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Oscar Terán “Historia de las ideas en la Argentina”. Diez lecciones iniciales, 1810-1980.
Lección 4: el ’80 Miguel Cané.
Hacia fines del siglo XIX se produjo un debate sobre si los nuevos cambios ocurridos en Argentina por su
ingreso en la Modernidad, son beneficiosos o por el contrario, negativos. Miguel Cané es uno de los
intelectuales que criticaba los cambios producidos por consecuencia del paso a la modernidad. Entre 1852 y
1880 se desarrolló lo que culminaría con el triunfo del PAN. En el ’80 concluye la estructuración del Estado
Nacional ya que logró el monopolio de la fuerza, Bs. As. se convierte en ciudad federalizada, se desarrollan
leyes laicas, se ingresa al sistema capitalista mundial con el modelo agroexportador, se construyen las
primeras vías férreas (las cuales posibilitaron la Campaña del Desierto – los indígenas no servían para el
progreso y por ello reciben una absoluta exclusión).
Según las opiniones oficialistas Argentina se dirigía hacia al progreso y –como opinaba Alberdi- el progreso
material traería progreso moral. Sin embargo esta postura se fue modificando con el correr de los años y
nuevas preocupaciones fueron apareciendo. Entre ellas una preocupación social por los desafíos que
planteaba el mundo del trabajo urbano. Nacional, ante el proceso de construcción de una identidad colectiva.
Política, frente a la pregunta acerca de qué lugar asignarles a las masas en el interior de la “república posible”.
E inmigratoria porque todos estos problemas se encontraron refractados en torno de la excepcional
incorporación de extranjeros a la sociedad argentina.
Ahora bien, ¿qué es la modernidad? En el terreno de la economía significó el nacimiento y la expansión a
escala planetaria del modo de producción capitalista. En lo social, la aparición de clases sociales y de la
movilidad social. En lo político, la implantación de un nuevo criterio de legitimidad: la soberanía popular. En
ella se produjo el fenómeno de la “secularización”, que alude a un desencantamiento del mundo. Gracias a
este proceso el mundo se torna calculable y se produce una revolución tecno- científica. En los tiempos
modernos lo nuevo se torna bueno –ya no es como antes donde lo nuevo era considerado un peligro y lo
tradicional era lo bueno y seguro. La modernidad, entonces, impulsa al cambio, al progreso.
Sin embargo no todos lo ven así. Hay una mezcla enorme de ideologías (liberalismo, republicanismo,
positivismo, modernismo, anarquismo, socialismo, entre otras) que nacen y toman forma en el seno de la elite
de intelectuales que se agrupan en torno a instituciones y sociedades. Son los llamados “escritores
gentleman” de la generación del ‘80, escritores que establecían esa identidad como una continuación a su
posición sociopolítica de prestigio. Sin embargo hay una multiplicidad de voces y no una centralización de
ideas como en los tiempos de Sarmiento y Alberdi.
Casi todos estos escritores comparten un lamento tradicionalista: impulsan la modernización y al mismo
tiempo se lamentan algunas de sus consecuencias no queridas. A ello se le llama ubi sunt que es justamente
un tópico de los tiempos de cambios acelerados en donde se añora lo pasado. Este incluye asimismo
evocaciones melancólicas de los viejos sitios que ahora la “piqueta del progreso” está destruyendo. Entre
estos intelectuales se encuentra Miguel Cané, un importante político y escritor de la época. Algunas de sus
críticas al proceso modernizador se deben a la crisis del ’90. En esta revolución nace una prevención en las
élites: Buenos Aires muestra esplendor pero está carcomida por dentro. El principal victimario es, para su
imaginario, el dinero, las riquezas que erosionan el sentido de pertenencia a una comunidad. Las pasiones de
mercado predominaron sobre las virtudes cívicas.
Otro de los males visto en la crisis del ’90 son los extranjeros. Hubo una ausencia de civismo en la masa de
extranjeros y por tanto las elites se dieron cuenta de la necesidad de imponer una identidad nacional. Por
tanto el proyecto inmigratorio era pieza clave en el programa de las elites progresistas. Había cinco
extranjeros por cada nativo, y tenían una participación activa en los sindicatos, la política y en la economía. El
problema quedó en manos del Estado y se comenzó el proceso simbólico de nacionalización.
Para Cané los inmigrantes que arriban al país están lejos de ser lo que Alberdi pretendió que iban a ser
(civilizados y educados) sino que eran la escoria, la basura, la sobra de Europa. Si bien “gobernar es poblar”,
“poblar es apestar” si se trae lo peor de Europa. Los inmigrantes tenían una doble actitud negativa: por un
lado no tramitaban la nacionalidad Argentina, pero por otro lado participaban activamente en prácticas que
sólo le competían a los argentinos. Las elites locales temían por el ascenso social de los extranjeros y por
adhesión a prácticas socialistas y anarquistas de los más pobres. En síntesis, la inmigración causaba
problemas, y se trataron de resolver por vía coercitiva (leyes de Residencia y Defensa Social, accionar policial
y parapolicial), como por medio de la búsqueda de consensos centrada en la incorporación plena de los
extranjeros y sus hijos a una identidad nacional argentina.
La nación era una entidad dadora de identidad y pertenencia. Pero hubo al menos dos formas de concebir la
idea nacional: un nacionalismo constitucionalista y otro culturalista. Este último fue el hegemónico y sus
objetivos fueron: generar fuertes sentimientos de identificación nacional, marcar la superioridad de los criollos
sobre los extranjeros, limitar los efectos de anomia produciendo nuevas identidades y por último, en un mundo
cambiante se busca algo sólido que permanezca y eso es la identidad nacional.
No hay que olvidar que para la elite democracia lo opuesto a orden jerárquico aristocrático, igualitarismo
social. Para ellos la igualdad conspira contra el orden y hasta contra la libertad. El orden debe priorizar frente
a la libertad. Esta idea se reforzaba en consecuencia a los conflictos sociales que provocaban los proletarios
de las industrias. De allí se impulsa la Ley de Residencia que dejaba en manos del Ejecutivo la capacidad de
expulsar del país a aquellos que atentaban contra el orden. Cané repudia el principio democrático (dos
millones de ignorancias no constituyen un saber) y cree en la necesidad de un gobierno de los aristócratas.
Pero estos deben tener una buena formación cultural y preocupación por la patria. Pero Cané se preocupa
porque los aristócratas de su tiempo no se interesan por la cultura ni por la patria; sólo buscan lo material y no
la dignidad.
Podemos decir entonces que Cané se articuló con la Generación del ’80 en las problemática política
(democracia), social (movilidad y conflicto en el mundo del trabajo) e inmigratoria (“marea invasora”). De este
último punto para Cané había una urgente necesidad de homogeneizar la sociedad para disminuir los
problemas. A todo esto hay que sumarle la preocupación por lo nacional y los conflictos entre naciones. Las
primeras tres cuestiones fueron solucionadas en buena medida gracias a la solución de la cuestión nacional.
Es decir que la construcción de una identidad nacional fue capaz de unificar aquello que la extranjería, el
mercantilismo y la modernidad estaban separando y disolviendo.