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Lilia Ana Bertoni: “Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas”.

La construcción de la nacionalidad argentina a


fines del siglo XIX.
La construcción de la nacionalidad argentina estuvo condicionada simultáneamente por las circunstancias
creadas por la sociedad local, las de una nación nueva, y por las que originaba el proceso de expansión de las
poblaciones europeas, de las que provenía parte de su población. Una vez que se comienzan a ver los
primeros resultados negativos del proceso modernizador, la crítica a este se vuelve una constante. Uno de las
consecuencias más preocupantes era que las nuevas elites extranjeras quisieran imponer y/o mantener su
nacionalidad dentro de la nación Argentina; de ello deriva la no naturalización de los inmigrantes. Ello
conllevaba un doble peligro: por un lado la justificación para la intervención extranjera y por otro el peligro
contra la unidad cultural nacional.
Por ello en los últimos años de la década de 1880 se tomaron algunas medidas que apuntaban a la
construcción de la nacionalidad. Se afirmó internacionalmente el criterio de ciudadanía y de jurisdicción por el
principio de la ley territorial. Además para consolidar la nación se consideró fundamental contar con una
verdadera nacionalidad que la fundamentara y legitimara. Ello aseguraba que los hijos de extranjeros nacidos
en el país se consideraran argentinos legalmente y además también se procuró que también lo fueran por
lengua, las costumbres, la historia y la adhesión manifiesta a la patria. De esta forma, frente a los países
extranjeros, se podría esgrimir el argumento irrebatible de que el Estado jurídicamente organizado se
fundamentaba en la posesión de una auténtica nacionalidad.
Por consecuencia, desde mediados de la década de 1880 la escuela empezó a ser considerada como un
instrumento fundamental en la formación de la nacionalidad. Para ello la escuela tuvo nuevos planes y se
comenzó a poner interés en la enseñanza de la lengua nacional y de la historia patria. Además el Estado
comenzó a construir estatuas y monumentos, a abrir museos históricos y a definir símbolos patrios en una
intensa actividad en el estudio del pasado.
Con la revolución de 1890 –donde actuaron, entre otros grupos, la UCR con extranjeros que buscaban
participación política sin nacionalizarse- el Estado se volvió más autoritario y controlador. Con ello se rompe el
consenso en torno de lo que había sido desde Caseros la concepción liberal y cosmopolita de nación. En la
Constitución de 1853 había leyes que armonizaban con la idea de una Nación que garantizaba amplias
libertades y tolerancia a los extranjeros. Pero luego de 1880 se consideraba a aquella legislación como
“extremadamente liberal”. Por tanto se afirmó la existencia de una nacionalidad ideal dotada de alma. Y a tal
idea de Nación le correspondía una nacionalidad cuyos rasgos no serían el futuro producto de una mezcla
sino de los ya fijados desde los inicios de la historia patria. Por otro lado se debía afirmar el idioma ya que “el
carácter esencial de la nacionalidad es la lengua, es su alma.”
Esas dos concepciones de Nación – la contractualista o política y la cultural esencialista- coexistieron
conflictivamente. Entre los temas específicos se encontraban la obligatoriedad de la lengua nacional en la
educación, sobre la práctica de la gimnástica en la escuela, sobre las formas de entender el patriotismo y en
torno a la legitimidad de ciertas tradiciones. De esta manera la cuestión de la nacionalidad terminó por
involucrarse de una u otra manera a casi todos los sectores y posturas políticas. Las formas de concebir la
nación alimentaban las ideas sobre cómo se debía constituir la sociedad y sobre que rasgos definían la
nacionalidad. Por un lado circulaba la idea de ésta concebida como el producto de la mezcla, del crisol de
razas; otros creían que la nacionalidad residía en lo local, en lo criollo, en la transformación de lo español en
contacto con lo indígena. Por otro lado, circulaba la idea de una nacionalidad ya existente, establecida en el
pasado, de rasgos definidos y permanentes: la de la raza española. Por tanto había que mantener puro su
núcleo originario, neutralizando los contaminantes extranjeros.
Para los defensores de ésta última perspectiva, la vulnerabilidad de la Argentina derivaba de la
heterogeneidad de su población, por lo que su nacionalización se convertía en paso ineludible para la
afirmación de la nación. A mediados de 1890 la política de la confraternidad pareció poner en duda esta última
visión. El posible conflicto con Chile hizo que se fortalezcan las ideas de cooperación entre las diferentes
razas que habitaban Argentina para poder combatir al enemigo extranjero. El éxito de la política de la
confraternidad parecía confirmar la idea de una construcción plural de la nación.
Sin embargo algunos consideraron esta unión como el reconocimiento de los argentinos al aporte que hicieron
los extranjeros y, por otro lado, los argentinos consideraron que los extranjeros se unieron en agradecimiento
a que el país los recibió. Entonces fue en la definición de los rasgos culturales, en la representación de la
Nación, en donde se pusieron los límites de la colaboración entre hermanos. Hacia fines del siglo el conflicto
entre las concepciones de Nación parecía un tema ineludible incluso entre las clases subalternas.
A lo largo de la primera década del siglo XX puede advertirse la progresiva consolidación de la concepción
cultural de la Nación y de la idea de una nacionalidad fundada en rasgos culturales propios, históricos e
inequívocos. El año 1910 es un momento clave, la concepción culturalista fue expulsando poco a poco del
campo nacional a toda postura nacional que fuera compatible con el universalismo, el cosmopolitismo, la
diversidad cultural o la multietnicidad, o que simplemente aceptara la heterogeneidad cultural. El Centenario
ofreció el clima ideal para que la concepción culturalista tuviese un éxito rotundo.
Varios personajes de la elite intelectual se atribuyeron la fundación de la nación. Proponían unidad cultural y
espíritu nacional. Se empeñaron en excluir y eliminar la concepción contraria. Fue esa unidad ideal la que
brindó un punto firme frente a los constantes cambios de la sociedad.

Oscar Terán “Historia de las ideas en la Argentina”. Diez lecciones iniciales, 1810-1980.
Lección 4: el ’80 Miguel Cané.
Hacia fines del siglo XIX se produjo un debate sobre si los nuevos cambios ocurridos en Argentina por su
ingreso en la Modernidad, son beneficiosos o por el contrario, negativos. Miguel Cané es uno de los
intelectuales que criticaba los cambios producidos por consecuencia del paso a la modernidad. Entre 1852 y
1880 se desarrolló lo que culminaría con el triunfo del PAN. En el ’80 concluye la estructuración del Estado
Nacional ya que logró el monopolio de la fuerza, Bs. As. se convierte en ciudad federalizada, se desarrollan
leyes laicas, se ingresa al sistema capitalista mundial con el modelo agroexportador, se construyen las
primeras vías férreas (las cuales posibilitaron la Campaña del Desierto – los indígenas no servían para el
progreso y por ello reciben una absoluta exclusión).
Según las opiniones oficialistas Argentina se dirigía hacia al progreso y –como opinaba Alberdi- el progreso
material traería progreso moral. Sin embargo esta postura se fue modificando con el correr de los años y
nuevas preocupaciones fueron apareciendo. Entre ellas una preocupación social por los desafíos que
planteaba el mundo del trabajo urbano. Nacional, ante el proceso de construcción de una identidad colectiva.
Política, frente a la pregunta acerca de qué lugar asignarles a las masas en el interior de la “república posible”.
E inmigratoria porque todos estos problemas se encontraron refractados en torno de la excepcional
incorporación de extranjeros a la sociedad argentina.
Ahora bien, ¿qué es la modernidad? En el terreno de la economía significó el nacimiento y la expansión a
escala planetaria del modo de producción capitalista. En lo social, la aparición de clases sociales y de la
movilidad social. En lo político, la implantación de un nuevo criterio de legitimidad: la soberanía popular. En
ella se produjo el fenómeno de la “secularización”, que alude a un desencantamiento del mundo. Gracias a
este proceso el mundo se torna calculable y se produce una revolución tecno- científica. En los tiempos
modernos lo nuevo se torna bueno –ya no es como antes donde lo nuevo era considerado un peligro y lo
tradicional era lo bueno y seguro. La modernidad, entonces, impulsa al cambio, al progreso.
Sin embargo no todos lo ven así. Hay una mezcla enorme de ideologías (liberalismo, republicanismo,
positivismo, modernismo, anarquismo, socialismo, entre otras) que nacen y toman forma en el seno de la elite
de intelectuales que se agrupan en torno a instituciones y sociedades. Son los llamados “escritores
gentleman” de la generación del ‘80, escritores que establecían esa identidad como una continuación a su
posición sociopolítica de prestigio. Sin embargo hay una multiplicidad de voces y no una centralización de
ideas como en los tiempos de Sarmiento y Alberdi.
Casi todos estos escritores comparten un lamento tradicionalista: impulsan la modernización y al mismo
tiempo se lamentan algunas de sus consecuencias no queridas. A ello se le llama ubi sunt que es justamente
un tópico de los tiempos de cambios acelerados en donde se añora lo pasado. Este incluye asimismo
evocaciones melancólicas de los viejos sitios que ahora la “piqueta del progreso” está destruyendo. Entre
estos intelectuales se encuentra Miguel Cané, un importante político y escritor de la época. Algunas de sus
críticas al proceso modernizador se deben a la crisis del ’90. En esta revolución nace una prevención en las
élites: Buenos Aires muestra esplendor pero está carcomida por dentro. El principal victimario es, para su
imaginario, el dinero, las riquezas que erosionan el sentido de pertenencia a una comunidad. Las pasiones de
mercado predominaron sobre las virtudes cívicas.
Otro de los males visto en la crisis del ’90 son los extranjeros. Hubo una ausencia de civismo en la masa de
extranjeros y por tanto las elites se dieron cuenta de la necesidad de imponer una identidad nacional. Por
tanto el proyecto inmigratorio era pieza clave en el programa de las elites progresistas. Había cinco
extranjeros por cada nativo, y tenían una participación activa en los sindicatos, la política y en la economía. El
problema quedó en manos del Estado y se comenzó el proceso simbólico de nacionalización.
Para Cané los inmigrantes que arriban al país están lejos de ser lo que Alberdi pretendió que iban a ser
(civilizados y educados) sino que eran la escoria, la basura, la sobra de Europa. Si bien “gobernar es poblar”,
“poblar es apestar” si se trae lo peor de Europa. Los inmigrantes tenían una doble actitud negativa: por un
lado no tramitaban la nacionalidad Argentina, pero por otro lado participaban activamente en prácticas que
sólo le competían a los argentinos. Las elites locales temían por el ascenso social de los extranjeros y por
adhesión a prácticas socialistas y anarquistas de los más pobres. En síntesis, la inmigración causaba
problemas, y se trataron de resolver por vía coercitiva (leyes de Residencia y Defensa Social, accionar policial
y parapolicial), como por medio de la búsqueda de consensos centrada en la incorporación plena de los
extranjeros y sus hijos a una identidad nacional argentina.
La nación era una entidad dadora de identidad y pertenencia. Pero hubo al menos dos formas de concebir la
idea nacional: un nacionalismo constitucionalista y otro culturalista. Este último fue el hegemónico y sus
objetivos fueron: generar fuertes sentimientos de identificación nacional, marcar la superioridad de los criollos
sobre los extranjeros, limitar los efectos de anomia produciendo nuevas identidades y por último, en un mundo
cambiante se busca algo sólido que permanezca y eso es la identidad nacional.
No hay que olvidar que para la elite democracia lo opuesto a orden jerárquico aristocrático, igualitarismo
social. Para ellos la igualdad conspira contra el orden y hasta contra la libertad. El orden debe priorizar frente
a la libertad. Esta idea se reforzaba en consecuencia a los conflictos sociales que provocaban los proletarios
de las industrias. De allí se impulsa la Ley de Residencia que dejaba en manos del Ejecutivo la capacidad de
expulsar del país a aquellos que atentaban contra el orden. Cané repudia el principio democrático (dos
millones de ignorancias no constituyen un saber) y cree en la necesidad de un gobierno de los aristócratas.
Pero estos deben tener una buena formación cultural y preocupación por la patria. Pero Cané se preocupa
porque los aristócratas de su tiempo no se interesan por la cultura ni por la patria; sólo buscan lo material y no
la dignidad.
Podemos decir entonces que Cané se articuló con la Generación del ’80 en las problemática política
(democracia), social (movilidad y conflicto en el mundo del trabajo) e inmigratoria (“marea invasora”). De este
último punto para Cané había una urgente necesidad de homogeneizar la sociedad para disminuir los
problemas. A todo esto hay que sumarle la preocupación por lo nacional y los conflictos entre naciones. Las
primeras tres cuestiones fueron solucionadas en buena medida gracias a la solución de la cuestión nacional.
Es decir que la construcción de una identidad nacional fue capaz de unificar aquello que la extranjería, el
mercantilismo y la modernidad estaban separando y disolviendo.

Lección 5: El positivismo: José Ramos Mejía y José Ingenieros.


El movimiento positivista argentino se desarrolla entre 1890 y 1910. Marcaron su nacimiento a nivel mundial
Auguste Comte y Herbert Spencer los cuales abarcaron una reflexión sistemática de la historia, la naturaleza,
la sociedad y la cultura. En Argentina en la Generación del ´80 se ve una mayor voluntad de sistematicidad y
profesionalismo; entre sus representantes más destacados se encuentran Ramos Mejía y José Ingenieros.
Ramos Mejía era un miembro de una familia tradicional, proveniente de la época colonial, formado en las filas
anti-rosistas y fue presidente del Consejo Nacional de Educación. Se interesó por la problemática de la
psicología de las masas: ¿Cómo actuar frente a la irrupción de las masas en la escena pública? La “multitud”
aparece como una realidad amenazante y en Argentina surge este interrogante. No son las masas
militarizadas de las guerras del siglo XIX. Son multitudes trabajadoras extranjeras. El positivismo piensa
actuar sobre ellas a través de la creación de leyes científicas sociales. Para este es necesario crear símbolos
que sustituyan los símbolos caducos de la Iglesia.
La psicología de las masas trata de analizar la multitud y las masas, ese conjunto indiferenciado de personas
es todo un desafío para las nacientes ciencias sociales. El positivismo confía en poder detectar un orden a
través del uso de la razón y la observación. Para la psicología de las masas la multitud es un organismo
dotado de funciones psicológicas y el individuo al ingresar al “estado de multitud” adopta comportamientos
diferentes de los que tomaría si actuara sólo. Para los intelectuales franceses los une un lazo social,
simbólico, y la simbología que opera pertenece al ámbito no de lo racional sino de lo emocional, irracional y
mítico.
Entonces se establece una diferencia (Le Bon) entre individuo y multitud. El primero es un sujeto racional,
consciente, dotado de una voluntad libre, autónoma, que puede regular su comportamiento según normas
racionales. En cambio la multitud es una entidad inconsciente e irracional, que actúa por impulsos que ella
misma desconoce y con finalidades que escapan a una lógica racional. Esta idea es diferente a la idea
contractualista en la que los lazos sociales se construyen sobre bases racionales. Se deja entonces la idea de
las batallas y de los héroes para acercarse a la historia de las multitudes.
Más concretamente se dice que la multitud no piensa con conceptos sino que piensa por “imágenes”. Estas la
seducen o la aterrorizan, la multitud piensa con el corazón y a veces con el estómago. Esta es la idea
compartida en la minoría política y cultural dirigente. Se dio entonces un viraje del hombre racional hacia el
hombre que se mueve por sentimientos. Para Ramos Mejía las élites nunca caerá en estado de multitud, ésta
es dirigida por líderes a los que se debe cooptar. Junto a la racionalidad de las masas hay heroísmo, estas se
muestran más patriotas que las mismas elites. Falta una elite dirigente culta y patriótica y una multitud cívica y
heroína. Se atiende para este intelectual a una época de decadencia de la sociedad a causa del exceso de
civilización. El pasado adquiere entonces, una valoración positiva.
Otro aspecto es el tema de la inmigración. Frente al fenómeno inmigratorio, Ramos Mejía, justifica la
dominación de los más poderosos sobre los más débiles. Y para ello es necesaria la educación que legitime el
orden establecido. Sin embargo existen bordes entre los que benefician al país y quienes lo corrompen. Se
tiene temor a los burgueses extranjeros y a los guarangos, esa gente educada pero de baja estirpe.
Para Mejía el mercado no produce lazo social, antes bien, separa a los individuos; el predominio de los
valores económicos atenta contra la virtud republicana, esencial para el desarrollo de una nación; finalmente,
por la escalera de esos valores ascienden los recién llegados amenazando las posiciones de la clase criolla
tradicional. Estas concepciones son distintas de las que tenía Alberdi para la construcción de una nación. Para
éste el progreso económico traería consigo el progreso moral, cívico y por ende el progreso de la patria.
¿Sobre qué bases entonces apoyar el lazo social de una comunidad? La respuesta es que en el sentimiento
nacional se logra un sentido de pertenencia. Esta respuesta se aplicará entonces al accionar frente al
extranjero que llega al país no sólo a trabajar sino también como una fuerza que moviliza. Sin embargo a
diferencia de Sarmiento, Mejía se ve absorto por los nuevos tipos de cultura y como miembro de la elite liberal
siente cuestionada su capacidad para llenar el vacío de sentido entre los enigmas y sus significados. En
suma, frente a los efectos “no queridos” que aparecen por todos lados, las elites acuden a una constante
prevención y actitud defensiva. Esto fue una realidad para los intelectuales de linaje criollo y patricio como
Mejía.
Sin embargo ¿será así para intelectuales que son extranjeros y de baja estirpe? Ese es el caso de José
Ingenieros que no es de la elite, es extranjero pero forma parte del campo intelectual. Este tiene capital
simbólico, a Ingenieros lo legitima su saber. Es sistémico y busca ideas y concepto dentro de un todo
articulado, para este positivismo y liberalismo se oponen. Ingenieros se acerca a la cuestión de ¿porqué en el
Sur no se progresa como en el Norte? La explicación reside en tres causas principales: la desigual civilización
alcanzada por las sociedades indígenas preexistentes a la conquista, el diferente tipo de conquista y
colonización europea y la desigualdad del medio físico de sus diferentes regiones.
Ingenieros prevé la emergencia de cuatro sectores políticos fundamentales: dos partidos de gobierno, uno
conservador y otro progresista y, en los extremos opuestos, los reaccionarios y revolucionarios. Este coincide
también con las expectativas gloriosas que se tienen de Argentina, pensando que iba a ser una potencia con
un “destino manifiesto” en el Sur. Para Ingenieros la nacionalidad esta en el futuro y se debe implementar una
política consensual con los trabajadores. Por último este construye un modelo de sociedad jerarquizada en
tres estratos: las minorías poseedoras de ideales y del saber científico; las multitudes honestas, productivas y
mediocres, auténticos baluartes del orden y, por último, los márgenes en donde pululan los sujetos de la
locura y el delito.

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