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En este diálogo, ocurre un intercambio.

Un ida y vuelta de “saberes” (formas de ver el mundo, de percepciones


de lo real, de lo que me gusta y no me gusta, de lo que creo correcto, incorrecto, anormal, normal; normas,
valores, reglas); un intercambio de lo que piensa, dice, hace, dice que hace, y siente cada sujeto.

Ahora bien, en este intercambio muchas veces sentimos la necesidad de dar “respuestas” o de “corregir” algún
saber o creencia que sabemos que es incorrecta o poco saludable. Desde algo tan simple pero con tantas
consecuencias como “si no uso forro no pasa nada” hasta algo más maligno y violento como “le pego porque
se lo busca”. Es allí, en esa relación, cuando intentamos (a veces inconscientemente) que ese intercambio se
transforme en un acto educativo.

Un acto educativo es un intercambio que produce nuevos saberes que tienen sentido en uno de los
interlocutores en la medida en que estos conocimientos puedan ser aplicados a su vida cotidiana.

En esta relación siempre hay poder de por medio, el cual puede ser con una intención de buena fe o bien con
un interés por colocar un discurso propio en boca de otro. Por ejemplo: transmitir con la intención de educar un
valor como llegar virgen al matrimonio podría ocasionar que un o una adolescente no disfrute plenamente de
su cuerpo (algo no propio del mundo juvenil hoy en día). Es por ello que debemos tener en cuenta que esta
situación no provoque restricciones, desajustes, dificultades, obstáculos, angustias, en la cotidianeidad de lxs
otrxs. A esto se denomina iatrogenia educativa, todas las acciones sociopedagógicas que no posibilitan a niños
y adolescentes acceder al conocimiento y a los saberes que les permiten apropiarse de la realidad.

Entonces nos preguntamos: en ese intercambio, en ese acto comunicacional y hasta a veces educativo, ¿qué
tipo de lenguaje debemos usar? ¿Debemos preguntar algo? ¿Qué debemos preguntar? ¿Cómo debo
interpretar?

Si nos pusiéramos a recolectar las opiniones y comentarios de los adolescentes respecto de algún tema que
nos interese abordar de su sexualidad sólo llegaríamos a obtener datos no respecto a las prácticas de estos y
estas adolescentes, sino a los discursos de las prácticas sexuales.

Es decir que sólo podremos concluir acerca de la manera de decir y expresar discursivamente su sexualidad,
en vez de las maneras “reales” de hacer y/o sentir. Cuando hablamos de discurso reconocemos una expresión
del lenguaje que no siempre es hablado sino que incluye un código no verbal, como los gestos, las reacciones
violentas, sonrojarse, tartamudear. Aun así, de estas expresiones somos nosotros los interlocutores adultos
quienes a su vez decodificamos, interpretando subjetivamente lo que nos están respondiendo. Este discurso
del que hablamos no es un discurso “limpio y objetivo” sino que ya está cargado de ideologías dominantes, de
estereotipos y representaciones de un mundo adulto que invade una expresión propia y legítima del
adolescente. Es lo que muchas veces llamamos el “deber ser” o lo que se espera de mí. Lo que se espera que
se haga y se sienta, y que en el caso de los adolescentes la mayoría de las veces no pueden vivenciar; por lo
cual construyen un discurso de proezas y fantasías, tratando de cumplir expectativas provenientes de ese
mundo adulto.

A partir de estas aproximaciones sobre el discurso, podemos enunciar también como una hipótesis que las
diferencias en las respuestas de jóvenes de uno u otro género están vinculadas con la existencia de otros
discursos de mayor orden ligados a modelos vigentes y conflictivos de masculinidad y femineidad, y a modelos
de relaciones afectivas y sexuales aceptadas socialmente.

Estos discursos, estas “maneras de decir las cosas”, reproducen modelos dominantes que se legitiman
grupalmente, como en colegios, barrios, grupos de amistades. A ello llamamos categorías intragrupos. Estas
expresiones muchas veces chocan con las categorías intergrupos, es decir con grupos de otros jóvenes con
otra formación, otra procedencia, otra práctica espiritual y (casi inevitable notarlo) con otros grupos de jóvenes
y adultos.

Muchas veces pensamos que el silencio significa represión, timidez o negación por parte de lxs adolescentes
respecto de algo que nosotros preguntamos y queremos conocer. Esas interpretaciones son propias de nuestro
mundo adulto. Ello genera solamente una sensación de ansiedad y angustia en nosotros por no obtener una
respuesta desde un lenguaje adulto. Debemos ser pacientes y respetar momentos y comprender que el silencio
es parte del código adolescente y no siempre significa lo mismo que en el adulto.

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