, y les des esa autoridad en todas sus acciones.”

Una vez “autorizado”, el soberano dispone ya de un poder irrevocable capaz


de protegerse automáticamente frente a posibles intentos por parte de los con-
tratantes para recuperar los derechos a él enajenados. Lo que importa es que los
súbditos se sometan a la discrecionalidad del soberano y que éste cumpla con el
fin para el que ha sido instituido, asegurar la paz social.
El símil que Hobbes utiliza para caracterizar a esta criatura no puede ser más
gráfico: Leviatán1. Con ello se quiere hacer referencia tanto a la desmesura de su
poder cuanto a una de las finalidades básicas que debe cumplir: obligar “por el
terror que ese poder y esa fuerza producen” a que se mantenga la paz interna y
se genere la ayuda mutua contra los enemigos de fuera. Pero su naturaleza no es
la de un ser animado; es ante todo un automaton o máquina, un artificio creado
o producido por el hombre, responde a un diseño racional.
Una lectura del capítulo XV del Leviatán sobre los derechos de que dispone deja
bien claro qué es lo que se pretende evitar: el fraccionamiento del poder, la quiebra
del principio indivisible de la soberanía. El soberano no puede renunciar o dejar
de ejercer ninguno de los derechos fundamentales de la soberanía sin que los de-
más pierdan su eficacia.Entre el enorme elenco de derechos que Hobbes atribuye
al soberano, que sería prolijo reproducir aquí, además de destacar este rasgo de la
inalienabilidad e indivisibilidad de la soberanía del Estado, es necesario subrayar
aquel que le faculta para establecer las reglas básicas de la convivencia:

“[...] que los hombres sepan cuáles son los bienes que pueden disfrutar y qué acciones
pueden realizar sin ser molestados por ninguno de sus súbditos.”

Las reglas que establecen el tuum y el meum, lo bueno y lo malo, lo legal y lo


ilegal. Todo el orden jurídico es una creación del Estado. En última instancia, por
tanto, los presupuestos jurídicos dentro de los cuales ha de encauzarse la vida eco-

1. Es el monstruo marino de que nos habla la Biblia en el Libro de Job.


¤ Editorial UOC 81 Capítulo III. El poder político...

nómica y social, así como todo lo relativo al papel, relevante o subordinado, que
deba jugar cada cual. Desde luego, Hobbes no ofrece ninguna garantía a los súb-
ditos de que el soberano vaya a actuar siguiendo preceptos de interés general,
aunque sí parece dar a entender que bajo el soberano florecerán el comercio, el
arte... y se alcanzará un commodious living que permitirá que cada cual pueda lle-
var a cabo una vida satisfactoria sin excesivas intromisiones. A estos efectos, y vis-
to desde hoy, no deja de sorprender la cantidad de “espacios” que el “totalitario”
Hobbes presume que estén a la entera disposición de los ciudadanos.

“Tal es, por ejemplo, la libertad de comprar y vender, la de establecer acuerdos mu-
tuos; la de escoger el propio lugar de residencia, la comida, el oficio y la de educar a
sus hijos según el propio criterio, etc.” (cap. XXI).

Paz y seguridad son, sin duda, condiciones necesarias para que los ciudada-
nos puedan comenzar a pensar en su bienestar. Pero éste no se derivaría de la
virtud, como la “vida humana” de la tradición clásica, sino del “disfrute de la
propiedad libremente disponible”. En definitiva, el soberano cargaría con la
preocupación de que:

“[...] con la menor cantidad posible de leyes, la mayor cantidad posible de ciudadanos
viva tan agradablemente como pueda permitirlo la naturaleza humana. Mantiene la
paz en el interior y la defiende contra enemigos exteriores a fin de que cada ciudada-
no pueda ‘aumentar su fortuna’ y ‘disfrutar de su libertad’.”

Aunque aquí no puede perderse de vista la premisa básica de toda la obra ho-
bbesiana: sin la existencia de un poder institucionalizado no es posible alcanzar
un orden que encauce la violencia primigenia que acompaña a los seres huma-
nos. Pero así como el caos –del estado de naturaleza, por ejemplo– crea violen-
cia, el orden estatal también la precisa para cumplir su función propia. La
violencia es un presupuesto inescapable y el orden del Estado no es sino su sis-
tematización y encauzamiento, pero nunca su abolición.

1.1.3. Un nuevo concepto de legitimidad

Uno de los elementos más interesantes de la obra hobbesiana es la forma en


la que articula –e introduce por primera vez– el concepto de legitimidad moder-
¤ Editorial UOC 82 Psicología de las relaciones de autoridad...

no. Ésa es la función que cumple el estado de naturaleza, cuyo fin no es otro que
aportar razones para generar la obediencia a una determinada configuración del
poder; sirve como mecanismo legitimador. Ofrece una perspectiva que cada
uno de nosotros –desde la sociedad– podemos asumir y desde la cual se nos per-
mite comprender por qué sería racional acordar con todos los demás la institu-
cionalización de un soberano efectivo, asegurándose así la estabilidad y
viabilidad de las instituciones existentes siempre que éstas coincidan con el re-
sultado de nuestro cálculo racional.
Hobbes muestra en toda su crudeza la interacción, por no hablar de depen-
dencia, entre ética y política. La paradoja puede plantearse en estos términos:

• de un lado, para que la obligación moral sea eficaz, requiere del factor
“político”, del poder coercitivo del Estado;
• de otro, este poder ofrece pocas garantías de estabilidad si no cuenta con
el apoyo –desde la “fuerza” de la convicción y el sentimiento moral– de
los ciudadanos.

Para nuestro autor, este problema se suscita desde el mismo momento en que
rompe con la concepción aristotélico-escolástica de la identidad entre sociedad y
política. La sociedad política no tiene un origen “natural”, sino artificial: cada
persona “construye” concertándose con los demás una “persona civil”. Y al rom-
perse tal identidad, hace falta justificar de alguna manera la existencia del poder.
La descripción del estado de naturaleza como estado anárquico ya vimos que
cumplía esta función de demostrar por qué es legítima una determinada confi-
guración política. Con su teoría del contrato social, responde a la pregunta so-
bre cómo y por qué “debe” cada persona “reconocer” su vinculación a la
autoridad estatal. Y se plantea así una curiosa dialéctica entre la autonomía de
la voluntad y el criterio objetivo. Ambas se funden en el dictamen rectae rationis,
que hace que la decisión individual no sea simple producto del libre albedrío,
sino que responda a relaciones de necesidad que obliguen a “reconocer” y, por
tanto, a “valorar” el fundamento de la obediencia.
¿Significa esto entonces que ya se estaría previamente obligado al “reconoci-
miento”? Esta pregunta incide sobre el auténtico problema que plantea la cues-
tión de la legitimidad. Sintéticamente, se puede contestar afirmando que el
individuo no debe obediencia ineludiblemente al Estado en cuanto que tal, sino
¤ Editorial UOC 83 Capítulo III. El poder político...

sólo a un Estado verdadero. Existe una vinculación ético-normativa que se funda


en el sometimiento voluntario de las personas, en el sentido de que éstas deciden
–dentro de determinados límites– obedecer todas sus órdenes o imposiciones,
pero no porque provengan de tal instancia a secas, sino porque previamente se
ha emitido una decisión que la declara como la organización más “racional”, esto
es, la más eficaz para la satisfacción del fin del cual es medio: la paz y seguridad.

1.2. El concepto de soberanía: Juan Bodino

El atributo fundamental del poder del Estado recibiría, hasta hoy, el nombre
de soberanía. El primer teórico en utilizar el término y el concepto asociado a
este nuevo poder fue el jurista francés Jean Bodin en sus Seis Libros sobre la Re-
pública (1576). Allí nos lo define como el “poder absoluto y supremo de una re-
pública”, al que atribuye también el carácter de “perpetuo”, “ilimitado” y
“total”, y tiene su manifestación más relevante en la capacidad para dictar la
ley. El objetivo de Bodino reside, a la postre, en mostrarnos el funcionamiento
de una “pirámide de autoridad”, donde el “poder más elevado y unificado” se
ubica por encima del “poder subordinado descentralizado”. Además, Bodino
distingue claramente entre el príncipe y el súbdito; el señor y el sirviente; el pro-
pietario y poseedor de la soberanía y quien ni la tiene ni la puede sostener sino
es como mero feudatario. O sea, que el príncipe soberano no puede compartir
su poder con un súbdito sin perder su status de soberano.
La finalidad que debía cumplir dicho concepto es, por tanto, expresar la natura-
leza jerárquica del gobierno de la sociedad y el monismo del poder del nuevo Esta-
do moderno. El tránsito que se produce desde las formas de poder político medieval
hacia la unificación de todo el poder en el Estado presupone el establecimiento de
un poder central suficientemente fuerte, capaz de eliminar o debilitar decisivamen-
te la estructura poliárquica anterior. Como nos dice García-Pelayo:

“[...] la famosa máxima de Ulpiano –quod principi placuit legis habet vicem, ‘la voluntad
del príncipe tiene fuerza de ley’–, se convirtió en un ideal constitucional en las mo-
narquías renacentistas en todo el Occidente. La idea complementaria de que los reyes
y príncipes estaban ad legibis solutus, o libres de obligaciones legales anteriores, pro-
porcionó las bases jurídicas para anular los privilegios medievales, ignorar los dere-
chos tradicionales y someter las libertades privadas.”
¤ Editorial UOC 84 Psicología de las relaciones de autoridad...

Con Bodino, dicho proceso llega a su fin al acuñarse el concepto de soberanía


como el atributo supremo del poder en manos del monarca, que antecede y se
superpone jerárquicamente sobre los otros tres estados del reino, el orden ecle-
siástico, el militar o de la nobleza y el pueblo llano. La creación de la ley en ré-
gimen exclusivo es el rasgo más sobresaliente de la soberanía. Los Estados
generales y el Parlamento de París sólo tenían, a estos efectos, un papel mera-
mente consultivo en el proceso legislativo. Y los magistrados debían limitarse a
aplicarla. Toda esta construcción teórica estaba diseñada, así, para provocar la
unificación del poder en el vértice más alto de la autoridad del Estado. Con ello
se consigue abolir, como decimos, a los poderes “intermedios” (las ciudades, la
nobleza, etc.) y se consagra el paulatino movimiento de centripetación del po-
der político. Ello no significa, sin embargo, que no perviviera un importante po-
der social en manos de aquellas otras instituciones o corporaciones. La realeza
obliga a ceder a la aristocracia y a las corporaciones locales en su potestad sobe-
rana, pero reforzó a la vez, en las esferas administrativa y económica, los dere-
chos de los mismos con relación a la sociedad.
La gran virtud del concepto de soberanía es que no sólo acabaría teniendo
un sentido en la conceptuación del poder “hacia dentro” del mismo Estado.
Pronto serviría, además, una vez organizado el nuevo sistema de Estados des-
pués de la Paz de Westfalia (s. XVII), para definir su personalidad jurídica “hacia
fuera”. Se convirtió en una especie de blindaje que permitía la ausencia de in-
terferencias externas y el jugar un papel como sujeto de “política exterior”. El
concepto de soberanía aparece así con dos caras, la interna y la externa, y ambas
contribuyen a afianzar el monismo de poder.

2. El poder y el Estado democrático

2.1. La “domesticación” del poder del Estado: John Locke

El concepto de legitimidad de Hobbes se mantendrá en su construcción lógica


a lo largo de todo el liberalismo. Pero el problema del orden pasará a un segundo
plano. La teoría de la legitimidad democrática ya no será cuestión del orden y
¤ Editorial UOC 85 Capítulo III. El poder político...

pondrá todo su énfasis en el conjunto de constreñimientos que han de impo-


nerse al ejercicio del poder. Aunque esto no presuponga su “disolución”, desde
luego. La tesis ahora es que el orden legítimo “no crea violencia”. O, al menos,
que ésta puede ser diluida mediante el respeto de un conjunto de principios mo-
rales y de requerimientos institucionales. Si la conexión entre poder y Estado
absoluto encontró en la teoría de T. Hobbes a su representante más cualificado,
el paso hacia la teoría liberal-democrática se manifiesta de la manera más eficaz
en la obra de John Locke.
A este autor debemos el cambio paradigmático esencial en la comprensión
de la relación entre Estado y poder social. Si para Hobbes aquél se justificaba
como salvaguarda del orden social, para Locke su cometido será más bien la pre-
servación de los derechos individuales. En su obra se contienen ya, además, to-
dos los elementos que encontraremos en casi todas las filosofías políticas
liberales posteriores. Entre ellos el principal es el reconocimiento de un conjun-
to de derechos fundamentales de la persona, el derecho a la vida, la libertad, la pro-
piedad o la posesión de bienes. Son derechos que cabe entender como anteriores
a la constitución de la sociedad y el Estado y, por tanto, deben ser necesariamen-
te respetados por éste. Rigen con independencia de la existencia del Estado y no
pueden ser eliminados o restringidos si no es mediante el consentimiento de sus
titulares. Al poder político se le delegan las limitadas funciones de garantizar los
derechos individuales, arbitrar en los conflictos y mantener la seguridad y el or-
den social. Existe, así:

a) una limitación de los fines del gobierno, y


b) una correlativa restricción de sus poderes efectivos dirigida a evitar sus po-
tenciales excesos.

2.2. La restricción de los fines del Estado

Señalar que los fines del Estado deben estar limitados a la realización de deter-
minados objetivos específicos –la protección de la vida, la libertad y la salud de los
ciudadanos– equivale a privar al Estado de cualquier legitimidad en lo relativo a
la promoción de la vida buena. Esto es, la imposición desde los poderes públicos
¤ Editorial UOC 86 Psicología de las relaciones de autoridad...

de cualquier doctrina religiosa u otra concepción del bien. Con ello, Locke da un
paso de gigante hacia la teorización de la neutralidad del Estado en lo referente a
la libertad de los ciudadanos para elegir la religión que les plazca o sostener su
propio plan de vida, así como el ejercicio de otras libertades de pensamiento.
Locke es, de hecho, el primer teórico del principio de tolerancia religiosa. En
su Carta sobre la Tolerancia (1689) y en la Razonabilidad del Cristianismo (1695)
ofrece una ardiente defensa de la necesidad por parte del Estado de tolerar todos
los credos religiosos y su práctica siempre que no interfieran en el ejercicio de
los derechos civiles y no traten de imponerse como religión pública. Al recono-
cer a la religión como una actividad privada, que debe ser respetada, como otros
aspectos del libre arbitrio individual, se la priva de todo su potencial de conflic-
tualidad en el ámbito de la política. Esto contrastaba con la realidad de su tiem-
po, pero enseguida tendría una aceptación pública generalizada en los nacientes
Estados Unidos. Por otra parte, el esquema de la tolerancia religiosa saca a la luz
uno de los rasgos más característicos del liberalismo, como es su escepticismo
hacia la creencia en dogmas o doctrinas que deban recibir un apoyo o impulsión
pública, así como el correlativo reconocimiento institucional del pluralismo en
una sociedad crecientemente diferenciada y diversa.

2.2.1. Controles a la acción de gobierno

El sistema de controles a la acción del gobierno elaborado por Locke va a te-


ner también un efecto fundamental sobre toda la organización del Estado libe-
ral. Siendo el objeto fundamental de la acción política la preservación de los
derechos individuales, es necesario establecer todo un sistema de organización
institucional que impida posibles excesos en el ejercicio de tales funciones. En-
tre ellas, Locke menciona las siguientes:

1) Primero, el sometimiento de los poderes públicos a la ley (rule of law), que ne-
cesariamente debe sujetarse a las condiciones del contrato originario y evita la
arbitrariedad de las acciones públicas e impide, por ejemplo, un uso patrimonial
del poder, o la restricción o eliminación de los derechos de propiedad sin previo
consentimiento por parte de los afectados o sus representantes (no taxation
¤ Editorial UOC 87 Capítulo III. El poder político...

without representation). Esta conceptualización de una figura que luego recibiría


el nombre de Estado de derecho, presupone la existencia de un gobierno consti-
tucional y la prioridad de la voluntad de la asamblea legislativa sobre los otros
poderes del Estado. Es más, como sostiene explícitamente, ello presupone inclu-
so la capacidad de la asamblea para “deponer a los reyes”.
2) En segundo lugar, y manteniendo esa misma prioridad, la existencia de una
efectiva división de poderes, que los distintos poderes “estén en manos diferentes”
siendo Locke, también aquí, su primer teórico. Nuestro autor distinguiría entre:

• un poder legislativo, que corresponde al Parlamento, y al que compete la


creación de la ley,
• un poder ejecutivo, en manos de la Corona y su gobierno,
• el poder federativo, o la capacidad para llevar a cabo las relaciones exterio-
res o vincular al Estado mediante tratados internacionales, que se atribuye
también al ejecutivo.

Si Locke separa estos poderes es por su distinta racionalidad: uno, el ejecutivo


está claramente sujeto a la ley, mientras que el otro presupone mucha mayor
discrecionalidad por parte del Ejecutivo, lo cual le confiere una naturaleza. Y si
no menciona, como luego hará Montesquieu, un poder judicial independiente,
ello obedece a la propia práctica de la Cámara de los Lores –que aún hoy sigue
ejerciendo– de operar como la última instancia de apelación jurisdiccional. En
la práctica política inglesa de su época no había, pues, todavía una clara delimi-
tación entre poder legislativo y judicial.
3) En tercer lugar, y para conectar a los ciudadanos al mismo poder del Esta-
do, Locke prevé la necesidad de un gobierno representativo. Se concretaría en la
necesidad de que la asamblea legislativa se someta a “elecciones frecuentes”, y
sea la mayoría de la población la que marque las directrices básicas de la política.
No hay, sin embargo, una exposición clara de esta figura, que nos impide hablar
de una teoría de la democracia propiamente dicha. Para empezar, el sufragio se
restringe a los varones contribuyentes y a aquéllos que por su posición social tie-
nen un mejor acceso al interés general de la sociedad, y no queda claro tampoco
cómo se instituye la relación del legislativo con el pueblo. En todo caso, la figura
del gobierno representativo se vislumbra como la adecuada extensión de la di-
¤ Editorial UOC 88 Psicología de las relaciones de autoridad...

mensión consensual del poder y como mecanismo de control del legislativo a


través de su creación de la ley.
4) Por último, y como recurso final en manos del pueblo, Locke argumenta a
favor de un derecho de resistencia y a la revolución, entendido como la prerrogativa
que queda en manos de la ciudadanía cuando una mayoría de la población siente
que sus intereses y derechos vitales han sido conculcados por el poder del Estado,
y como defensa frente a la tiranía. La presencia de este dispositivo de defensa popu-
lar corrobora lo dicho con anterioridad sobre la figura del gobierno representativo,
ya que no se entiende bien cómo una institución dirigida a introducir el control po-
pular sobre el gobierno puede acabar actuando después sobre los intereses que se
supone que representa. El derecho de resistencia puede interpretarse entonces, o
bien como un mecanismo al que sólo cabe recurrir en situaciones extremas –por
ejemplo, cuando el ejecutivo ignora su deber de obediencia a la ley–, o bien, como
un mecanismo frente a la patrimonialización del Estado y a la radical desviación del
interés general por parte de los representantes populares.

2.3. La escisión entre Estado-sociedad como espejo de la distinción


entre poder social y poder político

La domesticación que la teoría liberal hace del poder del Estado no equivale,
como es lógico, a su eliminación; lo que se produce, más bien, es una traslación
del mismo a la “sociedad”. Nos encontramos así con que el poder político se
hace cargo exclusivamente del problema del orden, el monopolio de la violen-
cia, pero parte de ésta se traslada al sistema económico.
La nueva economía capitalista se ocupará de organizar un entramado dis-
ciplinario, libre de intromisiones de los poderes públicos, que contribuirá a ga-
rantizar la reproducción de una sociedad profundamente asimétrica. Se
produce algo así como una división de papeles. El Estado pasa a aplicar la coer-
ción o amenaza física o psicológica –siempre dentro de los límites ya señalados
por Locke–, mientras que el sistema capitalista aporta los recursos necesarios
para establecer los instrumentos o capacidades que permiten estructurar asi-
métricamente la sociedad. En ello es ayudada decisivamente por la ideología,
que aporta los marcos interpretativos y prácticas discursivas encargadas de en-
¤ Editorial UOC 89 Capítulo III. El poder político...

cubrir este hecho. Para contemplar esta situación con la suficiente perspectiva,
es preciso penetrar en la peculiar relación que se establece entre liberalismo y
economía de mercado.
Igual que en la esfera de la moral y la política, el liberalismo tuvo que romper
con concepciones anteriores; también aquí es necesario referirse al cambio de
perspectiva que introduce la ideología liberal en el ámbito de la producción. Un
ejemplo de concepción anterior al liberalismo la tenemos en la organización del
Estado a partir del orden estamental o de una concepción patrimonialista del
poder propia del absolutismo, por no mencionar la visión de los fines de la po-
lítica informada hasta la médula por la pretensión de adoctrinar al pueblo en
supuestas verdades religiosas. Piénsese que el orden feudal, fuertemente imbri-
cado a la religión, imponía todo un conjunto de límites a la organización eco-
nómica. La idea cristiana de que el bien supremo sólo era posible en la otra vida
y que las conductas individuales debían someterse a toda una serie de restriccio-
nes morales dictadas por la religión, tuvo una influencia considerable sobre las
motivaciones económicas y la autorización de determinadas prácticas.
El productor medieval estaba sometido así a toda una serie de constreñi-
mientos éticos, además de los más estrictamente estamentales y los derivados
de la organización gremial, que influían sobre su capacidad para llevar a cabo
su actividad:

– el tiempo de trabajo,
– la calidad de la producción,
– los métodos de venta, el tipo de beneficio,
– el espíritu de competencia.

Todas estas actividades se sometían a un complejo sistema de limitaciones


éticas y legales. Predominaba una concepción “comunitaria” de la riqueza que
poco a poco va dejando paso a una ya puramente individualista, que comienza
a reestructurar las relaciones comerciales y económicas entre las personas. Surge
la búsqueda de la riqueza como fin en sí mismo a medida que la sanción religiosa
va dejando paso a una sanción puramente utilitaria dirigida a satisfacer las nece-
sidades individuales. Esto constituye la precondición necesaria para pasar de una
economía de subsistencia, propia de la sociedad tradicional o estamental, a una
economía dinámica informada por el principio de la producción sin barreras y
¤ Editorial UOC 90 Psicología de las relaciones de autoridad...

abierta a nuevas posibilidades de experimentación dentro de los nuevos merca-


dos que se van abriendo más allá de los cerrados mercados locales del Medioevo.
De ahí la asociación de este nuevo impulso a la idea de libertad y a los nuevos
proyectos de reforma política, ya que sus fines, la reestructuración de la socie-
dad tradicional, coinciden también con el proyecto de quienes aspiran a mayo-
res grados de tolerancia para su propia religión o buscan cualquier otro tipo de
fines políticos. La sociedad medieval se caracterizaba por su carácter uniformi-
zador a partir de una visión religiosa de la vida humana, que exige la congruen-
cia entre política, derecho y moral. Los procesos de diferenciación social que
introduce el tránsito hacia la modernidad van a dar lugar a eso que Weber cali-
ficaría como “esferas de valor” autónomas (derecho, moral, política, economía),
con sus lógicas propias, que ya no se dejan englobar por concepciones del mun-
do rígidas y unitarias.
La autonomía del ámbito de la moral respecto del de la religión y la política
explica, por ejemplo, la aparición del principio de tolerancia, así como otros de-
rechos individuales como el de libertad de conciencia o pensamiento. Otro tan-
to ocurre con la economía de mercado. Por eso, cuando Adam Smith proclama
en La riqueza de las naciones (1776) la necesidad de buscar un sistema de organi-
zación económica a partir del principio de laisser faire, está clamando en contra
de las limitaciones u obstáculos que los Estados de la época, normas consuetu-
dinarias u otras disposiciones, imponían a la libre iniciativa individual:

– privilegios fiscales,
– organización gremial,
– aranceles y tarifas varias,
– restricciones a la venta de determinados bienes o al derecho de herencia, etc.

Todo ello explica en gran medida por qué ese énfasis sobre el derecho de pro-
piedad como uno de los derechos fundamentales de la persona: porque, al ga-
rantizar la independencia material de los individuos, constituye la posibilidad
para resistirse a la autoridad política; no es sólo la precondición de la autopre-
servación, sino del mismo ejercicio de otras libertades. La propiedad permite al
individuo algo así como una educación en la autonomía, al tener que responsa-
bilizarse de su propio destino y, paralelamente, como se encargaron de subrayar
los teóricos de la Ilustración escocesa (D. Hume, A. Smith, R. Millar, A. Fergu-
¤ Editorial UOC 91 Capítulo III. El poder político...

son), facilita el establecimiento de una sociedad gobernada por los hábitos del
libre intercambio contractual, la confianza mutua y, en general, la generaliza-
ción de la paz civil, algo difícil de conseguir en las sociedades dominadas por el
espíritu feudal del “honor” y la gloria militar.
El mismo Montesquieu acentuó este rasgo al señalar que el comercio poten-
cia la tolerancia, ya que acostumbra a los ciudadanos a relacionarse con otros de
modo imparcial e impersonal.
El mercado, como recuerda A. Smith, deviene el punto de encuentro de los
distintos intereses y voluntades individuales, que se armonizan, “sin necesidad
de ley ni de estatuto”, distribuyendo los recursos de la sociedad de manera óp-
tima para el interés general. Permite, pues, la reconciliación del interés indivi-
dual con el interés general, y como dice en su conocida metáfora, aunque cada
persona piense en su ganancia propia, “es conducida por una mano invisible a
promover un fin que no entraba en sus intenciones”.
Hay una especie de mecanismo automático, que según la no menos célebre
frase de B. de Mandeville, hace que los “vicios privados” –la persecución del pro-
pio interés– devengan en “virtudes públicas” –el bienestar general. Para que se
produzcan estas beneficiosas “consecuencias no intencionadas” es preciso, sin
embargo, como no deja de insistir A. Smith, que no existan interferencias del
Estado, que haya total movilidad de los factores productivos, plena ocupación
de recursos y soberanía completa del consumidor. Bajo condiciones de compe-
tencia perfecta, que impiden la proliferación de monopolios y establecen el ade-
cuado ajuste entre oferta y demanda y el correspondiente sistema de precios, se
podrían producir estas bondades señaladas.
Otra va a ser la interpretación que se haga por parte de los autores utilitaris-
tas, que al analizar el fenómeno desde una perspectiva histórica posterior, no
pueden dejar de observar algunas de las falacias de este planteamiento del libe-
ralismo originario. No hay tal supuesta libertad contractual para aquellos que se
ven obligados por las circunstancias a aceptar determinadas condiciones im-
puestas por los más poderosos. En una situación donde las partes se encuentran
en una relación asimétrica, la presunción de entrar en intercambios “libres” no
es más que eso: una presunción. Por otra parte, no está claro que la no interven-
ción o la armonía natural de los intereses individuales en la sociedad produzca
los beneficios que los ilustrados escoceses le imputaban. Lo esencial es saber
¤ Editorial UOC 92 Psicología de las relaciones de autoridad...

cómo intervenir para no distorsionar los indudables beneficios que comporta


en mantenimiento de los derechos de propiedad y la astucia del mercado.
Por esta razón, Bentham desarrolla determinadas medidas dirigidas a conse-
guir mayores efectos redistributivos, como no gravar los bienes de primera ne-
cesidad, establecer seguros de vida, vejez y enfermedad y restringir el derecho
de herencia. El cálculo de utilidad es claro: los beneficios que para los más me-
nesterosos se derivarían de tales medidas no pueden ser equiparados a los per-
juicios que de ellos derivan los ricos por la pérdida de sus bienes o propiedades.
El mismo J. Stuart MilI recomienda importantes medidas redistributivas y edu-
cativas que lo aproximan a posicionamientos que hoy calificaríamos de social-
democráticos. En todo caso, el problema de toda intervención para la teoría
liberal clásica es el de la compatibilización de su firme defensa de los derechos
de propiedad como uno de los baluartes de la libertad y, a la vez, aminorar las
consecuencias negativas derivadas de una economía de mercado donde los in-
dividuos entran en relaciones asimétricas.

3. Autoridad y poder en el contexto de libertad e igualdad

Con este último giro de la teoría liberal, y teniendo en cuenta un movimiento


similar pero de dirección contraria, por parte de la tradición socialdemocrática,
llegamos al fin al consenso socialdemocrático (Dahrendorf). Aquí permanecerá inal-
terable el principio legitimador del liberalismo apoyado sobre el consentimiento
individual, como también el “núcleo político” de esta tradición –derechos huma-
nos, división de poderes y principio de legalidad o Estado de derecho. Con una
revisión importante: todos estos derechos se someterán a una importante reinter-
pretación para evitar que se queden en meras declaraciones formales.
De lo que ahora se trata es de hacerlos efectivos. En otros términos: no se tra-
ta ya sólo de garantizar la libertad frente al Estado o frente a las intervenciones
de otros ciudadanos, sino también frente a la necesidad. El objetivo es, pues, evi-
tar la anterior distinción entre fuerza estatal y poder social, obligando al Estado
a intervenir sobre él para conseguir una más plena emancipación individual. Li-
bertad e igualdad se combinan para crear un nuevo orden. Consecuencia nor-
mal será, pues, que a partir de entonces el discurso ideológico se escindirá entre
¤ Editorial UOC 93 Capítulo III. El poder político...

quienes abogan por la más plena realización de los “derechos sociales” y aque-
llos que siguen más anclados en una interpretación individualista-liberal. Vea-
mos más de cerca cómo se desbrozan estos elementos básicos del Estado liberal.

3.1. Los derechos humanos

Los criterios a partir de los cuales se procede a una fundamentación de los


derechos pueden resumirse en los siguientes rasgos principales:

• Son universales e individuales; se reconocen a toda persona por el mero he-


cho de pertenecer a la humanidad, con independencia de su nacionali-
dad, raza, sexo, lengua o religión.
• No son “creados” por el Estado, sino únicamente reconocidos por él. Su ga-
rantía última se encuentra en el régimen democrático, única forma de go-
bierno susceptible de adecuarse a los dictados de estos derechos. Con ello
se dirige la pretensión de su reconocimiento al Estado mismo y, en particu-
lar, a su renuncia explícita a penetrar en la esfera de la libertad personal.
• Los derechos humanos son derechos morales, que se derivan de la común
humanidad de cada cual y están dirigidos a proteger la dignidad de toda
persona; pero son también derechos jurídicos, que se establecen en el ám-
bito intra e interestatal de acuerdo con la constitución de la sociedad.

Este necesario reconocimiento político-jurídico hace que los derechos huma-


nos no aparezcan establecidos de una vez por todas, sino que estén sujetos a va-
riabilidades históricas dependientes en gran medida de las contingencias de la
lucha política concreta –a los “derechos de la autonomía” se van sumando des-
pués derechos de otra naturaleza, como los “derechos sociales” o los “derechos
culturales”, por ejemplo; de las mayores o menores posibilidades materiales de
cada sociedad para dotarles de protección según cada coyuntura –piénsese en las
dificultades para garantizar de hecho los derechos a determinadas prestaciones
sociales y económicas garantizados constitucionalmente–; y, en fin, de los dis-
tintos desafíos que una sociedad crecientemente tecnológica y mundializada in-
troduce a la hora de garantizar su eficacia plena.
¤ Editorial UOC 94 Psicología de las relaciones de autoridad...

Reflejar esta evolución o entrar en las diferentes tipologías que cabe hacer de
todo ello excede con mucho los límites de este tema. De ahí que tratemos de esque-
matizar ambas dimensiones a partir de un cuadro, que resume el estadio actual de
la discusión sobre los derechos humanos y políticos tal y como se reconocen en
la mayoría de las constituciones democráticas. Para ello, será preciso distinguir los
derechos humanos propiamente dichos, generalmente reconocidos, ya sea de
modo expreso en cada Constitución o mediante la ratificación de convenciones in-
ternacionales, de los derechos civiles, cuyo reconocimiento y protección se limita a
los ciudadanos nacionales de cada país concreto. La “nacionalidad” es, pues, a pesar
de la existencia de importantes asimetrías entre Estados en lo relativo al grado de
incorporación de otros nacionales, un elemento que condiciona de modo deci-
sivo la efectividad de los derechos. En términos generales puede afirmarse, sin
embargo, que salvo los derechos políticos propiamente dichos, a toda persona se
le respetan en los países democráticos sus libertades básicas fundamentales con
independencia de su nacionalidad, y que distintos tratados y convenciones in-
ternacionales o de ámbito regional –como la Unión Europea, por ejemplo– van
extendiendo su eficacia con el tiempo a personas de otras nacionalidades resi-
dentes en ellos. Con todo, la distinción analítica entre “derechos humanos”, por
un lado, y “derechos civiles” no deja de tener sentido. Ambas dimensiones se
unirán al concepto más genérico de derechos fundamentales.

Tabla 3.1.

Derechos humanos Derechos civiles

Derechos de libertad Derechos Derechos procesales Garantías


de igualdad constitucionales

– Derecho a la vida – Derecho a la – Derecho a la garantía – Matrimonio


y a la integridad igualdad ante y protección del y familia.
física. la ley Derecho. – Propiedad.
– Derechos a la – Derecho a la no – Derecho a la – Derecho
libertad religiosa discriminación por tutela judicial, de herencia.
o de creencias. razón del sexo, raza, concebida como
– Derecho a la libertad creencias, etc. independiente
de pensamiento y de – Igualdad de toda instancia
expresión; libertad en el ejercicio política.
de prensa del derecho
y derechos a una de sufragio.
veraz información. – Igualdad de acceso
a cargos públicos.
¤ Editorial UOC 95 Capítulo III. El poder político...

Derechos humanos Derechos civiles

Derechos de libertad Derechos Derechos procesales Garantías


de igualdad constitucionales

– Derecho a la libertad – Derechos – Garantías procesales


de reunión y económicos (prohibición de los
asociación. y sociales en tribunales especiales;
– Derecho a la libertad realización de los derecho de defensa y
de circulación imperativos del a recursos judiciales;
y residencia e Estado social: prohibición de la
inviolabilidad del derecho al trabajo, pena de muerte;
domicilio, seguridad social y nullum crimen nulla
correspondencia, etc. otros beneficios poena sine lege, etc.).
sociales, derecho
– Derecho a la libre de huelga, de
elección de educación y vivienda
profesión. digna, etc.
– Derechos políticos,
como la existencia
de elecciones libres,
intervención y
fiscalización del
gobierno, etc.

3.2. La división de poderes

Tras la formulación, ya realizada en el apartado anterior, de la división de


poderes en Locke, nos vamos a encontrar su presentación más clara, elaborada
e influyente, en el modelo ofrecido por el Barón de Montesquieu. El diseño
que aporta está claramente influido por la práctica constitucional británica,
con sus sistemas de “frenos”, “contrapesos” y “contrapoderes”, que este autor
estiliza en un modelo puramente racionalista, no ajustado del todo a la práctica
que le sirve de inspiración. Llevado a una síntesis extrema, sus ideas básicas
serían las siguientes:

a) Las principales funciones del Estado, divididas en legislativas, ejecutivas


y judiciales, se atribuyen cada una a un distinto poder dentro del Estado; la le-
gislativa se atribuye al Parlamento, con la sanción real de la ley; la ejecutiva al
Gobierno, y la judicial a los tribunales de justicia.
b) Los poderes se relacionan entre sí a través de un sistema de correctivos,
vetos y fiscalización de la actividad de los otros. Con ello se obtiene lo siguiente:
¤ Editorial UOC 96 Psicología de las relaciones de autoridad...

• por un lado, el necesario fraccionamiento del poder, que se considera im-


prescindible para evitar sus excesos y salvaguardar así más eficazmente el
ejercicio de los derechos individuales;
• pero, por otro, también el establecimiento de la necesaria comunicación
e interrelación entre los mismos.

Hay, pues, una integración de criterios técnicos con otros más propiamente va-
lorativos. Y la idea básica que subyace a este planteamiento es que la única forma
eficaz de controlar e influir en el poder estatal sólo puede hacerse desde el mismo
poder del Estado. Sirve como complemento institucional del pluralismo social, ar-
ticulado a través del sistema de partidos o la existencia de una opinión pública crí-
tica, heterogénea y plural. Este modelo fue recogido ya, con formulaciones más o
menos fieles a su versión teórica original, por toda la tradición del constitucionalis-
mo. El énfasis que se habría de dar a las funciones específicas o a la interrelación de
cada poder variaba, como es lógico, según las distintas coyunturas políticas.
En general puede afirmarse que cuanto más influenciadas estuvieran las consti-
tuciones por el principio democrático apoyado en una visión fuerte de la soberanía
popular, tanto mayor protagonismo cobraba el poder legislativo, como en la Cons-
titución revolucionaria francesa de 1791 o en la española de 1812. En las que se
aprobaron como consecuencia del reflujo revolucionario que acompañó a las de-
rrotas de Napoleón se tendía, por el contrario, a subrayar la corresponsabilidad le-
gislativa entre el monarca y las cámaras, así como el control último de aquél sobre
éstas a la hora de designar a un determinado número de miembros de la Cámara
Alta, proceder a la convocatoria, disolución y prórroga de la Cámara Baja, etc.
Hoy puede afirmarse que existen dos grandes modelos de organización de la
división de poderes, que normalmente se corresponden con las diferencias entre
sistemas parlamentarios y sistemas presidencialistas.

3.2.1. La interpretación presidencialista

Se trata de una división rígida de poderes, cuyo ejemplo más longevo y


significativo es la Constitución americana de 1787, la constitución escrita
más antigua del mundo, la cual, con las pertinentes enmiendas, sigue toda-
¤ Editorial UOC 97 Capítulo III. El poder político...

vía en vigor. En ella se establece una estricta división entre las funciones de
los distintos órganos, imbuidos todos, al contrario que ocurre en la monar-
quía constitucional, del principio de legitimidad democrática, que se traduce
incluso en la elección popular de muchos jueces. El presidente, órgano de
impulsión de la política de la nación, designa o sustituye directamente a sus
ministros o “secretarios”. Ni él ni su Gobierno son parte del Legislativo. Éste
último, por su parte, integrado por la Cámara de Representantes y el Senado,
que conjuntamente constituyen el Congreso, no puede “censurar” al ejecu-
tivo, siendo posible una casi perfecta convivencia entre un presidente de un
partido y un Congreso integrado en su mayor parte por representantes de
otro partido distinto. Y el poder judicial ostenta una independencia difícil
de encontrar en otros sistemas.
Aun así, los poderes aparecen entremezclados o armonizados de diversas ma-
neras: el presidente posee determinadas atribuciones en materia legislativa,
como la sugerencia de un programa legislativo a través de su mensaje anual, o
la posibilidad de vetar la legislación del Congreso, a menos que en una segunda
vuelta ambas cámaras la aprueben por una mayoría de dos tercios; tiene tam-
bién funciones que alteran la independencia del poder judicial, en tanto que
nombra, con la aprobación del Senado, a los miembros del Tribunal Supremo.
El Congreso, el Senado en particular, participa, como acabamos de decir, en el
nombramiento de funcionarios importantes, y tiene funciones de relevancia en
el campo de la elaboración y aprobación de presupuestos, el establecimiento de
comisiones de encuesta e investigación sobre la labor del ejecutivo, y no puede ser
nunca disuelto por éste. A todo esto se añade su capacidad de enjuiciar al presiden-
te y a cualquier alto funcionario por responsabilidad penal (impeachment), pudien-
do destituirlos de sus puestos.

3.2.2. La interpretación parlamentaria

Es la propia de lo que técnicamente se considera como separación de poderes


flexible. Se denomina así por la íntima dependencia entre poder legislativo y po-
der ejecutivo, ya que el ejecutivo necesariamente debe poder contar con la con-
fianza del Parlamento y está siempre sujeto a la posibilidad de ser derrocado por
¤ Editorial UOC 98 Psicología de las relaciones de autoridad...

una moción de censura. El Gobierno, a su vez, forma parte del Parlamento, y en


caso de no contar con su confianza puede reaccionar disolviéndolo. En la mayo-
ría de los sistemas parlamentarios, el Gobierno colabora activamente con el Par-
lamento, donde necesariamente dispone de mayoría, a través de la presentación
e impulsión de la práctica totalidad de los proyectos de ley.
Por otra parte, el Parlamento no deja de cobrar una cierta autonomía con-
trolando al Gobierno mediante preguntas, mociones, comisiones de investiga-
ción, además de la ya señalada capacidad para derrocarlo mediante la moción
de censura.

3.3. El Estado de derecho

Aunque en sus orígenes restringía su significado al sometimiento del Es-


tado a la ley –que los órganos del Estado únicamente deben actuar con arre-
glo a normas jurídicas–, su semántica se ha ido ampliando hasta abarcar
todos los principios fundamentales y todos los mecanismos procedimentales
que permiten garantizar la libertad de cada ciudadano y aseguran su partici-
pación en la vida política. Es, pues, una institución que presupone e incor-
pora a las otras dos que acabamos de exponer –la garantía de los derechos
individuales y la división de poderes. En nuestra cultura jurídico-constitu-
cional su sentido último está así más próximo a la idea germánica de Rechts-
staat que a la más restrictiva anglosajona de rule of law o imperio o gobierno
de la ley. La incorporación –y casi identificación– de los derechos fundamen-
tales a la figura del Estado de derecho se ha reconocido también, fuera de la
elaboración doctrinal, en declaraciones formales tales como la Declaración
Universal de Derechos Humanos de la ONU, o por la Comisión Internacional
de Juristas.
La figura del Estado de derecho otorga al Estado la forma y las medidas ne-
cesarias para permitir al ciudadano la capacidad de prever sus actuaciones y
orientar su propia acción en el ámbito público y privado. Sólo en un Estado so-
metido a un orden constitucional y jurídico puede participar cada cual libre-
mente en la conformación de la vida política. Siguiendo el mandato tan
repetido en la doctrina liberal, el individuo constituye el fin del Estado, y éste
¤ Editorial UOC 99 Capítulo III. El poder político...

está obligado a garantizar la seguridad jurídica y otra serie de arreglos formales


como una de las condiciones para el ejercicio de la libertad de aquél.
Es la expresión del principio de legitimidad que informa al Estado en el libe-
ralismo: que los individuos sólo deben obedecer a leyes impersonales y objeti-
vamente establecidas, y a las personas sólo en cuanto que portadoras de una
capacidad de actuación instituida por la ley. Se resume en la conocida máxima
del “gobierno de las leyes, no de los hombres”.
Al haber expuesto ya los rasgos básicos de las declaraciones de derechos fun-
damentales, así como la institución de la división de poderes, vamos a limitar-
nos aquí a ofrecer un apretado resumen de los otros elementos del Estado de
derecho. Para ello nos concentraremos en la dimensión de la primacía de la ley
y la organización institucional que presupone.
La primacía de la ley se entiende, en principio, en su sentido formal: como
elaborada por los órganos legislativos del Estado, cuya acción, al tratarse de un
órgano representativo, remite al principio de la legitimidad democrática. El Es-
tado de derecho vincula la política a la ley y al derecho, somete todo ejercicio
de poder estatal al control judicial y garantiza así la libertad de los ciudadanos.
De esta presentación general se derivan otros principios.

3.3.1. La legalidad de la Administración

Este principio exige el permanente sometimiento de la Administración a la


ley, que debe moverse siempre dentro del marco general legalmente establecido.
En la formulación de Montesquieu, el control de la legalidad de la Administración
era la competencia única del cuerpo legislativo, pero la ulterior evolución de la
vida política, que fue paralela a un incesante aumento de los órganos administra-
tivos, enseguida hizo necesario que se complementara con un control jurisdiccio-
nal, estableciéndose un sistema de recursos en beneficio de los posibles afectados
por sus decisiones, mediante un sistema jerárquico de normas, que no solamente
estipula el sometimiento de la ley formal a la Constitución, sino el diverso rango
de las distintas normas según la instancia de la que emanan, su grado y ámbito
de validez, ha permitido realizar un relativamente satisfactorio control judicial de
la amplia y heterogénea capacidad normativa de la Administración.
¤ Editorial UOC 100 Psicología de las relaciones de autoridad...

3.3.2. La independencia del poder judicial

Se afirma frente a cualquier otro poder del Estado, tanto respecto del poder
ejecutivo y la Administración como del legislativo. La independencia del juez es
a estos efectos decisiva, y se concreta en su total autonomía a la hora de dictar
sentencias, únicamente limitada por su conformidad a las disposiciones legales.
El hecho de que, al menos en los países continentales, el juez esté integrado en
una carrera profesional dentro del mismo Estado no afecta a dicha independen-
cia; sólo sirve para racionalizar administrativamente su actuación, así como
para evitar posibles excesos en el ejercicio de su cargo, que permiten establecer
sanciones disciplinarias.

3.3.3. El examen de constitucionalidad de las leyes

Es la garantía última que permite mantener la prioridad de la Constitución


sobre la ley, y está dirigida a frenar los posibles abusos del legislativo o del eje-
cutivo. Determinados principios constitucionales pueden ser vulnerados si-
guiendo la más escrupulosa racionalidad procedimental vigente en un
determinado sistema constitucional. Ante esta situación, y siguiendo diferentes
procedimientos que varían según el sistema político de cada país, cabe recurrir
a un órgano específicamente encargado de esta labor, el Tribunal Constitucio-
nal, o bien, como en Estados Unidos, relegar esta labor a los jueces.

3.3.4. Proposiciones sobre el carácter y la forma de hacer las leyes

Son una serie de proposiciones que engloban buena parte de los derechos
que en la tabla 3.1. figuran bajo el título de derechos procesales: las leyes deben
ser minuciosamente redactadas, no deben ser retroactivas en su aplicación, el
principio de nullum crimen, nulla poena sine lege, no deben imponer castigos
crueles e inusuales, la prohibición –en algunos sistemas– de la pena de muerte,
o no delegar poderes discrecionales mal definidos o excesivos.
¤ Editorial UOC 101 Capítulo III. El poder político...

Todos estos rasgos o dimensiones del concepto de Estado de derecho habría


que elevarlos a una dimensión superior en la que la autonomía privada de los
ciudadanos, sobre la que se proyecta el sentido último de esta institución, se co-
necta a su autonomía pública. Esto es, a la expresión de la voluntad política de
la ciudadanía mediante su participación en la esfera o ámbito público. El con-
cepto de Estado de derecho no puede deslindarse, por tanto, de esta dimensión
democrática del Estado liberal.
¤ Editorial UOC 102 Psicología de las relaciones de autoridad...

Resumen

En un primer momento se expone el papel del Estado en el proceso de absor-


ción de los diferentes poderes sociales, que concluirá con su administración de
la violencia en régimen de monopolio. Esto se hace de la mano de la teoría que
mejor ha sabido racionalizar este movimiento, la teoría de T. Hobbes.
En una segunda parte, se describe la forma en la que tratan de evitarse algu-
nas de las consecuencias no deseadas de esta discrecional tutela del poder y la
violencia social. El instrumento aquí va a ser la teoría política liberal tal y como
nos la encontramos en algunos de sus autores más relevantes.
Por último se analiza la organización institucional, que en las democracias li-
berales cumplen la función de sujetar el poder del Estado a un sistema de con-
troles y velan por su ajuste a las auténticas necesidades de los ciudadanos.
¤ Editorial UOC 103 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

Capítulo IV
Poder y legitimidad política: Weber, Arendt y Foucault
Rafael del Águila Tejerina

El poder no es solo, ni siquiera primordialmente, violencia. Es cierto que


usualmente el poder está ligado a un universo conceptual relacionado con la
violencia: coacción, disciplina, represión, persecución de conductas, etc. Pero el
poder político no es nada si no se despega del universo de la violencia desnuda
para legitimarse. El vínculo de poder y legitimidad permite estabilizar el poder
y la obediencia y, sobre todo, da al obediente razones para obedecer, y no solo
temores por haber desobedecido. Si el que obedece lo hace por simple miedo, el
poder no logrará muy a menudo sus objetivos. Pero si se vincula con una narra-
ción sobre porqué debemos obedecer, las cosas cambian: los comportamientos
adquieren con la legitimidad estabilidad y seguridad, se rutinizan. Hay muchas
razones legitimantes diferentes. Así por ejemplo, obedecemos porque constitu-
ye nuestro deber hacerlo (porque quien nos ordena actuar es, digamos, nuestro
superior en el ejército y estamos en guerra); o porque está en nuestro interés
(porque no cruzar con luz roja protege nuestra vida y hace posible el tráfico); o
porque la obediencia se requiere para la preservación de una sociedad civilizada
o justa (porque pagar impuestos permite construir una sociedad mejor), etc.
Este capítulo repasará algunas de las principales y teorías que vinculan po-
der, obediencia y razones (legítimas) para la obediencia de manera diferente.

1. Poder y legitimidad en Max Weber

1.1. Poder y estrategia

El poder no debe considerarse como una sustancia o un objeto, pese a que el


lenguaje corriente tiende a hacernos creer que es precisamente eso. El poder no
¤ Editorial UOC 104 Psicología de las relaciones de autoridad...

se “posee”, ni constituye una cualidad predicable de alguien sin más (“una perso-
na poderosa”). El poder no es una cosa que uno tiene (como se tiene una espada
o un tanque), el poder es el resultado de una relación en el que unos obedecen y
otros mandan. No es posesión de nadie, sino el resultado de esa relación. Por esa
razón, el poder está estrechamente vinculado no sólo ni prioritariamente con la
fuerza o la violencia, sino con ideas, creencias y valores que ayudan a la obtención
de obediencia y dotan de autoridad y legitimidad al que manda.
Ahora bien, dado que el poder es una relación entre partes, la respuesta a la
pregunta sobre su legitimidad requiere que aclaremos primero qué es una ac-
ción social y qué tipo de acción social resulta típica de las relaciones de poder.
Max Weber ofrece la definición más influyente de poder político conectán-
dola a su propia idea de lo que es una acción teleológica o estratégica.Weber de-
fine la acción estratégica como aquella en la que el actor:

1) define el fin que quiere o le interesa alcanzar y


2) combina e instrumenta los medios que son necesarios o eficientes en la
consecución de aquel fin.

Puesto que se trata de una acción social, el actor, para la consecución de


sus fines, ha de incidir sobre la voluntad y el comportamiento de otros acto-
res. Y es así como se desemboca en la idea de poder. El actor estratégico, in-
teresado en conseguir sus fines, dispone los medios de tal forma que el resto
de los actores sociales se comporten, por medio de amenazas o de la persua-
sión, de manera favorable al éxito de su acción. Los ejemplos de este tipo de
comportamiento son múltiples: un candidato maneja estratégicamente los
medios con que cuenta para obtener un escaño en las elecciones; una persona
calcula qué debe decir a sus amigos para convencerles de ir a ver una deter-
minada película; un dictador manipula los datos económicos para mantener-
se en el poder; etc.
De este modo, Weber define el poder como la posibilidad de que un actor en
una relación esté en disposición de llevar a cabo su propia voluntad, pese a la
resistencia de los otros, y sin que importe por el momento en qué descansa esa
posibilidad (en la persuasión, en la manipulación, en la fuerza, en la coacción,
etc). Más simplemente, entonces, su definición sería: el poder es la posibilidad
de obtener obediencia incluso contra la resistencia de los demás.
¤ Editorial UOC 105 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

La politología estadounidense intenta aplicar esta definición a los procesos que


tienen lugar en las instituciones de un sistema político y producen como resultado
el que los fines e intereses de determinados grupos se impongan y prevalezcan so-
bre los de otros. Existen tres grandes formas de contemplar este tema (Lukes, 1985).

• El enfoque unidimensional. Aquí A tiene poder sobre B en la medida en que


puede hacer a B realizar algo que, de otro modo, B no haría. Para hablar de la
presencia del poder es, pues, necesario que sobre las cuestiones en disputa
exista una oposición real y directa de intereses. Es decir, el conflicto expreso
y consciente de intereses es el fundamento de las situaciones de poder. Si se-
leccionamos en una comunidad dada un conjunto de cuestiones clave y es-
tudiamos para cada decisión adoptada quién participó iniciando opciones,
quién las vetó, quienes propusieron soluciones alternativas, etc., obtendre-
mos un cómputo de éxitos y fracasos y determinaremos quién prevalece
(quién tiene el poder) en la toma de decisiones sobre los demás.
• Para el enfoque bidimensional la concepción anterior es insuficiente. Necesita-
mos analizar también cualquier forma de control efectivo de A sobre B. Des-
de esta perspectiva donde se manifiesta el poder es en la movilización de
influencias que opera tanto en la resolución de conflictos efectivos (como en
el caso anterior) como en la manipulación de ciertos conflictos y la supresión
de otros. El control de la agenda política, qué cuestiones se considerarán cla-
ves y cuáles no, el poder de no adopción de decisiones, etc., se convierten
aquí en cruciales. Se trata ahora de incluir en el concepto de poder no sólo la
oposición explícita de intereses, sino también los “conflictos implícitos” que
son excluidos por el poder de la agenda de problemas a tratar.
• Para el enfoque tridimensional es necesario desechar la reducción del poder
al proceso concreto de toma de decisiones y hay que centrarse en el con-
trol global que el poder puede ejercer sobre la agenda política. No se trata
ahora de buscar conflictos efectivos y observables (explícitos o implíci-
tos), sino de considerar oposiciones reales de intereses. Tales oposiciones
pueden no ser conscientes para los actores, pero pese a ello existen.
Supongamos, por ejemplo, que un pueblo de la costa española ha de decidir
si debe urbanizar o no todo su conjunto histórico para obtener grandes be-
neficios con el turismo. Supongamos que los intereses de, digamos, las élites
económicas y políticas son la urbanización. Supongamos que para el conjun-
¤ Editorial UOC 106 Psicología de las relaciones de autoridad...

to de los ciudadanos también la urbanización sea la decisión a adoptar. En


este caso no existe conflicto de intereses (ni explícito ni implícito). Sin em-
bargo, para los partidarios del enfoque tridimensional del poder podría ha-
blarse de relación de poder si pudiera demostrarse que los intereses reales
(aunque no conscientes) del conjunto del pueblo son la preservación del
equilibrio ecológico en la zona y la conservación de su patrimonio histórico.
El problema para este enfoque es, naturalmente, quiénes pueden o deben de-
cidir sobre esos intereses reales, si no son los propios implicados. Pese a que
los partidarios de este tercer enfoque hayan de esforzarse por dar una defini-
ción objetiva de intereses, tal tarea es, sin duda, muy problemática.

– En el enfoque unidimensional A tiene poder sobre B en la medida en que


puede hacer a B realizar algo que, de otro modo, B no haría.
– En el enfoque bidimensional debemos analizar también cualquier forma
de control efectivo de A sobre B.
– En el enfoque tridimensional hay que centrarse en el control global que
se ejerce sobre la agenda política.

En las tres variantes aquí analizadas del poder hay diferencias en qué se entien-
de por interés o la forma en que se articula o se manifiesta. Pero no hay diferencia
en el concepto de poder propiamente dicho que sigue siendo una relación estra-
tégica entre dos polos (A y B), mientras la visión de la política sigue anclada en su
consideración como juego de opciones representativas de intereses, conflictos y
preeminencia de unos sobre otros. Más adelante trataremos de otras perspectivas
sobre este tema. Ahora debemos completar los fundamentos de estas teorías es-
tratégicas del poder con una referencia a la autoridad y la legitimidad.

1.2. Legitimidad empírica

El poder está íntimamente ligado a los valores y las creencias. Este vínculo es
el que permite establecer relaciones de poder duraderas y estables en las que el
recurso constante a la fuerza se hace innecesario. De nuevo Max Weber distin-
guía entre poder y autoridad.
¤ Editorial UOC 107 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

Autoridad sería el ejercicio institucionalizado del poder y conduciría a una di-


ferenciación, más o menos permanente, entre gobernantes y gobernados, los
que mandan y los que obedecen. La institucionalización de la dicotomía poder-
obediencia, así, se produce como consecuencia de la estabilización en las rela-
ciones sociales de determinados roles (papeles sociales) y status. Cuando esto
ocurre la obediencia se produce de forma distinta a cuando el mandato del po-
der se da en un medio no institucionalizado. Tiene lugar ahora una abstrac-
ción respecto de la persona concreta que emite la orden y una localización de
la autoridad en la institución que esa persona encarna. Por ejemplo, uno obe-
dece la orden de un guardia de tráfico porque, según su rol social de “conduc-
tor de coche”, viene obligado a hacerlo, con independencia de si ese guardia
concreto y esa orden específica le parecen indignos de obediencia “personali-
zada”. Así, la autoridad implica una serie de supuestos (ver Murillo, 1972):

• Una relación de supra-subordinación entre dos individuos o grupos.


• La expectativa del grupo supraordinado de controlar el comportamiento
del subordinado.
• La vinculación de tal expectativa a posiciones sociales relativamente in-
dependientes del carácter de sus ocupantes.
• La posibilidad de obtención de obediencia se limita a un contendido específi-
co y no supone un control absoluto sobre el obediente (piénsese en un guar-
dia de tráfico que pretendiera ordenarnos cómo debemos pagar nuestros
impuestos o si debemos vestir con corbata o que nos ordenara traerle un café).
• La desobediencia es sancionada según un sistema de reglas vinculada a un
sistema jurídico o a un sistema de control social extrajurídico.

De este modo, la autoridad hace referencia a la rutinización de la obediencia y a


su conexión con los valores y creencias que sirven de apoyo al sistema político del
que se trate. Dicho de otra forma, el poder se convierte en autoridad cuando logra
legitimarse. Y esto nos conduce necesariamente a preguntarnos qué es la legitimidad.
Legítimo, dirá de nuevo Weber, es aquello que las personas creen legítimo. La obe-
diencia se obtiene sin recurso a la fuerza cuando el mandato hace referencia a algún
valor o creencia comúnmente aceptado y que forma parte del consenso de grupo.
Así las cosas, nada tiene de extraño que los primeros tipos de legitimidad que
encontramos en la historia hagan referencia a los valores religiosos de las comu-
¤ Editorial UOC 108 Psicología de las relaciones de autoridad...

nidades. De este modo, encontramos en el antiguo Egipto la figura del rey-dios,


figura legitimante especialmente fuerte ya que liga directamente a la autoridad
política con la voluntad ordenadora del universo, de modo que la desobediencia
no desafía a un orden particular sino, nada menos, que al orden del universo de
los vivos y los muertos. En la misma línea está la idea de origen divino de la auto-
ridad, es decir, que se considere a un rey o un emperador como hijo de dios o algo
similar, con lo que la fuerza legitimante es igualmente muy alta al suponer a la
autoridad un vínculo de sangre con el/los que ordena/n el universo. Por último,
dentro de estas variantes religiosas tenemos la idea de vocación divina como prin-
cipio ordenador del gobierno legítimo. Aquí la autoridad de los reyes o los jefes
procede de dios mismo y ellos gobiernan “por la gracia de dios”. En todo caso, el
proceso de secularización de occidente en la modernidad hace que los recursos le-
gitimantes de cuño religioso pierdan importancia, aun cuando este es un proceso
largo y a veces contradictorio (como el surgimiento de los fundamentalismos re-
ligiosos sugiere... incluso para occidente). De nuevo una clasificación ofrecida por
Weber es pertinente aquí. Weber distingue tres tipos de legitimidad.

• La legitimidad tradicional, que apela a la creencia en la “santidad” o correc-


ción de las tradiciones inmemoriales de una comunidad como fundamento
del poder y la autoridad y que señala como gobiernos legítimos a aquellos
que se ejercen bajo el influjo de esos valores tradicionales (la legitimidad
monárquica sería el ejemplo evidente de este tipo de legitimidad).
• La legitimidad carismática, que apela a la creencia en las excepcionales cua-
lidades de heroísmo o de carácter de una persona individual y del orden
normativo revelado u ordenado por ella, considerando como dignos de
obediencia los mandatos procedentes de esa persona o ese orden (la auto-
ridad de líderes y profetas tan distintos entre sí como Gandhi, Mussolini
o Khomeimi vendrían a caer en esta categoría).
• La legitimidad legal-racional, que apela a la creencia en la legalidad y los
procedimientos racionales como justificación del orden político y consi-
dera dignos de obediencia a aquellos que han sido elevados a la autoridad
de acuerdo con esas reglas y leyes. De este modo, la obediencia no se pres-
taría a personas concretas, sino a las leyes (cuando el liberalismo puso so-
bre el tapete la idea de “gobierno de leyes, no de hombres” lo hizo
siguiendo este tipo de legitimidad).
¤ Editorial UOC 109 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

En todos estos casos, la legitimidad está vinculada a la creencia en la legitimidad,


es decir, es legítimo aquél poder que es tenido por legítimo. Esta perspectiva, que
ofrece un amplio campo al análisis empírico sobre la legitimidad en los sistemas po-
líticos, tiene, sin embargo algunas deficiencias. No la menor de ellas sería (al menos
en el caso de la legitimidad legal-racional) el hecho de la reducción de la legitimidad
a pura legalidad. Esto es, la legitimidad de una decisión o de una autoridad se redu-
cen a la creencia en el procedimiento (legal) con el que esa decisión se adoptó o esa
autoridad se eligió. Nos hallamos ante una legitimidad de origen puramente legal.
Del mismo modo la legitimidad de ejercicio de la autoridad en cuestión se reduce
a su cumplimiento escrupuloso de la legalidad en el ejercicio del poder.
Sin negar que esos son componentes cruciales de cualquier acción o autori-
dad legítima en nuestro contexto de Estados democráticos y de Derecho, no es
menos cierto que una visión tan estrecha de la legitimidad elimina cualquier
consideración sobre la legitimidad material de un orden político cualquiera. Es
decir, la calificación de legítimas referida a reglas u órdenes políticos puede pres-
cindir de toda justificación material y no tiene sentido investigar si la creencia
fáctica en la legitimidad responde o no a la “justicia” o a la “racionalidad” o al
“interés común” de los implicados. Al procurar construir un concepto científico
y neutral de legitimidad, las teorías que siguen en la estela weberiana no poseen
forma de considerar ilegítima a una autoridad que haya conseguido reconoci-
miento mediante el terror y la manipulación. De este modo, para poder enfren-
tar este problema hemos de salir del paradigma diseñado por Weber y
continuado por buena parte de la politología estadounidense y europea y ofre-
cer una visión alternativa del poder político y de la legitimidad.

2. Poder y legitimidad en Hannah Arendt

2.1. Poder y modernidad: el pueblo como príncipe moderno

Como consecuencia del triunfo de la ilustración y la modernidad los compo-


nentes básicos de la legitimidad variaron enormemente y no solo en la direc-
ción apuntada por Max Weber. Más allá de tradición y carisma, más allá incluso
¤ Editorial UOC 110 Psicología de las relaciones de autoridad...

que la legitimidad de lo legal, el orden moderno trata de fundamentar el poder


político en alguno de aquellos conceptos (por ejemplo: en la racionalidad del
hombre abstracto, en los intereses del sujeto constituyente, en el bien común
del pueblo soberano, en la protección y promoción de la nación auténtica).
En efecto, el hombre, el pueblo o la nación ocupan el centro legitimante del
universo moderno. Con referencia a ellos, a sus fines, a su “destino”, a sus inte-
reses o su voluntad se justifican las acciones del poder político y son ellos, sus
derechos y sus valores, los que deben ser potenciados o protegidos. En particular
es con referencia al pueblo que las decisiones políticas deben tomarse, que los
poderes deben ejercerse, que los gobiernos deben legitimarse. Se deja así de
“aconsejar al príncipe” sobre lo que debe hacer, para “tomar la palabra” en
nombre del pueblo, el nuevo príncipe moderno, el pueblo soberano, referente
último de legitimidad en la acción y reflexión políticas.
Ahora bien, el hombre, el sujeto o el pueblo príncipe son entendidos aquí en
términos de su esencial unidad. Una sola voluntad, una sola voz, un acuerdo
unánime. Sieyes, Rousseau o Kant, pese a las enormes diferencias que les sepa-
ran, comparten con otros muchos estas ideas: la voz unitaria de los representan-
tes de la nación, la voz unánime de la voluntad general, la voz universal de la
razón ilustrada. La unanimidad, la elusión de cualquier voz discordante, define
así desde el inicio de la modernidad los argumentos de legitimidad más impor-
tantes. Al sujeto y al pueblo se les supone una voluntad, una racionalidad y
unos intereses ya formados y de lo que se trataría, entonces, es de “recuperar”
esas entidades que preexisten cualquier discusión: la razón del sujeto abstracto,
la voluntad del pueblo príncipe, los intereses de la nación auténtica.
Los procesos políticos se convierten en procesos de “investigación” que tra-
tan de recuperar lo que ya está ahí: la verdadera razón, la verdadera voluntad,
los verdaderos intereses... de hombre, pueblo y nación. Así, en el liberalismo
censitario los representantes de la nación, los más preparados, establecen los
verdaderos intereses de sus representados (con independencia de sus opiniones
concretas). Así, la élite nacional (o, incluso, racial) gobierna en nombre de las
esencias del pueblo (dejando de lado cualquier pluralidad existente en sus visio-
nes e intereses). Así, la voz de la razón única resonaba en los discursos de los ja-
cobinos y en la dictadura de Robespierre o de los comités bolcheviques y la
dictadura del proletariado. Todas estas versiones (y otras más que no tenemos
aquí espacio para analizar) comparten la premisa básica de la legitimidad moderna:
¤ Editorial UOC 111 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

existen una razón, un bien y una voluntad objetivas del pueblo y del hombre que
son completamente independientes de la expresión de opiniones del pueblo
empírico y de los seres humanos concretos.
Por ello, y para ser adecuadamente protegidas y alcanzadas, la razón, el bien y
la voluntad general exigen una interpretación correcta llevada a cabo por una éli-
te que descubra, mediante una investigación adecuada, lo que de todos modos
siempre había estado ahí. La deliberación de los implicados, pues, debía dejar
paso al descubrimiento de la verdad. Lo que es legítimo o no lo es dependería, de
este modo, de su acercamiento a lo que es verdadero según el modelo del descu-
brimiento (hay quienes están más preparados que otros para esta tarea, etc.).
Hay una seria insatisfacción contemporánea con estas soluciones al tema de la
legitimidad. No el menor de sus defectos es su evidente carácter autoritario y casi
incompatible con el desarrollo de un legitimidad de corte democrático. Por eso pau-
latinamente aparece una reinterpretación que sugiere que lo único que confiere le-
gitimidad política no es la racionalidad universal, ni la voluntad unánime y general,
ni la autenticidad nacional, sino el proceso de deliberación e intercambio de opinio-
nes entre los mismos implicados. Las opiniones sobre lo racional, lo acorde al bien
común o a la voluntad general, lo que responde o no a nuestra autenticidad, etc.,
se forman en el proceso de discusión abierta y en el debate público. Por eso una de-
cisión legítima no es aquella que responde a la unanimidad sino aquella que ha sido
producto de una discusión de todos y cada uno en busca de un consenso.
Y así, la legitimidad abandona el modelo del descubrimiento de esencias pre-
vias (razón, voluntad general, bien común) para establecer el modelo de la argu-
mentación deliberativa, del convencimiento y de la persuasión mutua como
fundamentos del actual político legítimo. Este es el origen de los planteamientos
de Hannah Arendt y Jürgen Habermas sobre los conceptos de poder y legitimidad.

2.2. Poder y acción concertada

Al igual que el concepto weberiano de poder político partía de una determi-


nada concepción de la acción social teleológica o estratégica, el concepto alter-
nativo de poder y legitimidad que analizaremos en lo sucesivo se fundamenta
en la idea de acción comunicativa o concertada.
¤ Editorial UOC 112 Psicología de las relaciones de autoridad...

El concepto de acción comunicativa responde a la idea aristotélica de que exis-


ten acciones que se realizan por sí mismas sin que sean meros medios para la
obtención de un fin distinto. Por ejemplo, cuando un actor interpreta su papel
en el escenario o un bailarín ejecuta una danza, su actividad como tal no es algo
separado y distinto del fin que persiguen (la creación de placer estético), sino
que tal fin se produce dentro de la actividad misma, por así decirlo.
Pues bien, podemos imaginar que un grupo de individuos entran en una acti-
vidad comunicativa que busca a través del diálogo y el consenso resolver algunos
problemas que les afectan a todos. En este caso, la actividad de deliberar conjun-
tamente tiene como finalidad la elaboración de una voluntad común (no forzada
ni lograda a través de coacción o coerción, sino producto de la razón) que sirva
para enfrentarse al problema del que se trate. No estamos, pues, ante el supuesto
de que unos manipulan a otros para imponer “su solución” al problema, sino
ante la idea de elaboración conjunta de soluciones comunes. La aplicación de este
instrumento teórico a la teoría del poder tiene consecuencias muy importantes.
Arendt, en la línea de lo que acabamos de decir, rompe con la idea del poder
como un mecanismo que responde al esquema medios/fines y lo define como
la capacidad humana no sólo de actuar, sino de actuar en común, concertada-
mente. Según eso el poder no es nunca propiedad de un individuo, sino que
“pertenece” al grupo y se mantiene solo en la medida en que el grupo perma-
nezca unido. Cuando decimos que alguien está en el poder queremos hacer re-
ferencia a que es apoderado de cierto número de gente para que actúe en su
nombre. En el momento en que el grupo a partir del cual se ha originado el po-
der desaparece, su poder también se desvanece. Sin el “pueblo” o el grupo no
hay poder. Es, entonces, el apoyo del pueblo lo que otorga poder a las institu-
ciones de un país y este apoyo no es sino la continuación del consentimiento
que dotó de existencia a las leyes.
Bajo las condiciones de un sistema democrático-representativo se supone
que los ciudadanos “dirigen” a los que gobiernan. Las instituciones no son sino
manifestaciones y materializaciones del poder, que se petrifican y decaen tan
pronto como el poder del grupo deja de apoyarlas.
Esta forma de concebir el poder une ese concepto con la tradición de la an-
tigua Grecia donde el orden político se basa en el gobierno de la ley y en el poder
del pueblo. Desde esta perspectiva se disocia al poder de la relación mandato-
obediencia, de la coerción, del conflicto y del dominio.
¤ Editorial UOC 113 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

El poder es consensual y es inherente a la existencia misma de comunidades


políticas: surge dondequiera que el pueblo se reúna y actúe conjuntamente. Así,
lo importante ahora es el procedimiento de adopción de las decisiones, más que
las decisiones mismas. El poder lejos de ser un medio para la consecución de un
fin, es realmente un fin en sí mismo ya que es la condición que posibilita que
un grupo humano piense y actúe conjuntamente. El poder, por lo tanto, no es
la instrumentalización de la voluntad de otro, sino la formación de la voluntad
común dirigida al logro de un acuerdo.
Arendt desarrolla en este punto una teoría de las instituciones y las leyes como
materialización del poder que aclara bastante bien las consecuencias de este con-
cepto de poder. Hay leyes, dice, que no son imperativas, que no urgen a la obe-
diencia, sino directivas, esto es, que funcionan como reglas del juego pero no nos
dicen cómo hemos de comportarnos en cada momento, sino que nos dotan de
un marco de referencia dentro del cual se desarrolla el juego y sin el cual no podría
tener lugar. Lo esencial para un actor político es que comparta esas reglas, que se
someta a ellas voluntariamente o que reconozca su validez. Pero es muy impor-
tante apreciar que no se podría participar en el juego a menos que se las acate (del
mismo modo que no es posible jugar al fútbol o al ajedrez si no se acatan las re-
glas, aunque siempre sea posible hacer trampas). Y el motivo por el que deben
aceptarse tales reglas del juego es que dado que los hombres viven, actúan y exis-
ten en pluralidad, el deseo de intervenir en el juego (político) es idéntico al deseo
de vivir (en comunidad). Por supuesto esas reglas, producto del poder como acti-
vidad concertada, pueden intentar cambiarse (el revolucionario, por ejemplo, lo
intenta) o pueden ser trasgredidas (el delincuente, por ejemplo, lo hace), pero no
pueden ser negadas por principio, porque eso significa no desobediencia, sino la
negativa a entrar en la comunidad. Las leyes, así, son directivas, dirigen la comu-
nidad y la comunicación humanas y la garantía última de su validez está en la an-
tigua máxima romana: pacta sunt servanda (‘los pactos obligan a las partes’).
Pero, indudablemente, en la realidad política no todo funciona de acuerdo
con ese esquema consensual y deliberativo que fundamenta el poder y la comu-
nidad. Cuando estamos en presencia de la imposición de una voluntad a otra,
dice Arendt, eso no cabe denominarlo poder sino violencia. El poder es siempre
no violento, no manipulativo, no coercitivo. Poder y violencia son opuestos, la
violencia aparece allí donde el poder peligra, pero dejada a su propio curso aca-
bará con todo poder. El poder requiere del número, mientras la violencia puede
¤ Editorial UOC 114 Psicología de las relaciones de autoridad...

prescindir de él ya que se apoya en sus instrumentos (armas o coerción). Esos


instrumentos pueden ser, desde luego, muy eficientes en la consecución de la
obediencia, “del cañón de un arma brotan las órdenes más eficaces”, pero lo que
nunca podrá surgir de ahí es el poder. La violencia en sí misma concluye en im-
potencia. Donde no están apoyados por el poder, los medios de destrucción aca-
barán impidiendo la aparición de poder alguno.
En definitiva, Arendt nos ofrece un concepto de poder que puede utilizarse nor-
mativamente a favor de un democratismo radical y en contra de la erosión de la
esfera pública en las democracias de masas contemporáneas. Porque el peligro de
estas últimas está en suplantar al poder así definido por las mediaciones de buro-
cracias, de “especialistas”, de partidos y otras organizaciones que tienden a elimi-
nar la discusión pública de los asuntos y establecen las bases para un dominio
tiránico de lo no-político, del no-poder, de la violencia y la manipulación.
La separación del concepto weberiano del poder es así evidente. Este último
concepto a través de su implicación con la idea de interés o voluntad individua-
les, oculta bajo el manto del análisis avalorativo la insinuación de que la única
acción racional de los hombres radica en la manipulación estratégica del interlo-
cutor para obtener dominio sobre otros. Para Arendt el poder es la espada de Da-
mocles que pende sobre la cabeza de los gobernantes, mientras para Weber y sus
seguidores, éste no sería sino esa misma espada en manos de los que dominan.
Sin embargo, este concepto de poder parece proyectar demasiado la idealiza-
ción de la polis griega a nuestras sociedades actuales. En efecto, parece que aun
cuando nos desvela importantes fenómenos políticos a los que había permane-
cido insensible la ciencia política moderna, los márgenes de aplicación de tal
análisis son demasiado estrechos como para que resulte fructífero. Si este con-
cepto de poder está vinculado a un “supuesto de laboratorio”, ¿cual sería su uti-
lidad en la sociedad postindustrial de masas gobernada en mucho mayor
medida por el paradigma weberiano?

2.3. Legitimidad deliberación y democracia

Jürgen Habermas propone, en este sentido, una distinción entre el ejercicio


del poder (o sea, el gobierno de unos ciudadanos por otros) y la generación del
¤ Editorial UOC 115 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

poder (o sea, su surgimiento). Solo en este último caso (el de la generación o sur-
gimiento del poder) el concepto de poder de Arendt y sus referencias delibera-
tivas y consensuales son pertinentes. Los grupos políticos en conflicto tratan de
obtener poder, pero no lo crean. Esta es, según Habermas, la impotencia de los
poderosos: tienen que tomar prestado su poder de aquellos que lo producen.
Es cierto, sin embargo, que ningún ocupante de una posición de autoridad
política puede mantener y ejercer el poder si su posición no está ligada a leyes
e instituciones cuya existencia depende de convicciones, deliberaciones y
consensos comunes del grupo humano ante el que responde. Pero también
hay que admitir que en el mantenimiento y en el ejercicio del poder el con-
cepto estratégico weberiano explica gran cantidad de cosas. Lo que ocurre es
que, a la vez, todo el sistema político depende de que el poder entendido como
deliberación conjunta en busca de un acuerdo legitime y dote de base a ese po-
der estratégico. Por muy importante que la acción estratégica sea en el mante-
nimiento y ejercicio del poder, en último término, este tipo de acción siempre
será deudora del proceso de formación racional de una voluntad y de la acción
concertada por parte de los ciudadanos.
En estas condiciones, la violencia puede aparecer como fuerza que bloquea
la comunicación, la deliberación y el consenso necesarios para lograr generar el
poder que el sistema requiere. Aquí es donde la comunicación distorsionada, la
manipulación y la formación de convicciones ilusorias e ideológicas hacen sur-
gir una estructura de poder político que, al institucionalizarse, puede utilizarse
en contra de aquéllos que lo generaron y de sus intereses. Pero para determinar
correctamente este proceso necesitamos de instrumentos teóricos que nos ha-
gan capaces de distinguir una deliberación racional de los ciudadanos de un
acuerdo logrado a través de la fuerza, la violencia y la manipulación. Es decir,
necesitamos determinar cuando el poder surge deliberativamente y cuando es
un producto manipulado que unos cuantos utilizan en detrimento del colecti-
vo. Para ello inevitablemente debemos referirnos al tema de la legitimidad y de
la justificación colectiva de normas practico-políticas. La vía por la que Haber-
mas intenta resolver el asunto es, entonces, la de especificar ciertas condiciones
formales o procedimientos mínimos que nos hagan capaces de distinguir una
deliberación conjunta basada en la razón y el interés general de otra basada en
la fuerza, la manipulación o el engaño.
¤ Editorial UOC 116 Psicología de las relaciones de autoridad...

Ahora bien, ¿cuál es el contenido de un procedimiento deliberativo legí-


timo? ¿Cuáles son las reglas que dotan de fuerza legitimante a las decisiones
políticas tomadas a su amparo? ¿Qué es lo que garantiza formalmente la de-
liberación política legítima? Simplificando, podríamos resumirlas en tres.

• Primero, libertad de las partes para hablar y exponer sus distintos pun-
tos de vista sin limitación alguna que pudiera bloquear la descripción
y argumentación en torno a lo que debe hacerse. Gran cantidad de de-
rechos y libertades típicos del liberalismo democrático cuidarían de
este principio de libertad las partes: libertad de expresión, de concien-
cia, etc.
• Segundo, igualdad de las partes de modo que sus concepciones y argu-
mentos tengan el mismo peso en el proceso de discusión. Ambas pre-
condiciones tienden a garantizar a todos las mismas opciones para
iniciar, mantener y problematizar el diálogo, cuestionar y responder a
las diversas pretensiones de legitimidad y, en general, pretenden man-
tener unas garantías mínimas que permitan poner en cuestión todo el
proceso y cualquier resultado al que eventualmente pudiera llegarse.
También aquí el constitucionalismo liberaldemocrático nos ofrece
ejemplos de reglas destinadas a proteger la igualdad de las partes en los
procesos deliberativos: libertad de asociación, libertad de prensa, sufra-
gio universal e igual, etc. Del mismo modo los reglamentos que regulan
instituciones deliberativas (el Parlamento, por ejemplo) cuidan de esta-
blecer reglas que garanticen en los procesos de discusión esa igualdad
de las partes.
• La tercera condición se refiere a la estructura misma de la deliberación
en común: lo que debe imponerse en la discusión es la fuerza del mejor ar-
gumento sin que sea posible acudir a la coacción o a la violencia como
elemento integrante de la misma. Por supuesto, lo que en cada momen-
to histórico ha sido considerado como mejor argumento varía y se trans-
forma, pero lo esencial aquí es que los participantes sean capaces de
reconocer la fuerza de cada argumento de acuerdo con sus convicciones,
creencias y valores no manipulados. Las prohibiciones de utilizar la
coacción o la violencia en los procesos deliberativos de nuestras demo-
cracias están dirigidos a garantizar esto.
¤ Editorial UOC 117 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

Así pues, las reglas que dotan de fuerza legítimamente a las decisiones polí-
ticas se resumen en:

• Libertad de las partes para hablar y exponer sus distintos puntos de vista.
• Igualdad de las partes de modo que sus concepciones y argumentos tengan
el mismo peso en el proceso de discusión.
• Lo que debe imponerse en la discusión es la fuerza del mejor argumento.

Ahora bien, parece que esta idea de legitimidad ligada a procedimientos,


deliberaciones conjuntas y acuerdos racionales, favorece los valores liberal-
democráticos en detrimento de otros (tradicionales, autoritarios, etc). Esto
es, en parte, cierto. Pero lo crucial aquí es que si alguien quisiera demostrar
la superioridad de los valores tradicionales o autoritarios sobre los democrá-
ticos vendría obligado a hacerlo también según este esquema procedimental
(discutiendo en libertad e igualdad y bajo la fuerza del mejor argumento la
superioridad de aquellos valores autoritarios o tradicionales frente a los de-
mocráticos).
Así pues, y resumiendo, dentro del paradigma arendtiano del poder y de la
legitimidad procedimental habermasiana, consideraremos una acción, una
norma o una institución como legítima si fuera susceptible de ser justificada
como tal dentro de un proceso deliberativo. Y este proceso deliberativo deberá
regirse por reglas tales como la libertad y la igualdad de las partes, y deberá
igualmente estar guiado por el principio del mejor argumento y la exclusión
de la coacción. Aunque ninguna de estos elementos garantiza el resultado fi-
nal (que el acuerdo efectivamente alcanzado sea “el mejor”, por ejemplo) la
democracia liberal se basa precisamente en la idea de que si nos equivocamos,
al menos lo haremos por nosotros mismos y en muchas ocasiones, como diría
John Stuart Mill, es preferible equivocarse por uno mismo que acertar siguien-
do los dictados ajenos.
Dicho de otro modo: la legitimidad se halla íntimamente ligada en estas for-
mulaciones a la idea de autonomía, esto es, a la capacidad para darse a uno mis-
mo las reglas que gobernarán la propia vida. Y esto, a su vez, se relaciona con la
creación en los ciudadanos de una actitud crítica y reflexiva respecto del mundo
en el que vive y a la tradición en la que se encuentra incardinado.
¤ Editorial UOC 118 Psicología de las relaciones de autoridad...

3. Poder y resistencia en Michel Foucault

3.1. Poder, sujeto del poder y constitución del sujeto

Para comprender la teoría foucaultiana del poder es importante comprender


el conjunto de su teoría, pues de otro modo no nos sería posible advertir en qué
medida nos alejamos con ella de las perspectivas convencionales. En efecto, el
primer elemento a considerar desde este punto de vista es que Foucault se aleja
definitivamente de las elaboraciones anteriores, bien sean las vinculadas a la le-
gitimidad democrática, bien sean las consideradas desde la perspectiva de la es-
trategia basada en individuos calculadores. Foucault en este aspecto parte de
una triple negación:

– la negación del sujeto constituyente,


– la negación de la universalidad u objetividad de la razón,
– la negación del progreso histórico o de la historia entendida como proceso
hacia mejor.

De una manera u otra estas tres negaciones explican en buena medida sus
elaboraciones sobre el poder y la legitimidad, por lo que debemos antes de nada
aclarar qué quiere decir exactamente con ellas.
El final del sujeto moderno significa que no debemos entender a los distintos
individuos reales, concretos y existentes siguiendo el molde prefijado de la mo-
dernidad: como receptáculos de una racionalidad dada, de una naturaleza, es-
pecífica, de unos derechos indudables, etc. Más bien ese hombre abstracto, “sin
carne ni sangre”, como decía Nietzsche, es una mera construcción, una figura,
dice Foucault, construida entre los intersticios del lenguaje, una invención en
cierta medida reciente (de la época moderna) y que, en la medida en que el dis-
curso de la modernidad entra en crisis, puede languidecer y terminar borrándo-
se “como en los límites del mar un rostro de arena”. Esto viene a querer decir
que en la reflexión teórica y política debemos desembarazarnos de la subjetivi-
dad moderna, esto es, que debemos abandonar los pilares antropocéntricos del
pensamiento, los fundamentos egológicos, basados en el yo, compacto y cohe-
rente. La muerte de dios, la eliminación de los fundamentos metafísicos del ac-
¤ Editorial UOC 119 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

tuar humano, debe ser consecuente y llegar hasta el final: debe igualmente
extenderse al acabamiento del “hombre abstracto” como base de la reflexión y
la política.
Dicho de otro modo, hay que alejarse de ciertos conceptos para explicar ade-
cuadamente procesos como los del poder o la legitimidad. Hemos de abandonar
el mundo del sujeto abstracto, del sujeto alienado, del sujeto constituyente y pre-
guntarse, más bien, por los procesos que han conducido a aquella abstracción, a
la idea de esencia alienada, a la constitución de sujetos como bases del poder. Y
al hacerlo advertiremos que el sujeto no es lo contrario del poder, no es lo dado
o lo natural o lo auténtico sobre lo que el poder se despliega, aquello que el po-
der reprime, lo que el poder subyuga. Más bien al contrario, al cambiar el punto
de vista siguiendo las recomendaciones foucaultianas advertimos que ese sujeto
es producto de la relación de poder, no su opuesto. El sujeto no es ni el elemento
autónomo que nutre de sentido al lazo político dotando a los regímenes de le-
gitimidad (como el liberalismo quiere) ni el resto que queda tras la retirada de
la opresión y la alienación (como quiere el marxismo). El sujeto no es sino el
resultado de una relación de poder. Éste le constituye. No es que se halle ampu-
tado o alterado en su esencia por un poder opresor, es que se halla “cuidadosa-
mente fabricado” por él. De modo que el poder nos atraviesa, nos hace ser como
somos e incluso lo que somos.
Para ilustrar esta teoría Foucault elige la imagen del panóptico de Jeremy
Bentham, esto es, el edificio que el utilitarista ideó para las cárceles (y más en con-
creto: como instrumento de humanización de las cárceles.) Ese edificio, de la
mano de Michel Foucault, será ahora la metáfora del poder en nuestras sociedades.

Imagen del panóptico

Su principio consiste en una construcción en forma de anillo y en el centro una torre con
anchas ventanas que se abren a la cara interior del anillo. Este dispositivo permite a un
solo vigilante colocado en la torre central controlar de un solo vistazo al prisionero, loco
o enfermo ubicados en las celdas que componen el anillo. Nada se oculta desde ese lugar
a la mirada del vigilante: transparencia completa de los sujetos. Como, además, cada en-
cerrado no sabe cuando está siendo vigilado, este dispositivo panóptico hace que la vigi-
lancia sea permanente en sus efectos, incluso si la acción inquisitiva es discontinua. De
esta manera se garantiza una suerte de colaboración del vigilado con el vigilante. Aquél
que está fijado a un campo de visibilidad y lo sabe se comporta siempre como si estuviera
siendo inspeccionado y adapta su comportamiento a lo que cree que se espera de él. La
obediencia al poder se automatiza y se desindividualiza (dado que no se obedece a éste o
¤ Editorial UOC 120 Psicología de las relaciones de autoridad...

a aquél, sino a quien quiera que esté ocupando la posición central del panóptico). Al final
ya es lo mismo quién ejerce el poder y en nombre de qué lo hace: la actitud obediente del
sujeto le ha convertido en principio de su propio sometimiento.

Esta imagen del panóptico, en opinión de Foucault, está destinada a difundirse


por todo el cuerpo social y a volverse generalizada. Y la razón de esto no es úni-
camente que produce adaptación, homogeneidad, obediencia, sumisión, sino
que se trata de un aparato de poder que no está exclusivamente centrado en la
represión de conductas. En realidad este dispositivo no produce represión y para-
lización, sino multiplicación de comportamientos que se ajustan a lo esperado
por el poder. El poder no produce, pues, pasividad y dolor, sino actividad e inci-
taciones, placer incluso, en la multiplicación de conductas obedientes, en el ajus-
te, en la homogeneización de uno mismo con lo que de uno se espera.
Ciertamente parecería que la mirada que observa desde el Panóptico sugiere
un centro desde el que el poder controla. Sin embargo, Foucault niega taxativa-
mente este extremo. La estructura mediante la cual el poder se extiende por el
cuerpo social no es dicotómica (poderoso/obediente), ni centralizada (poder/pe-
riferia), sino reticular. En efecto, el poder no sería algo dividido entre los que lo
poseen y los que lo soportan. Más bien el poder debe ser analizado “como algo
que circula”, “como algo que no funciona sino en cadena” y que se ejercita me-
diante una organización reticular. Y estas redes hacen que los individuos siempre
estén en condiciones de ejercer o sufrir el poder, es decir que a veces son blanco
y otras elementos de conexión en el flujo de poder. El poder circula a través de los
individuos que ha constituido. De este modo el poder se fundamenta en micro-
rredes y relaciones que atraviesan cada punto del cuerpo social. Por eso debe de-
cirse que el poder no existe, existen relaciones de poder, conjuntos más o menos
coordinados de relaciones de poder. A su vez, las relaciones de poder deben defi-
nirse como relaciones de fuerzas desigualitarias y relativamente estabilizadas.
En esta medida, el poder se constituye por yuxtaposición, por complejiza-
ción, por imbricación de relaciones locales, cuya conexión acaba produciendo
como resultado global una retícula de relaciones de fuerza. No obstante, no debe
buscarse en esa retícula un punto central, ordenador, fuente explicativa última,
concentración final del poder y de sus flujos. El poder circula y nos convierte en
obedientes y poderosos alternativamente y según sus ámbitos, pero no responde
a un solo impulso de concentración y monopolización, sino a la lucha perma-
nente y la tensión constante.
¤ Editorial UOC 121 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

Por este conjunto de razones Foucault propone que abandonemos tanto las
teorías estratégicas basadas en el conflicto entre voluntades individuales o algu-
na variante basada en la agregación de esas voluntades (por ejemplo, las teorías
weberianas que ya analizamos), como las teorías de cuño democrático en cuya
base se halla la ficción del poder-contrato. En general la teoría foucaultiana exi-
ge abandonar el ámbito de los sujetos para explicar el poder y con ese ámbito
exige igualmente el abandono del lenguaje legitimador basado en la voluntad,
la razón o los consensos de los sujetos como fundamento de legitimidad del po-
der político. Por eso sugiere que el poder no es la formación de un colectivo me-
diante la ficción de las cesiones de derechos o la mística de los contratos
originarios o de los regateos y compromisos individuales. En su opinión debe-
mos abandonar esos ámbitos de explicación, basados todos a la postre en un tipo
u otro de “contrato”, para comenzar a explicar el poder según el modelo de la
“guerra” y la puesta en práctica de una relación de fuerzas estabilizada. Por eso
nada se opone en el seno de su teoría a una consideración del poder como “la
guerra continuada por otros medios” (parodiando, así la famosa frase de
Clauszewitz: “la guerra es la política llevada a cabo por otros medios”).
Sin embargo, esto puede producir, y de hecho produce, una cierta indetermi-
nación en la teoría del poder o, mejor, aún, una expulsión de la teoría del poder
de cualquier consideración sobre lo legítimo y lo ilegítimo: ¿hay alguien en esta
guerra más legitimado que los demás? La respuesta a esta pregunta nos conduce
al problema de la negación de la universalidad de la razón. Foucault claramente
colabora a la ruptura postmoderna con el sueño ilustrado de razón universal y
unificada (de una razón que fundamenta nuestra humanidad, de unos valores
que nos hace verdaderamente humanos, de un conjunto de ideas sobre quien
debe ser que constituye el núcleo común de lo que llamamos ser humano). No
existe tal cosa y eso tiene mucho que ver con el hecho de que tampoco tenga-
mos manera de asegurarnos la “racionalidad” última de las decisiones últimas
legitimantes: las del pueblo soberano, la nación auténtica, el individuo racional,
la deliberación de los implicados, el consenso democrático, etc.
De nuevo aquí hemos de abandonar la idea de que la razón liberadora es lo
contrario del poder opresor. En realidad poder y saber se hallan entrelazados: no
hay “racionalidad” que pueda rescatarse de los sistemas de poder. El poder de-
fine sistemas de verdad y la verdad crea y mantiene sistemas de poder. Verdad,
razón y poder pertenecen al mismo género de fenómenos, por lo tanto hay una
¤ Editorial UOC 122 Psicología de las relaciones de autoridad...

perpetua articulación entre ellos. No hay exterioridad alguna entre técnicas de


saber y estrategias de poder. El poder necesita de la verdad y no hay verdad fuera
de los circuitos concretos de poder.
Esto parece conducirnos, de nuevo, a la falta de puntos de referencia para
apoyar la legitimidad de un poder frente a la ilegitimidad de otro. Porque al per-
der el referente de la racionalidad (bien sustancial, bien procedimental), parece-
mos condenados al relativismo y con él a la falta de razones para fundamentar
cualquier régimen político. La continua bifurcación de la razón, el estallido de
la racionalidad general en razones locales y plurales, ha dado fundamento a un
cierto decisionismo de lo concreto que ha inundado el discurso y la práctica de
los más diversos movimientos sociales y políticos de autoafirmación: desde los
nacionalismos hasta el radicalismo de las políticas identitarias. Esta conexión
con el decisionismo obliga a Foucault a elaborar, si no una teoría de la legitimi-
dad, al menos sí una teoría de la resistencia como autoafirmación que pueda ha-
cer las veces de aquella.

3.2. Poder, autoafirmación y resistencia

Ciertamente, como el mismo Foucault señala, quizá el problema sea ahora di-
ferente. Quizá no debiéramos buscar un apoyo para nuestras pretensiones de le-
gitimidad en la verdad, en el consenso o en los sujetos constituyentes y su
racionalidad. Quizá debiéramos centrarnos ahora en “separar el poder de la ver-
dad de aquellas formas de hegemonía en cuyo interior funciona”. De renunciar a
los discursos generales sobre la verdad y la razón, y limitarnos al campo de expe-
riencias locales, puntuales, concretas en cuyo seno se articulan resistencias contra
el poder. Tratar de “liberar” los “saberes sometidos” que no emergían a causa de
las presiones ubicuas y profundas del poder existente. Oponerse en lo concreto a
las formas vigentes de poder para reescribir su gramática en nuevos términos.
Así, Foucault propone abandonar los discursos generales sobre la legitimidad
para implicarse en las luchas concretas por las resistencias al poder entendidas
como autoafirmación de los propios implicados frente a las pretensiones homo-
geneizadores del poder. Dejar surgir lo diferente, lo distinto, lo excluido, lo mar-
ginado, lo maltratado, lo que no se adapta, lo renuente, etc. Ahora bien, en
¤ Editorial UOC 123 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

ausencia de un sujeto al que “rescatar” de los circuitos de poder ¿de dónde sur-
gen esas resistencias? Para Foucault el poder se halla inextricablemente ligado a
la resistencia. Donde hay poder, nos dice, hay resistencia.
La descripción del fenómeno es algo complicada porque Foucault no puede
echar mano de conceptos como sujeto o represión para hacerla. Y, así, nos dice
que el poder se apoya en su opuesto, del mismo modo que sus opuestos, que
luchan contra él, “se apoyan en las presas que se ejercen ellos”. Recuérdese aquí
que el poder no es sino una relación. Como dos hombres peleando en el vacío,
poder y resistencia se articulan en la misma lucha y viven de sus presas mutuas.
La resistencia es tan omnipresente como el poder, al constituir su elemento in-
eludible y enfrentado.
En estas condiciones aborda Foucault el análisis de las posibilidades de una
práctica política al tiempo transformadora y legítima. Lo cierto es que nuestro
autor muestra poco interés por el segundo de los conceptos y se centra más bien
en el primero, lo que parece sugerir que, en realidad, si existe autoafirmación en
los individuos que resisten, eso debe bastar en términos de legitimidad. Es difícil
hurtarse a comprender su teoría en estos términos. Veámoslo.
De lo que se trataría es de proponer políticas discontinuas que no hagan uso
de discursos generales y que se articulen concretamente proponiendo fracturas
que hagan surgir espacios de libertad, entendidos como espacios de posible
transformación. Se tratará, entonces, de una lucha por la “toma del poder”, por
la “infiltración”, por el triunfo de lo que Gilles Deleuze llamó guerrilla nómada,
antes que una lucha por la justicia, llevada a cabo mediante “frentes de guerra”
estables y claros, y con una propuesta alternativa y legítima derivada de esa for-
ma de lucha.
Las resistencias ciertamente promueven conexiones y empalmes en las
luchas, pero la revuelta tiene múltiples focos que se niegan a ser comprendidos
en términos de frentes estables, homogéneos y bien definidos.
El problema que ha surgido en este contexto es que una abrumadora canti-
dad de críticos se han preguntado el porqué de la resistencia así definida. Es de-
cir, se han preguntado de manera indirecta por el sentido y la legitimidad de
resistir en estas condiciones. Se han preguntado por las razones que podrían es-
grimirse a favor de una opción de resistencia en vez de una opción de adapta-
ción. Y lo cierto es que no existe ninguna respuesta clara a estas preguntas en la
obra de Foucault, aun cuando sí haya maneras indirectas de contestar a esos in-
¤ Editorial UOC 124 Psicología de las relaciones de autoridad...

terrogantes. Esas maneras indirectas tienen que ver con la contestación a la pre-
gunta sobre el porqué de la resistencia ¿por qué resistir? Hay varias maneras de
tratar de contestar esa pregunta.

a) La primera sugiere que la resistencia surge como consecuencia de que hay


algún espacio que trata de no ser “invadido” por el poder y/o trata de revolverse
contra un ejercicio opresivo del mismo. Hay resistencias porque existen sujetos
oprimidos o individuos sobre los que el poder trata de extenderse. La resistencia
sería una respuesta a este hecho. Esta solución, por mucho y que resulte intui-
tiva para algunos de nosotros dado que se trata de una explicación basada en la
modernidad (el ansia de libertad y autonomía del sujeto, etc.), es incompatible
con la teoría del poder de Foucault, dado que presupone que hay algo en el in-
dividuo o en el cuerpo social que escapa a las relaciones de poder. Esto negaría
frontalmente los presupuestos ya analizados por nosotros (el poder es coexten-
sivo con el cuerpo social, crea a los individuos, no se les opone, no hay espacios
“fuera” de los sistemas de poder, etc.).
b) La segunda solución, complementaria con la anterior, no parece sin em-
bargo mucho mejor. Ahora la resistencia surgiría del hecho de que la sociedad
sería en cierto modo hobbesiana y/o nietzscheana: unas fuerzas se oponen cie-
gamente a otras, unos dispositivos a otros, unos mecanismos a otros. Estamos
colocados en medio de una guerra continua en la que la decisión final solo de-
penderá de la violencia y la fuerza para imponer unas intereses, valores y volun-
tades sobre otras. Pero, claro, en Hobbes como en Nietzsche, son los sujetos
individuales los que definen esa situación de guerra y es gracias a esa idea de su-
jeto que esta explicación puede funcionar. Ante un sujeto ya muerto y en pre-
sencia de una racionalidad en continua bifurcación, Foucault no puede acudir
a esta explicación de la resistencia y la autoafirmación que pudiera servir de
apoyo siquiera parcial a una concepción de la autoafirmación como legitimidad
(“es legítimo porque resiste”).
c) Parece preferible inclinarse hacia una concepción más heideggeriana del
asunto sugiriendo una suerte de ontología de la materia rebelde, según la cual
hay algo en la esencia misma del mundo que habitamos que, si prestamos la de-
bida atención, nos hará percibir la constante tensión y lucha que la normalidad
encubre. La atención a ese rumor resistente podría ser una forma de legitimar a
las fuerzas resistentes frente al silencio monocorde de lo existente. La resistencia
¤ Editorial UOC 125 Capítulo IV. Poder y legitimidad...

existe porque su existencia está inscrita en la definición de mundo y de poder,


y su legitimidad procede de su existencia misma. La solución no parece defini-
tiva, pero es la única que nos permitiría ver la teoría del poder y la resistencia
en Foucault vinculada a una reflexión más general sobre la legitimidad de la au-
toafirmación: la resistencia es porque se desprende del poder mismo y es legíti-
ma porque constituye la manera en que procede la autoafirmación de los
implicados.
¤ Editorial UOC 126 Psicología de las relaciones de autoridad...

Resumen

Las teorías weberianas mantienen en la discusión actual una importancia


esencial dado que inspiran la gran mayoría de los desarrollos modernos de las
teorías del poder que consideran ese concepto ligado a la estrategia. La ciencia
política empírica ha seguido esa senda y, como hemos visto en el capítulo, ha
señalado siguiendo la teoría weberiana los vínculos entre poder como estrategia
y legitimidad empírica.
Las teorías arendtianas son de otro tenor. En este caso fundamentan el con-
cepto de poder no en la estrategia y la coacción, sino en la cooperación del gru-
po (origen al mismo tiempo del poder y de su legitimidad). Este cambio de
perspectiva permite afirmar que el proyecto arendtiano de análisis del poder en-
caja como un guante en las consideraciones democráticas de la política.
Por último las teorías foucaultianas ponen sobre el tapete una teoría del po-
der y la legitimidad de corte completamente distinto. Apostando por una com-
prensión en términos no-individualistas, Foucault sugiere un estudio del poder
en el que éste circula por todo el cuerpo social creando instancias de homoge-
neidad y generando normalización. Simétricamente a este poder que circula la
resistencia que se opone a él se demuestra tan ubicua como el poder mismo y
de ella se extrae la única posibilidad (un tanto decisionista en realidad) de legi-
timidad política.
¤ Editorial UOC 127 Capítulo V. La personalidad autoritaria

Capítulo V
La personalidad autoritaria
José Luis Sangrador García

La historia humana está plagada de grandes dosis de violencia y todo tipo de


masacres colectivas. Y el siglo XX no se libró de ello. En 1933 Hitler subió al po-
der en Alemania, y los acontecimientos que siguieron son de todos conocidos.
Pero no fue un caso aislado: las purgas de Stalin, la violencia étnica en la antigua
Yugoslavia, las masacres étnicas en Ruanda, las matanzas acontecidas en el Viet-
nam, el exterminio de los kurdos por Sadam Hussein, etc. muestran bien a las
claras cómo los seres humanos somos capaces de comportamientos absoluta-
mente violentos, crueles e inhumanos.
Se han ofrecido muchas explicaciones para ellos: presión intra-grupal,
obediencia a órdenes recibidas de una autoridad reconocida como tal, clima
bélico-militar, fuertes prejuicios étnicos o raciales, odio generado hacia el
enemigo, desinhibición por la actuación en grupo, etc. Pero esos mismos ca-
sos muestran también diferencias individuales al respecto: no todos se com-
portaron igual. No cabe, por tanto, descartar variables psicológicas o de
personalidad.
En otro orden de cosas, los conocidos estudios de Milgram mostraron, a
su vez, la sorprendente predisposición de buena parte de los sujetos experi-
mentales a “obedecer” las instrucciones del investigador. Muchos de ellos
continuaron con las descargas eléctricas sobre el aprendiz, incluso a niveles
muy elevados que suponían un riesgo grave para aquél. Pero de nuevo hubo
personas que se negaron a proseguir con las descargas y abandonaron el ex-
perimento.
¿Que conclusión cabe extraer de estos datos, tanto de la historia como de
la experimentación psicosocial? La situación era bastante similar para todos,
y las presiones “sociales” también. ¿Por qué algunos obedecieron y otros se ne-
¤ Editorial UOC 128 Psicología de las relaciones de autoridad...

garon a proseguir con las descargas? ¿Cuál es el substrato psicológico-social de


la obediencia? ¿Existe una base psicológica del racismo y los prejuicios étni-
cos? ¿Por qué el pueblo alemán cerró los ojos, cuando no colaboró, con el ex-
terminio de los judíos? ¿Es posible que determinadas presiones sociales, al
reforzar unos rasgos o creencias individuales frente a otros, puedan generar ta-
les conductas en unas personas y no en otras? ¿Cuál es el papel de las presiones
sociales y cuál el de las diferencias individuales?
A lo largo de la turbulenta primera mitad del siglo XX pudo plantearse,
pues, la tentación de adscribir la tendencia a la obediencia acrítica, los prejui-
cios racistas o étnicos, y la predisposición a ideologías fascistas a un substrato
psicológico común. ¿Es la personalidad un elemento importante tanto en la
obediencia, y en los “delitos de obediencia”, como en el origen del fascismo
o, cuando menos, en el apoyo de los individuos a la ideología antidemocrá-
tica? Las presiones que una sociedad impone a sus miembros ¿pueden facilitar
la emergencia de determinados tipos de personalidad (como la denominada
personalidad autoritaria) y el predominio de determinadas actitudes (prejuicios
raciales, por ejemplo) o ideologías (fascismo)? Tales eran las cuestiones a resolver.
Pero fueron los hechos acaecidos en la Alemania nazi los que más influye-
ron en la génesis de las investigaciones que comentaremos. Aquel escenario
reflejó perfectamente la obediencia sumisa a la autoridad, los prejuicios étni-
cos (antisemitismo) dominantes, y el mundo asistió atónito al holocausto ju-
dío. A partir de estos sucesos, los científicos sociales iban a tratar de bucear en
el análisis de los procesos que pudieran explicar lo que allí ocurrió, situándose
en los distintos niveles antes comentados: procesos de influencia, personali-
dad, opiniones, prejuicios o ideologías, etc.
Y la monumental obra colectiva de Adorno y otros (1950), en la universi-
dad de Berkeley, y a la que dedicaremos una atención especial, es un buen
ejemplo del intento de integrar todo lo anterior (obediencia, agresividad, pre-
juicios, racismo, etc.) en un constructo teórico, que acabaría denominándose
la personalidad autoritaria o potencialmente antidemocrática. Pero esta obra no
surgió como una isla en un desierto, sino que pudo inspirarse en un conjunto
de estudios previos, que aparecieron en las décadas de los treinta y cuarenta,
en los que trató de analizarse el autoritarismo y fascismo, cuya emergencia pa-
recía clara en la Europa de entonces.
¤ Editorial UOC 129 Capítulo V. La personalidad autoritaria

1. Los precursores de la investigación de Berkeley:


el autoritarismo en la primera mitad del siglo XX

En la década de los veinte, Europa se había empobrecido, y la crisis afectó espe-


cialmente a las clases medias y bajas. Desde una perspectiva marxista, cabría esperar
conatos revolucionarios en tales circunstancias. Es lo que predecían los miembros
del Instituto de Investigación Social (ISR) de Frankfurt. Sin embargo, se encontra-
ron con algunas investigaciones de la época que mostraban más bien sumisión e
identificación con líderes anticomunistas y resignación apática en las personas em-
pobrecidas. Nada que hiciera pensar en el levantamiento de la clase social explo-
tada contra sus explotadores. Ello llevó a los investigadores a tratar de explicar
tal fenómeno, que luego terminaría generando la victoria del nazismo.
Desde un punto de vista empírico, por ejemplo, ya Stagner (1936) había mos-
trado un interés específico por la ideología fascista, tratando de elaborar un ins-
trumento de medición. Pensaba Stagner que no sería productivo preguntar
directamente a los sujetos sobre el grado en que aceptaban tal ideología. Por
ello, elaboró una escala con elementos de la misma ideología extraídos de do-
cumentos fascistas italianos y alemanes, así como de literatura científica sobre
el fascismo. Este procedimiento sería seguido por otros autores, y fue también
adoptado por el grupo de Adorno.
Pero los precedentes más claros de la investigación sobre “La Personalidad
Autoritaria” del grupo de Adorno se encuentra fundamentalmente en un con-
junto de estudios anteriores de carácter más teórico, inspirados en distintas co-
rrientes (psicoanálisis, marxismo, etc.). Es el caso, por ejemplo, de Freud, quien
en su obra Moisés y el monoteísmo (Freud, 1939) ya se refería al antisemitismo
como resultado de mecanismos proyectivos. Igualmente, resulta relevante la
propuesta de Maslow (1943) sobre la estructura del carácter autoritario, que a su
juicio vendría dada por algunas de estas características:

– Visión del mundo como una selva peligrosa, llena de seres egoístas.
– Visión jerárquica de la estructura social.
– Alta valoración de signos externos de poder y estatus.
– Valoración negativa de la simpatía y la generosidad (identificadas con in-
ferioridad) y positiva de la fuerza y la crueldad (identificadas con una na-
turaleza “superior”).
¤ Editorial UOC 130 Psicología de las relaciones de autoridad...

– Fuerte inclinación a estereotipar a las personas como fuertes o débiles, su-


periores o inferiores.
– Tendencia a la disciplina y el orden.

No muy lejos de tales tesis se encontraría W. Reich. Psicoanalista austriaco y


miembro del partido comunista, trató de integrar el marxismo con la teoría psi-
coanalítica. Rechazado en los entornos tanto psicoanalíticos como marxistas
por su falta de ortodoxia, terminó emigrando (como tantos otros europeos) a
EE.UU. Ante el fracaso de la clase trabajadora en jugar su papel revolucionario,
tal como predecía la teoría marxista, trató de dar una explicación acudiendo a
la represión sexual, la cual generaría ansiedad, inseguridad, y pasividad política.
Y coincidiendo con la subida de Hitler, publicó La psicología de masas del fascis-
mo (1933), en la que intentó explicar el apoyo de las masas al fascismo, defen-
diendo que sus raíces profundas se encontraban en la estructura del carácter de
las clases medias y bajas. La sociedad tradicional, a través de la familia, “genera-
ría” individuos sumisos, atemorizados y reprimidos, conservadores y con “mie-
do a la libertad”, que luego serían más fácilmente manejables desde las
estructuras de poder. Es interesante, al respecto, un estudio de Erikson (1941)
que trató de analizar las características psicológicas que pudieran explicar el
apoyo de los alemanes a Hitler. Erikson señaló que los alemanes podrían carecer
de una fuerte autoridad interna que compensaban siendo duros con sus hijos y exi-
giéndoles obediencia. Mencionó asimismo su tendencia a la crueldad y el sadismo.
Sin embargo, uno de los más claros precursores, sino el que más, de las ideas
que años más tarde elaboraría el grupo de Adorno, fue Erich Fromm. Aunque su
aportación no fue adecuadamente reconocida por los autores del grupo de
Berkeley, resulta clara la relevancia al respecto de las tesis que Fromm mantu-
vo en los años anteriores. En 1929, Fromm había propuesto tres categorías de
sujetos en base a las respuestas a un cuestionario aplicado a trabajadores en
Alemania: una de ellas era, precisamente, el “tipo autoritario”. El carácter con-
servador-autoritario vendría definido por un fuerte impulso emocional a some-
terse a líderes poderosos, símbolos de poder y fuerza, y una notable tendencia a
identificarse con ellos en orden a obtener seguridad. Fromm se sorprendió, ade-
más, al encontrar una cantidad desproporcionada de tipos autoritarios entre vo-
tantes del partido nacional socialista, y pocos, pero más de los que él esperaba,
¤ Editorial UOC 131 Capítulo V. La personalidad autoritaria

entre los votantes de partidos democráticos, socialistas y comunistas. La historia


le iba a dar la razón. Pocos años después, en enero de 1933, Hitler subió al poder.
Fromm había trabajado en una síntesis de las perspectiva marxista y freudia-
na. Pensaba que la opción ideológica del individuo tenía que ver con racionali-
zaciones de impulsos y deseos inconscientes, que a su vez eran catalizados por
su situación socioeconómica (por ejemplo, la clase social). La personalidad tam-
bién se vería afectada por las influencias parentales y el propio substrato fami-
liar del individuo, la posición de la familia en la estructura social de clases. Para
Fromm, la sumisión a la autoridad sería un fenómeno normal en la sociedad
burguesa. Primero al padre, luego a los profesores, más tarde a la sociedad en ge-
neral, esta sumisión indicaría un débil yo que necesitaba ser compensado con
un fuerte superyó que reprimiera los impulsos inconscientes. Este tipo de perso-
nalidad sería reproducido sistemáticamente por la relación dialéctica entre el
superyó y las autoridades en general. Así, personalidades débiles tenderían a
proyectar normas previamente internalizadas sobre las autoridades, que luego
demandarían sumisión a esas normas que habían sido añadidas al superyó. Es-
tos sujetos autoritarios vendrían caracterizados, además, por la agresión a quie-
nes se desvían de las normas, no se someten a las autoridades o muestran
debilidad de algún tipo.
En El miedo a la libertad, escrito en 1941, Fromm reformula buena parte de
sus anteriores tesis. A su juicio, el logro de la libertad individual (fruto en parte
del protestantismo) podría paradójicamente debilitar al individuo ante la ame-
naza capitalista o de estructuras autoritarias, tornándole al tiempo aislado. El
“miedo” a esa libertad podría llevarle a renunciar a ella a cambio de una cierta
protección sociogrupal, lo cual podría favorecer una estructura social autoritaria
y la adhesión a regímenes autoritarios. El autoritarismo aparece aquí ya clara-
mente descrito como una de las posibilidades para “huir” de esa libertad, y la
situación social de la época reforzaría ese tipo de personalidad, que tiende a ge-
nerar la reproducción de personalidades débiles dentro de familias autoritarias.
En otra de sus conocidas obras, Ética y Psicoanálisis (1953), describe Fromm
lo que denomina conciencia autoritaria, que vendría caracterizada por la interio-
rización de autoridades externas (padres, autoridades reconocidas como tales, el
Estado), cuyas normas y castigos se internalizan también. La identificación con
la autoridad produce un sentimiento de bienestar y de seguridad: enfrentarse a
ella produciría temor, inseguridad.
¤ Editorial UOC 132 Psicología de las relaciones de autoridad...

Como es fácil apreciar, Fromm no andaba muy descaminado. La historia


mostró que las personalidades autoritarias eran susceptibles a aceptar la ideolo-
gía fascista, en la que, como luego se verá, el antisemitismo y el etnocentrismo
iban a ser elementos cruciales.
En suma, la obra de Fromm es un claro precedente de las tesis de Adorno, por
mucho que no le fuera reconocido por el grupo de Berkeley. Es posible que su
giro desde el marxismo a una orientación “positiva” y “humanista” a partir de
los años cuarenta tuviera algo que ver con ello, así como el hecho de que los
trabajos de Fromm fueran publicados en alemán (lo que los hacía inaccesibles a
los estudiosos norteamericanos y, entre ellos, a buena parte de los investigado-
res del grupo de Adorno). Pero el hecho incontrovertible es que Fromm descri-
bió, años antes que Adorno, los rasgos fundamentales del autoritario:
convencionalismo, sumisión autoritaria, agresividad autoritaria, identificación
con el poder, etc. y ofreció además una perspectiva psicoanalítica sobre la es-
tructura de personalidad del autoritario.

2. Las investigaciones del grupo de Berkeley


sobre la personalidad autoritaria

Sin duda alguna, la monumental monografía de T. W. Adorno y su grupo de


colaboradores de la Universidad de Berkeley, publicada originalmente en 1950
bajo el título de La personalidad autoritaria, supuso un hito en la Psicología Social
y, más en concreto, en el área de los estudios sobre actitudes sociales (específi-
camente, sociopolíticas) y su influencia en los comportamientos.
Pero su relevancia supera en mucho los límites meramente “académicos” o
“teóricos”, al tratarse de uno de los ejemplos más claros de influencia mutua en-
tre historia (política) y Psicología Social. Es claro que esta obra se inscribe clara-
mente en el curso de determinados avatares socio-históricos que influyeron en
su génesis y que, al mismo tiempo, pudieron tratarse de explicar o comprender
al menos en parte, a partir de las propuestas de Adorno y sus colaboradores. El
auge del nazismo y de los fascismos en general, el antisemitismo y el holocausto
judío, la emergencia de prejuicios raciales, etc. no fueron ajenos a las preocupa-
ciones que inspiraron a los autores del texto en cuestión.
¤ Editorial UOC 133 Capítulo V. La personalidad autoritaria

Por lo demás, estos hechos no están tan lejanos en el tiempo como a veces
desearíamos, lo que hace irrenunciable que su memoria histórica se mantenga
firme a fin de evitar su repetición. Porque, al tiempo, los substratos ideológicos
y psicológicos de tales eventos (uno de los cuales es la personalidad autoritaria)
no son tampoco algo propio y específico de una determinada época, sino que
podrían tener que ver con determinadas mentalidades (Pinillos, 1989) que han
podido ir adaptándose a los avatares históricos, y que pueden rastrearse en otras
épocas pasadas o podrían operar en el futuro. Todo ello habla bien a las claras
de la gran relevancia social de las investigaciones que ahora comentaremos.

2.1. La personalidad autoritaria y la escala F

La publicación de La Personalidad Autoritaria, en 1950, fue el resultado de una


larga elaboración colectiva. Los autores de esta magna obra provenían de dife-
rentes backgrounds: Sanford y Levinson eran dos psicólogos norteamericanos,
cercanos al psicoanálisis freudiano pero, al tiempo, no ajenos a la metodología
científica. Por su parte, Frenkel-Brunswik y Adorno habían llegado a EE.UU.
provenientes de la Europa azotada por Hitler: la primera, doctorada en la uni-
versidad de Viena; el segundo, un conocido filósofo y sociólogo alemán (a más
de musicólogo). Adorno llegó al grupo por sugerencia de Horkheimer (también
emigrado a Estados Unidos), el que fuera director del Instituto de Investigación
Social en Frankfurt.
Como resultado de esta singular mixtura, la obra terminaría reflejando, al
tiempo, la perspectiva de quienes habían huido del fascismo, el enfoque psicoa-
nalítico, la perspectiva marxista y una metodología de investigación relativa-
mente sofisticada (para la época), característica de la sociología norteamericana.
En ese sentido, el libro es una curiosa mezcla de entrevistas clínicas, estudios de
caso, técnicas psicoanalíticas, escalas de actitudes, cuestionarios, análisis esta-
dísticos. Y sus conclusiones provienen de varias fuentes: análisis cuantitativos,
cualitativos, interpretaciones psicoanalíticas, estudios previos de algunos de los
autores, literatura publicada sobre el tema (antisemitismo, fascismo, etc.).
Su objetivo fundamental era el estudio de la persona “potencialmente antide-
mocrática o fascista”, especialmente susceptible por tanto a la propaganda en tal
¤ Editorial UOC 134 Psicología de las relaciones de autoridad...

dirección. Tal objetivo vendría sustentado en un supuesto básico: las creencias y


actitudes sociopolíticas de las personas constituyen una constelación actitudinal
coherente en torno a una “mentalidad” o “espíritu” común, que sería expresión
de profundas tendencias de la personalidad. Existiría así un síndrome, la perso-
nalidad autoritaria o potencialmente fascista, relacionado positivamente con la
receptividad de las personas a la propaganda antidemocrática.
Pues bien, el caso es que, en la década de los treinta, tras abandonar Europa,
Adorno y Horkheimer coincidieron en Estados Unidos, y comenzaron a trabajar
sobre tesis muy similares a las planteadas por Fromm años antes. A primeros de
la década de los cuarenta, recibieron fondos de instituciones norteamericanas
pro-semitas interesadas en el análisis y lucha contra el antisemitismo. Sus inves-
tigaciones sobre el antisemitismo dieron lugar a un instrumento de medida, la
escala de antisemitismo (AS), formada por 51 ítems de contenido antisemita, dis-
tribuidos en cinco subescalas fuertemente correlacionadas entre sí. Con ella se
trataba de probar una doble hipótesis:

a) El antisemitismo no es un fenómeno aislado sino parte de una estructura


actitudinal más amplia.
b) La susceptibilidad de un individuo hacia esta ideología depende funda-
mentalmente de sus necesidades psicológicas.

La sospecha de que los individuos con prejuicio antisemita podrían mostrar


también prejuicios hacia otros grupos minoritarios, llevó a la elaboración de
una segunda escala, la de etnocentrismo (E), compuesta por 34 ítems de conteni-
do negativo, distribuidos en tres subescalas (negros, minorías, patriotismo) tam-
bién fuertemente intercorrelacionadas entre sí. Las correlaciones entre esta
escala y la de antisemitismo fueron elevadas, lo que llevó a los investigadores a
pensar que el antisemitismo formaría parte de una actitud más general hacia
otros grupos: el etnocentrismo. Esta actitud revelaría la tendencia del individuo
a establecer una rígida distinción entre el grupo propio y los ajenos, consideran-
do acríticamente al grupo propio como el mejor, y manteniendo actitudes ne-
gativas (y en ocasiones hostiles) hacia otros grupos raciales o culturales.
El paso siguiente consistió en la elaboración de una escala de conservadurismo
político-económico (CPE), que podría explicar las condiciones ideológicas subya-
centes al etnocentrismo. Esta escala, que en su última redacción quedó reducida
¤ Editorial UOC 135 Capítulo V. La personalidad autoritaria

a 5 ítems, mostró correlaciones significativas con las dos anteriores (antisemitis-


mo, etnocentrismo) pero no tan elevadas como las de estas dos entre sí. Ello pa-
recía sugerir que, en conjunto, los tres constructos analizados no eran similares,
pero podrían tener una base común. Y consecuentemente, el grupo de Adorno
aventuró la hipótesis de que el antisemitismo, etnocentrismo y conservadurismo
podrían ser manifestaciones de una tendencia más profunda anclada en la per-
sonalidad del individuo, que podría denominarse fascismo potencial o personali-
dad potencialmente antidemocrática.
Este constructo teórico trataría de medirse con la conocidísima escala F, de
la que fueron construyéndose distintas versiones desde su elaboración original.
Al comprobar que la escala F correlacionaba más con la de etnocentrismo que
con la de conservadurismo político-económico, llegaron a la conclusión de que
el etnocentrismo se encontraría más cerca del núcleo mismo de ese fascismo po-
tencial medido por la escala F, mientras que la dimensión ideológica conserva-
durismo, aun apareciendo relacionada con el fascismo potencial, podría tener
que ver también con las diversas circunstancias sociales del entorno del indivi-
duo. Sobre este punto se generaría un debate años después, respecto a si el au-
toritarismo o fascismo potencial “es” más bien de derechas o independiente de
la dimensión ideológica.
Ese patrón fundamental de personalidad que daría lugar a la conocida escala
F (fascismo potencial o autoritarismo), estaría integrado por los nueve componen-
tes que se indican a continuación:

1) Convencionalismo: adhesión acrítica a los valores convencionales de la clase


media. Los autoritarios tienden a idealizar esos valores, al igual que a los grupos
étnicos, religiosos o políticos que los defienden (y a los que ellos pertenecen).
2) Sumisión a la autoridad: tendencia a someterse y aceptar incondicionalmen-
te a figuras de autoridad reconocidas como tales por el propio grupo, o a quienes
están en posiciones elevadas en las organizaciones o la sociedad en general. Aun-
que los autoritarios tienden a ser dominantes respecto a quienes consideran infe-
riores (más débiles, de menor estatus), al tiempo manifiestan una tendencia a la
sumisión respecto a las figuras de autoridad (una tendencia exagerada, que va más
allá del respeto “normal” que las personas tienen hacia los superiores).
3) Agresividad autoritaria: tendencia a rechazar, perseguir o castigar a los
transgresores de los valores convencionales. Como derivado lógico de su adhe-
¤ Editorial UOC 136 Psicología de las relaciones de autoridad...

sión inquebrantable a tales valores, los autoritarios están prontos a condenar


con la mayor dureza los insultos al honor, los delitos sexuales, etc. mostrando
un especial interés en la dureza del castigo inflingido. El autoritario dirige su
agresión hacia otros grupos, a menudo minorías raciales, en un intento de com-
pensar su sentimiento de inferioridad o debilidad personal.
4) Anti-intracepción: rechazo y desprecio hacia lo subjetivo, lo imaginativo,
los sentimientos, todo lo cual será asociado con debilidad. Los autoritarios no
gustan de consideraciones psicológicas o emocionales sobre los comportamien-
tos humanos.
5) Superstición y estereotipia: creencia en determinantes místicos u ocultos del
destino de las personas, así como inclinación a pensar con categorías rígidas.
Los autoritarios tienden a dividir el mundo en categorías estrictas, donde la am-
bigüedad o la complejidad no son permitidas (nosotros/ellos, fuertes/débiles,
pro-americanos/anti-americanos).
6) Poder y dureza: tendencia a entender las relaciones en términos bipolares
como dominio-sumisión, fortaleza-debilidad, e identificación con el primero de
ambos polos y con las figuras de poder. Tal cosa les lleva a menudo a alinearse
con quienes tienen poder, lo que gratifica al tiempo su necesidad bipolar de do-
minio-sumisión.
7) Afán destructivo y cinismo: hostilidad generalizada, y desprecio hacia la
humanidad, que se considera envilecida. Concepción del mundo como una
jungla llena de peligros, porque lo propio de la naturaleza humana es la guerra
contra el vecino.
8) Proyectividad: los autoritarios tienden a proyectar sus propios (e inacepta-
bles) impulsos hacia fuera. Así, tienden a creer que el mundo se encuentra do-
minado por el peligro y la maldad, como proyección de la inseguridad personal
y de sus propias tendencias violentas, que les llevan a ver amenazas y conspira-
ciones por doquier.
9) Sexo: preocupación exagerada, plena de puritanismo, por el comporta-
miento sexual, así como gran intolerancia hacia las conductas sexuales no con-
vencionales, como la homosexualidad.

En suma, el grupo de Adorno identificó al autoritario como una persona que,


más que dar órdenes, gusta de seguirlas; busca conformidad, seguridad, estabi-
lidad; es ansioso e inseguro cuando las circunstancias o los sucesos amenazan
¤ Editorial UOC 137 Capítulo V. La personalidad autoritaria

su modo de ver el mundo. Son personas muy intolerantes respecto a cualquier


divergencia de lo que consideran normal (en el ámbito religioso, racial, históri-
co, nacional, cultural, lingüístico, etc.). Tienden a ser supersticiosos y a creer en
interpretaciones de la historia que se ajusten a sus preexistentes definiciones de
la realidad. Piensan de modo rígido hacia minorías, mujeres, homosexuales, etc.
Tienden a ver el mundo de un modo dualista, dividido entre lo que está bien
(su modo de ver las cosas) y lo que no. Dos patrones, la sumisión y la agresivi-
dad, les caracterizan, patrones ambos que aunque pudieran parecer opuestos,
no lo son en absoluto: la sumisión es hacia los superiores, la agresividad hacia
quienes parezcan inferiores en algún sentido, o diferentes en algún aspecto.
Pero la investigación de Adorno y colaboradores no se limitó a la elaboración
y aplicación de escalas. En su intento de relacionar los aspectos psicológicos y de
personalidad con las dimensiones ideológicas, utilizaron también cuestionarios,
entrevistas así como pruebas proyectivas. La lógica seguida era tratar de “validar”
la escala F con grupos de personas a los que se aplicaban alguno de los instrumen-
tos antes citados, a fin de indagar tanto aspectos psicológicos como sus relaciones
sociales o grupales, familia, sexo, etc.
Buena parte de las conclusiones extraídas se interpretaron en términos psi-
codinámicos, actuando así el psicoanálisis como una suerte de substrato teórico
que permitía enlazar las diversas piezas del puzzle de la “personalidad autorita-
ria”. Y como no podía ser menos, la infancia, la educación infantil y las prácti-
cas de crianza recibieron un elevado peso en la génesis propuesta del sujeto
autoritario. Así, se comprobó que los sujetos más prejuiciosos solían mostrar
una mayor separación entre sexo y afecto, y más agresión compulsiva. Al tiem-
po, estaban más preocupados por el éxito y el estatus, lo que les llevaba a dar a
sus hijos una educación adecuada, que les pudiera diferenciar de las clases infe-
riores, fomentando una rígida masculinidad en los varones (reprimiendo toda
debilidad) y feminidad en las mujeres. Esta educación estricta y punitiva gene-
raba un conflicto en los hijos, entre el resentimiento que debía ser reprimido
ante una fuerza más poderosa, y la necesidad de someterse a la autoridad pater-
na. Tal rígida educación podría generar en los hijos tendencias agresivas que, al
ser reprimidas, acabarían desplazándose hacia blancos menos peligrosos: los
grupos “diferentes”.
Los padres autoritarios mostrarían una escasa sensibilidad hacia las necesida-
des e impulsos básicos de sus hijos, y tratarían de imponer normas de disciplina
¤ Editorial UOC 138 Psicología de las relaciones de autoridad...

bastante severas, sin detenerse en razonarlas. Los hijos, imposibilitados de ma-


nejarse con sus impulsos sexuales y agresivos, terminaban elaborando defensas
psicológicas inconscientes respecto a ellos. Y, bajo la apariencia de una cierta
normalidad, habrían internalizado un profundo conflicto.
Los autoritarios entrevistados por el grupo de Berkeley mostraban asimis-
mo una autoimagen más favorable, así como una idealización de sus padres.
Esta tendencia a no reconocer fácilmente defectos en uno mismo o en los pro-
pios padres, podría generar a modo de mecanismo proyectivo una descarga
de juicios negativos en las minorías. Pero al tiempo, los autoritarios recorda-
ban su infancia como un periodo amenazante y traumático. Forzados a la su-
misión por los padres, desarrollaban una hostilidad, que naturalmente era
reprimida (no podía ser descargada sobre los padres, puesto que los idealiza-
ban) y tarde o temprano se dirigía hacia objetivos socialmente mas acepta-
bles, dando lugar a esa hostilidad generalizada hacia los exogrupos (grupos
ajenos), antes comentada.
Las características del autoritario vendrían pues, en buena medida, de esa
educación restrictiva y punitiva. Padres autoritarios producirían hijos autorita-
rios. Como podría haber dicho Erich Fromm, la personalidad autoritaria forma-
ría parte de su concepto de carácter social: los miembros de una sociedad deben
ser moldeados por ésta, la cual crea, entre otras cosas, determinados tipos de
personalidad que le son necesarios para mantenerse.
En suma, pues, la dinámica inconsciente establecida tempranamente en la
vida del individuo por sus experiencias familiares sería en buena medida respon-
sable de la personalidad autoritaria. El conjunto de nueve rasgos definitorios del
autoritarismo reflejaría una estructura más profunda, la personalidad autoritaria.
Un poderoso ello, inconsciente, y un fuerte superyó, generarían un conflicto al
débil yo, el cual debería recurrir a mecanismos de defensa (proyección, desplaza-
miento) para manejarse con impulsos reprimidos (hostiles, por ejemplo).

2.2. Críticas y nuevas aportaciones

Como no podía ser menos, el impacto producido en Estados Unidos por la


publicación en 1950 de la obra de Adorno y sus colaboradores fue enorme. Se ge-
neró pronto toda una corriente de investigaciones sobre la personalidad autori-
¤ Editorial UOC 139 Capítulo V. La personalidad autoritaria

taria desde distintas perspectivas psicológicas y sociológicas, así como diversos


intentos de purificación del instrumento de medida, y nuevas aportaciones sobre
correlatos del autoritarismo. Y también, inevitablemente, surgieron críticas va-
riadas sobre el constructo en sí y la metodología seguida en su elaboración. De
hecho, buena parte de lo publicado sobre la monografía de Adorno mostró un
tono claramente crítico. Especialmente crítico con la metodología utilizada y
con algunas de las conclusiones ofrecidas.
En su descargo, debe decirse que la escasa sofisticación metodológica de
la investigación resulta más evidente, y cuestionable, desde los estándares de
la investigación científica actual que si se considera la época en que se gestó
(década de los cuarenta). La obra del grupo de Adorno fue un producto de su
época, de las circunstancias históricas y el estado de desarrollo que la Psico-
logía Social tenía por entonces: así debe ser considerada y valorada. Por lo
demás, las debilidades metodológicas no necesariamente permiten afirmar
que la teoría general propuesta sea falsa: algunos datos son relativamente in-
controvertibles, como por ejemplo, las correlaciones entre etnocentrismo,
antisemitismo y autoritarismo.
Es posible, asimismo, que las críticas aparecidas hubieran sido menos si la
obra de Adorno no hubiese tenido tanto impacto social. Y finalmente, es posible
también que algunos críticos vieran la obra como un producto final, cuando en
realidad el propio Adorno afirmó años después que su grupo no trató de probar
la teoría sino de derivar de ella líneas de investigación. Como señaló Duckitt
(1989), quizá la avalancha de críticas al constructo en sí y su pretendida inutili-
dad para explicar el comportamiento humano, puede también deberse a una
desconsideración de los objetivos reales de la obra de Adorno: explicar la sus-
ceptibilidad de algunos individuos a la ideología fascista, al etnocentrismo, al
antisemitismo.
Como quiera que fuese, sólo cuatro años después de su publicación aparece
una obra colectiva dirigida por Christie y Jahoda, en la que el propio Christie
(1954) termina concluyendo lo siguiente:

• La escala F mide algo peculiar de la filosofía del fascismo, algunos aspec-


tos de la personalidad relacionados con el fascismo potencial, pero todo
ello difícil de precisar.
• La validez de la escala F no es demasiado elevada.
¤ Editorial UOC 140 Psicología de las relaciones de autoridad...

• No parece que la escala permita ser utilizada como instrumento predicti-


vo de prejuicios étnicos, aunque sí parece bien establecida la relación en-
tre prejuicio étnico y ciertos factores de personalidad.
• No quedan claras las condiciones sociales bajo las que emerge el autorita-
rismo, ni queda demostrada la importancia del entorno temprano en la
génesis del autoritarismo. Sin embargo, sí parece resultar evidente la im-
portancia de la personalidad de los individuos que se identifican selecti-
vamente con ciertos grupos.
• Parecen quedar claras las relaciones entre la personalidad y la génesis del
autoritarismo en la infancia, pero no cómo se produce esa influencia.
• La escala F no mide un autoritarismo desvinculado de la ideología, sino
más bien un autoritarismo de derechas: así, por ejemplo, los comunistas
no aparecen como autoritarios en la escala F.

Algunas de las críticas metodológicas fueron especialmente fuertes. Bass


(1955), por ejemplo, en un artículo con un revelador título, “Authoritarianism
or acquiescence?”, defendía que al consistir la escala F en un conjunto de ítems
no balanceados (en los que una respuesta favorable puntuaba siempre a favor
del autoritarismo) podría generar el conocido sesgo de aquiescencia. Por su par-
te, Hyman y Seatsley (1954) concluyeron que la investigación de Adorno no
cumple los requisitos científicos de una investigación rigurosa: las muestras uti-
lizadas no son representativas, las correlaciones entre algunas escalas (como la
F y la CPE) son artificiales al solaparse el contenido de las mismas, los análisis
cualitativos derivados de entrevistas y pruebas proyectivas no son científicos (se
basan en procesos psicodinámicos, operan con recuerdos de los adultos sobre su
infancia, etc.), y, en suma, la teoría de la personalidad autoritaria propuesta no
queda probada.
Sin duda, muchas de estas críticas eran atinadas. Es un hecho cierto, por
ejemplo, que el grupo de Adorno no llevó a cabo validación factorial alguna de
su escala F. Y los análisis factoriales realizados sobre la escala no han verificado
totalmente las hipótesis básicas. No ha surgido un factor general que pudiera
entenderse como autoritarismo, ni tampoco nueve factores correspondientes a
los nueve componentes teóricos del fascismo potencial. O’Neil y Levinson
(1954), por ejemplo, encontraron cuatro factores independientes, y en España
Pinillos (1963) encontró siete. No obstante, debe reconocerse que en estos estu-
¤ Editorial UOC 141 Capítulo V. La personalidad autoritaria

dios emergen una serie de factores relacionados de algún modo con los compo-
nentes teóricos del autoritarismo, si bien no aparece ese factor general común.
Es difícil, en todo caso, resumir y valorar en unas pocas páginas el conjunto
de debates y polémicas que surgieron en torno a la obra en cuestión, y lo co-
mentado puede valer como botón de muestra. Pero no todo fueron críticas,
también surgieron aportaciones favorables. Y con el paso de los años, se ha ido
produciendo un progresivo aumento del interés por esta temática, lo que ha ge-
nerado una revitalización de los debates en torno a las propuestas del grupo de
Adorno. En buena medida, la visión moderna sobre la aportación del grupo de
Berkeley ha ido serenándose (con la perspectiva que dan los años transcurridos),
lo que ha supuesto una suerte de reevaluación, que le ha liberado bastante de la
carga negativa que durante varias décadas echaron sobre ella los críticos.
Una de las cuestiones más debatidas en su momento, y recuperada ahora, es la
de la validez de la escala F. Es decir, si responde al objetivo inicialmente perseguido
en su elaboración: si mide tendencias antidemocráticas. Pues bien, en su excelente
meta-análisis llevado a cabo cuarenta años después, Meloen (1993) trató de verifi-
car en efecto si, a la postre, la escala F es o no un buen predictor de tendencias an-
tidemocráticas y profascistas, esto es, su grado de validez. Revisando cientos de
estudios realizados, finalmente se centró en 125 y sobre ellos, desarrolló cuatro cri-
terios, respecto a los cuales obtuvo los resultados que se indican:

1) Los grupos que apoyan principios antidemocráticos y fascistas deberían


obtener altas medias en la escala F. Los resultados verificaron la hipótesis. Gru-
pos relacionados con ultranacionalismo, fascismo, antisemitismo, racismo,
apartheid, etc. obtuvieron puntuaciones elevadas en la escala. Es decir, aunque
sus ideologías políticas tuvieran diferentes etiquetas, parecían tener un conjun-
to de tendencias psicológicas en común.
2) Los grupos antidemocráticos y fascistas deberían obtener medias más ele-
vadas en autoritarismo que la población general. Los datos obtenidos en EE.UU.
y Europa apoyan esta tesis, pues las medias de autoritarismo encontradas en la
población general de distintos países son inferiores a las de este tipo de grupos
indicados en el primer criterio.
3) Los grupos que apoyan valores democráticos y antifascistas deberían obtener
medias inferiores a las de la población general. También fue verificado: colectivos
de objetores de conciencia, antisistema, antifascistas, mostraron valores inferiores.
¤ Editorial UOC 142 Psicología de las relaciones de autoridad...

4) Las diferencias regionales en autoritarismo en EE.UU., resultado de sus di-


ferentes desarrollos históricos, deberían ser confirmadas por puntuaciones en la
escala F (o similares). Se encontró que, efectivamente, zonas más tradicional-
mente propensas al racismo y a los discursos antidemocráticos mostraron tam-
bién puntuaciones más elevadas.

Las conclusiones de Meloen son claras: la escala F está más fuertemente rela-
cionada con el extremismo de derechas de lo que se ha acostumbrado a asumir.
Sin embargo, el que mida autoritarismo o no, es otra cuestión, y depende de qué
entendamos por autoritarismo. Los contenidos de la escala F claramente se diri-
gen hacia un autoritarismo de derechas. Pero debe recordarse, siempre, que en
la época en que se gestó la escala, la asociación entre autoritarismo y fascismo
era evidente. Si consiguiera demostrarse que la escala F también predice apoyo
a sistemas autoritarios comunistas, resultaría evidente que, en efecto, la escala
mide autoritarismo y no solo autoritarismo de derechas. Esa cuestión será co-
mentada más adelante.
Cosa distinta es que haya sido demostrada la capacidad de la escala F para
predecir comportamientos. Los datos al respecto no han sido especialmente con-
cluyentes. Christie (1993a) sugiere que buena parte de la decepción generada
con la escala en tanto que predictora de comportamientos se basó en un supues-
to excesivamente optimista (quizá propio de una época en la que la relación ac-
titud-conducta se presuponía más lineal y directa de lo que hoy se sabe): que el
síndrome autoritario se iba a manifestar en casi todas las situaciones. Sin embar-
go, el entorno y la interacción entre la persona y la situación son cruciales, por
lo que la pregunta debiera ser: ¿en qué condiciones una persona autoritaria se
comportaría como tal? Desde esta perspectiva, existen algunos resultados favo-
rables a la escala. Por ejemplo, el propio Christie (1993b), examinando estudios
experimentales de punitividad, encontró que los autoritarios son significativa-
mente más punitivos a la hora de aplicar penas a los culpables de delitos, desde
los más triviales a los más serios. En suma, confirmó una relación entre el auto-
ritarismo y la agresión autoritaria.
Ante la dificultad de verificar la virtualidad del constructo para predecir com-
portamientos, buena parte de las investigaciones se ha centrado en la búsqueda
de los correlatos empíricos del autoritarismo, o lo que es lo mismo, las caracte-
rísticas (rasgos clínicos, ideología, aspectos psicológicos, etc.) que parecen ir aso-
¤ Editorial UOC 143 Capítulo V. La personalidad autoritaria

ciadas a la personalidad autoritaria. Así, algunos de los datos obtenidos han


mostrado cierta relación negativa con la inteligencia, la creatividad y el nivel edu-
cativo. Igualmente, se han encontrado relaciones positivas entre autoritarismo y
ciertos síntomas clínicos. También se ha verificado que los sujetos que puntúan
alto en la escala F tienden a ser más conformistas en escenarios experimentales,
así como a ser más “obedientes” en situaciones experimentales tipo Milgram. Se
ha comprobado igualmente que el autoritarismo parece generar un sesgo hacia la
convicción de los jueces sobre la culpabilidad de los acusados de delitos. En efecto,
los datos obtenidos en distintas investigaciones indican que, en general, los jueces
más autoritarios tienden más a condenar como culpables a los acusados de delitos.
Con una excepción: son menos punitivos en sus juicios de culpabilidad cuando se
trata de delitos de obediencia (por ejemplo, un soldado que mata en respuesta a la
orden de un superior) o cuando el acusado es una figura de autoridad (por ejem-
plo, un policía, o incluso, un padre acusado de abuso por usar medios de disciplina
con su hijo).
Al tiempo, algunas de las investigaciones han reforzado la relación postulada
en la monografía del grupo de Berkeley entre el autoritarismo y el etnocentris-
mo y la tendencia a sostener prejuicios varios (raciales, sexistas, contra grupos
desviados –enfermo mentales, afectados por el SIDA, etc.), relación que parece
sólidamente establecida, tanto en los Estados Unidos, como en países europeos,
y en otros entornos culturales. Tales datos, empero, no deben llevar a la conclu-
sión de que el origen de las actitudes hostiles y los prejuicios radica en una dis-
posición de personalidad concreta. Como ha señalado atinadamente Brown
(1995), existen varias limitaciones a este enfoque.

a) De una parte, se infravalora el papel del entorno social (otras personas,


grupos) inmediato en la configuración de las actitudes de las personas, así como
del entorno socio-cultural más amplio.
b) En segundo término, el reduccionismo psicológico que supone basar el
prejuicio en una personalidad autoritaria o dogmática dificulta dar cuenta de la
elevada uniformidad de actitudes prejuiciosas en determinados colectivos de
personas (piénsese en la Alemania nazi, en los países racistas como Sudáfrica
hasta hace unos años): sería problemático explicar tal uniformidad atribuyendo
a todos ellos una determinada personalidad.
¤ Editorial UOC 144 Psicología de las relaciones de autoridad...

c) Finalmente, los avatares históricos de los prejuicios tampoco son enten-


dibles desde una perspectiva tan psicológica: el antisemitismo galopante en la
Alemania nazi, por ejemplo, no puede ser despachado sin más con la pretensión
de que toda una generación de familias alemanas pudiera haber utilizado deter-
minadas prácticas educativas y de crianza con sus hijos. Es un lugar común en
la Psicología Social, verificado en distintas investigaciones, que los prejuicios y
estereotipos negativos cambian, de hecho, en función de los avatares históricos
(a menudo bélicos) que se producen entre los grupos, pueblos y naciones.

Por ello, una interpretación más plausible del papel de la personalidad autorita-
ria en comportamientos y actitudes prejuiciosas, sería el de señalar que tal perso-
nalidad podría también verse influida por determinadas situaciones sociales. Visto
así, prejuicios, etnocentrismo, y autoritarismo, correlacionados a menudo entre sí,
serían también un producto de determinados factores sociales o culturales.
En cualquier caso, y como señalan Stone y sus colaboradores (1983, p. 5),
aunque la teoría no pueda mantenerse como explicación de la predisposición a
favor de ideologías fascistas basada en la personalidad, sin embargo, y contem-
plada en un contexto más relativista y sociológico puede ayudar a conocer mu-
chos de los fenómenos del mundo actual, y colaborar en la construcción de
explicaciones de la atracción hacia el fascismo tanto en el pasado como en la
actualidad. Por lo demás, y dejando de lado los arduos debates (especialmente
los metodológicos) que generó, algunas cuestiones quedaron sin resolver y pa-
recen ser recurrentes, porque han reaparecido en las últimas décadas dando lu-
gar a nuevas propuestas y posicionamientos.

• Por un lado, la archidebatida cuestión sobre la virtualidad de un autoritaris-


mo de izquierdas ha seguido generando polémica, y de ella han surgido nue-
vas perspectivas sobre un autoritarismo no sesgado ideológicamente (Rokeach).
• Por otra parte, la cuestión relativa a los orígenes del síndrome, pues las ex-
plicaciones psicoanalíticas (mecanismos de defensa, necesidades incons-
cientes, proyección, etc.) no han llegado a encontrar evidencias claras, y
se han ofrecido explicaciones alternativas, difíciles de rechazar, basadas
por ejemplo en el aprendizaje social (Altemeyer) y el papel del entorno
grupal y social del individuo.

Todo ello será comentado en los apartados siguientes.


¤ Editorial UOC 145 Capítulo V. La personalidad autoritaria

3. Hacia un autoritarismo no sesgado ideológicamente

Algunos datos obtenidos de la aplicación de la escala F a distintos colectivos,


mostraron resultados un tanto sorprendentes. Entre ellos, que los comunistas
de países occidentales no aparezcan como autoritarios, o que mientras los obre-
ros puntúen por encima de las clases medias en autoritarismo, aparezcan sin
embargo como menos conservadores. Estos y otros datos plantearon una rela-
ción problemática entre la dimensión ideológica (conservadurismo) y el autori-
tarismo. Si muestras de comunistas (en países democráticos) no parecían ser
especialmente autoritarios, ¿es que realmente no lo eran, o es que la escala F mi-
de, como era sospecha general, autoritarismo de derechas? ¿Cabría hablar, en-
tonces, de un autoritarismo de izquierdas?
A mediados del siglo XX existían ya sobradas muestras de prejuicios, intole-
rancia y agresividad, en suma, de autoritarismo, tanto en regímenes fascistas
como comunistas, tanto en dictaduras de derechas como de izquierdas: la de-
mocracia y las libertades podían ser atacadas desde ambos extremos. Así, pudo
resultar una tentación fácil la búsqueda de una similitud entre ambos extremos,
un denominador común que identificara fascismo y comunismo. Aunque en la
dimensión ideológica ocupaban polos opuestos (unos a la derecha, otros a la iz-
quierda), cabría plantearse qué aspectos psicológicos o de personalidad podrían
tener en común.
Sin embargo, los autores de la obra que comentamos no parecieron muy
prestos a hacer notar estas consideraciones, quizás por las raíces marxistas de
algunos de ellos, a pesar incluso de las matanzas de millones de personas en
la Rusia de Stalin. Y lógicamente, ello generó ataques de quienes pensaban
que el enfoque dado por Adorno y su grupo estaba sesgado ideológicamente.
No menos cierto pudo resultar que en la misma época que en que se gestó la
obra de Adorno, el fascismo fue finalmente derrotado, y el nuevo enemigo
(para los Estados Unidos) pasó a ser el comunismo. Buena parte de los cien-
tíficos sociales pudieron captar el espíritu de los tiempos y comenzaran a
percibir la amenaza que suponía el comunismo.
No tardó mucho, pues, en plantearse tal cuestión. Y Shils (1954) fue uno de
los primeros, en un conocido trabajo “Autoritarismo, derecha e izquierda”. A su
juicio, Adorno y colaboradores no habían analizado a fondo el caso de quienes
¤ Editorial UOC 146 Psicología de las relaciones de autoridad...

mostraban características fascistas en las entrevistas pero puntuaban como poco


autoritarios en la escala F. Dado que buena parte de los rasgos propios del auto-
ritario se podrían dar también en regímenes de izquierdas (Lenin, Stalin), si tal
cosa no era reconocida dejaba claro, a su juicio, que la escala F mide específica-
mente un autoritarismo de derechas: habría un tipo de autoritarismo de izquier-
das olvidado en la obra de Adorno. La extrema hostilidad de los autoritarios
de derechas hacia judíos y otros grupos, y la demanda de los bolcheviques
para la completa y acrítica lealtad al partido serían, ambas, manifestaciones
de autoritarismo.
A partir de aquí, una plétora de investigadores posteriores, y fundamental-
mente Eysenck (con su constructo de mentalidad dura) y Rokeach (con el dog-
matismo), tratarían de llegar a una dimensión actitudinal relacionada con
variables de personalidad pero independiente de la dimensión ideológica, esto
es, de las opiniones políticas tradicionalmente organizadas en el continuo
derecha-izquierda.

3.1. Eysenck y la mentalidad dura

Mientras en EE.UU. Adorno y su grupo llevaban a cabo la investigación antes


comentada, Eysenck investigaba en Europa sobre actitudes sociopolíticas. Pocos
años antes de la publicación del libro de Adorno, Eysenck (1944) había propuesto
que las actitudes sociopolíticas se estructuran en dos dimensiones independien-
tes: el conservadurismo-radicalismo (factor R) y la mentalidad dura-blanda (factor T).
Mientras la primera responde a la tradicional distinción ideológica derecha-iz-
quierda, la segunda, de carácter más temperamental, vendría especificada por el
predominio de valores realistas, temporales y egoístas (dureza) frente a valores éti-
cos y altruistas (blandura), y no estaría relacionada con la dimensión tradicional
derecha-izquierda (a la que denominó el factor R). De algún modo, esta segunda
dimensión vendría a equiparase a un autoritarismo no ideológico.
En 1951, y con una muestra compuesta por liberales, socialistas, comunistas y
conservadores, tanto de clase media como obrera, encontró que los individuos de
clase obrera eran, sistemáticamente, más “duros” que los de clase media. Al tiem-
po, obtuvo que comunistas y fascistas eran más “duros” que los otros grupos, aun-
¤ Editorial UOC 147 Capítulo V. La personalidad autoritaria

que opuestos lógicamente en la otra dimensión: los primeros radicales, los


segundos conservadores. La mentalidad dura sería, pues, común a fascistas y co-
munistas, quienes solo diferirían en el contenido ideológico de sus actitudes.
Reunidas sus propuestas pocos años después en un solo texto, The psychology
of politics (1954), recibieron una lluvia de críticas, difíciles de resumir siquiera,
algunas de ellas muy duras (incluso se le acusó de falseamiento de datos). Sus
muestras, se dijo, no son representativas; comunistas y fascistas difieren clara-
mente en aspectos esenciales no considerados; la escala de dureza-blandura con-
tiene ítems saturados de religiosidad, lo que no explica Eysenck (¿por qué la
mentalidad blanda o humanitaria tiene que ser religiosa?). Los datos de análisis
factoriales realizados con su escala tampoco han apoyado las tesis de Eysenck, el
cual, con el tiempo, terminó suavizando algo su postura sobre la dureza de los co-
munistas, que quedarían algo por debajo de los fascistas, pero siempre muy por en-
cima de los restantes grupos políticos.

3.2. Rokeach y el dogmatismo

Frente a la obra de Eysenck, muy contestada, la propuesta de Rokeach


(1954, 1960) parece más rigurosa, aunque no siempre bien comprendida. Frente
a la escala F que parece medir más específicamente un autoritarismo de derechas,
Rokeach se plantea si cabe hablar de un autoritarismo de izquierdas. Expresiones
tales como dictadura del partido o dictadura del proletariado sugieren una respuesta
afirmativa. Pues bien, a esta cuestión trata de responder Rokeach con su propuesta
del dogmatismo, constructo que sustituiría (mejorándolo) al autoritarismo,
reflejando una suerte de autoritarismo general no teñido ideológicamente.
Rokeach (1960), en efecto, lleva a cabo una distinción crucial entre contenido
y estructura de los sistemas ideológicos, esto es, entre las creencias (contenido) de
las personas y el modo de defenderlas o adherirse a ellas (estructura). Un individuo
puede poseer creencias democráticas pero, en cambio, adherirse a las mismas de
modo autoritario o intolerante con quienes discrepen de ellas. Reconoce, por
ejemplo, que el comunismo, en cuanto a contenidos ideológicos, puede defender
postulados e ideas (humanitarismo y igualitarismo) distintos a los del fascismo. Sin
embargo, la “estructura” de ambas ideologías podría ser igualmente autoritaria.
¤ Editorial UOC 148 Psicología de las relaciones de autoridad...

En ese sentido, propone que la estructura de un sistema de creencias se ubica


en un continuo de mentalidad abierta-cerrada, y propone la denominación de
dogmatismo al polo de mentalidad cerrada.
A continuación, va analizando las características de un sistema de creencias
cerrado, esto es, del dogmatismo, a lo largo de las tres dimensiones que Rokeach
considera en todo sistema de creencias:

1) Dimensión creencia-no creencia. Un sistema de creencias representa, obvia-


mente, las creencias que una persona acepta como verdaderas; un sistema de no
creencias se compone de los subsistemas de creencias que una persona rechaza
o considera falsas. Esta dimensión permite diferenciar sistemas de creencias en
función de su capacidad de aceptar creencias contradictorias entre sí, distinguir
matices entre quienes piensan de modo contrario a uno mismo, admitiendo en
parte las razones del contrario, etc.
Pues bien, un sistema cerrado y dogmático vendría caracterizado por un re-
chazo intenso de subsistemas de creencias contrarios, gran discrepancia entre
las creencias y las no creencias, y poca diferenciación entre las no creencias en-
tre sí, que no se evalúan objetivamente sino a partir la opinión de autoridades
de su propio grupo.
2) Dimensión centro-periferia. Distingue Rokeach tres regiones o estratos en
todo sistema de creencias: una región central donde se ubican las creencias pri-
mitivas, no cuestionadas, a modo de principios fundamentales (creencias sobre
el propio yo, sobre la gente en general, sobre el mundo, etc.); una región inter-
media, donde se ubican las creencias sobre la naturaleza de la autoridad (adhe-
sión racional a la misma versus adhesión acrítica y absoluta) y de las personas
bajo la autoridad (se valoran por sí mismas, o en función de que sean leales o
no a la autoridad); y una región periférica, formada por creencias y no creencias
aceptadas o rechazadas en función de que procedan de una autoridad aceptada
o no (como por ejemplo, creencias a favor del control de la natalidad).
Pues bien, un sistema dogmático vendría caracterizado por una visión más
amenazante del mundo (creencias primitivas), creencia en una autoridad abso-
luta y una valoración de las personas según se ajusten o no a la autoridad reco-
nocida como tal, y creencias periféricas no estructuradas coherentemente y
relativamente aisladas.
¤ Editorial UOC 149 Capítulo V. La personalidad autoritaria

3) Dimensión temporal. Versa sobre las creencias del individuo acerca de la


importancia y mutuas relaciones entre el pasado, presente y futuro. Una pers-
pectiva temporal amplia, característica de los sistemas abiertos, valora equilibra-
damente y relaciona adecuadamente los tres momentos temporales. Una
perspectiva temporal limitada, propia de los sistemas cerrados o dogmáticos,
tiende a sobrevalorar el pasado, el presente o el futuro, con una fijación en uno
de ellos, por ejemplo en el pasado (como ocurre en el nazismo con el mito de la
raza aria, o en el fascismo con el imperio romano), o en el futuro (como ocurre
con algunas religiones: sistemas cerrados fijados en el futuro).

En suma, un sistema de creencias cerrado o dogmático se ve dominado por


la función defensiva (frente a las amenazas de la realidad) frente a la cognitiva
(comprender el mundo); en uno abierto, predominará esta última función, y
cualquier información del exterior será evaluada según sus propias característi-
cas, sin que influyan en exceso esos factores irrelevantes (motivaciones irracio-
nales, necesidad de poder o de autoafirmación, defensa frente la ansiedad,
normas sociales, etc.) que operan más en un sistema cerrado.
Resultado del anterior andamiaje teórico es la conocida escala de Dogmatismo
(D), la cual debería, a juicio de Rokeach, superar el sesgo conservador de la escala
F, y ser capaz por tanto de medir el grado de apertura o dogmatismo de cual-
quier sistema de creencias sea cual sea su contenido ideológico (conservador o
no). El propio Rokeach manifiesta haber obtenido unas correlaciones entre las
escalas F y D superiores a 0,50, mientras que las correlaciones entre su escala D
y la de conservadurismo de Adorno fueron siempre inferiores a 0,30, lo que pa-
rece verificar la hipótesis de que se trata de una medida de autoritarismo, pero
menos ligada a la opción conservadora como lo estaba la escala F.
Aunque la escala D no se ha librado de críticas, como las relativas al mismo
set de aquiescencia que la escala F (por puntuar todos los ítems en dirección dog-
mática si se contestan afirmativamente), no por ello ha dejado de ser utilizada
sistemáticamente. Y desde entonces, se han llevado a cabo revisiones de las in-
vestigaciones sobre el constructo, que han ayudado a definirlo.
Así, por ejemplo, Vacchiano (1977) concluyó que los individuos altos en D pa-
recen ser más inmaduros, tensos, impacientes, y menos tolerantes a la frustración
que los bajos en D; asimismo, suelen tener un yo más débil y peores autoimáge-
nes, y acostumbran a ser más conformistas, inflexibles y rígidos en su modo de
¤ Editorial UOC 150 Psicología de las relaciones de autoridad...

pensar, así como más propensos a trastornos psicológicos. Como se puede apre-
ciar, un retrato cercano al de los autoritarios, en la perspectiva de Adorno. Al fin
y al cabo, Rokeach compartía con Adorno sus tesis sobre la influencia de la socia-
lización infantil y las relaciones con los padres en la génesis del dogmatismo.
Años después de sus propuestas sobre el dogmatismo, Rokeach (1973) trató
de caracterizar las ideologías y sus defensores en términos del peso relativo otor-
gado a dos valores: libertad e igualdad. En ese esquema, los fascistas tendrían en
baja estima ambos valores, los socialistas los colocarían en una posición elevada
en su jerarquía de valores; los conservadores harían gran énfasis en la libertad,
pero una baja prioridad a la igualdad. Los comunistas, finalmente, valorarían la
igualdad mucho más que la libertad.

3.3. Otras aportaciones sobre el autoritarismo de izquierdas

A partir de las tesis de Shils, Eysenck y Rokeach, entre otros, se ha generado


una cierta polémica respecto a la existencia de un autoritarismo de izquierdas.
Veamos algunas aportaciones.
Uno de los primeros que intervino en el debate fue Ray. En una larga serie de
publicaciones, caracterizadas más por su cantidad que por su impacto en el área,
ha formulado una alternativa a las propuestas de Adorno y a la escala F, en parti-
cular la escala A. La obra de Ray no goza, sin embargo, de especiales simpatías en-
tre los estudiosos del área, quizá por su peculiar estilo polémico y provocativo. A
su juicio, no termina de quedar claro si la escala F mide conservadurismo, o tam-
bién etnocentrismo, por lo que se requieren nuevos instrumentos de medida. Así,
Ray (1972) elaboró una escala (escala A) para medir un concepto de autoritarismo
definido como el deseo de una forma de organización social similar a las institu-
ciones y procedimientos militares, con la consiguiente restricción de la libertad,
falta de participación en la toma de decisiones, falta de responsabilidad indivi-
dual, aceptación de la agresión y claridad de las definiciones de rol. Uno de los
datos más relevantes respecto a la escala A fue la escasa relación encontrada (Ray,
1984) entre ella y una escala de etnocentrismo o, lo que es lo mismo, que el etno-
centrismo o el racismo puede encontrarse sin duda en sujetos autoritarios, pero
no está restringido a ellos, lo que lleva a justificar el propio título del artículo de
Ray: “La mitad de todos los racistas son de izquierdas”.
¤ Editorial UOC 151 Capítulo V. La personalidad autoritaria

De algún modo, esa tesis apoya los argumentos defendidos años antes por
Shils (1954) respecto a la virtualidad de un autoritarismo de tanto de derechas
como de izquierdas, este último inasequible a su medición por la escala F. Algunos
autores aceptan tal posibilidad, como McCloskey y Chong (1980), quienes apelan
a la evidencia “intuitiva” respecto a las semejanzas entre dictadores de izquierdas
y de derechas. A su juicio, los hallazgos de investigaciones que utilizaron la escala
F no se corresponden con lo que parece obvio desde una observación casual de
regímenes políticos de ambos extremos de la dimensión ideológica. No hay que
ser un experto para intuir semejanzas en estilo político, práctica y organización
entre regímenes autoritarios de izquierda (las antiguas Unión Soviética y Alema-
nia del Este, por ejemplo) y de derecha (la Alemania nazi). Sin embargo, los pro-
pios autores, aunque logran encontrar algunas semejanzas entre extremistas de
derecha e izquierda, tampoco llegan a demostrar mucho más: las diferencias entre
ambos permanecen. No obstante, datos recogidos en la Unión Soviética han mos-
trado altos valores de autoritarismo (medido por la escala RWA de Altemeyer, que
será comentada más adelante) entre seguidores del partido comunista. Paradóji-
camente, estas personas serían consideradas de derechas, según la propia defini-
ción de Altemeyer, puesto que su escala mide explícitamente autoritarismo de
derechas.
Sin embargo, otros autores, como Stone (1980) niegan la posibilidad de un au-
toritarismo de izquierdas, defendiendo que los datos y argumentos ofrecidos a favor
de ella son inconsistentes. Stone defiende que el autoritarismo es esencialmente de
derechas, y que la existencia de posibles autoritarios de izquierdas sería, en todo ca-
so, testimonial. “El concepto de autoritarismo de izquierdas es relativamente im-
productivo y podría bien ser rechazado”, señala Stone (1980). A su juicio se trata,
simplemente, de un mito, y los argumentos aportados no han ido acompañados
con una revisión sistemática de investigaciones empíricas que apoyen la existencia
de un autoritarismo de izquierdas. Por lo demás, aportar ejemplos históricos de re-
gímenes de izquierdas que han podido actuar “autoritariamente”, supone una mo-
dificación del nivel de análisis, que pasa de ser psicológico (cuando se habla de
personas autoritarias) a sociológico (regímenes autoritarios).
Eysenck (1981), por su parte, trató de desmontar las argumentaciones de Stone,
a partir entre otras cosas de sus propios estudios, así como de la realidad política-
social de comportamientos autoritarios en personas o regímenes de izquierdas.
¤ Editorial UOC 152 Psicología de las relaciones de autoridad...

El debate sigue. Globalmente, parece que la creencia en un autoritarismo de


izquierdas, aún siendo polémica y en buena medida coloreada ideológica y po-
líticamente, se encuentra relativamente bien asentada entre buena parte de los
científicos sociales (notablemente, norteamericanos); pero no en otros muchos,
que mantienen su imposibilidad “metafísica”.

4. El concepto de autoritarismo en las últimas décadas

Las dos últimas décadas del siglo XX han contemplado una cierta recuperación
del interés en la temática que estamos comentando, aunque ahora bajo nuevas
formas, y tal afirmación puede hacerse extensiva a los albores del siglo XXI (ver,
por ejemplo, Stone y otros, 1993, o Roccato, 2003). Tras cientos de artículos pu-
blicados, y cuando parecía que el tema se había agotado y ya no daba más de sí,
la emergencia de autoritarismos más o menos solapados en países occidentales,
junto al interés y la tenacidad de algunos investigadores, así como la utilización
de nuevas perspectivas respecto al autoritarismo, han generado toda una plétora
de publicaciones al respecto. Ante la dificultad de reseñarlas todas, centraremos
el análisis en las que parecen más relevantes.

4.1. Altemeyer: el autoritarismo como conglomerado actitudinal

Altemeyer (1981, 1988, 1996) es uno de los máximos responsables de la re-


cuperación del interés por el autoritarismo en las dos últimas décadas del siglo
pasado. Su energía infatigable y su constante y minuciosa labor investigadora
ha terminado por establecer un concepto y una escala de medición, ampliamen-
te aceptada como la mejor elección para medir el autoritarismo. Al tiempo, los
hechos históricos de los últimos años han coadyuvado también a ese renovado
interés por el autoritarismo: los problemas en nuestra cultura asociados con la
personalidad autoritaria han permanecido, y en muchos aspectos han crecido.
A su juicio, el autoritarismo no ha muerto, y sigue siendo una amenaza latente
a la libertad, como lo reflejan la emergencia de personas y movimientos autori-
¤ Editorial UOC 153 Capítulo V. La personalidad autoritaria

tarios en el seno de regímenes democráticos. Altemeyer (1981) comienza llevan-


do a cabo una detenida revisión de los principales hitos en la investigación
sobre autoritarismo, concluyendo que

“después de 35 años de investigación que han generado cientos de estudios, usado


cientos de sujetos y costando mucho dinero, podemos preguntarnos qué sabemos
realmente sobre el autoritarismo de derechas, y pienso que no sabemos prácticamen-
te nada.”

Altemeyer (1981, p. 112).

En su opinión, la elaboración teórica que subyace a la teoría de la personali-


dad autoritaria es, sencillamente, incorrecta. Por ejemplo, no existe evidencia
de que los nueve rasgos definitorios de la personalidad autoritaria estén adecua-
damente representados en la escala F, ni covarían lo suficiente como para poder
hablar de un síndrome unitario: tal cosa conduciría a pensar que, o bien la es-
cala no puede medir el constructo que pretende medir, o el modelo de los nueve
rasgos no conceptualiza adecuadamente el autoritarismo. Es cierto que se han
encontrado correlaciones entre la escala F y ciertas actitudes, prejuicios, etc.;
pero no menos cierto resulta que ha fracasado en predecir comportamientos in-
terpersonales que podrían estar relacionados con tal dimensión. Y tal cosa resul-
ta especialmente grave, dado que ese objetivo sería, de algún modo, uno de los
pretendidos en la investigación.
Es una paradoja, señala Altemeyer, que un concepto formulado originaria-
mente para explicar fenómenos psicosociales típicamente intergrupales o co-
lectivos, como los prejuicios, etnocentrismo, susceptibilidad a la ideología
fascista, etc., no fuera formulado a ese nivel (pertenencia grupal) sino que, de
un modo reduccionista, se conceptualizase como un rasgo de personalidad, y
por tanto, más relevante para un nivel interpersonal o intrapersonal. Los in-
tentos posteriores no parecen haber abandonado esta paradoja, y quizá aquí
radicó el núcleo de su declive.
Centrando sus análisis en el autoritarismo de derechas, que es a su juicio la
amenaza más importante para las democracias occidentales de hoy, Altemeyer
llevó a cabo un laborioso proceso de revisión de los ítems de la escala F, encon-
trando que los relacionados con tres de los elementos originales del autoritaris-
mo sobrevivían a sus rigurosos criterios de análisis. Ello le llevó a la propuesta
¤ Editorial UOC 154 Psicología de las relaciones de autoridad...

de una renovada conceptualización de autoritarismo de derechas caracterizado


por la covariación de esos tres “conglomerados actitudinales” (1981, p. 148):

• Sumisión autoritaria: a las figuras de autoridad percibidas como legítimas


en la sociedad.
• Convencionalismo: elevada adhesión a valores y creencias percibidas como
aceptadas por la sociedad y las autoridades reconocidas como tales.
• Agresividad autoritaria: contra quienes violan tales valores y normas, que
es percibida como sancionada por las autoridades reconocidas.

Altemeyer propone pues una teoría simplificada del autoritarismo centrada


en tres actitudes, que deja fuera buena parte de los nueve “síntomas” de la pro-
puesta original del grupo de Berkeley (superstición, anti-introspeccionismo,
etc.). Estos tres conglomerados sí mostrarían una covariación elevada, lo que le
llevó a definir el autoritarismo, sencillamente, como la covariación de tales con-
glomerados actitudinales. Así definido, operativizó su concepción del autorita-
rismo a través de la escala de autoritarismo de derechas (RWA, right-wing
authoritarianism), una escala compuesta, originariamente, de quince ítems pro-
autoridad y otros quince anti-autoridad.
Altemeyer indica que su investigación confirma mucho de lo que aparecía en
la obra de Adorno. De hecho, sus tres componentes del autoritarismo ya apare-
cían como parte de la personalidad autoritaria de Adorno; también se confirma
la relación entre autoritarismo y tendencia a la utilización de estereotipos y a
mantener prejuicios.
Sin embargo, en otros aspectos las tesis de Adorno no se ven confirmadas. Es
el caso, por ejemplo, de la debilidad del yo, o la tendencia a la superstición. Y de
hecho, Altemeyer niega algunos aspectos del enfoque del grupo de Berkeley,
singularmente sus connotaciones psicoanalíticas. A su juicio, la tesis básica del
citado grupo (que el individuo autoritario reprime la hostilidad hacia sus pa-
dres, por la educación estricta y punitiva que reciben de ellos, que ese resenti-
miento es desplazado y termina en forma de agresión contra exogrupos) no ha
sido demostrada. Y sus propios datos (Altemeyer, 1881, 1988) tampoco la veri-
fican: tras aplicar su propia escala de autoritarismo y unos cuestionarios sobre
experiencias infantiles a estudiantes y sus padres, concluyó que no parece haber
mucho en las experiencias infantiles que pudiera explicar el autoritarismo de los
¤ Editorial UOC 155 Capítulo V. La personalidad autoritaria

estudiantes. Aunque reconoce que los datos disponibles tampoco son suficien-
tes para descartarla –pues, como él mismo señala, la teoría psicoanalítica es real-
mente difícil de verificar–, en la práctica defiende que las explicaciones
psicoanalíticas aportadas por el grupo de Berkeley deben ser abandonadas, y su
lugar ser ocupado por la teoría del aprendizaje social (Bandura). No hay pues
que recurrir al inconsciente, experiencias infantiles, procesos de proyección o
desplazamiento, etc. Estímulos, modelado, cogniciones, ocupan el lugar de los
procesos inconscientes y los mecanismos de defensa.
De ese modo, Altemeyer rehuye hablar de “personalidad autoritaria”, y se
centra en las “actitudes autoritarias”, que formarían el conglomerado antes alu-
dido. Frente a Adorno y su grupo que pensaban que estos tres “síntomas” serían
manifestaciones de algo más profundo (la personalidad autoritaria), Altemeyer
no bucea en tales profundidades, y los contempla, simplemente, como un con-
glomerado de actitudes. Y como cualquier otra actitud, su génesis habrá que bus-
carla en los refuerzos recibidos de los padres u otros adultos, en el seno de los
grupos, a partir de los medios de comunicación, en la interacción con los objetos
de esas actitudes, a través de la imitación, del refuerzo vicario, etc. A su juicio, las
personas autoritarias de derechas aprenden las normas sociales que apoyan la
agresión contra quienes violan los valores convencionales. Esas normas sociales
hacia la aceptación de la agresión son también importantes para explicar la agre-
sión autoritaria: el hecho de que los altos en autoritarismo tengan más prejuicios
hacia aquellos colectivos sociales hacia los que el prejuicio es más aceptable so-
cialmente, habla a favor del papel de las normas en la génesis del mismo. Por su
parte, el modelado parental se evidencia al comprobar que hay mayor incidencia
de violencia física en familias de sujetos con alto autoritarismo de derechas. Al
tiempo, da importancia creciente al papel de las experiencias vitales en la confi-
guración de esas actitudes autoritarias.
En su segunda obra, Enemigos de la libertad (1988), Altemeyer refuerza sus tesis
con abundante estudios realizados con su escala, de los que deduce que “parece ser
la mejor medida de autoritarismo personal que tenemos por ahora” (p. 12). Al
tiempo, se preocupa de establecer con claridad que su concepto de autoritarismo
de derechas no equivale al de conservadurismo. El conservadurismo, señala, es
una disposición a preservar el status quo, a mantener la estabilidad social y a pre-
servar la tradición; es algo cercano al concepto de convencionalismo, uno de los
tres componentes de su conceptualización del autoritarismo de derechas. Pero un
¤ Editorial UOC 156 Psicología de las relaciones de autoridad...

autoritario es alguien que, además, tiende a someterse a la autoridad establecida


y es altamente agresivo contra minorías y objetivos socialmente sancionados.
Respecto de la posibilidad de existencia de un autoritarismo de izquierdas,
Altemeyer era, entonces, muy claro:

“No hemos encontrado evidencia. Uno puede llamar a los extremistas de izquierdas
muchas cosas, pero no parece haber una base psicológica para llamarlos autoritarios.”

Altemeyer (1988, p. 329).

Sin embargo, en una obra posterior, The authoritarian specter (1994), relativiza
su posición anterior, y propone ahora el término autoritarismo de izquierdas, cuida-
dosamente dibujado como lo opuesto al autoritarismo de derechas, esto es, con los
mismos componentes que éste, pero a la inversa: tendencia a oponerse a las auto-
ridades, agresividad contra lo establecido, y convencionalismo revolucionario.
Paradójicamente, aparecen correlaciones positivas (aunque bajas) entre am-
bos polos del “espectro”. Tal cosa, sugiere Altemeyer, podría indicar que bastan-
tes autoritarios tienen una orientación política relativamente indiferenciada, y
por tanto cambiable. Los casos de Mussolini, Hitler, y otros, que comenzaron
como socialistas y terminaron como fascistas, apoyarían esta explicación.
Ya, para concluir, cabe señalar que Altemeyer es hoy reconocido sin duda
como una de la más importantes aportaciones a los estudios del autoritarismo
de la segunda mitad del siglo pasado. No obstante, también ha recibido críticas
diversas, algunas muy duras (Ray): desde quienes le han acusado de haber ela-
borado una escala más de conservadurismo, hasta críticas sobre deficiencias me-
todológicas de todo tipo. Por lo demás, existe considerable evidencia sobre el
grado de validez de la escala de Altemeyer. En distintos estudios se ha verificado,
por ejemplo, que sujetos altos en la escala tendían más a mantener elevados pre-
juicios, así como a votar a partidos de derechas. Sin embargo, en algunas otras
investigaciones se han encontrado diferencias no tan grandes de validez entre
la escala de Adorno y la de Altemeyer, desde luego no suficientes para descartar
la primera. El que ambas escalas hayan obtenido correlaciones elevadas entre sí
sugiere que, en buen grado, miden lo mismo. En cualquier caso, la escala de Al-
temeyer se ha convertido, con el tiempo, en el instrumento de elección para la
medición del autoritarismo.
¤ Editorial UOC 157 Capítulo V. La personalidad autoritaria

Sin embargo, y por decirlo todo, también debe reconocerse que la postura de
Altemeyer a favor de una explicación del autoritarismo basada en el aprendizaje
social no ha sido acompañada de pruebas concluyentes a favor de tal explicación
frente a la psicoanalítica que rigió la obra original del grupo de Adorno.

4.2. Duckitt: el autoritarismo como función


de la identificación grupal

Duckitt (1989) ha ofrecido una nueva visión del autoritarismo desde una in-
teresante perspectiva que difiere bastante de la tradicional. Redefine el autorita-
rismo como “la concepción que se tiene de la relación adecuada o normativa
entre un grupo y sus miembros, determinada primariamente por la intensidad
de la identificación de los miembros con el grupo”.
Esta dimensión variaría entre dos posiciones extremas, desde la que defiende
que las necesidades, inclinaciones y valores personales de los miembros deben
subordinarse a la cohesión y requerimientos grupales, hasta la inversa, superan-
do una de las limitaciones de la concepción tradicional del autoritarismo. Auto-
ritarismo y “libertarianismo” serían las etiquetas de ambas posiciones extremas.
A partir de esta conceptualización, Duckitt reinterpretó los tres componentes de
Altemeyer desde el punto de vista de la identificación del individuo con un gru-
po social. Así, cuanto mayor sea la identificación del individuo con su grupo,

– mayor será su incondicional obediencia a los líderes (sumisión),


– mayor será la conformidad con las normas y valores del grupo (conven-
cionalismo),
– mayor será la intolerancia y punitividad hacia quienes no se conforman
a las normas y valores grupales (agresividad).

Tal concepción, además, ofrece un marco común para analizar el autori-


tarismo, que puede ser entendido y estudiado tanto a nivel individual (como
un constructo que diferencia entre personas) como a nivel social o colectivo,
tanto a nivel de grupos pequeños como de grandes grupos, instituciones, o
culturas. Ello supera otra de las tradicionales debilidades del enfoque tradi-
¤ Editorial UOC 158 Psicología de las relaciones de autoridad...

cional, centrado en el nivel psicológico-individual, y abre un enorme campo


de posibilidades, un poco en la línea de los recientes estudios sobre el indi-
vidualismo-colectivismo, constructo este que ha mostrado su relevancia a la
hora de explicar diferencias transculturales o transnacionales. Así, por ejem-
plo, una investigación llevada a cabo por Meade (1985) mostró notables di-
ferencias entre respuestas de personas de culturas más autoritarias (China) y
menos autoritarias (EE.UU.) a estilos de liderazgo autoritario o democrático.
Los índices de satisfacción y productividad de los miembros eran más altos
en grupos con liderazgo autoritario en China, y justamente a la inversa en
Estados Unidos.
En contraste con la concepción tradicional del autoritarismo en tanto que
rasgo personal, el enfoque de Duckitt propone claramente que tal síndrome es
reactivo a las situaciones, y se manifiesta en el contexto de un grupo específico
y una identificación grupal concreta. No es pues un rasgo o algo fijo en el su-
jeto, sino algo fluido que varía según los contextos grupales y la saliencia de
la identificación grupal del individuo. Nada impediría, por tanto, que un mis-
mo individuo pueda ser muy autoritario en el contexto de un grupo y no serlo
en el de otro.
Lo anterior no niega, en cualquier caso, las diferencias individuales. Ante
una misma situación, distintos individuos podrán tener distintos supuestos
sobre el tipo de relación deseable grupo-individuo, y tales diferencias, apren-
didas durante el periodo de socialización, podrían generar distintas actitudes
o comportamientos.
En definitiva, las concepciones del individuo respecto a la relación apropia-
da grupo-individuo actuarán informando pensamientos y conductas en con-
textos situacionales grupales, y cuando asuntos o temáticas grupales emerjan
como relevantes. Sin embargo, en situaciones meramente interpersonales,
tendrían poco que ver con los comportamientos. Tales tesis sitúan a Duckitt
cerca de las conocidas propuestas de Tajfel y su teoría de la identidad social.
Según Tajfel, una identidad social positiva se basa en una comparación favo-
rable entre el endogrupo (grupo propio) y algunos exogrupos (grupos ajenos)
relevantes. En ese sentido, cabría pensar que los autoritarios tenderían a exa-
gerar las diferencias entre su endogrupo y variados exogrupos. Algunos datos
parecen apoyar tal hipótesis.
¤ Editorial UOC 159 Capítulo V. La personalidad autoritaria

4.3. El autoritarismo desde una perspectiva situacional


y sociohistórica

Resulta claro, tras un análisis de la literatura al respecto, que el enfoque más


frecuente de las investigaciones sobre autoritarismo se ha centrado en variables
psicológicas (de personalidad o actitudinales), y ha dejado fuera la dimensión
situacional o las influencias del entorno social. Sin embargo, parece evidente
que determinadas situaciones sociales de amenaza, como por ejemplo, oleadas
de delitos, desempleo elevado, depresión económica, humillación nacional, etc.
(por cierto, todas ellas presentes en la Alemania pre-nazi), podrían estimular la
activación de buena parte de las características definitorias del autoritarismo.
Un enfoque situacional resulta, pues, una alternativa al personalista para expli-
car tanto la tendencia a aceptar discursos antidemocráticos y fascistas como al-
gunos hechos históricos concretos (como la subida de Hitler al poder con el
voto de buena parte de los alemanes).
Algunos datos apoyan esta perspectiva. Así, por ejemplo, Sales (1972) ha tra-
tado de verificar la influencia de las amenazas sociales o económicas en una ma-
yor receptividad a la ideología autoritaria. A su juicio, en épocas de inseguridad
económica y política, puede surgir la necesidad de afirmación de la identidad
grupal, así como una creciente hostilidad hacia grupos ajenos (exogrupos). Para
verificar tales hipótesis, realizó unas investigaciones en EE.UU. sobre tasas de
conversión religiosa a iglesias autoritarias o no autoritarias en periodos de ame-
naza social (la época de la gran depresión, por ejemplo). Las iglesias más autori-
tarias (como la católica) mostraron un mayor incremento de solicitudes de
ingreso que las iglesias más liberales, y menor incremento en periodos de rique-
za. En otra investigación, Sales encontró asimismo que sujetos voluntarios que
habían actuado pobremente en un experimento, obtenían puntuaciones más
elevadas en la escala F que sujetos exitosos en el experimento; y que sujetos
amenazados de fracaso en el experimento mostraban mayor conformidad hacia
la figura de autoridad.
Otros estudios han mostrado, igualmente, que en épocas de amenaza social,
los norteamericanos prefirieron líderes (presidentes) “poderosos”, como lo atesti-
guan las correlaciones encontradas entre el grado de amenaza socioeconómica
percibida por los ciudadanos y la motivación de poder del presidente elegido cada
¤ Editorial UOC 160 Psicología de las relaciones de autoridad...

año. La admiración de la gente hacia figuras de poder y fuerza se evidenció en la


popularidad de los héroes de los cómics de la época (Superman, por ejemplo).
En otra investigación con datos de archivo, Sales (1973) obtuvo incrementos
de autoritarismo en la población norteamericana durante la gran depresión.
Asimismo, encontró algunas de las características definitorias del autoritarismo
en la prensa norteamericana de los años treinta: cinismo, pesimismo, supersti-
ción (más artículos sobre astrología), anti-intracepción, agresión autoritaria,
etc. Estos estudios, replicados por otros similares utilizando datos de los “dora-
dos” años sesenta, parecen reforzar la hipótesis de que los estresores ambienta-
les incrementan el autoritarismo de la sociedad y que, por tanto, muchos
comportamientos autoritarios podrían estar inducidos situacionalmente.
Cambiando de continente, mucho se ha escrito sobre el autoritarismo y ri-
gidez supuestamente características del pueblo alemán, y que serían en buena
medida responsables del auge del nazismo en aquel país. Sin embargo, los es-
tudios de Lederer (1993) ofrecen una nueva luz a ese respecto. Lederer compa-
ró los resultados de una investigación realizada en Alemania y EE.UU. en
1945, en los que se preguntaba a adolescentes diversas cuestiones (sobre obe-
diencia, patriotismo y etnocentrismo) con los datos de otros estudios posterio-
res realizados en ambos países. A partir de estos datos, extrajo una serie de
interesantes conclusiones:

a) Una disminución del autoritarismo, tanto en adolescentes de Estados


Unidos como de Alemania, entre 1945 y 1979; el declive es algo más sustancial
en Alemania.
b) Un autoritarismo muy superior en los estudiantes alemanes que en los
norteamericanos en 1945.
c) Un autoritarismo levemente superior en los estudiantes norteamericanos
que en los alemanes en 1979. De hecho, algunos datos posteriores apoyan estas
tesis: se ha encontrado que los estudiantes alemanes mostraron un compromiso
más fuerte con los principios de igualdad y derechos individuales, así como más
independencia y más perspectiva crítica.

Este conjunto de datos apoyan, como se aprecia fácilmente, las tesis situacio-
nales frente a aquellas otras que hacen hincapié en un supuesto carácter nacio-
nal alemán propenso a regímenes fascistas.
¤ Editorial UOC 161 Capítulo V. La personalidad autoritaria

Una vez que Alemania Occidental amplió sus fronteras con la incorporación
de la Alemania del Este, se llevaron a cabo investigaciones comparativas. Como
era previsible, se encontró que los adolescentes de la Alemania del Este eran sig-
nificativamente más autoritarios.
Por lo demás, otros datos aportados por la propia Lederer confluyen en la evi-
dencia de un cambio en la estructura y dinámica de la familia alemana, muy le-
jana hoy de la que describieron los teóricos del autoritarismo de mediados de
siglo. Los patrones de socialización parecen haber cambiado. Un ejemplo resul-
ta muy ilustrativo: en los años cincuenta, el 86% de los jóvenes varones recono-
ció haber sido castigado físicamente por sus padres; en los años ochenta, solo el
9% reconoció haber sido golpeado por ellos. En los años cincuenta, la obedien-
cia y la sumisión eran consideradas como una meta fundamental de la educa-
ción por un 25% de la población investigada; en 1983, sólo por un 9%. El
porcentaje de padres que nunca juegan con sus hijos bajó de un 64% en los años
cincuenta a un 10% en los ochenta.
En conjunto, todos estos datos ofrecen una clara interpretación: el síndrome
autoritario, de existir, parece ser algo menos fijo y perdurable de lo que los auto-
res de la obra de Adorno anticiparon. Resulta claro, pues, que el enfoque del
aprendizaje social (Altemeyer) tiene mucho que aportar. Quienes crecen dentro
de un sistema aprenden a asumir las normas predominantes. Aprendiendo a tra-
vés de la observación y la imitación, la mayoría de personas interiorizan las acti-
tudes prevalentes de la cultura o subcultura en que viven. Las estructuras de la
personalidad, incluso las más centrales, son sostenidas por el sistema social, y se
modifican cuando el sistema social cambia.
Pero se trata de una relación dialéctica. Ciertamente, un sistema autoritario
tiende a promover actitudes autoritarias, pero la existencia de actitudes autori-
tarias puede, a su vez, ser un fuerte elemento de apoyo y soporte de un sistema
autoritario. Lo dicho no altera el reconocimiento de la relevancia de constructos
como el de la personalidad autoritaria para explicar diferencias individuales.
Por tanto, aunque la literatura psicosocial ha considerado a menudo el auto-
ritarismo como un rasgo psicológico individual, nada impide aceptar que pueda
estar más presente en unas sociedades que en otras. De hecho, Fromm, Horney,
y otros muchos, han mostrado cómo diferentes sociedades o culturas tienden a
producir diferentes tipos de personalidad.
¤ Editorial UOC 162 Psicología de las relaciones de autoridad...

Un interés especial habrían tenido, de existir, investigaciones empíricas so-


bre los niveles de autoritarismo en la población de la antigua Unión Soviética.
Sin embargo, no fue posible. La realidad de aquel país impidió, de hecho, que
las publicaciones fundamentales llegaran. Los psicólogos y sociólogos soviéticos
llegaron a saber de la existencia de las obras fundamentales de la literatura sobre
autoritarismo (Adorno, Rokeach), pero pocos llegaron a conocerlas (no existie-
ron traducciones al ruso, por lo demás). En todo caso, vieron el constructo del
autoritarismo como más algo propio, y peyorativo, del mundo occidental, y no
aplicable a la sociedad socialista soviética. Lamentablemente, no se llevaron a
cabo investigaciones empíricas al respecto, que podrían haber ofrecido alguna
luz sobre la virtualidad de un autoritarismo de izquierdas.
En ese sentido, y mientras los datos disponibles parecen apoyar la tesis de
que los comunistas e izquierdistas en general del mundo occidental no son es-
pecialmente autoritarios (al menos, en el sentido de Altemeyer: convencionalis-
mo, sumisión autoritaria, agresión autoritaria), es posible que los de la Unión
Soviética sí lo fueran. En su caso, la adhesión a los valores convencionales del
comunismo, la sumisión autoritaria al propio grupo comunista, y la agresión
autoritaria hacia grupos no convencionales (como los capitalistas o disidentes),
podrían indicar un cierto autoritarismo. Dicho de otro modo, mientras el auto-
ritarismo en el Occidente se asociaría, entre otras cosas, con fuerte anticomunis-
mo, el autoritarismo en la Unión Soviética se asociaría con el anticapitalismo
(McFarland y otros, 1993).
A este respecto, McFarland y otros (1993) han llevado a cabo un conjunto de
investigaciones especialmente relevantes. En una de ellas, realizada en 1989, se
encontró que el autoritarismo “funciona” en la Unión Soviética de un modo pa-
recido al mundo occidental. Aunque los exogrupos utilizados allí como objetivo
de prejuicios eran, lógicamente distintos a los del mundo occidental y a veces
opuestos, emergieron variados prejuicios como reflejo de un factor general de
etnocentrismo. Parece que el autoritarismo, allá donde aparece, produce fuertes
prejuicios contra los enemigos culturales definidos como tales: comunismo o capi-
talismo. McFarland y otros encontraron, además, que los correlatos del autoritaris-
mo en la Unión Soviética eran muy similares a los encontrados en el mundo
occidental: más autoritarismo con superiores niveles de edad y de status ocupacio-
nal, bajo nivel educativo, escasa experiencia transcultural, etc.
¤ Editorial UOC 163 Capítulo V. La personalidad autoritaria

Un poco sorprendentemente, los citados autores obtuvieron en los ciudada-


nos soviéticos unos niveles de autoritarismo algo inferiores a las medias del
mundo occidental. Otros datos, entre los escasos de que disponemos, no con-
cuerdan con estos resultados. De ser así, es posible que, al igual que pudo ocurrir
con la Alemania nazi, la historia cultural rusa haya creado, con el tiempo, un
tipo de conciencia autoritaria en la población general, conciencia que podría ser
un obstáculo para la democratización de su sociedad.
Sin embargo, McFarland y otros obtuvieron puntuaciones más altas en auto-
ritarismo entre los cuadros de los partidos comunistas. Cabría pensar que, de al-
gún modo, desde el momento en que el comunismo soviético subió al poder se
convirtió en la derecha política. La izquierda verdadera sería la de quienes, en-
frentados al status quo del régimen, pretenden alterarlo, por ejemplo defendien-
do la libertad económica o de mercados. Como ya había anticipado Altemeyer
(1988), el apoyo al status quo “es de derechas”, incluso si el sistema dominante
es, al menos en sus pretensiones y objetivos iniciales, de izquierdas.

5. Epílogo

Resulta difícil llevar a cabo una valoración global de la larga trayectoria


del autoritarismo en la Psicología Social. En cualquier caso, algunas de las
conclusiones se han ido desgranando a lo largo de los comentarios anterio-
res. Pero, ya para terminar algunas ideas pueden ser rescatadas. En primer lu-
gar, señalar que desafortunadamente, la mayoría de estudios empíricos
llevados a cabo han utilizado sujetos de países occidentales y democráticos
que además, por si eso no fuera ya una limitación importante en el tema que
nos ocupa, eran mayoritariamente jóvenes estudiantes. Sorprende un poco
la ingenuidad con que algunos de los investigadores han sacado conclusio-
nes a partir de estudios con unas pocas decenas de estudiantes de una uni-
versidad norteamericana.
En otro orden de cosas, poco conocemos sobre zonas del planeta afectadas por
profundos conflictos intergrupales, en los que se han producido asesinatos en
masa, o en los que pueden observarse conductas fanáticas o extremistas (piénsese
en la antigua Yugoslavia, en algunas zonas del mundo árabe, en algunos países
¤ Editorial UOC 164 Psicología de las relaciones de autoridad...

africanos, etc.) y en donde sería interesante conocer si los ciudadanos obtienen


puntuaciones más elevadas en la escala F (Adorno y otros) o la RWA (Altemeyer).
Independientemente de lo anterior, es posible que se haya producido una
cierta confusión o mixtura entre un nivel de análisis psicológico, ideológico y
sociológico: el autoritarismo ha sido concebido, tanto como un conglomerado
de rasgos psicológicos, de personalidad o actitudinales, como un equivalente a
la ideología del fascismo. En ese sentido, puede ser erróneo confundir las carac-
terísticas de personalidad que subyacen en las elecciones ideológicas de un in-
dividuo, con las ideologías en sí, y atribuir estas a aquellas. Otros muchos
factores determinan la opción ideológica, como el modelado a partir de los pa-
dres, la identificación o rebelión contra los padres, la presión de los grupos de
pares, las modas, el clima del momento histórico, el entorno social global, etc.
Es posible que la personalidad determine en parte la ideología, tampoco puede
negarse radicalmente. Pero sin duda la ideología determina también en parte la
personalidad: nuestra personalidad, nuestras relaciones, nuestras amistades in-
cluso, pueden verse influidas por nuestras opciones ideológicas. La personali-
dad se entiende hoy de un modo mucho más flexible y en desarrollo constante:
cambia con el tiempo.
¿Cuál es el papel de las presiones social y cuál el de las variables individuales
en la génesis de los comportamientos y actitudes que hemos comentado pági-
nas atrás? Probablemente, a medida que la presión situacional aumente, las di-
ferencias individuales (creencias, rasgos personales, etc.) influirán menos en el
comportamiento final. Y a la inversa, a medida que la presión situacional se de-
bilite, las diferencias personales acentuarán su relevancia en la conducta final.
Sin embargo, es importante comprender que ambos factores, rasgos personales
y presiones sociales, no son independientes. O lo que es lo mismo, un rasgo per-
sonal consistente en una tendencia autoritaria, violenta y destructiva puede te-
ner que ver, en su génesis, con un determinado entorno social y las
consiguientes presiones normativas al respecto. Porque la personalidad no es
algo terminado, sino que está en constante remodelación, en buena medida a
partir de las influencias del entorno.
Un tipo de personalidad, unas actitudes predominantes, y unas presiones so-
ciales podrían, pues, interactuar y reforzarse mutuamente, influyendo en los ci-
tados comportamientos. Los investigadores han elegido centrarse en la
influencia social (conformidad, obediencia), en el tipo de personalidad (autori-
¤ Editorial UOC 165 Capítulo V. La personalidad autoritaria

taria, tendente a la obediencia, sumisa), o en las actitudes dominantes (por


ejemplo, fuertes prejuicios contra un determinado colectivo, un etnocentrismo
global, una ideología concreta –por ejemplo, fascismo–, etc.). Cualquiera de los
tres factores podrían llevar a una persona a comportamientos dañinos, incluso
sádicos o crueles.
Por tanto, la propia predisposición a discursos potencialmente antidemocrá-
ticos o fascistas viene afectada por diversas influencias: los factores sociales son
relevantes sin duda, como lo es, naturalmente, su propia estructura de persona-
lidad; y también, el tipo y características de las ideologías dominantes y por tan-
to “disponibles” por el individuo en su entorno social. Las posiciones
reduccionistas, a este respecto, difícilmente han conseguido captar la esencia
misma del fenómeno del autoritarismo.
Lo que sí parece claro es que, pese a las controversias, críticas y contracríticas,
el concepto mismo de autoritarismo permanece vivo.
¤ Editorial UOC 166 Psicología de las relaciones de autoridad...

Resumen

El capítulo comienza con una referencia histórica que trata de situar los orí-
genes de las investigaciones sobre el autoritarismo en los avatares que conmo-
cionaron el mundo en las primeras décadas del siglo XX.
A continuación, se hace referencia a las pioneras aportaciones de W. Reich
y E. Fromm, quienes ya anticiparon finos análisis de la psicología de masas del
fascismo así como de los orígenes del autoritarismo en determinadas estructu-
ras socioeconómicas.
Posteriormente, se revisa con detalle la monumental obra del grupo de
Berkeley (Adorno y colaboradores) sobre la personalidad autoritaria. Se detallan
las características psicológicas de la “mentalidad potencialmente antidemocrática
o fascista”, así como las explicaciones ofrecidas por los autores respecto a su
génesis, y el proceso seguido en su elaboración (antisemitismo, etnocentrismo).
A continuación, se analiza el instrumento de medida ofrecido para medir dicho
constructo, la escala F; se comentan sus aspectos críticos y cuestiones mejorables:
validez, sesgo de aquiescencia, su posible contaminación ideológica al medir, de
hecho, sólo autoritarismo de derechas (fascismo), etc.
En un apartado posterior, se revisan las aportaciones de Eysenck y Rokeach,
quienes trataron de ofrecer una alternativa al concepto mismo de autoritarismo
que no estuviera sesgada ideológicamente, y fuera independiente de la dimen-
sión derechas-izquierdas. Se analiza así el constructo mentalidad dura de Ey-
senck, y especialmente el de dogmatismo, de Rokeach, que vendría a ser uno de
los polos de la dimensión mentalidad abierta-mentalidad cerrada, a través de sus
distintas dimensiones.
Se hace referencia luego al debate sobre la viabilidad de un posible autorita-
rismo de izquierdas, lo que vendría sustentado por ciertas evidencias históricas.
Finalmente, se comentan algunas de las más recientes aportaciones sobre el
autoritarismo, comenzando por las de Altemeyer, quien a lo largo de diferentes
¤ Editorial UOC 167 Capítulo V. La personalidad autoritaria

textos ha renovado el interés por el constructo, ofreciendo una conceptualiza-


ción del mismo como un conglomerado actitudinal compuesto por tres de los
elementos iniciales del autoritarismo de Adorno: sumisión autoritaria, conven-
cionalismo y agresividad autoritaria.
Se hace luego referencia a la propuesta de Duckitt, quien entiende el autorita-
rismo desde una perspectiva de identificación grupal, centrado en la concepción
que se tenga de la relación adecuada o normativa entre un grupo y sus miembros.
El capítulo termina con unas consideraciones sobre la perspectiva situacio-
nal e histórica del autoritarismo, en que se analizan cómo la influencia de las
amenazas sociales o económicas podrían generar una mayor receptividad a la
ideología autoritaria, así como las influencias culturales al respecto.
¤ Editorial UOC 169 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Capítulo VI
La modernidad y los usos patológicos del poder:
el holocausto nazi
El comportamiento de los ciudadanos, las víctimas y los verdugos
Florencio Jiménez Burillo

Cuenta Wiesenthal –un superviviente del holocausto– en sus memorias que,


en septiembre de 1944, un cabo de las SS le dijo:

“[...] imagínese que llega a Nueva York y le preguntan: ¿cómo le fue en el campo de
concentración alemán? Ud. sabe lo que ocurrió” –continuó el nazi– “y quiere decirles
la verdad. Pero ellos no lo creerán. Dirán que Ud. está loco e incluso podrían enviarle
a un manicomio.”

En efecto, después de haber leído los estudios y testimonios imprescindi-


bles sobre el nazismo y el holocausto –como después de haber visto esas pelí-
culas sobre el genocidio que luego recordaremos–, la más inmediata respuesta,
antes incluso que la indignación, es la de la incredulidad. Como escribe
Agamben (2002), lo que sucedió durante el régimen nazi parece superar nuestra
capacidad de comprensión, de modo que, si logramos sacudirnos el estupor, no
sin esfuerzo, lo más que podemos hacer es “un comentario perpetuo sobre el
testimonio”. Un comentario que, en nuestro caso, utilizará el lenguaje de las
ciencias sociales con el propósito de intentar alguna explicación de aquel auténtico
infierno, y, si es posible, extraer algunas enseñanzas para que semejante horror
nunca más vuelva a ocurrir.
El genocidio nazi plantea muy grandes desafíos al análisis científico-social.
Desde un punto de vista teórico, es extraordinariamente fácil –y luego vere-
mos algunos ejemplos– incurrir en explicaciones reduccionistas monocausales
que, en sí y por sí msimas, son incapaces de dar cuenta cabal de un evento tan
complejo como el que tratamos. Y desde una perspectiva metodológico-técni-
ca, la investigación del holocausto arroja nuevas dudas sobre la capacidad ex-
¤ Editorial UOC 170 Psicología de las relaciones de autoridad...

plicativa de los modelos científico-sociales positivistas al uso. Si, como se ha


repetido tantas veces, la ética more Auschwitz demonstrata ha derrumbado los
venerables principios éticos de nuestra tradición cultural, no menos razón tie-
nen Kren y Rappoport al afirmar que, tras el genocidio, hay que reconceptua-
lizar la epistemología sociopsicológica y su ingenua, cuando no otra cosa peor,
pretensión “avalorista”. Entre estas explicaciones reduccionistas del holocaus-
to tenemos la psicopatía de Hitler, el mal que anida en cada uno de nosotros,
la desventurada colaboración de la Razón Instrumental con la burocrática di-
visión del trabajo, etc.
Cuando se escribe sobre el horror nazi, es sumamente difícil observar el majes-
tuoso e impersonal precepto spinoziano de tratar los asuntos humanos como si fue-
ran cuestión de líneas, cuerpos y superficies. En relación con esto, es posible que a
lo largo de estas páginas aparezcan a veces calificativos no habituales en los trabajos
de ensayo. Ciertamente, nunca como ante este crimen se cumple aquel dicho laca-
niano de que la palabra siempre mata a la cosa. En verdad y aunque se nos aparez-
can como insuficientes los epítetos adecuados para el comportamiento de los nazis,
una postura epistemológica mínimamente realista obliga a utilizar ciertas palabras
–criminal, asesino, genocida, bestia, espanto, etc.– como las verdaderamente caba-
les para describir lo que pasó en aquel tiempo.

1. La República de Weimar

En su espléndida obra sobre El Tercer Reich publicada en el 2002, Burleigh ha


descrito magistralmente el contexto histórico anterior a la subida de Hitler al
poder, así como las circunstancias que la propiciaron: en el verano de 1914 es-
talla la Primera Guerra Mundial concluida con la derrota de Alemania; el precio:
más de seis mil muertos diarios durante cuatro años y medio. El káiser Guiller-
mo abdica en noviembre de 1918 en tanto el Gobierno se rinde a los aliados. El
fin de la guerra supuso para Alemania la aceptación de unas durísimas cláusulas
que inmediatamente fueron ejecutadas:

– pérdida de todas las colonias,


– separación de Austria,
¤ Editorial UOC 171 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

– desaparición de las academias militares y prácticamente de todo el Ejercito,


– elevadísimas indemnizaciones.

Los alemanes deberían además asumir su exclusiva “culpabilidad” por la


contienda y liberar a los criminales de guerra. Así, se firmó el tratado de Versa-
lles recibido por la nación alemana como una colosal humillación. Por cierto,
que las consecuencias negativas futuras de tal imposición ya fueron sagazmente
pronosticadas por J. M. Keynes, el gran economista británico, presente en las
conversaciones de paz.
En enero de 1919 se funda en Alemania la República de Weimar, atacada desde
ese mismo momento por diversos partidos de derecha e izquierda. Sobrevino en-
tonces un periodo de gran inestabilidad social con varios asesinatos políticos, en-
tre ellos el del ministro de Asuntos Exteriores, un judío llamado Walter Rathenau,
al que la prensa de la derecha llamaba la maldita judía. Ese mismo año se funda el
NSDAP, el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán –al que más tarde se afilió
Hitler– siendo aprobado al año siguiente su programa oficial.
Sube vertiginosamente la inflación, aumenta el desempleo, hay hambre y
abundantes suicidios. El nueve de noviembre de 1923, Hitler –jefe máximo ya
del partido nazi– y un antiguo general, encabezan en Munich una manifesta-
ción de unos dos mil extremistas disuelta violentamente por la policía. Hitler
resulta levemente herido. Como consecuencia de este intento de golpe de Esta-
do, el futuro genocida es juzgado y condenado a cinco años de cárcel de los que
sólo cumplió nueve meses. Es entonces, en 1924, cuando escribe Mi Lucha.
Entre 1924 y 1928 mejora levemente la situación, pero el espectro político
va configurándose en dos bloques: un fuerte partido comunista y un conjunto
de partidos de derecha, en tanto que liberales y socialdemócratas, van perdien-
do representación parlamentaria. Por aquellos años los judíos formaban menos
del 1% de la población (unos 500.000) ocupando destacadas posiciones en pe-
riodismo, arte, banca privada, comercio y grandes almacenes.
La república de Weimar nunca tuvo una existencia estable. Entre 1919 y
1933 hubo 20 gobiernos, algunos de éstos sólo de doce semanas de duración. El
Parlamento estaba gravemente desprestigiado y cundió la opinión de que los
partidos políticos “dividían a la nación”. Como consecuencia de la depresión de
1929, el número de parados en febrero de 1932 superaba realmente los siete mi-
llones y medio, es decir, el 33% de la población activa. Aumentó extraordina-
¤ Editorial UOC 172 Psicología de las relaciones de autoridad...

riamente la delincuencia, la prostitución y el vandalismo. Había enormes colas


en los comedores de beneficencia y la gente vendía sus enseres en las esquinas.
El partido nazi contaba ya con un millón de afiliados, mientras que los partidos
de izquierda eran mirados con desconfianza por una gran parte de la clase obre-
ra, las mujeres y los jóvenes. Entre tanto, había constantes choques violentos
entre las organizaciones paramilitares de los nazis –las SA– y de los comunistas.
La “cuestión judía”, es importante advertirlo, no se planteaba aún, sin embargo
existían ya fuertes corrientes de opinión antisemita.
Las clases medias urbanas y el campesinado rural, empobrecidos, estaban
atemorizados con los comunistas y progresivamente fueron añorando un “líder
fuerte” que les diera seguridad. Ya por entonces, el partido nazi comenzó a ha-
blar de orden, raza, nacionalismo, ofreciendo recetas para acabar con el paro.
Hitler proclamaba que el suyo no era un partido como el resto, sino un “movi-
miento” incontenible, que traería de nuevo el bienestar y restauraría la grandeza
alemana. En medio de una enorme tensión social y política, en las elecciones
generales de julio de 1932, Hitler obtiene un 37% de los votos y 230 escaños
(sólo cuatro años antes había obtenido el 2% sin representación parlamentaria).
Continuó la inestabilidad social con el partido nazi en la oposición. En no-
viembre de ese año, se celebran otras elecciones en las que Hitler pierde dos mi-
llones de votos pasando a 196 escaños. Pese a todo lo cual y tras sucesivas
maniobras y conversaciones con los partidos de derechas, en enero de 1933, Hi-
tler es nombrado canciller de Alemania. En los comicios de marzo los nazis ob-
tienen un 52% de los votos, con 340 escaños, aunque lejos de la mayoría de los
dos tercios necesarios para cambiar la Constitución. Una Constitución que por
otra parte ya era “papel mojado”.
A partir de ese momento, y de forma vertiginosa, Hitler comienza a promul-
gar leyes y decretos en virtud de los cuales se ponía fuera de la ley a los partidos
políticos, se aplicaba la pena de muerte con carácter retroactivo y se confinaban
en los primeros campos de concentración a más de 100.000 presos políticos. Se
aprobaron leyes autorizando la eugenesia para los enfermos mentales y los de-
lincuentes sexuales. En un discurso pronunciado en 1936, Himmler, ante una
audiencia de juristas, expresó paladinamente la situación del Derecho con los
nazis en el poder: “Para mí, es completamente indiferente el que una norma le-
gal pueda oponerse a nuestras acciones” (Burleigh, 2002, p. 225).
¤ Editorial UOC 173 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

2. La tradición antisemita occidental

Como escribe Goldhagen (1902, p. 45), durante los últimos dos mil años:

“[...] los judíos han sido el grupo que más ha concitado los prejuicios profundos de
un conjunto más numeroso de personas. El antisemitismo, la más resistente y pon-
zoñosa de las malas hierbas, ha florecido en todos los entornos, sobreviviendo a épo-
cas históricas, superando las fronteras nacionales, los sistemas políticos y las formas
de producción.”

Por otra parte, como más adelante se verá, el prejuicio antisemita fue segura-
mente el más profundo y duradero sentimiento que tuvo Hitler toda su vida.
Hasta tal punto, que hay autores que, de modo inaceptable, reducen “causal-
mente” el holocausto a esta creencia básica del genocida.
En efecto, como afirma Goldhagen, la actitud antijudía es ya evidente en los
textos del Nuevo Testamento. La crucifixión de Jesucristo planteó graves con-
tradicciones a la doctrina cristiana: la negación de la divinidad de Jesús deter-
minaba que, o bien los judíos eran unos deicidas, y por tanto acreedores de
gravísimas penas si no se convertían, o bien, si tenían razón, la doctrina cristia-
na era claramente errónea. De modo que, con la Iglesia Católica ya triunfante
desde el siglo IV, los padres de la Iglesia iniciaron la vieja letanía de estereotipos
que la ha acompañado desde entonces: enemigos de la Fe, asesinos de profetas,
corruptos, lujuriosos, etc.
En el año 1096, en la primera Cruzada, se llevó a cabo la masacre de Jerusalén
en medio de terribles rumores: los judíos necesitaban sangre de niños para ela-
borar el pan ázimo de la Pascua Judía. Y no sólo eso: la raza maldita envenenaba
los pozos de agua provocando así la peste negra (Wistrich, 2002, p. 41 y ss.). La
Iglesia Católica, por cierto, no fue la única en demonizar a los judíos. El propio
Lutero, en 1543, publicó un escrito titulado “Sobre los judíos y sus mentiras” en
el que los calificaba de pueblo maldito, a la vez que exhortaba a los príncipes ale-
manes a quemar sus sinagogas, prohibir la enseñanza a los rabinos y expropiar-
los como habían hecho en Francia, Bohemia y España.
La Revolución francesa supuso una cierta atenuación del movimiento antise-
mita, al menos en los estamentos “ilustrados”. No obstante, como observa Carl
Amery (2002), nunca se desvaneció la sospecha hacia los “conversos”. Sin embar-
go, al ser indemostrable la autenticidad de su conversión al cristianismo, surgió
¤ Editorial UOC 174 Psicología de las relaciones de autoridad...

la espantosa consigna de la limpieza de sangre, utilizada por los nazis más tarde
para demostrar la “pureza aria” de los alemanes sospechosos de contaminación
judía. No pasó mucho tiempo sin que resurgiera vigorosamente el antisemitismo.
En 1916, Jacob Friedich Fries publica un ensayo titulado “Sobre el peligro que co-
rre la prosperidad y el carácter de los alemanes a causa de los judíos”. De nuevo,
aparecían en éste los antiguos clichés mentales junto a otros nuevos, como su
oculta intención, en tanto “grupo político” ellos mismos, de dominar a la nación
alemana. De modo que, en pleno siglo XIX, el entonces vigente modelo cultural
alemán sobre los judíos incorporaba como creencias fundamentales que los ju-
díos, biológicamente, eran diferentes a los alemanes, que eran algo extraño a la
nación y todo mal que sobreviniera a Alemania era culpa de ellos.
En 1879, un periodista, Wilhem Marr, acuñó el término antisemitismo para
designar la forma “moderna” de odio al judaísmo como modalidad diferente al
antiguo odio cristiano. Y desde luego el tal Marr constataba que los judíos “ya”
se habían apoderado del país. Pero el periodista no estaba solo: predicadores
protestantes como Adolf Stoecker –fundador del Partido Socialcristiano– e his-
toriadores como Von Triestschke escribían, por ejemplo, que “los judíos son
nuestra desgracia”. Digno de mención particular es Th. Fritsch, autor de un
Manual sobre la cuestión judía. La razón es que el propio Hitler leyó este tratado
–cuarenta ediciones– en Viena antes de 1914. Y de allí tomó, sin duda, ideas
–luego plasmadas en leyes– que luego repetirá una y otra vez en sus discursos;
por ejemplo, que los arios no debían mantener relaciones comerciales ni socia-
les con los judíos, ni mucho menos relaciones sexuales (Wistrich, 2002, p. 50).
También la paranoica creencia de que los alemanes pueden estar afectados
por la contaminación judía estará constantemente presente en los discursos
y escritos de Hitler.
Durante el último tercio del siglo XIX, en suma, el antisemitismo estaba pro-
fundamente arraigado en Alemania y era compartido prácticamente por todos los
grupos sociales, desde el campesinado hasta los catedráticos de la Universidad.
Entre 1879 y 1900, según Goldhagen, aparecieron 1.200 publicaciones sobre el
“problema judío” (un problema generado, recordemos, ¡por el 1% de la población
total!). El contenido de tales publicaciones insiste –a veces inventándolas– en las
viejas acusaciones: los judíos socavan la sociedad, corrompen las costumbres, son
parásitos improductivos que chupan la sangre alemana y –contradictoriamente–
son poderosos y controlan la riqueza del país. Y junto a los estereotipos se men-
¤ Editorial UOC 175 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

cionan medidas discriminatorias que van más allá de la anterior “exclusión”: se


pide ahora la “expulsión” como “cuerpo maligno extraño”. El siguiente paso,
como luego se verá, no podía ser otro que la “extirpación”.
La revolución bolchevique, teóricamente, significó un cierto avance en la libe-
ración para el colectivo judío, pero entre 1918 y 1923 hay en Rusia y Ucrania más
de cien mil víctimas judías. En noviembre de ese mismo año el ministro de Asun-
tos Exteriores de Gran Bretaña, lord Balfour, en su célebre “Declaración” apoya la
creación de un estado nacional judío en Palestina. En 1948, al fin, se creó el Esta-
do de Israel. Lo que ha venido después es de todo el mundo conocido, desde la
guerra de los Seis Días hasta las barbaridades del Gobierno de Sharon.
El siglo XIX, como es bien sabido, es el siglo de Darwin y de Mendel. Ambos
establecieron las bases de la biología moderna, y sus colosales aportaciones de
fondo al conocimiento de la naturaleza humana están fuera de discusión. Pero
lo que ahora es menester poner de relieve es cómo sus ideas fueron manipuladas
para ponerlas al servicio de los prejuicios antisemitas que estamos examinando.
Tal manipulación se llevó a cabo mediante la noción de raza.

2.1. El racismo moderno

Como se acaba de ver, la continuidad y persistencia del prejuicio antisemita


durante sus dos mil años de existencia habían sido elaboradas en un nivel es-
trictamente actitudinal, es decir, se trataba de estereotipos negativos, odios pro-
fundos y eventuales conductas discriminatorias y aun asesinas. Pero todo el
caso discurría en un ámbito ideológico, superestructural cabría decir, carente de
sólido apoyo material. Pues bien, esa firme base, hasta entonces no descubierta,
la halló el antisemitismo en el concepto “científico” de raza.
Tras el descubrimiento de América, los “civilizados” europeos se encontraron
con un Nuevo Mundo poblado de “salvajes” sobre cuya humanidad surgieron muy
serias dudas: ¿estaban hechos, verdaderamente, a imagen y semejanza de Dios?,
¿tenían alma?, ¿eran racionales? (Smedley, 2002). Su misma apariencia física desa-
fiaba a los textos bíblicos respecto a la unidad de origen de la Humanidad. De modo
que Paracelso –eminente catedrático suizo de Medicina–, en 1520, sentenció que
aquellas gentes eran los descendientes de unos seres producidos por un acto sepa-
¤ Editorial UOC 176 Psicología de las relaciones de autoridad...

rado de creación. En definitiva, ellos no eran hijos de Adán y Eva. Pero tal origen
cuestionaba más aún su cabal “humanidad”. Así que el Papa Pablo III, en 1537,
tuvo que cancelar toda polémica decretando que los recién descubiertos eran hu-
manos y por tanto capaces de ser convertidos a la verdadera religión.
El pensamiento moderno, no obstante, contempló las evidentes diferencias
entre los humanos como uno de los asuntos más merecedores de investigación.
Diferencias físicas que fueron teorizadas luego, a otro nivel, en términos de
“desigualdades” morales, políticas y culturales. Y decimos a otro nivel porque
debería ser obvio que las “diferencias naturales” (físicas) entre los individuos en
modo alguno pueden legitimar las desigualdades (políticas) entre ellos. La Ilus-
tración sostuvo como creencia fundamental la unidad de la especie humana y,
desde luego, su identidad en los procesos psicológicos básicos y su común y uni-
versal capacidad de aprendizaje. Dentro de la Ilustración hay algunas lamenta-
bles excepciones, como la del insigne Hume, que calificó a los negros como
traidores, vengativos, sucios, ladrones y corruptos.
Sin embargo, tan universal e ilustrada creencia fue desvaneciéndose a medi-
da que se afianzaban los proyectos colonizadores –esclavistas– de las poderosas
naciones civilizadas. De tal modo que en el siglo XIX se acentuó el estudio de las
“diferencias humanas” a la vez que iba adquiriendo un auge extraordinario la
nueva noción, ya “científica” de raza. Noción ésta, que desde sus mismos oríge-
nes, denotaba no sólo las patentes diferencias morfológicas individuales sino,
más profundamente, unas diferencias intelectuales y morales –ambas– que in-
capacitaban a esos grupos raciales para toda empresa civilizatoria y, por tanto,
justificaban su “desigual” posición en el seno de las sociedades.
Durante el siglo XVIII hubo numerosos estudios científicos sobre las razas que
incluían diversas tipologías, generalmente atendiendo a criterios geográficos. Al
fin y al cabo, las diferencias en rasgos físicos se debían a factores “externos”,
como por ejemplo el clima. Eminentes tratadistas como Bufón, Hunter, Blu-
menbach, postularon distintas clasificaciones de las razas insistiendo en la difi-
cultad de establecer límites entre ellas. Lamentablemente, con el tiempo hubo
un deslizamiento desde el énfasis en lo “ambiental” a la fundamentación de las
diferencias en lo “biológico”.
A fines del siglo pasado, la explotación del algodón aumentó enormemente el
comercio de esclavos. Era pues necesario “justificar” la creciente institucionaliza-
ción de la esclavitud y la nueva ciencia biológica emergente suministró los argu-
¤ Editorial UOC 177 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

mentos, oficiando abiertamente como cobertura ideológica. Y de ese modo,


reconocidas eminencias científicas, como Samuel Morton –fundador de la crano-
metría– o Louis Agassiz –un profesor de Harvard defensor del poligenismo– de-
mostraron al mundo cosas como éstas: que el tamaño del cerebro correlacionaba
positivamente con la inteligencia. Siendo así que los negros tienen cráneos más
pequeños que los de los blancos, la conclusión acerca de su inferioridad intelec-
tual era irrefutable; o que hubo diferentes razas creadas en geografías diferentes o
que en modo alguno cabe mezclar unas con otras, pues nacerían hijos no fértiles
como los mulos. Hay que precisar, que tales lumbreras no iban contra el espíritu
de su tiempo. Sus libros alcanzaron una extraordinaria difusión, siendo comenta-
dos favorablemente en círculos académicos, en revistas y periódicos.
Las teorías de Darwin reforzaron las tesis racistas y el darwinismo social. En
las universidades europeas y americanas se fueron consolidando disciplinas
como la Antropología Física, la Cranometría, etc., todas ellas concordando en
la natural superioridad de unas razas sobre otras y, por lo tanto, su consiguien-
te natural subordinación en la estructura de poder de la sociedad. Como es
bien conocido, un primo de Darwin, Francis Galton, desempeñó un papel
muy importante en aquellos tiempos. Convencido racista, argumentó ardoro-
samente sobre la “desigualdad natural” entre las clases sociales y la superiori-
dad de la raza anglosajona sobre el resto de los humanos. Fue también
fervoroso defensor de la eugenesia –él no tuvo hijos– permitiendo el empare-
jamiento sexual en matrimonio sólo de los más adaptados. Los inferiores, en
cambio, debían ser esterilizados o, en cualquier caso, debería serles prohibida
su reproducción.
La historia del racismo científico no acabó en el siglo XIX, pero no es posible
detenerse en más pormenores. Recordemos tan sólo el manipulador uso por par-
te de la Psicología norteamericana de los tests de inteligencia de Binet al servicio
de intereses ideológicos. El francés no se pronunció sobre la transmisión here-
ditaria de la inteligencia, pero psicólogos norteamericanos tan famosos como
Yerkes, Brigham, Thorndike y Hall defendieron tesis racistas a la vez que se pro-
nunciaron a favor de la eugenesia (Voestermans y Jansz, 2004); sus ideas fueron
plasmadas en distintas leyes, autorizando medidas de esterilización en los ma-
nicomios. De hecho, Francis Galton fundó un laboratorio de eugenesia en Lon-
dres con su amigo K. Pearson, el conocido matemático, que luego ocupó una
cátedra de Eugenesia subvencionada por Galton. Éste, justo es reconocerlo, fue
¤ Editorial UOC 178 Psicología de las relaciones de autoridad...

reputado como un gran científico no sólo en Inglaterra, sino también en Francia


y en Estados Unidos.
Por lo demás, todo este caudaloso programa de investigación continúa gene-
rando polémica en nuestros días; como ejemplo ilustrativo, recuérdese el enor-
me debate generado tras la publicación en 1994 del libro The bell curve por R.
Herrstein y Ch. Murria. Los autores, en la línea ya establecida por Burt, Jensen,
Eysenck, etc., sostienen el amplio carácter hereditario del cociente de inteligen-
cia, así como su relación positiva con determinados índices de éxito socioeco-
nómico. El voluminoso texto se adentra en controvertidos ámbitos de política
educativa y social que levantaron agrias discusiones en USA y en cuyos detalles
no es posible entrar ahora.
Todo lo anterior, en suma, nos ha mostrado cómo el racismo y las medidas
eugenésicas no fueron algo privativo del racismo, sino que eran creencias gene-
ralizadas en los países avanzados, aunque, por supuesto, en ningún sitio se uti-
lizaron de modo tan criminal como en Alemania.

2.2. Racismo y antisemitismo en Alemania

Años antes de que Hitler alcanzara el poder en 1933, en algunas naciones oc-
cidentales se extendió la creencia de que había determinados grupos en la socie-
dad –alcohólicos, criminales, deficientes mentales, etc.– cuya reproducción y
consiguiente descendencia iría debilitando poco a poco al país. Tenían, como
diríamos hoy, genes defectuosos, y la medicina y los programas de asistencia so-
cial perpetuaban la indeseable reproducción de esos individuos actuando como
antídotos del proceso de selección natural.
Tras concluir la Primera Guerra Mundial, el doctor alemán Heinz Potthof,
miembro de la Asociación Liberal Progresista (sic) decía: “[...] hay que gastar di-
nero en ayudar a las personas sanas y no en lisiados e idiotas improductivos”. Y
en 1920, un libro titulado Permiso para la destrucción de vida indigna de vida, es-
crito por un eminente jurista, K. Binding y un psiquiatra, A. Hoche, ensalzaba
la costumbre espartana de matar a niños débiles o enfermizos. Durante los años
siguientes continuaron apareciendo obras cuyos títulos, por sí mismos, ahorran
todo comentario: Ciencia racial de los alemanes o Ciencia racial de los judíos, o este
¤ Editorial UOC 179 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

otro: La naturaleza criminal de los judíos, en el que, paladinamente, se pedía su


exterminación (Burleigh, 2002, p. 397 y ss.).
Las leyes sobre esterilización aprobadas en 1933 dejaron vía libre a la interven-
ción de los equipos de psicólogos y médicos. Hitler había dicho que “[...] por en-
cima del derecho a la libertad personal está siempre el deber de preservar la raza”.
En un espeluznante artículo, García Marcos (2002) ha documentado algunos por-
menores del plan nazi sobre la eutanasia. Hacia 1993, había en Alemania unos
340.000 enfermos ingresados en hospitales psiquiátricos. En el partido nazi mili-
taba el 45% de los médicos alemanes y a ellos les correspondió el “saneamiento”
de la sociedad alemana con medidas de higiene racial. Existían “casas de mater-
nidad” en donde jóvenes alemanas racialmente puras eran fecundadas por miem-
bros de la elitista SS. Pero lo más grave ocurrió a partir del decreto de septiembre
de 1939, en el que se autorizaba el exterminio de los enfermos mentales ingresa-
dos en los manicomios. Eran los médicos quienes, según criterios “humanita-
rios”, producirían “[...] una muerte de gracia a todos aquellos enfermos incurables
una vez valorado su estado de enfermedad” (García Marcos, 2002, p. 72). Miles de
enfermos fueron asesinados bajo la supervisión de tres psiquiatras del Ministerio
del Interior del que dependían los manicomios. Goebbels, el ministro de Propa-
ganda, anotó en sus diarios el 31 de enero de 1941: “[...] ya han muerto 80.000;
todavía deben morir 60.000 más”. El procedimiento solía ser una cámara de gas
con duchas colectivas pasando después los cadáveres a hornos crematorios. Era
un ensayo general, como escribe García Marcos, de la Solución Final del problema
judío. A los familiares, en una carta de pésame, se les informaba que habían falle-
cido por una causa inventada y que habían sido incinerados por razones de higie-
ne. Tras una enérgica denuncia pública de estos hechos por parte del obispo Von
Galen, se suspendieron los asesinatos, trasladando, eso sí, toda la “experiencia” a
los campos de exterminio.

3. La figura de Hitler y Mi Lucha

Se ha escrito que, después de Jesucristo, ningún personaje histórico ha reci-


bido tantos estudios biográficos como Hitler; biografías de muy desigual valor,
naturalmente. Pues las hay muy recomendables –las de Bullock (1984), Fest
¤ Editorial UOC 180 Psicología de las relaciones de autoridad...

(1973 y 2003) y Kershaw (1999, 2000)– en tanto otras, por decirlo suavemente,
son excesivamente especulativas.
Ha sido en el ámbito de la Psicohistoria –un decepcionante intento de unir
Psicoanálisis e Historia– donde se han arriesgado los análisis más extravagantes.
Al cabo, no sólo la vesánica conducta de Hitler, sino todo el sangriento episodio
nazi se explicarían a través de las vicisitudes “edípicas” del genocida (Waite), del
contagio de sífilis por una prostituta vienesa –naturalmente judía– (Hayden), de
su reprimido impulso de asesinar a “una madre fálica” (sic) (Brosse), de una con-
génita necrofilia acompañada de impulsos sadomasoquistas (Fromm) o una ho-
mosexualidad reprimida (Machtau). El diagnóstico de otros es rotundamente
psicopatológico, y aunque varía la etiqueta nosológica, hay un acuerdo en que el
síndrome que mejor le cuadraría es el de esquizofrénico paranoico (Scharffenberg).
Leyendo todo esto, lo verdaderamente asombroso es cómo un personaje así
pudo llegar a donde llegó. Desde luego, es innegable que una gran mayoría de
alemanes le apoyó, incluso le veneró y que su despotismo se asentaba más en
su popularidad que en el terror. Era un gran orador –él mismo se autocomplacía
en reconocerlo–, ferozmente racista, con una memoria colosal y carecía de toda
idea civilizatoria (Fest, 2003, p. 195).

3.1. Vida de Hitler

Nacido en Austria en 1889, hijo de un funcionario –Hitler abominó después


de ellos–, a los 18 años se instaló en Viena holgazaneando sin hacer nada con-
creto tras su frustrado intento de estudiar en la Academia de Bellas Artes. Mal-
vivía de una pensión de orfandad pernoctando ocasionalmente en instituciones
municipales de beneficencia. A veces, lograba vender sus cuadros a través de ju-
díos a los que por entonces parecía no odiar. Se ignora cuáles eran sus lecturas,
aunque sí que sabemos que adoraba a Wagner –un declarado antisemita. En
1913, con 24 años, se traslada a Munich, donde siguió viviendo pobremente
hasta que se alistó como voluntario para combatir en la Primera Guerra Mun-
dial. Allí llegó a cabo del ejército y fue condecorado con la Cruz de Hierro al va-
lor personal.
¤ Editorial UOC 181 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Regresa a Munich y en un curso del ejército maravilla a los mandos con su ora-
toria. Ingresa en un llamado Partido Alemán de Trabajadores, cuyas reuniones se
celebraban en una cervecería de esa ciudad y que, a partir de 1920, se denominó
Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), con 2.000 afilia-
dos. Ya jefe del partido nazi, crea las SA, un grupo de militantes especialmente
violentos con quienes en 1923 intenta derrocar a la República de Weimar. Juzga-
do y condenado en febrero de 1924, sale en libertad nueve meses más tarde, según
se vió en páginas anteriores.
Por entonces ya funcionaba un segundo grupo paramilitar, las SS, un cuerpo
de elite cuyos miembros tenían mayoritariamente una calificación universitaria.
El partido nazi desarrolló una incesante actividad proselitista en las fábricas, en-
tre los campesinos. En 1931, los estudiantes nazis controlaban los sindicatos de
la universidad alemana (Burleigh, 2001, p. 140). En este periodo, el partido nazi
incluso llegó a editar folletos de propaganda en braille para conseguir votos
entre los ciegos.
Tras conquistar el poder en 1933, Hitler impone una implacable dictadura
entre constantes muestras de adhesión de la gran mayoría de los alemanes. Se
lanza a la guerra y es derrotado. Durante las últimas semanas antes del final de
la contienda era una “ruina humana farfullante” a quien nadie obedecía. Antes
de suicidarse, el 29 de abril de 1945, expulsó del Partido a Goering y Himmler.
En su testamento, este criminal todavía instaba a los dirigentes de la nación “a
cumplir escrupulosamente las leyes de la raza y a oponerse implacablemente al
envenenador universal de todos los pueblos, la judeidad internacional”. Pero
nada más instructivo para calibrar la estatura intelectual y moral del genocida
que recordar brevemente algunas de sus ideas, por llamarlas de alguna manera,
tal y como las expuso en su panfleto titulado Mi Lucha.

3.2. Mi Lucha (Mein Kampf)

Escrito tras su detención y condena en 1924, el libro se publicó en 1927. Diez


años después se habían vendido 2.290.000 ejemplares. Ante todo, hay que decir
que así como hay “genes” defectuosos responsables de graves enfermedades, de ese
mismo modo existen ideas y creencias –los “memes” de Dawkins– esencialmente
¤ Editorial UOC 182 Psicología de las relaciones de autoridad...

malignas. Mi Lucha es un “meme” letal. Realmente no podía ser otra cosa siendo
su autor alguien que fue un desastre para la humanidad. De esta obra escribió el
citado Fest, uno de sus mejores biógrafos, que emana “[...] un hedor mohoso de
estrechez espiritual y caracteriológica”. Es en verdad sorprendente, hay que insis-
tir, cómo el autor de un engendro así llegara a mandar –por medios democráticos–
en una de las naciones intelectualmente más sobresalientes del mundo.
El estilo del panfleto es insufriblemente autocomplaciente. Por sus páginas
circulan ideas que moverían a risa si no fuera por las ruinosas consecuencias que
tuvieron. En el prefacio, establece Hitler el objetivo de su libro: explicar los pro-
pósitos y desarrollo del “movimiento” –no del partido– nazi y “retratarme a mí
mismo”. La audiencia a la que va dirigido está constituida por fieles ya conven-
cidos: no los extraños, escribe, sino los partidarios del movimiento que “perte-
necen a él de corazón”. En las notas autobiográficas nos informa, por ejemplo,
de que siempre odió hacerse funcionario y de que, ya adolescente, se hizo na-
cionalista y “comprendió la historia en su sentido verdadero” (Hitler, s.f., p. 10)
y otras muchas cosas que no es posible detallar.
Ya metido en impartir doctrina, subraya la decisiva importancia de la propa-
ganda política para inmediatamente enunciar las leyes por las que se rige: la pri-
mera dice –léase bien– que el nivel intelectual del mensaje debe adaptarse a la
capacidad “del menos inteligente de los individuos” a quienes se dirija. Por con-
siguiente –segunda ley– el nivel será “tanto menor, cuanto mayor la muche-
dumbre que deba conquistar”. Además, bajo la evidente influencia de su
inspirador Gustavo Le Bon, a quien plagia, pero no cita –la multitud es femeni-
na, está gobernada por sentimientos y no por razones, etc.–, el genocida asegura
que la propaganda eficaz presenta sus mensajes “en forma de gritos de comba-
te”, que la multitud “ama o aborrece” sin medias tintas y que –dada su irreme-
diable oligofrenia– es necesario repetir persistentemente tales gritos de combate
(pp. 65-69). Como se advierte, el jefe no tenía una opinión muy elevada acerca
de la capacidad intelectual de las masas alemanas.
A medida que se va leyendo el contenido del texto nunca desaparecen la me-
diocridad y el disparate. He aquí algunos ejemplos: en el capítulo dedicado al
racismo escribe que sólo la raza aria ha sido la fundadora de la cultura (p. 101)
y que para ello fue necesaria la existencia de esclavos; añadiendo que la “única
y exclusiva” (sic) razón del hundimiento de las antiguas civilizaciones fue “la
mezcla de sangre y el menoscabo del nivel racial que le es inherente” (p. 103).
¤ Editorial UOC 183 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Dentro de este capítulo, este genio de la Filosofía de la Historia no oculta sus ac-
titudes hacia los judíos: “el antípoda del ario es el judío y el judío siempre fue
un parásito en el cuerpo de otras naciones”. En el apartado ridículamente titu-
lado “Teoría del mundo y del partido” advierte del peligro marxista y descalifica
los programas de los partidos políticos por fundarse en “ruines ideas”.
Por lo que respecta al Estado, afirma que necesita de una “raza dotada de ca-
pacidad para la civilización”; la raza aria, naturalmente. La función primordial
del Estado es la de “engendrar una humanidad superior” y para ello es necesario
adoptar enérgicas medidas, como por ejemplo formar un nuevo “organismo vi-
viente” en el que ya no estarán los funcionarios –evidentemente los aborrecía.
Además, sigue diciendo, será menester regenerar la raza impidiendo los matri-
monios de los arios con las razas impuras y la reproducción “de cualquier co-
rrompido o degenerado”. Obsérvese que no hay lugar para las ambigüedades,
porque los alemanes pudieron, además de lo anterior, leer lo siguiente:

“[...] el Estado Nacional debe conceder a la raza el principal papel en la vida general
de la Nación y velar porque ella se conserve pura” ( p. 135).

En Educación, el jerarca nazi también tenía ideas sumamente claras: ante todo
el objetivo de aquélla será “la formación de cuerpos enteramente sanos” y des-
pués ya vendría “el desarrollo de la capacidad mental”. En las escuelas, habrá una
hora diaria al menos de ejercicio físico y el boxeo (sic) como asignatura obligato-
ria (p. 138). Hitler no olvida a las mujeres: su educación también dará prioridad
al cuerpo, después al desarrollo del carácter, “viniendo en último término el cul-
tivo de la inteligencia”. Pero, ante todo, advierte este “feminista” que el fin abso-
luto de la educación femenina será “formar futuras madres de familia” (p. 140).
Hasta aquí, pues, unos pocos ejemplos del nivel intelectual –y moral– del ge-
nocida. Ciertamente, algo muy complejo tuvo que ocurrir para que un personaje
así fuera aclamado por los alemanes. Lo que pasó a partir de 1933 es suficiente-
mente conocido: con un control absoluto del aparato del Estado –y la complici-
dad de millones de alemanes corrientes– instauró una despiadada dictadura,
promulgando leyes encaminadas a la muerte civil, primero, y a partir de 1941, fí-
sica, de seis millones de personas, la gran mayoría judíos. Los campos de extermi-
nio con sus cámaras de gas y hornos crematorios humeantes día y noche,
constituyen el símbolo supremo del infierno desencadenado por el asesino nazi.
¤ Editorial UOC 184 Psicología de las relaciones de autoridad...

3.3. El cine y el régimen nazi

Si, como suele decirse, una imagen vale más que mil palabras, es indudable
que algunas películas sobre el régimen de Hitler y sobre su personaje, si no sus-
tituyen, ciertamente complementan nuestros conocimientos librescos acerca de
su abominable proyecto: son dos formas de conocimiento, dos juegos de len-
guaje, que en modo alguno cabe contraponer. Los propios nazis utilizaron el
cine como un formidable instrumento de propaganda.

Leni Riefenstahl

En septiembre del 2003 murió, a los 101 años, Leni Riefenstahl, una extraordinaria
directora de documentales y películas exaltadora del nazismo. Mimada por Göebbels
y, según cuentan, cortejada por el mismísimo Hitler, filmó entre otras cosas, El Triun-
fo de la Voluntad (1935) y un antológico documental (1938) sobre las Olimpiadas ce-
lebradas en Berlín en 1936, con 30 cámaras, 16 operadores y 4 equipos de sonido. De
ella dijo Buñuel que sus películas eran ideológicamente repugnantes, pero que esta-
ban fantásticamente bien hechas. Tras la guerra, como tantos otros compatriotas,
Leni afirmó que era “apolítica”, y que nada supo de los crímenes cometidos, aunque
lamentó haberse cruzado en su vida con el genocida. Fue finalmente absuelta de to-
das las acusaciones en 1952.

Por lo demás, en la historia del cine, desde 1939, son ya imprescindibles un


conjunto de películas sobre el régimen nazi, que deberían ser vistas y debatidas
por todo el mundo, particularmente por los jóvenes. Recordemos, por mencionar
algunos ejemplos, El Gran Dictador, estrenada con éxito clamoroso en 1940, coin-
cidiendo con la entrada del ejército nazi en París. Y cómo olvidar, Casablanca,
Romeo, Julieta y las tinieblas, El Puente, Ser o no ser, El Extraño o Vencedores y vencidos.
Y desde luego, Shoah de Claude Lanzmann –guión publicado de esta imprescin-
dible película en Arena Libros, Madrid, 2003– cuyo rodaje duró 11 años y la pe-
lícula 9 horas; o los recientes éxitos de Conspiracy sobre la Conferencia de
Wansee, La Vida es bella, La Zona Gris, La lista de Schlinder, Amén, o El Pianista.
Es recomendable la lectura del libro La memoria de los campos: el cine y los
campos de concentración nazi (Valencia: Ed. de la Mirada, 1999). En esta obra, va-
rios autores plantean inteligentes preguntas acerca del significado mismo de las
películas sobre el horror nazi, así como un excelente análisis del juego palabra/
imagen en diversos filmes sobre el holocausto.
¤ Editorial UOC 185 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

4. Los campos de concentración nazis

Tiene razón Goldhagen: el campo de concentración fue la institución para-


digmática del horror nazi, de la destrucción, de la muerte. El campo, entiéndase
bien, en modo alguno puede asimilarse a una cárcel. En los campos nazis no
existían restricciones legales. El llamado imperio de la ley, ya de por sí totalmente
arbitrario en el régimen hitleriano, se detenía justamente a las puertas de aque-
llos infiernos. Fue un diabólico invento de los nazis puesto en funcionamiento
a los pocos meses de alcanzar el poder.
Con motivo del incendio del Reichstag, se construyeron los primeros campos
para encerrar a los 2.500 comunistas, sindicalistas y socialdemócratas detenidos. En
muchas ocasiones eran adaptaciones de antiguos edificios como asilos o fábricas
abandonadas, como fue el de Dachau, en las afueras de Munich. Allí precisamente
llegó en el verano de 1933, recién inaugurado, el siniestro Teodoro Eicke, un ex pa-
ciente de un psiquiátrico, cuyo certificado de su supuesta recuperada salud mental
iba firmado por Werner Hiede, el futuro organizador del Programa Nacional de Eu-
tanasia. Dachau, bajo el mando de Eicke, funcionó a modo de “academia de terror”
para futuros comandantes de otros campos (Burleigh, p. 233).
El citado Goldhagen ha insistido en la peculiar naturaleza de los campos de
concentración como un “sistema” que funcionaba según sus propias regulacio-
nes; “era otro planeta” con las siguientes funciones y características:

1) Asesinar y castigar a los enemigos del régimen: comunistas, gitanos, ho-


mosexuales, eslavos, judíos, etc.
2) En los campos imperaba la voluntad del amo sin ningún límite. La cruel-
dad de los verdugos alcanzaba a todos los grupos aunque con diferentes grada-
ciones: atroz con los judíos y gitanos, un punto menor respecto a eslavos (rusos,
polacos...) y algo mejor con europeos occidentales y meridionales.
3) Como en el célebre experimento de Zimbardo en la “prisión” de la Uni-
versidad de Standford, las víctimas eran sometidas ante todo a un implacable
proceso de “desindividualización”: cabellos rapados, el mismo uniforme, pérdi-
da de cualquier señal identitaria. En Auschwitz no había nombre, sólo un nú-
mero tatuado en la piel. Tan amorfo colectivo era diabólicamente convertido así
¤ Editorial UOC 186 Psicología de las relaciones de autoridad...

en una masa de infrahumanos; y que por tanto no merecía ser tratada con hu-
manidad, confirmando de este modo la “profecía autocumplida”.
4) Los campos fueron el espacio más adecuado para llevar a cabo esa “trans-
mutación de los valores” –de inspiración nietzscheana– que el nazismo proyec-
tó en su delirante empresa. Porque en los campos se intentó forjar el “nuevo
orden social nazi” contrario a los anteriores valores culturales de Occidente.
Aún más: Goldhagen acierta cuando califica tal proyecto como “destructor” de
la civilización.

De esta suerte, los campos fueron una institución “revolucionaria” en donde


los antiguos ideales morales cristianos e ilustrados sencillamente desaparecie-
ron. El racismo nazi instauró allí normativamente, no incidentalmente, el odio
y la crueldad para con los “seres inferiores” y la jubilosa exaltación de su sufri-
miento. Fue, hay que repetirlo, la violenta negación de los valores básicos de la
civilización europea (Goldhagen, 1997, p. 599 y ss.).
Así las cosas, carece de importancia la distinción que suele hacerse entre los
campos según fueran de exterminio –Chelmno, Belzec, Sobibor, Treblinka–,
de exterminio y concentración –Auschwitz-Birkenau, Majdanek–, de concen-
tración –Mauthausen, Dachau, Buchenwald– de tránsito para otros campos –
Werterbork– o campos “modelo” para exhibición pública propagandística –una
veintena en diversos territorios: en todos ellos, aunque no hubiera cámaras de
gas, murieron miles de prisioneros por enfermedad, malos tratos, fusilados o, sen-
cillamente, de hambre.

4.1. Las deportaciones

Como antes quedó dicho, los campos de concentración fueron creados casi
inmediatamente a la subida de Hitler al poder para encerrar a los enemigos po-
líticos del régimen nazi. Fue, sin embargo, ya bien comenzada la guerra cuando
empezaron a construirse decenas de grandes campos de trabajo y exterminio,
sobre todo en Europa oriental: entre 1941 y 1942 se crearon, por ejemplo, en
Polonia, Treblinka, Sobibor, Auschwitz y Majdanek. El infernal proceso comen-
zaba con las deportaciones.
¤ Editorial UOC 187 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Centenares de miles de víctimas fueros trasladados en trenes, como anima-


les, en esos años. Con anterioridad, el jefe local de la Gestapo recibía instruccio-
nes respecto al número de deportados y fecha de salida de los convoyes. Los
líderes de las respectivas comunidades judías solían comunicar a los desventu-
rados incluidos en las listas las instrucciones respecto al lugar y día de la partida,
así como las mínimas pertenencias que podían llevar consigo: mantas, 60 mar-
cos, algo de comida y maletas de 50 kg como máximo. Llegada la fecha, eran
confinados en algún espacio vigilado por un fuerte despliegue de policías y
miembros de las SS. Allí, tras registrarles, se les requisaba dinero, joyas, medici-
nas, ropa “prohibida”, etc., no contempladas en las instrucciones. Tras dormir
algunas noches en el suelo –sin calefacción, pero ocasionalmente con serrín–,
llegados los trenes, entre gritos y golpes, todos (ancianos, enfermos, mujeres, ni-
ños) eran hacinados en vagones de transportar ganado.
Como veremos más adelante al hablar de los “alemanes corrientes”, es evi-
dente que las deportaciones eran públicas y que todos veían desfilar por las ca-
lles a aquellos infelices, aunque es dudoso si sabían que su destino eran los
hornos crematorios.Hay que subrayar un dato revelador de la inmensa ruindad
de aquellos criminales: su viaje hacia la muerte era pagado por las propias vícti-
mas, a razón de 4 céntimos de marco por kilómetro. Los niños menores de 10
años viajaban gratis (Johnson, 2002, pp. 440-441).

4.1.1. Los testigos

La bibliografía sobre los campos de concentración hitlerianos es muy des-


igual por lo que respecta al comportamiento de víctimas y verdugos. Al aproxi-
marse su derrota final, los nazis destruyeron documentación, fotografías y
películas de la mayoría de los campos de exterminio. Pero, para saber qué ocu-
rrió en aquellos infiernos, contamos con los valiosos testimonios de algunos
supervivientes. Los “testigos” son aquellos que salieron de los campos según
dijo uno de ellos, Primo Levi, “ni más sabios, ni más profundos, ni mejores, ni
más humanos”.
Sus nombres son de sobra conocidos: Robert Antelme, Imne Kertesz (Premio
Nobel 2003), Paul Celan, Jean Amery, Tadeus Borowsky, Elie Wiesel, Jorge Sem-
¤ Editorial UOC 188 Psicología de las relaciones de autoridad...

prún, Joaquim Amat-Piniella, Simon Wiesental, etc. Todos ellos han descrito
sus experiencias a través de cartas, diarios, novelas o ensayos. Particular interés
tienen los testimonios de Semprún y Amat-Piniella. La novela de este último,
titulada K.L. Reich apareció completa (Barcelona: El Aleph, 2002) sin los cortes
que introdujo la censura franquista.
También son recomendables los libros de Montserrat Roig sobre los padeci-
mientos de ciudadanos catalanes en los campos nazis. Especialmente estreme-
cedora es la obra titulada Cartas de condenados a muerte, victimas del nazismo
(Barcelona: Laia, 1972). Además de aportar datos numéricos de víctimas de la
matanza, recoge más de cien cartas de despedida de prisioneros poco antes de
ser asesinados. Espléndido prólogo de Thomas Mann.

4.2. La vida en los campos

Tras viajar amontonados –a veces durante días– en condiciones difícil-


mente imaginables, una vez llegados al campo, eran sometidos a nuevas hu-
millaciones entre renovados golpes e insultos. De pie, a la intemperie, eran
rapados al cero, vestidos con el uniforme y a partir de entonces “bautizados”
con un número. Se levantaban a las 4:15 h en verano y una hora más tarde
en invierno. Los trabajos eran diversos: picar piedra, hacer ladrillos, cavar
zanjas, clasificar ropas de los asesinados en las cámaras, excavar búnkeres
subterráneos, etc. La comida, por supuesto, era escasísima y mala: apenas un
aguachirle con trozos de patatas y pedazos de cabeza de vaca con dientes,
pelo y ojos; o un panecillo con embutido.
La jornada incluía un constante rosario de desgracias y crueldades inauditas:
guardias que lanzaban gorras de prisioneros por encima de los cables limítrofes
para que sus compañeros de las atalayas les dispararan cuando iban a recuperar-
las. En Mathausen despeñaban a los prisioneros al borde de las canteras –los lla-
maban paracaidistas– para distraerse (Burleigh, 2002). O, sin llegar a ser
asesinados, aquellos desdichados eran obligados a realizar tareas absurdas con
el solo fin de humillarles: correr con zuecos entre golpes y risotadas, llenar sus
bolsillos y gorras con piedras y transportarlas de un sitio a otro del campo, des-
cargarlas y otra vez llevarlas a otro sitio y así sucesivamente.
¤ Editorial UOC 189 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

En los campos, intentar la fuga e incluso las faltas más leves, como hurtar un
panecillo, podían acarrear la muerte. Y en cualquier caso, los castigos eran cons-
tantes: encierros indefinidos en un búnker, palizas con látigos con bolitas de
hierro, horas en pie descalzos sobre la nieve, presenciar ahorcamientos públi-
cos… Hay miles de testimonios de crueldad en verdad inimaginable.
Un último ejemplo, para cuya calificación no existen palabras: un jefecillo nazi
del taller textil de un campo polaco de trabajo –no de exterminio– llamado Wirth
irrumpía con frecuencia montado a caballo en medio de un grupo de prisioneros y
hacía que el animal –el de cuatro patas– los coceara matando a algunos. Pero hizo
más: había en el taller un niño judío de 10 años al que esta bestia colmaba de aten-
ciones y regalos, incluido un caballito. Pues bien, mediante ese tipo de sobornos,
logró que el niño, montado en su pequeño caballo y vestido con un uniforme
de las SS hecho a medida, disparara junto a él contra 50 ó 60 judíos, entre ellos
mujeres. Y algún testimonio hay de que la criatura incluso mató a sus padres.
Hay que reconocer que en efecto, aquello fue la transmutación de todos los va-
lores civilizatorios (Goldhagen, 1997, p. 390).
En relación con los campos de trabajo, se ha debatido mucho acerca de
un hecho difícilmente comprensible desde el punto de vista de la “eficacia”
organizacional. Resulta que sobre todo en los últimos meses, antes del final
de la guerra, el régimen nazi necesitaba gran cantidad de mano de obra para
su maquinaria productiva bélica, en irreversible declive. No se entiende, en
principio, el desperdicio de trabajadores judíos en tan crítica situación. Tra-
tados brutalmente, hambrientos, humillados realizando tareas absolutamen-
te inútiles, ¿cómo podían rendir mínimamente estas personas? Para
responder, hay que recurrir una vez mas al fondo básico de las creencias an-
tisemitas nazis. Goldhagen lo argumenta muy claramente: al esclavo se le
exige rendimiento; al judío no, porque no era humano. Transportaban de
aquí a allá piedras antes de ser asesinados, ¿cómo explicar tal irracionalidad?
Por su profundo odio antisemita:

• Primero, la vida del judío, literalmente, no valía nada. Aunque para una
mente normal sea difícil de entender, para los nazis los judíos no eran hu-
manos, eran “vivos socialmente muertos” escribe Goldhagen. Por eso fue
tan colosal el genocidio: la inhumanidad de las víctimas facilitaba su ex-
terminio.
¤ Editorial UOC 190 Psicología de las relaciones de autoridad...

• En segundo lugar, la ideología antisemita incorporaba otras creencias: el


judío debía sufrir en tanto esperaba la muerte merecida. Esto era un com-
ponente cognitivo fundamental que hacia irrelevante toda consideración
acerca de procedimientos eficaces.
• En tercer lugar, como Hitler había proclamado una y otra vez desde Mi Lu-
cha, los judíos eran parásitos, vagos por naturaleza; obligarlos a hacer al-
go, aunque fueran tareas improductivas, ya era causa de su sufrimiento.

En definitiva, tal y como dijo el sanguinario Heydrich en la conferencia de


Wansee en enero de 1942: “los judíos serán reclutados para trabajar e induda-
blemente gran número de ellos serán eliminados por el desgaste natural”; y los
que milagrosamente sobrevivieran serían asesinados, naturalmente. Y es que el
odio antijudío configuró la consideración nazi sobre la productividad de la
mano de obra judía. Prevaleció la ideología sobre el cálculo racional económico
(Goldhagen, 1997, p. 400 y ss.).
Aunque como ya hemos mencionado, establecer diferencias entre los campos
puede ser incluso obsceno –en todos ellos hubo terror y muerte–, los llamados
campos de exterminio se nos aparecen como particularmente espantosos. Y de to-
dos ellos, y como símbolo máximo del mal absoluto, el de Auschwitz-Birkenau.
Creado en septiembre de 1941, con varios campos satélites, ya desde esa fecha se
practicaba el exterminio en las cámaras de gas. Se calcula que allí fueron asesina-
das 1.100.000 víctimas, de las que sólo 120.000 eran judíos. Pero también era un
complejo industrial en el que trabajaron decenas de miles de personas antes de
ser aniquiladas. En el arco de entrada de Auschwitz-Birkenau figuraba, precisa-
mente, esta expresión: Arbeit macht frei. El trabajo, en verdad, liberaba a los pri-
sioneros... pero de la vida.
El comandante de Auschwitz desde mayo de 1941 hasta diciembre de 1943
fue una alimaña llamada Rudolph Höss. De semblante bondadoso y aparente-
mente excelente marido, llegó a ser felicitado por sus superiores en 1944 por ha-
ber aportado a los campos “nuevas ideas y métodos de educación”. Este
eficiente verdugo escribió una especie de autobiografía en la que confiesa ser
una persona absolutamente normal, cumplidor de su deber y carente de senti-
mientos de odio hacia los judíos. Solo le preocupaba cumplir los objetivos que
sus superiores le habían fijado. Se muestra también orgulloso por haber sido el
primero en utilizar el gas Zyklon B en las cámaras de la muerte. Y deja constan-
¤ Editorial UOC 191 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

cia de que nunca presenciaba los asesinatos y que no soportaba ver los fusila-
mientos (Wistrich, 2002, p. 346 y ss.).
Por Auschwitz pasaron personajes tan perversos como Adolf Eichmann o el
doctor Joseph Mengele, un joven investigador que realizaba experimentos cien-
tíficos con judíos vivos: determinando los umbrales máximos de resistir cons-
cientemente al dolor antes de perder el sentido o morir. Pero su gran programa
de investigación fue la experimentación con gemelos para crear una raza de
arios puros, de ojos azules, pelo rubio, etc. Asesinó personalmente a muchos
presos inyectándoles petróleo, aire o cloroformo. Y era él, quien, en el proceso
de selección de los sujetos para sus investigaciones, señalaba con un leve movi-
miento de su bastón a quienes debían ir a las cámaras de gas. Al parecer era un
gran amante de la música clásica (Wistrich, 2002, p. 349).

4.3. El comportamiento en los campos

Comenta Norbert Elias que en la Segunda Guerra Mundial la sensibilidad ha-


cia las personas que morían se evaporó claramente con bastante rapidez en la
mayoría de la gente. Y añade, hablando de los campos de exterminio nazis, que
el modo como pudieron asimilar psicológicamente aquel horror quienes estu-
vieron allí es una “cuestión no decidida” que merece ser investigada a fondo. En
efecto, por testimonios de los supervivientes sabemos de la inaudita crueldad de
los verdugos, pero ignoramos muchas cosas acerca de las reacciones detalladas
de las víctimas. Entre otras cosas, como veremos inmediatamente, porque en los
campos había una suerte de estratificación social incluso entre los prisioneros, y
el comportamiento de un sector de éstos constituye una desoladora muestra de
hasta por qué abismos podemos despeñarnos los seres humanos en determina-
das circunstancias.
Aparte de películas, novelas, autobiografías, etc., la documentación “cientí-
fica” más conocida sobre la vida en los campos proviene de las publicaciones
realizadas por un superviviente profusamente citado, Bruno Bettelheim, quien
en 1943 publicó un celebérrimo artículo en el Journal of Abnormal Social Psychology
–la revista editada por Gordon W. Allport– titulado “Individual and Mass Behavior
in extreme situations”.
¤ Editorial UOC 192 Psicología de las relaciones de autoridad...

El autor, un judío de clase media nacido en Viena, participó siendo joven en


movimientos políticos de izquierda. Estudió Psicología y Filosofía en su ciudad
natal doctorándose con una tesis sobre estética. Frecuentó los círculos psiconana-
líticos vieneses, conoció a Otto Fenichel y Franz Alexander y se psicoanalizó con
Richard Sterba. Tras la anexión de Austria por Hitler, huyó de Viena, pero en la
frontera fue detenido, aunque dejaron en libertad a su esposa. Tras ser interroga-
do y puesto en libertad varias veces, finalmente fue enviado al campo de Dachau
en mayo de 1938 y luego al de Buchenwald durante un año aproximadamente.
En su trabajo, Bettelheim establece los cuatro objetivos que los nazis se pro-
ponían alcanzar mediante la tortura a los prisioneros:

• En primer lugar, quebrantar su identidad individual y convertirlos en ma-


sas dóciles sin capacidad de resistencia.
• En segundo término, extender el terror entre el resto de la población.
• En tercer lugar, suministrar a la Gestapo hombres “entrenados” en prác-
ticas “inhumanitarias”.
• Finalmente, experimentar acerca del mínimo de alimentación necesaria
para sobrevivir y rendir en el trabajo.

A continuación, Bettelheim va relatando las etapas por las que atravesaban


los prisioneros desde que emprendían el viaje hasta las diferentes respuestas de
los recién llegados a los veteranos (Bettelheim, 1943).
En un implacable artículo crítico, Feck y Müller (1997) han puesto de mani-
fiesto las inconsistencias y contradicciones existentes en los trabajos de Bettel-
heim, en cuyos pormenores no es posible detenerse ahora. Digamos tan sólo que
pasaron tres años cuando, ya en USA y siendo profesor en la Universidad de
Chicago, Bettelheim publicó el artículo anteriormente citado, tras ser rechazado
anteriormente por varias revistas por no ser “formalmente” suficientemente
científico (dice Bettelheim). De hecho, un sociólogo, en The American Sociologist,
censuró el artículo porque Bettelheim lo había escrito ¡sin la autorización del staff
del Campo! El trabajo se publicó varias veces más con distintas modificaciones
y títulos. En 1960 apareció un libro –The Informed Heart– y en 1979 otro, titulado
Surviving and other essays, cuyo núcleo argumental continúa siendo el artículo
de 1943.
¤ Editorial UOC 193 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Si los trabajos de Bettelheim han sido tan leídos y citados es, probablemente,
por su descripción –cambiante como decimos–, de la “estructura de clases” de
los campos de concentración. En síntesis, y sin entrar en detalles, Bettelheim re-
veló las siguientes cosas:

1) En el Campo, según la razón de la condena –indicada por un distintivo de


color en el uniforme–, el nivel de educación política y la clase social, existía una
“estructura social”: prisioneros políticos, judíos políticos, testigos de Jehová, de-
lincuentes profesionales, antisociales y culpables de vulnerar leyes racistas.
2) Los campos cumplían las cuatro funciones anteriormente citadas.
3) Había diferentes tipos de comportamientos entre los prisioneros: privados,
generados por el propio campo, y comportamientos grupales. Existían grandes di-
ferencias en la conducta entre los “veteranos” y los recién llegados. Los primeros
presionaban a éstos para que cumplieran exactamente las normas pues su que-
branto acarreaba el castigo para todo el grupo, no sólo para el infractor.
4) Hubo prisioneros que se “identificaron” con los valores de la Gestapo, y
no sólo imitando su conducta y apariencia externa, sino con comportamientos
más profundos aún. Así, a modo de síndrome de Estocolmo, trataban agresiva-
mente a presos “no adaptados” y defendían las ideas de la ideología nazi.
5) Entre las víctimas, había notorias diferencias en la capacidad de resisten-
cia, aunque Bettelheim no define ni señala qué entiende por ésta.

Tal como mencionamos, los trabajos de Bettelheim han sido objeto de nu-
merosas críticas cuyos pormenores se hallan recogidos en el antes citado artícu-
lo de Feck y Müller (1997).
Además de los valiosos y dramáticos testimonios directos de los supervivientes,
se cuenta con algunos estudios sobre el “síndrome de los campos” realizados a par-
tir de entrevistas con ex prisioneros. En general hay una constancia en los síntomas,
sobre todo en cuanto se refiere a los “motivos básicos” citados en cualquier teoría
jerárquica de las necesidades humanas: hambre –hambre sobre todo–, enfermedad
latente, alteraciones de la personalidad, depresión y envejecimiento prematuro. Y
lo peor, una vez en libertad perduran los trastornos emocionales con altos niveles
de divorcio, alcoholismo e incluso suicidio (Ryn, 1990a).
Según confiesan los supervivientes, en los campos aprendieron lo que “real-
mente” es el hombre, más allá de las apariencias y de las conductas en escena-
¤ Editorial UOC 194 Psicología de las relaciones de autoridad...

rios normales. Se dieron casos de muertes a los pocos días de ingresar tras un
rápido deterioro psicosomático al colapsarse todos los mecanismos de defensa.
Un factor crítico en la “estrategia adaptativa” –de mera supervivencia– a aquel
infierno era lo que ahora se denomina el apoyo social, aunque no era fácil en-
contrar esas redes debido a la cruel voluntad de los nazis de impedir su funda-
ción. Por lo demás, la constante amenaza a la propia vida –entrar en la cámara
de gas podía ser esa misma tarde o dentro de unas semanas– causaba un devas-
tador impacto en los valores y personalidad.
La liberación no significó, ni mucho menos, la felicidad. Arrastraban com-
portamientos inhumanos y miraron el mundo con recelo y desconfianza inca-
paces de reestablecer vínculos profundos con familiares y amigos. Incluso se
sentían rechazados. En cuanto a la personalidad se refiere, la estrategia de
“desindividulización” nazi utilizó al límite algunos medios luego manejados en
la experimentación psicosocial, por ejemplo el de la Universidad de Standford:
uniformación en el vestir, utilización de números en lugar de nombres, recom-
pensa por conductas inmorales, etc. En los cambios de personalidad había fases
diferentes:

• primero, un debilitamiento de los mecanismos de defensa;


• luego, la aparición de humores depresivos y grave deterioro de la vitalidad;
• finalmente, tal y como revelan los artículos publicados a partir de 1950,
aparecían las alteraciones mentales (Ryn, 1990a).

Asimismo, aunque en menor medida, hay estudios realizados con hijos de ex


prisioneros; esta segunda generación, como la llama Ryn, poseía un conjunto de
síntomas fisiológicos y orgánicos patológicos superior a los de los niños de pa-
dres no prisioneros. Parece que la patología paterna les fue trasmitida de algún
modo que las investigaciones no precisan.
Por su parte, García Sabel recoge las revelaciones de Viktor Frankl, otro su-
perviviente de Auschwitz que, como hizo Bettelheim –junto a Michel, Cohen,
Gilbert, etc.– escribió desde 1946 varias obras sobre su experiencia en el Campo.
De todos estos testimonios, una de las más interesantes informaciones se refiere
a la secuencia de (mal)adaptación de los prisioneros a aquel infierno. Concreta-
mente se distinguen tres sucesivas etapas:
¤ Editorial UOC 195 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

1) En la primera, junto al asombro y miedo suscitados por el entorno, las


conductas eran apáticas, pasivas, como si aquello no fuera con uno mismo.
También había episódicos estados de cólera alternados con abatimiento.
2) Más adelante, surgían leves intentos de no rendirse, con estrategias diver-
sas, por ejemplo, deformar la vivencia del tiempo.
3) En tercer lugar, aunque no era una reacción mayoritaria, una profunda
depresión y abdicación de las identidades, con entrega incondicional y vuelta a
estadios evolutivamente anteriores –“la regresión psicoanalítica”.

Y desde luego, la conciencia generalizada de que sus vidas no tenían otro ho-
rizonte inmediato que la muerte: allí estaban los hornos humeantes y el olor a
carne quemada. Pero afirma Frankl que esa certeza era más “soportable” que el
estado de incertidumbre (Frankl, 1986; García Sabel, 1999, pp. 122-131).
Al tratar de los campos nazis, es inevitable mencionar a una categoría de pri-
sioneros cuyo suplicio allí fue particularmente horroroso. Son los denominados
musulmanes –cuerpos andantes los llama Bettelheim y para Reyes Mate (2002) son
los testigos integrales; suprema y probablemente insuperable muestra de lo que
es la inhumanidad. Los musulmanes se encontraban en el último escalón de de-
terioro biosocial previo a la muerte. De hecho se les ha descrito como aquel pri-
sionero que, existencialmente vivo todavía, estaba cruzando las puertas de la
muerte. Aunque no ha recibido excesiva atención “científica” en la literatura so-
bre el genocidio, sus específicas y terribles circunstancias han sido constante-
mente aludidas. El hambre –un hambre feroz– parece que era lo más distintivo
de los musulmanes, ese motivo, como hemos dicho, presente en todas las “listas”
de las necesidades básicas.
Precisamente en el gueto de Varsovia –el que reproduce la película El pianis-
ta– médicos y estudiantes de Medicina judíos escribieron un libro sobre el ham-
bre en 1942. De los 26 miembros de “equipos” sólo dos lograron salir vivos tras
la guerra. En esta obra, eso sí, “sin control” de las variables importantes, se des-
criben los devastadores efectos físicos del hambre –seres humanos adultos con
24 kilos de peso– y mentales: indiferencia, pérdida de memoria, total desinterés
por el entorno, altísima irritabilidad, frecuente lloriqueo, etc.
Pues bien, como hemos dicho, el musulmán era el máximo representante del
último paso a la muerte por inanición. Una investigación realizada con 63 hom-
bres y 23 mujeres ex prisioneros de distintos campos trabajo acerca de los espe-
¤ Editorial UOC 196 Psicología de las relaciones de autoridad...

cíficos comportamientos de aquellos desdichados. Respecto al nombre, parece


que musulmán fue un calificativo que designaba a aquellos prisioneros cuasi de-
mentes, absolutamente pasivos y con mugrienta apariencia. Postrados física y
mentalmente, los otros prisioneros decían de ellos: “puedes pegarles y no reac-
cionan, les hablas y no comprenden”. El retrato que dibujaban los encuestados
es espeluznante: famélicos, indiferentes al entorno, con expresión ausente, ojos
sin brillo, como mensaje de la muerte inminente; voz trémula, lentísima, chi-
llona, lastimera o agresiva.

“El hambre les hizo inhumanos: nunca actuaban desde supuestos racionales; ocasio-
nalmente se reunían en un pequeño grupo en silencio y si hablaban era para referirse,
con monosílabos, a la comida. Eran muertos vivos, sin poder recordar nombres ni su-
mar tres dígitos. Nunca ofrecían resistencia a quienes les pegaban o humillaban. Los
musulmanes supervivientes –ciertamente escasos– afirmaron que es imposible imagi-
nar ese estado sin haberlo vivido: es una especie de sueño en el que sólo esperas la
muerte. Aunque quizá por su ‘perseverancia en su ser’ la situación no les llevaba al
suicidio. Y también porque seguramente no tenían ni fuerza para matarse.”

Z. Ryn (1990). Between Life and Death: experiences of concentration camp mussulmen
during the Holocaust. Genetic, Social and General Psychology Monographs, 116 (1), 5-19.

En la película La Zona Gris –que reproduce estremecedoramente un campo de


exterminio– asistimos a la actuación de los sonderkomando. Eran grupos de prisio-
neros, cuyo trabajo consistía nada menos que en conducir a los otros presos a las
cámaras de gas y después introducirlos en los hornos crematorios –en la película un
preso lo hace con el cadáver de su mujer– previo arranque de los dientes de oro de
los cadáveres. Por esta tarea recibía algunos privilegios de los guardias nazis, de
modo circunstancial, ya que ellos mismos morían después en las cámaras. Como
dice Primo Levi, en estado de esclavitud siempre habrá algunos seres humanos que
traicionarán la solidaridad con sus iguales a cambio de algunas ventajas. Y en este
rol, naturalmente, serán crueles y descargarán sobre ellos el odio que sienten por
los verdugos. Escribe Levi: “haber concebido y organizado [los sonderkomando] ha
sido el delito más demoníaco del nacional-socialismo” (Agamben, 2002, p. 24).
Antes de concluir este apartado y como prolongación al análisis de los campos,
un comentario, una muestra más de la crueldad nazi: las “marchas de la muerte”.
La historia documentada de estas marchas está aún por escribir. Aunque los bruta-
les traslados a pie de un campo a otro comenzaron nada más empezar la guerra, fue
durante los últimos meses antes de la derrota cuando las marchas se intensificaron
¤ Editorial UOC 197 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

y adquirieron su carácter de estremecedor espanto. Fue en verano de 1944 cuando,


queriendo destruir pruebas, Himmler ordenó la evacuación de los campos a los que
se aproximara el ejército enemigo, y que, en el caso de que eso fuera imposible, se
matara a los prisioneros y se quemaran sus cadáveres. En enero de 1945 había más
de 500.000 hombres y 200.000 mujeres en los campos de concentración tras la ma-
tanza de casi 6.000.000 de prisioneros. A partir de entonces, miles de personas fue-
ron obligadas a caminar por carreteras heladas dejando a su paso un rastro de
cadáveres. Aunque, como se advirtió más arriba, se sabe poco acerca de estas mar-
chas, contamos con algunos hechos suficientemente conocidos.
Se calcula que durante los últimos meses y semanas antes del fin de la guerra pe-
recieron en estos traslados entre 250.000 y 375.000 personas, muchas de ellas no
judías. Más concretamente, se conocen detalles de algunas marchas: un traslado
iniciado a mediados de enero de 1945 desde Auschwitz de unas 3.000 personas
duró 6 semanas. Llegaron al lugar de destino 280. En la evacuación del campo de
Mittelbau-Dora, hubo 11.000 muertos camino del campo de Bergen-Belsen
(Gellatey, 2002, pp. 327-339). Casi mil mujeres fueron trasladadas desde el campo
de Schlesiersee a un lugar situado a 90 km. El viaje duró 8 o 9 días y 150 murieron
por el camino, 20 exhaustas y las otras 130 asesinadas por los alemanes por retrasar
la marcha. De otro campo de Baviera salieron 590 mujeres no judías y 580 judías
escoltadas por 22 hombres y 25 mujeres provistos de fusiles ellos y de varas ellas.
Unas 200 mujeres enfermas eran llevadas en carros. Caminaban entre 14 y 20 kms
diarios con una comida al día y en ocasiones ninguna. Algunas llegaron a comer
hierba. Dormían en establos o al raso. Murieron 178 durante los 22 días de marcha,
49 de ellas fusiladas al no poder caminar (Goldhagen, 1997, pp. 409 y ss.).

4.3.1. Los homosexuales en los campos

Ya desde los tiempos de la unificación alemana, el Código penal de 1871 cas-


tigaba la homosexualidad con penas de cárcel. Durante decenas de años, importan-
tes personalidades de la vida alemana (artistas, científicos, escritores) firmaron
manifiestos pidiendo la abolición de tales disposiciones legales. Entre ellos se en-
contraban, por ejemplo, Einstein, Jaspers, Esse, Mann, Rilke, Scheler, etc. Con la
llegada de los nazis al poder, las cosas fueron a peor para la homosexualidad mas-
culina, ya que, curiosamente, nunca se promulgaron leyes contra el lesbianismo.
¤ Editorial UOC 198 Psicología de las relaciones de autoridad...

Hubo redadas y detenciones intensificadas a raíz de la “noche de los cuchillos” en


junio de 1934 durante la cual fueron desmanteladas las SA, con su jefe Röhm al
frente, éste mismo con reputación de homosexual. Parece que unos 50.000 ho-
mosexuales fueron condenados por los tribunales nazis y entre 5.000 y 15.000,
internados en campos de trabajo. Himmler calculó en 1937 que en Alemania ha-
bía 2 millones de homosexuales. Afirma Johnson (2002, p. 328) que la persecu-
ción de la homosexualidad por los nazis no fue “sistemática ni completa”,
probablemente porque entre los propios nazis había muchos homosexuales.
Hay un libro, desde luego recomendable, titulado Los hombres del triángulo ro-
sa. Memorias de un homosexual en los campos de concentración nazis1 (Amaranto
Editorial, 2002). Su autor, Heinz Heger, cuenta las memorias de Joseph K., un
homosexual austriaco que prefirió el anonimato, y que pasó seis años en un
campo nazi. En el libro, además de sus relaciones homosexuales con jefes nazis
–que salvaron su vida– cuenta cómo en Flossenbürg los homosexuales eran obli-
gados a visitar un burdel montado con diez desgraciadas judías y gitanas de
otros campos a las que se prometió la libertad tras hacer de prostitutas (luego
fueron enviadas a Auschwitz tras seis meses de calvario). Los infelices prisione-
ros escuchimizados pagaban dos marcos por acostarse con una pobre chica que,
levantando las piernas, les pedía rapidez. Mientras, los guardias de las SS mira-
ban por los agujeros que habían hecho en las puertas.
Un buen análisis de las relaciones entre nazismo y homosexualidad se encuen-
tra en el número 5 del primer semestre del 2003, de la revista Orientaciones. Revista
de Homosexualidades. Digamos, por último, que en diciembre del 2003 la Cámara
Baja del Parlamento Alemán aprobó la construcción de un monumento en recuer-
do de las víctimas de la persecución nazi por su condición homosexual.

4.4. La industria del holocausto. Reflexiones sobre


la explotación del sentimiento judío

Dentro de la amplísima literatura sobre el genocidio nazi, ha sido especial-


mente polémico el libro publicado por Norman G. Finkelstein, La industria del

1. En los campos de concentración los homosexuales portaban un triángulo –naturalmente– rosa.


¤ Editorial UOC 199 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sentimiento judío (Madrid: siglo XXI
de España, 2002). Traducido a más de doce idiomas, se han vendido miles de
ejemplares en todo el mundo; menos en Estados Unidos, donde tuvo lugar una
organizada campaña de silencio cuando se publicó la obra. La razón, dice
Finkelstein, es porque Estados Unidos es “la sede central de la industria del ho-
locausto”. En efecto, en el libro hay una denuncia convincentemente argumen-
tada sobre la manipulación ideológica, económica y moral de un hecho
innegable –el holocausto (con minúscula)– por parte de una representación
ideológica –el Holocausto– (con mayúscula). Su objetivo sería el de servir los in-
tereses políticos y de clase de una temible potencia militar, el Estado de Israel,
mostrándose como estado víctima. A lo largo de la obra, Finkelstein revela cómo
ha variado la interpretación del holocausto por las elites judías desde el final de
la guerra al hilo de los intereses políticos de Estados Unidos y de la propia “cul-
tura de victimización” del Estado israelí.

5. Las respuestas ciudadanas en el Tercer Reich

5.1. Los judíos alemanes

Cuando se analiza la literatura que trata sobre la reacción de la población ju-


día ante la evidente amenaza nazi, lo primero que sorprende es su generalizada
percepción de que la situación no era realmente grave y había, por cierto, datos
sumamente inquietantes sobre los que conjeturar razonablemente que el parti-
do hitleriano era radical y violentamente antijudío. Sin ir más lejos, sólo había
que leer el punto cuatro del Programa Oficial del Partido Nazi aprobado el 25 de
febrero de 1920 en Munich –un programa “inalterable”– que decía lo siguiente:

“Nadie, fuera de los miembros de la Nación, podrá ser ciudadano del Estado. Nadie,
fuera de aquéllos por cuyas venas circule la sangre alemana, sea cual fuere su credo
religioso, podrá ser miembro de la Nación. Por consiguiente, ningún judío será miem-
bro de la Nación.”

Hitler (s.f., p. 246).


¤ Editorial UOC 200 Psicología de las relaciones de autoridad...

En abril de 1933, sólo dos meses después de subir al poder, los nazis ya orga-
nizaron boicoteos contra comercios y negocios judíos; en ese mismo mes pro-
mulgaron la Ley de la Función Pública Profesional, por la que se excluía a los
judíos de la enseñanza y todo puesto público, y en mayo, Goebbels organizó
una quema de libros de autores judíos. En septiembre de 1935 se aprueban las
Leyes de Nüremberg, según las cuales se privaba a los judíos de la ciudadanía
alemana y se les prohibía el matrimonio con ciudadanos alemanes.
El acoso y persecución fue constante y progresivamente más intenso. Tras un
paréntesis “estratégico” con motivo de la celebración de las Olimpiadas de
19362, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 acontece el gravísimo epi-
sodio conocido como la noche del cristal: las SA las SS y la Gestapo profanan prác-
ticamente todas las sinagogas judías, incendian miles de establecimientos y
comercios y saquean numerosas casas. Son asesinados 91 judíos y detenidos
30.000 que son enviados a campos de concentración. La comunidad judía es
multada por “ser la causa” de los incidentes. ¿Cuál fue la reacción de la pobla-
ción judía ante estos hechos?
Como respuesta a esta pregunta, Zuckerman (1984) comienza constatando
un dato escalofriante: a mitad de los años treinta vivían en Europa, de los Urales
hasta el Atlántico, unos 9 millones de judíos. En 1945 lo hacían menos de 3 mi-
llones. Ante los obvios peligros que suponían las actuaciones y leyes menciona-
das –y muchísimos otros acontecimientos que no cabe pormenorizar– los judíos
no respondieron de forma homogénea. Se ignoran, además, porcentajes, pero
algunos autores creen que sobre un 20% decidió huir de Alemania. La inmensa
mayoría continuó su vida cotidiana a pesar de lo que estaba ocurriendo. Simple-
mente esperaban sin tomar ninguna decisión. Afirma Zuckerman que el estudio
de las conductas individuales de los judíos durante el régimen nazi debe pres-
cindir de consideraciones abstractas para centrarse en la lógica particular de las
personas concretas. Se trataba de (sobre)vivir en un clima de altísimo acoso so-
cial calculando cuál sería la conducta más apropiada. Un ejemplo concreto es
recogido por este autor al hilo del relato que hace Eli Wiesel, un excepcional tes-
tigo superviviente del holocausto. Al final de 1942 –entonces Wiesel tenía 12
años– llega a la localidad donde éste vivía un maestro, que, milagrosamente, lo-

2. En las Olimpiadas de 1936 un colérico Hitler abandonó el Estadio tras ganar Owens (un atleta
negro) una carrera.
¤ Editorial UOC 201 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

gró escapar de un campo de exterminio. Éste cuenta el horror que había vivido,
pero nadie le creyó. Los judíos del pueblo no se inmutaron y continuaron vi-
viendo sin mayor preocupación. Llegaron noticias de la derrota del ejército ale-
mán en Stalingrado y se extendió la creencia de que el fin de la guerra estaba
próximo. Wiesel propone a su padre la huida, pero éste se niega argumentando
que es demasiado viejo para comenzar otra vida en otro país. Al poco tiempo
llegaron los nazis y encerraron a todos los judíos en un gueto rodeado de alam-
bres con espinas. Pero los judíos tampoco se asustaron realmente; allí confina-
dos se creían a salvo. Organizaron la comunidad con su propio Consejo, Policía,
Asistencia Social, etc. Vivían en paz, fraternalmente, puntualiza Wiesel. Nadie
protestaba ni intentó escapar del gueto, empresa nada fácil por otra parte. Final-
mente, la mayoría de ellos fueron deportados a campos de exterminio.
En Budapest, y es otro ejemplo, gran parte de la población judía creyó que
“estarse quieto”, no hacer nada, era la mejor estrategia tras la ocupación nazi.
Incluso cuando comenzaron las deportaciones a Auschwitz había optimismo (?)
entre los líderes judíos.
En Alemania, entre 1933 y 1941 huyó el 70% de los judíos y también el 70%
en Austria entre 1938 y 1941. Ciertamente huyeron los que poseían dinero, vi-
sados, pasaportes y un lugar a donde ir; huían sobre todo los que tenían menos
de 40 años. En Europa del Este, la mayoría judía interpretó contradictoriamente
el peligro nazi: la ignorancia se combinó con un optimismo injustificado. Muy
pocos anticiparon las matanzas posteriores y la mayoría permaneció sin hacer
nada junto a la familia.
El destino final de la mayor parte de los judíos es de sobra conocido. Desde
1940 se crean gigantescos guetos, por ejemplo en Lodz (160.000 judíos), o el de
Varsovia (500.000) –en el que transcurre la película El pianista. Se amplía el campo
de Auschwitz, se construyen nuevos campos de exterminio y los feroces escuadro-
nes especiales de ejecución (Einsatzgruppen) se desplazan de unos lugares a otros
asesinando masivamente por medio de fusilamientos, gaseamientos en camione-
tas y otros procedimientos. Policías y “voluntarios” locales colaboraban frecuen-
temente en las masacres. Así murieron unos 2.000.000 de judíos en Polonia, Rusia
y países bálticos. En julio de 1941 comienza a planearse la llamada Solución Final
al problema judío. Rinhard Heydrich, siguiendo órdenes de Goering convocó el
20 de enero de 1942 la célebre conferencia de Wansee. En apenas un par de horas
se tomó la decisión: la aniquilación total de los judíos europeos.
¤ Editorial UOC 202 Psicología de las relaciones de autoridad...

5.2. Los ciudadanos “corrientes”

Como suele ocurrir tras la caída de las dictaduras, después de la guerra muchos
alemanes se exculparon de las atrocidades cometidas por Hitler; pero hay un
acuerdo generalizado entre los estudiosos del nazismo en el que una gran mayoría
de alemanes apoyó de un modo u otro al régimen nazi. No por convicción ideoló-
gica, probablemente, pero es evidente que Hitler creó empleo, recuperó el orgullo
nacional y la gran masa de ciudadanos alemanes no judíos no se sintió amenazada
por el terror nazi. Ahora bien, como argumentan Johnson y Goldhagen, si la Ges-
tapo funcionó tan eficazmente, fue por la activa colaboración de los ciudadanos
corrientes con sus denuncias –frecuentemente anónimas, por cierto. Amplios sec-
tores de las clases medias y altas, e incluso de las clases trabajadoras, respaldaron
gustosamente al régimen nazi: ésa es la “incómoda verdad”, puntualiza Johnson.

Escribe Weinberg que incluso cuando la derrota se vislumbraba en el horizonte, la po-


blación, “que armonizaba el temor y la apatía con la devoción y la esperanza conti-
nuó apoyando al régimen hasta el final de la guerra. Sólo cuando las tropas aliadas
hicieron su aparición en Alemania, un número significativo de alemanes dio la espal-
da al sistema al que había servido”.

E. A. Johnson (2002). El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán (p. 347).
Buenos Aires: Paidós.

En su libro, recoge este último autor los argumentos del historiador Martin
Broszat, director de una monumental obra en seis volúmenes sobre la vida co-
tidiana durante el régimen de Hitler. Hubo, en efecto, considerables niveles de
rechazo del nazismo entre clérigos, comunistas, mujeres y grupos de jóvenes.
Muchos alemanes fueron fusilados por ayudar a judíos, como aquel sargento
alemán en Polonia que salió a relucir en el juicio de Eichmann en Jerusalén (Jo-
hnson, 2002, p. 33 y ss.). O aquellos dos hermanos, estudiantes católicos anti-
nazis, que fueron ejecutados por distribuir propaganda contra el régimen. Por
cierto, esa misma noche centenares de estudiantes se manifestaron apoyando el
asesinato y aplaudiendo al ordenanza de la Universidad que denunció a los her-
manos (Glover, 2001, p. 520). Un ejemplo más: un profesor de Antropología de
la Universidad de Munich publicó un trabajo sobre el racismo en el que argu-
mentaba la inexistencia entre los alemanes modernos de “arios puros”, sino que
eran racialmente mixtos. El sanguinario Heydrich lo expulsó de la cátedra. Sus
¤ Editorial UOC 203 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

colegas no sólo no protestaron, sino que abiertamente eludieron su trato


(Glover, 2001, p. 522).
Por último, es justo mencionar algún episodio de solidaridad no ya de indi-
viduos particulares, sino de colectivos más numerosos. Así ocurrió, por ejemplo,
en una localidad francesa, en donde, con su pastor protestante al frente, todo el
pueblo escondió a los judíos que allí fueron a refugiarse, oponiéndose a las ór-
denes de Pêtain para que fueran entregados.
En radical contraste, léase –aunque es un libro extraordinariamente duro– la
estremecedora obra de J. T. Gross titulada Vecinos. El exterminio de la comunidad
judía de Jedwabne (Barcelona: editorial Crítica, 2002). Allí se documenta minucio-
samente cómo el 10 de julio de 1941 ciudadanos “corrientes” polacos masacra-
ron a 1.600 convecinos judíos con hachas, garrotes con clavos, cortándoles la
lengua, arrancándoles los ojos y pisoteando a los bebés. Y los pocos que todavía
sobrevivieron fueron encerrados en un establo, que incendiaron. Mientras, los
soldados alemanes asistían pasivamente al espectáculo. Un libro, en verdad, sen-
cillamente aterrador.

5.3. El conocimiento de la existencia de los campos


por los alemanes corrientes

Como se ha mencionado más arriba, después de la guerra miles de “alemanes


corrientes” declararon su absoluta ignorancia en relación con los crímenes co-
metidos durante el régimen nazi. Sin embargo, Goldhagen (1997) ha mostrado
convincentemente que eso no fue así y que millones de personas, de un modo
u otro, colaboraron en la monstruosa empresa genocida. Por su parte, Gellately
(2002), más recientemente, ha insistido en el mismo asunto. En síntesis, afirma
este autor que desde la fundación del campo de Dachau en 1933, la gente co-
rriente estaba al tanto de la existencia de los campos.
Así, por ejemplo, la prensa del pueblo mismo de Dachau hablaba acerca de
las ventajas que la instalación del campo tendría para los empresarios locales e
informaba cómo, ocasionalmente, algún preso moría a causa de los disparos
–“en defensa propia”– de los guardias. En otras partes hubo semejantes infor-
maciones en las que se insistía en el carácter preventivo y educativo de esas
¤ Editorial UOC 204 Psicología de las relaciones de autoridad...

instalaciones que por entonces albergaban, sobre todo, a comunistas, unos 50.000
entre marzo y abril de 1933. Dice Gellately que los alemanes aceptaron “de buena
gana” estos establecimientos de resocialización de mendigos, homosexuales,
parados crónicos, alcohólicos y delincuentes sexuales.
A pesar de las demagógicas amnistías decretadas por Hitler en 1934, los cam-
pos nunca dejaron de funcionar. Había 3.500 en 1935, a cargo de los presupues-
tos federales. La prensa continuaba informando acerca de la “escoria” enviada
allí. En febrero de 1936 apareció un reportaje fotográfico en un periódico muy
leído de las SS en el que había una foto de presos en proceso de reeducación rea-
lizando trabajos útiles. Pero en otras imágenes aparecían alcohólicos, personas
de facciones repulsivas y judíos acusados de “deshonra racial”. El texto no men-
cionaba a los comunistas, sino que calificaba a los campos como el lugar ade-
cuado para “deshonradores de la raza, violadores, degenerados sexuales y
delincuentes habituales” (Gellately, 2002, p. 94).
En un discurso pronunciado en 1937, Goering reconocía la existencia de 8.000
prisioneros en los campos, pero añadió inmediatamente que “debemos tener toda-
vía más”. Los internados, argumentó el alto jerarca nazi, eran supremo ejemplo de
las leyes de herencia genética y de la raza, pues entre ellos había individuos “con
hidrocefalia, bizcos, criaturas deformes, medio judíos, y una serie interminable de
tipos inferiores desde el punto de vista racial” (Gellately, 2002, p. 96).
Durante la guerra, la información pública sobre los campos disminuyó nota-
blemente. Sólo aparecían en los periódicos ocasionales noticias sobre los inten-
tos de fuga y posterior fallecimiento de algunos prisioneros, pero en las
múltiples regiones en las que había campos, es evidente que la gente sabía de su
existencia y veía a los prisioneros con sus uniformes desfilar diariamente hacia
sus trabajos. Hubo artículos en la prensa del régimen en los que se vinculaba la
guerra y la existencia de los campos. De modo que, escribe Gellately “se hizo
imposible ignorar la presencia de los presos de los campos en la vida cotidiana”
(p. 351). En definitiva, concluye nuestro autor, ante la existencia de los campos,
los alemanes “se mostraron indiferentes y temerosos en el mejor de los casos, y
en el peor compartieron el odio con los guardianes” (p. 278).
Por su parte, Victor Klemperer (2003), en su Quiero dar mi testimonio hasta el
final. Diarios, anota desde 1942 cómo era conocida la existencia de Auschwitz y
Buchenwald y desde 1943 de las cámaras de gas. Y Kressel (1996, p. 189) afirma
que, si bien durante los años treinta la mayoría de los alemanes no podían saber
¤ Editorial UOC 205 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

nada del holocausto, sin embargo, no pudo ocurrir así cuando el genocidio se
puso en marcha. Hay que insistir, mucha gente conocía lo que ocurría en los
campos de exterminio. En Mauthausen y Auschwitz durante las 24 horas esta-
ban saliendo de las chimeneas densas columnas de humo junto a un hedor a
carne quemada. Una ciudadana escribió protestando por ser testigo involunta-
rio de un fusilamiento. Pedía que no se repitieran tales atrocidades o “que se rea-
licen donde nadie las vea” (Glover, 2001, p. 517).
En conclusión, es difícil sostener hoy que una gran mayoría de la población
alemana ignoraba el genocidio. Por tres razones fundamentales:

1) En primer lugar, por fiables testimonios como los citados diarios de Klem-
perer en la ciudad de Dresde.
2) En segundo término, porque la BBC informaba puntualmente en alemán
de lo que estaba ocurriendo en los campos; aunque era delito, muchos alemanes
escuchaban la radio y asimismo podían leer los millones de folletos lanzados
por los aliados denunciando el exterminio.
3) Finalmente, encuestas realizadas después de la guerra y más recientemen-
te revelan el conocimiento de la población de las atrocidades cometidas.

De modo que, a pesar de la repetida respuesta exculpatoria –”¡no sabíamos


nada!”– millones de alemanes conocían que los judíos estaban siendo aniquila-
dos. Y casi nadie protestó. Seguramente no porque tuvieran profundas creencias
racistas, sino por indiferencia moral ante la suerte de “los otros” y por confor-
midad con la autoridad. El veredicto de Johnson es tan duro como incuestiona-
ble: “millones de alemanes corrientes son culpables de los crímenes nazis”
(Johnson, 2002, p. 481 y ss.).

6. Las explicaciones del holocausto

En las explicaciones del holocausto han intervenido muchas disciplinas,


cada una aportando su punto de vista generalmente complementario de la
perspectiva de las otras. Nosotros, obviamente, limitaremos nuestra exposi-
ción fundamentalmente al ámbito sociopsicológico, aunque será necesario
¤ Editorial UOC 206 Psicología de las relaciones de autoridad...

mencionar algunas interpretaciones de otro nivel. Para no complicar las co-


sas excesivamente, podemos distinguir tres grandes enfoques sobre las “cau-
sas” del holocausto, teniendo siempre en cuenta que no hay límites rígidos
entre ellos.

a) En una primera categoría se incluirían las explicaciones que, a falta de un


mejor vocablo, llamaremos macro.
b) Un segundo tipo incluye lo que llamaremos explicaciones por obediencia
a la autoridad.
c) Y en tercer lugar habría un conjunto de explicaciones de nivel micro y que
utiliza unidades de análisis generalmente individuales.

Pero hay que insistir en que se trata de una distinción convencional en aras
sobre todo de la claridad.

6.1. Explicaciones macro

En un nivel macro se ha postulado que eventos tales, como por ejemplo la


elevadísima tasa de paro, tradiciones culturales del propio occidente, actitudes
nacionalistas, la ideología antisemita o la humillación colectiva por la firma del
Tratado de Versalles, actuaron como importantísimos factores en la subida de
Hitler al poder y la posterior tragedia del genocidio.
Al comenzar la Segunda Guerra Mundial, C. J. Hayes, un politólogo norte-
americano, afirmó que el nazismo suponía, ante todo, un ataque a toda la civi-
lización occidental, es decir, la Grecia Clásica, la tradición judeocristiana, la
cultura medieval, la Ilustración y las ideas demoliberales del siglo XIX. Pues bien,
desde inmediatamente después de la guerra, una serie de autores –Horkheimer,
Adorno, Benjamin, Marcuse– y también Arhendt y Baumann, han establecido
una relación de continuidad y aun de “causalidad” entre precisamente las ideas
surgidas en Occidente durante la modernidad ilustrada y el holocausto. Estos
autores varían, claro está, en la selección de responsabilidades intelectuales:
¤ Editorial UOC 207 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

a) Para unos, el proceso comenzó con la crítica a la Ilustración llevada a cabo


por Hamann, Herder –alabado por Alfred Rosenberg–, Vico y su exaltación del
“carácter nacional” y los sentimientos a expensas de la razón.
b) Otros, por su parte, contemplan como un precedente del nazismo al irra-
cionalismo filosófico del siglo XIX y su exaltación del héroe y desprecio de las
masas, el humanitarismo y el igualitarismo. En este contexto, es inevitable re-
cordar, naturalmente, a Nietzsche, quien, pese a sus defensores –y aunque cier-
tamente los nazis manipularon su pensamiento– expresó ideas resueltamente
prenazis. Por ejemplo, cuando defendió la “extinción de lo perverso, lo defor-
me, lo degenerado”; y aunque no era antijudío condenó enérgicamente la mo-
ral judeo-cristiana de la compasión hacia el débil, una idea presente
constantemente en Mi Lucha. También exaltó la capacidad de la voluntad para
construir grandes empresas colectivas en disciplina y educación; para tal fin, es-
cribió, se necesitaba “un nuevo tipo de filósofo y de comandante en compara-
ción con el cual todo espíritu oculto, temible y benevolente que haya existido
en la Tierra resultaría pálido e insignificante” (Glover, 2001, p. 485).

No se trata de una opinión sin fundamento. El eminente profesor Alfred


Bäumler afirmó con gran satisfacción que el nazismo expresaba las ideas de
Nietzsche. Cuando fue nombrado catedrático de Filosofía y Pedagogía Política
(sic.) en la Universidad Humboldt de Berlín, dictó su primera lección sobre “la
sustitución del neohumanismo por una nueva categoría: la raza”. En la cátedra
le acompañaban dos esbirros de las SA y la bandera nazi. Terminada la clase, el
catedrático instó a los presentes a cruzar la calle hasta la plaza de la Ópera donde
quemaron libros de Heine, Marx y Freud (Glover, 2001, p. 501). En fin, en otras
circunstancias habría que hablar tanto de la huida del nazismo de intelectuales
de la talla de Adorno, Horkheimer, Benjamin y tantos otros, como del bochor-
noso papel representado por otras eminencias, como por ejemplo, Martin Hei-
degger, discípulo del judío Edmundo Husserl, expulsado de su cátedra en 1935
y con quien se comportó de un modo infame. Como se sabe, Heidegger llegó a
ser rector en Friburgo, aunque luego dimitió. Pero nunca condenó el nazismo.
Entre los enfoques que responsabilizan a ciertas ideas de la modernidad del
advenimiento del nazismo, sobresale ese ramillete de autores arriba citados que
formaron parte de la espléndida Escuela de Frankfurt de Investigaciones Socia-
les, fundada en 1923 y cerrada diez años después ya con Hitler en el poder, “por
¤ Editorial UOC 208 Psicología de las relaciones de autoridad...

tendencias hostiles al Estado”. En dos magistrales obras, Crítica de la Razón Ins-


trumental (Horkheimer, 1944 –hay una reedición en castellano en Biblioteca
Nueva, Madrid, 2002) y Dialéctica de la Ilustración (Adorno y Horkheimer, 1945),
ambos autores llevan a cabo la certificación del proyecto ilustrado de la razón
universal. Frente a la “razón una” del ideal platónico, la razón ha devenido mera
razón instrumental, vertebrando una lógica de la dominación (con Bacon al
fondo) en su simple articulación eficaz medios/fines. Esa reducción de la razón
ha segregado entre sí, como ya estableció Weber, las esferas de lo bueno, bello
y lo verdadero. La razón instrumental nada tiene que ver con la moral y la esté-
tica. No hay discusión racional sobre valores o fines. Lo racional se identifica
sencillamente con la utilidad. Y evidentemente el holocausto fue un complejí-
simo proyecto –aunque moralmente monstruoso– eficaz y racionalmente ejecu-
tado. Pero sus fines no pueden ser analizados en términos de racionalidad
(instrumental). Tal es el nivel de deshumanización y de vacío de sentido a que
ha conducido el progreso tecnológico.
El conocido sociólogo Zygmunt Baumann (1997a, Tester, 2002 y Mate, 2002)
es autor de muy inteligentes análisis sobre nuestro asunto de los que sólo cabe
reseñar telegráficamente alguna idea. Además de lamentar la instrumentaliza-
ción de la razón antes denunciada por la Escuela de Frankfurt –una razón que
“hace” cosas pero que no se pregunta qué cosas “hay que hacer”–, Baumann
afirma que la imposición de un orden social cualquiera genera inevitablemente
nuevos desordenes. Y ello porque siempre existirá un “desencajamiento” entre
el discurso teórico que legitime ese orden y la realidad social empírica sobre la
que se pretende aplicar.
Pues bien, hay colectivos de individuos –caso de los judíos– que en la historia
han sido contemplados como seres “ambiguos”, difícilmente clasificables en
una ordenación de “clases discretas”. Pero al llegar el periodo de los “naciona-
lismos” la cosa se agravó: los judíos entonces no se acoplaban al nuevo orden
racional; eran un “borrón esparcido” en la homogénea totalidad unitaria: “esta-
ban dentro, pero no eran de dentro” apunta Baumann. De ahí que estos “extra-
ños” no pertenecientes a la “clase normal” tuvieran que ser eliminados.
Una última afirmación de nuestro autor: la idea de progreso tan venerada
por la modernidad, establece el futuro y con ello la propia condición del indivi-
duo, quedando éste reducido a simple agente operante en la consecución de tan
borroso objetivo. Se desvanece entonces la “humanidad” de las personas de car-
¤ Editorial UOC 209 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

ne y hueso, meras piezas de una gigantesca maquinaria que algún día alcanzará
su objetivo: en nuestro caso, el Tercer Reich de los mil años.
A propósito del progreso, en el libro de Reyes Mate (2003b, pp. 33-69) puede
leerse un documentado análisis de cómo en el pensamiento occidental –”desde
los jónicos hasta Jena” como decía Rosenzweig– hay ideas que prefiguran la
ideología nazi: la preferencia occidental por las “causas únicas” –naturaleza,
dios, humanidad, proletariado, etc.– simplifican y reducen la inmensa comple-
jidad de la realidad. Eso mismo hicieron los hitlerianos con el concepto de raza.
En este nivel de explicación macro hay que aludir, pues no dejan de tener
cierto crédito para algunos, algunas pintorescas explicaciones, por decirlo sua-
vemente. Así, Stein (1984) publicó en una revista de las llamadas “de impacto”
un artículo sobre el holocausto y la historia del judaísmo. El modelo teórico que
utiliza es el de la ya mencionada “Psicohistoria”. El trabajo, en síntesis, puede
incluso ser considerado como gravemente ofensivo para las víctimas del geno-
cidio, a las que prácticamente se culpa de sus desgracias. Pues según Stein, el ho-
locausto fue el resultado de la confluencia de dos factores:

• la disponibilidad judía para el sacrificio,


• la necesidad por parte de los nazis de resolver sus propios problemas colecti-
vos intrapsíquicos proyectando su propio “self malo” sobre los judíos.

La tantas veces analizada pasividad de éstos se explicaría como una atávica for-
ma de complicidad del pueblo judío en la solución final. De modo que es en el
propio sentido de la historia del judaísmo donde se encontraría la explicación de
Auschwitz. El holocausto no es un evento aislado en la historia de los judíos. Éstos
poseerían un rol “inconscientemente determinante” en la producción de los de-
sastres históricos que han padecido durante dos mil años. El pasaje del Génesis en
el que Abraham está dispuesto a matar a su único hijo Isaac sería la clave para ex-
plicar el holocausto, siempre según Stein. Históricamente, los judíos han asumido
el rol de un “Isaac colectivo” castigado por un Dios colérico. La proclamación de
la inocencia no altera la voluntad del verdugo. De este modo, los judíos se auto-
constituyeron como pueblo-mártir dispuestos a sacrificarse, pero a la vez esperan-
do su redención por parte de Dios. Como puede advertirse, el holocausto se presta
a muy variados discursos interpretativos.
¤ Editorial UOC 210 Psicología de las relaciones de autoridad...

Una de las preguntas más insistentes en la literatura sobre el nazismo es la


siguiente: ¿cuáles pueden ser las razones por las que un país como Alemania se
identificó e incluso veneró a un personaje como Hitler?
Por de pronto hay que recordar que éste subió al poder mediante una manio-
bra política urdida por Hindenburg y Von Papen, entre otros, como una forma
de controlar a quien consideraban un despreciable demagogo que fracasaría en
poco tiempo quedando fuera del escenario político. Pero Hitler no sólo no des-
apareció, sino que a través de un “irresistible ascenso” llegó a contar con el apo-
yo entusiasta de la mayoría de los alemanes. Kressel (1996), un conocido
especialista en Psicología Política, cree que hay tres respuestas fundamentales
no excluyentes para responder a esta cuestión.

1) En primer lugar, una de las claves del éxito de Hitler fue su profundo y
persistente antisemitismo, una auténtica obsesión para él. Kressel sostiene, nada
menos, que su odio a los judíos “fue la razón por la que buscó el poder en primer
lugar” (Kressel, 1996, p. 128). Creyó firmemente –ya lo vimos en su panfleto Mi
Lucha– que los judíos constituían una desgracia para la humanidad. Y, como vi-
mos anteriormente, estos prejuicios encajaban perfectamente con la tradición
antisemita alemana, y en modo alguno desentonaban con el militarismo pru-
siano y la propia estructura autoritaria de la familia alemana, como puso de ma-
nifiesto la Escuela de Francfurt. Pero a todo esto hay que añadir otras cosas.

• Por un lado, el factor ya citado que favoreció extraordinariamente su as-


censo al poder: la nunca olvidada humillación que significó para Alema-
nia la vergonzosa rendición en Versalles, de la cual los nazis acusaron a
judíos y comunistas.
• Y, por otra parte, Hitler mejoró sensiblemente el bienestar económico de
Alemania. Además, no se enfrentó abiertamente con las Iglesias, aplastó
toda oposición política, restauró el orden social, recuperó el orgullo na-
cional, etc. Y, desde luego, redujo el “miedo” de la gente, esa emoción tan
importante en política, como sabemos desde el gran Hobbes. Es induda-
ble que Hitler fue un gran orador, y su discurso encajó bien con las nece-
sidades e intereses de las clases medias y altas. Además, contó con la
ayuda de un maléfico maestro de la propaganda como era Goebbels. Fue
Goebbels quien creó el mito de Hitler presentándolo como un líder since-
¤ Editorial UOC 211 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

ro, virtuoso, desinteresado, arquitecto de la prosperidad alemana, guardián


de la moralidad pública, incomparable estratega militar y –algo muy impor-
tante– un baluarte contra los comunistas y los judíos (Kressel, 1996).

2) El segundo argumento desarrollado por Kressel trata de explicar la conver-


sión al nazismo de aquellos que no sólo no votaron a Hitler en 1933, sino que
estaban resueltamente en su contra. En enero de ese año Hitler tenía el apoyo
de la mitad de los alemanes, pero 17 meses después le aclamaron casi el 90%.
Desechada la apelación al terror, hay dos nociones procedentes del campo de la
Psicología Social que pueden ayudar a entender tan masiva transformación:

• La primera se inscribe en una vieja cuestión como es la relación entre acti-


tudes y conducta, es decir, la discrepancia frecuente entre lo que pensamos
y sentimos y lo que hacemos. Una de las varias respuestas a este problema
consiste en afirmar que es la conducta, precisamente, la que “causa” las
actitudes, y no al revés, en la línea de aquella repetida afirmación marxia-
na de que “no es la conciencia lo que determina la vida, sino la vida la
que determina la conciencia”. En esta línea argumentativa, tanto la teoría
de la disonancia como la teoría de la autopercepción sostienen que es pre-
cisamente analizando el propio comportamiento como el sujeto infiere
sus propias actitudes. De modo que, como observa Kressel, vivir en una
“jaula nazi” –periódicos, mítines, conversaciones elogiosas sobre Hitler,
etc.– pudieron suscitar en muchos actitudes pro nazis.
• La segunda noción psicosociológica también tiene que ver con las actitu-
des, y concretamente con las técnicas para su modificación. Una de ellas
es la llamada técnica del pie en la puerta: si alguien cede ante peticiones sin
importancia, será más fácil que luego acceda a requerimientos de mayor
alcance. Hitler fue graduando sus medidas antisemitas mediante leyes
que, una a una, no fueron mayoritariamente rechazadas. Pero una vez ad-
mitidas las primeras, las otras fueron progresivamente toleradas, aunque
fueran auténticamente perversas.

3) Finalmente, el tercer argumento sobre el fervor de los alemanes hacia Hi-


tler se refiere a los orígenes del holocausto. Es ya algo generalmente aceptado que
el genocidio fue posible por la participación, directa o indirecta, de millones de
alemanes. Como escribe Hilberg, un prestigioso historiador especialista en el ré-
¤ Editorial UOC 212 Psicología de las relaciones de autoridad...

gimen nazi, en el Holocausto participaron todos los componentes de la vida or-


ganizada de Alemania:

– diversos ministerios promulgaron leyes antisemitas,


– organizaron las deportaciones a los campos,
– confiscaron bienes judíos,
– empresas privadas utilizaron a trabajadores condenados y suministraron
gas letal para los hornos crematorios,
– personal de la universidad expulsó a los profesores, etc.

Y todo eso fue posible porque miles de personas lo posibilitaron desde sus
puestos de trabajo. Hoy sabemos que si no hicieron su tarea no fue porque esta-
ban aterrorizados, ya que el régimen no asesinó ni envió a los campos a aquellos
alemanes que se negaron a matar inocentes (Kressel, 1996. p. 158).

6.2. La obediencia a la autoridad

Este último argumento enlaza con el segundo tipo de explicaciones sobre el


holocausto que hemos denominado de obediencia a la autoridad. Una explica-
ción, como ya se puede adivinar, bien conocida en Psicología Social. Durante
los procesos de “desnazificación” que hubo en Alemania después de la guerra,
miles de alemanes fueron interrogados acerca de sus diferentes responsabilida-
des en las atrocidades cometidas por el régimen nazi.
Entre ellos se encontraba, por ejemplo, Emanuel Schäfer, jefe de la Gestapo
en Colonia entre 1940 y 1942, y responsable de las deportaciones de 13.500 ju-
díos, de los que sobrevivieron 600. Se exculpó afirmando que hizo aquello “obe-
deciendo” órdenes de sus superiores. En el juicio de Nuremberg, Keitel, Mariscal
de Campo del Ejército Alemán y responsable directo de la matanza de millones
de personas en la URSS, se definió como un buen soldado que “obedecía” a sus
superiores. Aunque admitió que la guerra fue un error, declaró no sentirse cul-
pable: era un militar honorable que se negó a pedir clemencia y solicitó ser fu-
silado, no ahorcado.
En ese mismo juicio, Goering, ministro del Aire y prácticamente número dos
del régimen, negó (sic.) conocer la existencia de campos de concentración y se
¤ Editorial UOC 213 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

desvinculó de la promulgación de las leyes racistas. Este fanático cobarde culpó a


Himmler, a quien odiaba a muerte, y afirmó que dentro de cincuenta o sesenta
años en toda Alemania se levantarían estatuas en su memoria. Se autocalificó
como un político que cumplió con su deber restableciendo el honor nacional tras
la humillación de Versalles. Rudolph Hess fue comandante del repetidamente ci-
tado campo de exterminio de Auschwitz. Antes de su ejecución, proclamó que era
un patriota al servicio de su país y que siempre valoró por encima de otra cosa la
“obediencia a la autoridad” y, por descontado, que nada tenía personalmente
contra los judíos. El comandante del campo de exterminio de Treblinka se llama-
ba Franz Stangl. Este criminal confesó que aborrecía ver sangre, que estaba muy
descontento con el trabajo que hacía y que quiso dimitir varias veces, pero no le
dejaron. De modo que desempeñó sus funciones “obedeciendo” a sus superiores.
Son unos pocos ejemplos recogidos por Johnson y Kressel. Podrían citarse mu-
chos más, pues esa cantinela se escuchó miles de veces en los procesos contra los
nazis. No sabían nada, y si se demostraba que sí que sabían, simplemente “obe-
decieron órdenes” disciplinadamente. Todo lo cual, claro está, nos remite a los fa-
mosísimos experimentos de Milgram ya estudiados en capítulos anteriores, y por
lo tanto no nos detendremos en su análisis ni en las fundamentadas críticas de
que han sido objeto. Recuérdese que una de las posibles interpretaciones de los
hallazgos de Milgram fue la de que, potencialmente, en todos nosotros “anida un
asesino”. En 1979, en una entrevista, el propio Milgram afirmó que si en Estados
Unidos se crearan una serie de campos de exterminio, habría personal suficiente
para que funcionaran en cualquier ciudad americana. Esa importancia atribuida
a la “situación” concierta, por otra parte, perfectamente, con lo que Ross (1977)
denominó el error fundamental de atribución: esto es, atribuir a rasgos o caracterís-
ticas internas de los agentes la explicación de sus acciones minimizando la in-
fluencia de la situación en que tales acciones se realizan, y, desde luego, los
sujetos experimentales de Milgram –los que “obedecieron”, naturalmente– han
sido asimilados a los burócratas nazis –el caso de Eichman retratado por Hanna
Arendt es un excelente ejemplo– que, desapasionadamente, se limitaron a obedecer
las órdenes de sus jefes (muy oportunamente Kressel puntualiza que Gordon
Allport llamó a la investigación de Milgram el experimento Eichman).
No hay que exagerar, sin embargo, la significación de los estudios de Mil-
gram para una adecuada comprensión del holocausto. Varios autores han for-
mulado muy razonables críticas acerca de la mecánica aplicación de los procesos
¤ Editorial UOC 214 Psicología de las relaciones de autoridad...

de obediencia de los sujetos experimentales del psicólogo norteamericano a los


verdugos3. Ciertamente, Milgram puso de manifiesto, de modo alarmante,
cómo en determinadas situaciones puede llegar a comportarse la “gente corrien-
te”. Y también que sin esa tendencia a obedecer a la autoridad probablemente no
se hubiera producido el holocausto, y que uno comete más fácilmente acciones
perversas si puede endosar a otros la responsabilidad.
Pero son obvias las diferencias entre las atrocidades nazis y las respuestas de
los sujetos de Milgram. Está claro que el norteamericano obtuvo obediencia –
durante una hora– a partir de un valor positivo como era el de aumentar nuestro
conocimiento científico. Y aseguró que no habría daño permanente para las
“víctimas”. Por lo demás, recordemos que, cuando Milgram no estaba presente
dando órdenes, el nivel de obediencia descendió.
En los campos de exterminio no hubo presencia constante de los jerarcas na-
zis, ni amenazas, ni presiones. Los verdugos no sólo acataron las órdenes, sino
que las interiorizaron y acataron durante años. Obedecer a un prestigioso cien-
tífico con motivo del progreso del saber no es igual, evidentemente, que obede-
cer al asesino que ordena administrar en las cámaras de duchas el gas letal. Y
finalmente, algo importante: Milgram, obsesionado por demostrar el influyente
papel de la situación, menospreció las evidentes diferencias individuales que
había en las respuestas de sus sujetos, algo que con mucha razón le reprochan
tanto Kelman y Hamilton (1989) como Miller (1990).
Sólo un dato: de los 540 sujetos en las 16 variaciones experimentales, 324, es
decir, el 60% desobedecieron en algún momento en la secuencia de órdenes.
¿Por qué Milgram no escribió otro libro analizando esos desobedientes?

6.3. Explicaciones micro

Por último, vamos a referirnos al tercer grupo de explicaciones, de carácter


micro o individual. Las explicaciones –en verdad simplistas– individual(istas)
del nazismo han sido mayoritariamente propuestas por el psicoanálisis y más

3. Entre los autores que han criticado esta mecánica aplicación de la obediencia en los estudios de
Milgram, tenemos a Kelman y Hamilton (1989), Kressel (1996), Radtke (1998), Miller (1986, 1990),
Blass (2000).
¤ Editorial UOC 215 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

concretamente por la psicohistoria. En definitiva, ese mal absoluto paradigmá-


ticamente simbolizado por el nazismo, sería al cabo resultado del comporta-
miento de un psicópata: Hitler.

a) Para unos, sus propias angustias eran tales que necesitó condensarlas y
proyectarlas paranoicamente en un solo objetivo: los judíos.
b) Otros, como cabría adivinar, acuden al complejo de Edipo... mal resuelto,
naturalmente.
c) En otras versiones, se cuenta que, cuando falleció el padre de Hitler, un
médico judío, Edward Bloch, emergió en la mente del futuro genocida como
sustituto del padre, hacia quien Hitler desarrolló fuertes sentimientos ambiva-
lentes. Al morir su madre, Hitler culpó al médico y a partir de entonces matar a
los judíos fue un medio psicológico de asesinar al padre, etc.
d) Pero la cosa no para ahí; también parece que la maldad del genocida pro-
venía de su sentimiento de inseguridad por faltarle un testículo, porque era sa-
domasoquista, o, alternativamente, obsesivo-paranoide, narcisista, etc. (Kressel,
1996). En definitiva, en la personalidad del caudillo nazi estaría la clave expli-
cativa de todo lo que pasó.
e) Más cercanamente, Alford (1990), utilizando la teoría de Melanie Klein ha
aventurado una interpretación psicoanalítica más del nazismo apoyada en la fi-
gura del genocida. En síntesis, Melanie Klein sostiene que en los humanos existe
una disposición innata para el odio y la agresión. Este impulso nos llevaría a des-
truir lo bueno y reemplazarlo por lo malo. El mecanismo operante aquí es la en-
vidia, que busca eliminar lo bueno, pues su existencia fuera del sujeto le revela
a éste su propia imperfección. Así las cosas, la irresistible atracción de los alema-
nes hacia Hitler, y que les conduciría al abismo, se explica por la confusión en
sus seguidores entre objeto bueno y malo. De modo que el miedo y la culpa con-
virtieron a los judíos en objeto malo.
Cada ser humano, según Klein, es constitutivamente un potencial genocida,
pero generalmente las personas subordinamos tan monstruosa tendencia a
amar y cuidar a los nuestros, otro impulso también innato. Pues bien, es preci-
samente la interacción entre el mal congénito que anida en nosotros con ciertas
ideologías e instituciones lo que explica el mal en el mundo y concretamente el
nazismo. El exterminio judío se llevó a cabo a través de una gigantesca y eficaz
organización burocrática de la que Eichman sería símbolo supremo. La realiza-
¤ Editorial UOC 216 Psicología de las relaciones de autoridad...

ción de tareas parciales en la red organizacional permitió separar responsabili-


dad y eficacia. El rutinario cumplimiento del deber exoneró de incómodas
preguntas sobre los fines perseguidos. Pero todo ello no es sino una simple de-
fensa contra nuestra cólera y agresión connaturales. Lo que parece concluir Al-
ford es que la malhadada interacción entre el odio y agresión humanos y la
ideología nazi explica satisfactoriamente el genocidio. Pero luego insiste en que
es el odio, intrínseco a la naturaleza humana, la auténtica fuente del mal. Es esa
natural disposición lo que explotan las ideologías de la barbarie.
f) También en esta línea individualista se incluye la explicación que utiliza
la noción de personalidad autoritaria como elemento fundamental en el surgi-
miento del nazismo. Analizada suficientemente en el capítulo anterior, no nos
detendremos en ella; solamente hay que añadir que, concluida la guerra, algu-
nos estudios realizados con prisioneros de guerra alemanes revelaron una es-
tructura autoritaria en su personalidad. Asimismo, con muestras de miembros
de las SS se halló idéntico resultado, con la particularidad de que en este último
caso los sujetos habían tenido durante su infancia figuras maternas anormal-
mente dominantes. Un sociólogo, antiguo prisionero de un campo de concen-
tración, administró una variante de la escala F de autoritarismo a 200 antiguos
miembros de las SS y el ejército. Los primeros puntuaron significativamente
más alto que los soldados del ejército. Y ambos grupos, además de mostrarse or-
gullosos por su pasada actividad militar, valoraron las virtudes de la lealtad y el
honor sobre la justicia (Kressel, 1996).
En cualquier caso, sería incurrir, como mínimo, en un inaceptable reduccio-
nismo el hecho de sostener que el nazismo puede explicarse apelando a los ma-
yores o menores niveles de autoritarismo de la población alemana.
g) La última gran explicación psicológica-individual de los desastres del na-
zismo ha sido desarrollada por David Goldhagen en su muy exitoso y volumi-
noso libro Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto,
publicado en 1996 y traducido un año después al castellano (En un año, se ven-
dieron 600.000 ejemplares del libro, fue traducido a seis idiomas y citado en
2.000 artículos. Aunque no es fácil dar cuenta de los documentados argumentos
expuestos a lo largo de 750 páginas, trataremos de sintetizar las fundamentales te-
sis defendidas en su obra por el profesor norteamericano.
Al comienzo del libro, Goldhagen lleva a cabo una crítica radical a las expli-
caciones basadas en factores históricos, económicos, políticos, o sociológicos,
¤ Editorial UOC 217 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

como los que hemos visto anteriormente: se ha recurrido, escribe, a fuerzas so-
ciales impersonales, estructuras de autoridad, mentalidades burocráticas, perso-
nalidades despóticas, instituciones abstractas, sin reconocer lo que es evidente:

– (los asesinos nazis) “[...] tenían opiniones sobre lo que estaban haciendo
y que éstas fundamentaron en gran medida las opciones que tomaban al
elegir sus actuaciones.”

Goldhagen (1997, p. 20).

Su enfoque, afirma el autor, prescinde de explicaciones universales, sociales


y psicológicas ahistóricas, tales como la idea de que la gente obedece a cualquier
autoridad –en clara alusión a las explicaciones basadas en los experimentos de
Milgram–, o de que actuará de tal modo por presión del grupo. El holocausto
fue un fenómeno específicamente alemán, un hecho atroz, único en la historia
de Europa. Y su auténtica naturaleza debe ser explicada analizando la sociedad
alemana y sólo la sociedad alemana.
Pues los perpetradores de las masacres fueron alemanes, unos nazis y otros
no. Perpetrador, define Goldhagen, fue todo aquel que “a sabiendas, contribuyó
directamente a la matanza de judíos, en general cualquiera que trabajara en una
institución de matanza genocida” (p. 216). Por ejemplo, aquellos que formaron
parte de un pelotón de fusilamiento o los que detenían y deportaban a los judíos
sabiendo cuál era su destino, acordonaban las zonas donde se realizaban los fu-
silamientos, los maquinistas de los trenes que llegaban a los campos de exter-
minio, los que denunciaban a judíos, etc.
Los cómplices alemanes, continua Goldhagen, trataron de exculparse tras la
derrota apelando a cinco argumentos:

1) Una implacable presión del aparato nazi que les obligaba a matar; si no
obedecían, eran severamente castigados e incluso ellos mismos asesinados.
2) Hitler los hechizó y le obedecieron ciegamente ayudados en esto por la
tradicional educación de la sociedad alemana en el respeto a la autoridad.
3) Hubo enorme presión psicosocial de los camaradas a la que no podían
sustraerse, por ejemplo en los campos de exterminio, aunque no estuvieran
de acuerdo.
¤ Editorial UOC 218 Psicología de las relaciones de autoridad...

4) Eran simples burócratas –eso confesó Eichmann antes de ser ahorcado–


que cumplían lo mejor que podían con la tarea asignada. Fueron las “institucio-
nes” las responsables últimas del genocidio.
5) Dada la enorme fragmentación de las tareas, ignoraban el objetivo final,
el exterminio judío.
Goldhagen, a lo largo del libro, va desmintiendo convincentemente estas ex-
cusas, utilizando un impresionante aparato documental. Hecho esto, plantea su
propia tesis que, en resumen, es la siguiente: el holocausto fue un evento espe-
cíficamente alemán explicable fundamentalmente por las creencias antisemitas
de la sociedad alemana en general y de los nazis en particular, sobre todo de
Adolf Hitler. Fueron, pues, las creencias antisemitas “eliminacionistas” –a cuya
existencia, dice Goldhagen, tan decisivamente contribuyó la Iglesia católica– las
que condujeron a que los alemanes corrientes, dirigidos por el más antisemita de
todos ellos, cometieran aquel espantoso crimen. Ellos, millones de ciudadanos
alemanes, fueron responsables del holocausto.
La explicación monocausal de Goldhagen, demasiado esquemáticamente
expuesta aquí, ha desencadenado, como era previsible, un diluvio de críticas, al-
gunas de las cuales sintetizaremos a continuación (Radtke, 1998).

a) En primer lugar, naturalmente, se ha puesto de relieve la imposibilidad de


explicar algo tan complejo como el nazismo a partir de una causa, por central
que sea. El análisis de Goldhagen incurre en un inaceptable reduccionismo psico-
logista sin tomar en cuenta el contexto histórico. Que los alemanes corrientes
eran mayoritariamente antisemitas parece un hecho bien confirmado. Pero
Goldhagen no aporta evidencia de que tal prejuicio antisemita fuera “elimina-
tivo” o exterminador. Y por otra parte, Hitler también ordenó aniquilar a millo-
nes de comunistas en Rusia: ¿actuó también en esta matanza un racismo
exterminador antibolchevique? Más bien parece, como sostiene Brannigan, que
el antisemitismo alemán fue un componente de la sociedad alemana muy bien
instrumentado por la diabólica propaganda de Goebbels para fortalecer la uni-
dad endogrupal de los “arios”. La noción de prejuicio antisemita “eliminativo”
denota la existencia de una estructura cognitiva rígida, profunda, inmune a va-
riaciones a lo largo del tiempo. Pero es evidente que el exterminio judío se de-
sarrolló según un proceso a largo plazo. En marzo de 1942, casi el 80% de todas
las víctimas del holocausto aún estaban vivas. En febrero de 1943, once meses
¤ Editorial UOC 219 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

después, era justamente al revés. Es decir, el antisemitismo alemán fluctuó a lo


largo del régimen nazi y como Goldhagen celebra al final de su libro, declinó
muy considerablemente tras el final de la guerra.
b) Una segunda crítica formulada a Goldhagen es la injustificable omisión
en su libro de los campos de exterminio. Dice el norteamericano que no habla de
ellos porque apenas hay datos fiables sobre lo que allí sucedió, y añade que las
cámaras de gas no son lo más relevante del genocidio nazi. Sin cámaras o con
ellas, afirma, el exterminio se hubiera llevado a cabo igualmente. Con lo que,
como señala Kandel, hurta al Holocausto una de sus más terroríficas dimensio-
nes al equipararlo con otra “matanza” más de las sucedidas a lo largo de la his-
toria. Algo, por cierto, contradictorio con su tesis de que el holocausto fue un
fenómeno específicamente alemán.
c) En tercer lugar, Leon Rappoport ha acusado a Goldhagen de “negligente”
y “arrogante”. Quiso hacerse famoso –y evidentemente lo logró– mostrando
cómo la gente –los alemanes corrientes– es peor aún de lo que pensamos. No
cita ni una sola vez a Marx o Freud y eso es intolerable al hablar del antisemitis-
mo. Y, más sustantivamente, es inadmisible su afirmación de que el antisemi-
tismo es un fenómeno estrictamente alemán. Lituanos, polacos, rusos y austriacos
eran por entonces tan antisemitas como los alemanes. Hay que decir respecto a
esto que Baumann (2002) ha introducido una inteligente diferencia respecto a
los prejuicios existentes durante la historia de la humanidad y el antisemitismo
nazi: durante siglos se ha perseguido y asesinado a otros grupos “extraños” o
“infieles” –recuérdese al respecto la Iglesia católica– por lo que hacían. Hitler los
asesinó por lo que eran. Y si un “infiel” podía “convertirse”, un judío no puede
nunca dejar de serlo: en su naturaleza, concluye Baumann, lleva su pecado.
Con lo que acabamos de exponer, no se agota, ni mucho menos, el repertorio
de explicaciones del nazismo, pero es menester ir concluyendo. Digamos tan
sólo que en la prestigiosa Escuela de Frankfurt, antes de que Hitler la clausurara
y sus miembros tuvieran que huir de Alemania, se realizaron una serie de inte-
resantísimos estudios sobre la estructura de autoridad de la familia en Alemania,
que luego fueron utilizados por diversos autores en la explicación del antisemi-
tismo en general en la etapa “americana” de la Escuela.
Precisamente, un eminente miembro de esta Escuela, Erich Fromm, también
judío emigrado a Estados Unidos, es autor de algunos estudios sobre Hitler
(Fromm, 1975) y sobre el nazismo (Fromm, 1995, pp. 202-230). En su probable-
¤ Editorial UOC 220 Psicología de las relaciones de autoridad...

mente mejor obra, El miedo a la libertad, publicada en 1947, Fromm desarrolla


una teoría sobre el origen del régimen hitleriano particularmente interesante.
De entrada, invalida dos aceptadas explicaciones del nazismo:

• La primera sostiene que se trató de un fenómeno económico (imperialis-


ta) y político en el que un partido autoritario conquistó el poder del Esta-
do y aterrorizó a la sociedad, que se vio obligada a obedecer sus criminales
mandatos.
• La segunda contempla al nazismo como obra exclusiva de un demente al
mando de una pandilla de dementes.

Para Fromm ninguna de estas dos explicaciones es por sí misma correcta,


pero su articulación sí que lo es; de modo que nuestro autor se aplica a describir
la situación social y económica de Alemania durante la República de Weimar tal
y como pudimos ver páginas atrás: enorme declive económico, depresión colec-
tiva, desorden familiar y social, etc. Y, desde luego, aunque Fromm no insiste
en ello, miedo, mucho miedo.
Había un enorme resentimiento tanto entre los campesinos, como entre las
clases medias arruinadas, y mucho odio en los obreros que sufrieron serias de-
rrotas en sus reivindicaciones sociales y políticas. Las clases dominantes, que
también tenían mucho miedo, vieron a Hitler, siquiera momentáneamente,
como alguien profundamente anticomunista que defendía al cabo sus intereses
de clase. De modo que aquel “don nadie” de clase media-baja, sin oficio ni be-
neficio, tal y como se autodescribe en Mi Lucha, conquista el poder, no por las
astucias de la razón, sino tras una desventurada combinación de factores.
La pequeña burguesía se identificó con el futuro genocida, el cual, hábilmen-
te, nunca se enfrentó con el capital industrial alemán. Y, desde luego, tal y como
antes quedó dicho, en pocos años mejoró sustancialmente la situación econó-
mica y social alemana: millones de pequeños burgueses obtuvieron empleo, di-
nero y poder en la burocracia del aparato nazi, muchas veces a expensas de los
judíos expulsados de sus puestos de trabajo. Lo que vino después no lo cuenta
Fromm, pero ya lo sabemos.
El análisis de Fromm puede ser complementado con los argumentos de Glo-
ver (2001, p. 536 y ss.). Muy agudamente escribe éste que en la situación en la
que se encontraba la República de Weimar –paro, ruina económica, miedo, etc.–
¤ Editorial UOC 221 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

podía haber triunfado no Hitler, sino el comunismo que también garantiza se-
guridad a través del Estado. Pero quienes ganaron fueron los nazis y ello porque
manipularon muy eficazmente los sentimientos nacionalistas frente a la “soli-
daridad internacionalista” marxista. Hitler no era precisamente un ilustrado y
el nazismo jamás defendió los derechos del hombre, sino que, de modo particu-
larista, exaltó hasta la exacerbación los valores de la raza aria pura germana.
Para Glover, la explicación del holocausto no reside por separado ni en el anti-
semitismo alemán ni en entes abstractos, como la razón instrumental, la burocra-
cia, etc., sino, una vez más, en una conjunción de ambas: los asesinatos fueron
cometidos por personas concretas y organizados por instituciones. Y, por supuesto,
Glover cree que el genocidio fue una acontecimiento “alemán”, único, con rasgos
propios en la historia de los genocidios; no en cuanto a número de muertos, pues
en eso el régimen de Stalin, por ejemplo, lo superó, sino por el odio que guió todo
el proceso. Como afirma un autor, nunca una nación con su máximo dirigente a la
cabeza anunció primero y asesinó después a ancianos, mujeres, niños, bebés, utili-
zando todo el aparato del Estado (Glover, 2001, p. 539).
Por último, sería injusto no mencionar, aunque sea telegráficamente, los
análisis del nazismo que realizó el freudo-marxista Wilhem Reich en su obra
Psicología de las masas del fascismo y cuya publicación en 1933 le valió, por cierto,
su expulsión de la Sociedad Alemana de Psicoanálisis4. Para Reich, el marxismo
“vulgar” ha sido incapaz de entender el ascenso del hitlerismo al ver la ideología
exclusivamente determinada por la infraestructura económica. Sin advertir cómo
es la ideología la que reobra e influye a su vez en esta última. La cuestión es expli-
car por qué las masas aceptaron la ideología del nazismo.
En una sociedad, afirma Reich, el desarrollo tecnológico va siempre por de-
lante de las estructuras psicológicas de los individuos, de modo que las condi-
ciones sociales de existencia de éstos no coinciden con sus creencias ideológicas.
Si se diera una correspondencia exacta entre situación económica e ideología,
ya hubiera habido una revolución en Alemania. Es la psicología política la que
debe explicar por qué los explotados no se rebelan; la psicología de la clase tra-
bajadora está sujeta a un proceso de escisión: por su posición social, los trabaja-
dores están predispuestos a la revolución, pero la ideología autoritaria en la que
han sido educados tiende a hacerlos conservadores. Ésa es la clave para nuestro

4. Hay que recordar que Reich también fue expulsado del Partido Comunista Alemán.
¤ Editorial UOC 222 Psicología de las relaciones de autoridad...

autor: analizar cómo actúan en la mente de los trabajadores las fuerzas reaccio-
narias y revolucionarias.
El psicoanálisis heterodoxo de Reich sostiene que la represión cultural opera
a través del matrimonio y la estructura familiar patriarcal. Es la familia –el Esta-
do en miniatura– la que va transformando al niño en un ciudadano dócil, su-
miso, obediente a la autoridad. El mecanismo básico subyacente a este proceso
es la represión sexual por parte de la familia desde la infancia. Es esta represión
sexual la que produce la mentalidad reaccionaria de las masas y su tendencia a
sostener un orden social autoritario de tal modo que los explotados piensan,
sienten y actúan en contra de sus propios intereses materiales.
Y por lo que respecta a las clases medias y bajas, mayoritaria base social del
nazismo, su estructura familiar es igualmente autoritaria. Pero el pequeño bur-
gués, en su deseo de distinguirse de la clase trabajadora, muestra orgulloso su
supuesta “moralidad sexual”. Se identifica ideológicamente con la clase domi-
nante y compensa así sus miserias económicas haciendo ostentación de un pu-
ritano comportamiento sexual. De ese modo, utiliza abundantemente los
conceptos de “honor y deber” –muy queridos por los fascistas– derivados de sus
actitudes hacia la sexualidad.
En definitiva, concluye Reich, el Estado nazi tiene un fiel representante en
cada una de las familias: el padre. Es éste quien reproduce en sus hijos la repre-
sión sexual y, como consecuencia, la obediencia a la autoridad. Habla luego,
Reich, de otras cosas, por ejemplo de cómo Goebbels manipuló la relación ma-
dre/hijo con el patriotismo alemán, así como de la vinculación entre el nazismo
y la angustia neurótica surgida de la represión sexual. Asimismo, aventura una
interpretación de la esvástica en clave psicoanalítica (De Marchi, 1974). Pero no
cabe entrar en detalles, pues debemos poner un definitivo punto final a estas
páginas quizá ya excesivamente prolongadas.
¤ Editorial UOC 223 Capítulo VI. La modernidad y los usos...

Resumen

En el mes de diciembre del año 2002, en su discurso de agradecimiento por


haber sido galardonado con el premio Nobel de Literatura, Imre Kertesz –un su-
perviviente del genocidio– dijo: “Lo que descubrí en Auschwitz es la condición
humana, el punto final de una gran aventura a la que el viajero europeo llegó
después de 2.000 años de historia cultural y moral”.
Además de las inagotables reflexiones morales planteadas por el episodio nazi –
y por tantas masacres habidas en el sangriento siglo XX, desde el Gulag a Hiroshima,
pasando por Camboya, Vietnam o África–, los análisis realizados desde las Ciencias
Sociales nos han dejado enseñanzas que deberían ser aprovechadas. Una de las co-
sas que más da que pensar del horror nazi es que quienes cometieron aquellos crí-
menes no estaban “hechos de una sustancia diferente a nosotros”. Salvo una
minoría, acaso mentalmente perturbada, el resto eran, en efecto, ciudadanos co-
rrientes. Lo que no fue “corriente” es la situación histórica en la que vivieron. Lo
que nos hace comprobar, una vez más, que cualquier cabal explicación de los com-
portamientos humanos debe tener en cuenta el yo, pero también su circunstancia.
De este modo, podemos advertir cómo determinadas situaciones de injusticia so-
cial, desorden, desempleo, propician la aparición de líderes mesiánicos resuelta-
mente apoyados por millones de personas. Una mezcla explosiva de miedo,
esperanza, odio y resentimiento llevó a los alemanes a preferir la dictadura, el orden
y la seguridad, a las libertades de la democracia parlamentaria.
Y hay que hacer notar la facilidad con que la gente asume ideologías deshu-
manizadoras y puede cometer atrocidades cumpliendo con su deber y obede-
ciendo a la autoridad. Y no menos importante: sabemos por las teorías de la
complejidad cómo causas insignificantes pueden desencadenar efectos colosa-
les. Probablemente, los millones de alemanes que votaron a Hitler en 1933 no
anticiparon en absoluto los crímenes que vendrían después. Y los millones de
personas que hicieron funcionar la infernal maquinaria del genocidio desde sus
¤ Editorial UOC 224 Psicología de las relaciones de autoridad...

rutinarios puestos de trabajo aparentemente no se sintieron culpables del holo-


causto. Son –ahora ya lo sabemos– las consecuencias no intentadas de las accio-
nes humanas.
En cuanto al futuro, poco cabe aventurar a medio o largo plazo. Algunos ar-
tículos y libros recientes hablan de la nueva judeofobia, de las tendencias de los
nuevos fascismos a organizarse por encima de las fronteras, del nuevo antisemi-
tismo europeo (Beck) e incluso Carl Amery (2002) nos alerta acerca de un peli-
gro futuro al preguntarse “¿fue Hitler un precursor?”. Y Tugendhat recuerda los
experimentos nazis en Auschwitz a propósito de la inquietante propuesta de Pe-
ter Sloterdijk de aplicar las novísimas biotecnologías para la “mejora moral” de
los humanos. Probablemente sean meramente manifestaciones sin mayor relie-
ve, incongruentes con nuestra “postmodernidad líquida” en la que ha desapa-
recido todo sentido de la historia. No obstante, sería sumamente peligroso
perder completamente la memoria: en el campo de Dachau puede leerse la frase
de Santayana: “el que olvida la historia está condenado a repetirla”. Porque hay
que recordar, constantemente, aquella advertencia de Albert Camus al final de
La Peste, esa espléndida parábola de la ocupación de Francia por el nazismo, pu-
blicada en 1947:

“[...] oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta
alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba
lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás,
que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espe-
ra pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los pa-
peles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los
hombres, despierte a sus ratas y los mande a morir a una ciudad dichosa.”
¤ Editorial UOC 225 Glosario

Glosario

actitud f Predisposición a pensar, sentir y actuar de una manera preferencial. Posee tres
componentes fundamentales: cognitivo, afectivo y comportamental.

antisemitismo m Actitud negativa o prejuicio hostil contra los judíos.

autopercepción (teoría de la) f Concepto que sostiene que las personas infieren sus actitudes
desde la observación de su propio comportamiento más que del análisis de sus estados mentales
internos.

autoridad f Concreción histórica y cultural de las relaciones de poder. Supone, además, la


aceptación o legitimación, en virtud de valores específicos, del condicionamiento de la conducta
que el poder lleva consigo. En virtud de las valoraciones implicadas, suele hablarse de tres tipos de
autoridad o legitimación: tradicional, carismática y racional.

autoritarismo m Denominación del constructo medido por la escala F, de Adorno, y descrito


por la confluencia de un conjunto de nueve características (ver el texto).

autoritarismo como identificación grupal m Propuesta del autoritarismo ofrecida por


Duckitt y basada en la concepción que se tiene de la relación adecuada o normativa entre un grupo
y sus miembros, determinada primariamente por la intensidad de la identificación de los
miembros con el grupo.

autoritarismo de izquierdas m Propuesta que defiende la posible existencia de tendencias


antidemocráticas y fascistas no solo en regímenes o ideologías conservadores, sino también
radicales o de izquierdas. Tal propuesta vendría apoyada por la evidencia histórica de las dictaduras
del proletariado y los regímenes comunistas (Stalin, Lenin, etc.).

Bodino m Autor francés de finales del s. XVII, primer teórico del concepto de soberanía.

burocracia f Modo de organización de los asuntos públicos regido por normas impersonales y
basado en la división de tareas, competencias y responsabilidades según una línea jerárquica de
autoridad.

conformidad f Realización voluntaria de una acción porque otros la hacen. A menudo es


resultado del deseo de la persona de actuar correctamente (influencia informacional) y/o de ser
aceptada y querida (influencia normativa).

control social m Conjunto de mecanismos y sanciones que la colectividad utiliza para prevenir
una desviación de una norma por parte de los individuos.

darwinismo social m Doctrina sociológica legitimadora de las desigualdades sociales que apela a
conceptos darwinistas como la lucha por la vida, la supervivencia del más fuerte, etc.

democracia y poder político f Abarca las diferentes formas de relación entre el proceso
democrático y las instancias de poder político. La democracia pone el énfasis en la participación
política como el medio más idóneo para sujetar la acción estatal a la voluntad de los ciudadanos.
¤ Editorial UOC 226 Psicología de las relaciones de autoridad...

derechos humanos m pl Conjunto de derechos que se atribuyen a todo ser humano en su


condición de tal, y que establecen un límite claro a toda acción pública y deben ser reconocidos
por las autoridades estatales a través de un sistema de garantías.

dialéctica de la ilustración f Tesis formulada por Horkheimer y Adorno según la cual el


progreso científico de la modernidad ha producido una racionalidad puramente instrumental,
acrítica, que hizo posible el surgimiento de los sistemas políticos fascistas, entre ellos el nazismo.

división de poderes f Otra de las instituciones encargadas de sujetar y controlar la acción de


gobierno. Presupone la división entre funciones estatales y órgano encargado de ejecutarlas: cada
una de las grandes funciones del Estado se atribuye a un órgano distinto.

dogmatismo m Uno de los polos de la dimensión mentalidad abierta-cerrada, que ofreció


Rokeach como alternativa no sesgada ideológicamente al concepto de autoritarismo del grupo de
Berkeley.

error fundamental de atribución m Tendencia a considerar que la conducta de las personas


es un efecto de sus disposiciones internas ignorando los factores externos que la explicarían.

Estado de derecho m En un sentido lato, alude a la institución que acoge la protección de los
derechos humanos, la división de poderes y el gobierno de la ley, el sometimiento de los poderes
del Estado al ordenamiento jurídico. En un sentido estricto se limita a reflejar esta última función.

Estado y sus criterios de legitimación m El Estado es el titular del monopolio “legítimo” de la


fuerza física en la sociedad. Su presencia se identifica al momento de absorción de la violencia
social por parte de una instancia de decisión política centralizada y unitaria. Para cobrar eficacia
precisa, sin embargo, la aceptación tácita o explícita de aquellos sobre los que ejerce su poder y
gobierno.

estereotipia f Tendencia a usar estereotipos, es decir, creencias populares sobre las caracteristicas
de una colectivo social no demostradas como ciertas.

etnocentrismo m Tendencia a establecer una rígida distinción entre el grupo propio y los ajenos,
considerando acríticamente al grupo propio como el mejor, y manteniendo actitudes negativas (y
en ocasiones hostiles) hacia otros grupos raciales o culturales.

eugenesia f Aplicación de las leyes biológicas de la herencia al perfeccionamiento de la especie


humana.

factor T Ver mentalidad dura-blanda.

falsa conciencia f Concepto marxista que designa la aceptación por parte de los dominados de
creencias e ideas falsas inducidas por la clase dominante, que actúan en contra de sus intereses
reales y perpetúan su posición subordinada en la estructura social.

género/edad m y f En sociedades caracterizadas por una relativa o gran igualdad, en términos


económicos sobre todo, el desigual acceso a recursos especialmente valorados (conocimiento
ritual, jefatura o liderazgo, control del matrimonio, etc.) suele estar condicionado por la
pertenencia a un sexo o a un nivel de edad determinados. Bien entendido que ni una ni otra
categoría aparece en las estructuras de desigualdad como factores puramente biológicos, sino como
fruto de conceptuaciones sociales y culturales que modifican, a veces de modo radical, esos
factores.
¤ Editorial UOC 227 Glosario

genocidio m Intento de aniquilar directa o indirectamente a un colectivo de personas en virtud


de su pertenencia a una raza, religión, nación, etc.

gobernantes y gobernados m pl Distinción imprescindible para poder establecer una relación


entre los sujetos activos y pasivos de la acción de gobierno. El ideal democrático consiste en
someter a los gobernantes a un continuo control por parte de los gobernados y a que sus acciones
redunden en beneficio de éstos (gobierno del pueblo y para el pueblo). Se entiende que esto sólo se
puede conseguir mediante un sistema representativo.

Hobbes m Teórico político inglés del s. XVII, autor del libro Leviatán y primer gran teorizador del
absolutismo estatal. Es a la vez uno de los grandes analistas del poder y su conexión con la política.

impacto social (teoría del) f Teoría que afirma que la influencia mayor o menor del poder de
un agente sobre un objetivo depende de tres factores: número de agentes presentes, importancia y
proximidad al objetivo en el tiempo y en el espacio.

influencia minoritaria f Según Moscovici, proceso de influencia social en virtud del cual las
minorías, a través de la innovación y el planteamiento de conflictos, pueden influir en las
mayorías. Se trata de un proceso opuesto al descrito por los experimentos de Asch.

internalización f Aceptación genuina de una opinión como resultado de su concordancia con


valores y opiniones personales.

jefatura f A diferencia del liderazgo, ésta se fundamenta en factores adscriptivos (el nacimiento,
la pertenencia a un clan o a una casta, etc.). Implica, además, un tipo de sociedad donde
predominan segmentaciones sociales acentuadas.

jerarquía política f Desigualdad que suponen las estructuras de poder y autoridad que se
encuentran en el ámbito humano. Éstas, por contraste con las diferencias funcionales (necesarias
para la supervivencia de la especie) que se dan en muchos animales, son fundamentalmente
contingentes, históricas y fruto de tensiones que llevan en sí mismas el germen del cambio.

liberalismo m Doctrina que presupone una radical separación entre Estado y sociedad y
promueve el control político de las instancias públicas mediante un conjunto de instituciones
dirigidas a preservar la integridad de los derechos individuales.

liderazgo m Estructura de poder que se basa en las cualidades atribuidas a un individuo y en su


habilidad y recursos personales para hacerse con un grupo de seguidores. Propia de situaciones en
las que cuentan factores no ligados a factores adscriptivos (como el nacimiento, por ejemplo) para
la obtención de logros sociales y políticos. Se encuentra en sociedades, primitivas o industriales,
que resaltan de modo especial los valores igualitarios.

Locke m Teórico político inglés de finales del s. XVII y comienzos del XVIII, y creador de la teoría
liberal.

mayoría f Principio o norma que inspira la toma de decisiones en las sociedades modernas y,
sobre todo, contemporáneas. El principio se apoya en una ideología netamente individualista, que
concibe además los grupos humanos como fuente constante de conflictos de intereses provocados
por sus heterogeneidades sociales, culturales y económicas. Dadas esas divisiones, es imposible el
logro de acuerdos que satisfagan a todos sus miembros. Sin embargo, los enfrentamientos (de
líderes, de partidos, de tendencias) ocultan con frecuencia la toma de decisiones consensuadas al
margen de la escena pública.
¤ Editorial UOC 228 Psicología de las relaciones de autoridad...

Melanesia f Una de las grandes áreas geográficas y culturales del Pacífico occidental que incluye,
entre otras, islas como las de Nueva Guinea y Nueva Caledonia. Sociopolíticamente, se caracteriza
la zona por la presencia de liderazgos inestables y cambiantes, así como por una igualdad,
relativamente amplia, en el acceso a los recursos.

mentalidad dura-blanda f Una de las dos dimensiones propuestas por Eysenck, de carácter más
temperamental, que vendría especificada por el predominio de valores realistas, temporales y
egoístas (dureza) frente a valores éticos y altruistas (blandura), y que no estaría relacionada con la
dimensión tradicional derecha-izquierda (a la que denominó el factor R).

modernidad f Modo de vida y organización social surgidos en Europa a partir del s. XVII y
expandido al resto del mundo por la Ilustración del s. XVIII.

nazismo m Variedad específicamente alemana de las ideologías autoritarias surgidas en Europa


entre las dos guerras mundiales, apoyada por las clases medias, y sectores de la clase trabajadora y
de la dominante. Junto al ultranacionalismo, anticomunismo y el antiliberalismo, el extermino de
las razas que definió como inferiores fue su objetivo central.

obediencia f Cumplimiento de órdenes dentro de una jerarquía de mando.

poder m Según la sociología weberiana (aceptada mayoritariamente en este punto por las ciencias
sociales contemporáneas), elemento constitutivo de todas las acciones sociales que implica tanto
relación entre uno y más individuos como condicionamiento del comportamiento en virtud de esa
relación. Cualquier relación de poder conlleva algún grado de conflictividad, de violencia y de
desigualdad en el acceso a recursos especialmente valorados.

poder social m Capacidad de una persona para influir deliberadamente en los pensamientos,
sentimientos y conducta de otra.

poder social, poder político m Poder social alude a la idea de la existencia de individuos o
grupos con capacidad para imponer sus fines con independencia de contar o no con instancias
formales de legitimación o justificación de su poder, es un “poder fáctico”. El poder “político”, por
el contrario, cuenta ya con un sistema de legitimación de su uso, así como un conjunto de criterios
más o menos formalizados a partir de los cuales su ejercicio puede ser “institucionalizado” y
“encauzado” de forma más o menos eficaz.

Polinesia f Amplia área geográfica y cultural del Pacífico central y oriental que abarca desde
Hawai en el norte a Nueva Zelanda en el sur. Desde el punto de vista social y político, se trata de
una zona de acentuadas desigualdades y de jefaturas de carácter hereditario.

prejuicio m Actitud cuyo componente cognitivo se denomina estereotipo negativo, y que


incorpora un fuerte sentimiento de animadversión hacia el objeto. Su componente conductual,
llamado discriminación, suele resolverse en medidas de exclusión y persecución más o menos
graves.

prejuicio m Actitud negativa y a menudo hostil hacia los miembros de un pueblo o colectivo
social. Una de sus versiones más peligrosas es el racismo.

proyectividad f Tendencia a proyectar los propios impulsos o deseos socialmente inaceptables y


a menudo reprimidos en otras personas o grupos, frecuentemente grupos marginados.
sin.: fascismo potencial o personalidad potencialmente antidemocrática.
¤ Editorial UOC 229 Glosario

racismo m Doctrina que mantiene la existencia de una superioridad entre unos grupos humanos
y otros, basada en características fenotípicas o genéticas.

reactancia f Designa los intentos de las personas por recuperar o rechazar una orden que cree
amenazante para su libertad y acción.

restricción de los fines del Estado f Intento de cercar y “domesticar” el poder del Estado a
través de un sistema de controles políticos, que permitan que dicho poder se sujete al derecho, sea
previsible y respete determinadas normas de convivencia establecidas como imprescindibles para
el ejercicio de la libertad y autonomía individual.

soberanía f Poder supremo e inalienable del Estado, que se manifiesta específicamente en su


capacidad para hacer la ley. Es el símbolo identificador de sus atribuciones hacia dentro de la
propia sociedad y hacia fuera, en el orden internacional.

técnica del pie en la puerta f Estrategia para obtener conformidad paso a paso, en la que se
solicita acceder a triviales peticiones para obtener después esa conformidad en otras solicitudes
más importantes.

unanimidad f Principio o norma que inspira la toma de decisiones en las sociedades primitivas y
tradicionales. Esto es, sólo pueden adoptarse aquellas medidas en la que esté de acuerdo la
totalidad del grupo. La ideología imperante en este tipo de sociedad es el consenso y el rechazo de
divisiones y conflictos; no obstante, el principio recubre muchas veces situaciones reales de
desigualdad, liderazgo en la sombra, querellas encubiertas y, en suma, decisiones no consensuadas.

violencia f Ejercicio de la fuerza y la coacción con capacidad para provocar lesiones físicas e
incluso la muerte; alude a la situación de ausencia radical de paz social.
¤ Editorial UOC 230 Psicología de las relaciones de autoridad...

Bibliografía

Bibliografía general

Adorno, T. W. y otros (1965). La personalidad autoritaria. Buenos Aires: Proyección.

Agamben, G. (2002). Lo que queda de Auschwitz. Valencia: Pretextos.

Altemeyer, B. (1988). Enemies of freedom: Understanding right-wing Authoritarianism. San Francisco:


Jossey Bass.

Arendt, H. (1977). Crisis de la República. Madrid: Taurus.

Banton, M. (Ed.). (1969). Political systems and the distribution of power. Londres: Tavistock Publ.

Baumann, Z. (1997). Modernidad y Holocausto. Madrid: Sequitur.

Beetham, D. (1991). The legitimation of power. Londres: McMillan.

Browning, Ch. (2002). Aquellos hombres grises. EL batallón 101 y la “solución final” en Polonia. Barcelona:
Edhasa.

Clastres, P. (1978). La sociedad contra el Estado. Barcelona: Monteavila.

Clegg, S. R. (1989). Frameworks of power. Londres: Sage.

Burleigh, W. (2002). El tercer Reich. Una nueva Historia. Madrid: Taurus.

Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. México: Siglo XXI.

Foucault, M. (1978). Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta.

Frankl, V. (1998). El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder.

Fromm, E. (1996). El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós.

Glover, E. (2001). Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX. Madrid: Cátedra.

Goldhagen, D. J. (1997). Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto. Madrid:
Taurus.

Goldhagen, D. J. (2002). La Iglesia y el holocausto. Una deuda pendiente. Madrid: Taurus.

Habermas, J. (1977). Problemas de legitimidad en el capitalismo tardío. Buenos Aires: Amorrortu.

Henderson, A. H. (1981). Social Power. Nueva York: Praeger.

Hobbes, T. (1979). Leviatán. Madrid: Editora Nacional.


¤ Editorial UOC 231 Bibliografía

Ibañez, T. (1982). Poder y libertad. Barcelona: Hora.

Johnson, E. A. (2002). El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán. Buenos Aires: Paidós.

Kershaw, I. (1999-200). Hitler (2 vols.). Barcelona: Península.

Klemperer, V. (2003). Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios (2 vols.). Barcelona: Galaxia-Gutem-
berg.

Lapierre, J. W. (1977). Vivre sans Etat? Essay sur le pouvoir politique et l’innovation sociale. París: Seuil.

Lukes, S. (1985). El poder: un enfoque radical. Madrid: Alianza.

Morgan, L. (1971). La sociedad primitiva. Madrid: Ayuso.

Stone, F. S. y otros (1993). Strenght and weakness: The Authoritarian Personality today. Nueva York: Sprin-
ger Verlarg.

Reich, W. (1980). La Psicología de masas del fascismo. Barcelona: Bruguera.

Traverso, E. (2003). La violencia nazi. Una genealogía europea. Buenos Aires: FCE.

Capítulo I

Ashforth, B. E. y Mael, F. A. (1998). The power of resistence. En R. M. Kramer y M. A. Neale. Power


and influence in organizations (pp. 89-119). California: Sage.

Bachratz, P. y Baratz, M. S. (1962). Two faces of power. Amercican Political Sciencia Review, 57, 641-651.

Bachratz, P. y Baratz, M. S. (1970). Power and Poverty: theory and practice. Oxford University Press.

Bass, B. M. (1990). Bass and Stogdill’s handbook of leadearship (3.ª ed.). Nueva York: The Free Press.

Brehm, S. S. y Brehm, J. W. (1981). Psychological Reactance: A theory of freedom and control. New York:
Academic Press.

Clegg, S. R. (1989). Frameworks of Power. Londres: Sage.

Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. México: Siglo XXI.

French J. R. P. y Raven, B. H. (1956). A formal theory of power. Psychological Review, 63, 181-194.

French J. R. P. y Raven, B. H. (1971). Las bases del poder social. En D. Cartwright y A. Zander. Diná-
mica de grupos (pp. 285-297). México: Trillas.

Frieze, I. H. y Boneva, B. S. (2001). Power motivation and motivation to help others. En Lee-Chai y
Barg (Eds.), The use and abuse of power (pp. 75-89). Psychology Press and Arbor.

Gallino, L. (1995). Diccionario de Sociología. México: Siglo XXI Editores.

Henderson, A. H. (1981). Social Power. Nueva York: Praeger.


¤ Editorial UOC 232 Psicología de las relaciones de autoridad...

Hinkin, T. R. y Schriesheim, C. A. (1989). Development and application of new scales to measure


the French and Raven (1959) bases of social power. Journal of Applied Psychology, 74 (4), 561-567.

Ibáñez, T. (1982). Poder y libertad. Barcelona: Editorial Hora.

Kelman, H. C. (1961). Proceses of opinion change. Public Opinión Quarterly, 25, 57-78.

Kramer, R. M. y Neale, M. A. (Eds.). (1998). Power and influence in organizations. California: Sage.

Latané, B. (1981). The Pscychology of Social Impact. American Psychologist, 36, 343-356.

Lee-Chai, A. Y. y otros (2001). From Moses to Marcos. Indicifual differences in the use and abuse of
power. En Lee-Chai y Barg (Eds.), The use and abuse of power (pp. 57-74). Psychology Press and Arbor.

Lee-Chai, A. Y. y Barg, J. A. (Eds.). (2001). The use and abuse of power. Psychology Press and Arbor.

Podsakoff, P. M. y Schriesheim, C. A. (1985). Fiel Studies of French and Raven´s bases of power:
critique, reanalysis and suggetions for futurre research. Psychological Bulletin, 97, 387-411.

Raven, B. H. (1992). A Power/Interaction Model of Interpersonal Influence: French and Raven thirty
years later. Journal Social Behavior and Personality, 7 (2), 217-244.

Raven B. H. (2001). Power/Interaction and interpersonal influence, en Lee-Chai y J. A. Barg (Eds.),


The use and abuse of power (pp. 217-240). Psychology Press and Arbor.

Reid, S. i Ng, S. H. (1999). Language, power and intergroup relations. The society for the psycho-
logical study of Social Issues. Journal of Social Issues (pp. 119-139, primavera).

Yukl, G. (2002). Leadership in organizations. New Jersey: Prentice Hall International.

Capítulo II

Bailey, F. G. (1969). Decisions by consensus in councils and committees. En M. Banton (ed.), Poli-
tical systems and the distribution of power. Londres: Tavistock Publications.

Bendix, R. (1969). Max Weber. An intellectual portrait. Londres: Methuen Co. Ltd.

Clastres, P. (1978). La sociedad contra el Estado. Barcelona: Monte Avila.

Dumont, L. (1983). Essays sur l’individualisme. Une perspective anthropologique sur l'ideologie moderne.
París: Seuil.

Dumont, L. (1970). Homo hierarchicus. Ensayo sobre el sistema de castas. Madrid: Aguilar.

Fedigan, L. M. (1986). The changing role of women in models of human evolution. Annual Review
of Anthropology, 15, pp. 25-66.

Geertz, C. (2000). Negara. El estado-teatro en el Bali del siglo XIX. Barcelona: Paidós.

Gellner, E. (1969). Saints of the Atlas. Londres: Weindelfeld and Nicolson.


¤ Editorial UOC 233 Bibliografía

Hobbes, T. (1979). Leviatán. Madrid: Editora Nacional.

Hocart, A. M. (1936). Kings and councillors. Chicago: Chicago University Press.

Jouvenel, B. de (1974). El poder. Madrid: Editora Nacional.

Keesing, R. M. (1981). Cultural anthropology. A contemporary perspective. New York: Holt, Rinehart and
Winston.

La Fontaine, J. S. (1987). Iniciación. Drama ritual y conocimiento secreto. Barcelona: Lerna.

Lapierre, J. W. (1977). Vivre sans État? Essay sur le pouvoir politique et l'innovation sociale. Paris: Seuil.

Levi, P. (2001). Los hundidos y los salvados. Barcelona: Muchnik Editores.

Lévi-Strauss, C. (1973). Anthropologie structurale deux. París: Plon.

Lowie, R. H. (1936). Traité de sociologie primitive (traducción francesa de Primitive Society). Paris: Payot,
1920.

Lucero, L. J. The Politics of Ritual. The Emergence of Classic Maya Rulers. Current Anthropology, 4(44),
August-October 2003.

Luque, E. (1996). Antropología política. Ensayos críticos. Barcelona: Ariel.

Mackenzie, W. J. M. (1969). Politics and social science. Middlesex: Penguin.

Maquiavelo, N. (1979). El Príncipe. Madrid: Espasa Calpe.

Mauss, M. (1978). Sociologie et anthropologie. Paris: PUF, 1950.

Meillasoux, C. (1978). Mujeres, graneros y capitales. Madrid: Siglo XXI.

Morgan, G. (1986). Images of organization. Londres-Ni Dilli: Sage.

Morgan, L. (1971). La sociedad primitiva. Madrid: Ayuso, 1877.

Read, K. E. Leadership and consensus in a New Guinea Society. American Anthropologist, vol. 61,
1959, pp. 425-436.

Rodríguez Adrados, F. (1975). La democracia ateniense. Madrid: Alianza.

Rousseau, J. J. (1783). Discours sur l’origine et les fondements de l’inegalité parmi les hommes. En
Collection complete des oeuvres de... (XIII, pp. 41-230). Genève: De l’Imprimerie de la Societé Literaire
Typographique.

Sabine, G. (1965). Historia de la teoría política. México: FCE.

Sahlins, M. D. (1963). Poor man, rich man, big man, chief: Political types in Melanesia and Poline-
sia. Comparative Studies in Society and History (5), 285-303.
¤ Editorial UOC 234 Psicología de las relaciones de autoridad...

Capítulo III

García Pelayo, M. (1984). Derecho Constitucional Comparado. Madrid: Alianza Ed.

Hobbes, T. (1999). Leviatán (caps. XIII-XVI). Madrid: Alianza Ed.

Locke, J. (1990). Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Madrid: Alianza Ed.

Vallespín, F. (Ed.). (1991/1993). Historia de la Teoría Política (vols. II y III). Madrid: Alianza Ed.

Capítulo IV

Arendt, H. (1977). Crisis de la República. Madrid: Taurus.

Arendt, H. (1975). La condición humana. Barcelona: Seix Barral.

Beetham, D. (1991). The Legitimation of Power. London: MacMillan.

Del Águila, R. (1999). “La política, el poder y la legitimidad”. En R. del Águila (ed). Manual de Ciencia
Política. Madrid: Trotta.

Del Águila, R. (1987). “Teoría y práctica: modernidad y postmodernidad en la reflexión política”.


En Política y Sociedad: Estudios en honor del profesor Francisco Murillo Ferrol. Madrid: CEC/CIS.

Foucault, M. (1978). Vigilar y castigar. Madrid: Siglo XXI.

Foucault, M. (1978). Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta.

Habermas, J. (1977). Problemas de legitimidad en el capitalismo tardío. Buenos Aires: Amorrortu.

Habermas, J. (1987). Teoría de la acción comunicativa I y II. Madrid: Taurus.

Lukes, S. (1985). El poder: un enfoque radical. Madrid: Alianza.

Manin, B. (1999). Principios del gobierno representativo. Madrid: Alianza.

Murillo, F. (1979). Estudios de Sociología política. Madrid: Tecnos.

Weber, M. Economía y Sociedad (varias ediciones). México: FCE.

Capítulo V

Bibliografía básica

Adorno T. W., Frenkel-Brunswik. E., Levinson, D. J. y Sanford, R. M. (1950). La personalidad autori-


taria. Buenos Aires: Ed. Proyección, 1965.
¤ Editorial UOC 235 Bibliografía

Altemeyer, B. (1981). Right-Wing Authoritarianism. Winnipeg: University of Manitoba Press.

Altemeyer, B. (1988). Enemies of Freedom: Understanding Right-Wing Authoritarianism. San Francisco:


Jossey-Bass.

Altemeyer, B. (1996). Authoritarian specter. Harvard University Press.

Duckitt, J. (1989). Authoritarian and group identification: a new view of an old construct. Political
Psychology, 10, 63-84.

Fromm, E. (1941). El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós, 1996.

Reich, W. (1933). La Psicología de masas del fascismo. Barcelona: Bruguera, 1980.

Rokeach, M. (1960). The open and closed Mind: Investigations into the nature of belief systems and per-
sonality systems. New York: Basic Books.

Stone, F. S., Lederer, G. y Chritie, R. (1993). Strength and Weakness: The Authoritarian Personality today.
New York: Springer-Verlag.

Bibliografía complementaria

Bass (1955). Authoritarianism or acquiescence? Journal of Abnormal and Social Psychology, 51, 616-623.

Brown, R. (1995). Prejuicio: su psicología social. Madrid: Alianza Editorial, 1998.

Christie R. (1954). Authoritarianism re-examined. En R. Christie y M. Jahoda (Eds.). Studies in the


scope and methods of “The Authoritarian Personality” (pp. 123-196). Glencoe: Free Press.

Christie, R. (1993a). Some experimental approaches to Authoritarianism: I. A retrospective perspec-


tive on the einstellung (rigidity?) paradigm. En F. S. Stone, G. Lederer, y R. Christie. Strenght and
Weakness: The Authoritarian Personality today (pp. 70-98). New York, Springer-Verlag.

Christie, R. (1993b). Some experimental approaches to Authoritarianism: II. Authoritarianism and


punitiviness. En F. S. Stone, G. Lederer, y R. Christie. Strenght and Weakness: The Authoritarian Per-
sonality today (pp. 99-118). New York, Springer-Verlag.

Erikson, E. H. (1942). Hitler’s imagery and german youth. Psychiatry, 5, 475-493.

Eysenck, H. J. (1944). General social attitudes. Journal of Social Psychology, 19, 207-227.

Eysenck H. J. (1954). The Psychology of Politics. London: Routledge & Keegan Paul.

Eysenck, H. J. (1981). Leftwing authoritarianism: myth or reality?. Political Psychology, 3, 234-238.

Freud, S. (1939). Moisés y el monoteismo. Buenos Aires: Losada, 1960.

Fromm, E. (1953). Ética y Psicoanálisis. México: FCE, 1993.


¤ Editorial UOC 236 Psicología de las relaciones de autoridad...

Hyman, H., y Sheatsley, P. B. (1954). “The Authoritarian Personality”, a methodological critique.


En R. Christie, y M. Jahoda (Eds.). Studies in the scope and methods of “The Authoritarian Personality”
(pp. 50-122). Glencoe: Free Press.

Lederer, G. (1993). Authoritarianism in german adolescents: trends and cultural comparisons. En F.


S. Stone, G. Lederer, y R. Christie. Strenght and Weakness: The Authoritarian Personality today (pp. 182-
198). New York: Springer-Verlag.

Maslow, A.H. (1943). The authoritarian character structure. Journal of Social Psychology, 18, 401-411.

McFarland, S., Ageyev, V., y Abalakina, M. (1993). The authoritarian personality in the United States
and the former Soviet Union: comparative studies. En F.S. Stone, G. Lederer, y R. Christie. Strenght
and Weakness: The Authoritarian Personality today (pp. 199-225). New York: Springer-Verlag.

Meade, R. D. (1985). Experimental studies or authoritarian and democratic leadership in four cul-
tures: American, Indian, Chinese and Chinese-american. High School Journal, 68, 293-295.

Meloen, J. D. (1993). The F scale as a predictor of fascism. En F.S. Stone, G. Lederer, y R. Christie. Strenght
and Weakness: The Authoritarian Personality today (pp. 47-69). New York: Springer-Verlag.

O’Neil, W. M., y Levinson, D. J. (1954). A factorial exploration of Authoritarianism and some of its
ideological concomitants. Journal of Personality, 20, 449-463.

Pinillos, J. L. (1963). Análisis de la escala F en una muestra española. Revista española de Psicología
General y Aplicada, 18, 1155-1173.

Pinillos, J. L. (1989). El problema de las mentalidades. En A. Rodríguez y J. Seoane. Creencias, Acti-


tudes y Valores. Madrid: Alambra.

Ray, J. J. (1972). A news balanced F scale. Australian Psychologist, 7, 155-166.

Ray, J. J. (1984). Half of all racists are left wing. Political Psychology, 5, 227-235

Roccato, M. (2003). Psicología sociale dell’autoritarismo. Piccola Biblioteca Eunadi.

Rokeach, M. (1954). The Nature and Meaning of Dogmatism. Psychological Review, 61, 194-204.

Rokeach, M. (1973). The nature of human values. New York: Free Press.

Sanford, N. (1973). Authoritarian personality in contemporary perspective. En J. N. Knutson. Han-


dbook of political psychology (pp. 139-179). San Francisco: Jossey-Bass.

Sales, S. M. (1972). Economic threat as a determinant of conversion rates in authoritarian and no-
nauthoritarian churches. Journal of Personality and Social Psychology, 23, 420-428.

Sales, S. M. (1973). Threat as a factor in authoritarianism: An analysis of archival data. Journal of Per-
sonality and Social Psychology, 28, 44-57.

Shils E. A. (1954). Authoritarianism: “Right” and “Left”. En R. Christie y M. Jahoda (Eds.). Studies in the
scope and methods of “The Authoritarian Personality” (pp. 24-49). Glencoe: Free Press.
¤ Editorial UOC 237 Bibliografía

Stagner, R. (1936). Fascist attitudes: An exploratory study. Journal of Social Psychology, 6, 309, 319.

Stone, W. F. (1980). The myth of left-wing authoritarianism. Political Psychology, 2, 3-19.

Vacchiano, R. B. (1977). Dogmatism. En Th. Blass (Ed.). Personality variables in Social Behavior (pp.
281-314). New Jersey: LEA.

Capítulo VI

Bibliografía comentada

La bibliografía sobre el régimen nazi es, naturalmente, oceánica. A continuación comentaremos al-
gunos libros recientes especialmente recomendables. La lectura de la obra de Burleigh (2002) es ya
clásica e imprescindible. Son excelentes los análisis sobre las condiciones históricas en que surgió
el nazismo, así como sus documentadas referencias a aspectos concretos como los campos de con-
centración, las campañas de eugenesia y eutanasia y el holocausto. Otra referencia clásica son los
tres volúmenes del historiador R. Hilbert (1985). Desde un punto de vista sociopsicológico, son par-
ticularmente útiles los textos de Dimsdales (1980) –con datos empíricos de las pruebas psicológicas
aplicadas a miembros del partido nazi–, Kelman y Hamilton (1989) –cuyos análisis cubren otras ma-
tanzas como las de Ruanda, Argentina y My Lai–, y Gellately (2002) –con impresionantes fotografías
sobre ejecuciones públicas, aunque no trata de los campos de concentración.

Sobre la participación de los ciudadanos alemanes “corrientes” en el genocidio son muy recomen-
dables las obras de Johnson (2002) –con una seleccionada bibliografía en alemán–, Goldhagen
(1997), Browning (2002) y Hilberg (1992). Sobre los “asesinos de elite”, el cuerpo de las SS, son
útiles las obras de Dicks (1972) y Lumsden (2003). La miserable contribución de los médicos nazis
está documentada en el ya clásico libro de Lifton (1986).

Como ha quedado dicho páginas atrás, poco se sabe con detalle acerca de lo que sucedió en los cam-
pos nazis; por eso son de enorme valor los testimonios de los supervivientes en los campos nazis.
Aunque no estuvo prisionero en ningún campo, los recuerdos que nos ha transmitido Victor Klem-
perer (2003) en sus Quiero dar mi testimonio hasta el final. Diarios son de tal importancia que hacen
obligatoria su lectura. Este profesor de Filología, autor de un interesante estudio sobre la manipula-
ción de la lengua alemana durante el hitlerismo (Barcelona: Minúscula, 2001), fue expulsado de su
cátedra en Dresde en 1935. Salvó la vida por estar casado con una alemana no judía. Desde el 14 de
enero de 1933 hasta el 10 de julio de 1945 Klemperer fue anotando minuciosamente lo que ocurría
a su alrededor: entre otras cosas, la vileza del insigne cuerpo de catedráticos de la Universidad cuan-
do fue expulsado de ésta por los nazis. Así pues, confirmamos que se trata de un libro de obligada
lectura.

En las páginas anteriores ya hemos aludido al testimonio de algunos ex-prisioneros de los campos
de concentración. El más conocido, sin duda, es Primo Levi, un judío italiano, resistente antifascista
contra Mussolini, deportado a Auschwitz y liberado en 1945 por las tropas soviéticas. Su conocida
trilogía Si esto es un hombre, La tregua, y Los hundidos y los salvados es, por descontado, de interés
superlativo.

Uno de los relatos más espeluznantes escritos sobre el horror nazi es el que Emmanuel Ringelblum
escribió sobre el gueto de Varsovia (Crónica del Gueto de Varsovia. Barcelona: Alba, 2003). Este histo-
riador, judío polaco, fue deportado con su esposa e hijo a Auschwitz en 1942. Lograron escapar, pero
fueron posteriormente descubiertos y asesinados. Igualmente espantoso es el contenido de Martin
Doerry titulado Mi corazón herido (Madrid: Taurus, 2003). En él, su nieto cuenta las desventuras de
¤ Editorial UOC 238 Psicología de las relaciones de autoridad...

Lilly Jahn, una médica judía casada con un alemán, protestante, con el que tuvo cinco hijos. En
1942, cuando más intensa era la persecución nazi sobre los judíos, este despreciable ario alemán,
también médico, la abandonó a su suerte. Detenida, fue enviada a Auschwitz –donde murió en
1944– y desde donde escribió cartas a sus hijos, que son recogidas en el libro. La obra de Martha
Schad Mujeres contra Hitler (Barcelona: Península, 2003) es una especie de justo homenaje a una mi-
noría de alemanas que, en medio de la cobardía moral general ciudadana, arriesgaron sus vidas –
12.000 mujeres alemanas no judías fueron ejecutadas durante el régimen nazi– por defender a sus
maridos judíos –la esposa de Klemperer fue una de ellas–, y lucharon contra el dictador.

Por último, hay que constatar la publicación reciente de obras que ponen de manifiesto el tremendo
castigo sufrido por los ciudadanos civiles alemanes al final de la guerra. Centenares de pueblos y
ciudades sufrieron un diluvio de bombas con más de un millón de muertos. Son particularmente
recomendables a este respecto los libros de J. Friedrich El incendio (Madrid: Taurus, 2003) y de W. G.
Sebald Sobre la historia natural de la destrucción (Barcelona: Anagrama, 2003).

Referencias citadas en el texto

Agamben, G. (2002). Lo que queda de Auschwitz. Pre-textos. Valencia.

Alford, C. F. (1990). The Organization of Evil. Political Psychology, 11 (1), 5-27.

Alford, C. F. (1990 a). Response to Dallmayr. Political Psychology, 11 (1), 37-38.

Amery, C. (2002). (1.ª ed. 1998). Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor. Madrid: FCE.

Arendt, H. y Voegelin, E. (2002). Debate sobre el Totalitarismo. Claves de Razón Práctica, 124, 5-11.

Baumann, Z. (1997). (1.ª ed. 1989). Modernidad y Holocausto. Madrid: Seguitur.

Ben-Dror, G. (2002). La Iglesia Católica ante el Holocausto. España y América Latina 1933-1945. Ma-
drid: Alianza.

Bettelheim, B. (1943). Individual and mass behavior in extreme situations. Journal of Abnormal and So-
cial Psychology, 38, 417-452.

Blass, T. (Ed). (2000). Obedience to authority: current perspectives on the Milgram Paradigm. New Jersey: LEA.

Brenner, R. (1979). The Faith and Doubt of Holocaust survivors. New York: The Free Press.

Browning, Ch. (2002). Aquellos hombres grises. El batallón 101 y la “solución final” en Polonia. Barce-
lona: Edhasa.

Bullock, A. (1984). (1.ª ed. 1962). Hitler. Barcelona: Grijalbo.

Burleigh, M. (2002). (1.ª ed. 2000). El Tercer Reich. Una nueva historia. Madrid: Taurus.

Cornwell, J. (2000). El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII. Barcelona: Planeta.

Dallmayr, F. (1990). Political Evil: a response to Alford. Political Psychology, 11 (1), 29-35.

De Manchi, L. (1974). Wilhelm Reich. Biografía de una idea. Barcelona: Península.


¤ Editorial UOC 239 Bibliografía

Dicks, H. V. (1972). Licensed mass murder: a sociopsychological study of some SS killers. New York: Basic
Books.

Dimsdale, J. E. (1980). Survivors, victims and perpetrators. Essays on the nazi Holocaust. New York: He-
misphere.

Fest, J. (2003). El hundimiento. Hitler y el final del Tercer Reich. Barcelona: Círculo de Lectores.

Fish, J. M. (Ed.). (2002). Race and Intelligence. New Jersey: LEA.

Fleck, Ch. y Müller, A. (1997). Bruno Bettelheim and the concentration camps. Journal of the History
of Behavioral Sciences, 33 (1), 1-37.

Fromm, E. (1975). Anatomía de la destructividad humana. Madrid: Siglo XXI.

Fromm, E. (1995). El miedo a la libertad. Barcelona: Paidós.

García Marcos, J. A. (2002). Psiquiatría y Eutanasia en la Alemania nazi. Claves de Razón Práctica,
120, 70-76.

Gellately, R. (2002). No sólo Hitler. La Alemania Nazi entre la coacción y el consenso. Barcelona: Crítica.

Glover, E. (2001). (1.ª ed. 1999). Humanidad e inhumanidad. Una Historia moral del siglo XX. Cátedra.

Goffman, E. (1970). Internados. Buenos Aires: Amorrortu.

Goldhagen, D. J. (1997). (1.ª ed. 1996). Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el
Holocausto. Madrid: Taurus.

Goldhagen, D. J. (2002). La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente. Madrid: Taurus.

Gonen, J. Y. (2000). The Roots of Nazi Psychology. University Press of Kentucky.

Hiebert, R. (1985). The destruction of the European Jews. New York: Homer Meyer.

Hilberg, R. (1992). Perpetrators, victims and bystanders: the jewish catastrophe 1933-1945. New York:
Harper Perennial.

Hitler, A. (s.f.). Mi Lucha. Buenos Aires: Ediciones Modernas.

Horn, J. L. (2002). Selections of evidence, misleading assumptions and oversimplifications: the po-
litical message of the Bell curve. En J. M. Fish (2002). Race and Intelligence (pp. 297-325). New Jersey:
LEA.

Johnson, E. A. (2002). (1.ª ed. 2000). El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán. Buenos
Aires: Paidós.

Kelman, H. y Hamilton, L. (1989). Crimes of obedience: toward a Social Psychology of Authority and Res-
ponsability. New Haven: Yale University Press.

Kershaw, I. (1999/2000). Hitler (2 Vols.). Barcelona: Península.


¤ Editorial UOC 240 Psicología de las relaciones de autoridad...

Klemperer, V. (2003). Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios (2 Vols.) Barcelona: Galaxia Gutem-
berg.

Kren, G. M. y Rappoport, L. (1994). The Holocaust and the crisis of human behavior. New York: Homes
& Meier.

Kressel, M. J. (1996). Mass Hate. The global rise of genocide and terror. New York: Plenum Press.

Lavik, N. J. (1989). A psychiatrist who confronted nazism. Political Psychology, 10 (4), 757-765.

Lifton, R. J. (1986). The nazi doctors: medical killing and the Psychology of genocide. New York: Basic
Books.

Lumsden, R. (2003). Historia secreta de las SS. Madrid: La esfera de los libros.

Mate, R. (2002). Restos humanos. Claves de Razón Práctica, 121, 75-80.

Mate, R. (Ed.). (2002a). La Filosofía después del Holocausto. Barcelona: Riopiedras.

Mate, R. (2003). La Filosofía después de Auschwitz (I). Boletín Informativo de la Fundación Juan March,
331, 31-36.

Mate, R. (2003a). La Filosofía después de Auschwitz (y II). Boletín Informativo de la Fundación Juan
March, 332, 40-44.

Mate, R. (2003b). Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política. Madrid: Trotta.

Miller, A. G. (1986). The obedience experiments: a case study of controversy in social science. New York:
Praeger.

Miller, A. G. (1990). A perspective on Kelman and Hamilton’s Crimes of Obedience. Political Psycho-
logy, 11 (1), 189-201.

Radtke, H. L. y otros (1998). Review Symposium. Theory and Psychology, 8 (5), 673-706.

Roseman, M. (2003). La villa, el lago, la reunión. Barcelona: RBA.

Rosenberg, A. (1995). El mito del siglo XX: una valoración de las luchas anímico-espirituales de las formas
en nuestro tiempo. Barcelona: Wotan.

Ryn, Z. (1990). Between Life and Death: experiences of concentration camp mussulmen during the
Holocaust. Genetic, Social and General Psychology Monographs, 116 (1), 5-19.

Ryn, Z. (1990a). The evolution of mental disturbances in the concentration camp syndrome (KZ
syndrom). Genetic, Social and General Psychology Monographs, 116 (1), 21-36.

Smedley, A. (2002). Science and the Idea of Race: a brief History. En J. M. Fish (2002). Race and In-
telligence (pp. 145-176). New Jersey: LEA.

Staub, E. (2000). Genocide and mass killing: origins, prevention, healing and reconciliation. Politi-
cal Psychology, 21 (2), 367-382.
¤ Editorial UOC 241 Bibliografía

Stein, H. F. (1984). The Holocaust, the Uncany, and the Jewish sense of History. Political Psycholo-
gy, 5 (1), 5-35.

Tester, K. (2002). Diálogo con Zygmunt Bauman. Holocausto y posmodernidad. Claves de Razón
Práctica, 125, 50-56.

Traverso, E. (2003). La violencia nazi. Una genealogía europea. Buenos Aires: FCE.

Voestermans, P. y Jansz, J. (2004). Culture and Ethnicity. En J. Jansz y P. Van Drunen (Eds.), A Social
History of Psychology. Oxford: Blackwell.

Welch, K. C. (2002). The Bell Curve and the Politics of Negrophobia. En J. M. Fish (2002). Race and
Intelligence. New Jersey: LEA.

Wellmer, A. (1996). Finales de partida: la modernidad irreconciliable. Madrid: Cátedra.

Wistrich, R. S. (2002). (1.ª ed. 2001). Hitler y el Holocausto. Barcelona: Mondadori.

Zuckerman, A. S. (1984). The limits of political behavior: individual calculations and survival du-
ring the Holicaust. Political Psychology, 5 (1), 37-52.

Вам также может понравиться