Вы находитесь на странице: 1из 25

Carácter y relaciones humanas

la cuenta bancaria

Es probable que la mayor parte de los problemas


por los que pasamos las personas, y quizá los que
más dolorosamente nos marcan, sean
precisamente problemas de relación con otras
personas.

Algunos quizá poseen una gran capacidad de


relación en su vida profesional, y son altamente
estimados y respetados en su trabajo, al que
dedican todo el tiempo del mundo, pero está muy
deteriorada su relación con su mujer o su marido,
o con sus hijos.

En muchas empresas y organizaciones, cuando


llegamos a conocerlas de cerca, advertimos que los
problemas más graves también suelen provenir de
dificultades de relación entre sus máximos
responsables, o de ellos con el resto de los
integrantes de la entidad.

Lo malo es que, tanto en unos casos como en otros,


cuando comprueban que se ha deteriorado su
relación con otra u otras personas, muchas veces,
en vez de esforzarse por mejorarla, buscan refugio
en otros ámbitos de su vida, o en otras relaciones,
eludiendo así la grave necesidad de reconstruirlas.
De este modo, los problemas se cronifican y son
cada vez más difíciles de resolver.
Muchos expertos en relaciones humanas han
recurrido, a la hora de abordar estas cuestiones, al
símil de la cuenta bancaria emocional.

En una cuenta bancaria ingresamos nuestro dinero,


y con ello creamos un depósito. Cuando sacamos el
dinero de allí, o hacemos cualquier pago a través
de esa cuenta, reducimos parte de ese depósito.

Continuando con este símil, todos tenemos abierta


una especie de cuenta emocional con cada una de
las personas que tratamos. En esa cuenta
efectuamos ingresos mediante la cordialidad, el
trato afable, la honestidad, la lealtad, el cariño, etc.
A medida que hacemos ingresos en esa cuenta,
aquella persona irá acumulando un mayor depósito
en relación a nosotros. Cuando actuamos mal
respecto a ella, es como si efectuáramos una salida,
y el depósito disminuye. Cuando la cuenta de
confianza es alta, la comunicación es buena y la
relación es grata (en esto sucede también como con
los bancos).

Pero si adquirimos la mala costumbre de


mostrarnos ingratos y desagradables con esa
persona, y traicionamos esa confianza, la cuenta irá
bajando hasta llegar a un nivel bajo, incluso hasta
ponerse en números rojos. Y si estamos
continuamente haciendo equilibrios entre los
números negros y los rojos, la relación será tensa y
difícil (aquí también sucede como con los bancos);
y si estamos habitualmente en números rojos, ya
no será simplemente difícil, sino muy difícil.

El problema de muchas empresas e instituciones de


todo tipo es que sus miembros funcionan entre ellos
precisamente así, con su cuenta emocional en
números rojos, o al borde de estarlo. En lugar de
una buena comunicación, hay —como mucho— una
difícil convivencia entre estilos diferentes, o una
crispada tolerancia. Y muchas familias, muchos
matrimonios, funcionan también ordinariamente
así. Y entre muchos compañeros, vecinos o
conocidos, hay también una relación de este
género, fácilmente hostil, defensiva, susceptible.

Las buenas relaciones humanas, y sobre todo las


más prolongadas —familia, trabajo, amistad, etc.—
exigen ingresos continuos en eso que estamos
llamando cuenta emocional, porque el desgaste de
la vida diaria ya supone siempre un goteo continuo
de salidas.

Apliquemos este símil a la relación de unos padres


con su hijo. Por ejemplo, si a pesar de que le
quieres sinceramente, el trato con un hijo tuyo
adolescente se reduce en la práctica a periódicas
reconvenciones (ordena tu cuarto, has llegado
tarde, vístete como una persona normal, córtate el
pelo, baja la basura, a ver si ayudas en casa, baja
el volumen de la radio, dónde vas con esas pintas,
etc.), más algunas conversaciones insustanciales,
unos cuantos consejos (por desgracia,
frecuentemente inoportunos), y poco más,
entonces, es muy probable que la cuenta emocional
con tu hijo esté en números rojos desde hace
tiempo.

En esas circunstancias, si tu hijo tiene que tomar


una decisión importante, la comunicación con él
será tan difícil, y su receptividad tan baja, que toda
tu sabiduría, tu experiencia de padre o de madre y
tu afán de ayudarle te servirán en ese caso
realmente para bien poco.

¿Cuál es la solución entonces? Si es ésa la situación,


lo más práctico es salir cuanto antes de los números
rojos y llegar pronto a niveles de cierta solvencia
emocional en esa relación.

Habrá que tener pequeñas atenciones, mostrar una


mayor capacidad de interesarse por él, de
escucharle y comprenderle. Habrá quizá que
dedicarle más tiempo, y procurar ponerse más en
su lugar. Tendrás que hacerle sentir que se le
acepta como es, que se le quiere ayudar a mejorar
respetando lo más posible sus ideas y su
personalidad.

Probablemente no logres mejoras rápidas ni


espectaculares, porque quizá hay muchos números
rojos y no somos capaces de hacer ingresos tan
rápidamente: bien porque tenemos ingresos bajos
(poco hábito de preocupación efectiva por los
demás); o porque tenemos grandes y arraigados
hábitos de gasto (por egoísmo, impaciencia,
irascibilidad, susceptibilidad, distancia emocional,
etc.); o bien porque somos de carácter cíclico o
inestable, y hacemos grandes ingresos hoy pero
mañana lo despilfarramos todo tontamente.

Lo malo es que a veces uno no sabe si está


acertando o no, porque a lo mejor piensas que estás
haciendo ingresos y resulta que estás haciendo una
auténtica sangría en esa famosa cuenta... Por eso
es importante considerar que en las relaciones
humanas no basta con tratar a los demás como
quisieras que te trataran a ti, porque quizá hay
cosas que a ti te agradan y a esa otra persona no,
o cosas que nosotros consideramos triviales pero
que para ella son muy importantes.

Hay que asegurar, por ejemplo, que nuestros


intentos de acercamiento no se produzcan en
momentos inoportunos y generen nuevos rechazos.
Y comprobar que no hay una profunda falta de
comprensión mutua que haga que esa relación se
esté construyendo sobre cimientos minados.

Hacerse cargo de la realidad intelectual y emocional


de los demás —cómo piensan y qué sienten—, así
como de su capacidad real de superarse —muy
relacionada con su fuerza de voluntad—, es decisivo
para construir una buena relación (dedicaremos a
ese tema el próximo capítulo).

Otras veces, a lo mejor piensas que algo ha sido un


error sin más trascendencia, y resulta que él, o ella,
le dan una importancia enorme... Hay multitud de
pequeños detalles que, aun siendo cosas
objetivamente pequeñas, en la subjetividad
emocional de la otra persona pueden ser llegar a
ser muy grandes.

Pero, por fortuna, ese efecto, que observamos que


se produce en sentido negativo ante pequeñas
faltas de respeto o consideración, breves enfados,
sencillas promesas incumplidas, etc., puede
producirse igualmente en sentido positivo ante
sencillas muestras de afecto, de reconocimiento, de
deferencia, de lealtad, etc.

Cada uno valora de modo especial algunas cosas, y


es verdadera muestra de buena convivencia
esforzarse por conocerlas y mantenerlas en la
memoria para poder así hacerles la vida más
agradable. Todo el mundo valora en mucho los
detalles, entre otras cosas porque por lo general las
personas suelen ser más sensibles de lo que
aparentan.

Claridad en las expectativas recíprocas

Muchas relaciones personales se deterioran


seriamente por algo tan simple como no haber
hablado las cosas en su momento con normalidad,
por falta de claridad en las expectativas recíprocas.
Quizá a veces nos enfadamos porque no se ha
hecho lo que habíamos pedido o deseado, y el
problema es simplemente que no se había
entendido lo que queríamos. O resulta que
molestamos a alguien sin querer, y el problema se
reduce a que no sabíamos que con nuestra actitud
o nuestra conducta estábamos perjudicando o
molestando a esa persona.

Por eso es preciso actuar con la necesaria


naturalidad y sencillez, de modo que logremos crear
a nuestro alrededor un clima de confianza en el que
sea fácil saber qué es lo que cada uno espera de los
demás.

Otro ejemplo. A lo mejor un día nos sorprendemos


de que tenemos pocos amigos. Es algo que sucede
a bastante gente en algún momento de su vida:
advierten que su círculo de relación es corto, que
hay poca gente que cuente con ellos de modo
habitual.

Si eso nos sucede, es preciso recordar que tener


verdaderos amigos siempre supone esfuerzo y
constancia. Aunque, como es lógico, depende
mucho de la forma de ser de cada uno, siempre es
preciso vencer inercias, superar pasividades y
arrinconar timideces (por cierto que es
sorprendente el elevado porcentaje de personas
que se consideran tímidas: en nuestro país, del
orden del 40% según algunas estadísticas).

¿Y no es un poco antinatural eso de esforzarse para


tener amigos, cuando la amistad debe entenderse
como algo relajado y natural? La amistad debe ser,
efectivamente, algo relajado, natural y gratificante.
Sin embargo, la amistad, como tantas otras cosas
en la vida que también son naturales y
gratificantes, exige, para llegar a ella, superar un
cierto umbral de pereza personal, y por eso muchos
se quedan encallados en ese obstáculo. El tirón de
la pereza puede llevarnos a una vida de
considerable aislamiento o pasividad, y eso aunque
sepamos bien que superándola nos iría mucho
mejor y disfrutaríamos mucho más.

De todas formas, tienes razón en que a veces la


causa de las pocas amistades está en algo más de
fondo, y hemos de pensar si no vivimos bajo una
cierta capa de egoísmo, si no hay una buena dosis
de encerramiento en nuestros propios intereses, de
refugio en una perezosa soledad.

Quizá tenemos un carácter difícil (o al menos


manifiestamente mejorable) y somos de trato poco
cordial, o hablamos sólo de lo que nos gusta, o
vamos sólo a lo que nos gusta, o nunca nos
acordamos de felicitar a nadie en su cumpleaños o
en Navidad, ni nos interesamos por su salud o la de
su familia, ni hacemos casi nada por estar cerca de
ellos en los momentos difíciles.

O quizá ponemos poco interés en todo lo que no nos


reporte un claro interés —valga la redundancia—, y
aunque efectivamente tengamos una conversación
paciente y educada, ponemos en esos casos un
interés —exagerando un poco— similar al que se
pone al hablarle a un canario en su jaula.

O quizá manifestamos habitualmente una actitud


rígida o imperativa, que genera rechazo; o
tendemos hacia una beligerancia dialéctica que nos
lleva a buscar siempre quedar victoriosos en
cualquier conversación, como si fuera una batalla,
y encima queriendo dejar claro que hemos ganado;
o escuchamos poco y hablamos mucho, y
resultamos pesados; o somos demasiado
premiosos, o prolijos (no debe olvidarse que el
secreto para aburrir es querer decirlo todo); o nos
pasamos de obsequiosos, y nuestro trato resulta un
poco asediante, o untuoso; o tratamos a los demás
con excesiva vehemencia, o con aires de
superioridad, como dando lecciones.

Podríamos enumerar muchos otros defectos, pero


quizá la clave para contrarrestarlos podría
resumirse en algo muy sencillo: esforzarse por ser
personas que saben escuchar y que buscan servir a
los demás.

Lealtad, cercanía

La lealtad, y en primer lugar con los ausentes, es


otra cuestión clave en las relaciones humanas.
Cuando una persona habla mal de otra a sus
espaldas, o revela detalles que alguien le ha
manifestado de modo confidencial, además de
actuar injustamente en la mayoría de los casos,
destruye su propia capacidad para generar
confianza. Quizá esa persona busca ganarse la
confianza de la otra gracias a esa indiscreción o ese
desahogo, pero esa falta de integridad personal
está minando en sus cimientos aquella confianza.

Ante los errores o defectos de nuestros amigos o


conocidos, la lealtad exige que procuremos —en la
medida en que eso sea posible— ayudarles a
corregirse. Como es obvio, esto será más fácil
cuanto mayor sea nuestra confianza con ellos.

Si no nos resulta posible decirles nada, o se lo


hemos dicho y aparentemente no ha habido ningún
cambio, no por eso la murmuración y el chismorreo
dejan de ser una deslealtad. Sólo cuando lo exija la
justicia o el bien de los demás, será legítimo
advertir a otros —y siempre extremando la
prudencia— de aspectos negativos que hemos
observado en una persona.

Cuando hay una buena relación personal, los


errores de quienes nos rodean son, si sabemos
aprovecharlos, ocasiones excelentes para ayudar
lealmente a esas personas a corregirse. Muchas
veces, una advertencia sincera y prudente hecha a
tiempo es la mejor forma de mostrar el afecto por
una persona.

El problema es que muchas veces, cuando ves que


habría que hacer una advertencia a alguien,
precisamente entonces tu relación con esa persona
está bajo mínimos, y no la aceptaría bien... Por eso
es importante que haya una buena relación general
entre las personas con las que uno trata (dentro de
la familia, en el trabajo, con los vecinos, etc.).

Por ejemplo, si en la familia hay unos lazos fuertes


entre padres, hijos, hermanos, abuelos, tíos,
primos, etc., esa relación puede resultar decisiva en
situaciones de mayor dificultad. Sentir y saber que
hay muchos otros miembros de la familia que nos
conocen y se preocupan por nosotros, aunque quizá
vivan lejos, puede suponer una ayuda mutua
importante para la convivencia familiar. Si uno de
tus hijos, por ejemplo, tiene dificultades para
relacionarse contigo en un momento determinado,
quizá pueda ayudar a arreglarlo tu cónyuge, un
hermano, o una tía, o el abuelo. En una familia
unida, cada uno de sus miembros representa una
referencia y una ayuda que pueden resultar de vital
importancia en el momento más insospechado.

No basta con pedir disculpas

Recuerdo ahora el relato de un padre de familia,


hombre sensato aunque quizá un poco impulsivo,
que un buen día advirtió que la bronca que acababa
de echar a uno de sus hijos era desproporcionada e
injusta.

No habían pasado más que unos minutos cuando


comprendió que había interpretado la situación de
un modo totalmente erróneo, y que su reacción
había sido impropia y exagerada.
Como era un hombre leal y de principios, se dirigió
hacia la habitación de su hijo para disculparse. En
cuanto abrió la puerta, lo primero que escuchó fue:

—No quiero perdonarte, papá.

—Lo siento, no me había dado cuenta de que tenías


razón. ¿Por qué no quieres perdonarme, hijo?

—Porque hiciste lo mismo la semana pasada.

En otras palabras, venía a decir: «Papá, no pienses


que vas a resolver este problema simplemente
pidiendo disculpas. Tienes que cambiar.»

Aunque no sea éste un ejemplo especialmente


modélico en cuanto al perdón, de este relato puede
sacarse una enseñanza importante: no basta con
pedir disculpas, es preciso también corregirse y
procurar reparar el daño causado.

Sería un error pensar que pidiendo disculpas se


arregla todo sin más. El daño que se haya hecho,
aunque se perdone, suele tener unas consecuencias
que no pueden ignorarse. Por eso la petición de
disculpas ha de ir siempre unida a un sincero y
eficaz deseo de corregir en ese punto nuestro
carácter, rectificar nuestra conducta y compensar
de algún modo ese daño.

Evitar antagonismos innecesarios


Muchísimas personas tienen en su carácter una
marcada tendencia a plantear todo en términos de
oposición y de dicotomía:

 «si yo consigo lo que quiero es porque alguien


se queda sin ello»;

 «si yo salgo ganando, si quedo más arriba,


será básicamente porque tú sales perdiendo,
porque te quedas más abajo»;

 «si a él le interesa eso, será por algo, y


seguramente a mí me conviene que suceda lo
contrario»; etc.

Es lo que podría llamarse la filosofía del yo-gano/tú-


pierdes. Una forma de entender la vida en la cual
parece que el éxito sólo puede lograrse a expensas
de otros, o excluyendo el éxito de otros, o a costa
del fracaso de otros.

Se trata de una mentalidad que acaba conduciendo


a continuas situaciones de angustia y frustración.
Tanto es así que en toda la literatura mundial en
torno a la efectividad humana que se ha escrito en
los últimos decenios se ha impuesto con rotundidad
un estilo muy distinto, que podríamos llamar del yo-
gano/tú-ganas. No es una simple técnica para
mejorar las relaciones humanas, sino todo un modo
de sentir y de entender las cosas, que busca el
beneficio mutuo en todas las relaciones e
interacciones humanas.

La filosofía del yo-gano/tú-ganas busca que los


acuerdos o soluciones sean mutuamente benéficos
y satisfactorios. Se basa en la convicción de que
existen otras alternativas, de que en muchos casos
no se trata de luchar entre tu éxito o el mío, sino
de buscar un éxito mejor, y que sea de los dos.

Es verdad que eso no siempre será fácil. Por


ejemplo, en un partido de fútbol no pueden ganar
los dos equipos al tiempo; o en unas elecciones no
pueden salir elegidos a la vez los dos principales
candidatos a la presidencia del gobierno. Es cierto
que en la vida hay bastantes cuestiones que se
plantean en clave yo-gano/tú-pierdes, y
ciertamente esa competitividad es positiva en
muchas ocasiones, o al menos es inevitable. Pero
hay otros muchos casos en los que surgen
planteamientos de competitividad agresiva que no
tienen sentido alguno.

Por ejemplo, en la familia: ¿tiene sentido hablar de


quién de los dos está ganando en tu matrimonio?;
¿o de quién gana en la relación con tu hijo, o con tu
padre, o con tu hermana?

Son casos en los que parece obvio que, si no ganan


ambos, esa relación está mal planteada. No
tenemos por qué vivir compitiendo con nuestro
cónyuge, con nuestros hijos, con nuestros padres,
con nuestros vecinos o nuestros amigos. En ese
sentido, la filosofía del yo-gano/tú-pierdes es una
nociva mentalidad que muchas personas tienen
profundamente inculcada, consecuencia quizá de
muchos años de vivir bajo planteamientos de ese
estilo.

Además, incluso en las relaciones más


competitivas, siempre debe haber un nivel al que
esas relaciones sean del tipo yo-gano/tú-ganas. Por
ejemplo, en un partido de fútbol los dos equipos
salen ganando si se considera que están
participando con deportividad en un campeonato
cuyo desarrollo beneficia a ambos; varios
candidatos a la presidencia de una nación pueden
estar ganando si se consideran las cosas desde el
punto de vista del servicio que ambos con su
campaña electoral prestan al sistema democrático
de esa nación; etc. El hecho de que cada uno
compita leal y honestamente, respetando las reglas
del juego, es algo que beneficia a todos y que por
tanto cabe dentro de la filosofía del yo-gano/tú-
ganas.

Otro error de enfoque en la relación personal puede


venir de una mentalidad parecida, aunque opuesta:
la del yo-pierdo/tú-ganas. Se da, por ejemplo, en
frases como: «haz lo que te dé la gana, nunca me
haces ningún caso»; «sigue perjudicándome,
siempre harás lo que a ti más te convenga»; «eso
me pasa por haber querido ser honrado»; etc. Son
actitudes que generan conformismo, resentimiento,
victimismo o excesiva indulgencia.

Por último, y para completar todas las variantes de


este tipo de errores, cabe también la mentalidad del
yo-pierdo/tú-pierdes, propia de conflictos entre
personas envidiosas y vengativas que, en su afán
de ver perder a su competidor, logran amargarse
mutuamente la existencia.

Conjugar lo que parece difícil de conjugar

—A ver, contésteme con rapidez, ¿cuánto suman


dos más dos?
—Cinco.

—No, hombre, no: dos y dos son cuatro.

—Pero bueno..., ¿usted qué quería, precisión o


rapidez?

Muchas personas son como el interrogado en este


viejo chiste, tienen una gran tendencia a los
planteamientos dicotómicos. Son gente que todo lo
quiere establecer en términos de dicotomías: esto
o lo otro, blanco o negro, así o nada, y punto.

Sin embargo, sabemos que la mayoría de las


realidades de la vida son complejas y resulta un
error plantearlas forzadamente así. Es más, muchas
veces la clave está precisamente en hacer una cosa
sin dejar de hacer la otra: no queremos lo uno o lo
otro, sino las dos cosas, lo uno y lo otro (o sea,
precisión y rapidez, si volvemos a lo del chiste).

Por ejemplo, la madurez exige un equilibrio entre


defender con energía las propias convicciones e
intereses y, al tiempo, saber tratar con
consideración a los demás. En cambio, los
personajes dicotómicos creen que si uno es amable
no puede ser exigente; que si uno trata con
consideración a los demás no puede ser audaz; que
si uno tiene confianza en sí mismo no puede confiar
en los demás; que si uno quiere triunfar en la vida
tiene que prepararse para pisotear a quienes le
rodean. Y como actitud vital es un gran error, pues
la vida no puede basarse en el radicalismo o la
confrontación.

Esos planteamientos dicotómicos pueden llegar a


extremos bastante sorprendentes, si se miran las
cosas con un poco de objetividad. Un ejemplo muy
claro es la envidia. Hay personas que se sienten
verdaderamente mal si tienen que compartir el
éxito o el reconocimiento con otras personas. La
envidia les corroe. Les duele en el alma que otros
triunfen más que ellos, o incluso que se aproximen
a su nivel de triunfo. Les molesta que otros tengan
suerte, habilidades o méritos que ellos no tienen,
en especial si se trata de personas cercanas a él.
Su sentido de la propia valía está basado en la
comparación negativa con quienes le rodean:
necesitan del fracaso ajeno para aliviar su
amargura vital.

Para esas personas, parece que la felicidad es un


bien tan terriblemente escaso que los demás se lo
arrebatan cuando disfrutan de ella.

De todas formas, aunque digamos esas cosas tan


fuertes sobre la envidia, parece claro que es una
mala inclinación que todos tenemos dentro, en
mayor o menor medida. Quizá por eso puede
decirse que la filosofía del yo-gano/tú-pierdes
hunde sus raíces en inclinaciones humanas torcidas
contra las que todos tenemos que luchar.

Normalmente la envidia no nos hará desear de que


otros sufran grandes desgracias (no somos tan
perversos), pero sí puede incitarnos a una secreta
e íntima satisfacción al ver que a otros no les va tan
bien..., porque sentimos que eso nos sitúa de
alguna manera mejor respecto a ellos.

Cuando se produce de un modo espontáneo ese


sentimiento, es preciso esforzarse personalmente
por superarlo, buscando nuestra seguridad y
nuestra satisfacción dentro del propio proyecto
personal de vida. Un proyecto, además, que si está
bien diseñado se sustentará en buena parte sobre
un firme propósito de hacer y desear el bien a
quienes nos rodean.

Acuerdos yo-gano/tú-ganas

En todas las clases hay alumnos que destacan y


otros que suelen quedarse atrás. Recuerdo el caso
de un profesor de enseñanza media que utilizaba
un ingenioso sistema de motivación para recuperar
a los alumnos más retrasados.

El sistema consistía en hacer un acuerdo con toda


la clase. Todo alumno que hubiera aprobado el
examen parcial de la evaluación podía ofrecerse a
ayudar a otro que hubiera suspendido, y preparar
juntos el siguiente examen. Si lo hacían, ese
alumno anotaba al comienzo de su examen el
nombre del que le había ayudado. Si después
aprobaba, el profesor recompensaba con una
subida de un punto al que con sus explicaciones
había logrado sacar al otro de las tinieblas del
suspenso.

Así lograba que los más inteligentes ayudaran a los


que iban más retrasados, y esto cubría dos
objetivos a cual más interesante: que unos
aprendieran la asignatura y que otros aprendieran
a ser más generosos y preocuparse de los demás
(además, enseñando es como mejor se aprende).

Cuando lo oí contar, me dispuse a experimentar ese


método con mis alumnos, que por entonces tenían
catorce o quince años. Aunque comencé con un
cierto escepticismo, pronto comprobé sus buenos
resultados. Los más aventajados ayudaban a los
que iban peor, y las calificaciones medias subieron
bastante.

Podría objetarse que eso no sería propiamente


generosidad, puesto que no lo hacían de modo
desinteresado, sino por ganar ese punto más en sus
calificaciones. Y es cierto que inicialmente quizá
hubiera más de interés personal que de deseo de
ayudar. Pero enseguida se vio que para ellos el
punto que podían ganar era casi lo de menos: al
final estaban casi más orgullosos del aprobado de
su compañero que del suyo propio.

El mayor éxito era que quizá con esto algunos


redescubrían la alegría que siempre acompaña a la
preocupación por los demás. Una prueba de cómo
generosidad y felicidad están indefectiblemente
ligadas, tanto como el egoísmo y la amargura.

Aquella experiencia docente propiciaba un beneficio


mutuo en todas las direcciones, tanto entre el
profesor y los alumnos como de ellos entre sí: se
trata, pues, de un caso del tipo yo-gano/tú-ganas.
Con esto no quiero abominar de otras fórmulas más
competitivas, que también pueden ser útiles, sino
simplemente resaltar la eficacia de crear un clima
de cooperación.

La tendencia de algunos educadores a la excesiva


competitividad lesiona fácilmente la autoestima de
los menos dotados. Por eso es preciso encontrar un
equilibrio. No es malo inducir un sano deseo de
emulación ante los que son mejores, o presentar
como estímulo el modelo que encarnan otras
personas. Lo que no puede olvidarse es que los
frutos que cada persona puede obtener de la
ejercitación de sus facultades son enormemente
variados, y nadie debe sentirse menospreciado por
no conseguir los resultados que obtienen otros.

Además, cada persona está más dotada para unas


cosas y menos para otras, así que siempre habrá
otros aspectos de su vida en los que podrá ser
ayudada por los demás. Cualquier relación humana
bien planteada supone siempre un beneficio mutuo,
pues toda persona siempre tiene cosas que aportar
a cualquier otra. Por eso toda persona debiera
sentirse necesitada de la ayuda de los demás, y una
generosidad que fuera ostentosa o paternalista
sería ridícula e injusta: lo ideal es que quien está
siendo ayudado casi no se dé cuenta de ello, por la
elegancia y delicadeza de quien le ayuda.

¿Cómo crear ese clima de cooperación? Para que un


profesor (o el gerente de una empresa, o un padre
o una madre de familia, etc.) logre ese clima de
colaboración con sus alumnos (o empleados, hijos,
etc.), han de estar bien claros los valores y
objetivos que presiden esa relación, así como los
modos en que se evalúan los resultados.
Naturalmente, esto será más formal en la clase o la
empresa, y menos en la familia, pero también en
ella ha de existir.

Estando esto claro previamente, a partir de ahí el


deseo del profesor ha de ser que todos saquen las
mejores notas posibles, el del gerente que todos
sus empleados cumplan su misión de forma
excelente, y el del padre de familia que todos sus
hijos se eduquen libremente de acuerdo con esas
metas y valores. En la mayoría de los casos, ese
sistema de cooperación suele resultar mucho más
efectivo que el del autoritarismo o la simple
confrontación, pues disminuye la necesidad de
control, incrementa la motivación, y revela cómo en
muchas ocasiones los problemas no estaban en las
personas sino en el sistema de relación adoptado.

Descubrir y potenciar sinergias

Probablemente todos tenemos en la memoria


experiencias personales en las que hemos llegado a
una relación de entendimiento y
complementariedad grandes con otra u otras
personas. Quizá fue practicando un deporte, o
trabajando con un equipo de personas con las que
nos compenetramos extraordinariamente, o con
ocasión de tener que acometer alguna cuestión
grave y urgente que facilitó aunar esfuerzos para
resolverla. Son ejemplos de situaciones de sinergia.

La sinergia es un efecto que se produce entre dos o


más personas y que les hace sincronizar y
complementar sus esfuerzos e intereses de tal
manera que logran alcanzar un resultado
notablemente superior al que saldría de la simple
suma aritmética de sus aportaciones individuales.
En ese sentido, podría decirse que la sintonía
humana y la armonía propias de la amistad o el
amor son buenos ejemplos de situaciones de
sinergia.

Para algunas personas, esas situaciones se reducen


a su relación con muy pocas personas, o sólo a
algunos ámbitos de una vida que, por lo demás,
discurre teñida de experiencias negativas en la
relación con los demás.
Sin embargo, otras personas han aprendido a
descubrir y estimular lo positivo de quienes le
rodean, y saben establecer sinergias con casi todo
el mundo: son como los buenos escaladores, que
logran encontrar pequeños puntos de apoyo donde
otros no ven más que una pared totalmente lisa e
impracticable.

Cuando alguien aprende a descubrir y potenciar


sinergias en su relación con los demás, abre su vida
a una infinidad de nuevas posibilidades y
alternativas.

A muchas personas, por la educación que han


recibido, les será muy difícil incorporar a su vida esa
actitud. Les costará más, sin duda, pero —como
cualquier otro rasgo del carácter— puede
incorporarse regular y sistemáticamente a sus
modos de plantear la vida cada día. Es cuestión de
poner el necesario esfuerzo personal y, también,
cierto espíritu de aventura. ¿En qué sentido? Me
refiero a que exige un talante mínimamente activo,
pues cualquier esfuerzo creador precisa de algo de
arrojo e imaginación, y siempre se asumen algunos
riesgos. El que no hace nada no se equivoca, pero
el que hace algo a veces se equivoca, y precisa por
tanto de una mínima resistencia a la frustración:
debe abandonar la triste paz de la apatía y el
apocamiento para adentrarse en la alegre
satisfacción de una relación humana plena.

Por ejemplo, muchas personas no logran un mayor


entendimiento entre ellas simplemente porque no
hablan las cosas. Por eso, un recurso clásico de
comunicación sinérgica es el brainstorming, la
tormenta de ideas, que consiste en provocar una
profuso y abundante intercambio de ideas y puntos
de vista a lo largo de una reunión de un grupo de
personas.

Se puede aplicar a cualquier relación humana, tanto


a una reunión de trabajo como a una familiar
informal o una tertulia entre amigos. Una tormenta
de ideas puede aportar un torrente de imaginación
y creatividad que desbloquee una situación de
rutina o estancamiento. Desde luego, muchas de
las ideas que surjan serán inútiles; pero otras serán
interesantes, y puede que incluso alguna, en medio
de tantas otras, llegue a tener rasgos de
espontánea y auténtica genialidad.

En general, lograr que pueda darse un intercambio


natural y fluido de impresiones entre dos o más
personas siempre resulta estimulante y permite
superar las barreras de algunas inhibiciones
negativas, o visualizar errores que de otra manera
no habríamos advertido.

Cuando se logra esa comunicación sinérgica, se


puede unir de un modo extraordinario a un grupo
de amigos, una familia, un equipo de investigadores
o un consejo de administración.

Es verdad que si uno se lanza y no se logra ese


ambiente, puede caerse en el caos más absoluto.
Sucede de vez en cuando, a veces incluso justo
después de haber estado en un momento de buena
sintonía, pero que por alguna razón se pierde y el
curso de la conversación se desvía hasta descarrilar
por completo y precipitarse en el caos. Por eso decía
antes lo de tener cierto espíritu de aventura, pues
en esa situación podemos pensar que habría sido
mejor no arriesgarse a llegar a esos desencuentros.
Habrá veces en que será imprudente tratar
determinados temas en determinados momentos y
circunstancias. Unas veces comprenderemos que
no era un modo acertado de tratar esas cuestiones,
y hemos sido efectivamente imprudentes, pero en
otros casos el error procederá del modo de conducir
la conversación, y entonces debemos sacar
experiencia para posteriores ocasiones y no
refugiarnos en la incomunicación, porque en la
incomunicación el desencuentro es permanente.

El éxito dependerá más de las personas que del


método que se siga, porque hay gente con la que
no hay forma de entenderse en ningún sitio. Para
lograr una buena comunicación no es suficiente el
método, ni el simple respeto, ni la cortesía o la
diplomacia. Lo deseable es que la consideración de
cada uno por los demás sea tan alta que, si surge
un desacuerdo, en lugar de oponerse
inmediatamente y procurar rebatir al otro, se inicie
un esfuerzo personal de comprensión hacia la
postura de esa otra persona.

Es decir, que ante una diferencia de opinión con


otro, se parta de una actitud que sea como decir: si
una persona de tu valía disiente de mí, debe haber
algo en tu desacuerdo que no entiendo, una nueva
perspectiva que me interesa mucho percibir. La
esencia de la sinergia está en valorar la diferencia
y saber respetarla y complementarla.

De esta manera, evitando las actitudes


innecesariamente defensivas y autoprotectoras, se
produce un sano deseo de mejorar nuestras ideas
con lo que piensan los demás. Quizá nos sobran
evidencias, y se trata, en definitiva, de no defender
como cuestión de principios lo que no son más que
unos puntos de vista que probablemente nos
interese enriquecer.

Otras veces, cuando una situación parece enfrentar


sin remedio dos alternativas (y quizá pensamos que
podrían calificarse como la nuestra y la errónea),
casi siempre podremos buscar una salida más a
gusto de los dos: lo que podríamos llamar una
tercera alternativa sinérgica. La clave está en
reemplazar la mentalidad dicotómica de o esto o
aquello por una nueva solución que, sin ser quizá
perfecta (sobre todo porque los problemas
complejos no suelen tener soluciones perfectas),
deje satisfechos a ambos.

Puede aplicarse aquello de que «a veces lo mejor


es enemigo de lo bueno», si se entiende bien ese
dicho. Porque si la solución que a nosotros nos
parece mejor va a provocar un conflicto que no
guarda proporción con la ventaja que aporta esa
solución, entonces esa solución deja de ser mejor,
y será preferible que cedamos un poco.

Esto no quiere decir que ceder sea bueno de por sí,


puesto que otras veces lo sensato será demostrar
firmeza, y tan equivocado sería ceder por sistema
como encastillarse en la obstinación.

En cualquier caso, la excesiva rivalidad, los


conflictos y agravios permanentes, la continua
preocupación por proteger la propia retaguardia, la
desconfianza, la lucha por el dominio, la crítica
destructiva... son siempre actitudes y
planteamientos que consumen una energía enorme
en cualquier relación personal. Son como conducir
un coche con un pie en el acelerador y otro en el
freno: la solución no es apretar más el acelerador
—más elocuencia, más presión, más argumentos
para fortalecer la propia posición—, sino levantar un
poco el pie del freno y saber usar armónicamente
ambos pedales.

Gentileza de http://www.interrogantes.net/ para la


BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL

Вам также может понравиться